18

El rumor se propaga como un incendio por las tablas podridas de Isaán. El Tigre ha muerto. No cabe duda de que Comercio está en auge. Hock Seng siente cómo se le pone el vello de punta en la nuca mientras la tensión se apodera de la ciudad. El vendedor de periódicos ya no sonríe. Una pareja de camisas blancas patrulla observando a todos los peatones, con cara de pocos amigos. Los dependientes de los puestos de hortalizas parecen haberse puesto a la defensiva de repente, como si traficaran con productos de contrabando.

El Tigre ha muerto, deshonrado de alguna manera, aunque nadie parece conocer los detalles. ¿Es cierto que lo castraron? ¿Que su cabeza adorna ahora una estaca frente al Ministerio de Medio Ambiente, como advertencia para todos los camisas blancas?

La situación hace que a Hock Seng le den ganas de coger el dinero y salir corriendo, pero los planos de la caja fuerte lo mantienen pegado a su mesa. No había vuelto a presentir vientos de cambio como estos desde el Incidente.

Se levanta y se dirige a los postigos del despacho. Se asoma a la calle. Regresa al ordenador a pedales. Transcurrido un instante, se acerca a la ventana de observación de la fábrica para estudiar a los thais que trabajan en las líneas. Es como si el ambiente estuviera cargado de electricidad. Se aproxima una tormenta, presagio de riadas y olas gigantes.

Los peligros acechan fuera y dentro de la fábrica. Hacia la mitad del turno regresó Mai, con los hombros caídos. Otra empleada enferma, enviada a un tercer hospital, esta vez en Sukhumvit. Y abajo, en el corazón del sistema de manufacturación, algo viscoso extiende sus tentáculos hacia todos ellos.

Hock Seng siente un escalofrío al pensar en la enfermedad que fermenta en esos tanques. Se han producido demasiados casos para atribuirlo al azar. Donde hay tres, habrá más, a menos que denuncie el problema. Pero si abre la boca, los camisas blancas reducirán la fábrica a cenizas y los planos de los muelles percutores del señor Lake volverán a cruzar los mares, y todo estará perdido.

Alguien llama con los nudillos a la puerta.

Lai.

Mai entra sigilosamente en la habitación, atemorizada y compungida. Lleva el cabello negro alborotado. Sus ojos oscuros recorren la estancia, buscando al farang.

– Se ha ido a almorzar -informa Hock Seng-. ¿Has llevado a Viyada?

Mai asiente con la cabeza.

– Nadie me ha visto dejarla.

– Bien. Por lo menos eso.

Mai agradece sus palabras con un wai desganado.

– ¿Sí? ¿Qué sucede?

La niña titubea.

– Hay camisas blancas por todas partes. Montones de ellos. Los vi en todas las intersecciones cuando iba al hospital.

– ¿Te han parado? ¿Te han interrogado?

– No. Pero hay muchos. Más que de costumbre. Y parecen enfadados.

– Es el Tigre, y Comercio. Eso es todo. No nos buscan a nosotros. No saben nada.

Mai asiente dubitativa, pero no se va.

– Trabajar aquí se ha vuelto complicado -empieza a decir-. Ahora es muy peligroso. La enfermedad… -Le cuesta encontrar las palabras adecuadas. Al final, dice-: Lo siento mucho. Si muriera… -No consigue terminar la frase-. Lo siento.

Hock Seng asiente con la cabeza, comprensivo.

– Sí. Desde luego. No te harías ningún favor si enfermaras.

Para sus adentros, no obstante, se pregunta qué clase de seguridad espera encontrar la pequeña. Las pesadillas de las torres de los suburbios de los tarjetas amarillas todavía le despiertan por las noches, temblando y dando gracias por lo que tiene. Las torres cuentan con sus propias enfermedades, la pobreza es su asesino particular. Arruga la frente, preguntándose cómo lo haría él para poner el horror de una enfermedad desconocida en un platillo de la balanza y un empleo seguro en el otro.

No, este trabajo no ofrece ninguna seguridad. Es la misma filosofía que hizo que huyera de Malasia demasiado tarde. Su reticencia a aceptar que el barco se hundía y que haría bien en abandonarlo cuando su cabeza sobresalía aún por encima de las olas. Mai da muestras de sabiduría donde él pecó de miope. Asiente bruscamente con la cabeza.

– Sí. Por supuesto. Deberías irte. Eres joven. Eres thai. Encontrarás algo. -Se obliga a sonreír-. Algo bueno.

La niña titubea.

– ¿Sí? -pregunta Hock Seng.

– Esperaba cobrar el finiquito.

– Desde luego. -Hock Seng se acerca a la caja fuerte auxiliar, abre la puerta, introduce la mano y saca un puñado de billetes rojos. En un ataque de generosidad que no termina de comprender, le entrega el fajo completo-. Ten. Coge esto.

Mai se queda sin aliento al ver la cantidad.

Khun. Gracias. -Hace un wai-. Gracias.

– No es nada. Ahórralo. Gástalo con prudencia…

Un alarido surge de la planta de la fábrica, seguido de más gritos. Hock Seng siente una oleada de pánico. La cadena de producción se detiene. El timbre que señala la interrupción suena a destiempo.

Hock Seng corre hasta la puerta y contempla las líneas. Ploi está agitando una mano en dirección a la salida. Los demás abandonan sus puestos y se dirigen a las puertas en estampida. Hock Seng estira el cuello, esforzándose por descubrir el motivo.

– ¿Qué pasa? -quiere saber Mai.

– No veo nada. -Hock Seng se vuelve y corre hasta los postigos, los abre de golpe. La avenida está repleta de camisas blancas que desfilan en ordenadas columnas. Contiene el aliento-. Camisas blancas.

– ¿Se dirigen hacia aquí?

Hock Seng no responde. Mira la caja fuerte por encima del hombro. «Un poco más de tiempo…» No. Es una locura. Se demoró demasiado en Malasia; no piensa cometer el mismo error dos veces. Se acerca a la caja fuerte auxiliar y empieza a sacar el dinero en efectivo restante. Lo mete en una bolsa.

– ¿Vienen por los enfermos? -pregunta Mai.

Hock Seng sacude la cabeza.

– Eso da igual. Ven. -Busca otra ventana y abre los postigos, revelando el resplandor del tejado de la fábrica.

Mai se asoma a las tejas abrasadoras.

– ¿Qué es esto?

– Una vía de escape. Los tarjetas amarillas siempre están preparados para lo peor. -Sonríe mientras la aúpa-. Somos un poco paranoicos, ya sabes.

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