20

La muerte es una fase. Tránsito. El paso a una vida ulterior. Cuando Kanya reflexiona sobre esta idea el tiempo suficiente, se imagina que será capaz de asimilarlo, pero lo cierto es que Jaidee está muerto, que no volverán a verse jamás, y que por muchos méritos que hiciera Jaidee para su próxima reencarnación, por muchas ofrendas de incienso y plegarias que realice Kanya, Jaidee nunca será Jaidee otra vez, su esposa no va a regresar, y sus dos valientes hijos solo podrán ver pérdida y sufrimiento allí donde miren.

Sufrimiento. El dolor es la única verdad. Pero es mejor que los jóvenes tengan algún motivo para reír y sepan qué es el cariño, y si este deseo de acunar a un hijo es lo que liga a los padres a la rueda de la existencia, que así sea. Hay que mimar a los niños. Esto es lo que piensa Kanya mientras cruza la ciudad en bicicleta en dirección al ministerio y el nuevo hogar de los descendientes de Jaidee: hay que mimar a los niños.

Los camisas blancas patrullan las calles. Miles de sus colegas rodean las joyas de la corona de Comercio, controlando apenas la rabia que impera en todo el ministerio.

La caída del Tigre. El asesinato de su padre. El santo viviente, abatido.

Es tan doloroso como si hubieran perdido a Seub Nakhasathien de nuevo. El Ministerio de Medio Ambiente está de luto y la ciudad le acompaña en el sentimiento. Y si todo sale según el plan del general Pracha, Comercio y Akkarat pronto tendrán motivos para llorar a su vez. Comercio por fin ha ido demasiado lejos. Hasta Bhirombhakdi dice que alguien debe pagar por esta afrenta.

En las puertas del ministerio, Kanya enseña sus pases y entra en el complejo. Conduce la bicicleta por caminos de ladrillo, entre árboles de teca y bananeros, hasta la zona residencial. La familia de Jaidee siempre vivió en una casa humilde. Tan humilde como Jaidee. Pero ahora, los últimos restos de su familia se cobijan en algo infinitamente más pequeño. Un final amargo para una gran persona. Se merecía algo mejor que estos barracones de cemento infestados de moho.

El hogar de Kanya es mucho más espacioso de lo que jamás conoció Jaidee, y vive sola. Deja la bicicleta apoyada en una pared y se queda mirando el barracón fijamente. Uno de los muchos abandonados por el ministerio. Enfrente del edificio hay un trozo de tierra con malas hierbas y un columpio desvencijado. No muy lejos se encuentra una cancha de takraw cubierta de rastrojos, reservada para los empleados del ministerio. A esta hora del día no hay nadie jugando, y la red cuelga inerte al calor.

Kanya se demora frente al edificio en ruinas, viendo jugar a los niños. Los de Jaidee no se cuentan entre ellos. Surat y Niwat deben de estar dentro. Preparándose quizá para recibir la urna funeraria, pidiendo a los monjes que canten y ayuden así a garantizar el paso de su padre a su próxima encarnación. Kanya respira hondo. La tarea es ingrata, sin duda.

«¿Por qué yo? ¿Por qué yo? ¿Por qué me obligaron a trabajar con un bodhisattva? ¿Por qué me eligieron a mí?», se pregunta.

Siempre sospechó que Jaidee estaba al corriente de los extras que ella se llevaba para repartir con los hombres. Pero así era Jaidee, puro y limpio. Jaidee creía en su trabajo. No como Kanya. Kanya la cínica. Kanya la airada. No era como los que elegían esta profesión por la promesa de un buen sueldo y la posibilidad de que una chica guapa se fijara en alguien vestido de blanco, alguien que también tenía la autoridad para confiscar su puesto pad thai.

Jaidee luchaba como un tigre, y murió como un ladrón. Descuartizado, destripado, arrojado a los perros, los cheshires y los cuervos para que no quedara nada de él. Jaidee, con el pene en la boca y la cara cubierta de sangre, un paquete remitido a la dirección del ministerio. Una declaración de guerra, si el ministerio estuviera seguro de la identidad del enemigo. Los rumores apuntan a Comercio, pero solo Kanya lo sabe a ciencia cierta. Solo ella conoce el secreto de la última misión de Jaidee.

Kanya arde de vergüenza. Empieza a subir las escaleras. El corazón martillea en su pecho mientras asciende. ¿Por qué el honorable Jaidee no podía mantener la nariz lejos de Comercio? ¿Aceptar el aviso? Y ahora ella debe visitar a sus hijos. Debe explicar a los pequeños valientes que su padre fue un buen luchador, que su corazón era puro. «Y ahora tengo que llevarme su equipo. Muchas gracias. Después de todo, es propiedad del ministerio.»

Kanya llama a la puerta con los nudillos. Vuelve a bajar los escalones para que la familia tenga tiempo de arreglarse. Uno de los muchachos -le parece que se trata de Surat- abre la puerta y saluda con un hondo wai.

– ¡Es la hermana Kanya! -anuncia hacia el interior de la vivienda.

La suegra de Jaidee se apresura a acudir a la puerta. Kanya hace un wai y la anciana la imita, invitándola a entrar.

– Siento molestaros.

– No es molestia. -Tiene los ojos enrojecidos. Los dos muchachos la observan solemnemente. Todo el mundo está en pie, apelotonado, indeciso. Al cabo, la anciana añade-: Querrás recoger sus cosas.

El azoramiento de Kanya le impide responder en voz alta, pero consigue asentir con la cabeza. La suegra la conduce al interior de un dormitorio. Que nada esté en su sitio da fe del dolor de la anciana. Los niños están atentos a todos sus movimientos. La anciana apunta con el dedo a una mesita acoplada en un rincón, una caja con las pertenencias de Jaidee. Archivos que estaba leyendo.

– ¿Eso es todo? -pregunta Kanya.

La anciana se encoge de hombros sin entusiasmo.

– Es lo que conservó cuando quemaron la casa. No he tocado nada. Lo trajo aquí antes de ir al wat.

Kanya sonríe abochornada.

Kha. Sí. Lo siento. Por supuesto.

– ¿Por qué le hicieron esto? ¿No tenían bastante?

Kanya encoge los hombros con impotencia.

– No lo sé.

– ¿Los encontrarás? ¿Te vengarás?

Kanya vacila. Niwat y Surat la observan con gesto solemne. Su jovialidad se ha esfumado por completo. No les queda nada. Kanya agacha la cabeza, hace un wai.

– Los encontraré. Lo juro. Aunque me cueste la vida.

– ¿Tienes que llevarte sus cosas?

Kanya esboza una sonrisa titubeante.

– Lo dicta el protocolo. Debería haber venido antes. Pero… -No sabe cómo terminar la frase-. Esperábamos que cambiaran las tornas. Que recuperara su puesto. Si hay efectos personales o recuerdos, los devolveré. Pero necesito el equipo.

– Desde luego. Es muy valioso.

Kanya asiente con la cabeza. Se arrodilla junto a la caja de WeatherAll repleta de carpetas, un revoltijo de archivos, folios, sobres y utensilios del ministerio. El cargador de cuchillas de repuesto de una pistola de resortes. Una porra. Su cinta corrediza. Documentos. Todo ello mezclado.

Kanya se imagina a Jaidee llenando esta caja después de haber perdido ya a Chaya, a punto de perder todo lo demás. No es ninguna sorpresa que no se tomara la molestia de ser más ordenado. Revuelve las cosas. Encuentra una fotografía de Jaidee en su época de cadete, de pie junto a Pracha, ambos con aspecto lozano y confiado. La saca, pensativa, y la deja encima de la mesa.

Levanta la cabeza. La anciana ha salido de la habitación, pero Niwat y Surat siguen allí, observándola como una pareja de cuervos. Les ofrece la foto. Al cabo de un momento, Niwat estira el brazo y la coge, se la enseña a su hermano.

Kanya se apresura a inspeccionar el resto de la caja. Todo lo demás parece ser propiedad del ministerio. Se siente mezquinamente aliviada; así pues, no hará falta que vuelva. Le llama la atención una cajita de teca. La abre. Medallas de los campeonatos de muay thai de Jaidee, resplandecientes. Kanya se las entrega a los silenciosos muchachos, que se arraciman en torno a la prueba de los triunfos de su padre mientras Kanya termina de revisar los papeles.

– Aquí dentro hay algo -dice Niwat, con un sobre en la mano-. ¿Esto también es para nosotros?

– ¿Estaba con las medallas? -Kanya se encoge de hombros y sigue inspeccionando el interior de la caja-. ¿Qué hay dentro?

– Fotos.

Kanya levanta la cabeza, intrigada.

– A ver.

Niwat se las da. Kanya les echa un vistazo. Al parecer se trata de un registro de sospechosos en los que Jaidee estaba interesado. Akkarat figura en varias de ellas. Farang. Muchas fotos de farang. Imágenes de hombres y mujeres sonrientes que rodean al ministro como fantasmas, deseando chuparle la sangre. Akkarat, ignorante, sonríe con ellos, encantado de encontrarse en su compañía. Kanya baraja más fotografías. Caras desconocidas. Comerciantes farang, seguramente. Aquí hay uno gordo, atiborrado de calorías en el extranjero, quizá un representante de PurCal o AgriGen de visita desde Koh Angrit, con la esperanza de cultivar favores en un reino que acaba de reabrir sus puertas, donde Comercio está en auge. Aquí otro, el tal Carlyle que había perdido un dirigible. Kanya sonríe ligeramente. Cómo debió de escocerle eso. Pasa la foto y se queda sin aliento, asombrada.

– ¿Qué pasa? -pregunta Niwat-. ¿Qué ocurre?

– Nada -se obliga a responder Kanya-. No es nada.

En la fotografía sale ella, bebiendo con Akkarat en su barco de placer. La lente está lejos, la calidad de la imagen es mala, pero se trata de ella, sin la menor duda.

«Jaidee lo sabía.»

Kanya se queda mirando fijamente la imagen durante mucho tiempo, obligándose a respirar. Contemplando la foto. Meditando sobre el kamma y el deber mientras los hijos de Jaidee la observan solemnes. Meditando sobre su jefe, quien jamás le había mencionado esta foto. Meditando sobre las cosas que sabe alguien de la talla de Jaidee, las cosas que no revela, y el precio de sus secretos. Estudia la fotografía, debatiendo consigo misma. Al cabo, la separa del resto y la guarda en un bolsillo. Devuelve las demás al interior del sobre.

– ¿Era una pista?

Kanya asiente solemnemente con la cabeza. Los muchachos imitan su gesto. No hacen más preguntas. Son buenos chicos.

Inspecciona el resto de la habitación con esmero, buscando más pruebas que se le podrían haber pasado por alto, pero no encuentra nada. Cuando termina, se agacha para levantar la caja que contiene los archivos y el equipo. Es pesada, pero no tanto como la fotografía que acecha ahora como una cobra enroscada en el bolsillo de su pechera.

En la calle, al aire libre, se obliga a llenarse los pulmones de aire. El hedor de la vergüenza le congestiona la nariz. No es capaz de volver la vista atrás para despedirse de los niños que aguardan en el umbral. Los huérfanos que deben pagar el precio del inquebrantable valor de su padre, que sufren porque su padre eligió un oponente digno de él. En vez de amedrentar a los vendedores de fideos en el mercado nocturno, escogió una némesis real, implacable y despiadada. Kanya cierra los ojos.

«Intenté avisarte. No deberías haber ido. Lo intenté.»

Engancha la caja a la cesta de su bicicleta y cruza el complejo pedaleando. Para cuando llega al edificio principal de administración, ya ha recuperado la compostura.

El general Pracha se encuentra de pie a la sombra de un bananero, fumando un Gold Leaf. A Kanya le sorprende ser capaz de mirarle a la cara. Se acerca y hace un wai.

El general asiente con la cabeza, aceptando el saludo de Kanya.

– ¿Tienes sus pertenencias?

Kanya asiente en silencio.

– ¿Y has visto a sus hijos?

Kanya vuelve a asentir.

Pracha arruga la frente.

– Se mean en nuestra casa. Nos dejan su cuerpo en nuestra propia puerta. Debería ser imposible, y sin embargo aquí, dentro de nuestro propio ministerio, nos desafían. -Aplasta el cigarrillo-. Capitana Kanya, tú quedas al mando. Los hombres de Jaidee son tuyos. Es hora de combatir como siempre quiso Jaidee. Haz que el Ministerio de Comercio sangre, capitana. Salva nuestro orgullo.

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