CUARTA PARTE: Terminator mode

Del 24 de marzo al 8 de abril

La raíz de una ecuación es un número que introducido en lugar de la incógnita hace de la ecuación una identidad. Se dice que la raíz satisface la ecuación. Para resolver una ecuación uno debe encontrar todas las raíces. Una ecuación que es satisfecha por todos los valores imaginables de las incógnitas se conoce como identidad.

(a + b)2 = a2 + 2ab + b2


Capítulo 21 Jueves de Pascua, 24 de marzo – Lunes, 4 de abril

Lisbeth Salander pasó la primera semana de su persecución policial alejada de todo. Se encontraba tranquilamente en su piso de Fiskargatan, en Mosebacke. Había apagado el móvil y le había sacado la tarjeta SIM; no tenía intención de volver a usarlo. Estupefacta, con los ojos cada vez más abiertos, siguió los titulares de las ediciones digitales de los periódicos y los informativos de televisión.

Irritada, vio cómo su foto de pasaporte, tras ser colgada en Internet, pasó a cubrir todas las portadas de los diarios y las cabeceras de las noticias. Tenía un aspecto horrible.

A pesar de su gran empeño por permanecer en el anonimato durante todos esos años, se había convertido en una de las personas más tristemente célebres del país y que más atención acaparaba por parte de la prensa. Con moderado asombro, comprendió que una orden de busca y captura de una chica de baja estatura sospechosa de un triple asesinato constituía una de las noticias más impactantes del año, más o menos al nivel de la de los crímenes de la secta de Knutby. Pensativa, con las cejas arqueadas, siguió los comentarios y las explicaciones de los medios, y descubrió fascinada que los documentos clasificados como secretos sobre sus deficiencias mentales parecían resultar de acceso libre para cualquier redacción. Un titular le despertó viejos recuerdos enterrados.

DETENIDA POR AGRESIÓN EN EL METRO

Un reportero judicial de la agencia TT le había ganado la batalla a sus competidores al conseguir echarle el guante a una copia del informe médico forense que se realizó cuando Lisbeth fue arrestada, en la estación de metro de Gamia Stan, por haberle dado una patada en la cara a un pasajero.

Lisbeth se acordaba perfectamente del suceso. Había pasado el día en Odenplan y regresaba a Hagersten, al domicilio de su familia de acogida. En Rådmansgatan un desconocido -al parecer, sobrio- subió al vagón y de inmediato la convirtió en su objetivo. Más tarde se enteraría de que se llamaba Karl Evert Blomgren, tenía cincuenta y dos años, vivía en Gavie, estaba en paro y era ex jugador de bandy. A pesar de que el vagón estaba medio vacío, se sentó a su lado y empezó a acosarla. Le puso la mano en la rodilla e intentó entablar una conversación del tipo «te doy doscientas coronas si me acompañas a casa». Como ella lo ignoró, insistió y la llamó maldita puta frígida. El hecho de que ella no le contestara y de que, además, se cambiara de asiento en T-Centralen no lo disuadió.

Cuando se acercaron a Gamia Stan la abrazó por detrás y le metió las manos por debajo del jersey, mientras le susurraba al oído que era una puta. A Lisbeth Salander no le gustó que un perfecto desconocido la llamara puta en el metro. Le respondió propinándole un codazo en todo el ojo para, acto seguido, colgarse de una barra, alzar las piernas y darle una patada con los tacones de los zapatos en el nacimiento de la nariz. El impacto provocó una hemorragia leve.

Se le presentó la oportunidad de salir pitando del vagón en cuanto el tren paró en el andén pero, como iba vestida siguiendo los dictámenes de la más exagerada moda punk y llevaba el pelo teñido de azul, un amigo del orden se abalanzó sobre ella y la mantuvo inmovilizada en el suelo hasta que acudió un policía.

Maldijo su sexo y su constitución física. Si hubiese sido un chico, nadie se habría atrevido a lanzarse encima de ella.

Nunca hizo intento alguno de justificar por qué le había dado una patada en la cara a Karl Evert Blomgren. No consideraba que mereciera la pena explicarles nada a las autoridades. Por principios, ni siquiera se dignó a contestar a los psicólogos que se dirigieron a ella para intentar evaluar su estado mental. Por suerte, numerosos pasajeros habían presenciado la escena, entre ellos una resuelta y combativa mujer de Härnösand que daba la casualidad de que era diputada del partido de centro en el Riksdag. La mujer dio su testimonio in situ: Blomgren había acosado a Salander antes de que ésta tuviera ese arrebato violento. Al saberse que Blomgren había sido condenado en dos ocasiones anteriores por atentar contra la moralidad pública, el fiscal decidió archivar el caso. Sin embargo, eso no significó que los servicios sociales interrumpieran su investigación sobre Lisbeth. Algo que poco tiempo después resultaría en que el Tribunal de Primera Instancia declarara a Lisbeth Salander incapacitada y acabara siendo tutelada primero por Holger Palmgren y luego por Nils Bjurman.

Ahora esos detalles íntimos y, supuestamente, protegidos por el secreto profesional se hallaban publicados en la red a la vista de todos. Su currículo se completaba con floridas descripciones de cómo, desde primaria, siempre tuvo conflictos con su entorno y de su estancia durante los primeros años de la adolescencia en una clínica de psiquiatría infantil.


El diagnóstico que los medios efectuaron de Lisbeth Salander variaba según edición y periódico. En algunas ocasiones la describían como psicótica y, en otras, como esquizofrénica con acusados rasgos de manía persecutoria. Todas las fuentes de información la tildaban de deficiente mental, esgrimiendo que ni siquiera había logrado aprovechar la enseñanza recibida en el colegio, del que salió sin obtener el certificado escolar. La caracterizaban como una desequilibrada con inclinación a la violencia; a la opinión pública no albergaba ni la más mínima duda sobre ese perfil.

Tan pronto como los medios de comunicación descubrieron que Lisbeth Salander era amiga de la conocida lesbiana Miriam Wu, se desató en varios periódicos una verdadera convulsión. Miriam Wu había actuado en el performance show de Benita Costa en el Festival del Orgullo Gay, un provocador espectáculo donde Mimmi fue fotografiada desnuda de cintura para arriba, vestida con unos pantalones de cuero con tirantes y unas botas de charol de tacón alto. Además, había escrito artículos en una publicación gay, que fueron citados asiduamente en los medios, y en algunas ocasiones había sido entrevistada en relación a su participación en distintos espectáculos. La combinación de una presunta asesina múltiple lesbiana con las sugerentes prácticas de sexo BDSM constituía, al parecer, un cóctel infalible para aumentar la tirada.


Dado que durante la primera semana no se consiguió localizar a Miriam Wu, siguieron un sinfín de especulaciones sobre la posibilidad de que ella también hubiera sido víctima de la ola de violencia de Salander o de que, incluso, fuera su cómplice. Tales reflexiones, no obstante, se limitaban fundamentalmente al chat de una estúpida página web llamada Exilen, pero no figuraban en los medios más importantes. Al hacerse público que la tesis de Mia Bergman versaba sobre el comercio sexual, varios periódicos sí especularon con la posibilidad de que ése hubiera sido el móvil de los asesinatos, ya que, según los servicios sociales, Lisbeth Salander era una prostituta.

Al final de la semana, los medios también descubrieron que Salander tenía conexiones con una pandilla de chicas que coqueteaban con el satanismo. El grupo se llamaba Evil Fingers e indujo a un periodista cultural de cierta edad a escribir un texto sobre el desarraigo de los jóvenes y los peligros que se ocultan en todo lo que va desde la cultura de los cabezas rapadas hasta la del hip-hop.

A esas alturas, el público ya estaba saturado de información sobre Lisbeth Salander. De haber reunido todas las afirmaciones de los distintos medios, hubiera resultado que la policía buscaba a una lesbiana psicótica miembro de una banda de satánicas sadomasoquistas que preconizaban el sexo BDSM y que odiaban a la sociedad en general y a los hombres en particular. Dado que, además, Lisbeth viajó al extranjero durante el año anterior, posiblemente también se podrían establecer conexiones internacionales.


En una sola ocasión Lisbeth reaccionó con una emoción menos templada ante lo que salió a flote en medio de aquel ruido mediático. Un titular captó su interés.


«LE TENÍAMOS MIEDO»

– Amenazaba con matarnos -dicen los profesores y los compañeros de clase.

Las declaraciones eran de una antigua profesora, ahora artista textil, llamada Birgitta Miåås, que se explayaba narrando cómo Lisbeth Salander amenazaba a sus compañeros de clase y el miedo que le tenían los profesores.

Efectivamente, Lisbeth se había encontrado con Miåås, y no sólo en el sentido literal del término.

Se mordió el labio inferior y calculó que por aquel entonces ella tenía once años. Recordaba a Miåås, una desagradable sustituta de matemáticas, que en una ocasión se obstinó en que Lisbeth contestara a una pregunta a la que ya había dado una respuesta correcta, pero que, según la solución del libro de texto, era errónea. En efecto, el libro se equivocaba, algo que, para Lisbeth, debería haber resultado obvio a los ojos de cualquier persona. Pero la insistencia de Miåås aumentó de modo inversamente proporcional a las ganas de Lisbeth por resolver el problema. Lisbeth se quedó sentada y se puso de morros, dibujando con la boca, con el labio inferior adelantado, una línea recta. Hasta que, al final, Miåås, de pura frustración, la cogió de los hombros y la zarandeó para despertar su atención. Lisbeth reaccionó tirándole el libro a la cabeza, cosa que provocó un alboroto considerable. Lisbeth le escupió y bufó defendiéndose como gato panza arriba y dando patadas a diestro y siniestro, mientras los compañeros intentaban sujetarla.

Era un reportaje a doble página en un periódico vespertino que había reservado espacio para una serie de comentarios, en una columna adyacente, ilustrados con una foto en la que uno de sus antiguos compañeros de clase posaba ante la entrada de su viejo colegio. El chico en cuestión se llamaba David Gustavsson y se presentaba a sí mismo como auxiliar administrativo. Afirmaba que los alumnos le tenían miedo a Lisbeth Salander ya que «una vez, ella había amenazado con matarlos». Lisbeth se acordaba de David Gustavsson. Fue uno de sus principales torturadores durante sus años de escuela, una corpulenta bestia con un cociente intelectual semejante al de un lucio que raramente dejaba escapar la oportunidad de repartir insultos y empujones en el pasillo. En una ocasión, detrás del gimnasio, la atacó durante la comida y ella, como ya venía siendo habitual, le devolvió el golpe. Desde el punto de vista físico, Lisbeth tenía todas las de perder, pero consideraba que era mejor morir que capitular. Precisamente aquel incidente se descontroló cuando gran cantidad de compañeros de clase les rodeó y observaron impasibles cómo David Gustavsson, empujándola una y otra vez, derribaba a Lisbeth Salander. Eso los entretuvo hasta cierto punto, pero la estúpida chica, que no sabía lo que era mejor para su propio bien, se quedó en el suelo y, para colmo, ni siquiera se echó a llorar ni pidió clemencia.

Al cabo de un rato, aquello empezó a resultar excesivo hasta para sus propios compañeros. La ventaja de David era tan superior y Lisbeth se veía tan manifiestamente indefensa que el chico empezó a acumular puntos en su contra; había iniciado algo que no sabía cómo concluir. Al final, le propinó dos contundentes puñetazos que no sólo le partieron el labio, sino que también la dejaron sin aire. Los demás estudiantes la abandonaron sin contemplaciones y, entre risas, doblaron la esquina y desaparecieron.

Lisbeth Salander volvió a casa a lamerse las heridas. Dos días más tarde, regresó con un bate de béisbol. En medio del patio le asestó un golpe a David en la oreja. Mientras él yacía tumbado en el suelo, en estado de shock, Lisbeth apretó el bate contra su garganta, se inclinó y le susurró al oído que si volvía a tocarla otra vez, lo mataría. Cuando el personal del colegio descubrió lo que estaba pasando, David fue trasladado a la enfermería y Lisbeth al despacho del director, donde se le impuso un castigo, se engrosó su expediente por mala conducta y se decidió continuar con la investigación de los servicios sociales.

Durante más de quince años, Lisbeth no había vuelto a pensar en la existencia -ni en la razón de ser- ni de Miåås ni de Gustavsson. Tomó nota mental de controlar, cuando dispusiese de tiempo, a qué se dedicaban en la actualidad.

El despliegue de atención mediática tuvo como resultado que Lisbeth se hiciera muy famosa, tristemente famosa, entre la sociedad sueca. Se examinó, analizó y publicó hasta el más mínimo detalle de su pasado, desde sus arrebatos de violencia en la escuela primaria hasta su tratamiento en la clínica psiquiátrica infantil de Sankt Stefan, a las afueras de Uppsala, donde pasó más de dos años.

Aguzó el oído cuando entrevistaron en la tele al médico jefe Peter Teleborian. Tenía ocho años más desde la última vez que Lisbeth lo viera, en el Tribunal de Primera Instancia, durante la vista oral sobre su incapacidad. Tenía el ceño profundamente arrugado y se rascó la fina barba cuando, con visible preocupación, se dirigió a la presentadora y le explicó que se hallaba bajo secreto profesional y que, por consiguiente, no estaba autorizado a hablar de ninguno de sus pacientes. Cuanto podía decir era que Lisbeth Salander constituía un caso muy complicado que requería tratamiento especializado y que el tribunal, en contra de sus recomendaciones, había decidido someterla a tutela administrativa y reinsertarla en la sociedad, en vez de ofrecerle la asistencia institucional que necesitaba. «Un escándalo», afirmó Teleborian. Lamentaba que, como consecuencia de ese error judicial, tres personas hubieran tenido que pagar con sus vidas, y aprovechó la ocasión para criticar los drásticos recortes presupuestarios que el gobierno había efectuado durante las últimas décadas en el ámbito de la asistencia psiquiátrica.

Lisbeth advirtió que ningún periódico revelaba que el tratamiento más habitual en la unidad de acceso restringido de psiquiatría infantil, de la que era responsable el doctor Teleborian, consistía en encerrar a «los pacientes inquietos y difíciles» en una habitación denominada «libre de estímulos». Toda la decoración de ese cuarto se limitaba a una camilla provista de correas de sujeción. El pretexto académico era que los niños que respondían a esas características no recibieran ningún estímulo que pudiera provocarles un ataque.

Al hacerse mayor, descubrió que existía otro término para lo mismo: «aislamiento sensorial». Someter a los presos a aislamiento sensorial había sido clasificado, por la convención de Ginebra, como inhumano. Esa práctica constituía un ingrediente habitual en experimentos de lavado de cerebro a los que se habían dedicado distintos regímenes dictatoriales, y existía documentación que daba fe de que aquellos presos políticos que confesaron todo tipo de absurdos crímenes durante los juicios de Moscú de los años treinta habían sido sometidos a tratamientos de esa índole.

En cuanto Lisbeth vio el rostro de Peter Teleborian por la televisión, su corazón se convirtió en un diminuto trozo de hielo. Se preguntó si seguiría utilizando la misma repugnante loción de afeitado. Él era el responsable de lo que teóricamente fue definido como su tratamiento. Lisbeth nunca comprendió qué era lo que se esperaba de ella, salvo que por fuerza debía ser tratada y había de alcanzar plena conciencia de sus actos. No tardó en llegar a la conclusión de que un «paciente inquieto y difícil» era sinónimo de un paciente que cuestionaba los razonamientos y los conocimientos de Peter Teleborian.

Lisbeth descubrió, por consiguiente, que el método de tratamiento psiquiátrico más frecuente en el siglo XVI todavía se seguía practicando, en el umbral del siglo XXI, en Sankt Stefan.

Cerca de la mitad de su estancia en Sankt Stefan la pasó atada a la camilla del cuarto «libre de estímulos». Al parecer, se había establecido una suerte de récord.

Sexualmente hablando, Teleborian nunca le había puesto la mano encima. Ni siquiera la había tocado, excepto en las situaciones más inocentes. En una ocasión, estando ella inmovilizada en el cuarto de aislamiento, le colocó la mano en el hombro a modo de reprimenda.

Se preguntó si todavía tendría las marcas de sus dientes en la falange del dedo meñique.

Aquello acabó convirtiéndose en un duelo donde Teleborian tenía todas las de ganar. La baza de Lisbeth consistió en aislarse del exterior e ignorarlo por completo cuando él la visitaba.

Tenía doce años cuando dos mujeres policía la trasladaron a Sankt Stefan. Sucedió unas cuantas semanas después de que ocurriese Todo Lo Malo. Se acordaba de cada detalle. Al principio pensó que, de alguna manera, todo se iba a arreglar. Había intentado explicarles su versión a los policías, a los asistentes sociales, al personal del hospital, a las enfermeras, a los médicos, a los psicólogos e, incluso, a un pastor que quería que ella lo acompañara en sus oraciones. Cuando iba en el coche patrulla, sentada en el asiento de atrás, y pasaron Wennergren Center de camino al norte, hacia Uppsala, seguía sin saber adonde se dirigían. Nadie se lo había comunicado. Fue entonces cuando empezó a sospechar que nada se solucionaría.

También había intentado explicárselo a Peter Teleborian.

El resultado de todos esos esfuerzos fue que pasó la noche en la que cumplió trece años amarrada a la camilla.

Peter Teleborian era, sin punto de comparación, el sádico más asqueroso y despreciable que Lisbeth Salander había conocido en toda su vida. Ganaba a Bjurman por goleada. Bjurman era un animal descontrolado al que ella supo manejar. Pero Peter Teleborian se hallaba oculto y protegido tras una cortina de documentos, evaluaciones, méritos académicos y toda una ininteligible jerigonza psiquiátrica. No había forma de poder denunciar o criticar ni uno solo de sus actos.

El Estado le había encomendado la misión de amarrar con correas a las niñas traviesas.

Cada vez que Lisbeth yacía atada de pies y manos, boca arriba, y él le apretaba las correas, ella lo miraba fijamente y leía la excitación en sus ojos. Ella lo sabía. Y él sabía que ella lo sabía. Mensaje recibido.

La noche que cumplió trece años, decidió no intercambiar nunca más ni una palabra con Peter Teleborian ni con ningún otro psiquiatra o médico de la cabeza. Fue el regalo de cumpleaños que se hizo a sí misma. Mantuvo su promesa. Y Lisbeth sabía que eso provocó en Teleborian una enorme frustración y que quizá hubiera contribuido -más que ninguna otra cosa- a que, noche tras noche, fuese inmovilizada en la camilla. Era un precio que estaba dispuesta a pagar.

Lo aprendió todo sobre el autocontrol. Los días en los que la liberaban de su aislamiento no sufría arrebatos ni lanzaba objetos a su alrededor.

Pero no hablaba con los médicos.

En cambio, conversaba educadamente y sin cortapisas con enfermeras, personal de cocina y limpiadoras. Algo que no pasó desapercibido. Una amable enfermera -cuyo nombre era Carolina y a la que Lisbeth, hasta cierto punto, le había cogido cariño- le preguntó un día por qué se comportaba así. Lisbeth se quedó mirándola inquisitivamente.

– ¿Por qué no hablas con los médicos?

– Porque no me escuchan.

No se trataba de una respuesta espontánea, sino de su nueva manera de comunicarse con los médicos. Era consciente de que todos esos comentarios serían incorporados a su historial documentando que su silencio se debía a una decisión completamente racional.

Durante su último año en Sankt Stefan, cada vez fue menos frecuente que encerraran a Lisbeth en la celda de aislamiento. Las ocasiones en las que eso sucedía se debían a que ella, de una u otra manera, había irritado a Peter Teleborian, cosa que parecía ocurrir tan pronto como él la veía. Teleborian intentaba una y otra vez romper el obstinado silencio de Lisbeth y obligarla a reconocer su existencia.

Durante una época, Teleborian decidió experimentar con ella, haciendo que Lisbeth tomara un nuevo tipo de psicofármaco que le provocaba dificultades respiratorias y le inhibía el raciocinio, lo que le producía angustia. Desde ese momento, ella se negó a tomar su medicación, ante lo cual Teleborian optó por forzarla a ingerir tres pastillas diarias.

Su resistencia fue tan feroz que el personal se vio abocado a sujetarla haciendo uso de la violencia, abrirle la boca a la fuerza y luego obligarla a tragar. La primera vez, Lisbeth se metió inmediatamente los dedos en la garganta y vomitó el almuerzo sobre el enfermero más cercano. Este comportamiento condujo a que las pastillas le fueran administradas mientras estaba inmovilizada. Lisbeth respondió aprendiendo a devolver sin necesidad de utilizar los dedos. Su rabiosa negativa y el trabajo adicional que aquello le supuso al personal motivaron la interrupción de ese nuevo experimento.

Acababa de cumplir quince años cuando, sin previo aviso, la volvieron a llevar a Estocolmo y le asignaron una familia de acogida. El traslado la cogió por sorpresa. Pero por aquella época Teleborian aún no era el jefe de Sankt Stefan y Lisbeth Salander estaba convencida de que ésa era la única razón de su inesperada alta: si Teleborian hubiese podido decidir, ella todavía continuaría amarrada a la camilla de la celda de aislamiento.

Y ahora lo estaba viendo por la tele. Se preguntó si él todavía soñaría con volver a someterla a sus «cuidados» o si ella ya sería demasiado mayor como para satisfacer sus fantasías. Su diatriba contra la decisión del Tribunal de Primera Instancia de no ofrecerle asistencia institucional resultó de lo más eficaz y despertó la indignación de la periodista que le entrevistaba que, evidentemente, no sabía qué preguntas formularle. No había nadie que pudiera contradecir a Teleborian: el antiguo médico jefe de Sankt Stefan había fallecido y el juez que presidió el tribunal del caso Salander, y al que ahora no le quedaba más remedio que asumir hasta cierto punto el papel de malo de la película, se había retirado y se negaba a hacer comentarios a la prensa.


Lisbeth encontró uno de los textos más desconcertantes en la edición digital de un periódico de provincias del centro de Suecia. Lo leyó tres veces antes de apagar el ordenador y encender un cigarrillo. Se sentó en el alféizar de la ventana sobre un cojín de Ikea y, resignada, se entregó a la contemplación de la iluminación nocturna.

«ES BISEXUAL»,

DICE UNA AMIGA DE LA INFANCIA

La mujer de veintiséis años, a la que se busca por tres asesinatos, es descrita como una persona excéntrica e introvertida que tuvo grandes dificultades de adaptación escolar. A pesar de los muchos intentos realizados por los compañeros para integrarla, ella siempre se mantuvo al margen.

«Tenía problemas evidentes de identidad sexual», recuerda Johanna, una de sus pocas amigas íntimas del colegio.

«Pronto quedó claro que era diferente y que era bisexual. Estábamos preocupados por ella.»

El reportaje continuaba con la descripción de una serie de episodios evocados por Johanna. Lisbeth arqueó las cejas; ni se acordaba de esos capítulos de su vida ni de haber tenido una amiga llamada Johanna. De hecho, ni siquiera recordaba la existencia de una persona a la que pudiera considerar amiga íntima y que hubiese intentado integrarla socialmente durante sus años de escuela.

El texto no precisaba cuándo se suponía que habían tenido lugar aquellos sucesos, porque lo cierto era que Lisbeth abandonó el colegio con doce años. Eso significaba que su preocupada amiga de infancia debería haber descubierto su bisexualidad ya en quinto o sexto curso.

A pesar de la impetuosa avalancha de textos absurdos que se produjo durante toda la semana, la entrevista con Johanna fue la que más la afectó. Resultaba demasiado evidente que no era real; o el reportero se había encontrado con una mitómana, o se había inventado la historia. Memorizó el nombre del periodista y lo incluyó en la lista de futuros objetos de estudio.


Ni siquiera los reportajes atenuantes, particularmente críticos con la sociedad, con títulos como «La sociedad ha fallado» o «Nunca recibió la ayuda que necesitaba» pudieron mitigar la fama de enemiga pública número uno que había adquirido: una asesina múltiple que, en un arrebato de locura, había ejecutado a tres honrados ciudadanos.

Lisbeth leyó las interpretaciones de su vida con cierta fascinación y advirtió una manifiesta laguna en lo que la opinión pública sabía acerca de ella. A pesar de disponer, al parecer, de un acceso ilimitado a los detalles más íntimos y más secretos de su vida, los medios habían omitido completamente Todo Lo Malo, que ocurrió poco antes de cumplir los trece. Los conocimientos que sobre su vida poseían iban desde preescolar hasta los once años y se retomaban cuando, con quince, fue dada de alta de la clínica de psiquiatría infantil y alojada en una familia de acogida.

Daba la impresión de que la persona del equipo de investigación policial que había proporcionado la información a los medios de comunicación hubiera decidido ocultar el episodio de Todo Lo Malo, por motivos que a Lisbeth Salander le resultaban incomprensibles. Era una maniobra que la desconcertaba. Si la policía deseara resaltar su tendencia a usar la fuerza bruta, aquella investigación constituía, sin parangón, el lastre de más peso de su currículo -mucho más que todas aquellas menudencias del patio de la escuela- y el motivo directo de su traslado a Uppsala y su ingreso en Sankt Stefan.


El domingo de Pascua, Lisbeth empezó a estudiar la investigación policial al detalle. A través de las informaciones de los medios de comunicación se formó una sólida idea de los integrantes del equipo. Apuntó que el fiscal Richard Ekström era el instructor del sumario, así como el que normalmente llevaba la voz cantante en las ruedas de prensa. La investigación propiamente dicha estaba bajo el mando del inspector Jan Bublanski, un hombre con cierto sobrepeso, que se embutía en una americana que le sentaba mal, y que solía flanquear a Ekström en las ruedas de prensa.

Unos días después, identificó a Sonja Modig como la única mujer policía y como la persona que encontró al abogado Bjurman. Reparó en los nombres de Hans Faste y Curt Svensson, pero no así en el de Jerker Holmberg quien, al no aparecer en ningún reportaje, pasó completamente desapercibido. Creó un archivo para cada uno de ellos en su ordenador y empezó a introducir datos.

La información sobre el avance de la investigación se hallaban, como era natural, en los ordenadores del equipo policial, cuya base de datos se iba archivando en el servidor de la jefatura de policía. Lisbeth Salander sabía que piratear la red interna de la policía resultaba extremadamente complicado pero no imposible. En absoluto. No era la primera vez.

Cuatro años antes, a raíz de un trabajo para Dragan Armanskij, estudió la estructura de la red policial y sopesó las posibilidades que tenía de entrar en el registro criminal para realizar búsquedas personales. Su intento de intrusión fue un fracaso estrepitoso; el cortafuegos de la policía era demasiado sofisticado y estaba minado de trampas que la podrían llevar a llamar la atención de modo indeseado.

La red interna de la policía estaba configurada con sus propios cables, de manera que quedaba aislada de toda conexión externa e Internet. En otras palabras, o bien necesitaba un oficial de carne y hueso con permiso para acceder a la red que trabajara para ella, o bien engañaba a la red interna de la policía para que pensara que Lisbeth era una persona autorizada. Por fortuna, los expertos en seguridad de las fuerzas del orden habían dejado abierta una gigantesca brecha para conseguir esto último. Una gran cantidad de comisarías del país se hallaba conectada a la red interna, muchas eran pequeñas unidades locales que no disponían de personal nocturno y carecían de alarma antirrobo o de cualquier tipo de vigilancia. La comisaría local de Långvik, en las afueras de Vasterås, era una de ésas. Con cerca de ciento treinta metros cuadrados, estaba ubicada en el mismo edificio que la biblioteca local y que la oficina de la seguridad social, y durante el día contaba con tres agentes.

En aquella ocasión, Lisbeth Salander no logró adentrarse en la red, pero decidió que podía merecer la pena, para futuras investigaciones, dedicarle un poco de tiempo y energía a hacerse con el access. Calibró sus posibilidades y luego solicitó un trabajo temporal de verano como limpiadora, en la biblioteca de Långvik. Dejando al margen todo aquel ajetreo de fregonas y cubos, le bastaron poco más de diez minutos en la oficina de urbanismo para formarse una idea clara y detallada de la comisaría. Tenía las llaves del edificio, pero no las de las dependencias de la policía. Sin embargo, descubrió que podría entrar, sin mayor dificultad, trepando por una ventana del cuarto de baño de la segunda planta, que dejaban entreabierta a causa del calor. La única vigilancia de la comisaría consistía en un guardia jurado de Securitas que solía darse un par de vueltas por allí en su ronda nocturna. Ridículo.

Tardó unos cinco minutos en dar con el código de usuario y con la contraseña -que estaban bajo el cartapacio de la mesa de trabajo del oficial local al mando-, y alrededor de una noche en entender la estructura de la red e identificar qué access tenía y qué access le estaba vetado, por seguridad, a esa comisaría. Como bonificación también se hizo con los códigos de usuario y las contraseñas de los dos agentes locales. Una era Maria Ottosson, de treinta y dos años, en cuyo ordenador Lisbeth encontró información que revelaba que no sólo había solicitado un puesto en la Brigada de Fraudes de la policía de Estocolmo, sino también que se lo habían concedido. Lisbeth hizo pleno con Ottosson, quien había dejado su Dell PC portátil en un cajón de su mesa al que no le había echado la llave. Maria Ottosson era una policía con un portátil particular que usaba en el trabajo. Brillante. Lisbeth encendió el ordenador y metió un Cd suyo que contenía el Asphyx 1.0, la primera versión de su programa espía. Instaló el software en dos sitios: en el Microsoft Explorer y -como backup- en la agenda de direcciones de Ottosson. Lisbeth contaba con que Ottosson -en el caso de que se comprara un ordenador nuevo- transportaría la agenda; además, también cabía la posibilidad de que también la instalara en el ordenador de su nuevo destino de trabajo en la Brigada de Fraudes de Estocolmo en cuanto ocupara su nuevo puesto, unas cuantas semanas más tarde.

De la misma manera, Lisbeth instaló el software en los ordenadores de sobremesa de los policías, lo que le permitiría buscar información desde fuera y -sin más que usurpar sus identidades- acceder al archivo del registro criminal. Sin embargo, debía actuar con la máxima cautela para que nadie detectara sus intrusiones. El Departamento de Seguridad contaba, por ejemplo, con una alarma automática que se activaba en cuanto un policía local accedía a la red fuera de su horario laboral o cuando el número de búsquedas aumentaba drásticamente. Si ella indagara en investigaciones en las que no era lógico que ese policía participase, saltaría la alarma.

Durante el año siguiente trabajó con su colega hacker Plague para hacerse con el control de la red informática de la policía. Les supuso una dificultad tan insalvable que un tiempo después abandonaron el proyecto, aunque, en el transcurso del trabajo, llegaron a acumular cerca de cien identidades policiales que podían utilizar según sus necesidades.

Plague abrió una importante brecha cuando consiguió piratear el ordenador de casa del jefe del departamento de Seguridad de la policía. El tipo en cuestión era un economista con escasos conocimientos informáticos, que acumulaba una cantidad ingente de información en su portátil. Eso les brindaba a Lisbeth y Plague la posibilidad de, si no piratear, sí, por lo menos, destrozar completamente la red policial con virus malignos de diferentes clases. Sin embargo, era una actividad que no les interesaba lo más mínimo a ninguno de los dos; eran hackers, no saboteadores. Querían acceder a redes que funcionaran, no destruirlas.

Lisbeth Salander comprobó su lista y constató que ninguna de esas personas cuyas identidades habían suplantado en aquel entonces trabajaba en la investigación del triple asesinato; eso hubiera sido esperar demasiado. Sí pudo entrar y leer, sin dificultad alguna, todos los detalles de su orden nacional de busca y captura; incluso habían actualizado sus datos personales. Descubrió que había sido vista y perseguida en Uppsala, Norrköping, Gotemburgo, Malmö, Hässleholm y Kalmar, entre otras ciudades, y que se había procesado y distribuido informáticamente una imagen que ofrecía una idea más precisa de su aspecto.

Una de las pocas ventajas con las que jugaba Lisbeth en aquella situación era que apenas existían fotografías de ella. Aparte de la del pasaporte de hacía cuatro años, que también usaba para su carné de conducir, y otra del archivo policial de cuando contaba dieciocho -donde estaba irreconocible-, no había más que unas pocas instantáneas sueltas extraídas de viejos álbumes del colegio y otras que habían sido hechas por algún profesor durante una excursión del colegio a la reserva natural de Nacka. Las fotos de la excursión -ahí tenía doce años- mostraban una figura borrosa que estaba sentada sola y un poco apartada de los demás.

La desventaja era que en la foto del pasaporte salía con una mirada fija, la boca cerrada en una fina línea y con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante. Confirmaba la imagen de una asesina retrasada y antisocial, un mensaje que los medios de comunicación se encargaban de difundir. Lo positivo era que distaba tanto de su aspecto actual que muy pocas personas serían capaces de reconocerla.


Lisbeth siguió con avidez la reconstrucción del perfil de las tres víctimas. El martes los medios empezaron a estancarse y, a falta de revelaciones sensacionalistas en la caza de Lisbeth Salander, el interés se centró en las víctimas. En uno de los vespertinos se retrató a Dag Svensson, Mia Bergman y Nils Bjurman en un extenso artículo de fondo. El mensaje era que tres honrados ciudadanos habían sido salvajemente masacrados por motivos incomprensibles.

Nils Bjurman aparecía como un respetable abogado, con un alto sentido del compromiso social, miembro de Greenpeace y «comprometido con los jóvenes». A su colega e íntimo amigo, Jan Håkansson, que tenía su bufete en el mismo edificio que Bjurman, se le dedicaba una columna. Håkansson confirmaba la imagen de Bjurman como un hombre que luchaba por los derechos de la gente de a pie. Un funcionario de la comisión de tutelaje lo describía como alguien genuinamente comprometido con su protegida Lisbeth Salander.

Lisbeth Salander esbozó la primera sonrisa torcida del día.

Mia Bergman, la víctima femenina del drama, era objeto de una atención especial. Ella era descrita como una mujer joven, guapa, tremendamente inteligente y ya con un impresionante currículo y una carrera brillante por delante. Se citaba a amigos, compañeros de curso y a la directora de su tesis, todos en estado de shock. La pregunta más habitual era «por qué». Las fotos mostraban flores y velas encendidas ante el portal del inmueble de Enskede.

A Dag Svensson se le dedicaba, en comparación, bastante poco espacio. Se le describía como un audaz reportero, pero el interés fundamental recaía sobre su pareja.

Lisbeth advirtió, con ligero asombro, que hasta el domingo de Pascua nadie descubrió que Dag Svensson había estado trabajando en un amplio reportaje para la revista Millennium. Su sorpresa fue en aumento cuando descubrió que, en el artículo, no quedaba claro en qué andaba trabajando exactamente.


Nunca leyó lo que Mikael Blomkvist había dicho para la edición digital de Aftonbladet. Hasta el martes, cuando reprodujeron sus palabras en un informativo de la tele, no descubrió que Blomkvist había dado una información manifiestamente engañosa. Mikael afirmaba que Dag Svensson fue contratado para escribir un reportaje sobre «la seguridad informática y la intrusión informática ilegal».

Lisbeth Salander frunció el ceño. Sabía que la afirmación era falsa y se preguntó a qué estaba jugando Millennium en realidad. Luego, comprendió el mensaje y mostró la segunda sonrisa torcida del día. Se conectó al servidor de Holanda e hizo doble clic sobre el icono bautizado como MikBlom/laptop. Encontró la carpeta «Lisbeth Salander» y el documento «Para Sally» en el escritorio. Hizo doble clic y lo leyó.

Presa de sentimientos encontrados, se quedó inmóvil ante la carta de Mikael. Hasta ese momento había sido ella contra el resto de Suecia, lo que constituía una ecuación bastante clara. Y ahora, de repente, contaba con un aliado o, por lo menos, con un aliado potencial, que declaraba que creía en su inocencia. Pero era el único hombre de toda Suecia al que no deseaba ver bajo ninguna circunstancia. Suspiró. Mikael Blomkvist se le antojó, como siempre, un condenado e ingenuo do gooder. Lisbeth Salander no había sido inocente desde los diez años.

«No hay inocentes; sólo distintos grados de responsabilidad.»

Nils Bjurman estaba muerto porque había elegido no jugar según las reglas que ella había establecido. Tenía todas las de ganar, y aun así, había contratado a un maldito macho alfa para hacerle daño. Eso no era responsabilidad de Lisbeth.

Sin embargo, no debía subestimar la aparición de Kalle Blomkvist en escena. Podía serle útil. Era bueno resolviendo misterios y su cabezonería no tenía parangón. Eso lo aprendió Lisbeth en Hedestad. Cuando le hincaba el diente a algo seguía hasta la muerte. Era realmente ingenuo. Pero también capaz de moverse por donde ella no podía dejarse ver. Le sería útil hasta que lograra salir del país. Cosa que suponía que se vería obligada a hacer dentro de poco.

Desgraciadamente, a Mikael Blomkvist no se le podía dirigir: resultaba imprescindible motivarlo para que actuara. Y para ello necesitaba un pretexto moral.

Era bastante previsible. Reflexionó un rato y luego creó otro documento al que bautizó «Para Mik-Blom» y donde escribió una sola palabra.

Zala

Eso debería darle algo en lo que pensar.

Seguía ante el ordenador, meditando, cuando advirtió que Mikael Blomkvist encendió, de repente, su iBook. Su respuesta llegó poco después.

Lisbeth:

¡Joder, tía! ¡Qué complicada eres! ¿Quién diablos es Zala? ¿Es él el vínculo? ¿Sabes quién mató a Dag y Mia? En ese caso, dímelo ya de una vez para que podamos resolver esta mierda e irnos todos a casa a descansar. Mikael.

Perfecto. Hora de engancharlo.

Ella creó otro documento al que llamó «Kalle Blomkvist». Sabía que le fastidiaría. Luego le redactó un breve mensaje.

El periodista eres tú. Averigúalo.

Como era de esperar, él contestó, casi inmediatamente, con una súplica para que ella entrara en razón; aparte de eso, también intentó tocarle la fibra. Lisbeth sonrió y cerró la ventana del disco duro de Mikael.


Ya que había comenzado, siguió y abrió el disco duro de Dragan Armanskij. Pensativa, leyó el informe que él había redactado sobre ella el lunes de Pascua. No quedaba claro a quién lo dirigía, pero Lisbeth dio por descontado que lo único razonable era que Armanskij estuviera colaborando con la policía para que la detuvieran.

Dedicó un riempo a repasar el correo electrónico de Armanskij, pero no encontró nada de interés. Al ir a cerrar el disco duro, se topó con un correo electrónico dirigido al jefe técnico de Milton Security. Armanskij le daba instrucciones de instalar una cámara oculta de vigilancia en su despacho.

«Ufff.»

Miró la fecha y constató que el mensaje se había envíado a finales de enero, apenas una hora después de la visita de cortesía que ella le realizó.

Eso significaba que se vería obligada a modificar ciertos procedimientos rutinarios en el sistema automático de vigilancia antes de volver a entrar en el despacho de Armanskij.

Capítulo 22 Martes, 29 de marzo – Domingo, 3 de abril

El martes por la mañana, Lisbeth Salander accedió al registro de la Policía Criminal nacional y buscó a Alexander Zalachenko. No aparecía por ninguna parte, algo que no le sorprendió ya que, por lo que sabía, no tenía antecedentes penales en Suecia y ni siquiera figuraba en el padrón.

Para entrar en el registro se sirvió de la identidad del comisario Douglas Skiöld, de cincuenta y cinco años, adscrito al distrito policial de Malmö. Se sobresaltó cuando, de pronto, su ordenador hizo clin y un icono del menú empezó a parpadear; alguien deseaba chatear a través del programa ICQ.

Dudó un instante. Su primer impulso fue tirar del cable y desconectarse. Luego, lo pensó mejor. Skiöld no disponía de ICQ en su ordenador. Pocas personas mayores lo instalaban, ya que se trataba de un programa que, en general, utilizaba la gente joven y los usuarios experimentados que querían chatear.

Lo cual significaba que alguien la estaba buscando a ella. Y por tanto no había muchas alternativas. Abrió el ICQ y escribió las palabras:

– ¿Qué quieres, Plague?

– WASP, es difícil dar contigo. ¿Nunca miras tu correo?

– ¿Cómo lo has hecho?

– Skiöld. Tengo la misma lista. Suponía que estarías usando alguna de las identidades con más autorizaciones.

– ¿Qué quieres?

– ¿Quién es ese Zalachenko al que andas buscando?

– MYOB.

– ¿…?

– Mind Your Own Business.

– ¿Qué está pasando?

– Fuck O, Plague.

– Y yo que pensaba que el discapacitado social era yo, como tú siempre dices. Si nos fiamos de la prensa, en comparación contigo, soy la normalidad personificada.

– «I»

– Otro dedo para ti. ¿Necesitas ayuda?

Lisbeth dudó un momento. Primero Blomkvist y ahora Plague. No había quien parara el aluvión de gente que acudía en su auxilio. Plague era un ermitaño de ciento sesenta kilos que se comunicaba con el mundo exterior, a través de Internet y que hacía que, a su lado, Lisbeth Salander pareciera un dechado de competencia social. Como Lisbeth no contestaba, Plague escribió una línea más.

– ¿Todavía ahí? ¿Necesitas ayuda para salir del país?

– No.

– ¿Por qué disparaste?

– Piss off.

– ¿Piensas matar a más gente? Y en tal caso, ¿debo preocuparme? Seguramente sea la única persona capaz de seguirte el rastro.

– Ocúpate de tus asuntos; no tienes de qué preocuparte.

– No me preocupo. Búscame en hotmail si necesitas algo. ¿Armas? ¿Pasaporte nuevo?

– Eres un sociópata.

– Mira quién habla.

Lisbeth desconectó el programa ICQ, se sentó en el sofá y se puso a pensar. Al cabo de diez minutos volvió a conectarse y le envió un mail a su dirección de hotmail.

El fiscal Ekström, el instructor del sumario, vive en Täby. Está casado, tiene dos niños y dispone de banda ancha en su chalé. Necesitaría el access de su portátil o, si no es posible, de su ordenador de casa. Necesito leerle en tiempo real. Hostile takeover con un disco duro espejo.

Lisbeth sabía que Plague raramente abandonaba su casa de Sundbyberg, así que alimentò la esperanza de que hubiese adiestrado a algún acneico adolescente que pudiera hacer el trabajo de campo. No firmó el mail; resultaba superfluo. Quince minutos más tarde, el ICQ volvió a hacer clin.

– ¿Cuánto pagas?

– 10.000 + gastos para ti y 5.000 para tu ayudante.

– Tendrás noticias mías.


El jueves por la mañana, Lisbeth recibió un correo de Plague. Era una dirección ftp. Lisbeth se quedó perpleja. No esperaba ningún resultado hasta dentro de, al menos, dos semanas. Realizar un hostile takeover, incluso con el programa de Plague y su hardware diseñado a medida, era un proceso laborioso que requería introducir, sin ser detectado, en un ordenador, kilobyte a kilobyte, pequeños fragmentos de información hasta crear un sencillo programa. La rapidez de la operación dependía de la frecuencia con la que Ekström usara su ordenador; luego, eran necesarios unos cuantos días más para transmitir toda esa información hasta un disco duro espejo. Cuarenta y ocho horas no sólo resultaba excepcional, sino teóricamente imposible. Lisbeth estaba impresionada. Activó su ICQ.

– ¿Cómo lo has hecho?

– Cuatro personas de la casa tienen ordenador. No te lo vas a creer: no tienen cortafuegos. Seguridad cero. No tuve más que engancharme al cable y cargar. Los gastos ascienden a seis mil coronas. ¿Te lo puedes permitir?

– Por supuesto. Más una bonificación por un trabajo rápido.

Tras vacilar un instante realizó, vía Internet, una transferencia de treinta mil coronas a la cuenta de Plague; no quería malacostumbrarlo con sumas exorbitantes. Luego se acomodó en su silla de Ikea modelo Verksam y accedió al portátil del instructor del sumario, el fiscal Ekström.

Una hora después ya había leído todos los informes que el inspector Jan Bublanski le había enviado. Según el reglamento, ese tipo de información no debía salir de la jefatura de policía, pero Lisbeth sospechaba que Ekström, sencillamente, pasaba de las normas, se llevaba el trabajo a casa y se conectaba a Internet sin ningún cortafuegos.

Una vez más, eso demostraba su tesis de que no hay mejor grieta en un sistema de seguridad que el más tonto de los colaboradores. Gracias al ordenador de Ekström obtuvo información esencial.

Lo primero que descubrió fue que Dragan Armanskij había destinado a dos colaboradores, gratis, para que se unieran al equipo de Bublanski, cosa que, en la práctica, significaba que Milton Security financiaba la caza policial. Su misión consistía en contribuir, de todas las maneras posibles, a la detención de Lisbeth Salander. «Muchas gracias, Armanskij, todo un detalle. Lo tendré en cuenta.» Su rostro se ensombreció cuando descubrió quiénes habían sido los elegidos. Bohman le parecía un tipo bastante soso pero, en general, correcto con ella. En cambio, Nicklas Eriksson era un don nadie corrupto que se había aprovechado de su posición en Milton Security para engañar a uno de los clientes de la empresa.

Lisbeth Salander poseía una moral selectiva. Engañar a los clientes de la empresa, siempre con la condición de que se lo tuvieran bien merecido, no le resultaba nada ajeno, pero jamás lo haría tras haber aceptado un trabajo que implicara mantener el secreto profesional.


Lisbeth también descubrió que la persona que filtraba información a la prensa era el mismísimo instructor del sumario, Ekström. Quedaba al descubierto en un correo electrónico en el que contestaba tanto a preguntas sobre el informe psiquiátrico de Lisbeth como a las de la relación de Lisbeth con Miriam Wu.

La tercera pieza de información relevante fue la constatación de que el equipo de Bublanski no tenía ni la más mínima pista para buscar a Lisbeth Salander. Leyó con interés un informe que desglosaba las medidas adoptadas y los sitios que se hallaban bajo vigilancia temporal. Una lista breve. Por supuesto, Lundagatan, pero también el domicilio de Mikael Blomkvist y la antigua dirección de Miriam Wu en Sankt Eriksplan, así como el Kvarnen, donde había sido vista en alguna ocasión. «Joder, ¿por qué daría aquel espectáculo con Mimmi? ¡Qué ocurrencia más idiota!»

El viernes, los investigadores de Ekström también encontraron la pista que los llevó hasta las Evil Fingers. Supuso que eso significaría que controlarían unas cuantas direcciones más. Arrugó el entrecejo; ya podía dar por perdidas a las chicas del grupo, si bien era verdad que no había tenido ningún contacto con ellas desde que regresara a Suecia.


Cuanto más pensaba en el tema, más desconcertada estaba. El fiscal Ekström había filtrado a la prensa todo tipo de mierda sobre ella. A Lisbeth no le costó nada entender su objetivo: darse publicidad y preparar el terreno para el día en el que dictara auto de procesamiento contra ella. Pero ¿por qué no había filtrado el informe de la investigación policial de 1991? El motivo de su inmediato ingreso en Sankt Stefan. ¿Por qué ocultaba aquella historia?

Entró en el ordenador de Ekström y se pasó una hora examinando sus documentos. Al acabar encendió un cigarrillo. No encontró ni una sola referencia a los acontecimientos de 1991. Eso la llevó a una extraña conclusión. Él no estaba al tanto de aquella investigación.

Por un momento, Lisbeth no supo qué hacer. Acto seguido miró, de reojo, su PowerBook. Había dado con algo a lo que el Kalle Blomkvist de los Cojones pudiera hincarle el diente. Reinició el ordenador, entró en su disco duro y creó el documento «MB2».

El fiscal E filtra información a los medios de comunicación. Pregúntale por qué no ha filtrado el viejo informe policial.

Eso debería bastar para ponerlo en marcha. Esperó pacientemente durante dos horas hasta que Mikael se conectó. Mikael abrió su correo electrónico, pero tardó quince minutos en descubrir el documento de Lisbeth y cinco más en responder con el documento «Críptico». No mordió el anzuelo. En su lugar le dio la lata con que quería saber quién había asesinado a sus amigos. Era un argumento que Lisbeth podía entender. Se ablandó un poco y contestó con «Críptico 2»:

¿Qué harías si fuera yo?

Lo cual, de hecho, tenía la intención de ser una pregunta personal. Respondió con «Críptico 3». La dejó perpleja.

Lisbeth:

Si es que te has vuelto loca de atar, probablemente sólo Peter Teleborian pueda ayudarte. Pero no creo que tú hayas matado a Dag y a Mia. Espero llevar razón. Rezo por ello.

Dag y Mia pensaban denunciar el comercio sexual. Mi hipótesis es que eso, de alguna manera, motivó los asesinatos. Pero no tengo nada en lo que apoyarme.

No sé qué salió mal entre nosotros pero en una ocasión tú y yo hablamos de la amistad. Yo te dije que la amistad se basa en dos cosas: el respeto y la confianza. Aunque ya no me quieras, puedes seguir depositando tu confianza en mí. Nunca he revelado tus secretos. Ni siquiera lo que pasó con el dinero de Wennerström. Confía en mí. No soy tu enemigo.

M.


Al principio, su referencia a Peter Teleborian la enfureció. Luego se dio cuenta de que Mikael no pretendía fastidiar. No tenía ni idea de quién era Peter Teleborian; probablemente no lo hubiera visto más que por la tele, donde aparecía como un experto respetado internacionalmente en psiquiatría infantil.

Pero lo que realmente la dejó perpleja fue la referencia al dinero de Wennerström. Ignoraba por completo cómo habría conseguido Mikael averiguar eso. Estaba convencida de que no cometió ningún error y de que nadie en el mundo se había enterado de lo que había hecho.

Volvió a leer la carta varias veces.

La referencia a la amistad la incomodó. No sabía qué contestar.

Al final creó «Críptico 4».

Me lo pensaré.

Se desconectó y se sentó en el alféizar de la ventana.


Hasta el viernes por la noche, alrededor de las once, nueve días después de los asesinatos, Lisbeth Salander no abandonó su piso de Mosebacke. Para entonces, sus provisiones de Billys Pan Pizza y otros productos alimenticios, al igual que la última miga de pan y el último trocito de queso, hacía tiempo que se habían agotado. Hacía tres días que se alimentaba exclusivamente de copos de avena que compró por impulso una vez que se le ocurrió comer más sano. Descubrió que un decilitro de avena acompañado de unas cuantas pasas y de dos decilitros de agua, se convertía, tras un minuto de microondas, en unas gachas perfectamente comestibles.

No fue sólo la falta de comida lo que la hizo salir. Tenia que encontrar a una persona. Y, por desgracia, no podía hacer realidad esa necesidad encerrada en su casa. Se acercó al armario, sacó la peluca rubia y cogió el pasaporte noruego de Irene Nesser.

Irene Nesser existía en la vida real. Su aspecto físico era bastante similar al de Lisbeth Salander. Hacía tres años que había perdido su pasaporte. Cayó en las manos de Lisbeth por mediación de Plague, y desde hacía año y medio ella alternaba su personalidad con la de Irene Nesser en función de las circunstancias.

Lisbeth se quitó los pirsins de las cejas y de la nariz y se maquilló ante el espejo del cuarto de baño. Se vistió con unos vaqueros oscuros, un jersey marrón y amarillo sencillo pero abrigado y unas botas con algo de tacón. Todavía le quedaban en una caja unos cuantos botes de gas lacrimógeno; se llevó uno. También sacó la pistola eléctrica que llevaba más de un año sin tocar y la puso a cargar. Metió una muda en una bolsa de nailon. Dejó el piso bien entrada la tarde. Empezó el periplo por el McDonald's de Hornsgatan. Lo eligió porque allí resultaba menos probable que se cruzara con alguno de sus ex compañeros de Milton Security que en el de Slussen o en el de Medborgarplatsen. Se comió un Big Mac y se bebió una Coca-Cola grande.

Después de cenar cogió el 4, cruzó Västerbron y se bajó en Sankt Eriksplan. Caminó hasta Odenplan y poco después de la medianoche, estaba en Upplandsgatan ante el portal de la casa del difunto abogado Bjurman. No esperaba que el domicilio se hallase bajo vigilancia, pero advirtió que había luz en la ventana de un vecino de su misma planta y por eso, se dio un paseo subiendo hacia Vanadisplan. Cuando volvió, una hora más tarde, la vivienda ya estaba a oscuras.


En la penumbra de la escalera, Lisbeth subió con pies ligeros hasta el piso de Bjurman. Con la ayuda de un cúter cortó el precinto policial. Abrió la puerta silenciosamente.

Encendió la luz del vestíbulo, que sabía que no se veía desde fuera, y, acto seguido, sacó su pequeña linterna y se dirigió hacia el dormitorio. Las persianas estaban bajadas. Paseó el haz de luz por la cama aún manchada de sangre. Pensó en lo cerca que había estado de morir allí mismo y, de pronto, le invadió una sensación de profunda satisfacción al saber que, por fin, Bjurman había desaparecido para siempre de su vida.

El objetivo de visitar la escena del crimen consistía en averiguar dos cosas. En primer lugar, la conexión entre Bjurman y Zala. Estaba convencida de que tenía que existir algún vínculo, pero al analizar el contenido del ordenador de Bjurman, no pudo sacar nada en claro.

Pero había otra cosa a la que no paraba de darle vueltas. Durante la incursión nocturna que realizó unas semanas antes, advirtió que Bjurman había sacado unos documentos de la carpeta donde guardaba todo el material de Lisbeth Salander. Las páginas que faltaban correspondían a esa parte de la descripción del cometido de Bjurman, redactada por la comisión de tutelaje, donde se resumía el estado psíquico de Lisbeth Salander en términos de lo más sucinto. A Bjurman no le hacían falta esos documentos, así que era posible que hubiese limpiado la carpeta y los hubiese tirado. En contra de esa suposición estaba, no obstante, el hecho de que los abogados nunca tiran documentación relacionada con un caso abierto. Los papeles podían ser todo lo superfluos que se quisiera, pero no dejaba de resultar ilógico deshacerse de ellos. Sin embargo, no estaban en la carpeta ni tampoco en ningún otro sitio.

Se percató de que la policía no sólo se había llevado esas carpetas que trataban sobre Lisbeth Salander, sino también otra documentación. Dedicó dos horas a peinar el piso, palmo a palmo, para averiguar si a los agentes se les había pasado algo. Unos momentos después pudo constatar, ligeramente frustrada, que ése no parecía ser el caso.

En la cocina halló un cajón que contenía diferentes tipos de llaves. Encontró las del coche y también un juego con la de alguna puerta y la de un candado. Se acercó en silencio hasta los trasteros de la última planta e intentó abrir todos los candados del pasillo hasta que dio con el trastero de Bjurman. Había muebles viejos, un armario con ropa trasnochada, esquís, la batería de un coche, cajas con libros y algunos trastos más. No encontró nada de interés, de modo que bajó las escaleras y se sirvió de la otra llave para entrar en el garaje. Dio con su Mercedes y en un instante advirtió que no contenía nada de valor.

Descartó visitar su bufete. Tan sólo hacía unas semanas que había estado allí, la misma noche en la que entró en su casa, y sabía que Bjurman llevaba dos años sin pisarlo. Allí no había más que polvo.

Lisbeth regresó al piso, se sentó en el sofá del salón y se puso a pensar. Se levantó unos cuantos minutos después y volvió al cajón de las llaves de la cocina. Las examinó de una en una. Un juego pertenecía a las cerraduras de una puerta y una de las llaves era antigua y estaba oxidada. Frunció el ceño. Luego levantó la mirada y vio, junto al fregadero, un estante en el que Bjurman había colocado una veintena de bolsas con simientes. Las cogió y constató que se trataba de semillas para plantar en el jardín.

«Tiene una casa de campo. O una casita con jardín en alguna colonia. ¿Cómo se me ha podido pasar?»

Tardó tres minutos en dar con una factura de hacía seis años que revelaba que Bjurman había pagado a una empresa constructora por unos trabajos efectuados en el camino de acceso, y un minuto más en encontrar los papeles del seguro de un inmueble situado en las proximidades de Stallarholmen, fuera de Mariefred.


A las cinco de la mañana se detuvo en el 7-Eleven de lo alto de Hantverkargatan, junto a Fridhemsplan. Compró una considerable cantidad de Billys Pan Pizza, leche, pan, queso y otros productos básicos. También compró un periódico matutino cuyo titular la dejó maravillada.

LA MUJER BUSCADA ¿EN EL EXTRANJERO?

Por motivos desconocidos para Lisbeth, el periódico había elegido no nombrarla. Se refería a ella como «la mujer de veintiséis años». El texto indicaba que una fuente perteneciente a la policía afirmaba que tal vez hubiera huido al extranjero y se hallara en Berlín. No quedaban claras las razones que tendría ella para irse precisamente a Berlín pero, según las informaciones recibidas, había llegado a oídos de la policía que había sido vista en un «club anarcofeminista» de Kreutzberg. El local era descrito como un refugio de jóvenes seguidores de cualquier corriente que fuera desde el terrorismo político hasta el movimiento antiglobalización y el satanismo.

Regresó a Södermalm con el autobús número 4, se bajó en Rosenlundsgatan y paseó hasta Mosebacke. Antes de meterse en la cama preparó café y se comió unos sándwiches.

Lisbeth durmió hasta bien entrada la tarde. Cuando se despertó olisqueó pensativamente las sábanas y constató que ya iba siendo hora de cambiarlas. Dedicó la tarde del sábado a limpiar el piso. Sacó la basura y metió los periódicos viejos en dos grandes bolsas que guardó en un trastero del vestíbulo. Puso una lavadora de ropa interior y camisetas y luego otra con vaqueros. Recogió los platos sucios, puso el lavavajillas y terminó pasando la aspiradora y fregando el suelo.

Eran las nueve de la noche y estaba empapada en sudor. Llenó la bañera y echó sales de baño a discreción. Se acomodó dentro, cerró los ojos y se puso a pensar. Cuando se despertó, ya era medianoche y el agua estaba helada. Irritada, se levantó, se secó y se fue a la cama. Volvió a dormirse casi en el acto.


El domingo por la mañana, cuando conectó su PowerBook y leyó todas las tonterías que habían escrito sobre Miriam Wu, Lisbeth enfureció. Se sintió miserable y le invadieron los remordimientos. No se había dado cuenta de hasta qué punto iban a atacar a Mimmi. Y el único delito de Mimmi consistía en ser… ¿conocida?, ¿amiga?, ¿amante?, de Lisbeth.

No sabía muy bien qué palabra utilizar para describir su relación con ella, pero comprendió que, fuera la que fuese, lo más seguro es que ya hubiese terminado. Se iba a ver obligada a borrar el nombre de Mimmi de su, ya de por sí, corta lista de amigos. Tras el acoso mediático del que estaba siendo víctima, dudaba que Mimmi quisiera volver a tener algo que ver con esa loca psicótica llamada Lisbeth Salander.

Le daba rabia.

Memorizó el nombre de Tony Scala, el periodista que dio el pistoletazo de salida de la persecución de Mimmi. Además, decidió localizar a un desagradable columnista que aparecía retratado con una americana a rayas que se empeñaba en reiterar el epíteto «la bollera BDSM», en una crónica supuestamente humorística de un periódico vespertino.

La lista de personas a las que Lisbeth tenía intención de someter a tratamiento empezaba a ser bastante larga.

Pero primero debía encontrar a Zala.

No sabía con exactitud qué sucedería cuando diera con él.


El domingo por la mañana, a las siete y media, una llamada de teléfono despertó a Mikael. Somnoliento, estiró la mano y lo cogió.

– Buenos días -dijo Erika Berger.

– Mmm -contestó Mikael.

– ¿Estás solo?

– Me temo que sí.

– Entonces te sugiero que te metas en la ducha y que prepares café. Vas a recibir una visita dentro de cinco minutos.

– ¿Ah, sí? ¿De quién?

– Paolo Roberto.

– ¿El boxeador? ¿El rey de Kungsträdgården?

– El mismo. Me ha llamado y hemos hablado media hora.

– ¿Por qué?

– ¿Que por qué me ha llamado a mí? Bueno, nos conocemos lo suficiente como para saludarnos cuando nos vemos. Le hice una larga entrevista a raíz de la película de Hildebrand en la que participó y luego hemos coincidido varias veces a lo largo de los años.

– No lo sabía. Pero me refería a por qué me va a visitar a mi.

– Porque… bah, creo que es mejor que te lo explique él mismo.


Mikael apenas había salido de la ducha y se había puesto unos pantalones, cuando Paolo Roberto llamó a la puerta. Le abrió y lo invitó a sentarse a la mesa de la cocina mientras buscaba una camisa limpia y preparaba dos espressos dobles que sirvió con una cucharadita de leche. Impresionado, Paolo Roberto observó el café.

– ¿Querías hablar conmigo?

– Ha sido idea de Erika Berger.

– Muy bien. Pues adelante.

– Conozco a Lisbeth Salander.

Mikael arqueó las cejas.

– ¿Ah, sí?

– Me quedé un poco sorprendido cuando Erika Berger me contó que tú también la conoces.

– Creo que es mejor que empieces por el principio.

– Vale. Verás, anteayer regresé de Nueva York después de un mes y me encontré con el careto de Lisbeth en todos los putos periódicos. La prensa está echándole encima mucha mierda. Hostia, y ni uno solo de esos putos cabrones parece tener ni una maldita palabra positiva sobre ella.

– Has conseguido meter dos «putos», un «cabrones» y un «hostia» en una sola frase.

Paolo se rió.

– Perdón. Es que estoy bastante cabreado. Llamé a Erika porque necesitaba hablar con alguien y no sabía con quién. Como el periodista de Enskede trabajaba para Millennium y da la casualidad de que conozco a Erika Berger, la llamé.

– Vale.

– Aunque Salander se haya vuelto loca y hecho todo lo que dice la policía, hay que darle, al menos, el beneficio de la duda. Vivimos en una sociedad de derecho y nadie debe ser condenado sin haber sido escuchado.

– Estoy completamente de acuerdo -dijo Mikael.

– Eso tengo entendido, por lo que Erika me ha contado. Cuando la llamé pensé que los de Millennium también ibais tras la cabeza de Lisbeth, sobre todo teniendo en cuenta que ese tal Dag Svensson trabajaba para vosotros. Pero Erika me ha dicho que tú piensas que es inocente.

– Conozco a Lisbeth Salander. Me cuesta verla como una asesina psicópata.

De repente Paolo se rió.

– Es una chalada de la hostia, pero va con los buenos. Me cae bien.

– ¿De qué la conoces?

– He boxeado con Salander desde que ella tenía diecisiete años.


Mikael Blomkvist cerró los ojos durante diez segundos antes de volver a levantar la vista para mirar a Paolo Roberto. Como siempre, Lisbeth Salander seguía siendo una caja de sorpresas.

– Hombre, claro, Lisbeth Salander boxeando con Paolo Roberto. Estáis en la misma categoría de peso.

– No estoy bromeando.

– Te creo. En una ocasión, Lisbeth me contó que solía hacer de sparring con los chicos de un club de boxeo.

– Déjame contarte cómo empezó. Hace diez años entré como ayudante del entrenador de los júnior que querían empezar a boxear en el club de Zinkensdamm. Yo ya era un boxeador consagrado y el responsable de los júnior pensó que yo podría atraer a la gente, así que empecé a ir por las tardes y me convertí en el sparring de los chicos.

– Vale.

– Y bueno, una cosa llevó a otra, me quedé todo el verano y hasta bien entrado el otoño. Hicieron una campaña y pusieron pósteres y cosas así para intentar despertar el interés de los jóvenes por el boxeo. Y la verdad es que se apuntaron muchos chavales de quince o dieciséis años hasta unos cuantos más. Había bastantes inmigrantes. El boxeo era una buena alternativa a merodear por el centro y meterse en líos. Que me lo digan a mí. Yo sé lo que es eso.

– Vale.

– Y un día, en pleno verano, apareció esa chica flacucha de la nada. Ya sabes la pinta que tiene. Entró en el local del club y dijo que quería aprender a boxear.

– Me puedo imaginar la escena.

– No veas la que montó. Media docena de chavales, más o menos con el doble de peso que ella y considerablemente más grandes, se partieron de risa. Yo también me reí. Nada serio, pero nos metimos un poco con ella. También teníamos un grupo femenino y yo le dije alguna estupidez del tipo «las niñas pequeñas sólo pueden boxear los jueves» o algo así.

– Imagino que ella no se rió.

– Pues no, no se rió para nada. Me clavó sus ojos negros. Luego, alargó la mano y cogió unos guantes que alguien había dejado por allí. Le quedaban enormes y ni siquiera se los ató. Nos tronchamos de risa. ¿Te lo imaginas?

– Esto promete.

Paolo Roberto volvió a reírse.

– Como yo era el entrenador, me acerqué y fingí lanzarle unos cuantos jabs.

– Uy, uy, uy.

– Sí, más o menos. De repente la cabrona me soltó una leche en todos los morros.

Volvió a reírse.

– Allí estaba yo haciendo el payaso con ella; me cogió completamente desprevenido. Me metió unos dos o tres castañazos antes de que ni siquiera se me ocurriera esquivarlos. A ver, su fuerza muscular era cero y sus golpes me hacían más bien cosquillas. Pero cuando yo empecé a esquivarlos ella cambió de táctica. Boxeó de manera instintiva y colocó más golpes aún. Así que comencé a pararlos en serio, y descubrí que la muy cabrona era más rápida que un reptil. Si hubiese sido un poco más alta y más fuerte, allí habría habido un combate en toda regla. ¿Entiendes lo que te digo?

– Perfectamente.

– Y, entonces, volvió a cambiar de táctica y me dio en todos los huevos. Ni te cuento lo que me dolió.

Mikael asintió con la cabeza.

– Así que yo le devolví unos jabs y le pegué en la cara. No fue ningún puñetazo fuerte ni nada por el estilo, sólo un pum. Entonces ella me dio una patada en la rodilla. Aquello era una locura. Yo era tres veces más grande y pesado, y ella no tenía absolutamente nada que hacer, pero me estaba moliendo a palos como si le fuera la vida en ello.

– La habías provocado.

– Luego caí en la cuenta. Y me dio mucha vergüenza. Quiero decir… nos habíamos anunciado con pósteres y todo eso para atraer a los jóvenes al club, y cuando Lisbeth se presenta y dice completamente en serio que quiere aprender a boxear, se encuentra con una panda de chavales que no hacen más que reírse de ella. Yo habría perdido la cabeza si alguien me hubiera tratado así.

Mikael asintió con la cabeza.

– En fin, aquella pelea duró varios minutos. Así que ai final la cogí, la tumbé en el suelo y la sujeté hasta que dejó de patalear. Joder, la tía tenía incluso lágrimas en los ojos y me miraba con tanta rabia que… bueno…

– Que empezaste a boxear con ella.

– Cuando se tranquilizó la dejé levantarse y le pregunté si eso de aprender a boxear iba en serio. Me tiró los guantes y se dirigió a la salida. Salí corriendo tras ella y le bloqueé el paso. Le pedí perdón y le dije que, si lo decía en serio, yo le enseñaría, que se presentara al día siguiente a las cinco en punto.

Se calló un rato y su mirada se perdió en el vacío.

– Al día siguiente por la tarde les tocaba a las chicas y ella apareció. La metí en el cuadrilátero con una tía que se llamaba Jennie Karlsson, de dieciocho años, que llevaba más de un año entrenándose. El problema era que no había nadie con el mismo peso de Lisbeth que tuviera más de doce años. De modo que le pedí a Jennie que fuera con cuidado y sólo simulara los golpes, puesto que Salander estaba muy verde.

– ¿Y qué sucedió?

– Diez segundos después Jennie tenía el labio partido. Durante un asalto entero, Salander colocó golpe tras golpe y esquivó todo lo que Jennie intentaba. Y estamos hablando de una tía que jamás había pisado un cuadrilátero. En el segundo asalto, Jennie se cabreó tanto que empezó a dar golpes en serio, pero no acertó ni uno. Yo me quedé boquiabierto. Nunca he visto a ningún boxeador profesional moverse con tanta velocidad. Si yo fuera la mitad de rápido que Salander, sería feliz.

Mikael asintió con la cabeza.

– Pero la limitación de Salander era que sus golpes no valían nada. Empecé a entrenar con ella. La tuve en la sección femenina durante un par de semanas y perdió varias peleas, porque tarde o temprano alguien conseguía encajarle un buen puñetazo y entonces teníamos que parar y llevarla al vestuario, porque se cabreaba y empezaba a dar patadas y a morder y pelear de verdad.

– Suena a Lisbeth.

– No se rendía nunca. Pero al final fastidió a tantas chicas que su entrenador la echó.

– ¡Anda!

– Sí, resultaba imposible boxear con ella. Sólo tenía una posición, la que nosotros llamamos Terminator Mode; que consiste en dejar KO al adversario; y daba igual si se trataba sólo de un calentamiento o de un entrenamiento con el sparring. A menudo las chicas volvían a casa magulladas porque Lisbeth les había dado una patada. Entonces se me ocurrió una idea. Yo tenía problemas con un chico sirio de diecisiete años llamado Samir. Un buen boxeador: constitución fuerte y con vodka en el golpe, pero no sabía moverse. Se quedaba parado todo el rato.

– ¿Y?

– Le pedí a Salander que pasara una tarde por el club cuando yo estuviera entrenando a Samir. Ella se cambió y yo la metí en el cuadrilátero con él, con su protector de cabeza, de dentadura y toda la pesca. Al principio, Samir se negó a hacer de sparring con ella porque «no era más que una jodida tía» y todas esas chorradas machistas. Así que le dije alto y claro, de modo que todo el mundo pudiera oírlo, que ahí nadie iba a hacer de sparring, y aposté quinientas coronas a que ella lo iba a noquear. A Salander le dije que no se trataba de ningún entrenamiento y que Samir le iba a pegar muy en serio. Me miró con su típico gesto desconfiado. Samir todavía estaba de cháchara cuando sonó la campana. Lisbeth tomó impulso con todas sus fuerzas y le endosó un puñetazo con una energía de tres pares de cojones en toda la cara y le hizo besar la lona. Para entonces, yo llevaba entrenándola todo el verano y ella ya había empezado a echar un poco de músculo y a tener algo de potencia en sus golpes.

– Supongo que Samir se pondría muy contento.

– Bueno, imagínate; se habló de esa pelea durante meses. Samir recibió una paliza. Ella ganó por puntos. Si hubiese tenido más fuerza, lo habría dejado bastante maltrecho. Al poco tiempo de empezar el combate, Samir estaba tan frustrado que fue a por ella con todas sus ganas. A mí me aterrorizaba la idea de que acertara, porque entonces habríamos tenido que llamar a la ambulancia. Al encajar algún que otro puñetazo con los hombros ella se hizo unos cuantos moratones y acabó contra las cuerdas, porque no podía resistir la contundencia de los golpes de Samir. Pero el tío estaba a años luz de alcanzarla de verdad.

– Joder, me gustaría haberlo visto.

– A partir de ese día, los chavales del club comenzaron a respetar a Salander. Sobre todo Samir. Y yo empecé a meterla para que hiciera de sparring de chicos bastante más grandes y pesados. Ella era mi arma secreta y resultó ser un ejercicio cojonudo. Diseñamos sesiones de entrenamiento en las que la tarea de Lisbeth consistía en intentar acertar cinco golpes en distintos puntos del cuerpo: mandíbula, frente, estómago, etcétera. Y los chicos con los que peleaba debían defenderse y proteger esos puntos. Haber boxeado con Lisbeth Salander se convirtió en sinónimo de prestigio. Era como pelear con un avispón. La verdad es que la llamamos la avispa y se convirtió en una especie de mascota para el club. Creo que le gustaba porque un día se presentó en el club con el tatuaje de una avispa en el cuello.

Mikael sonrió. Se acordaba perfectamente de su avispa. Formaba parte de la descripción de la orden de busca y captura.

– ¿Cuánto tiempo duró?

– Más de tres años, pero sólo una tarde por semana. Yo sólo estuve allí a jornada completa durante ese verano y luego, esporádicamente. El que llevaba las sesiones con Salander era nuestro entrenador júnior, Putte Karlsson. Después, Salander empezó a trabajar y ya no tuvo tanto tiempo, pero hasta el año pasado se dejó ver por allí una vez al mes para entrenar. Yo me la encontraba unas cuantas veces al año y hacía sesiones de sparring con ella. Era un buen entrenamiento; me hacía sudar la gota gorda, por decirlo de alguna manera. Ella casi nunca hablaba con nadie. Cuando no había sparring podía pasarse dos horas dándole al saco de arena intensamente, como si se enfrentara a un enemigo mortal.

Capítulo 23 Domingo, 3 de abril – Lunes, 4 de abril

Mikael preparó otros dos espressos. Encendió un cigarrillo y le pidió disculpas. Paolo Roberto se encogió de hombros. Mikael lo observó pensativo.

Paolo Roberto tenía fama de ser un tipo chulo al que le gustaba decir sin rodeos lo que pensaba. Mikael se dio cuenta en seguida de que, en privado, resultaba igual de chulo, pero también de que era un hombre inteligente y humilde. Se acordó de que Paolo Roberto había intentado meterse en política, en su día, presentándose como candidato a diputado por el partido socialdemócrata. A Mikael le produjo la impresión de ser un tipo inteligente, y se sorprendió a sí mismo constatando que el tío le caía bien de primeras.

– ¿Por qué vienes a mí con esta historia?

– Salander está metida en un buen lío. No sé qué se puede hacer, pero me imagino que le vendría bien contar con un amigo en su rincón del cuadrilátero.

Mikael asintió con la cabeza.

– ¿A ti qué te hace pensar que es inocente? -preguntó Paolo Roberto.

– Es difícil de explicar. Lisbeth es una persona muy intransigente, pero no me creo la historia de que ella matara a Dag y a Mia. Sobre todo a Mia. En primer lugar, no tenía ningún motivo…

– Que nosotros sepamos.

– De acuerdo, Lisbeth no dudaría en emplear la violencia contra alguien que se lo mereciera. Pero no sé. He desafiado a Bublanski, el policía a cargo de la investigación. Creo que sí había un móvil para asesinar a Dag y Mia. Y, en mi opinión, se encuentra en el reportaje en el que estaba trabajando Dag.

– Si tienes razón, Salander no sólo necesitará a alguien que la coja de la mano cuando la detengan; habrá que darle otro tipo de ayuda completamente distinto.

– Ya lo sé.

Un peligroso destello apareció en los ojos de Paolo Roberto.

– Pero si es inocente, joder… entonces habrá sido objeto de uno de los escándalos jurídicos más notorios de la historia. Ha sido señalada como asesina por los medios de comunicación y por la policía, y encima se ha escrito tanta mierda sobre ella…

– Ya lo sé.

– ¿Y qué podemos hacer? ¿Puedo ayudar de alguna manera?

Mikael meditó la respuesta.

– Hombre, la mejor forma de ayudarla sería, por supuesto, encontrar un culpable alternativo. Estoy en ello. Y lo siguiente, sería dar con ella antes de que algún policía la mate de un tiro. Como ya sabes, Lisbeth no pertenece, precisamente, a ese tipo de personas que se entregan voluntariamente.

Paolo Roberto asintió con la cabeza.

– ¿Y cómo la encontramos?

– Ni idea. Pero sí hay una cosa que podrías hacer. Algo puramente práctico, si tienes tiempo y ganas.

– La semana que viene mi mujer estará de viaje. Tengo tiempo y ganas.

– De acuerdo, estaba pensando en que como eres boxeador…

– ¿Sí?

– Lisbeth tiene una amiga, Miriam Wu, habrás leído, sin duda, alguna que otra cosa sobre ella.

– Más conocida como la bollera BDSM. Sí, algo sé.

– Tengo su número de móvil y he intentado hablar con ella, pero cuelga en cuanto escucha que hay un periodista al otro lado de la línea.

– La entiendo.

– No tengo tiempo para perseguir a Miriam Wu. El caso es que he leído que practica kick-boxing, es profesional. Estaba pensando que si un famoso boxeador se pusiera en contacto con ella…

– Ya entiendo, esperas que nos pueda conducir hasta Salander.

– Cuando la policía habló con ella dijo que ignoraba por completo dónde se había metido Salander. Aun así, merece la pena intentarlo.

– Dame su número. La localizaré.

Mikael le dio el número de Miriam Wu y la dirección de Lundagatan.


Gunnar Björck se había pasado todo el fin de semana analizando su situación. Su futuro pendía de un hilo y tenía que jugar sus cartas con sumo cuidado. Por malas que fueran.

Mikael Blomkvist era un cabrón de primera. La duda residía en si podría persuadirlo para que callara que… que Björck había contratado los servicios de esas malditas putas. Lo que hizo era enjuiciable, y sabía que lo despedirían sin miramientos si eso saliera a la luz. La prensa lo destrozaría. Un oficial de la Policía de Seguridad de Suecia aprovechándose de prostitutas adolescentes… Si, al menos, esos putos chochos no hubiesen sido tan jóvenes.

Quedarse de brazos cruzados significaba sellar su destino. Björck había tenido la suficiente astucia para no decirle nada a Mikael Blomkvist. Le había leído la cara y registrado su reacción; Blomkvist estaba angustiado. Quería información. Pues tendría que pagar un precio. Y ese precio era su silencio. Era la única salida que le quedaba.

Zala creaba una ecuación completamente nueva en la investigación.

Dag Svensson había estado persiguiendo a Zala.

Bjurman había estado buscando a Zala.

Y Björck era la única persona que sabía que existía una conexión entre Zala y Bjurman, lo que significaba que Zala se hallaba vinculado tanto a Enskede como a Odenplan.

Aunque eso suponía otro grave problema para el futuro bienestar de Gunnar Björck. Fue él quien le proporcionó a Bjurman la información sobre Zalachenko; lo hizo como un favor entre amigos sin tener en cuenta que dicha información seguía siendo clasificada. Tal vez pareciera una tontería, pero eso implicaba que había violado la ley y podía ser procesado.

Además, desde que Mikael Blomkvist lo visitara el viernes, había cometido otro acto delictivo. Él era policía y si poseía información relacionada con la investigación de un asesinato, su deber era contactar de inmediato con las fuerzas del orden y facilitar esa información. Pero si pasara la información a Bublanski o al fiscal Ekström, él mismo quedaría, automáticamente, en evidencia. Todo saldría a la luz. No lo de las putas, sino todo el asunto Zalachenko.

El sábado hizo una visita apresurada a su lugar de trabajo, la Säpo de Kungsholmen. Sacó todo el viejo material de Zalachenko y volvió a leerlo. Él mismo había redactado los informes, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Los documentos más antiguos ya tenían casi treinta años; el más reciente, diez.

«Zalachenko.»

Un cabrón escurridizo.

«Zala.»

El propio Gunnar Björck había apuntado el apodo en su informe, aunque no recordaba haberlo usado jamás.

La conexión estaba más clara que el agua. Con Enskede. Con Bjurman. Y con Salander.

Gunnar Björck reflexionó un instante. Seguía sin saber cómo encajar las piezas del puzle, pero creyó comprender por qué Lisbeth Salander fue a Enskede. Tampoco le costó mucho esfuerzo imaginarse que Lisbeth Salander fuera presa de un arrebato de furia y matara a Dag Svensson y Mia Bergman; quizá ellos se negaran a colaborar o la provocaran. Ella tenía un móvil que tal vez sólo Gunnar Björck y dos o tres personas más en todo el país entendían.

«Está loca de atar. ¡Por el amor de Dios, espero que algún policía le pegue un tiro en cuanto la detengan! Ella lo sabe todo. Si habla, puede hacer saltar toda la historia por los aires.»

Por muchas vueltas que le diera al tema, lo cierto era que Mikael Blomkvist constituía su única salida, y, en su actual situación, eso acaparaba todo su interés. Sintió una creciente desesperación. Había de convencer a Blomkvist para que lo tratara como una fuente confidencial y callara sus… «pícaras correrías» con aquellas malditas putas.

«¡Joder! ¡Ojalá Salander le vuele los sesos a ese Blomkvist!»

Miró el número de teléfono de Zalachenko y sopesó los pros y los contras. No fue capaz de decidirse.


Mikael había convertido en un hábito anotar sistemáticamente el resultado de sus indagaciones. Cuando Paolo Roberto se fue, consagró una hora a esa tarea. Sus notas eran un cuaderno de bitácora, casi en forma de diario, donde dejaba volar libremente sus pensamientos al mismo tiempo que consignaba, con meticulosidad, todas las conversaciones, reuniones e investigaciones que realizaba. Encriptaba diariamente el documento con el PGP y le enviaba una copia a Erika Berger y otra a Malin Eriksson, para que sus colaboradoras estuviesen al día.

Las semanas anteriores a su muerte, Dag Svensson se había centrado en Zala. El nombre salió en la última conversación telefónica con Mikael, tan sólo dos horas antes del asesinato. Además, Gunnar Björck sabía algo de Zala.

Mikael dedicó quince minutos a resumir lo que había conseguido averiguar sobre Björck; poca cosa.

Gunnar Björck nació en Falun, tenía sesenta y dos años y no estaba casado. Llevaba en la policía desde los veintiuno. Empezó patrullando, pero luego estudió Derecho y acabó ocupando un cargo secreto con tan sólo veintiséis o veintisiete años. Corría el año 1969 o 1970, justo al final de la época de Per Gunnar Vinge como jefe de la Säpo.

A Vinge le despidieron cuando, en una conversación con el gobernador civil de la provincia de Norrbotten, Ragnar Lassinanti, sostuvo que Olof Palme trabajaba como espía para los rusos. Luego estalló el caso IB, el de Holmér, el del Cartero y mataron a Palme…, y se sucedió un escándalo tras otro. Mikael no tenía ni idea del papel que Gunnar Björck había desempeñado -si es que había desempeñado alguno- en aquellos dramáticos acontecimientos de la policía secreta de los últimos treinta años.

La carrera de Björck entre 1970 y 1985 era una hoja en blanco; algo que, tratándose de la Säpo, no resultaba extraño, ya que todo lo referente a sus actividades estaba clasificado como secreto. Lo mismo podría haberse dedicado a sacar punta a los lápices en un almacén que haber sido agente secreto en China. Aunque esto último resultaba más bien poco probable.

En el mes de octubre de 1985, Björck se trasladó a Washington donde trabajó en la embajada de Suecia durante dos años. En 1988, ya se encontraba de vuelta en Estocolmo y en su puesto de la Säpo. En 1996, se convirtió en un personaje público al ser nombrado director adjunto del Departamento de Extranjería. Mikael no sabía a ciencia cierta en qué consistía el trabajo de Björck. A partir de ese mismo año, Björck apareció en los medios de comunicación, en numerosas ocasiones, a raíz de la extradición de algún que otro árabe sospechoso. En 1998, se colocó en el punto de mira con motivo de la expulsión de varios diplomáticos iraquíes.

«¿Qué tiene que ver todo eso con Lisbeth Salander y los asesinatos de Dag y Mia? Probablemente nada.

»Pero Gunnar Björck sabe algo de Zala.

»Por lo tanto, tiene que existir una conexión.»


Erika Berger no le había contado a nadie -ni siquiera a su marido, a quien, por regla general, no le ocultaba nada- que iba a irse a trabajar al Gran Dragón, el Svenska Morgon-Posten. Le quedaba aproximadamente un mes en Millennium. Estaba angustiada. Sabía que los días pasarían volando y que, cuando se quisiera dar cuenta, su último día como redactor a jefe habría llegado.

También la acosaba una continua preocupación por Mikael. Había leído su último correo con una sensación deprimente. Reconocía los síntomas. Era la misma obstinación con la que, dos años antes, se aferró a lo de Hedestad, y la misma obsesión con la que fue a por Wennerström. Desde el Jueves de Pascua, lo único que existía en el mundo para él era la misión de averiguar quién había asesinado a Dag y Mia, y así exculpar a Lisbeth Salander.

Aunque Erika simpatizaba por completo con su propósito -Dag y Mia también habían sido amigos suyos-, había una faceta en él con la cual ella no se sentía del todo cómoda; Mikael mostraba una total falta de escrúpulos en cuanto olía la sangre.

Desde el mismo instante en el que la llamó el día anterior y le comentó que había desafiado a Bublanski -midiéndose con él como si se tratara de un maldito cowboy-, supo que la caza de Lisbeth Salander lo iba a mantener ocupado las veinticuatro horas del día durante mucho tiempo. Ella sabía por experiencia que sería imposible tratar con él hasta que no resolviese el problema. Mikael oscilaría entre el egocentrismo y la depresión. Y en algún punto de esa ecuación también se expondría a riesgos innecesarios.

¿Y Lisbeth Salander? Erika sólo la había visto una vez y no conocía lo suficiente a esa peculiar chica como para poder compartir la convicción de Mikael sobre su inocencia. ¿Y si Bublanski llevara razón? ¿Y si fuera culpable? ¿Y si Mikael consiguiera dar con ella y se encontrara cara a cara con una chiflada enferma mental, aramada con una pistola?

La inesperada llamada de Paolo Roberto de esa misma mañana tampoco la había tranquilizado. Claro que era positivo que Mikael no fuera el único en estar de parte de Salander, pero Paolo Roberto también era uno de esos malditos machos de mierda.

Además, debía buscar a un sustituto que pudiera hacerse con el timón de Millennium. Empezaba a ser urgente. Pensó en llamar a Christer Malm y discutir el asunto con él. Pero cayó en la cuenta de que no podía comunicárselo a él si se lo seguía ocultando a Mikael.

Mikael era un reportero brillante; sin embargo, como jefe sería un desastre. En ese aspecto Christer y ella se asemejaban mucho más, pero no estaba segura de que Christer fuera a aceptar la oferta. Malin era demasiado joven e insegura. Monika Nilsson, demasiado egocéntrica. Henry Cortez era un buen reportero; no obstante, se le antojaba extremadamente joven e inexperto. Lottie Karim parecía demasiado blanda. Y Erika no sabía si Christer y Mikael aceptarían reclutar a alguien de fuera.

Un embrollo de mil demonios.

No quería terminar así su etapa en Millennium.


El domingo por la noche, Lisbeth Salander decidió abrir el Asphyxia 1.3 y accedió al espejo del disco duro de «MikBlom/Laptop». Constató que él no estaba conectado a la red, así que dedicó un rato a repasar las novedades de los últimos días.

Leyó el cuaderno de bitácora de la investigación de Mikael y se preguntó si no lo estaría redactando con tanto detalle por ella; y si así fuera, qué quería decirle. Él estaba al tanto de que Lisbeth entraba en su ordenador y, por eso, la conclusión lógica era que él deseaba que ella leyera sus apuntes. Sin embargo, el quid de la cuestión residía en lo que no escribía. Ya que sabía que ella se colaba en su ordenador, tal vez estuviera omitiendo la información. Advirtió que -aparte de haber desafiado a Bublanski a un duelo sobre la inocencia de ella- no parecía haber avanzado mucho. Por alguna razón, eso la irritó; Mikael Blomkvist no basaba sus conclusiones en hechos, sino en sentimientos. «Qué tonto y qué ingenuo eres.»

Pero también había centrado su objetivo en Zala. «Bien hecho, Kalle Blomkvist.» Se preguntó si se habría fijado en Zala si ella no le hubiera enviado el nombre.

Luego, reparó con una ligera sorpresa en que Paolo Roberto había aparecido de pronto en escena. Una agradable noticia. De repente, Lisbeth sonrió. Ese chulo cabrón le caía muy bien; un macho de los pies a la cabeza. Paolo solía castigarla bastante cuando se veían en el cuadrilátero. Las pocas veces que acertaba, claro.

Luego, al desencriptar y leer el último correo de Mikael a Erika Berger, se incorporó súbitamente en la silla.

«Gunnar Björck, de la Säpo, tiene información sobre Zala.»

«Gunnar Björck conoce a Bjurman.»

Lisbeth desenfocó la vista y, mentalmente, trazó un triángulo. Zala. Bjurman. Björck. «Yes, that makes sense.» Nunca había visto el problema desde ese ángulo. Puede que, a fin de cuentas, Mikael Blomkvist no fuera tan tonto. Pero, por supuesto, él no entendía la historia del todo; ni ella misma la tenía clara, a pesar de tener un conocimiento de los sucesos muy superior. Pensó un rato en Bjurman y se dio cuenta de que el hecho de que conociera a Björck lo convertía en un elemento mucho más imprevisible de lo que se había imaginado.

Era más que probable que se viera obligada a realizar una visita a Smådalarö.

Más tarde, entró en el disco duro de Mikael y creó un nuevo documento en la carpeta «Lisbeth Salander» que bautizó como «Rincón del cuadrilátero». La próxima vez que Mikael encendiera su iBook lo descubriría.

1. Aléjate de Teleborian. Es malvado.

2. Miriam Wu no tiene absolutamente nada que ver en este asunto.

3. Haces bien en centrar tu objetivo en Zala. Él es la clave. Pero no lo encontrarás en ningún registro.

4. Hay alguna conexión entre Bjurman y Zala. No sé cuál, pero estoy en ello. ¿Björck?

5. Importante: hay un comprometedor informe de una investigación policial sobre mi persona que data de febrero de 1991. No sé el número de registro y no lo encuentro. ¿Por qué no lo ha filtrado Ekström a la prensa? Respuesta: no está en su ordenador. Conclusión: no lo conoce. ¿Cómo es posible?

Meditó un instante y luego añadió un párrafo.

P.S. Mikael, no soy inocente. Pero no he matado ni a Dag ni a Mia y no tengo nada que ver con sus asesinatos. Los vi aquella misma noche, poco antes de que se cometieran los crímenes. Cuando los mataron yo ya me había ido. Gracias por confiar en mí. Saluda a Paolo y dile que su gancho izquierdo es muy blandengue.

Continuó reflexionando un rato. Para una adicta a la información de su calibre, le reconcomía demasiado no saberlo con certeza. Así que añadió otra línea:

P.S. 2: ¿Cómo te enteraste de lo de Wennerström?

Mikael Blomkvist encontró el documento de Lisbeth unas tres horas después. Leyó la carta, línea a línea, por lo menos cinco veces. Al fin, hacía una declaración transparente: no había asesinado a Dag y Mia. La creyó y sintió un enorme alivio. Se había dignado a hablar con él, aunque crípticamente. Como siempre.

No se le escapó que sólo negaba los asesinatos de Dag y Mia y no mencionaba nada respecto a Bjurman. Mikael suponía que se debía a que él, en su correo, sólo se hubiera referido a Dag y Mia. Tras un momento de reflexión, creó «Rincón del cuadrilátero 2».

Hola, Sally:

Gracias por decir, por fin, que eres inocente. Yo confiaba en ti, pero incluso a mí me ha afectado todo ese ruido mediático y he llegado a tener mis dudas. Perdóname. Qué bien oírlo directamente de tu teclado. Ahora sólo nos queda descubrir al verdadero asesino; ya lo hemos hecho antes. Me facilitaría la labor que no fueras tan críptica. Supongo que lees el diario de mi investigación, así que ya sabes, más o menos, lo que estoy haciendo y lo que pienso. Creo que Björck sabe algo; volveré a hablar con él dentro de unos días. ¿Voy desencaminado con los puteros? Lo del informe de la investigación policial me desconcierta. Voy a poner a mi colaboradora Malin Eriksson a buscarlo. Tú tendrías ¿unos doce o trece años? ¿De qué iba la investigación?

Tomo nota de tu consejo sobre Teleborian.

M.


P.S. Tuviste un descuido en tu golpe a Wennerström. Yo ya sabía lo que habías hecho cuando estuvimos en Sandhamn esas Navidades, pero no te lo pregunté porque no comentaste nada. Y no pienso contarte cuál fue tu error a menos que quedes conmigo para tomar un café.

La respuesta llegó tres horas más tarde.

Olvídate de los puteros. El importante es Zala. Y un gigante rubio. Pero el informe de la investigación policial es interesante, porque parece que alguien quiere ocultarlo. No puede ser una casualidad.


El fiscal Ekström estaba de un humor pésimo cuando reunió a la tropa de Bublanski para los maitines del lunes. Las pesquisas que se habían efectuado, durante más de una semana, en pos de una sospechosa identificada con nombre y apellido, y con un peculiar aspecto físico, habían resultado infructuosas. El humor de Ekström no mejoró cuando Curt Svensson, que había estado de guardia durante el fin de semana, informó del desarrollo de los últimos acontecimientos.

– ¿Intrusión? -exclamó Ekström con sincero asombro.

– Un vecino llamó el domingo por la noche cuando, por casualidad, se dio cuenta de que habían cortado el precinto policial de la puerta de Bjurman. Fui allí a comprobarlo.

– ¿Y qué?

– La cinta había sido cortada por tres sitios. Todo apunta que fue con una cuchilla de afeitar o un cúter. Un trabajo muy bien hecho: no era fácil descubrirlo.

– ¿Un robo? Algunos ladrones se especializan en personas fallecidas…

– De robo nada. Registré el piso. Todos los objetos de valor, el vídeo y esas cosas, seguían allí. En cambio, la llave del coche de Bjurman estaba sobre la mesa de la cocina.

– ¿La llave del coche? -preguntó Ekström.

– Jerker Holmberg estuvo en la casa el miércoles para cerciorarse de que no se nos había pasado nada. Entre otras cosas, registró el coche. Jura y perjura que allí no había ninguna llave cuando abandonó el piso y lo precintó.

– ¿Y no se la olvidaría encima de la mesa? Nadie es perfecto.

– Holmberg nunca utilizó esa llave. Usó la del llavero de Bjurman, que ya obraba en nuestro poder.

Bublanski se frotó la barbilla.

– Entonces ¿no ha sido el típico robo?

– Intrusión. Alguien entró en el domicilio de Bjurman y estuvo curioseando. Eso debió de ocurrir entre el miércoles y el domingo por la noche, cuando el vecino advirtió que habían cortado el precinto.

– O sea, que alguien ha estado buscando algo. ¿Jerker?

– Allí no hay nada que no hayamos requisado ya.

– Que nosotros sepamos, por lo menos. El móvil de los asesinatos sigue pendiente de determinar. Hemos partido de la suposición de que Salander es una psicópata, pero incluso los psicópatas necesitan un móvil.

– ¿Y cuál es tu teoría?

– No lo sé. Me desconcierta que alguien se tome la molestia de registrar el apartamento de Bjurman. Así que necesitamos responder a dos preguntas. Primera, ¿quién? Segunda, ¿por qué? ¿Qué se nos ha pasado?

Se hizo el silencio un breve instante.

– Jerker…

Jerker Holmberg suspiró resignadamente.

– De acuerdo. Iré al piso de Bjurman y lo volveré a examinar. Con lupa.


Eran las once de la mañana del lunes cuando Lisbeth se despertó. Se quedó en la cama remoloneando media hora antes de levantarse, encender la cafetera eléctrica y meterse bajo la ducha. Nada más salir del cuarto de baño, se preparó dos sándwiches y se sentó ante su PowerBook para ponerse al día de todo lo que ocurría en el ordenador del fiscal Ekström y para echarles un vistazo a las ediciones digitales de unos cuantos periódicos matutinos. Se percató de que el interés por los asesinatos de Enskede había disminuido. Luego, abrió la carpeta de investigación de Dag Svensson y leyó detenidamente las notas de su encuentro con el periodista Per-Åke Sandström, el putero que hacía de chico de los recados para la mafia del sexo y que tenía información sobre Zala. Cuando acabó de leer, se sirvió más café y se sentó en el alféizar de la ventana a reflexionar.

A las cuatro ya había terminado.

Necesitaba dinero. Tenía tres tarjetas de crédito. Una de ellas estaba a nombre de Lisbeth Salander, así que era inutilizable. En otra figuraba como titular Irene Nesser, pero Lisbeth evitaba usarla puesto que entonces no le quedaría más remedio que identificarse con el pasaporte de la susodicha, lo que conllevaba su riesgo. La tercera había sido emitida a nombre de Wasp Enterprises y estaba asociada a una cuenta con más de diez millones de coronas en la que se podían realizar operaciones a través de Internet. Cualquier persona podría usar la tarjeta pero, por supuesto, debería identificarse.

Entró en la cocina, abrió un bote de galletas y sacó un fajo de billetes. Tenía novecientas cincuenta coronas, muy poca cosa. Por fortuna, también le quedaban mil ochocientos dólares norteamericanos que habían estado tirados por allí desde que volviera a Suecia; se podían cambiar de forma anónima en cualquier oficina de Forex. Eso mejoraba la situación.

Se colocó la peluca de Irene Nesser y se vistió acorde al personaje. Preparó una muda y una caja con maquillaje de teatro que metió en una mochila. Acto seguido, inició la segunda expedición desde Mosebacke. Fue a pie hasta Folkungagatan y continuó hasta Erstagatan, donde entró en Watski poco antes de la hora de cierre. Compró cinta aislante, una polea y ocho metros de maroma de algodón.

Regresó en el 66. En Medborgarplatsen vio a una mujer en la parada del autobús. Al principio no la reconoció, pero en algún lugar de su cabeza se activó una alarma y cuando volvió a mirar identificó a Irene Flemström, empleada del Departamento de Contabilidad de Milton Security. Lucía un corte de pelo distinto y más moderno. Lisbeth se escabulló discretamente mientras Flemström subía. Puso especial cuidado, recorrió una y otra vez los alrededores con la mirada buscando caras que pudieran resultarle conocidas. Pasó por el arco de Bofill y caminó hasta Södra Station, donde cogió el tren de cercanías con dirección al norte.


La inspectora Sonja Modig estrechó la mano de Erika Berger, quien de inmediato le ofreció café. Se dirigieron a la pequeña cocina, donde Sonja reparó en que no había dos tazas iguales; todas tenían publicidad de distintos partidos políticos, organizaciones sindicales y empresas.

– Proceden de diversas noches electorales y de varias entrevistas -explicó Erika Berger, ofreciéndole una que tenía el logotipo de la asociación de jóvenes liberales.

Sonja Modig pasó tres horas en la mesa de trabajo de Dag Svensson. La ayudó la secretaria de redacción, Malin Eriksson; en parte, para explicarle de qué iban el libro y el artículo de Dag y en parte, para ayudarla a navegar por el material de investigación. Sonja Modig se quedó asombrada ante la avalancha de documentación. El hecho de que el ordenador de Dag Svensson hubiera desaparecido y de que, de ese modo, su trabajo pareciera inaccesible, había frustrado una vía de la investigación policial. En realidad, las copias de seguridad de casi todo ese material siempre se hallaron en las oficinas de Millennium.

Mikael Blomkvist no estaba en la redacción pero Erika Berger le proporcionó a Sonja Modig una relación del material que Mikael había retirado de la mesa de Dag Svensson; no eran más que notas referidas a la identidad de las fuentes. Al final, Modig llamó a Bublanski y le explicó la situación. Por razones inherentes a la investigación decidieron requisar todo lo que había en la mesa de Dag Svensson, incluido el ordenador de Millennium. Y si el instructor del sumario considerara legítimo exigir también el material que había cogido Mikael, tendría que volver para reclamarlo y negociar su entrega. Luego, Sonja Modig redactó un acta de confiscación y Henry Cortez la ayudó a bajar las cosas al coche.


El lunes por la noche, Mikael sentía una frustración insondable. Desde la semana anterior, había despachado diez de los nombres que Dag Svensson pretendía denunciar. En todos los casos, se encontró con hombres preocupados, indignados y en estado de shock. Constató que los ingresos medios de esos individuos rondaban las cuatrocientas mil coronas al año. Era un patético grupo de hombres asustados.

Sin embargo, en ningún momento le dio la impresión de que tuvieran algo que ocultar en relación con los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Todo lo contrario, varios de ellos parecían pensar que a partir de ese instante su situación no haría más que empeorar pues, en la caza de brujas que imaginaban que iba a desatar la prensa, sus nombres aparecerían asociados a los crímenes.

Mikael abrió su iBook y comprobó si había recibido algún mensaje de Lisbeth. No. En su anterior escrito, había dicho que los puteros carecían de interés y que eran una pérdida de tiempo. La maldijo con una retahila que Erika Berger habría calificado de sexista, pero también de innovadora. Tenía hambre, y no le apetecía cocinar. Además, llevaba dos semanas sin hacer la compra, a excepción de algún que otro cartón de leche en la tienda del barrio. Se puso la americana, bajó a la taberna griega de Hornsgatan y pidió cordero a la brasa.


Lo primero que hizo Lisbeth Salander fue inspeccionar la escalera; después, al anochecer, dio dos discretas vueltas por los inmuebles vecinos. Eran unos edificios de apartamentos de tres alturas, en los cuales -sospechaba- se oiría mucho cualquier ruido. No resultaban nada oportunos para sus intenciones. El periodista Per-Åke Sandström vivía en un apartamento de una de las esquinas de la tercera planta, la más alta. La escalera continuaba hasta una puerta que conducía a un trastero. Le podía servir.

El problema residía, naturalmente, en que todas las ventanas del apartamento estaban a oscuras, lo que daba a entender que el propietario no estaba en casa.

Paseó unas cuantas manzanas hasta una pizzería, donde pidió una hawaiana y se sentó en un rincón a leer los periódicos vespertinos. Poco antes de las nueve pilló un caffè latte en Pressbyrån y regresó al edifìcio. El apartamento seguía a oscuras. Entró en la escalera y se sentó en el rellano del trastero, desde donde veía la puerta de la vivienda de Per-Åke Sandström un piso más abajo. Mientras esperaba se tomó el café.


El inspector Hans Faste logró, por fin, localizar a Cilla Norén -veintiocho años y líder de la banda satánica Evil Fingers- en el estudio de Recent Trash Records, ubicado en una nave industrial de Älvsjö. Supuso todo un choque cultural de más o menos las mismas proporciones que el primer encuentro entre los portugueses y los indios caribeños.

Tras varios intentos fallidos en la casa de los padres de Cilla Norén, Faste consiguió, con la ayuda de la hermana, averiguar que estaba en el estudio donde, según la información recibida, «colaboraba» en la producción de un Cd de la banda Cold Wax de Borlänge. Faste no había oído hablar del grupo, pero tuvo oportunidad de comprobar que estaba compuesto por unos chavales que rondaban los veinte años. Nada más entrar en el pasillo que daba al estudio, le recibió un espantoso estruendo que le cortó la respiración. Observó a Cold Wax a través de un cristal y aguardó hasta que se abrió un hueco en la cortina de ruido.

Cilla Norén tenía el pelo largo, de color azabache con mechas rojas y verdes, y usaba maquillaje negro. Estaba algo entrada en carnes, pero llevaba un jersey corto que dejaba su barriga al descubierto con un pirsin en el ombligo. Lucía un cinturón de remaches a la altura de la cadera. Parecía un personaje recién salido de una película francesa de terror.

Faste enseñó su placa y pidió hablar con ella. Cilla estaba masticando chicle mientras lo observaba escépticamente. Al final señaló una puerta y lo condujo a un cuartito que había para tomar café, donde Faste estuvo apunto de tropezar con una bolsa de basura que alguien había dejado justo al lado de la entrada. Cilla Norén llenó de agua una botella de plástico, se bebió más o menos la mitad, se sentó a una mesa y encendió un cigarrillo. Fijó sus ojos azul claro en Hans Faste. De pronto, Faste no supo por dónde empezar.

– ¿Qué es Recent Trash Records?

Cilla parecía aburrida.

– Es una discogràfica que produce a nuevos grupos jóvenes.

– ¿Cuál es tu papel aquí?

– Soy técnica de sonido.

Faste se quedó mirándola.

– ¿Tienes formación para eso?

– No. Lo he aprendido por mi cuenta.

– ¿Da para ganarse la vida?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada, simple curiosidad. Supongo que has leído lo de Lisbeth Salander.

Asintió con la cabeza.

– Nos han informado de que tú la conoces. ¿Es cierto?

– Tal vez.

– ¿Es cierto o no?

– Depende de lo que estés buscando.

– Estoy siguiendo la pista de una loca, que además es una triple asesina. Quiero información sobre Lisbeth Salander.

– No sé nada de ella desde el año pasado.

– ¿Cuándo la viste por última vez?

– Durante el otoño de hace dos años. En el Kvarnen. Solía ir por allí, pero luego desapareció.

– ¿Has intentado contactar con ella?

– La he llamado al móvil varias veces. El número ya no existe.

– ¿Y no sabes dónde localizarla?

– No.

– ¿Qué es Evil Fingers?

Cilla Norén parecía entretenida.

– ¿No lees los periódicos? -¿Por qué?

– Porque dicen que somos un grupo de satánicas.

– ¿Y es así?

– ¿Tengo yo pinta de satánica?

– ¿Qué aspecto tiene una satánica?

– Bueno, no sé quién es más tonto, ¿los periódicos o la policía?

– Escúchame bien, señorita. Te he hecho una pregunta seria.

– ¿Si somos satánicas?

– Contéstame a la pregunta y déjate ya de tonterías.

– ¿Y cuál era la pregunta?

Hans Faste cerró los ojos un instante y recordó la visita que le hizo a la policía durante sus vacaciones en Grecia unos cuantos años atrás. Las autoridades griegas, a pesar de todos sus problemas, tenían una gran ventaja en comparación con las suecas. Si Cilla Norén se hubiese hallado en Grecia y hubiera mostrado la misma actitud, él la habría esposado y la habría golpeado tres veces con la porra. La miró.

– ¿Lisbeth Salander formaba parte de Evil Fingers?

– No lo creo.

– ¿Qué quieres decir?

– Probablemente Lisbeth sea la persona con menos oído para la música que he visto en toda mi vida.

– ¿No tiene oído?

– Sabe diferenciar una trompeta de una batería, pero su talento musical no va más allá.

– Te he preguntado si formaba parte del grupo Evil Fingers.

– Y yo acabo de contestarte. ¿Qué coño crees que era Evil Fingers?

– Cuéntamelo tú.

– O sea, que llevas una investigación policial leyendo los estúpidos artículos de la prensa.

– Contesta a la pregunta.

– Evil Fingers era un grupo de rock. Éramos una pandilla de chicas a las que les gustaba el rock duro y que tocaban para divertirse. Nos promocionamos con pentagramas y con un poco de sympathy for the Devil. Luego, todas dejamos la banda. Yo soy la única que sigue vinculada a la música.

– ¿Y Lisbeth Salander no estaba en el grupo?

– Ya te lo he dicho.

– Entonces ¿por qué afirman nuestras fuentes que Salander sí formaba parte?

– Porque tus fuentes son igual de tontas que los periódicos.

– Explícate.

– En el grupo, éramos cinco chicas y hemos seguido viéndonos de vez en cuando. Antes quedábamos un día por semana en el Kvarnen. Ahora se ha reducido a más o menos uno al mes. Pero mantenemos el contacto.

– ¿Y qué hacéis cuando os reunís?

– ¿Y qué crees tú que se hace en el Kvarnen?

Hans Faste suspiró.

– Así que os juntáis para beber alcohol.

– Solemos tomar unas cervezas. Y charlar. ¿Tú qué haces cuando ves a tus amigos?

– ¿Y cuándo entra Lisbeth Salander en toda esta historia?

– La conocí en la escuela de adultos, cuando yo tenía dieciocho años. Aparecía de vez en cuando por el Kvarnen y se tomaba una cerveza con nosotras.

– Entonces ¿Evil Fingers no ha de considerarse una organización?

Cilla Norén lo contempló como si él fuera de otro planeta.

– ¿Sois bolleras?

– ¿Quieres que te parta la cara?

– Contesta a la pregunta.

– No es asunto tuyo lo que somos.

– Déjalo. No puedes provocarme.

– ¿Oiga? Sí, mire, la policía afirma que Lisbeth Salander ha matado a tres personas y un agente se me ha presentado y me ha preguntado por mis preferencias sexuales… ¡Vete a la mierda!

– Oye, ¿sabes que te puedo detener por…?

– ¿Por qué? Por cierto, se me olvidó comentarte que estudio Derecho desde hace tres años y que mi padre es Ulf Norén, del bufete Norén y Knape. See you in court.

– Creía que trabajabas en la industria musical.

– Lo hago porque me gusta. ¿Piensas que puedo vivir de esto?

– No tengo ni la más remota idea de qué vives.

– Desde luego, no de ser una satánica lesbiana, si es eso lo que pensabas. Y si ése es el punto de partida que tiene la policía para cazar a Lisbeth Salander, ahora entiendo por qué no la habéis cogido.

– ¿Conoces su paradero?

Cilla Norén empezó a mecerse en la silla al tiempo que subía las manos ante ella.

– Siento su presencia… Espera, estoy comprobando mi capacidad telepática.

– Déjate de tonterías.

– Oye, ya te he dicho que llevo más de dos años sin saber nada de ella. No tengo ni idea de dónde se encuentra. ¿Quieres algo más?


Sonja Modig había encendido el ordenador de Dag Svensson y dedicó la tarde a hacer un inventario del contenido del disco duro y los archivos comprimidos. Se quedó hasta las once de la noche leyendo el borrador del libro de Dag Svensson.

Descubrió dos cosas. Dag Svensson era un escritor brillante que describía los mecanismos que regían el comercio sexual con una objetividad cautivadora. Ojalá pudiera haber dado una conferencia en la Academia de policía; sus conocimientos habrían constituido una aportación impagable a las enseñanzas recibidas. Hans Faste, sin ir más lejos, era una de las personas a las que los conocimientos de Dag Svensson le habrían resultado de gran utilidad.

Y además, de repente, comprendió el argumento de Mikael Blomkvist de que la investigación de Dag Svensson podría ser el móvil del asesinato. La exposición pública de los puteros que Dag Svensson planeaba no sólo iba a hacer daño a unas cuantas personas; también era una denuncia sin concesiones. Algunos de los actores principales -que habían presidido tribunales en casos de delitos sexuales o participado en debates públicos sobre el tema- serían completamente aniquilados. Mikael Blomkvist tenía razón; el contenido del libro albergaba motivos de sobra para asesinar.

La única objeción era que, aunque un putero que corría el riesgo de ser denunciado hubiese decidido asesinar a Dag Svensson, no existía conexión alguna con el abogado Nils Bjurman. Ni siquiera figuraba en el material de Dag Svensson, un factor que reducía drásticamente la fuerza de la argumentación de Mikael Blomkvist, y que, de hecho, reforzaba la imagen que se tenía de Lisbeth Salander como la única sospechosa posible.

Aunque los motivos para asesinar a Dag Svensson y Mia Bergman no estaban nada claros, Lisbeth Salander había sido vinculada al lugar del crimen y al arma homicida. Resultaba difícil malinterpretar unos datos forenses tan unívocos; ponían de manifiesto que Salander era la persona que había realizado los disparos mortales en el apartamento de Enskede.

Además, el arma era un vínculo directo con el asesinato del abogado Bjurman. En ese caso, no cabía duda de que existía una conexión personal y, además, un móvil. A juzgar por la decoración artística del abdomen de Bjurman, podía tratarse de alguna forma de agresión sexual o de algún tipo de relación sadomasoquista entre ellos. Costaba imaginar que Bjurman se hubiese prestado, voluntariamente, a ser tatuado de esa singular manera. Obligaba a presuponer que o había encontrado algún tipo de placer en esa humillación o que Salander -si es que fue ella la que hizo el tatuaje- lo había dejado totalmente indefenso. Modig no quería especular sobre cómo habría sucedido.

Sin embargo, Peter Teleborian afirmaba que la violencia de Lisbeth Salander se dirigía contra personas que, por la razón que fuera, ella consideraba una amenaza o que la habían ultrajado.

Sonja Modig meditó un momento el dictamen de Peter Teleborian sobre Lisbeth Salander. Le había producido la impresión de tener una actitud verdaderamente protectora con su antigua paciente y de no desear que sufriera ningún daño. Por otra parte, la investigación se había basado, en gran medida, en el juicio que él emitió sobre ella; una sociópata al borde de la psicosis.

Pero la teoría de Mikael Blomkvist resultaba atractiva desde el punto de vista emocional.

Se mordió con cuidado el labio inferior mientras intentaba visualizar otro escenario distinto en el que Lisbeth Salander no fuera la única asesina. Al final cogió un bolígrafo Bic y, dubitativa, escribió unas palabras en un cuaderno que tenía ante sí.

«¿Dos móviles completamente diferentes? ¿Dos asesinos? ¡Un arma homicida!»

Un razonamiento escurridizo que no lograba atrapar la rondaba sin descanso; tenía intención de plantear esa hipótesis en los maitines de Bublanski. No sabía muy bien cómo explicar por qué de pronto se sentía tan incómoda con la idea de Lisbeth Salander como única culpable.

Decidió que por ese día ya estaba bien. Apagó el ordenador sin dilación y guardó los discos bajo llave en el cajón de la mesa. Se puso la chaqueta y también apagó la lámpara de la mesa. Estaba a punto de cerrar con llave la puerta de su despacho, cuando percibió un ruido al fondo del pasillo. Frunció el ceño; creía que estaba sola en el departamento. Se acercó hasta el despacho de Hans Faste. Su puerta estaba entreabierta y Sonja lo oyó hablar por teléfono.

– Eso, sin duda, conecta las cosas -le oyó decir.

Permaneció indecisa un breve instante antes de inspirar profundamente y dar unos toques en el marco de la puerta. Asombrado, Hans Faste alzó la vista. Ella lo saludó levantando dos dedos, que movió en el aire.

– Modig está todavía aquí -dijo Faste a su interlocutor mientras escuchaba y asentía con la cabeza sin desviar la mirada de Sonja Modig-. De acuerdo. Se lo diré.

Colgó.

– Burbuja -dijo a modo de explicación-. ¿Qué quieres?

– ¿Qué es lo que conecta las cosas? -preguntó.

Faste la observó inquisitivamente.

– ¿Estabas escuchando detrás de la puerta?

– No, la tenías abierta y lo dijiste justo cuando llamé.

Faste se encogió de hombros.

– He llamado a Burbuja para informarle de que el laboratorio nos ha dado, al fin, algo de provecho.

– ¿Sí?

– Dag Svensson tenía un móvil de tarjeta prepago de Comviq. Han conseguido extraer una lista de llamadas. Confirma la realizada a Mikael Blomkvist a las 20.12, o sea, cuando Blomkvist estaba cenando en casa de su hermana.

– Muy bien. Pero no creo que Blomkvist tenga nada que ver con los asesinatos.

– Yo tampoco. Pero esa noche Dag Svensson telefoneó a alguien más. A las 21.34. La conversación duró tres minutos.

– ¿A quién?

– Llamó al teléfono de casa del abogado Nils Bjurman. Lo que significa que existe un vínculo entre los dos asesinatos.

Sonja Modig se sentó en la silla de visitas de Hans Faste.

– Ay, sí, perdona. Siéntate, por favor.

Modig lo ignoró.

– Muy bien. La cronología es como sigue: poco después de las ocho, Dag Svensson llama a Mikael Blomkvist y quedan más tarde. A las nueve y media, Svensson llama a Bjurman. Unos instantes antes de la hora de cierre, a las diez de la noche, Salander compra tabaco en el estanco de Enskede. A las once y muy pocos minutos, Mikael Blomkvist y su hermana llegan a Enskede, y a las 23.11, él llama a la central.

– Parece correcto, miss Marple.

– Nada encaja. Según el forense, Bjurman fue asesinado entre las diez y las once de la noche. Entonces, Salander ya estaba en Enskede. Siempre hemos partido de la suposición de que Salander mató primero a Bjurman y luego a la pareja de Enskede.

– Eso no significa nada. No encontramos a Bjurman hasta el día siguiente por la tarde, casi veinticuatro horas después. He vuelto a hablar con el forense y dice que la hora de su muerte puede presentar un margen de error de hasta sesenta minutos.

– Pero Bjurman tuvo que ser la primera víctima, puesto que encontramos el arma homicida en Enskede. Significaría que ella mató a Bjurman después de las 21.34 y que, acto seguido, se fue a Enskede a comprar tabaco.¿Hay alguna posibilidad de trasladarse desde Odenplan hasta Enskede en tan poco tiempo?

– Sí que la hay. Ella no fue en transporte público tal y como pensábamos. Tenía coche. Sonny Bohman y yo acabamos de recorrer esa misma distancia y nos ha sobrado tiempo.

– Y luego espera una hora antes de matar a Dag Svensson y Mia Bergman. ¿Qué hizo mientras tanto?

– Tomó café con ellos. Tenemos sus huellas dactilares en una de las tazas.

Faste la miró triunfante. Sonja Modig suspiró y permaneció en silencio un minuto.

– Hans, tú consideras esto como una especie de juego de prestigio. A veces puedes ser un maldito cabrón y sacar de quicio a la gente, sin embargo, para ser sincera, he llamado a tu puerta para pedirte disculpas por la bofetada. No estaba justificada.

Faste la contempló durante un largo rato.

– Modig, tal vez a ti te parece que yo soy un cabrón. Yo pienso que tú eres poco profesional y que no pintas nada en el cuerpo. Al menos en este nivel.

Sonja Modig sopesó unas cuantas contestaciones, pero al final se encogió de hombros y se levantó.

– Vale. Ahora ya sabemos lo que pensamos el uno del otro -dijo ella.

– Ya lo sabemos. Y créeme, no te queda mucho tiempo aquí.

Sonja Modig cerró tras de sí dando un portazo más fuerte de lo que pretendía. «No dejes que este hijo de puta te altere.» Bajó al garaje a por su coche. Hans Faste miró hacia la puerta y sonrió, contento.


Mikael Blomkvist acababa de llegar a casa cuando sonó su móvil.

– Hola, soy Malin. ¿Puedes hablar?

– Claro.

– Ayer se me ocurrió una cosa.

– Cuéntame.

– Repasé la colección de recortes sobre la caza de Salander que tenemos en la redacción y encontré una doble página sobre su pasado en la clínica psiquiátrica.

– ¿Y?

– Tal vez esto te parezca un poco rebuscado, pero me pregunto por qué existe una laguna tan grande en su biografía.

– ¿Una laguna?

– Sí. Hay gran profusión de detalles acerca de todos esos líos en los que se metía durante sus años escolares; altercados con profesores, peleas con compañeros de clase y cosas por el estilo.

– Sí, me acuerdo de eso. Había una profesora de quinto o sexto que decía que le tenía miedo a Lisbeth.

– Birgitta Miåås.

– Eso es.

– Y hay bastante información sobre Lisbeth de la etapa que pasó internada en la clínica psiquiátrica infantil. Además de muchos detalles relativos a las familias de acogida en las que estuvo durante su adolescencia, al incidente de la agresión de Gamia Stan y a todo eso.

– Sí. ¿Adonde quieres llegar?

– La internan en la clínica cuando está a punto de cumplir los trece años.

– Sí.

– Pero no escriben ni una palabra sobre el motivo del ingreso.

Mikael permaneció callado un rato.

– ¿Quieres decir que…?

– Quiero decir que si se interna a una niña de doce años en una clínica de psiquiatría infantil, lo más probable es que ocurriera algo que motivara ese ingreso. Y tratándose de Lisbeth seguro que fue uno de sus tremendos arrebatos, con lo cual debería aparecer en su biografía. Pero no se hace ni la menor alusión al respecto.

Mikael frunció el ceño.

– Malin, por una fuente fidedigna sé que existe un informe policial sobre Lisbeth realizado en febrero de 1991, cuando tenía doce años. No figura en el registro. Pensaba pedirte que lo buscaras.

– Si existe un informe, tiene que figurar en el registro. Cualquier otra cosa sería ilegal. ¿Has mirado bien?

– No, pero mi fuente dice que no está allí.

Malin permaneció callada un instante.

– ¿Y tu fuente es buena?

– Muy buena.

Malin guardó nuevamente silencio. Mikael y Malin llegaron al mismo tiempo a la misma conclusión.

– ¡ La Säpo! -dijo Malin.

– ¡Björck! -precisó Mikael.

Capítulo 24 Martes, 5 de abril

Per-Åke Sandström, periodista freelance, de cuarenta y siete años de edad, llegó a su apartamento de Solna poco después de la medianoche. Estaba ligeramente bebido y sentía un nudo de pánico atenazaba en su estómago. Había pasado el día desesperado, impotente. Per-Åke Sandström tenía miedo.

Apenas habían transcurrido dos semanas desde que mataron a Dag Svensson en Enskede. Sandström se quedó estupefacto cuando se enteró de la noticia por la tele la misma noche de los sucesos. Le invadió una ola de alivio y esperanza; Svensson estaba muerto y, quizá, de esa manera, también había acabado el problema que representaba el libro sobre trajficking en el que pensaba denunciarlo como un delincuente sexual. «Joder, por una sola puta de más se pringó bien.»

Odiaba a Dag Svensson. Le había rogado y suplicado, se había arrastrado ante ese puto cerdo.

El día del asesinato estaba demasiado eufórico para pensar con lucidez. Hasta el día siguiente no empezó a reflexionar. Si Dag Svensson estaba trabajando en un libro donde lo denunciaría como violador con tendencias pedófilas, no sería nada improbable que la policía comenzara a hurgar en su pequeño desliz. Dios mío, podría convertirse en sospechoso de los asesinatos.

Ese sentimiento de pánico se calmó parcialmente cuando la cara de Lisbeth Salander apareció en las portadas de todos los periódicos del país. ¿Quién diablos era Lisbeth Salander? Nunca había oído hablar de ella. Pero, al parecer, la policía la consideraba la principal sospechosa y, según el fiscal, los crímenes podían estar a punto de resolverse. Era posible que él no despertara ni el más mínimo interés. Pero por experiencia, sabía que los periodistas siempre guardaban sus documentos y sus notas.

«Millennium, una revista de mierda con una reputación inmerecida.» Ellos eran como todos los demás. Hurgaban, protestaban y hacían daño a la gente.

Desconocía cuan avanzado estaba el libro. Ignoraba cuánto sabían ellos. No tenía a nadie a quien preguntar. Se sentía como flotando en un inmenso vacío.

Durante la semana siguiente, osciló entre el pánico y la embriaguez. La policía no había llamado a su puerta. Tal vez -con una suerte de locos- saliera de ésta. De lo contrario, su vida habría acabado.

Metió la llave en la cerradura y la giró. De repente, al abrir la puerta, oyó un crujido al que le siguió un paralizante dolor en la parte baja de la espalda.


Gunnar Björck seguía tratando de conciliar el sueño cuando sonó el teléfono. Estaba sentado a oscuras en la cocina, en pijama y bata, dándole vueltas a su situación. Nunca jamás, en toda su carrera profesional, se había encontrado, ni de lejos, en una encrucijada tan complicada.

Al principio, pensó en no cogerlo. Consultó la hora y constató que eran más de las doce. Pero el teléfono siguió sonando y, tras el décimo timbrazo, fue incapaz de resistirse; tal vez era importante.

– Soy Mikael Blomkvist -dijo la voz al otro lado de la línea.

«Mierda»

– Es más de medianoche. Estaba durmiendo.

– Lo siento. Pensé que le interesaría lo que le voy a decir.

– ¿Qué quiere?

– Mañana convocaré una rueda de prensa a las diez en relación a los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Gunnar Björck tragó saliva.

– Desvelaré los detalles del libro sobre el comercio sexual que Dag Svensson estaba a punto de terminar. El único putero al que voy a mencionar es a usted.

– Prometió darme tiempo…

Björck percibió el pánico en su propia voz e interrumpió la frase.

– Ya han pasado varios días. Prometió llamarme después del fin de semana. Mañana es martes. O me lo cuenta o convoco la rueda de prensa.

– Si lo hace, nunca sabrá nada de Zala.

– Puede. Pero entonces ya no será asunto mío, se las tendrá que ver con los policías de la investigación oficial. Y con el resto de los medios de comunicación del país, por supuesto.

No había lugar para la negociación.

Gunnar Björck accedió a ver a Mikael Blomkvist, aunque consiguió aplazar la reunión hasta el miércoles. Otro respiro. Sin embargo, él ya estaba preparado.

Iba a por todas. Pasara lo que pasase.


Sandström no sabía cuánto tiempo llevaba inconsciente, pero cuando recobró el conocimiento estaba tendido en el suelo del salón. Le dolía todo el cuerpo y no se podía mover. Tardó un rato en darse cuenta de que tenía las manos a la espalda, inmovilizadas con algo que le pareció cinta aislante, y los pies atados. Un trozo de cinta le tapaba la boca. Las luces del salón estaban encendidas y las persianas bajadas. Era incapaz de entender lo que le había pasado.

Percibió unos ruidos que procedían de su cuarto de trabajo. Se quedó quieto, escuchando, y oyó abrirse y cerrarse un cajón. «¿Un robo?» Reconoció un ruido de papeles; alguien estaba hurgando en sus cajones.

Una eternidad más tarde, sintió unos pasos a su espalda. Intentó girar la cabeza, pero no alcanzó a ver a nadie. Procuró mantener la calma.

De repente, alguien le pasó por la cabeza la lazada de una fuerte cuerda de algodón. La soga se fue estrechando alrededor de su cuello. El pánico casi le hizo vaciar sus intestinos. Alzó la mirada y vio que la cuerda subía hasta una polea que estaba colgada en el gancho de la lámpara del salón. Luego su enemigo lo rodeó y entró en su campo de visión. Primero descubrió un par de pequeñas botas negras.

Ignoraba con qué se iba a encontrar pero, al levantar la vista, el shock no pudo ser mayor. Al principio, no reconoció a la loca psicópata cuya fotografía había ocupado las portadas de los periódicos desde las fiestas de Pascua. Tenía el pelo negro y corto; no se parecía en absoluto a las fotos. Iba vestida completamente de negro: vaqueros, una abierta chaqueta de algodón que le llegaba hasta la cintura, camiseta y guantes.

Lo que más miedo le produjo fue su rostro. Iba pintada. Con pintalabios negro, eyeliner y una vulgar y llamativa sombra de ojos de tono verdinegro. El resto estaba cubierto de blanco. Recorriendo la cara en diagonal, desde la parte izquierda de la frente hasta la parte derecha de la mandíbula, cruzándole la nariz, tenía pintada una ancha banda roja.

Era una máscara grotesca. Parecía estar completamente perturbada.

Su cerebro opuso resistencia. La situación le resultaba irreal.

Lisbeth Salander agarró el cabo de la cuerda y tiró. Él sintió cómo la soga se le hundió en el cuello y fue incapaz de respirar durante unos cuantos segundos. Luego, se revolvió buscando un sitio en el que apoyar los pies. Con la ayuda de la polea, a ella le costó muy poco levantarlo. Cuando ya estaba completamente erguido, dejó de subirlo, le dio unas cuantas vueltas a la cuerda y haciendo un nudo marinero la ató a la tubería de agua de un radiador.

Después, lo dejó, desapareció de su campo de visión. Estuvo fuera quince minutos. Al volver, acercó una silla y se sentó frente a él. Sandström intentó desviar la mirada de su cara pintada, pero no pudo. Lisbeth dejó una pistola sobre la mesa del salón. «Mi propia pistola. La habrá encontrado en la caja de zapatos del armario.» Una Colt 1911 Government. Una pequeña arma ilegal que tenía desde hacía ya varios años. Se la compró, por puro capricho, a un amigo suyo que quería venderla, aunque ni siquiera la había probado. Ante sus ojos, ella abrió el cargador y lo llenó de munición. Lo introdujo en la pistola y alimentó el cañón con una bala. Per-Åke Sandström creyó desmayarse. Se forzó a sostener la mirada de ella.

– No entiendo por qué los hombres siempre documentáis vuestras perversiones -dijo Lisbeth en voz baja.

Tenía una voz suave, pero fría como el hielo. Cogió una foto, impresa directamente del ordenador de Sandström, y la sujetó en alto.

– Supongo que ésta es la chica estoniana, Ines Hammujärvi, de diecisiete años, originaria del pueblo de Rieplau, a las afueras de Narva. ¿Te lo pasaste bien con ella?

La pregunta era retórica. Per-Åke Sandström no podía contestar. Su boca seguía tapada con la cinta y su cerebro no era capaz de emitir respuesta alguna. En la foto se veía… «Dios mío, ¿por qué guardaría las fotos?»

– ¿Sabes quién soy? Dimelo con la cabeza.

Per-Åke Sandström asintió.

– Eres un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador.

Él no se movió.

– Admítelo.

Volvió a asentir. De repente, las lágrimas afloraron a sus ojos.

– Dejemos las cosas claras -dijo Lisbeth Salander-. Mi opinión es que deberías ser ejecutado inmediatamente. Me trae sin cuidado si sobrevives a esta noche o no. ¿Entiendes?

Él asintió.

– A estas alturas no creo que hayas pasado por alto que soy una loca a la que le encanta matar gente. Especialmente hombres.

Señaló los periódicos vespertinos de los últimos días que él había acumulado sobre la mesa del salón.

– Voy a quitarte la cinta de la boca. Si gritas o subes la voz, te daré con ésta.

Levantó la pistola eléctrica.

– Este trasto es muy dañino; y dispara descargas de setenta y cinco mil voltios. En esta ocasión serán unos sesenta mil, porque ya la he usado una vez y no la he cargado. ¿Lo entiendes?

Él pareció dudar.

– Eso significa que tus músculos dejarán de responder. Fue lo que te pasó en la puerta cuando llegaste a casa. -Ella le sonrió-. Y eso, a su vez, significa que las piernas no te sostendrán y que te ahorcarás tú solito. Después de disparar, me levantaré y abandonaré la casa.

Él asintió con la cabeza. «Dios mío, es una maldita asesina loca.» No pudo remediar que las lágrimas corrieran sin control por sus mejillas. Se sorbió los mocos.

Ella se levantó y le quitó la cinta. Su grotesco rostro quedó tan sólo a escasos centímetros del suyo.

– Calla -dijo ella-. No digas ni una palabra. Si hablas sin mi permiso, usaré la pistola.

Ella esperó a que él terminara de sorberse los mocos y lo miró fijamente.

– Tienes una sola oportunidad de sobrevivir a esta noche -dijo-. Una, no dos. Te voy a hacer una serie de preguntas. Si las contestas, te dejaré vivir. Mueve la cabeza si lo has comprendido.

Él movió afirmativamente la cabeza.

– Si te niegas a contestar a alguna de las preguntas, te dispararé. ¿Entiendes?

Él asintió.

– Si me mientes o tus respuestas son evasivas, te daré.

Volvió a asentir.

– No voy a negociar contigo. No tendrás otra oportunidad. O respondes a mis preguntas de inmediato o mueres. Si tus contestaciones me resultan satisfactorias, vivirás. Así de fácil.

Asintió de nuevo con la cabeza. La creyó. No tenía elección.

– Por favor -dijo-. No quiero morir.

Ella lo miró seriamente.

– Vivir o morir tan sólo depende de ti. Pero acabas de romper mi primera regla. No puedes hablar sin mi permiso.

Apretó la boca. «Dios mío, está loca de atar.»


Mikael Blomkvist estaba tan frustrado e intranquilo que no sabía qué hacer. Al final, se puso la cazadora y la bufanda y se fue paseando sin rumbo fijo en dirección a Södra Station. Pasó el arco de Bofill y, al final, acabó en la redacción de Götgatan, que estaba a oscuras y en silencio. No encendió ninguna luz, pero sí la cafetera eléctrica. Se acercó a la ventana y contempló Götgatan mientras esperaba que el agua pasara por el filtro. Intentó aclararse las ideas. Tenía la sensación de que toda la investigación sobre los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman era un mosaico desmembrado en el que ciertas piezas resultaban discernibles mientras que otras habían desaparecido por completo. El mosaico formaba un dibujo. Podía imaginar su forma, pero no alcanzaba a verlo. Faltaban demasiadas piezas.

Le asaltaron las dudas. «Lisbeth no es una loca asesina», se recordó a sí mismo. Ella le había comunicado que no mató a Dag y Mia. La creía. No obstante, de alguna manera que no alcanzaba a comprender, estaba estrechamente ligada al misterio.

Empezó a reconsiderar con calma la teoría que había defendido desde que entrara en el apartamento de Enskede. Sin vacilación alguna, había partido de la premisa de que el reportaje sobre trafficking de Dag Svensson constituía el único motivo lógico que existía para matar a Dag y a Mia. Ahora, comenzaba a aceptar lo que decía Bublanski; eso no explicaba el asesinato de Bjurman.

Salander le había escrito que podía pasar de los puteros y centrarse en Zala. «¿Cómo? ¿Qué quería decir Lisbeth? ¡Joder, qué tía más complicada! ¿Por qué no podía expresarse de forma comprensible?»

Mikael volvió a la cocina y se sirvió café en una taza que llevaba el logotipo de la Joven Izquierda. Se sentó en el sofá de la redacción, puso los pies sobre la mesa y encendió un cigarrillo clandestino.

Gunnar Björck tenía que ver con la lista de los puteros; Bjurman con Salander. No podía ser una casualidad que tanto Bjurman como Björck hubieran trabajado en la Säpo. El informe policial sobre Lisbeth Salander había desaparecido.

«¿Y si hay más de un móvil?»

Se quedó quieto un instante, valorando esa posibilidad.

«Míralo desde otra perspectiva.»

«¿Puede Lisbeth Salander ser el móvil?»

Mikael se quedó sentado pensando en una idea que no conseguía formular con palabras. Allí se escondía algo, pero no era capaz de explicar exactamente lo que significaba que la propia Lisbeth Salander en persona pudiera ser el móvil de un asesinato. Experimentó la fugaz sensación de tener la solución al alcance de la mano.

Luego, se dio cuenta de que estaba demasiado cansado, tiró el café, se fue a casa y se metió en la cama. A oscuras, retomó el hilo de sus razonamientos y permaneció despierto dos horas intentando comprender qué quería decir.


Lisbeth Salander encendió un cigarrillo y se acomodó, frente a él, en la silla. Cruzó una pierna sobre la otra y le clavó una mirada penetrante. Per-Åke Sandström nunca había visto una mirada tan intensa. Continuó hablándole en voz baja.

– En enero de 2003 visitaste por primera vez a Ines Hammujärvi en su apartamento de Norsborg. Acababa de cumplir dieciséis años. ¿Por qué fuiste a verla?

Per-Åke Sandström no supo qué contestar. Ni siquiera podía explicar cómo empezó todo y por qué él… Lisbeth levantó la pistola eléctrica.

– Yo… no lo sé. Quería poseerla. Era tan guapa.

– ¿Guapa?

– Sí. Era guapa.

– Y por eso consideraste que tenías derecho a atarla a la cama y a follártela.

– Ella estaba de acuerdo. Lo juro. Era con su consentimiento.

– ¿Le pagaste?

Per-Äke Sandström se mordió la lengua.

– No.

– ¿Por qué no? Era una puta. A las putas se les suele pagar.

– Ella era un… un regalo.

– ¿Un regalo? -había sorpresa en la voz de Lisbeth Salander.

Su voz había adquirido un tono peligroso.

– Me la ofrecieron como pago a un favor que yo le había hecho a otra persona.

– Per-Åke -dijo Lisbeth Salander como para hacerle entrar en razón-. ¿No estarás evitando responder a mi pregunta?

– No, te lo juro. Voy a contestar a todas tus preguntas. Y no voy a mentir.

– Bien. ¿Qué favor y qué persona?

– Introduje esteroides anabolizantes en Suecia. Desde Estonia. Viajé hasta allí con unos cuantos conocidos para hacer un reportaje. Una de las personas con las que fui se llamaba Harry Ranta. Traje las pastillas en mi coche, pero él no regresó conmigo.

– ¿Cómo conociste a Harry Ranta?

– Lo conozco desde hace muchos años. Desde los años ochenta. Sólo es un amigo. Solíamos salir juntos.

– ¿Y fue Harry Ranta quien te ofreció a Ines Hammujärvi como «regalo»?

– Sí… no, perdón, eso sucedió más tarde, aquí, en Estocolmo. Fue su hermano, Atho Ranta.

– ¿Quieres decir que Atho Ranta llamó de buenas a primeras a tu puerta y te preguntó sin más si querías ir a Norsborg a follarte a Ines?

– No… Estuve… Celebramos una fiesta… Joder, no me acuerdo de dónde estábamos…

De repente se puso a temblar descontroladamente y sintió cómo se le empezaban a doblar las rodillas. Tuvo que hacer fuerza con los pies para no caerse.

– Tómate el tiempo que quieras -dijo Lisbeth Salander-. No te voy a colgar porque tardes en aclararte. Pero en cuanto vea que te me escaqueas… ¡Pum!

Lisbeth arqueó las cejas y de pronto adquirió un aspecto angelical. Todo lo angelical que una persona con una grotesca máscara podía resultar.

Per-Äke Sandström asintió con la cabeza. Tragó saliva. Tenía sed y la boca seca como la estopa, sintió cóme la soga le apretaba el cuello.

– El lugar donde te emborrachaste me trae sin cuidado. ¿Por qué Atho Ranta te ofreció a Ines?

– Estuvimos hablando de… yo… yo le conté que quería…

Se echó a llorar.

– Que querías una de sus putas. Asintió con la cabeza.

– Estaba borracho. Él dijo que ella necesitaba… necesitaba…

– ¿Qué necesitaba ella?

– Atho dijo que necesitaba un castigo. Le daba mucha guerra. No hacía lo que él quería.

– ¿Y qué quería Atho que hiciera ella?

– Que fuera su puta. Él me ofreció… Yo estaba borracho y no sabía lo que hacía. Yo no quería… Perdóname.

Se sorbió los mocos.

– No es a mí a quien debes pedir perdón. Así que te ofreciste a ayudar a Atho para castigar a Ines y os fuisteis a su casa.

– No, no fue así.

– Entonces, cuéntamelo tú. ¿Por qué acompañaste a Atho a casa de Ines?

Lisbeth jugueteaba con la pistola eléctrica manteniéndola en equilibrio sobre su rodilla. Él comenzó a temblar otra vez.

– Fui a casa de Ines porque quería poseerla. Estaba allí y estaba a la venta. Ines vivía con una amiga de Harry Ranta. No me acuerdo cómo se llamaba. Atho cogió una cuerda y ató a Ines a la cama y yo… yo me acosté con ella. Atho miraba.

– No, no te acostaste con ella. La violaste.

No contestó.

– ¿A que sí?

Asintió con la cabeza.

– ¿Qué dijo Ines?

– No dijo nada.

– ¿No protestó?

Negó con la cabeza.

– O sea, que a ella le gustaba que un guarro de cincuenta años la atara a la cama y la violara.

– Estaba borracha. Le daba igual.

Lisbeth Salander suspiró resignadamente.

– Vale. Luego seguiste yendo a verla.

– Estaba tan… me quería.

– ¡Y una mierda!

Desesperado, observó a Lisbeth Salander. Luego asintió.

– Yo la… la violé. Harry y Atho habían dado su permiso. Querían que ella fuese… que fuese adiestrada.

– ¿Les pagaste?

Asintió.

– ¿Cuánto?

– Era un precio de amigo. Yo les ayudé con el contrabando.

– ¿Cuánto?

– En total, unos cuantos miles de coronas.

– En una de las fotos Ines aparece aquí, en tu piso.

– La trajo Harry.

Volvió a sorberse los mocos.

– Así que por unos pocos billetes de mil tenías a una chica con la que podías hacer lo que te daba la gana. ¿Cuántas veces la violaste?

– No lo sé… algunas.

– Vale. ¿Quién es el jefe de esa banda?

– Me matarán si me chivo.

– Eso no es asunto mío. Ahora mismo yo represento un problema bastante más gordo para ti que los hermanos Ranta.

Levantó la pistola eléctrica.

– Atho. Es el mayor. Harry es el que se encarga de la parte práctica.

– ¿Quién más está en la banda?

– Yo sólo conozco a Harry y a Atho. La chica de Atho también está metida. Y un chico que se llama… No sé, Pelle algo. Es sueco. No sé quién es. Es un drogata y le mandan hacer recados.

– ¿La chica de Atho?

– Silvia. Es puta.

Lisbeth se quedó callada reflexionando un instante. Luego levantó la vista.

– ¿Quién es Zala?

Per-Åke Sandström palideció. La misma pregunta con la que le había dado la lata Dag Svensson. Permaneció callado largo rato hasta que advirtió que la chiflada esa se estaba cabreando.

– No lo sé -contestó-. No sé quién es.

El rostro de Lisbeth Salander se ensombreció.

– Hasta ahora te has portado muy bien. No lo eches todo por la borda -dijo.

– Te lo juro por mi honor y mi conciencia. No sé quién es. El periodista al que mataste…

Se calló de repente, consciente de que tal vez no fuera una buena idea ponerse a hablar de su orgía asesina de Enskede.

– ¿Sí?

– … me preguntó lo mismo. No lo sé. Si lo supiera, te lo diría. Te lo juro. Es alguien que Atho conoce.

– ¿Has hablado con él?

– Tan sólo un minuto. Por teléfono. Hablé con alguien que decía llamarse Zala. Mejor dicho, él habló conmigo.

– ¿Para qué?

Per-Åke Sandström parpadeó. Unas gotas de sudor resbalaron hasta sus ojos, al tiempo que sintió cómo los mocos le recorrían la barbilla.

– Yo… ellos necesitaban que les volviese a hacer un favor.

– Me estoy aburriendo -dijo Lisbeth Salander.

– Me pidieron que hiciera otro viaje a Tallin y que les trajera un coche que ya estaba preparado. Anfetaminas. Yo no quería.

– ¿Por qué?

– Era demasiado. Ellos eran gánsteres profesionales. Yo tenía un trabajo y quería apartarme de todo eso.

– ¿Intentas decirme que para ti ser gánster es un hobby?

– Yo no soy así -contestó, apenado.

– Ah, vale.

Su voz desprendía tal desprecio que Per-Åke Sandström cerró los ojos.

– Sigue. ¿Cómo entró Zala en escena?

– Aquello fue una pesadilla.

Se calló y de repente las lágrimas volvieron a aflorar. Se mordió el labio con tanta fuerza que se lo partió y empezó a sangrar.

– Venga, sigue -dijo Lisbeth Salander fríamente.

– Atho me empezó a dar la tabarra. Harry me advirtió que Atho se estaba cabreando conmigo y que no sabía lo que iba a ocurrir. Al final accedí a quedar con él. Fue en agosto, el año pasado. Fui con Harry hasta Norsborg…

Su boca siguió moviéndose pero las palabras desaparecieron. Lisbeth Salander entornó los ojos. Él recuperó la voz.

– Atho estaba como poseído. Es un bruto, no te lo puedes ni imaginar… Me dijo que era demasiado tarde para abandonar y que si no hacía lo que me ordenaban, no viviría para contarlo. Y que me harían una demostración.

– ¿Y?

– Me obligaron a acompañarlos. Fuimos hacia Södertälje. Atho me ordenó que me pusiera una capucha. En realidad, era una bolsa que sujetó con una cuerda sobre los ojos. Yo estaba aterrorizado.

– Así que te fuiste con ellos con una bolsa en la cabeza. ¿Qué ocurrió después?

– El coche se detuvo. No sabía dónde nos encontrábamos.

– ¿Cuándo te pusieron la bolsa?

– Poco antes de Södertälje.

– ¿Y cuánto tiempo tardasteis en llegar?

– Tal vez… unos treinta minutos. Me sacaron del coche. Era una especie de almacén.

– ¿Y luego qué sucedió?

– Harry y Atho me obligaron a entrar. Dentro había mucha luz. Lo primero que vi fue a un pobre tipo tumbado sobre el suelo de cemento. Estaba atado. Le habían dado una paliza.

– ¿Quién era?

– Kenneth Gustafsson, pero de eso me enteré más tarde. Nunca me dijeron cómo se llamaba.

– ¿Y qué pasó?

– Allí había un hombre. El hombre más grande que he visto en mi vida. Era enorme. Todo músculos.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Era rubio. Parecía el mismísimo diablo.

– ¿Y su nombre?

– Nunca me lo dijo.

– De acuerdo. Un gigante rubio. ¿Quién más había allí?

– Otro hombre. Tenía cara de haber llevado muy mala vida. Rubio. Con coleta.

«Magge Lundin.»

– ¿Alguien más?

– No, sólo Harry, Atho y yo.

– Continúa.

– El rubio, o sea, el gigante, me acercó una silla. No me dijo ni una palabra. El que hablaba allí era Atho. Me explicó que el tío del suelo era un chivato. Quería que yo supiera lo que les pasaba a los tipos que daban problemas.

Per-Åke Sandström empezó a llorar desenfrenadamente.

– Venga, sigue -insistió Salander.

– El rubio levantó al tipo del suelo y lo sentó en otra silla, frente a mí. Estábamos a un metro el uno del otro. Lo miré a los ojos. El gigante se colocó detrás de él, le puso las manos alrededor del cuello y lo… lo…

– ¿Lo estranguló? -preguntó Lisbeth, completando su frase.

– Sí… no… lo mató «estrujándolo». Creo que le rompió el cuello con las manos. Oí cómo crujió. Murió ante mis ojos.

Per-Åke Sandström se balanceó en la cuerda. Las lágrimas brotaban sin cesar. Nunca se lo había contado a nadie. Lisbeth le concedió un minuto para que se calmara.

– ¿Y luego?

– El otro hombre, el de la coleta, arrancó una moto-sierra y le cortó la cabeza y las manos. Cuando terminó, el gigante se me acercó y me puso las manos en el cuello. Intenté soltarme. Usé todas mis fuerzas, pero no conseguí moverlas ni un milímetro. No apretó, sólo las mantuvo allí un rato, que se me hizo eterno. Y mientras tanto, Atho cogió su móvil e hizo una llamada. Habló en ruso. Después, de pronto, dijo que Zala quería hablar conmigo, y me colocó el teléfono en la oreja.

– ¿Y qué te dijo Zala?

– Tan sólo que esperaba de mí que hiciera el favor que Atho me había pedido. Me preguntó si todavía quería abandonar. Le prometí que iría a Tallin y que traería el coche con las anfetaminas. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Lisbeth guardó silencio durante un buen rato. Pensativa, contempló al periodista que ahora se hallaba ante ella colgado de una cuerda y sorbiéndose los mocos.

– Describe su voz.

– No… no sé. Sonaba completamente normal.

– ¿Voz grave, voz aguda?

– Grave. Normal. Áspera.

– ¿En qué lengua hablasteis?

– En sueco.

– ¿Tenía acento?

– Sí… un poco. Pero hablaba sueco muy bien. Atho y él hablaron en ruso.

– ¿Tú sabes ruso?

– Algo. Lo justo. No muy fluido.

– ¿Qué le dijo Atho?

– Tan sólo que la demostración había acabado. Nada más.

– ¿Le has contado esto a alguien?

– No.

– ¿Ni a Dag Svensson?

– No… No.

– Dag Svensson fue a verte.

Sandström asintió con la cabeza.

– No he oído nada.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Sabía que yo tenía… a las putas.

– ¿Qué te preguntó?

– Quería saber…

– ¿Sí?

– Zala. Preguntó sobre Zala. En su segunda visita.

– ¿Su segunda visita?

– Vino a verme dos semanas antes de morir. Esa fue la primera vez. Luego volvió dos días antes de que tú… de que él…

– ¿De que yo le pegara un tiro?

– Eso es.

– ¿Y te preguntó sobre Zala?

– Sí.

– ¿Qué le dijiste?

– Nada. No pude. Admití que había hablado con él por teléfono. Eso fue todo. No le conté lo del tipo rubio ni lo que hicieron con Gustafsson.

– De acuerdo. ¿Y qué te preguntó exactamente Dag Svensson?

– Yo… él sólo quería saber cosas sobre Zala. Nada más.

– ¿Y no le contaste nada?

– Nada de valor. Es que yo no sé nada.

Lisbeth permaneció callada un instante. Hay algo que está evitando contar. Se mordió el labio inferior pensativa. Ya lo tengo.

– ¿A quién le contaste lo de la visita de Dag Svensson?

Sandström palideció.

Lisbeth movía la pistola eléctrica.

– Llamé a Harry Ranta.

– ¿Cuándo?

Sandström tragó saliva.

– La misma noche que Dag Svensson me visitó por primera vez.

Lisbeth siguió interrogándole media hora más, pero, poco a poco, se fue dando cuenta de que ya sólo repetía lo mismo que le había contado y con algún que otro detalle suelto. Al final, se levantó y puso la mano en la cuerda.

– Eres sin duda uno de los cerdos más miserables que he conocido en mi vida -le espetó Lisbeth Salander-. Lo que hiciste con Ines merece la pena capital. Pero te he prometido que vivirías si contestabas a mis preguntas. Y yo siempre mantengo mis promesas.

Se agachó y deshizo el nudo. Per-Åke Sandström se desplomó contra el suelo. Sintió un alivio casi eufórico. Desde abajo, la vio colocar un taburete sobre la mesa que había junto al sofá y, a continuación, bajar la polea. Recogió la cuerda e introdujo todo en una mochila. Se metió en el cuarto de baño, donde permaneció diez minutos. Él oyó el agua correr. Al regresar, ya se había quitado el maquillaje.

Su rostro estaba desnudo y limpio.

– Tendrás que soltarte tú mismo.

Dejó caer un cuchillo de cocina al suelo.

Durante un buen rato, la oyó hacer ruido en la entrada. Le dio la impresión de que se estaba cambiando de ropa. Luego, oyó abrirse y cerrarse la puerta. Hasta media hora más tarde no consiguió cortar la cinta aislante. Cuando se sentó en el sofá del salón, descubrió que ella se había llevado su Colt 1911 Government.


Lisbeth Salander no llegó a su casa de Mosebacke hasta las cinco de la mañana. Se quitó la peluca de Irene Nesser y se fue directamente a la cama sin encender su ordenador ni comprobar si Mikael Blomkvist había resuelto el enigma del informe policial desaparecido.

Se despertó a las nueve de la mañana y dedicó ese martes a recabar información sobre los hermanos Atho y Harry Ranta.

Atho Ranta contaba con un sórdido palmares en el registro criminal. Era ciudadano finlandés, de familia de origen estonio, y había llegado a Suecia en 1971. De 1972 a 1978 trabajó como carpintero de obra para Skånska Cementgjuteriet. Fue despedido y condenado a siete meses de prisión, tras ser sorprendido in fraganti robando en una obra. Entre 1980 y 1982 trabajó en una empresa constructora considerablemente más pequeña. Lo echaron por presentarse borracho en repetidas ocasiones. Durante el resto de los años ochenta, se ganó la vida como portero de discoteca, técnico de una empresa de mantenimiento de calderas, friegaplatos y conserje de un colegio. De todos esos empleos también lo despidieron por llegar borracho o por meterse en peleas. Excepto del puesto de conserje, que se vio obligado a abandonar al cabo de unos pocos meses, porque una profesora lo denunció por acoso sexual y amenazas.

En 1987 fue condenado a pagar una multa y a un mes de cárcel por robar un coche, conducir en estado de embriaguez y por receptación. Al año siguiente, lo multaron por tenencia ilícita de armas. En 1990 se le condenó por atentar contra la moral pública; sin embargo, en el registro criminal no se especificaba la naturaleza del delito. En 1991 lo procesaron por amenazas, pero resultó absuelto. También en ese mismo año se le impuso una multa y una pena de prisión condicional por contrabando de alcohol. En 1992 estuvo encarcelado tres meses por maltratar a su novia, así como por amenazas contra la hermana de ésta. Luego, se portó bien hasta 1997, año en el que fue condenado por receptación y malos tratos graves. Eso le costó diez meses de cárcel.

Su hermano menor, Harry Ranta, siguió sus pasos y llegó a Suecia en 1982. Consiguió un empleo en un almacén en el que trabajó durante la década de los ochenta. Los datos que existían de él en el registro criminal daban fe de tres condenas. La primera, de 1990, fue motivada por un fraude a una compañía de seguros. A ésta le siguió, en 1992, otra por malos tratos graves, receptación, robo, robo grave y violación. Dos años de prisión. Fue extraditado a Finlandia, pero regresó a Suecia en 1996, año en que lo condenaron de nuevo, pero esta vez tan sólo a diez meses de cárcel por malos tratos graves y violación. Recurrió la sentencia y el Tribunal de Segunda Instancia se dejó convencer por los argumentos de la defensa y lo absolvió del cargo de violación. Sí se mantuvo, no obstante, la sentencia por malos tratos, de modo que cumplió seis meses de prisión. En 2000, Harry Ranta tue nuevamente denunciado por amenazas y violación. Sin embargo, la denuncia se retiró y el caso quedó archivado.

Lisbeth rastreó sus direcciones y se enteró de que Atho Ranta vivía en Norsborg, mientras que Harry Ranta tenía su domicilio en Alby.


Paolo Roberto estaba de lo más frustrado cuando, por enésima vez, marcó el número de Miriam Wu y sólo obtuvo el consabido mensaje de que el abonado no se encontraba disponible. Desde que Mikael le encomendara la tarea de encontrarla, había pasado por Lundagatan varias veces al día. La puerta de su casa permanecía cerrada.

De reojo, miró el reloj. Eran poco más de las ocho de la tarde del martes. «Joder, alguna vez tendrá que volver a casa.» Comprendía por qué Miriam Wu se mantenía oculta, pero lo peor de la avalancha mediática ya había pasado. Decidió que -en vez de pasarse el día yendo y viniendo- lo mejor sería instalarse delante de su puerta, por si aparecía, aunque sólo fuese para recoger ropa o por cualquier otro motivo. Llenó un termo con café y se preparó unos sándwiches. Antes de abandonar su casa, se santiguó ante el crucifijo y la Virgen.

Aparcó el coche a unos treinta metros del portal de Lundagatan y echó el asiento hacia atrás a fin de contar con más espacio para las piernas. Puso la radio a bajo volumen y pegó con celo una foto de Miriam Wu que había recortado de un periódico. Estaba buenísima. Contempló pacientemente a las pocas personas que pasaron por allí. Miriam Wu no era ninguna de ellas.

La llamó cada diez minutos. Desistió a eso de las nueve, cuando su móvil empezó a emitir un pitido indicándole que estaba a punto de quedarse sin batería.


Ese martes, Per-Åke Sandström permaneció en un estado que podría describirse como de apatía. Había pasado la noche en el sofá del salón, incapaz de irse a la cama e incapaz de controlar los súbitos ataques de llanto que le asaltaron a intervalos regulares. Por la mañana bajó al Systembolaget de Solna Centrum, compró una botella mediana de aguardiente Skåne, y luego regresó a su sofá, donde consumió más o menos la mitad del contenido.

Hasta la noche no llegó a tomar conciencia de su estado. Fue entonces cuando se puso a pensar qué hacer. Ojalá no hubiese oído hablar nunca de los hermanos Atho y Harry Ranta ni de sus putas. No le entraba en la cabeza cómo podía haber sido tan idiota para dejarse engañar e ir al piso de Norsborg, donde Atho amarró a Ines Hammujärvi -de diecisiete años y bajo los efectos de las drogas- con las piernas separadas y lo desafió a ver quién tenía más cojones. Se turnaron y él ganó la apuesta. A lo largo de la noche, consiguió llevar a cabo hazañas sexuales de todo tipo.

En un momento dado, Ines Hammujärvi volvió en sí y empezó a protestar. Entonces, Atho se pasó media hora dándole una paliza y obligándola a beber hasta que la apaciguó a su gusto. Después, Atho invitó a Per-Åke a continuar con su actividad.

«Maldita puta.»

Joder, qué idiota fue.

No podía esperar clemencia por parte de Millennium. Vivían de ese tipo de escándalos.

Esa loca de Salander le daba un miedo atroz. Por no hablar del monstruo rubio. No podía acudir a la policía.

No podía arreglárselas solo. Creer que los problemas iban a desaparecer por sí mismos era una ilusión.

Sólo le quedaba una alternativa de la que poder esperar una pizca de simpatía y, posiblemente, algún tipo de solución. Se dio cuenta de que suponía agarrarse a un clavo ardiendo.

Pero era su única alternativa.

Por la tarde, se armó de valor y llamó al móvil de Harry Ranta. No obtuvo respuesta. Siguió intentándolo hasta que, a las diez de la noche, se rindió. Después de haber reflexionado un buen rato sobre el tema -y haberse envalentonado con el resto del aguardiente-, llamó a Atho Ranta. Se puso Silvia, su novia. Le dijo que los hermanos Ranta estaban en Tallin de vacaciones. No, Silvia no sabía cómo contactar con ellos. No, tampoco tenía idea de cuándo pensaban regresar. Se quedarían en Estonia un tiempo indefinido.

Silvia dio la impresión de alegrarse.

Per-Åke Sandström se dejó caer en el sofá del salón. No sabía muy bien si se sentía abatido o aliviado por el hecho de que Atho Ranta no se hallara en casa y de que, por consiguiente, no tuviera que explicárselo todo. Sin embargo, el mensaje que se leía entre líneas había quedado clarísimo; los hermanos Ranta, por las razones que fueran, habían llamado la atención y habían decidido tomarse unas vacaciones indefinidas. Algo que no contribuyó a calmar a Per-Åke Sandström.

Capítulo 25 Martes, 5 de abril – Miércoles, 6 de abril

Paolo Roberto no se había quedado dormido, pero estaba tan absorto en sus pensamientos que tardó un rato en descubrir a la mujer que llegó paseando desde la iglesia de Högalid a eso de las once de la noche. La vio por el retrovisor. Hasta que ella no pasó bajo una farola, a unos setenta metros a sus espaldas, él no volvió bruscamente la cabeza. Reconoció de inmediato a Miriam Wu.

Se incorporó en el asiento. Su primer impulso fue bajar del coche. Luego se dio cuenta de que de esa manera la podría asustar y de que era mejor esperar hasta que ella llegara al portal.

En el mismo instante en que tomó esa decisión, vio una furgoneta oscura acercarse desde abajo y frenar a la altura de Miriam Wu. Paolo Roberto contempló, estupefacto, cómo un hombre -una bestia rubia de un descomunal tamaño- salió de un salto de entre las puertas corredizas y agarró a Miriam Wu. Como era lógico, la cogió desprevenida. Ella intentó soltarse alejándose unos cuantos pasos, pero el gigante rubio la tenía bien agarrada de la muñeca.

Paolo Roberto observó, boquiabierto, cómo la pierna de Miriam Wu se elevaba en el aire trazando un rápido arco. «Es verdad, hace kick-boxing.» Una patada impactó en la cabeza del gigante rubio. El golpe no pareció afectarle lo más mínimo. Levantó la mano como si nada y le dio un tortazo a Miriam Wu. Paolo Roberto lo oyó a sesenta metros de distancia. Miriam Wu cayó fulminada, como si hubiese sido alcanzada por un rayo. El gigante rubio se agachó, la recogió del suelo con una mano y, prácticamente, la lanzó al interior del vehículo. Fue entonces cuando Paolo Roberto cerró la boca y reaccionó. De un tirón, abrió la puerta del coche y echó a correr en dirección a la furgoneta.

Al cabo de unos metros, comprendió que era inútil. El vehículo en el que habían metido a Miriam Wu como si se tratara de un saco de patatas arrancó con suavidad, hizo un giro de ciento ochenta grados y, antes de que Paolo Roberto ni siquiera tuviera tiempo de coger velocidad, ya estaba en medio de la calzada. Desapareció en dirección a la iglesia de Högalid. Paolo Roberto se detuvo en seco, dio media vuelta, volvió tan rápido como pudo a su coche y entró abalanzándose sobre el volante. Arrancó derrapando e imitó el giro de ciento ochenta grados. La furgoneta ya había desaparecido cuando él llegó a la intersección. Frenó, miró hacia Högalidsgatan, y luego se arriesgó girando a la izquierda, en dirección a Hornsgatan.

Al llegar a Hornsgatan, el semáforo estaba en rojo, pero como no había tráfico aprovechó para colocarse en medio del cruce y mirar a su alrededor. Las únicas luces traseras que divisó acababan de torcer a la izquierda por Långholmsgatan y subir por el puente de Liljeholmen. No pudo ver si se trataba de la furgoneta, pero era el único vehículo que había a la vista, así que Paolo Roberto pisó a fondo. Lo detuvo un semáforo en Långholmsgatan, donde hubo de esperar a que el tráfico de Kungsholmen pasara mientras los segundos avanzaban. Cuando no había nadie en el cruce pisó de nuevo el acelerador a fondo y se saltó el disco. Rezó para que ningún coche patrulla lo parara en ese momento.

Conducía muy por encima del límite de velocidad permitido en el puente y aceleró al pasar Liljeholmen. Seguía sin saber si se trataba de la misma furgoneta que había vislumbrado o si se habría desviado ya hacia Grondai o Årsta. Volvió a arriesgarse y aceleró a fondo. Iba a más de ciento cincuenta kilómetros por hora y adelantó como un rayo a los pocos conductores que había y respetaban la ley, dando por descontado que alguno que otro apuntaría su matrícula.

A la altura de Bredäng volvió a ver la furgoneta. Le fue ganando terreno y, cuando estuvo a unos cincuenta metros, constató que se trataba del vehículo correcto. Redujo la velocidad a noventa por hora y se mantuvo tras él a unos doscientos metros. Fue entonces cuando volvió a respirar.


Miriam Wu notó cómo le corría la sangre por el cuello en el mismo instante que aterrizó en el suelo de la furgoneta. Sangraba por la nariz. Tenía el labio inferior partido y, probablemente, el tabique nasal roto. El ataque había llegado como un relámpago en medio de un cielo claro. Su resistencia fue neutralizada en menos de un segundo. Sintió cómo arrancaron antes de que ni siquiera se hubiesen cerrado las puertas corredizas. Por un momento, cuando el vehículo dio media vuelta, el gigante rubio perdió el equilibrio.

Miriam Wu se puso de costado y, apoyando una cadera en el suelo, tomó impulso. Cuando el gigante rubio se volvió hacia ella, le pegó una patada. Le dio en un lado de la cabeza; vio la marca de su tacón. Debería haberle hecho daño.

Él se quedó mirándola desconcertado. Luego sonrió.

«Dios mío, ¿quién es este puto monstruo?»

Volvió a asestarle otra patada, pero él le agarró la pierna y le giró el pie con tanta violencia que ella lanzó un grito de dolor y se vio obligada a ponerse boca abajo.

Luego se inclinó sobre ella y le pegó un manotazo en un lado de la cabeza. Miriam Wu vio las estrellas. Era como si le hubiesen golpeado con un mazo. El gigante se sentó sobre la espalda de Wu. Ella intentò quitárselo de encima pero era tan pesado que no fue capaz de moverlo ni un solo milímetro. Él le puso las manos a la espalda y se las inmovilizó con unas esposas. Estaba indefensa. De repente, Miriam Wu sintió un paralizante terror.


De camino a casa desde Tyresö, Mikael Blomkvist pasó por el Globen. Había dedicado toda la tarde a visitar a tres puteros de la lista. No le aportaron nada. Se encontró con individuos aterrorizados que ya habían sido entrevistados por Dag Svensson y que sabían que el mundo no tardaría en caérseles encima. Suplicaron e imploraron. Los borró a todos de su lista particular de sospechosos.

Mientras cruzaba el puente de Skanstull, cogió el móvil y llamó a Erika Berger. No contestó. Llamó a Malin Eriksson. Tampoco respondió. Joder. Era tarde. Quería hablar con alguien.

Se preguntó si Paolo Roberto habría tenido algún éxito con Miriam Wu y marcó su número. Oyó cinco tonos antes de que le contestara.

– Sí.

– Hola, soy Blomkvist. Me preguntaba cómo te ha…

– Blomkvist, estoy… ssssccraaaap furgoneta scrrraaaap Miriam.

– No te oigo.

– Scrp scrrrraaap scrraaaap.

– Te pierdo. No te oigo.

Luego se cortó la llamada.


Paolo Roberto soltó unos cuantos tacos. La batería del móvil acababa de morir en el mismo instante en que pasó Fittja. Pulsó el botón ON y consiguió reanimarlo. Marcó el número de emergencia, pero nada más contestarle el teléfono volvió a apagarse. «Mierda.»

Tenía un cargador que iba con el encendedor del coche. El cargador estaba encima de la cómoda de su casa. Tiró el móvil sobre el asiento del copiloto y se concentró en no perder de vista las luces traseras de la furgoneta. Estaba conduciendo un BMW con el depósito lleno; no había ni una puta posibilidad de que se le escaparan. Pero no quería llamar la atención, así que mantuvo una distancia prudencial de doscientos metros.

«Un maldito monstruo atiborrado de esteroides le da una paliza a una chica delante de mis narices. Con ese cabrón quiero hablar yo.»

Si Erika Berger hubiese estado presente, habría tildado a Paolo de macho cowboy. Él lo llamaba simplemente cabreo.


Mikael Blomkvist pasó por Lundagatan; comprobó que el edificio de Miriam Wu estaba a oscuras. Hizo un nuevo intento de llamar a Paolo Roberto, pero le saltó el mensaje de que el abonado no se encontraba disponible. Murmuró una maldición, se fue a casa y preparó café y sándwiches.


La persecución duró más de lo que Paolo Roberto se había imaginado. Pasaron por Södertälje y luego enfilaron la E 20 en dirección a Strängnäs. Poco después de Nykvarn, la furgoneta se desvió a la izquierda y, metiéndose por carreteras secundarias de la provincia de Södermanland, se adentraron en pleno campo. Ahora el riesgo de llamar la atención y de que lo descubrieran era mayor. Paolo Roberto levantó el pie del acelerador y dejó aún más distancia entre él y la furgoneta.

La geografía no era el fuerte de Paolo, pero, hasta donde su conocimiento alcanzaba, suponía que se encontraban en la parte occidental del lago Yngern. Al no ver el vehículo aumentó la velocidad. Salió a una extensa recta y frenó.

Ni rastro. Había muchos desvíos sin señalizar por la zona. Los había perdido.


A Miriam Wu le dolían el cuello y la cara, pero había podido controlar su pánico y, con ello, la angustia de sentirse indefensa. Él no le había vuelto a pegar y la había dejado sentarse apoyando la espalda contra la parte trasera del respaldo del asiento del conductor. Miriam tenía las manos esposadas y una cinta adhesiva cubriéndole la boca. Una de las fosas nasales estaba obstruida a causa de la sangre; le costaba respirar.

Estudió al gigante rubio. Desde que le tapara la boca, no había pronunciado ni una palabra y la habia ignorado por completo. Reparó en la marca que tenía donde ella le había dado la patada. Debería haberle causado un daño mayor, pero él apenas pareció percatarse del golpe. No era normal.

Era grande, tenía una impresionante constitución física. Sus enormes músculos inducían a pensar que pasaba en el gimnasio muchas horas por semana. Pero no era un culturista; sus músculos parecían naturales. Sus manos tenían el tamaño de una sartén. Ahora entendía por qué tuvo la impresión de que le pegaban con un mazo cuando él la abofeteó.

La furgoneta avanzaba dando botes por un camino lleno de baches.

No tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba, pero le dio la sensación de que habían ido por la E 4 con dirección sur durante bastante tiempo antes de meterse por las carreteras comarcales.

Sabía que aunque hubiese tenido las manos libres no habría podido hacer nada contra el gigante rubio. Se sentía absolutamente desamparada.


Malin Eriksson llamó a Mikael Blomkvist poco después de las once. Él acababa de llegar a casa y poner la cafetera y estaba en la cocina cortando una rebanada de pan.

– Disculpa que te llame tan tarde. Llevo horas intentando hablar contigo, pero no coges el móvil.

– Perdóname. Lo he tenido apagado durante todo el día. He estado entrevistando a unos cuantos puteros.

– Tengo algo que puede ser de interés -dijo Malin.

– A ver.

– Bjurman. Me habías pedido que hurgara en su pasado.

– Sí.

– Nació en 1950 y empezó a estudiar Derecho en 1970. Terminó la carrera en 1976. Comenzó a trabajar en el bufete de Klang y Reine en 1978 y, en 1989, abrió uno propio.

– Muy bien.

– En 1976 -durante un breve período de unas cuantas semanas- hizo prácticas en el Tribunal de Primera Instancia. Nada más licenciarse, ese mismo año, y hasta 1978, fue jurista de la Dirección Nacional de la Policía.

– Vale.

– He indagado en lo que hacía. Ha sido difícil de encontrar, pero trabajó en la Säpo con asuntos jurídicos. Concretamente, en el Departamento de Extranjería.

– ¿Qué coño estás diciendo?

– Que debió de coincidir con ese Björck.

– ¡Será hijo de puta! No me ha dicho ni palabra de que hubiera trabajado con Bjurman.


La furgoneta tenía que estar cerca. Paolo Roberto se había mantenido a tanta distancia que, a ratos, perdió de vista al vehículo, pero lo había vislumbrado justo unos minutos antes de que desapareciera. Dio marcha atrás invadiendo el arcén y tomó rumbo norte. Condujo despacio buscando algún desvío.

Cuando apenas había recorrido ciento cincuenta metros, de repente, vio a través de una estrecha abertura en el espesor del bosque el destello de un haz de luz. Al otro lado de la carretera descubrió un pequeño camino forestal y giró el volante. Se adentró una decena de metros y aparcó. No se molestó en cerrar con llave. Cruzó la carretera corriendo y saltó la cuneta. Cuando se abrió camino entre la maleza y los árboles, deseó haber llevado encima una linterna.

El bosque no era tal, se trataba sólo de una hilera de árboles que se extendía paralelamente a la carretera. De pronto, fue a dar a un patio de grava. Divisó unos edificios bajos y oscuros. Se estaba acercando, cuando la iluminación del portón de carga de uno de ellos se encendió inesperadamente.

Paolo se arrodilló y se quedó quieto. Un segundo más tarde, se encendió la luz en el interior del edificio. Tenía pinta de ser un almacén; mediría unos treinta metros de largo. En la parte superior de la fachada, muy arriba, distinguió una estrecha fila de ventanas. El patio estaba lleno de contenedores y a la derecha había una carretilla de carga de color amarillo. Al lado, estaba aparcado un Volvo blanco. Gracias a la iluminación exterior, descubrió la furgoneta, a sólo veinticinco metros de él.

Entonces, justo delante de sus narices, se abrió la puerta del portón de carga. Un hombre rubio con una tripa cervecera salió del almacén y encendió un cigarrillo. Cuando giró la cabeza, Paolo vio cómo la silueta de una coleta se perfiló contra la luz de la entrada.

Paolo siguió inmóvil con una rodilla apoyada en el suelo. Estaba delante del hombre, a menos de veinte metros, totalmente a la vista, pero la llama del mechero eliminó por un momento su visión nocturna. Acto seguido, tanto Paolo como el hombre de la coleta oyeron un grito medio apagado en el interior de la furgoneta. Cuando la coleta empezó a moverse en dirección al vehículo, Paolo echó cuerpo a tierra muy despacio.

Oyó cómo se abrían las puertas corredizas de la furgoneta y vio cómo el gigante rubio salió de allí dando un salto. A continuación, metió medio cuerpo en el interior para sacar a Miriam Wu a rastras. La cogió por la axila, la levantó y la mantuvo así, sin ningún problema, mientras ella pataleaba. Los dos hombres parecieron intercambiar unas palabras, pero Paolo no pudo oír lo que decían. Luego, el de la coleta abrió la puerta del conductor y subió. Arrancó y atravesó el patio dibujando una cerrada curva. El haz de luz de los faros pasó a escasos metros de Paolo. La furgoneta desapareció por un camino y Paolo oyó alejarse el ruido del motor.

Con Miriam Wu en los brazos, el gigante rubio entró por la puerta del portón de carga. Paolo vislumbró una sombra a través de las ventanas situadas en la parte superior. Le dio la impresión de que se desplazaba hacia el fondo del edificio.

Se incorporó en estado de alerta. Tenía la ropa mojada. Se sentía aliviado y a la vez preocupado. Aliviado por el hecho de haber localizado la furgoneta y tener cerca a Miriam Wu. Y preocupado, a la vez que lleno de respeto, por ese gigante rubio que la manejaba como si fuese la bolsa de la compra de Konsum. Paolo había constatado que se trataba de un hombre muy grande y que aparentaba poseer una fuerza descomunal.

Lo razonable sería retirarse y llamar a la policía, pero su móvil estaba completamente muerto. Además, no sabía a ciencia cierta dónde se hallaba y no podía describir con precisión cómo llegar. Tampoco tenía ni idea de lo que estaría ocurriendo con Miriam Wu dentro del almacén.

Se desplazó con sigilo, bordeó el edificio describiendo un semicírculo y advirtió que al parecer sólo existía un único acceso. Dos minutos después, ya se encontraba de nuevo en la entrada. Tuvo que tomar una decisión. Paolo no dudaba de que el gigante rubio fuera uno de los malos; había maltratado y raptado a Miriam Wu. Sin embargo, Paolo no estaba particularmente asustado. Tenía mucha confianza en sí mismo y sabía que podía hacer mucho daño si la cosa llegara a las manos. La cuestión, no obstante, era si el hombre del almacén iría armado y si allí dentro habría más personas. Lo dudaba. No debía de haber nadie más aparte de Miriam Wu y el gigante rubio.

El portón tenía la anchura suficiente para que la carretilla pasara sin problemas. En el centro estaba la puerta de entrada. Paolo se acercó, puso la mano en el picaporte y la abrió. Entró en un almacén grande e iluminado, lleno de trastos, cajas de cartón rotas y otros objetos inservibles tirados por el suelo.


Miriam Wu sintió cómo las lágrimas rodaban por sus mejillas. Eran más de impotencia que de dolor. Durante el trayecto, el gigante la había ignorado por completo. En cuanto la furgoneta se detuvo, le quitó la cinta de la boca. Luego la levantó, la llevó dentro y la depositó en el suelo de cemento haciendo oídos sordos a sus súplicas y protestas. La contempló con una gélida mirada.

Entonces, Miriam Wu comprendió que iba a morir allí dentro.

Él le dio la espalda y se acercó a una mesa, en la que abrió una botella de agua mineral, que se bebió a grandes tragos. No le había inmovilizado las piernas, de modo que Miriam Wu hizo un ademán de levantarse.

Él se giró y le sonrió. Se encontraba más cerca de la puerta que ella; no tendría ninguna oportunidad. Resignada, se dejó caer de rodillas y se enfureció consigo misma. «Me cago en… No voy a tirar la toalla sin luchar. -Se volvió a levantar y apretó los dientes-. Ven aquí, gordo de mierda.»

Con las manos esposadas en la espalda, se sentía torpe y falta de equilibrio, pero cuando él se acercó, ella comenzó a dar vueltas a su alrededor buscando un hueco. Le pegó una patada en las costillas, se volvió y le dio otra, esta vez dirigida a la entrepierna. Le alcanzó la cadera, de modo que retrocedió un metro y cambió de pierna para prepararse para la siguiente. Al tener las manos en la espalda no contaba con el suficiente equilibrio para acertarle en la cabeza; sin embargo, le propinó un potente puntapié en el pecho.

Él extendió una mano, la agarró del hombro y le dio media vuelta como si fuera de papel. Le pegó un solo puñetazo, no muy fuerte, en los riñones. Miriam Wu gritó como una posesa cuando el paralizante dolor le atravesó el diafragma. Cayó nuevamente de rodillas. Él la abofeteó y la tiró al suelo. Después, levantó el pie y le dio una patada en el costado. Miriam se quedó sin aire y oyó cómo se le rompían las costillas.


Paolo Roberto no vio ni un golpe de la paliza, pero, de pronto, oyó a Miriam Wu aullar de dolor, un alarido agudo y estridente, que cesó al instante. Volvió la cabeza en dirección al grito y apretó los dientes. Detrás de un tabique había otra estancia. Cruzó el interior del almacén sin hacer ruido y, con sumo cuidado, se asomó por la puerta justo cuando el gigante rubio tumbaba a Miriam Wu de espaldas. El gigante desapareció de su campo de visión durante unos segundos para regresar de inmediato con una motosierra que dejó en el suelo delante de ella. Paolo Roberto arqueó las cejas.

– Quiero que me contestes a una sencilla pregunta.

Tenía una voz extrañamente aguda, casi como si aún no le hubiese cambiado. Paolo advirtió un leve acento extranjero.

– ¿Dónde está Lisbeth Salander?

– No lo sé -murmuró Miriam Wu.

– Respuesta incorrecta. Te doy otra oportunidad antes de arrancar esto.

Se puso de cuclillas y le dio varias palmadas a la motosierra.

– ¿Dónde se esconde Lisbeth Salander?

Miriam Wu negó con la cabeza.

Paolo dudó, pero cuando el gigante rubio alargó la mano para coger la motosierra, Paolo Roberto entró en la habitación dando tres decididos pasos y le metió un fuerte derechazo en los riñones.

Paolo Roberto no se había convertido en un boxeador de fama mundial por ser un blandengue en el cuadrilátero. De las treinta y tres peleas de su carrera profesional había ganado veintiocho. Cuando endosaba un puñetazo esperaba algún tipo de reacción. Por ejemplo, que la persona golpeada se tambaleara y se quejara de dolor. Y ahora era como si hubiera introducido la mano con todas sus fuerzas en una pared de hormigón. En todos los años que llevaba en el mundo del boxeo, nunca había sentido nada parecido. Perplejo, contempló al coloso que tenía ante él.

El gigante rubio se volvió y observó con igual sorpresa al boxeador.

– ¿Por qué no te metes con alguien de tu misma categoría de peso? -preguntó Paolo Roberto.

Le propinó en el diafragma una serie de derecha-izquierda-derecha a la que imprimió mucha fuerza. Unos puñetazos verdaderamente contundentes. Fue como golpear una pared. Tan sólo consiguió que el gigante retrocediera medio paso, más por asombro que por los golpes. De repente, sonrió.

– Eres Paolo Roberto -dijo el gigante rubio.

Desconcertado, Paolo se detuvo. Acababa de encajarle cuatro golpes que, según todas las leyes del boxeo, deberían tener como consecuencia que el gigante rubio estuviera en el suelo y él de camino a su rincón del cuadrilátero, mientras el arbitro empezaba a contar. Ni uno solo de sus golpes pareció tener el más mínimo efecto.

«Dios mío. Esto no es normal.»

Luego vio, casi a cámara lenta, cómo el gancho derecho del rubio surcaba los aires. El tipo era lento y dejaba adivinar el golpe con antelación. Paolo lo esquivó y lo paró parcialmente con el hombro izquierdo. Era como si le hubiesen dado con un tubo de hierro.

Lleno de un renovado respeto por su adversario, Paolo Roberto retrocedió dos pasos.

«Pasa algo con este tipo. Nadie pega así de fuerte.»

Paró automáticamente un gancho izquierdo con el antebrazo y, de inmediato, sintió un fuerte dolor. No tuvo tiempo de esquivar el gancho derecho que surgió de la nada y le impactó en la frente.

Paolo Roberto salió despedido como un guante y dio unas cuantas vueltas hacia atrás. Aterrizó, provocando un estruendo, contra una pila de palés de madera y se sacudió la cabeza. Sintió enseguida cómo la sangre le bañaba la cara. «Me ha abierto la ceja. Tendrán que darme puntos. Otra vez.»

A continuación, el gigante entró en su campo de visión y, por puro instinto, Paolo Roberto se echó a un lado. Faltó un pelo para que sus enormes puños le dieran otro mazazo. Retrocedió rápidamente tres o cuatro pasos y levantó los brazos en posición de defensa. Paolo Roberto estaba tocado.

El gigante rubio lo contempló con unos ojos que expresaban curiosidad y casi diversión. Luego adoptó la misma posición de defensa que Paolo Roberto. «Es un boxeador.» Tanteándose, empezaron a dar vueltas uno alrededor del otro.


Los siguientes ciento ochenta segundos conformaron el combate más extraño en el que Paolo Roberto había participado jamás. No había cuerdas ni guantes. Tampoco segundos ni arbitros. Faltaba la campana que interrumpía la pelea y mandaba a cada una de las partes a su rincón para hacer una breve pausa con agua, sales y una toalla para limpiarse la sangre de los ojos.

De repente, Paolo Roberto comprendió que estaba combatiendo a vida o muerte. Todo el entrenamiento, todos esos años machacando sacos de arena, todas sus horas de sparring y todas las experiencias vividas en cada asalto se concentraban ahora en una única energía que le brotó de repente, cuando la adrenalina le subió como nunca antes le había sucedido.

Ahora ya no contenía sus puñetazos. Se abalanzaron uno contra otro en un intercambio de golpes en el que Paolo puso toda su fuerza y todos sus músculos. Izquierda, derecha, izquierda, izquierda de nuevo y un jab con la derecha en plena cara, esquivar el gancho de la izquierda, retroceder un paso, atacar con la derecha. Cada golpe de Paolo Roberto alcanzaba su objetivo.

Se hallaba ante el combate más importante de su vida. Peleaba casi tanto con el cerebro como con las manos. Consiguió bajar la cabeza y evitar todos los golpes que el gigante le mandaba.

Con la derecha, le endosó un gancho tan limpio en la mandíbula, que debería haber enviado a su contrincante a la lona, como un miserable saco. Le dio la sensación de haberse roto un hueso de la mano en el intento. Se miró los nudillos y advirtió que sangraban. Vio la cara enrojecida e hinchada del gigante rubio. Sin embargo, el adversario de Paolo no parecía ni siquiera notar los golpes.

Paolo retrocedió unos pasos e hizo una pausa mientras examinaba a su oponente. «No es un boxeador. Se mueve como un boxeador, pero está a años luz de saber boxear de verdad. Sólo está fingiendo. No sabe esquivar los golpes. Anuncia sus puñetazos. Y es muy lento.»

Después, el gigante, con el puño izquierdo, le encajó un gancho en el costado de la caja torácica. Fue el segundo golpe que acertó de pleno. Paolo sintió cómo el dolor le recorrió el cuerpo cuando las costillas crujieron. Intentó dar un paso atrás, pero tropezó con algún trasto del suelo y cayó de espaldas. Durante un segundo, vio al gigante cernirse sobre él. Tuvo el tiempo justo de echarse a un lado y consiguió, atolondrado, levantarse de nuevo.

Retrocedió e intentó reunir fuerzas.

El gigante volvió a abalanzarse sobre él. Paolo estaba a la defensiva. Esquivó, volvió a esquivar y retrocedió unos pasos. Sintió dolor cada vez que paró un golpe con el hombro.

Luego llegó ese momento que todo boxeador ha experimentado alguna vez con auténtico terror. Una sensación que podía invadirte en pleno combate, la de no dar la talla. La constatación de «mierda, estoy a punto de perder».

Es el momento decisivo de casi cualquier combate.

Es el momento en el que las fuerzas salen inesperadamente del cuerpo y la adrenalina sube con tanta intensidad que se convierte en una carga paralizadora, y una resignada capitulación se materializa como un fantasma en el ringside. Es el momento que separa al aficionado del profesional, al ganador del perdedor. Muy pocos de los boxeadores que se hallan de súbito al borde de ese abismo consiguen reunir las fuerzas necesarias para darle la vuelta al combate y convertir una derrota segura en una victoria.

A Paolo Roberto le invadió esa sensación. Notó un pitido en la cabeza que lo dejó atolondrado y vivió ese instante como si observara la escena desde fuera, como si mirara al gigante rubio a través del objetivo de una cámara. Era el momento en el que se trataba de ganar o morir.

Paolo Roberto se echó atrás y se abrió trazando un amplio semicírculo para reunir fuerzas y ganar tiempo. El gigante lo seguía con determinación a la par que con lentitud, como si ya supiera que la pelea estaba ganada y quisiera alargar el asalto. «Boxea, aunque no sabe boxear. Sabe quién soy. Es un wannabe. Pero tiene tanta contundencia en el golpe que resulta casi inconcebible. Parece insensible al sufrimiento.»

Las ideas daban tumbos en la cabeza de Paolo mientras intentaba juzgar la situación y decidir qué hacer.

De repente, revivió aquella noche en Mariehamn de dos años atrás. Su carrera como boxeador profesional terminó de la manera más brutal cuando se encontró con el argentino Sebastián Lujan o, mejor dicho, cuando el puño de Sebastián Lujan se encontró con la mandíbula de Paolo. Fue el primer KO de su vida y estuvo inconsciente durante quince segundos.

Había pensado muchas veces en qué se equivocó. Se hallaba en una forma estupenda. Estaba concentrado. Sebastián Lujan no era mejor que él. Pero el argentino le endosó un golpe limpio y, de repente, el cuadrilátero se convirtió en un barco en plena tempestad.

En el vídeo de después pudo ver cómo daba vueltas indefenso y haciendo eses como el Pato Donald. El KO llegó veintitrés segundos más tarde.

Sebastián Lujan no había peleado mejor ni había estado más preparado que él. El margen fue tan pequeño que el combate bien podría haber acabado con el resultado contrario.

A toro pasado, la única diferencia que se le ocurrió fue que Sebastián Lujan había tenido más hambre que Paolo Roberto. Cuando Paolo subió al cuadrilátero en Mariehamn, contaba con ganar, pero no tenía ganas de boxear. Para él, ya no era cuestión de vida o muerte. Una derrota ya no supondría una catástrofe.

Año y medio más tarde, seguía siendo boxeador. Ya no era profesional y sólo participaba en combates amistosos como sparring. Pero se entrenaba. No había subido de peso ni había empezado a colgarle nada de la cintura. Naturalmente, no era un instrumento tan bien afinado como cuando combatía por el título y se machacaba el cuerpo durante meses, pero era «Paolo Roberto» y eso no era moco de pavo. Y, a diferencia de Mariehamn, la pelea del almacén situado al sur de Nykvarn significaba, literalmente, la vida o la muerte.


Paolo Roberto tomó una decisión. Se detuvo en seco y dejó que el gigante se le acercara. Lo engañó con la izquierda y apostó por un gancho de derecha. Le imprimió toda la fuerza que le quedaba y estalló en un puñetazo que cayó sobre boca y nariz. Lo cogió desprevenido después de haberse batido en retirada durante tanto tiempo. Por fin oyó que algo cedió. Siguió con izquierda-derecha-izquierda y se los encajó todos en la cara.

El gigante rubio estaba boxeando a cámara lenta y devolvió con la derecha. Paolo lo vio venir a mil leguas y esquivó el enorme puño. Advirtió que cambió el peso del cuerpo y supo que el gigante continuaría con la izquierda. En vez de pararlo, Paolo se echó hacia atrás y vio cómo el gancho pasaba por delante de su nariz. Respondió con un poderoso golpe en el costado, un poco por debajo de las costillas. Cuando el gigante se volvió para contraatacar, Paolo lanzó otra vez su gancho izquierdo y le alcanzó de pleno en la nariz.

De repente, tuvo la sensación de que todo lo que hacía era perfecto y que dominaba la pelea por completo. Por fin, el enemigo retrocedía. Sangraba por la nariz. Ya no sonreía.

Entonces, el gigante le dio una patada.

Su pie apareció de la nada y cogió a Paolo Roberto por sorpresa. Por pura costumbre, estaba siguiendo el reglamento del boxeo y no se esperaba una patada. La sintió como si un mazo le diera en la parte baja del muslo, justo por encima de la rodilla. Un penetrante dolor le atravesó la pierna. «No.» Retrocedió un paso cuando su pierna derecha se dobló, volvió a tropezar con algo y cayó.

El gigante bajó la vista y lo observó. Durante un breve segundo cruzaron las miradas. El mensaje no daba lugar a malentendidos. La pelea había terminado.

Luego, los ojos del gigante se abrieron como platos cuando Miriam Wu, por detrás, le metió una patada en la entrepierna.


A Miriam le dolían todos y cada uno de los músculos del cuerpo; aun así había logrado pasarse las manos esposadas por debajo del culo, y ya las tenía delante. En su estado, era una proeza acrobática.

Le dolían las costillas, el cuello, la espalda y los riñones; le costó incorporarse. Después, fue dando tumbos hasta la puerta y vio, con los ojos abiertos de par en par, cómo Paolo Roberto -«¿de dónde habrá salido?»- le dio al gigante rubio un buen gancho de derecha y una serie de golpes en la cara antes de ser derribado con la patada.

Miriam Wu se dio cuenta de que no le importaba lo más mínimo cómo o por qué había aparecido allí Paolo Roberto. Era uno de los good guys. Por primera vez en su vida, sintió un deseo asesino hacia otro ser humano. Avanzó dando unos rápidos pasos, movilizó cada resquicio de energía y los músculos que seguían intactos. Se acercó al gigante por detrás y le dio la patada en la entrepierna. Tal vez no constituyera un buen ejemplo de la elegancia del thaiboxing, pero obtuvo el efecto deseado.

Miriam Wu asintió para sí misma con aire de entendida. Puede que haya hombres grandes como casas y hechos de granito, pero siempre llevan las bolas en el mismo sitio. La patada le había salido tan limpia que debería entrar en el libro Guinness de los récords.

Por primera vez, el gigante rubio pareció tocado. Emitió un gemido, se agarró la entrepierna y cayó sobre una rodilla.

Miriam permaneció inmóvil, indecisa, durante unos segundos hasta que se dio cuenta de que debía continuar e intentar rematarlo. Apostó por atacar con una patada en la cara, pero, para su asombro, él levantó un brazo. Era imposible que se hubiese recuperado tan rápido. Parecía como si le hubiese dado la patada al tronco de un árbol. De repente, él sujetó el pie de Miriam, la derribó y empezó a tirar de ella. Miriam lo vio esgrimir un puño en alto, se revolvió desesperadamente y le metió una patada con la pierna que le quedaba libre; impactó en la oreja al mismo tiempo que un puñetazo del gigante alcanzaba a Miriam en la sien. Miriam Wu tuvo la impresión de haberse empotrado de cabeza contra una pared. Vio destellos de estrellas alternados con una profunda oscuridad.

De nuevo, el gigante rubio empezó a levantarse.

Entonces, Paolo Roberto le pegó en la nuca con la misma tabla de madera con la que había tropezado. El gigante rubio aterrizó de bruces, cuan largo era, con un notable estruendo.


Con una sensación de irrealidad, Paolo Roberto examinó el entorno con la mirada. El gigante rubio se retorcía en el suelo. Miriam Wu tenía la mirada vidriosa y parecía completamente noqueada. La unión de sus fuerzas les había provisto de un breve respiro.

Paolo Roberto apenas podía apoyarse en su pierna dañada; sospechó que se había desgarrado el músculo que pasaba justo por encima de la rodilla. Se acercó cojeando a Miriam Wu y la levantó. Ella comenzó a moverse, pero su mirada estaba ausente. Sin mediar palabra, se la echó a los hombros y empezó a cojear hacia la salida. El dolor de la rodilla derecha era tan agudo que, a ratos, se veía obligado a saltar sobre una pierna.

Salir a la oscuridad y el frío de la noche fue una liberación. Aunque no se podía permitir el lujo de detenerse. Atravesó el patio de grava y la hilera de árboles deshaciendo el camino por donde había entrado. Nada más internarse en el bosque, tropezó con un árbol caído y se cayó. Miriam Wu gimió y él oyó cómo la puerta del almacén se abría estrepitosamente.

La monumental silueta del gigante rubio apareció a la luz del vano de la puerta. Paolo puso una mano sobre la boca de Miriam Wu. Se inclinó y le susurró al oído que permaneciera inmóvil y no hiciera el menor ruido.

Después, buscó a tientas una piedra en el suelo y encontró una bajo el árbol caído que era más grande que su puño. Se persignó. Por primera vez en su pecaminosa vida, Paolo Roberto estaba dispuesto a matar a una persona si fuera necesario. Estaba tan apaleado y maltrecho que sabía que no aguantaría otro asalto. Pero nadie, ni siquiera un monstruo rubio que era un error de la naturaleza, podía luchar con la cabeza abierta. Acarició la piedra y se percató de que era ovalada y tenía un borde afilado.

El gigante rubio llegó hasta la esquina del edificio y barrió con la mirada el patio de grava. Se detuvo a menos de diez pasos del lugar donde Paolo contenía la respiración. El gigante aguzó el oído y escudriñó el terreno. Habían desaparecido en la noche. Era imposible saber en qué dirección. Al cabo de unos minutos, pareció darse cuenta de lo inútil de la búsqueda. Con determinación y premura, entró en el almacén, donde no estuvo más de un minuto. Apagó las luces, salió con una bolsa y se acercó al Volvo blanco. Arrancó, derrapó y desapareció por el camino de acceso. Paolo escuchó en silencio hasta que el ruido del motor se perdió en la lejanía. Cuando bajó la mirada, vio los ojos de Miriam brillando en la oscuridad.

– Hola, Miriam -dijo-. Me llamo Paolo y no tienes por qué temerme.

– Ya lo sé.

Su voz era débil. Exhausto, se inclinó apoyándose en el árbol caído y sintió cómo la adrenalina le bajaba a cero.

– No sé cómo levantarme -dijo Paolo Roberto-. Pero tengo un coche aparcado al otro lado de la carretera. A unos ciento cincuenta metros.


El gigante rubio frenó, giró y aparcó en un área de descanso al este de Nykvarn. Estaba trastornado y aturdido; tenía una sensación rara en la cabeza.

Le habían tumbado en una pelea por primera vez en la vida. Y el que lo había castigado era Paolo Roberto, el boxeador. Le pareció una pesadilla absurda, de esas que sólo tenían lugar en sus noches más inquietas. No lograba entender de dónde había salido. Simple y llanamente, estaba allí, dentro del almacén. Había aparecido sin más, de repente.

Una auténtica locura.

No había sentido los puñetazos de Paolo Roberto. No le extrañaba. La patada en la entrepierna, sí. Y ese contundente golpe en la cabeza le había nublado la vista. Se palpó la nuca y descubrió que tenía un chichón enorme. Se lo apretó con los dedos, pero no experimentó ningún dolor. Aun así, se sentía atontado y mareado. Con la lengua notó que, para su sorpresa, había perdido un diente en el lado izquierdo de la mandíbula superior. La boca le sabía a sangre. Se agarró la nariz con el pulgar y el índice y, con delicadeza, tiró hacia arriba. Oyó un chasquido y constató que estaba rota.

Había hecho lo correcto al ir a por su bolsa y abandonar el almacén antes de que llegara la policía. No obstante, había cometido un error garrafal. En el Discovery Channel, había visto cómo los técnicos forenses de la policía siempre acababan encontrando algún tipo de prueba forense. Sangre. Pelos. ADN.

No le apetecía en absoluto volver al almacén, pero no le quedaba otra elección. Debía limpiar aquello. Hizo un giro de ciento ochenta grados y regresó. Poco antes de Nykvarn se cruzó con un coche al que no le prestó atención.


El viaje de vuelta a Estocolmo fue una pesadilla. Paolo Roberto tenía sangre por todas partes; estaba en tan mal estado que le dolía todo el cuerpo. Conducía como un principiante hasta que se dio cuenta de que iba haciendo eses de un lado a otro de la carretera. Con una mano, se frotó los ojos y, con cuidado, se tocó la nariz. Le dolía considerablemente y sólo podía respirar por la boca. Buscaba sin descanso un Volvo blanco y le pareció cruzarse con uno cerca de Nykvarn.

Cuando enfiló la E 20 empezó a conducir con un poco más de soltura. Pensó parar en Södertälje, pero no tenía ni idea de adonde ir. Le echó un vistazo a Miriam Wu -todavía esposada-; estaba desplomada en el asiento de atrás sin cinturón de seguridad. Había tenido que llevarla hasta el coche y tan pronto como la dejó en el asiento trasero se desvaneció. No sabía si se había desmayado por sus lesiones o si se había quedado sin batería de puro agotamiento. Dudó. Al final, tomó la E 4 rumbo a Estocolmo.


Mikael Blomkvist sólo llevaba una hora durmiendo cuando el sonido del teléfono irrumpió la quietud de la noche. Abrió un poco los ojos y comprobó que eran algo más de las cuatro. Adormilado, estiró la mano y levantó el auricular. Era Erika Berger. Al principio no entendió lo que decía.

– ¿Que Paolo Roberto está dónde?

– En el Södersjukhuset, con Miriam Wu. No tiene tu número fijo, dice que te ha llamado al móvil, pero que no ha conseguido hablar contigo.

– Lo tengo apagado. ¿Y qué hace en el hospital?

La voz de Erika Berger sonó paciente, aunque firme.

– Mikael, coge un taxi, vete hasta allí y averigúalo. Parecía muy confundido y hablaba de una motosierra, de una casa en el bosque y de un monstruo que no sabía boxear.

Mikael parpadeó sin comprender nada. Luego sacudió la cabeza y alargó la mano para coger sus pantalones.


Tumbado en calzoncillos en aquella camilla, Paolo Roberto ofrecía un aspecto penoso. Mikael tuvo que esperar más de una hora para que le permitieran pasar a verlo. Su nariz estaba oculta tras unas tiritas de sujeción. Tenía el ojo izquierdo hinchado y la ceja, donde le habían dado cinco puntos, tapada con puntos de aproximación. Le habían vendado las costillas, y presentaba hematomas y magulladuras por todo el cuerpo. En la rodilla izquierda le habían hecho un aparatoso vendaje de compresión.

Mikael Blomkvist le trajo café en un vaso de papel de la máquina Selecta del pasillo y examinó con ojo crítico su cara.

– Es como si te hubiera atropellado un coche -dijo-. ¿Qué te ha ocurrido?

Paolo Roberto movió la cabeza de un lado a otro y cruzó su mirada con la de Mikael.

– Un maldito monstruo -contestó.

– ¿Qué ha pasado?

Paolo Roberto volvió a mover la cabeza y examinó sus puños. Tenía los nudillos tan destrozados que le costaba sostener el vaso de café. También le habían puesto tiritas de sujeción. Su mujer, que mantenía una actitud más bien fría con el boxeo, se pondría furiosa.

– Soy boxeador -respondió-. Quiero decir que mientras estuve en activo nunca me rajé, siempre subí al cuadrilátero con la persona que fuera. He encajado algún que otro golpe en mi vida y sé dar y recibir. Cuando yo le pego un puñetazo a alguien, la idea es sentarlos de culo en el suelo y que les duela.

– No es lo que pasó con ese tío.

Paolo Roberto negó con la cabeza por tercera vez. Relató con serenidad y detalle lo ocurrido durante la noche.

– Le di por lo menos treinta puñetazos. Catorce o quince en la cabeza. Le alcancé la mandíbula cuatro veces. Al principio me contuve; no lo quería matar, sólo defenderme. Pero al final eché el resto. Uno de esos golpes debería haberle roto el hueso de la mandíbula. Y ese puto monstruo no hizo más que sacudirse un poco y volver a atacar. Joder, no era una persona normal.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Era como un robot anticarro. No estoy exagerando. Medía más de dos metros y pesaría unos ciento treinta o ciento cuarenta kilos. Un esqueleto de hormigón armado lleno de músculos. No estoy bromeando. Un maldito gigante rubio que, simplemente, no sentía dolor.

– ¿Lo habías visto antes?

– Nunca. No era boxeador. Aunque, en cierto modo, sí lo era.

– ¿Qué quieres decir?

Paolo Roberto meditó un instante.

– No sabía boxear. Amagándolo pude hacer que bajara la guardia y no tenía ni puta idea de cómo moverse para evitar que lo alcanzara. Ni pajolera idea. Pero al mismo tiempo intentaba moverse como un boxeador. Levantaba bien las manos y siempre adoptaba la posición de partida, igual que un boxeador. Era como si hubiese aprendido a boxear sin escuchar nada de lo que le decía el entrenador.

– Vale.

– Lo que nos salvó la vida a mí y a la chica fue que se moviera tan lentamente. Daba puñetazos sin ton ni son anunciados con un mes de antelación, de modo que podía esquivarlos o pararlos. Me encajó dos golpes; el primero, en la cara, y ya ves el resultado, y el segundo, en el cuerpo, me rompió una costilla. Y sólo acertó a medias; si me hubiese dado de lleno, me habría arrancado la cabeza.

De repente Paolo Roberto se rió. A carcajadas.

– ¿Qué te pasa?

– Gané. Ese loco intentó matarme y le gané. Conseguí tumbarlo. Pero tuve que usar una maldita tabla para que besara la lona.

Luego se puso serio.

– Si Miriam no le hubiera cascado en la entrepierna en aquel preciso instante, sabe Dios lo que habría ocurrido.

– Paolo, estoy muy contento, pero que muy muy contento, de que hayas ganado. Y Miriam Wu va a decir lo mismo en cuanto se despierte. ¿Sabes algo de su estado?

– Más o menos como yo. Tiene una conmoción cerebral, varias costillas rotas, el hueso de la nariz roto y algunos golpes en los riñones.

Mikael se inclinó hacia delante y puso la mano en la rodilla de Paolo Roberto.

– Si alguna vez necesitas que te haga un favor… -dijo Mikael.

Paolo Roberto asintió con la cabeza y mostró una apacible sonrisa.

– Blomkvist, si necesitas que te hagan otro favor…

– ¿Sí?

– … envía a Sebastián Lujan.

Capítulo 26 Miércoles, 6 de abril

El inspector Jan Bublanski estaba de un pésimo humor cuando, poco antes de las siete de la mañana, se reunió con Sonja Modig en el aparcamiento de Södersjukhuset. Mikael Blomkvist le había despertado con su llamada. Al instante, comprendió que algo grave había ocurrido durante la noche, de modo que llamó y sacó de la cama a Sonja Modig. Se encontraron con Blomkvist en la entrada y subieron juntos hasta la planta en la que se hallaba ingresado Paolo Roberto.

A Bublanski le costó hacerse una composición de lugar, pero tuvo que asimilar que Miriam Wu había sido secuestrada y que Paolo Roberto le había dado una paliza al secuestrador. Bueno, observando el rostro del ex boxeador profesional, no quedaba muy claro quién le había dado una paliza a quién. Por lo que a Bublanski respectaba, los acontecimientos de la noche habían elevado la investigación sobre Lisbeth Salander a un nuevo nivel de complicación. Nada de este maldito caso parecía normal.

Sonja Modig hizo la primera pregunta relevante. ¿Cómo había entrado en escena Paolo Roberto?

– Soy amigo de Lisbeth Salander.

Bublanski y Modig se miraron escépticos.

– ¿Y de qué la conoces?

– Salander solía hacer de sparring para mis entrenamientos.

Bublanski clavó la vista en la pared que había detrás de Paolo Roberto. A Sonja Modig se le escapó una repentina risita tonta fuera de lugar. Como era patente, nada en este caso parecía ser normal, ni sencillo, ni exento de complicaciones. Unos instantes después, ya había tomado nota de todos los datos relevantes.

– Quiero destacar una serie de cuestiones -dijo Mikael Blomkvist tajantemente.

Lo miraron.

– Primera: la descripción del hombre que conducía la furgoneta encaja con la que yo di de la persona que atacó a Lisbeth Salander en Lundagatan. Un tipo rubio y grande con coleta y tripa cervecera, ¿vale?

Bublanski asintió con la cabeza.

– Segunda: el objetivo del secuestro era forzar a Miriam Wu a revelar dónde se oculta Lisbeth Salander. Es decir, que esos dos rubios andan detrás de Lisbeth Salander desde, por lo menos, una semana antes de los asesinatos, ¿estamos de acuerdo?

Modig asintió.

– Tercera: si hay más actores en este drama, entonces Lisbeth Salander no es esa «loca solitaria» de la que hablan la policía y los medios.

Ni Bublanski ni Modig dijeron nada.

– Sería difícil de defender que el tipo de la coleta forma parte de una banda de lesbianas satánicas.

Modig sonrió.

– Cuarta y última: sospecho que esta historia tiene algo que ver con una persona llamada Zala. Dag Svensson se centró en él las dos últimas semanas de su vida. Toda la información relevante está en su ordenador. Logró vincularle al asesinato de una prostituta llamada Irina Petrova. La autopsia revela que la chica fue objeto de malos tratos intensos. Tan graves que al menos tres de las lesiones resultaban, ya de por sí, mortales. El informe de la autopsia es poco claro respecto al objeto que se utilizó para matarla, pero los efectos se parecen mucho a los de las palizas de las que han sido víctimas Miriam Wu y Paolo. El objeto no identificado podrían ser las manos de un gigante rubio.

– ¿Y Bjurman? -preguntó Bublanski-. Que alguien tuviera razones para silenciar a Dag Svensson, vale, pero ¿quién tenía motivos para asesinar al administrador de Lisbeth Salander?

– No lo sé. Todavía no han encajado todas las piezas del puzle; aun así debe de existir una conexión entre Bjurman y Zala. Es lo más lógico. ¿Por qué no valoramos otras perspectivas? Si Lisbeth Salander no es la asesina, significa que otra persona ha cometido los crímenes. Y creo que están relacionadas con el comercio sexual. Salander preferiría morir antes que verse implicada en una cosa así. Ya os he dicho que es una maldita moralista.

– En tal caso, ¿cuál sería su papel en todo esto?

– No lo sé. ¿Testigo? ¿Antagonista? Tal vez se presentara en Enskede para advertir a Dag y a Mia de que sus vidas corrían peligro. No os olvidéis de que es una investigadora excepcional.


Bublanski puso en marcha la maquinaria. Llamó a la policía de Södertälje, les facilitó la descripción de la ruta que Paolo Roberto le había dado y les pidió que localizaran un almacén abandonado al sureste del lago Yngern. Luego telefoneó al inspector Jerker Holmberg -vivía en Flemingsberg y era a quien más cerca le pillaba Södertälje- y le pidió que se uniera, a la velocidad del rayo, a la policía de la zona para ayudarles con la investigación forense.

Jerker Holmberg le contactó de nuevo una hora después. Acababa de llegar al lugar. La policía de Södertälje había localizado sin dificultades el almacén en cuestión. El edificio, al igual que otros dos colindantes, era pasto de las llamas, y los bomberos estaban en plena faena, terminando de extinguir el fuego. Los dos bidones de gasolina que hallaron cerca descartaban cualquier duda de que estaban ante un incendio provocado.

Bublanski sintió una frustración rayana en la rabia.

¿Qué diablos estaba pasando? ¿Quién era ese gigante rubio? ¿Quién era realmente Lisbeth Salander? ¿Y por qué parecía imposible dar con ella?

La situación no mejoró en absoluto cuando el fiscal Richard Ekström apareció en escena en la reunión de las nueve. Bublanski dio cuenta de lo ocurrido durante la noche y propuso que se recondujera la investigación, ya que habían tenido lugar una serie de misteriosos acontecimientos que restaban solidez a la hipótesis de trabajo en la que el equipo se había basado hasta ese momento.

El relato de Paolo Roberto reforzó la credibilidad de la historia de Mikael Blomkvist sobre la agresión de Lisbeth Salander en Lundagatan. Por consiguiente, la suposición de que los asesinatos eran el resultado de un acto de locura de una enferma mental perdía fuerza. Eso no significaba que las sospechas imputadas a Lisbeth Salander pudieran eliminarse -antes había que dar una explicación razonable a la presencia de sus huellas dactilares en el arma homicida-, pero les obligaba a considerar seriamente la posibilidad de un autor alternativo. En ese caso, sólo existía una hipótesis factible. Los crímenes estaban relacionados con las inminentes denuncias vinculadas con el comercio sexual que Dag Svensson pretendía realizar. Bublanski definió las tres prioridades más apremiantes.

La tarea primordial del día consistía en identificar a los secuestradores de Miriam Wu; el rubio corpulento y su cómplice, el de la coleta. Este primero tenía un aspecto tan particular que debería ser bastante sencillo dar con él.

Curt Svensson recordó, sereno, que Lisbeth Salander también presentaba un aspecto físico bastante característico y que la policía, después de casi tres semanas de pesquisas, seguía ignorando su paradero.

La segunda tarea consistía en que desde la dirección del equipo de investigación se debía designar un grupo que centrara su actividad en la llamada «lista de puteros» que se hallaba en el ordenador de Dag Svensson. Lo cual conllevaba un problema de naturaleza logística. Si bien era cierto que el grupo investigador tenía a su disposición el ordenador de Dag Svensson de la redacción de Millennium, así como los archivos comprimidos que contenían la copia de seguridad del portátil desaparecido, también se había de tener en cuenta que en esos discos se hallaba el material de una investigación de años, literalmente miles de páginas que tardarían mucho tiempo en catalogar y leer. El grupo necesitaba refuerzos. Bublanski nombró en el acto a Sonja Modig para dirigir los trabajos.

El tercer cometido consistía en centrarse en una persona desconocida llamada Zala. En ese aspecto, debían recurrir a la ayuda del grupo especial de investigación del crimen organizado, que, según les confirmaron, ya se había topado con ese nombre en repetidas ocasiones. Puso a Hans Faste al frente de esa línea de trabajo.

Por último, Curt Svensson coordinaría la continuación de las pesquisas sobre el paradero de Lisbeth Salander.

La presentación de Bublanski duró seis minutos, pero desencadenó una disputa de una hora. Hans Faste no atendía a razones; se opuso abiertamente a la forma en que Bublanski dirigía la investigación y no hizo ni el menor amago de ocultar su postura. Bublanski se sorprendió; Faste nunca le había caído particularmente bien pero, aun así, le consideraba un policía competente.

Hans Faste opinaba que, al margen de la reciente información suplementaria, debían centrarse en Lisbeth Salander. Sostenía que la cadena de indicios que señalaba a Salander tenía tanto peso que a esas alturas hasta resultaba absurdo empezar a considerar la posibilidad de que existieran otros culpables.

– Todo eso no son más que chorradas. Tenemos un caso patológico con tendencia a la violencia que no ha hecho más que confirmar su locura a lo largo de su vida. ¿Crees de veras que todos los informes del psiquiátrico y de los médicos forenses son una broma? Salander está vinculada al lugar del crimen. Tenemos indicios de que hace de puta y pruebas de que posee una gran suma de dinero, no declarada, en su cuenta bancaria.

– Soy consciente de todo eso.

– Pertenece a una especie de secta sexual lésbica. Y me juego el cuello a que esa bollera de Cilla Norén sabe más de lo que pretende hacernos creer.

Bublanski elevó la voz.

– Faste, para ya con eso. Estás completamente obsesionado con la perspectiva homosexual del caso. No es nada profesional por tu parte.

Se arrepintió de lo que le acababa de decir ante todo el grupo. Debería haberlo hablado en privado con él. El fiscal Ekström acalló las voces indignadas. Parecía indeciso respecto a qué línea de investigación seguir. Al final, dejó que imperara la propuesta de Bublanski; hacer caso omiso a su propuesta sería sinónimo de apartarlo de la dirección del equipo.

– Se hará lo que dice Bublanski.

Bublanski miró de reojo a Sonny Bohman y a Niklas Eriksson, de Milton Security.

– Tengo entendido que sólo os quedan tres días, así que debemos aprovechar al máximo la situación. Bohman, ¿puedes ayudar a Curt Svensson a buscar a Lisbeth Salander? Eriksson, tú sigues con Modig.

Tras reflexionar un instante, Ekström levantó la mano cuando todos estaban a punto de abandonar la sala.

– Una cosa. Máxima discreción con lo de Paolo Roberto, ¿eh? La prensa se pondría histérica si apareciera otra cara famosa. Así que, de puertas para fuera, ni una sola palabra.


Sonja Modig se acercó a Bublanski después de la reunión.

– He perdido los nervios con Faste. No ha sido muy oportuno ni correcto por mi parte -dijo Bublanski.

– Tranquilo, qué me vas a contar a mí -sonrió ella y continuó-: Empecé con el ordenador de Svensson el lunes pasado.

– Ya lo sé. ¿Hasta dónde has llegado?

– Tenía una docena de versiones del manuscrito y muchísimo material de la investigación; cuesta mucho discernir lo importante de lo accesorio. Sólo abrir y ojear todos los documentos nos llevará días.

– ¿Niklas Eriksson?

Sonja Modig dudó. Luego se dio media vuelta y cerró la puerta del despacho de Bublanski.

– Sinceramente, no quiero hablar mal de él, pero no es de gran ayuda.

Bublanski frunció el ceño.

– Suéltalo.

– No sé, no es un policía de verdad como lo fue Bohman en su día. Dice muchas tonterías, tiene más o menos la misma actitud que Hans Faste con Miriam Wu y no le interesa en absoluto la tarea. No sé qué le pasa, pero parece tener un problema con Lisbeth Salander.

– ¿Por qué lo dices?

– Me da la sensación de que está amargado, de que algo le corroe por dentro.

– Lo siento. Bohman está bien, aunque sigue sin gustarme que haya gente de fuera en el equipo.

Sonja Modig asintió con la cabeza.

– Bueno, ¿y qué vamos a hacer?

– Tendrás que aguantarle lo que queda de semana. Armanskij nos ha dicho que, si no hay resultados, se retirarán. Ponte a investigar y hazte a la idea de que te toca hacer todo el trabajo a ti solita.


Las indagaciones de Sonja Modig cesaron cuarenta y cinco minutos más tarde. La apartaron del equipo. De repente, el fiscal Ekström la convocó a una reunión en su despacho, donde ya estaba Bublanski. Los dos hombres estaban rojos de rabia. El periodista freelance, Tony Scala, acababa de publicar la primicia de que Paolo Roberto había rescatado a la bollera BDSM Miriam Wu de un secuestrador. El texto contenía varios detalles que sólo se conocían en el ámbito de la investigación. Estaba formulado de tal manera que daba a entender que la policía se estaba planteando la posibilidad de dictar auto de procesamiento contra Paolo Roberto por malos tratos graves.

Ekström ya había recibido varias llamadas de periodistas pidiendo información sobre el papel del boxeador en los sucesos. Se dejó dominar por la emoción y los nervios cuando acusó a Sonja Modig de filtrar la historia. Modig declinó de inmediato toda responsabilidad, pero resultó estéril. Ekström quería que abandonara la investigación. Bublanski estaba furioso y cerró filas con Modig.

– Sonja dice que no ha filtrado nada. Para mí, eso es más que suficiente. Es una locura echar a una investigadora con experiencia que ya conoce el caso.

Ekström replicó haciendo patente una abierta desconfianza hacia Modig. Enfurruñado y en silencio, acabó por sentarse a su mesa. Su decisión era inamovible.

– Modig, no puedo demostrar que filtres información, pero no tengo ninguna confianza en ti. Quedas excluida del equipo de este caso desde este mismo instante. Cógete el resto de la semana libre. El lunes te encomendaré otras tareas.

Modig no tenía elección. Asintió con la cabeza y se dirigió hacia la puerta. Bublanski la detuvo.

– Sonja, y que conste en acta, no creo en absoluto en esta acusación y cuentas con mi total confianza. Pero no soy yo el que toma las decisiones. Pásate por mi despacho antes de irte.

Ella asintió con la cabeza. Ekström parecía furioso. El color del rostro de Bublanski había adquirido un tono preocupante.


Sonja Modig volvió a su despacho, donde, antes de la interrupción, ella y Niklas Eriksson se encontraban trabajando con el ordenador de Dag Svensson. La dominaba la ira, estaba al borde de las lágrimas. Eriksson la miró de reojo y notó que algo iba mal, pero no dijo nada. Ella lo ignoró. Se sentó a su mesa y se quedó mirando fijamente al vacío. Un tenso silencio se instaló en la habitación.

Al final, Eriksson se disculpó y anunció que iba al baño. Le preguntó a Modig si quería que le trajera café. Ella negó con la cabeza.

Cuando Eriksson salió, Sonja se levantó y se puso la chaqueta. Cogió su bolso y se dirigió al despacho de Bublanski. Él le señaló la silla de visitas.

– Sonja, no me voy a rendir en este asunto a menos que me echen a mí también. Me parece inaceptable y pienso defenderlo hasta sus últimas consecuencias. De momento permanecerás en la investigación, bajo mis órdenes. ¿Comprendido?

Ella asintió con la cabeza.

– No te vas a marchar a casa ni te vas a tomar el resto de la semana libre, como ha dicho Ekström. Te ordeno que vayas a la redacción de Millennium para hablar de nuevo con Mikael Blomkvist. Después, le pides sin rodeos que te ayude con el disco duro de Dag Svensson. En Millennium tienen una copia. Nos podemos ahorrar un tiempo precioso si contamos con alguien que ya conozca el material y pueda ir eliminando las cosas superfluas.

Sonja Modig respiraba un poco mejor.

– No le he dicho nada a Niklas Eriksson.

– Yo me ocupo de él. Se unirá al grupo de Curt Svensson. ¿Has visto a Hans Faste?

– No. Salió nada más acabar la reunión.

Bublanski suspiró.


Mikael Blomkvist volvió del Södersjukhuset a eso de las ocho de la mañana. Tenía mucho sueño atrasado y, esa misma tarde, debía estar fresco para reunirse con Gunnar Björck en Smådalaro. Se desnudó, puso el despertador a las diez y media y disfrutó de más de dos horas de sueño reparador. Se duchó, se afeitó y eligió una camisa limpia. Acababa de pasar Gullmarsplan, cuando Sonja Modig lo llamó al móvil para hablar con él. Mikael le comentó que tenía prisa y que no podían encontrarse. Ella le explicó el motivo de su llamada y él la remitió a Erika Berger.

Sonja Modig fue a la redacción de Millennium. Examinó a Erika Berger y constató que le caía bien esa mujer segura de sí misma, algo dominante, con hoyuelos y un corto flequillo rubio. Parecía una versión algo más mayor de Laura Palmer de «Twin Peaks». Se preguntó, aunque estaba fuera de lugar, si Berger también sería lesbiana ya que, según Faste, todas las mujeres de la investigación parecían tener esas preferencias sexuales, pero recordó que en alguna parte había leído que estaba casada con el artista Greger Backman. Erika escuchó sus peticiones en relación al contenido del disco duro de Dag Svensson y puso cara de preocupación.

– Hay un problema -dijo Erika Berger.

– Tú dirás -contestó Sonja Modig.

– No se trata de que no queramos que se resuelvan los asesinatos o nos neguemos a prestar ayuda a la policía. Os hemos entregado todo el material del ordenador de Dag Svensson. Es una cuestión ética. Los medios de comunicación y los policías no funcionan muy bien juntos.

– Eso ya me ha quedado más claro esta mañana, te lo aseguro -sonrió Sonja Modig.

– ¿Por qué lo dices?

– Por nada. Sólo era una reflexión personal.

– Ah, bueno. Para salvaguardar la credibilidad, los medios de comunicación tienen que mantener una distancia manifiesta con las autoridades. Los periodistas que aparecen cada dos por tres en comisaría y colaboran en las investigaciones oficiales acaban siendo los chicos de los recados de la policía.

– Sí, he conocido a unos cuantos -dijo Modig-. Pero, según tengo entendido, también se da lo contrario: hay policías que se convierten en los chicos de los recados de cierto sector de la prensa.

Erika Berger se rió.

– Tienes razón. Por desgracia, tengo que reconocer que en Millennium no podemos permitirnos ese tipo de periodismo a golpe de talonario. Así de sencillo. Y en esta ocasión no se trata de que tú quieras interrogar a alguno de los colaboradores de Millennium, algo a lo que nos prestamos sin rechistar, sino que estás haciendo una petición formal para que nosotros colaboremos de forma activa con la investigación policial poniendo a vuestra disposición nuestro material periodístico.

Sonja Modig asintió con la cabeza.

– Hay que tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, estamos hablando del asesinato de uno de nuestros colaboradores. Desde ese punto de vista, por supuesto que ayudaremos en todo lo que esté en nuestra mano, faltaría más. Pero el segundo aspecto es que hay cosas que no podemos compartir con la policía. Me refiero a nuestras fuentes.

– Puedo ser flexible, me comprometo a protegerlas. No tengo ningún interés en ellas.

– No se trata de si tus intenciones son sinceras o no, ni de nuestra confianza en ti, sino de que nosotros jamás revelamos una fuente, independientemente de las circunstancias.

– De acuerdo.

– A eso hay que añadirle que nosotros estamos llevando nuestra propia investigación, la cual debe ser considerada como un trabajo periodístico. Proporcionaremos información de los resultados a la policía cuando tengamos algo listo para publicar, pero no antes.

Erika Berger arrugó la frente y reflexionó un instante. Al final movió la cabeza, como dándose la razón.

– Bueno, también tengo que seguir siendo capaz de mirarme al espejo por las mañanas. Vamos a hacerlo de la siguiente manera. Puedes trabajar con nuestra colaboradora Malin Eriksson. Ella conoce a la perfección el material, será la responsable de establecer el límite. Su misión será guiarte por el libro de Dag Svensson, del que ya tenéis una copia. El objetivo es elaborar una lista de presuntos culpables.


Cuando cogió el tren de cercanías en Södra Station para ir a Södertälje, Irene Nesser no sabía nada de lo sucedido la noche anterior. Vestía un tres cuartos de cuero negro, pantalones oscuros y un recatado jersey de punto rojo. Llevaba unas gafas colocadas a modo de diadema en la cabeza.

Al llegar a Södertälje, caminó hasta la parada para coger el autobús que iba a Strängnäs. Al subir pidió un billete para Stallarholmen. Poco después de las once, se bajó al sur de Stallarholmen. Estaba en una parada desde donde no había ningún edificio a la vista. Visualizó el mapa en su cabeza. El lago Mälaren quedaba unos cuantos kilómetros al noreste. El campo estaba lleno de las típicas casas de vacaciones y unos cuantos chalés habitados todo el año. La vivienda del abogado Bjurman estaba situada en una zona de casas de recreo a casi tres kilómetros de la parada. Tomó un trago de agua de una botella de plástico y echó a andar. Llegó unos cuarenta y cinco minutos después.

Primero dio un paseo por el lugar examinando el vecindario. La casa de la derecha estaba a más de ciento cincuenta metros y no había nadie. A la izquierda, había un barranco. Dejó atrás dos casas de campo antes de llegar a una pequeña urbanización donde advirtió señales de vida; una ventana abierta y una radio encendida. Pero se encontraba a unos trescientos metros de la casa de Bjurman, de modo que podría trabajar relativamente tranquila.

Se había llevado las llaves que encontró en el piso de Bjurman. No tuvo problemas para abrir la puerta. La primera medida que tomó consistió en dejar abiertos los postigos de una ventana de la parte trasera de la casa, lo que le ofrecía una salida alternativa en caso de que surgiera algún percance en el porche. El problema potencial que visualizaba era que a algún policía se le ocurriera darse una vuelta por allí.

La casa de campo de Bjurman era una construcción antigua, compuesta por un cuarto de estar relativamente grande, un dormitorio y una pequeña cocina con agua corriente. Una rudimentaria letrina, sin instalación de agua ni luz situada al fondo del jardín, hacía las veces de cuarto de baño. Dedicó veinte minutos a registrar armarios, roperos y cómodas. No encontró ni un solo papel que pudiera tener algo que ver con Lisbeth Salander o con Zala.

Por último, salió al jardín y examinó el retrete y una leñera. Allí no había nada de valor ni ninguna documentación. El viaje había sido en vano.

Se sentó en el porche, bebió más agua y se comió una manzana.

Cuando fue a cerrar los postigos de la ventana, se detuvo en el vestíbulo y reparó en una escalera de aluminio de un metro de alto. Volvió a entrar en el cuarto de estar y examinó el techo revestido de madera. La trampilla que daba al desván, situada entre dos vigas, resultaba casi imperceptible. Cogió la escalera y la abrió. Encontró cinco carpetas de tamaño A4.


El gigante rubio estaba preocupado. Todo se había ido al garete y las desgracias se sucedían sin cesar.

Sandström había contactado con los hermanos Ranta. Estaba aterrorizado y les informó de que Dag Svensson preparaba un reportaje denunciándoles no sólo a ellos, sino también a él y sus asuntos con las putas. Hasta ahí las cosas no representaban ningún problema relevante. Que los medios de comunicación pusieran en evidencia a Sandström no era asunto suyo y los Ranta podían desaparecer durante un tiempo. De hecho, los hermanos habían cruzado el Báltico a bordo del Baltic Star y ahora estaban de vacaciones. No parecía probable que el escándalo acabara en los tribunales, pero en caso de que ocurriera lo peor, no sería la primera vez que pasaban por el trullo. Gajes del oficio.

Pero Lisbeth Salander había conseguido escapar de Magge Lundin. Ya de por sí, resultaba incomprensible; comparada con él, Salander era como una muñeca diminuta. Además, su única misión consistía en meter a Salander en un coche y trasladarla al almacén situado al sur de Nykvarn.

Luego, Sandström había recibido otra visita y, en aquella ocasión, Dag Svensson le preguntó por Zala. Eso hizo que las cosas adquirieran un cariz diferente. Entre el pánico de Bjurman y las pesquisas de Dag Svensson, se había creado una situación potencialmente peligrosa.

Un gánster aficionado es aquel que no está preparado para asumir las consecuencias. Bjurman pertenecía a esa categoría. El gigante rubio le había desaconsejado a Zala que contactara con el abogado, pero a éste le resultaba irresistible el nombre de Lisbeth Salander. Odiaba a Salander. Era algo totalmente irracional. Reaccionó como si alguien hubiera apretado un botón.

Fue pura casualidad que el gigante rubio estuviera en casa de Bjurman la noche que llamó Dag Svensson, el mismo maldito periodista que ya le había creado problemas a Sandström y a los hermanos Ranta. A raíz del intento fallido de secuestrar a Lisbeth Salander, el gigante había pasado a ver a Bjurman para tranquilizarlo o amenazarlo, según la necesidad. La llamada de Svensson desató un pánico violento en Bjurman; se empezó a comportar como un idiota y no atendía a razones. De repente, quería abandonar.

Para acabar de colmar el vaso, Bjurman había ido a por su pistola de vaquero y le amenazó. Estupefacto, el gigante rubio se quedó mirándole y luego le quitó el revólver. Llevaba guantes, así que, por lo que respectaba a las huellas dactilares, no había de qué preocuparse. En realidad, tras haber visto que Bjurman había perdido los papeles, no le quedaba alternativa.

Bjurman sabía de la existencia de Zala. Y eso era un lastre. No podía explicar por qué había obligado a Bjurman a quitarse la ropa. Simplemente lo detestaba y quiso dejárselo claro. Estuvo a punto de perder la concentración cuando vio el tatuaje de su estómago: «SOY UN SÁDICO CERDO, UN HIJO DE PUTA Y UN VIOLADOR».

Hubo un momento en el que Bjurman casi le dio pena. Era un completo idiota. Pero él trabajaba en un negocio en el que ese tipo de sentimientos no tenían cabida, ni se permitía que se interpusieran en la actividad operativa. De modo que lo condujo al dormitorio, le obligó a arrodillarse y disparó usando un cojín como silenciador.

Dedicó cinco minutos a registrar el piso de Bjurman en busca de cualquier vínculo con Zala. Lo único que encontró fue el número de su propio móvil. Por precaución, se llevó el teléfono de Bjurman.

El siguiente problema se llamaba Dag Svensson. Cuando hallaran muerto a Bjurman, Svensson se pondría en contacto con la policía y le contaría que habían matado al abogado unos pocos minutos después de que él lo llamara para preguntarle por Zala. No requería mucha imaginación darse cuenta de que si eso sucedía, Zala sería objeto de numerosas y amplias especulaciones.

El gigante rubio se consideraba a sí mismo listo, pero le tenía un enorme respeto a la inteligencia estratégica, más bien terrorífica, de Zala.

Llevaban más de doce años trabajando juntos. Había sido una década fructífera. El gigante rubio miraba a Zala con veneración, como a un mentor. Podía pasar horas y horas escuchándole hablar de la condición humana y sus debilidades, de cómo se podía sacar beneficio de ello.

Pero, de repente, sus negocios estaban en la cuerda floja. Las cosas habían empezado a ir mal.

Desde la casa de Bjurman fue directamente a Enskede y aparcó el Volvo blanco a dos manzanas. Por suerte para él, el portal no estaba cerrado. Subió y llamó a una puerta en la que se leía Svensson-Bergman.

No le dio tiempo a registrar el apartamento ni a llevarse ningún papel. Hizo dos disparos; en la casa también había una mujer. Después, cogió el ordenador portátil de Dag Svensson, que estaba sobre la mesa del salón, giró sobre sus talones y dejó el domicilio. Al salir a la calle, se metió en el coche y abandonó Enskede. El único error que cometió fue que al sostener en equilibrio el ordenador cuando intentó sacar las llaves del coche mientras estaba bajando, el arma se le cayó por las escaleras. Se detuvo una décima de segundo, pero el revólver había ido a parar a la escalera que conducía al sótano. Perdería demasiado tiempo si iba a buscarlo. Era consciente de que tenía un aspecto físico fácil de recordar; lo que apremiaba era desaparecer del lugar antes de que nadie lo viera.

Hasta que quedaron claras las implicaciones, la pérdida del revólver le costó más de una reprimenda por parte de Zala. Cuando la policía inició la persecución de Lisbeth Salander, no salían de su asombro. La pérdida del arma se había convertido en una casualidad increíblemente afortunada.

Aunque, por desgracia, a su vez creó un problema nuevo. Salander era el único eslabón débil que quedaba. Conocía a Bjurman y también a Zala. Era capaz de sumar dos más dos. Cuando Zala y él hablaron del asunto estuvieron de acuerdo. Tenían que encontrar a Salander y enterrarla en algún sitio. Sería perfecto que nunca la hallaran; al cabo de un tiempo, la investigación de los asesinatos sería archivada y empezaría a acumular polvo.

Habían pensado en Miriam Wu para que los condujera hasta Salander. Y, de repente, las cosas se torcieron otra vez. «Paolo Roberto.» De entre todas las personas. Surgido de la nada. Y, según los periódicos, encima era amigo de Lisbeth Salander.

El gigante rubio estaba anonadado.

Después de lo de Nykvarn se había dirigido a Svavelsjö, a casa de Magge Lundin, situada a tan sólo unos cuantos cientos de metros del cuartel general de Sva-velsjö MC. No era el mejor escondite, pero no contaba con muchas alternativas y debía encontrar un sitio en el que permanecer oculto hasta que los hematomas de la cara empezaran a desaparecer y pudiera abandonar discretamente la provincia de Estocolmo. Se palpó la rota nariz y se pasó la mano por el chichón que tenía en la nuca. La hinchazón había empezado a remitir.

Había hecho bien en regresar y pegarle fuego a todo; no había que dejar ningún rastro.

De pronto, se quedó frío como un témpano.

Bjurman. Lo había visto en una sola ocasión, durante escasos minutos, en la casa de campo que éste tenía a las afueras de Stallarholmen. Fue a principios de febrero, cuando Zala aceptó el encargo de ocuparse de Salander. Bjurman había estado hojeando una carpeta de Salander. ¿Cómo diablos se le había podido pasar? Esa carpeta lo podía conducir hasta Zala.

Bajó a la cocina y le ordenó a Magge Lundin que fuera urgentemente a Stallarholmen a provocar un nuevo incendio.


El inspector Bublanski dedicó la hora de la comida a intentar poner orden en esa investigación que, a sus ojos, se le estaba yendo de las manos. Pasó un buen rato con Curt Svensson y Sonny Bohman coordinando la caza de Lisbeth Salander. Habían llegado nuevos datos desde Gotemburgo y Norrköping, entre otros sitios. Descartaron las de Gotemburgo casi en el acto, pero la información de Norrköping prometía. Se comunicó a los colegas de la zona y organizaron una discreta vigilancia en una dirección donde había sido vista una chica con un aspecto similar al de Salander.

Intentó mantener una conversación diplomática con Hans Faste, pero éste ni estaba en jefatura ni atendía el móvil. Tras la accidentada reunión matutina, Faste se había marchado echando chispas.

Luego, en un intento de resolver el asunto de Sonja Modig, Bublanski se enfrentó al instructor del sumario Richard Ekström. Dedicó un buen rato a exponer argumentos objetivos por los que consideraba que la decisión de desvincularla de la investigación era descabellada. Ekström se negó a escucharlo, y Bublanski optó por dejar pasar el fin de semana antes de plantear nuevamente ese estúpido asunto. La relación entre el director de la investigación y el instructor del sumario empezaba a ser insostenible.

Pasadas las tres de la tarde, salió al pasillo y vio a Niklas Eriksson abandonando el despacho de Sonja Modig, donde había seguido trabajando en el contenido del disco duro de Dag Svensson. Una absurda actividad ya que ningún policía de verdad estaba a su lado para ayudarle y supervisar lo que pudiera pasar por alto.

Decidió transferir a Niklas Eriksson al grupo de Curt Svensson lo que restaba de semana.

Sin embargo, antes de que le diera tiempo a decir nada, Eriksson desapareció pasillo abajo, en dirección al cuarto de baño. Bublanski se frotó la nuca y se acercó hasta el despacho de Modig, donde esperó a que Eriksson regresara. A través de la puerta abierta contempló la silla vacía de Sonja Modig.

Luego, la mirada del inspector recayó en el móvil de Niklas Eriksson, que había olvidado en la estantería de detrás de su silla.

Bublanski dudó un segundo y echó un vistazo fugaz a la puerta del baño, aún cerrada. Acto seguido, presa de un impulso, entró en el despacho, se metió el móvil de Eriksson en el bolsillo y, sin perder un instante, se dirigió a su despacho. Cerró la puerta y comprobó la lista de llamadas realizadas.

A las 9.57, cinco minutos después de la polémica reunión, Niklas Eriksson había llamado a un número que empezaba por 070. Bublanski levantó el auricular del teléfono fijo de su mesa y lo marcó. Al otro lado, respondió el periodista Tony Scala.

Colgó y se quedó mirando fijamente el móvil de Eriksson. A continuación, se levantó enfurecido. Apenas había dado dos pasos hacia la puerta, cuando sonó el teléfono de su mesa. Retrocedió y contestó la llamada con un grito.

– Soy Jerker. Sigo en el almacén.

– Vale.

– El fuego ya está apagado. Llevamos dos horas examinando los alrededores. La policía de Södertälje ha traído un perro rastreador para olfatear la zona, por si había algún cadáver entre los escombros.

– Negativo. Pero hace un rato, paramos unos minutos para que el perro descansara el olfato. Su adiestrador dice que es necesario, porque en los incendios siempre hay olores muy intensos.

– Al grano.

– Fue a dar un paseo y soltó al perro en un sitio apartado. El chucho detectó un cadáver en el bosque, a unos setenta y cinco metros del almacén. Hemos cavado el lugar y, hace diez minutos, hemos sacado una pierna humana con el zapato todavía puesto. Parece que pertenece a un hombre. Los restos no estaban enterrados a mucha profundidad.

– Joder, Jerker, tienes que…

– Ya he asumido el mando y he interrumpido la excavación. Quiero traer a los forenses y a especialistas de verdad antes de continuar.

– Buen trabajo, Jerker.

– Eso no es todo. Hace cinco minutos, el perro ha marcado otro lugar, a unos ochenta metros del primero.


Lisbeth Salander preparó café en la cocina de Bjurman, se comió otra manzana y pasó dos horas leyendo, página a página, la documentación que el abogado poseía sobre ella. Estaba impresionada. Bjurman le había dedicado un esfuerzo ingente a la tarea; había sistematizado toda la información como si se tratara de un apasionante hobby. Había hallado material sobre su persona del que ni la propia Lisbeth tenía constancia.

Con sentimientos encontrados, leyó el diario de Holger Palmgren. Eran dos cuadernos negros. Había empezado a llevar un diario sobre Lisbeth cuando ella tenía quince años y se escapó de su segunda familia de acogida, una pareja mayor de Sigtuna. Él era sociólogo y ella escritora de libros infantiles. Permaneció con ellos doce días. A Lisbeth le dio la impresión de que se compadecían de ella y se sentían inmensamente orgullosos de poder contribuir a la sociedad. Parecía que, a cambio, esperaban de ella una profunda gratitud. El colmo fue cuando su madre de acogida -más que temporal- se dio un exceso de importancia explayándose ante una vecina sobre lo esencial que era que alguien se ocupara de los jóvenes con problemas. Cada vez que su madre de acogida la exhibía ante sus amigas, Lisbeth quería gritar: «¡No soy un puto proyecto social!». El duodécimo día, robó cien coronas del bote para los gastos de la compra y cogió el autobús hasta Upplands-Väsby. Desde allí, tomó un tren de cercanías que la llevó hasta la estación central. La policía la encontró seis semanas más tarde viviendo con un señor de sesenta y siete años en Haninge.

Ese tío fue bastante legal. Le ofreció alojamiento y comida. Ella no había tenido que hacer gran cosa a cambio: él sólo quería mirarla desnuda. Nunca la tocó. Ella sabía que, por definición, debía ser considerado pedófilo, pero nunca se sintió amenazada. Lo veía como una persona introvertida y socialmente discapacitada. A posteriori, incluso llegó a experimentar una extraña sensación de parentesco al pensar en él. Los dos vivían completamente al margen de la sociedad.

Al final, un vecino reparó en ella y avisó a la policía. Un asistente social invirtió grandes esfuerzos para convencerla de que denunciara al hombre por abusos sexuales. Ella se negó obstinadamente a reconocer que algo inadecuado hubiese tenido lugar y, en cualquier caso, ella tenía quince años, la edad legal. Fuck you. Luego, Holger Palmgren intervino y la sacó de allí con acuse de recibo.

Palmgren había empezado a escribir un diario sobre ella con algo que parecía un frustrado intento de aclarar sus propias dudas. La primera entrada databa de diciembre de 1993.

A medida que pasa el tiempo, me parece que L. es la criatura más ingobernable con la que he lidiado jamás. Me pregunto si hago bien oponiéndome a que vuelvan a ingresarla en Sankt Stefan. Ha huido de dos familias de acogida en tres meses. Con esas fugas corre un riesgo de acabar mal. Pronto deberé decidir si renunciar al cometido y exigir que sea atendida por expertos de verdad. No sé lo que está bien ni lo que está mal. Hoy he hablado seriamente con ella.

Lisbeth se acordaba de cada palabra pronunciada durante esa conversación. Fue el día anterior a Nochebuena. Holger Palmgren se la llevó a su casa y la alojó en el cuarto de invitados. Había preparado espaguetis a la boloñesa. Después de la cena, la sentó en el sofá del salón, frente a él. Ella se preguntó sin mucho interés si Palmgren también la querría ver desnuda. En cambio, habló con ella como si se dirigiera a un adulto.

Fue un monólogo de dos horas; ella apenas intervino. Le explicó la realidad de la vida, que en su caso consistía en elegir entre volver a Sankt Stefan o vivir con una familia de acogida. Le prometió que iba a intentar encontrarle una familia medianamente aceptable, y le exigió que se conformara con su elección. Lisbeth pasaría la Navidad con él para que tuviera tiempo de reflexionar sobre su futuro. La elección era suya, pero él quería una clara respuesta y un compromiso por su parte, el día después de Navidad, como muy tarde. Tendría que prometer que, si surgían problemas, se dirigiría a él en vez de escapar. Luego la envió a la cama y, al parecer, se sentó a redactar las primeras líneas de su diario personal sobre Lisbeth Salander.

La amenaza, la alternativa de ser llevada a Sankt Stefan después de Navidad, la asustó más de lo que Floiger Palmgren podía sospechar. Pasó las fiestas angustiada, vigilando con desconfianza cada movimiento de Palmgren. El día después de Navidad seguía sin haberla tocado y tampoco dio señales de querer mirarla a hurtadillas. Todo lo contrario, se irritó in extremis cuando ella lo provocó paseándose desnuda del cuarto de invitados al baño. Él cerró la puerta dando un fuerte portazo. Finalmente, ella accedió y se comprometió a cumplir sus exigencias. Y había mantenido su palabra. Bueno, más o menos.

En su diario, Palmgren dejaba constancia de cada reunión que tenía con ella. Unas veces con tres líneas y otras llenando varias páginas enteras con sus reflexiones. Al leer algunos pasajes, Lisbeth se quedó estupefacta. Palmgren era más perspicaz de lo que Lisbeth se imaginaba. En ocasiones, había anotado los pormenores de las tretas con las que ella intentaba engañarle y cómo él anticipaba sus intenciones.

A continuación, abrió el informe de la investigación policial de 1991.

De repente, las piezas del puzle encajaron. Fue como si la tierra empezara a moverse bajo sus pies.

Leyó el informe del médico forense, redactado por un tal Jesper H. Löderman, donde un cierto doctor Peter Teleborian constituía una de las referencias más importantes. Años más tarde, Löderman sería el as que el fiscal se sacó de la manga cuando intentó ingresar a Lisbeth en una institución al cumplir los dieciocho años.

Luego encontró un sobre con la correspondencia de Peter Teleborian y Gunnar Björck. Las cartas databan del año 1991, poco después de que ocurriera Todo Lo Malo.

En ellas no se decía nada de forma explícita, pero, de pronto, una trampilla se abrió bajo los pies de Lisbeth Salader. Le llevó unos minutos entender las implicaciones. Gunnar Björck se refería a lo que, sin duda, debió de ser una conversación. Estaba formulado de forma impecable, pero lo que Björck venía a decir era que lo mejor para todos sería que Lisbeth Salander pasara el resto de su vida encerrada en un manicomio.

Es de suma importancia que la criatura se distancie de su situación actual. No estoy capacitado para evaluar su estado psíquico ni sus necesidades de tratamiento, no obstante, cuanto más tiempo se le pueda ofrecer asistencia institucional, menos riesgo habrá de que, involuntariamente, cree problemas en el caso que nos ocupa.

«El caso que nos ocupa.»

Lisbeth Salander saboreó un instante la expresión. Peter Teleborian era el responsable del tratamiento al que fue sometida en Sankt Stefan. No había sido una casualidad. Por el tono personal de la correspondencia, se dio cuenta de que se trataba de cartas destinadas a no ver nunca la luz.

Peter Teleborian había conocido a Gunnar Björck.

Mientras reflexionaba, Lisbeth Salander se mordió el labio inferior. Nunca había investigado el pasado de Teleborian, pero sabía que él empezó su carrera en medicina forense y que la Säpo a veces también tenía necesidad de consultar a médicos o psiquiatras forenses en sus casos. De repente, comprendió que si se pusiera a indagar, encontraría un vínculo. En algún momento del inicio de su carrera profesional, su camino se había cruzado con el de Björck. Cuando éste necesitó a alguien que pudiera enterrar en vida a Lisbeth Salander, se dirigió a Teleborian.

Fue así como ocurrió. Lo que antes parecía puro azar adquirió de repente una dimensión diferente.

Permaneció quieta largo rato mirando al vacío. No hay inocentes; sólo distintos grados de responsabilidad. Y alguien era responsable de Lisbeth Salander. Definitivamente, se vería obligada a realizar una visita a Smadalarö. Suponía que nadie más en el corrupto aparato estatal de justicia querría tratar el tema con ella, de modo que, a falta de alguien mejor, tendría que conformarse con mantener una conversación con Gunnar Björck.

Estaba ansiosa por hablar con él.

No hacía falta que se llevara todas las carpetas consigo. Ya las había leído y quedarían grabadas en su memoria para siempre. Cogió los dos cuadernos de Holger Palmgren, el informe de la investigación policial de 1991, el del examen psiquiátrico forense de 1996, cuando fue declarada incapacitada, y la correspondencia de Peter Teleborian y Gunnar Björck. Con eso, la mochila ya estaba llena.

Cerró la puerta. Aún no había echado la llave, cuando oyó el ruido de unas motos acercándose. Miró a su alrededor. Ya era tarde para intentar esconderse. Sabía que no tenía la más mínima oportunidad de escapar corriendo de dos moteros montados en sendas Harley-Davidson. Bajó del porche en actitud defensiva y fue a su encuentro hasta la mitad del patio.


Bublanski recorrió el pasillo hecho una furia y comprobó que Eriksson no había vuelto todavía al despacho de Sonja Modig. El cuarto de baño estaba vacío. Continuó su recorrido y, de repente, lo descubrió en el despacho de Curt Svensson y Sonny Bohman, con un vaso de plástico de la máquina de café en la mano.

Bublanski se dio media vuelta en la misma puerta, sin ser visto, y subió la escalera que conducía al despacho del fiscal Ekström. Sin llamar, abrió la puerta de un tirón e interrumpió una conversación telefónica.

– Ven -le espetó.

– ¿Qué? -dijo Ekström.

– Cuelga y ven.

El rostro de Bublanski no dejaba margen a no obedecer. En esa situación, resultaba fácil imaginar por qué los compañeros le habían apodado agente Burbuja. Su cara parecía un globo de color rojo. Bajaron al despacho de Curt Svensson para unirse a la distendida reunión que estaba teniendo lugar allí en torno a un café. Bublanski se acercó a Eriksson, lo agarró del pelo y lo giró hacia Ekström.

– ¡Ay! ¿Qué coño haces? ¿Estás loco?

– ¡Bublanski! -gritó Ekström horrorizado.

Ekström parecía asustado. Curt Svensson y Sonny Bohman se quedaron boquiabiertos.

– ¿Es tuyo? -preguntó Bublanski, levantando un Sony Ericsson.

– ¡Suéltame!

– ¿Es éste tu móvil?

– Sí, joder. Que me sueltes.

– Ni hablar. Quedas detenido.

– ¿Qué?

– Estás detenido por violar el secreto profesional y por haber obstaculizado una investigación policial. O quizá quieras darnos una explicación lógica de por qué esta mañana, a las 09.57, según la lista de llamadas realizadas, telefoneaste a un periodista llamado Tony Scala inmediatamente después de la reunión y poco antes de que éste publicara una información que acabábamos de decidir que se mantuviera en secreto.


Magge Lundin no daba crédito a lo que veían sus ojos. Lisbeth Salander estaba en el patio de la casa de campo de Bjurman. Había estudiado el mapa y el gigante rubio le había hecho una detallada descripción de la ruta. Antes de ir a Stallarholmen para provocar un incendio, tal y como le habían ordenado, se pasó por el club -esa imprenta abandonada de las afueras de Svavelsjö- y se llevó a Sonny Nieminen consigo. Hacía buen tiempo, perfecto para sacar las motos por primera vez desde el invierno. Se enfundaron sus prendas de cuero y recorrieron sin prisa el trayecto que hay entre Svavelsjö y Stallarholmen.

Y allí estaba Lisbeth Salander esperándolos.

Una bonificación que dejaría mudo al rubio cabrón.

Cada uno se le acercó por un lado y se detuvo a unos dos metros de distancia. Cuando apagaron los motores, se hizo el silencio en el bosque. Magge Lundin no sabía muy bien qué decir. Al final, recuperó el habla.

– ¡Mira tú por dónde! Llevamos días buscándote, ¿sabes, Salander?

De repente sonrió. Lisbeth Salander contempló a Lundin con los ojos carentes de expresión. Notó que la herida de la mandíbula -donde ella le había dado con el llavero- todavía le estaba cicatrizando. La tenía en carne viva. Levantó la vista y contempló las copas de los árboles que se hallaban por encima de su cabeza. Luego volvió a bajar la mirada. Tenía los ojos de un inquietante negro azabache.

– He tenido una semana asquerosa y estoy de un humor de perros. ¿Y sabes qué es lo peor? Cada vez que me doy la vuelta me encuentro con algún puto saco de mierda y grasa que se me pone chulo. Ahora pienso largarme de aquí. Quítate de en medio.

Magge Lundin se quedó boquiabierto. Al principio, pensó que no la había oído bien. Luego, involuntariamente, se echó a reír. La situación era para partirse de la risa. Una tía raquítica, que cabía en el bolsillo de su chupa, les plantaba cara a dos tíos hechos y derechos cuyos chalecos daban fe de su pertenencia a Svavelsjö MC. Lo que significaba que eran los más malos de todos los malos y, además, pronto serían miembros de pleno derecho de los Angeles del Infierno. Podían desmontarla y meterla en una caja de galletas. Y allí estaba ella, toda chula.

Pero, aunque la tía estuviese loca de atar -cosa que, sin duda, era el caso, según los periódicos y lo que acababan de ver en ese patio-, sus chalecos deberían infundirle respeto. Algo que ella no mostró en absoluto Eso no se podía tolerar, por muy tronchante que le resultara la situación. Miró de reojo a Sonny Nieminen.

– Creo que la bollera necesita una buena polla -dijo para, acto seguido, bajarse de la moto. Con cautela dio dos pasos hacia Lisbeth Salander y la observó desde arriba. Ella ni se inmutó. Magge Lundin negó con la cabeza y suspiró tristemente. Luego, soltó un revés con la misma potencia que Mikael Blomkvist tuvo ocasión de comprobar en el altercado de Lundagatan

Golpeó al aire. En el mismo instante en el que la mano iba a impactar en su cara, ella dio un único paso hacia atrás y permaneció quieta justo fuera del alcance de Lundin.

Sonny Nieminen estaba apoyado sobre el manillar de su Harley mientras miraba entretenido a su compañero. Lundin enrojeció y avanzó rápidamente hacia ella Lisbeth volvió a retroceder. Lundin aumentó la velocidad.

De repente, Lisbeth se paró en seco y le vació la mitad del bote de gas lacrimógeno en la cara. Sus ojos ardieron como el fuego. Lisbeth disparó la punta de una bota con toda su fuerza y, al llegar a la entrepierna, se transformó en energía cinética, con una presión de aproximadamente ciento veinte kilopondios por centímetro cuadrado. Magge Lundin, sin respiración, cayó de rodillas y fue a parar a una altura mucho más cómoda para Lisbeth Salander. Ella tomó impulso y le dio otra patada en la cara, como si hubiese efectuado un saque de esquina en un partido de fútbol. Antes de que Magge Lundin se desplomará en redondo como un saco de patatas, se oyó un horrible crujido.

A Sonny Nieminen le llevó unos segundos darse cuenta de que acababa de pasar algo absurdo delante de sus ojos. No atinó al querer ponerle el pie a su Harley Davidson y tuvo que bajar la vista. Luego, optó por jugar sobre seguro y empezó a buscar la pistola que llevaba en un bolsillo interior de la chupa. Cuando se disponía a abrir la cremallera, percibió un movimiento por el rabillo del ojo.

Al alzar la mirada, vio cómo Lisbeth Salander se abalanzaba sobre él como la bala de un cañón. Ella saltó con los pies juntos y le dio con todas sus ganas en la cadera, lo que no resultaba suficiente para hacerle daño, pero sí para volcarlos a él y a su Harley. Él consiguió, por los pelos, que no quedara atrapada la pierna bajo la moto. Retrocedió tambaleándose unos cuantos pasos antes de recuperar el equilibrio.

Cuando ella volvió a entrar en su campo de visión, Sonny se percató de que el brazo de Lisbeth se movió y de que una piedra del tamaño de un puño surcaba el aire. La esquivó instintivamente, aunque pasó a muy pocos centímetros de su cabeza.

Por fin consiguió sacar la pistola e intentó quitarle el seguro; sin embargo, cuando levantó la vista por tercera vez, Lisbeth Salander ya estaba junto a él. Vio el mal en sus ojos y, por primera vez, sintió, estupefacto, miedo.

– Buenas noches -dijo Lisbeth Salander.

Apretó la pistola eléctrica contra la entrepierna de Nieminen y le descargó setenta y cinco mil voltios, manteniendo el contacto de los electrodos con su cuerpo durante al menos veinte segundos. Sonny Nieminen se convirtió en un apático vegetal.

Lisbeth percibió un ruido detrás, se dio la vuelta y observó a Magge Lundin. Acababa de conseguir, con mucho esfuerzo, ponerse de rodillas y estaba a punto de levantarse. Lisbeth lo miró con las cejas arqueadas; Lundin iba a tientas a través de la ardiente niebla del gas lacrimógeno.

– ¡Te voy a matar! -gritó de repente.

Farfullaba y caminaba a ciegas intentando encontrar a Lisbeth Salander. Ella ladeó la cabeza y se quedó contemplándole pensativa. Luego, volvió a vociferar.

– ¡Maldita puta!

Lisbeth Salander se agachó, recogió la pistola de Sonny Nieminen y comprobó que se trataba de una P-83 Wanad polaca.

Abrió el cargador y comprobó si el calibre de la munición era, como cabía esperar, 9 milímetros. Makarov. Acto seguido, alimentó el cañón con una bala. Luego, pasó por encima de Sonny Nieminen y se acercó a Magge Lundin. Apuntó sosteniendo el arma con ambas manos y le disparó en el pie. Aulló al recibir el impacto y volvió a desplomarse.

Lisbeth contempló a Magge Lundin y se preguntó si debería tomarse la molestia de interrogarle sobre la identidad del gigante rubio con el que le había visto en Blombergs Kafé y que, según el periodista Per-Åke Sandström, había matado, junto con Magge Lundin, a una persona en un almacén. «Mmm. Quizá debería haberlo hecho antes de disparar.»

Por una parte, Magge Lundin no parecía estar en disposición de mantener una conversación inteligible; por otra, era posible que alguien hubiera oído el tiro. De modo que debía abandonar la zona cuanto antes. Siempre podría localizar a Magge Lundin y hacerle esas preguntas en otra ocasión. Le puso el seguro al arma, se la metió en el bolsillo de la cazadora y recogió la mochila.

No había recorrido ni diez metros de camino cuando se detuvo y se dio media vuelta. Regresó lentamente estudiando la moto de Magge Lundin.

– ¡Una Harley-Davidson! -exclamó-. ¡Qué guay!

Capítulo 27 Miércoles, 6 de abril

Hacía un tiempo primaveral cuando Mikael se puso al volante del coche de Erika Berger y se dirigió hacia el sur por la carretera de Nynäs. Se intuía un ligero tono verde en los campos y el sol comenzaba a calentar de verdad. Hacía un tiempo perfecto para olvidar los problemas, escaparse unos días a Sandhamn y disfrutar de tranquilidad.

Sin embargo, había quedado con Gunnar Björck a la una, pero todavía era muy pronto, así que paró en Dalarö para tomar café y leer la prensa. No había preparado la reunión. Gunnar Björck le ocultaba algo y Mikael estaba decidido a no dejar Smadalarö hasta que no obtuviera algún dato sobre Zala que le permitiera avanzar en sus pesquisas.

Gunnar Björck salió al patio delantero de la casa para recibirlo. Se le veía más chulo y más seguro de sí mismo que hacía dos días. «¿Qué tipo de jugada estás tramando?» Mikael no le estrechó la mano.

– Puedo darle información sobre Zala -dijo Gunnar Björck-. Pero con condiciones.

– Usted dirá.

– Que no se me mencione en el reportaje de Millennium.

– De acuerdo.

Gunnar Björck pareció sorprenderse. Blomkvist había aceptado sin discusión el punto sobre el cual él había previsto una larga batalla. Era su única carta; lo que sabía sobre los asesinatos a cambio de anonimato. Y Blomkvist había accedido, sin más, a sacrificar lo que sin duda habría sido un gran titular para la revista.

– Estoy hablando en serio -dijo Björck desconfiado-. Lo quiero por escrito.

– Se lo doy por escrito si quiere, pero un papel así no vale una mierda. Ha cometido delitos de los que estoy al tanto y que, en la práctica, tengo la obligación de denunciar. Posee la información que yo quiero y se aprovecha de su posición para comprar mi silencio. He reflexionado sobre el tema y acepto. Le hago un favor dándole mi palabra de no mencionar su nombre en Millennium. O se fía de mí o no se fía.

Björck caviló.

– Yo también tengo condiciones -añadió Mikael-. El precio de mi silencio es que me cuente todo lo que sepa. Si descubro que me oculta algo, nuestro acuerdo quedará invalidado. Y, entonces, le sacaré en las portadas de todos los periódicos de Suecia, tal y como hice con Wennerström.

Björck sintió escalofríos al pensarlo.

– De acuerdo -respondió-. No tengo elección. Usted me promete que mi nombre no se mencionará en Millennium y yo le digo quién es Zala. Y quiero que se me proteja como fuente.

Le tendió la mano. Mikael se la estrechó. Acababa de comprometerse a contribuir a ocultar un delito, algo que, sin embargo, no le preocupaba lo más mínimo. Sólo había prometido que ni él ni la revista Millennium escribirían nada sobre Björck. Dag Svensson ya había dado cuenta de toda la historia de Björck en su libro. Y el libro de Dag Svensson se iba a publicar. Mikael velaría sin descanso para que así fuera.


La policía de Strängnäs recibió el aviso a las 15.18h. Llegó directamente a la centralita de la policía, no a través del teléfono de emergencias. El propietario de una casa de campo situada al este de Stallarholmen, que respondía al nombre de Oberg, declaró que había escuchado un disparo y que acudió al lugar para ver qué pasaba. Encontró a dos hombres heridos de gravedad. Bueno, uno de los individuos tal vez no tanto, pero sí sufría intensos dolores. Añadió que el propietario de la casa se llamaba Nils Bjurman. O sea, el difunto abogado del que tanto se había escrito en la prensa.

Esa mañana, la policía de Strängnäs había estado muy atareada efectuando un amplio control del tráfico, programado de antemano, en las carreteras del municipio. Se interrumpió por la tarde, cuando recibieron el aviso de que un hombre le había quitado la vida a su pareja, una mujer de cincuenta y siete años, en el domicilio que ambos compartían en Finninge. Casi al mismo tiempo, en Storgärdet, se declaró un incendio que se cobró una víctima mortal y, como guinda del pastel, dos coches colisionaron frontalmente en la carretera de Enköping, a la altura de Vargholmen. Los avisos se sucedieron en el transcurso de unos pocos minutos y, por ese motivo, casi todos los efectivos policiales de Strängnäs se hallaban ocupados.

Sin embargo, la oficial de guardia había seguido el curso de los acontecimientos sucedidos en Nykvarn esa misma mañana y supuso que tal vez tuvieran algo que ver con la sospechosa en búsqueda y captura, Lisbeth Salander. Como Nils Bjurman figuraba en esa investigación, no le costó sumar dos más dos. Tomó tres medidas. En un día como aquél, accidentado, envió a Stallarholmen al único vehículo disponible en Strängnäs. Llamó a los colegas de Södertälje y pidió refuerzos. Sin embargo, la policía de Södertälje estaba igual de saturada, porque una gran parte de sus recursos se había concentrado en llevar a cabo las excavaciones en las inmediaciones de un almacén que se había incendiado al sur de Nykvarn, pero la posible conexión entre Nykvarn y Stallarholmen indujo al oficial de guardia de Södertälje a mandar dos coches patrulla hasta Stallarholmen para prestar asistencia al furgón de Strängnäs. Por último, la oficial de guardia de Strängnäs cogió el teléfono para llamar al inspector Jan Bublanski de Estocolmo. Lo localizó en el móvil.

En ese momento, Bublanski se encontraba en Milton Security deliberando seriamente con el director ejecutivo Dragan Armanskij y los dos colaboradores, Fräklund y Bohman. Niklas Eriksson estaba ausente.

Bublanski ordenó a Curt Svensson que acudiera de inmediato a la casa de campo de Bjurman y que se llevara a Hans Faste con él, en el caso de que pudiera encontrarlo. Tras un instante de reflexión también llamó a Jerker Holmberg, quien todavía se hallaba al sur de Nykvarn, bastante más cerca del lugar de los hechos. Además, Holmberg tenía noticias.

– Estaba a punto de llamarte. Acabamos de identificar al cadáver enterrado.

– No es posible. ¿Tan rápido?

– Todo es posible cuando los muertos tienen la gentileza de llevar cartera y carné de identidad plastificado.

– Vale. ¿De quién se trata?

– De un conocido. Kenneth Gustafsson, cuarenta y cuatro años, natural de Eskilstuna. Alias el Vagabundo. ¿Te suena?

– Hombre, ya lo creo. Anda, así que el Vagabundo está enterrado en Nykvarn. He perdido un poco el control de la chusma de la plaza de Sergei pero, si no recuerdo mal, fue un tipo bastante destacado en los años noventa, formaba parte de aquella clientela de camellos, ladrones y toxicómanos.

– El mismo. Por lo menos es su carné. La identificación definitiva tendrá que hacerla el forense. Va a ser como hacer un puzle; está cortado en, al menos, cinco o seis trozos.

– Mmm. Paolo Roberto nos contó que el rubio con el que se peleó amenazó a Miriam Wu con una motosierra.

– Sí, el descuartizamiento se podría haber realizado con una motosierra, aunque no lo he visto muy de cerca. Acabamos de empezar la excavación del segundo hallazgo. Están montando la tienda.

– Muy bien. Jerker, sé que ha sido un día muy largo, pero ¿puedes quedarte esta tarde?

– Vale. Empezaré dando una vuelta por Stallarholmen.

Bublanski terminó la llamada y se frotó los ojos.


El furgón de Strängnäs llegó a la casa de campo de Bjurman a las 15.44 horas. En el camino de acceso chocaron, literalmente, con un individuo que intentaba alejarse del lugar montado en una Harley-Davidson que se empotró de frente contra el vehículo de la policía. Fue una colisión sin mayores consecuencias. Los agentes se bajaron e identificaron a Sonny Nieminen, de treinta y siete años y conocido homicida de mediados de los años noventa. Nieminen daba la impresión de no encontrarse en muy buen estado cuando fue esposado. Al colocarle las esposas los agentes descubrieron, estupefactos, que la parte trasera de su chupa de cuero estaba rota; justo en el centro le faltaba una pieza cuadrada de unos veinte por veinte centímetros. Tenía un aspecto bastante peculiar. Sonny Nieminen declinó comentar el asunto.

Luego, recorrieron alrededor de doscientos metros hasta alcanzar la casa. Allí estaba Oberg -un obrero portuario ya jubilado- poniéndole una venda en el pie a un tal Carl-Magnus Lundin, de treinta y seis años y president de una banda de gánsteres, no del todo desconocida, llamada Svavelsjö MC.

El oficial al mando del furgón era el subinspector Nils-Henrik Johansson. Descendió del vehículo, se ajustó el cinturón, contempló el lamentable estado de la persona que yacía en tierra y pronunció la típica frase de la policía.

– ¿Qué está pasando aquí?

El obrero portuario jubilado dejó de vendar el pie de Magge Lundin y miró lacónicamente a Johansson.

– Yo soy quien ha llamado.

– Ha alertado sobre un disparo.

– He oído un tiro, me he acercado para ver qué pasaba y me he encontrado con estos tipos. A éste le han disparado en el pie y ha recibido una buena paliza. Creo que necesita una ambulancia.

De reojo, Oberg echó una mirada al furgón.

– Veo que habéis dado con el otro canalla. Estaba tumbado fuera de juego cuando llegué, pero luego se recuperó y no quiso quedarse.


Jerker Holmberg llegó con los policías de Södertälje en el mismo instante en que la ambulancia abandonaba la escena. Los agentes del furgón le informaron brevemente de sus observaciones. Ni Lundin ni Nieminen habían querido explicar el motivo de su presencia en el lugar. A decir verdad, Lundin no estaba en condiciones de articular palabra.

– O sea, dos moteros con ropa de cuero, una Harley-Davidson, una persona herida de un disparo, pero ni una sola arma. ¿Lo he entendido bien? -preguntó Holmberg.

El oficial que estaba al mando del furgón asintió con la cabeza. Holmberg reflexionó un instante.

– No creo que uno de los tipos haya llegado aquí montado en el sillín trasero de la moto del otro.

– Yo diría que eso se consideraría poco masculino en sus círculos -comentó Johansson.

– Entonces falta una moto. Y como el arma tampoco está, podemos sacar la conclusión de que una tercera persona ya se ha dado a la fuga.

– Parece lo lógico.

– Pero nos deja con un problema de logística. Si estos dos caballeros de Svavelsjo llegaron cada uno en una moto entonces falta el vehículo en el que llegó la tercera persona. Porque es imposible que abandonara el lugar conduciendo a la vez su propio vehículo y una moto. Además hay un buen trecho para venir andando desde la carretera.

– A no ser que esa tercera persona viviera en la casa.

– Mmm -murmuró Jerker Holmberg-. Pero el propietario de la casa es el difunto letrado Bjurman. quien, evidentemente, ya no vive aquí.

– Es posible que hubiera una cuarta persona y que se fuera en coche.

– Pero, en ese caso, ¿por qué no se han ido juntos?: Doy por descontado que esta historia no va del robo de una moto Harley-Davídson, por muy atractivas que sean.

Reflexionó un instante y, después, les pidió a dos agentes del furgón que buscaran un vehículo abandonado en alguna carretera comarcal de las inmediaciones y que recorrieran las casas de la zona y preguntaran si alguien había visto algo fuera de lo corriente.

– En esta época del año no hay mucha gente por aquí -dijo el oficial al mando del furgón, y se comprometió a hacerlo lo mejor que pudieran.

A continuación, Holmberg abrió la puerta de la casa que había quedado cerrada sin llave. De inmediato, encontró sobre la mesa de la cocina el resto de carpetas que contenían la investigación que Bjurman había hecho sobre Lisbeth Salander. Atónito, se sentó y se puso a hojearlas.


Jerker Holmberg estaba de suerte Apenas treinta minutos después de haber iniciado la operación puerta a puerta entre las pocas casas habitadas en esa época, apareció Anna Viktoria Hansson, de setenta y dos años, quien había pasado ese día primaveral limpiando un jardín situado cerca del camino que daba acceso a la zona. Sí, tenía buena vista. Y sí, había visto a una chica baja y con una cazadora oscura que pasó andando más o menos a la hora del almuerzo. A eso de las tres, vio a dos hombres en moto. Hacían un ruido terrible. Poco después, la chica volvió a pasar en dirección contraria montada en una de esas motos. Luego llegó la policía.

Mientras informaban a Jerker Holmberg, Curt Svensson se personó en el lugar.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

Jerker Holmberg contempló sombríamente a su colega.

– No sé muy bien cómo explicarte esto -contestó Holmberg.


– Jerker, ¿pretendes que me crea que Lisbeth Salander apareció en la casa de Bjurman y que, ella solita, se cargó a la cúpula de Svavelsjö MC? -preguntó Bublanski por teléfono. Su voz sonaba tensa.

– Bueno, Paolo Roberto fue su entrenador…

– Jerker, cállate.

– Verás, Magnus Lundin tiene una herida en el pie producida por un disparo. Corre el riesgo de quedarse cojo para siempre. La bala le salió por la parte trasera del talón.

– Por lo menos no le pegó un tiro en la cabeza.

– No creo que hiciera falta. Por lo que me han comentado los del furgón, Lundin presenta graves lesiones en la cara, tiene la mandíbula rota y ha perdido dos dientes. Los de la ambulancia se temieron que también padeciera una conmoción cerebral. Aparte de la lesión en el pie, sufre de intensos dolores en el bajo vientre.

– ¿Y cómo está Nieminen?

– Parece ileso. Aunque según el vecino que dio el aviso, cuando él llegó al lugar estaba tumbado, inconsciente. No logró hablar con él, pero volvió en sí al cabo de un rato; estaba intentando marcharse cuando aparecieron los compañeros de Strängnäs.

Por primera vez en mucho tiempo, Bublanski se quedó sin palabras.

– Un detalle misterioso… -dijo Jerker Holmberg.

– ¿Qué más?

– No sé cómo explicarlo. La cazadora de cuero de Nieminen… Es que fue allí en moto.

– ¿Sí?

– Estaba rota.

– ¿Cómo que rota?

– Le falta un trozo. Le han cortado una pieza de aproximadamente veinte por veinte centímetros de la espalda. Justo donde Svavelsjö MC lleva su emblema.

Bublanski arqueó las cejas.

– ¿Por qué iba a querer Lisbeth Salander cortar un trozo de su chupa de cuero? ¿Un trofeo?

– No tengo ni idea. Aunque se me ha ocurrido una cosa -dijo Jerker Holmberg.

– ¿Qué?

– Magnus Lundin es rubio, tiene un buen barrigón y coleta. Uno de los individuos que secuestraron a Miriam Wu, la amiga de Salander, era rubio, tenía una tripa cervecera y llevaba coleta.


Lisbeth Salander no experimentaba una sensación tan vertiginosa desde que -hacía ya unos cuantos años- visitara Gröna Lund para montar en esa atracción llamada Caída libre. Montó tres veces y lo habría hecho tres más si no se le hubiera acabado el dinero.

Comprobó que una cosa era llevar una Kawasaki ligera de 125 centímetros cúbicos -en realidad, poco más que un ciclomotor trucado- y otra bien distinta pilotar una Harley-Davidson de 1.450 centímetros cúbicos. Los primeros trescientos metros, por el mal conservado camino forestal que conducía a la casa de Bjurman fueron una auténtica montaña rusa. Lisbeth se sintió como un giroscopio viviente. En dos ocasiones estuvo a punto de salirse y acabar en las profundidades del bosque; hasta el último instante no consiguió recuperar el control. Parecía que iba montada sobre un alce en estado de pánico.

Además, el casco se le bajaba sin cesar y le tapaba los ojos, a pesar de que lo había rellenado con un trozo de la chupa de Sonny Nieminen.

No se atrevió a parar para ajustado por miedo a no ser capaz de controlar el peso de la moto. Era demasiado baja y no llegaba bien al suelo; temía que la Harley se le volcara. Si eso ocurriese, no tendría fuerzas para volver a levantarla.

Todo fue mucho mejor tan pronto como salió al camino que daba acceso a la zona de casas de campo. Cuando, unos pocos minutos más tarde, enfiló la carretera de Strängnäs, se atrevió a soltar una mano del manillar para ajustarse el casco. Luego le metió gas. Recorrió en un tiempo récord la distancia que había hasta Södertälje con una sonrisa permanente en la boca. Poco antes de llegar, se cruzó con dos coches pintados que tenían las sirenas puestas.

Lo sensato habría sido deshacerse de la Harley-Davidson en Södertälje y dejar que Irene Nesser cogiera el tren de cercanías a Estocolmo, pero Lisbeth Salander no pudo resistir la tentación. Se incorporó a la E 4 y aceleró. Puso mucho cuidado en no exceder el límite de velocidad; bueno, mucho tampoco, y, aun así, le dio la sensación de estar en caída libre. Hasta que no se halló a la altura de Älvsjö no abandonó la autopista; allí, se dirigió hacia el recinto ferial y consiguió aparcar sin volcar la bestia. Un intenso sentimiento de pérdida la asaltó al abandonar la moto, junto con el casco y el trozo de cuero con el emblema de la chupa de Sonny Nieminen. Caminó hasta la estación de trenes de cercanías. Se había quedado helada con el paseo en moto. Se bajó en Södra Station, se fue andando a casa y se metió en la bañera.


– Su nombre es Alexander Zalachenko -dijo Gunnar Björck-. Aunque en realidad no existe. No lo hallarás en el padrón.

«Zala. Alexander Zalachenko. Por fin un nombre.»

– ¿Quién es y cómo puedo encontrarlo?

– No es una persona a la que uno desee encontrar.

– Créame, tengo muchas ganas de conocerlo.

– Lo que le voy a contar ahora es información confidencial. Si alguien se entera de que se la he dado, me procesarán. Se trata de uno de los secretos más importantes de la defensa nacional sueca. Ha de entender por qué resulta tan importante que garantice mi protección como fuente.

– Ya lo he hecho.

– Tiene edad suficiente como para recordar la guerra fría.

Mikael asintió con la cabeza. «Venga, al grano.»

– Alexander Zalachenko nació en 1940 en Stalingrado, en la antigua Unión Soviética. Cuando contaba un año de edad, se inició la operación Barbarroja y la ofensiva alemana del frente oriental. Los padres de Zalachenko fallecieron en la guerra; o eso es lo que él cree. Ni él mismo sabe lo que pasó. Su recuerdo más temprano es de un orfanato situado en los Urales.

Mikael asintió con la cabeza dando a entender que seguía la historia.

– El orfanato estaba ubicado en una plaza fuerte y lo financiaba el Ejército Rojo. Se podría decir que Zalachenko recibió una formación militar desde muy temprana edad. Estamos hablando de los años más cruentos del estalinismo. Tras la caída de la Unión Soviética han salido a la luz una serie de documentos que demuestran que, entre los niños huérfanos criados por el Estado, se realizaron distintos experimentos con el fin de crear un cuerpo de soldados de élite. Zalachenko era uno de esos niños.

Mikael volvió a asentir con la cabeza.

– Para resumir su larga biografía. A los cinco años, lo metieron en un colegio militar. Resultó ser muy inteligente. Con quince, en 1955, lo trasladaron a una escuela militar de Novosibirsk donde, en compañía de dos mil alumnos más y durante tres años, recibió una preparación similar a la de las spetsnaz, las tropas rusas de élite.

– De acuerdo, así que era un valiente soldado infantil.

– En 1958, cuando tenía dieciocho años, fue trasladado a Minsk y le destinaron a la formación especial del GRU. ¿Sabe qué era el GRU?

– Sí.

– Las siglas quieren decir, exactamente, Glavnoje razvedyvatelnoje upravlemje, o sea, el servicio de inteligencia militar subordinado al más alto mando militar del ejército. El GRU no debe confundirse con la KGB, que era la policía civil secreta.

– Ya lo sé.

– Por lo general, en las películas de James Bond los miembros de la KGB son retratados como espías importantes que prestan sus servicios en el extranjero. En realidad, la KGB era fundamentalmente el servicio de seguridad interior del régimen, que tenía campos de concentración en Siberia y mataba a los disidentes con un tiro en la nuca en el sótano de la cárcel de Lubyanka. Los responsables del espionaje y de las operaciones en el extranjero pertenecían, en la mayoría de los casos, al GRU.

– Esto se está convirtiendo en una lección de historia. Continúe.

– Cuando Alexander Zalachenko cumplió veinte años, recibió su primer destino en el extranjero, lo mandaron a Cuba. Se trataba de un período de formación y sólo ostentaba el grado de alférez. Pero permaneció allí durante dos años y vivió tanto la crisis de Cuba como la invasión de la bahía de Cochinos.

– Vale.

– Regresó en 1963 para continuar su formación en Minsk. Luego lo destinaron primero a Bulgaria y después a Hungría. En 1965 ascendió a teniente y tuvo su primer destino en la Europa occidental, concretamente en Roma, donde prestó sus servicios durante doce meses. Fue su primera misión under cover. O sea, identidad civil con pasaporte falso y sin ningún contacto con la embajada.

Mikael asintió con la cabeza. Muy a su pesar, la historia empezaba a fascinarle.

– En 1967 fue trasladado a Londres. Allí organizó la ejecución de un agente desertor de la KGB. Durante los siguientes diez años se convirtió en uno de los miembros más importantes del GRU. Perteneció a la verdadera élite de los soldados políticos más entregados; había sido entrenado desde su más tierna infancia. Habla con fluidez, como mínimo, seis idiomas. Se ha hecho pasar por periodista, fotógrafo, publicista, marinero… de todo. Era un artista de la supervivencia y un experto en camuflaje y maniobras de despiste. Disponía de sus propios agentes y organizaba o ejecutaba sus propias operaciones. Muchas de ellas eran misiones de asesinatos, y bastantes tenían lugar en el Tercer Mundo. Aunque también había chantajes, amenazas u otros asuntos que sus superiores querían ver materializados. En 1969 fue ascendido a capitán; en 1972 a comandante y, en 1975, a teniente coronel.

– ¿Y cómo acabó en Suecia?

– Ya llegaré a eso. A lo largo de los años se fue corrompiendo un poco y arañó dinero de aquí y de allá. Bebía bastante y se metió en demasiados líos de faldas. Sus superiores estaban al corriente de todo, pero seguía siendo uno de sus favoritos y se mostraron indulgentes con esas minucias. En 1976 le encargaron una misión en España. No hace falta que entremos en detalles, pero se emborrachó y metió la pata. Fracasó y, de la noche a la mañana, cayó en desgracia. Ordenaron su regreso a Rusia; sin embargo, él optó por hacer caso omiso de la orden y acabó en una situación aún peor. Entonces, el GRU contactó con Madrid y le encargó a un agregado militar de la embajada que lo localizara y le hiciera entrar en razón. Algo salió verdaderamente mal durante aquella conversación. Zalachenko mató al agregado. De buenas a primeras se quedó sin elección. Había quemado todas sus naves y se vio obligado a desertar sin dilación.

– De acuerdo, ¿y?

– Desertó a España y maquinó una historia que daba a entender que había tenido un accidente de barco en Portugal. También dejó una pista falsa que indicaba que había huido a Estados Unidos. En realidad, eligió refugiarse en el país europeo donde menos se podían imaginar. Vino a Suecia, se puso en contacto con la Säpo y solicitó asilo político. Algo que, de hecho, estuvo muy bien pensado, ya que la probabilidad de que un escuadrón de la muerte de la KGB o del GRU lo buscara aquí era casi inexistente.

Gunnar Björck se calló.

– ¿Qué va a hacer el gobierno si uno de los mejores espías de la Unión Soviética decide desertar de repente y buscar asilo político en Suecia? Eso ocurrió cuando la derecha acababa de llegar al poder; de hecho, se trataba de uno de los primeros asuntos que presentamos ante el recién nombrado primer ministro. Esos cobardes deseaban, claro está, deshacerse de él cuanto antes, pero devolverle a la Unión Soviética resultaba inviable, puesto que habría sido un escándalo político de enormes proporciones. En su lugar, intentaron mandarle a Estados Unidos o a Inglaterra, a lo que Zalachenko se negó. No le gustaba Estados Unidos y sabía que Inglaterra era uno de los lugares donde la Unión Soviética contaba con el mayor número de agentes del más alto nivel de los servicios de inteligencia. Tampoco quería ir a Israel, porque no le caían bien los judíos. Así que decidió instalarse en Suecia.

Todo parecía tan inverosímil que Mikael se preguntó si Gunnar Björck no le estaría tomando el pelo.

– ¿Y se quedó aquí?

– Exactamente.

– ¿Y eso nunca ha salido a la luz?

– Durante muchos años ha sido uno de los secretos militares mejor guardados de Suecia. Lo que pasaba era que sacábamos un enorme provecho de Zalachenko. Hubo una época, entre finales de los años setenta y principios de los ochenta, en que fue la joya de la corona de los desertores, incluso a nivel internacional. Nunca jamás había desertado un jefe operativo de uno de los comandos de élite del GRU.

– Y podría vender información…

– En efectivo. Jugó bien sus cartas y fue suministrando la información según le convino. Nos daba lo suficiente para que pudiéramos identificar a un agente en el cuartel general de la OTAN de Bruselas, a otro, esta vez ilegal, en Roma, así como al hombre de contacto de un círculo de espías en Berlín. Nos enteramos, igualmente, de los nombres de los asesinos a sueldo que él había contratado en Ankara o Atenas. No sabía gran cosa sobre Suecia pero, en cambio, poseía información sobre ciertas operaciones en el extranjero que nosotros, a su vez, podíamos administrar para obtener otros favores a cambio. Era una mina de oro.

– En otras palabras, empezaron a colaborar con él.

– Le dimos una nueva identidad. Nos limitamos a proporcionarle un pasaporte y algo de dinero; a partir de ahí, se las arregló solo. Estaba preparado precisamente para eso.

Mikael permaneció callado un rato asimilando todo aquello. Luego levantó la vista y miró a Björck.

– Me mintió la última vez que estuve aquí.

– ¿Sí?

– Me dijo que había conocido a Bjurman en los años ochenta, en el club de tiro de la policía. En realidad, lo conoció mucho antes.

Gunnar Björck asintió, pensativo

– Una reacción automática. Todo eso es información confidencial y no tenía por qué entrar en detalles acerca de cómo nos conocimos Bjurman y yo. Hasta que no me preguntó sobre Zala, no hice la conexión.

– ¿Y qué pasó?

– Yo tenía treinta y tres años y llevaba tres en la Säpo. Bjurman tenía veintiséis y acababa de licenciarse; había conseguido un puesto en la Säpo para tramitar ciertos asuntos de carácter jurídico. De hecho, se trataba de una especie de prácticas. Bjurman es originario de Karlskrona y su padre trabajaba en el servicio de inteligencia militar.

– ¿Y?

– La verdad es que ni Bjurman ni yo estábamos, ni de lejos, cualificados para tratar con alguien como Zalachenko, pero él se puso en contacto con nosotros el mismísimo día de las elecciones de 1976. No había casi nadie en jefatura, todos tenían el día libre o se encontraban en misiones de vigilancia y cosas por el estilo. Y Zalachenko eligió justo ese momento para entrar en la comisaría de Norrmalm, solicitar asilo político y declarar que quería hablar con alguien de la policía de seguridad. No dio ningún nombre. Yo estaba de guardia y pensé que era un asunto de asilo normal y corriente, así que convoqué a Bjurman para que se encargara de los trámites jurídicos. Lo conocimos allí, en la comisaría de Norrmalm.

Björck se frotó los ojos.

– Y allí estaba él diciéndonos, tranquilamente y en un tono neutro, su nombre, quién era y en qué trabajaba. Bjurman tomaba nota. Al cabo de un rato, me di cuenta de lo que tenía delante de mí y casi me da algo. Así que interrumpí la conversación y me fui con Zalachenko y Bjurman, como alma que lleva el diablo, lejos de la comisaría. No sabía qué hacer, de modo que reservé una habitación en el hotel Continental, frente a la estación central, y lo metí allí. Dejé a Bjurman de canguro mientras yo bajaba a la recepción para llamar a mi jefe. -De repente se rió-. Muchas veces he pensado que nos comportamos como auténticos aficionados. Pero eso fue lo que ocurrió.

– ¿Quién era su jefe?

– Eso no importa. No pienso dar más nombres.

Mikael se encogió de hombros y dejó pasar el tema sin discutir.

– Tanto yo como mi jefe fuimos conscientes en el acto de que se trataba de un asunto de máxima confidencialidad, de manera que decidimos que cuantas menos personas estuviesen al tanto, mejor. Bjurman, en particular, no debería haber tenido nada que ver con esta historia -estaba muy por encima de su nivel-, aunque como ya se hallaba al corriente del secreto, lo mejor era quedarnos con él en vez de instruir a otra persona. Y supongo que el mismo razonamiento se aplicó a un júnior como yo. Sólo siete personas vinculadas a la Säpo sabíamos de la existencia de Zalachenko.

– ¿Y cuántos más conocen la historia?

– Desde 1976 hasta principios de los años noventa… entre el gobierno, la cúpula militar y la Säpo unas veinte personas en total.

– ¿Y después de principios de los noventa?

Björck se encogió de hombros.

– Desde el mismo instante en que cayó la Unión soviética, Zala dejó de interesar.

– Pero ¿qué pasó tras la llegada de Zalachenko a Suecia?

Björck se quedó callado durante tanto tiempo que Mikael empezó a rebullirse en la silla

– Para serle sincero… la operación Zalachenko se convirtió en un éxito y todos los que nos encontrábamos implicados en el asunto aprovechamos la circunstancia para hacer carrera. No me malinterprete, también se trataba de un trabajo que exigía lo suyo. Yo fui designado el mentor de Zalachenko y durante los primeros diez años nos vimos, si no a diario, por lo menos un par de veces por semana. Eso sucedió mientras él estaba rebosante de información fresca. Al mismo tiempo, mi trabajo consistía en controlarlo.

– ¿Qué quiere decir?

– Zalachenko era un cabrón escurridizo. Podía ser increíblemente encantador, pero también comportarse como un loco de remate o un paranoico. Tenía períodos en los que abusaba del alcohol y, entonces, se volvía violento. En más de una ocasión me vi obligado a acudir en plena noche hasta donde estaba para sacarlo de alguno de los líos en los que se metía.

– ¿Por ejemplo…?

– Por ejemplo, una vez fue a un bar, empezó a discutir con una persona y les dio una salvaje paliza a los dos guardias que intentaron tranquilizarlo. Estamos hablando de un tío bastante bajo y delgado, aunque con una preparación extraordinaria para el combate cuerpo a cuerpo, de la cual, por desgracia, hacía alarde en algunas ocasiones. Un día tuve que ir a buscarlo, incluso, al calabozo de la policía.

– Suena como si estuviera loco. Al fin y al cabo, se exponía a llamar la atención. No me parece muy profesional.

– Ya, pero él era así. No había cometido ningún delito en Suecia ni había sido detenido ni arrestado por nada. De modo que le proporcionamos un pasaporte y un carné de identidad suecos, así como un nombre sueco. Y tenía una vivienda, pagada por la Säpo, a las afueras de Estocolmo. También le ofrecimos un sueldo para que estuviera constantemente a nuestra disposición. Pero no le podíamos prohibir que saliera a tomar una copa ni que se metiera en líos de faldas. Lo único que podíamos hacer era limpiar por donde pasaba. Esa fue mi tarea hasta 1985, momento en el que ocupé otro puesto y otra persona tomó el relevo como mentor de Zalachenko.

– ¿Y el papel de Bjurman?

– Bjurman resultaba una carga. No destacaba precisamente por su inteligencia y, además, era la persona equivocada en el sitio equivocado. Su implicación en el asunto, ya desde sus inicios, fue fruto de la más pura casualidad. Sólo participó muy al principio y en muy contadas ocasiones, cuando teníamos que tramitar algunos temas jurídicos. Mi jefe resolvió el problema de Bjurman.

– ¿Cómo?

– De la manera más sencilla que se pueda imaginar. Le dieron un trabajo fuera de la policía, en un bufete que, por decirlo de algún modo, nos era afín.

– Klang y Reine.

Gunnar Björck le lanzó una mirada incisiva a Mikael. Luego asintió.

– Bjurman no era una persona demasiado inteligente, pero se las supo arreglar bastante bien. Durante todos estos años, la Säpo le fue encargando diferentes trabajos, informes y cosas por el estilo. En cierto sentido, él también ha hecho carrera gracias a Zalachenko.

– ¿Y dónde está Zala en la actualidad?

Björck dudó un instante.

– No lo sé. Mi contacto con él disminuyó a partir de 1985 y llevo más de doce años sin verlo. Lo último que supe de él fue que abandonó Suecia en 1992.

– Al parecer, ha vuelto. Su nombre ha aparecido vinculado a armas, asuntos de drogas y trafficking.

– No debería sorprenderme -suspiró Björck-, aunque tampoco sabe a ciencia cierta si se trata de ese Zala o de alguna otra persona.

– La probabilidad de que aparezcan dos Zalas en esta historia debe de ser microscópica. ¿Cuál era su nombre sueco?

Björck contempló a Mikael.

– No pienso revelarlo.

– Has prometido contármelo todo.

– Quería saber quién era Zala, ¿no? Pues ya se lo he dicho. Pero no pienso darle la última pieza del puzle hasta que no me asegure que va a mantener su parte del trato.

– Lo más probable es que Zala haya cometido tres asesinatos, mientras que la policía está buscando a una persona inocente. Si cree que me quedo satisfecho sin conocer el nombre sueco de Zala, se equivoca.

– ¿Cómo sabe que Lisbeth Salander no es la asesina?

– Lo sé.

Gunnar Björck le dedicó una sonrisa. De repente se sintió mucho más seguro.

– Creo que Zala es el asesino -dijo Mikael.

– Se equivoca. Zala no ha matado a nadie.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque en la actualidad Zala tiene sesenta y cinco años y está gravemente discapacitado. Le han amputado un pie y tiene dificultades para andar. No ha ido por Odenplan ni por Enskede matando a nadie. Si quisiera asesinar a alguien, primero tendría que llamar a una ambulancia para que lo llevaran.


Malin Eriksson sonrió educadamente a Sonja Modig.

– Eso deberás preguntárselo a Mikael.

– De acuerdo.

– No puedo hablar de su investigación contigo.

– Pero si el hombre al que llaman Zala es un posible culpable…

– Tendrás que preguntárselo a Mikael -insistió Malin-. Yo puedo ayudarte proporcionándote información sobre el trabajo de Dag Svensson, pero no sobre nuestra propia investigación.

Sonja Modig suspiró.

– Lo entiendo. ¿Qué me puedes contar de las personas de esa lista?

– Sólo lo que escribe Dag Svensson, nada acerca de las fuentes. Lo que sí puedo decirte es que Mikael ha contactado con más o menos una docena de personas de la lista y las ha ido descartando. Quizá eso te ayude.

Sonja Modig asintió con la cabeza dubitativamente. «No, eso no ayudaba en nada. De todas maneras, la policía tenía que llamar a sus puertas y realizar un interrogatorio formal. Un juez. Tres abogados. Varios políticos y periodistas… y colegas. Promete ser un circo muy divertido.» Sonja Modig se dio cuenta de que la policía debería haber empezado con esos interrogatorios el día después de los asesinatos.

Su mirada se depositó sobre un nombre de la lista. Gunnar Björck.

– No aparece el domicilio de este hombre.

– No.

– ¿Por qué?

– Trabaja en la Säpo y tiene una dirección secreta. Aunque ahora mismo está de baja. Dag Svensson nunca consiguió localizarlo.

– ¿Y vosotros habéis conseguido dar con él?

– Pregúntaselo a Mikael.

Pensativa, Sonja Modig clavó la vista en la pared que había tras la mesa de Dag Svensson.

– ¿Puedo hacer una pregunta personal?

– Adelante.

– ¿Quién creéis vosotros que mató al abogado Bjurman y a vuestros amigos?

Malin Eriksson se quedó callada. Ojalá Mikael Blomkvist hubiese estado allí para contestar a las preguntas. Por más que seas inocente, siempre resulta desagradable que un policía te interrogue. Pero mucho peor aún era no poder explicar con exactitud las conclusiones a las que había llegado Millennium. Luego escuchó la voz de Erika Berger a sus espaldas.

– Nuestro punto de partida es que los asesinatos tuvieron lugar para impedir que alguno de los casos con los que trabajaba Dag Svensson saliera a la luz. Sin embargo, no sabemos quién apretó el gatillo. Mikael se está centrando en esa persona desconocida a la que llaman Zala.

Sonja Modig se dio la vuelta y observó a la redactora jefe de Millennium. Erika Berger ofreció a Malin y Sonja dos tazas de café. Estaban decoradas, respectivamente, con el logotipo del sindicato de los empleados de comercio y servicios y con el del partido de los democristianos. Erika Berger esbozó una sonrisa educada. Después, entró en su despacho.

Salió tres minutos más tarde.

– Modig, tu jefe acaba de llamar. Tienes el móvil apagado. Que lo llames.


El incidente de la casa de campo de Bjurman desencadenó una actividad febril durante la tarde. Se alertó a todas las unidades de la región. Lisbeth Salander al fin había salido de su escondite. Se informaba de que existía una alta probabilidad de que viajara en una Harley-Davidson perteneciente a Magge Lundin. También se advertía que Salander iba armada y que acababa de pegarle un tiro a una persona en una casa cerca de Stallarholmen.

La policía instaló controles en las carreteras de acceso a Strängnäs y Mariefred, así como en todas las entradas de Södertälje. Los trenes de cercanías entre Södertälje y Estocolmo fueron registrados durante varias horas. Sin embargo, no se pudo dar con ninguna chica de baja estatura, con o sin Harley-Davidson.

A las siete de la tarde, un coche patrulla se percató de la presencia de una Harley aparcada delante del recinto ferial de Älvsjö, lo que desplazó el centro de atención de las pesquisas de Södertälje a Estocolmo. Desde Älvsjö también informaron de que habían encontrado un trozo de una cazadora de cuero con el emblema de Svavelsjö MC. El hallazgo hizo que el inspector Bublanski se colocara las gafas sobre la cabeza y que, malhumorado, se entregara a la contemplación de la oscuridad exterior desde la ventana de su despacho de Kungsholmen.

Había sido un día aciago. El secuestro de la amiga de Salander, la aparición de Paolo Roberto, luego un incendio provocado y esa chusma enterrada en los bosques de Södertälje. Y para rematar, el caos incomprensible de Stailarholmen.

Bublanski entró en la gran sala de trabajo y consultó un mapa de Estocolmo y sus alrededores. Recorrió con la mirada Stailarholmen, Nykvarn, Svavelsjö y, finalmente, Älvsjö, las cuatro poblaciones que, por diferentes razones, habían adquirido gran notoriedad. Después dirigió la vista a Enskede y suspiró. Le atenazaba el presentimiento incómodo de que la policía iba muy por detrás del desarrollo de los acontecimientos. La verdad era que no entendía nada. Fuera cual fuese el motivo de los asesinatos de Enskede, estaba convencido de que era mucho más complicado de lo que habían pensado en un principio.


Mikael Blomkvist desconocía todo lo sucedido en Stailarholmen. Abandonó Smådalaro a eso de las tres de la tarde. Paró en una gasolinera para tomar café mientras intentaba darle sentido a la historia.

Sentía una profunda frustración. Björck le había dado tantos detalles que Mikael estaba abrumado y, a la vez, se había empecinado en no proporcionarle la última pieza del puzle, la identidad sueca de Zalachenko. Se sentía engañado. De repente Björck había interrumpido la narración y se había negado en redondo a revelarle el desenlace de la historia.

– Tenemos un acuerdo -insistió Mikael.

– Yo he cumplido con mi parte. Le he contado quién es Zalachenko. Si quiere más información, tendremos que llegar a un nuevo acuerdo. Necesito garantías de que mi nombre se va a desvincular por completo y de que no habrá consecuencias.

– ¿Cómo puedo garantizárselo? No tengo poder sobre la investigación policial y, tarde o temprano, llamarán a su puerta.

– No me preocupa la investigación policial. Lo que necesito es que me asegure que mi nombre nunca aparecerá relacionado con el tema de las putas.

Mikael advirtió que Björck parecía más preocupado por ocultar su relación con el comercio sexual que por haber desvelado información confidencial de su trabajo. Eso decía bastante de su personalidad.

– Ya le he prometido que, por lo que a ese tema respecta, no escribiré ni una sola palabra sobre usted.

– Pero ahora necesito garantías de que tampoco va a mezclarme con el asunto de Zalachenko.

Mikael no pensaba darle ese tipo de garantías. Podía llegar a tratar a Björck como una fuente anónima por lo que al trasfondo de la historia se refería, pero no garantizarle el completo anonimato. Al final, acordaron meditar sobre ese punto un día o dos antes de continuar con la entrevista.

Cuando Mikael se hallaba sentado en la gasolinera tomándose un café en un vaso de papel, le asaltó la sensación de que tenía algo delante de sus narices. Estaba tan cerca que podía vislumbrar las siluetas, aunque no era capaz de enfocar la imagen. Luego se le ocurrió que había otra persona que tal vez pudiera arrojar algo de luz sobre la historia. Además, estaba bastante cerca de la residencia de Ersta. Consultó la hora, salió apresuradamente y se fue a visitar a Holger Palmgren.


Gunnar Björck estaba preocupado. Tras el encuentro con Mikael Blomkvist, se hallaba extenuado. La espalda le dolía más que nunca. Se tomó tres analgésicos y se tumbó en el sofá del salón. Los pensamientos le corroían. Una hora más tarde se levantó, puso agua a hervir y sacó unas bolsitas de té Lipton. Se sentó a la mesa de la cocina y empezó a pensar.

¿Podía fiarse de Mikael Blomkvist? Había jugado sus cartas y ahora estaba a merced de la buena voluntad de Blomkvist. No obstante, se había guardado la información más importante, la identidad y el verdadero papel de Zala en la historia. Una carta decisiva que todavía guardaba en la manga.

¿Cómo coño había podido acabar metido en todo ese lío? No era ningún delincuente. Todo lo que había hecho se reducía a pagar a unas putas. Estaba soltero. Esa jodida tía de dieciséis años ni siquiera había fingido que él le gustaba; lo había mirado con desprecio.

Maldita zorra. Ojalá no hubiese sido tan joven. Si por lo menos hubiese tenido veinte años, ahora el asunto no tendría tan mala pinta. Los medios de comunicación lo masacrarían si alguna vez se filtraba la información. Blomkvist también lo detestaba. Ni siquiera intentaba ocultarlo.

«Zalachenko.»

Un chuloputas. Qué ironía. Había follado con las putas de Zalachenko. Aunque Zalachenko había sido lo suficientemente listo como para mantenerse en un discreto segundo plano.

«Bjurman y Salander.»

«Y Blomkvist.»

Una salida.

Tras pasar una hora cavilando, fue a por el papelito donde estaba apuntado el número de teléfono y que había cogido cuando, dos o tres días antes, le hizo una breve visita a su lugar de trabajo. No era lo único que le había ocultado a Blomkvist. También sabía dónde se encontraba Zalachenko, pero llevaba más de doce años sin hablar con él y no le apetecía nada volverlo a hacer nunca más.

Pero el cabrón de Zalachenko era muy escurridizo. Entendería el problema. Podría desaparecer de la faz de la tierra. Marcharse al extranjero y jubilarse. La verdadera catástrofe sería que lo detuvieran. Entonces, todo podría irse a la mierda.

Dudó mucho tiempo antes de levantar el teléfono y marcar el número.

– Hola, soy Sven Jansson -dijo. Un nombre falso que llevaba mucho tiempo sin usar. Zalachenko se acordaba perfectamente de quién era.

Capítulo 28 Miércoles, 6 de abril – Jueves, 7 de abril

Cerca de las ocho de la tarde, Bublanski se reunió con Sonja Modig en el Wayne's de Vasagatan. Ella nunca había visto a su jefe tan abatido. Él la puso al corriente de los sucesos del día. Sonja guardó silencio durante un largo rato. Al final, alargó la mano y la apoyó encima del puño cerrado de Bublanski. Era la primera vez que ella lo tocaba; un simple gesto de amistad que no escondía ninguna otra intención. Él le dedicó una triste sonrisa y, de un modo igual de amistoso, le dio unas palmaditas en la mano.

– Tal vez deba jubilarme -dijo.

Ella le sonrió con indulgencia.

– Esta investigación hace aguas por todas partes -prosiguió-. Le he contado a Ekström los acontecimientos del día y la única instrucción que me ha dado ha sido: «Haz lo que te parezca mejor». Está como paralizado.

– No me gusta hablar mal de mis superiores, pero, por lo que a mí respecta, se puede ir a hacer puñetas.

Bublanski asintió.

– Formalmente, te has reincorporado a la investigación. Sospecho que no piensa pedirte perdón.

Ella se encogió de hombros.

– Ahora mismo tengo la sensación de que todo el equipo investigador se limita a nosotros dos -dijo Bublanski-. Faste salió esta mañana echando chispas y ha tenido el móvil apagado durante todo el día. Si no aparece mañana, tendré que emitir una orden de búsqueda.

– Me trae sin cuidado que Faste se mantenga alejado de la investigación. ¿Qué va a pasar con Niklas Eriksson?

– Nada. Yo quería detenerlo y procesarle pero Ekström no se ha atrevido. Le hemos echado y yo he ido a Milton a tener una seria conversación con Dragan Armanskij. Hemos interrumpido la colaboración con Milton, lo cual significa que, por desgracia, también perdemos a Sonny Bohman. Es un buen poli.

– ¿Y cómo se lo ha tomado Armanskij?

– Se ha quedado hecho polvo. Lo interesante es que…

– ¿Qué?

– Armanskij me ha contado que Eriksson siempre le cayó mal a Lisbeth Salander. Se ha acordado de cuando, hace ya un par de años, ella le dijo que debería despedirlo y que era un hijo de puta, aunque no quiso explicarle por qué. Armanskij, obviamente, no siguió su consejo.

– Vale.

– Curt continúa en Södertälje. En breve van a llevar a cabo un registro domiciliario en casa de Carl-Magnus Lundin. Jerker se halla en plena faena, cerca de Nykvarn, desenterrando trozo a trozo al viejo taleguero Kenneth Gustafsson, el Vagabundo. Y, justo antes de venir aquí, me volvió a llamar para decirme que habían encontrado a otra persona enterrada. A juzgar por la ropa, se trata de una mujer. Parecía llevar allí bastante tiempo.

– Un cementerio en pleno bosque. Jan, esta historia parece mucho más siniestra de lo que imaginamos en un principio. Supongo que no le imputaremos también a Salander los asesinatos de Nykvarn.

Bublanski sonrió por primera vez en muchas horas.

– No. Habrá que descartarla. Aunque sí va armada y le ha pegado un tiro a Lundin.

– Sin embargo, le disparó en el pie y no en la cabeza. En el caso de Magge Lundin tal vez no haya mucha diferencia, pero hemos partido de la hipótesis de que el culpable de los asesinatos de Enskede es un excelente tirador.

– Sonja, esto carece de sentido por completo. Magge Lundin y Sonny Nieminen son dos pesos pesados de la violencia con una lista kilométrica de antecedentes penales. Es cierto que Lundin ha engordado unos kilos y quizá no esté en plena forma, pero es un tipo peligroso. Y Nieminen es un auténtico salvaje al que le tienen miedo incluso los tipos más brutos. No me entra en la cabeza que una chavala tan bajita y raquítica como Salander les haya dado una paliza así. Lundin está gravemente herido.

– Mmm.

– No es que no se lo merecieran, lo que no entiendo es cómo lo hizo.

– Pues tendremos que preguntárselo cuando demos con ella. Aun así, recuerda que, según todos los informes, es violenta.

– Ya, pero de todas maneras, no soy capaz de visualizar lo que sucedió en esa casa. Estamos hablando de dos tíos con los que a Curt Svensson le habría preocupado pelear por separado. Y Curt no es lo que se dice un blandengue.

– La cuestión es si ella tenía motivos para meterse con Lundin y Nieminen.

– Una chica sola con dos psicópatas, dos verdaderos idiotas purasangre, en una casa de campo desierta… Se me ocurre algún que otro motivo -dijo Bublanski.

– ¿La ayudaría alguien? ¿Habría otra persona en el lugar?

– En el examen técnico no hay nada que lo indique. Salander entró en la casa; había una taza de café en la mesa. Y, además, tenemos el testimonio de Anna Viktoria Hansson, esa mujer de setenta y dos años que es como una especie de portera de la zona y que registra todo lo que se mueve por allí. Jura que los únicos que pasaron fueron Salander y los dos caballeros de Svavelsjö.

– ¿Y cómo entró en la casa?

– Con llave. Supongo que la cogió del apartamento de Bjurman. ¿Te acuerdas de…

– … del precinto cortado? Sí, la señorita sabe lo que hace.

Durante unos cuantos segundos, Sonja Modig tamborileó con los dedos sobre la mesa y, acto seguido, sacó otro tema.

– ¿Se ha demostrado que fue Lundin el que participó en el secuestro de Miriam Wu?

Bublanski asintió.

– Paolo Roberto le ha echado un vistazo a una carpeta con fotos de tres docenas de moteros. Lo identificó en seguida y sin vacilar. Dice que es el hombre que vio en el almacén de Nykvarn.

– ¿Y Mikael Blomkvist?

– No lo he podido localizar. No coge el móvil.

– Vale. Lundin encaja con la descripción de la agresión de Lundagatan; por lo tanto, podemos suponer que Svavelsjö MC lleva un tiempo detrás de Salander. ¿Por qué?

Bublanski, no sabiendo qué decir, levantó las manos con las palmas hacia arriba.

– ¿Habrá estado viviendo Salander en la casa de Bjurman mientras la buscábamos? -se preguntó Sonja Modig en voz alta.

– También se me había ocurrido, pero Jerker no lo cree probable. La casa no parece haber sido habitada recientemente y tenemos un testigo que dice que llegó a la zona hoy.

– ¿Y por qué iría hasta allí? Dudo que hubiese quedado con Lundin.

– Yo también. Estaría buscando algo. Lo único que encontramos fueron un par de carpetas que parecen ser la investigación que Bjurman realizó sobre Lisbeth Salander. El material es de lo más diverso, desde informes de los servicios sociales y la comisión de tutelaje hasta viejos boletines de notas escolares. No obstante, faltan algunas carpetas. Están numeradas por detrás; tenemos la uno, la cuatro y la cinco. -Faltan la dos y la tres.

– Y hasta es posible que hubiera números más altos.

– Lo cual nos lleva a plantearnos lo siguiente, ¿por qué Salander buscaría información sobre sí misma?

– Se me ocurren dos razones. O quiere ocultar algo que sabe que Bjurman había escrito sobre ella o quiere enterarse de algo. Pero hay una pregunta más.

– ¿Cuál?

– ¿Por qué reunió Bjurman tanta documentación sobre ella y la ocultó en su casa de campo? Al parecer, Salander la encontró en el desván de la casa. Él era su administrador y su trabajo consistía en ocuparse de la economía de Lisbeth y de cosas por el estilo. Sin embargo, las carpetas dan la impresión de que estaba obsesionado con hacer un pormenorizado compendio de su vida.

– Cada vez estoy más convencido de que ese Bjurman era un tipo siniestro. Precisamente, lo he pensando hoy cuando estaba en Millennium repasando la lista de puteros. De repente, me di cuenta de que esperaba que, de un momento a otro, apareciera allí el nombre de Bjurman.

– Es un buen razonamiento. Bjurman guardaba en su ordenador mucha pornografía violenta, la que tú descubriste. Merece la pena tenerlo en cuenta. ¿Y has averiguado algo?

– No estoy segura. Mikael Blomkvist está entrevistando, uno a uno, a la gente de la lista, pero, según Malin Eriksson, la chica de Millennium, todavía no ha encontrado nada de interés. Jan, debo decirte una cosa.

– ¿Qué?

– No creo que Salander sea culpable de esto; me re-fiero a lo de Enskede y Odenplan. Al principio, yo estaba tan convencida corno los demás; sin embargo, ya no. Y no sé explicarte muy bien por qué.

Bublanski asintió con la cabeza. Se dio cuenta de que estaba de acuerdo con Sonja Modig.


El gigante rubio deambulaba agitado por la casa que Magge Lundin poseía en Svavelsjö. Se detuvo frente a la ventana de la cocina y escudriñó el camino. A esas alturas, ya deberían haber vuelto. Sintió cómo la inquietud le encogía el estómago. Algo iba mal.

Además, no le gustaba encontrarse solo en la casa de Magge Lundin. No la conocía. En la planta superior, cerca de su cuarto, había un desván, y la casa crujía constantemente, lo que le incomodaba. Intentó sacudirse de encima esa molesta sensación. El gigante rubio sabía que era una tontería, pero nunca le había gustado estar solo. No les tenía el más mínimo miedo a las personas de carne y hueso; no obstante, consideraba que había algo indescriptiblemente inquietante en una casa vacía en medio del campo. Los ruidos desataban su imaginación. No podía apartar de su mente la idea de que algo oscuro y siniestro le observaba a través de la rendija de alguna puerta. A veces, incluso le parecía oír a alguien respirando.

De joven siempre se habían burlado de él por su miedo a la oscuridad. Bueno, se burlaron hasta que él reprendía con contundencia a aquellos compañeros -en ocasiones, bastante más mayores- que encontraban placer en ese tipo de diversión. Reprender a la gente se le daba bien.

Ese miedo le resultaba embarazoso. Odiaba la oscuridad y la soledad. Y odiaba a los seres que las poblaban. Deseaba que Lundin volviese a casa; la presencia de Lundin restablecería el equilibrio. Aunque no intercambiaran ni una sola palabra ni se encontraran en la misma habitación, al menos oiría sonidos y movimientos concretos y sabría que había gente cerca.

Intentó olvidarse de su estado poniendo música y buscando algo para leer en las librerías de Lundin. Por desgracia, la vena intelectual de Lundin dejaba mucho que desear y tuvo que contentarse con una colección de publicaciones de coches y motos, revistas para hombres y libros de bolsillo manoseados, novelas negras de las que nunca le habían interesado. La soledad se le antojaba cada vez más claustrofóbica. Dedicó un rato a limpiar y engrasar el arma que llevaba en su bolsa, cosa que, temporalmente, ejerció un efecto calmante sobre él.

Al final, no resistió quedarse más tiempo en la casa. Sólo para que le diese un poco el aire, salió a dar un corto paseo por el patio. Se mantuvo fuera de la vista de las casas vecinas, pero se detuvo para poder contemplar las ventanas iluminadas en las que había gente. Al quedarse quieto, alcanzó a oír música a lo lejos.

Cuando se disponía a entrar en la vieja casa de madera de Lundin, sintió una intensa inquietud y se paró un largo rato en la escalera. El corazón le latía a mil por hora. Acto seguido, se sacudió el malestar y abrió la puerta con decisión.

A las siete, bajó y puso la tele para ver las noticias de TV4. Estupefacto, escuchó primero los titulares y, luego, la descripción del tiroteo de la casa de campo de Stailarholmen. Era la noticia principal del día.

Subió corriendo al cuarto de invitados de la planta alta y metió sus pertenencias en la bolsa. Dos minutos más tarde, salió por la puerta y arrancó derrapando el Volvo blanco.

Escapó en el último momento. A tan sólo un kilómetro de Svavelsjö, se cruzó con dos coches patrulla, con las sirenas puestas, que se dirigían al pueblo.


Tras no pocos esfuerzos, Mikael Blomkvist pudo ver, por fin, a Holger Palmgren cerca de las seis de la tarde del miércoles. La dificultad residió en convencer al personal de que le dejaran entrar. Insistió con tanto empeño que a la enfermera responsable no le quedó más remedio que llamar a un tal doctor A. Sivarnandan, quien, al parecer, vivía cerca de la residencia. Sivarnandan llegó apenas pasados quince minutos y atendió al obcecado periodista. Al principio, no mostró ninguna intención de colaborar. Durante las dos últimas semanas, numerosos periodistas habían dado con Holger Palmgren y, por medio de métodos más bien desesperados, habían tratado de entrevistarle para obtener alguna declaración. Holger Palmgren se negaba en redondo a recibir semejantes visitas y el personal recibió la orden de no dejar pasar a nadie.

Sivarnandan también había seguido el desarrollo de los acontecimientos con una enorme preocupación. Le horrorizaron los titulares que Lisbeth Salander había provocado en los medios informativos y notó que su paciente se había sumido en una profunda depresión que -sospechaba Sivarnandan- era el resultado de la imposibilidad de Palmgren para actuar. Este había interrumpido su rehabilitación y se pasaba los días en su cuarto leyendo los periódicos y siguiendo la caza de Lisbeth Salander por televisión. No hacía más que darle vueltas al tema.

Decidido, Mikael se sentó frente a la mesa del doctor Sivarnandan y le aseguró que bajo ningún concepto quería someter a Holger Palmgren a incomodidad alguna y que su objetivo no era obtener ninguna declaración. Le explicó que era amigo de Lisbeth Salander, que no dudaba de su inocencia y que estaba buscando, desesperadamente, información que pudiera arrojar luz sobre ciertos aspectos de su pasado.

El doctor Sivarnandan era un hueso duro de roer. Mikael tuvo que dar cuenta detallada de qué pintaba él en toda aquella historia. Tras más de media hora de discusión Sivarnandan accedió. Le pidió a Mikael que esperara mientras subía al cuarto de Holger Palmgren para preguntarle si deseaba recibirlo.

Sivarnandan volvió pasados diez minutos.

– Ha consentido verle. Si no le cae bien, le echará a patadas. No puede entrevistarlo ni publicar nada sobre la visita.

– Le garantizo que no escribiré ni una sola línea.

Holger Palmgren tenía un pequeño cuarto amueblado con una cama, una cómoda, una mesa y unas cuantas sillas. Tenía el aspecto de un espantapájaros escuálido y canoso con evidentes problemas de equilibrio, pero, aun así, se levantó cuando Mikael entró en la estancia. No le dio la mano, pero le señaló una de las sillas que había frente a la mesita. Mikael se sentó. El doctor Sivarnandan se quedó en la habitación. Al principio, cuando Holger Palmgren empezó a balbucir palabras, a Mikael le costó entenderlo.

– ¿Quién es usted, que afirma ser amigo de Lisbeth Salander, y qué desea?

Mikael se recostó en el asiento. Reflexionó un breve instante.

– Señor Palmgren, no tiene por qué contarme nada. Sin embargo, antes de que decida echarme, le pido que escuche lo que quiero explicarle.

Palmgren hizo un sutil gesto afirmativo y, arrastrando los pies, se acercó hasta la silla que estaba frente a Mikael y tomó asiento.

– Conocí a Lisbeth Salander hace dos años. La contraté para que me ayudara a investigar un tema del que no puedo dar detalles. Ella se trasladó a la ciudad donde yo estaba viviendo temporalmente y trabajamos juntos durante varias semanas.

Se preguntó cuánto de todo aquello debería desvelarle a Palmgren. Decidió ser lo más fiel posible a la verdad.

– A lo largo de todo ese tiempo sucedieron dos cosas. Una fue que Lisbeth me salvó la vida; la otra, que, durante un período, fuimos muy buenos amigos. Llegué a conocerla y quererla mucho.

Sin entrar en detalles, Mikael le habló de su relación con Lisbeth y de cómo acabó de golpe hacía ya más de un año, cuando Lisbeth se fue al extranjero después de Navidad.

Luego, pasó a comentar su trabajo en Millennium, el asesinato de Dag Svensson y Mia Bergman y cómo él, de pronto, se había visto involucrado en la caza de un asesino.

– Tengo entendido que le han estado molestando los periodistas y sé que se ha publicado una sarta de estupideces. Por lo que a mí respecta, puedo garantizarle que no he venido aquí para obtener material para otro artículo. Estoy aquí en calidad de amigo de Lisbeth. Ahora mismo tal vez sea una de las poquísimas personas del país que está de su parte, sin segundas intenciones. Creo que es inocente. Y creo que un hombre llamado Zalachenko se halla detrás de los asesinatos.

Mikael hizo una pausa. Había detectado un brillo en los ojos de Palmgren al mencionar a Zalachenko.

– Si usted puede contribuir a arrojar luz sobre el pasado de Lisbeth, éste es el momento. Si no quiere ayudarla, estoy perdiendo el tiempo, pero sabré qué puedo esperar de usted.

Mientras Mikael disertaba, Holger Palmgren no había pronunciado palabra. Al escuchar ese último comentario, sus ojos brillaron de nuevo. Sonrió. Habló lo más lenta y nítidamente que pudo.

– ¿Realmente desea ayudarla?

Mikael asintió con la cabeza.

Holger Palmgren se inclinó hacia delante.

– Describa el sofá de su salón.

Mikael le devolvió la sonrisa.

– En las ocasiones que la visité, tenía un mueble desgastado y muy feo, que podría tener cierto valor como curiosidad. Yo diría que databa de principios de los años cincuenta. Tiene dos cojines deformados de tela marrón con un dibujo amarillo. La tela se ha roto por varios sitios, por donde asoma el relleno.

De repente, Holger Palmgren se rió. Sonó más bien como un carraspeo. Miró al doctor Sivarnandan.

– Por lo menos ha visitado el apartamento. ¿Cree el señor doctor que sería posible ofrecer un café a mi invitado?

– Claro que sí.

El doctor Sivarnandan se levantó y abandonó la habitación, no sin antes detenerse en la entrada y despedirse de Mikael con un movimiento de cabeza.

– Alexander Zalachenko -dijo Holger Palmgren en cuanto la puerta se cerró.

Mikael abrió los ojos de par en par.

– ¿Le suena su nombre?

Holger Palmgren asintió con la cabeza.

– Me lo dijo Lisbeth. Creo que es importante que le cuente esta historia a alguien, por si me muero súbitamente, cosa que no sería tan improbable.

– ¿Lisbeth? ¿Cómo es posible que ella supiera de su existencia?

– Es su padre. -En un principio, a Mikael le costó entender lo que Holger Palmgren acababa de comunicarle. Luego, asimiló sus palabras.

– ¿Qué diablos está diciendo?

– Zalachenko llegó aquí en los años setenta. Era una especie de refugiado político o algo así, nunca me ha quedado muy clara la historia y Lisbeth siempre se ha mostrado muy reacia a entrar en detalles. Era un tema del que se negaba a hablar.

«Su certificado de nacimiento. Padre desconocido.»

– Zalachenko es el padre de Lisbeth -repitió Mikael.

– Durante los años que hace que la conozco, tan sólo en una ocasión -más o menos un mes antes de que yo sufriera el derrame cerebral- me contó lo que ocurrió. Lo que entendí viene a ser lo siguiente. Zalachenko llegó a Suecia a mediados de los años setenta. Conoció a la madre de Lisbeth en 1977, se hicieron novios y tuvieron dos hijas.

– ¿Dos?

– Lisbeth y su hermana Camilla. Son gemelas.

– ¡Dios mío! ¿Quiere decir que hay otra como ella?

– Son muy diferentes. Pero ésa es otra historia. La madre de Lisbeth se llamaba en realidad Agneta Sofía Sjölander. Tenía diecisiete años cuando conoció a Alexander Zalachenko. Ignoro los detalles, aunque, por lo que pude deducir, no era una joven muy independiente y representaba una presa fácil para un hombre mayor y más experimentado. Se quedó impresionada y se enamoró perdidamente de él.

– Entiendo.

– Zalachenko resultó ser cualquier cosa menos simpatico. Él era mucho mayor que ella y supongo que lo que buscaba era una mujer que estuviera siempre dispuesta y poco más.

– Creo que tiene razón.

– Ella, como era natural, se imaginaba un futuro seguro a su lado, pero a él no le interesaba en absoluto el matrimonio. Nunca se casaron. Sin embargo, en 1979, ella cambió su nombre de Sjölander a Salander. Tal vez fuera su manera de manifestar que se pertenecían.

– ¿Qué quiere decir?

– Zala. «Salander.»

– ¡Dios mío! -exclamó Mikael.

– Empecé a investigarlo poco antes de caer enfermo. Ella tenía derecho a adoptar el nombre porque su madre, o sea, la abuela de Lisbeth, se llamaba, de hecho, Salander. Lo que ocurrió después fue que, con el tiempo, Zalachenko resultó ser un psicópata de tomo y lomo. Se emborrachaba y maltrataba de un modo salvaje a Agneta. Por lo que tengo entendido, continuó con los malos tratos durante toda la infancia de las niñas. Hasta donde Lisbeth recuerda, Zalachenko aparecía y desaparecía sin previo aviso. A veces, se ausentaba largos períodos de tiempo para acabar regresando a Lundagatan cuando menos lo esperaban. Y siempre sucedía lo mismo. Zalachenko venía para beber y acostarse con ella, y terminaba torturando a Agneta Salander de distintas maneras. Los detalles que Lisbeth contaba sugerían que no sólo se trataba de maltrato físico. Iba armado y mostraba una actitud amenazadora, a la que había que añadir ingredientes de sadismo y terror psicológico. Tengo entendido que, con los años, las cosas no hicieron más que empeorar. La madre de Lisbeth vivió la mayor parte de los años noventa aterrorizada.

– ¿Pegaba también a las niñas?

– No. Al parecer no tenía el más mínimo interés por ellas. Apenas las saludaba. La madre solía mandarlas al cuarto pequeño en cuanto Zalachenko se presentaba y no podían salir sin su permiso. En alguna ocasión le dio un tortazo a Lisbeth o a su hermana, pero más que nada porque molestaban o porque las pilló por allí en medio. Toda la violencia iba dirigida a la madre.

– ¡Joder! Pobre Lisbeth.

Holger Palmgren asintió con la cabeza.

– Todo esto me lo contó Lisbeth aproximadamente un mes antes de que me diera el derrame. Fue la primera vez que habló sin trabas de lo que pasó. Acababa de decidirme a terminar, de una vez por todas, con esa tontería de su declaración de incapacidad. Lisbeth es tan inteligente como tú o como yo, así que lo preparé todo para que el tribunal revisara el caso. Luego, tuve el derrame y cuando me desperté estaba aquí.

Hizo un gesto con el brazo. Una enfermera llamó a la puerta y les sirvió café. Palmgren guardó silencio hasta que la enfermera dejó la habitación.

– Hay algunas cosas en esta historia que no acabo de entender. Agneta Salander se vio obligada a acudir al hospital en docenas de ocasiones. He leído su historial. Resultaba obvio que era víctima de un grave maltrato. Los servicios sociales deberían haber intervenido. Sin embargo, no pasó nada. Mientras la madre estaba en el hospital, Lisbeth y Camilla permanecían, temporalmente, en un centro de acogida, pero en cuanto le daban el alta, volvía a casa… hasta la siguiente paliza. La única explicación que encuentro es que todo el sistema de protección social fallaba y que Agneta tenía demasiado miedo como para hacer algo aparte de esperar a su torturador. Después, sucedió algo. Lisbeth lo llama Todo Lo Malo.

– ¿Qué pasó?

– Zalachenko llevaba meses sin dejarse ver. Lisbeth había cumplido doce años. Casi empezaba a creer que él había desaparecido para siempre. Por supuesto, no fue así. Un día volvió. De inmediato, Agneta encerró a Lisbeth y a su hermana en el cuarto pequeño. Luego mantuvo relaciones sexuales con Zalachenko y, acto seguido, él empezó a maltratarla. Disfrutaba torturándola. En aquella ocasión ya no eran dos crías las que estaban encerradas. Las niñas reaccionaron de una manera distinta. A Camilla le daba pánico que alguien se enterara de lo que pasaba en su casa. Lo reprimía todo y hacía como si no pasara nada. Cuando las palizas terminaban, Camilla solía acercarse a su padre, lo abrazaba y fingía que todo iba bien.

– Su mecanismo de defensa.

– Sí, pero Lisbeth estaba hecha de otra pasta. En aquella ocasión, puso fin a los malos tratos. Fue a la cocina, cogió un cuchillo y se lo clavó a su padre en el hombro. Le asestó cinco cuchilladas antes de que Zalachenko pudiera quitárselo y pegarle un puñetazo. No le hizo heridas muy profundas, pero empezó a sangrar como un cerdo y desapareció.

– Eso suena a Lisbeth.

De repente, Palmgren se rió.

– Pues sí. Nunca te metas con Lisbeth Salander. Su filosofía es que si alguien la amenaza con una pistola, entonces, ella va y se hace con una pistola más grande. Por eso tengo tanto miedo ahora, con todo lo que está ocurriendo.

– ¿Y eso fue Todo Lo Malo?

– No. Sucedieron dos cosas más. No alcanzo a entenderlo. Zalachenko estaba tan malherido como para tener que haber acudido a un hospital. Debería haberse abierto una investigación policial.

– Pero…

– Pero, por lo que he podido averiguar, no pasó nada en absoluto. Lisbeth me dijo que se presentó un hombre que habló con Agneta. No sabía quién era ni qué fue lo que comentó con su madre. Luego, ésta le dijo a Lisbeth que Zalachenko la había perdonado.

– ¿Perdonado?

– Esa es la palabra que usó.

Y, de repente, Mikael lo comprendió todo.

«Björck. O alguno de los colegas de Björck. Se trataba de limpiar por donde Zalachenko pasara. Qué hijo de puta.» Cerró los ojos.

– ¿Qué? -preguntó Palmgren.

– Creo que ya sé lo que pasó. Y hay alguien que va a pagar por esto. Continúe, por favor.

– Zalachenko no se dejó ver durante meses. Lisbeth se preparó mientras lo esperaba. Faltaba a la escuela un día sí y otro también para vigilar a su madre. Le daba pánico que Zalachenko le hiciera daño. Tenía doce años y un gran sentido de la responsabilidad para con su madre, que no se atrevía a ir a la policía ni a romper con Zalachenko o que tal vez no entendiera la gravedad del asunto. Y justo el día en el que apareció Zalachenko, Lisbeth estaba en el colegio. Llegó a casa en el mismo instante en que él se marchaba. No le dijo nada, sólo se rió de ella. Lisbeth entró y encontró a su madre inconsciente en el suelo de la cocina.

– ¿Y Zalachenko no tocó a Lisbeth?

– No. Lisbeth echó a correr tras él y le dio alcance en el preciso momento en que se sentaba en el coche y cerraba la puerta. Él bajó la ventanilla, probablemente para decirle algo. Lisbeth se había preparado. Le tiró un cartón de leche lleno de gasolina. Luego encendió una cerilla y se la lanzó.

– ¡Dios mío!

– Así que intentó matar a su padre dos veces. Y, en esta ocasión, sí tuvo consecuencias. Era difícil que un hombre ardiendo como una antorcha dentro de un coche en medio de Lundagatan pasara desapercibido.

– Bueno, al menos sobrevivió.

– Zalachenko quedó maltrecho de veras; había sufrido importantes quemaduras. Le tuvieron que amputar un pie. Se quemó gravemente la cara y otras partes del cuerpo. Lisbeth acabó en la clínica psiquiátrica infantil de Sankt Stefan.


A pesar de que ya sabía cada palabra de memoria, Lisbeth Salander volvió a leer con atención el material sobre sí misma que había encontrado en la casa de campo de Bjurman. Luego, se sentó en el alféizar de la ventana y abrió la pitillera que le había regalado Miriam Wu. Encendió un cigarrillo y contempló Djurgården. Acababa de descubrir detalles de su vida que, hasta ese momento, desconocía por completo.

Encajaban tantas piezas del puzle que Lisbeth se quedó helada. Lo que más atrajo su interés fue el informe de la investigación policial, redactado por Gunnar Björck, en febrero de 1991. No estaba segura del todo de quién de entre toda la serie de adultos que se dirigieron a ella por aquel entonces era Björck, aunque creyó saberlo. Se había presentado con otro nombre, «Sven Jansson». Se acordaba de cada rasgo de su cara, de cada palabra que le dijo y de cada gesto que hizo en las tres ocasiones en las que lo vio. Aquello había sido un caos.

Zalachenko ardía como una antorcha dentro del coche. Consiguió abrir la puerta y tirarse al suelo, pero se le enganchó una pierna con el cinturón de seguridad y quedó atrapada en medio de aquel mar de llamas. La gente acudió corriendo a apagar el fuego. Luego, llegaron los bomberos y lo extinguieron. Más tarde se presentó la ambulancia, y Lisbeth intentó por todos los medios que el personal sanitario pasara de Zalachenko y acudiera a socorrer a su madre. La apartaron de allí a empujones. Después, se personó la policía y los testigos la señalaron a ella como autora del incendio. Lisbeth intentó explicar lo sucedido; no obstante, le dio la sensación de que nadie la escuchaba. De buenas a primeras, se encontró en el asiento trasero de un coche patrulla y pasaron minutos, y minutos, y minutos, que se convirtieron en casi una hora, antes de que la policía, por fin, entrara en la casa y sacara a su madre.

Su madre, Agneta Sofia Salander, estaba inconsciente. Tenía lesiones cerebrales. La paliza le había desencadenado el primero de una larga serie de pequeños derrames cerebrales. No se recuperaría nunca.

De repente, Lisbeth entendió por qué nadie había leído el informe de la investigación policial, por qué Holger Palmgren no consiguió que se lo dieran y por qué el fiscal Richard Ekström, que dirigía la caza de Lisbeth, no tuvo acceso a él. No había sido elaborado por la policía normal. Lo había redactado un hijo de puta de la Säpo. Estaba salpicado de sellos que advertían que el informe era altamente confidencial según lo estipulado en la ley de seguridad nacional.

Alexander Zalachenko había trabajado para la Säpo.

No se trataba de una investigación. Se trataba de un silenciamiento. Zalachenko era más importante que Agneta Salander. No podía ser identificado ni denunciado. Zalachenko no existía.

El problema no era Zalachenko. El problema era Lisbeth Salander, esa cría loca que amenazaba con hacer saltar por los aires uno de los secretos más importantes del reino.

Un secreto del que jamás había tenido conocimiento. Reflexionó. Zalachenko había conocido a su madre muy poco después de llegar a Suecia. Se había presentado con su verdadero nombre; todavía no le habían asignado uno falso ni la nacionalidad sueca. Eso explicaba por qué Lisbeth nunca lo había encontrado en ningún registro oficial durante todos esos años. Conocía su verdadero nombre, pero el Estado sueco le había proporcionado uno nuevo.

Comprendió el planteamiento. Si Zalachenko hubiera sido procesado por malos tratos graves, el abogado de Agneta Salander se habría puesto a hurgar en su pasado. «¿Dónde trabaja usted, señor Zalachenko? ¿Cuál es su verdadero nombre?»

Si los servicios sociales se hubieran ocupado de Lisbeth Salander, alguien podría haber empezado a indagar. Era demasiado joven para ser procesada, pero si el atentado de la bomba de gasolina hubiese sido investigado al detalle, habría pasado lo mismo. Se imaginaba los posibles titulares de los periódicos. La investigación, por tanto, tuvo que ser llevada a cabo por una persona de confianza. Y luego ser clasificada y enterrada para que nadie la encontrara. Por consiguiente, a Lisbeth Salander también había que enterrarla para que nadie la encontrara.

«Gunnar Björck.»

«Sankt Stefan.»

«Peter Teleborian.»

La conclusión la enfureció.

«Querido Estado: si alguna vez encuentro a alguien con quien tratar el tema, vamos a tener una seria conversación.»

De paso, se preguntó qué le parecería al ministro de Asuntos Sociales que alguien arrojara un cóctel molotov en la mismísima puerta del ministerio. Aunque, a falta de responsables, Peter Teleborian era una buena alternativa. Tomó nota mental de que, una vez que hubiese arreglado todo lo demás, debía ocuparse a fondo de él.

Pero la historia no acababa de quedarle del todo clara. De repente, después de todos estos años, Zalachenko volvía a aparecer. Y corría el riesgo de ser denunciado por Dag Svensson. «Dos tiros. Dag Svensson y Mia Bergman.» Un arma con sus huellas dactilares…

Naturalmente, Zalachenko -o quien quiera que fuera que llevaba a cabo las ejecuciones- no podía saber que ella había encontrado el arma en la mesa de trabajo de Bjurman y que la había tenido en la mano. Había sido una casualidad, pero, desde un principio, ella no tuvo ninguna duda de que tenía que existir una conexión entre Bjurman y Zala.

Aun así, la historia seguía sin cuadrarle. Reflexionó y revisó, una tras otra, las piezas del puzle.

Sólo había una respuesta posible.

Bjurman.

Fue él quien realizó la investigación personal sobre ella. Descubrió la conexión que existía entre Lisbeth y Zalachenko. Y, luego, contactó con éste.

Lisbeth tenía en su poder una película que mostraba cómo era violada por Bjurman. Era la espada que pendía sobre su cabeza. Él debió de imaginar que Zalachenko sería capaz de forzar a Lisbeth a revelar dónde se encontraba el Cd.

Se bajó del alféizar de un salto, abrió el cajón de su mesa y lo sacó. Lo había marcado con un rotulador, «Bjurman». Ni siquiera tenía una carcasa. Desde que lo reprodujo en casa de Bjurman, hacía ya dos años, no lo había vuelto a ver. Lo sostuvo en la mano y lo guardó de nuevo en el cajón.

Bjurman era un idiota. Si se hubiera dedicado tan sólo a sus cosas, si hubiera conseguido revocar su declaración de incapacidad, ella lo habría dejado marchar. Pero Zalachenko nunca le habría dejado en paz. Bjurman se habría convertido, para siempre, en su perrito faldero. Habría sido un castigo muy apropiado.

La red de contactos de Zalachenko. Sus tentáculos se extendían hasta Svavelsjö MC.

«El gigante rubio.»

Él era la clave.

Tenía que encontrarlo y obligarle a revelar dónde se hallaba Zalachenko.

Encendió otro cigarrillo y contempló la ciudadela de Skeppsholmen. Desplazó la mirada hasta la montaña rusa de Gröna Lund. De repente, se sorprendió a sí misma hablando en voz alta. Imitaba una voz que oyó un día en una película de la tele.

– Daaadyyyy, I am coming to get yoouu.

Si alguien la hubiera oído, habría dicho que estaba majareta. A las siete y media encendió la televisión para ver las últimas noticias de la caza de Lisbeth Salander. Tuvo el shock de su vida.


Bublanski consiguió localizar a Hans Faste en el móvil poco después de las ocho de la noche. No intercambiaron precisamente frases de cortesía a través de la red telefónica. Bublanski no le preguntó dónde se encontraba, pero sí le informó fríamente del desarrollo de los acontecimientos del día.

Faste estaba alterado.

Había tenido más que suficiente con el circo que se organizó en jefatura e hizo algo que nunca antes había hecho estando de servicio; salió a la calle. De pura rabia. Al cabo de un rato, apagó su móvil, fue a un pub de la estación central y se tomó dos cervezas mientras ardía de ira.

Luego se fue a casa, se duchó y se durmió.

Necesitaba dormir.

Se despertó a la hora de «Rapport»; los ojos casi se le salieron de las órbitas cuando vio los titulares del informativo. Un cementerio en Nykvarn. Lisbeth Salander le pega un tiro al líder de Svavelsjö MC. Batida policial por la zona sur de la ciudad. El cerco se estrechaba.

Encendió el móvil.

El cabrón de Bublanski lo llamó casi en seguida para comunicarle que, ahora oficialmente, buscaban un culpable alternativo y que debía tomar el relevo de Jerker Holmberg en la investigación forense del lugar del crimen de Nykvarn. Así que mientras la caza de Salander llegaba a su fin, Faste debería dedicarse a buscar colillas en el bosque. Otros le seguirían el rastro a Salander.

¿Qué diablos pintaba Svavelsjö MC en todo eso?

¿Y si había algo en el razonamiento de esa maldita bollera de Modig?

No podía ser.

Tenía que ser Salander.

Él quería ser el policía que la detuviera. Ansiaba tanto arrestarla que casi le dolieron las manos cuando apretó el móvil.


Holger Palmgren contemplaba, tranquilo, a Mikael Blomkvist mientras éste deambulaba de un lado a otro en la pequeña habitación de la residencia. Eran cerca de las siete y media de la tarde, y llevaban casi una hora hablando sin parar. Al final, Palmgren golpeó la mesa para llamar la atención de Mikael.

– Siéntese antes de que gaste los zapatos -le ordenó.

Mikael se sentó.

– ¡Cuántos secretos! -dijo-. Hasta que no me has contado el pasado de Zalachenko, la historia no me cuadraba del todo. Hasta ahora no había visto más que evaluaciones que determinaban que Lisbeth estaba trastornada psíquicamente.

– Peter Teleborian.

– Debe de tener algún tipo de acuerdo con Björck. Seguro que trabajaban juntos.

Mikael asintió con la cabeza, pensativo. Pasara lo que pasase, Peter Teleborian sería objeto de una investigación periodística.

– Lisbeth me dijo que me mantuviera alejado de él. Que era malvado.

Holger Palmgren le clavó una mirada incisiva.

– ¿Cuándo le dijo eso?

Mikael se calló. Luego sonrió y miró a Palmgren.

– Más secretos. ¡Joder! He estado en contacto con ella mientras ha estado desaparecida. A través de mi ordenador. Han sido comunicados breves y misteriosos por su parte, aunque siempre me ha guiado por el buen camino.

Holger Palmgren suspiró.

– Y eso no se lo ha contado a la policía, claro está.

– No. No exactamente.

– Oficialmente, tampoco me lo has contado a mí. Es verdad que los ordenadores se le dan bien.

«No sabes hasta qué punto.»

– Yo confío en su capacidad para caer siempre de pie. Puede que viva en la escasez, pero es una superviviente nata.

«Tampoco tan pobremente. Robó casi tres mil millones de coronas. No creo que pase hambre. Al igual que Pippi Calzaslargas, tiene un cofre lleno de monedas de oro.»

– Lo que no entiendo muy bien -contestó Mikael- es por qué no ha actuado durante todos estos años.

Holger Palmgren volvió a suspirar. Estaba muy triste

– He fracasado -respondió-. Cuando me convertí en su tutor, ella era una más de una serie de jóvenes con problemas. He tenido docenas de ellos bajo mi responsabilidad. Stefan Brådhensjö me pidió que me encargara cuando él era el jefe de los servicios sociales. Lisbeth ya estaba en Sankt Stefan. El primer año ni siquiera la vi. Hablé con Teleborian en un par de ocasiones y me explicó que era psicótica y que recibía las mejores atenciones imaginables. Naturalmente, yo le creí. Pero también hablé con Jonas Beringer, el jefe de la clínica en esa época. No creo que haya tenido nada que ver con esta historia. A petición mía, le hizo una evaluación y acordamos intentar reinsertarla en la sociedad mediante una familia de acogida. Entonces, ella tenía quince años.

– Pero usted siempre la ha apoyado.

– No lo suficiente. Luché por ella después del incidente del metro. A esas alturas ya había llegado a conocerla y me caía muy bien. Tenía carácter. Conseguí impedir que la ingresaran de nuevo. Llegamos a un acuerdo: ella era declarada incapacitada y yo me convertía en su administrador.

– Es difícil que Björck le pudiera dictar al tribunal lo que había de decidir. Habría llamado la atención. Él quería encerrarla y apostó por pintarlo todo de negro valiéndose de las evaluaciones psiquiátricas hechas por, entre otros, Teleborian. De este modo no tuvo más que esperar a que el tribunal tomara la decisión apropiada, pero éste, en cambio, optó por seguir tu propuesta.

– Nunca he pensado que ella tuviera que ser sometida a tutela administrativa. Pero, para serle sincero, tampoco me moví mucho para anular la decisión. Debería haber actuado con más firmeza y un poco antes. Aunque quería mucho a Lisbeth… siempre lo iba aplazando; tenía demasiadas cosas entre manos. Y luego caí enfermo.

Mikael asintió con la cabeza.

– No creo que deba reprocharle nada. Usted es una de las pocas personas que siempre ha estado de su parte.

– El problema es que yo nunca supe que debía actuar. Lisbeth era mi cliente y, sin embargo, nunca me dijo ni una palabra sobre Zalachenko. Cuando salió de Sankt Stefan, tardó varios años en mostrarme un mínimo de confianza. Hasta después del juicio no tuve la sensación de que ella comenzaba a comunicarse conmigo para algo que no fueran meras formalidades.

– ¿Por qué empezó a hablar de Zalachenko?

– Supongo que, a pesar de todo, Lisbeth empezó a depositar su confianza en mí. En varias ocasiones, yo había planteado el tema de intentar revocar su declaración de incapacidad. Ella lo meditó unos cuantos meses. De repente, un día me llamó y me dijo que quería verme. Ya había tomado una decisión. Y fue entonces cuando me contó toda la historia de Zalachenko y cómo ella vivió lo ocurrido.

– Entiendo.

– Tal vez entienda que tuve que asimilar bastantes cosas. Empecé a indagar en la historia, pero no hallé en toda Suecia ningún registro en el que figurara Zalachenko; no había ni el menor rastro de él. A veces, me resultaba difícil determinar si no sería fruto de su imaginación.

– Cuando sufrió el derrame, Bjurman se convirtió en su administrador. No puede haber sido una casualidad.

– No. No sé si lograremos demostrarlo algún día, pero sospecho que si hurgamos lo suficiente, encontraremos a la persona que sucedió a Björck y se convirtió en el responsable de ir borrando las huellas del caso Zalachenko.

– No me extraña nada que Lisbeth se niegue rotundamente a hablar con psicólogos o con cualquier autoridad oficial -dijo Mikael-. Cada vez que lo ha hecho las cosas han empeorado. Quiso explicarles lo ocurrido a un puñado de adultos y nadie la escuchó. Ella solita intentó salvar la vida de su madre y la defendió de un psicópata. Al final hizo lo único que podía hacer. Y en vez de decirle «bien hecho» o «buena chica», van y la encierran en un manicomio.

– Tampoco es tan sencillo. Espero que comprenda que a Lisbeth le pasa algo -replicó Palmgren tajantemente.

– ¿Qué quiere decir?

– Supongo que sabes que durante la infancia se metió en bastantes líos, que tuvo problemas en el colegio y todo eso, ¿verdad?

– Ha aparecido en todos los periódicos. Creo que yo también habría tenido problemas en el colegio si hubiera vivido una infancia como la suya.

– Ya, pero sus problemas van mucho más allá del ámbito familiar. He leído todas las evaluaciones psiquiátricas que le han hecho y ni siquiera existe un diagnóstico. Sin embargo, creo que estamos de acuerdo en que Lisbeth Salander no es como la gente normal. ¿Alguna vez ha jugado al ajedrez con ella?

– No.

– Tiene memoria fotográfica.

– Eso ya lo sé. Me di cuenta cuando estuve con ella.

– Vale. Le encantan los enigmas. Una Navidad que cenó en mi casa, la engañé para que resolviera unos cuantos problemas de un test de inteligencia de Mensa, uno de ésos en los que te dan cinco símbolos parecidos y tienes que determinar el aspecto del sexto.

– Ya.

– Yo sólo fui capaz de resolver más o menos la mitad. Y eso que estuve dos tardes dándole vueltas. Ella le echó un vistazo al papel y los hizo todos bien.

– Ya -dijo Mikael-. Lisbeth es una chica muy especial.

– Tiene verdaderas dificultades para relacionarse con otras personas. Yo diría que tiene algunos rasgos del síndrome de Asperger o algo parecido. Si estudias las descripciones clínicas de los pacientes a los que se les ha diagnosticado el síndrome, hay cosas que encajan muy bien con Lisbeth, pero también muchas otras que no se corresponden en absoluto.

Guardó silencio durante un instante.

– Ella no representa peligro alguno para las personas que la dejan en paz y que la tratan con respeto.

Mikael asintió.

– No obstante, y sin lugar a dudas, es violenta -contestó Palmgren en voz baja-. Si la provocan o la amenazan, puede responder con extrema violencia.

Mikael volvió a asentir con la cabeza.

– La cuestión es qué hacer ahora -dijo Holger Palmgren.

– Buscar a Zalachenko -respondió Mikael.

En ese momento, el doctor Sivarnandan llamó a la puerta.

– Espero no molestaros. Pero si estáis interesados en Lisbeth Salander, creo que deberíais poner la tele y ver «Rapport».

Capítulo 29 Miércoles, 6 de abril – Jueves, 7 de abril

Lisbeth Salander tembló de rabia. Por la mañana había ido a la casa de campo de Bjurman. No había encendido su ordenador desde la noche anterior y durante el día había estado demasiado ocupada para escuchar las noticias. Estaba preparada para que el incidente de Stailarholmen originara unos cuantos titulares, pero el aluvión informativo que le estaba cayendo desde la televisión la cogió completamente desprevenida.

Miriam Wu se hallaba ingresada en el Södersjukhuset, apalizada por un gigante rubio que la había secuestrado ante el portal de su casa de Lundagatan. Su estado era crítico.

La había salvado Paolo Roberto. Las razones por las que él había acabado en un almacén de Nykvarn resultaban incomprensibles. Le entrevistaron en cuanto salió por la puerta del hospital, pero declinó hacer comentarios. Tenía la cara como si hubiera combatido diez asaltos con las manos esposadas a la espalda.

Habían encontrado los restos de dos personas en una zona forestal situada justo en el lugar al que habían llevado a Miriam Wu. Por la noche, se informó de que la policía había marcado un tercer lugar que iba a ser excavado. Tal vez existieran más tumbas en ese terreno.

Luego la caza de Lisbeth Salander.

Habían estrechado el cerco. Durante el día, la policía la había tenido rodeada en una zona de casas de campo cercana a Stailarholmen. Iba armada y era peligrosa. Había disparado a un integrante de los Angeles del Infierno, posiblemente a dos. El tiroteo tuvo lugar en la casa de campo de Nils Bjurman. Por la noche, la policía valoró la posibilidad de que hubiese conseguido traspasar el cerco y abandonar la zona.

El instructor del sumario, Richard Ekström, convocó una rueda de prensa. Contestó con evasivas. No, no podía responder a la pregunta de si Lisbeth Salander estaba relacionada con los Angeles del Infierno. No, tampoco podía confirmar que Lisbeth Salander hubiera sido vista en las proximidades del almacén de Nykvarn. No, no había nada que indicara que se trataba de un ajuste de cuentas entre integrantes del mundo del hampa. No, no habían podido determinar si Lisbeth Salander era la única autora de los asesinatos de Enskede. La policía -sostuvo Ekström- nunca había afirmado que ella fuera la culpable; tan sólo habían emitido una orden de busca y captura para interrogarla.

Lisbeth Salander frunció el ceño. Evidentemente, algo había pasado en el seno de la investigación policial.


Se conectó a la red. Leyó primero la prensa y luego entró, por este orden, en los discos duros del fiscal Ekström, de Dragan Armanskij y de Mikael Blomkvist.

El correo electrónico de Ekström contenía mucha información de interés, en especial un memorando enviado por el inspector Jan Bublanski a las 17.22h. Era sucinto, pero hacía una crítica devastadora a la manera del fiscal de llevar la instrucción del caso. Terminaba con algo que podía considerarse un ultimátum. El correo de Bublanski estaba estructurado por puntos. Le exigía que la inspectora Sonja Modig se reincorporara inmediatamente al equipo de investigación; que la línea de investigación de los asesinatos de Enskede se modificara y se orientara hacia posibles autores alternativos, y que a ese misterioso individuo conocido como Zala se le abriera una investigación seria.

Las acusaciones contra Lisbeth Salander se basan en un solo indicio importante sus huellas dactilares en el arma homicida Eso, como bien sabes, constituye una prueba de que ha tocado el arma, pero no demuestra que la dirigiera contra las víctimas y, mucho menos todavía, que la haya disparado

En la actualidad, desconocemos qué otros actores están implicados en este drama. Sabemos que la policía de Södertälje ha encontrado dos cadáveres enterrados y que ha sido marcado y va a ser excavado un lugar más. El propietario del almacén es un primo de Carl-Magnus Lundin. Debería resultar obvio -a pesar de su carácter violento y, sea cual sea, su perfil psicológico- que Lisbeth Salander no puede tener nada que ver con todo esto.

Bublanski terminaba advirtiendo que si sus exigencias no se satisfacían, se vería obligado a dimitir de la investigación; algo que no pensaba hacer con discreción. Ekstrom le había contestado que lo dejaba en sus manos y que actuara según su criterio.

Lisbeth obtuvo más información -esta vez desconcertante- del disco duro de Dragan Armanskij. Un breve intercambio de correos con el departamento de nóminas de Milton dejaba claro que Niklas Eriksson abandonaba la empresa a efectos inmediatos. Había que abonarle el sueldo de los días de vacaciones acumulados, así como tres meses de indemnización por despido. Un correo destinado al vigilante ordenaba que, en cuanto Eriksson llegara al edificio, se le acompañara hasta su mesa para recoger sus pertenencias personales y que luego se le invitara a abandonar el lugar. Otro dirigido al departamento técnico comunicaba que se le invalidara la tarjeta de acceso al edificio.

Pero lo más interesante estaba en la breve correspondencia entre Dragan Armanskij y el abogado de Milton Security, Frank Alenius. Dragan le preguntaba qué representación legal sería la mejor en el caso de que Lisbeth Salander fuese detenida. En un principio, Alenius contestó que no había razón alguna para que Milton se entrometiera en el caso de unos crímenes cometidos por una antigua empleada y que la implicación de Milton Security en ese tema debería considerarse, más bien, como algo directamente negativo. Indignado, Armanskij respondió que todavía estaba por ver si Lisbeth Salander era culpable de asesinato y que sólo se trataba de prestar ayuda a una anterior empleada que Dragan Armanskij consideraba inocente a título personal.

Lisbeth abrió el disco duro de Mikael Blomkvist y constató que no había escrito nada ni había entrado en su ordenador desde la mañana del día anterior. Allí no había noticias.


Sonny Bohman puso la carpeta en la mesa de reuniones del despacho de Armanskij y se dejó caer en la silla. Fräklund cogió la carpeta, la abrió y empezó a leerla. Dragan Armanskij estaba de pie ante la ventana contemplando Gamia Stan.

– Supongo que es lo último que entrego. Desde hoy mismo, estoy fuera de la investigación -dijo Bohman.

– No es culpa tuya -contestó Fräklund.

– No, no es culpa tuya -repitió Armanskij, sentándose.

Había puesto sobre la mesa todo el material que, durante casi dos semanas, le había ido proporcionando Bohman.

– Has hecho un buen trabajo, Sonny. He hablado con Bublanski. De hecho, lamenta haber tenido que deshacerse de ti, pero no le quedaba otra elección. Por lo de Eriksson.

– No pasa nada. He descubierto que estoy mucho mejor aquí, en Milton, que en la jefatura de Kungsholmen.

– ¿Puedes hacerme un resumen?

– Bueno, pues… si la intención era encontrar a Lisbeth Salander, entonces hemos fracasado estrepitosamente. Hasta donde he participado, ha sido una investigación muy enmarañada y con intereses encontrados, y puede que, en algunas ocasiones, Bublanski no haya tenido todo el control de las pesquisas.

– Hans Faste…

– Hans Faste es un cabrón. Aunque el problema no se limita a Faste ni a que la investigación haya sido tan enrevesada. Bublanski ha velado por que todas las pistas se siguieran a fondo. Lo que ha sucedido es que Lisbeth Salander ha sido muy buena borrando sus propias huellas.

– Pero tu trabajo no consistía sólo en detener a Salander -intervino Armanskij.

– No, y menos mal que, cuando empezamos, no informamos a Niklas Eriksson de mi segunda misión, ser tu topo y asegurarme de que no colgaran a Salander siendo inocente.

– ¿Y qué crees hoy en día?

– Al principio, estaba bastante seguro de su culpabilidad. Hoy, no lo sé. Han aparecido tantas pruebas tan contradictorias…

– ¿Sí?

– Que ya no la consideraría la principal sospechosa. Cada vez me inclino más por la posibilidad de que haya algo en el razonamiento de Mikael Blomkvist.

– Lo cual quiere decir que tenemos que centrarnos en intentar encontrar a otros posibles culpables. ¿Retomamos la investigación desde el principio? -preguntó Armanskij y sirvió café a los participantes en la reunión.


Lisbeth Salander pasó una de las peores noches de su vida. Recordó el momento en el que arrojó la bomba incendiaria por la ventana del coche de Zalachenko. En ese preciso instante, las pesadillas cesaron y sintió una gran paz interior. A lo largo de los años, había tenido otros problemas, pero siempre habían versado sobre ella y los había podido controlar. Ahora se trataba de Mimmi.

Mimmi estaba destrozada en Södersjukhuset. Mimmi era inocente. No tenía nada que ver con esa historia. Su único delito había sido conocer a Lisbeth Salander.

Lisbeth se maldijo a sí misma. La culpa era suya. De pronto, le asaltó un sentimiento de culpa desolador. Había mantenido en secreto su propia dirección y se había asegurado de protegerse de todas las maneras posibles. Y, luego, había convencido a Mimmi para que se instalara en esa casa cuya dirección conocía todo el mundo.

¿Cómo podía haber sido tan imprudente?

Ya puestos, la podría haber molido a palos ella misma. Total…

Se sentía tan desgraciada que unas lágrimas se asomaron a sus ojos. Lisbeth Salander nunca llora. Se enjugó las lágrimas.

A las diez y media, estaba tan inquieta que fue incapaz de quedarse en casa. Se abrigó y salió sigilosamente a la calle. Trazó una ruta poco concurrida hasta que llegó a Ringvägen y se detuvo en la puerta de Södersjukhuset. Quería ir a la habitación de Mimmi, despertarla y decirle que todo iba a salir bien. Luego vio las luces de un coche patrulla que venía desde Zinkensdamm y entró en una bocacalle para no ser descubierta.

Poco después de la medianoche, ya estaba de regreso en Mosebacke. Había cogido frío, de modo que se desvistió y se metió bajo el edredón de su cama de Ikea. No podía dormir. A la una se levantó y, desnuda, recorrió el piso a oscuras. Entró en el cuarto de invitados, donde había colocado una cama y una cómoda, aunque luego no había vuelto a pisarlo. Se sentó en el suelo, apoyó la espalda contra la pared y se quedó mirando la oscuridad.

«Lisbeth Salander con un cuarto de invitados. ¡Qué gracia!»

Se quedó allí hasta las dos de la madrugada, hasta que tuvo tanto frío que empezó a temblar. Luego se echó a llorar. No recordaba haberlo hecho jamás.


Media hora después, entrada la madrugada, Lisbeth Salander se duchó y se vistió. Encendió la cafetera, preparó unos sándwiches y conectó el ordenador. Entró en el disco duro de Mikael Blomkvist. Le desconcertó que él no hubiera puesto al día su cuaderno de bitácora, pero no tenía fuerzas para pensar en eso durante la noche.

Dado que el cuaderno de bitácora seguía intacto, abrió la carpeta «Lisbeth Salander». Al instante encontró un documento nuevo titulado «Lisbeth – Importante». Consultó la opción «propiedades». Había sido creado a las 00.52 h. Luego, hizo doble clic y leyó el mensaje.

Lisbeth, contacta conmigo inmediatamente. Esta historia es peor de lo que me podía imaginar. Sé quién es Zalachenko y creo que ya sé lo que pasó. He hablado con Holger Palmgren. He entendido el papel que desempeñó Teleborian y por qué era tan importante encerrarte en la clínica de psiquiatría infantil. Creo que ya sé quién mató a Dag y Mia. Me parece que he hallado el móvil, pero me faltan algunas de las piezas decisivas del rompecabezas. No entiendo el papel de Bjurman. LLÁMAME. PONTE EN CONTACTO CONMIGO YA. PODEMOS RESOLVER ESTO.

Mikael.

Lisbeth leyó el documento dos veces. Kalle Blomkvist había hecho los deberes. «Don Perfecto. Don Perfecto de los Cojones.» Él todavía creía que las cosas se podían arreglar.

Sus intenciones eran buenas. Quería ayudar.

No entendía que, pasara lo que pasase, su vida ya se había terminado.

Había terminado incluso antes de cumplir los trece años. Sólo quedaba una solución.

Abrió un documento e intentó redactar una respuesta. La cabeza le daba vueltas. Había tantas cosas que quería decirle…

Lisbeth Salander, enamorada. ¡Para partirse de risa!

Nunca jamás se lo diría. Nunca jamás le daría la satisfacción de que se burlara de sus sentimientos.

Envió el documento a la papelera y se quedó mirando el monitor, ahora vacío. Pero él se merecía algo más que su silencio. Había permanecido fiel en su rincón del cuadrilátero como un tenaz soldadito de plomo. Creó un nuevo documento y escribió una sola línea.

Gracias por haber sido mi amigo.


En primer lugar, debía tomar unas cuantas decisiones de carácter logistico. Necesitaba un medio de transporte. Usar el Honda burdeos de Lundagatan resultaba tentador; sin embargo, esa opción estaba descartada. Nada en el portátil del fiscal Ekström indicaba que el equipo investigador hubiera descubierto que ella se había comprado un coche, aunque tal vez se debiera a que lo había comprado hacía tan poco que ni siquiera le había dado tiempo a enviar ni los papeles de matriculación ni los del seguro. No obstante, no podía correr el riesgo de que Mimmi hubiese dicho algo sobre el coche cuando fue interrogada por la policía. Además, sabía que Lundagatan se hallaba bajo vigilancia.

La policía estaba al tanto de que poseía una moto, de modo que sería aún más complicado sacarla del garaje de Lundagatan. Por otra parte, y a pesar de los recientes días de temperaturas casi veraniegas, habían pronosticado un tiempo inestable y no tenía muchas ganas de conducir bajo la lluvia por carreteras resbaladizas.

Naturalmente, otra alternativa era alquilar un coche a nombre de Irene Nesser, pero eso comportaba ciertos riesgos. Siempre existía la posibilidad de que alguien la reconociera y, en consecuencia, el nombre de Irene Nesser quedara inutilizable para siempre. Aquello representaría una verdadera catástrofe, ya que constituía su único modo de salir del país.

Luego, se dibujó una sonrisa torcida en su rostro. Por supuesto, había otra opción. Abrió su ordenador, entró en la red interna de Milton Security y se conectó a la página del parque de automóviles que gestionaba una secretaria de recepción. Milton Security disponía de noventa y cinco coches, la mayoría de vigilancia, pintados con el logotipo de la empresa. De ésos, gran parte se encontraba en distintos aparcamientos repartidos por toda la ciudad. También había otros, normales y corrientes, que se podían usar, según las necesidades, para viajes de trabajo. Se hallaban en Slussen, en el garaje de las oficinas centrales de Milton. Como quien dice a la vuelta de la esquina.

Examinó las fichas del personal y eligió al colaborador Marcus Collander, quien acababa de coger dos semanas de vacaciones. Había dejado el número de teléfono de un hotel de las islas Canarias. Lisbeth cambió el nombre del hotel y mezcló las cifras del teléfono de contacto donde se le podía localizar. Luego, escribió una nota en la que hacía constar que, antes de irse de vacaciones, Collander había mandado llevar uno de los coches al taller con motivo de un problema en el embrague. Eligió un Toyota Corolla automático que había conducido otras veces y notificó que estaría de vuelta una semana más tarde.

Por último, accedió al sistema y reprogramó una de las cámaras de vigilancia por las que tendría que pasar. Entre las 04.30 y las 05.00 h., mostrarían una repetición de lo que había ocurrido durante la media hora anterior, pero con el código horario cambiado.

Poco antes de las cuatro de la mañana, ya había preparado la mochila. Llevaba ropa para cambiarse dos veces, dos botes de gas lacrimógeno y la pistola eléctrica con la batería cargada. Miró las dos armas con las que se había hecho últimamente. Descartó la Colt 1911 Government de Sandström y se decantó por la P-83 Wanad polaca -a la que le faltaba un cartucho en el cargador- de Sonny Nieminen. Era más fina y más fácil de manejar. Se la metió en el bolsillo de la chaqueta.


Lisbeth bajó la tapa de su PowerBook, pero lo dejó sobre la mesa de trabajo. Había transferido el contenido del disco duro a una copia de seguridad encriptada en la red. Acto seguido, eliminó todo su disco duro con un programa que ella misma había creado y que garantizaba que ni siquiera ella sería capaz de reconstruir la información destruida. No necesitaba su PowerBook, sólo sería una carga. En su lugar, se llevó su Palm Tungsten.

Repasó el despacho con la mirada. Presintió que no volvería al piso de Mosebacke. Sabía que estaba dejando secretos tras de sí que tal vez debiera destruir, pero consultó la hora y se dio cuenta de que le faltaba tiempo. Miró a su alrededor una vez más y, luego, apagó la lámpara de la mesa.


Fue a pie hasta Milton Security, entró por el garaje y cogió el ascensor hasta el departamento administrativo. No se cruzó con nadie en los pasillos desiertos y, ya en la recepción, no tuvo ningún problema en coger la llave del coche de un armario que no estaba cerrado.

Treinta segundos más tarde ya se hallaba de nuevo en el garaje y abrió el Corolla con un bip. Tiró la mochila al asiento del copiloto, ajustó el suyo y también el retrovisor. Usó su antigua tarjeta para abrir la puerta del garaje.

Poco antes de las cuatro y media de la mañana abandonaba Söder Mälarstrand a la altura de Västerbron. Empezaba a amanecer.


Mikael Blomkvist se despertó a las seis y media de la mañana. No había puesto el despertador y sólo había dormido tres horas. Se levantó, encendió su iBook y abrió la carpeta «Lisbeth Salander». Encontró inmediatamente su lacónica respuesta.

Gracias por haber sido mi amigo.

Mikael sintió cómo un escalofrío le recorrió la espalda. No era la respuesta que esperaba. Le dio la sensación de que se trataba de una frase de despedida. «Lisbeth Salander sola contra el mundo.» Pasó por la cocina, encendió la cafetera y continuó hasta el cuarto de baño. Se embutió un par de vaqueros desgastados y se dio cuenta de que, durante las últimas semanas, no había tenido tiempo de lavar y ya no le quedaba ni una sola camisa limpia. Se puso una sudadera de color burdeos y una americana gris.

Mientras se hallaba en la cocina preparando unos sándwiches, percibió, de repente, el destello de un metal en la encimera que estaba entre el microondas y la pared. Frunció el ceño, cogió un tenedor del cajón de los cubiertos y pescó un llavero.

Las llaves de Lisbeth Salander. Las había encontrado tras la agresión de Lundagatan y las había dejado encima del microondas, junto a su bolso. Debían de haberse caído. Se le había olvidado entregárselas a Sonja Modig.

Se quedó mirando fijamente el llavero. Tres llaves grandes y tres pequeñas. Las grandes eran de un portal, de la puerta de un piso y de una cerradura de seguridad. «Su casa.» Pero no se correspondían con las de Lundagatan. ¿Dónde diablos vivía?

Estudió las tres llaves pequeñas con más detenimiento. Una pertenecía a su moto Kawasaki. Otra era la típica llave de un armario de seguridad o de un mueble de almacenaje. Cogió la tercera. Tenía grabado el número 24914. El descubrimiento le impactó notablemente.

«Un apartado de correos. Lisbeth Salander tiene un apartado de correos.»

Buscó en la guía telefónica las oficinas postales que había en el barrio de Södermalm. Ella había vivido en Lundagatan. La de Ringen le quedaba demasiado lejos. Tal vez la de Hornsgatan… o la de Rosenlundsgatan.

Apagó la cafetera, pasó de desayunar, cogió el BMW de Erika Berger y condujo hasta Rosenlundsgatan. La llave no encajó. Acto seguido, se dirigió a la oficina de Hornsgatan. La llave encajó perfectamente en el apartado 24914. Lo abrió y encontró veintidós envíos que metió en el compartimento exterior del maletín de su ordenador.

Continuó por Hornsgatan, aparcó delante del cine Kvartersbion y desayunó en Copacabana, en Bergsunds strand. Mientras esperaba su caffè latte examinó las cartas una a una. Todas iban dirigidas a Wasp Enterprises. Nueve de ellas habían sido enviadas desde Suiza, ocho desde las islas Caimán, una desde las islas Anglonormandas y cuatro desde Gibraltar. Las abrió sin el más mínimo remordimiento de conciencia. Veintiuna contenían extractos bancarios y rendimientos de distintas cuentas y fondos de inversión. Mikael Blomkvist constató que Lisbeth Salander era más rica que un marajá.

La que hacía el número veintidós era más gorda. La dirección había sido escrita a mano. El sobre tenía un membrete que indicaba que había sido enviada desde Buchanan House, en Queensway Quay, Gibraltar. El documento adjunto llevaba otro membrete, el del supuesto remitente, un tal Jeremy S. MacMillan, Solicitor. Tenía una letra pulcra.

Jeremy S. MacMillan

Solicitor

Dear Ms Salander:

This is to confirm that the final payment of your property has been concluded as of January 20. As agreed, I'm enclosing copies of all documentation but will keep the original set. I trust this will be to your satisfaction.

Let me add that I hope everything is well with you, my dear. I very much enjoyed the surprise visit you made last summer and, must say, I found your presence refreshing. I'm looking forward to, if needed, be of additional service.

Yours faithfully,

J. S. M. [2]

La carta estaba fechada el 24 de enero. Al parecer, Lisbeth Salander no recogía su correspondencia muy a menudo. Mikael echó un vistazo a la documentación adjunta. Se trataba de la adquisición de un piso en un inmueble de Fiskargatan 9, en Mosebacke.

Luego, se le atragantó el café. El precio de venta eran veinticinco millones de coronas y la compra se había efectuado en dos pagos en un intervalo de doce meses.


Lisbeth Salander vio a un hombre moreno y corpulento abrir con llave la puerta lateral de Auto-Expert, en Eskilstuna. Era un garaje, taller de reparaciones y empresa de alquiler de coches. Una más del montón. Eran las siete menos diez y, según rezaba el cartel escrito a mano de la puerta, no abrían hasta las siete y media. Lisbeth cruzó la calle, abrió la puerta lateral y siguió al hombre. Él la oyó y se dio la vuelta.

– ¿Refik Alba? -preguntó.

– Sí. ¿Quién eres tú? Aún no está abierto.

Empuñando la P-83 Wanad de Sonny Nieminen con las dos manos, la levantó y le apuntó a la cara.

– No tengo ni ganas ni tiempo de discutir contigo. Quiero ver el registro de coches alquilados. Ahora mismo. Te doy diez segundos.

Refik Alba tenía cuarenta y dos años de edad. Era kurdo, de Diyarbakir, y había visto bastantes armas en su vida. Se quedó paralizado. Después, comprendió que si una loca entraba en su oficina con una pistola en la mano, no había nada que hacer.

– En el ordenador -dijo él.

– Enciéndelo -contestó ella.

Refik Alba obedeció.

– ¿Qué hay detrás de esa puerta? -preguntó Lisbeth mientras el ordenador arrancaba con el típico runrún y la pantalla centelleaba.

– Es sólo un armario.

– Abre la puerta.

Contenía unos monos.

– Vale. Métete ahí sin hacer ningún movimiento raro y no te haré daño.

Hizo lo que le dijo sin rechistar.

– Saca tu móvil, ponlo en el suelo y acércamelo con el pie.

Él siguió sus instrucciones.

– Muy bien. Y ahora cierra la puerta.

Se trataba de un anticuado PC con Windows 95 y un disco duro de doscientos ochenta megabytes. El documento Excel con los datos de los coches alquilados tardó una eternidad en abrirse. Comprobó que el Volvo blanco que conducía el gigante rubio había sido alquilado en dos ocasiones; la primera en enero, durante dos semanas, y la segunda, el 1 de marzo. Aún no lo había devuelto. Pagaba un importe semanal en concepto de alquiler a largo plazo.

Su nombre era Ronald Niedermann.

Examinó las carpetas que se hallaban en los estantes situados encima del ordenador. Una de ellas tenía escrita en el dorso, con pulcras letras de imprenta, la palabra «identificación». Cogió el archivador y buscó a Ronald Niedermann. Cuando alquiló el coche en enero, se había identificado con su pasaporte y Refik Alba se quedó con una fotocopia. Lisbeth reconoció en seguida al gigante rubio. Según el pasaporte, era alemán, de Hamburgo, y tenía treinta y cinco años. El hecho de que Refik Alba hubiera hecho una copia del pasaporte significaba que Ronald Niedermann era un cliente normal y no un amigo que había cogido prestado el coche temporalmente. A pie de página, en un margen, Refik Alba había apuntado un número de móvil y la dirección de un apartado de correos de Gotemburgo.

Lisbeth devolvió la carpeta a su sitio y apagó el ordenador. Recorrió la estancia con la mirada y descubrió en el suelo, junto a la puerta principal, una cuña de goma. La cogió, se acercó al armario y llamó a la puerta con el cañón de la pistola.

– ¿Me oyes?

– Sí.

– ¿Sabes quién soy?

Silencio.

«Hay que estar muy ciego para no reconocerme.»

– Vale. Sabes quién soy. ¿Me tienes miedo?

– Sí.

– No me tenga usted miedo, señor Alba. No voy a hacerle daño. Dentro de poco, habré acabado aquí dentro. Le pido disculpas por las molestias.

– Eh… Vale.

– ¿Tiene suficiente aire para respirar ahí dentro?

– Sí… ¿qué quieres realmente?

– Quería ver si cierta mujer te alquiló un coche hace dos años -mintió-. No he encontrado lo que buscaba. Pero no es culpa tuya. Me iré dentro de unos minutos.

– De acuerdo.

– Voy a poner una cuña de goma por debajo de la puerta. Es lo bastante endeble para que puedas forzarla, aunque te llevará un rato. No hace falta que llames a la policía. Nunca más me volverás a ver y hoy podrás abrir como cualquier otro día y hacer como si esto no hubiese ocurrido.

La probabilidad de que no llamara a la policía era bastante inexistente, pero ¿por qué no ofrecerle esa posibilidad? Lisbeth abandonó el establecimiento y se fue andando hasta su Toyota Corolla, aparcado a la vuelta de la esquina, donde, en un instante, se disfrazó de Irene Nesser.

Estaba irritada. Le habría gustado conseguir la dirección física del gigante rubio, por ejemplo, la de Estocolmo, en vez de la de un apartado de correos en la otra punta de Suecia. Sin embargo, era la única pista que tenía. «De acuerdo. Hacia Gotemburgo.»

Sorteó el tráfico hasta la E 20, y luego, se dirigió al oeste en dirección a Arboga. Puso la radio. Como el informativo ya había terminado, sintonizó una emisora comercial. Escuchó a David Bowie cantando putting out fire with gasoline. Lisbeth no tenía ni idea de quién cantaba ni de qué canción se trataba, pero las palabras le parecieron proféticas.

Capítulo 30 Jueves, 7 de abril

Mikael contempló el portal de Fiskargatan 9, en Mosebacke. Una de las direcciones más exclusivas y discretas de Estocolmo. Introdujo la llave en la cerradura. Encajó a la perfección. El panel informativo de la escalera no fue de ninguna utilidad. Mikael supuso que el edificio estaría compuesto, en su mayor parte, por pisos pertenecientes a empresas, pero al parecer también residían particulares. No le extrañó que el nombre de Lisbeth Salander no figurara en el panel, aunque no acababa de dar crédito a que aquél fuera su escondite.

Mientras subía, fue leyendo, piso a piso, las placas de las puertas. Ninguna le decía nada. Luego llegó a la planta superior y leyó «V. Kulla» en la puerta.

Mikael se golpeó la frente con una mano. A continuación sonrió. Villa Villerkulla, la casa de Pippi Calzaslargas. Imaginó que la elección del nombre no iba dirigida a él; seguro que se trataba de otra de las típicas ironías de Lisbeth. Aunque una cosa era cierta: ¿dónde, si no, iba Kalle Blomkvist a buscar a Lisbeth Salander?

Puso el dedo en el timbre y esperó un minuto. Después sacó las llaves y abrió la cerradura de seguridad y la inferior.

En el mismo instante en que abrió la puerta, la alarma se puso a aullar.


El teléfono móvil de Lisbeth Salander empezó a sonar en la E 20, a la altura de Glanshammar, cerca de Orebro. Redujo la velocidad de inmediato y paró el coche en el arcén. Sacó la Palm del bolsillo de la cazadora y lo conectó al móvil.

Quince segundos antes, alguien había irrumpido en su piso. La alarma no estaba conectada a ninguna empresa de seguridad. Su único objetivo era alertarla de que la puerta había sido forzada o abierta de alguna manera. En treinta segundos se activaría la alarma y el intruso recibiría la desagradable sorpresa de una bomba de pintura instalada junto a la puerta, dentro de lo que se hacía pasar por una pequeña caja eléctrica de derivación. Sonrió expectante e inició la cuenta atrás.


Frustrado, Mikael miró fijamente la pantalla de la alarma. Por alguna extraña razón, ni siquiera se le había ocurrido que en el piso pudiera haber un dispositivo de seguridad. Vio cómo un cronómetro digital comenzaba la cuenta atrás. La alarma de Millennium saltaba si, en un plazo de treinta segundos, no se introducía el código de cuatro cifras. Después, un par de soldaditos musculosos de una empresa de seguridad hacían acto de presencia.

Su primer impulso hubiera sido cerrar la puerta y abandonar el lugar a toda prisa. Sin embargo, se quedó allí como congelado.

Cuatro cifras. Era imposible dar con el código correcto al azar.

Veinticinco, veinticuatro, veintitrés, veintidós…

«Maldita Pippi Calzas…»

Diecinueve, dieciocho…

«¿Qué código tendrás?»

Quince, catorce, trece…

Sintió aumentar el pánico.

Diez, nueve, ocho…

Luego, levantó la mano y marcó a la desesperada el único número que se le ocurrió, 9277. Las cifras que formaban la palabra «Wasp» en el teclado de un móvil.

Para su gran asombro, la cuenta atrás se detuvo a seis segundos del final. A continuación la alarma emitió un último pitido antes de que la pantalla se pusiera a cero y se iluminara un pilotito verde.


Lisbeth abrió los ojos de par en par. Creyó que se trataba de un error; de hecho, sacudió la Palm. Aunque era consciente de que se trataba de una reacción irracional. La cuenta atrás se había parado seis segundos antes de que se activara la bomba de pintura. Y, después, la pantalla se puso a cero. «Imposible.»

Nadie en el mundo conocía el código. Ni siquiera había una empresa de seguridad conectada a la alarma. «¿Cómo?»

No se podía imaginar qué había sucedido. ¿La policía? No. ¿Zala? Descartado.

Marcó un número de móvil y esperó a que la cámara de vigilancia se conectara y empezara a enviarle imágenes de baja resolución a su teléfono. La cámara se ocultaba en lo que simulaba ser un detector de incendios instalado en el techo y grababa una imagen por segundo. Retransmitió la secuencia desde el principio, el momento en el que la puerta se abrió y la alarma se activó. Luego, lentamente, una sonrisa torcida se dibujó en su rostro al descubrir a Mikael Blomkvist haciendo una entrecortada pantomima antes de marcar el código y apoyarse contra el marco de la puerta con la misma cara que hubiera puesto si acabara de salvarse de un ataque cardíaco.

Kalle Blomkvist de los Cojones había dado con su casa.

Tenía las llaves que ella perdió en Lundagatan. Era lo bastante listo como para recordar que Wasp era su seudónimo en la red. Y si había dado con el piso, puede que incluso hubiera sacado la conclusión de que estaba a nombre de Wasp Enterprises. Mientras le observaba, él empezó a moverse espasmódicamente por el vestíbulo y pronto desapareció del campo de visión del objetivo.

«Mierda. ¿Cómo he podido ser tan previsible? ¿Y por qué dejé…?» Ahora sus secretos estaban a la vista de los ojos escrutadores de Mikael Blomkvist.

Tras dos minutos, se dio cuenta de que ya daba igual. Había borrado el disco duro. Eso era lo importante. Incluso tal vez supusiera una ventaja que fuera Mikael Blomkvist, y no otra persona, quien encontrara su escondite. Él ya conocía más secretos suyos que ninguna otra persona. Don Perfecto haría lo correcto. No la vendería. Al menos, eso era lo que ella esperaba. Metió una marcha y, pensativa, continuó su viaje hasta Gotemburgo.


Cuando llegó al trabajo, a las ocho y media, Malin Eriksson se topó con Paolo Roberto en la escalera de la redacción de Millennium. Lo reconoció en seguida, se presentó y lo dejó entrar. Él cojeaba considerablemente. Malin percibió el aroma a café y constató que Erika Berger ya se encontraba en su oficina.

– Hola, Berger. Gracias por recibirme tan pronto -dijo Paolo.

Antes de inclinarse y darle un beso en la mejilla, Erika examinó, impresionada, la colección de moratones y chichones de su cara.

– Tienes un aspecto lamentable -dijo ella.

– No es la primera vez que me rompen la nariz. ¿Dónde tienes metido a Blomkvist?

– Está por ahí jugando a los detectives y buscando pistas. Como siempre, resulta imposible comunicarse con él. Exceptuando un peculiar correo que recibí anoche, no sé nada de él desde ayer por la mañana. Gracias por… En fin, gracias.

Le señaló la cara.

Paolo Roberto se rió.

– ¿Quieres café? Has dicho que tenías algo que contarme. Malin, ¿nos acompañas?

Se sentaron en las cómodas sillas del despacho de Erika.

– Se trata del cabrón con el que estuve peleando, ese rubio tan enorme. Ya le conté a Mikael que su boxeo no valía un pimiento. Lo raro era que adoptaba todo el tiempo una posición de defensa con los puños y se movía como si fuese un experimentado boxeador. Me dio la impresión de que había recibido algún tipo de preparación.

– Mikael me lo mencionó por teléfono -dijo Malin.

– No podía quitarme esa imagen de la cabeza, así que ayer por la tarde, cuando llegué a casa, me senté delante del ordenador y empecé a enviar correos electrónicos a clubes de boxeo de toda Europa. Les expliqué la situación e hice una descripción lo más detallada posible del tipo.

– Vale.

– Creo que ha habido suerte.

Depositó sobre la mesa una foto enviada por fax y se la enseñó a Erika y Malin. Parecía estar hecha en un gimnasio, en una sesión de entrenamiento de boxeo. Dos boxeadores atendían las instrucciones de un hombre mayor bastante obeso que llevaba chándal y un sombrero de cuero de ala estrecha. En torno al cuadrilátero, había media docena de personas escuchando. Al fondo, se veía un hombre muy grande con una caja de cartón en los brazos. Tenía la cabeza rapada, parecía un Skinhead. Alguien había trazado un círculo a su alrededor con un rotulador.

– Es de hace diecisiete años. El chico del fondo se llama Ronald Niedermann. Por aquel entonces, tenía dieciocho años, de modo que ahora tendrá unos treinta y cinco. Encaja con el gigante que secuestró a Miriam Wu. No me atrevo a asegurar al cien por cien que se trate de él. La foto es demasiado vieja y la calidad es malísima. Pero sí puedo decir que se le parece mucho.

– ¿De dónde la has sacado?

– Me la han enviado desde el club Dynamic de Hamburgo. Pertenece a un veterano entrenador que se llama Hans Münster.

– ¿Y?

– A finales de los ochenta, Ronald Niedermann estuvo un año boxeando allí. O, mejor dicho, intentando boxear. La he recibido esta mañana y he llamado a Münster antes de venir aquí. Resumiendo, me ha dicho que Ronald Niedermann es de Hamburgo y que, en la década de los ochenta, iba con una banda de cabezas rapadas. Tiene un hermano unos cuantos años mayor que él, un boxeador muy bueno al que le debe el haber entrado en el club. Niedermann tenía una fuerza apabullante y un físico sin igual. Münster me ha contado que nunca ha visto a nadie pegar tan duro como él, ni siquiera entre la élite. En una ocasión, midieron la potencia de sus golpes y Niedermann se salió de la escala de medición.

– Suena como si hubiese podido hacer carrera como boxeador -dijo Erika.

Paolo Roberto negó con la cabeza.

– Según Münster era un desastre dentro del cuadrilátero. Por varias razones. Primero, porque era incapaz de aprender a boxear. Se quedaba parado y se ponía a repartir golpes sin ton ni son. Resultaba de lo más torpe. Hasta ahí, todo cuadra con el tipo de Nykvarn. Pero, lo que era peor, no entendía su propia fuerza. De vez en cuando conseguía encajar algún que otro golpe que ocasionaba tremendos daños a sus sparrings. Estamos hablando de narices partidas y mandíbulas rotas, siempre de daños innecesarios. Simplemente, no lo podían tener allí.

– Conocía la teoría, pero no sabía boxear -dijo Malin.

– Eso es. Aunque el motivo por el que tuvo que dejarlo fue de carácter médico.

– ¿Qué quieres decir?

– Ese tipo parecía invulnerable. No importaba cuánto le golpeara, él sólo se sacudía y seguía peleando. Resulta que padece una enfermedad muy rara, que se llama analgesia congenita.

– ¿Analgesia… qué?

– Congénita. Lo he buscado. Se trata de un defecto genético hereditario que consiste en que la sustancia transmisora de las fibras de los nervios no funciona como debería. No siente el dolor.

– ¡Jesús! Pero eso es perfecto para un boxeador…

Paolo Roberto negó con la cabeza.

– Al contrario. Es una enfermedad que puede ser fatal. La mayoría de los que sufren de analgesia congénita mueren relativamente jóvenes, entre los veinte y los veinticinco años. El dolor es el sistema de alarma que advierte al cuerpo de que algo va mal. Si pones la mano en una plancha metálica ardiendo, te duele y la quitas de inmediato. Si tienes esa enfermedad, no notas nada hasta que empieza a oler a carne quemada.

Malin y Erika se miraron.

– ¿Todo eso lo dices en serio? -preguntó Erika.

– Totalmente. Ronald Niedermann no puede sentir nada y va por ahí como si estuviera anestesiado. Ha salido adelante porque cuenta con otra condición genética que compensa a la primera, un físico extraordinario y una sólida constitución ósea que lo hacen casi invulnerable. Su fuerza bruta está cerca de ser única. Seguro que las heridas le cicatrizan con mucha facilidad.

– Estoy empezando a pensar que vuestra pelea debió de ser de lo más interesante.

– Ya lo creo. Pero no la repetiría en la vida. Lo único que le hizo algún efecto fue la patada que Miriam Wu le dio en la entrepierna. Cayó de rodillas y se quedó así unos segundos. Debe de haber algún tipo de motricidad conectado con un golpe de ese tipo, porque por el dolor no fue. Yo habría muerto si me llegan a dar una patada así.

– Entonces ¿cómo pudiste vencerle?

– Bueno, la gente que sufre de esa enfermedad se hace daño como cualquier otra persona. Tal vez Niedermann tenga un esqueleto de hormigón, pero cuando le di con una tabla en la cabeza, se desplomó. Supongo que le provoqué una conmoción cerebral.

Erika miró a Malin.

– Voy a llamar a Mikael ahora mismo -dijo Malin.


Mikael oyó el sonido del móvil; no obstante, estaba tan aturdido que no lo cogió hasta el quinto toque.

– Soy Malin. Paolo Roberto cree que ha identificado al gigante rubio.

– Bien -contestó él algo ausente.

– ¿Dónde estás?

– Es difícil de explicar.

– Te noto raro.

– Perdóname, ¿qué decías?

Malin le resumió lo que Paolo acababa de relatar.

– De acuerdo -respondió Mikael-, sigue en ello y fíjate si aparece en algún registro. Creo que urge. Llámame al móvil.

Ante el gran asombro de Malin, Mikael colgó sin ni siquiera despedirse.

En ese momento, Mikael se hallaba frente a una ventana disfrutando de las maravillosas vistas que se extendían desde Gamia Stan hasta la lejanía de Saltsjön. Estaba aturdido, casi en estado de shock. Había recorrido el piso de Lisbeth Salander. Nada más entrar, a la derecha, estaba la cocina. Luego, había un salón, un despacho, el dormitorio y, finalmente, un pequeño cuarto de invitados que no parecía haber sido utilizado nunca. El colchón todavía seguía con el envoltorio de plástico. Todos los muebles eran nuevos y estaban impecables, directamente traídos de Ikea. Ésa no era la cuestión.

Lo que le había impresionado fue que Lisbeth Salander hubiera comprado el antiguo pisito del multimillonario Percy Barnevik, valorado en veinticinco millones de coronas. Tenía trescientos cincuenta metros cuadrados.

Mikael deambuló por los pasillos desiertos, así como por salones con parqués con marqueterías de distintas maderas y paredes cubiertas con papeles diseñados por Tricia Guild de los que encantaban a Erika Berger. En el centro del piso, había un salón luminoso con unas chimeneas que Lisbeth no parecía haber encendido jamás. Desde el balcón se admiraba una vista magnífica. Había también un lavadero, una sauna, un gimnasio, trasteros y un cuarto de baño con una bañera de categoría king size. Incluso contaba con una bodega que, a excepción de una botella de oporto sin abrir, Quinta do Noval -«¡Nacional!»- de 1976, estaba vacía. A Mikael le costó imaginarse a Lisbeth Salander con una copita de oporto en la mano. Una tarjeta indicaba que se trataba de un elegante gesto de cortesía de la agencia inmobiliaria.

La cocina, dotada con todo el equipamiento imaginable, estaba presidida por una sofisticada cocina de gas reluciente, una Corradi Chateau 120 de la que Mikael no había oído hablar en su vida y en la que Lisbeth, como mucho, habría puesto agua a hervir para su té.

En cambio, contempló con mucho respeto su máquina de café espresso, colocada en un mueble aparte. Era una Jura Impressa X7 con refrigerador de leche incorporado. Tampoco daba la sensación de haberse usado; probablemente, ya estaba allí cuando compró la casa. Mikael sabía que una Jura era el Rolls Royce del mundo del espresso, una máquina profesional para uso doméstico que valía más de setenta mil coronas. La que él tenía era de una marca mucho más modesta, la adquirió en John Wall y le costó algo más de tres mil quinientas coronas, una de las pocas inversiones extravagantes que se había permitido en la vida en el ámbito doméstico.

En la nevera había un cartón de leche abierto, queso, mantequilla, un paté de huevas de pescado y un bote medio vacío de pepinillos en vinagre. Por otro lado, en la despensa, tenía cuatro frascos empezados de vitaminas, bolsitas de té, café para una cafetera eléctrica normal y corriente que estaba junto al fregadero, dos barras de pan y una bolsa de panecillos tostados. Sobre la mesa había una cesta con manzanas. El congelador contenía un paquete de gratén de pescado y tres pasteles de beicon. Esa fue toda la comida que Mikael pudo encontrar en la casa. En la bolsa de basura, debajo del fregadero, junto a la sofisticada cocina de gourmet, encontró numerosas cajas vacías de Billys Pan Pizza.

Todo le resultó desproporcionado. Lisbeth había robado miles de millones de coronas y se había hecho con un piso en el que cabía la corte real al completo. Pero, en realidad, sólo le hacían falta las tres habitaciones que había amueblado. Las otras dieciocho estaban desiertas.

Mikael terminó el recorrido en el despacho de Lisbeth. En todo el piso, no había ni una sola planta. De las paredes no colgaban ni cuadros ni pósteres. No había alfombras ni manteles. No pudo hallar en todo el piso ni una sola fuente, ni un candelabro o cualquier otra tontería o souvenir que le diera al espacio un toque acogedor o que hubiese sido guardado por razones sentimentales.

Se le encogió el corazón. Le invadió un acuciante deseo de encontrar a Lisbeth Salander y abrazarla.

Pero, probablemente, ella le mordería si lo intentara.

«Maldito Zalachenko.»

Luego, se sentó a su escritorio y abrió la carpeta que contenía la investigación de Björck de 1991. No leyó todo el material, aunque lo ojeó e intentó hacerse una idea general.

Encendió el PowerBook de Lisbeth con pantalla de diecisiete pulgadas, doscientos gibabytes de memoria y mil megabytes de memoria RAM. Estaba vacío. Lo había limpiado. Mal agüero.

Revisó los cajones y encontró una Colt nueve milímetros 1911 Government single action y un cargador con siete cartuchos. Era la pistola que Lisbeth Salander había sustraído de la casa del periodista Per-Åke Sandström, aunque Mikael no sabía nada al respecto. Aún no había llegado a la letra «s» en la lista de los puteros.


Después, encontró el disco marcado con el nombre de Bjurman.

Lo insertó en su iBook y, horrorizado, vio su contenido. Conmocionado e incapaz de articular palabra, contempló cómo Lisbeth Salander era maltratada, violada y casi asesinada. Resultaba obvio que la película se había grabado con una cámara oculta. No la vio entera. Fue saltándose algunos trozos, a cuál peor.

«Bjurman.»

Su administrador la había violado y ella había documentado el incidente hasta el más mínimo detalle. Una fecha digital mostraba que la película era de dos años antes. Fue antes de conocerla. Más piezas del rompecabezas que iban encajando.

Björck y Bjurman con Zalachenko en los años setenta.

Zalachenko, Lisbeth Salander y un cóctel molotov fabricado con un cartón de leche a principios de los años noventa.

Más tarde, otra vez Bjurman, ahora como su administrador, después de Holger Palmgren. El círculo se cerraba. Atacó a su protegida. Pensaba que ella era una chica mentalmente enferma e indefensa, pero Lisbeth Salander sabía defenderse. Era la misma chica que con doce años emprendió una batalla personal contra un asesino profesional que había desertado del GRU y al que dejó discapacitado de por vida.

Lisbeth Salander era la mujer que odiaba a los hombres que no amaban a las mujeres.

Recordó el momento en el que conoció a Lisbeth en Hedestad. Seguramente no habían pasado muchos meses desde la violación. No podía recordar que ella le hubiese insinuado, ni con una sola palabra, que le hubiera sucedido algo así. En realidad, no le había revelado casi nada de su vida. Mikael ni siquiera quiso imaginarse lo que Lisbeth le podría haber hecho a Bjurman. Sin embargo, no había sido ella quien lo mató. «Por raro que pueda parecer.» Si Lisbeth fuera una asesina, Bjurman llevaría muerto más de dos años. Debía de tenerlo controlado de alguna manera y con alguna finalidad que Mikael no alcanzaba a descifrar. Mikael se dio cuenta de que tenía el instrumento de ese control ante sus propias narices, la película. Mientras el disco se hallase en poder de Lisbeth, Bjurman sería su indefenso esclavo. Y Bjurman se había dirigido a alguien que él pensaba que sería un aliado, el peor enemigo de Lisbeth. Su padre.

El resto fue una cadena de acontecimientos. Mataron a Bjurman y luego a Dag Svensson y Mia Bergman.

Pero… ¿cómo? ¿Qué había convertido a Dag Svensson en una amenaza?

Y, de repente, Mikael comprendió lo que «tenía» que haber ocurrido en Enskede.


Acto seguido, Mikael descubrió un papel en el suelo, a los pies de la ventana. Lisbeth había impreso una hoja, después la había estrujado y tirado. Mikael la recogió y la alisó. Se trataba de una página de la edición digital de Aftonbladet sobre el secuestro de Miriam Wu.

Mikael no sabía qué papel tenía Miriam en el drama -si es que había desempeñado alguno-, pero era una de las pocas amistades de Lisbeth. Quizá la única. Lisbeth le había regalado su antigua casa. Y ahora estaba ingresada en el hospital, gravemente herida.

«Niedermann y Zalachenko.»

Primero su madre. Luego Miriam Wu. Lisbeth tenía que estar dominada por el odio. La habían provocado al límite. Ahora Lisbeth estaba de caza.


A la hora del almuerzo, Dragan Armanskij recibió una llamada de la residencia de Ersta. Era Holger Palmgren. En realidad, hacía tiempo que la esperaba. El mismo había evitado contactar con Palmgren para no tener que comunicarle que Lisbeth Salander era culpable. Ahora por lo menos podía contarle que había dudas razonables sobre su culpabilidad.

– ¿Hasta dónde has llegado? -quiso saber Palmgren, saltándose cualquier frase de cortesía inicial.

– ¿Con qué? -preguntó Armanskij.

– Con tu investigación sobre Salander.

– ¿Y qué te hace creer que estoy llevando a cabo una investigación sobre ella?

– No me hagas perder el tiempo.

Armanskij suspiró.

– Tienes razón -admitió.

– Quiero que vengas a hacerme una visita -dijo Palmgren.

– De acuerdo. Puedo ir este fin de semana.

– No me vale. Ha de ser esta noche. Tenemos muchas cosas que tratar.


Mikael preparó café y sándwiches en la cocina de Lisbeth. En algún lugar de su cerebro albergaba la esperanza de escuchar las llaves de ella en la cerradura. Aunque, en el fondo, sabía que era en vano. El disco duro vacío de su PowerBook daba a entender que ya había abandonado su escondite para siempre. Había encontrado su casa demasiado tarde.

A las dos y media de la tarde, Mikael todavía seguía sentado a la mesa de trabajo de Lisbeth. Había leído tres veces el informe de la falsa investigación de Björck. Era un memorando dirigido a un superior anónimo. La recomendación era sencilla: «Consigue un psiquiatra que esté dispuesto a colaborar y que pueda meter a Salander en una clínica psiquiátrica infantil unos cuantos años. Al fin y al cabo, la niña está trastornada, tal y como se deduce de su comportamiento».

Mikael pensaba dedicar mucho interés a Björck y Teleborian en un futuro no muy lejano. Estaba ansioso por empezar. Su móvil interrumpió la cadena de pensamientos.

– Hola de nuevo, soy Malin. Creo que tengo algo.

– ¿Qué?

– No hay ningún Ronald Niedermann empadronado en Suecia. No figura en la guía telefónica, ni en Hacienda, ni en Tráfico ni en ningún otro sitio.

– Vale.

– Pero escucha esto. En 1998, una sociedad anónima fue inscrita en el registro de la Propiedad Industrial y Comercial. Se llama KAB Import AB y el domicilio social es un apartado de correos de Gotemburgo. Se dedican a importar componentes electrónicos. El presidente de la junta directiva se llama Karl Axel Bodin, o sea KAB, y nació en 1941.

– No me suena.

– A mí tampoco. La cúpula directiva se compone, además, de un auditor que participa en unas veinte sociedades a las que les lleva las cuentas. Parece ser uno de esos tipos que se encargan de la declaración de la renta de empresas pequeñas. Ésta, sin embargo, parece haber sido, desde el principio, una sociedad durmiente.

– Vale.

– El tercer miembro de la junta directiva es un tal R. Niedermann. Aparece el año de nacimiento, pero ningún otro dato, por lo que deduzco que carece de número de identificación personal sueco. Nació el 18 de enero de 1970 y figura como representante de la empresa en el mercado alemán.

– Bien, Malin. Muy bien. Aparte del apartado de correos, ¿tenemos alguna otra dirección?

– No, aunque he conseguido rastrear a Karl Axel Bodin. Está empadronado en el oeste de Suecia y su dirección es Buzón 192, Gosseberga. Lo he buscado y, al parecer, es una granja ubicada cerca de Nossebro, al noreste de Gotemburgo.

– ¿Qué sabemos de él?

– Hace dos años declaró a Hacienda unos ingresos de doscientas sesenta mil coronas. Según el contacto que tenemos en la policía, no tiene antecedentes penales. Posee licencia de armas para una escopeta de cazar alces y para otra de perdigones. Tiene dos coches, un Ford y un Saab, ambos con unos cuantos años ya. No está en la lista del cobrador del Estado. Es soltero y dice ser agricultor.

– Un hombre anónimo sin problemas con la justicia.

Mikael reflexionó unos segundos. Tenía que tomar una decisión.

– Otra cosa. Dragan Armanskij, de Milton Security, te ha llamado varias veces.

– Vale. Gracias, Malin. Ahora le llamo.

– Mikael, ¿todo va bien?

– No, no del todo. Te llamaré.

Sabía que lo que hacía estaba mal. Como ciudadano, debería coger el teléfono y llamar a Bublanski. Pero si lo hacía, se vería obligado o a contarle la verdad sobre Lisbeth Salander o a acabar en un lío, aprisionado entre medias verdades y cosas que habían sido calladas. Sin embargo, ése no era el verdadero problema.

Lisbeth iba a la caza de Niedermann y Zalachenko. Mikael no sabía por dónde andaba, pero si Malin y él habían dado con la dirección de Gosseberga, Lisbeth Salander tenía que haberlo hecho también. Por lo tanto, la probabilidad de que ya se encontrara de camino a Gosseberga era alta. Se trataba del paso lógico.

Si Mikael llamaba a la policía y le contaba que sabía dónde se escondía Niedermann, también se vería forzado a decirle que Lisbeth Salander iba, casi con toda seguridad, hacia allí. La buscaban por tres asesinatos y por el incidente de Stallarholmen. Su aviso provocaría el envío del grupo de intervención nacional o de algún otro comando de caza similar para detenerla.

Y, sin duda, Lisbeth Salander opondría una violenta resistencia.

Mikael sacó papel y bolígrafo y redactó una lista de cosas que no podía, o no quería, revelar a la policía.

Al principio escribió: «La dirección».

Lisbeth le había dedicado un gran esfuerzo a hacerse con una dirección secreta. Allí tenía su vida y sus secretos. No pensaba venderla.

Luego, escribió «Bjurman» y añadió un signo de interrogación.

Miró por el rabillo del ojo el disco que estaba sobre la mesa. Bjurman había violado a Lisbeth. Casi la había matado y, además, había abusado con saña de su posición de administrador. No cabía duda, merecía que le pusiera en evidencia como el cerdo que era. Pero se le presentaba un dilema ético. Lisbeth no lo había denunciado. ¿Realmente querría aparecer en los medios de comunicación a causa de una investigación policial de la cual se filtrarían a la prensa los detalles más íntimos en cuestión de horas? Ella nunca se lo perdonaría. La película constituiría una prueba y las fotos que se extraerían quedarían de lo más bonito en las portadas de los periódicos vespertinos.

Mikael reflexionó un rato y llegó a la conclusión de que era asunto de Lisbeth decidir cómo actuar. Aunque si él había sido capaz de dar con su piso, también la policía, tarde o temprano, haría lo mismo. Colocó el disco en un compartimento de su maletín.

A continuación, escribió «El informe de Björck». El informe de 1991 había sido clasificado como secreto. Arrojaba luz sobre todo lo ocurrido. Nombraba a Zalachenko y explicaba el papel desempeñado por Björck, cosa que, unida a la lista de puteros del ordenador de Dag Svensson, garantizaría que a Björck le esperaran unas cuantas y tensas horas frente a Bublanski. Gracias a la correspondencia, Peter Teleborian también acabaría pringándose de mierda.

La carpeta conduciría a la policía hasta Gosseberga, pero él les llevaba, por lo menos, unas horas de ventaja.

Al final, abrió el Word y escribió, por puntos, todos los datos importantes que había averiguado durante las últimas veinticuatro horas a través de las conversaciones con Björck y con Palmgren, y mediante el material que había encontrado en casa de Lisbeth. El trabajo le llevó una hora y pico. Lo grabó en un Cd junto a su propia investigación.

Se preguntó si debería ponerse en contacto con Dragan Armanskij y, al final, optó por no hacerlo. Ya tenía suficientes cosas entre manos.


Mikael fue a la redacción de Millennium y se encerró con Erika Berger.

– Se llama Zalachenko -dijo Mikael sin ni siquiera saludar-. Es un viejo asesino profesional de los servicios secretos soviéticos. Desertó en 1976 y le dieron permiso de residencia en Suecia y un sueldo de la Säpo. Después de la caída de la Unión Soviética, como tantos otros, se convirtió en un gánster a jornada completa y, ahora, anda metido en trafficking, armas y drogas.

Erika Berger dejó su bolígrafo.

– Vale. ¿Por qué no me sorprende que aparezca la KGB en la historia?

– No, la KGB, no; el GRU, el servicio de inteligencia militar.

– O sea, que esto va en serio.

Mikael asintió.

– ¿Insinúas que es él quien mató a Dag y Mia?

– No él. Mandó a alguien, a ese Ronald Niedermann al que Malin rastreó.

– ¿Puedes probar todo eso?

– Más o menos. Algunas cosas son suposiciones. Pero Bjurman fue asesinado porque le pidió a Zalachenko que se ocupara de Lisbeth.

Mikael le explicó lo que había visto en la película que Lisbeth guardaba en el cajón de su mesa de trabajo.

– Zalachenko es su padre. Oficialmente, Bjurman trabajó para la Säpo a mediados de los años setenta y fue uno de los que recibieron a Zalachenko cuando éste desertó. Luego, se hizo abogado, así como guarro a jornada completa, e hizo favores a un reducido grupo dentro de la Säpo. Seguro que hay un círculo muy íntimo de amiguetes que se ven de vez en cuando en la sauna para dirigir el mundo y guardar el secreto sobre Zalachenko. Yo diría que los demás miembros de la Säpo nunca han oído hablar de él. Lisbeth era un peligro porque podía hacer saltar el secreto por los aires. De modo que la encerraron en la clínica psiquiátrica infantil.

– No puede ser…

– Sí -dijo Mikael-, es cierto que se dieron una serie de circunstancias y que Lisbeth tampoco era muy fácil de tratar, ni entonces ni ahora, pero desde que tenía doce años ha representado una amenaza para la seguridad nacional.

Hizo un rápido resumen de la historia.

– Son muchas cosas para asimilar -dijo Erika-. ¿Y Dag y Mia?

– Fueron asesinados porque Dag encontró el vínculo que unía a Bjurman con Zalachenko.

– ¿Y qué va a pasar ahora? Habrá que contárselo a la policía, ¿no?

– Algunas partes, aunque no todo. He descargado toda la información esencial en este Cd. Es una copia de seguridad, por si acaso. Lisbeth va a la caza de Zalachenko. Voy a intentar encontrarla. Nada de lo que hay en el contenido de este disco puede salir a la luz.

– Mikael, esto no me gusta. No podemos ocultar información en la investigación de un asesinato.

– Y no lo vamos a hacer. Pienso llamar a Bublanski. Creo que Lisbeth va camino de Gosseberga. No obstante, la buscan por un triple asesinato y, si avisamos a la policía, mandarán a la fuerza de intervención nacional armados hasta los dientes con munición de caza. El riesgo de que ella oponga resistencia es bastante elevado. Podría pasar cualquier cosa.

Se detuvo y sonrió sin ningún atisbo de alegría.

– Ante todo debemos mantener alejada a la policía por el bien de la fuerza de intervención nacional, para que no resulte demasiado diezmada. Primero, he de dar con Lisbeth.

Erika Berger parecía escéptica.

– No pienso revelar los secretos de Lisbeth. Que Bublanski los encuentre solito, sin mi ayuda. Necesito que me hagas un favor. Esta carpeta contiene la investigación que Björck llevó a cabo en 1991, así como correspondencia entre éste y Teleborian. Quiero que hagas una copia y se la mandes por mensajero a Bublanski o a Modig. Yo salgo para Gotemburgo dentro de veinte minutos.

– Mikael…

– Ya lo sé. Pero en esta batalla pienso estar al lado de Lisbeth hasta el final.

Erika Berger apretó los labios y no dijo nada. Luego asintió con la cabeza. Mikael se acercó a la puerta.

– Ten cuidado -dijo Erika cuando ya había desaparecido.

Pensó que debería haberlo acompañado. Habría sido lo más decente. Aún no le había contado que tenía intención de dejar Millennium y que, pasara lo que pasase, todo estaba decidido. Cogió la carpeta y se acercó a la fotocopiadora.


El apartado de correos se encontraba en una oficina postal ubicada en el seno de un centro comercial. Lisbeth no conocía Gotemburgo y no sabía en qué lugar exacto se hallaba. Al final, dio con la oficina y se instaló en un café desde cuyo ventanal podría controlar el apartado a través de la rendija que quedaba entre unos pósteres que anunciaban el Svensk Kassatjänst, el nuevo servicio de correos sueco.

Irene Nesser lucía un maquillaje más discreto que Lisbeth Salander. Llevaba unos ridículos collares y leía un ejemplar de Crimen y castigo que había comprado en una librería situada unas calles más al norte. Se tomó su tiempo y, a intervalos regulares, pasaba de página. Había iniciado la vigilancia a la hora del almuerzo; ignoraba con qué frecuencia solían ir a buscar la correspondencia, si a diario o, tal vez, cada dos semanas, si ya se habrían ido ese día o si todavía era posible que apareciera alguien. Pero no tenía ninguna otra pista. Se tomó un caffè latte mientras esperaba.

Casi se había adormilado con los ojos abiertos cuando, de pronto, vio que abrían el apartado. Por el rabillo del ojo consultó la hora. Las dos menos cuarto. «Una suerte loca.»

Lisbeth se levantó apresuradamente y se acercó al ventanal, desde donde vio cómo un hombre vestido con una cazadora negra de cuero abandonaba la zona de los apartados. Salió tras él. Se trataba de un hombre joven y delgado, de unos veinte años. Dobló la esquina, se acercó a un Renault y abrió la puerta. Lisbeth Salander memorizó la matrícula y fue corriendo a su Corolla, estacionado cien metros más abajo en esa misma calle. Lo alcanzó cuando el hombre enfiló por Linnégatan. Lo siguió hasta Avenyn para, acto seguido, subir en dirección a Nordstan.


Mikael Blomkvist tuvo el tiempo justo de coger el X2000 de las 17.10 h. Compró el billete en el tren con su tarjeta de crédito. Aunque era tarde, se sentó en el vagón restaurante vacío para comer.

Sentía una insistente inquietud en el estómago, temía no llegar a tiempo. Esperaba que Lisbeth Salander lo llamara, aunque sabía que no lo iba a hacer.

En 1991, ella había intentado matar a Zalachenko. Ahora, después de todos esos años, él le estaba devolviendo el golpe.

Holger Palmgren había hecho un análisis correcto de ella. Lisbeth Salander tenía la sólida convicción, basada en sus experiencias, de que no merecía la pena hablar con las autoridades.

Mikael miró de reojo el maletín de su ordenador. Se había llevado el Colt que halló en el cajón del escritorio de Lisbeth. No estaba seguro de por qué lo había hecho, pero presintió que no debía dejarla en el piso. Admitió que no era un razonamiento particularmente lógico.

Cuando el tren pasó el puente de Arsta, encendió el móvil y llamó a Bublanski.

– ¿Qué quieres? -preguntó Bublanski, irritado.

– Acabar -dijo Mikael.

– ¿Acabar qué?

– Toda esta mierda. ¿Quieres saber quién mató a Dag, a Mia y a Bjurman?

– Si dispones de esa información, me gustaría que la compartieras.

– El asesino se llama Ronald Niedermann. Es ese gigante rubio con quien se peleó Paolo Roberto. Es un ciudadano alemán, tiene treinta y cinco años y trabaja para un cabrón llamado Alexander Zalachenko, también conocido como Zala.

Bublanski permaneció callado durante un buen rato. Luego, suspiró de manera exagerada. Mikael le oyó pasar una hoja y hacer clic con un bolígrafo.

– ¿Y estás seguro de eso?

– Sí.

– Vale. ¿Y dónde se encuentran Niedermann y ese Zalachenko?

– Aún no lo sé. Te aseguro que tan pronto como me entere, te lo contaré. Dentro de un momento, Erika Berger te va a mandar por mensajero el informe de una investigación policial de 1991. En cuanto tenga lista la copia. Allí encontrarás toda la información imaginable sobre Zalachenko y Lisbeth Salander.

– ¿Qué quieres decir?

– Zalachenko es el padre de Lisbeth. Es un asesino profesional ruso, un desertor de la guerra fría.

– ¿Asesino profesional ruso? -repitió Bublanski, escéptico.

– Un pequeño grupo de iniciados de la Säpo lo ha protegido y ha borrado sus huellas cada vez que ha cometido algún delito.

Mikael oyó cómo Bublanski cogía una silla y se sentaba.

– Creo que será mejor que vengas a prestar una declaración formal.

– Sorry. No tengo tiempo.

– ¿Perdón?

– Ahora mismo me pillas fuera de Estocolmo. Pero me pondré en contacto contigo en cuanto haya encontrado a Zalachenko.

– Blomkvist, no hace falta que pruebes nada. Yo también dudo de la culpabilidad de Salander.

– Te recuerdo que yo sólo soy un simple detective aficionado que no tiene ni idea del trabajo policial.

Sabía que era muy infantil; sin embargo, colgó sin despedirse. A continuación, llamó a Annika Giannini.

– Hola, hermanita.

– Hola, ¿qué hay?

– Bueno, quizá mañana necesite un buen abogado.

Annika suspiró.

– ¿Qué has hecho esta vez?

– Nada grave todavía, pero es posible que me detengan por obstaculizar una investigación policial o por algo similar. Aunque no te he llamado por eso; de todos modos, no me podrías representar.

– ¿Por qué no?

– Porque quiero que te encargues de la defensa de Lisbeth Salander, y hacer las dos cosas resulta imposible.

Mikael le contó brevemente de qué iba la historia. Annika Giannini guardó un ominoso silencio.

– ¿Y puedes aportar documentación para probar todo eso? -preguntó.

– Sí.

– Tengo que pensármelo. Lo que Lisbeth necesita es un abogado penal…

– Tú serás perfecta.

– Mikael…

– Oye, hermanita, ¿no eras tú la que se cabreó conmigo porque no te pedí ayuda cuando la necesité?

Cuando terminaron de hablar, Mikael se quedó reflexionando un rato. Luego, volvió a coger el móvil y llamó a Holger Palmgren. No tenía ningún motivo en particular para hacerlo; no obstante, consideró que debía informar al viejo de que estaba siguiendo algunas pistas y de que esperaba que la historia acabara en las próximas horas.

El problema era que Lisbeth Salander también seguía sus propias pistas.


Sin desviar la mirada de la granja, Lisbeth Salander estiró un brazo para coger una manzana de la mochila. Estaba tumbada justo en el linde del bosque, con la alfombrilla del Corolla a modo de esterilla improvisada. Se había cambiado de ropa. Ahora llevaba unos pantalones verdes de material resistente con bolsillos en la pernera, un grueso jersey y una cazadora corta forrada.

Gosseberga se encontraba a unos cuatrocientos metros de la carretera y estaba compuesta por distintas construcciones. El edificio principal se hallaba a ciento veinte metros de Lisbeth. Se trataba de una casa de madera blanca, normal y corriente, de dos plantas. A unos setenta metros de ésta, había una caseta junto a un establo. A través de una de las abiertas puertas del establo, se divisaba la parte delantera de un coche blanco. Creía que se trataba de un Volvo, pero había una distancia considerable y no estaba segura.

A la derecha, entre Lisbeth y la casa principal, había un barrizal que se extendía cerca de doscientos metros hasta una pequeña laguna. El camino de acceso dividía en dos el barrizal y se adentraba en una zona boscosa en dirección a la carretera. Junto al camino, había otro edificio que parecía ser una vieja granja abandonada cuyas ventanas estaban cubiertas por unas telas claras. Al norte de la casa principal, un pequeño bosque hacía las veces de cortina protectora contra los vecinos más cercanos, un grupo de casas que se hallaba a casi seiscientos metros de distancia. Por lo tanto, la granja que Lisbeth tenía ante sus ojos estaba relativamente aislada.

Se encontraba cerca del lago Anten, en un ondulado paisaje de suaves lomas, cuyos numerosos campos se alternaban con pequeñas poblaciones y compactas áreas boscosas. El mapa de carreteras no ofrecía ninguna descripción detallada de la zona; a ella le había bastado con seguir al Renault negro que salió de Gotemburgo por la E 20 y, luego, giró hacia el oeste en dirección a Sollebrunn, en Alingsås. De pronto, tras algo más de cuarenta minutos, el vehículo se había desviado y tomado un camino forestal señalado con el nombre de Gosseberga. Lisbeth aparcó detrás de un granero ubicado en un bosquecillo situado a unos cien metros al norte del desvío, y volvió a pie.

Nunca había oído hablar de Gosseberga. Por lo que alcanzó a entender, el nombre hacía referencia a la casa y al establo que ahora tenía ante sus ojos. En el buzón que se hallaba junto a la carretera y que ella había visto al pasar rezaba «192 – K. A. Bodin». El nombre no le decía nada.

Bordeó el edificio y eligió con cuidado un lugar de observación. Tenía de espaldas el sol de la tarde. Desde que se instalara en el sitio, a las tres y media, sólo había ocurrido una cosa. A las cuatro, el conductor del Renault salió de la casa. En la puerta, intercambió unas palabras con una persona que Lisbeth no llegó a ver. Luego, se fue y no volvió. Por lo demás, no percibió ningún otro movimiento en la granja. Esperó, pacientemente, vigilando el edificio a través de unos pequeños prismáticos Minolta de ocho aumentos.


Irritado, Mikael Blomkvist tamborileó con los dedos en la mesa del vagón restaurante. El X2000 estaba parado en Katrineholm. Llevaba allí más de una hora a causa de alguna misteriosa avería que, según los altavoces, había que reparar. La compañía SJ lamentaba el retraso.

Suspiró, frustrado, y se acercó a llenar su taza de café. Quince minutos más tarde, el tren arrancó dando un tirón. Miró el reloj, las ocho.

Debería haber cogido un avión o alquilado un coche. La sensación de que no llegaría a tiempo iba en aumento.


Alrededor de las seis, alguien encendió la luz de una habitación de la planta baja y, acto seguido, la del porche. Lisbeth vislumbró unas siluetas en lo que ella suponía que era la cocina, a la derecha de la entrada; sin embargo, no consiguió apreciar ningún rostro.

De repente, se abrió la puerta y salió Ronald Niedermann, el gigante rubio. Llevaba pantalones oscuros y un ceñido jersey con cuello de cisne que le marcaba los músculos. Lisbeth asintió con la cabeza. Por fin una confirmación de que no se había equivocado. Constató, una vez más, que Niedermann era una bestia musculosa. Pero, dijeran lo que dijeron Paolo Roberto y Miriam Wu, estaba hecho de carne y hueso, como cualquier ser humano. Niedermann dio una vuelta a la casa y, después, se dirigió al establo donde se hallaba el coche y desapareció unos instantes. Regresó con una pequeña bolsa de mano y entró en la casa.

Volvió a salir pasados unos minutos. Le acompañaba un hombre mayor, bajo y flaco que cojeaba y se apoyaba en un bastón. Estaba demasiado oscuro para percibir sus facciones con nitidez, pero Lisbeth sintió cómo un gélido frío le recorrió la nuca.

«Daaadyyy, I am heeeree…»

Los siguió con la mirada mientras andaban por el extenso camino de acceso. Se detuvieron junto a la caseta, donde Niedermann entró a buscar un poco de leña. Luego, regresaron a la casa principal y cerraron la puerta.

Una vez hubieron entrado, Lisbeth Salander permaneció quieta durante varios minutos más. A continuación bajó los prismáticos y retrocedió unos diez metros hasta que quedó oculta tras los árboles. Abrió su mochila, sacó un termo, se sirvió café y se metió en la boca un terrón de azúcar que empezó a chupar. Se comió un sándwich de queso que había comprado en una gasolinera, ese mismo día, de camino a Gotemburgo. Se sumió en sus pensamientos.

Más tarde, extrajo de la mochila la P-83 polaca de Sonny Nieminen. Le sacó el cargador y comprobó que nada bloqueaba la corredera ni el cañón. Realizó un disparo al aire. El cargador tenía seis cartuchos de calibre nueve milímetros. Makarov. Debería ser suficiente. Lo volvió a introducir y metió una bala en la recámara. Echó el seguro y se metió el arma en el bolsillo derecho de la cazadora.


Lisbeth empezó la maniobra de aproximación a la casa dando un rodeo por el bosque. Había recorrido cerca de ciento cincuenta metros cuando, de repente, se detuvo en seco.

En el margen de su ejemplar de Arithmetica, Pierre de Fermat había garabateado las palabras: «Tengo una prueba verdaderamente maravillosa para esta afirmación, pero el margen es demasiado estrecho para contenerla».

El cuadrado se había convertido en un cubo (x3 + y3 = z3) y los matemáticos habían dedicado siglos a dar respuesta al enigma de Fermat. Para llegar a resolverlo, en la década de los noventa, Andrew Wiles hubo de luchar durante diez años con el programa informático más avanzado del mundo.

Y, de pronto, Lisbeth lo comprendió. La respuesta fue de una sencillez que la desarmó por completo. Un juego de cifras que se alineaban en serie y, de súbito, se colocaron en su sitio formando una fórmula que más bien debía verse como un jeroglífico.

Pero Fermat no disponía de ningún ordenador y la solución de Andrew Wiles se basaba en unas matemáticas que ni siquiera se habían inventado cuando el francés formuló su teorema. Él nunca pudo realizar esa prueba que Andrew Wiles presentó. Naturalmente, la solución de Fermat era completamente distinta.

Se quedó tan perpleja que tuvo que sentarse en un tocón. Dejó la mirada perdida al frente mientras verificaba la ecuación.

«Era eso lo que había querido decir. No es de extrañar que los matemáticos se tiraran de los pelos.» Luego soltó una risita.

«Un filósofo habría tenido más posibilidades de resolver este enigma.»

A Lisbeth le habría encantado conocer a Fermat. Un chulo cabrón.

Al cabo de un rato se levantó y continuó su avance a través del bosque. Al acercarse, el establo quedó entre ella y la casa principal.

Capítulo 31 Jueves, 7 de abril

Lisbeth Salander entró en el establo a través de la compuerta de un viejo canal de desagüe de excrementos; ya no había animales en la granja. Recorrió la estancia con la mirada y lo único que alcanzó a ver fueron tres coches: el Volvo blanco de Auto-Expert, un Ford que ya tenía unos cuantos años y un Saab algo más moderno. Al fondo había una rastra oxidada y otros aperos que daban fe de que, en su día, la granja estuvo en activo.

Permaneció en la penumbra del establo contemplando la casa principal. Había caído la noche y todas las luces de la planta baja se hallaban encendidas. No detectó ningún movimiento, pero le pareció ver el centelleante resplandor de un televisor. Consultó su reloj. Las siete y media. «Rapport.»

Le extrañaba que Zalachenko hubiera elegido instalarse en una casa tan solitaria. No encajaba con el hombre que ella recordaba. Nunca se habría imaginado encontrárselo en pleno campo en una casita blanca; si acaso, en una anónima urbanización apartada de chalés o en algún lugar de veraneo del extranjero. Durante su vida, debía de haberse granjeado más enemigos que Lisbeth Salander. Le incomodaba que el sitio pareciera tan desprotegido. Aunque daba por descontado que él tenía armas en la casa.

Tras un prolongado momento de duda, salió del establo a la penumbra crepuscular. Cruzó el patio a toda prisa. Al llegar a la casa, se detuvo y apoyó la espalda contra la fachada. De pronto, percibió una música débil. En silencio, rodeó la casa e intentó mirar de refilón por las ventanas, pero estaban demasiado altas.

Por instinto, a Lisbeth no le gustó la situación. Había pasado la primera mitad de su existencia inmersa en un terror constante por culpa del hombre que ahora se hallaba en esa casa. Durante la otra mitad, desde que fracasara en su intento de matarle, había estado esperando a que él apareciera nuevamente en su vida. Esta vez no pensaba cometer ningún error. Puede que Zalachenko fuera un viejo inválido, pero era un asesino bien entrenado que había sobrevivido a más de una batalla.

Además, debía tener en cuenta a Ronald Niedermann.

Habría preferido sorprender a Zalachenko al aire libre, en algún sitio del patio donde se encontrara indefenso. No le apetecía lo más mínimo hablar con él; le habría encantado disponer de un rifle con mira telescópica. No obstante, no era así y a él le costaba andar y apenas salía. Sólo lo había visto cuando fue hasta el leñero de la caseta y no parecía muy probable que, de pronto, se le ocurriese dar un paseo vespertino. Por lo tanto, si quería esperar una ocasión mejor, debería retirarse y pernoctar en el bosque. No llevaba saco de dormir, y a pesar de que la tarde era cálida, la noche sería fría. Ahora que, por fin, lo tenía a tiro, no quería arriesgarse a que se le volviese a escapar. Pensó en Miriam Wu y en su madre.

Lisbeth se mordió el labio inferior. Tenía que entrar en la casa, aunque fuese la peor de las alternativas. También podría llamar a la puerta y disparar a quien abriera para ir, de inmediato, a por el otro cabrón. Esa opción significaría que éste estaría en alerta y que tendría tiempo de coger un arma. «Análisis de consecuencias. ¿Qué alternativas había?»

De repente, distinguió el perfil de Niedermann cuando éste pasó por delante de una ventana, a tan sólo unos pocos metros de ella. Estaba mirando por encima del hombro hacia el interior de la estancia mientras hablaba con alguien.

«Los dos están en la habitación a la izquierda de la entrada.»

Lisbeth se decidió. Sacó la pistola del bolsillo de la cazadora, le quitó el seguro y, en silencio, subió hasta el porche. Sostenía el arma con la mano izquierda mientras, con la otra, bajaba la manivela de la puerta con suma lentitud. No estaba cerrada con llave. Frunció el ceño y dudó. La puerta disponía de dobles cerraduras de seguridad.

Zalachenko no habría dejado la puerta sin echarle el cerrojo. Se le puso la carne de gallina. Algo no cuadraba.

La entrada estaba a oscuras. A la derecha vio una escalera que subía hasta la planta superior. Tenía dos puertas de frente y una a la izquierda por cuya rendija superior se filtraba una luz. Se quedó quieta escuchando. Luego oyó una voz y el ruido de una silla arrastrándose en la habitación de la izquierda.

Dio dos rápidas zancadas, abrió de un tirón y dirigió el arma contra… la habitación estaba vacía.

Escuchó un crujir de ropa tras de sí y se volvió como un reptil. En el mismo instante en que intentó levantar la pistola para disparar, una de las enormes manos de Niedermann se cerró como una anilla de hierro alrededor de su cuello mientras que la otra le aprisionó la mano que sostenía el arma. La cogió del cuello y la levantó como si fuese una muñeca.


Pataleó unos segundos con los pies en el aire. Luego se volvió y dirigió una patada a la entrepierna de Niedermann. Falló, pero le dio en la parte exterior de la cadera. Fue como pegarle un puntapié al tronco de un árbol. Se le nubló la vista cuando él le apretó el cuello. Sintió cómo se le caía el arma.

«Mierda.»

Luego, Ronald Niedermann la lanzó al interior de la habitación. Aterrizó estruendosamente sobre un sofá y, acto seguido, cayó al suelo. Notó cómo la sangre se le agolpaba en la cabeza y, tambaleándose, consiguió ponerse de pie. Sobre una mesa, vio un cenicero triangular de cristal macizo; lo cogió al vuelo e intentó darle un revés con él. Niedermann la detuvo en pleno movimiento. Se metió la mano que le quedaba libre en el bolsillo izquierdo, sacó la pistola eléctrica, se volvió y la apretó contra la entrepierna de Niedermann.

Ella también sintió cómo el fuerte latigazo eléctrico atravesaba el brazo con el que Niedermann la tenía agarrada. Daba por descontado que él se iba a desplomar de dolor; en cambio, bajó la mirada y contempló a Lisbeth con una expresión de desconcierto. Los ojos de Lisbeth Salander se abrieron de par en par; estaba perpleja. Resultaba obvio que él había experimentado una sensación incómoda, pero en absoluto dolor. «Este tío no es normal.»

Niedermann se inclinó, le quitó la pistola eléctrica y la examinó intrigado. Luego, le dio una bofetada con toda la mano. Fue como si la hubiese golpeado con un mazo. Ella se derrumbó sobre el suelo, ante el sofá. Levantó la vista y sus ojos se toparon con los de Niedermann. La observaba lleno de curiosidad, como si se preguntara qué sería lo próximo que haría Lisbeth. Como un gato que se prepara para jugar con su presa.

En ese momento, ella intuyó un movimiento en una puerta del fondo de la estancia. Volvió la cabeza.

Lentamente, él avanzó hacia la luz.

Se ayudaba de un bastón; Lisbeth vio la prótesis que le asomaba por la pernera.

Su mano izquierda era un muñón atrofiado al que le faltaban un par de dedos.

Alzó la mirada y contempló su cara. La mitad izquierda era un patchwork de cicatrices dejadas por las quemaduras. No tenía cejas y su oreja no era más que un resto de cartílago. Estaba calvo. Lo recordaba como un hombre atlético y viril, de pelo moreno rizado. Medía un metro sesenta y cinco y estaba demacrado.

– Hola, papá -dijo Lisbeth con un tono inexpresivo.

Alexander Zalachenko observó a su hija con la misma expresión ausente.


Ronald Niedermann encendió la luz del techo. Cacheó a Lisbeth y comprobó que no llevaba más armas. Después, le puso el seguro a la P-83 Wanad y le extrajo el cargador. Zalachenko pasó ante Lisbeth arrastrando los pies, se sentó en un sillón y levantó un mando a distancia.

La mirada de Lisbeth se centró en la pantalla del televisor que quedaba tras él. Zalachenko pulsó un botón y, al instante, reconoció en la imagen verdosa la zona situada tras el establo y el trozo del camino que accedía a la casa. Una cámara de rayos infrarrojos. Sabían que venía.

– Había empezado a creer que no te ibas a atrever a salir -dijo Zalachenko-. Te llevamos vigilando desde las cuatro. Has activado casi todas las alarmas de alrededor de la casa.

– Detectores de movimiento -constató Lisbeth.

– Dos en el camino de acceso y cuatro al otro lado del prado. Instalaste tu punto de observación justo en el sitio donde habíamos puesto la alarma. Las mejores vistas de la granja se tienen desde allí. Por lo general, los que se suelen acercar son alces o ciervos (a veces, alguna persona buscando bayas), pero no es muy frecuente que alguien aparezca moviéndose con sigilo y un arma en la mano.

Guardó silencio durante un momento.

– ¿Realmente creías que Zalachenko iba a estar completamente desprotegido en una pequeña casa en el campo?


Lisbeth se masajeó el cuello e hizo amago de levantarse.

– Quédate en el suelo -dijo Zalachenko con severidad.

Nieder mann dejó de examinar el arma y contempló a Lisbeth tranquilamente. Arqueó una ceja y le mostró una sonrisa. A ella le vino a la mente el rostro desfigurado de Paolo Roberto que había visto por televisión y decidió que sería mejor idea permanecer en el suelo. Suspiró y apoyó la espalda contra el sofá.

Zalachenko estiró la mano derecha, la que le quedaba sana. Niedermann se sacó un arma de la cinturilla del pantalón, retrajo la corredera alimentando la recámara y se la pasó. Lisbeth advirtió que se trataba de una Sig Sauer, la pistola estándar de la policía. Zalachenko asintió con la cabeza. Sin mediar palabra, Niedermann dio media vuelta de pronto y se puso una cazadora. Salió de la habitación y Lisbeth oyó cómo se abrió y cerró la puerta de la entrada.

– Es sólo para que no se te ocurra hacer ninguna tontería. En el mismo instante en que intentes levantarte, te dispararé a bocajarro.

Lisbeth se relajó. Le daría tiempo a meterle dos balas, tal vez tres, antes de que ella pudiera alcanzarlo, y lo más seguro es que empleara una munición que le haría desangrarse en un par de minutos.

– ¡Joder, qué pinta tienes! -comentó Zalachenko, señalando el aro de la ceja de Lisbeth-. Pareces una puta.

Lisbeth le clavó la mirada.

– Aunque has sacado mis ojos -dijo él.

– ¿Te duele? -le preguntó ella, señalando la prótesis con un movimiento de cabeza.

Zalachenko la contempló un largo rato.

– No. Ya no.

Lisbeth asintió con la cabeza.

– Tienes muchas ganas de matarme -dijo él.

Ella no le contestó. De repente, él se rió.

– Me he acordado mucho de ti durante todos estos años. Prácticamente cada vez que me miraba al espejo.

– Deberías haber dejado en paz a mi madre.

Zalachenko se rió.

– Tu madre era una puta.

Los ojos de Lisbeth brillaron negros como el azabache.

– No era una puta. Trabajaba de cajera en un supermercado para intentar llegar a fin de mes.

Zalachenko se volvió a reír.

– Móntate las películas que quieras. Yo sé que era una puta. Le faltó tiempo para quedarse preñada e intentar que me casara con ella. Como si yo me casara con putas.

Lisbeth no dijo nada. Miró la punta de la pistola con la esperanza de que él desviara la atención un instante.

– La bomba incendiaria fue una idea muy astuta. Te odié. Pero luego no le di más importancia. No merecía la pena malgastar energías contigo. Si hubieses dejado las cosas como estaban, yo no habría movido un dedo.

– Y una mierda. Bjurman te contrató para matarme.

– Eso no tiene nada que ver. Se trataba de un simple acuerdo comercial, él necesitaba una película que tú tenías y yo llevo un pequeño negocio.

– Y pensaste que yo te daría la película.

– Sí, hija mía. Estoy convencido de que sí. No tienes ni idea de lo colaboradora que se vuelve la gente cuando Ronald Niedermann le pide algo. Sobre todo, cuando arranca la motosierra y te corta un pie. Además, en mi caso, eso sería una justa recompensa. Pie por pie.

Lisbeth pensó en Miriam Wu en manos de Ronald Niedermann en aquel almacén de las afueras de Nykvarn. Zalachenko malinterpretó su gesto.

– No tienes de qué preocuparte. No tenemos planeado descuartizarte.

Se quedó mirándola.

– ¿De verdad te violó Bjurman?

Lisbeth no respondió.

– Joder, qué mal gusto tenía ese tipo. He leído en el periódico que eres una asquerosa bollera. No me sorprende. Comprendo que ningún chico quiera hacer nada contigo.

Lisbeth seguía sin contestar.

– A lo mejor debería pedirle a Niedermann que te diera un repaso. Creo que te vendría bien.

Se quedó pensativo.

– Aunque Niedermann no mantiene relaciones sexuales con chicas. No, no es que sea maricón; es sólo que no le va el sexo.

– Entonces, tendrás que darme tú el repaso -díjo Lisbeth de manera provocadora.

«Acércate. Comete un error.»

– No, en absoluto. Sería perverso.

Permanecieron callados un instante.

– ¿Qué estamos esperando? -preguntó Lisbeth.

– Mi compañero volverá en seguida. Sólo va a mover tu coche y a encargarse de otra pequeña gestión. ¿Dónde está tu hermana?

Lisbeth se encogió de hombros.

– Contéstame.

– No lo sé y, sinceramente, me importa una mierda.

Zalachenko se volvió a reír.

– ¿Amor fraterno? Camilla siempre fue la que tuvo algo en la cabeza mientras que tú sólo eras una basura que no valía para nada.

Lisbeth no replicó.

– Pero tengo que reconocer que me resulta de lo más satisfactorio volver a verte de cerca.

– Zalachenko -dijo Lisbeth-, eres tremendamente pesado. ¿Fue Niedermann quién mató a Bjurman?

– Por supuesto. Ronald Niedermann es el soldado perfecto. No sólo obedece órdenes, sino que también toma la iniciativa cuando es necesario.

– ¿De qué agujero lo has sacado?

Zalachenko contempló a su hija con una expresión extraña. Abrió la boca como si fuera a decir algo; luego, dudó y permaneció callado. Miró hacia la puerta por el rabillo del ojo y, de repente, mostró una sonrisa.

– ¿Me estás diciendo que todavía no lo has averiguado? -preguntó-. Según Bjurman, se supone que eres un hacha investigando.

Después Zalachenko soltó una carcajada.

– Nos conocimos en España a principios de los años noventa, cuando estaba convaleciente tras tu pequeña bomba incendiaria. Él tenía veintidós años y se convirtió en mis brazos y mis piernas. No está contratado; somos socios. Llevamos un floreciente negocio.

– Trafficking.

Él se encogió de hombros.

– Se podría decir que hemos diversificado nuestras líneas de negocio y que nos dedicamos a numerosos productos y servicios. La idea es mantenernos en un discreto segundo plano y no dejarnos ver nunca. ¿De verdad no te has dado cuenta de quién es Ronald Niedermann?

Lisbeth permaneció en silencio. No entendía a qué se refería.

– Es tu hermano -dijo Zalachenko.

– No -dijo Lisbeth, conteniendo la respiración.

Zalachenko se volvió a reír. Pero la pistola seguía apuntándola de manera firme y amenazadora.

– Bueno, para ser más exactos, tu hermanastro -precisó Zalachenko-. El resultado de una simple distracción que tuve en Alemania durante una misión que me encargaron en 1970.

– Y has convertido a tu propio hijo en un asesino.

– Qué va. Sólo le he ayudado a desarrollar su potencial. Él ya tenía aptitudes para matar mucho antes de que yo me encargara de su formación. Será él quien dirija la empresa familiar después de mí.

– ¿Sabe que somos hermanastros?

– Por supuesto. Aunque si crees que vas a poder apelar a sus sentimientos fraternales, olvídalo. Yo soy su única familia. Tú no eres más que una interferencia en el horizonte. Te diré, de paso, que no es tu único hermanastro; tienes, al menos, otros cuatro, y tres hermanastras más en diferentes países. Uno de ellos es un idiota, pero hay otro que en verdad promete; es el que lleva la sucursal de Tallin. Sin embargo, Ronald es el único de mis hijos que hace honor a los genes de Zalachenko.

– Supongo que mis hermanastras no ocupan ningún puesto en la empresa familiar.

Zalachenko se quedó perplejo.

– Zalachenko, no eres más que uno de esos cabrones que odian a las mujeres. ¿Por qué matasteis a Bjurman?

– Bjurman era un idiota. Se quedó atónito al enterarse de que eras mi hija. Era una de las pocas personas de este país que conocía mi pasado. Tengo que reconocer que me empecé a preocupar cuando, de repente, se puso en contacto conmigo, aunque luego todo se resolvió para bien. Él murió y tú cargaste con la culpa.

– Entonces ¿por qué le pegasteis un tiro? -insistió Lisbeth.

– La verdad es que eso no entraba en nuestros planes. Yo me veía colaborando con él durante muchos años. Siempre viene bien tener una puerta trasera para entrar en la Säpo. Aunque sea a través de un idiota. Pero, no sé cómo, ese periodista de Enskede encontró una conexión entre nosotros, y llamó a Bjurman justo cuando Ronald se encontraba en su casa. Bjurman fue presa del pánico y se puso intratable. Ronald tuvo que tomar una decisión en el acto. Y actuó como debía.


El corazón de Lisbeth se hundió como una piedra en el pecho cuando su padre le confirmó lo que ella ya imaginaba. Dag Svensson había encontrado una conexión. Ella había estado hablando con Dag y Mia durante más de una hora. Mia le cayó bien en seguida, Dag no tanto; le recordaba demasiado a Mikael Blomkvist. Un salvador del mundo que pensaba que podría cambiarlo todo con un libro. No obstante, Lisbeth respetaba sus buenas intenciones.

En conjunto, la visita a casa de Dag y Mia había sido una pérdida de tiempo. No podían conducirla hasta Zalachenko. Dag Svensson había dado con su nombre y había empezado a hurgar en su pasado, pero no había logrado identificarlo.

Sin embargo, durante la visita cometió un terrible error. Ella sabía que tenía que existir una conexión entre Bjurman y Zalachenko. De modo que empezó a hacer preguntas sobre Bjurman para ver si Dag Svensson se había topado con su nombre. No era así, pero él tenía un buen olfato: se centró de inmediato en Bjurman y acosó a Lisbeth con preguntas.

Sin que ella le hubiese proporcionado muchos detalles, él entendió que, de alguna manera, estaba implicada en el drama. También se percató de que Bjurman debía de poseer cierta información. Acordaron volver a verse para seguir hablando tras el fin de semana. Luego, Lisbeth Salander regresó a casa y se acostó. A la mañana siguiente, cuando se despertó, se enteró por los informativos de que dos personas habían sido asesinadas en un piso de Enskede.

Lo único útil que Lisbeth dio a Dag Svensson durante aquella visita fue el nombre de Nils Bjurman. Lo más probable es que Dag Svensson llamara a Bjurman en cuanto ella abandonó el apartamento.

Ella era la conexión. Si no hubiese ido a ver a Dag Svensson, él y Mia seguirían con vida.

Zalachenko se rió.

– No te puedes imaginar lo perplejos que nos quedamos cuando la policía empezó a buscarte a ti por los asesinatos.

Lisbeth se mordió el labio inferior. Zalachenko se quedó observándola detenidamente.

– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó.

Ella se encogió de hombros.

– Lisbeth, Ronald estará de vuelta dentro de poco. Puedo pedirle que te rompa todos los huesos del cuerpo hasta que contestes. Ahórranos ese esfuerzo.

– El apartado de correos. Le seguí la pista al coche que Niedermann había alquilado y esperé a que ese mocoso apareciera y vaciara el apartado.

– Ajá. Qué fácil. Lo recordaré.

Lisbeth reflexionó un rato. Él la seguía apuntando con la pistola.

– ¿En serio crees que esta tormenta va a pasar así como así? -preguntó Lisbeth-. Has cometido demasiados errores; la policía dará contigo.

– Ya lo sé -contestó el padre de Lisbeth-. Björck me llamó ayer y me contó que un periodista de Millennium ha metido las narices en la historia y que es sólo una cuestión de tiempo. Tal vez haya que ocuparse de él.

– Pues tienes para rato -dijo Lisbeth-. Tan sólo en Millennium están Mikael Blomkvist, la redactora jefe Erika Berger, la secretaria de redacción y numerosos empleados. Y luego tienes a Dragan Armanskij y a unos cuantos trabajadores de Milton Security. Por no hablar del poli Bublanski y de su gente. ¿A cuántos más vas a matar para silenciar todo esto? Te cogerán.

Zalachenko volvió a reírse.

So what? No he matado a nadie y no existe la más mínima prueba contra mí. Que identifiquen a quién diablos les dé la gana. Créeme, ya pueden hacer todos los registros que quieran en esta casa que no encontrarán ni una sola mota de polvo que me pueda vincular con alguna actividad criminal. Fue la Säpo la que te encerró en un manicomio, no yo, así que no creo que se vayan a mover mucho para poner todas las cartas sobre la mesa.

– Niedermann -le recordó Lisbeth.

– Mañana mismo, bien temprano, Ronald se irá de vacaciones al extranjero una larga temporada para observar desde allí el desarrollo de los acontecimientos.

Zalachenko le lanzó una triunfadora mirada.

– Tú seguirás siendo la principal sospechosa de los asesinatos, así que lo más conveniente es que desaparezcas sin armar revuelo.


Pasaron casi cincuenta minutos antes de que Ronald Niedermann regresara. Llevaba puestas unas botas.

Lisbeth Salander miró de reojo al hombre que, según su padre, era su hermanastro. No le encontró el menor parecido con ella, al contrario, le pareció diametralmente opuesto. Sin embargo, le dio la sensación de que a Ronald Niedermann le pasaba algo. Su constitución física, sus facciones delicadas y esa voz que daba la impresión de no haber mudado todavía se le antojaron a Lisbeth malformaciones congénitas. No había reaccionado a la descarga de la pistola eléctrica y sus manos eran enormes. Nada parecía del todo normal en Ronald Niedermann.

«Los defectos genéticos abundan en la familia Zalachenko», pensó amargamente.

– ¿Todo listo? -preguntó Zalachenko.

Niedermann asintió con la cabeza. Estiró la mano y cogió su Sig Sauer.

– Os acompaño -dijo Zalachenko.

Niedermann dudó.

– Hay un buen paseo.

– Os acompaño. Tráeme la cazadora.

Niedermann se encogió de hombros e hizo lo que le pedía. Mientras Zalachenko se abrigaba y pasaba un momento por la habitación contigua, el gigante se entretuvo con el arma. Lisbeth lo observó enroscar un adaptador provisto de un silenciador casero.

– Vámonos -dijo Zalachenko desde la puerta.

Niedermann se agachó y la levantó de un tirón. Lisbeth lo miró a los ojos.

– A ti también te mataré -sentenció ella.

– Veo que, por lo menos, no te falta confianza en ti misma -dijo su padre

Niedermann le sonrió con dulzura y, empujándola hacia la puerta, salieron al patio. La tenía bien agarrada; sus dedos abarcaban el cuello de Lisbeth sin ningún problema. La condujo hacia el bosque que quedaba al norte del establo.

Caminaban sin prisa. A intervalos regulares, Niedermann se detenía para esperar a Zalachenko. Llevaban unas potentes linternas. Cuando se adentraron en el bosque, Niedermann soltó el cuello de Lisbeth. Tenía la punta de la pistola a un metro de su espalda.

Continuaron más de cuatrocientos metros por una senda casi impracticable. Lisbeth tropezó dos veces, pero en ambas Niedermann la puso de pie.

– Gira a la derecha aquí -dijo Niedermann.

Unos diez metros después llegaron a un claro. Lisbeth vio una fosa excavada en el suelo. A la luz de la linterna de Niedermann apareció una pala hincada en un montón de tierra. De repente, comprendió lo que Niedermann iba a hacer. La empujó hacia la fosa, pero ella tropezó y cayó a cuatro patas sobre el montón. Sus manos quedaron enterradas en la tierra arenosa. Se levantó y le lanzó una inexpresiva mirada. Zalachenko se tomó su tiempo y Niedermann lo esperó tranquilamente. En ningún momento desvió de Lisbeth la punta de la pistola.


Zalachenko estaba jadeando. Tardó más de un minuto en empezar a hablar.

– Debería decir algo, pero me parece que no tengo nada que decirte.

– No te preocupes -contestó Lisbeth-. Yo tampoco tengo gran cosa que decirte.

Ella le mostró una torcida sonrisa.

– Acabemos con esto de una vez -sentenció Zalachenko.

– Me alegro de que lo último que he hecho haya sido asegurarme de que te detengan -le comentó Lisbeth-. Esta misma noche la policía llamará a tu puerta.

– Chorradas. Sabía que intentarías marcarte ese farol. Has venido aquí para matarme, nada más. No has hablado con nadie.

Lisbeth Salander mostró una torcida sonrisa aún más amplia. De repente, adquirió un aspecto malvado.

– ¿Puedo enseñarte algo, papá?

Se metió la mano en el bolsillo izquierdo de la pernera y sacó un objeto cuadrado. Ronald Niedermann vigilaba cada movimiento.

– Todas las palabras que has pronunciado durante la última hora han salido por una radio de Internet.

Levantó su Palm Tungsten T3.

La frente de Zalachenko se arrugó en ese sitio donde deberían haber estado sus cejas.

– A ver -dijo mientras extendía la mano sana.

Lisbeth se lo tiró. Él lo cogió al vuelo.

– ¡Y una mierda! -dijo Zalachenko-. Esto es una Palm normal y corriente.


Cuando Ronald Niedermann se inclinó hacia delante para mirar de reojo la Palm, Lisbeth le arrojó un puñado de tierra a los ojos. Lo cegó al instante, pero él, automáticamente, disparó la pistola. Lisbeth ya se había echado dos pasos a un lado, de modo que la bala no atravesó más que el aire donde ella había estado. Lisbeth cogió la pala, tomó impulso y, apuntando con el filo, la dirigió hacia la mano que sostenía la pistola. Le dio un fuerte golpe en los nudillos y observó cómo la Sig Sauer trazaba una amplia curva en el aire e iba a parar a unos arbustos, lejos de ellos. Vio la sangre salir a borbotones del profundo corte que le hizo por encima del dedo índice.

«Debería aullar de dolor.»

Niedermann avanzaba a tientas con la mano lesionada extendida mientras que con la otra se frotaba con desesperación los ojos. La única posibilidad que tenía Lisbeth de ganar la batalla consistía en causar un daño masivo e inmediato. Si aquello se convertía en un cuerpo a cuerpo, ella no tendría nada que hacer. Necesitaba cinco segundos de ventaja para poder escapar y alcanzar el bosque. Cogió impulso levantando la pala por encima de su cabeza y la dejó caer trazando un amplio arco. Intentó girar la empuñadura para darle con el filo, pero su posición no era la adecuada. Impacto de lleno en la cara de Niedermann con la parte ancha de la pala.

Niedermann gruñó cuando el hueso de su nariz se rompió por segunda vez en muy pocos días. Seguía cegado por la tierra, pero sacó el brazo derecho y consiguió alejar a Lisbeth de un empujón. Ella salió despedida hacia atrás y tropezó con una raíz. Estuvo en el suelo un segundo que aprovechó para dar un salto, tomar impulso y ponerse de pie inmediatamente. De momento, Niedermann estaba neutralizado.

«Lo conseguiré.»

Avanzó dos pasos hacia la maleza cuando, por el rabillo del ojo -clic- vio a Alexander Zalachenko levantar el brazo.

«El puto viejo también tiene una pistola.»

El descubrimiento impactó en su cabeza como un latigazo.

Cambió de dirección en el mismo instante en que él disparó. La bala le dio en la parte exterior de la cadera y le hizo perder el equilibrio.

No le dolió.

La segunda bala le alcanzó la espalda y fue a parar a su omoplato izquierdo. Un agudo y paralizante dolor le recorrió el cuerpo.

Cayó de rodillas. Durante unos segundos, fue incapaz de moverse. Era consciente de que Zalachenko estaba a su espalda, a unos seis metros. Obstinada, se puso de pie con un último esfuerzo y dio un tambaleante paso hacia la cortina de arbustos protectores.

Zalachenko tuvo tiempo de apuntar.

La tercera bala impactó a dos centímetros detrás de la parte superior de su oreja. Le perforó el hueso parietal y ocasionó una telaraña de fisuras radiales en el cráneo. Continuó su trayectoria hasta acabar descansando en la materia gris a unos cuatro centímetros por debajo de la corteza cerebral.

Para Lisbeth Salander la descripción médica habría sido puramente académica. En términos prácticos, la bala le provocó un trauma masivo inmediato. Su última percepción fue un shock de color rojo ardiente que se convirtió en una luz blanca.

Luego oscuridad.

Clic.

Zalachenko intentó pegarle otro tiro, pero las manos le temblaban tanto que fue incapaz de apuntar. «Ha estado a punto de escapar.» Al final, se dio cuenta de que Lisbeth ya estaba muerta. Bajó el arma entre temblores mientras la adrenalina le fluía por todo el cuerpo. Miró la pistola. En un principio, había pensado dejarla en casa, pero al final decidió ir a buscarla y se la metió en el bolsillo de la cazadora. Como si necesitara una mascota. «Ella era un monstruo.» Ellos eran dos hombres y además, era Ronald Niedermann armado con su Sig Sauer. «Y esta maldita puta ha estado a punto de escapar.»

Echó un vistazo al cuerpo de su hija. A la luz de la linterna, parecía una muñeca de trapo ensangrentada. Le puso el seguro a la pistola, se la guardó en el bolsillo de la cazadora y se acercó a Ronald Niedermann, que estaba fuera de juego, con los ojos llorosos y sangrando por la mano y la nariz. Esta, tras la pelea por el título con Paolo Roberto, no se le había curado todavía y, ahora, el palazo le había provocado nuevos y devastadores destrozos.

– Creo que me han vuelto a romper el hueso de la nariz -dijo.

– Idiota -le contestó Zalachenko-. Ha estado a punto de escaparse.

Niedermann continuaba frotándose los ojos. No le dolían pero no cesaban de lagrimear. Estaba casi cegado.

– Levántate y ponte derecho, joder.

Zalachenko movió la cabeza con desprecio.

– ¿Qué diablos harías sin mí?

Niedermann parpadeó desesperado. Cojeando, Zalachenko se acercó al cuerpo de su hija y la agarró por el cuello de la cazadora. La alzó y la arrastró hasta la tumba, que no era más que un hoyo cavado en el suelo, demasiado pequeño para que pudiera caber estirada. Levantó el cuerpo hasta que sus pies se encontraron sobre el hoyo, y la dejó caer como un saco de patatas. Lisbeth aterrizó en posición fetal, con las piernas replegadas bajo sí misma.

– Entiérrala ya, a ver si podemos volver a casa de una vez -ordenó Zalachenko.

En su estado, a Ronald Niedermann le llevó un rato echarle la tierra. La que no cabía la esparció por la zona dando enérgicas paladas.

Mientras observaba el trabajo de Niedermann, Zalachenko se fumó un cigarro. Seguía temblando, pero la adrenalina ya le había empezado a bajar. Sintió un repentino alivio, ella ya no estaba. Todavía recordaba sus ojos cuando le arrojó aquella bomba incendiaria de gasolina hacía ya muchos años.

Eran las nueve de la noche cuando Zalachenko miró a su alrededor y asintió con la cabeza. Consiguieron encontrar la Sig Sauer de Niedermann debajo de unos arbustos. Acto seguido, volvieron a la casa. Zalachenko se sentía extrañamente satisfecho. Dedicó un rato a curarle la mano a Niedermann. El corte de la pala era profundo y tuvo que sacar aguja e hilo para coser la herida, un arte que aprendió con quince años en la escuela militar de Novosibirsk. Por lo menos no hacía falta ninguna anestesia. Sin embargo, tal vez la herida fuera tan grave que Niedermann se viera obligado a acudir a un hospital. Le entablilló el dedo y le puso una venda.

Cuando hubo terminado, abrió una cerveza mientras Niedermann no hacía más que enjuagarse sin parar los ojos en el cuarto de baño.

Capítulo 32 Jueves, 7 de abril

Mikael Blomkvist llegó a la estación central de Gotemburgo a las nueve y pico de la noche. Aunque el X2000 había recuperado parte del tiempo perdido, llegó con retraso. Mikael había dedicado la última hora del viaje a llamar a unas cuantas empresas de alquiler de vehículos. Intentó encontrar un coche en Alingsås, con la idea de bajarse allí, pero, a esa hora de la noche, resultó imposible. Al final se rindió, y consiguió un Volkswagen reservando también una habitación en un hotel de Gotemburgo. Podía recoger el coche en Järntorget. Decidió pasar del confuso transporte público de Gotemburgo y su ininteligible sistema de billetes; para comprenderlo había que ser, como poco, ingeniero aeronáutico. Cogió un taxi.

Cuando finalmente le dieron el coche, no había ningún mapa de carreteras en la guantera. Se dirigió a una gasolinera que abría por la noche para comprar uno. Tras una breve reflexión, también se hizo con una linterna, una botella de agua Ramlösa y un café para llevar que colocó en el soporte de bebidas, junto al cuadro de mandos. Al pasar Partille, de camino al norte, eran ya las diez y media. Cogió la carretera de Alingsås.


A las nueve y media, un zorro pasó por la tumba de Lisbeth Salander. Se detuvo e, inquieto, miró a su alrededor. El olfato le indicaba que había algo enterrado en el lugar, pero juzgó que la presa quedaba demasiado inaccesible y no merecía la pena excavar. Había otras presas más sencillas.

En algún lugar de las inmediaciones, algún imprudente animal nocturno hizo un ruido y el zorro aguzó el oído en el acto. Dio un paso cauteloso. Sin embargo, antes de continuar la caza, levantó la pata trasera y marcó el territorio con un chorrito de orina.


Bublanski no solía hacer llamadas de servicio tan tarde, pero esta vez no lo pudo evitar. Cogió el teléfono y marcó el número de Sonja Modig.

– Perdona las horas, ¿estás despierta?

– No te preocupes.

– Acabo de terminar de leer el informe de la investigación de 1991.

– Entiendo que te haya costado soltarlo; a mí me pasó lo mismo.

– Sonja, ¿qué interpretación das tú a lo que está pasando?

– A mí me parece que Gunnar Björck, que, dicho sea de paso, ocupa un puesto destacado en la lista de puteros, metió a Lisbeth Salander en el manicomio después de que ella intentara protegerse a sí misma, y a su madre, de un asesino loco que trabajaba para la Säpo. En eso colaboró, entre otros, Peter Teleborian, en cuya evaluación, por cierto, hemos basado gran parte de nuestro juicio sobre el estado psíquico de Lisbeth Salander.

– Este informe cambia por completo la imagen que tenemos de ella.

– Aclara bastantes cosas, sí.

– Sonja, ¿puedes pasar a recogerme mañana a las ocho?

– Sí, claro.

– Vamos a ir a Smådalarö para hablar con Gunnar Björck. Lo he comprobado, está de baja por reumatismo.

– No veo la hora de que llegue el momento.

– Creo que vamos a tener que reconsiderar a fondo el perfil de Lisbeth Salander.


Greger Backman miró de reojo a su esposa. Erika Berger estaba delante de la ventana del salón contemplando la bahía. Tenía el móvil en la mano; él sabía que ella esperaba una llamada de Mikael Blomkvist. Parecía sentirse tan desgraciada que se acercó y le pasó un brazo alrededor de los hombros.

– Blomkvist ya es mayorcito -dijo-. Aunque si estás tan preocupada, deberías llamar al policía ese.

Erika Berger suspiró.

– Es lo que debería haber hecho hace ya muchas horas. Pero no es eso lo que me pasa.

– ¿Es algo que yo debería saber? -preguntó Greger.

Erika asintió con la cabeza.

– Cuéntame.

– Te he ocultado algo. A ti y a Mikael. Y a todos los de la redacción.

– ¿Ocultado?

Erika se volvió hacia su marido y le contó que le habían dado el trabajo de redactora jefe del Svenska Morgon-Posten. Greger Backman arqueó las cejas.

– No entiendo por qué no se lo has contado a nadie -dijo él-. Es una noticia fantástica para ti. Enhorabuena.

– Ya, es sólo que me siento como una traidora. Supongo.

– Mikael lo entenderá. Todo el mundo tiene que aprovechar las oportunidades cuando se le presentan. Y ahora te toca a ti.

– Ya lo sé.

– ¿Estás realmente decidida?

– Sí, lo estoy. Pero no he tenido el coraje de contárselo a nadie. Y me da la sensación de que les abandono en medio de un gigantesco caos.

Greger abrazó a su mujer.


Dragan Armanskij se frotó los ojos y dirigió la mirada a la oscuridad, al otro lado de la ventana de la residencia de Ersta.

– Deberíamos llamar a Bublanski -comentó.

– No -dijo Holger Palmgren-. Ni Bublanski ni ninguna otra persona de las autoridades han movido nunca ni un solo dedo por ella. Deja que siga adelante con lo que tenga que hacer.

Armanskij observó al antiguo administrador de Lisbeth Salander. Continuaba sorprendido por la manifiesta mejoría del estado de salud de Palmgren desde que le hiciera la última visita, por Navidad. Todavía seguía balbuceando; no obstante, en los ojos de Palmgren había una vitalidad renacida. También había una rabia en él que nunca antes había visto. Durante la tarde, Palmgren le había contado la historia del rompecabezas que Mikael Blomkvist había ido componiendo. Armanskij estaba en estado de shock.

– Va a intentar matar a su padre.

– Es posible -dijo Palmgren tranquilamente.

– Eso si Zalachenko no la mata antes.

– También es posible.

– ¿Y nos vamos a quedar de brazos cruzados?

– Dragan, tú eres una buena persona. Lo que Lisbeth Salander haga o deje de hacer, si sobrevive o muere, no es responsabilidad tuya.

Palmgren hizo un gesto con el brazo. De repente, mostró una capacidad de coordinación que llevaba mucho tiempo sin tener. Era como si los acontecimientos de las últimas semanas hubiesen aguzado sus adormecidos sentidos.

– Nunca me ha despertado simpatía la gente que se toma la justicia por su mano. Por otra parte, nunca he conocido a nadie que tuviera tan buenas razones para hacerlo. Aun a riesgo de parecer cínico, lo que ocurra esta noche ocurrirá al margen de lo que tú o yo pensemos. Está escrito en las estrellas desde que ella nació. Y todo lo que nos queda es decidir qué actitud adoptar hacia Lisbeth. Si es que vuelve.

Armanskij suspiró lleno de tristeza, mientras miraba de reojo al viejo abogado.

– Y si se pasa los próximos diez años en la cárcel de Hinseberg, será ella misma quien se lo haya buscado. Yo seguiré siendo su amigo.

– No tenía ni idea de que tuvieras una visión tan libertaria del ser humano.

– Yo tampoco.


Miriam Wu miraba fijamente el techo. Tenía la lamparita encendida y una radio con la música a bajo volumen en cuya programación nocturna se oía On a Slow Boat to China. Se había despertado el día antes en el hospital al que Paolo Roberto la llevó. Se dormía y se despertaba inquieta para volver a dormirse sin orden ni concierto. Los médicos decían que había sufrido una conmoción cerebral. En cualquier caso, necesitaba descansar. También tenía la nariz fracturada, tres costillas rotas y diversas heridas y magulladuras por todo el cuerpo. Su ceja izquierda estaba tan hinchada, que el ojo no era más que una fina abertura en el párpado. En cuanto intentaba cambiar de postura le dolía todo, y cada vez que cogía aire se resentía. Asimismo, le dolía el cuello; como medida preventiva, le habían puesto un collarín. Los médicos le aseguraron que se recuperaría por completo.

Cuando se despertó por la noche, Paolo Roberto estaba allí. Le mostró una sonrisa y quiso saber cómo se encontraba. Miriam se preguntó si ella también tendría un aspecto tan lamentable como el que él ofrecía.

Ella le hizo varias preguntas y él se las contestó. Por alguna razón, no le pareció nada descabellado que Paolo fuera amigo de Lisbeth Salander. Era un chulo. Lisbeth solía mostrar simpatía por los tipos chulos y odiar a los idiotas engreídos. La diferencia era muy sutil, pero Paolo Roberto pertenecía a la primera categoría.

Paolo le explicó por qué había aparecido súbitamente de la nada en el almacén de Nykvarn. Miriam se asombró de que él se hubiera empeñado con tanta obstinación en darle caza a la furgoneta. Y le asustó la noticia de que la policía estaba desenterrando cadáveres en los alrededores del almacén.

– Gracias -dijo-. Me has salvado la vida.

Él negó con la cabeza y permaneció callado durante un buen rato.

– Intenté explicárselo a Blomkvist, pero él no acabó de entenderlo. Creo que tú sí puedes. Porque tú boxeas.

Ella sabía a qué se refería. Nadie que no hubiera estado allí, en el almacén de Nykvarn, sería capaz de comprender cómo era pelear con un monstruo que no experimentaba dolor. Pensó en lo desamparada que se había sentido. Luego, ella cogió la mano vendada de Paolo Roberto. No hablaron. Ya estaba todo dicho. Cuando volvió a despertarse, él ya se había ido. Miriam deseaba que Lisbeth Salander diera señales de vida.

Era a ella a quien buscaba Niedermann.

Miriam Wu temía que hubiese conseguido encontrarla.


Lisbeth Salander no podía respirar. Había perdido la noción del tiempo; sin embargo, era consciente de que le habían disparado, y se dio cuenta -más por intuición que por raciocinio- de que estaba enterrada. Su brazo izquierdo había quedado inutilizado. No podía mover ni un solo músculo sin que las oleadas de dolor le recorriesen el hombro. Su mente iba a la deriva, entraba y salía de una nublada conciencia. «Necesito aire.» Sentía un dolor palpitante que nunca antes había experimentado, y estaba a punto de hacer estallar su cabeza.

La mano derecha había quedado bajo su cara; instintivamente, comenzó a rascar la tierra que tenía frente a la nariz y la boca. La tierra era bastante arenosa y estaba bastante seca. Consiguió hacer una pequeña cavidad del tamaño de un puño.

Ignoraba cuánto tiempo llevaba en la fosa, pero comprendió que su situación podía resultar mortal. Al final, consiguió formular un pensamiento racional.

«Me ha enterrado viva.»

El descubrimiento le hizo sucumbir al pánico. No podía respirar. No podía moverse. Una tonelada de tierra la mantenía encadenada a la primitiva roca madre.

Intentó mover una pierna y apenas pudo tensar el músculo. Luego cometió el error de tratar de levantarse. Presionó con la cabeza hacia arriba y, al instante, el dolor le penetró las sienes como una descarga eléctrica. «No debo vomitar.» Volvió a sumergirse en una confusa semi-inconsciencia.

Cuando recuperó la capacidad de pensar, comprobó con mucha cautela qué partes del cuerpo tenía utilizables. Lo único que podía mover era la mano derecha, que se hallaba ante su cara. «Necesito aire.» El aire estaba por encima de ella, por encima de la tumba.

Lisbeth Salander empezó a escarbar. Hizo presión con el codo y consiguió crear un pequeño espacio para maniobrar. Empujando la tierra con el dorso de la mano agrandó la cavidad que tenía delante de la cara. «Tengo que cavar.»

Acabó cayendo en la cuenta de que en el ángulo muerto que había quedado por debajo de su cuerpo en posición fetal, entre sus piernas, había una cavidad. Allí se encontraba gran parte del aire que había utilizado y que la mantenía con vida. Desesperada, empezó a girar de un lado a otro la parte superior del cuerpo y sintió cómo la tierra empezó a caer hacia abajo. La presión del pecho disminuyó ligeramente. De golpe, pudo mover el brazo unos cuantos centímetros.

Trabajó minuto a minuto en un estado de semiinconsciencia. Arañando con las manos, quitó la tierra arenosa que tenía ante la cara y, puñado a puñado, la empujó hacia abajo hasta el hueco que había por debajo de su cuerpo. Unos instantes después, consiguió mover tanto el brazo que fue capaz de quitar la tierra que quedaba sobre su cabeza. Centímetro a centímetro, logró liberar la cabeza. Sintió algo duro. De pronto, se vio con una ramita o un trozo de raíz en la mano. Rascó hacia arriba. La tierra seguía siendo esponjosa y no demasiado compacta.


A las diez y pico, el zorro, de camino a su madriguera, volvió a pasar por la tumba de Lisbeth Salander. Acababa de comerse un ratón y estaba satisfecho cuando, de repente, percibió la presencia de otro ser. Se quedó inmóvil, como congelado, y aguzó el oído. Los bigotes y el hocico le vibraron.

De repente, los dedos de Lisbeth Salander salieron a la superficie como si un muerto viviente surgiera de las entrañas de la tierra. Si alguna persona se hubiese encontrado allí, lo más seguro es que hubiera reaccionado como el zorro, poniendo pies en polvorosa.

Lisbeth notó cómo el aire frío le recorría el brazo. Volvió a respirar.

Le costó media hora más salir de la tumba. No guardaba un recuerdo claro del proceso. Le pareció extraño no poder mover la mano izquierda, pero continuó rascando mecánicamente con la derecha.

Necesitaba algo con lo que escarbar. Le llevó un rato pensar en algo que pudiera usar. Bajó el brazo y logró llegar al bolsillo del pecho y sacar la pitillera que le había regalado Miriam Wu. La abrió y la usó a modo de pala. Poco a poco quitó la tierra y la apartó con un movimiento de muñeca. De pronto, recuperó la movilidad del hombro izquierdo y consiguió empujarlo hacia arriba a través de la capa de tierra. Luego, sacó arena y tierra y consiguió erguir la cabeza. Con eso, ya había asomado el brazo derecho y la cabeza a la superficie. Una vez liberado parte del torso, pudo empezar a contonearse hacia arriba, centímetro a centímetro, hasta que la tierra, de golpe, dejó de aprisionarle las piernas.

Se alejó de la tumba arrastrándose con los ojos cerrados y no se detuvo hasta que su hombro se topó con el tronco de un árbol. Giró lentamente el cuerpo hasta que tuvo el árbol como respaldo y, antes de abrir los ojos, se limpió los párpados con el dorso de la mano. A su alrededor, reinaba la más absoluta oscuridad y el aire era gélido. Estaba sudando. Sintió un apagado dolor en la cabeza, el hombro izquierdo y la cadera, pero no gastó energías en reflexionar sobre ello. Se quedó quieta durante diez minutos, tomando aire. Después se dio cuenta de que no podía permanecer allí.

Luchó por levantarse mientras el mundo se tambaleaba a sus pies.

Sintió un mareo instantáneo, se inclinó hacia delante y vomitó.

Luego, echó a andar. No sabía qué camino tomar ni adonde dirigirse. Tenía problemas para mover la pierna izquierda, de modo que cada cierto tiempo tropezaba y caía de rodillas. En cada ocasión, un intenso dolor le penetraba la cabeza.

No tenía ni idea del tiempo que llevaba andando cuando, de repente, percibió una luz por el rabillo del ojo. Cambió de dirección y avanzó a trompicones. Hasta que no se encontró junto a la caseta del patio, no se dio cuenta de que había ido derecha a la casa de Zalachenko. Se detuvo y fue dando tumbos como un borracho.

Las células fotoeléctricas en el camino de acceso y en la zona deforestada. Ella había venido desde el otro lado. No la habían visto.

El descubrimiento la desconcertó. Se dio cuenta de que no estaba en forma para afrontar otro asalto con Niedermann y Zalachenko. Contempló la casa blanca.

Clic. Madera. Clic. Fuego.

Fantaseó con una cerilla y un bidón de gasolina.

Se volvió, con mucho esfuerzo, hacia la caseta y, tambaleándose, llegó hasta una puerta que estaba cerrada con un travesaño. Consiguió levantarlo con el hombro derecho. Oyó cómo cayó al suelo y cómo golpeó la puerta. Se adentró en la oscuridad y miró a su alrededor.

Era un leñero. Allí no había gasolina.


Sentado junto a la mesa de la cocina, Alexander Zalachenko levantó la vista al oír el ruido del travesano. Apartó la cortina y, entornando los ojos, dirigió la mirada hacia la oscuridad exterior. Tardó unos segundos en habituarse a ella. El viento había empezado a soplar cada vez con más fuerza. El pronóstico del tiempo había prometido un tormentoso fin de semana. Al final, vio que la puerta de la caseta estaba entreabierta.

Esa misma tarde se había acercado hasta allí con Niedermann para coger un poco de leña. El paseo no había tenido más objeto que confirmar a Lisbeth Salander que no se había equivocado de casa y provocar, así, la salida de su escondite.

¿Se había olvidado Niedermann de poner el travesaño? Lo cierto era que podía ser muy torpe. De reojo, dirigió la mirada hacia la puerta del salón en cuyo sofá se había adormilado Niedermann. Pensó en despertarlo, pero creyó que era mejor dejarle dormir. Se levantó de la silla.


Para encontrar gasolina, Lisbeth tendría que ir al establo donde estaban aparcados los coches. Se apoyó contra un tajo y respiró con dificultad. Necesitaba descansar. Apenas llevaba allí un par de minutos, cuando oyó los pasos arrastrados de la prótesis de Zalachenko delante de la caseta.


Debido a la oscuridad, Mikael se equivocó de camino en Mellby, al norte de Sollebrunn. En vez de tomar el desvío hacia Nossebro, continuó hacia el norte y no se dio cuenta de su error hasta que llegó a Trökörna. Paró y consultó el mapa de carreteras.

Soltó una maldición y giró hacia el sur en dirección a Nossebro.


Con la mano derecha, Lisbeth se hizo con el hacha que estaba colgada de un clavo en el tajo un segundo antes de que Alexander Zalachenko entrara. No tenía fuerzas para levantarla por encima de su cabeza, de modo que, cogiéndola con una mano, tomó impulso y, de abajo arriba, describió con ella una curva mientras que, apoyándose sobre la cadera ilesa, giraba el'cuerpo.

Justo cuando Zalachenko le dio al interruptor de la luz, el filo del hacha se adentró diagonalmente en la parte derecha de su cara, destrozándole el hueso maxilar y penetrando unos milímetros en el frontal. No le dio tiempo a comprender lo que estaba ocurriendo. Un segundo despues su cerebro registró el dolor y se puso a aullar como un poseso.


Ronald Niedermann se despertó de un sobresalto y se incorporó desconcertado. Escuchó un aullido que, en un principio, no le pareció humano. Procedía de fuera. Luego se dio cuenta de que era Zalachenko. Se puso de pie a toda prisa.


Lisbeth Salander cogió impulso y quiso asestarle un nuevo hachazo. Su cuerpo no obedeció las órdenes. Su intención era levantar el hacha y hundírsela a su padre en la cabeza, pero había agotado todas sus fuerzas y le alcanzó por debajo de la rodilla, muy lejos de su objetivo. Sin embargo, la fuerza del impacto clavó el filo con tal profundidad que el hacha se quedó incrustada y se le escapó de las manos cuando Zalachenko cayó de bruces sin parar de gritar.

Se agachó para recuperar el hacha. La tierra se movió bajo sus pies cuando el dolor estalló en su cabeza. Tuvo que sentarse. Alargó la mano y buscó a tientas en los bolsillos de la cazadora de Zalachenko. Seguía llevando la pistola en el bolsillo derecho. Lisbeth intentó enfocar la mirada mientras la tierra se tambaleaba.

Una Browning del calibre veintidós.

«Una puta pistola de boyscout.»

Por eso continuaba con vida. Si le hubiese disparado una bala de la Sig Sauer de Niedermann, o de una pistola con munición de mayor calibre, tendría un agujero enorme en la cabeza.

En el mismo instante en que formulaba ese pensamiento, oyó los pasos de Niedermann, recién levantado, que ya había alcanzado el vano de la puerta. Se detuvo en seco y, con los ojos abiertos de par en par, miró sin parpadear la escena que tenía ante sí. Zalachenko bramaba como un poseso. Su cara era una máscara de sangre. Tenía un hacha clavada en la rodilla. Lisbeth Salander, ensangrentada y sucia, estaba sentada en el suelo junto a él. Era como algo sacado de una película de terror, de esas que Niedermann había visto en exceso.


A Ronald Niedermann, insensible al dolor y construido como un robot antitanques, nunca le había gustado la oscuridad. Hasta donde él recordaba, siempre había estado asociada a una amenaza.

Había visto figuras en la oscuridad con sus propios ojos, de modo que un terror indescriptible le acechaba constantemente. Y, ahora, ese terror se había materializado.

La chica del suelo estaba muerta. De eso no cabía duda.

El mismo la había enterrado.

Por lo tanto, la criatura que ahora se hallaba ante él no era una chica, sino un ser que había vuelto desde el más allá y al que no podía vencer ni fuerza humana ni arma alguna.

La metamorfosis de ser humano a muerto viviente ya se había iniciado. Su piel se había convertido en una coraza como la de los lagartos. Sus dientes al descubierto eran puntiagudos pinchos preparados para arrancar la carne de su presa. Sacó su lengua de reptil y se lamió la boca. Sus manos abiertas de sangre tenían unas garras afiladas como cuchillas de afeitar de unos diez centímetros de largo. Vio cómo le ardían los ojos. Podía oír sus gruñidos apagados y la vio tensar los músculos para tomar impulso y saltar sobre su yugular.

De repente, descubrió que ella tenía una cola que se curvaba y que empezaba a golpear el suelo de modo amenazador.

Luego, ella alzó la pistola y le disparó. La bala pasó tan cerca de la oreja de Niedermann que sintió el latigazo del aire. Él lo vivió como si la boca de la criatura le hubiera lanzado una llama de fuego.

Fue demasiado para él.

Dejó de pensar.

Dio media vuelta y salió corriendo para salvar la vida. Ella disparó otro tiro que erró por completo, pero que a él pareció darle alas. Dando una zancada de alce saltó unas vallas, en dirección a la carretera, y se lo tragó la oscuridad del campo. Se fue corriendo preso del terror más irracional.

Perpleja, Lisbeth Salander lo siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista.

Se arrastró hasta la puerta y miró hacia fuera; no consiguió divisarlo. Al cabo de un rato, Zalachenko, tumbado y en estado de shock, dejó de gritar, pero siguió quejándose. Lisbeth abrió el cargador de la pistola y, al constatar que le quedaba una bala, sopesó la idea de pegarle un tiro en la cabeza a Zalachenko. Después, se acordó de que Niedermann rondaba por allí fuera y que más le valía guardar esa última bala. Si él la atacara, probablemente le haría falta algo más que una bala del calibre veintidós. No obstante, era mejor que nada.


Lisbeth se levantó como pudo, salió cojeando de la caseta y cerró la puerta. Tardó cinco minutos en poner el travesaño. Cruzó el patio tambaleándose, entró en la casa y encontró el teléfono sobre un mueble de la cocina. Marcó un número que hacía más de dos años que no usaba. No respondió. Saltó el contestador.

«Hola, soy Mikael Blomkvist. En estos momentos no me puedo poner. Deja el nombre y el número de teléfono y te devolveré la llamada cuanto antes.»

Piiip.

– Mir-g-kral -dijo y se dio cuenta de que su voz sonaba pastosa. Tragó saliva-. Mikael, soy Salander.

Luego no supo qué decir. Colgó el auricular despacio.

La Sig Sauer de Niedermann, desmontada para la limpieza, estaba sobre la mesa de la cocina, junto a la P-83 Wanad de Sonny Nieminen. Dejó caer la Browning de Zalachenko al suelo y se acercó a trompicones hasta la mesa, de donde cogió la Wanad para comprobar el cargador. También encontró su Palm y se la metió en el bolsillo. Cojeando, avanzó hasta el fregadero y llenó una taza sin fregar de agua muy fría. Se bebió cuatro. Al levantar la vista, se encontró, de súbito, con su propia cara en un viejo espejo de afeitar que estaba colgado en la pared. Casi pegó un tiro de puro terror.

Lo que vio se parecía más a un animal que a un ser humano; una loca con la cara contraída y la boca entreabierta. Estaba cubierta de suciedad. Su cara y su cuello eran una papilla coagulada de sangre y lodo. Se hizo una idea de lo que había visto Niedermann en la caseta.

Se acercó al espejo y, súbitamente, adquirió conciencia del peso de su pierna izquierda. Tenía un intenso dolor en la cadera, donde le había impactado la primera bala de Zalachenko. La segunda le había dado en el hombro y le había dejado paralizado el brazo izquierdo. Le dolía.

Pero era el dolor de la cabeza el que le resultaba tan agudo que la hacía tambalearse. Con cuidado, levantó la mano derecha y se palpó la parte posterior de la cabeza. De repente, sus dedos notaron el cráter del orificio de entrada.

Se toqueteó el agujero del cráneo y se dio cuenta, horrorizada, de que estaba tocando su propio cerebro, de que sus lesiones eran tan graves que iba a morir, o tal vez ya estaba muerta. No entendía cómo podía mantenerse en pie.

De pronto, la invadió un cansancio paralizante. No sabía si estaba a punto de desmayarse o de dormirse, así que se acercó al banco de la cocina, donde se tumbó poco a poco y apoyó la parte derecha de la cabeza -la buena- sobre un cojín.

Necesitaba acostarse y recuperar fuerzas, aunque sabía que no se podía dormir con Niedermann rondando por allí fuera. Tarde o temprano volvería. Tarde o temprano, Zalachenko, conseguiría salir de la caseta y, arrastrándose, entraría en la casa, pero a ella ya no le quedaban fuerzas ni para mantenerse en pie. Tenía frío. Quitó el seguro de la pistola.


Ronald Niedermann permanecía indeciso en la carretera que iba de Sollebrunn a Nossebro. Estaba solo. A oscuras. Había vuelto a pensar de manera racional, y se avergonzaba de su huida. No entendía cómo había sido posible, pero llegó a la conclusión lógica de que ella había sobrevivido. «Habrá conseguido salir de la fosa de una u otra manera.»

Zalachenko lo necesitaba. Por lo tanto, debía regresar a la casa y partirle el cuello a esa Lisbeth Salander.

Al mismo tiempo, Ronald Niedermann tenía la sensación de que todo había acabado. Hacía ya tiempo que la albergaba. Las cosas habían empezado a ir mal desde el momento en que Bjurman se puso en contacto con ellos. Zalachenko se convirtió en otra persona en cuanto oyó el nombre de Lisbeth Salander. Todas las reglas de prudencia y moderación que Zalachenko llevaba predicando durante tantos años dejaron de existir de golpe.

Niedermann dudó.

Zalachenko necesitaba atención médica.

Si es que ella no lo había matado ya.

Eso conllevaría una serie de preguntas.

Se mordió el labio inferior.

Llevaba mucho tiempo siendo el socio de su padre. Habían sido años de éxitos continuos. Tenía un dinero escondido y, además, sabía dónde ocultaba Zalachenko su fortuna. Contaba con los recursos y la competencia que se requerían para seguir llevando el negocio. Lo racional sería marcharse de allí sin mirar atrás. Si algo había conseguido inculcarle Zalachenko era que siempre debía mantener la capacidad de salir, sin sentimentalismos, de una situación que se hubiera vuelto ingobernable. Esa era la regla fundamental de la supervivencia. «No muevas ni un dedo por una causa perdida.»

Ella no era sobrenatural. Pero sí bad news. Era su hermanastra.

La había subestimado.

Ronald Niedermann se encontraba aprisionado entre dos voluntades que tiraban de él.

Por una parte, quería volver y romperle el cuello a Lisbeth. Por la otra, deseaba seguir huyendo a través de la noche.

Llevaba el pasaporte y la cartera en el bolsillo trasero del pantalón. No quería volver. En la granja, no había nada que él quisiera.

A excepción, tal vez, de un coche.

Seguía dudando cuando vio el brillo de los faros de un coche acercarse tras una elevación del terreno. Volvió la cabeza. Tal vez pudiera conseguir un transporte de otra manera. Lo único que necesitaba era un coche para llegar a Gotemburgo.


Por primera vez en su vida -por lo menos, desde que abandonara su más tierna infancia-, Lisbeth era incapaz de tomar las riendas de la situación. A lo largo de los años, se había visto implicada en peleas, había sido víctima de malos tratos y objeto tanto de internamiento forzado por parte del Estado como de abusos de partículares. Su cuerpo y su alma habían encajado muchos más golpes que los que un ser humano debería sufrir.

Pero, en cada ocasión, había sabido reaccionar. Se había negado a contestar a las preguntas de Teleborian y cada vez que fue sometida a algún tipo de violencia física, logró apartarse de ella y escapar.

Con una nariz rota se podía vivir.

Con un agujero en la cabeza, no.

Esta vez no podía arrastrarse hasta la cama de su casa, taparse con el edredón, dormir dos días y, luego, levantarse y retomar las rutinas diarias como si nada hubiese ocurrido.

Se hallaba tan gravemente herida que era incapaz de arreglar la situación por sí misma. Y tan cansada que el cuerpo no obedecía sus órdenes.

«Tengo que dormir un rato», pensó. Y, de repente, tuvo la certeza de que si ahora se rendía y cerraba los ojos, la probabilidad de no abrirlos nunca más era muy alta. Analizó esa consecuencia y constató que no le importaba. Más bien al contrario, incluso le atraía. «Descansar. No tener que despertar.»

Sus últimos pensamientos fueron para Miriam Wu.

«Perdóname, Mimmi.»

Seguía teniendo en la mano la pistola de Sonny Nieminen, con el seguro quitado, cuando cerró los ojos.


Mikael Blomkvist descubrió a Ronald Niedermann a la luz de los faros desde una buena distancia. Lo reconoció en seguida; era difícil confundir a un gigante rubio de unos dos metros y cinco centímetros, construido como un robot antitanques. Niedermann movió los brazos. Mikael quitó las largas y frenó. Metió la mano en el compartimento exterior del maletín de su ordenador y sacó la Colt 1911 Government que había encontrado en la mesa de trabajo de Lisbeth Salander. Paró a unos cinco metros de Niedermann y, antes de abrir la puerta del coche, apagó el motor.

– Gracias por detenerte -dijo Niedermann, jadeando. Había ido corriendo-. He tenido una… avería. ¿Me podrías llevar a la ciudad?

Su voz era extrañamente aguda.

– Por supuesto que te puedo llevar a la ciudad -dijo Mikael Blomkvist, apuntándole con el arma-. Túmbate en el suelo.

Las pruebas a las que se estaba enfrentando Niedermann esa noche parecían no tener fin. Le lanzó una escéptica mirada a Mikael.

Niedermann no sintió el más mínimo miedo ni por la pistola ni por el hombre que la portaba. Sin embargo, las armas le infundían respeto. Había pasado toda su vida rodeado de armas y violencia. Daba por descontado que si alguien le apuntaba con una pistola, era porque esa persona estaba desesperada y dispuesta a usarla. Entornó los ojos e intentó identificar al hombre que se hallaba tras la pistola, pero los faros lo convertían en una oscura silueta. ¿Policía? No hablaba como un policía. Y, además, los policías solían identificarse. Por lo menos en las películas.

Consideró sus posibilidades. Sabía que si se lanzaba sobre él, podría coger el arma. Por otra parte, el hombre de la pistola parecía controlar la situación y se protegía tras la puerta del coche. Le alcanzaría con una o dos balas. Si se movía rápido, tal vez el hombre fallara el tiro -o al menos no le daría en ningún órgano vital- pero, aun en el caso de que sobreviviera, las balas dificultarían, o incluso imposibilitarían, su huida. Era preferible esperar una oportunidad mejor.

– ¡TÚMBATE AHORA MISMO! -gritó Mikael.

Desplazó el arma unos centímetros y disparó a la cuneta.

– El próximo irá a parar a tu rodilla -dijo Mikael con una alta y clara voz de mando.

Ronald Niedermann se puso de rodillas, cegado por los faros del coche.

– ¿Quién eres? -preguntó.

Mikael extendió la mano hasta el compartimento de la puerta y sacó la linterna que compró en la gasolinera. Dirigió el haz de luz a la cara de Niedermann.

– Las manos en la espalda -ordenó Mikael-. Separa las piernas.

Esperó hasta que Niedermann obedeció, a regañadientes, la orden.

– Sé quién eres. Si haces alguna tontería, te dispararé sin previo aviso. Apuntaré al pulmón, por debajo del omoplato. Es muy probable que me cojas, pero te va a costar.

Dejó la linterna en el suelo, se quitó el cinturón e hizo una lazada tal y como le enseñaron en la Escuela de Infantería de Kiruna donde, dos décadas antes, hizo el servicio militar. Se colocó entre las piernas del gigante rubio -tumbado en el suelo- introdujo sus brazos por la lazada y apretó por encima de los codos. De esa manera, el inmenso Niedermann quedaba casi indefenso.

Y, luego, qué.

Mikael miró a su alrededor. Se encontraban completamente solos en la oscuridad de la carretera. Paolo Roberto no había exagerado al describir a Niedermann. Era una bestia. La cuestión era, sin embargo, por qué un monstruo así venía corriendo en plena noche como si lo persiguiera el mismísimo diablo.

– Busco a Lisbeth Salander. Supongo que la has visto.

Niedermann no contestó.

– ¿Dónde está Lisbeth Salander? -preguntó Mikael.

Niedermann le echó una mirada rara. No entendía qué estaba pasando esa extraña noche en la que todo parecía ir mal.

Mikael se encogió de hombros. Volvió al coche, abrió el maletero y encontró una cuerda de remolque. No podía abandonar a Niedermann en medio de la carretera y con las manos atadas. Recorrió los alrededores con la mirada. Treinta metros más arriba, una señal de tráfico resplandecía a la luz de los faros. Peligro de alces.

– Levántate.

Puso la boca del arma en la nuca de Niedermann, lo condujo hasta la señal de tráfico y le obligó a sentarse en la cuneta y apoyar la espalda en el poste. Niedermann dudó.

– Todo esto es muy sencillo -dijo Mikael-. Tú asesinaste a Dag Svensson y Mia Bergman. Eran mis amigos. No pienso soltarte en medio de la carretera, así que o te ato aquí o te pego un tiro en la rodilla. Tú eliges.

Niedermann se sentó. Mikael le puso la cuerda de remolque alrededor del cuello y le inmovilizó la cabeza. Luego usó dieciocho metros de cuerda para atar al gigante por el torso y la cintura. Dejó un poco para poder atarle los antebrazos al poste y lo remató todo con unos sólidos nudos marineros.

Cuando terminó, Mikael volvió a preguntarle dónde se hallaba Lisbeth Salander. No recibió respuesta alguna, así que hizo un gesto de indiferencia y abandonó a Niedermann. Hasta que no volvió al coche, no sintió la subida de adrenalina y no tomó conciencia de lo que acababa de hacer. La imagen de la cara de Mia Bergman centelleó un instante ante sus ojos.

Encendió un cigarrillo y bebió Ramlösa de la botella. Contempló la silueta del gigante en la penumbra, junto a la señal de tráfico. Después, se puso al volante, consultó el mapa de carreteras y constató que le faltaba más de un kilómetro para alcanzar el desvío que conducía hasta la granja de Karl Axel Bodin. Arrancó el motor y pasó ante Niedermann.


Pasó despacio por el desvío indicado con el letrero de Gosseberga y aparcó junto a un granero, en un camino forestal, a unos cien metros al norte. Cogió la pistola y encendió la linterna. Descubrió marcas recientes de ruedas en el barro y constató que otro coche había estado aparcado antes en ese lugar, pero no le dio más importancia. Volvió andando hasta el desvío de Gosseberga e iluminó el buzón. «192 – K. A. Bodin.» Continuó caminando.

Era casi medianoche cuando vio las luces de la granja de Bodin. Se detuvo a escuchar. Permaneció quieto durante varios minutos pero no pudo oír más que los habituales ruidos de la noche. En vez de seguir por el camino de acceso hasta la casa, lo hizo a través del prado y se fue acercando por la parte del establo. Se detuvo en el patio, a treinta metros de la casa. Estaba en alerta total. La carrera de Niedermann hasta la carretera daba a entender que algo había ocurrido en la granja.

Mikael había recorrido más o menos la mitad del patio cuando oyó un ruido. Giró y se dejó caer de rodillas levantando el arma. Tardó unos segundos en percatarse de que el ruido procedía de una caseta. Sonaba como si alguien se quejara. Cruzó rápidamente el césped y se paró junto a la caseta. Al doblar la esquina, miró por una ventana y vio que en su interior había una luz encendida.

Escuchó. Alguien se estaba moviendo allí dentro. Levantó el travesaño y al abrir la puerta se encontró con un par de ojos aterrorizados en una cara ensangrentada. Vio el hacha en el suelo.

– Diossantojoder -murmuró.

Luego descubrió la prótesis.

«Zalachenko.»

Definitivamente, Lisbeth Salander había estado de visita.

Le costó imaginarse lo que podía haber pasado. Volvió a cerrar la puerta a toda prisa y colocó el travesaño.


Con Zalachenko en la caseta y Niedermann atado en la carretera de Sollebrunn, Mikael atravesó el patio hasta la casa principal. Tal vez hubiera una desconocida tercera persona que podría representar un peligro, pero la casa le pareció desierta, casi deshabitada. Apuntó al suelo con el arma y, con mucho cuidado, abrió la puerta exterior. Entró en un vestíbulo oscuro y vio un haz de luz que procedía de la cocina. Lo único que pudo oír fue el tictac de un reloj de pared. Al llegar a la puerta, descubrió de inmediato a Lisbeth Salander tumbada encima de un banco.

Por un instante, se quedó como paralizado contemplando su cuerpo maltrecho. Notó que en la mano -que colgaba flácida- llevaba una pistola. Se acercó y se puso de rodillas. Pensó en cómo había encontrado a Dag y Mia y, por un segundo, creyó que Lisbeth estaba muerta. Luego vio un pequeño movimiento en su caja torácica y percibió una débil y bronca respiración.

Alargó la mano y, cuidadosamente, le empezó a quitar el arma. De pronto, Lisbeth la agarró con más fuerza. Sus ojos se abrieron formando dos delgadas líneas y miraron a Mikael durante unos largos segundos. Su mirada estaba desenfocada. Después, él la oyó murmurar unas palabras en voz tan baja que apenas pudo percibirlas.

– Kalle Blomkvist de los Cojones.

Cerró los ojos y soltó la pistola. Mikael puso el arma en el suelo, sacó el móvil y marcó el número de emergencias.


* * *
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