Qué extraña escena describes y qué extraños prisioneros, Son iguales a nosotros.

PLATÓN, República, Libro VII


El hombre que conduce la camioneta se llama Cipriano Algor, es alfarero de profesión y tiene sesenta y cuatro años, aunque a simple vista aparenta menos edad. El hombre que está sentado a su lado es el yerno, se llama Marcial Gacho, y todavía no ha llegado a los treinta. De todos modos, con la cara que tiene, nadie le echaría tantos. Como ya se habrá reparado, tanto uno como otro llevan pegados al nombre propio unos apellidos insólitos cuyo origen, significado y motivo desconocen. Lo más probable es que se sintieran a disgusto si alguna vez llegaran a saber que algor significa frío intenso del cuerpo, preanuncio de fiebre, y que gacho es la parte del cuello del buey en que se asienta el yugo. El más joven viste de uniforme, pero no está armado. El mayor lleva una chaqueta civil y unos pantalones más o menos conjuntados, usa la camisa sobriamente abotonada hasta el cuello, sin corbata. Las manos que manejan el volante son grandes y fuertes, de campesino, y, no obstante, quizá por efecto del cotidiano contacto con las suavidades de la arcilla a que le obliga el oficio, prometen sensibilidad. En la mano derecha de Marcial Gacho no hay nada de particular, pero el dorso de la mano izquierda muestra una cicatriz con aspecto de quemadura, una marca en diagonal que va desde la base del pulgar hasta la base del dedo meñique. La camioneta no merece ese nombre, es sólo una furgoneta de tamaño medio, de un modelo pasado de moda, y está cargada de loza. Cuando los dos hombres salieron de casa, veinte kilómetros atrás, el cielo apenas había comenzado a clarear, ahora la mañana ya ha puesto en el mundo luz bastante para que se pueda observar la cicatriz de Marcial Gacho y adivinar la sensibilidad de las manos de Cipriano Algor. Vienen viajando a velocidad reducida a causa de la fragilidad de la carga y también por la irregularidad del pavimento de la carretera. La entrega de las mercancías no consideradas de primera o segunda necesidad, como es el caso de las lozas bastas, se hace, de acuerdo con los horarios establecidos, a media mañana, y si estos dos hombres madrugaron tanto es porque Marcial Gacho tiene que fichar por lo menos media hora antes de que las puertas del Centro se abran al público. En los días en que no trae al yerno, y tiene piezas para transportar, Cipriano Algor no necesita levantarse tan temprano. Pero siempre es él, de diez en diez días, quien se encarga de ir a buscar a Marcial Gacho al trabajo para que pase con la familia las cuarenta horas de descanso a que tiene derecho, y quien, después, con loza o sin loza en la caja de la furgoneta, puntualmente lo reintegra a sus responsabilidades y obligaciones de guarda interno. La hija de Cipriano Algor, que se llama Marta, de apellidos Isasca, por parte de la madre ya fallecida, y Algor por parte del padre, sólo disfruta de la presencia del marido en la casa y en la cama seis noches y tres días de cada mes. En una de estas noches se quedó embarazada, pero todavía no lo sabe.

La región es fosca, sucia, no merece que la miremos dos veces. Alguien le dio a estas enormes extensiones de apariencia nada campestre el nombre técnico de Cinturón Agrícola, y también, por analogía poética, el de Cinturón Verde, aunque el único paisaje que los ojos consiguen alcanzar a ambos lados de la carretera, cubriendo sin solución de continuidad perceptible muchos millares de hectáreas, son grandes armazones de techo plano, rectangulares, hechos de plástico de un color neutro que el tiempo y las polvaredas, poco a poco, fueron desviando hacia el gris y el pardo. Debajo, fuera de las miradas de quien pasa, crecen plantas. Por caminos secundarios que vienen a dar a la carretera, salen, aquí y allí, camiones y tractores con remolques cargados de verduras, pero el grueso del transporte se ha efectuado durante la noche, éstos de ahora, o tienen autorización expresa y excepcional para realizar la entrega más tarde, o se quedaron dormidos. Marcial Gacho se subió discretamente la manga izquierda de la chaqueta para mirar el reloj, está preocupado porque el tránsito se torna paulatinamente más denso y porque sabe que de aquí en adelante, cuando entren en el Cinturón Industrial, las dificultades aumentarán. El suegro notó el gesto, pero se mantuvo callado, este yerno suyo es un joven simpático, sin duda, aunque nervioso, de la raza de los desasosegados de nacimiento, siempre inquieto con el paso del tiempo, incluso si lo tiene de sobra, en ese caso nunca parece saber lo que ha de ponerle dentro, dentro del tiempo, se entiende, Cómo será cuando llegue a mi edad, pensó. Dejaron atrás el Cinturón Agrícola, la carretera, ahora más sucia, atraviesa el Cinturón Industrial cortando por entre instalaciones fabriles de todos los tamaños, actividades y hechuras, con depósitos esféricos y cilíndricos de combustible, centrales eléctricas, redes de canalización, conductos de aire, puentes suspendidos, tubos de todos los grosores, unos rojos, otros negros, chimeneas lanzando a la atmósfera borbotones de humos tóxicos, grúas de largos brazos, laboratorios químicos, refinerías de petróleo, olores fétidos, amargos o dulzones, ruidos estridentes de brocas, zumbidos de sierras mecánicas, golpes brutales de martillos pilones, de vez en cuando una zona de silencio, nadie sabe lo que se estará produciendo ahí. Fue entonces cuando Cipriano Algor dijo, No te preocupes, llegaremos a tiempo, No estoy preocupado, respondió el yerno, disimulando mal la inquietud, Ya lo sé, era una manera de hablar, dijo Cipriano Algor. Giró la furgoneta hacia una vía paralela destinada a la circulación local, Vamos a atajar camino por aquí, dijo, si la policía nos pregunta por qué dejamos la carretera, acuérdate de lo que hemos convenido, tenemos un asunto que resolver en una de estas fábricas antes de llegar a la ciudad. Marcial Gacho respiró hondo, cuando el tráfico se complicaba en la carretera, el suegro, más tarde o más pronto, acababa tomando un desvío. Lo que le angustiaba era la posibilidad de que se distrajese y la decisión llegase demasiado tarde. Felizmente, pese a los temores y los avisos, nunca les había parado la policía, Alguna vez se convencerá de que ya no soy un muchacho, pensó Marcial, que no tiene que estar recordándome todas las veces esto de los asuntos que resolver en las fábricas. No imaginaban, ni uno ni otro, que fuese precisamente el uniforme de guarda del Centro que enfundaba Marcial Gacho el motivo de la continuada tolerancia o de la benévola indiferencia de la policía de tráfico, que no era simple resultado de casualidades múltiples o de obstinada suerte, como probablemente hubieran respondido si les preguntasen por qué razón creían ellos que no habían sido multados hasta el momento. La conociera Marcial Gacho, y tal vez hubiera hecho valer ante el suegro el peso de la autoridad que el uniforme le confería, la conociera Cipriano Algor, y tal vez le hubiera hablado al yerno con menos irónica condescendencia. Buena verdad es que ni la juventud sabe lo que puede, ni la vejez puede lo que sabe.

Después del Cinturón Industrial comienza la ciudad, en fin, no la ciudad propiamente dicha, ésa se divisa allá a lo lejos, tocada como una caricia por la primera y rosada luz del sol, lo que aquí se ve son aglomeraciones caóticas de chabolas hechas de cuantos materiales, en su mayoría precarios, pudiesen ayudar a defenderse de las intemperies, sobre todo de la lluvia y del frío, a sus mal abrigados moradores. Es, según el decir de los habitantes de la ciudad, un lugar inquietante. De vez en cuando, por estos parajes, en nombre del axioma clásico que reza que la necesidad también legisla, un camión cargado de alimentos es asaltado y vaciado en menos tiempo de lo que se tarda en contarlo. El método operativo, ejemplarmente eficaz, fue elaborado y desarrollado después de una concienzuda reflexión colectiva sobre el resultado de los primeros intentos, malogrados, según se hizo obvio, por una total ausencia de estrategia, por una táctica, si así se puede llamar, anticuada, y, finalmente, por una deficiente y errática coordinación de esfuerzos, en la práctica entregados a sí mismos. Siendo casi continuo durante la noche el flujo de tráfico, bloquear la carretera para retener un camión, como había sido la primera idea, supuso la caída de los asaltantes en su propia trampa, dado que tras ese camión otros camiones venían, portando refuerzos y socorro inmediato para el conductor en apuros. La solución del problema, efectivamente genial, así fue reconocido en voz baja por las propias autoridades policiales, consistió en que los asaltantes se dividieron en dos grupos, uno táctico, otro estratégico, y en establecer dos barreras en lugar de una, comenzando el grupo táctico por cortar la carretera inmediatamente después del paso de un camión que circulara separado de los otros, y luego el grupo estratégico, unas centenas de metros más adelante, adecuadamente informado por una señal luminosa, con la misma rapidez montaba la segunda barrera, de modo que el vehículo condenado por el destino no tenía otro remedio que detenerse y dejarse robar. Para los vehículos que venían en dirección contraria no era necesario ningún corte de carretera, los propios conductores se encargaban de parar al darse cuenta de lo que pasaba más adelante. Un tercer grupo, llamado de intervención rápida, se encargaría de disuadir con una lluvia de piedras a cualquier solidario atrevido. Las barreras se hacían con grandes piedras transportadas en parihuelas, que algunos de los propios asaltantes, jurando y requetejurando que no tenían nada que ver con lo sucedido, ayudaban luego a retirar a la cuneta de la carretera, Esa gente es la que da mala fama a nuestro barrio, nosotros somos personas honestas, decían, y los conductores de los otros camiones, ansiosos por que les limpiaran el camino para no llegar tarde al Centro, sólo respondían, Bueno, bueno. De tales incidencias de ruta, sobre todo porque casi siempre circula por estos lugares con luz del día, se ha librado la furgoneta de Cipriano Algor. Por lo menos hasta hoy. De hecho, habida cuenta los útiles de barro son los que con más frecuencia van a la mesa del pobre y más fácilmente se rompen, el alfarero no está libre de que una mujer de las muchas que malviven en estas chabolas tenga la ocurrencia de decirle un día de éstos al jefe de la familia, Estamos necesitando platos nuevos, a lo que él seguramente responderá, Ya me ocuparé de eso, pasa por ahí a veces una furgoneta que lleva escrito por fuera Alfarería, es imposible que no lleve platos, Y tazas, añadirá la mujer, aprovechando la marea favorable, Y tazas, no se me olvidará.

Entre las chabolas y los primeros edificios de la ciudad, como una tierra de nadie separando las dos partes enfrentadas, hay un ancho espacio libre de construcciones, pero, mirándolo con un poco más de atención, se observa no sólo una red de huellas entrecruzadas de tractores, ciertas explanaciones que sólo pueden haber sido causadas por grandes palas mecánicas, esas implacables láminas curvas que, sin dolor ni piedad, se llevan todo por delante, la casa antigua, la raíz nueva, el muro que amparaba, el lugar de una sombra que nunca más volverá a estar. Sin embargo, tal como sucede en las vidas, cuando creíamos que nos habían quitado todo, y de pronto descubrimos que nos queda algo, también aquí unos fragmentos dispersos, unos harapos emporcados, unos restos de materiales de desecho, unas latas oxidadas, unas tablas podridas, un plástico que el viento trae y lleva nos muestran que este territorio había estado ocupado antes por los barrios de marginados. No tardará mucho en que los edificios de la ciudad avancen en línea de tiradores y vengan a enseñorearse del terreno, dejando entre los más adelanta dos y las primeras chabolas apenas una franja estrecha, una nueva tierra de nadie, que permanecerá así mientras no llegue el momento de pasar a la tercera fase.

La carretera principal, a la que habían regresado, era ahora más ancha, con un carril reservado exclusivamente para la circulación de vehículos pesados, y aunque la furgoneta sólo por desvarío de imaginación pueda incluirse en esa categoría superior, el hecho de tratarse sin duda de un vehículo de carga da a su conductor el derecho a competir en pie de igualdad con las lentas y mastodónticas máquinas que roncan, mugen y escupen nubes sofocantes por los tubos de escape, y adelantarlas rápidamente, con una sinuosa agilidad que hace tintinear las lozas en la parte de atrás. Marcial Gacho miró otra vez el reloj y respiró. Llegaría a tiempo. Ya estaban en la periferia de la ciudad, todavía tendrían que recorrer unas cuantas calles de trazado confuso, girar a la izquierda, girar a la derecha, otra vez a la izquierda, otra vez a la derecha, ahora a la derecha, a la derecha, izquierda, izquierda, derecha, recto, finalmente desembocarían en una plaza donde se acababan las dificultades, una avenida en línea recta los conducirá a sus destinos, allí donde era esperado el guarda interno Marcial Gacho, allí donde dejaría su carga el alfarero Cipriano Algor. Al fondo, un muro altísimo, oscuro, mucho más alto que el más alto de los edificios que bordeaban la avenida, cortaba abruptamente el camino. En realidad, no lo cortaba, suponerlo era el resultado de una ilusión óptica, había calles que, a un lado y a otro, proseguían a lo largo del muro, el cual, a su vez, muro no era, mas sí la pared de una construcción enorme, un edificio gigantesco, cuadrangular, sin ventanas en la fachada lisa, igual en toda su extensión. Aquí estamos, dijo Cipriano Algor, como ves llegamos a tiempo, todavía faltan diez minutos para tu hora de entrada, Sabe tan bien como yo por qué no puedo retrasarme, perdería mi posición en la lista de los candidatos a guarda residente, No es una idea que entusiasme demasiado a tu mujer, ésa de pasar a guarda residente, Es mejor para nosotros, tendremos más comodidades, mejores condiciones de vida. Cipriano Algor detuvo la furgoneta frente a la esquina del edificio, parecía que iba a responder al yerno, pero lo que hizo fue preguntar, Por qué están derribando aquella manzana de edificios, Por fin se ha confirmado, Se ha confirmado el qué, Hace semanas que se estaba hablando de una ampliación, respondió Marcial Gacho mientras salía de la furgoneta. Habían parado frente a una puerta sobre la cual se leía un letrero con las palabras Entrada Reservada al Personal de Seguridad. Cipriano Algor dijo, Tal vez, Tal vez, no, la prueba está ahí a la vista, la demolición ha comenzado, No me refería a la ampliación, sino a lo que dijiste antes sobre las condiciones de vida, acerca de las comodidades no discuto, en cualquier caso no podemos quejarnos, no somos de los más desafortunados, Respeto su opinión, pero yo tengo la mía, ya verá como Marta, cuando llegue la hora, estará de acuerdo conmigo. Dio dos pasos, se detuvo, seguramente pensó que ésta no era la manera correcta de despedirse un yerno de un suegro que lo ha traído al trabajo, y dijo, Gracias, le deseo un buen viaje de regreso, Hasta dentro de diez días, dijo el alfarero, Hasta dentro de diez días, dijo el guarda interno, al mismo tiempo que saludaba a un colega que acababa de llegar. Se fueron juntos, entraron, la puerta se cerró.

Cipriano Algor puso el motor en marcha, pero no arrancó en seguida. Miró los edificios que estaban siendo demolidos. Esta vez, probablemente a causa de la poca altura de las construcciones que se iban a derribar, no estaban siendo utilizados explosivos, ese moderno, expeditivo y espectacular proceso que en tres segundos es capaz de transformar una estructura sólida y organizada en un caótico montón de cascotes. Como era de esperar, la calle que hacía ángulo recto con ésta estaba cerrada al tránsito. Para hacer entrega de la mercancía, el alfarero se vería obligado a pasar por detrás de la finca en demolición, rodearla, seguir luego hacia delante, la puerta a la que iba a llamar estaba en la esquina más distante, precisamente, con relación al punto donde se encontraba, en el otro extremo de una recta imaginaria que atravesase oblicuamente el edificio donde Marcial Gacho había entrado, En diagonal, precisó mentalmente el alfarero para abreviar la explicación. Cuando dentro de diez días vuelva a recoger al yerno, no habrá vestigio de estos predios, se habrá asentado la polvareda de la destrucción que ahora flota en el aire, y hasta puede suceder que ya esté siendo excavado el gran foso donde se abrirán las zanjas y se implantarán los pilares de la nueva construcción. Después se levantarán las tres paredes, una que lindará con la calle por la que Cipriano Algor tendrá que dar la vuelta de aquí a poco, dos que cerrarán a un lado y a otro el terreno ganado a costa de la calle intermedia y de la demolición de la manzana, haciendo desaparecer la fachada del edificio todavía visible, la puerta de acceso del personal de Seguridad cambiará de sitio, no serán necesarios muchos días para que ni la persona más perspicaz sea capaz de distinguir, mirando desde fuera, y mucho menos lo percibirá si está en el interior del edificio, entre la construcción reciente y la construcción anterior. El alfarero miró el reloj, todavía era pronto, en los días en que traía al yerno era inevitable tener que aguardar dos horas a que abriese el departamento de recepción que tenía asignado, y después todo el tiempo que tardase en llegarle la vez, Pero tengo la ventaja de ocupar un buen lugar en la fila, incluso puedo ser el primero, pensó. Nunca lo había sido, siempre se presentaba gente más madrugadora que él, seguramente algunos de esos conductores habrían pasado parte de la noche en la cabina de sus camiones. Cuando el día clareaba subían a la calle para tomar un café, pan y alguna vianda, un aguardiente en las mañanas húmedas y frías, después se que daban por ahí, conversando unos con otros, hasta diez minutos antes de que se abrieran las puertas, entonces los más jóvenes, nerviosos como aprendices, corrían rampa abajo para ocupar sus puestos, mientras los mayores, sobre todo si estaban en los últimos lugares de la fila, descendían charlando animadamente, aspirando una última bocanada del cigarro, porque en el subterráneo, habiendo motores en marcha, no estaba permitido fumar. El fin del mundo, creían ellos, no era para ya, no ganaban nada corriendo.

Cipriano Algor puso la furgoneta en movimiento. Se distrajo con la demolición de los edificios y ahora quería recuperar el tiempo perdido, palabras estas insensatas entre las que más lo sean, expresión absurda con la cual suponemos engañar la dura realidad de que ningún tiempo perdido es recuperable, como si creyésemos, al contrario de esta verdad, que el tiempo que juzgábamos para siempre perdido hubiera decidido quedarse parado detrás, esperando, con la paciencia de quien dispone del tiempo todo, que sintiésemos su falta. Estimulado por la urgencia nacida de los pensamientos sobre quién llega primero y sobre quién llegará después, el alfarero dio rápidamente la vuelta a la manzana y entró directo por la calle que limitaba con la otra fachada del edificio. Como era costumbre invariable, ya había gente aguardando a que se abriesen las puertas destinadas al público. Pasó al carril izquierdo de circulación, para el desvío de acceso a la rampa que descendía al piso subterráneo, mostró al guarda su carné de abastecedor y ocupó su lugar en la fila de vehículos, detrás de una camioneta cargada de cajas que, a juzgar por los rótulos de los embalajes, contenían piezas de cristal. Salió de la furgoneta para comprobar cuántos proveedores tenía delante y calcular así, con más o menos aproximación, el tiempo que debería esperar. Ocupaba el número trece. Contó nuevamente, no había dudas. Aunque no fuese persona supersticiosa, no ignoraba la mala reputación de este número, en cualquier conversación sobre la casualidad, la fatalidad y el destino siempre alguien toma la palabra para relatar casos vividos bajo la influencia negativa, y a veces funesta, del trece. Intentó recordar si en alguna otra ocasión le había tocado este lugar en la fila, pero, una de dos, o nunca tal le sucediera, o simplemente no se acordaba. Discutió consigo mismo, se dijo que era un despropósito, un disparate preocuparse por algo que no tiene existencia en la realidad, sí, era cierto, nunca había pensado en eso antes, de hecho los números no existen en la realidad, a las cosas les es indiferente el número que les asignemos, da lo mismo decir que son el trece o el cuarenta y cuatro, lo mínimo que se puede concluir es que no toman conocimiento del lugar que les ha tocado ocupar. Las personas no son cosas, las personas quieren estar siempre en los primeros lugares, pensó el alfarero, Y no sólo quieren estar en ellos, quieren que se diga y que los demás lo noten, murmuró. Con excepción de los dos guardas que fiscalizaban, uno a cada extremo, la entrada y la salida, el subterráneo estaba desierto. Era siempre así, los conductores dejaban el vehículo en la fila a medida que iban llegando y subían a la calle, al café. Están muy equivocados si creen que me voy a quedar aquí, dijo Cipriano Algor en voz alta. Hizo retroceder la furgoneta como si acabara de descubrir que no tenía nada que descargar y salió del alineamiento, Así ya no seré el decimotercero, pensó. Pasados pocos minutos un camión bajó la rampa y se paró en el sitio que la furgoneta había dejado libre. El conductor saltó de la cabina, miró el reloj, Todavía tengo tiempo, debe de haber pensado. Cuando desapareció en lo alto de la rampa, el alfarero maniobró rápidamente y se colocó detrás del camión, Ahora soy el catorce, dijo, satisfecho de su astucia. Se recostó en el asiento, suspiró, por encima de su cabeza oía el zumbido del tráfico en la calle, él también solía subir a tomar un café y comprar el periódico, pero hoy no le apetecía. Cerró los ojos como si estuviese retrocediendo hacia el interior de sí mismo y entró en seguida en el sueño, era el yerno quien le explicaba que cuando fuese nombrado guarda residente la situación mudaría como de la noche a la mañana, que Marta y él dejarían la alfarería, ya era hora de comenzar una vida independiente de la familia, Sea comprensivo, lo que tiene que ser, dice el refrán, tiene mucha fuerza, el mundo no para, si las personas de quienes dependes te promocionan, lo que tienes que hacer es levantar las manos al cielo y agradecer, sería una estupidez dar la espalda a la suerte cuando se pone de nuestro lado, además estoy seguro de que su mayor deseo es que Marta sea feliz, por tanto deberá estar contento. Cipriano Algor oía al yerno y sonreía para sí mismo, Dices todo eso porque crees que soy el trece, no sabes que ahora soy el catorce. Se despertó sobresaltado con el golpear de las puertas de los coches, señal de que la descarga iba a comenzar. Entonces, todavía sin haber regresado completamente del sueño, pensó, No cambié de número, soy el trece que está en el lugar del catorce.

Así era. Casi una hora después llegó su turno. Bajó de la furgoneta y se acercó al mostrador de recepción con los papeles de costumbre, el albarán de entrega por triplicado, la factura correspondiente a las ventas certificadas de la última partida, el control de calidad industrial que acompañaba cada lote y en el que la alfarería asumía la responsabilidad de cualquier defecto de fabricación detectado en la inspección a que las piezas serían sometidas, la confirmación de exclusividad, igualmente obligatoria en todas las entregas, por la que la alfarería se comprometía, sujetándose a sanciones en el caso de infracción, a no establecer relaciones comerciales con otro establecimiento para la colocación de sus artículos. Como era habitual, un empleado se aproximó para ayudar a la descarga, pero el subjefe de recepción lo llamó y le ordenó, Descarga la mitad de lo que trae, compruébalo por el albarán. Cipriano Algor, sorprendido, alarmado, preguntó, La mitad, por qué, Las ventas bajaron mucho en las últimas semanas, probablemente tendremos que devolverle por falta de salida lo que hay en el almacén, Devolver lo que tienen en el almacén, Sí, está en el contrato, Ya sé que está en el contrato, pero también está que no me autorizan a tener otros clientes, así que dígame a quién voy a venderle la otra mitad, Eso no es de mi incumbencia, yo sólo cumplo las órdenes que he recibido, Puedo hablar con el jefe del departamento, No, no vale la pena, no le va a atender. A Cipriano Algor le temblaban las manos, miró alrededor, perplejo, implorando ayuda, pero sólo leyó desinterés en las caras de los tres conductores que llegaron después que él. Pese a ello, intentó apelar a la solidaridad de clase, Miren en qué situación estoy, un hombre trae aquí el producto de su trabajo, sacó la tierra, la mezcló con agua, la batió, amasó la pasta, torneó las piezas que le habían encargado, las coció en el horno, y ahora le dicen que sólo se quedan con la mitad de lo que ha hecho y que le van a devolver lo que tienen en el almacén, quiero saber si hay justicia en este procedimiento. Los conductores se miraron unos a otros, se encogieron de hombros, no estaban seguros de que fuera conveniente responder, ni de a quién le convendría más la respuesta, uno de ellos sacó un cigarro para dejar claro que se desentendía del asunto, luego recordó que no se podía fumar allí, entonces dio la espalda y se refugió en la cabina del camión, lejos de los acontecimientos. El alfarero comprendió que tendría mucho que perder si seguía protestando, quiso echar agua en la hoguera que él mismo había encendido, en cualquier caso vender la mitad era mejor que nada, las cosas acabarán arreglándose, pensó. Sumiso, se dirigió al subjefe de recepción, Puede decirme qué ha hecho que las ventas hayan bajado tanto, Creo que ha sido la aparición de unas piezas de plástico que imitan al barro, y lo imitan tan bien que parecen auténticas, con la ventaja de que pesan menos y son mucho más baratas, Ese no es motivo para que se deje de comprar las mías, el barro siempre es barro, es auténtico, es natural, Vaya a decirle eso a los clientes, no quiero angustiarlo, pero creo que a partir de ahora sus lozas sólo interesarán a los coleccionistas, y ésos son cada vez menos. El recuento estaba terminado, el subjefe escribió en el albarán, Recibí mitad, y dijo, No traiga nada más hasta que no tenga noticias nuestras, Cree que podré seguir fabricando, preguntó el alfarero, La decisión es suya, yo no me responsabilizo, Y la devolución, de verdad me van a devolver las existencias del almacén, las palabras temblaban de desesperación y con tal amargura que el otro quiso ser conciliador, Veremos. El alfarero entró en la furgoneta, arrancó con brusquedad, algunas cajas, mal sujetas después de la media descarga, se escurrieron y chocaron violentamente contra la puerta de atrás, Que se parta todo de una vez, gritó irritado. Tuvo que parar al principio de la rampa de salida, el reglamento manda que se presente el carné también a este guarda, son cosas de la burocracia, nadie sabe por qué, en principio quien entra proveedor, proveedor saldrá, pero por lo visto hay excepciones, aquí tenemos el caso de Cipriano Algor que todavía lo era al entrar, y ahora, si se confirman las amenazas, está en vías de dejar de serlo. Seguro que el trece tiene la culpa, al destino no lo engañan artimañas de poner después lo que estaba antes. La furgoneta subió la rampa, salió a la luz del día, no hay nada que hacer, salvo volver a casa. El alfarero sonrió con tristeza, No fue el trece, el trece no existe, si hubiese sido el primero en llegar la sentencia sería igual, ahora la mitad, luego ya veremos, mierda de vida.

La mujer de las chabolas, aquella que necesitaba platos y tazas nuevas, preguntó al marido, Qué ha pasado, no encontraste la furgoneta de la alfarería, y el marido respondió, Sí, la obligué a parar, pero después dejé que se marchara, Por qué, Si tú hubieses visto la cara del hombre que iba dentro, apuesto a que habrías hecho lo que yo hice.


El alfarero paró la furgoneta, bajó los cristales de un lado y de otro, y esperó que alguien viniese a robarle. No es raro que ciertas desesperaciones de espíritu, ciertos golpes de la vida empujen a la víctima a decisiones tan dramáticas como ésta, cuando no peores. Llega un momento en que la persona trastornada o injuriada oye una voz gritándole dentro de su cabeza, Perdido por diez, perdido por cien, y entonces es según las particularidades de la situación en que se encuentre y el lugar donde ella lo encuentra, o gasta el último dinero que le quedaba en un billete de lotería, o pone sobre la mesa de juego el reloj heredado del padre y la pitillera de plata que le regaló la madre, o apuesta todo al rojo a pesar de haber visto salir ese color cinco veces seguidas, o salta solo de la trinchera y corre con la bayoneta calada contra la ametralladora del enemigo, o para esta furgoneta, baja los cristales, abre después las puertas, y se queda a la espera de que, con las porras de costumbre, las navajas de siempre y las necesidades de la ocasión, lo venga a saquear la gente de las chabolas, Si no lo quisieron ellos, que se lo lleven éstos, fue el último pensamiento de Cipriano Algor. Pasaron diez minutos sin que nadie se aproximase para cometer el ansiado latrocinio, un cuarto de hora se fue sin que ni siquiera un perro vagabundo hubiese subido hasta la carretera a orinar en una rueda y olisquear el contenido de la furgoneta, y ya iba vencida media hora cuando finalmente se aproximó un hombre sucio y mal encarado que preguntó al alfarero, Tiene algún problema, necesita ayuda, le doy un empujoncito, puede ser cosa de la batería. Ahora bien, si hasta incluso los ánimos más fuertes tienen momentos de irresistible debilidad, que es cuando el cuerpo no consigue comportarse con la reserva y la discreción que el espíritu durante años le ha ido enseñando, no deberemos extrañarnos de que la oferta de auxilio, para colmo procedente de un hombre con toda la pinta de asaltante habitual, hubiese tocado la cuerda más sensible de Cipriano Algor hasta el punto de hacerle asomar una lágrima en el rabillo del ojo, No, muchas gracias, dijo, pero a continuación, cuando el obsequioso cirineo ya se apartaba, saltó de la furgoneta, corrió a abrir la puerta trasera, al mismo tiempo que llamaba, Eh, señor, eh, señor, venga aquí. El hombre se detuvo, Quiere que le ayude, preguntó, No, no es eso, Entonces, qué, Venga aquí, hágame el favor. El hombre vino y Cipriano Algor dijo, Tome esta media docena de platos, lléveselos a su mujer, es un regalo, y tome estos seis más, que son soperos, Pero yo no he hecho nada, dudó el hombre, No importa, es lo mismo que si hubiese hecho, y si necesita un botijo para el agua, aquí tiene, Realmente, un botijo no vendría mal en casa, Pues entonces lléveselo, lléveselo. El alfarero apiló los platos, primero los llanos, después los hondos, después éstos sobre aquéllos, los acomodó en la curva del brazo izquierdo del hombre, y, como tenía el botijo colgando de la mano derecha, no tuvo el beneficiado mucho de sí con que agradecer, sólo la vulgar palabra gracias, que tanto es sincera como no, y la sorpresa de una inclinación de cabeza nada armónica con la clase social a que pertenece, queriendo esto decir que sabríamos mucho más de las complejidades de la vida si nos aplicásemos a estudiar con ahínco sus contradicciones en vez de perder tanto tiempo con las identidades y las coherencias, que ésas tienen la obligación de explicarse por sí mismas.

Cuando el hombre que tenía pinta de asaltante, pero que finalmente no lo era, o simplemente no lo había querido ser esta vez, desapareció, medio perplejo, entre las chabolas, Cipriano Algor puso la furgoneta en movimiento. Obviamente, ni la visión más aguda sería capaz de notar diferencia alguna en la presión ejercida sobre los amortiguadores y los neumáticos de la furgoneta, en cuestión de peso doce platos y un botijo de barro significan tanto en un vehículo de transporte, incluso de tamaño medio, como significarían en la feliz cabeza de una novia doce pétalos de rosa blanca y un pétalo de rosa roja. No ha sido casualidad el hecho de que la palabra feliz apareciera ahí atrás, en realidad es lo mínimo que podemos decir de la expresión de Cipriano Algor, que, mirándolo ahora, nadie creería que sólo le han comprado la mitad de la carga que transportó al Centro. Lo malo es que le volvió a la memoria, cuando dos kilómetros adelante penetró en el Cinturón Industrial, el bruto revés comercial sufrido. La ominosa visión de las chimeneas vomitando chorros de humo le indujo a preguntarse en qué estúpida fábrica de ésas se estarían produciendo las estúpidas mentiras de plástico, las alevosas imitaciones del barro, Es imposible, murmuró, ni en sonido ni en peso se pueden igualar, y además está la relación entre la vista y el tacto que leí no sé dónde, la vista que es capaz de ver por los dedos que están tocando el barro, los dedos que, sin tocar, consiguen sentir lo que los ojos están viendo. Y, como si esto no fuese tormento suficiente, también se interrogó Cipriano Algor, pensando en el viejo horno de la alfarería, cuántos platos, fuentes, tazas y jarras por minuto escupirían las malditas máquinas, cuántas cosas para sustituir botijos y damajuanas. El resultado de estas y de otras preguntas que no quedaron registradas ensombreció otra vez el semblante del alfarero, y a partir de ahí, el resto del camino fue, todo él, un continuo cavilar sobre el futuro difícil que esperaba a la familia Algor si el Centro persistía en la nueva valoración de productos, cuya primera víctima fuera, tal vez, la alfarería. Pero honor sea dado a quien de sobra lo merece, pues en ningún momento Cipriano Algor permitió que su espíritu fuese tomado por el arrepentimiento de haber sido generoso con el hombre que le debería haber robado, si es que es verdad todo cuanto se viene diciendo sobre la gente de las chabolas. En la salida del Cinturón Industrial había algunas modestas manufacturas que no se entiende cómo pueden haber sobrevivido a la gula de espacio y a la múltiple variedad de producción de los modernos gigantes fabriles, pero el hecho es que estaban allí, y mirarlas al pasar siempre era un consuelo para Cipriano Algor cuando, en algunas horas más inquietas de la vida, le daba por cavilar sobre los destinos de su profesión. No van a durar mucho, pensó, esta vez se refería a las manufacturas, no al futuro de la actividad alfarera, pero eso ocurrió porque no se tomó el trabajo de reflexionar durante tiempo suficiente, sucede así muchas veces, creemos que ya se puede afirmar que no merece la pena esperar conclusiones sólo porque decidimos detenernos a la mitad del camino que nos conduciría hasta ellas.

Cipriano Algor atravesó el Cinturón Verde rápidamente, no miró ni una vez los campos, el monótono espectáculo de las enormes extensiones cubiertas de plástico, bazas por naturaleza y soturnas de suciedad, si siempre le causaba un efecto deprimente, imagínese lo que sería hoy, en el estado de ánimo que lleva, ponerse a contemplar este desierto. Como el que alguna vez ha levantado la túnica bendita de una santa de altar para saber si lo que la sustenta por debajo son piernas de persona o un par de estacas mal desbastadas, hace mucho tiempo que el alfarero no necesita resistir la tentación de parar la furgoneta y atisbar si es cierto que en el interior de aquellas coberturas y de aquellos armazones había plantas reales, con frutos que se pudieran oler, palpar y morder, con hojas, tubérculos y brotes que se pudiesen cocer, aliñar y poner en el plato, o si la melancolía abrumadora expuesta al exterior contaminaba de incurable artificio lo que dentro crecía, fuese lo que fuese. Después del Cinturón Verde el alfarero tomó una carretera secundaria, había unos restos escuálidos de bosque, unos campos mal ordenados, un riachuelo de aguas oscuras y fétidas, después aparecieron en una curva las ruinas de tres casas ya sin ventanas ni puertas, con los tejados medio caídos y los espacios interiores casi devorados por la vegetación que siempre irrumpe entre los escombros, como si allí hubiese estado, a la espera de su hora, desde que se pusieron los cimientos. La población comenzaba unos cien metros más allá, era poco más que la carretera que la cruzaba por en medio, unas cuantas calles que desembocaban en ella, una plaza irregular que se ensanchaba hacia un solo lado, ahí un pozo cerrado, con su bomba de sacar agua y la gran rueda de hierro, a la sombra de dos plátanos altos. Cipriano Algor saludó a unos hombres que conversaban, pero, contra lo que era su costumbre cuando regresaba de llevar la loza al Centro, no se detuvo, en un momento así no suponía qué podría apetecerle, pero seguro que no una conversación, incluso tratándose de personas conocidas. La alfarería y la casa en que vivía con la hija y el yerno quedaban en el otro extremo de la población, adentradas en el campo, apartadas de los últimos edificios. Al entrar en la aldea, Cipriano Algor había reducido la velocidad de la furgoneta, pero ahora avanzaba más despacio aún, la hija debía de estar acabando de preparar el almuerzo, era hora de eso, Qué hago, se lo digo ya o después de haber comido, se preguntó a sí mismo, Es preferible después, dejo la furgoneta en el alpendre de la leña, ella no vendrá a ver si traigo algo, hoy no es día de compras, así podremos comer tranquilos, es decir, comerá ella tranquila, yo no, y al final le cuento lo que ha pasado, o lo dejo para media tarde, cuando estemos trabajando, tan malo será para ella saberlo antes de almorzar como inmediatamente después. La carretera hacía una curva ancha donde terminaba la población, pasada la última casa se veía en la distancia un gran moral que no debería de tener menos de unos diez metros de altura, allí estaba la alfarería. El vino fue servido, va a ser necesario beberlo, dijo Cipriano Algor con una sonrisa cansada, y pensó que mucho mejor sería si lo pudiese vomitar. Giró la furgoneta a la izquierda, hacia un camino en subida poco pronunciada que conducía a la casa, a la mitad dio tres avisos sonoros anunciando que llegaba, siempre la misma señal, a la hija le parecería extraño si hoy no la hiciese. La vivienda y la alfarería fueron construidas en este amplio terreno, probablemente una antigua era, o en un ejido, en cuyo centro el abuelo alfarero de Cipriano Algor, que también usara el mismo nombre, decidió, en un día remoto del que no quedó registro ni memoria, plantar el moral. El horno, un poco apartado, ya era obra modernizadora del padre de Cipriano Algor, a quien también le fue dado idéntico nombre, y sustituía a otro horno, viejísimo, por no decir arcaico, que, visto desde fuera, tenía la forma de dos troncos cónicos sobrepuestos, el de encima más pequeño que el de abajo, y de cuyos orígenes tampoco quedó memoria. Sobre sus vetustos cimientos se construyó el horno actual, este que coció la carga de la que el Centro sólo quiso recibir la mitad, y que ahora, ya frío, espera que lo carguen de nuevo. Con una atención exagerada Cipriano Algor estacionó la furgoneta debajo del alpendre, entre dos cargas de leña seca, después pensó que todavía podría pasar por el horno y ganar algunos minutos, pero le faltaba el motivo, le faltaba la justificación, no era como otras veces, cuando regresaba de la ciudad y el horno estaba funcionando, en esos días iba a mirar dentro de la caldera para calcular la temperatura por el color de los barros incandescentes, si el rojo oscuro ya se había convertido en rojo cereza. o éste en naranja. Se quedó allí parado, como si el ánimo que necesitaba se le hubiese retrasado por el camino, pero fue la voz de la hija la que le obligó a moverse, Por qué no entra, el almuerzo está listo. Intrigada por la demora, Marta apareció entre las puertas, Venga, venga, que la comida se enfría. Cipriano Algor entró, le dio un beso a la hija y se encerró en el cuarto de baño, comodidad doméstica instalada cuando ya era adolescente y, desde hace mucho tiempo, necesitada de ampliación y mejoras. Se observó en el espejo, no encontró ninguna arruga de más en la cara, La tengo dentro, seguro, pensó, después vertió aguas, se lavó las manos y salió. Comían en la cocina, sentados ante una gran mesa que había conocido días más felices y asambleas más numerosas. Ahora, tras la muerte de la madre, Justa Isasca, de quien tal vez no se vuelva a hablar mucho más en este relato, pero de quien aquí se deja escrito el nombre propio, que el apellido ya lo conocíamos, los dos comen en un extremo, el padre a la cabecera, Marta en el lugar que la madre dejó vacío, y frente a ella Marcial, cuando está. Cómo le ha ido la mañana, preguntó Marta, Bien, lo habitual, respondió el padre agachando la cabeza sobre el plato, Marcial telefoneó, Ah sí, y qué quería, Que había estado hablando con usted sobre lo de vivir en el Centro cuando lo asciendan a guarda residente, Sí, hablamos de eso, Estaba enfadado porque usted volvió a decir que no está de acuerdo, Entre tanto lo pensé mejor, creo que será una buena solución para ambos, Qué le ha hecho, de repente, mudar de ideas, No querrás seguir trabajando de alfarera el resto de tu vida, No, aunque me gusta lo que hago, Debes acompañar a tu marido, mañana tendrás hijos, tres generaciones comiendo barro es más que suficiente, Y usted está de acuerdo en venirse con nosotros al Centro, en dejar la alfarería, preguntó Marta, Dejar esto, nunca, eso está fuera de cuestión, Quiere decir que lo hará todo solo, cavar el barro, amasarlo, trabajarlo en el tablero y en el torno, cargar y encender el horno, descargarlo, desmoldarlo, limpiarlo, después meterlo todo en la furgoneta e ir a venderlo, le recuerdo que las cosas ya van siendo bastante difíciles pese a la ayuda que nos da Marcial en el poco tiempo que está aquí, He de encontrar quien me eche una mano, no faltan muchachos en el pueblo, Sabe perfectamente que ya nadie quiere ser alfarero, quien se harta del campo se va a las fábricas del Cinturón, no salen de la tierra para llegar al barro, Una razón más para que tú te vayas, No estará pensando que lo voy a dejar aquí solo, Vienes a verme de vez en cuando, Padre, por favor, estoy hablando en serio, Yo también, hija mía.

Marta se levantó para cambiar los platos y servir la sopa, que era hábito de la familia tomarla después. El padre la seguía con los ojos y pensaba, Estoy dejando que se complique todo con esta conversación, mejor sería que se lo contara ya. No lo hizo, súbitamente la hija pasó a tener ocho años, y él le decía, Fíjate bien, es como cuando tu madre amasa el pan. Hacía rodar la pella de arcilla adelante y atrás, la comprimía y la alargaba con la parte posterior de la palma de las manos, la golpeaba con fuerza contra la mesa, la estrujaba, la aplastaba, volvía al principio, repetía toda la operación, una vez, otra vez, otra aún, Por qué hace eso, le preguntó la hija, Para no dejar dentro del barro caliches, grumos y burbujas de aire, sería malo para el trabajo, En el pan también, En el pan sólo los grumos, las burbujas no tienen importancia. Ponía a un lado el cilindro compacto en que transformara la arcilla y comenzaba a amasar otra pella, Ya va siendo hora de que aprendas, dijo, pero después se arrepintió, Qué estupidez, sólo tiene ocho años, y enmendó, Vete a jugar fuera, vete, aquí hace frío, pero la hija respondió que no quería irse, estaba intentando modelar un muñeco con un recorte de pasta que se le pegaba a los dedos porque era demasiado blanda, Ese no sirve, prueba mejor con éste, verás como lo consigues, dijo el padre. Marta lo miraba inquieta, no era habitual en él que bajara así la cabeza para comer, como si pretendiese que, al esconder la cara, también se escondieran las preocupaciones, tal vez sea por la conversación que ha tenido con Marcial, pero de eso ya hemos hablado y él no tenía esa cara, estará enfermo, lo veo decaído, marchito, aquel día madre me dijo, Ten cuidado, no te esfuerces demasiado, y yo le respondí, Esto sólo requiere fuerza de brazos y juego de hombros, el resto del cuerpo observa, No me digas eso a mí que hasta el último pelo de la cabeza me acaba doliendo después de una hora de amasar, Eso es porque está un poco más cansada en estos últimos tiempos, O será porque estoy empezando a envejecer, Haga el favor de dejar esas ideas, madre, que de vieja no tiene nada, pero, quién lo iba a imaginar, no habían pasado dos semanas de esta conversación, y ya estaba muerta y enterrada, son las sorpresas que la muerte le da a la vida, En qué piensa, padre. Cipriano Algor se limpió la boca con la servilleta, tomó el vaso como si fuese a beber, pero lo posó sin acercárselo a los labios. Diga, hable, insistió la hija, y para abrir camino al desahogo preguntó, Todavía está preocupado por culpa de Marcial o tiene algún otro motivo de pesar. Cipriano Algor volvió a tomar el vaso, se bebió de un trago el resto del vino, y respondió rápidamente, como si las palabras le quemasen la lengua, Sólo aceptaron la mitad del cargamento, dicen que hay menos compradores para el barro, que han salido a la venta unas vajillas de plástico imitándolo y que eso es lo que los clientes prefieren ahora, No es nada que no debiésemos esperar, más pronto o más tarde tenía que suceder, el barro se raja, se cuartea, se parte al menor golpe, mientras que el plástico resiste a todo y no se queja, La diferencia está en que el barro es como las personas, necesita que lo traten bien, El plástico también, pero menos, Y lo peor es que me han dicho que no les lleve más vajillas mientras no las encarguen, Entonces vamos a parar de trabajar, Parar no, cuando el pedido llegue ya tendremos piezas listas para entregarlas ese mismo día, no iba a ser después del encargo cuando a todo correr encendiéramos el horno, Y entre tanto qué hacemos, Esperar, tener paciencia, mañana iré a dar una vuelta por ahí, alguna cosa he de vender, Acuérdese de que ya dio esa vuelta hace dos meses, no encontrará muchas personas con necesidad de comprar, No vengas tú ahora a desanimarme, Sólo procuro ver las cosas como son, fue usted quien me dijo hace poco que tres generaciones de alfareros en la familia es más que suficiente, No serás la cuarta generación, te irás a vivir al Centro con tu marido, Deberé ir, sí, pero usted vendrá conmigo, Ya te he dicho que nunca me verás viviendo en el Centro, Es el Centro quien nos ha mantenido hasta ahora comprando el producto de nuestro trabajo, continuará manteniéndonos cuando estemos allí y no tengamos nada para venderle, Gracias al sueldo de Marcial, No es ninguna vergüenza que el yerno mantenga al suegro, Depende de quién sea el suegro, Padre, no es bueno ser orgulloso hasta ese punto, No se trata de orgullo, De qué se trata entonces, No te lo puedo explicar, es más complicado que el orgullo, es otra cosa, una especie de vergüenza, pero perdona, reconozco que no debería haber dicho lo que dije, Lo que yo no quiero es que pase necesidades, Podré comenzar a vender a los comerciantes de la ciudad, es cuestión de que el Centro lo autorice, si van a comprar menos no tienen derecho a prohibirme que venda a otros, Sabe mejor que yo que los comerciantes de la ciudad enfrentan grandes dificultades para mantener la cabeza fuera del agua, toda la gente compra en el Centro, cada vez hay más gente que quiere vivir en el Centro, Yo no quiero, Qué va a hacer si el Centro deja de comprarnos cacharrería y las personas de aquí comienzan a usar utensilios de plástico, Espero morir antes de eso, Madre murió antes de eso, Murió en el torno, trabajando, ojalá pudiese yo acabar de la misma manera, No hable de la muerte, padre, Mientras estamos vivos es cuando podemos hablar de la muerte, no después. Cipriano Algor se sirvió un poco más de vino, se levantó, se limpió la boca con el dorso de la mano como si las reglas de urbanidad en la mesa caducasen al levantarse, y dijo, Tengo que ir a partir el barro, el que tenemos se está acabando, ya iba a salir cuando la hija lo llamó, Padre, he tenido una idea, Una idea, Sí, telefonear a Marcial para que él hable con el jefe del departamento de compras e intente descubrir cuáles son las intenciones del Centro, si es por poco tiempo esta disminución en los pedidos, o si será para largo, usted sabe que Marcial es estimado por sus superiores, Por lo menos es lo que él nos dice, Si lo dice es porque es cierto, protestó Marta, impaciente, y añadió, Pero si no quiere no llamo, Llama, sí, llama, es una buena idea, es la única que puede servir ahora, aunque yo dude que un jefe de departamento del Centro esté dispuesto, así sin más ni más, a dar explicaciones sobre su jefatura a un guarda de segunda clase, los conozco mejor que él, no es necesario estar dentro para comprender de qué masa está hecha esa gente, se creen los reyes del universo, aparte de que un jefe de departamento no es más que un mandado, cumple órdenes que le vienen de arriba, incluso puede suceder que nos engañe con explicaciones sin fundamento sólo para darse aires de importancia. Marta oyó la extensa parrafada hasta el final, pero no respondió. Si, como parecía evidente, el padre se empeñaba en tener la última palabra, no iba a ser ella quien le robara esa satisfacción. Sólo pensó, cuando él salía, Debo ser más comprensiva, debo ponerme en su lugar, imaginar lo que sería quedarse de repente sin trabajo, alejarse de la casa, de la alfarería, del horno, de la vida. Repitió las últimas palabras en voz alta, De la vida, y en ese instante la vista se le enturbió, se había puesto en el lugar del padre y sufría como él estaba sufriendo. Miró alrededor y reparó por primera vez en que todo allí estaba como cubierto de barro, no sucio de barro, sólo del color que tiene el barro, del color de todos los colores con que salió de la barrera, el que fue siendo dejado por tres generaciones que todos los días se mancharon las manos en el polvo y el agua del barro, y también, ahí fuera, el color de ceniza viva del horno, la postrera y esmorecente tibieza de cuando lo dejaron vacío, como una casa de donde salieron los dueños y que se queda, paciente, a la espera, y mañana, si todo esto no se ha acabado para siempre, otra vez la primera llama de leña, el primer aliento caliente que va a rodear como una caricia la arcilla seca y después, poco a poco, la tremolina del aire, una cintilación rápida de brasa, el alborear del esplendor, la irrupción deslumbrante del fuego pleno. Nunca más veré esto cuando nos vayamos de aquí, dijo Marta, y se le angustió el corazón como si estuviese despidiéndose de la persona a quien más amase, que en este momento no sabría decir cuál de ellas era, si la madre ya muerta, si el padre amargado, o el marido, sí, podría ser el marido, era lo más lógico, siendo como es su mujer. Oía, como si arrancara de debajo del suelo, el ruido sordo del mazo rompiendo el barro, sin embargo el sonido de los golpes le parecía hoy diferente, quizá porque no los impelía la necesidad simple del trabajo, sino la ira impotente de perderlo. Voy a telefonear, murmuró Marta para sí, pensando estas cosas acabaré tan triste como él. Salió de la cocina y se dirigió al cuarto del padre. Allí, sobre la pequeña mesa donde Cipriano Algor llevaba la contabilidad de los gastos e ingresos de la alfarería, había un teléfono de modelo antiguo. Marcó uno de los números de la centralita y pidió que le pusiesen en comunicación con Seguridad, casi en el mismo instante sonó una voz seca de hombre, Servicio de Seguridad, la rapidez de la contestación no le sorprendió, todo el mundo sabe que cuando se trata de cuestiones de seguridad hasta el más insignificante de los segundos cuenta, Deseo hablar con el guarda de segunda clase Marcial Gacho, dijo Marta, De parte de quién, Soy su mujer, le llamo de casa, El guarda de segunda clase Marcial Gacho se encuentra de servicio en este momento, no puede abandonar su puesto, En ese caso le pido por favor que le transmita un recado, Es su mujer, Lo soy, me llamo Marta Algor Gacho, lo podrá comprobar ahí, Entonces no ignora que no recibimos recados, sólo tomamos nota de quién ha telefoneado, Sería únicamente decirle que telefonee a casa en cuanto pueda, Es urgente, preguntó la voz. Marta lo pensó dos veces, será urgente, no será urgente, sangría desatada no era, problemas graves en el horno tampoco, parto prematuro mucho menos, pero acabó respondiendo, Sí, realmente hay una cierta urgencia, Tomo nota, dijo el hombre, y colgó. Con un suspiro de cansada resignación Marta posó el auricular en la horquilla, no había nada que hacer, era más fuerte que ellos, Seguridad no podía vivir sin restregar su autoridad por la cara de las personas, incluso en un caso tan trivial como éste de ahora, tan banal, tan de todos los días, una mujer que telefonea al Centro porque necesita hablar con su marido, no ha sido ella la primera ni con certeza será la última. Cuando Marta salió a la explanada el sonido del mazo dejó súbitamente de parecerle que subía del suelo, venía de donde tenía que venir, del recodo oscuro de la alfarería donde se guardaba la arcilla extraída de la barrera, se acercó a la puerta, pero no pasó del umbral, Ya he telefoneado, dijo, quedaron en darle el recado, Esperemos que lo hagan, respondió el padre, y sin otra palabra atacó con el mazo el mayor de los bloques que tenía delante. Marta se volvió de espaldas porque sabía que no debía penetrar en un espacio escogido a propósito por su padre para estar solo, pero también por que tenía, ella misma, trabajo que hacer, unas docenas de jarros grandes y pequeños a la espera de que les pegasen las asas. Entró por la puerta de al lado.


Marcial Gacho telefoneó al final de la tarde, tras acabar su turno de trabajo. Respondió a la mujer con breves y mal ligadas palabras, sin dar muestras de lástima, inquietud o enfado por la descortesía comercial de que el suegro fuera víctima. Habló con una voz ausente, una voz que parecía estar pensando en otra cosa, dijo sí, ah sí, comprendo, de acuerdo, supongo que es normal, iré así que pueda, a veces no, sin duda, pues sí, comprendo, no necesitas repetirlo, y remató la conversación con una frase finalmente completa, aunque sin relación con el asunto, Quédate tranquila, no me olvidaré de las compras. Marta comprendió que el marido había estado hablando delante de testigos, colegas de trabajo, tal vez un superior que inspeccionaba el pabellón, y disimulaba para evitar curiosidades incómodas, o incluso peligrosas. La organización del Centro fue concebida y montada según un modelo de estricta compartimentación de las diversas actividades y funciones, las cuales, aunque no fuesen ni pudiesen ser totalmente estancas, sólo por vías únicas, frecuentemente difíciles de discriminar e identificar, podían comunicarse entre sí. Está claro que un simple guarda de segunda clase, tanto por la naturaleza específica de su cargo como por su diminuto valor en la plantilla del personal subalterno, una cosa derivada de la otra como inapelable consecuencia, no está pertrechado, generalmente hablando, de discernimiento y perceptibilidad suficientes para captar sutilezas y matices de ese carácter, en realidad casi volátiles, pero Marcial Gacho, a pesar de no ser el más avispado de su categoría, cuenta en su favor con un cierto fermento de ambición que, teniendo como meta conocida el ascenso a guarda residente y, en un segundo tiempo, naturalmente, la promoción a guarda de primera clase, no sabemos adonde podrá llegar en un futuro próximo, y menos aún, en un futuro distante, si lo tuviera. Por haber andado con los ojos bien abiertos y tener los oídos afinados desde el día en que comenzó a trabajar en el Centro, pudo aprender, en poco tiempo, cuándo y cómo era más conveniente hablar, o callar, o hacer como que. Tras dos años de matrimonio Marta cree conocer bien al marido que le tocó en el juego de poner y quitar a que casi siempre se reduce la vida conyugal, le dedica todo su afecto de esposa, incluso no se mostraría reluctante, suponiendo que el interés del relato exigiera profundizar en su intimidad, a hacer uso de una extrema vehemencia al respondernos que lo ama, pero no es persona para engañarse a sí misma, así que es más que probable, si llevásemos tan lejos la insistencia, que acabara confesando que a veces él le parece demasiado prudente, por no decir calculador, suponiendo que a área tan negativa de la personalidad osáramos dirigir la indagación. Tenía la certeza de que el marido se retiró contrariado de la conversación, de que le estaría ya inquietando la perspectiva de un encuentro con el jefe del departamento de compras, y no por timidez o modestia de inferior, verdaderamente Marcial Gacho siempre ha tenido a gala proclamar que le disgusta llamar la atención cuando no se trata de asuntos de trabajo, sobre todo, añadirá quien piense conocerlo, si se da la circunstancia de que esos asuntos no le aportan beneficio. Finalmente, la tal buena idea que Marta creyó tener sólo pareció buena porque, en aquel momento, como dijo el padre, era la única posible. Cipriano Algor estaba en la cocina, no pudo oír los fragmentos del discurso, sueltos e inconexos, emitidos por el yerno, pero fue como si los hubiese leído todos, y rellenado los vacíos, en el rostro abatido de la hija, cuando, un largo minuto después, ella salió del cuarto. Y como no merece la pena cansar la lengua por tan poco, ni siquiera perdió tiempo preguntándole Entonces, fue ella quien le comunicó lo obvio, Hablará con el jefe del departamento, que tampoco para decir esto necesitaba Marta cansarse, dos miradas bastarían. La vida es así, está llena de palabras que no valen la pena, o que valieron y ya no valen, cada una de las que vamos diciendo le quitará el lugar a otra más merecedora, que lo sería no tanto por sí misma, sino por las consecuencias de haberla dicho. La cena transcurrió en silencio, silenciosas fueron las dos horas pasadas después ante la televisión indiferente, en un determinado momento, como viene sucediendo con frecuencia en los últimos meses, Cipriano Algor se durmió. Tenía el entrecejo fruncido con una expresión de enfado, como si, al mismo tiempo que dormía, estuviese recriminándose por haber cedido tan fácilmente al sueño, cuando lo justo y equitativo sería que la irritación y el disgusto lo mantuvieran despierto de noche y de día, el disgusto para que sufriese plenamente la injuria, la irritación para hacerle soportable el sufrimiento. Expuesto así, desarmado, con la cabeza caída hacia atrás, la boca medio abierta, perdido de sí mismo, presentaba la imagen lacerante de un abandono sin salvación, como un saco roto que dejara escapar por el camino lo que llevaba dentro. Marta miraba al padre con fervor, con una intensidad apasionada, y pensaba, Este es mi viejo padre, son exageraciones disculpables de quien todavía está en los primeros albores de la edad adulta, a un hombre de sesenta y cuatro años, aunque de ánimo un poco marchito como en éste se está observando, no se debería, con tan inconsciente liviandad, llamarle viejo, habría sido ésa la costumbre en las épocas en que los dientes comenzaban a caerse a los treinta años y las primeras arrugas aparecían a los veinticinco, actualmente la vejez, la auténtica, la insofismable, aquélla de la que no podrá haber retorno, ni siquiera fingimiento, sólo comienza a partir de los ochenta años, de hecho y sin disculpas, a merecer el nombre que damos al tiempo de la despedida. Qué será de nosotros si el Centro deja de comprar, para quién fabricaremos lozas y barros si son los gustos del Centro los que determinan los gustos de la gente, se preguntaba Marta, no fue el jefe de departamento quien decidió reducir los pedidos a la mitad, la orden le llegó de arriba, de los superiores, de alguien para quien es indiferente que haya un alfarero más o menos en el mundo, lo que ha sucedido puede haber sido apenas el primer paso, el segundo será que dejen definitivamente de comprar, tendremos que estar preparados para ese desastre, sí, preparados, pero ya me gustaría saber cómo se prepara una persona para encajar un martillazo en la cabeza, y cuando asciendan a Marcial a guarda residente, qué haré con padre, dejarlo solo en esta casa y sin trabajo, imposible, imposible, hija desnaturalizada, dirían de mí los vecinos, peor que eso, diría yo de mí misma, las cosas serían diferentes si madre viviera, porque, en contra de lo que se suele decir, dos debilidades no hacen una debilidad mayor, hacen una nueva fuerza, probablemente no es así ni nunca lo ha sido, pero hay ocasiones en que convendría que lo fuese, no, padre, no, Cipriano Algor, cuando yo salga de aquí vendrás conmigo, aunque te tenga que llevar a la fuerza, no dudo de que un hombre sea capaz de vivir solo, pero estoy convencida de que comienza a morir en el mismo instante en que cierra tras de sí la puerta de su casa. Como si lo hubiesen sacudido bruscamente por un brazo, o como si hubiese percibido que hablaban de su persona, Cipriano Algor abrió de repente los ojos y se enderezó en el sillón. Se pasó las manos por la cara y, con la expresión medio confusa de un niño sorprendido en falta, murmuró, Me he quedado dormido. Decía siempre estas mismas palabras, Me he quedado dormido, cuando se despertaba de sus breves sueños delante del televisor. Pero esta noche no era como las otras, por eso tuvo que añadir, Hubiera sido mucho mejor que no me despertara, murmuró, al menos, mientras dormía, era un alfarero con trabajo, Con la diferencia de que el trabajo que se hace soñando no deja obra hecha, dijo Marta, Exactamente como en la vida despierta, trabajas, trabajas y trabajas, y un día despiertas de ese sueño o de esa pesadilla y te dicen que lo que has hecho no sirve para nada, Sí sirve, sí, padre, Es como si no hubiese servido, Hoy hemos tenido mal día, mañana pensaremos con más calma, veremos cómo encontrar salida para este problema que nos han buscado, Pues sí, veremos, pues sí, pensaremos. Marta se acercó al padre, le dio un beso cariñoso, Váyase a la cama, venga, y duerma bien, descánseme esa cabeza. A la entrada del dormitorio Cipriano Algor se detuvo, se volvió atrás, pareció dudar un momento y acabó diciendo, como si pretendiera convencerse a sí mismo, Tal vez Marcial llame mañana, tal vez nos dé una buena noticia, Quién sabe, padre, quién sabe, respondió Marta, él me dijo que se tomaría la cuestión muy a pecho, ésa era su disposición.

Marcial no telefoneó al día siguiente. Pasó todo ese día, que era miércoles, pasó el jueves y pasó el viernes, pasaron sábado y domingo, y sólo el lunes, casi una semana después del desaire a la alfarería, el teléfono volvió a sonar en casa de Cipriano Algor. En contra de lo anunciado, el alfarero no salió a dar una vuelta por los alrededores en busca de compradores. Ocupó sus arrastradas horas en pequeños trabajos, algunos innecesarios, como el de inspeccionar y limpiar meticulosamente el horno, de arriba abajo, por dentro y por fuera, junta a junta, teja a teja, como si estuviese preparándolo para la mayor cochura de su historia. Amasó una porción de barro que la hija necesitaba pero, al contrario de la atención escrupulosa con que había tratado el horno, lo hizo con poquísimo celo, tanto es así que Marta, a escondidas, se vio obligada a amasarlo otra vez para reducirle los grumos. Cortó leña, barrió la explanada, y la tarde en que, durante más de tres horas, cayó una de esas lluvias finas y monótonas a las que antes se le daba el nombre de calabobos, estuvo todo el tiempo sentado en un tronco debajo del alpendre, unas veces mirando al frente con la fijeza de un ciego que sabe que no verá si vuelve la cabeza en otra dirección, otras veces contemplando las propias manos abiertas, como si en sus líneas, en sus encrucijadas, buscase un camino, el más corto o el más largo, en general ir por uno o por otro depende de la mucha o poca prisa que se tenga en llegar, sin olvidar esos casos en que alguien o algo nos va empujando por la espalda, sin que sepamos por qué ni hacia dónde. En esa tarde, cuando la lluvia paró, Cipriano Algor bajó el camino que llevaba a la carretera, no se dio cuenta de que la hija lo miraba desde la puerta de la alfarería, pero ni él tenía necesidad de decir adonde iba, ni ella de que se lo dijese. Hombre obstinado, pensó Marta, debería haberse llevado la furgoneta, de un momento a otro puede volver a llover. Es natural la preocupación de Marta, es lo que se debe esperar de una hija, porque en verdad, por más que históricamente se haya exagerado en declaraciones contrarias, el cielo nunca ha sido mucho de fiar. Esta vez, sin embargo, aunque la llovizna vuelva a descargar desde el ceniciento uniforme que cubre y rodea la tierra, la mojadura no será de las de empapar, el cementerio de la población está muy cerca, ahí al final de una de estas calles transversales a la carretera, y Cipriano Algor, pese a la edad entre aquí y allí, todavía conserva el paso largo y rápido de que los más jóvenes se sirven para las prisas. Viejo o joven, que nadie se las pida hoy. Tampoco tendría sentido que Marta le aconsejara que se llevara la furgoneta, porque a los cementerios, sobre todo a éstos de aldea, campestres, bucólicos, siempre deberemos ir andando con los pies en la tierra, no por efecto de algún imperativo categórico o imposición de lo trascendente, sino por respeto a las conveniencias simplemente humanas, al fin y al cabo son tantos los que van en pedestres peregrinaciones a venerar la tibia de un santo, que no se entendería que se fuera de otra forma a donde de antemano sabemos que nos espera nuestra propia memoria y tal vez una lágrima. Cipriano Algor permanecerá algunos minutos junto a la tumba de la mujer, no para rezar unas oraciones que ha olvidado, ni para pedirle que, allá en la empírea morada, si a tan alto la llevaron sus virtudes, interceda por él ante quien algunos dicen que lo puede todo, apenas protestará que no es justo, Justa, lo que me han hecho, se han reído de mi trabajo y del trabajo de nuestra hija, dicen que las vajillas de barro han dejado de interesar, que ya nadie las quiere, por tanto también nosotros hemos dejado de ser necesarios, somos una fuente rajada con la que ya no vale la pena perder tiempo poniéndole lañas, tú tuviste más suerte mientras vivías. En los estrechos caminos de sablón del cementerio hay pequeñas pozas de agua, la hierba crece por todas partes, no serán necesarios cien años para que deje de saberse quién fue metido debajo de estos montículos de lodo, y aunque todavía se sepa es dudoso que saberlo interese verdaderamente, los muertos, alguien lo ha dicho ya, son como platos rajados en los que no vale la pena enganchar esas también desusadas grapas de hierro que unen lo que se había roto y separado, o, en el caso que corre, explicando el símil con otras palabras, las lañas de la memoria y de la nostalgia. Cipriano Algor se aproximó a la sepultura de la mujer, tres años son los que lleva ahí abajo, tres años sin aparecer en ninguna parte, ni en la casa, ni en la alfarería, ni en la cama, ni a la sombra del moral, ni bajo el sol abrasador de la barrera, no ha vuelto a sentarse a la mesa, ni al torno, no retira las cenizas caídas de la parrilla, ni vuelve las piezas que se están secando, no pela las patatas, no amasa el barro, no dice, Así son las cosas, Cipriano, la vida no tiene más que dos días para darte, y hay tanta gente que apenas ha vivido día y medio y otros ni eso, ya ves que no podemos quejarnos. Cipriano Algor no se quedó más de tres minutos, tenía inteligencia suficiente para no necesitar que le dijesen que lo importante no era estar allí parado, con rezos o sin rezos, mirando una sepultura, lo importante era haber venido, lo importante es el camino que se ha hecho, la jornada que se anduvo, si tienes conciencia de que estás prolongando la contemplación es porque te observas a ti mismo o, peor todavía, es porque esperas que te observen. Comparando con la velocidad instantánea del pensamiento, que sigue en línea recta incluso cuando parece haber perdido el norte, lo creemos porque no nos damos cuenta de que él, al correr en una dirección, está avanzando en todas las direcciones, comparando, decíamos, la pobre palabra está siempre necesitando pedir permiso a un pie para hacer andar al otro, e incluso así tropieza constantemente, duda, se entretiene dando vueltas a un adjetivo, a un tiempo verbal que surge sin hacerse anunciar por el sujeto, ésa debe de ser la razón por la que Cipriano Algor no ha tenido tiempo para decirle a la mujer todo cuanto venía pensando, aquello de que no es justo, Justa, lo que me han hecho, pero es bastante posible que los murmullos que estamos oyéndole ahora, mientras va caminando hacia la salida del cementerio, sean precisamente lo que le había quedado por decir. Ya iba callado cuando se cruzó con una mujer vestida de luto que entraba, siempre ha sido así, unos que llegan, otros que parten, ella dijo, Buenas tardes, señor Cipriano, el tratamiento de respeto se justifica tanto por la diferencia de generación como por la costumbre del campo, y él retribuye, Buenas tardes, si no dijo su nombre no fue por desconocimiento, antes bien por pensar que esta mujer de luto cerrado por un marido no irá a tener parte en los sombríos acontecimientos futuros que se anuncian ni en la relación que de ellos se haga, aunque también es cierto que, al menos ella, tiene intención de acercarse mañana a la alfarería a comprar un cántaro, según está anunciando, Mañana iré a comprar un cántaro, pero ojalá sea mejor que el último, que se me quedó el asa en la mano cuando lo levanté, se partió en pedazos y me inundó toda la cocina, imagínese lo que fue aquello, es verdad, para ser sinceros, que el pobrecillo ya tenía una edad, y Cipriano Algor respondió, Excusa ir a la alfarería, yo le llevo un cántaro nuevo que sustituya al que se ha roto, y no tiene que pagarlo, es regalo de la fábrica, Dice eso porque soy viuda, preguntó la mujer, No, qué idea, es sólo una oferta, nada más, tenemos una cantidad de cántaros que a lo mejor nunca llegaremos a vender, Siendo así, le quedo muy agradecida, señor Cipriano, No hay de qué, Un cántaro nuevo es algo, Sí, pero es únicamente eso, algo, Entonces hasta mañana, allí le espero, y una vez más muchas gracias, Hasta mañana. Ahora bien, corriendo el pensamiento simultáneamente en todas las direcciones, como antes se dejó bien explicado, y avanzando al mismo tiempo con él los sentimientos, no deberá sorprendernos que la satisfacción de la viuda por recibir un cántaro nuevo sin necesidad de pagarlo haya sido la causa de que se moderara de un instante a otro el disgusto que la hizo salir de casa en tarde tan tristona para visitar la última morada del marido. Claro que, a pesar de que todavía estamos viéndola detenida a la entrada del cementerio, ciertamente regocijándose en su interior de ama de casa con el inesperado regalo, no dejará de ir a donde la convocaban el luto y el deber, pero tal vez, cuando llegue, no llore tanto cuanto había pensado. La tarde ya oscurece lentamente, comienzan a aparecer luces mortecinas dentro de las casas vecinas al cementerio, pero el crepúsculo todavía ha de durar el tiempo necesario para que la mujer pueda rezar sin susto de los fuegos fatuos o de las almas en pena su padrenuestro y su avemaría, que en su paz se quede y en su paz descanse.

Cuando Cipriano Algor dobló en la última manzana de la población y miró hacia el lugar donde se encuentra la alfarería, vio encenderse la luz exterior, un antiguo farol de caja metálica colgado sobre la puerta de la vivienda, y, aunque no pasase una sola noche sin que lo encendiese, sintió esta vez que el corazón se le reconfortaba y se le serenaba el ánimo, como si la casa estuviese diciéndole, Estoy esperándote. Casi impalpables, llevadas y traídas al sabor de las ondas invisibles que impelen el aire, unas minúsculas gotas le tocaron la cara, faltará mucho para que el molino de las nubes recomience a cerner su harina de agua, con toda esta humedad no sé cuándo vamos a conseguir que las piezas se sequen. Ya sea por influencia de la mansedumbre crepuscular o de la breve visita evocativa al cementerio, o incluso, lo que sería una compensación efectiva por su generosidad, al haberle dicho a la mujer de luto que le regalaría un cántaro nuevo, Cipriano Algor, en este momento, no piensa en decepciones de no ganar ni en miedos de llegar a perder. En una hora como ésta, cuando pisas la tierra mojada y tienes tan cerca de la cabeza la primera piel del cielo, no parece posible que te digan cosas tan absurdas como que te vuelvas atrás con la mitad del cargamento o que tu hija te va a dejar solo un día de éstos. El alfarero llegó al final del camino y respiró hondo. Recortado sobre la baza cortina de nubes grises, el moral aparecía tan negro como le obliga su propio nombre. La luz del farol no alcanza su copa, ni siquiera roza las hojas de las ramas más bajas, sólo una débil luminosidad va tapizando el suelo hasta casi tocar el grueso tronco del árbol. La vieja garita del perro está allí, vacía desde hace años, cuando su último habitante murió en brazos de Justa y ella le dijo al marido, No quiero nunca más un animal de éstos en mi casa. En la entrada oscura de la caseta se movió una cintilación y desapareció en seguida. Cipriano Algor quiso saber qué era aquello, se agachó para escrutar después de haber dado unos cuantos pasos adelante. La oscuridad dentro era total. Comprendió que estaba tapando con su cuerpo la luz del farol, y se desvió un poco hacia un lado. Eran dos las cintilaciones, dos ojos, un perro, O una jineta, pero lo más probable es que sea un perro, pensó el alfarero, y debía de estar en lo cierto, de la especie lupina ya no queda memoria creíble por estos parajes, y los ojos de los gatos, sean ellos mansos o monteses, como cualquier persona tiene obligación de saber, son siempre ojos de gato, cuando mucho, y en el peor de los casos, podríamos confundirlos, en más pequeño, con los del tigre, pero está claro que un tigre adulto nunca podría meterse dentro de una caseta de este tamaño. Cipriano Algor no habló de gatos ni de tigres cuando entró en casa, tampoco pronunció palabra sobre su ida al cementerio, y, en cuanto al cántaro que le va a regalar a la mujer de luto, entiende que no es asunto para ser tratado en este momento, lo que le dijo a la hija fue sólo esto, Hay un perro ahí fuera, hizo una pausa, como si esperase respuesta, y añadió, Debajo del moral, en la caseta. Marta acababa de lavarse y cambiarse de ropa, estaba descansando un minuto, sentada, antes de comenzar a preparar la cena, por tanto no tenía la mejor de las disposiciones para preocuparse con los lugares por donde pasan o paran los perros huidos o abandonados en sus vagabundeos, Será mejor dejarlo, si no es animal al que le guste viajar de noche, mañana se irá, dijo, Tienes por ahí alguna cosa de comer que le pueda llevar, preguntó el padre, Unos restos del almuerzo, unos trozos de pan, agua no necesitará, ha caído mucha del cielo, Voy a llevárselo, Como quiera, padre, pero tenga en cuenta que nunca va a dejar la puerta, Supongo que sí, si yo estuviese en su lugar haría lo mismo. Marta echó las sobras de la comida en un plato viejo que tenía debajo del poyo, desmigó encima un trozo de pan duro y adobó todo con un poco de caldo, Aquí tiene, y vaya tomando nota de que esto es sólo el principio. Cipriano Algor tomó el plato y ya tenía un pie fuera de la cocina cuando la hija le preguntó, Se acuerda de que madre dijo cuando Constante murió que nunca más quería perros en casa, Me acuerdo, sí, pero apuesto a que si ella estuviese viva no sería tu padre quien estaría llevando este plato al tal perro que ella no quería, respondió Cipriano Algor, y salió sin haber oído el murmullo de la hija, Tal vez no le falte razón. La lluvia había vuelto a caer, era el mismo engañador calabobos, el mismo polvo de agua bailando y confundiendo las distancias, incluso la figura blanquecina del horno parecía decidida a irse hacia otros parajes, y la furgoneta, ésa, tenía más el aspecto de una carroza fantasma que de un vehículo moderno de motor de explosión, aunque no de modelo reciente, como ya sabemos. Debajo del moral, el agua resbalaba de las hojas en gotas gruesas y dispersas, ahora una, otra después, a voleo, como si las leyes de la hidráulica y de la dinámica de los líquidos, todavía reinantes fuera del precario paraguas del árbol, no tuviesen aplicación allí. Cipriano Algor puso el plato de comida en el suelo, retrocedió tres pasos, pero el perro no salió del abrigo, Es imposible que no tengas hambre, dijo el alfarero, o tal vez seas uno de esos perros que se respetan, tal vez no quieras que yo vea el hambre que tienes. Esperó un minuto, después se retiró y entró en casa, pero no cerró completamente la puerta. Se veía mal por la rendija, pero incluso así consiguió distinguir un bulto negro que salía de la garita y se acercaba al plato, y también percibió que el perro, perro era, no lobo ni gato, miró primero a la casa y sólo después bajó la cabeza a la comida, como si pensase que estaba debiendo esa consideración a quien vino bajo la lluvia, desafiando la intemperie, a matarle el hambre. Cipriano Algor acabó de cerrar la puerta y se encaminó a la cocina, Está comiendo, dijo, Si tenía mucha hambre, ya habrá acabado, respondió Marta con una sonrisa, Es lo más seguro, sonrió también el padre, si los perros de hoy son como los de antes. La cena era simple, en poco tiempo estaba sobre la mesa. Fue al acabar cuando Marta dijo, Un día más sin noticias de Marcial, no comprendo por qué no telefonea, al menos una palabra, una simple palabra bastaría, nadie le pide un discurso, Quizá no haya podido hablar con el jefe, Entonces que nos diga eso mismo, Allí las cosas no son tan fáciles, lo sabes muy bien, dijo el alfarero, inesperadamente conciliador. La hija lo miró sorprendida, todavía más por el tono de voz que por el significado de las palabras, No es muy habitual que disculpe o justifique a Marcial, dijo, Yo lo aprecio, Lo apreciará, pero no lo toma en serio, A quien no consigo tomar en serio es al guarda en que se va convirtiendo el muchacho afable y simpático que conocía, Ahora es un hombre afable y simpático, y la profesión de guarda no es un modo de vida menos digno y honesto que cualquier otro que también lo sea, No como cualquier otro, Dónde está la diferencia, La diferencia está en que tu Marcial, como lo conocemos ahora, es todo él guarda, guarda de los pies a la cabeza, y sospecho que es guarda hasta en el corazón, Padre, por favor, no puede hablar así del marido de su hija, Tienes razón, perdona, hoy no debería ser día de censuras y recriminaciones, Hoy, por qué, He ido al cementerio, le he regalado un cántaro a una vecina y tenemos un perro ahí fuera, acontecimientos de gran importancia todos ellos, Qué es eso del cántaro, Se le quedó el asa en la mano y el cántaro se hizo añicos, Son cosas que suceden, nada es eterno, Pero ella tuvo la decencia de reconocer que el cántaro era viejo, y por eso creí que debía ofrecerle uno nuevo, suponemos que el otro tenía un defecto de fabricación, o ni es necesario suponer, regalar es regalar, sobran explicaciones, Quién es la vecina, Es Isaura Estudiosa, esa que se quedó viuda hace unos meses, Es una mujer joven, No pretendo casarme otra vez, si es eso lo que estás pensando, Si lo he pensado, no me he dado cuenta, pero tal vez debiera haberlo hecho, era la forma de que no se quedara solo aquí, ya que se obstina en no venirse con nosotros a vivir al Centro, Repito que no pretendo casarme, y mucho menos con la primera mujer que aparezca, en cuanto a lo demás, te pido por favor que no me estropees la noche, No era ésa mi intención, perdone. Marta se levantó, recogió los platos y los cubiertos, dobló por las marcas el mantel y las servilletas, está muy equivocado quien crea que el menester de alfarero, incluso no siendo de obra fina, como en este caso, incluso ejercido en una población pequeña y sin gracia, como ya se ha adivinado que es ésta, es incompatible con la delicadeza y el gusto de maneras que distinguen a las clases elevadas actuales, ya olvidadas o desde el nacimiento ignorantes de la brutalidad de sus tatarabuelos y de la bestialidad de los tatarabuelos de ellos, estos Algores son personas que aprenden bien lo que les enseñan y capaces de usarlo después para aprender mejor, y Marta, siendo de la última generación, más favorecida por las ayudas del desarrollo, ya se ha beneficiado de la gran suerte de ir a estudiar a la ciudad, que alguna ventaja han de tener sobre las aldeas los grandes núcleos de población. Y si acabó siendo alfarera fue por fuerza de una consciente y manifiesta vocación de modeladora, aunque también influyera en su decisión el hecho de que no haya en la familia hermanos que continúen la tradición familiar, eso sin olvidar, tercera y soberana razón, el fuerte amor filial, que nunca le permitiría dejar a los padres al dios-dirá-y-después-veremos cuando lleguen a viejos. Cipriano Algor conectó la televisión, pero la apagó poco después, si en ese momento alguien le pidiese que relatara lo que había visto y oído entre los gestos de encender y apagar el aparato, no sabría qué responder, pero pura y simplemente se negaría a hacerlo si la pregunta fuese otra, En qué piensa que parece tan distraído. Diría que no señor, vaya idea, no estaba distraído, sólo para no tener que confesar el infantilismo de que se sentía preocupado por el perro, si estaría abrigado en la caseta, si, satisfecho el estómago y recuperadas las energías, habría seguido viaje a la búsqueda de mejor comida o de un dueño que viviese en sitio menos expuesto a los vendavales y a las lluvias pertinaces. Me voy a mi cuarto, dijo Marta, se me va acumulando la costura, pero de hoy no pasa, Yo tampoco tardaré, dijo el padre, estoy cansado sin haber hecho nada, Amasó, pasó revista al horno, algo hizo, Sabes tan bien como yo que será necesario amasar otra vez aquel barro, y el horno no estaba necesitando trabajo de albañil, mucho menos cuidados de nodriza, Los días son todos iguales, las horas no, cuando los días llegan al final tienen siempre sus veinticuatro horas completas, incluso cuando ellas no tengan nada dentro, pero ése no es el caso ni de sus horas ni de sus días, Marta filósofa del tiempo, dijo el padre, y le dio un beso en la frente. La hija retribuyó el cariño y sonriendo dijo, No se olvide de ir a ver cómo está su perro, Por ahora es sólo un perro que pasaba por aquí y consideró que la caseta le venía bien para resguardarse de la lluvia, quizá esté enfermo o herido, tal vez tenga en el collar el número de teléfono de la persona a quien se debe llamar, quizá pertenezca a alguien de la aldea, puede que le pegaran y él huyó, si ha sido así mañana por la mañana ya no estará, sabes cómo son los perros, el dueño siempre es el dueño incluso cuando castiga, por lo tanto no te precipites diciendo que es mi perro, ni siquiera lo he visto, no sé si me gusta, Sabe que quiere que le guste, lo que ya es algo, Ahora me sales filósofa de los sentimientos, dice el padre, Suponiendo que se quedara con el perro, qué nombre le va a poner, preguntó Marta, Es demasiado pronto para pensar en eso, Si estuviera aquí mañana, debería ser ese nombre la primera palabra que oyese de su boca, No le llamaré Constante, fue el nombre de un perro que no volverá a su dueña y que no la encontraría si volviese, tal vez a éste le llame Perdido, el nombre le sienta bien, Hay otro que todavía le sentaría mejor, Cuál, Encontrado, Encontrado no es nombre de perro, Ni lo sería Perdido, Sí, me parece una buena idea, estaba perdido y ha sido encontrado, ése será el nombre, Hasta mañana, padre, duerma bien, Hasta mañana, no te quedes cosiendo hasta tarde, ten cuidado con los ojos. Después de que la hija se retirara, Cipriano Algor abrió la puerta que daba al exterior, y miró hacia el moral. La lluvia persistente seguía cayendo y no se percibía señal de vida dentro de la caseta. Estará todavía ahí, se preguntó el alfarero. Se dio a sí mismo una falsa razón para no ir a mirar, Es lo que faltaba, mojarme por culpa de un perro vagabundo, una vez ha sido suficiente. Se recogió en su cuarto y se acostó, todavía estuvo leyendo durante media hora pero, por fin, se quedó dormido. A mitad de la noche despertó, encendió la luz, el reloj de la mesilla marcaba las cuatro y media. Se levantó, tomó una linterna de pilas que guardaba en un cajón y abrió la ventana. Había dejado de llover, se veían estrellas en el cielo oscuro. Cipriano Algor encendió la linterna y apuntó el foco hacia la caseta. La luz no era suficientemente fuerte para que se viera lo que estaba dentro, pero Cipriano Algor no necesitaba de tanto, dos cintilaciones le bastarían, dos ojos, y estaban allí.


Desde que lo mandaron a casa con la mitad de la carga, que, entre paréntesis se diga, todavía no ha sido retirada de la furgoneta, Cipriano Algor ha pasado, de un momento a otro, a desmerecer la reputación de operario madrugador ganada a lo largo de una vida de mucho trabajo y pocas vacaciones. Se levanta con el sol ya fuera, se lava y se afeita con más lentitud de la necesaria para una cara rasurada y un cuerpo habituado a la limpieza, desayuna poco pero pausado y finalmente, sin añadidura visible al escaso ánimo con que sale de la cama, va a trabajar. Hoy, sin embargo, después del resto de la noche soñando con un tigre que venía a comer en su mano, dejó las mantas cuando el sol apenas comenzaba a pintar el cielo. No abrió la ventana, solamente un poco el postigo para ver cómo estaba el tiempo, fue eso lo que pensó, o quiso pensar que pensaba, aunque no tenía hábito de hacerlo, este hombre ya ha vivido más que suficiente para saber que el tiempo siempre está, con sol, como hoy promete, con lluvia, como ayer cumplió, en realidad cuando abrimos una ventana y levantamos la nariz hacia los espacios superiores es sólo para comprobar si el tiempo que hace es aquel que deseábamos. Al escudriñar el exterior, lo que Cipriano Algor quería, sin más preámbulos suyos o ajenos, era saber si el perro todavía estaba a la espera de que le fuesen a dar otro nombre, o si, cansado de la expectativa frustrada, había partido en busca de un amo más diligente. De él apenas se veían el hocico que descansaba sobre las patas delanteras cruzadas y las orejas gachas, pero no había motivo para recelar de que el resto del cuerpo no continuase dentro de la garita. Es negro, dijo Cipriano Algor. Ya cuando le llevó la comida le había parecido que el animal tenía ese color, o, como afirman algunos, esa ausencia de tal, pero era de noche, y si de noche hasta los gatos blancos son pardos, lo mismo, o en más tenebroso, se podría decir de un perro visto por primera vez debajo de un moral cuando una lluvia persistente y nocturna disolvía la línea de separación entre los seres y las cosas, aproximándolos, a ellos, a las cosas en que, más tarde o más pronto, se han de transformar. El perro no es realmente negro, casi llegó a serlo en el hocico y en las orejas, pero el resto apunta hacia un color grisáceo generalizado, con mechas que van desde tonos oscuros hasta llegar al negro retinto. A un alfarero de sesenta y cuatro años, con los problemas de visión que la edad siempre ocasiona, y que dejó de usar gafas por culpa del calor del horno, no se le puede censurar que haya dicho, Es negro, dado que antes era de noche y llovía, y ahora la distancia vuelve nebuloso el crepúsculo de la mañana. Cuando Cipriano Algor se aproximó finalmente al perro vio que nunca más podrá repetir Es negro, pero también pecaría gravemente contra la verdad si afirmara Es gris, mucho más cuando descubra que una estrecha mancha blanca, como una delicada corbata, baja por el pecho del animal hasta el comienzo del vientre. La voz de Marta sonó al otro lado de la puerta, Padre, despierte, tiene al perro esperando, Estoy despierto, ya voy, respondió Cipriano Algor, pero inmediatamente se arrepintió de que le hubieran salido las dos últimas palabras, era pueril, era casi ridículo, un hombre de su edad alborozándose como un niño a quien le han traído el juguete soñado, cuando todos sabemos que en lugares como éstos un perro es tanto más estimado cuanto más cabalmente demuestre su utilidad práctica, virtud que los juguetes no necesitan, y en lo que a los sueños se refiere, si de cumplirlos se trata, no sería bastante un perro para quien acaba de pasar la noche soñando con un tigre. Pese a que luego se lo reprochará, Cipriano Algor esta vez no va a perder tiempo con arreglos y aseos, se vistió rápidamente y salió del cuarto. Marta le preguntó, Quiere que le prepare alguna cosa para que coma, Después, ahora la comida le distraería, Vaya, vaya a domar a la fiera, No es ninguna fiera, pobre animal, lo he estado observando desde la ventana, Yo también lo he visto, Qué te ha parecido, No creo que sea de nadie de por aquí, Hay perros que nunca salen de los patios, viven y mueren allí, salvo en los casos en que los llevan al campo para ahorcarlos en la rama de un árbol o para rematarlos con una carga de plomo en la cabeza, Oír eso no es una buena manera de comenzar el día, Realmente no lo es, así que vamos a iniciarlo de una forma menos humana, pero más compasiva, dijo Cipriano Algor saliendo a la explanada. La hija no lo siguió, se quedó entre las puertas, mirando, La fiesta es suya, pensó. El alfarero se adelantó algunos pasos y con voz clara, firme, aunque sin gritar, pronunció el nombre escogido, Encontrado. El perro ya había levantado la cabeza al verlo, y ahora, escuchado finalmente el nombre por el que esperaba, salió de la caseta de cuerpo entero, ni perro grande ni perro pequeño, un animal joven, esbelto, de pelo crespo, realmente gris, realmente tirando a negro, con la estrecha mancha blanca que le divide el pecho y que parece una corbata. Encontrado, repitió el alfarero, avanzando dos pasos más, Encontrado, ven aquí. El perro se quedó donde estaba, mantenía la cabeza alta y meneaba despacio la cola, pero no se movió. Entonces el alfarero se agachó para nivelar sus ojos a la altura de los ojos del animal y volvió a decir, esta vez en un tono conminatorio, intenso como si fuese la expresión de una necesidad personal suya, Encontrado. El perro adelantó un paso, otro paso, otro aún, sin detenerse nunca hasta llegar a colocarse al alcance del brazo de quien lo llamaba. Cipriano Algor extendió la mano derecha, casi tocándole la nariz, y esperó. El perro olisqueó varias veces, después alargó el cuello, y su nariz fría rozó las puntas de los dedos que lo solicitaban. La mano del alfarero avanzó lentamente hasta la oreja más cercana y la acarició. El perro dio el paso que faltaba, Encontrado, Encontrado, dijo Cipriano Algor, no sé qué nombre tenías antes, a partir de ahora tu nombre es Encontrado. En ese momento reparó en que el animal no llevaba collar y en que el pelo no era sólo gris, estaba sucio de barro y de detritos vegetales, sobre todo las piernas y el vientre, señal más que probable de ásperas travesías por cultivos y descampados, no de haber viajado cómodamente por carretera. Marta se acercaba, traía un plato con un poco de comida para el perro, nada exageradamente sustancial, apenas para confirmar el encuentro y celebrar el bautismo, Dáselo tú, dijo el padre, pero ella respondió, Déselo usted, habrá muchas ocasiones para que yo lo alimente. Cipriano Algor puso el plato en el suelo, después se levantó con dificultad, Ay mis rodillas, cuánto daría por volver a tener aunque fuesen las del año pasado, Tanta diferencia hay, A esta altura de la vida hasta un día se nota, nos salva que a veces parece que es para mejor. El perro Encontrado, ahora que ya tiene un nombre no deberíamos usar otro para él, ya sea el de perro, que por la fuerza de la costumbre todavía se antepuso, ya sea el de animal o bicho, que sirven para todo cuanto no forme parte de los reinos mineral y vegetal, aunque alguna que otra vez no nos será posible escapar a esas variantes, para evitar repeticiones aborrecidas, que es la única razón por la que en lugar de Cipriano Algor hemos ido escribiendo alfarero, hombre, viejo y padre de Marta. Ahora bien, como íbamos diciendo, el perro Encontrado, después de que con dos lametones rápidos hiciera desaparecer la comida del plato, clara demostración de que todavía no consideraba cabalmente satisfecha el hambre de ayer, levantó la cabeza como quien aguarda nueva porción de pitanza, por lo menos fue así como interpretó Marta el gesto, por eso le dijo, Ten paciencia, el almuerzo viene después, mientras tanto entretén el estómago con lo que tienes, fue un juicio precipitado, como tantas veces sucede en los cerebros humanos, a pesar del apetito remanente, que nunca negaría, no era la comida lo que preocupaba a Encontrado en ese momento, lo que él pretendía era que le diesen una señal de lo que debería hacer a continuación. Tenía sed, que obviamente podría saciar en cualquiera de las muchas pozas de agua que la lluvia había dejado alrededor de la casa, pero le retenía algo que, si estuviésemos hablando de sentimientos de personas, no dudaríamos en llamar escrúpulo o delicadeza de maneras. Si le habían puesto el alimento en un plato, si no quisieron que lo tomase groseramente del barro del suelo, era porque el agua también debería ser bebida en un recipiente apropiado. Tendrá sed, dijo Marta, los perros necesitan mucha agua, Tiene ahí esas pozas, respondió el padre, no bebe porque no quiere, Si vamos a quedarnos con él, no es para que ande bebiendo agua de los charcos como si no tuviese asiento ni casa, obligaciones son obligaciones. Mientras Cipriano Algor se dedicaba a pronunciar frases sueltas, casi sin sentido, cuyo único objetivo era ir habituando al perro al sonido de su voz, pero en las que aposta, con la insistencia de un estribillo, la palabra Encontrado se iba repitiendo, Marta trajo un cuenco grande de barro lleno de agua limpia, que puso al lado de la caseta. Desafiando escepticismos, sobradamente justificados después de millares de relatos leídos y oídos sobre las vidas ejemplares de los perros y sus milagros, tendremos que decir que Encontrado volvió a sorprender a los nuevos dueños quedándose donde estaba, frente a frente con Cipriano Algor, a la espera, según todas las apariencias, de que él llegase al final de lo que tenía que decirle. Sólo cuando el alfarero se calló y le hizo un gesto como de despedida, el perro se dio la vuelta y fue a beber. Nunca he visto un perro que se comporte de esta manera, observó Marta, Lo malo, después de esto, respondió el padre, será que alguien nos diga que el perro le pertenece, No creo que tal cosa suceda, incluso juraría que Encontrado no es de por aquí, perros de rebaño y perros de guarda no hacen lo que éste ha hecho, Después de desayunar voy a dar una vuelta para preguntar, Aproveche para llevarle el cántaro a la vecina Isaura, dijo Marta, sin tomarse la molestia de disimular la sonrisa, Ya había pensado en eso, como decía mi abuelo, no dejes para la tarde lo que puedas hacer por la mañana, respondió Cipriano Algor mientras miraba a otro lado. Encontrado acabó de beber su agua, y como ninguno de aquellos dos parecía querer prestarle atención, se tumbó en la entrada de la caseta donde el suelo estaba menos mojado.

Tras el desayuno, Cipriano Algor escogió un cántaro del almacén de obra acabada, lo colocó cuidadosamente en la furgoneta, ajustándolo, para que no rodase, entre las cajas de platos, después entró, se sentó y puso en marcha el motor. Encontrado levantó la cabeza, era manifiesto que no ignoraba que a un ruido de éstos siempre le sucede un alejamiento, seguido luego de una desaparición, pero sus anteriores experiencias de vida debieron de recordarle que existe una manera capaz de impedir, al menos algunas veces, que tales calamidades ocurran. Se irguió sobre las altas patas, moviendo la cola con fuerza, como si agitase una verdasca, y, por primera vez desde que vino aquí pidiendo asilo, Encontrado ladró. Cipriano Algor condujo despacio la furgoneta en dirección al moral y paró a poca distancia de la caseta. Creía haber comprendido lo que Encontrado esperaba. Abrió y mantuvo abierta la puerta del otro lado, y antes de tener tiempo para invitarlo a dar un paseo, el perro ya estaba dentro. No había pensado llevárselo, la intención de Cipriano Algor era ir de vecino en vecino preguntando si conocían un perro así y así, con este pelo y esta figura, con esta corbata y estas virtudes morales, y mientras estuviese describiéndoles las diversas características rogaría a todos los santos del cielo y a todos los demonios de la tierra que, por favor, por las buenas o las malas, obligasen al interrogado a responder que nunca en su vida semejante bicho le perteneciera o de él tuviera la menor noticia. Con Encontrado visible dentro de la furgoneta se evitaba la monotonía de la descripción y ahorraba repeticiones, tendría bastante con preguntar, Este perro es suyo, o tuyo, según el grado de intimidad con el interlocutor, y oír la respuesta, No, Sí, en el primer caso pasar sin más demoras al siguiente para no dar lugar a enmiendas, en el segundo caso observar atentamente las reacciones de Encontrado, que no sería perro para dejarse llevar al engaño con mentirosas reivindicaciones de un falso dueño. Marta, que al ruido del motor de arranque de la furgoneta apareció, con las manos sucias de barro, a la puerta de la alfarería, quiso saber si el perro también iba. El padre le respondió, Viene, viene, y un minuto después estaba el terrado tan desierto y Marta tan sola como si para él y para ella ésta hubiese sido la primera vez.

Antes de llegar a la calle donde vive Isaura Estudiosa, apellido del que, tal como los de Gacho y Algor, se desconoce la razón de ser y la procedencia, el alfarero llamó a la puerta de doce vecinos y tuvo la satisfacción de oír de todos ellos las mismas respuestas, Mío no es, No sé de quién será. A la mujer de un comerciante le gustó Encontrado hasta el punto de hacer una generosa oferta de compra, rechazada de plano por Cipriano Algor, y en tres casas donde nadie respondió a la llamada se oyó el ladrido violento de los vigías caninos, lo que le permitió al alfarero el raciocinio sinuoso de que Encontrado no era de allí, como si en alguna ley universal de los animales domésticos estuviese escrito que donde haya un perro no pueda haber otro. Cipriano Algor paró finalmente la furgoneta ante la puerta de la mujer de luto, llamó, y cuando ella apareció vestida con su blusa y su falda negra, le dio unos buenos días mucho más sonoros de lo que pediría la naturalidad, la culpa de este súbito desconcierto vocal la tenía Marta por ser autora de la descabellada idea de una boda de viudos caducos, designación merecedora de severa censura, dicho sea ya, por lo menos en lo que se refiere a Isaura Estudiosa, que no debe de tener más de cuarenta y cinco años, y si para que la cuenta sea exacta es necesario añadir algunos más, verdaderamente no se le notan. Ah, buenos días, señor Cipriano, dijo ella, Vengo a cumplir lo prometido, a traerle su cántaro, Muchas gracias, pero realmente no debía haberse molestado, después de lo que hablamos en el cementerio he pensado que no hay gran diferencia entre las cosas y las personas, tienen su vida, duran un tiempo, y al poco acaban, como todo en el mundo, A pesar de eso un cántaro puede sustituir a otro cántaro, sin tener que pensar en el asunto más que para tirar los cascotes del viejo y llenar de agua el nuevo, lo que no ocurre con las personas, es como si en el nacimiento de cada una se partiese el molde del que ha salido, por eso las personas no se repiten, Las personas no salen de moldes, pero creo que entiendo lo que quiere decir, Son palabras de alfarero, no les dé importancia, aquí lo tiene, y ojalá no se le despegue el asa a éste tan pronto. La mujer extendió las dos manos para recibir el cántaro por la panza, lo sostuvo contra el pecho y agradeció otra vez, Muchas gracias, señor Cipriano, en ese instante vio al perro dentro de la furgoneta, Ese perro, dijo. Cipriano Algor sintió un choque, no se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que Isaura Estudiosa fuese precisamente la dueña de Encontrado, y ahora ella había dicho Ese perro como si lo hubiese reconocido, con una expresión de sorpresa que bien podría ser la de quien finalmente ha encontrado lo que buscaba, imagínese con qué poco deseo de acertar Cipriano Algor habrá preguntado, Es suyo, imagínese también el alivio con que después oyó la respuesta, No, no es mío, pero recuerdo haberlo visto andando por ahí hace dos o tres días, incluso lo llamé, pero hizo como que no me había oído, es un bonito animal, Cuando ayer llegué a casa, de vuelta del cementerio, lo encontré medio escondido en la caseta que hay debajo del moral, la que era de otro perro que tuvimos, Constante, en la oscuridad sólo le brillaban los ojos, Buscaba un dueño que le conviniese, No sé si seré yo el dueño que le conviene, hasta es posible que tenga uno, es lo que estoy averiguando, Dónde, aquí, preguntó Isaura Estudiosa, y sin esperar respuesta añadió, Yo en su lugar no me cansaría, este perro no es de aquí, viene de lejos, de otro sitio, de otro mundo, Por qué dice de otro mundo, No sé, tal vez porque me parece tan diferente de los perros de ahora, Apenas ha tenido tiempo de verlo, Lo que he visto ha sido suficiente, y tanto es así que si no lo quiere, me ofrezco para quedarme con él, Si fuese otro perro tal vez no me importase dejárselo, pero a éste ya hemos decidido recogerlo, si no aparece el dueño, claro, O sea que lo quieren, Hasta le hemos puesto nombre, Cómo se llama, Encontrado, A un perro perdido es el nombre que mejor le sienta, Eso es también lo que mi hija dijo, Pues entonces, si lo quiere para usted, no se preocupe más, Tengo la obligación de restituírselo al dueño, también me gustaría que me devolviesen un perro que hubiera perdido, Si lo hiciera estaría en contra de la voluntad del animal, piense que él quiso escoger otra casa para vivir, Viendo las cosas desde ese lado, no digo que no tenga razón, pero la ley manda, la costumbre manda, No piense en la ley ni en la costumbre, señor Cipriano, tome para sí lo que ya es suyo, Mucha confianza es ésa, A veces es necesario abusar un poco de ella, Cree entonces, Creo, sí, Me ha gustado mucho hablar con usted, A mí también, señor Cipriano, Hasta la próxima vez, Hasta la próxima vez. Con el cántaro apretado contra el pecho, Isaura Estudiosa miró desde su puerta la furgoneta que daba la vuelta para deshacer el camino andado, miró al perro y al hombre que conducía, el hombre hizo con la mano izquierda una señal de despedida, el perro debía de estar pensando en su casa y en el moral que le hacía de cielo.

Así, mucho antes de lo que hubiera calculado, Cipriano Algor volvió a la alfarería. El consejo de la vecina Isaura Estudiosa, o Isaura sin más, para abreviar, era sensato, razonable, flagrantemente apropiado a la situación, y, si se aplicase al funcionamiento general del mundo, no habría ninguna dificultad en encuadrarlo en el plano de un orden de cosas al que poco le faltaría para ser considerado perfecto. El lado admirable de todo esto, sin duda, fue el hecho de que ella lo expresara con la más acabada de las naturalidades, sin darle vueltas a la cabeza, como quien para decir que dos y dos son cuatro no necesita emplear tiempo pensando, primero, que dos y uno son tres, y, después, que tres y otro son cuatro, Isaura tiene razón, sobre todo debo respetar el deseo del animal y la voluntad que lo transformó en acto. A quienquiera que sea el dueño, o, prudente corrección, quienquiera que haya sido, ya no le asiste el derecho de venir con reclamaciones, Este perro es mío, porque todas las apariencias y evidencias están demostrando que si Encontrado estuviera dotado del humano don de la palabra, sólo tendría una respuesta que dar, Pues yo a este dueño no lo quiero. Por tanto, bendito sea mil veces el cántaro partido, bendita la idea de obsequiar a la mujer de luto con un cántaro nuevo, y, añadamos como anticipación de lo que ha de venir más tarde, bendito el encuentro ocurrido en aquella tarde húmeda y morriñosa, toda ella chorreando agua, toda ella incomodidad en lo material y en lo espiritual, cuando bien sabemos que, salvo las excepciones resultantes de una pérdida reciente, no es ése un estado del tiempo que incline a los apesadumbrados a ir hasta el cementerio para llorar a sus difuntos. No hay duda, el perro Encontrado tiene todo a su favor, podrá quedarse donde quiera todo el tiempo que le apetezca. Y hay todavía un otro motivo que redobla el alivio y la satisfacción de Cipriano Algor, que es no tener ya que llamar a la puerta de la casa de los padres de Marcial, vecinos también de la población y con quienes no tiene las mejores relaciones, que forzosamente irían a peor si pasase delante de su puerta sin hacerles caso. Además está convencido de que Encontrado no les pertenece, las simpatías de los Gachos en cuestiones caninas, desde que los conoce, siempre se inclinaron por los molosos y otros perros de ese orden. Nos ha ido bien la mañana, dijo Cipriano Algor al perro.

Pocos minutos después estaban en casa. Estacionada la furgoneta, Encontrado miró fijamente al dueño, se dio cuenta de que por ahora estaba dispensado de sus obligaciones de navegante y se apartó, no en dirección a la caseta, sino con el aire inconfundible de quien acaba de decidir que ha llegado el momento del reconocimiento de los sitios. Le pongo una correa, se preguntó inquieto el alfarero, y después, al observar las maniobras del perro, que olisqueaba y marcaba el territorio con orina, ora aquí, ora allá, No, no creo que sea necesario tenerlo atado, si quisiera ya habría huido. Entró en casa y oyó la voz de la hija que hablaba por teléfono, Espera, espera, padre acaba de llegar. Cipriano Algor tomó el auricular y, sin preámbulos, preguntó, Hay alguna novedad. Al otro lado de la línea, tras un instante de silencio, Marcial Gacho procedió como quien considera que ésta no es la manera más adecuada de iniciar una conversación entre dos personas, suegro y yerno, que llevan una semana de las antiguas sin tener noticias uno del otro, por eso dio tranquilamente los buenos días, preguntó qué tal le ha ido, padre, a lo que Cipriano Algor respondió con otros buenos días, más secos, y, sin pausa u otra especie de transición, He estado esperando, una semana entera esperando, me gustaría saber qué sentirías tú si estuvieses en mi lugar, Perdone, sólo esta mañana he conseguido hablar con el jefe del departamento, explicó Marcial desistiendo de hacerle notar al suegro, incluso de modo indirecto, la inmerecida brusquedad con que lo estaba tratando, Y qué te ha dicho él, Que todavía no han decidido, pero que su caso no es el único, mercancías que interesaban y dejan de interesar es una rutina casi diaria en el Centro, ésas son sus palabras, rutina casi diaria, Y tú, qué idea has sacado, Qué idea he sacado, Sí, el tono de voz, el modo de mirar, si te pareció que quería ser simpático, Debe saber, por su propia experiencia, que dan siempre la impresión de estar pensando en otra cosa, Sí, es cierto, Y si permite que le hable con franqueza total, pienso que no volverán a comprarle cacharrería, para ellos estas cosas son simples, o el producto interesa, o el producto no interesa, el resto es indiferente, para ellos no hay término medio, Y para mí, para nosotros, también es simple, también es indiferente, tampoco hay término medio, preguntó Cipriano Algor, Hice lo que estaba a mi alcance, pero yo no paso de ser un simple guarda, No podías haber hecho mucho más, dijo el alfarero con una voz que se rompió en la última palabra. Marcial Gacho sintió pena del suegro al notar la mudanza de tono e intentó enmendar el sombrío pronóstico, De todas formas, no cerró completamente la puerta, dijo que estaban estudiando el asunto, mientras tanto debemos mantener la esperanza, Ya no tengo edad de esperanzas, Marcial, necesito certezas, y que sean de las inmediatas, que no esperen un mañana que puede no ser mío, Comprendo, padre, la vida es un sube-y-baja continuo, todo cambia, pero no se desanime, nos tiene a nosotros, a Marta y a mí, con alfarería o sin ella. Era fácil comprender adonde quería llegar Marcial con este discurso de solidaridad familiar, en su cabeza todos los problemas, sean los de ahora, sean los que surjan en el futuro, encontrarían remedio el día en que los tres se instalasen en el Centro. En otra ocasión y con otro estado de ánimo, Cipriano Algor habría respondido con aspereza, pero ahora, o porque le hubiera rozado la resignación con su ala melancólica o porque definitivamente no se hubiera perdido el perro Encontrado, o quizá, quién sabe, a causa de una breve conversación entre dos personas objetivamente separadas por un cántaro, el alfarero habló con suavidad, El jueves a la hora habitual voy a recogerte, si mientras tanto tienes alguna noticia, llama por teléfono, y, sin dar tiempo a que Marcial respondiese, remató el diálogo, Te paso a tu mujer. Marta intercambió algunas palabras, dijo, Vamos a ver cómo acaba todo esto, después se despidió hasta el jueves y colgó. Cipriano Algor ya había salido, estaba en la alfarería, sentado ante uno de los tornos con la cabeza baja. Fue allí donde una parada cardiaca fulminante cortó la vida de Justa Isasca. Marta se sentó en la banqueta del otro torno y esperó. Al cabo de un largo minuto el padre la miró, después desvió la vista. Marta dijo, No ha tardado mucho en el pueblo, Pues no, Preguntó en todas las casas si conocían al perro, si alguien era su dueño, Pregunté en unas cuantas, pero luego pensé que no merecía la pena continuar, Por qué, Esto es un interrogatorio, No, padre, es sólo una tentativa de distraerle, me cuesta verlo triste, No estoy triste, Entonces desanimado, Tampoco estoy desanimado, Muy bien, está como está, pero ahora cuénteme por qué consideró que no merecía la pena seguir preguntando, Pensé que si el perro tenía dueño en el pueblo y huyó de él, y, pudiendo volver, no ha vuelto, es porque quiere ser libre para buscarse otro, de modo que yo no tengo derecho a forzar su voluntad, Viendo las cosas por ese lado, tiene razón, Eso es lo que yo dije, precisamente con esas mismas palabras, Le dijo a quién. Cipriano Algor no respondió. Después, como la hija no hacía más que mirarlo tranquilamente, se decidió, A la vecina, Qué vecina, La del cántaro, Ah, sí, le llevó el cántaro, Si lo metí en la furgoneta era justo para eso, Claro, Pues eso, Entonces, si lo he entendido bien, fue ella quien le explicó por qué no merecía la pena andar buscando al dueño de Encontrado, Sí, fue ella, No hay duda de que es una mujer inteligente, Eso parece, Y se quedó con el cántaro, Lo ves mal, No se irrite, padre, estamos sólo hablando, cómo me iba a parecer mal una cosa tan sencilla como regalar un cántaro, Sí, pero tenemos asuntos más graves que éste, y tú estás ahí queriendo fingir que la vida nos va viento en popa, Exactamente de esos asuntos le quiero hablar, Entonces no entiendo el porqué de tantos rodeos, Porque me gusta conversar con usted como si no fuese mi padre, me gusta hacer cuenta, como dice, de que somos dos personas que se quieren mucho, padre e hija que se quieren porque lo son, pero que igualmente se querrían con amor de amigos si no lo fuesen, Me vas a hacer llorar, mira que en esta edad las lágrimas comienzan a ser traicioneras, Sabe que lo haría todo para verlo feliz, Pero intentas convencerme para que vaya al Centro, sabiendo que es lo peor que me podría suceder, Creía que lo peor que le podría suceder era verse separado de su hija, Eso no es leal, deberías pedirme disculpas, Se las pido, realmente no ha sido leal, perdóneme. Marta se levantó y abrazó al padre, Discúlpeme, No tiene importancia, respondió el alfarero, si estuviéramos menos tristes no hablaríamos de esta manera. Marta acercó una banqueta a la del padre, se sentó, y, tomándolo de la mano, comenzó a decir, He tenido una idea mientras usted andaba por ahí paseando al perro, Explícate, Vamos a dejar a un lado por ahora la cuestión del Centro, es decir, su decisión de venirse o de no venirse con nosotros, Me parece bien, El asunto no es para mañana ni para el mes que viene, cuando llegue el momento usted decidirá entre ir o quedarse, su vida es suya, Gracias por dejarme respirar, por fin, No lo dejo, Qué más tenemos todavía, Después de que usted saliera, me vine a trabajar aquí, primero fui a echar un vistazo al depósito y noté que faltaban floreros pequeños, entonces vine dispuesta a hacer unos cuantos, cuando de pronto, ya con la pella encima del torno, me di cuenta de hasta qué punto era absurdo seguir con este trabajo a ciegas, A ciegas, por qué, Porque nadie me encargó floreros pequeños o grandes, porque nadie espera impaciente que los termine para venir corriendo a comprarlos, y cuando digo floreros digo cualquiera de las piezas que fabricamos, grandes o pequeñas, útiles o inútiles, Comprendo, pero incluso así tendremos que estar preparados, Preparados para qué, Para cuando los encargos lleguen, Y qué haremos mientras tanto si los encargos no llegan, qué haremos si el Centro deja de comprar, vamos a vivir cómo, y de qué, nos quedamos esperando que las moras maduren y que Encontrado consiga cazar algún conejo inválido, Marcial y tú no tendréis ese problema, Padre, acordamos que no se hablaría del Centro, Vale, sigue adelante, Pues bien, suponiendo que un milagro haga que el Centro enmiende lo dicho, cosa que no creo, ni usted si no quiere engañarse, durante cuánto tiempo estaremos aquí de brazos cruzados o fabricando loza sin saber para qué ni para quién, En la situación en que nos encontramos no veo qué otra cosa se puede hacer, Tengo una opinión diferente, Y qué opinión diferente es ésa, qué mirífica idea se te ha ocurrido, Que fabriquemos otras cosas, Si el Centro deja de comprarnos unas, es más que dudoso que quiera comprar otras, Tal vez no, tal vez tal vez, De qué estás hablando, mujer, De que deberíamos ponernos a fabricar muñecos, Muñecos, exclamó Cipriano Algor con tono de escandalizada sorpresa, muñecos, jamás he oído una idea más disparatada, Sí, señor padre mío, muñecos, estatuillas, monigotes, figurillas, baratijas, adornos con pies y cabeza, llámelos como quiera, pero no comience a decir que es un disparate sin esperar el resultado, Hablas como si tuvieses la seguridad de que el Centro te va a comprar esa muñequería, No tengo la seguridad de nada, salvo de que no podemos seguir aquí parados a la espera de que el mundo se nos caiga encima, Sobre mí ya se ha caído, Todo lo que caiga sobre usted cae sobre mí, ayúdeme, que yo le ayudaré, Después de tanto tiempo haciendo vajillas, debo de haber perdido la mano para modelar, Lo mismo digo yo, pero si nuestro perro se perdió para poder ser encontrado, como inteligentemente explicó Isaura Estudiosa, también estas nuestras manos perdidas, la suya y la mía, podrán, quién sabe, volver a ser encontradas por el barro, Es una aventura que va a acabar mal, También acabó mal lo que no era aventura. Cipriano Algor miró a la hija en silencio, después tomó un poco de barro y le dio la primera forma de una figura humana. Por dónde empezamos, preguntó, Por donde siempre hay que empezar, por el principio, respondió Marta.


Autoritarias, paralizantes, circulares, a veces elípticas, las frases de efecto, también jocosamente llamadas pepitas de oro, son una plaga maligna de las peores que pueden asolar el mundo. Decimos a los confusos, Conócete a ti mismo, como si conocerse a uno mismo no fuese la quinta y más dificultosa operación de las aritméticas humanas, decimos a los abúlicos, Querer es poder, como si las realidades atroces del mundo no se divirtiesen invirtiendo todos los días la posición relativa de los verbos, decimos a los indecisos, Empezar por el principio, como si ese principio fuese la punta siempre visible de un hilo mal enrollado del que basta tirar y seguir tirando para llegar a la otra punta, la del final, y como si, entre la primera y la segunda, hubiésemos tenido en las manos un hilo liso y continuo del que no ha sido preciso deshacer nudos ni desenredar marañas, cosa imposible en la vida de los ovillos y, si otra frase de efecto es permitida, en los ovillos de la vida. Marta dijo al padre, Empecemos por el principio, y parecía que sólo faltaba que uno y otro se sentaran delante del tablero para modelar muñecos con unos dedos súbitamente ágiles y exactos, con la antigua habilidad recuperada de una larga letargia. Puro engaño de inocentes y desprevenidos, el principio nunca ha sido la punta nítida y precisa de un hilo, el principio es un proceso lentísimo, demorado, que exige tiempo y paciencia para percibir en qué dirección quiere ir, que tantea el camino como un ciego, el principio es sólo el principio, lo hecho vale tanto como nada. De ahí que hubiese sido mucho menos categórico lo que Marta recordó a continuación, Sólo tenemos tres días para preparar la presentación del proyecto, así es como se dice en el lenguaje de los negocios y de los ejecutivos, creo yo, Explícate, no tengo cabeza para seguirte, dijo el padre, Hoy es lunes, recogerá a Marcial el jueves por la tarde, luego tendrá que llevarle ese día al jefe del departamento de compras nuestra propuesta de fabricación de muñecos, con diseños, modelos, precios, en fin todo lo que los induzca a comprar y los habilite para tomar una decisión que no se retrase hasta el año que viene. Sin darse cuenta de que estaba repitiendo las palabras, Cipriano Algor preguntó, Por dónde empezamos, pero la respuesta de Marta ya no es la misma, Tendremos que fijarnos en media docena de tipos, o todavía menos, para que no se nos complique demasiado el trabajo, calcular cuántas figuras podremos hacer al día, y eso depende de cómo las concibamos, si modelamos el barro como quien esculpe directamente en la masa o si hacemos figuras iguales de hombre y de mujer y después las vestimos de acuerdo con las profesiones, me refiero, claro está, a muñecos de pie, en mi opinión deben ser todos así, son los más fáciles de trabajar, A qué llamas tú vestir, Vestir es vestir, es pegar al cuerpo de la figura desnuda las vestimentas y los accesorios que la caracterizan y le dan individualidad, creo que dos personas trabajando de esta manera se desenvolverán mejor, después sólo hay que tener cuidado con la pintura para que no se emborrone, Veo que has pensado mucho, dijo Cipriano Algor, No se crea, pero sí he pensado deprisa, Y bien, No haga que me sonroje, Y mucho, aunque digas que no, Fíjese cómo estoy ya de colorada, Afortunadamente para mí, eres capaz de pensar deprisa, de pensar mucho y de pensar bien, todo al mismo tiempo, Ojos de padre, amores de padre, errores de padre, Y qué figuras crees tú que debemos hacer, No demasiado antiguas, hay muchas profesiones que han desaparecido, hoy nadie sabe para qué servían esas personas, qué utilidad tenían, y creo que tampoco deben ser figuras de las de ahora, para eso están los muñecos de plástico, con sus héroes, sus rambos, sus astronautas, sus mutantes, sus monstruos, sus superpolicías y superbandidos, y sus armas, sobre todo sus armas, Estoy pensando, de vez en cuando también consigo expresar algunas ideas, aunque no tan buenas como las tuyas, Déjese de falsas modestias, no le pegan nada, Estaba pensando en echar una ojeada por los libros ilustrados que tenemos, por ejemplo aquella enciclopedia vieja que compró tu abuelo, si encontramos ahí modelos que sirvan directamente para los muñecos tendremos al mismo tiempo resuelta la cuestión de los diseños que llevaré, el jefe del departamento no se dará cuenta si copiamos, incluso dándose cuenta no lo considerará importante, Sí señor, he ahí una idea que merece un diez, Me doy por satisfecho con un seis, que es menos llamativo, Vamos a trabajar. Como es fácil de imaginar, la biblioteca de la familia Algor no es extensa en cantidad ni excelsa en calidad. De personas populares, y en un sitio como éste, apartado de la civilización, no cabría esperar excesos de sapiencia, pero, a pesar de eso, pueden contarse por dos o tres centenas los libros colocados en las estanterías, viejos unos cuantos, en la media edad otros, y éstos son la mayoría, los restantes más o menos recientes, aunque sólo algunos recientísimos. No hay en el pueblo un establecimiento que haga justicia al nombre y vetusto título de librería, existe apenas una pequeña papelería que se encarga de encomendar a los editores de la ciudad los libros de estudio necesarios, y muy de tarde en tarde, alguna obra literaria de la que se haya hablado con insistencia en la radio y en la televisión y cuyo contenido, estilo e intenciones correspondan satisfactoriamente a los intereses medios de los habitantes. Marcial Gacho no es persona de frecuentes y concienzudas lecturas, en todo caso, cuando aparece en la alfarería con un libro de regalo para Marta, hay que reconocer que consigue notar la diferencia entre lo que es bueno y lo que no pasa de mediocre, aunque sea cierto que sobre estos escurridizos conceptos de bueno y mediocre nunca nos han de faltar motivos sobre los que discurrir y discrepar. La enciclopedia que padre e hija acaban de abrir sobre la mesa de la cocina fue considerada la mejor en la época de su publicación, pero hoy sólo puede servir para indagar en saberes en desuso o que, por aquel entonces, estaban todavía articulando sus primeras y dudosas sílabas. Colocadas en fila, una tras otra, las enciclopedias de hoy, de ayer y de anteayer representan imágenes sucesivas de mundos paralizados, gestos interrumpidos en su movimiento, palabras a la búsqueda de su último o penúltimo sentido. Las enciclopedias son como cicloramas inmutables, máquinas de proyectar prodigiosas cuyos carretes se quedaron bloqueados y exhiben con una especie de maníaca fijeza un paisaje que, condenado de esta forma a ser, para siempre jamás, aquello que fue, se irá volviendo al mismo tiempo más viejo, más caduco y más innecesario. La enciclopedia comprada por el padre de Cipriano Algor es tan magnífica e inútil como un verso que no conseguimos recordar. No seamos, sin embargo, soberbios y desagradecidos, traigamos a la memoria la sensata recomendación de nuestros mayores cuando nos aconsejaban guardar lo que no era necesario porque, más pronto o más tarde, encontraríamos ahí lo que, sin saberlo entonces, nos acabaría haciendo falta. Asomados sobre las viejas y amarillentas páginas, respirando el olor húmedo durante años recluido, sin el toque del aire ni el aliento de la luz, en la espesura blanda del papel, padre e hija aprovechan hoy la lección, buscan lo que necesitan en aquello que consideraban que nunca más serviría. Ya encontraron en el camino un académico con bicornio de plumas, espadín y chorreras en la camisa, ya encontraron un payaso y un equilibrista, ya encontraron un esqueleto con guadaña y siguieron adelante, ya encontraron una amazona a caballo y un almirante sin barco, ya encontraron un torero y un hombre de jubón, ya encontraron un púgil y su adversario, ya encontraron un carabinero y un cardenal, ya encontraron un cazador con su perro, ya encontraron un marinero de permiso y un magistrado, un bufón y un romano de toga, ya encontraron un derviche y un alabardero, ya encontraron un guardia fiscal y el escriba sentado, ya encontraron un cartero y un faquir, también encontraron un gladiador y un hoplita, una enfermera y un malabarista, un lord y un menestral, encontraron un maestro de esgrima y un apicultor, un minero y un pescador, un bombero y un flautista, encontraron dos títeres, encontraron un barquero, encontraron un labrador, encontraron un santo y una santa, encontraron un demonio, encontraron la santísima trinidad, encontraron soldados y militares de todas las graduaciones, encontraron un buzo y un patinador, vieron un centinela y un leñador, vieron un zapatero con gafas, encontraron uno que tocaba tambor y otro que tocaba corneta, encontraron una vieja con toquilla y pañuelo, encontraron un viejo con pipa, encontraron una venus y un apolo, encontraron un caballero de sombrero alto, encontraron un obispo mitrado, encontraron una cariátide y un atlante, encontraron un lancero montado y otro a pie, encontraron un árabe con turbante, encontraron un mandarín chino, encontraron un aviador, encontraron un condotiero y un panadero, encontraron un mosquetero, encontraron una sirvienta con delantal y un esquimal, encontraron un asirio de barbas, encontraron un guardagujas del ferrocarril, encontraron un jardinero, encontraron un hombre desnudo con los músculos a la vista y el mapa de sus sistemas nervioso y circulatorio, también encontraron una mujer desnuda, pero ésa se tapaba el pubis con la mano derecha y los senos con la mano izquierda, encontraron muchos más que no convenían a los fines que tenían en perspectiva, ya sea porque la elaboración de las figuras sería demasiado complicada en el barro, ya sea porque un inconveniente aprovechamiento de las celebridades antiguas y modernas con cuyos retratos, ciertos, plausibles o imaginados, la enciclopedia se ilustraba, podría ser interpretado malévolamente como una falta de respeto, y hasta dar ocasión, en el caso de los famosos vivos, o de muertos famosos con herederos interesados y vigilantes, a ruinosos procesos judiciales por ofensas, daños morales y abuso de imagen. A quiénes vamos a escoger entre esta gente toda, preguntó Cipriano Algor, piensa que con más de tres o cuatro no daríamos abasto, sin contar con que hasta entonces, mientras el Centro decide si compra o no compra, tendremos que practicar mucho si queremos aparecer con obra aseada, presentable, En todo caso, padre, creo que lo mejor sería que les propusiésemos seis, dijo Marta, o están de acuerdo y nosotros dividimos la producción en dos fases, es cuestión de concertar los plazos de entrega, o bien, y eso será lo más probable, ellos mismos comenzarán señalando dos o tres muñecos para sondear la curiosidad y ponderar la posible respuesta de los clientes, Podrían quedarse ahí, Es cierto, pero creo que si les llevamos seis diseños tendremos más posibilidades de convencerlos, el número cuenta, el número influye, es una cuestión de psicología, La psicología nunca ha sido mi fuerte, Ni el mío, pero hasta la propia ignorancia es capaz de tener intuiciones proféticas, No encamines esas proféticas intuiciones hacia el futuro de tu padre, él siempre prefiere conocer en cada día lo que cada día, para bien o para mal, decide traerle, Un hecho es lo que el día trae, otro hecho es lo que nosotros, por nosotros mismos, le aportamos, La víspera, No entiendo lo que quiere decir, La víspera es lo que aportamos a cada día que vamos viviendo, la vida es acarrear vísperas como quien acarrea piedras, cuando ya no podemos con la carga se acaba el transporte, el último día es el único al que no se le puede llamar víspera, No me entristezca, No, hija mía, pero tal vez tú seas la culpable, Culpable de qué, Contigo siempre acabo hablando de cosas serias, Entonces hablemos de algo mucho más serio, elijamos nuestros muñecos. Cipriano Algor no es hombre de risas, e incluso las sonrisas leves son raras en su boca, como mucho se le nota brevemente en los ojos un brillo repentino que parece haber mudado de lugar, algunas veces también se puede entrever un cierto rictus en los labios, como si tuviesen que sonreír para evitar sonreír. Cipriano Algor no es hombre de risas, pero acaba de verse ahora que el día de hoy tenía una risa guardada que todavía no había podido aparecer. Vamos a ello, dijo, yo escojo uno, tú escoges otro, hasta tener seis, pero atención, teniendo siempre en cuenta la facilidad del trabajo y el gusto conocido o presumible de las personas, De acuerdo, haga el favor de empezar, El bufón, dijo el padre, El payaso, dijo la hija, La enfermera, dijo el padre, El esquimal, dijo la hija, El mandarín, dijo el padre, El hombre desnudo, dijo la hija, El hombre desnudo, no, no puede ser, tendrás que elegir otro, al hombre desnudo no lo querrán en el Centro, Por qué, Por eso mismo, porque está desnudo, Entonces que sea la mujer desnuda, Peor todavía, Pero ella está tapada, Taparse de esa manera es más que mostrarse toda, Me estoy quedando sorprendida con sus conocimientos sobre esas materias, Viví, miré, leí, sentí, Qué hace ahí el leer, Leyendo se acaba sabiendo casi todo, Yo también leo, Por tanto algo sabrás, Ahora ya no estoy tan segura, Entonces tendrás que leer de otra manera, Cómo, No sirve la misma forma para todos, cada uno inventa la suya, la suya propia, hay quien se pasa la vida entera leyendo sin conseguir nunca ir más allá de la lectura, se quedan pegados a la página, no entienden que las palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río, si están allí es para que podamos llegar a la otra margen, la otra margen es lo que importa, A no ser, A no ser, qué, A no ser que esos tales ríos no tengan dos orillas sino muchas, que cada persona que lee sea, ella, su propia orilla, y que sea suya y sólo suya la orilla a la que tendrá que llegar, Bien observado, dijo Cipriano Algor, una vez más queda demostrado que no les conviene a los viejos discutir con las generaciones nuevas, siempre acaban perdiendo, en fin, hay que reconocer que también aprenden algo, Muy agradecida por la parte que me toca, Volvamos al sexto muñeco, No puede ser el hombre desnudo, No, Ni la mujer desnuda, No, Entonces que sea el faquir, Los faquires, en general, como los escribas y los alfareros, están sentados, un faquir de pie es un hombre igual a otro hombre, y sentado sería más pequeño que los otros, En ese caso, el mosquetero, El mosquetero no estaría mal, pero tendríamos que resolver el problema de la espada y de las plumas del sombrero, con las plumas todavía podríamos hacer algo, pero la espada sólo pegándola a la pierna, y una espada pegada a la pierna parecería más una tablilla, Entonces el asirio de las barbas, Sugerencia aceptada, nos quedaremos con el asirio de las barbas, es fácil, es compacto, Llegué a pensar en el cazador con el perro, pero el perro nos traería complicaciones todavía mayores que la espada del mosquetero, Y la escopeta también, confirmó Cipriano Algor, y hablando de perro, qué estará haciendo Encontrado, nos hemos olvidado de él completamente, Se habrá dormido. El alfarero se levantó, apartó la cortina de la ventana, No lo veo en la caseta, dijo, Andará por ahí, cumpliendo su obligación de guardián de la casa, vigilando las cercanías, Si es que no se ha ido, Todo puede suceder en la vida, pero no lo creo. Inquieto, receloso, Cipriano Algor abrió bruscamente la puerta y casi tropezó con el perro. Encontrado estaba extendido en el felpudo, atravesado en el umbral, con el hocico vuelto hacia la entrada. Se levantó cuando vio aparecer al dueño y esperó. Está aquí, anunció el alfarero, Ya veo, respondió Marta desde dentro. Cipriano Algor comenzó cerrando la puerta, Está mirándome, dijo, No será la única vez, Qué hago, O cierra la puerta y lo deja fuera, o le hace una señal para que entre y cierra la puerta, No bromees, No estoy bromeando, tendrá que decidir hoy si quiere o no quiere admitir a Encontrado en casa, sabe que si entra, entra para siempre, Constante también entraba cuando le apetecía, Sí, prefería la independencia de la caseta, pero éste, si no me equivoco, necesita tanto de compañía como de pan para la boca, Esa razón me parece buena, dijo el alfarero. Abrió la puerta completamente e hizo un gesto, Entra. Sin apartar los ojos del dueño, Encontrado dio un paso tímido, después, como para demostrar que no tenía la certeza de haber comprendido la orden, se detuvo. Entra, insistió el alfarero. El perro avanzó despacio y se paró en medio de la cocina. Bienvenido a casa, dijo Marta, pero te advierto que es mejor que comiences ya a conocer el reglamento doméstico, las necesidades de perro, tanto las sólidas como las líquidas, se satisfacen fuera, la de comer también, durante el día podrás entrar o salir cuantas veces te apetezca, pero por la noche te recogerás en la caseta, para guardar la casa, y con esto no creas que estoy dispuesta a quererte menos que tu dueño, la prueba está en que he sido yo quien le ha dicho que eres un perro necesitado de compañía. Durante el tiempo que duró el aleccionamiento, Encontrado nunca desvió los ojos. No podía entender lo que Marta le indicaba, pero su pequeño cerebro de perro comprendía que para saber hay que mirar y escuchar. Esperó todavía unos instantes cuando Marta dejó de hablar, después fue a enroscarse a un rincón de la cocina, aunque no llegó a calentar el sitio, apenas Cipriano Algor acababa de sentarse mudó de lugar para tumbarse junto a su silla. Y para que no quedasen dudas en el espíritu de los dueños sobre el claro sentido que tenía de sus obligaciones y de sus responsabilidades, todavía no había transcurrido un cuarto de hora y ya se levantaba de allí para echarse al lado de Marta, un perro sabe muy bien cuándo alguien necesita de su compañía.

Fueron tres días de actividad intensa, de nerviosa excitación, de un continuo hacer y deshacer en el papel y en el barro. Ninguno de ellos quería admitir que el resultado de la idea y del trabajo que estaban realizando para darle solidez podría ser un rechazo brusco, sin otras explicaciones que no fueran, El tiempo de estos muñecos ya ha pasado. Náufragos, remaban hacia una isla sin saber si se trataba de una isla real o de su espectro. De los dos, la más habilidosa para el dibujo era Marta, por eso fue ella quien se encargó de la tarea de trasladar al papel los seis tipos escogidos, aumentándolos, por el clásico proceso de la cuadrícula, hasta el tamaño exacto en que los muñecos deberían quedar después de cocidos, un palmo bien medido, no de los de ella, que tiene la mano pequeña, sino de los del padre. Siguió la operación de dar color a los dibujos, complicada no por exageradas preocupaciones de primor en la ejecución, sino porque era necesario escoger y combinar colores que no se sabía si corresponderían al natural de las figuras, dado que la enciclopedia, ilustrada de acuerdo con las tecnologías gráficas del tiempo, sólo contenía grabados a talla dulce, minuciosos en el pormenor pero sin otros efectos cromáticos que las variaciones de un aparente gris resultante de la impresión de los trazos negros sobre el fondo invariable del papel. De todos, el más fácil de pintar es, obviamente, la enfermera. Toca blanca, blusa blanca, falda blanca, zapatos blancos, todo blanco blanco blanco, todo de impecable albura, como si se tratase de un ángel de caridad que baja a la tierra con el mandato de aliviar las angustias y mitigar los dolores mientras, antes o después, no tenga que ser llamado deprisa otro ángel vestido igual para mitigarle y aliviarle a ella sus propios dolores y aflicciones. Tampoco el esquimal presenta demasiadas dificultades, las pieles que lo revisten pueden ser pintadas de un color mitad beige mitad pardo, cortado por unas cuantas motas blanquecinas, simulando la piel de un oso vuelta del revés, lo importante es que el esquimal tenga cara de esquimal, que para serlo es para lo que vino al mundo. En cuanto al payaso, los problemas van a ser mucho más serios por la sencilla razón de que es pobre. Si, en vez del trapillo pobretón que es, fuese un payaso rico, un color vivo cualquiera, brillante, salpicado de lentejuelas distribuidas a voleo por el birrete, por la camisa y por los calzones, resolvería la cuestión. Pero el payaso es pobre, pobre de pobreza, viste un traperío sin gusto ni criterio, heterogéneo, remendado de arriba abajo, una chaqueta que le llega a las rodillas, unos pantalones anchos que acaban en la pantorrilla, una camisa donde entrarían tres cuellos holgadamente, un lazo que parece un ventilador, un chaleco delirante, unos zapatos como barcas. Todo esto podría ser pintado tranquilamente, pues, tratándose de un payaso pobre, nadie perdería su tiempo comprobando si los colores de este engendro de barro tienen la decencia de respetar los colores con que se presenta la realidad del pobre, incluso cuando no ejerza de payaso. Lo malo es que, vistas bien las cosas, este batiburrillo no será más fácil de modelar que el cazador y el mosquetero que tantas dudas habían levantado. Pasar de aquí al bufón será pasar de lo parecido a lo igual, de lo semejante a lo idéntico, de lo similar a lo análogo. Diversamente aplicados los colores de uno pueden servir al otro, y dos o tres alteraciones en la vestimenta transformarán rápidamente al bufón en payaso y al payaso en bufón. Bien mirado son figuras que tanto en la indumentaria como en la función casi parecen réplicas una de otra, la única diferencia que se observa entre ellas, desde un punto de vista social, es que no es habitual que el payaso vaya al palacio del rey. Tampoco el mandarín con su sayo y el asirio con su túnica exigirán atenciones especiales, con dos breves toques en los ojos la cara del esquimal servirá al chino y las opulentas y onduladas barbas del asirio harán más fácil el trabajo sobre la parte inferior del rostro. Marta hizo tres series de diseños, la primera totalmente fiel a los originales, la segunda desahogada de accesorios, la tercera limpia de pormenores superfinos, de esta manera se facilitaría el respectivo examen a quien en el Centro tuviera la última palabra sobre el destino de la propuesta, y, en caso de que fuese aprobada, tal vez se redujera, por lo menos así se esperaba, la posibilidad de futuras reclamaciones por diferencias entre lo apreciado en el dibujo y lo ejecutado en el barro. Mientras Marta no pasó a la tercera fase, Cipriano Algor se había limitado a seguir la marcha de las operaciones, impaciente por no poder ayudar, y más todavía por tener la conciencia de que cualquier intromisión por su parte sólo serviría para dificultar y atrasar el trabajo. Sin embargo, cuando Marta colocó ante sí la hoja de papel en la que iba a comenzar la última serie de ilustraciones, reunió rápidamente las copias iniciales y se fue a la alfarería. La hija todavía tuvo tiempo de decirle, No se irrite si no le sale bien a la primera. Hora tras hora, durante el resto de ese día y parte del día siguiente, hasta el momento en que iría a buscar a Marcial al Centro, el alfarero hizo, deshizo y rehizo muñecos con figuras de enfermeras y de mandarines, de bufones y de asirios, de esquimales y de payasos, casi irreconocibles en las primeras tentativas, aunque ganando forma y sentido a medida que los dedos comenzaban a interpretar por cuenta propia y de acuerdo con sus propias leyes las instrucciones que les llegaban de la cabeza. Verdaderamente son pocos los que saben de la existencia de un pequeño cerebro en cada uno de los dedos de la mano, en algún lugar entre falange, falangina y falangeta. Ese otro órgano al que llamamos cerebro, ese con el que venimos al mundo, ese que transportamos dentro del cráneo y que nos transporta a nosotros para que lo transportemos a él, nunca ha conseguido producir algo que no sean intenciones vagas, generales, difusas y, sobre todo, poco variadas, acerca de lo que las manos y los dedos deberán hacer. Por ejemplo, si al cerebro de la cabeza se le ocurre la idea de una pintura o música, o escultura, o literatura, o muñeco de barro, lo que hace él es manifestar el deseo y después se queda a la espera, a ver lo que sucede. Sólo porque despacha una orden a las manos y a los dedos, cree, o finge creer, que eso era todo cuanto se necesitaba para que el trabajo, tras unas cuantas operaciones ejecutadas con las extremidades de los brazos, apareciese hecho. Nunca ha tenido la curiosidad de preguntarse por qué razón el resultado final de esa manipulación, siempre compleja hasta en sus más simples expresiones, se asemeja tan poco a lo que había imaginado antes de dar instrucciones a las manos. Nótese que, cuando nacemos, los dedos todavía no tienen cerebros, se van formando poco a poco con el paso del tiempo y el auxilio de lo que los ojos ven. El auxilio de los ojos es importante, tanto como el auxilio de lo que es visto por ellos. Por eso lo que los dedos siempre han hecho mejor es precisamente revelar lo oculto. Lo que en el cerebro pueda ser percibido como conocimiento infuso, mágico o sobrenatural, signifique lo que signifique sobrenatural, mágico e infuso, son los dedos y sus pequeños cerebros quienes lo enseñan. Para que el cerebro de la cabeza supiese lo que era la piedra, fue necesario que los dedos la tocaran, sintiesen su aspereza, el peso y la densidad, fue necesario que se hiriesen en ella. Sólo mucho tiempo después el cerebro comprendió que de aquel pedazo de roca se podría hacer una cosa a la que llamaría puñal y una cosa a la que llamaría ídolo. El cerebro de la cabeza anduvo toda la vida retrasado con relación a las manos, e incluso en estos tiempos, cuando parece que se ha adelantado, todavía son los dedos quienes tienen que explicar las investigaciones del tacto, el estremecimiento de la epidermis al tocar el barro, la dilaceración aguda del cincel, la mordedura del ácido en la chapa, la vibración sutil de una hoja de papel extendida, la orografía de las texturas, el entramado de las fibras, el abecedario en relieve del mundo. Y los colores. Manda la verdad que se diga que el cerebro es mucho menos entendido en colores de lo que cree. Es cierto que consigue ver más o menos claramente lo que los ojos le muestran, pero la mayoría de las veces sufre lo que podríamos designar como problemas de orientación cuando llega la hora de convertir en conocimiento lo que ha visto. Gracias a la inconsciente seguridad con que el transcurso de la vida le ha dotado, pronuncia sin dudar los nombres de los colores a los que llama elementales y complementarios, pero inmediatamente se pierde perplejo, dubitativo, cuando intenta formar palabras que puedan servir de rótulos o dísticos explicativos de algo que toca lo inefable, de algo que roza lo indecible, ese color todavía no nacido del todo que, con el asentimiento, la complicidad, y a veces la sorpresa de los propios ojos, las manos y los dedos van creando y que probablemente nunca llegará a recibir su justo nombre. O tal vez ya lo tenga, pero sólo las manos lo conocen, porque compusieron la tinta como si estuvieran descomponiendo las partes constituyentes de una nota de música, porque se ensuciaron en su color y guardaron la mancha en el interior profundo de la dermis, porque sólo con ese saber invisible de los dedos se podrá alguna vez pintar la infinita tela de los sueños. Fiado en lo que los ojos creen haber visto, el cerebro de la cabeza afirma que, según la luz y las sombras, el viento y la calma, la humedad y la secura, la playa es blanca, o amarilla, o dorada, o gris, o violácea, o cualquier cosa entre esto y aquello, pero después vienen los dedos y, con un movimiento de recogida, como si estuviesen segando la cosecha, levantan del suelo todos los colores que hay en el mundo. Lo que parecía único era plural, lo que es plural lo será aún más. No es menos verdad, con todo, que en la fulguración exaltada de un solo tono, o en su modulación musical, estén presentes y vivos todos los otros, tanto los de los colores que ya tienen nombre, como los que todavía lo esperan, de la misma manera que una extensión de apariencia lisa podrá estar cubriendo, al mismo tiempo que las manifiesta, las huellas de todo lo vivido y acontecido en la historia del mundo. Toda arqueología de materiales es una arqueología humana. Lo que este barro esconde y muestra es el tránsito del ser en el tiempo y su paso por los espacios, las señales de los dedos, los arañazos de las uñas, las cenizas y los tizones de las hogueras apagadas, los huesos propios y ajenos, los caminos que eternamente se bifurcan y se van distanciando y perdiendo unos de los otros. Este grano que aflora a la superficie es una memoria, esta depresión, la marca que quedó de un cuerpo tumbado. El cerebro preguntó y pidió, la mano respondió e hizo. Marta lo dijo de otra manera, Ya le ha cogido el tranquillo.


Voy a un negocio de hombres, esta vez te quedas en casa, dijo Cipriano Algor al perro, que vino corriendo cuando lo vio acercarse a la furgoneta. Está claro que Encontrado no necesitaba que le ordenasen subir, bastaba que dejaran abierta la puerta del coche el tiempo suficiente para comprender que no lo iban a expulsar después, pero la causa real de la sobresaltada carrera, por muy extraño que parezca, fue la suposición, en su ansiedad de perro, de que lo iban a dejar solo. Marta, que salió a la explanada conversando con el padre y lo acompañaba hasta la furgoneta, llevaba en la mano el sobre con los dibujos y la propuesta, y aunque el perro Encontrado no tenga ideas claras acerca de lo que son y para qué sirven sobres, propuestas y dibujos, conoce de la vida, más que de sobra, que las personas que se disponen a entrar en coches suelen llevar consigo cosas que, por lo general, incluso antes de subir, echan en el asiento de atrás. Instruido por estas experiencias, se comprende que la memoria de Encontrado le haya hecho pensar que Marta acompañaría al padre en esta nueva salida de la furgoneta. Pese a los pocos días transcurridos desde su llegada, no tiene dudas de que la casa de los dueños es su casa, pero su sentido de la propiedad, por incipiente, todavía no lo autoriza a decir mirando alrededor, Todo esto es mío. Además, un perro, sea cual sea el tamaño, la raza y el carácter, jamás se atrevería a pronunciar palabras tan brutalmente posesivas, diría, como mucho, Todo esto es nuestro, e incluso así, retomando el caso particular de estos alfareros y de sus bienes muebles e inmuebles, el perro Encontrado ni de aquí a diez años será capaz de verse como tercer propietario. Quizá lo máximo que consiga alcanzar cuando sea perro viejo es el oscuro y vago sentimiento de participar en algo arriesgadamente complejo y, por así decirlo, de escurridizas significaciones, un todo hecho de partes en que cada una es, al mismo tiempo, la parte que es y el todo del que forma parte. Ideas aventuradas como ésta, que el cerebro humano, grosso modo, es más o menos capaz de concebir, pero que luego tiene una enorme dificultad en desmenuzar, son el pan nuestro de cada día en las diferentes naciones caninas, tanto desde un punto de vista meramente teórico como en lo que se refiere a sus consecuencias prácticas. No se piense, con todo, que el espíritu de los perros es una nube bonanzosa que levemente pasa, una alborada primaveral de suave luz, un estanque de jardín con cisnes blancos deslizándose, si así fuese no se habría puesto Encontrado, de súbito, a gemir con tanta lástima, Y yo, y yo, decía. Para responder a tal desgarramiento de alma afligida, no encontró Cipriano Algor, aprensivo como iba por la responsabilidad de la misión que lo llevaba al Centro, mejores palabras que Esta vez te quedas en casa, menos mal que el angustiado animal vio a Marta dar dos pasos atrás después de entregar el sobre al padre, así Encontrado entendió que no iban a dejarlo sin compañía. Verdaderamente, incluso constituyendo cada parte, de por sí, el todo a que pertenece, como creemos que ya dejamos demostrado por a + b, dos partes, siempre que estén unidas, dan un total diferente. Marta compuso un cansado gesto de adiós y volvió a casa. El perro no la siguió en seguida, esperó a que la furgoneta, después de bajar la ladera hasta la carretera, desapareciese tras la primera casa del pueblo. Cuando poco después entró en la cocina, vio que la dueña estaba sentada en la misma silla en que había trabajado durante estos días. Se pasaba los dedos por los ojos una y otra vez como si necesitase aliviarlos de una sombra o de un dolor. Seguro que por estar en el tierno verdor de la mocedad, Encontrado no ha tenido tiempo todavía de formarse opiniones claras y definitivas sobre la necesidad y el significado de las lágrimas en el ser humano, sin embargo, considerando que esos humores líquidos persisten en manifestarse en el extraño caldo de sentimiento, razón y crueldad de que el dicho ser humano está hecho, pensó que tal vez no fuese grave desacierto aproximarse a su llorosa dueña y posar dulcemente la cabeza sobre sus rodillas. Un perro de más edad, y por esa razón, suponiendo que la edad está obligada a soportar culpas duplicadas, más cínico que el cinismo que no puede evitar tener, comentaría con sarcasmo el afectuoso gesto, pero eso debería ser porque el vacío de la vejez le habría hecho olvidarse de que, en asuntos del corazón y del sentir, siempre lo demasiado es mejor que lo escaso. Conmovida, Marta le pasó despacio la mano por la cabeza, acariciándolo, y, como él no se retiraba y seguía mirándola fijamente, tomó un carbón y comenzó a dibujar en el papel los primeros trazos de un esbozo. Al principio, las lágrimas le impidieron ver bien, pero, poco a poco, al mismo tiempo que la mano adquiría más seguridad, los ojos se fueron aclarando, y la cabeza del perro, como si emergiese del fondo de un agua turbia, le apareció en su entera belleza y fuerza, en su misterio y en su interrogación. A partir de este día, Marta querrá tanto a Encontrado como sabemos que ya le quiere Cipriano. El alfarero había dejado atrás el pueblo, las tres casas aisladas que nadie vendrá a levantar de la ruina, ahora bordea la ribera sofocada de podredumbre, atravesará los campos descuidados, el bosque abandonado, han sido tantas las veces que ha hecho este camino que apenas repara en la desolación que lo cerca, pero hoy tiene dos motivos de preocupación que justifican su aire absorto, uno de ellos, la diligencia comercial que lo lleva al Centro, no necesita, obviamente, mención particular, pero el otro, que no se sabe durante cuánto tiempo seguirá afectándolo, es lo que más le está desasosegando el espíritu, ese impulso realmente inesperado e inexplicable, al pasar junto a la entrada de la calle donde vive Isaura Estudiosa, de acercarse a saber noticias del cántaro, si el uso habría denunciado algún oculto defecto, si goteaba, si conservaba el agua fresca. Evidentemente Cipriano Algor no conoce a esta vecina ni desde hoy ni desde ayer, sería imposible que viviera alguien en el pueblo a quien él, por razones de oficio, no conociese, y, aunque nunca hubiesen existido, propiamente hablando, lo que se llama relaciones de amistad con esa familia, los Algores padre e hija habían acompañado al cementerio el cortejo del difunto Joaquín Estudioso, que suyo era el apellido por el cual Isaura, que vino de una aldea apartada para casarse aquí, pasó también, como es de uso en los pueblos, a ser conocida. Cipriano Algor recordaba haberle dado el pésame a la salida del cementerio, en el mismo sitio donde meses después volverían a encontrarse para intercambiar impresiones y promesas acerca de un cántaro partido. Era sólo una viuda más en el pueblo, otra mujer que iría vestida de luto riguroso durante seis meses, y otros seis de luto aliviado a continuación, y suerte que tenía, porque hubo un tiempo en que el riguroso y el aliviado, cada uno, pesaron sobre el cuerpo femenino, y, vaya usted a saber, sobre el alma, un año entero de días y de noches, sin hablar de esas mujeres a quienes, por viejas, la ley de la costumbre obligaba a vivir cubiertas de negro hasta el último de sus propios días. Se preguntaba Cipriano Algor si en el largo intervalo entre los dos encuentros en el cementerio habría hablado alguna vez con Isaura Estudiosa, y la respuesta le sorprendió, Si ni siquiera la he visto, y era cierto, aunque no nos debe extrañar la aparente singularidad de la situación, en los asuntos donde gobierna la casualidad tanto da que se viva en una ciudad de diez millones de habitantes como en una aldea de pocas centenas de vecinos, sólo ocurre lo que tenga que ocurrir. En este momento el pensamiento de Cipriano Algor quiso desviarse hacia Marta, estuvo a punto de responsabilizarla otra vez de las fantasías que le daban vueltas en la cabeza, pero su imparcialidad, su honestidad de juicio, vigilantes, consiguieron prevalecer, No te escondas, deja a tu hija en paz, ella sólo dijo las palabras que querías oír, ahora se trata de saber si tienes para ofrecerle a Isaura Estudiosa algo más que un cántaro, y, también, no te olvides, si ella estará dispuesta a recibir lo que imaginas que tienes para ofrecerle, si es que consigues imaginar algo. El soliloquio se detuvo ante la barrera de esta objeción, por ahora infranqueable, y la repentina parada fue aprovechada por el segundo motivo de preocupación, tres motivos en un pie sólo, las figuras de barro, el Centro, el jefe del departamento de compras, Ya veremos en qué acaba esto, murmuró el alfarero, frase semánticamente retorcida que, bien mirado, igualmente podría servir para ataviar con ropajes de distraída y tácita connivencia el excitante asunto de Isaura Estudiosa. Demasiado tarde, ya vamos atravesando el Cinturón Agrícola, o Verde, como le siguen llamando las personas que adoran embellecer con palabras la áspera realidad, este color de hielo sucio que cubre el suelo, este interminable mar de plástico donde los invernaderos, cortados por el mismo rasero, parecen icebergs petrificados, gigantescas fichas de dominó sin puntos. Ahí dentro no hace frío, al contrario, los hombres que trabajan se asfixian de calor, se cuecen en su propio sudor, desfallecen, son como trapos empapados y retorcidos por manos violentas. Si no es todo el mismo decir, es todo el mismo penar. Hoy la furgoneta va vacía, Cipriano Algor ya no pertenece al gremio de los vendedores por la razón incontestable de que su fabricación dejó de interesar, ahora lleva media docena de diseños en el asiento de al lado, que es donde Marta los puso, y no en el asiento de atrás como imaginó Encontrado, y esos diseños son la única y frágil brújula de este viaje, felizmente ya había salido de casa cuando, durante algunos momentos, la sintió perdida del todo quien esos papeles había pintado. Se dice que el paisaje es un estado de alma, que el paisaje de fuera lo vemos con los ojos de dentro, será porque esos extraordinarios órganos interiores de visión no supieron ver estas fábricas y estos hangares, estos humos que devoran el cielo, estos polvos tóxicos, estos lodos eternos, estas costras de hollín, la basura de ayer barrida sobre la basura de todos los días, la basura de mañana barrida sobre la basura de hoy, aquí serían suficientes los simples ojos de la cara para enseñar a la más satisfecha de las almas a dudar de la ventura en que suponía complacerse.

Pasado el Cinturón Industrial, en la carretera, ya en los terrenos baldíos ocupados por las chabolas, se ve un camión quemado. No hay señales de la mercancía que transportaba, salvo unos dispersos y ennegrecidos restos de cajas sin marbetes sobre el contenido y la procedencia. O la carga ardió con el camión, o consiguieron retirarla antes de que el fuego se intensificara. El suelo está mojado alrededor, lo que demuestra que los bomberos acudieron al siniestro, pero, por lo visto, llegaron tarde, dado que el camión ardió entero. Estacionados delante hay dos coches de la policía de tráfico, al otro lado de la carretera un vehículo militar de transporte de soldados. El alfarero redujo la velocidad para ver mejor lo que había sucedido, pero los policías, desagradables, mal encarados, le ordenaron que avanzase inmediatamente, apenas tuvo tiempo de preguntar si había muerto alguien, pero no le hicieron caso. Siga, siga, gritaban, y hacían gestos violentos con los brazos. Fue entonces cuando Cipriano Algor miró al lado y reparó en que había soldados moviéndose entre las chabolas. Por culpa de la velocidad no consiguió vislumbrar mucho más que esto, salvo que parecían estar haciendo salir de las casas a sus inquilinos. Era evidente que esta vez los asaltantes no se contentaron con saquear. Por algún motivo ignorado, nunca tal había sucedido antes, prendieron fuego al camión, tal vez el conductor hubiese resistido la violencia del robo de igual a igual, o fueron los grupos organizados de las chabolas los que decidieron cambiar de estrategia, aunque cueste comprender qué demonio de provecho esperan sacar de una acción violenta como esta que, por el contrario, sólo servirá para justificar acciones igualmente violentas de las autoridades, Que yo sepa, pensó el alfarero, es la primera vez que el ejército entra en los barrios de chabolas, hasta ahora las redadas siempre eran cosa de la policía, incluso los barrios contaban con ellas, los agentes llegaban, unas veces hacían preguntas, otras veces no, se llevaban detenidos a dos o tres hombres, y la vida continuaba como si nada fuese, más pronto o más tarde los presos acababan reapareciendo. El alfarero Cipriano Algor va olvidado de la vecina Isaura Estudiosa, esa a quien le ofreció un cántaro, y del jefe del departamento de compras del Centro, ese a quien no sabe si podrá convencer del atractivo estético de las figuras, su pensamiento está todo entregado a un camión que las llamas calcinaron hasta tal punto que ni vestigios quedaron de la carga que llevaba, si la llevaba. Si, si. Repitió la conjunción como quien, después de haber tropezado con una piedra, retrocede para volver a tropezar con ella, como si la golpeara una y otra vez a la espera de ver saltar de dentro una centella, pero la centella no se decidía a aparecer, ya Cipriano Algor había gastado en este pensar unos buenos tres kilómetros y casi desistía, ya Isaura Estudiosa se preparaba para disputar el terreno al jefe del departamento, cuando de súbito la chispa saltó, la luz se hizo, el camión no lo quemó la gente de las chabolas, fue la propia policía, era un pretexto para la intervención del ejército, Me apuesto la cabeza a que ha pasado esto, murmuró el alfarero, y entonces se sintió muy cansado, no por haber forzado demasiado la mente, sino por comprobar que el mundo es así, que las mentiras son muchas y las verdades ninguna, o alguna, sí, deberá de andar por ahí, pero en cambio continuo, tanto que no nos da tiempo a pensar en ella en cuanto verdad posible porque tendremos que averiguar primero si no se tratará de una mentira probable. Cipriano Algor miró de reojo el reloj, si lo que pretendía saber era la hora, de nada le sirvió el gesto, porque, habiendo sido hecho inmediatamente después del debate entre la probabilidad de las mentiras y la posibilidad de las verdades, fue como si hubiese estado a la espera de encontrar su conclusión en la disposición de las manillas, un ángulo recto que significaría sí, un ángulo agudo que antepondría un prudente tal vez, un ángulo obtuso diciendo rotundamente no, un ángulo llano es mejor que no pienses más en eso. Cuando, a continuación, volvió a mirar la esfera, las manillas sólo marcaban horas, minutos y segundos, se habían convertido nuevamente en auténticas, funcionales y obedientes manillas de reloj, Voy a tiempo, dijo, y era cierto, iba a tiempo, a fin de cuentas es como vamos siempre, a tiempo, con el tiempo, en el tiempo, y nunca fuera del tiempo, por mucho que de eso nos acusen. Estaba ahora en la ciudad, circulaba por la avenida que lo conducía al destino, delante, más rápido que la furgoneta, corría el pensamiento, jefe del departamento de compras, jefe del departamento, jefe de compras, Isaura Estudiosa, la pobre, se había quedado atrás. Al fondo, en la alta pared oscura que cortaba el camino, se veía una enorme valla blanca, rectangular, donde en letras de un azul brillante e intenso se leían de un lado a otro estas palabras, VIVA SEGURO, VIVA EN EL CENTRO. Debajo, colocada en el extremo derecho se distinguía también una línea breve, sólo dos palabras, en negro, que los ojos miopes de Cipriano Algor a esa distancia no conseguían descifrar, aunque no merecen menos consideración que las del mensaje grande, podríamos, si quisiéramos, designarlas complementarias, pero nunca meramente dependientes, PIDA INFORMACIÓN, era lo que aconsejaban. La valla aparece de vez en cuando, repitiendo las mismas palabras, sólo variables en el color, algunas veces exhibiendo imágenes de familias felices, el marido de treinta y cinco, la esposa de treinta y tres, un hijo de once años, una hija de nueve, y también, aunque no siempre, un abuelo y una abuela de albos cabellos, pocas arrugas y edad indefinida, todos obligando a sonreír a las respectivas dentaduras, perfectas, blancas, resplandecientes. A Cipriano Algor le pareció un mal augurio la invitación, ya estaba oyendo al yerno anunciando, por centésima vez, que vivirían en el Centro en cuanto llegase su ascenso a guarda residente, Todavía acabamos los tres en un cartel de ésos, pensó, como pareja joven tendrían a Marta y al marido, el abuelo sería yo si fuesen capaces de convencerme, abuela no hay, murió hace tres años, por ahora faltan los nietos, pero en su lugar podríamos poner a Encontrado en la fotografía, un perro siempre queda bien en los anuncios de familias felices, por muy extraño que parezca, tratándose de un irracional, confiere un toque sutil, aunque fácilmente reconocible, de superior humanidad. Cipriano Algor giró la furgoneta hacia la calle de la derecha, paralela al Centro, mientras iba pensando que no, que no podría ser, que en el Centro no aceptan perros ni gatos, quizá pájaros enjaulados, periquitos, canarios, jilgueros, picos de coral, y sin duda peces de acuario, sobre todo si son tropicales, de esos que tienen muchas aletas, gatos no, y perros todavía menos, era lo que nos faltaba, abandonar otra vez a Encontrado, con una vez es suficiente, en este momento se entrometió en el pensamiento de Cipriano Algor la imagen de Isaura Estudiosa junto al muro del cementerio, después con el cántaro apretado contra el pecho, después diciendo adiós desde la puerta, pero así como apareció tuvo que desaparecer, ya ve enfrente la entrada del piso subterráneo donde se dejan las mercancías y donde el jefe del departamento de compras comprueba los albaranes y las facturas y decide acerca de lo que entra y no entra.

Aparte del camión que estaba siendo descargado, sólo había otros dos a la espera de turno. El alfarero calculó que, en buena lógica, considerando que no venía para entregar mercancías, estaba exento de ocupar un lugar en la fila de camiones. El asunto que traía era de la competencia exclusiva del jefe del departamento, no para ser negociado con empleados subalternos y en principio reticentes, luego sólo tendría que presentarse en el mostrador y anunciar a lo que venía. Estacionó la furgoneta, tomó los papeles y, con un paso que parecía firme pero en el que un observador atento reconocería los efectos de los temblores de las piernas en el equilibrio del cuerpo, cruzó el pavimento salpicado de antiguas y recientes manchas de aceite hasta el mostrador de atención, saludó a quien atendía con educadas buenas tardes y solicitó hablar con el jefe del departamento. El empleado llevó el requerimiento verbal, volvió en seguida, Ya viene, dijo. Tuvieron que pasar diez minutos antes de que apareciese finalmente, no el jefe requerido, sino uno de los subjefes. A Cipriano Algor no le satisfizo tener que contar su historia a alguien que, por lo general, no tiene otra utilidad en el organigrama y en la práctica que servir de parapeto a quien jerárquicamente esté por encima. Le salvó que a la mitad de la explicación el propio subjefe comprendiera que encargarse él del asunto hasta el final sólo le daría trabajo, y que, de una manera u otra, la decisión siempre iba a ser tomada por quien para eso está y, por eso mismo, gana lo que gana. El subjefe, como fácilmente se concluye de este comportamiento, es un descontento social. Cortó bruscamente la palabra al alfarero, tomó la propuesta y los diseños y se apartó. Tardó algunos minutos en salir por la puerta por donde había entrado, hizo desde allí una señal a Cipriano Algor para que se aproximase, no será necesario recordar una vez más que, en estas situaciones, las piernas tienden irresistiblemente a acentuar los temblores que ya llevaban, y, después de haberle dado paso, regresó a sus propias ocupaciones. El jefe sostenía la propuesta en la mano derecha, los diseños estaban alineados sobre la mesa, ante él, como cartas de un solitario. Hizo un gesto a Cipriano Algor para que se sentara, providencia que permitió al alfarero dejar de pensar en las piernas y lanzarse a la exposición de su asunto, Buenas tardes, señor, disculpe si vengo a incomodarlo en su trabajo, pero esto es una idea que hemos tenido mi hija y yo, para ser sincero, más ella que yo. El jefe lo interrumpió, Antes de que continúe, señor Algor, es mi deber informarle de que el Centro ha decidido dejar de comprar los productos de su empresa, me refiero a los que nos venía forneciendo hasta la suspensión de compras, ahora es definitivo e irrevocable. Cipriano Algor bajó la cabeza, tenía que ser muy cuidadoso con las palabras, sucediese lo que sucediese, no podía decir o hacer nada que arriesgase la posibilidad de cerrar el negocio de las figuras, por eso se limitó a murmurar, Ya esperaba una cosa así, señor, pero, permítame un desahogo, es duro, después de tantos años de proveedor, tener que oír de su boca semejantes palabras, La vida es así, se hace mucho de cosas que acaban, También se hace de cosas que comienzan, Nunca son las mismas. El jefe del departamento hizo una pausa, movió vagamente los dibujos como si estuviese distraído, después dijo, Su yerno vino a hablar conmigo, Se lo pedí yo, señor, se lo pedí yo, para salir de la indecisión en que me encontraba, sin saber si podría o no seguir fabricando, Ahora ya lo sabe, Sí señor, ya lo sé, Debería tener claro también que siempre ha sido norma del Centro, incluso lo tiene a gala, no aceptar presiones o interferencias de terceros en su actividad comercial, y menos aún procedentes de empleados de la casa, No era una presión, señor, Pero fue una interferencia, Lo siento. Otra pausa, Qué más me faltará todavía por oír, pensó el alfarero angustiado. No tardaría mucho en saberlo, el jefe abría ahora un libro de registro, lo hojeaba, consultaba una página, otra, después sumó cantidades en una pequeña calculadora, finalmente dijo, Tenemos en el almacén, ya sin posibilidad de liquidación, incluso a precio de saldo, incluso por debajo de lo que nos costó, una cantidad grande de artículos de su alfarería, artículos de todo tipo que están ocupando un espacio que me hace falta, por este motivo me veo obligado a decirle que proceda a su retirada en el plazo máximo de dos semanas, tenía la intención de mandar que le telefoneasen mañana para informarle, Tendré que hacer no imagino cuántos viajes, la furgoneta es pequeña, Con una carga por día resolverá la cuestión, Y a quién voy a vender ahora mis lozas, preguntó el alfarero hundido, El problema es suyo, no mío, Estoy autorizado, al menos, a negociar con los comerciantes de la ciudad, Nuestro contrato está cancelado, puede negociar con quien quiera, Si valiera la pena, Sí, si valiera la pena, la crisis fuera es grave, aparte de eso, el jefe del departamento se calló, tomó los diseños y los reunió, después los fue pasando despacio, uno por uno, los miraba con una atención que parecía sincera, como si los estuviese viendo por primera vez. Cipriano Algor no podía preguntar, Aparte de eso, qué, tenía que esperar, disimular la inquietud, a fin de cuentas, o desde el principio de éstas, era siempre el jefe del departamento quien decidía las reglas de la partida, y ahora lo que se está jugando aquí es un juego desigual, en el que los triunfos han caído todos en el mismo lado y en el que, si necesario fuera, los valores de los naipes variarán de acuerdo con la voluntad de quien tiene la mano, caso ese en que el rey podrá valer más que el as y menos que la dama, o el paje tanto como el caballero, y éste más que toda la casa real, aunque se deba reconocer, para lo que le pueda servir, que, siendo seis las figuras presentadas, el alfarero tiene, si bien que por los pelos, la ventaja numérica a su favor. El jefe del departamento volvió a juntar los diseños, los puso a un lado con gesto ausente, y después de mirar una vez más el libro de registro terminó la frase, Aparte de eso, quiero decir, aparte de la catastrófica situación en que se encuentra el comercio tradicional, nada propicia para artículos que el tiempo y los cambios de gusto han desacreditado, la alfarería tendrá prohibido hacer negocio fuera en el caso de que el Centro le encomiende los productos que en este momento le están siendo propuestos, Creo entender, señor, que no podremos vender las figuras a los comerciantes de la ciudad, Me ha entendido bien, pero no me ha entendido todo, No alcanzo adonde quiere llegar, No sólo no les podrá vender las figuras, tampoco tendrá autorización para venderles cualquiera de los restantes productos de la alfarería, incluso cuando, admitiendo una posibilidad absurda, le hagan encargos, Comprendo, a partir del momento en que vuelvan a aceptarme como proveedor del Centro, no podré serlo de nadie más, Exactamente, pero el asunto no es motivo de sorpresa, la regla siempre ha sido ésa, En todo caso, señor, en una situación como la de ahora, cuando determinados productos han dejado de interesar al Centro, sería de justicia conceder al proveedor la libertad de buscar otros compradores, Estamos en el terreno de los hechos comerciales, señor Algor, teorías que no estén al servicio de los hechos y los consoliden no cuentan para el Centro, y sepa desde ahora que nosotros también somos competentes para elaborar teorías, y algunas las hemos lanzado por ahí, en el mercado, quiero decir, pero sólo las que sirven para homologar y, si fuera necesario, absolver los hechos cuando alguna vez éstos se hayan portado mal. Cipriano Algor se dijo a sí mismo que no debía responder al desafío. Caer en la tentación de un dices-tú-diré-yo con el jefe del departamento, yo afirmo, tú niegas, yo protesto, tú contestas, acabaría dando un pésimo resultado, nunca se sabe cuándo una palabra mal interpretada tendrá como desastrosa consecuencia echar a perder la más sutil y la más trabajada de las dialécticas de persuasión, ya lo decía la antigua sabiduría, con tu amo no te juegues las peras, que él se come las maduras y te deja las verdes. El jefe del departamento lo miró con una media sonrisa y añadió, Verdaderamente, no sé por qué le digo estas cosas, Hablando con franqueza, también a mí me extraña, señor, no paso de un simple alfarero, lo poco que tengo para venderle no es tan valioso que justifique gastar conmigo su paciencia y distinguirme con sus reflexiones, respondió Cipriano Algor, e inmediatamente se mordió la lengua, acababa de prometerse que no echaría leña al fuego de una conversación ya de por sí manifiestamente tensa, y ahí estaba lanzando otra vez una provocación, no sólo directa sino inoportuna. Pensando que de esta manera evitaría la respuesta agria que recelaba, se levantó y dijo, Le pido disculpas por el tiempo que le he robado, señor, le dejo los diseños para su apreciación, a no ser, A no ser, qué, A no ser que ya haya tomado una decisión, Qué decisión, No sé, señor, no estoy en su pensamiento, La decisión de no encargarle las figuras, por ejemplo, preguntó el jefe del departamento, Sí, señor, respondió el alfarero sin desviar los ojos, mientras mentalmente se iba acusando de estúpido e imprudente, Todavía no he tomado ninguna decisión, Puedo preguntarle si tardará mucho, es que, sabe, la situación en que nos encontramos, Seré rápido, cortó el jefe, tal vez reciba noticias mañana mismo, Mañana, Sí, mañana, no quiero que vaya diciendo por ahí que el Centro no le ha dado una última oportunidad, Creo concluir por lo que me dice que la decisión será positiva, Podrá ser positiva, es todo cuanto le puedo decir en este momento, Gracias, señor, Todavía no tiene razones para agradecerme nada, Gracias por la esperanza que me llevo de aquí, ya es algo, La esperanza nunca ha sido de fiar, Eso pienso, pero qué le vamos a hacer, a algo tendremos que acogernos en las horas malas, Buenas tardes, señor Algor, Buenas tardes, señor. El alfarero posó la mano en el tirador de la puerta, iba a salir pero el jefe del departamento todavía tenía algo que decirle, Concrete con el subjefe, ese que le mandó entrar, el plan de retirada de su cacharrería, acuérdese de que sólo dispone de dos semanas para sacar todo de allí, hasta el último plato, Sí señor. Esta expresión, plan de retirada, no queda bien en boca de un civil, suena más a operación militar que a una rutinaria devolución de mercancías, y, si la aplicamos al pie de la letra y a las posiciones relativas de la unidad Centro y de la unidad alfarería, tanto puede referirse a un providencial repliegue táctico para reunir fuerzas dispersas y después, en el momento propicio, es decir, aprobada la fabricación de las figuras, retomar el ataque, como, por el contrario, significar el fin de todo, la derrota en toda línea, la desbandada, el sálvese quien pueda. Cipriano Algor oía al subjefe diciéndole sin pausa y sin mirarle a la cara Todos los días a las cuatro de la tarde va a tener que ocuparse solo o trayendo ayuda, el personal de aquí no puede dedicarse incluso pagándole aparte, y se preguntaba si valdría la pena seguir aquí pasando esta vergüenza, siendo tratado como un lelo, un don nadie, y para colmo tener que reconocer que la razón está del lado de ellos, que para el Centro no tienen importancia unos toscos platos de barro vidriado o unos ridículos muñecos imitando enfermeras, esquimales y asirios con barba, ninguna importancia, nada, cero, Esto es lo que somos para ellos, cero. Se sentó finalmente en la furgoneta, miró el reloj, todavía tendría que esperar casi una hora para ir a recoger al yerno, le vino a la cabeza la idea de entrar al Centro, hace mucho tiempo que no usa las puertas del público, ya sea para mirar, ya sea para comprar, las compras siempre las hace Marcial debido a los descuentos a que tiene derecho como empleado, y entrar sólo para mirar no está, con perdón de la redundancia, bien visto, alguien que ande paseando ahí dentro con las manos colgando puede estar seguro de que no tardará en ser objeto de atención especial por parte de los guardas, podría darse incluso la cómica situación de que fuera su propio yerno quien lo interpelara, Padre, qué está haciendo aquí, si no compra nada, y él respondería, Voy al sector de las vajillas para ver si todavía tienen expuesta alguna pieza de la alfarería Algor, saber cuánto cuesta aquella jarra decorada con pedacitos de cuarzo incrustados, decir Sí señor, es un bonito jarrón, ya son pocas las artesanías capaces de ejecutar un trabajo de éstos, con tanta perfección en el acabado, tal vez el encargado del sector, estimulado por el informe del avalado especialista, recomendaría al departamento de compras la adquisición urgente de una centena de jarrones, de esos con trocitos de cuarzo, y en ese caso no tendríamos que arriesgarnos en aventuras de payasos, bufones y mandarines que no sabemos cómo acabarán. Cipriano Algor no necesitó decirse a sí mismo No voy, desde hace semanas anda diciéndoselo a la hija y al yerno, una vez debería bastar. Estaba inmerso en estas inútiles cogitaciones, con la cabeza apoyada en el volante, cuando se aproximó el guarda que velaba en la salida del subterráneo y dijo, Si ya ha resuelto el asunto que traía entre manos, haga el favor de marcharse, esto no es un aparcamiento. El alfarero dijo, Ya lo sé, encendió el motor y salió sin más palabras. El guarda anotó el número de la furgoneta en un papel, no necesitaba hacerlo, la conocía casi desde el primer día que comenzó a ser guarda en este subterráneo, pero si tan ostentosamente ha tomado nota es porque no le ha gustado aquel seco Ya lo sé, las personas, sobre todo si son guardas, deben ser tratadas con respeto y consideración, no se les responde Ya lo sé sin más ni menos, el viejo debería haber dicho Sí señor, que son palabras simpáticas y obedientes, sirven para todo, verdaderamente el guarda, más que irritado, está desconcertado, por eso pensó que tampoco él debería haber dicho Esto no es un aparcamiento, sobre todo en el tono desdeñoso con que le salió, como si fuese el rey del mundo, cuando ni siquiera lo era del sucio subterráneo en que pasaba los días. Tachó el número y volvió a su puesto.

Cipriano Algor buscó una calle tranquila para hacer tiempo mientras llegaba la hora de recoger al yerno en la puerta del Servicio de Seguridad. Estacionó la furgoneta en una esquina desde donde se divisaba, a la distancia de tres extensas manzanas, una franja de una de las fachadas descomunales del Centro, precisamente la que corresponde a la zona residencial. Exceptuando las puertas que comunican con el exterior, en ninguna de las restantes fachadas hay aberturas, son impenetrables paños de muralla donde los paneles suspendidos que prometen seguridad no pueden ser responsabilizados de tapar la luz y robar el aire a quien vive dentro. Al contrario de esas fachadas lisas, la cara de este lado está cribada de ventanas, centenares y centenares de ventanas, millares de ventanas, siempre cerradas debido al acondicionamiento de la atmósfera interna. Es sabido que cuando ignoramos la altura exacta de un edificio, pero queremos dar una idea aproximada de su tamaño, decimos que tiene un determinado número de pisos, que pueden ser dos, o cinco, o quince, o veinte, o treinta, o los que sean, menos o más que estos números, del uno al infinito. El edificio del Centro no es ni tan pequeño ni tan grande, se satisface con exhibir cuarenta y ocho pisos sobre el nivel de la calle y esconder diez pisos por debajo. Y ya puestos, dado que Cipriano Algor ha estacionado la furgoneta en este lugar y comenzamos a ponderar alguno de los números que especifican el volumen del Centro, digamos que el ancho de las fachadas menores es de cerca de ciento cincuenta metros, y el de las mayores un poco más de trescientos cincuenta, no teniendo en cuenta, claro está, la ampliación mencionada con pormenor al comienzo de este relato. Adelantando ahora un poco más los cálculos y tomando como media una altura de tres metros por cada uno de los pisos, incluyendo la espesura del pavimento que los separa, encontraremos, considerando también los diez pisos subterráneos, una altura total de ciento setenta y cuatro metros. Si multiplicamos este número por los ciento cincuenta metros de ancho y por los trescientos cincuenta metros de largo, observaremos como resultado, salvo error, omisión o confusión, un volumen de nueve millones ciento treinta y cinco mil metros cúbicos, palmo más palmo menos, punto más coma menos. El Centro, no hay una sola persona que no lo reconozca con asombro, es realmente grande. Y es ahí, dijo Cipriano Algor entre dientes, donde mi querido yerno quiere que yo vaya a vivir, detrás de una de esas ventanas que no se pueden abrir, dicen ellos que es para no alterar la estabilidad térmica del aire acondicionado, pero la verdad es otra, las personas pueden suicidarse, si quieren, pero no tirándose desde cien metros de altura a la calle, es una desesperación demasiado manifiesta y estimula la curiosidad morbosa de los transeúntes, que en seguida quieren saber por qué. Cipriano Algor ha dicho, no una vez sino muchas, que nunca se avendrá a vivir en el Centro, que nunca renunciará a la alfarería que fue del padre y del abuelo, y hasta la propia Marta, su hija única, que, pobrecilla, no tendrá otro remedio que acompañar al marido cuando sea ascendido a guarda residente, supo comprender, hace dos o tres días, con agradecida franqueza, que la decisión final sólo la podrá tomar el padre, sin ser forzado por insistencias y presiones de terceros, aunque estuviesen justificadas por el amor filial o por aquella llorosa piedad que los viejos, incluso cuando la rechacen, suscitan en el alma de las personas bien formadas. No voy, no voy, y no voy, aunque me maten, masculló el alfarero, consciente, sin embargo, de que estas palabras, precisamente por parecer tan rotundas, tan terminantes, podían estar fingiendo una convicción que en el fondo no sentían, disimulando una laxitud interior, como una grieta todavía invisible en la pared más fina de un cántaro. Es obvio que es ésta la mejor razón, ya que de cántaro se vuelve a hablar, para que Isaura Estudiosa regrese al pensamiento de Cipriano Algor, y fue lo que sucedió, pero el camino tomado por ese pensamiento, o raciocinio, si raciocinio hubo, si no sólo la luz de un instantáneo relámpago, lo empujó hacia una conclusión asaz embarazosa, formulada en un soñador murmullo, Así ya no tendría que venir al Centro. El gesto contrariado de Cipriano Algor, inmediatamente después de haber pronunciado estas palabras, no permite que demos la espalda a la evidencia de que el alfarero, no obstante el gusto de pensar en Isaura Estudiosa que se le viene observando, no puede evitar un movimiento de humor que lo parece negar. Perder el tiempo en explicar por qué le gusta sería poco menos que inútil, hay cosas en la vida que se definen por sí mismas, un cierto hombre, una cierta mujer, una cierta palabra, un cierto momento, bastaría que así lo hubiésemos enunciado para que todo el mundo percibiese de qué se trataba, pero otras cosas hay, y hasta podrán ser el mismo hombre y la misma mujer, la misma palabra y el mismo momento, que, miradas desde un ángulo diferente, con una luz diferente, pasan a determinar dudas y perplejidades, señales inquietas, una insólita palpitación, por eso a Cipriano Algor le falló de repente el gusto de pensar en Isaura Estudiosa, la culpa la tuvo aquella frase, Así ya no tendría que venir al Centro, como quien dice, Casándome con ella, tendría quien me cuidase, otra vez queda demostrado lo que ya demostración no precisa, o sea, aquello que más le cuesta a un hombre es reconocer sus debilidades y confesarlas. Sobre todo cuando éstas se manifiestan fuera de la época apropiada, como un fruto que la rama sostiene mal porque nació demasiado tarde para la estación. Cipriano Algor suspiró, después miró el reloj. Era hora de ir a recoger al yerno a la puerta del Servicio de Seguridad.


Al perro Encontrado no le gustó Marcial. Era tanto lo que había que contar, tantas las novedades, tantos los altos y bajos de esperanza y de ánimo vividos en estos días, que a Cipriano Algor no se le ocurrió, durante el camino entre el Centro y la alfarería, hablarle al yerno de la misteriosa aparición del animal y sus consiguientes singularidades de comportamiento. Se impone, sin embargo, por amor a la verdad, avivado por el escrúpulo del narrador, no dejar sin mención un único y veloz afloramiento del inopinado episodio a la memoria omisa del alfarero, que no consiguió desarrollarse porque Marcial, con más que justificado pesar, interrumpió el relato del suegro para preguntarle por qué endemoniada razón ni a él ni a Marta se les había ocurrido informarle de lo que estaba sucediendo en casa, la idea de los muñecos, los diseños, los experimentos de modelado, Incluso parece que no existo para ustedes, comentó con amargura. Pillado en falta, Cipriano Algor hilvanó una explicación en que participaba el nerviosismo y la concentración de toda creación artística, la ninguna amabilidad con que el mandado de turno del teléfono solía atender las llamadas de los parientes de los guardas que vivían fuera del Centro, y, finalmente, unas cuantas palabras decorativas, medio atropelladas, para acabar de llenar y rematar el discurso. Felizmente, la vista del camión quemado contribuyó a desviar las atenciones de una discrepancia capaz de convertirse en querella familiar, que adelantémoslo, de amenaza no pasará, aunque Marcial Gacho haga intención de retomar el asunto cuando se encuentre a solas con su mujer, en el dormitorio y con la puerta cerrada. Con desahogo visible, Cipriano Algor dejó a un lado las figuras de barro para exponerle las sospechas que el incendio había hecho nacer en su espíritu, posición esta que Marcial, todavía molesto por la desconsideración de que fuera víctima, contestó con cierta brusquedad en nombre de la deontología, de la conciencia ética y de la limpieza de procesos que, por definición, siempre han distinguido a las fuerzas armadas, en general, y a las autoridades administrativas y policiales, en particular. Cipriano Algor encogió los hombros, Dices eso porque eres guarda del Centro, si fueras tú un paisano como yo, verías las cosas de otra manera, El hecho de que sea guarda del Centro no hace de mí un policía o un militar, respondió Marcial, secamente, No lo hace, pero te quedas cerca, en la frontera, Ahora está obligado a decirme si le avergüenza que un guarda del Centro esté aquí a su lado, en su furgoneta, respirando el mismo aire. El alfarero no respondió en seguida, se arrepentía de haber cedido otra vez al estúpido y gratuito apetito de irritar al yerno, Por qué hago esto, se preguntó a sí mismo, como si no estuviese harto de conocer la respuesta, este hombre, este Marcial Gacho quería quitarle a la hija, verdaderamente se la quitó cuando se casó con ella, se la quitó sin remedio ni retorno, Aunque, cansado de decir no, acabe yéndome a vivir con ellos al Centro, pensó. Después, hablando lentamente, como si tuviese que arrastrar cada palabra, dijo, Perdona, no quería ofenderte ni ser desagradable contigo, a veces no puedo evitarlo, es como si fuera más fuerte que yo, y no vale la pena que me preguntes por qué, no te respondería, o te diría mentiras, pero hay razones, si las buscamos las encontramos siempre, razones para explicar cualquier cosa nunca faltan, incluso no siendo las ciertas, son los tiempos que mudan, son los viejos que cada hora que pasa envejecen un día, es el trabajo que deja de ser lo que había sido, y nosotros que sólo podemos ser lo que fuimos, de repente descubrimos que ya no somos necesarios en el mundo, si es que alguna vez lo fuimos, pero creer que lo éramos parecía bastante, parecía suficiente, y era en cierta manera eterno, durante el tiempo que la vida durase, que eso es la eternidad, nada más que eso. Marcial no habló, sólo puso la mano izquierda sobre la mano derecha del suegro, que sostenía el volante. Cipriano Algor tragó en seco, miró la mano que, suave, pero firme, parecía querer proteger la suya, la cicatriz torcida y oblicua que dilaceraba la piel de un lado a otro, marca última de una quemadura brutal que no se sabe por qué misteriosa circunstancia no llegó a alcanzar las venas subyacentes. Inexperto, inhábil, Marcial había querido echar una mano en la alimentación del horno, quedar bien ante la joven que era su novia desde hacía pocas semanas, quizá más ante el padre, demostrarle que era un hombre hecho, cuando en realidad apenas acababa de salir de la adolescencia y la única cosa de la vida y del mundo acerca de la cual creía saber todo lo que hay que saber era que quería a la hija del alfarero. A quien por estas certidumbres pasó algún día, no le costará imaginar qué entusiásticos sentimientos eran los suyos mientras arrastraba, rama tras rama, la lefia del cobertizo, y luego la empujaba horno adentro, qué supremo premio habrían sido para él en aquellos momentos la sorpresa encantada de Marta, la sonrisa benévola de la madre, la mirada seria y rotundamente aprobadora del padre. Y de súbito, sin que se llegase a entender por qué, teniendo en cuenta que en la memoria de los alfareros nunca había sucedido tal cosa, una llamarada delgada, rápida y sinuosa como la lengua de una cobra irrumpió bufando desde la boca del horno, y fue a morder cruelmente la mano del muchacho, próxima, inocente, desprevenida. Ahí nació la sorda antipatía que la familia Gacho pasó a profesar a los Algores, no sólo imperdonablemente descuidados e irresponsables, sino, según el inflexible juicio de los Gachos, también descaradamente abusivos por haberse aprovechado de los sentimientos de un muchacho ingenuo para hacerlo trabajar de balde. No es sólo en aldeas apartadas de la civilización donde los apéndices cerebrales humanos son capaces de generar ideas así. Marta curó muchas veces la mano de Marcial, muchas veces la consoló y refrescó con su soplo, y tanto perseveró la voluntad de ambos que pasados unos años pudieron casarse, aunque no se unieron las familias. Ahora el amor de éstos parece estar adormecido, qué le vamos a hacer, debe de ser efecto natural del tiempo y de las ansiedades del vivir, mas si la sabiduría antigua todavía sirve para alguna cosa, si todavía puede ser de alguna utilidad en las ignorancias modernas, recordemos con ella, discretamente, para que no se rían de nosotros, que mientras haya vida, habrá esperanza. Sí, es cierto, por más espesas y negras que estén las nubes sobre nuestras cabezas, el cielo allá arriba estará permanentemente azul, pero la lluvia, el granizo y los rayos les caen siempre a los de abajo, verdaderamente no sabe una persona qué ha de pensar cuando tiene que hacerse entender con ciencias de éstas. La mano de Marcial ya se ha retirado, entre los hombres la costumbre es así, las demostraciones de afecto, para ser viriles, tienen que ser rápidas, instantáneas, hay quien afirma que esto se debe al pudor masculino, tal vez lo sea, pero reconózcase que mucho más de hombre, en la acepción completa de la palabra, habría sido, y por supuesto no menos viril, que Cipriano Algor detuviera la furgoneta para abrazar allí mismo al yerno y agradecerle el gesto con las únicas palabras merecidas, Gracias por haber puesto tu mano sobre la mía, esto era lo que debería haber dicho, y no estar aprovechándose ahora de la seriedad del momento para quejarse del ultimátum que le ha sido impuesto por el jefe del departamento de compras, Imagínate, darme quince días para retirar la loza, Quince días, Es verdad, quince días, y sin tener quien me ayude, Siento no poderle echar una mano, Claro que no puedes, ni tienes tiempo ni sería conveniente para tu carrera que se te vea de mozo de carga, pero lo peor es que no sé cómo me voy a librar de unos cacharros que ya nadie quiere, Todavía podrá vender algunas piezas, Para eso basta con las que tenemos en la alfarería, Pues entonces parece realmente complicado, Ya veremos, tal vez las deje por ahí, en el camino, La policía no lo va a permitir, Si esta tartana, en lugar de furgoneta, fuese uno de esos camiones que levantan la caja, sería facilísimo, un botoncito eléctrico y hala, en menos de un minuto estaría todo en la cuneta, Escaparía una vez o dos de la policía de carretera, pero acabarían por pillarlo in fraganti, Otra solución sería encontrar en el campo una cueva, no necesitaría ser muy honda, y meter todo ahí dentro, imagínate la gracia que tendría si dentro de mil o dos mil años pudiéramos presenciar los debates de los arqueólogos y los antropólogos sobre el origen y las razones de la presencia de tal cantidad de platos, tazas y ollas de barro, y su problemática utilidad en un sitio deshabitado como éste, Deshabitado, ahora, de aquí a mil o dos mil años no es imposible que la ciudad haya llegado hasta donde nos encontramos en este momento, observó Marcial. Hizo una pausa, como si las palabras que acababa de pronunciar hubiesen exigido que volviera a pensar en ellas, y, con el tono perplejo de quien, sin comprender cómo lo había conseguido, ha llegado a una conclusión lógicamente impecable, añadió, O el Centro. Ahora bien, sabiéndose que en la vida de este suegro y este yerno, la desafortunada cuestión del Centro ha sido de todo menos pacífica, es de extrañar que las consecuencias de la inesperada alusión del guarda interno Marcial Gacho se hayan quedado en eso, que la peligrosa frase O el Centro no hubiese disparado inmediatamente una nueva discusión, repitiéndose todos los desencuentros ya conocidos y el mismo rosario de recriminaciones sordas o explícitas. La razón de que ambos hayan permanecido silenciosos, suponiendo que sea posible, para quien, como nosotros, observa desde el lado de fuera, desvelar lo que, con toda probabilidad, ni para ellos está claro, es el hecho de que esas palabras constituyeron, en la boca de Marcial, sobre todo en el contexto en que fueron pronunciadas, una novedad absoluta. Se podrá decir que no es así, que, por el contrario, al admitir la posibilidad de que el Centro haga desaparecer en un día futuro, por imparable absorción territorial, los campos que la furgoneta ahora va atravesando, el guarda interno Marcial Gacho estaría subrayando, por su cuenta, y aplaudiendo, en su fuero interno, la potencia expansiva, tanto en el espacio como en el tiempo, de la empresa que le paga sus modestos servicios. La interpretación sería válida y liquidaría definitivamente la cuestión si no se hubiese producido aquella casi imperceptible pausa, si aquel instante de aparente suspensión del pensar no correspondiese, permítase la osadía de la propuesta, a la aparición de alguien simplemente capaz de pensar de otra manera. Si fue así, es fácil de comprender que Marcial Gacho no haya podido avanzar por el camino que se le abría, dado que ese camino estaba destinado a una persona que no era él. En cuanto al alfarero, ése lleva vividos años más que suficientes para saber que la mejor manera de hacer que una rosa muera es abrirla a la fuerza cuando todavía no pasa de ser una pequeña promesa de flor. Guardó, por tanto, en la memoria las palabras del yerno e hizo como que no se había dado cuenta de su verdadero alcance. No volvieron a hablar hasta que entraron en la aldea. Como de costumbre cuando traía del Centro al yerno, Cipriano Algor se detuvo ante la puerta de sus mal avenidos compadres, justo el tiempo para que Marcial entrara, diera un beso a la madre, y al padre, si estaba en casa, se informara de cómo andaban de salud desde la última vez y saliera después de haber dicho, Mañana vengo más despacio. En general, eran más que suficientes cinco minutos para que la rutina del sentimiento filial se cumpliese, el resto de las expansiones y lo más sustancial de las conversaciones quedaban para el día siguiente, unas veces almorzando, otras no, pero casi siempre sin la compañía de Marta. Hoy, sin embargo, los cinco minutos no bastaron, ni los diez, y fueron casi veinte los que tuvieron que consumirse antes de que Marcial reapareciese. Entró en la furgoneta bruscamente y cerró la puerta con fuerza. Tenía la cara seria, casi sombría, una expresión endurecida de adulto para la que la juventud de sus facciones todavía no estaba preparada. Has tardado mucho hoy, está alguien enfermo, algún problema en la familia, preguntó el suegro, solícito, No, no es nada grave, perdone que le haya obligado a esperar tanto, Vienes enfadado, No es nada grave, ya se lo he dicho, no se preocupe. Están casi llegando, la furgoneta gira a la izquierda para comenzar a subir la ladera que conduce a la alfarería, al cambiar de velocidad Cipriano Algor recuerda que ha pasado por donde vive Isaura Estudiosa sin haber pensado en ella, y es en este momento cuando un perro baja la cuesta corriendo y ladrando, segunda sorpresa que Marcial tiene hoy, o tercera, si la visita a los padres resultó ser la segunda. De dónde sale este perro, preguntó, Apareció por aquí hace unos días y dejamos que se quedara, es un animal simpático, le pusimos de nombre Encontrado, aunque, si lo pensamos bien, los encontrados somos nosotros, y no él. Cuando la furgoneta llegó al final de la rampa y se detuvo, unas cuantas cosas sucedieron simultáneamente, o con intervalos mínimos de tiempo, Marta apareció en la puerta de la cocina, el alfarero y el guarda interno salieron del coche, Encontrado gruñó, Marta vino hacia Marcial, Marcial fue hacia Marta, el perro dio un gruñido profundo, el marido abrazó a la mujer, la mujer abrazó al marido, luego se besaron, el perro dejó de gruñir y atacó una bota de Marcial, Marcial sacudió la pierna, el perro no soltó la presa, Marta gritó, Encontrado, el padre gritó lo mismo, el perro dejó la bota e intentó morder el tobillo, Marcial le dio un puntapié con intención pero sin demasiada violencia, Marta dijo, No le pegues, Marcial protestó, Me ha mordido, Es porque no te conoce, A mí no me conocen ni los perros, estas palabras terribles salieron de la boca de Marcial como si llorasen, dolor y queja insoportables cada una de ellas, Marta rodeó con las manos los hombros del marido, No repitas eso, claro que no lo repitió, no era necesario, hay ciertas cosas que se dicen una vez y nunca más, Marta oirá estas palabras dentro de su cabeza hasta el último día de su vida, y en cuanto a Cipriano Algor, si pretendiésemos saber lo que está haciendo en este momento, la respuesta más fácil sería, Nada, si no fuese por la reveladora circunstancia de que desvió rápidamente los ojos cuando oyó lo que dijo Marcial, algo hizo por tanto. El perro se había alejado camino de la caseta, pero a mitad del trayecto se detuvo, se volvió y se puso a observar. De vez en cuando dejaba salir un gruñido de la garganta. Marta dijo, No sabe lo que son los abrazos, debe de haber pensado que me estabas haciendo daño, pero Cipriano Algor, para limpiar la atmósfera, salió con una idea más trivial, También puede ser que le tenga tirria a los uniformes, se conocen casos así. Marcial no respondió, se movía entre dos conciencias íntimas, la del arrepentimiento de haber dicho palabras que se quedarían para siempre jamás como pública confesión de un dolor escondido hasta ese momento en lo más hondo de sí mismo, y la de una instintiva intuición de que haberlas dejado salir de esta manera podría significar que estaba a punto de abandonar un camino para tomar otro, aunque fuese todavía muy pronto para saber en qué dirección le llevaría. Besó a Marta en la frente y dijo, Voy a cambiarme de ropa. La tarde caía rápidamente, sería de noche en poco más de media hora. Cipriano Algor dijo a la hija, Ya he hablado con el tipo de las compras, Por culpa del jaleo del perro se me ha olvidado preguntarle cómo fue la conversación, Dice que tal vez mañana tenga una respuesta, Tan pronto, Cuesta creerlo, realmente, y todavía cuesta más pensar que la decisión puede ser afirmativa, que es lo que me ha parecido entender, por lo menos, Ojalá no se equivoque, La única bella sin pero que conozco eres tú, Qué quiere decir, a propósito de qué vienen ahora las bellas y los peros, Es que después de una noticia buena, siempre viene una noticia mala, Cuál es la de ahora, Tendré que sacar en dos semanas la loza que conservan en el almacén, Iré con usted para ayudarle, Ni en sueños, si el Centro nos hace el encargo, todo el tiempo aquí va a ser poco, hay que modelar las figuras definitivas, hacer los moldes, trabajar en el moldeado, pintar, cargar y descargar el horno, me gustaría entregar el primer encargo antes de dejar vacías las baldas del almacén, no vaya a ser que el hombre cambie de ideas, Y qué vamos a hacer con esa loza, No te preocupes, ya me he puesto de acuerdo con Marcial, la dejo por ahí en medio del campo, en cualquier agujero, para que la aproveche cualquiera, Con tantas mudanzas, la mayor parte se romperá, Es lo más seguro. El perro vino y tocó con la nariz la mano de Marta, parecía estar pidiéndole que le explicase la nueva composición del conjunto familiar, como en algún tiempo se puso de moda decir. Marta le regañó, A ver cómo te portas de ahora en adelante, puedes estar seguro de que entre tú y el marido, escojo el marido. La última sombra del moral se recogía poco a poco para comenzar a hundirse en la sombra más profunda de la noche que se aproximaba. Cipriano Algor murmuró, Hay que tener cuidado con Marcial, lo que acaba de decir ha sido como una puñalada, y Marta respondió, también murmurando, Fue una puñalada, duele mucho. La lámpara de encima de la puerta se encendió. Marcial Gacho apareció en el umbral, había cambiado el uniforme por una ropa común, de estar en casa. El perro Encontrado lo miró con atención, con la cabeza alta avanzó unos pasos hacia él, después se estacó, expectante. Marcial se aproximó, Hacemos las paces, preguntó. La nariz fría rozó levemente la cicatriz de la mano izquierda, Hacemos las paces. Dijo el alfarero, Mira qué razón tenía, a nuestro Encontrado no le gustan los uniformes, En la vida todos son uniformes, el cuerpo sólo es civil verdaderamente cuando está desnudo, respondió Marcial, pero ya no se percibía amargura en su voz.

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