PRIMERA PARTE: Ecuaciones irregulares

Del 16 al 20 de diciembre

La clasificación de las ecuaciones se hace en función de la potencia más alta (el valor del exponente) de la incógnita que plantean. Si la potencia es uno, se trata de una ecuación de primer grado; si es dos, nos hallamos ante una ecuación de segundo grado, y así sucesivamente. Las ecuaciones de grado mayor a uno ofrecen varias soluciones a la incógnita. Estas soluciones se llaman «raíces».

Ecuación de primer grado (ecuación lineal): 3x – 9 = 0 (raíz: x=3).


Capítulo 1 Jueves, 16 de diciembre – Viernes, 17 de diciembre

Lisbeth Salander desplazó las gafas de sol hasta la punta de la nariz y entornó los ojos bajo el ala del sombrero de playa. Vio a la mujer de la habitación 32 salir por la entrada lateral del hotel y dirigirse a una de las tumbonas a rayas verdes y blancas que se hallaban junto a la piscina. Su mirada se concentraba en el suelo y sus piernas parecían inestables.

Hasta ese momento, Salander sólo la había visto de lejos. Le echaba unos treinta y cinco años, pero por su aspecto podía estar en cualquier edad comprendida entre los veinticinco y los cincuenta. Tenía una media melena castaña, un rostro alargado y un cuerpo maduro, como sacado de un catálogo de venta por correo de ropa interior femenina. Calzaba chanclas y lucía un biquini negro y unas gafas de sol con cristales violetas. Era norteamericana y hablaba con acento del sur. Llevaba un sombrero de playa amarillo que dejó caer al suelo, junto a la hamaca, justo antes de hacerle una señal al camarero del bar de Ella Carmichael.

Lisbeth Salander se puso el libro en el regazo y bebió un sorbo de café antes de alargar la mano para coger el paquete de tabaco. Sin girar la cabeza desplazó la mirada hacia el horizonte. Desde el sitio en el que se encontraba, en la terraza de la piscina, podía ver un pedazo del mar Caribe a través de un grupo de palmeras y rododendros que había junto a la muralla de delante del hotel. A lo lejos, un barco de vela navegaba hacia el norte, rumbo a Santa Lucía o Dominica. Algo más allá pudo apreciar la silueta de un carguero gris que se dirigía hacia el sur, de camino a Guyana o algún país vecino. Una leve brisa luchaba contra las altas temperaturas de la mañana, pero Lisbeth sintió que una gota de sudor le resbalaba lentamente hacia la ceja. A Lisbeth Salander no le gustaba achicharrarse al sol. En la medida de lo posible, pasaba los días a la sombra, de modo que ahora se encontraba cómodamente instalada bajo un toldo. Aun así, estaba más tostada que una almendra. Llevaba unos pantalones cortos color caqui y una camiseta negra de tirantes.

Escuchaba los extraños sonidos de los steel pans que salían de los altavoces colocados junto a la barra. La música nunca le había interesado lo más mínimo, y no sabía diferenciar a Sven-Ingvars de Nick Cave, pero los steel pans la fascinaban. Le parecía increíble que alguien fuera capaz de afinar un barril de petróleo y aún más increíble que ese barril pudiera emitir sonidos controlables que no se parecían a nada. Se le antojaban mágicos.

De repente, se sintió irritada y desplazó nuevamente la mirada a la mujer a la que acababan de ponerle en la mano una copa de una bebida de color naranja.

No era su problema, pero Lisbeth Salander no entendía por qué la mujer seguía todavía allí. Durante cuatro noches, desde que la pareja llegara, Lisbeth Salander había oído esa especie de terror de baja intensidad que se producía en la habitación contigua. Había percibido llantos, indignadas voces bajas y, en alguna ocasión, el sonido de unas bofetadas. El autor de los golpes -Lisbeth suponía que se trataba del marido- rondaba los cuarenta años. Tenía el pelo oscuro y liso, peinado a la antigua, con la raya en el medio, y parecía hallarse en Granada por razones profesionales. Lisbeth Salander desconocía la naturaleza de sus actividades profesionales, pero todas las mañanas el hombre aparecía pulcramente vestido con corbata y americana, y tomaba café en el bar del hotel para luego coger su maletín e introducirse en un taxi.

Regresaba por la tarde, y entonces se bañaba y se quedaba con su mujer en la piscina. Solían cenar juntos en lo que podría considerarse una convivencia sumamente apacible y llena de cariño. Puede que la mujer se tomara una o dos copas de más, pero su ebriedad no molestaba ni llamaba la atención.

Las peleas de la habitación contigua empezaban rutinariamente entre las diez y las once de la noche, más o menos a la misma hora en la que Lisbeth se metía en la cama con un libro que versaba sobre los misterios de las matemáticas. Pero aquello no podía definirse como malos tratos graves. Por lo que Lisbeth pudo percibir a través de la pared, no hacían más que retomar diariamente la misma interminable y machacona discusión. La noche anterior Lisbeth no había podido resistir la tentación y se asomó para averiguar, a través de la puerta abierta del balcón de la pareja, de qué iba todo aquello. Durante más de una hora, el hombre deambuló por la habitación reconociendo que era un cabrón que no la merecía y repitiendo sin parar que ella seguramente pensaba que él era un falso. En todas las ocasiones ella le respondía que no e intentaba tranquilizarlo. El hombre siguió insistiendo, de manera cada vez más intensa, hasta que la zarandeó. Al final, ella le contestó lo que él quería oír: «sí, eres un falso». Aquella provocada confesión le sirvió como pretexto para atacarla y meterse con su vida y su forma de ser. La llamó puta, una palabra en contra de la cual Lisbeth Salander, sin dudarlo ni un momento, habría tomado medidas si la acusación se hubiera dirigido a ella. Sin embargo, ése no era el caso; no era su problema, de modo que le costó decidir si debería actuar o no.

Asombrada, Lisbeth se quedó escuchando las insistentes y obstinadas palabras del hombre que, de repente, se transformaron en algo que sonó como una bofetada. Ya se había decidido a salir al pasillo del hotel para derribar la puerta vecina con una patada cuando se hizo el silencio en la habitación.

Ahora, al contemplar a la mujer junto a la piscina, notó un ligero moratón en el hombro y un arañazo en la cadera, pero ningún daño llamativo.


Nueve meses antes, Lisbeth había leído un artículo en la revista Popular Science que alguien había dejado olvidada en el aeropuerto Leonardo da Vinci de Roma. Y, desde ese momento, se sintió extrañamente fascinada por un tema tan raro y desconocido como la astronomía esférica. De manera completamente impulsiva visitó la librería universitaria de Roma y compró algunos de los más importantes tratados sobre el tema. Para comprender la astronomía esférica, sin embargo, se había visto obligada a adentrarse en los más intrincados misterios de las matemáticas. En los viajes realizados en los últimos meses, a menudo había visitado librerías universitarias buscando más libros sobre la materia.

Los libros estuvieron metidos en su maleta la mayoría del tiempo, y los estudios fueron asistemáticos y desprovistos de objetivos concretos hasta el momento en el que entró en la librería universitaria de Miami y salió con Dimensions in Mathematics, del doctor L. C. Parnault (Harvard University, 1999). Dio con el tomo poco antes de bajar a los cayos de Florida para empezar a viajar por las islas del Caribe.

Había recorrido Guadalupe (dos días en un agujero inmundo), Dominica (agradable y relajada, cinco días), Barbados (un día en un hotel norteamericano donde no se sintió muy bien recibida) y Santa Lucía (nueve días). En este último lugar podría haberse quedado más tiempo si no se hubiese enemistado con un joven y tonto gamberro que rondaba por el bar de su hotel, situado en un callejón. Un día, Lisbeth perdio la paciencia y le dio en la cabeza con un ladrillo, pagó, se marchó del hotel y cogió un ferry rumbo a Saint George's, la capital de Granada, un pais del que no había oído hablar antes de subir a bordo.

Desembarcó hacia las diez de la mañana un día de noviembre, en medio de una torrencial lluvia tropical. Gracias a The Caribbean Traveller pudo saber que Granada era conocida como la Spice Island, la isla de las especias, y que era uno de los productores de nuez moscada más importantes del mundo. Contaba con ciento veinte mil habitantes, pero unos doscientos mil granadinos más residían en Estados Unidos, Canadá o Inglaterra, lo cual daba una idea de las posibilidades de trabajo que había en casa. El paisaje era montañoso, dispuesto en torno a un volcán apagado: el Grand Etang.


Históricamente, Granada era una de las muchas e insignificantes antiguas colonias británicas. En 1795 el país llamó la atención, políticamente hablando, cuando un esclavo liberado llamado Julian Fedon, inspirado por la Revolución francesa, inició una revuelta que provocó que la Corona británica mandara tropas para descuartizar, acribillar a tiros, colgar y mutilar a una gran cantidad de rebeldes. Lo que conmocionó al gobierno colonial fue que también muchos blancos pobres, sin el menor respeto por las tradiciones o la segregación racial, se habían unido a la rebelión. La revuelta fue aplastada pero nunca consiguieron atrapar a Fedon, quien desapareció en el macizo montañoso del Grand Etang, donde su leyenda creció hasta adquirir dimensiones propias de un Robin Hood.

Casi doscientos años después, en 1979, el abogado Maurice Bishop inició una nueva revolución que, según el guía, estaba inspirada en the communist dictatorships in Cuba and Nicaragua, pero de la cual Lisbeth Salander se había formado una imagen completamente distinta gracias a Philip Campbell -profesor, bibliotecario y predicador baptista-, a quien le alquiló la casa de invitados durante los primeros días. La historia se podría resumir de la siguiente manera: Bishop fue un líder genuinamente popular que derrocó a un loco dictador -entusiasta, para más inri, de los ovnis- y que dedicó parte del pobre presupuesto nacional a capturar platillos volantes. Bishop abogaba por una democracia económica e introdujo, antes de ser asesinado en 1983, la primera legislación del país a favor de la igualdad de sexos.

Tras el asesinato -una masacre de unas ciento veinte personas, incluido el ministro de Asuntos Exteriores, la ministra de Asuntos Femeninos y algunos importantes líderes sindicales- Estados Unidos invadió el país e instauró la democracia. Para Granada eso significó que el nivel de paro aumentara de un seis a casi un cincuenta por ciento y que el negocio de la cocaína volviera a ser la principal fuente de ingresos. Philip Campbell negó con la cabeza al oír la descripción de la guía de Lisbeth y le dio buenos consejos sobre las personas y los barrios que había que evitar de noche.

Para Lisbeth Salander ese tipo de advertencias resultaba bastante inútil. No obstante, se había mantenido al margen de la delincuencia de Granada enamorándose de Grand Anse Beach, una playa poco frecuentada, de diez kilómetros de largo, justo al sur de Saint George's, donde podía caminar durante horas sin ver a ninguna persona ni tener que hablar con nadie. Se había mudado al Keys, uno de los pocos hoteles norteamericanos de Grand Anse y llevaba siete semanas allí sin haber hecho mucho más que caminar por la playa y comer chinups, la fruta local, cuyo sabor le recordaba a las amargas grosellas espinosas suecas y a la que se había aficionado mucho.

Era temporada baja y apenas una tercera parte de las habitaciones del hotel Keys se hallaba ocupada. El único problema fue que tanto su paz como el estudio de las matemáticas se vieron repentinamente interrumpidos por el discreto terror de la habitación vecina.


Mikael Blomkvist llamó al timbre de la puerta del piso de Lisbeth Salander, en Lundagatan. No esperaba que abriera, pero había adquirido la costumbre de pasar por su casa un par de veces al mes para ver si había alguna novedad. Al empujar con los dedos la trampilla del buzón pudo entrever un montón de publicidad. Eran más de las diez de la noche y estaba demasiado oscuro para precisar cuánto había aumentado el número de folletos desde la última vez.

Se quedó indeciso un instante en el rellano de la escalera antes de dar la vuelta, algo frustrado, y abandonar el inmueble. Volvió a su casa de Bellmansgatan caminando a paso lento, puso la cafetera eléctrica y abrió los periódicos vespertinos mientras le echaba un vistazo a la edición nocturna de Rapport. Se sentía ligeramente preocupado y, por enésima vez, se preguntó qué habría ocurrido en realidad.

Un año antes, durante las fiestas de Navidad, había invitado a Lisbeth Salander a su casita de Sandhamn. Allí dieron largos paseos hablando tranquilamente sobre las consecuencias de aquellos dramáticos acontecimientos en los que ambos acababan de verse implicados y que Mikael, a posteriori, consideraría una crisis vital. Condenado por difamación, había pasado un par de meses en la cárcel, su carrera profesional como periodista se había hundido en el lodo y había abandonado el puesto de editor de la revista Millennium con el rabo entre las piernas. Pero de la noche a la mañana todo cambió. El encargo de redactar la autobiografía del industrial Henrik Vanger, cosa que constituyó una terapia descabelladamente bien pagada, se convirtió de pronto en la desesperada búsqueda de un astuto y desconocido asesino múltiple.

Durante esa persecución conoció a Lisbeth Salander. Distraídamente, Mikael se puso a toquetear la leve cicatriz que la soga había dejado por debajo de su oreja izquierda. Lisbeth no sólo le había ayudado a dar con el asesino, le había salvado la vida, literalmente.

Una vez tras otra lo sorprendió con sus curiosas habilidades: una memoria fotográfica y extraordinarios conocimientos de informática. Mikael Blomkvist se consideraba relativamente competente en la materia, pero Lisbeth Salander manejaba los ordenadores como si estuviera aliada con el mismísimo diablo. Poco a poco se había ido dando cuenta de que ella era una hacker de categoría mundial y de que, dentro de aquel exclusivo club internacional que se dedicaba a actividades delictivas en la informática de más alto nivel, ella era una leyenda, aunque sólo fuera conocida con el pseudónimo de Wasp.

Fue la capacidad de Lisbeth para entrar y salir de los ordenadores ajenos lo que le dio a Mikael el material que necesitaba para convertir su fracaso periodístico en el caso Wennerström: un scoop mediático que todavía, un año más tarde, era objeto de investigaciones policiales internacionales sobre la delincuencia económica y le brindaba la oportunidad de visitar regularmente los estudios de televisión.

Un año antes ese scoop le había dado una enorme satisfacción: supuso una venganza personal y la manera de salir de esa marginación profesional en la que se encontraba. Pero aquel sentimiento desapareció en seguida. Antes de que pasaran un par de semanas ya estaba harto de contestar a las mismas preguntas de los periodistas y de los policías de la Brigada de Delitos Económicos. «Lo siento, pero no puedo revelar mis fuentes.» Un día, un periodista del Azerbajdzjan Times, publicado en inglés, se tomó la molestia de ir a Estocolmo sólo para hacerle las mismas preguntas tontas. Fue la gota que colmó el vaso. Mikael había reducido al mínimo el número de entrevistas, y durante los últimos meses, con escasas excepciones, sólo aceptaba entrevistas cuando «la de TV4» llamaba y lo convencía. Pero eso únicamente sucedía si la investigación entraba en una nueva fase.

La colaboración de Mikael con «la de TV4» respondía, además, a otras razones. Ella había sido la primera periodista en apostar por la noticia. Sin su labor la noche del mismo día en que Millennium publicó el scoop, resultaba dudoso que la historia hubiese tenido tanto impacto. Algún tiempo después, Mikael se enteraría de que ella se había visto obligada a luchar con uñas y dientes para convencer a la redacción de que le hicieran un hueco a la noticia. Hubo muchas resistencias a darle publicidad a ese sinvergüenza de Millennium, y, hasta el mismo momento de la emisión, no estaba claro que el ejército de abogados de la cadena le permitiera contar el caso. Varios de sus compañeros de más edad habían votado en contra y le advirtieron que, si se equivocaba, su carrera profesional se habría acabado. Ella insistió y aquello se convirtió en la noticia del año.

La primera semana cubrió personalmente la información -era, de hecho, la única periodista bien informada sobre el tema- pero unos días antes de Navidad, Mikael se dio cuenta de que tanto los comentarios como los nuevos enfoques de la historia les habían sido encargados a sus colegas masculinos. Durante el fin de año, Mikael se enteró de que ella había sido apartada a codazos del tema con la excusa de que una historia tan importante debía ser tratada por los periodistas serios de economía y no por una niñata de Gotland, de Bergslagen o de donde cono fuera. La siguiente vez que los de TV4 lo llamaron para pedirle unas declaraciones, Mikael se limitó a decir que sólo aceptaría si ella hacía las preguntas. Transcurrieron unos días de contrariado silencio antes de que los chicos de TV4 claudicaran.

El decreciente interés de Mikael por el caso Wennerström coincidió con la desaparición de Lisbeth Salander de su vida. Seguía sin entender qué había sucedido.

Se despidieron el día después de Navidad y no la vio durante los días anteriores a la Nochevieja. Una noche antes la telefoneó, pero ella no contestó.

En Nochevieja, Mikael acudió a su casa en dos ocasiones y llamó a la puerta. La primera vez había luz en su piso, pero ella no abrió. La segunda, el piso se encontraba a oscuras. El día de Año Nuevo volvió a llamarla, sin ningún éxito. A partir de entonces lo único que escuchó fue que el abonado no estaba disponible.

Durante los días sucesivos la vio dos veces. Como no había podido contactar con ella por teléfono, una tarde, a principios de enero, fue a su casa y se sentó a esperarla en la escalera, ante su misma puerta, con un libro en la mano. Permaneció allí pacientemente durante cuatro horas, hasta que ella apareció, poco antes de las once de la noche. Llevaba una caja de cartón y se paró en seco al verlo.

– Hola, Lisbeth -saludó, y cerró el libro.

Ella lo contempló con rostro inexpresivo, sin el menor atisbo de dulzura o amistad en la mirada. Luego pasó por delante de él e introdujo la llave en la puerta.

– ¿Me invitas a un café? -preguntó Mikael.

Ella se volvió y le dijo en voz baja:

– Vete. No quiero volver a verte.

Luego le dio con la puerta en las narices a un perplejo y desconcertado Mikael Blomkvist. La oyó echar la llave por dentro.

La segunda vez que la vio fue sólo tres días más tarde. Iba en el metro, desde Slussen hasta T-Centralen y, al detenerse el tren en Gamia Stan, miró por la ventana y la vio en el andén, a menos de dos metros. La descubrió exactamente en el mismo momento en el que las puertas se cerraban. Durante cinco segundos, ella lo atravesó con la mirada como si fuese transparente. Acto seguido, se dio la vuelta, echó a andar y desapareció de su campo de visión justo cuando el tren se puso en marcha.

El mensaje no daba lugar a malentendidos: Lisbeth Salander no quería tener ninguna relación con Mikael Blomkvist. Lo había eliminado de su vida con la misma eficacia con la que suprimía archivos de su ordenador, sin más explicaciones. Había cambiado el número de su móvil y no contestaba al correo electrónico.

Mikael suspiró, apagó el televisor, se acercó a la ventana y se puso a contemplar el Ayuntamiento.

Se preguntaba si obstinándose en pasar por su casa con regularidad estaba actuando correctamente. La actitud de Mikael siempre había sido quitarse del medio cuando una mujer daba señales tan claras de que no quería saber nada de él. A su modo de ver, no respetar eso sería una falta de consideración.

Mikael y Lisbeth se habían acostado. Pero fue ella quien tomó la iniciativa, y la relación duró seis meses. Que ella hubiera decidido acabar la historia tan sorprendentemente como la empezó no suponía ningún problema para Mikael; eso era asunto suyo. Mikael no tenía inconveniente alguno en aceptar el papel de ex novio -en el supuesto caso de que lo fuese-, pero ese total rechazo por parte de Lisbeth Salander lo desconcertaba.

No estaba enamorado de ella -eran más o menos tan incompatibles como podrían serlo dos personas cualesquiera-, pero la quería mucho y echaba de menos a esa maldita y complicada mujer. Había creído que la amistad era mutua. En resumen, se sentía como un idiota.

Permaneció junto a la ventana un buen rato.

Al final se decidió.

Si Lisbeth Salander lo odiaba tanto como para ni siquiera saludarlo cuando se veían en el metro, entonces su amistad tal vez se hubiera acabado y el daño era ya irreparable. A partir de ahora no intentaría volver a contactar con ella.


Lisbeth Salander consultó su reloj y constató que, a pesar de hallarse sentada a la sombra, estaba empapada de sudor. Eran las diez y media de la mañana. Memorizó una fórmula matemática de tres líneas de largo y cerró el libro Dimensions in Mathematics. Acto seguido cogió de la mesa la llave de la habitación y el paquete de tabaco.

Su habitación se encontraba en la segunda planta, que era, además, el último piso del hotel. Se quitó la ropa y se metió en la ducha.

Una lagartija verde de veinte centímetros la miró fijamente desde la pared, a poca distancia del techo. Lisbeth Salander le devolvió la mirada pero no hizo ningún amago de espantarla. Las lagartijas estaban por toda la isla y se colaban en las habitaciones a través de las persianas venecianas de las ventanas abiertas, por debajo de las puertas o a través del ventilador del sistema de refrigeración. Se sentía a gusto con esa compañía que, sobre todo, la dejaba en paz. El agua estaba fría pero no gélida, de modo que permaneció bajo la ducha durante cinco minutos para refrescarse.

Cuando volvió a salir a la habitación se detuvo desnuda delante del espejo del armario y, extrañada, examinó su cuerpo. Seguía pesando solamente unos cuarenta kilos y medía poco más de un metro y cincuenta centímetros. Qué le iba a hacer. Sus miembros eran delgados como los de una muñeca; sus manos, pequeñas. Y apenas tenía caderas.

Pero ahora tenía pechos.

Siempre había tenido el pecho plano, como si todavía no hubiese entrado en la pubertad. Dicho llanamente: siempre le pareció desagradable mostrarse desnuda porque se veía ridícula.

De repente, tenía pechos. No eran dos melones (cosa que no deseaba y que, con su flaco cuerpo, habría sido ridículo), sino dos pechos firmes y redondos de tamaño medio. El cambio se había efectuado con cuidado y las proporciones eran razonables. Pero la diferencia resultaba radical, tanto para su aspecto como para su bienestar personal.

Había pasado cinco semanas en una clínica de las afueras de Génova para hacerse con los implantes que constituirían la base de sus futuros pechos. Había elegido la clínica y los médicos de mejor reputación de Europa. La doctora, una mujer encantadora y dura de pelar, llamada Alessandra Perrini, había concluido que sus pechos no se habían desarrollado bien y que, por lo tanto, se podría realizar un aumento atendiendo a razones médicas.

La intervención no había estado exenta de dolor pero ahora los pechos ofrecían un aspecto completamente natural, y las cicatrices apenas si eran perceptibles. No se había arrepentido de su decisión ni un solo segundo. Estaba contenta. Aun seis meses después, cada vez que pasaba ante un espejo, desnuda de cintura para arriba, no podía evitar asombrarse y constatar con alegría que su calidad de vida había aumentado.

Durante el tiempo que permaneció en esa clínica de Génova también se borró uno de sus nueve tatuajes, el de la avispa de dos centímetros del lado derecho del cuello. Apreciaba sus tatuajes, sobre todo el del dragón grande, que le descendía desde el omoplato hasta la nalga, pero, aun así, había tomado la decisión de deshacerse del de la avispa. La razón se debía a que resultaba tan evidente y llamativo que la convertía en alguien fácil de recordar e identificar. Lisbeth Salander no quería ser recordada ni identificada. El tatuaje se había eliminado mediante láser, de modo que cuando pasaba su dedo índice por el cuello podía notar una leve cicatriz. Una mirada algo más de cerca revelaba que su bronceada piel presentaba un aspecto ligeramente más claro en el lugar donde había estado el tatuaje, pero a simple vista no se apreciaba nada. En total, su estancia en Génova le había costado ciento noventa mil coronas.

Pero ella se lo podía permitir.

Dejó de soñar delante del espejo y se puso unas bragas y un sujetador. Dos días después de abandonar la clínica, por primera vez en sus veinticinco años de vida, visitó una tienda de lencería íntima y compró esa prenda de la que nunca antes había tenido necesidad. Ahora había cumplido veintiséis y llevaba el sujetador con cierta satisfacción.

Se vistió con unos vaqueros y una camiseta negra con el texto Consider this a fair warning. Encontró las sandalias y su sombrero de playa y se colgó del hombro una bolsa negra de nailon.

De camino a la salida reparó en el murmullo de un pequeño grupo de clientes que se hallaba junto a la recepción. Aminoró el paso y aguzó el oído.

– Just how dangerous is she? -preguntó en voz alta una mujer negra con acento europeo.

Lisbeth la reconoció como miembro del grupo del charter de Londres que había llegado hacía diez días.

Freddie McBain, el canoso recepcionista que siempre solía saludar a Lisbeth Salander con una amable sonrisa, parecía preocupado. Explicó que iban a dar instrucciones a todos los clientes del hotel y que, si todos las seguían al pie de la letra, no había razón alguna para alarmarse. Su respuesta ocasionó un aluvión de preguntas.

Lisbeth Salander frunció el ceño y se dirigió al bar de fuera, donde encontró a Ella Carmichael tras la barra.

– ¿Qué pasa? -preguntó, señalando con el pulgar al grupo reunido junto a la recepción.

– Mathilda amenaza con visitarnos.

– ¿Mathilda?

– Mathilda es un huracán que se formó ante la costa brasileña hace un par de semanas y que esta mañana ha pasado por Paramaribo, la capital de Surinam. No está claro el rumbo que va a tomar; probablemente irá hacia el norte, hacia Estados Unidos. Pero si continúa por la costa con dirección oeste, Trinidad y Granada se encuentran en su camino. Vamos, que hará algo de viento.

– Pensé que la temporada de huracanes había acabado.

– Así es. Solemos tener avisos de huracanes en septiembre y octubre. Pero hoy en día hay tanto lío con el clima, el efecto invernadero y todo eso que uno no puede saber muy bien qué va a pasar.

– Vale. ¿Y cuándo se espera que llegue?

– Pronto.

– ¿Hay algo que deba hacer?

– Lisbeth, con los huracanes no se juega. Tuvimos uno en los años setenta que provocó una enorme destrucción. Yo tenía once años y vivía en un pueblo allí arriba, en Grand Etang, camino a Grenville. Jamás se me olvidará aquella noche.

– Mmm.

– Pero no te preocupes. Mantente cerca del hotel el sábado. Haz una maleta con las cosas que no desees perder (por ejemplo ese ordenador con el que sueles jugar) y cógela si recibimos órdenes de bajar al refugio. Eso es todo.

– De acuerdo.

– ¿Quieres beber algo?

– No.

Lisbeth Salander se fue sin decirle adiós. Ella Carmichael sonrió resignada. Le había llevado un par de semanas acostumbrarse a las rarezas de esa curiosa chica, y había llegado a entender que Lisbeth Salander no era borde, sólo diferente. Pagaba sus copas sin protestar, se mantenía razonablemente sobria, iba a lo suyo y nunca montaba broncas.


El transporte público de Granada estaba compuesto fundamentalmente por unos minibuses decorados con gran imaginación, que salían sin ninguna consideración por horarios u otras formalidades. Y aunque durante el día iban y venían sin parar, de noche resultaba prácticamente imposible desplazarse si no se disponía de un coche propio.

Lisbeth Salander sólo tuvo que esperar un par de minutos junto a la carretera de Saint George's antes de que uno de los autobuses parara delante de ella. El conductor era un rasta y en el sound system del autocar sonaba a todo volumen No Woman, No Cry. Lisbeth cerró los oídos, pagó su dólar y entró abriéndose camino entre una corpulenta señora de pelo cano y dos chicos con uniforme colegial.

Saint George's estaba ubicado en una bahía con forma de «U» que conformaba The Carenage, el puerto interior. En torno a él se alzaban empinadas colinas con viviendas, viejos edificios coloniales y una fortificación, Fort Rupert, asentada en la punta de una escarpada roca.

Saint George's era una ciudad que se había construido de manera extremadamente compacta y densa, con calles estrechas y muchos callejones. Las casas trepaban por las colinas y casi no había más superficie horizontal que la de una cancha de criquet, en la parte norte de la ciudad, que también hacía las veces de pista de carrera de caballos.

Lisbeth se bajó en pleno puerto y caminó hasta Mac-Intyre's Electronics, que estaba en lo alto de una breve cuesta muy pronunciada. Con raras excepciones, todos los productos que se vendían en Granada venían directamente de Estados Unidos o Inglaterra, de modo que costaban el doble que en otros lugares. Pero, a cambio, en la tienda había aire acondicionado.

Por fin habían llegado las baterías de repuesto que había pedido para su Apple PowerBook, un G4 de titanio con una pantalla de 17 pulgadas. En Miami se había hecho con un ordenador de mano Palm, con teclado plegable, que le permitía leer el correo electrónico y que resultaba más fácil de transportar en su bolsa de nailon que su PowerBook, pero era un pésimo sustituto de la pantalla de 17 pulgadas. Sin embargo, el rendimiento de las baterías originales de éste había ido mermando: sólo duraban poco más de media hora, cosa que le resultaba muy engorrosa cuando quería sentarse en la terraza de la piscina. Por si fuera poco, el suministro eléctrico de Granada dejaba bastante que desear. Durante las semanas que llevaba en la isla habían sufrido dos apagones. Pagó con una tarjeta de crédito de Wasp Enterprises, metió las baterías en la bolsa de nailon y volvió a salir al calor del mediodía.

Pasó por la oficina de Barclays Bank, sacó trescientos dólares en efectivo y luego bajó al mercado y compró un manojo de zanahorias, media docena de mangos y una botella de litro y medio de agua mineral. La bolsa de nailon se hizo considerablemente más pesada, y cuando regresó al puerto tenía hambre y sed. Al principio pensó en ir al The Nutmeg, pero la entrada al restaurante parecía estar completamente taponada por los clientes. Continuó hasta The Turtleback, más tranquilo, en el otro extremo del puerto, donde se sentó en la terraza y pidió un plato de calamares con patatas salteadas y una botella de Carib, la cerveza del lugar. Cogió un ejemplar del Grenadian Voice, el periódico local, y lo ojeó durante un par de minutos. El único artículo interesante era una dramática advertencia ante la posible llegada de Mathilda. El texto estaba ilustrado con una foto en la que se veía una casa destrozada, un recuerdo de los estragos causados por el último huracán que azotó el país.

Dobló el periódico, tomó un trago de Carib directamente de la botella y cuando se reclinó en la silla vio al hombre de la habitación 32, quien, desde el interior del bar, salía a la terraza. Llevaba un maletín marrón en una mano y un vaso grande de Coca-Cola en la otra. Sus ojos barrieron el lugar y pasaron por encima de ella sin reconocerla. Se sentó en el extremo opuesto y se puso a contemplar el mar.

Lisbeth Salander examinó al hombre que ahora tenía de perfil. Parecía completamente ausente y permaneció inmóvil durante siete minutos antes de levantar el vaso y darle tres largos tragos. Dejó a un lado la bebida y continuó con la mirada fija en el mar. Al cabo de unos instantes, Lisbeth abrió su bolsa y sacó su Dimensions in Mathematics.


A Lisbeth siempre la habían entretenido los rompecabezas y los enigmas. A la edad de nueve años, su madre le regaló un cubo de Rubik. Puso a prueba su capacidad lógica durante casi cuarenta frustrantes minutos antes de darse cuenta, por fin, de cómo funcionaba. Luego no le costó nada colocarlo correctamente. Jamás había fallado en los test de inteligencia de los periódicos: cinco figuras con formas raras y a continuación la pregunta sobre la forma que tendría la sexta. La solución siempre le resultaba obvia.

En primaria había aprendido a sumar y restar. La multiplicación, la división y la geometría se le antojaban una prolongación natural de esas operaciones. Podía hacer la cuenta en un restaurante, emitir una factura y calcular la trayectoria de una granada de artillería lanzada a cierta velocidad y con un determinado ángulo. Eran obviedades. Antes de leer aquel artículo en Popular Science, nunca, ni por un momento, le habían fascinado las matemáticas, ni siquiera había reflexionado sobre el hecho de que las tablas de multiplicar fueran matemáticas. Para ella era una cosa que memorizó en el colegio en tan sólo una tarde, por lo que no entendió el motivo de que el profesor se pasara un año entero dándoles la lata con lo mismo.

De repente intuyó la inexorable lógica que sin duda debía de ocultarse tras aquellas fórmulas y razonamientos, lo cual la condujo a la sección de matemáticas de la librería universitaria. Pero hasta que no se sumergió en Dimensions in Mathematics no se abrió ante ella un mundo completamente nuevo. En realidad, las matemáticas eran un lógico rompecabezas que presentaba infinitas variaciones, enigmas que se podían resolver. El truco no se hallaba en solucionar problemas de cálculo. Cinco por cinco siempre eran veinticinco. El truco consistía en entender la composición de las distintas reglas que permitían resolver cualquier problema matemático.

Dimensions in Mathematics no era estrictamente un manual para aprender matemáticas, sino un tocho de mil doscientas páginas sobre la historia de las matemáticas, que iba desde los antiguos griegos hasta los actuales intentos por dominar la astronomía esférica. Se le consideraba la Biblia del tema, y era comparable a lo que en su día representó (y en la actualidad lo seguía haciendo) la Arithmetica de Diofantos para los matemáticos serios. Cuando abrió por primera vez Dimensions en la terraza del hotel de Grand Anse Beach se vio transportada de inmediato al mágico mundo de los números gracias a un libro escrito por un autor que poseía no sólo dotes pedagógicas sino también la capacidad de entretener al lector con anécdotas y problemas sorprendentes. Así había podido seguir la evolución de las matemáticas desde Arquímedes hasta el actual Jet Propulsion Laboratory de California. Y entendió los métodos que usaban para resolver los problemas.

El teorema de Pitágoras (x2+y2=z2), formulado aproximadamente en el año 500 antes de Cristo, fue una experiencia reveladora. De repente comprendió el significado de lo que había memorizado en séptimo curso, en una de las pocas clases a las que había asistido. «En un triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos.» Le fascinaba el descubrimiento de Euclides (año 300 antes de Cristo) según el cual un número perfecto siempre es «un múltiplo de dos números, donde uno de los números es una potencia de 2 y el otro está compuesto por la diferencia que hay entre la siguiente potencia de 2 y 1.» Se trataba de un refinamiento del teorema de Pitágoras y ella se dio cuenta de sus infinitas combinaciones.

6 = 21 x (22 – 1)

28 = 22 x(23 – 1)

496 = 24 x(25 – 1)

8l28 = 26 x(27 – 1)

Y así podía seguir hasta el infinito sin encontrar ningún número que incumpliera la regla. Esa lógica encajaba en la atracción que Lisbeth Salander tenía por la idea de lo absoluto. Arquímedes, Newton, Martin Gardner y otros matemáticos clásicos fueron cayendo uno tras otro, página a página.

Luego llegó al capítulo sobre Pierre de Fermat, cuyo enigma matemático, el teorema de Fermat, llevaba siete semanas asombrándola, tiempo que, de todos modos, era más que modesto considerando que Fermat estuvo sacando de quicio a matemáticos durante casi cuatrocientos años, hasta que un inglés llamado Andrew Wiles, en una fecha tan reciente como la de 1993, consiguió resolver el rompecabezas.

El teorema de Fermat era un problema engañosamente sencillo.

Pierre de Fermat nació en 1601 en Beaumont-de-Lomagne, en el suroeste de Francia. Por irónico que pueda parecer, ni siquiera era matemático, sino un funcionario que, en su tiempo libre, se dedicaba a las matemáticas como una especie de extraño hobby. Aun así se le consideraba uno de los más dotados matemáticos autodidactas de todos los tiempos. Al igual que a Lisbeth Salander, le gustaba resolver rompecabezas y enigmas. Le divertía especialmente tomar el pelo a otros matemáticos planteándoles problemas sin darles después la solución. El filósofo Descartes se refería a él con una serie de despectivos epítetos, mientras que su colega inglés John Wallis lo llamaba «ese maldito francés».

En la década de 1630 apareció una traducción francesa del libro Arithmetica de Diofantos, que contenía una relación completa de las teorías numéricas formuladas por Pitágoras, Euclides y otros matemáticos de la Antigüedad. Al estudiar el teorema de Pitágoras, Fermat, en un arrebato de genialidad, planteó su inmortal problema. Formuló una variante del teorema de Pitágoras. Fermat transformó el cuadrado (x2 + y2 = z2) en un cubo (x3 + y3 = z3).

El problema residía en que la nueva ecuación no parecía poder resolverse con números enteros. Lo que Fermat había hecho, por consiguiente, era convertir, mediante un pequeño cambio teórico, una fórmula que ofrecía una infinita cantidad de soluciones perfectas en otra que conducía a un callejón sin salida del que no se podía salir. Su teorema era precisamente ése: Fermat afirmaba que en todo el infinito universo de los números no había un número entero donde un cubo pudiera definirse como la suma de dos cubos, y que eso se extendía a todos los números cuya potencia fuera mayor de dos. Es decir, justamente el teorema de Pitágoras.

Los otros matemáticos no tardaron en admitir que, en efecto, así era. A través del trial and error pudieron constatar que resultaba imposible encontrar un número que refutara la afirmación de Fermat. Sin embargo, el problema era que, aunque continuaran contando hasta el fin del mundo, no podrían probar con todos los números existentes -pues son infinitos- y por lo tanto, los matemáticos no podrían estar seguros al cien por cien de que el siguiente número no echara por tierra el teorema de Fermat. Porque, en matemáticas, las afirmaciones han de ser comprobadas matemáticamente y expresadas con una fórmula universal y científicamente correcta. El matemático tiene que ser capaz de subirse a un podio y pronunciar las palabras «es así porque…».

Fermat, fiel a su costumbre, se burló de sus colegas. El genio emborronó uno de los márgenes de su ejemplar de Arithmetica con el planteamiento del problema y terminó escribiendo unas líneas: «Cuius rei demonstrationem mirabilem sane detexi hanc marginis exiquitas non caperei». Estas palabras pasarían a convertirse en inmortales en la historia de la matemática: «Tengo una prueba verdaderamente maravillosa para esta afirmación, pero el margen es demasiado estrecho para contenerla».

Si su intención había sido que sus colegas montaran en cólera, lo logró a las mil maravillas. Desde 1637, prácticamente cualquier matemático que se preciara le había dedicado tiempo, a veces demasiado, a hallar la prueba de Fermat. Generaciones enteras de pensadores fracasaron, hasta que Andrew Wiles dio con la solución en 1993. Llevaba veinticinco años reflexionando sobre el enigma; los diez últimos casi a tiempo completo.

Lisbeth Salander estaba perpleja.

En realidad, no le interesaba nada la respuesta. Lo que la fascinaba era la forma de dar con ella. Cuando alguien le planteaba un enigma, ella lo solucionaba. Antes de comprender los principios de los razonamientos, tardaba lo suyo en resolver los misterios matemáticos, pero siempre deducía la respuesta correcta antes de mirar la solución.

De modo que, una vez leído el teorema de Fermat, sacó una hoja y se puso a emborronarla con números. Pero fracasó en su intento de dar con la prueba.

Se negó a mirar la respuesta y, consecuentemente, se saltó el pasaje donde se presentaba la solución de Andrew Wiles. En su lugar terminó el Dimensions y constató que ningún otro problema de los que se presentaban en el libro le había supuesto una gran dificultad. Luego, día tras día, volvió al enigma de Fermat, con una creciente irritación, mientras cavilaba sobre la «maravillosa prueba» a la que podría haberse referido Fermat. No hacía más que entrar en un callejón sin salida tras otro.

Alzó la vista cuando el hombre de la habitación 32 se levantó de improviso y se dirigió a la salida. Lisbeth consultó de reojo su reloj y comprobó que llevaba más de dos horas y diez minutos sentado en el mismo sitio.


Ella Carmichael le puso la bebida en la barra y verificó que esas cursiladas de cócteles color rosa con ridiculas sombrillitas no iban con Lisbeth Salander. Ella siempre pedía lo mismo: ron con Coca-Cola. Excepto una sola noche en la que Salander estaba algo rara y cogió tal borrachera que Ella tuvo que pedirle a un ayudante que la llevara en brazos a la habitación, su consumición habitual consistía en caffè latte, alguna que otra copa, o Carib, la cerveza local. Como ya venía siendo habitual, se sentó en el extremo derecho de la barra, apartada de los demás, y abrió un libro con peculiares fórmulas matemáticas, cosa que, a ojos de Ella Carmichael, constituía una extraña elección literaria para una chica de su edad.

También se percató de que Lisbeth Salander no tenía el más mínimo interés por ligar. Los pocos hombres que se le habían acercado con esa intención habían sido rechazados amablemente pero con determinación, aunque en una ocasión despachó a uno de forma poco educada. Sucedió con Chris McAllen, quien, a decir verdad, no era más que un gamberro que se merecía que alguien le diera una buena paliza. De modo que Ella no se mostró demasiado indignada por el hecho de que, de alguna misteriosa manera, hubiera tropezado y se cayera a la piscina después de haberse pasado la noche entera incordiando a Lisbeth Salander. En favor de MacAllen había que añadir, no obstante, que no era rencoroso. Regresó la noche siguiente, sobrio, e invitó a Lisbeth Salander a una cerveza que ella, tras una breve vacilación, aceptó. A partir de entonces, se saludaban educadamente cuando se cruzaban en el bar.

– ¿Todo bien? -preguntó Ella.

Lisbeth Salander asintió con la cabeza y cogió su copa.

– ¿Alguna novedad sobre Mathilda? -inquirió Lisbeth.

– Viene hacia aquí. Tal vez pasemos un fin de semana desagradable.

– ¿Cuándo lo sabremos?

– Hasta que haya pasado no hay forma de saberlo. Puede dirigirse hacia Granada y girar hacia el norte justo al llegar.

– ¿Tenéis huracanes a menudo?

– Van y vienen. En general, pasan de largo. Si no, la isla no existiría. Pero no tienes de qué preocuparte.

– No estoy preocupada.

De repente oyeron una risa algo alta y volvieron la cabeza hacia la señora de la habitación 32, que parecía divertirse con lo que su marido le contaba.

– ¿Quiénes son ésos?

– ¿El doctor Forbes y su mujer? Son unos norteamericanos de Austin, Tejas.

Ella Carmichael pronunció la palabra «norteamericanos» con cierto desprecio.

– Ya sé que son norteamericanos. Pero ¿qué hacen aquí? ¿Él es médico?

– No, no es de esa clase de doctores. Está aquí por la Fundación Santa María.

– ¿Y eso qué es?

– Financian la educación de niños superdotados. Es un hombre bueno. Está negociando con el Ministerio de Educación la construcción de un nuevo colegio en Saint George's.

– Es un hombre bueno que pega a su mujer -dijo Lisbeth Salander.

Ella Carmichael se calló y le echó a Lisbeth una incisiva mirada antes de acercarse al otro extremo de la barra para servirles unas Carib a unos clientes.

Lisbeth se quedó en el bar durante diez minutos inmersa en Dimensions. Ya antes de entrar en la pubertad, se había dado cuenta de que tenía memoria fotográfica y de que con ello se diferenciaba notablemente de sus compañeros. Nunca le había revelado a nadie esa característica personal, salvo a Mikael Blomkvist, en un momento de debilidad. Ya se sabía de memoria el texto de Dimensions, pero lo llevaba consigo porque representaba un contacto visual con Fermat, como un talismán.

Pero esa noche no era capaz de concentrarse ni en Fermat ni en su teorema. En su lugar vio ante sí la imagen del doctor Forbes sentado inmóvil en The Carenage con la mirada fija en el mar.

No podía explicar por qué sintió de repente que había algo que no encajaba.

Al final cerró el libro y volvió a su habitación, donde encendió su PowerBook. Ni pensar en navegar por Internet. El hotel no disponía de banda ancha, pero ella tenía un módem integrado que podía conectar con su móvil Panasonic y que le permitía enviar y recibir correo electrónico. Le redactó rápidamente uno a ‹plague_xyz666@hotmail.com›:

No tengo banda ancha. Necesito información sobre un tal doctor Forbes, de la Fundación Santa María, y su esposa, residentes ambos en Austin, Tejas. Pago 500 dólares al que investigue. Wasp.

Adjuntó su clave PGP oficial, encriptó el correo con la clave PGP de Plague y pulsó la tecla de enviar. Luego miró el reloj y constató que eran poco más de las siete y media de la tarde.

Apagó el ordenador, cerró la habitación con llave y bajó hasta la playa, donde caminó unos cuatrocientos metros. Cruzó la carretera que iba hasta Saint George's y llamó a la puerta de un cobertizo que había detrás de The Coconut. George Bland tenía dieciséis años y era estudiante. Pensaba hacerse médico o abogado, o posiblemente astronauta, y era, más o menos, tan flaco y casi tan bajo como Lisbeth Salander.

Lisbeth lo conoció en la playa durante la primera semana, un día después de haberse instalado en Grand Anse. Había estado paseando y se sentó a la sombra de unas palmeras, donde se puso a mirar a unos niños que jugaban al fútbol en la orilla. Había abierto Dimensions y estaba absorta en el libro cuando llegó él y se sentó a tan sólo unos metros delante de ella, sin reparar, aparentemente, en su presencia. Ella lo observaba en silencio. Un chico delgado con sandalias, pantalones negros y camisa blanca.

Al igual que ella, abrió un libro en el que se enfrascó. Y lo mismo que en su caso, se trataba de un libro de matemáticas: Basics 4. Leía concentradamente y empezó a escribir en un cuaderno. Pasaron unos cinco minutos antes de que Lisbeth carraspeara y él advirtiera su presencia y, presa del pánico, se levantara a toda prisa. Pidió disculpas por haberla molestado. Ya se estaba alejando de allí cuando Lisbeth le preguntó si el libro planteaba unos problemas muy complicados.

Algebra. Dos minutos más tarde, ella le había señalado un error fundamental en sus cálculos. Al cabo de treinta minutos ya habían hecho los deberes. Una hora después ya habían repasado el siguiente capítulo del libro y ella le había explicado pedagógicamente los trucos que se escondían tras las operaciones matemáticas. Él la contemplaba con un respeto reverencial. Al cabo de dos horas ya le había contado que su madre vivía en Toronto, Canadá, que su padre vivía en Grenville, en la otra punta de la isla, y que él vivía en un cobertizo al final de la playa. Era el pequeño de la familia; tenía tres hermanas mayores que él.

Lisbeth Salander halló su compañía extrañamente relajante. La situación era poco habitual. Ella casi nunca solía iniciar un diálogo por el simple hecho de hablar. No se trataba de timidez. Para ella la conversación tenía una función práctica: «¿cómo voy a la farmacia?», o, «¿cuánto cuesta la habitación?». Aunque también una función profesional. Cuando trabajó para Dragan Armanskij como investigadora en Milton Security, no tuvo problema alguno en mantener largas entrevistas para obtener información.

En cambio, odiaba esas charlas personales que siempre pretendían hurgar en lo que ella consideraba asuntos privados. «¿Cuántos años tienes?» «Adivina.» «¿Te gusta Britney Spears?» «¿Quién?» «¿Te gustan los cuadros de Carl Larsson?» «Nunca me lo he planteado.» «¿Eres lesbiana?» «No es asunto tuyo.»

George Bland resultó ser torpe y con un alto concepto de sí mismo, pero era educado e intentaba mantener una conversación inteligente sin competir con ella y sin meterse en su vida privada. Al igual que Lisbeth, parecía encontrarse solo. Por curioso que pueda resultar, daba la impresión de que aceptaba que una diosa de las matemáticas hubiera bajado a Grand Anse Beach, y se mostraba contento con el hecho de que ella quisiera estar con él. Tras pasar varias horas en la playa, se levantaron cuando el sol alcanzó el horizonte. De camino al hotel de Lisbeth, él le señaló el cobertizo donde vivía durante el curso y, no sin cierta vergüenza, le preguntó si podía invitarla a tomar un té. Ella aceptó, lo cual pareció sorprenderlo.

La vivienda era muy sencilla; un cobertizo con una desvencijada mesa, dos sillas, una cama y un armario para su ropa y la de cama. La única iluminación provenía de una pequeña lámpara de escritorio conectada a un cable empalmado a la instalación de The Coconut. La cocina consistía en un hornillo de gas. La invitó a una cena a base de arroz y verduras que sirvió en platos de plástico. Incluso se atrevió a ofrecerle fumar la prohibida sustancia local, cosa que ella también aceptó.

Lisbeth se percató sin ninguna dificultad de que a él le afectaba su presencia y de que no sabía muy bien cómo comportarse. Ella tuvo el impulso de dejarse seducir. Eso se convirtió en un proceso dolorosamente complicado para él, que, sin duda, había entendido las señales emitidas por Lisbeth, pero no tenía ni idea de cómo debía actuar. Empezó a andarse con tantos rodeos que ella perdió la paciencia, lo tiró sobre la cama y, decidida, se quitó la ropa.

Era la primera vez que se mostraba desnuda ante alguien desde la operación que se hizo en Genova. Había abandonado la clínica con una leve sensación de pánico. Le llevó un buen rato darse cuenta de que ni una sola persona la estaba mirando. Normalmente, a Lisbeth Salander le importaba un bledo lo que los demás opinaran de ella, de modo que se quedó pensando por qué de repente se sentía tan insegura.

George Bland había sido un estreno perfecto para su nuevo yo. Cuando él (después de ciertas dosis de ánimo por parte de Lisbeth) consiguió finalmente quitarle el sujetador, apagó inmediatamente la lámpara de la mesilla antes de empezar a desvestirse. Lisbeth había comprendido su timidez pero encendió de nuevo la lámpara. Ella observó detenidamente sus reacciones cuando empezó a tocarla torpemente. No se relajó hasta bien entrada la noche, en cuanto constató que él veía sus pechos como completamente naturales. No obstante, no parecía muy ducho en la materia.

Ella no había venido a Granada con la idea de encontrar un amante adolescente. Aquello no fue más que un simple capricho y cuando esa noche lo abandonó ya tenía decidido no volver. Pero al día siguiente se encontraron de nuevo en la playa y lo cierto es que sintió que el torpe muchacho era una compañía agradable. Durante las siete semanas que llevaba en Granada, George Bland se había convertido en un punto fijo de su existencia. Durante el día no se veían, pero él siempre pasaba las tardes en la playa, hasta que el sol se ponía. Y por las noches estaba solo en su cobertizo.

Ella constató que cuando paseaban juntos parecían dos adolescentes. Sweet sixteen.

El probablemente considerara que la vida se había vuelto más interesante. Había conocido a una mujer que le daba lecciones de matemáticas y erotismo.

Abrió la puerta y le mostró una encantadora sonrisa.

– ¿Quieres compañía? -preguntó ella.


Lisbeth Salander dejó a George Bland poco después de las dos de la madrugada. Tenía una agradable sensación en el cuerpo y decidió pasear por la playa en vez de regresar al hotel Keys por el camino. Andaba sola en la oscuridad, consciente de que, a unos cien metros, George Bland la estaba siguiendo.

Siempre lo hacía. Lisbeth nunca se quedaba a dormir y él a menudo protestaba enérgicamente por el hecho de que una mujer fuera hasta su hotel en plena noche completamente sola, e insistía en que su deber era acompañarla. En especial porque a menudo se les hacía muy tarde. Lisbeth Salander solía escuchar sus explicaciones para luego zanjar la discusión con un simple no. «Yo voy por donde quiero cuando quiero. End of discussion. Y no, no quiero escolta.» La primera vez que se dio cuenta de que él la seguía, Lisbeth se irritó muchísimo. Pero ahora pensaba que su instinto de protección tenía cierto encanto; por eso hacía como si no supiera que iba detrás de ella y que no se daría la vuelta hasta que no la viera entrar por la puerta del hotel.

Lisbeth se preguntaba qué haría él si, de repente, una noche la atacaran.

Ella, por su parte, pensaba hacer uso del martillo que había comprado en MacIntyre's y que guardaba en el bolsillo exterior de su bolso. Había pocas amenazas que el uso de un martillo en condiciones no pudiera solucionar.

Era una noche de luna llena y rutilantes estrellas. Lisbeth levantó la vista e identificó a Regulus en la constelación de Leo, cerca del horizonte. Casi había llegado al hotel cuando se paró en seco. De pronto, algo más abajo, en la playa, divisó a una persona cerca de la orilla. Era la primera vez que veía un alma en la playa después de la caída de la noche. Aunque había unos cien metros de distancia, Lisbeth no tuvo ninguna dificultad en identificar al hombre a la luz de la luna.

Era el honorable doctor Forbes, de la habitación 32.

Se hizo rápidamente a un lado y permaneció quieta, oculta tras una fila de árboles. Cuando miró hacia atrás, no vio a George Bland. La silueta junto a la orilla deambulaba lentamente de un lado para otro. Estaba fumando un cigarrillo. A intervalos regulares se detenía y se inclinaba como si inspeccionara la arena. La pantomima continuó durante veinte minutos antes de que, de improviso, cambiara de dirección y, con pasos apresurados, se dirigiera a la entrada del hotel que daba a la playa para, acto seguido, desaparecer.

Lisbeth esperó un par de minutos antes de bajar al lugar donde el doctor Forbes había estado caminando. Examinó el suelo describiendo lentamente un semicírculo. Lo único que pudo ver fue arena, piedras y conchas. Dos minutos después abandonó su inspección y subió al hotel.

Salió al balcón, asomó el cuerpo por encima de la barandilla y miró de reojo el balcón de al lado. Todo estaba en silencio. Por lo visto, la pelea de esa noche ya había acabado. Al cabo de un rato fue por su bolso, buscó un papel y se preparó un porro con las provisiones que George Bland le había suministrado. Se sentó en una silla del balcón y dirigió la mirada hacia las oscuras aguas del mar Caribe mientras fumaba y reflexionaba.

Se sentía como un radar en estado de máxima alerta.

Capítulo 2 Viernes, 17 de diciembre

Nils Erik Bjurman, abogado, de cincuenta y cinco años de edad, dejó la taza de café y, sin fijarse en nadie en concreto, dirigió la mirada hacia el continuo río de gente que pasaba ante los ventanales del Café Hedon de Stureplan.

Pensó en Lisbeth Salander. Pensaba a menudo en Lisbeth Salander.

Pensar en ella le hizo hervir por dentro.

Lisbeth Salander le había destrozado la vida. Nunca olvidaría ese momento en el que ella asumió el mando y lo humilló. Lo maltrató de una manera que, literalmente, le dejó unas imborrables huellas en el cuerpo. En concreto, una marca de más de veinte centímetros cuadrados en el vientre, justo por encima de sus genitales. Lo encadenó a su propia cama, lo maltrató y le tatuó un texto que no daba lugar a malentendidos y que no podría borrarse fácilmente: «soy un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador».

Lisbeth había sido declarada jurídicamente incapacitada por el Tribunal de Primera Instancia de Estocolmo. A él le asignaron la misión de actuar como su administrador, cosa que a ella la puso en una situación de total y absoluta dependencia respecto de él. Desde el mismo instante en el que la conoció empezó a tener fantasías con ella. No sabía explicar por qué, pero Lisbeth le excitaba.

Desde un punto de vista puramente intelectual, el abogado Nils Bjurman sabía que había hecho algo que ni era aceptado socialmente ni era legal. Sabía que no estaba bien. También sabía que, desde un punto de vista jurídico, había actuado de una manera injustificable.

Desde el punto de vista emocional, ese conocimiento intelectual le pesaba bien poco. Desde que la conociera dos años antes, en diciembre, no había podido resistirse a ella. Leyes, reglas, moral y responsabilidad carecían por completo de importancia.

Era una chica rara: completamente adulta, pero con un aspecto que hacía que fuera fácil confundirla con una menor de edad. Él tenía el control de su vida; ella era suya, se hallaba a su entera disposición. Todo eso le resultaba irresistible.

La habían declarado incapacitada y su biografía la convertía en una persona a la que nadie creería si se le ocurriese protestar. Tampoco es que él hubiera violado a una inocente niña: su historial dejaba claro que había tenido abundantes experiencias sexuales, incluso que se la podía considerar promiscua. Un asistente social había elaborado un informe en el que se insinuaba que Lisbeth Salander, a la edad de diecisiete años, ofreció servicios sexuales a cambio de dinero. El informe fue motivado por el hecho de que una patrulla de policía observó a un pervertido en compañía de una chica joven en un banco del parque de Tantolunden. Los agentes aparcaron y cachearon a la pareja. La chica se negó a contestar a sus preguntas y el viejo sinvergüenza se hallaba demasiado borracho para ofrecer una información inteligible.

A ojos de Bjurman, la conclusión resultaba evidente: Lisbeth Salander era una puta y había caído en el peldaño más bajo de la escala social. Y se encontraba a su merced. No conllevaba riesgo alguno. Aunque ella se quejara a la comisión de tutelaje, él -gracias a su credibilidad y a sus méritos- podría tacharla de mentirosa.

Ella era el juguete perfecto: adulta, promiscua, socialmente incompetente y sometida a su voluntad.

Fue la primera vez que se aprovechó de uno de sus clientes. Anteriormente ni siquiera había contemplado la posibilidad de intentar nada con alguien con quien mantuviera una relación profesional. Para dar rienda suelta a sus especiales exigencias sexuales se vio obligado a recurrir a prostitutas. Era discreto y prudente, y pagaba bien. El único problema residía en que ellas no lo hacían en serio; no era más que un teatro: un servicio que le compraba a una mujer que gemía, se contoneaba e interpretaba un papel, pero que resultaba igual de falso que un cuadro comprado en un mercadillo.

Mientras estuvo casado intentó dominar a su mujer, pero ella lo consentía todo, de modo que aquello también era un simple juego.

Lisbeth Salander era perfecta. Se hallaba desamparada. No tenía familia ni amigos. Había sido una verdadera víctima, completamente indefensa. La ocasión hace al ladrón.

Y de buenas a primeras ella le destrozó la vida.

Le devolvió el golpe con una fuerza y una decisión tales que él ni sospechaba que ella poseía. Lo humilló. Lo torturó. Casi lo aniquiló.

Durante los cerca de dos años transcurridos desde entonces, la vida de Nils Bjurman había cambiado radicalmente. Los primeros días después de la visita nocturna de Lisbeth Salander a su piso, se quedó como paralizado, incapaz de pensar o actuar. Se encerró en su casa, no contestaba al teléfono y no fue capaz de mantener el contacto con sus clientes habituales. No cogió la baja hasta pasadas dos semanas. Su secretaria tuvo que atender la correspondencia del despacho, cancelar reuniones e intentar contestar a las preguntas de los irritados clientes.

Día tras día se veía obligado a contemplar su cuerpo en el espejo de la puerta del cuarto de baño. Acabó quitando el espejo.

No regresó a su despacho hasta que empezó el verano. Hizo una selección entre sus clientes y les pasó la mayor parte de ellos a sus colegas. Su clientela se redujo, entonces, a unas cuantas empresas a las que les llevaba cierta correspondencia de carácter jurídico, cosa que no le suponía un compromiso muy grande. En realidad, la única clienta que le quedaba era Lisbeth Salander; todos los meses realizaba un balance de sus cuentas y redactaba un informe a la comisión de tutelaje. Hacía exactamente lo que la joven le había exigido: historias inventadas que dieran fe de que ella no necesitaba ningún administrador.

Cada uno de esos informes le dolía y le recordaba la existencia de Lisbeth. Pero no tenía otra elección.


Bjurman se pasó todo el verano y todo el otoño como paralizado, dándole vueltas a la cabeza. En diciembre, finalmente, se armó de valor y compró un billete de avión a Francia. Reservó hora en una clínica de cirugía estética de las afueras de Marsella, donde consultó a un médico sobre cuál era la mejor manera de quitarse el tatuaje.

Asombrado, el doctor examinó su desfigurado vientre. Al final le propuso un tratamiento. Lo más fácil sería someterse a repetidas sesiones de láser, pero el tatuaje era tan grande y la aguja había penetrado tan profundamente que sospechaba que la única alternativa viable consistía en realizar una serie de trasplantes de piel. Pero eso era caro y llevaría mucho tiempo.

Durante los dos últimos años había visto a Lisbeth Salander en una sola ocasión.

La noche en la que ella lo atacó y asumió el mando de su vida también se hizo con una copia de las llaves del despacho y de las del piso. Dijo que lo vigilaría y que, cuando menos se lo esperara, le haría una visita. Al cabo de diez meses, casi empezó a creer que se trataba de una amenaza ficticia, pero no se atrevió a cambiar la cerradura. La amenaza de Lisbeth no daba lugar a malentendidos: si alguna vez lo encontraba con una mujer en la cama, haría pública la película de noventa minutos que demostraba cómo la violó.

Una noche de mediados de enero, hacía ya casi un año, se despertó repentinamente -y sin saber muy bien por qué- a las tres de la madrugada. Encendió la lámpara de la mesilla y casi se le escapó un grito de terror al verla a los pies de la cama. Se le antojó un fantasma que súbitamente se había materializado en su dormitorio. Tenía una cara pálida e inexpresiva. En la mano llevaba su maldita pistola eléctrica.

– Buenos días, abogado Bjurman -acabó diciendo-. Perdóname por haberte despertado esta vez.

«Dios mío, ¿ha estado aquí antes? ¿Mientras yo dormía?»

No pudo determinar si se estaba marcando un farol o no. Nils Bjurman carraspeó y abrió la boca. Ella lo interrumpió haciendo un gesto con la mano.

– Te he despertado por una sola razón. Dentro de poco estaré de viaje durante bastante tiempo. Cada mes deberás seguir redactando tus informes sobre mi buen comportamiento, pero en vez de mandarme una copia a casa, me la enviarás a una dirección de hotmail

Sacó un papel doblado del bolsillo de la cazadora y lo dejó caer sobre la cama.

– Si la comisión de tutelaje quiere contactar conmigo o si ocurre cualquier otra cosa que requiera mi presencia, deberás escribirme un correo electrónico a esta dirección. ¿Lo has entendido?

Bjurman asintió con la cabeza.

– Sí, yo…

– Cállate. No quiero oír tu voz.

Él apretó los dientes. Nunca se había atrevido a ponerse en contacto con ella. De haberlo hecho, Lisbeth habría cumplido su amenaza de mandar la película a las autoridades pertinentes. En su lugar, llevaba meses planificando lo que le diría cuando ella contactara con él. Se había dado cuenta de que, de hecho, no tenía nada que decir en defensa propia. Lo único que podía hacer era apelar a su generosidad. Si ella le diera tan sólo la oportunidad de hablar, intentaría convencerla de que había actuado movido por una perturbación mental transitoria y de que se arrepentía y quería pagar por lo que había hecho. Estaba dispuesto a arrastrarse por el lodo para conmoverla y eliminar, de esa manera, la amenaza que ella representaba.

– Tengo que hablar -contestó con una voz lastimera-. Quiero pedirte perdón…

Llena de expectación, ella escuchó su sorprendente súplica. Finalmente, se inclinó hacia delante, apoyándose en la cama, y le lanzó una siniestra mirada.

– Escúchame con atención: eres un mierda. Jamás te perdonaré. Pero si te portas bien, el día que se anule mi declaración de incapacidad te dejaré marchar.

Ella esperó hasta que él bajó la mirada. «Me obliga a arrastrarme ante ella.»

– Lo que te dije hace un año sigue en vigor. Si fracasas, haré pública la película. Si contactas conmigo de alguna manera, aparte de lo que yo haya decidido, haré pública la película. Si por casualidad yo muriera en un accidente, se hará pública la película. Si me vuelves a tocar, te mataré.

La creía. Sus palabras no dejaban lugar a dudas ni a negociaciones.

– Otra cosa. El día que te deje ir, podrás hacer lo que te plazca. Pero hasta ese momento no vuelvas a pisar esa clínica de Marsella. Si vas hasta allí para iniciar un tratamiento, te volveré a tatuar. Pero esta vez, en la frente.

«La madre que la parió… ¿Cómo diablos ha podido enterarse…?»

Acto seguido desapareció. Él oyó un ligero clic en la puerta de entrada cuando ella echó la llave. Era como si le hubiese visitado un fantasma.

Desde ese mismo momento empezó a odiar a Lisbeth Salander con la intensidad de un hierro al rojo vivo que le abrasaba la mente y convertía su existencia en una insaciable ansia de destruirla. Fantaseaba con su muerte. Fantaseaba con que ella se arrastrara de rodillas ante él suplicándole clemencia. El sería implacable. Soñaba con ponerle las manos alrededor del cuello y apretar hasta que se quedara sin aire. Quería sacarle los ojos de las órbitas y arrancarle el corazón. Quería borrarla de la faz de la tierra.

Paradójicamente, también fue en ese momento cuando sintió que volvía a empezar a funcionar y que encontraba un extraño equilibrio espiritual. Seguía obsesionado con Lisbeth Salander, y cada minuto de su existencia giraba en torno a ella. Pero descubrió que había vuelto a pensar de manera racional. Para destrozarla, tendría que recuperar el control sobre su propio intelecto. Su vida tenía un nuevo objetivo.

Ese fue el día en el que dejó de fantasear sobre la muerte de Lisbeth para empezar a planearla.


Sorteando las mesas del Café Hedon con dos ardientes vasos de caffè latte en las manos, Mikael Blomkvist pasó a menos de dos metros por detrás del abogado Nils Bjurman hasta donde estaba sentada Erika Berger. En su vida habían oído hablar del abogado, de modo que no repararon en su presencia.

Erika arrugó la nariz y desplazó un cenicero para hacer sitio a los vasos. Mikael colgó la cazadora en el respaldo de la silla, se acercó el cenicero y encendió un cigarrillo. Erika odiaba el humo del tabaco y miró algo molesta a Mikael. Él le pidió disculpas y, soplando, le apartó el humo.

– Creía que lo habías dejado.

– Una recaída pasajera.

– Voy a dejar de acostarme con hombres que huelan a tabaco -dijo con una amable sonrisa.

– No problem. El mundo está lleno de chicas menos quisquillosas -replicó Mikael, devolviéndole la sonrisa.

Erika Berger alzó la mirada al cielo.

– ¿Cuál es el problema? He quedado con Charlie dentro de veinte minutos. Vamos a ir al teatro.

Charlie era Charlotta Rosenberg, la amiga de infancia de Erika.

– Nuestra chica en prácticas me saca de quicio. Encima es hija de una de tus amigas. Lleva dos semanas con nosotros y se va a quedar ocho más. No sé si la aguantaré tanto tiempo.

– Me he dado cuenta de que te echa miradas lascivas. Espero, por supuesto, que te portes como un caballero.

– Erika, la chica tiene diecisiete años y una edad mental de poco más de diez. Y estoy siendo muy generoso.

– Lo que le pasa es que está impresionada por haberte conocido. Simple idolatría, sin duda.

– Anoche, a las diez y media, llamó al telefonillo de casa, dispuesta a subir con una botella de vino.

– Ufff -dijo Erika Berger.

– Guárdate tus ufff -replicó Mikael-. Si tuviera veinte años menos, tal vez no lo dudaría ni un segundo. Pero, por Dios… tiene diecisiete años. Yo voy a cumplir cuarenta y cinco.

– No me lo recuerdes. Tenemos la misma edad.

Mikael Blomkvist se inclinó hacia atrás y sacudió la ceniza del cigarrillo.


Mikael Blomkvist tenía muy presente que el caso Wennerström le había otorgado un extraño estatus de estrella. Durante el año anterior recibió invitaciones a fiestas y eventos procedentes de los sitios más insospechados.

Resultaba obvio que quienes lo invitaban lo hacían porque deseaban incorporarlo a su círculo de conocidos; de ahí, el beso de bienvenida que le daban en la mejilla esas personas que apenas le habían dado la mano anteriormente, pero que ahora querían parecer íntimos amigos y confidentes. No se trataba tanto de colegas de los medios de comunicación -a ésos ya los conocía y con ellos ya tenía alguna relación, buena o mala- como de las, así llamadas, personalidades del mundo de la cultura: actores, mediocres contertulios de la vida social y famosos de pacotilla. Simplemente, les daba prestigio contar con Mikael Blomkvist como invitado en una fiesta de presentación de algo o en una cena privada. A lo largo del último año le habían estado lloviendo invitaciones y solicitudes para participar en un evento tras otro. Empezaba a ser una costumbre contestar diciendo cosas como «me encantaría pero, lamentablemente, tengo otro compromiso», etcetera.

A las desventajas de su condición de famoso también se sumaba una creciente oleada de rumores. En una ocasión, un conocido se puso en contacto con él tras haber oído que Mikael había acudido a un centro de desintoxicación para drogadictos. En realidad, el consumo total de drogas que Mikael había realizado desde su adolescencia se limitaba a unos cuantos porros y a la cocaína que probó una vez, hacía ya más de quince años, con una chica holandesa cantante de un grupo de rock. El consumo de alcohol se lo había tomado más en serio, aunque, aun así, se reducía a alguna que otra borrachera en una cena o en una fiesta. Cuando acudía a algún bar, raramente se bebía más de una pinta de cerveza; tampoco le importaba tomarla sin alcohol. En el mueble bar de su casa tenía vodka y unas cuantas botellas de whisky de malta que le habían regalado y que abría tan pocas veces que resultaba ridículo.

El hecho de que Mikael fuera soltero y de que hubiera tenido varias aventuras y relaciones esporádicas era bien conocido tanto dentro como fuera de su círculo de amistades, lo cual daba lugar a otra serie de rumores. Hacía ya mucho tiempo que su relación con Erika Berger era objeto de numerosas especulaciones. Durante el último año éstas habían sido completadas con afirmaciones tales como que Mikael iba de cama en cama, ligaba sin parar y se aprovechaba de su condición de famoso para tirarse, una tras otra, a las clientas de todos los bares de Estocolmo. El rumor llegó a tal extremo que un periodista que apenas conocía a Mikael le preguntó si no debería pedir ayuda para que lo trataran de su adicción al sexo. El comentario surgió a raíz de que un célebre actor norteamericano acudiera a una clínica especializada en el tratamiento de dicho problema.

Es cierto que Mikael había tenido numerosas y breves relaciones; en alguna ocasión incluso mantuvo varias simultáneamente. Ni él mismo sabía muy bien a qué se debía. Era consciente de que físicamente no estaba mal pero nunca se había considerado especialmente atractivo. Sin embargo, a menudo le decían que poseía un algo especial que provocaba que las mujeres se interesaran por él. Una vez, Erika Berger le comentó que irradiaba, al mismo tiempo, confianza en sí mismo y seguridad, y que tenía el don de hacer que las mujeres se sintieran relajadas y sin necesidad de demostrarle nada. Acostarse con él no era ni incómodo, ni complicado, ni arriesgado; más bien estaba desprovisto de exigencias y resultaba eróticamente placentero. Como debía ser, según Mikael.

Al contrario de lo que pensaba la mayoría de sus amigos, Mikael nunca había sido un ligón. Como mucho, se hacía notar y daba a entender que estaba dispuesto, pero siempre dejaba que la mujer tomara la iniciativa. Las más de las veces el sexo llegaba como una consecuencia lógica. Las mujeres con las que acababa acostándose raramente eran ocasionales one night stands; es cierto que ese tipo de mujeres también había existido, pero, en general, terminaban siendo sesiones bastante insatisfacto-rias. Las mejores relaciones de Mikael habían sido con personas que había llegado a conocer bien y que le gustaban. Por eso no era fruto de la casualidad que, veinte años antes, hubiera iniciado una relación con Erika Berger: eran amigos y se atraían mutuamente.

Sin embargo, la fama adquirida en los últimos tiempos había provocado que las mujeres se sintieran cada vez más atraídas por su persona de una forma que a él se le antojó rarísima e incomprensible. Lo más sorprendente era que las jóvenes le tiraran los tejos impulsivamente en las situaciones más inesperadas.

No obstante -por muy cortas que fuesen sus faldas y por muy bien proporcionados que estuviesen sus cuerpos-, el interés de Mikael se dirigía a un tipo de mujer completamente distinto al de las entusiastas adolescentes. Cuando era más joven, las chicas con las que salía tenían, por lo general, más edad que él; en algunos casos eran, incluso, bastante mayores y mucho más experimentadas. A medida que fue cumpliendo años, sin embargo, la diferencia se fue compensando progresivamente. Sin lugar a dudas, Lisbeth Salander, con veinticinco años, había bajado notablemente la media de edad de sus compañeras de cama.

Esa era la razón de su apresurada reunión con Erika.

Con el objeto de hacerle un favor a una de las amigas de Erika, Millennium había cogido a una chica del instituto para realizar prácticas. Eso en sí mismo no suponía nada extraordinario; todos los años tenían varias personas en prácticas. En su momento, Mikael saludó educadamente a la joven de diecisiete años y casi al instante constató que su interés por el periodismo era más bien escaso, si exceptuamos su deseo de «salir en la tele» y -sospechaba Mikael- trabajar en Millennium porque, por lo visto, ahora otorgaba cierto estatus.

No tardó en darse cuenta de que ella no perdía ocasión de acercarse a él. Mikael fingía no percatarse de sus avances -exageradamente obvios-, cosa que sólo provocó que ella redoblara sus esfuerzos. Resultaba simplemente fastidioso.

De repente, Erika Berger se rió.

– No me lo puedo creer: sufres acoso sexual en el trabajo.

– Ricky, esto me resulta muy desagradable. Por nada del mundo quisiera herirla o avergonzarla. Pero es menos sutil que una yegua en celo. Estoy algo preocupado por lo que pueda llegar a hacer.

– Mikael, está enamorada de ti y, sencillamente, es demasiado joven para saber cómo actuar.

– Sorry. Te equivocas. Sabe jodidamente bien cómo hacerlo. Hay algo raro en su comportamiento y le está empezando a molestar que yo no muerda el anzuelo. Y lo que menos necesito ahora es otra ola de rumores que me presente como un viejo verde tipo Mick Jagger a la caza de conejitas.

– De acuerdo. Lo entiendo. O sea, que anoche ella se presentó en tu casa.

– Con una botella de vino. Dijo que había estado en la fiesta de un «conocido» que vivía en el barrio, intentando que su visita sonara a simple casualidad.

– ¿Y qué le contestaste?

– No la dejé pasar. Mentí y le dije que llegaba en un momento inoportuno, que estaba con una mujer.

– ¿Y cómo se lo tomó?

– Se mosqueó de la hostia pero se largó.

– ¿Y qué quieres que yo haga?

– Get her off my back. El lunes pienso hablar con ella en serio. O para o la echo a patadas de la redacción.

Erika Berger meditó un momento.

– No. No le digas nada. Hablaré con ella.

– No tengo elección.

– Está buscando un amigo, no un amante.

– No sé lo que andará buscando, pero…

– Mikael, yo también he pasado por eso. Hablaré con ella.


Nils Bjurman, al igual que cualquiera que hubiera visto la tele o leído un periódico durante el último año, sabía quién era Mikael Blomkvist. Sin embargo, no lo reconoció; y, aunque lo hubiese hecho, no habría reaccionado. Ignoraba por completo que existiera un vínculo entre la redacción de Millennium y Lisbeth Salander.

Además, estaba demasiado inmerso en sus propios pensamientos como para prestarle atención a su entorno.

Liberado, por fin, de su parálisis intelectual había empezado a analizar lentamente su propia situación y a cavilar sobre cómo aniquilar a Lisbeth Salander.

El problema giraba en torno a un solo escollo: el mismo de siempre.

Lisbeth Salander disponía de una película de noventa minutos que había grabado con cámara oculta y que mostraba en detalle cómo la violaba. Había visto la película. No daba pie a interpretaciones benévolas. Si alguna vez llegara al conocimiento del fiscal o -aún peor- si cayera en las garras de los medios de comunicación, su vida, su carrera profesional y su libertad se acabarían. Gracias a sus conocimientos de las penas impuestas por violación con agravantes, aprovechamiento de una persona en situación de dependencia, maltrato y maltrato grave, estimaba que le caerían unos seis años de cárcel. Un fiscal quisquilloso podría, incluso, apoyarse en una parte de la película para alegar intento de asesinato.

Le había faltado poco para ahogarla durante la violación, cuando, excitado, le hundió un cojín en la cara. Ojalá hubiera llegado hasta el final.

No entenderían que ella había estado jugando con él todo el tiempo. Lo provocó, lo engatusó con sus dulces ojos infantiles y lo sedujo con un cuerpo que podría ser el de una niña de doce años. Permitió que la violara. La culpa era de ella. Nunca comprenderían que, en realidad, había dirigido un espectáculo teatral. Ella lo había planificado todo…

Actuara como actuase, una condición sine qua non era hacerse con la película y asegurarse de que no existían copias. Ese era el quid de la cuestión.

No le cabía duda de que, a lo largo de los años, una bruja como Lisbeth Salander se habría granjeado unos cuantos enemigos. Sin embargo, el abogado Bjurman contaba con una gran ventaja. A diferencia de todos los demás -quienes, por una u otra razón, se habrían desesperado con ella-, él tenía libre acceso a todos sus historiales médicos, a los expedientes de los servicios sociales y a los informes psiquiátricos. Él era una de las pocas personas de toda Suecia que conocía sus secretos más íntimos

El informe que en su día le proporcionó la comisión de tutelaje al aceptar el encargo de convertirse en su administrador era breve y muy general: poco más de quince páginas que, fundamentalmente, presentaban una visión de su vida adulta, un resumen del diagnóstico al que habían llegado los psiquiatras forenses, la decisión del tribunal de someterla a la tutela de un administrador y la revisión del último año de sus cuentas bancanas.

Había leído ese informe una y otra vez. Luego, sistemáticamente, se puso a reunir datos sobre el pasado de Lisbeth Salander.

Gracias a su profesión estaba muy familiarizado con el procedimiento para recabar información en los registros oficiales. Al ser su administrador, no tuvo ningún problema para traspasar el secreto profesional al que estaban sometidos sus historiales médicos. Él era una de las pocas personas que podía tener acceso a cualquier papel que deseara relacionado con Lisbeth Salander.

Aun así le llevó meses recomponer, detalle a detalle, toda su vida; desde las primeras anotaciones hechas en el colegio hasta investigaciones policiales y actas del tribunal, pasando por los informes de los servicios sociales. Acudió personalmente al doctor Jesper H. Löderman -el psiquiatra que recomendó que Salander fuera recluida nada más cumplir dieciocho años- para hablar sobre el estado de la joven. El doctor le hizo un meticuloso repaso de sus razonamientos. Todos le fueron útiles a Bjurman. Una mujer de la comisión de los servicios sociales incluso le llegó a felicitar por mostrar un compromiso tan por encima de lo normal en su empeño por enterarse de todos los aspectos de la vida de Lisbeth Salander.

Sin embargo, la verdadera mina de oro la encontró en dos cuadernos metidos en una caja que acumulaba polvo en el despacho de un funcionario de la comisión de tutelaje. Habían sido escritos por el predecesor de Bjurman, el abogado Holger Palmgren, quien, aparentemente, llegó a conocer a Lisbeth Salander mejor que nadie. Año tras año, Palmgren le había ido entregando religiosamente un breve informe a la comisión, pero Bjurman suponía que Lisbeth Salander desconocía que, al mismo tiempo y con gran diligencia, Palmgren también había anotado sus propias reflexiones en los cuadernos, conformando así una especie de diario. Al parecer, se trataba del material personal de Palmgren que -al sufrir éste la apoplejía, hacía ya dos años- fue a parar a la comisión de tutelaje, donde nadie se había molestado ni siquiera en abrirlos para leer el contenido.

Eran los originales. No existían copias.

Perfecto.

Palmgren ofrecía una imagen de Lisbeth Salander completamente distinta de la que se podía deducir de los informes de los servicios sociales. Él había sido testigo del fatigoso camino que había llevado a convertir a una adolescente e indomable Lisbeth Salander en una joven empleada de la empresa de seguridad Milton Security, un empleo que obtuvo por medio de los contactos de Palmgren. Con un asombro cada vez mayor, Bjurman se había dado cuenta de que Lisbeth Salander no era, en absoluto, una retrasada conserje encargada de hacer fotocopias y preparar café. Todo lo contrario: tenía un trabajo cualificado que consistía en efectuar investigaciones personales para el director de Milton, Dragan Armanskij. Resultaba obvio que Armanskij y Palmgren se conocían y que, de vez en cuando, intercambiaban información sobre su protegida.


Nils Bjurman memorizó el nombre de Dragan Armanskij. De todas las personas que figuraban en la vida de Lisbeth Salander, sólo había dos que, en cierto sentido, daban la impresión de ser sus amigos y parecían considerarla su protegida. Palmgren ya era historia. Armanskij era la única persona que constituía una potencial amenaza. Bjurman decidió mantenerse alejado de Armanskij y no contactar con él.

Los cuadernos le aclararon muchas cosas. De repente, Bjurman entendió cómo Lisbeth Salander sabía tantas cosas de él. Sin embargo, seguía sin comprender cómo se enteró de su visita, sumamente discreta, a esa clínica de cirugía plástica de Francia. No obstante, gran parte del misterio que rodeaba a Salander había desaparecido: husmear en la vida privada de la gente era su trabajo. En seguida empezó a ser más cauteloso con sus propias pesquisas y comprendió que, considerando que Lisbeth Salander podía acceder a su piso, resultaba peligroso guardar allí papeles relacionados con ella. Metió toda la documentación en una caja y se la llevó a la casa de campo que tenía en las afueras de Stallarholmen, donde pasaba cada vez más tiempo, sumido en solitarias cavilaciones.

Cuanto más leía acerca de Lisbeth Salander, más se convencía de que se trataba de una persona patológicamente enferma. Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando pensó en que ella le había tenido esposado en su propia cama, completamente expuesto a su voluntad. Bjurman no dudaba de que ella haría realidad su amenaza de matarlo si él la provocara.

Lisbeth carecía de inhibiciones sociales. Se trataba de una maldita y peligrosa psicópata, una enferma mental. Una bomba de relojería. Una puta.


El diario de Holger Palmgren también contribuyó a proporcionarle la clave definitiva. En varias ocasiones, Palmgren había anotado observaciones muy personales sobre las conversaciones mantenidas con Lisbeth Salander. «Un vejete chocho.» En dos casos concretos él se refirió a la expresión «cuando ocurrió Todo Lo Malo». Resultaba obvio que Palmgren la había tomado de Lisbeth Salander pero no quedaba muy claro a qué se refería.

Desconcertado, Bjurman apuntó las palabras «Todo Lo Malo». ¿Los años pasados en casas de acogida? ¿Algún caso particular de abusos? Todo debería estar en la vasta documentación a la que ya tenía acceso.

Abrió el informe de la investigación psiquiátrica forense que se efectuó sobre Lisbeth Salander cuando ésta cumplió dieciocho años, y lo leyó atentamente por quinta o sexta vez. En ese momento se dio cuenta de que tenía una laguna en sus conocimientos sobre ella.

Disponía de algunas partes de su expediente académico, un certificado que establecía que la madre de Lisbeth Salander era incapaz de ocuparse de ella, informes de diversas casas de acogida durante sus años de adolescencia y la investigación psiquiátrica realizada el día de su decimoctavo cumpleaños.

Algo había desencadenado su locura cuando ella contaba, aproximadamente, doce años.

También había otros huecos en su biografía.

Al principio descubrió, para su gran asombro, que Lisbeth Salander tenía una hermana gemela a la que no se aludía en ningún lugar del material del que había dispuesto con anterioridad. «Dios mío, hay dos.» Pero no pudo encontrar ningún apunte sobre el paradero de la hermana.

Se desconocía la identidad del padre y se eludía la explicación de por qué la madre no se pudo ocupar de ella. Antes, Bjurman había dado por sentado que se había debido a una enfermedad y que todas las estancias de Lisbeth en la clínica de psiquiatría infantil fueron motivadas por esa enfermedad. Ahora estaba convencido de que algo le había sucedido a Lisbeth Salander cuando tenía unos doce o trece años. «Todo Lo Malo.» Un trauma. Pero en ningún sitio quedaba claro en qué consistía Todo Lo Malo.

En el informe psiquiátrico forense encontró finalmente una referencia a un anexo que faltaba: el número de registro de una investigación policial fechada el 12 de marzo de 1991. El número estaba apuntado a mano en un margen de la copia que él había extraído de los archivos de los servicios sociales. Pero al intentar pedirlo tocó hueso. La investigación había sido declarada confidencial por Real Decreto. Podía recurrir al gobierno.

Nils Bjurman se quedó perplejo. Que una investigación policial relacionada con una niña de doce años fuera clasificada como secreta no resultaba en sí sorprendente; era normal por respeto a su integridad personal. Pero él era el administrador de Lisbeth Salander y tenía derecho a pedir cualquier documentación sobre ella. No comprendía por qué una investigación había sido clasificada con un grado de confidencialidad tan elevado como para verse obligado a recurrir al gobierno para tener acceso a la misma.

Automáticamente entregó una solicitud. Tardaron dos meses en tramitarla. Para su asombro le fue denegada. No le entraba en la cabeza qué podía haber en una investigación de hacía casi quince años sobre una niña de doce para que se guardara con la misma seguridad con la que se custodiaría la llave de la sede del gobierno de Rosenbad.

Volvió al diario de Holger Palmgren y lo leyó de nuevo, línea a línea, intentando comprender a qué hacía referencia Todo Lo Malo. Pero el texto no ofrecía pista alguna. Evidentemente, era un tema que había sido tratado entre Holger Palmgren y Lisbeth Salander pero que él nunca llegó a anotar. Además, los apuntes acerca de Todo Lo Malo aparecían al final de uno de los cuadernos. Era posible que Palmgren no hubiera tenido tiempo de escribir unas notas en condiciones antes de sufrir el derrame cerebral.

Lo cual llevaba los pensamientos del abogado Bjurman por otros derroteros. Holger Palmgren había sido el tutor de Lisbeth Salander desde que ésta cumplió trece años, así como su administrador a partir de su decimoctavo cumpleaños. En otras palabras: Palmgren estaba presente en su vida desde poco tiempo después de que ocurriese Todo Lo Malo y también cuando Salander fue internada en la unidad de psiquiatría infantil. La probabilidad de que conociera lo sucedido era, por lo tanto, muy alta.

Bjurman regresó al archivo de la comisión de tutelaje. Esta vez no pidió ver la documentación sobre Lisbeth Salander sino la descripción del cometido de Palmgren, algo determinado por la propia comisión. Se la dieron y, a primera vista, resultó decepcionante. Dos páginas de escasa información. La madre de Lisbeth Salander ya no era capaz de ocuparse de sus hijas. A causa de las especiales circunstancias, las hijas tuvieron que ser separadas. Camilla Salander fue entregada, por mediación de los servicios sociales, a una familia de acogida. Lisbeth Salander ingresó en la unidad de psiquiatría infantil de Sankt Stefan. No se consideró otra alternativa.

¿Por qué? Había una frase críptica: «Debido a los acontecimientos del 120391, la comisión de los servicios sociales ha decidido que…». Luego otra referencia al número de registro de las misteriosas y confidenciales pesquisas policiales. Pero esta vez había un detalle más: el nombre del policía encargado de la investigación.

Estupefacto, el abogado Nils Bjurman se quedó mirando el nombre. Era un nombre que conocía. Y muy bien.

Las cosas cobraban otra dimensión.

Tardó otros dos meses, por vías completamente distintas, en conseguir el informe de la investigación: un informe policial breve y conciso compuesto por cuarenta y siete páginas metidas en una carpeta tamaño A4, complementado con un total de unas sesenta páginas que se habían ido añadiendo a lo largo de un período de seis años.

Al principio no lo entendió.

Luego encontró las fotografías de los médicos forenses y volvió a comprobar el nombre. «Dios mío… no puede ser.»

De repente comprendió por qué el asunto había sido clasificado como confidencial. El abogado Nils Bjurman acababa de hacer jackpot.

Al leer posteriormente, línea a línea, el informe de la investigación, se dio cuenta de que había otra persona en el mundo con motivos para odiar a Lisbeth Salander con la misma pasión que él.

Bjurman no estaba solo.

Tenía un aliado. El aliado más inverosímil que se podía imaginar.

Lentamente empezó a urdir un plan.


Nils Bjurman abandonó sus pensamientos cuando una sombra se cernió sobre la mesa del Café Hedon. Levantó la vista y vio a un rubio… gigante, ésa fue la palabra con la que al final se quedó. Durante una décima de segundo se echó atrás pero en seguida recuperó el control.

El hombre que lo miraba desde arriba medía más de dos metros y tenía una constitución física fuerte. Excepcionalmente fuerte. Un culturista, sin duda. Bjurman no pudo percibir ni una pizca de grasa o flacidez. Daba una impresión general de poseer una fuerza espantosa.

El hombre era rubio, tenía las sienes rapadas y un corto flequillo. Su cara era ovalada, curiosamente delicada, casi infantil. En cambio, sus ojos color azul hielo no resultaban nada delicados. Vestía una cazadora de cuero que le llegaba hasta la cintura, una camisa azul, corbata negra y pantalones negros. Lo último en lo que el abogado Bjurman reparó fue en sus manos. Si el hombre era ya de por sí grande, sus manos resultaban enormes.

– ¿El abogado Bjurman?

Hablaba con un marcado acento, pero la voz le resultó tan extrañamente aguda que Bjurman estuvo a punto de esbozar una sonrisa. Asintió.

– Hemos recibido tu carta.

– ¿Quién eres tú? Yo quería hablar con…

El hombre de las manos enormes ignoró la pregunta, se sentó frente a Bjurman y lo interrumpió.

– Pues tendrás que hablar conmigo. Explícame qué quieres.

El abogado Nils Erik Bjurman dudó un instante. Odiaba la idea de tener que confiarse a un completo desconocido. Pero era necesario. Se recordó a sí mismo que no era el único que odiaba a Lisbeth Salander. Se trataba de encontrar un aliado. En voz baja empezó a comentarle el asunto.

Capítulo 3 Viernes, 17 de diciembre – Sábado, 18 de diciembre

Lisbeth Salander se despertó a las siete de la mañana, se duchó, bajó a ver a Freddy McBain a la recepción y le preguntó si había algún Beach Buggy libre que pudiera alquilar para un día. Diez minutos más tarde, ya había pagado el depósito, ajustado el asiento y el retrovisor, arrancado el motor y comprobado que tenía gasolina. Entró en el bar y pidió un caffè latte y un sandwich de queso para desayunar, y una botella de agua mineral para llevar.

Se pasó el desayuno emborronando una servilleta con números y cavilando sobre Pierre de Fermat (x3 + y3 = z3).

Poco después de las ocho, el doctor Forbes bajó al bar. Estaba recién afeitado y vestido con un traje oscuro, una camisa blanca y una corbata azul. Pidió huevos, tostadas, zumo de naranja y un café solo. A las ocho y media se levantó y se metió en un taxi que lo estaba esperando.

Lisbeth lo siguió a una distancia prudencial. El doctor Forbes bajó del taxi delante de Seascape, al principio de The Carenage, y empezó a caminar por la orilla. Lisbeth lo adelantó, aparcó en medio del paseo marítimo y esperó pacientemente a que él pasara. Luego lo siguió, esta vez a pie.

A la una, Lisbeth Salander estaba empapada de sudor y tenía los pies hinchados. Llevaba cuatro horas paseando por Saint George's de una calle a otra. El ritmo había sido sosegado pero continuo y las numerosas y empinadas colinas empezaron a fatigarle los músculos. La energía del doctor Forbes la asombró. Mientras apuraba las últimas gotas de la botella de agua mineral, empezó a plantearse la posibilidad de abandonar… Y, de repente, él se dirigió a The Turtleback. Le concedió diez minutos antes de entrar en el restaurante e instalarse en la terraza. Se sentaron exactamente en el mismo sitio que el día anterior; al igual que entonces, él tomaba Coca-Cola mientras miraba fijamente las aguas del puerto.

Forbes era una de las pocas personas de Granada que vestía traje y corbata. Lisbeth advirtió que parecía impasible ante el calor.

A las tres, Forbes pagó y abandonó el restaurante, interrumpiendo así la cadena de pensamientos de Lisbeth. Paseó a lo largo de The Carenage y cogió uno de los minibuses que iban hasta Grand Anse. Lisbeth aparcó delante del hotel Keys cinco minutos antes de que él se bajara. Lisbeth subió a su habitación, llenó la bañera de agua fría y se instaló cómodamente. Le dolían los pies. Frunció el ceño.

La actividad del día le había proporcionado una información muy precisa. El doctor Forbes, recién afeitado y vestido de combate, salía cada mañana del hotel con su maletín. Durante el día no hacía otra cosa que matar el tiempo. Fuera cual fuese la finalidad de su estancia en Granada, no se trataba de construir un colegio. Pero por alguna razón quería aparentar que se encontraba en la isla por negocios.

¿A qué venía todo ese teatro?

La única persona a la que, lógicamente, querría ocultarle algo sería su propia mujer, a quien quería darle a entender que se encontraba sumamente ocupado durante todo el día. Pero ¿por qué? ¿Había fracasado en los negocios y era demasiado orgulloso para reconocerlo? ¿Su viaje a Granada tenía un objetivo completamente distinto? ¿Esperaba algo o a alguien?


Al mirar su hotmail, Lisbeth Salander se encontró con cuatro nuevos correos. El primero era de Plague y había sido enviado poco más de una hora después de que ella le mandara el suyo. El mensaje estaba encriptado y contenía dos palabras que componían una lacónica pregunta: «¿estás viva?». Plague no era muy dado a redactar correos largos y sentimentales. Claro que Lisbeth tampoco.

Los dos siguientes fueron enviados sobre las dos de la madrugada. Uno era de Plague y llevaba información encriptada sobre cómo un conocido de la red, que firmaba como Bilbo y que, por casualidad, vivía en Tejas, había mordido el anzuelo. Plague adjuntaba la dirección y la clave PGP de Bilbo. Unos minutos más tarde, éste ya le había mandado un correo desde una dirección de hotmail. El mensaje era breve y tan sólo informaba de que Bilbo tenía la intención de enviar datos sobre el doctor Forbes en las próximas veinticuatro horas.

El cuarto correo también era de Bilbo y fue mandado por la tarde. Contenía un número encriptado de una cuenta bancaria y una dirección ftp. Lisbeth pinchó la dirección y encontró un archivo zip de 390 Kb que guardó y abrió. Se trataba de una carpeta con cuatro fotos jpg de baja resolución y cinco documentos en Word.

Dos de las imágenes eran retratos del doctor Forbes. En una de ellas, hecha en el estreno de una representación teatral, se veía a Forbes con su mujer. La cuarta instantánea mostraba al doctor en el púlpito de una iglesia.

El primer documento contenía un texto de once páginas y constituía el informe de Bilbo. Otro estaba compuesto por ochenta y cuatro páginas bajadas de Internet. Los dos siguientes eran recortes escaneados del periódico local Austin American-Statesman, y el último de todos ofrecía un panorama general sobre la congregación del doctor Forbes: The Presbyterian Church of Austin South.

Dejando de lado el hecho de que Lisbeth Salander se supiera de memoria el tercer libro del Pentateuco -un año antes tuvo verdaderos motivos para estudiar la bíblica legislación de castigos-, sus conocimientos sobre la historia de la religión eran muy modestos. Exceptuando que sabía que las iglesias judías se llamaban sinagogas, su idea sobre las diferencias existentes entre ésta, la presbiteriana y la católica era más bien pobre. Por un instante temió verse obligada a profundizar hasta el más mínimo detalle en aspectos teológicos. Luego se dio cuenta de que le importaba una mierda el tipo de iglesia a la que perteneciera el doctor Forbes.

El doctor Richard Forbes, a veces llamado reverendo Richard Forbes, tenía cuarenta y dos años. La página web de la Church of Austin South revelaba que la iglesia tenía siete empleados. El reverendo Duncan Clegg figuraba en el primer lugar de la lista, lo cual dejaba adivinar que se trataba de la principal figura teológica de aquella iglesia. Una foto mostraba a un hombre fuerte de abundante pelo canoso y una barba gris bien recortada. Richard Forbes se encontraba en el tercer lugar de la lista y era el responsable de los temas educativos. Junto a su nombre aparecía, entre paréntesis, Holy Water Foundation.

Lisbeth leyó el mensaje introductorio de la iglesia:

Mediante la oración y la acción de gracias vamos a servir al pueblo de Austin South ofreciéndoles la estabilidad, la teología y la ideología esperanzadora que propugna la Iglesia Presbiteriana de América. Como servidores de Cristo ofrecemos amparo a los necesitados y la promesa de la redención a través de la oración y la bendición baptista. Alegrémonos del amor que Dios nos tiene. Nuestro deber es derribar los muros que existen entre las personas y eliminar los obstáculos que impiden la comprensión del mensaje de amor de Dios.

Inmediatamente debajo de la introducción venía el número de cuenta corriente de la iglesia y una exhortación para poner en práctica el amor a Dios.

La breve biografía sobre Richard Forbes proporcionada por Bilbo era excelente. Gracias a ella Lisbeth se enteró de que Forbes nació en Cedar's Bluff (Nevada) y de que -antes de cumplir los treinta y un años y unirse a la Church of Austin South- trabajó como agricultor, hombre de negocios, bedel, corresponsal local de un periódico de Nuevo Méjico y manager de una banda de rock cristiano. También se había formado como contable y, además, estudió arqueología. Sin embargo, Bilbo no fue capaz de encontrar ningún título oficial de «doctor».

Forbes conoció a Geraldine Knight, única hija del ranchero William F. Knight, miembro destacado de la Austin South. Richard y Geraldine se casaron en 1997, tras lo cual despegó la carrera de Richard Forbes dentro de la iglesia. Se convirtió en jefe de la Fundación Santa María, cuya misión consistía en «invertir el dinero de Dios en proyectos educativos para los necesitados».

Forbes había sido arrestado en dos ocasiones. En 1987, con veinticinco años, fue acusado de provocar graves daños físicos en un accidente de tráfico. En el juicio resultó absuelto. Por lo que Lisbeth pudo deducir de los recortes de prensa, realmente era inocente. En 1995 fue demandado por malversación de fondos de la banda de rock de la que era manager. También en esa ocasión fue declarado inocente.

En Austin se convirtió en un conocido personaje y en miembro de la comisión educativa de la ciudad. Estaba afiliado al Partido Demócrata, y participaba asiduamente en actos de caridad en los que recaudaba dinero para costear la educación de familias con pocos recursos. La Church of Austin South dedicaba gran parte de su actividad misionera a familias de habla hispana.

En el año 2001 Forbes fue acusado de ciertas irregularidades económicas relacionadas con la Fundación Santa María. Un artículo periodístico insinuaba que el susodicho había destinado a fondos de inversión una cantidad de dinero mayor que lo estipulado en los estatutos. Las acusaciones fueron refutadas por la iglesia, y el pastor Clegg se mostró claramente a favor de Forbes en el debate que se desencadenó. No se llegó a dictar auto de procesamiento, y de la auditoría tampoco salió nada criticable.

Lisbeth se detuvo con interés en la economía privada de Forbes y empezó a reflexionar. Contaba con unos ingresos anuales de sesenta mil dólares, un sueldo bastante decente, pero carecía de bienes propios. El miembro de la familia que representaba la estabilidad económica era su esposa, Geraldine Forbes, cuyo padre falleció en 2002. Su hija fue la única heredera de una fortuna de más de cuarenta millones de dólares. La pareja no tenía hijos.

Por consiguiente, Richard Forbes dependía de su mujer. Lisbeth frunció el ceño. No era un buen punto de partida para dedicarse a maltratarla.

Lisbeth se conectó a Internet y le mandó un breve mensaje encriptado a Bilbo dándole las gracias por el informe. También hizo una transferencia de quinientos dólares al número de cuenta que Bilbo le había indicado.

Salió al balcón y se apoyó en la barandilla. El sol se estaba poniendo. Un viento cada vez más fuerte sacudía las ramas de las palmeras situadas a lo largo de la muralla de la playa. Granada se encontraba justo dentro del límite del radio de alcance de Mathilda. Siguió el consejo de Ella Carmichael y metió el ordenador, Dimensions in Mathematics, algunas pertenencias personales y una muda en una bolsa de nailon que dejó en el suelo, junto a la cama. Luego bajó al bar y cenó pescado, que acompañó con una botella de Carib.

El único acontecimiento digno de mención fue que el doctor Forbes -que se hallaba ahora en la barra del bar y vestido esta vez con un polo claro, pantalones cortos y unas deportivas- le hacía a Ella Carmichael preguntas sobre las últimas noticias de Mathilda. No parecía preocupado. Llevaba en el cuello una cadena de oro con una cruz y presentaba un aspecto fresco y atractivo.


Tras el infructuoso paseo por Saint George's de ese día, Lisbeth Salander estaba agotada. Después de cenar salió a dar una vuelta, pero hacía mucho viento y la temperatura había bajado considerablemente. En su lugar, subió a su habitación y se metió entre las sábanas a eso de las nueve. El viento silbaba al otro lado de la ventana. Tenía pensado leer un rato pero se durmió en seguida.

Lisbeth se despertó de un sobresalto provocado por un gran estruendo. Consultó su reloj: las once y cuarto de la noche. Se levantó de la cama y, tambaleándose, se acercó a la puerta del balcón y la abrió. Las fuertes ráfagas de aire la golpearon y la hicieron retroceder. Se apoyó contra el marco de la puerta. Con sumo cuidado dio un paso, se asomó al balcón y miró al exterior.

Alrededor de la piscina, algunos farolillos oscilaban de un lado para otro creando un dramático juego de sombras en el patio. Se percató de que varios clientes del hotel se habían despertado y se hallaban junto a la entrada de la muralla, con la vista puesta en la playa. Otros se encontraban en las inmediaciones del bar. Al mirar hacia el norte pudo divisar las luces de Saint George's. El cielo estaba cubierto de nubes pero no llovía. La oscuridad reinante no le permitía ver el mar, pero el rumor de las olas era mucho más alto de lo normal. La temperatura había bajado aún más. Por primera vez desde que había llegado al Caribe estaba tiritando de frío.

Mientras estaba en el balcón alguien aporreó la puerta. Se envolvió en una sábana y abrió. Freddy McBain mostraba un semblante serio.

– Perdona que te moleste, pero parece que se avecina una tormenta.

– Mathilda.

– Mathilda -confirmó McBain-. Esta misma tarde ha pasado cerca de Tobago y ha causado grandes estragos. Hemos recibido noticias que hablan de graves daños.

Mentalmente, Lisbeth repasó sus conocimientos de geografía y meteorología. Trinidad y Tobago se encontraban a unos doscientos kilómetros al sudeste de Granada. Una tormenta tropical podía extenderse sin ningún problema en un radio de cien kilómetros y desplazarse a una velocidad de treinta o cuarenta kilómetros por hora. Lo cual quería decir que Mathilda, a esas alturas, podría estar llamando a las puertas de Granada. Todo dependía del rumbo que cogiera.

– No hay ningún peligro inminente -continuó McBain-. Pero vamos a curarnos en salud. Mete tus cosas de valor en una bolsa y baja a recepción. El hotel invita a café y sandwiches.

Lisbeth siguió sus consejos. Se lavó la cara para despertarse, se puso unos vaqueros, unas botas y una camisa de franela, y se colgó del hombro la bolsa de nailon. Justo antes de abandonar la habitación volvió al baño y encendió la luz. La lagartija verde no estaba a la vista. Debía de haberse escapado por algún agujero. Chica lista.

Ya en el bar se dirigió tranquilamente a su lugar habitual, mientras observaba cómo Ella Carmichael ordenaba a sus empleados que llenaran termos con bebidas calientes. Al cabo de un rato se acercó a la esquina donde estaba Lisbeth.

– Hola. Parece que has saltado de la cama.

– Acababa de dormirme. ¿Qué pasa ahora?

– Aguardamos. Hay un temporal en el mar y desde Trinidad nos han alertado de la existencia de un huracán. Si las cosas empeoran y Mathilda se aproxima hasta aquí, nos meteremos en el sótano. ¿Puedes echarnos una mano?

– ¿Qué quieres que haga?

– En la recepción tenemos ciento sesenta mantas que hay que bajar al sótano. Y todavía queda mucho por guardar.

Durante los siguientes minutos, Lisbeth ayudó bajando mantas y recogiendo macetas, mesas, tumbonas y otras cosas de alrededor de la piscina. Satisfecha, Ella le dio el resto de la noche libre. Lisbeth se acercó tranquilamente hasta la salida de la muralla que daba a la playa y se adentró en la oscuridad. El mar bramaba amedrentador y las ráfagas de viento la azotaban con tanta intensidad que se vio obligada a hacer fuerza con los pies para no caerse. Las palmeras que había a lo largo de la muralla estaban zarandeándose de modo inquietante.

Volvió al bar, pidió un caffè latte y se sentó junto a la barra. Era poco más de medianoche. Un claro ambiente de preocupación reinaba entre los clientes y el personal. Sentados en torno a las mesas, mantenían conversaciones en voz baja mientras miraban al cielo cada cierto tiempo. En total, en el hotel Keys había treinta y dos clientes y una decena de trabajadores. De repente, Lisbeth advirtió la presencia de Geraldine Forbes en una mesa del fondo, junto a la recepción. Tenía una expresión tensa y una copa en la mano. Su marido no estaba.


Lisbeth se encontraba tomando café meditando de nuevo sobre el teorema de Fermat cuando Freddy McBain salió de su despacho y se plantó en medio de la recepción.

– Atención, por favor. Me acaban de informar de que una tormenta cuya fuerza es similar a la de un huracan se ha abatido sobre Petit Martinique. Quiero pedirles a todos que bajen al sótano inmediatamente.

Freddy McBain cortó cualquier tentativa de pregunta o inicio de conversación y dirigió a sus clientes hacia las escaleras que conducían al sótano, situadas tras la recepción. Petit Martinique era una pequeña isla perteneciente a Granada que estaba ubicada a unas millas al norte de la isla principal. Lisbeth miró de reojo a Ella Carmichael y aguzó el oído cuando ésta se aproximó a Freddy McBain.

– ¿Es muy serio? -preguntó Ella.

– No lo sé. El teléfono se ha cortado -contestó McBain en voz baja.

Lisbeth bajó al sótano y dejó su bolsa en un rincón, sobre una manta. Meditó un rato y luego volvió a subir a la recepción, a contracorriente de la gente que bajaba. Se acercó a Ella Carmichael y le preguntó si podía ayudar en algo más. Seria pero resuelta, Ella negó con la cabeza.

– Veremos lo que pasa. Mathilda es una bitch.

Lisbeth reparó en un grupo de cinco adultos y unos diez niños que entraron apresuradamente por la puerta principal. Freddy McBain los recibió y les mostró el camino hasta las escaleras del sótano.

De repente a Lisbeth le asaltó una inquietante duda.

– Supongo que ahora mismo todo el mundo está refugiándose en algún sótano, ¿no? -preguntó en voz baja.

Ella Carmichael siguió con la mirada a la familia que se encontraba junto a las escaleras.

– Me temo que éste es uno de los pocos de toda Grand Anse. Seguramente llegará más gente buscando refugio.

Lisbeth le lanzó a Ella una incisiva mirada.

– ¿Y qué hacen los demás?

– ¿Los que no tienen sótano? -se rió amargamente-. Se agazapan como pueden dentro de sus casas obuscan cobijo en algún cobertizo. Han de confiar en Dios.

Lisbeth dio media vuelta, atravesó la recepción corriendo y salió por la puerta. George Bland.

Oyó a Ella gritando detrás, pero no se detuvo a darle explicaciones.

«Vive en un maldito cobertizo que se vendrá abajo con la primera ráfaga de viento.»

En cuanto salió a la carretera de Saint George's el vendaval la zarandeó y Lisbeth estuvo a punto de perder el equilibrio. Sin acobardarse, echó a correr. Se encontró con fuertes rachas de viento en contra que la hicieron tambalearse. Tardó casi diez minutos en recorrer los poco más de cuatrocientos metros que había hasta la casa de George Bland. No vio ni un alma en todo el camino.


En el mismo instante en que giró hacia el cobertizo de George Bland y advirtió el brillo de la lámpara de queroseno a través de una rendija de la ventana, una gélida lluvia surgió de la nada, como el chorro de una manguera. Apenas dos segundos después ya estaba empapada y la visibilidad se redujo a unos pocos metros. Aporreó la puerta. Al verla, George Bland abrió los ojos de par en par.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó, gritando para hacerse oír por encima del viento.

– Ven. Tienes que venir al hotel. Hay un sótano.

George Bland se quedó perplejo. De repente, la puerta se cerró de golpe y a él le costó varios segundos volverla a abrir. Lisbeth agarró a George de la camiseta y lo sacó de un tirón. Se quitó el agua de la cara, lo cogió de la mano y empezó a correr. El la siguió.

Eligieron el camino de la playa, unos cien metros más corto que la carretera, que dibujaba una pronunciada curva tierra adentro. A medio camino, Lisbeth se dio cuenta de que habían cometido un error. En la playa no tenían ninguna protección. El viento y la lluvia se abatieron sobre ellos con tanta fuerza que se vieron obligados a detenerse varias veces. Arena y ramas volaban por los aires. El ruido resultaba ensordecedor. Tras lo que se le antojó una eternidad, Lisbeth, por fin, vio materializarse ante sus ojos la muralla del hotel. Aligeró el paso. Cuando finalmente alcanzaron la puerta -promesa de salvación-, ella volvió la cabeza y le echó un vistazo a la playa. Se detuvo en seco.


A través de la densa cortina de agua descubrió de pronto, a unos cincuenta metros, dos siluetas. George Bland la cogió del brazo y tiró de ella, obligándola a entrar. Ella se soltó y se apoyó contra la muralla mientras intentaba enfocar la mirada. Durante un par de segundos perdió de vista a las dos figuras bajo la lluvia. Luego, un relámpago iluminó el cielo por completo.

Ya sabía que se trataba de Richard y Geraldine Forbes. Se hallaban más o menos en el mismo sitio donde había visto deambular a Richard Forbes la noche anterior.

Cuando el siguiente relámpago hizo acto de presencia, vio que Richard Forbes parecía arrastrar a su mujer y que ella se le resistía.

De repente, las piezas del puzle encajaron. La dependencia económica. Las acusaciones sobre las irregularidades económicas de Austin. Su inquieto ir y venir y sus cavilaciones sentado inmóvil en The Turtleback.

«Piensa asesinarla. Hay cuarenta millones en juego. La tormenta es su camuflaje. Esta es su oportunidad.»

De un empujón, Lisbeth Salander introdujo a George Bland en el recinto del hotel. Acto seguido, miró a su alrededor y se topó con la desvencijada silla plegable en la que solía sentarse el vigilante nocturno y que nadie había recogido ni guardado antes de la tormenta. La cogió, la estrelló con todas sus fuerzas contra la muralla y se armó con una de las patas. Atónito, George Bland gritó tras ella cuando la vio abalanzarse sobre la playa.

Las ráfagas de viento por poco la tumbaron, pero Lisbeth hizo de tripas corazón y avanzó paso a paso con mucho esfuerzo. Ya casi había llegado hasta donde se encontraba la pareja cuando el siguiente relámpago iluminó la playa y ella vio a Geraldine Forbes, de rodillas, en la orilla. Richard Forbes estaba inclinado sobre ella con el brazo levantado dispuesto a golpearla, blandiendo en la mano algo que parecía un tubo de hierro. Lisbeth vio que el brazo de él descendía hasta la cabeza de la mujer dibujando un arco. Esta dejó de patalear.

Richard Forbes no tuvo tiempo de ver a Lisbeth Salander.

Le rompió la pata de la silla en la cabeza y él cayó de bruces.

Lisbeth se inclinó y cogió a Geraldine Forbes. Mientras la lluvia las azotaba, le dio la vuelta al cuerpo de la mujer. Súbitamente sus manos se mancharon de sangre. Geraldine Forbes tenía una profunda herida en la cabeza. Pesaba como un muerto. Desesperadamente, Lisbeth miró a su alrededor mientras reflexionaba sobre cómo iba a trasladar aquel cuerpo hasta la muralla del hotel. Acto seguido, George Bland apareció a su lado. Gritó algo que, con la tormenta, Lisbeth no oyó.

Lisbeth miró de reojo a Richard Forbes. Le daba la espalda pero se había puesto a cuatro patas. Ella agarró el brazo izquierdo de Geraldine Forbes, se lo pasó alrededor del cuello y le hizo señas a George Bland para que la cogiera del derecho. Con gran esfuerzo, empezaron a arrastrar el cuerpo por la playa.

A medio camino en dirección a la muralla, Lisbeth se sintió exhausta, como si todas sus fuerzas la hubiesen abandonado. El corazón le dio un vuelco cuando, de repente, sintió que una mano la agarraba del hombro. Soltó a Geraldine Forbes, se giró y le dio una patada a Richard Forbes en la entrepierna. Él se tambaleó y cayó de rodillas. Lisbeth tomó impulso y le dio otra patada en la cara. Luego se enfrentó a la mirada aterrorizada de George Bland. Lisbeth le dedicó medio segundo de atención antes de volver a coger a Geraldine Forbes y arrastrarla.

Al cabo de unos segundos giró de nuevo la cabeza. A diez pasos por detrás de ellos, Richard Forbes, empujado por las ráfagas de viento, iba dando tumbos y haciendo eses como un borracho.

Un nuevo relámpago partió el cielo en dos y Lisbeth Salander abrió los ojos de par en par.

Por primera vez sintió un paralizante terror.

Detrás de Richard Forbes, a unos cien metros mar adentro, vio el dedo de Dios.

Una imagen momentánea congelada a la luz del relámpago, un pilar negro azabache que se elevó en el cielo hasta desaparecer de su campo de visión.

Mathilda.

No es posible.

Un huracán, sí.

¿Un tornado? Imposible.

Granada no es zona de tornados.

Un gigantesco tornado en una zona donde los tornados no pueden formarse.

Los tornados no se pueden originar en el agua.

Es científicamente imposible.

Es algo único.

Ha venido para llevarme.

George Bland también había visto el tornado. Mutua y simultáneamente, se gritaron que se dieran prisa, pero ninguno de los dos pudo entender lo que el otro decía.

Veinte metros para la muralla. Diez. Lisbeth tropezó y cayó de rodillas. Cinco. En la puerta, volvió la vista atrás por última vez. Divisó vagamente a Richard Forbes en el mismo instante en que era arrastrado hacia el agua como por una mano invisible y desaparecía. Con la ayuda de George Bland introdujo el peso que arrastraba. Tambaleándose, avanzaron por el patio. A través de la tormenta, Lisbeth oyó el ruido de los cristales de las ventanas haciéndose añicos y los penetrantes quejidos de las chapas que se doblaban. Una tabla voló por los aires justo delante de sus narices. Acto seguido, algo le dio en la espalda provocándole dolor. Al alcanzar la recepción, la intensidad del viento disminuyó.

Lisbeth detuvo a George Bland y, agarrándolo del cuello de la camisa, le acercó la cabeza a su boca y le gritó al oído:

– La hemos encontrado en la playa. No hemos visto a su marido. ¿Lo has entendido?

George asintió.

Bajaron a Geraldine Forbes arrastrándola por la escalera. Lisbeth le dio unas patadas a la puerta del sótano. Freddy McBain abrió y los miró fijamente. Luego cogió el peso que arrastraban y, de un tirón, los metió dentro antes de cerrar la puerta. En apenas un segundo el insoportable estruendo de la tormenta se redujo a un simple chirrido y traqueteo de fondo. Lisbeth inspiró profundamente.


Ella Carmichael sirvió una taza de café caliente y se la dio a Lisbeth. Esta se encontraba tan agotada que apenas tenía fuerzas para levantar el brazo. Estaba sentada en el suelo y apoyada contra la pared, completamente rendida. Alguien la había abrigado con mantas. También a George Bland. Estaba empapada y presentaba un corte que sangraba abundantemente, justo por debajo de la rodilla. En los vaqueros tenía un desgarrón de unos diez centímetros que no recordaba haberse hecho. Sin el menor interés observó que Freddy McBain y algunos clientes del hotel atendían a Geraldine Forbes y le ponían una venda en la cabeza. Captó algunas palabras sueltas y entendió que alguien de ese grupo era médico. Se percató de que el sótano estaba lleno; a los clientes del hotel se les habían unido más personas de fuera que buscaban refugio.

Finalmente, Freddy McBain se acercó a Lisbeth Salander y se agachó.

– Está viva.

Lisbeth no contestó.

– ¿Qué ha pasado?

– La hemos encontrado en la playa, delante de la muralla.

– Cuando conté a los clientes que había en el sótano eché en falta a tres personas: tú y los Forbes. Fue Ella quien me dijo que saliste disparada como una loca nada más estallar la tormenta.

– Salí corriendo para buscar a mi amigo George. -Lisbeth hizo señas con la cabeza en dirección a su amigo-. Vive un poco más abajo de la carretera, en un cobertizo que quizá ya no exista.

– Has cometido una estupidez, pero has sido muy valiente -dijo Freddy McBain, mirando de reojo a George Bland-. ¿Visteis al marido, Richard Forbes?

– No -contestó Lisbeth con una mirada neutra.

George Bland negaba con la cabeza mientras observaba a Lisbeth con el rabillo del ojo.

Ella Carmichael ladeó la cabeza y le echó una incisiva mirada a Lisbeth Salander. Ésta se la devolvió con ojos inexpresivos.

Geraldine Forbes se despertó hacia las tres de la madrugada. A esas alturas, Lisbeth Salander se había dormido con la cabeza apoyada contra el hombro de George Bland.


De alguna milagrosa manera, Granada sobrevivió a esa noche. Al amanecer, el temporal había amainado y había sido reemplazado por la peor lluvia que Lisbeth Salander había visto jamás. Freddy McBain dejó salir del sótano a los clientes.

El hotel Keys -que había sido devastado, al igual que toda la costa- iba tener que pasar por una importante reforma. El bar exterior de Ella Carmichael había desaparecido, y un porche había quedado totalmente destrozado. Los postigos de las ventanas habían sido arrancados de cuajo de la fachada y una parte del tejado saliente del hotel se había doblado. La recepción era un caos de escombros.

Lisbeth cogió a George Bland y, tambaleándose, se fueron a la habitación. De manera provisional colgó una manta en el hueco de la ventana para que no entrara la lluvia. George Bland se topó con la mirada de Lisbeth.

– Habrá menos cosas que explicar si decimos que no hemos visto a su marido -comentó Lisbeth antes de que a George le diera tiempo a hacer preguntas.

Él asintió. Lisbeth se quitó la ropa, la dejó caer al suelo y dio un par de palmaditas en la cama. George volvió a asentir, se desnudó y se metió entre las sábanas junto a Lisbeth. Se durmieron en seguida.

A mediodía, cuando ella se despertó, el sol se filtraba entre las nubes. Le dolían todos los músculos del cuerpo y su rodilla se había hinchado tanto que le costaba doblar la pierna. Sigilosamente, se levantó de la cama, se metió bajo la ducha y se quedó mirando a la lagartija verde, que volvía a estar nuevamente en la pared. Se puso unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes, y salió cojeando de la habitación sin despertar a George Bland.

Ella Carmichael estaba todavía en pie. Parecía cansada pero ya había montado el bar al lado de la recepción. Lisbeth se sentó a una mesa junto a la barra y pidió un café y un sandwich. De reojo, miró por las ventanas destrozadas de la entrada. Había aparcado un coche de policía. Acababan de traerle el café cuando Freddy McBain salió de su despacho, ubicado junto al mostrador de la recepción, seguido de un agente uniformado. McBain la descubrió allí y, antes de dirigirse a la mesa donde se hallaba Lisbeth, le dijo algo al policía.

– Este es el agente Ferguson. Quiere hacerte unas preguntas.

Lisbeth asintió educadamente. Ferguson parecía cansado. Sacó un cuaderno y un bolígrafo, y apuntó el nombre de Lisbeth.

– Miss Salander, tengo entendido que usted y su amigo encontraron anoche a la esposa de Richard Forbes durante el huracán.

Lisbeth asintió.

– ¿Dónde la encontró?

– En la playa, a poca distancia de la puerta de la muralla -contestó Lisbeth-. Tropezamos prácticamente con ella.

El agente Ferguson tomó nota.

– ¿Dijo algo?

Lisbeth negó con la cabeza.

– ¿Estaba inconsciente?

Lisbeth asintió con un gesto de sensatez.

– Tenía una herida espantosa en la cabeza.

Lisbeth volvió a asentir.

– ¿Sabe usted cómo se la hizo?

Lisbeth negó con un movimiento de cabeza. Ante su falta de palabras, Ferguson pareció algo irritado.

– Había muchos trastos volando por los aires -dijo a modo de ayuda-. A mí casi me da una tabla en la cabeza.

Ferguson asintió con semblante serio.

– ¿Se ha lesionado la pierna?

Ferguson señaló la venda de Lisbeth.

– ¿Qué le ocurrió?

– No lo sé. No descubrí la herida hasta que bajé al sótano.

– Estaba acompañada de un joven.

– George Bland.

– ¿Dónde vive?

– En el cobertizo que hay tras The Coconut, un poco más abajo, de camino al aeropuerto. Si es que queda algo…

Lisbeth se abstuvo de comentar que, en aquel momento, George Bland se hallaba durmiendo en su cama, en la primera planta.

– ¿Vio a Richard Forbes?

Lisbeth negó con la cabeza.

Aparentemente, al agente Ferguson no se le ocurrió ninguna pregunta más y cerró el cuaderno.

– Gracias, miss Salander. Tengo que redactar un informe sobre el fallecimiento.

– ¿Ha muerto?

– ¿La señora Forbes…? No, se encuentra en el hospital de Saint George's. Probablemente les deba la vida a usted y a su amigo. Pero su marido ha muerto. Lo encontraron en el aparcamiento del aeropuerto hace dos horas.

Más de seiscientos metros al sur.

– Estaba muy malherido -explicó Ferguson.

– Qué pena -dijo Lisbeth Salander sin manifestar mayores signos de shocl.

Cuando McBain y el agente Ferguson se hubieron alejado, Ella Carmichael se acercó y se sentó a la mesa de Lisbeth. Sirvió dos chupitos de ron. Lisbeth la observó fijamente.

– Después de una noche así, una necesita recobrar las energías. Invito yo. Invito a todo el desayuno.

Las dos mujeres se miraron. Luego levantaron los vasitos y brindaron.


Durante mucho tiempo, Mathilda iba a ser objeto de estudios científicos y discusiones entre instituciones meteorológicas del Caribe y de Estados Unidos. Tornados de la magnitud de Mathilda eran prácticamente desconocidos en la región. Se consideraba teóricamente imposible que se formaran en el agua. Al final, los expertos se pusieron de acuerdo en que una muy peculiar conjunción de frentes se había aliado para crear un «seudotornado», algo que, en realidad, no era un tornado de verdad, pero que lo parecía. Algunos críticos con esta idea defendieron ciertas teorías sobre el efecto invernadero y la alteración del equilibrio ecológico.

Lisbeth Salander pasaba de las discusiones teóricas. Sabía lo que había visto y decidió evitar que alguna de las hermanas de Mathilda volviera a cruzarse en su camino.

Varias personas sufrieron daños durante la noche. Milagrosamente sólo una había fallecido. Nadie podía entender qué llevó a Richard Forbes a salir en medio de un huracán, excepto, tal vez, esa falta de sensatez que siempre parecía caracterizar a los turistas norteamericanos. Geraldine Forbes no podía contribuir con ninguna explicación. Sufría una grave conmoción cerebral y sólo guardaba unos recuerdos inconexos de los acontecimientos ocurridos durante la noche.

Sin embargo, estaba desconsolada por haberse quedado viuda.

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