Jaidee siente cierto respeto por los chinos chaozhou. Sus fábricas son grandes y productivas. Llevan generaciones echando raíces en el reino, y profesan una lealtad inquebrantable a Su Majestad la Reina Niña. Son el polo opuesto de los patéticos refugiados chinos que han llegado en tromba desde Malaca, huyendo a su país con la esperanza de obtener auxilio tras alienar a los nativos en su propia tierra. Si los chinos malayos fueran la mitad de inteligentes que los chaozhou, se habrían convertido al islam generaciones atrás, imbricándose así en el tejido de la sociedad.
En vez de eso, los chinos de Malaca, Penang y la costa oeste se mantuvieron arrogantemente aparte, pensando que la creciente oleada de fundamentalismo no les afectaría. Y ahora vienen de rodillas al reino, esperando que sus primos chaozhou les socorran cuando no tuvieron dos dedos de frente para ayudarse antes a sí mismos.
Los chaozhou son tan inteligentes como estúpidos son los chinos malayos. Son prácticamente tailandeses. Hablan tailandés. Han adoptado nombres tailandeses. Puede que en algún rincón del pasado lejano tuvieran raíces chinas, pero ahora son thais. Y leales. Lo cual, si Jaidee se para a pensarlo, es más de lo que puede decirse de algunos de sus compatriotas; sin duda más de lo que puede decirse de Akkarat y sus esbirros en el Ministerio de Comercio.
Por eso Jaidee se solidariza con el empresario chaozhou de larga camisa blanca, holgados pantalones de algodón y sandalias que deambula de un lado para otro ante él en el piso de su fábrica, lamentando que esta haya sido cerrada por exceder la ración de carbón cuando ha pagado a todos los camisas blancas que alguna vez cruzaron su puerta, alegando que Jaidee no tiene ningún derecho, ¡ningún derecho!, a cerrar toda la fábrica.
La solidaridad de Jaidee ni siquiera se tambalea cuando el tipo le llama «huevo de tortuga», lo cual resulta sin duda irritante, sabiendo que en chino se trata de un insulto tremendo. Pese a todo, tolera los estallidos emocionales de este empresario. Está en la naturaleza de los chinos ser un poco apasionados. Son propensos a sucumbir a ataques de emoción en los que un tailandés no incurriría jamás.
A pesar de los pesares, Jaidee se solidariza con el hombre.
Esa solidaridad, sin embargo, no se extiende a quien le clava repetidamente un dedo en el pecho mientras no deja de maldecir, de modo que ahora Jaidee está sentado encima del pecho del empresario, con una porra negra cruzada sobre su tráquea, explicándole los rudimentos del respeto debido a un camisa blanca.
– Creo que me confundes con otro empleado del ministerio -observa Jaidee.
El hombre emite un sonido estrangulado e intenta liberarse, pero se lo impide la porra que le oprime la garganta. Jaidee lo observa con atención.
– Seguro que comprendes que el racionamiento de carbón existe porque la ciudad está sumergida. Excediste tu ración de carbón hace varios meses.
– Ghghhaha.
Jaidee sopesa la respuesta. Sacude la cabeza, abatido.
– No. Me parece que no podemos consentir que esto continúe. Así lo decretó el rey Rama XII, y también Su Majestad la Reina Niña es partidaria de no abandonar Krung Thep a la invasión de las olas. No vamos a huir de la Ciudad de los Seres Divinos como huyeron de los birmanos los cobardes de Ayutthaya. El océano no es un ejército movilizado. Cuando accedamos a las aguas, jamás volveremos a expulsarlas. -Contempla al chino empapado de sudor-. Por eso todos debemos representar el papel que nos ha tocado. Debemos combatir unidos, como los aldeanos de Bang Rajan, para mantener al invasor lejos de nuestras calles, ¿no te parece?
– Gghhghghhghhhh…
– Bien. -Jaidee sonríe-. Me alegra ver que estamos avanzando.
Alguien carraspea.
Jaidee levanta la cabeza, disimulando su irritación.
– ¿Sí?
Un joven soldado de flamante uniforme blanco aguarda respetuosamente en posición de firmes.
– Khun Jaidee. -Hace un wai, bajando la cabeza hasta las palmas unidas, y se queda en esa postura-. Siento mucho interrumpirle.
– ¿Sí?
– El chao khun general Pracha solicita su presencia.
– Estoy ocupado -responde Jaidee-. Aquí, nuestro amigo, por fin parece que está dispuesto a dialogar con el corazón frío y una conducta razonable. -Dedica una sonrisa benévola al empresario.
– Debo comunicarle… -insiste el muchacho-. Me han pedido que le diga que, que…
– Adelante.
– Que será mejor que… con permiso… que mueva el «puñetero culo»… lo siento… y regrese al ministerio. Inmediatamente, si no antes. -Hace una mueca ante el vocabulario empleado-. Si no dispone de ninguna bicicleta, puede llevarse la mía.
Jaidee tuerce el gesto.
– Ah. Ya. En fin. -Se levanta de encima del empresario. Hace una seña a Kanya-. ¿Teniente? Tal vez tú puedas razonar con nuestro amigo.
Kanya pone cara de perplejidad.
– ¿Ocurre algo?
– Al parecer Pracha por fin está listo para leerme la cartilla y ponerme verde.
– ¿Quieres que te acompañe? -Kanya mira de reojo al empresario-. Esta sabandija puede esperar a mañana.
Su preocupación logra que Jaidee sonría.
– No te preocupes por mí. Termina esto. Cuando vuelvas te avisaré si pretenden exiliarnos en el sur y dejarnos vigilando los internados de tarjetas amarillas hasta el fin de nuestras carreras.
Mientras se dirigen a la puerta, el empresario se arma de valor para exclamar:
– ¡Esto te costará la cabeza, heeya!
El sonido del impacto de la porra de Kanya y un gañido es lo último que oye Jaidee antes de salir de la fábrica.
En la calle, el sol cae a plomo. Está sudando a causa del esfuerzo físico de lidiar con el empresario, y el calor le produce un picor incómodo. Se queda a la sombra de un cocotero mientras el mensajero va a buscar la bicicleta.
El muchacho observa el rostro acalorado de Jaidee con preocupación.
– ¿Le apetece un descanso?
Jaidee se ríe.
– No te preocupes por mí; me hago viejo, nada más. Ese heeya era rebelde, y ya no soy el mismo luchador de antaño. En la estación fría no sudaría de esta forma.
– Ganó un montón de combates.
– Algunos. -Jaidee sonríe-. Y entrenaba con mucho más calor del que hace ahora.
– Su teniente podría encargarse de esas tareas -sugiere el muchacho-. No hace falta que usted se esfuerce tanto.
Jaidee se enjuga la frente y menea la cabeza.
– ¿Y qué pensarían entonces mis hombres? Que soy un holgazán.
El muchacho contiene el aliento.
– Nadie pensaría algo así de usted. ¡Nunca!
– Cuando seas capitán, lo entenderás mejor. -Jaidee sonríe con indulgencia-. Los hombres son leales a quien dirige desde el frente. No quiero que nadie pierda el tiempo accionando un ventilador de manivela para mí, o abanicándome con una hoja de palma para que me sienta tan cómodo como esos heeya del Ministerio de Comercio. Aunque yo sea el líder, todos somos hermanos. Cuando seas capitán, prométeme que harás lo mismo.
Al chico se le ilumina la mirada. Hace otro wai.
– Sí, khun. No lo olvidaré. ¡Gracias!
– Así me gusta. -Jaidee pasa una pierna por encima de la bicicleta del muchacho-. Cuando la teniente Kanya haya terminado aquí, te llevará en nuestro tándem.
Se adentra en el tráfico. Durante la estación cálida, sin lluvia, pocas personas aparte de los locos o los fanáticos se exponen directamente al calor, pero los arcos y las calles entoldadas contienen mercados repletos de hortalizas, utensilios de cocina y prendas de vestir.
En Thanon Na Phralan, Jaidee suelta el manillar para hacer un wai a la Sagrada Columna de la Ciudad al pasar ante ella, susurrando una plegaria por la seguridad del corazón espiritual de Bangkok. Aquí es donde el rey Rama XII anunció por primera vez que no abandonarían la ciudad a la crecida del mar. Ahora, el sonido de los monjes que rezan por la supervivencia de la ciudad se filtra a la calle, y una sensación de paz embarga a Jaidee. Se lleva las manos a la frente tres veces, uno más entre la miríada de ciclistas que hacen lo mismo.
Quince minutos más tarde aparece el Ministerio de Medio Ambiente, una serie de edificios con empinados tejados de tejas rojas que sobresalen entre los macizos de bambú, las tecas y los tamarindos. Vigilan el perímetro del ministerio unos altos muros blancos y representaciones de Garuda y Singha surcadas de viejas marcas de lluvia y ribeteadas de musgo y helechos.
Jaidee ha visto el complejo desde el aire, una foto entre un puñado de las realizadas por un dirigible que sobrevoló la ciudad cuando Chaiyanuchit aún dirigía el ministerio y la influencia de los camisas blancas era absoluta, cuando las plagas que asolaron la tierra barrían los cultivos a una velocidad tan asombrosa que nadie sabía si habría supervivientes.
Chaiyanuchit recordaba el nacimiento de las plagas. Pocas personas podían decir lo mismo. Cuando Jaidee era un joven recluta, había tenido la suerte de trabajar en el despacho del hombre, llevando comunicados.
Chaiyanuchit comprendía lo que estaba en juego, y lo que había que hacer. Cuando las fronteras debían cerrarse, cuando los ministerios debían aislarse, cuando Phuket y Chiang Mai debían saquearse, no vaciló. Cuando los brotes selváticos estallaron en el norte, quemó y quemó y quemó, y cuando despegó a bordo del dirigible de Su Majestad el Rey, Jaidee disfrutó del privilegio de viajar con él.
Llegados a aquellas alturas, su misión se reducía a recoger los cristales rotos. AgriGen, PurCal y los demás habían empezado a exportar semillas inmunes a las plagas y exigían unos precios exorbitantes, al tiempo que los piratas genéticos nacionales intentaban descifrar el código de los productos de las fábricas de calorías y se esforzaban por dar de comer al reino mientras Birmania, los vietnamitas y los jemeres sucumbían. AgriGen y los suyos amenazaban con el embargo alegando un incumplimiento de la ley de la propiedad intelectual, pero el reino de Tailandia seguía con vida. Contra todo pronóstico, seguían con vida. Mientras otros perecían aplastados bajo los talones de las fábricas de calorías, el reino conservaba su fortaleza.
«¡Embargo!», se reía Chaiyanuchit. «¡Eso es precisamente lo que necesitamos! No queremos tener nada que ver con el mundo exterior.»
De modo que se habían erigido las murallas (aquellas que la crisis del petróleo no hubiera levantado todavía, aquellas que no se hubieran creado ya frente a la guerra civil y los refugiados hambrientos), un último juego de barreras para proteger al reino de los asaltos del mundo exterior.
Como joven recluta, a Jaidee le había impresionado el hervidero de actividad que era el Ministerio de Medio Ambiente. Los camisas blancas corrían de la oficina a la calle mientras intentaban seguir la pista de miles de amenazas. En ningún otro ministerio se respiraba el mismo aire de urgencia. Las plagas no esperaban a nadie. Un solo gorgojo pirateado que se descubriera en cualquier distrito de la periferia significaba un tiempo de respuesta medido en horas, y los camisas blancas se apresurarían a cruzar el campo a bordo de un tren de muelles percutores hasta el epicentro.
Las competencias del ministerio no dejaban de expandirse a pasos agigantados. Las plagas solo eran la última afrenta a la supervivencia del reino. Primero había sido el crecimiento del nivel del mar, la necesidad de construir diques y presas. Después, la supervisión de los contratos de suministro energético y la aprobación de los créditos de contaminación e infracciones climáticas. Los camisas blancas tomaron el testigo de la legislación que regulaba la extracción y la producción de metano. Después vino el control sanitario del pescado y de las acumulaciones de toxinas en el último bastión calórico del reino (menos mal que los fabricantes de calorías farang hacían gala de una mentalidad propia de los habitantes del interior y sus incursiones en el sector pesquero eran meramente simbólicas). Y también el seguimiento de las amenazas para la salud humana, los virus y las bacterias: el H7V9; la cibiscosis 111.b, c y d; la pelusa de fa’gan; las almejas de río agrias; y las mutaciones virales, que con tanta facilidad saltaban del agua salada a la costa; la roya… La lista de responsabilidades del ministerio no tenía fin.
Jaidee pasa por delante de una vendedora de plátanos. No puede resistir la tentación de apearse de la bicicleta de un salto para comprar uno. Se trata de una variedad nueva, procedente de la unidad de innovación rápida del ministerio. De crecimiento rápido y resistente a las termitas makmak, cuyos diminutos huevos negros acaban con las flores de bananero sin darles la menor oportunidad de desarrollarse. Pela el plátano y lo devora con glotonería mientras empuja la bicicleta, deseando disponer de más tiempo para disfrutar de un tentempié en condiciones. Tira la piel junto al enorme tronco de un tamarindo.
Todo lo que está vivo produce algún desperdicio. La acción de vivir genera costes, peligros y problemas de eliminación, por eso el ministerio se encuentra en el centro de toda la vida, mitigando, guiando y regulando los detritos del ciudadano medio además de investigando las infracciones de los codiciosos y los miopes, de quienes aspiran a conseguir beneficios rápidos y juegan con las vidas ajenas para conseguirlo.
El símbolo del Ministerio de Medio Ambiente es un ojo de galápago, por su agudeza: representa la comprensión de que no hay nada rápido ni barato sin un precio escondido. Si hay quienes lo llaman el Ministerio de la Tortuga, si los chinos chaozhou maldicen a los camisas blancas tildándoles de «huevos de tortuga» porque no les permiten fabricar tantas motocicletas de muelles percutores como les gustaría, que así sea. Si los farang se burlan del galápago por su lentitud, que así sea. El Ministerio de Medio Ambiente ha posibilitado que el reino subsista, y Jaidee no puede por menos de admirarse ante los logros que jalonan su historia.
Aun así, cuando Jaidee desmonta de la bicicleta frente a las puertas del ministerio, un hombre le lanza una mirada furibunda y una mujer gira la cabeza. Incluso en las afueras de su propio complejo (o quizá precisamente ahí), las personas a las que protege le dan la espalda.
Jaidee arruga la frente y pasa por delante de los guardias empujando la bicicleta.
El complejo sigue siendo un hervidero de actividad, y sin embargo ha cambiado mucho desde su ingreso. Hay humedad en las paredes y la presión de las enredaderas recubre de grietas algunas zonas del edificio. Un viejo árbol bo se apoya en una pared, enfermo, resaltando sus fracasos. Hace diez años que está así, pudriéndose. Indistinguible entre todas las demás cosas que también han muerto. Un aura de abandono envuelve el lugar, de jungla que intenta recuperar lo que en su día le fue arrebatado. Si no se eliminaran las enredaderas de los caminos, el ministerio desaparecería por completo. En otra época, cuando el ministerio era el héroe del pueblo, las cosas eran distintas. La gente se arrodillaba ante los agentes del ministerio, realizaba tres khrab en el suelo como si fueran monjes; sus uniformes blancos infundían respeto y adoración. Ahora, Jaidee ve a los civiles encogerse a su paso. Se encogen y huyen corriendo.
Es un matón, piensa con acritud. Un simple matón paseándose entre búfalos de agua, y aunque intenta tratarlos con delicadeza, una y otra vez se descubre esgrimiendo la vara del miedo. A todo el ministerio le ocurre lo mismo; al menos, a aquellos que todavía comprenden los peligros a los que se enfrentan, que todavía creen en la brillante línea blanca de protección que deben mantener.
«Soy un matón.»
Suspira y aparca la bicicleta enfrente de las oficinas administrativas, desesperadamente necesitadas de una mano de cal imposible de financiar con el presupuesto actual. Jaidee contempla el edificio y se pregunta si el ministerio está en crisis por culpa de querer abarcar demasiado, o debido a su fenomenal éxito. La gente ya no tiene miedo del mundo exterior. El presupuesto de Medio Ambiente se encoge de un año para otro, mientras que el de Comercio va en aumento.
Jaidee encuentra un asiento frente al despacho del general. Los camisas blancas que pasan por su lado se esfuerzan por fingir que no le ven. El hecho de estar esperando delante de la oficina de Pracha debería llenarlo de satisfacción. Que lo llamen ante alguien de alto rango no ocurre todos los días. Ha hecho algo bien, para variar. Un joven se acerca a él, vacilante. Hace un wai.
– ¿Khun Jaidee? -Ante el asentimiento de Jaidee, el joven sonríe. Lleva el pelo muy corto y sus cejas son dos sombras apenas perceptibles; acaba de salir del monasterio-. Khun, esperaba que fuera usted.
Vacila antes de ofrecerle una tarjeta. Está pintada al antiguo estilo sukhothai y muestra a un luchador con el rostro cubierto de sangre, derribando a su contrincante en el ring. Pese a lo estilizado de sus rasgos, Jaidee no puede evitar sonreír al verlo.
– ¿De dónde has sacado esto?
– Asistí al combate, khun. En la aldea. Solo era así de alto -levanta una mano hasta la cintura-, solo así, más o menos. Puede que más bajo. -Se ríe tímidamente-. Usted hizo que quisiera convertirme en luchador. Cuando Dithakar le derribó y su sangre estaba por todas partes, pensé que estaba acabado. Creía que no era lo bastante grande para él. Tenía los músculos… -Deja la frase en el aire.
– Lo recuerdo. Fue una buena pelea.
El joven sonríe.
– Sí, khun. Fabulosa. Pensé que yo también quería ser luchador.
– Y ahora mírate.
El chico se pasa la mano por el pelo rapado.
– Ah. En fin. Luchar es más difícil de lo que me imaginaba… pero… -Hace una pausa-. ¿Le importaría firmarla? La tarjeta. Por favor. Me gustaría dársela a mi padre. Todavía se emociona hablando de sus peleas.
Jaidee sonríe y firma.
– Dithakar no es el luchador más astuto al que me he enfrentado, pero tenía fuerza. Ojalá todos mis combates hubieran sido tan limpios.
– Capitán Jaidee -interrumpe una voz-. Si ha terminado ya con sus fans…
El joven hace un wai y sale corriendo. Jaidee se queda observándolo, pensando que tal vez no todas las nuevas generaciones estén echadas a perder. Quizá… Jaidee se vuelve para encararse con el general.
– No es más que un muchacho.
Pracha fulmina a Jaidee con la mirada. Jaidee sonríe.
– Y no es culpa mía si era buen luchador. El ministerio me patrocinó durante todos aquellos años. Creo que ganaron un montón de dinero y reclutas gracias a mí, khun general, señor.
– Déjate de «generales» y pamplinas. Nos conocemos desde hace demasiado tiempo para eso. Pasa adentro.
– Sí, señor.
Pracha hace una mueca y apremia a Jaidee con un ademán.
– ¡Adentro!
Pracha cierra la puerta y va a sentarse tras la enorme mesa de caoba. Sobre sus cabezas, un ventilador de manivela agita el aire sin mucho entusiasmo. La habitación, espaciosa, cuenta con unas ventanas con postigos abiertas a la luz sin exponerse directamente al sol. Las rendijas de las ventanas dan a los descuidados jardines del ministerio. En una pared se aprecian varios cuadros y fotografías, entre ellas una con la promoción de cadetes ministeriales de Pracha junto a otra de Chaiyanuchit, fundador del ministerio actual. También hay un retrato de Su Majestad la Reina Niña, diminuta y tremendamente vulnerable sentada en el trono, y en un rincón, un pequeño altar en honor de Buda, Phra Pikanet y Seub Nakhasathien, rodeado de incienso y margaritas.
Jaidee hace un wai ante el altar y se acomoda en una butaca de mimbre enfrente de Pracha.
– ¿Dónde has conseguido esa foto de la clase?
– ¿Qué? -Pracha mira hacia atrás-. Ah. Qué jóvenes éramos entonces, ¿verdad? Apareció entre las pertenencias de mi madre. La tuvo guardada todos estos años, metida en un armario. ¿Quién se iba a imaginar que la buena señora era tan romántica?
– Es agradable verla.
– Se te fue la mano en los amarraderos.
Jaidee vuelve a concentrarse en Pracha. Los boletines que cubren la mesa aletean con la brisa del ventilador de manivela: Thai Rath. Kom Chad Luek. Phuchatkan Rai Wan. Muchos de ellos muestran fotos de Jaidee en la portada.
– Los periódicos no opinan lo mismo.
Pracha frunce el ceño. Tira los papeles a un bidón de compostaje.
– A los periódicos les encantan los héroes. Venden ejemplares. No creas a los que te llaman tigre por enfrentarte a los farang. Los farang son la clave de nuestro futuro.
Jaidee indica con la cabeza el retrato de su mentor, Chaiyanuchit, colgado debajo de la imagen de la reina.
– No sé yo si él estaría de acuerdo.
– Los tiempos cambian, viejo amigo. Algunas personas están pidiendo tu cabeza a gritos.
– ¿Y se la vas a dar?
Pracha suspira.
– Jaidee, te conozco desde hace demasiado tiempo para esto. Sé que eres un luchador. Como también sé que tienes el corazón caliente. -Levanta una mano para atajar el intento de protesta de Jaidee-. Sí, tu corazón también es bueno, como tu nombre, pero aun así, jai rawn. No tienes ni una pizca de jai yen. Te encantan los conflictos. -Frunce los labios-. Por eso sé que si te amarro en corto, te rebelarás. Y si te castigo, también.
– Pues deja que siga comportándome como hasta ahora. Al ministerio le benefician los balas perdidas como yo.
– Tus acciones han ofendido a muchas personas. Y no solo a farang estúpidos. Hoy en día, los farang no son los únicos que transportan mercancías en dirigible. Nuestros intereses se extienden en todas direcciones. Los intereses de Tailandia.
Jaidee fija la mirada en el escritorio del general.
– No sabía que el Ministerio de Medio Ambiente necesitara el beneplácito de terceros para efectuar sus registros.
– Estoy intentando razonar contigo. Tengo un montón de tigres entre manos: la roya, el gorgojo, la guerra del carbón, los espías del Ministerio de Comercio, los tarjetas amarillas, las cuotas de invernadero, los brotes de fa’gan… Y tú te empeñas en añadir otro.
Jaidee levanta la cabeza.
– ¿Quién es?
– ¿A qué te refieres?
– ¿Quién está tan enfadado que ha conseguido que te mees en los pantalones de esta manera? Pedirme que deje la lucha… Se trata de Comercio, ¿verdad? Alguien del Ministerio de Comercio te tiene cogido por las pelotas.
Pracha guarda silencio un instante.
– No sé quién es. Lo mejor será que tú tampoco lo sepas. No se puede combatir a un enemigo sin rostro. -Desliza una tarjeta por encima de la mesa-. Esto ha llegado hoy, por debajo de la puerta. -Sus ojos hacen presa en Jaidee y le impiden apartar la mirada-. Aquí mismo, en mi oficina. Dentro del complejo, ¿lo entiendes? Estamos infiltrados por completo.
Jaidee da la vuelta a la tarjeta.
Niwat y Surat son buenos chicos. Cuatro años y seis. Jovencitos. Luchadores. Niwat llegó a casa una vez con la nariz ensangrentada y los ojos iluminados, y le contó a Jaidee que había peleado con honor y que había sufrido una derrota contundente, pero pensaba entrenar y la próxima vez le daría su merecido a ese heeya.
Chaya se desespera con estas cosas. Acusa a Jaidee de llenarles la cabeza de quimeras. Surat sigue a Niwat y le anima, le dice que es imbatible. Le asegura que es un tigre. El mejor de todos. Que algún día será el rey de Krung Thep y les reportará honor a todos. Surat se considera entrenador y le sugiere a Niwat que pegue con más fuerza la próxima vez. A Niwat no le asustan los golpes. No le asusta nada. Tiene cuatro años.
Es en momentos así cuando a Jaidee se le parte el corazón. Solo una vez tuvo miedo cuando estaba en el ring de muay thai, pero en muchas ocasiones, trabajando, ha sentido pavor. El miedo forma parte de él. El miedo forma parte del ministerio. ¿Qué otra cosa sería capaz de cerrar fronteras, incendiar ciudades, sacrificar cincuenta mil gallinas y enterrarlas todas juntas bajo tierra limpia y una gruesa capa de sosa cáustica? Cuando se desató el virus de Thonburi, sus hombres y él recibieron unas mascarillas de papel de arroz que no constituían la menor protección y, armados con palas, llenaron fosas comunes de cadáveres aviarios mientras sus temores se arremolinaban a su alrededor como phii. ¿Era posible que el virus hubiese llegado tan lejos en tan poco tiempo? ¿Seguiría extendiéndose? ¿Continuaría acelerando? ¿Era ese el virus que habría de acabar con todos ellos? Sus hombres y él permanecieron treinta días en observación mientras esperaban a la muerte, con el miedo por toda compañía. Jaidee trabaja para un ministerio incapaz de derrotar a todas las amenazas a las que se enfrenta; tiene miedo a todas horas.
No es luchar lo que le asusta, ni la muerte, sino la espera y la incertidumbre, y a Jaidee le parte el corazón que Niwat no sepa nada de los terrores que están al acecho, ahora que estos les rodean por completo. Hay tantas cosas que solo se pueden combatir esperando… Jaidee es una persona de acción. En el ring, combatía. Se ponía los amuletos de Seub bendecidos personalmente por Ajahn Nopadon en el Templo Blanco, y salía a la lona. Armado tan solo con su porra negra, le bastó con zambullirse en la multitud para sofocar los disturbios nam de Katchanaburi.
Y pese a todo, las únicas batallas que cuentan se libran esperando: cuando sus padres sucumbieron a la cibiscosis y escupieron la carne de los pulmones entre los dientes; cuando su hermana y la de Chaya vieron cómo se les hinchaban y agrietaban las manos con las protuberancias bulbosas del fa’gan antes de que el ministerio les robara el mapa genético a los chinos y produjera un remedio parcial. Todos los días rezaban a Buda, practicaban el desapego y esperaban que sus dos hermanas encontraran un renacimiento mejor que este, que convertía sus dedos en garrotes y les roía las articulaciones. Rezaban. Y esperaban.
A Jaidee le parte el corazón que Niwat no sepa lo que es el miedo, y que Surat le dé ánimos. Le parte el corazón ser incapaz de intervenir, y se maldice por ello. ¿Por qué tendría que destruir las fantasías de invencibilidad de un chiquillo? ¿Por qué él? Detesta el papel que le ha tocado en suerte.
En vez de eso, deja que sus hijos se le echen encima y ruge: «¡Ah, sois los hijos de un tigre! ¡Qué ferocidad! ¡Qué bravura!». Y los niños se crecen, ríen y vuelven a abalanzarse sobre él, y Jaidee les deja ganar y les enseña trucos aprendidos después del ring, los trucos que debe conocer un luchador de las calles, donde no hay rituales que rijan los combates y donde incluso los campeones tienen cosas que aprender. Les enseña a luchar, porque eso es lo único que sabe hacer. Y de todas formas lo otro, la espera, es algo para lo que jamás podría prepararles.
Estos son sus pensamientos mientras gira la tarjeta de Pracha, con el corazón en un puño, encogido como un trozo de piedra vuelto del revés, como si el mismo centro de su ser estuviera precipitándose al vacío, llevándose todas sus entrañas con él, dejándole vacío.
Chaya.
Aovillada contra una pared, con los ojos vendados, las manos atadas a la espalda, los tobillos inmovilizados frente a ella. En la pared, alguien ha escrito «con el mayor de los respetos al Ministerio de Medio Ambiente» en caracteres marrones que deben de estar pintados con sangre. Chaya tiene un morado en la mejilla. Luce el mismo pha sin de color azul que llevaba puesto cuando le preparó gaeng kiew wan para desayunar y se despidió de él con una sonrisa esa misma mañana.
Jaidee contempla fijamente la foto, aturdido.
Sus hijos son luchadores, pero no conocen esta guerra. Ni siquiera él sabe cómo responder a este asalto. Un enemigo sin rostro que estira el brazo para tocarle la garganta, que le acaricia la barbilla con una garra demoníaca y susurra «puedo hacerte daño» sin ni siquiera dar la cara, sin presentarse en ningún momento como su rival.
Al principio, la voz de Jaidee se niega a funcionar.
– ¿Está viva? -consigue murmurar por fin, con voz ronca.
Pracha exhala un suspiro.
– No lo sabemos.
– ¿Quién ha hecho esto?
– No lo sé.
– ¡Seguro que sí!
– ¡Si lo supiéramos, ya estaría a salvo! -Pracha se restriega la cara, furioso, y fulmina a Jaidee con la mirada-. ¡Hemos recibido tantas quejas de ti, de tantos frentes distintos, que no tenemos ni idea! Podría tratarse de cualquiera.
Un nuevo terror atenaza a Jaidee.
– ¿Y mis hijos? -Se pone en pie de un salto-. Tengo que…
– ¡Siéntate! -Pracha se abalanza sobre el escritorio y lo sujeta-. Hemos enviado hombres a la escuela. Tus hombres. Leales a nadie más que ti. Los únicos en los que podíamos confiar. Están bien. Van a escoltarlos hasta el ministerio. Tienes que mantener la cabeza fría y reconsiderar tu postura. Te conviene mantener esto en secreto. No queremos que nadie tome ninguna decisión precipitada. Queremos que Chaya vuelva con nosotros sana y salva. Si el asunto trasciende, alguien podría sentirse desprestigiado y el cadáver de Chaya aparecerá en pedazos ensangrentados, dalo por hecho.
Jaidee contempla fijamente la fotografía que yace aún encima de la mesa. Se pone en pie y empieza a deambular de un lado para otro.
– Tiene que haber sido Comercio. -Rememora la noche en los amarraderos, recuerda al hombre que los observaba a él y a sus camisas blancas desde el otro lado de las pistas de aterrizaje. Indiferente. Despreciativo. Escupiendo un chorro de areca como si fuera sangre antes de perderse de vista entre las sombras-. Ha sido Comercio.
– Podrían haber sido los farang, o el Señor del Estiércol; nunca le hizo gracia que te negaras a amañar los combates. Quizá haya sido otro padrino, algún jao por que haya perdido dinero en una operación de contrabando.
– Ninguno de ellos se rebajaría hasta este punto. Ha sido Comercio. Había un hombre…
– ¡Silencio! -Pracha descarga un manotazo sobre la mesa-. ¡Cualquiera se rebajaría hasta este punto! Has hecho un montón de enemigos muy deprisa. Hasta un colega chaopraya del palacio ha venido a quejarse. Podría haber sido cualquiera.
– ¿Me culpas de esto?
Pracha suspira.
– Buscar culpables no sirve de nada. Lo hecho, hecho está. Tú te has buscado enemigos, y yo te lo he permitido. -Apoya la cabeza en las manos-. Necesitamos que te disculpes en público. Algo para apaciguarlos.
– No.
– ¿Que no? -Pracha suelta una amarga carcajada-. Olvídate de tu ridículo orgullo. -Acaricia la fotografía de Chaya-. ¿Qué crees que harán a continuación? No veíamos heeya así desde la Expansión. Dinero a toda costa. Riqueza a cualquier precio. -Hace una mueca-. En estos momentos, todavía estamos a tiempo de recuperarla. Pero si continúas… -Sacude la cabeza-. La ejecutarán, que no te quepa la menor duda. Son unos animales.
»Te disculparás públicamente por lo que hiciste en los amarraderos y serás degradado. Te transferirán, probablemente al sur, para controlar a los tarjetas amarillas y supervisar los internados. -Suspira y vuelve a contemplar la foto-. Si actuamos con muchísimo cuidado, y nos sonríe la suerte, puede que recuperes a Chaya.
»No me mires así, Jaidee. Si todavía estuvieras en el ring de muay thai, apostaría hasta el último baht por ti. Pero este combate es distinto. -Pracha se inclina hacia delante, implorando casi-. Por favor. Hazme caso. Deja que estos vientos te doblen.