TERCERA PARTE: Ecuaciones absurdas

Del 23 de marzo al 2 de abril

A las ecuaciones sin sentido, que no son válidas para ningún valor, se las denomina absurdas.

(a + b) (a – b)=a2 – b2+1


Capítulo 11 Miércoles, 23 de marzo – Jueves, 24 de marzo

Mikael Blomkvist puso la punta del bolígrafo rojo en un margen del manuscrito de Dag Svensson, trazó un signo de exclamación al que rodeó con un círculo y escribió las palabras «nota al pie». Quería la referencia de una de las afirmaciones.

Era miércoles, víspera del jueves de Pascua, y Millennium estaba, más o menos, de vacaciones toda la semana. Monika Nilsson se encontraba en el extranjero. Lottie Karim se había ido a las montañas con su marido. Henry Cortez se pasó unas cuantas horas atendiendo al teléfono, pero Mikael lo mandó a casa porque no llamaba nadie y porque, además, él iba a estar allí de todas maneras. Henry desapareció con una sonrisa de oreja a oreja para ver a su última novia.

A Dag Svensson no se le había visto el pelo. Mikael se hallaba solo retocando su manuscrito. El libro iba a constar de doce capítulos, doscientas noventa páginas, conclusión a la que finalmente habían llegado. Dag Svensson había entregado la versión final de nueve de los doce capítulos y Mikael Blomkvist había analizado al dedillo cada palabra y devuelto el texto pidiendo aclaraciones o proponiendo cambios.

No obstante, Mikael consideraba a Dag Svensson un escritor muy hábil, de modo que su labor editora se limitaba principalmente a observaciones marginales. Tuvo que esforzarse para encontrar algo que realmente mereciera su crítica. Durante las semanas en que la pila de folios del manuscrito fue creciendo en la mesa de Mikael, sólo hubo desacuerdo acerca de un pasaje, de aproximadamente una página, que Mikael quería eliminar y por cuya conservación Dag luchó duramente. Pero se trataba de un detalle sin apenas importancia.

En resumen, Millennium tenía una obra cojonuda que pronto se hallaría camino de la imprenta. Que el libro daría lugar a grandes titulares no lo dudó Mikael ni un instante. Dag Svensson había sido tan implacable a la hora de denunciar a los puteros y de atar los cabos sueltos que a nadie se le escaparía que algo funcionaba mal en el sistema. Esa parte era la literaria. La otra parte eran los datos que Dag Svensson presentaba y que vertebraban el libro; una investigación periodística modélica que debería ser protegida como patrimonio cultural.

Durante los últimos meses, Mikael había aprendido tres cosas acerca de Dag. Era un periodista meticuloso que apenas dejaba hilos sueltos. En sus textos brillaba por su ausencia aquella retórica pesada que caracteriza a tantos reportajes sociales y los convierte en altisonantes bodrios. Más que un reportaje, el libro era una declaración de guerra. Mikael sonrió serenamente. Dag Svensson tenía aproximadamente quince años menos, pero Mikael reconocía esa pasión que él mismo tuvo una vez, cuando emprendió su personal cruzada contra los pésimos periodistas de economía y redactó un libro que causó un gran escándalo y por el que todavía no lo habían perdonado en algunas redacciones.

El problema consistía en que el libro de Dag Svensson no podía tener fisuras. El reportero que da la cara de esa manera necesita o tener las espaldas totalmente cubiertas o renunciar a su publicación. Dag Svensson las tenía cubiertas al noventa y ocho por ciento. Existían puntos débiles que había que examinar más profundamente y afirmaciones que, en opinión de Mikael, no había documentado de una manera satisfactoria.

A eso de las cinco y media abrió el cajón de su mesa y sacó un cigarrillo. Erika Berger había prohibido terminantemente que se fumara allí, pero Mikael estaba solo y nadie iba a pisar la redacción durante el fin de semana. Siguió trabajando cuarenta minutos más antes de reunir las hojas y colocarlas encima de la mesa de Erika Berger para que las leyera. Dag Svensson le había prometido que a la mañana siguiente le enviaría por correo electrónico la versión final de los últimos tres capítulos, lo cual le daría a Mikael la posibilidad de repasar el material durante el fin de semana. Para el martes después de Pascua habían acordado una reunión en la que Dag, Erika, Mikael y la secretaria de redacción, Malin Eriksson, se reunirían para decidir la versión final del libro y de los artículos de Millennium. Después sólo quedaría el layout -responsabilidad de Christer Malm-, y mandarlo todo a la imprenta. Mikael ni siquiera había pedido presupuestos a las imprentas. Simplemente decidió contratar, una vez más, a Hallvigs Reklam, de Morgongåva. Habían impreso su libro sobre el caso Wennerström y le ofrecieron un precio y un servicio con los que pocas imprentas podían competir.


Mikael consultó el reloj y, furtivamente, se fumó otro cigarrillo. Se sentó junto a la ventana y, bajando la mirada, se puso a contemplar Götgatan. Con la punta de la lengua rozó, pensativo, la herida de la parte interna de su labio. Había empezado a cicatrizar. Por enésima vez se preguntó lo que realmente había ocurrido en Lundagatan, ante el portal de Lisbeth Salander.

Lo único que sabía a ciencia cierta era que Lisbeth Salander estaba viva y que había vuelto a la ciudad.

En los últimos días, desde el incidente, había intentado contactar con ella a diario. Le había enviado correos a la dirección que usaba hacía ya más de un año pero no obtuvo respuesta alguna. Había paseado hasta Lundagatan. Había empezado a desesperarse.

Ahora, en la placa de la puerta figuraban los apellidos Salander-Wu. En Suecia había censadas doscientas treinta personas llamadas Wu, de las cuales más de ciento cuarenta residían en la provincia de Estocolmo. Ninguna, sin embargo, empadronada en Lundagatan. Mikael no tenía ni idea de quién sería ese tal Wu que se había instalado en casa de Salander. Tal vez se hubiera echado novio o alquilado la casa. Al llamar a la puerta, nadie abrió.

Al final se sentó y redactó una carta como las de antes.

Hola, Sally:

No sé lo que pasaría hace un año pero, a estas alturas, incluso un tío duro de mollera como yo se ha dado cuenta de que no quieres saber nada de mí. Es tu derecho y tu privilegio decidir con quién deseas relacionarte y no pienso darte la tabarra. Simplemente me gustaría decirte que sigo considerándote mi amiga, que echo de menos tu compañía y que me encantaría, si te apetece, tomarme un café contigo.

No sé en qué líos andas metida, pero el altercado de Lundagatan me pareció preocupante. Si necesitas ayuda, puedes llamarme a la hora que sea. Tengo, evidentemente, una gran deuda contigo.

También tengo tu bolso. Si quieres que te lo devuelva llámame. Si no deseas verme, dame una dirección a la que te lo pueda mandar. Ya que has dejado tan claro que no te apetece verme, no te buscaré.

Mikael

No recibió, claro está, respuesta alguna.

La mañana de la agresión de Lundagatan, cuando llegó a casa, vació el contenido del bolso sobre la mesa de la cocina. Había una cartera con un carné de identidad expedido en Correos y aproximadamente seiscientas coronas en metálico y doscientos dólares americanos, así como un abono mensual de Stockholms Lokaltrafik. También tenía un paquete de Marlboro Light abierto, tres mecheros Bic, una cajita de caramelos para la garganta, un paquete abierto de kleenex, un cepillo y pasta de dientes y tres tampones en un bolsillo lateral, un paquete de preservativos sin abrir con una etiqueta que indicaba que había sido comprado en el aeropuerto de Gatwick, en Londres, un cuaderno con tapas duras y negras de formato A5, cinco bolígrafos, un bote de gas lacrimógeno, una bolsita con pintalabios y maquillaje, una radio FM con auriculares pero sin pilas y el vespertino Aftonbladet del día anterior.

El objeto más fascinante del bolso era un martillo que había en un compartimento exterior, de fácil acceso. Sin embargo, el ataque se había producido de manera tan sorprendente que Lisbeth no tuvo tiempo de echar mano ni al martillo ni al espray lacrimógeno. Al parecer, usó las llaves como puño americano. En ellas quedaban rastros de sangre y de piel.

Su llavero tenía seis llaves. Tres de ellas eran las típicas de casa: la del portal, la del piso y la de la cerradura de seguridad. Sin embargo, no eran las de Lundagatan.

Mikael abrió y pasó las páginas del cuaderno. Reconocía la parca pero pulcra escritura de Lisbeth y tardó poco en constatar que no se trataba precisamente del diario secreto de una niña. Aproximadamente unas tres cuartas partes del cuaderno estaban llenas de una serie de garabatos que parecían fórmulas matemáticas. Arriba de todo, en la primera página, había una ecuación que incluso Mikael reconocía:

(x3 + y3 = z3)

A Mikael siempre se le habían dado bien las matemáticas. Terminó el instituto con sobresaliente en esa asignatura, algo que, sin embargo, para nada quería decir que fuera un buen matemático, sólo que fue capaz de asimilar los contenidos de las clases. Pero las páginas del cuaderno de Lisbeth contenían garabatos que Mikael no entendía ni tampoco pretendía comprender. Una de las ecuaciones se extendía a lo largo de dos páginas y terminaba con tachaduras y cambios. Le costó decidir, incluso, si se trataba de fórmulas y cálculos matemáticos serios pero, ya que conocía las peculiaridades de Lisbeth Salander, suponía que las ecuaciones eran correctas y que seguramente tendrían algún significado.

Repasó el cuaderno de nuevo un buen rato. Las ecuaciones le resultaban tan comprensibles como si lo hubiesen puesto ante unos signos chinos. Pero entendía lo que ella quería hacer: (x3 + y3 = z3). A Lisbeth le fascinaba el enigma de Fermat, todo un clásico del que hasta Mikael Blomkvist había oído hablar. Suspiró profundamente.

La última página contenía una anotación muy parca y críptica que no tenía nada que ver con las matemáticas pero que, aun así, parecía una fórmula.

(Blondie + Magge) = NEB

Estaba subrayada y rodeada con un círculo, pero no explicaba nada. A pie de página figuraba el número de teléfono de la empresa de alquiler de coches Auto-Expert de Eskilstuna.

Mikael no hizo intento alguno por interpretar la anotación. Llegó a la conclusión de que esos apuntes no eran más que garabatos que habría hecho mientras pensaba en algo.


Mikael Blomkvist apagó el cigarrillo y se puso la americana, conectó la alarma de la redacción y se fue andando hasta la terminal de Slussen, donde cogió el autobús que lo llevó hasta la reserva yuppie de Stäket, en Lännersta. Lo había invitado a cenar su hermana Annika Blomkvist -ahora Giannini, su apellido de casada-, que cumplía cuarenta y dos años.


Erika Berger inició sus vacaciones de Pascua haciendo footing: un recorrido de tres kilómetros lleno de rabia e inquietud que terminó en el muelle de los barcos de vapor de Saltsjöbaden. Durante los últimos meses había descuidado sus sesiones de gimnasio y se sentía rígida y en baja forma. Regresó a casa andando. Su marido tenía que pronunciar una conferencia en una exposición del Moderna Muséet y no llegaría a casa hasta -como muy pronto- alrededor de las ocho, justo cuando Erika tenía pensado abrir una botella de vino, encender la sauna y seducir a su marido. Por lo menos así se distraería y dejaría de darle vueltas al tema que tanto la preocupaba.

Cuatro días antes el director general de uno de los grupos mediáticos más grandes de Suecia la había invitado a comer. Cuando estaban en la ensalada, él, con voz seria, le comunicó su intención de contratarla como editora jefe del Svenska Morgonposten, el periódico más grande de la empresa, conocido en la jerga periodística como el Gran Dragón.

– La junta directiva ha barajado varios nombres y estamos de acuerdo en que tú serías una persona muy valiosa para el periódico. Te queremos a ti.

Acompañaba la oferta un sueldo que hacía que los ingresos de Millennium parecieran una broma.

La oferta cayó como un relámpago en medio de un cielo despejado y la dejó muda.

– ¿Por qué precisamente yo?

Al principio se expresó con una extraña falta de claridad pero luego le salió con la explicación de que era conocida, respetada y -algo de lo que todos daban fe- una jefa competente. Su manera de sacar a Millennium de las arenas movedizas en las que se encontraba hacía dos años resultaba impresionante. También era verdad que el Gran Dragón necesitaba una renovación. En el periódico se respiraba un aire rancio y cierta pátina lo cubría todo, cosa que se traducía en que el número de suscriptores jóvenes se estaba reduciendo cada vez más. A Erika se la conocía por ser una osada periodista. Tenía garra. Poner a una mujer, feminista para más inri, como jefa de la institución más conservadora de la Suecia masculina sería un desafío muy provocador. Todos estaban de acuerdo. Bueno, todos no. Pero los que contaban estaban de acuerdo.

– Yo no comparto la ideología política del periódico.

– No importa. Tampoco te has definido como una adversaria. Vas a ser jefa, no ideóloga política, y los que escriben los editoriales se las arreglan solos.

No lo dijo, pero también se trataba de una cuestión de clases: Erika venía de buena familia y del entorno social más apropiado.

Erika contestó que, en un principio, la propuesta la atraía pero que no podía responderles inmediatamente. Debía pensárselo bien y quedó en darles una contestación en breve. El director general le dijo que si el motivo de sus dudas era el sueldo, ella podía negociar la cifra y aumentarla un poco más. Además, se le añadiría un paracaídas dorado excepcionalmente atractivo.

– Ya va siendo hora de que empieces a pensar en tu jubilación.

Casi cuarenta y cinco años. Ya había pasado sus años perros como principiante y sustituta. Había fundado Millennium y era la redactora jefe por méritos propios. El momento de coger el teléfono y decir «sí» o «no» se iba acercando implacablemente. Y no sabía qué contestar. Se había pasado la semana con la intención de tratar el tema con Mikael Blomkvist, pero no acababa de decidirse. Se sentía como si se lo hubiese ocultado todo, cosa que le provocaba una punzada de mala conciencia.

Había desventajas obvias. Un sí conllevaría interrumpir su colaboración con Mikael. Por muy suculenta que fuera su oferta, él nunca se iría con ella al Gran Dragón. Mikael no necesitaba el dinero y se encontraba muy a gusto escribiendo, a su ritmo, sus propios textos.

Erika se sentía muy bien con el cargo de redactora jefe que tenía en Millennium. Le había otorgado un estatus dentro del periodismo que se le antojaba casi inmerecido. Ella no escribía las noticias. No era lo suyo. Se consideraba una mediocre periodista de prensa escrita. En cambio, como periodista radiofónica o televisiva resultaba buena y, sobre todo, era una brillante redactora jefe. Además, le gustaba el trabajo editorial hands on que conllevaba su cargo en Millennium.

Pero Erika Berger estaba tentada. No tanto por el sueldo como por el hecho de que el trabajo significara que se convertiría definitivamente en uno de los personajes con más peso dentro de los medios de comunicación del país.

– Es una oferta irrepetible -había dicho el director general.

Allí mismo, ante el Grand Hotel de Saltsjöbaden, se dio cuenta, para su propia desesperación, de que no iba a ser capaz de decir que no. Y temía el momento de comunicarle la noticia a Mikael Blomkvist.


Como venía siendo habitual, la cena de la familia Giannini se celebró en medio de un ligero caos. Annika tenía dos hijas: Monica, de trece años, y Jennie, de diez. Su marido, Enrico Giannini, jefe para Escandinavia de una empresa internacional de biotecnología, había conseguido la custodia de Antonio, de dieciséis años de edad, fruto de un matrimonio anterior. El resto de los invitados estaba compuesto por la madre -Antonia Giannini-, Pietro -el hermano de Enrico- y Eva-Lotta -su mujer-, así como por Peter y Nicola, los hijos de éstos. Además de por Marcella, la hermana de Enrico, que vivía en el mismo barrio con sus cuatro criaturas. También invitaron a la cena a una de las tías de Enrico, Angelina -a la que toda la familia tachaba de loca de atar o, como poco, de muy excéntrica- y su nuevo novio.

Por lo tanto, el caos alrededor de la mesa del comedor, de un tamaño más que generoso, era considerable. La conversación transcurrió en una repiqueteante mezcla de sueco e italiano, a veces al mismo tiempo, y la situación no se hizo más llevadera por el hecho de que Angelina se pasara toda la noche hablando de las razones por las que Mikael seguía soltero y proponiendo toda una serie de apropiadas candidatas de entre las hijas de su círculo de amistades. Al final, Mikael declaró que no le importaría casarse si no fuera porque su amante ya estaba casada. Ante ese comentario, incluso a Angelina no le quedó más remedio que callarse.

A las siete y media, sonó el móvil de Mikael. Pensaba que lo tenía apagado y estuvo a punto de perder la llamada antes de conseguir sacar el teléfono del bolsillo de la americana, que alguien había puesto en el estante de los sombreros que se encontraba en la entrada. Era Dag Svensson.

– ¿Te llamo en mal momento?

– No especialmente. Estoy cenando en casa de mi hermana con el ejército de la familia de su marido. ¿Qué pasa?

– Dos cosas. He intentado contactar con Christer Malm pero no contesta al teléfono.

– Esta noche iba al teatro con su novio.

– Mierda. Le había prometido que mañana por la mañana le llevaría a la redacción las fotos e ilustraciones que queríamos incluir en el libro. Christer iba a echarles un vistazo durante las fiestas. Pero, de pronto, a Mia se le ha ocurrido subir a Dalecarlia para ver a sus padres y enseñarles la tesis. Teníamos pensado salir mañana temprano.

– Vale.

– Son fotos en papel, así que no puedo mandarlas por mail. ¿Te las podría enviar esta misma noche con un mensajero?

– Sí… pero oye, yo estoy en Lännersta. Me quedaré aquí un rato más y luego volveré a la ciudad. Enskede no me pilla lejos. Puedo pasar por tu casa y recogerlas. ¿Te viene bien sobre las once?

A Dag Svensson le pareció muy bien.

– Lo segundo no creo que sea de tu agrado.

– Shoot.

– He tropezado con una cosa que me gustaría confirmar antes de que el libro vaya a imprenta.

– Vale. ¿De qué se trata?

– Zala, escrito con «z».

– ¿Qué es eso de «Zala»?

– Zala es un gánster, probablemente de algún país del Este, tal vez Polonia. Te lo mencionaba en un correo que te mandé hará una semana.

– Sorry, se me había olvidado.

– Aparece un poco por todas partes en el material. La gente parece tenerle miedo y nadie quiere hablar de él.

– Ajá.

– Hace un par de días volví a toparme con su nombre. Creo que se encuentra en Suecia y que debería formar parte de la lista de puteros del capítulo siete.

– Dag, no puedes empezar a sacar nuevo material tres semanas antes de llevar el libro a imprenta.

– Ya lo sé. Pero esto es un hallazgo inesperado y no podemos pasarlo por alto. Estuve hablando con un policía que también había oído hablar de Zala y… creo que vale la pena dedicar un par de días de la próxima semana a investigarlo.

– ¿Por qué? ¿No tienes ya bastantes cabrones?

– Éste parece especial. Nadie sabe muy bien quién es. Tengo el presentimiento de que hurgar un poco más nos sería muy útil.

– Nunca se debe subestimar un presentimiento -dijo Mikael-. Pero sinceramente… no podemos aplazar el deadline ahora. La imprenta está reservada y el libro ha de salir a la vez que Millennium.

– Lo sé -contestó Dag Svensson, desanimado.


Mia Bergman acababa de hacer café y de verterlo en el termo cuando llamaron a la puerta. Eran las nueve menos algo. Dag Svensson se encontraba cerca de la entrada y, convencido de que era Mikael Blomkvist que se presentaba más pronto de lo previsto, abrió sin asomarse a la mirilla. En su lugar se encontró con una chica de baja estatura, parecida a una muñeca, que tomó por una adolescente.

– Busco a Dag Svensson y a Mia Bergman -dijo la chica.

– Yo soy Dag Svensson -aclaró él.

– Quiero hablar contigo.

Inconscientemente, Dag consultó la hora. Mia Bergman se acercó a la entrada y se situó detrás de su pareja con cara de curiosidad.

– ¿No te parece un poco tarde para una visita? -preguntó Dag.

La chica lo observó con un paciente silencio.

– ¿De qué quieres hablar? -continuó Dag.

– Quiero hablar del libro que piensas publicar en Millennium.

Dag y Mia intercambiaron una mirada.

– ¿Y tú quién eres?

– Me interesa el tema. ¿Puedo entrar o quieres que lo tratemos aquí, en la escalera?

Dag Svensson dudó un instante. Es cierto que la chica era una perfecta desconocida y que la hora elegida para realizar la visita resultaba rara, pero se le antojó inofensiva y la dejó entrar. La acompañó a una mesa del salón.

– ¿Quieres café? -preguntó Mia.De reojo, Dag echó a su pareja una mirada de irritación.

– ¿Qué te parece si me dices quién eres?

– Sí, por favor. Sí al café, quiero decir. Me llamo Lisbeth Salander.

Mia se encogió de hombros y abrió el termo. Como esperaba la visita de Mikael Blomkvist ya había puesto unas tazas en la mesa.

– ¿Y qué te hace pensar que voy a publicar un libro en Millennium? -preguntó Dag Svensson.

De repente le entró una profunda desconfianza, pero la chica lo ignoró y en su lugar miró a Mia Bergman. Mostró una mueca que podría interpretarse como una sonrisa torcida.

– Una tesis interesante -dijo.

Mia Bergman parecía asombrada.

– ¿Cómo puedes saber tú algo de mi tesis?

– Me encontré con una copia por casualidad -contestó la chica misteriosamente.

La irritación de Dag Svensson iba en aumento.

– Bueno, ¿me vas a explicar qué quieres? -insistió.

Sus miradas se cruzaron. De repente, Dag reparó en que los iris de Lisbeth eran de un color castaño tan oscuro que, con la luz, se volvían negro azabache. Se dio cuenta de que se había equivocado con su edad. Era mayor de lo que había pensado.

– Quiero saber por qué vas por ahí preguntando sobre Zala, Alexander Zala -dijo Lisbeth Salander-. Y, sobre todo, quiero saber exactamente qué sabes de él.

«Alexander Zala», pensó Dag Svensson, perplejo. Hasta ahora nadie había mencionado su nombre de pila.

Dag Svensson examinó a la chica que se encontraba sentada frente a él. Ella levantó la taza de café y bebió un sorbo sin dejar de mirarlo. Sus ojos resultaban completamente fríos. De pronto sintió un ligero malestar.


A diferencia de Mikael y los demás adultos del grupo -y a pesar de ser la persona que cumplía años-, Annika Giannini sólo había tomado cerveza sin alcohol, renunciando tanto al vino como al chupito de aguardiente para acompañar la comida. A eso de las diez y media de la noche estaba, por lo tanto, sobria y -ya que en ciertos aspectos consideraba a su hermano mayor un completo idiota del que, de vez en cuando, había que ocuparse- se ofreció generosamente a pasar por Enskede y luego llevarlo a casa. Total, de todos modos ya había pensado acercarlo a la parada de autobús de la carretera de Värmdö. No tardaría mucho más en dejarlo en la ciudad.

– ¿Por qué no te compras un coche? -se quejó, no obstante, cuando Mikael se abrochó el cinturón de seguridad.

– Porque a diferencia de ti, yo vivo a cuatro pasos de mi trabajo y sólo necesito el coche aproximadamente una vez al año. Además, hoy no podría haberlo cogido porque tu marido me ha invitado a aguardiente de Skåne.

– Empieza a asuecarse. Hace diez años te habría servido algún licor italiano.

Aprovecharon el trayecto para dedicarse a charlar de hermano a hermana. Aparte de una tía paterna un poco plasta, dos tías maternas algo menos plastas y algunos primos lejanos, Mikael y Annika no tenían más familia. Los tres años de edad que los separaban los tuvo bastante distanciados durante su adolescencia. De adultos, en cambio, se habían llegado a conocer mucho mejor.

Annika estudió Derecho y Mikael la consideraba la más inteligente de los dos. Se sacó la carrera con la gorra, pasó un par de años haciendo prácticas en un juzgado de primera instancia y luego trabajó como ayudante de uno de los fiscales más conocidos de Suecia, con quien estuvo hasta que se marchó para abrir su propio bufete. Annika se había especializado en Derecho familiar, algo que, con el tiempo, derivó en un compromiso por la igualdad entre los sexos. Se comprometió como abogada con las mujeres maltratadas, escribió un libro sobre el tema y se hizo con un nombre. Por si fuera poco, se metió en política y colaboró con los socialdemócratas, lo cual llevó a Mikael a pincharla por ser una oportunista. Ya desde muy joven, el propio Mikael había decidido que no podía pertenecer a un partido político y conservar su credibilidad periodística. Se abstenía incluso de votar y, en las ocasiones en las que lo hizo, nunca quiso revelar por quién. Ni siquiera a Erika Berger.

– ¿Cómo estás? -preguntó Annika cuando pasaron el puente de Skuru.

– Bueno, bien.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

– ¿El problema?

– Te conozco, Micke. Has estado como ausente toda la noche.

Mikael permaneció un rato en silencio.

– Es una historia complicada. De momento tengo dos problemas. Uno tiene que ver una chica que conocí hace dos años, que me ayudó con el asunto Wennerström y que luego desapareció de mi vida sin más, sin ninguna explicación. No le he visto el pelo en más de un año. Hasta la semana pasada.

Mikael le contó la agresión sufrida por Lisbeth en Lundagatan.

– ¿Has puesto una denuncia a la policía? -preguntó Annika en seguida.

– No.

– ¿Por qué?

– Esta chica es una persona excepcionalmente celosa con su vida privada. Fue ella a quien atacaron. Es ella la que ha de poner la denuncia.

Algo que, sospechaba Mikael, no estaba en el primer punto del orden del día de la agenda de Lisbeth Salander.

– Cabezota -dijo Annika, acariciando la mejilla de Mikael-. Siempre te las apañas para hacer las cosas tú solito. ¿Cuál es el segundo problema?

– En Millennium estamos trabajando en una historia que va a dar mucho que hablar. Llevo toda la noche pensando si consultarte o no. Como abogada, quiero decir.

Atónita, Annika miró de reojo a su hermano.

– ¡Consultarme a mí! -exclamó-. Anda, eso sí que es una novedad.

– La historia va de trafficking y violencia contra las mujeres. Tú eres abogada y sabes de eso. Es cierto que no te ocupas de casos de libertad de prensa, pero me encantaría que leyeras el texto antes de mandarlo a imprenta. Se trata de unos cuantos artículos para la revista pero también de un libro, así que tienes lectura para rato.

Annika permaneció en silencio al enfilar Hammarby Fabriksväg y pasar por la esclusa de Sickla. Se metió por algunas pequeñas calles, en paralelo a Nynäsvägen, y avanzó serpenteando hasta que pudo incorporarse a Enskedevägen.

– ¿Sabes, Mikael? En toda mi vida sólo he estado realmente cabreada contigo una vez.

– ¿Ah, sí? -contestó Mikael, asombrado.

– Cuando te demandó Wennerström y te condenaron a tres meses de cárcel por difamación. Me cabreé tanto contigo que estuve a punto de explotar.

– ¿Por qué? Metí la pata.

– Has metido la pata muchas veces. Pero en aquella ocasión te hacía falta un abogado y la única a la que no recurriste fue a mí. Te quedaste allí solito, tragándote toda la mierda que te cayó en el juicio y en los medios de comunicación. Ni siquiera te defendiste. Creí morir.

– Fueron unas circunstancias especiales. No podrías haber hecho nada.

– Ya, pero no lo entendí hasta un año más tarde, cuando Millennium volvió a pisar el terreno de juego y ganó a Wennerström por goleada. Hasta ese momento no puedes ni imaginarte lo mucho que me decepcionaste.

– No podrías haber hecho nada para ganar el juicio.

– No te enteras, hermanito. Yo también entiendo que se trataba de un caso perdido. Leí la sentencia. Pero el quid de la cuestión es que no acudiste a mí para pedir ayuda. Algo tan simple como: «Hola, hermanita; necesito un abogado». Por eso nunca me presenté en los juzgados.

Mikael meditó sobre el tema.

– Sorry. Debería haberlo hecho, supongo.

– Supones bien.

– Ese año estaba fatal. No tenía fuerzas para hablar con nadie. Sólo quería dejarlo todo y morirme.

– Algo que, por cierto, no fue precisamente lo que hiciste.

– Perdóname.

De pronto Annika Giannini sonrió.

– No está mal. Una disculpa al cabo de dos años. De acuerdo. No me importa leer esos textos. ¿Corre prisa?

– Sí. Pronto vamos a imprenta. Gira a la izquierda, aquí.


Annika Giannini aparcó al otro lado de la calle, frente al portal de Björneborgsvägen donde vivían Dag Svensson y Mia Bergman.

– Sólo me llevará un minuto -dijo Mikael.

Cruzó la calle corriendo y marcó el código del portal. Nada más acceder al edificio se dio cuenta de que pasaba algo. Oyó unas indignadas voces resonando en la escalera y subió andando hasta la casa de Dag Svensson y Mia Bergman, en el tercer piso. Hasta que no llegó no se dio cuenta de que todo aquel jaleo procedía de allí. Cinco vecinos se encontraban en el rellano. La puerta de la casa de Dag y Mia estaba entreabierta.

– ¿Qué pasa? -preguntó más por curiosidad que por preocupación.

Las voces cesaron. Cinco pares de ojos lo contemplaron. Tres mujeres y dos hombres, todos rondando la edad de la jubilación. Una de ellas llevaba camisón.

– Han sonado como tiros. -El hombre que contestó tenía unos setenta años y vestía una bata marrón.

– ¿Tiros? -repitió Mikael con cara de tonto.

– Ahora mismo. En ese piso. Hace un minuto. La puerta estaba abierta.

Mikael se abrió camino y llamó al timbre al mismo tiempo que entraba.

– ¿Dag? ¿Mia? -gritó.

No hubo respuesta.

De repente sintió que un gélido frío le recorría la nuca. Olía a pólvora. Luego se acercó a la puerta del salón-comedor. Lo primero que vio, Diosmioporfavor, fue a Dag Svensson de bruces en medio de un enorme charco de sangre ante la mesa donde él y Erika habían cenado hacía unos meses.

Mikael se acercó a toda prisa a Dag, mientras sacaba bruscamente el móvil y marcaba el 112 de SOS Alarm. Contestaron en seguida.

– Me llamo Mikael Blomkvist. Necesito una ambulancia y también a la policía.

Les dio la dirección.

– ¿De qué se trata?

– Un hombre. Parece haber recibido un disparo en la cabeza y no da señales de vida.

Mikael se inclinó e intentó tomarle el pulso en el cuello. Luego le descubrió un cráter en la parte posterior de la cabeza y se dio cuenta de que estaba pisando una parte considerable de lo que había sido la masa encefálica de Dag Svensson. Retiró la mano despacio.

Ninguna ambulancia del mundo podría salvar la vida de Dag Svensson.De pronto descubrió los añicos de una de las tazas de café que Mia Bergman había heredado de su abuela y que con tanto cariño guardaba. Se levantó súbitamente y miró a su alrededor.

– ¡Mia! -gritó.

El vecino de la bata marrón había entrado en la casa siguiendo a Mikael. Este se dio la vuelta en la puerta del salón y lo señaló con el dedo.

– ¡Quédese ahí! -gritó-. Vuelva a la escalera.

Al principio dio la impresión de intentar protestar, pero obedeció. Mikael permaneció quieto durante quince segundos. Luego bordeó el charco de sangre y pasó con mucho cuidado por delante de Dag Svensson, hasta llegar a la puerta del dormitorio.

Mia Bergman se hallaba tumbada de espaldas en el suelo, a los pies de la cama. NonononoMiatambiennoporDios. Le habían disparado en la cara. La bala había penetrado por la mandíbula, por debajo de la oreja izquierda. El orificio de salida de la sien era del tamaño de una naranja y su cuenca ocular derecha estaba vacía. El flujo de sangre era, si cabía, aún más intenso que el de Dag. El impacto de la bala había sido tan violento que la pared del cabecero de la cama, a varios metros de Mia Bergman, estaba salpicada de sangre.

Mikael se percató de que tenía el móvil agarrado convulsivamente, con la central de emergencias todavía en línea, y de que estaba conteniendo la respiración. Inspiró profundamente y se acercó el móvil a la oreja.

– Necesitamos a la policía. Han disparado a dos personas. Creo que están muertas. Dense prisa.

Oyó que la voz de SOS Alarm decía algo pero no fue capaz de discernir las palabras. De repente le pareció que algo le pasaba en el oído. A su alrededor reinaba un silencio absoluto. Al intentar hablar no oyó el sonido de su propia voz. Bajó el móvil y salió del piso caminando hacia atrás. Al llegar al rellano de la escalera, se dio cuenta de que todo el cuerpo le temblaba y de que el corazón le palpitaba de un modo anormal. Sin pronunciar palabra se abrió camino entre el petrificado grupo de vecinos y se sentó. Como a lo lejos, oyó que le hacían preguntas. «¿Qué ha pasado? ¿Se han hecho daño? ¿Ha ocurrido algo?» Era como si el sonido de sus voces le llegara a través de un túnel.

Mikael estaba como anestesiado. Se dio cuenta de que se encontraba en estado de shock. Metió la cabeza entre las rodillas. Luego se puso a pensar. «Dios mío, los han asesinado. Acaban de matarlos a tiros. El asesino puede estar todavía en la casa… no, lo habría visto. El apartamento sólo tiene cincuenta y cinco metros cuadrados.» No podía dejar de temblar. Dag yacía tumbado boca abajo, de modo que no vio su cara. Pero la imagen del rostro destrozado de Mia se le había quedado grabada en la retina.

De repente recobró la audición, como si alguien hubiese ajustado el volumen. Se levantó rápidamente y miró al vecino de la bata marrón.

– Oiga -le dijo-. Póngase aquí y asegúrese de que nadie entre en el apartamento. La policía y la ambulancia están de camino. Voy a bajar a abrirles la puerta.

Mikael saltó los escalones de tres en tres. Una vez en la planta baja echó un vistazo, por casualidad, a la escalera que conducía al sótano y se detuvo en seco. Descendió un peldaño. A medio tramo había un revólver. Mikael constató que parecía ser un Colt 45 Magnum, la misma arma que se utilizó para matar a Olof Palme.

Controló el impulso de cogerla. En su lugar, se acercó a la puerta de entrada y la colocó para que quedara abierta. Luego salió a la calle y permaneció quieto en la noche. Hasta que no oyó un corto pitido de claxon no se acordó de que su hermana lo estaba esperando. Cruzó.

Annika Giannini abrió la boca dispuesta a soltar algún sarcasmo referente a los habituales retrasos de su hermano. Luego vio la expresión de su rostro.

– ¿Has visto a alguien mientras me esperabas? -preguntó Mikael.

Su voz sonaba ronca y nada natural.

– No. ¿A quién? ¿Qué ha pasado?

Mikael permaneció callado durante unos segundos mientras examinaba los alrededores. Silencio y tranquilidad. Se hurgó el bolsillo de la chaqueta y encontró un paquete arrugado en el que quedaba un cigarrillo olvidado. Cuando lo encendió, oyó un lejano sonido de sirenas que se iba acercando. Consultó su reloj. Eran las 23.17 horas.

– Annika, va ser una noche muy larga -dijo sin mirarla cuando el coche patrulla enfiló la calle.


Los primeros en personarse en el lugar fueron los agentes Magnusson y Ohlsson. Habían estado en Nynäsvägen atendiendo un aviso que resultó ser una falsa alarma. Acto seguido se presentó otro coche con el comisario Oswald Mårtensson, quien se hallaba en Skanstull cuando lo llamaron desde la central. Llegaron casi al mismo tiempo desde direcciones opuestas y descubrieron en el medio de la calle a un hombre en vaqueros y chaqueta oscura que levantó la mano para que se detuviesen. En ese mismo momento una mujer salía de un vehículo que estaba aparcado a pocos metros de él.

Los tres policías aguardaron unos instantes. La central les había comunicado que habían disparado a dos personas, y el hombre sostenía un objeto oscuro con la mano izquierda. Les llevó unos segundos asegurarse de que se trataba de un móvil. Descendieron de los coches a la vez, se ajustaron los correajes y se acercaron para observar más detenidamente a esas dos figuras. Mårtensson asumió el mando en seguida.

– ¿Es usted el que ha avisado de los tiros?

El hombre asintió. Parecía bastante alterado. Fumaba un cigarrillo y le temblaba la mano al acercarlo a los labios.

– ¿Cómo se llama?

– Mikael Blomkvist. Hace apenas unos minutos que han disparado a dos personas en este edificio. Se llaman Dag Svensson y Mia Bergman. Están en la tercera planta. Hay unos vecinos en el descansillo.

– ¡Dios mío! -exclamó la mujer.

– ¿Usted quién es? -preguntó Mårtensson.

– Me llamo Annika Giannini.

– ¿Viven aquí?

– No -contestó Mikael Blomkvist-. Iba a visitar a la pareja a la que han disparado. Ella es mi hermana. Venimos de una cena.

– Y dice usted que han disparado a dos personas… ¿Ha visto lo que ha pasado?

– No. Me los he encontrado en el suelo.

– Subamos a verlo -dijo Mårtensson.

– Espere -dijo Mikael-, según los vecinos los tiros se produjeron escasos momentos antes de que yo llegara. Avisé un minuto después. Desde entonces no han pasado ni cinco minutos. Eso quiere decir que el asesino debe de seguir en las inmediaciones.

– Pero ¿no tiene ninguna descripción?

– No hemos visto a nadie. Quizá los vecinos hayan visto algo.

Mårtensson le hizo señas a Magnusson, quien cogió su radio y, en voz baja, empezó a informar a la central. Se volvió hacia Mikael.

– ¿Puede mostrarme el camino?

Cuando entraron por el portal, Mikael se paró y, en silencio, señaló con el dedo hacia la escalera del sótano. Mårtensson se inclinó y examinó el arma. Bajó el tramo que quedaba hasta el final y comprobó la manilla de la puerta. Estaba cerrada con llave.

– Ohlsson, quédese aquí y vigile -le ordenó Mårtensson.

Ante el apartamento de Dag y Mia la concentración de vecinos había disminuido. Dos de ellos ya habían vuelto a sus casas, pero el hombre de la bata marrón todavía continuaba en su puesto. Al ver los uniformes dio la impresión de sentirse aliviado.

– No he dejado entrar a nadie -se apresuró a decir.

– Muy bien -contestaron Mikael y Mårtensson.

– Parece haber rastros de sangre en la escalera -advirtió el agente Magnusson.

Todo el mundo apreció unas pisadas. Mikael bajó la mirada a sus mocasines italianos.

– Probablemente sean mías -dijo Mikael-. He estado en el piso. Hay mucha sangre.

Mårtensson observó inquisitivamente a Mikael. Con un bolígrafo empujó la puerta del apartamento y constató que había más pisadas de sangre en la entrada.

– A la derecha. Dag Svensson está en el salón y Mia Bergman en el dormitorio.

Mårtensson efectuó una rápida inspección por toda la casa y volvió a salir al cabo de poco. Se comunicó por radio y pidió refuerzos a la policía criminal. Mientras estaba hablando, se presentó el personal de la ambulancia. Mårtensson los detuvo justo cuando terminaba su conversación radiofónica.

– Dos personas. Por lo que he visto, ya no necesitan ninguna asistencia sanitaria. ¿Podría entrar sólo uno de ustedes? Intenten no tocar nada.

No tardaron mucho tiempo en confirmar que sobraban. Un médico de guardia comentó que no resultaba necesario trasladar los cuerpos a un hospital para intentar reanimarlos. Ya no había esperanza. De repente, a Mikael le sobrevino un intenso mareo y se dirigió a Mårtensson.

– Voy a salir. Necesito aire.

– Me temo que no puedo dejarle marchar.

– No se preocupe -dijo Mikael-. Estaré ahí fuera.

– ¿Me permite ver su documentación?

Mikael sacó la cartera y se la entregó. Luego dio media vuelta y, sin pronunciar palabra, bajó y se sentó en las escaleras del portal de la entrada, donde Annika seguía esperando junto al agente Ohlsson. Ella se sentó a su lado.

– Micke, ¿qué ha pasado? -preguntó Annika.

– Dos personas a las que quería mucho han sido asesinadas. Dag Svensson y Mia Bergman. El manuscrito que quería que leyeras era de él.

Annika Giannini comprendió que no era el momento de atosigarlo a preguntas. En su lugar, puso los brazos alrededor de los hombros de su hermano y los mantuvo allí mientras iban llegando más coches de policía. Ya había un grupo de curiosos y nocturnos transeúntes apostados en la acera de enfrente. Mikael los contempló callado mientras la policía empezó a acordonar la zona. La investigación de un asesinato se acababa de poner en marcha.


Eran más de las tres de la madrugada cuando los agentes de la policía criminal dejaron marchar, por fin, a Mikael y Annika. Los dos hermanos habían pasado una hora en el coche de Annika, delante del portal, esperando a que llegara el fiscal de guardia para iniciar la instrucción del sumario. Luego -como Mikael era buen amigo de las dos víctimas y fue él quien las encontró y dio el aviso- les pidieron que los acompañaran a la jefatura de Kungsholmen para -utilizando sus propias palabras- colaborar con la investigación.

Allí debieron esperar un buen rato antes de que los interrogara una inspectora de la policía criminal llamada Anita Nyberg, que estaba de guardia. Era rubia como el trigo y parecía una adolescente.

«Me estoy haciendo mayor», pensó Mikael.

A las dos y media de la madrugada llevaba tantas tazas de café recalentado que estaba completamente sobrio, pero sintió náuseas. Tuvo que interrumpir el interrogatorio para salir corriendo en dirección al baño y allí vomitó sin contención. Era incapaz de borrar de su retina la imagen del rostro destrozado de Mia Bergman. Bebió varios vasos de agua y se refrescó la cara una y otra vez antes de volver al interrogatorio. Intentó ordenar sus pensamientos y contestar tan detalladamente como pudo a las preguntas de Anita Nyberg.

– ¿Tenían Dag Svensson y Mia Bergman enemigos?

– No, que yo sepa.

– ¿Habían recibido amenazas?

– No, que yo sepa.

– ¿Cómo era la relación entre ambos? -Parecían quererse. Dag me contó en una ocasión que pensaban tener un niño en cuanto Mia fuera doctora.

– ¿Consumían drogas?

– Ni idea. No lo creo. Y si lo hacían, no pienso que fuera más allá de algún que otro porro en ocasiones especiales.

– ¿Por qué fue a su casa tan tarde?

Mikael le explicó el motivo.

– ¿No era raro ir a su casa a esas horas de la noche?

– Sí. Cierto. Se trataba de la primera vez.

– ¿De qué los conocía?

– Del trabajo.

Mikael siguió explicándose durante lo que pareció una eternidad.

Y una y otra vez, las preguntas intentaban establecer la extraña secuencia cronológica.

Los disparos se habían oído en todo el edificio. Se produjeron con menos de cinco segundos de intervalo. El hombre de setenta años y de la bata marrón era el vecino más cercano, a la vez que un comandante jubilado de la artillería costera. Se encontraba viendo la televisión y se levantó del sofá en cuanto oyó el segundo tiro. Inmediatamente, arrastró los pies en dirección a la escalera. Considerando que tenía problemas de cadera y que le costaba levantarse, él mismo calculó que tardaría unos treinta segundos en abrir la puerta. Ni él ni ningún otro individuo vieron al criminal.

Según las estimaciones de los vecinos, Mikael había llegado a la entrada del apartamento menos de dos minutos después de efectuarse los disparos.

Teniendo en cuenta que tanto Annika como él habían tenido la calle controlada durante unos treinta segundos -mientras Annika se iba acercando con el coche al portal, aparcaba e intercambiaba unas palabras con Mikael antes de que éste cruzara la calle y subiera las escaleras- habría un espacio de tiempo de entre treinta y cuarenta segundos aproximadamente. Durante ese lapso, el autor del doble asesinato habría tenido tiempo de salir del apartamento, bajar las escaleras, tirar el arma en la planta baja, abandonar el inmueble y desaparecer de la vista de todos, antes de que Annika llegara con el coche. Y todo eso sin que ni una sola persona viera ni la sombra del homicida.

Todos constataron que fue una simple cuestión de segundos que Mikael y Annika no lo descubrieran.

Por un angustioso momento Mikael se dio cuenta de que la inspectora Anita Nyberg barajaba la posibilidad de que Mikael fuera el autor del asesinato, que sólo hubiera bajado una planta para luego fingir su llegada al lugar cuando los vecinos se agruparon. Pero Mikael tenía una coartada avalada por la presencia de su hermana; y además las horas parecían cuadrar. Sus actividades, incluyendo la llamada telefónica de Dag Svensson, podían ser confirmadas por un gran número de miembros de la familia Giannini.

Al final, Annika dijo basta. Mikael había colaborado de todas las maneras razonables y posibles. Estaba visiblemente cansado y no se encontraba bien. Ya era hora de interrumpir aquello y dejarle marchar. Les recordó que ella era su abogada y que él tenía ciertos derechos establecidos por Dios o, al menos, por el Parlamento.


Cuando salieron a la calle, permanecieron callados un buen rato ante el coche de Annika.

– Vete a casa a descansar -dijo ella.

Mikael negó con la cabeza.

– Tengo que ir a casa de Erika -le respondió-. Ella también los conocía. No puedo contárselo por teléfono y no quiero que se despierte y se entere por los informativos.

Annika Giannini dudó un momento pero se dio cuenta de que su hermano tenía razón.

– A Saltsjöbaden, entonces -dijo ella.

– ¿Te quedan fuerzas?

– ¿Para qué están las hermanitas?

– Si me dejas en Nacka Centrum, puedo coger un taxi desde allí o esperar un autobús.

– No digas tonterías. Entra, yo te llevo.

Capítulo 12 Jueves de Pascua, 24 de marzo

Obviamente, Annika Giannini también estaba cansada y Mikael consiguió convencerla para que renunciara a llevarlo hasta casa de Erika y lo dejara en Nacka Centrum. Si no, debía dar un enorme rodeo por los estrechos de Lännersta, cosa que le llevaría más de una hora. Mikael la besó en la mejilla, le agradeció toda la ayuda prestada durante la noche y, antes de llamar a un taxi, se quedó esperando hasta que ella giró y desapareció rumbo a su casa.

Hacía más de dos años que Mikael no iba a Saltsjöbaden. Sólo visitaba a Erika y su marido en muy contadas ocasiones. Se le antojó un síntoma de inmadurez.

Mikael ignoraba por completo cómo funcionaba exactamente el matrimonio de Erika y Greger. Conocía a Erika desde principios de los ochenta. Pensaba seguir manteniendo su relación con ella hasta que fuese demasiado viejo y no pudiese levantarse de la silla de ruedas. La historia sólo se había visto interrumpida durante un breve período a finales de la década, cuando ambos, cada uno con su respectiva pareja, contrajeron matrimonio. La interrupción duró más de un año, hasta que les fueron infieles a sus cónyuges.

Para Mikael aquello terminó en divorcio. Para Erika significó la constatación por parte de Greger Backman de que una pasión sexual así, después de tantos años, probablemente fuera tan fuerte que sería absurdo pretender que las convenciones o la moral vigente lograran que cada uno de ellos se mantuviera alejado de la cama del otro. Greger también le explicó que no quería arriesgarse a perderla de la misma manera que Mikael había perdido a su mujer.

Cuando Erika confesó su infidelidad, Greger Backman llamó a la puerta de la casa de Blomkvist, quien había estado esperando y temiendo esa visita. Mikael se sentía como una mierda. Pero en vez de romperle la cara, Greger Backman le propuso ir a tomar algo. Cerraron tres pubs de Södermalm antes de ir lo suficientemente cargados como para entablar una conversación seria, cosa que tuvo lugar en un banco de Mariatorget, más o menos al amanecer.

A Mikael le costó creer a Greger Backman cuando éste le comentó con franqueza que, si intentaba sabotear su matrimonio con Erika, volvería a visitarlo, sobrio y con un garrote, pero que si sólo se trataba de deseo carnal y de la incapacidad que tiene el alma de moderarse y templarse, entonces lo aceptaba.

Mikael y Erika continuaron su relación con el visto bueno de Greger Backman y sin intentar ocultarle nada. Por lo que Mikael sabía, Greger y Erika seguían siendo felices en su matrimonio. Mikael aceptaba que Greger consintiera su relación sin protestas, incluso hasta el punto de que Erika, si le apetecía -algo que ocurría con cierta regularidad-, no tenía más que coger el teléfono y comunicarle que pensaba pasar la noche con Mikael.

Greger Backman nunca criticó a Mikael. Ni una sola palabra. Al contrario, parecía creer que la relación entre Erika y Mikael era positiva, y que el amor que Greger sentía por ella se hacía más profundo al no poder dar por descontado que Erika siempre estaría con él.

En cambio, Mikael nunca se sintió cómodo en compañía de Greger, lo cual constituía un sombrío recordatorio de que, por liberales que fuesen las relaciones, también tenían un precio. Por consiguiente, sólo había visitado Saltsjöbaden en contadas ocasiones, cuando Erika daba grandes fiestas y su ausencia lo hubiera puesto en evidencia.

Se detuvo delante de su chalé de doscientos cincuenta metros cuadrados. Resuelto, a pesar de lo desagradable que resultaba llegar con malas noticias, puso el dedo en el timbre y lo mantuvo allí unos cuarenta segundos, hasta que oyó pasos. Greger Backman abrió con una toalla rodeándole la cintura y una cara de somnolienta rabia que, al encontrarse con el amante de su mujer en la escalera, se convirtió en asombro.

– Hola, Greger -dijo Mikael.

– Buenos días, Blomkvist. ¿Qué coño de horas son éstas?

Greger Backman era rubio y delgaducho. Tenía abundante pelo en el pecho y casi nada en la cabeza. Lucía una barba de una semana y una cicatriz sobre la ceja derecha provocada por un grave accidente de navegación ocurrido varios años atrás.

– Las cinco y pico -dijo Mikael-. ¿Puedes despertar a Erika? He de hablar con ella.

Greger Backman suponía que si Mikael Blomkvist había superado su aversión a visitar Saltsjöbaden y a verlo a él, algo fuera de lo normal debía de haber sucedido. Además, Mikael parecía necesitar un trago o, por lo menos, una cama donde descansar. Por lo tanto, abrió la puerta y lo dejó entrar.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

Antes de que a Mikael le diera tiempo a contestar, Erika Berger apareció por la escalera de la planta superior, atándose el cinturón de una bata blanca de felpa. Al ver a Mikael en el vestíbulo se detuvo en seco, a medio camino.

– ¿Qué pasa?

– Dag Svensson y Mia Bergman -dijo Mikael. Su rostro reveló inmediatamente el tipo de noticia que le traía.

– No… -dijo Erika, tapándose la cara con la mano.

– Acabo de salir de la comisaría. Dag y Mia han sido asesinados esta noche.

– ¿Asesinados? -preguntaron al unísono tanto Erika como Greger.

Erika contempló a Mikael con una escéptica mirada.

– ¿En serio?

Mikael asintió tristemente con la cabeza.

– Alguien ha entrado en su casa de Enskede y los ha matado a tiros. He sido yo el que los ha encontrado.

Erika se sentó en la escalera.

– No quería que te enteraras por los informativos -dijo Mikael.


Eran las siete menos un minuto de la mañana del jueves de Pascua cuando Mikael y Erika entraron en la redacción de Millennium. Erika había llamado y despertado a Christer Malm y a la secretaria de redacción, Malin Eriksson, con la noticia de que Dag y Mia habían sido asesinados esa misma noche. Vivían mucho más cerca, de modo que ya habían llegado para la reunión y encendido la cafetera eléctrica de la pequeña cocina.

– ¿Qué coño está pasando? -preguntó Christer Malm.

Malin Eriksson le chistó y subió el volumen del informativo de las siete:

Dos personas, un hombre y una mujer, fueron muertos a tiros anoche en un apartamento de Enskede. La policía ha informado de que se trata de un doble asesinato. A ninguna de las víctimas se le conocen antecedentes. Se ignoran los motivos del crimen. Nuestra reportera Hanna Olofsson se encuentra en el lugar de los hechos:

«Poco antes de la medianoche, cuando la policía recibió el aviso de que se habían producido disparos en un edificio de Björneborgsvägen, aquí, en Enskede. Según un vecino, en la casa se oyeron varios tiros. Se desconoce el móvil y hasta el momento no se ha detenido a nadie. Se ha acordonado el piso, donde en estos momentos está trabajando la policía forense».

– Eso es concisión -dijo Malin bajando el volumen de la radio.

Luego se puso a llorar. Erika se acercó a ella y le pasó el brazo por los hombros.

– ¡Joder! -exclamó Christer Malm sin dirigirse a nadie en particular.

– Sentaos -ordenó Erika Berger con voz firme-. Mikael…

Este volvió a contar una vez más lo ocurrido durante la noche. Habló con voz monótona, empleando un estilo periodístico, neutro y objetivo, al describir cómo encontró a Dag y Mia.

– ¡Joder! -volvió a decir Christer Malm-. Esto es una locura.

Los sentimientos pudieron de nuevo con Malin. Se echó a llorar otra vez sin ningún disimulo.

– Perdón -dijo.

– Yo me siento igual -reconoció Christen

Mikael se preguntó por qué no era capaz de llorar. Sólo sentía un gran vacío, casi como si estuviese anestesiado.

– A ver, lo que sabemos hasta el momento no es mucho -dijo Erika Berger-. Tenemos que hablar de dos cosas. Primera: nos encontramos a tres semanas de llevar a la imprenta el material de Dag Svensson. ¿Seguimos adelante con la publicación? ¿Podemos publicar? Ésa es una. La segunda es algo que Mikael y yo hemos estado comentando mientras veníamos.

– No sabemos por qué se han producido los asesinatos -dijo Mikael-. Puede ser por alguna historia personal de la vida de Dag y Mia o simplemente tratarse de la obra de un loco. Pero no podemos descartar que tenga algo que ver con su trabajo.

Un silencio se instaló alrededor de la mesa. Hasta que Mikael carraspeó y dijo:

– Como ya sabéis, estamos a punto de publicar un material muy fuerte en el que identificamos con nombre y apellido a determinados tipos que lo que menos desean en este mundo es verse implicados en el tema. Hace dos semanas Dag empezó a confrontar el material con ellos. Lo que intentaba decir antes era que si alguno de esos…

– Espera -dijo Malin Eriksson-. Revelamos el nombre de tres policías, uno de los cuales trabaja en la policía de seguridad y otro en la brigada antivicio, varios abogados, un fiscal y un par de guarros que van de periodistas. ¿Estás diciendo que uno de ellos habría cometido un doble asesinato para impedir la publicación?

– Bueno, no sé -contestó Mikael, pensativo-. Tienen bastante que perder, pero no deben de ser muy listos que digamos si creen que pueden acallar una historia así matando a un periodista. Pero también denunciamos a unos cuantos chulos y, aunque utilizamos nombres falsos, no resulta muy difícil deducir quiénes son. Algunos de ellos han sido condenados con anterioridad por delitos violentos.

– De acuerdo -dijo Christer-. Pero describes los asesinatos como ejecuciones. Si he entendido la idea del libro de Dag Svensson, no se trata de unos tipos muy listos. ¿Son capaces de cometer un doble asesinato y salirse con la suya?

– ¿Qué inteligencia se necesita para pegar dos tiros? -preguntó Malin.

– Ahora estamos especulando sobre algo de lo que no sabemos nada -interrumpió Erika Berger-. Pero la verdad es que tenemos que hacernos esa pregunta. Si los artículos de Dag, o incluso la tesis de Mia, fueron el móvil de los crímenes, habría que aumentar la seguridad en la redacción.

– Y una tercera cuestión -dijo Malin-. ¿Debemos facilitar los nombres a la policía? ¿Qué les dijiste anoche a los agentes?

– Contesté a todas las preguntas que me hicieron. Les comenté el carácter de la historia con la que estaba trabajando Dag, pero no me preguntaron por los detalles ni les di ningún nombre.

– Es algo que, sin duda, deberíamos hacer -sentenció Erika Berger.

– Tampoco está tan claro -contestó Mikael-. Podríamos darles una lista, pero ¿qué hacemos si la policía empieza a hacernos preguntas sobre cómo hemos averiguado los nombres? No podemos revelar las fuentes que quieren permanecer anónimas. Afecta a varias de las chicas con las que habló Mia.

– ¡Joder, qué lío! -dijo Erika-. Volvemos a la primera pregunta: ¿publicamos?

Mikael levantó una mano.

– Espera. Si queréis lo votamos, pero el editor responsable soy yo y por primera vez en mi vida pienso tomar una decisión sin la ayuda de nadie. La respuesta es «no». No podemos publicarlo en el próximo número. Es absurdo que sigamos adelante sin más.

El silencio volvió a invadir la mesa.

– Tengo muchas ganas de publicar pero, sin duda, nos veremos obligados a reformular bastantes cosas. Dag y Mia tenían la documentación, y la historia también se basaba en que Mia pensaba poner una denuncia policial contra las personas identificadas. Ella era experta en la materia. ¿Lo somos nosotros?

Se oyó un portazo y, acto seguido, Henry Cortez apareció en la puerta.

– ¿Se trata de Dag y Mia? -preguntó, jadeando.

Todos asintieron.

– ¡Joder! ¡Qué locura!

– ¿Cómo te has enterado? -preguntó Mikael.

– Había salido con mi novia y estábamos de camino a casa cuando nos enteramos por la emisora interna del taxi. La policía buscaba información y preguntaba a los taxistas si habían llevado a alguien a esa dirección. La reconocí. Tenía que venir.

Henry Cortez parecía tan conmocionado que Erika se levantó y le dio un abrazo antes de invitarlo a sentarse. Retomó el hilo de la discusión.

– Yo creo que a Dag le gustaría que publicáramos su material.

– Y eso es lo que vamos a hacer. El libro saldrá, por descontado. Pero la situación actual nos obliga a retrasar su publicación.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Malin-. No se trata tan sólo de sustituir un artículo; es un número temático y tenemos que rehacer toda la revista.

Erika permaneció callada un rato. Luego esbozó la primera y fatigada sonrisa del día.

– ¿Habías pensado tener libre estas fiestas, Malin? -preguntó-. Olvídalo. Lo vamos a hacer así… Malin, Christer, tú y yo vamos a sentarnos a planificar un número completamente nuevo, sin Dag Svensson. A ver si podemos sacar algunos de los artículos que teníamos pensados para el número de junio. Mikael, ¿cuánto material te había dado ya Dag Svensson?

– Tengo la versión final de nueve de los doce capítulos y la penúltima del diez y del once. Dag iba a mandarme por correo la versión definitiva (voy a mirarlo), pero no tengo casi nada del último, el doce. Es donde iba a recapitular y sacar conclusiones.

– Pero ¿Dag y tú habíais hablado de todos los capítulos?

– Sé lo que pensaba escribir, si te refieres a eso.

– De acuerdo, tú ponte con los textos, tanto con los del libro como con los de los artículos. Quiero saber lo que falta y si podemos reconstruir cosas que a Dag no le hubiera dado tiempo a entregar. ¿Podrías hacer una estimación para hoy mismo?

Mikael le indicó que sí con la cabeza.

– También quiero que reflexiones sobre lo que vamos a decirle a la policía. Qué resulta inofensivo y dónde empezamos a arriesgarnos a violar la confidencialidad de las fuentes. Nadie de la revista dirá nada sin que tú lo hayas aprobado.

– Muy bien -dijo Mikael.

– ¿Crees en serio que la historia de Dag es el móvil de los asesinatos?

– O la tesis de Mia… no sé. Pero no podemos descartar esa posibilidad.

Erika Berger reflexionó un instante.

– No, tienes razón. Encárgate tú de eso.

– ¿Que me encargue de qué?

– De la investigación.

– ¿Qué investigación?

– Nuestra investigación, ¡joder! -Erika Berger alzó repentinamente la voz-. Dag Svensson era periodista y trabajaba para Millennium. Si fue asesinado a causa de su trabajo, quiero saberlo. Por lo tanto, vamos a indagar en lo que pasó. Tú te ocuparás de eso. Empieza repasando todo el material que Dag Svensson nos dio y reflexiona si ése puede ser el móvil.

Miró de reojo a Malin Eriksson.

– Malin, si me ayudas hoy a esbozar las líneas generales de un número completamente nuevo, Christer y yo nos encargaremos luego del trabajo duro. Como tú has colaborado muchísimo con Dag Svensson y en otros textos del número temático quiero que, junto a Mikael, sigas de cerca el desarrollo de la investigación policial.

Malin Eriksson asintió.

– Henry… ¿puedes trabajar hoy?

– Claro.

– Empieza llamando a todos los demás colaboradores de Millennium y ponlos al corriente. Luego telefonea a la policía para averiguar qué está pasando. Entérate de si va a haber una rueda de prensa o algo. Tenemos que estar al día.

– De acuerdo. Primero llamaré a los colaboradores y luego volveré a casa a ducharme y desayunar. Regresaré en cuarenta y cinco minutos, si no voy directamente a Kungsholmen.

– Estaremos en contacto a lo largo del día.

Un breve silencio se hizo en torno a la mesa.

– De acuerdo -dijo Mikael finalmente-. ¿Estamos?

– Supongo -respondió Erika-. ¿Tienes prisa?

– Sí. Debo hacer una llamada.


Harriet Vanger estaba tomando un desayuno compuesto por café y tostadas con queso y mermelada de naranja en el porche acristalado de la casa de Henrik Vanger, en Hedeby, cuando sonó su móvil. Contestó sin mirar la pantalla.

– Buenos días, Harriet -la saludó Mikael Blomkvist.

– Pero bueno, ¡qué sorpresa! Yo creía que tú nunca te levantabas antes de las ocho.

– Así es, siempre y cuando me haya acostado antes. Algo que no he hecho todavía.

– ¿Ha ocurrido algo?

– ¿No has oído las noticias?

Mikael le contó brevemente lo sucedido durante la noche.

– ¡Qué horror! -dijo Harriet Vanger-. ¿Cómo estás?

– Gracias por preguntar. Bueno, he tenido días mejores. Pero te llamo porque tú formas parte de la junta directiva de Millennium y debes estar al tanto de esto. Sin duda, algún periodista descubrirá que fui yo quien encontró a Dag y Mia, cosa que dará pábulo a ciertas especulaciones. Y cuando se filtre que Dag estaba trabajando para nosotros en lo que iba a ser una sensacional revelación empezarán a hacer preguntas.

– O sea, que he de estar preparada. De acuerdo. ¿Y qué les digo?

– Diles la verdad. Que estás informada de lo que ha ocurrido. Naturalmente, te encuentras en estado de shock debido a los brutales asesinatos, pero no conoces en detalle el trabajo de la redacción y, por lo tanto, no puedes comentar ninguna de las especulaciones. Investigar los asesinatos es cosa de la policía, no de Millennium.

– Gracias por avisarme. ¿Hay algo que pueda hacer?

– Ahora mismo no. Pero si se me ocurre algo, te llamaré.

– Bien. Y Mikael… mantenme informada, please.

Capítulo 13 Jueves de Pascua, 24 de marzo

A las siete de la mañana del jueves de Pascua, la instrucción del sumario del doble asesinato de Enskede ya se encontraba sobre la mesa del fiscal Richard Ekström. El fiscal de guardia de esa noche, relativamente joven e inexperto, se había dado cuenta de que los crímenes de Enskede se salían de lo común. Llamó y despertó al fiscal provincial adjunto, quien, a su vez, llamó y despertó al adjunto del jefe provincial de la policía. De común acuerdo, decidieron pasarle la pelota a un celoso y experimentado fiscal. Su elección recayó sobre Richard Ekström, de cuarenta y dos años.

Richard Ekström era delgado, atlético, y medía un metro y sesenta y siete centímetros. Tenía el pelo rubio, ralo, y perilla. Siempre iba inmaculadamente vestido y, debido a su reducida estatura, llevaba unos zapatos con alzas. Inició su carrera profesional como fiscal adjunto en Uppsala, desde donde fue llamado por el ministerio de Justicia para participar en la adaptación de la legislación sueca a la de la UE, y su labor fue tan buena que durante un tiempo trabajó como jefe de departamento. Llamó la atención con un estudio sobre las carencias organizativas de la seguridad jurídica en el que -en vez de exigir más recursos, como ciertas autoridades policiales reclamaban- abogaba por una mayor eficacia. Tras cuatro años en el ministerio de Justicia, pasó al ministerio fiscal de Estocolmo, donde se ocupó de numerosos casos relacionados con llamativos robos o delitos violentos.

Dentro de la Administración se suponía que era socialdemócrata, pero, en realidad, Ekström no tenía el menor interés por los partidos políticos. Empezó a despertar cierta atención mediática, y en los pasillos del poder comenzaron a fijarse en él. Se trataba, sin lugar a dudas, de un buen candidato para ocupar cargos importantes, y, gracias a su supuesta vena ideológica, disfrutó de una amplia red de contactos en ámbitos tanto políticos como policiales. Entre los policías, las opiniones sobre la capacidad de Ekström estaban divididas. Los informes que realizó para el ministerio de Justicia no habían favorecido, precisamente, a aquellos círculos policiales que defendían que la mejor manera de garantizar la seguridad jurídica era reclutando más policías. Pero, por otra parte, Ekström se había distinguido por no andarse con chiquitas cada vez que llevaba un caso a juicio.

Cuando Ekström recibió el apresurado informe de la policía criminal sobre los acontecimientos ocurridos en Enskede la noche anterior, constató inmediatamente que se hallaba delante de un asunto que causaría un gran revuelo en los medios de comunicación. No se trataba de un asesinato cualquiera. Los dos muertos eran una criminóloga que estaba preparando su tesis doctoral y un periodista. Esta última palabra que odiaba o amaba, dependiendo de la situación.

Poco después de las siete, Ekström mantuvo una breve conversación telefónica con el jefe de la policía criminal provincial. A las siete y cuarto Ekström llamó y despertó al inspector Jan Bublanski, más conocido entre sus colegas con el apodo del agente Burbuja. En realidad, Bublanski tenía esa Pascua libre para compensar la montaña de horas extra que había acumulado durante todo el año. Le pidió que interrumpiera sus vacaciones y se personara de inmediato en comisaría para dirigir la investigación de los asesinatos de Enskede.

Bublanski tenía cincuenta y dos años, y llevaba trabajando como policía más de la mitad de su vida, desde los veintitrés. Estuvo seis en un radiopatrulla y había pasado tanto por la brigada de armas como por la brigada de robos antes de realizar unos cursos de formación y ascender a la brigada de delitos violentos de la policía criminal de la provincia de Estocolmo. Para ser exactos, durante los últimos diez años había participado en treinta y tres investigaciones de asesinatos u homicidios. De las diecisiete que dirigió, se esclarecieron catorce y dos se consideraron resueltas desde un punto de vista policial, lo que significaba que la policía sabía quién era el asesino pero carecía de suficientes pruebas para llevarlo a juicio. Únicamente en el caso restante, ocurrido hacía seis años, Bublanski y sus hombres fracasaron. Se trataba de un conocido y alcohólico camorrista al que mataron con un arma blanca en su domicilio de Bergshamra. El lugar del crimen fue una auténtica pesadilla de huellas digitales y rastros de ADN de varias docenas de personas que, durante años y años, se habían emborrachado y peleado en el apartamento. Bublanski y sus colegas estaban convencidos de que el asesino pertenecía al muy nutrido círculo social de alcohólicos y drogadictos; pero, a pesar de su intenso trabajo de investigación, el culpable continuaba burlando a la policía. A efectos prácticos la investigación fue archivada.

En su conjunto, Bublanski contaba con una buena estadística de casos resueltos. Sus colegas lo veían como sumamente competente.

Sin embargo, entre estos mismos, a Bublanski se le consideraba algo raro, cosa que, en parte, se debía al hecho de que era judío y a que, en determinados días festivos, lo habían visto con su kippa por los pasillos de la comisaría. En una ocasión esta circunstancia provocó la crítica de un jefe de policía, ahora retirado, de que resultaba inapropiado llevar una kippa en comisaría, por la misma razón que consideraba inadecuado que un policía anduviera por allí con un turbante. El asunto, no obstante, no pasó de ahí y no dio lugar a debate alguno, pues un periodista que había oído el comentario se puso a hacer preguntas, ante lo cual, el susodicho jefe se retiró apresuradamente a su despacho.

Bublanski pertenecía a la congregación de la sinagoga de Södermalm y pedía comida vegetariana si no había comida kosher. Sin embargo, no era tan ortodoxo como para negarse a trabajar en sabbat. También él se dio cuenta en seguida de que el doble asesinato de Enskede no se trataba de una investigación cualquiera. Nada más cruzar la puerta, poco después de las ocho, Richard Ekström lo llevó a un despacho aparte.

– Una auténtica desgracia -le espetó Ekström a modo de saludo-. La pareja a la que han matado a tiros eran un periodista y una criminóloga. Y hay más: los encontró otro periodista.

Bublanski asintió. Eso prácticamente garantizaba que el caso iba a ser seguido de cerca y analizado en detalle por los medios de comunicación.

– Y para echar más sal en la herida: el periodista que encontró a la pareja es Mikael Blomkvist, de la revista Millennium.

– ¡Ufff! -soltó Bublanski.

– Famoso gracias a todo el circo que se montó con el caso Wennerström.

– ¿Sabemos algo del móvil?

– De momento, nada. Ninguna de las víctimas figura en nuestros archivos. Parece tratarse de una pareja normal y corriente. La mujer iba a presentar su tesis dentro de unas semanas. Hay que concederle a este asunto la máxima prioridad.

Bublanski asintió. Para él un asesinato siempre tenía máxima prioridad.

– Vamos a constituir un grupo operativo. Deberás trabajar lo más rápidamente que puedas y yo me aseguraré de que dispongas de todos los recursos necesarios. Tendrás a Hans Faste y Curt Svensson como ayudantes. También a Jerker Holmberg; está trabajando con un homicidio de Rinkeby, pero parece ser que el autor del asesinato ha huido al extranjero, y él es muy brillante investigando el lugar del crimen. Si es necesario, también puedes contar con investigadores de la policía criminal nacional.

– Quiero a Sonja Modig.

– ¿No te parece demasiado joven?

Bublanski arqueó las cejas y miró asombrado a Ekström.

– Tiene treinta y nueve años, así que sólo es un par de años más joven que tú. Además, es muy eficiente.

– De acuerdo, tú decides a quién quieres en el grupo, siempre y cuando seáis rápidos. La Dirección ya está encima.

Bublanski se lo tomó como una ligera exageración. La Dirección, a esas horas de la mañana, apenas había tenido tiempo de abandonar la mesa del desayuno.


La investigación policial empezó en serio poco antes de las nueve, cuando el inspector Bublanski convocó a su equipo en una sala. Bublanski contempló a las personas reunidas. No le agradaba del todo la composición del grupo.

De todos ellos, Sonja Modig era la persona en la que más confianza tenía. Llevaba doce años de policía, cuatro de los cuales los pasó en la brigada de delitos violentos, donde participó en varias investigaciones con Bublanski al mando. Era meticulosa y metódica, y Bublanski se había dado cuenta de que también poseía esas cualidades que él consideraba de sumo valor en las investigaciones complicadas: imaginación y capacidad de asociación. En por lo menos dos casos, Sonja Modig había hallado curiosos y rebuscados vínculos que otros pasaron por alto, cosa que se tradujo en decisivos avances. Además, Sonja Modig tenía un sutil e inteligente sentido del humor que Bublanski sabía apreciar.

Bublanski también se alegraba de contar con Jerker Holmberg entre su tropa. Holmberg tenía cincuenta y cinco años, y era oriundo del norte de Suecia, concretamente de la provincia de Ångermanland. Se trataba de una persona aburrida y de mente plana que carecía por completo de esa imaginación que hacía tan valiosa a Sonja Modig. En cambio, según Bublanski, Holmberg quizá fuera el mejor investigador del lugar del crimen de toda la policía de Suecia. Habían colaborado en numerosas investigaciones y Bublanski estaba convencido de que si había algo que encontrar en el lugar de los hechos, Holmberg lo encontraría. Su tarea principal, por lo tanto, consistía en dirigir todo el trabajo que había que realizar en el apartamento de Enskede.

El colega Curt Svensson era relativamente desconocido para Bublanski. Se trataba de un hombre callado de constitución fuerte con un pelo rubio cortado tan al rape que, a distancia, daba la sensación de ser completamente calvo. Svensson tenía treinta y ocho años y acababa de incorporarse a la brigada, recién llegado de Huddinge, donde había pasado varios años investigando la delincuencia de bandas. Tenía fama de poseer un carácter irascible y mano dura; un eufemismo para decir que tal vez usara con su clientela métodos no del todo acordes con el reglamento. En una ocasión, hacía ya diez años, Curt Svensson fue denunciado por malos tratos, cosa que dio lugar a una investigación en la que, no obstante, lo absolvieron de todos los cargos.

La reputación de Curt Svensson se debía, sin embargo, a un acontecimiento muy distinto. En octubre de 1999, Curt Svensson, en compañía de otro colega, se fue a Alby con el objetivo de dar con un chorizo y someterlo a un interrogatorio. El tipo no era, ni mucho menos, desconocido en los círculos policiales. Llevaba años sembrando el pánico entre los vecinos y provocando numerosas quejas por su comportamiento pendenciero. Ahora, gracias a un chivatazo, era sospechoso de haber robado en un video-club de Norsborg. Se trataba de una intervención más o menos rutinaria que salió rematadamente mal cuando el individuo, en lugar de acompañar a los agentes por las buenas, sacó un arma blanca. El colega de Svensson, actuando en defensa propia, acabó con varias heridas en las manos y uno de los pulgares cortado, antes de que el malhechor dirigiera su atención hacia Curt Svensson quien, por primera vez en su carrera, se vio obligado a utilizar su arma reglamentaria. Curt Svensson efectuó tres disparos. El primero de ellos fue de advertencia. El segundo, un disparo con intención que, sin embargo, no alcanzó al malhechor; toda una hazaña, ya que la distancia era inferior a tres metros. El tercer impacto le dio de lleno en el cuerpo con tan mala fortuna que le segó la aorta, cosa que provocó que el tipo muriera desangrado al cabo de pocos minutos. La posterior investigación terminó eximiendo a Curt Svensson de cualquier responsabilidad, algo que desencadenó un debate mediático en el que se examinó con lupa el monopolio estatal de la violencia y donde se emparejaba a Curt Svensson con los dos brutales policías implicados en la muerte de Osmo Vallo.

En un principio, Bublanski tuvo sus dudas sobre Curt Svensson pero, seis meses más tarde, todavía seguía sin descubrir nada que motivara su crítica o su enojo. Más bien al contrario. Poco a poco Bublanski había empezado a tenerle cierto respeto a la discreta competencia de Curt Svensson.

El último miembro del equipo de Bublanski era Hans Faste, todo un veterano de cuarenta y siete años que llevaba quince de servicio en la brigada de delitos violentos. Faste constituía el motivo del descontento de Bublanski. Tenía el susodicho una cosa a favor y otra en contra. A su favor jugaba su amplia experiencia y sus tablas para abordar investigaciones complicadas. En su contra, Bublanski había tomado nota de que Faste era egocéntrico y de que tenía un burdo sentido del humor que podía importunar a cualquier persona de inteligencia normal y que molestaba mucho a Bublanski. Había en Faste alguna que otra actitud y ciertas características personales que, simplemente, a Bublanski no le gustaban. Pero, vale, de acuerdo: cuando se le ataba en corto resultaba un competente investigador. Además, Faste se había convertido en una especie de mentor para Curt Svensson, a quien no le parecía desagradar su tosquedad. Solían formar pareja durante las investigaciones.

A la reunión se había convocado también a la inspectora de guardia Anita Nyberg, para que informara de los interrogatorios mantenidos con Mikael Blomkvist durante la pasada noche, al igual que al comisario Oswald Mårtensson, quien debía dar cuenta de lo ocurrido in situ una vez recibido el aviso. Los dos estaban agotados y querían marcharse cuanto antes a casa para descansar. No obstante, Anita Nyberg ya se había hecho con unas fotos del lugar del crimen que circularon entre el grupo.

Tras treinta minutos de conversación ya tenían claro el desarrollo de los acontecimientos. Bublanski lo resumió:

– Con la reserva de que la investigación forense del lugar del crimen continúa en marcha, parece que ocurrió de la siguiente manera: un desconocido que ninguno de los vecinos ni otros testigos vieron entró en el apartamento de Enskede y mató a Svensson y Bergman.

– Seguimos sin saber si el revólver encontrado coincide con el arma homicida, pero ya se ha mandado al Laboratorio Nacional de Investigación Forense para que lo analicen -intervino Anita Nyberg-. Tiene máxima prioridad. También hemos hallado, relativamente intacto en la pared que da al dormitorio, un trocito de la bala que impactó en Dag Svensson. En cambio, la bala que alcanzó a Mia Bergman está tan fragmentada que dudo que nos sea útil.

– Muchas gracias, Anita. El Colt Magnum es uno de esos malditos revólveres de vaqueros que debería estar totalmente prohibido. ¿Tenemos el número de serie?

– Todavía no -dijo Oswald Mårtensson-. Mandé por mensajero el arma y el fragmento de bala al laboratorio desde allí mismo. Me pareció mejor que se encargaran ellos en vez de que yo empezara a toquetearla.

– Muy bien. Aún no he tenido tiempo de ir a ver el lugar de los hechos, pero vosotros dos habéis estado allí. ¿Cuáles son vuestras conclusiones?

Anita Nyberg y Oswald Mårtensson intercambiaron miradas. Nyberg le cedió la palabra a su colega de más edad.

– Para empezar pensamos que se trata de un solo asesino. Ha sido una verdadero ejecución. Me da la sensación de que es una persona que ha tenido un importante motivo para matar a Svensson y Bergman, y que obró con gran determinación.

– ¿Y en qué te basas para esa sensación? -preguntó Hans Faste.

– El piso estaba en orden. No se trató de un robo, ni de malos tratos, ni de nada por el estilo. Para empezar, sólo se dispararon dos tiros. Ambos alcanzaron su objetivo con gran precisión. En otras palabras, se trata de alguien que sabe manejar armas.

– Vale.

– Si echamos un vistazo al croquis… Lo hemos reconstruido de la siguiente manera: al hombre, Dag Svensson, le dispararon a una distancia muy corta; probablemente le pusieran el cañón en la cabeza. Hay quemaduras alrededor del orificio de entrada. Salió despedido contra la mesa del comedor; supuestamente fue a él a quien mataron en primer lugar. El asesino debía de estar en el umbral del salón o puede que se hubiera adentrado un poco.

– Vale.

– Según los testigos, los disparos se produjeron con un intervalo de muy pocos segundos. A Mia Bergman le dispararon a distancia. Lo más probable es que estuviera en la entrada del dormitorio y se diera media vuelta para alejarse y evitar el tiro. La bala le penetró por debajo de la oreja izquierda y le salió justo por encima del ojo derecho. El impacto la impulsó hasta el dormitorio, donde fue encontrada. Cayó contra los pies de la cama y, de ahí, al suelo.

– Un tirador experimentado -señaló Faste.

– Más que eso. Ni siquiera hay huellas que indiquen que el asesino entrara en el dormitorio para comprobar que la había matado. Sabía que no había fallado, se dio media vuelta y abandonó la casa. O sea, dos tiros, dos muertos y fuera. Además…

– ¿Sí?

– Sin adelantarme a la investigación forense, sospecho que el asesino ha empleado munición de caza. La muerte debe de haber sido instantánea. Las dos víctimas presentaban unas heridas espantosas.

Un breve silencio se instaló alrededor de la mesa. Era un tema que nadie del grupo deseaba recordar. Existen dos tipos de munición: las balas duras, completamente revestidas, que penetran en el cuerpo y causan daños relativamente modestos, y las balas blandas, que se expanden en el interior de la víctima y provocan daños descomunales. Hay una diferencia muy grande entre una persona alcanzada por una bala de nueve milímetros de diámetro y otra alcanzada por una bala que se expande hasta los dos centímetros, quizá tres, de diámetro. A este último tipo se le llama «munición de caza» y su objetivo es causar un desangramiento masivo, algo que se considera humano en la caza del alce, ya que ahí lo que se pretende es abatir a la presa de la manera más rápida e indolora posible. La munición de caza, por el contrario, está prohibida como armamento bélico por una ley internacional, puesto que el pobre que es alcanzado por una bala expansiva fallece inevitablemente, sea cual sea la parte del cuerpo afectada.

Sin embargo, hace dos años, la policía sueca -haciendo gala de su gran sabiduría- incorporó la munición de caza a su arsenal. El motivo exacto no quedó del todo claro. Lo que sí está claro, en cambio, es que si al famoso manifestante Hannes Westberg -que en 2001 fue herido en el abdomen durante los disturbios callejeros de Gotemburgo- le hubiesen disparado con munición de caza, no habría sobrevivido.

– Así que, en otras palabras, el objetivo era matar -dijo Curt Svensson.

Se refería a Enskede pero, al mismo tiempo, reconocía su postura en el silencioso debate que tenía lugar alrededor de la mesa.

Tanto Anita Nyberg como Oswald Mårtensson movieron la cabeza afirmativamente.

– Y luego está la secuencia cronológica -dijo Bublanski.

– Exacto. Después de efectuar los disparos, el asesino abandonó inmediatamente la casa, bajó las escaleras, tiró el arma y desapareció en la noche. Acto seguido -quizá estemos hablando de unos segundos- llegaron Blomkvist y su hermana en el coche.

– Mmm -murmuró Bublanski.

– Una posibilidad es que el asesino desapareciera por el sótano. Hay una entrada lateral que tal vez utilizara para salir al patio trasero, atravesar el césped y llegar a una calle paralela. Pero eso implica presuponer que tenía la llave de la puerta del sótano.

– ¿Hay algún indicio que induzca a pensar que el asesino se escapara por ahí?

– No.

– De modo que no contamos ni con una mínima pista -dijo Sonja Modig-. Pero ¿por qué tiró el arma? Si se la hubiese llevado -o si sólo la hubiese arrojado a cierta distancia del inmueble-, habríamos tardado bastante en encontrarla.

Todos se encogieron de hombros. Era una pregunta que nadie podía contestar.

– ¿Qué debemos pensar de Blomkvist? -inquirió Hans Faste.

– Se hallaba en aparente estado de shock -contestó Mårtensson-, pero actuó correcta y lúcidamente, y lo que me dijo me pareció creíble. Su hermana confirmó la llamada telefónica y el viaje en coche. No creo que esté implicado.

– Es un famoso periodista -intervino Sonja Modig.

– Esto se va a convertir en un circo mediático -previo Bublanski-. Razón de más para que lo resolvamos cuanto antes. De acuerdo… Jerker, tú, naturalmente, te encargarás del lugar del crimen y de los vecinos. Faste, tú y Curt os ocuparéis de las víctimas; averiguad quiénes eran, a qué se dedicaban, en qué círculos sociales se movían y quién podía tener motivos para matarlos. Sonja, tú y yo repasaremos los testimonios aportados. Luego averiguaras las actividades que Dag Svensson y Mia Bergman realizaron durante las últimas veinticuatro horas antes de que los asesinaran. Nos reuniremos de nuevo a las dos y media.


Mikael Blomkvist se sentó en la mesa que le habían asignado a Dag Svensson en la redacción. Primero permaneció quieto un buen rato, como si no fuese realmente capaz de acometer la tarea. Luego encendió el ordenador.

Dag Svensson tenía un portátil propio y casi siempre se quedaba trabajando en casa, pero también acudía a la redacción más o menos dos días por semana, y últimamente más a menudo. En Millennium tenía a su disposición un viejo PowerMac G3 que se encontraba en aquella mesa y que los colaboradores ocasionales podían usar. Mikael encendió el viejo G3. Se encontró con algunas de las cosas con las que había trabajado Dag Svensson. Principalmente había empleado el G3 para realizar búsquedas por Internet, pero allí también había algunas carpetas que había copiado de su portátil. Sin embargo, Dag Svensson tenía una copia de seguridad completa en dos discos zip que guardaba bajo llave en los cajones de la mesa. A diario hacía copias del material nuevo y del que iba actualizando. Como no había pasado por la redacción durante los últimos días, la copia de seguridad más reciente databa del domingo por la noche. Faltaban tres días.

Mikael hizo una copia de los zips y los guardó bajo llave en el armario de seguridad de su despacho. Luego dedicó cuarenta y cinco minutos a repasar el contenido del disco original: una treintena de carpetas e incontables subcarpetas. Se trataba de la investigación realizada por el propio Dag Svensson durante cuatro años para su libro sobre el trafficking. Mikael leyó los nombres de los documentos buscando algo que pudiera contener material sensible: los nombres de las fuentes protegidas de Dag Svensson. Advirtió que Dag Svensson había sido muy meticuloso con las fuentes; todo ese material estaba en una carpeta denominada «Fuentes/secreto». En la carpeta había ciento treinta y cuatro documentos de diverso tamaño, la mayoría bastante pequeños. Mikael los marcó todos y los eliminó. No los envió a la papelera de reciclaje; los llevó a un icono del programa Burn que, no sólo los tiraba a la papelera, sino que los borraba byte a byte.

Luego se metió en el correo de Dag Svensson. A Dag le habían dado una dirección temporal en millennium.se, que usaba tanto en la redacción como en su ordenador portátil. También disponía de una contraseña personal, algo que a Mikael, sin embargo, no le representaba ningún problema ya que podía acceder al servidor. Descargó el correo electrónico de Dag Svensson y lo copió en un Cd.

Por último, le metió mano a la montaña de papeles que, como material de referencia, apuntes, recortes de prensa, sentencias y correspondencia, había ido acumulando Dag Svensson. Para curarse en salud, se acercó a la fotocopiadora e hizo una copia de todo lo que le pareció importante, en total unas dos mil páginas. De modo que tardó tres horas.

Separó todo el material que, de una u otra manera, podría estar relacionado con alguna fuente secreta. Eso supuso más de cuarenta páginas, principalmente apuntes de dos cuadernos A4 que Dag guardaba bajo llave en su mesa. Mikael lo introdujo en un sobre y se lo llevó a su despacho. Luego dejó el resto del material en la mesa.

Entonces pudo respirar tranquilo; bajó al 7-Eleven, donde tomó café y se comió un trozo de pizza. Suponía, erróneamente, que la policía llegaría en cualquier momento para registrar la mesa de Dag.


Apenas pasadas las diez de la mañana, a Bublanski se le abrió una inesperada luz en sus pesquisas, cuando el doctor Lennart Granlund, del Laboratorio Nacional de Investigación Forense de Linköping, lo llamó.

– Es referente al doble asesinato de Enskede.

– ¿Ya?

– Recibimos el arma esta mañana temprano y todavía no he terminado el análisis, pero tengo información que tal vez te pueda interesar.

– Bien. Cuéntame tus conclusiones -lo animó el agente Burbuja.

– Se trata de un Colt 45 Magnum, fabricado en Estados Unidos en 1981.

– Ajá.

– Hemos obtenido huellas dactilares y posiblemente de ADN, pero analizarlo nos llevará algo más de tiempo. También hemos echado un vistazo a las balas con las que mataron a la pareja. Como era de esperar, proceden del revólver. Suele ser así cuando encontramos un arma en la escalera del escenario del crimen. Las balas están muy fragmentadas pero tenemos un trozo para comparar. Es probable que sea el arma homicida.

– Un arma ilegal, supongo. ¿Tienes el número de serie?

– Es completamente legal, propiedad de un tal Nils Eric Bjurman, abogado, y fue adquirida en 1983. Es miembro del club de tiro de la policía. Reside en Upplandsgatan, cerca de Odenplan.

– ¿Qué coño estás diciendo?

– También tenemos, como ya te he dicho, varias huellas dactilares en el arma. Pertenecen, como mínimo, a dos personas.

– A menos que el arma haya sido robada o vendida, información de la que carezco, lo más lógico es suponer que una de las series de huellas pertenece a Bjurman.

– Vale. En otras palabras: estamos delante de lo que en la jerga policial se viene llamando «una pista».

– Para la otra persona tenemos una coincidencia en el registro criminal: las huellas del pulgar y el índice de la mano derecha.

– ¿De quién se trata?

– De una mujer nacida el 30 de abril de 1978. La detuvieron en Gamia Stan por malos tratos en 1995 y fue entonces cuando se le tomaron las huellas.

– ¿Tienes su nombre?

– Sí. Se llama Lisbeth Salander.

El agente Burbuja arqueó las cejas y apuntó el nombre y el número de identificación personal en un cuaderno que estaba sobre su mesa.


Cuando Mikael Blomkvist regresó a la redacción tras su tardía comida, se fue directamente a su despacho y cerró la puerta, una inequívoca señal de que no deseaba que lo molestaran. Aún no había tenido tiempo de ocuparse de toda la información complementaria que se encontraba en el correo electrónico y en los apuntes de Dag Svensson. Lo que debía hacer ahora era sentarse y examinar, con nuevos ojos, tanto el libro como los artículos, sin olvidar la desgraciada circunstancia de que su autor estaba muerto y de que, por lo tanto, sería incapaz de contestar a las preguntas que se derivaran de los pasajes más complicados.

Tenía que decidir si en un futuro sería posible publicar el libro. También debía determinar si había algo en todo aquel material que pudiera constituir el móvil del asesinato. Abrió su ordenador y se puso a trabajar.


Jan Bublanski mantuvo una breve conversación con el fiscal instructor del sumario, Richard Ekström, para informarlo de los resultados del laboratorio. Decidieron que el propio Bublanski y su colega Sonja Modig fueran a buscar a Bjurman para tomarle declaración -que podría convertirse en un interrogatorio o incluso acabar en detención si lo estimaban necesario-, mientras que Hans Faste y Curt Svensson se centrarían en Lisbeth Salander, para pedirle que explicara por qué sus huellas dactilares aparecían en el arma homicida.

En un principio, encontrar al abogado Bjurman no presentaba mayor problema; su dirección constaba en Hacienda, en el registro de armas y en el departamento de Tráfico. Además, venía, sin ningún tipo de restricción, en la guía telefónica. Bublanski y Modig se desplazaron hasta Odenplan y consiguieron entrar en el inmueble de Upplandsgatan justo cuando un hombre joven salía por el portal.

Luego la cosa se complicó. Al llamar a la puerta, nadie abrió. Por eso se dirigieron al bufete de Bjurman, en Sankt Eriksplan, y repitieron el proceso, con el mismo desmoralizante resultado.

– Quizá esté en los juzgados -aventuró la inspectora Sonja Modig.

– Quizá haya huido a Brasil después de haber cometido un doble asesinato -replicó Bublanski.

Sonja Modig asintió y miró de reojo a su colega. Estaba a gusto en su compañía. No le habría importado tirarle los tejos si no fuera porque era madre de dos niños y tanto ella como él se hallaban, cada uno por su lado, felizmente casados. De reojo dirigió la mirada a las placas de latón que lucían las otras puertas de la planta y constató que los vecinos más cercanos eran un dentista llamado Norman, una empresa denominada N-Consulting y un abogado que atendía al nombre de Rune Håkansson.

Llamaron a la puerta de Håkansson.

– Buenos días, me llamo Modig y éste es el inspector Bublanski. Somos de la policía y estamos buscando a su vecino, el abogado Bjurman. ¿No sabrá usted, por casualidad, dónde podríamos localizarlo?

Håkansson negó con la cabeza.

– De un tiempo a esta parte lo veo poco. Cayó gravemente enfermo hace dos años y prácticamente ha abandonado sus actividades. La placa permanece en la puerta, pero no pasa por aquí más que una vez cada dos meses.

– ¿Está gravemente enfermo? -preguntó Bublanski.

– No lo sé a ciencia cierta. Siempre estaba trabajando a toda máquina y luego enfermó. Cáncer o algo así, supongo. No tengo mucho trato con él.

– ¿Cree que tuvo cáncer o lo sabe con certeza? -preguntó Sonja Modig.

– Bueno… no lo sé. Tenía una secretaria, Britt Karlsson o Nilsson, o algo así; una mujer mayor. La despidió. Fue ella quien me comentó que se había puesto enfermo, pero no sé de qué. Eso sucedió en la primavera de 2003. No lo volví a ver hasta finales de ese mismo año y entonces me dio la sensación de que tenía diez años más; estaba demacrado y, de repente, le habían salido canas. Saqué mis conclusiones. ¿Porqué? ¿Ha hecho algo?

– Que nosotros sepamos, no -contestó Bublanski-. Sin embargo, lo estamos buscando por un asunto de cierta urgencia.

Volvieron al piso de Odenplan y llamaron de nuevo a la puerta del piso de Bjurman. Siguieron sin obtener respuesta. Al final, Bublanski sacó su móvil y marcó el número del de Bjurman. Le salió el consabido mensaje: «En estos momentos el abonado no se encuentra disponible. Por favor, vuelva a intentarlo pasados unos minutos».

Probó con el fijo. Desde la escalera oyeron unas lejanas llamadas que sonaron al otro lado de la puerta, hasta que se puso en marcha un contestador que pidió al que llamaba que dejara un mensaje. Se miraron y se encogieron de hombros.

Era la una del mediodía.

– ¿Café?

– Mejor una hamburguesa.

Se fueron paseando hasta el Burger King de Odenplan. Sonja Modig se comió una Whopper y Bublanski una hamburguesa vegetariana antes de regresar a Kungs-holmen.


El fiscal Ekström convocó una reunión en su despacho para las dos de la tarde. Bublanski y Modig se sentaron, uno junto al otro, al lado de la ventana. Curt Svensson llegó dos minutos después y se sentó enfrente. Jerker Holmberg entró con una bandeja de cafés en vasos de papel. Acababa de hacer una breve visita a Enskede y tenía la intención de volver más tarde, cuando los técnicos hubiesen terminado.

– ¿Dónde está Faste? -preguntó Ekström.

– En la comisión de servicios sociales. Ha llamado hace cinco minutos y ha dicho que llegaría con un poco de retraso -contestó Curt Svensson.

– De acuerdo. Empecemos de todos modos. ¿Qué tenemos? -inquirió Ekström sin más preámbulos. Señaló a Bublanski en primer lugar.

– Hemos buscado al abogado Nils Bjurman. No está en casa y tampoco en su despacho. Según un vecino suyo, abogado, enfermó hace dos años y en la práctica ha abandonado todas sus actividades.

Sonja Modig continuó:

– Bjurman tiene cincuenta y seis años de edad, carece de antecedentes penales. Es, principalmente, abogado de empresas. No me ha dado tiempo a averiguar más.

– Pero ¿es el propietario del arma que se usó en Enskede?

– Afirmativo. Tiene licencia y es miembro del club de tiro de la policía -añadió Bublanski-. He hablado con Gunnarsson, de la brigada de armas; como ya sabéis, es presidente del club y conoce muy bien a Bjurman. Nuestro hombre entró en el club en 1978 y ejerció de tesorero de la junta directiva entre 1984 y 1992. Gunnarsson lo describe como un excelente tirador, tranquilo, sensato y sin ninguna rareza.

– ¿Le interesan las armas?

– Gunnarsson me ha dicho que veía a Bjurman interesado más bien en la vida social del club que en el propio tiro. Le gusta competir pero no parece ser un fetichista de las armas. En 1983 participó en los Campeonatos de Suecia y quedó en decimotercera posición. Durante los últimos diez años ha reducido sus visitas al club de tiro y sólo se ha dejado ver en juntas anuales y cosas por el estilo.

– ¿Tiene más armas?

– Desde que se afilió al club ha tenido licencia para cuatro armas cortas. Aparte del Colt, una Beretta, una Smith & Wesson y una pistola de competición de la marca Rapid. Estas tres las vendió hace diez años en el club y las licencias pasaron a otros miembros. Ahí no hay nada raro.

– Desconocemos, sin embargo, su paradero actual.

– Correcto. Pero sólo llevamos buscándolo desde las diez de esta mañana, así que puede que esté paseando por Djurgården, o ingresado en un hospital o qué sé yo…

En ese momento entró Hans Faste. Parecía jadear.

– Perdóname por el retraso. ¿Puedo comentar una cosa directamente?

Ekström lo invitó a hacerlo con un gesto de la mano.

– Lisbeth Salander es un nombre realmente interesante. Me he pasado toda la mañana con los servicios sociales y con la comisión de tutelaje.

Se quitó la cazadora de cuero y la colgó en el respaldo de la silla antes de sentarse y abrir un cuaderno.

– ¿Comisión de tutelaje? -preguntó Ekström, arqueando las cejas.

– Se trata de una tía verdaderamente sonada -dijo Hans Faste-. La declararon incapacitada y está bajo la tutela de un administrador. Adivina quién -hizo unapausa teatral-: el abogado Nils Bjurman. Esto es, el propietario del arma empleada en Enskede.

Todos los presentes arquearon las cejas.

A Hans Faste le llevó quince minutos dar toda la información que le habían facilitado sobre Lisbeth Salander.

– Resumiendo -dijo Ekström una vez que Faste concluyó-, tenemos huellas dactilares en el arma homicida procedentes de una mujer que pasó su adolescencia entrando y saliendo del psiquiátrico, que supuestamente se gana la vida prostituyéndose y que fue declarada incapacitada por el Tribunal de Primera Instancia; además, está documentado que posee un carácter violento. ¿Qué diablos hace en la calle una tía así?

– Presenta tendencia a la violencia desde la escuela primaria -añadió Faste-. Está para que la encierren.

– Pero aún no tenemos nada que la vincule a la pareja de Enskede. -Ekström tamborileó con las yemas de los dedos sobre la mesa-. Bueno, a lo mejor resulta que este doble asesinato no es tan difícil de resolver. ¿Tenemos alguna dirección de Salander?

– Está empadronada en Lundagatan, en Södermalm. Hacienda indica que ha estado empleada periódicamente en Milton Security, la empresa de seguridad.

– ¿Y qué diablos habrá hecho para ellos?

– No lo sé. Pero obtuvo unos ingresos anuales bastante modestos durante un par de años. Tal vez trabajara de limpiadora o algo así.

– Mmm -dijo Ekström-. Eso ya lo averiguaremos. Me parece que ahora mismo lo que urge es encontrarla.

– Estoy de acuerdo -convino Bublanski-. Ya tendremos tiempo de ocuparnos de los detalles más adelante. Ahora contamos con un sospechoso. Faste, vete con Curt a Lundagatan y traed a Salander. Tened cuidado. Ignoramos si tiene más armas y no sabemos hasta qué punto está loca.

– De acuerdo.

– Burbuja -interrumpió Ekström-, el jefe de Milton Security se llama Dragan Armanskij. Lo conocí a raíz de una investigación que hicimos hace unos años. Es de confianza. Acércate a verlo y habla con él. En privado. A ver si lo pillas antes de que se vaya a casa.

Bublanski parecía mosqueado, cosa que, por una parte, se debía a que Ekström había usado su apodo y, por otra, a que había formulado su propuesta como una orden. Luego asintió secamente con la cabeza y miró a Sonja Modig.

– Modig, tú tendrás que seguir buscando al abogado Bjurman. Llama a las puertas de los vecinos. Creo que también urge encontrarlo.

– De acuerdo.

– Hemos de averiguar si existe algún vínculo entre Salander y la pareja de Enskede. Y debemos situar a Salander en Enskede a la hora del asesinato. Jerker, hazte con fotografías de ella y enséñaselas a los vecinos. Esta tarde toca operación puerta a puerta. Llevaos a unos cuantos agentes uniformados y que os ayuden.

Bublanski hizo una pausa y se rascó la nuca.

– Joder, con un poco de suerte esta misma noche ya habremos resuelto todo este follón. Yo pensaba que el asunto iría para largo.

– Otra cosa -dijo Ekström-, los medios de comunicación nos están presionando. Les he prometido una rueda de prensa a las tres. Me puedo encargar yo si me proporcionan a alguien del gabinete de prensa para acompañarme. Supongo que habrá periodistas que también os llamen directamente a vosotros. Lo de Salander y Bjurman nos lo callamos mientras podamos, ¿vale?

Todos asintieron.


Dragan Armanskij había pensado salir pronto de la oficina. Era jueves de Pascua y él y su mujer habían planeado ir a Blidö, a su casa de campo, durante las fiestas. Acababa de cerrar su maletín y ponerse el abrigo cuando lo llamaron desde la recepción comunicándole que un tal Jan Bublanski, inspector de la policía criminal, deseaba verlo. Armanskij no conocía a Bublanski, pero el hecho de que un inspector viniera a hablar con él era suficiente para suspirar y volver a colgar el abrigo en la percha. No le apetecía nada recibirlo, pero Milton Security no se podía permitir desatender a la policía. Salió a buscarlo al ascensor.

– Gracias por dedicarme un poco de su tiempo -saludó Bublanski-. Le traigo saludos de mi jefe, el fiscal Richard Ekström.

Se estrecharon la mano.

– Ekström. Sí, nos habremos encontrado en un par de ocasiones. Hace ya algunos años que lo vi por última vez. ¿Quiere café?

Armanskij se detuvo delante de la máquina de café y cogió dos vasos antes de abrir la puerta de su despacho y pedirle a Bublanski que se sentara en el cómodo sillón que tenía destinado para las visitas, junto a la mesa de la ventana.

– Armanskij… ¿es un nombre ruso? -preguntó Bublanski con curiosidad-. Yo también tengo un apellido terminado en «ski».

– Mi familia es de Armenia. ¿Y la suya?

– De Polonia.

– ¿Qué puedo hacer por usted?

Bublanski sacó un cuaderno y lo abrió.

– Estoy investigando los asesinatos de Enskede. Supongo que ha oído las noticias.

Armanskij asintió brevemente con la cabeza.

– Ekström me ha dicho que usted no es de los que se van de la lengua.

– En mi posición uno no gana nada creándose enemigos en la policía. Sé guardar un secreto si es a eso a lo que se refiere.

– Muy bien. Ahora mismo estamos buscando a una persona que, por lo visto, trabajaba antes con usted. Su nombre es Lisbeth Salander. ¿La conoce?

Armanskij sintió como si un bloque de cemento se le formara en el estómago. No se inmutó.

– ¿Por qué razón está buscando a la señorita Salander?

– Digamos que tenemos motivos para considerarla importante en la investigación.

El bloque de cemento del estómago de Armanskij se expandió. Casi le dolía. Desde el día en que conoció a Lisbeth Salander había tenido el presentimiento de que su vida se encaminaba hacia una catástrofe. Pero siempre la había imaginado como víctima, no como autora. Siguió sin inmutarse.

– O sea, que sospechan de Lisbeth Salander como autora del doble asesinato de Enskede. ¿Es así?

Bublanski dudó un instante antes de asentir.

– ¿Qué me puede contar de Salander?

– ¿Qué quiere saber?

– Primero… ¿cómo puedo contactar con ella?

– Vive en Lundagatan. Debo buscar la dirección exacta. Tengo su número de móvil.

– Ya tenemos su dirección. Lo del móvil es interesante.

Armanskij se acercó a su mesa y buscó el número. Se lo dictó mientras Bublanski apuntaba.

– ¿Trabaja para usted?

– Ahora tiene su propia empresa. Pero desde 1998, y hasta hará año y medio aproximadamente, le he encargado trabajos de vez en cuando.

– ¿Qué tipo de trabajos?

– De investigación.

Bublanski levantó la mirada del cuaderno y arqueó las cejas, asombrado.

– ¿De investigación? -repitió.-Concretamente, investigaciones personales.

– Un momento… ¿hablamos de la misma chica? -preguntó Bublanski-. La Lisbeth Salander que nosotros buscamos no tiene certificado escolar y fue declarada incapacitada.

– Ya no se dice así -señaló Armanskij plácidamente.

– ¿Qué más da cómo se diga? La chica que nosotros buscamos aparece en la documentación como una persona profundamente trastornada e inclinada a la violencia. Además disponemos de un informe de la comisión de los servicios sociales donde se da a entender que, a finales de los años noventa, fue prostituta. No hay ningún documento que indique que fuera capaz de realizar un trabajo cualificado.

– Los documentos son una cosa. Las personas, otra.

– ¿Quiere decir que es capaz de realizar investigaciones personales para Milton Security?

– No sólo eso. Es la mejor investigadora que he conocido en mi vida. Sin punto de comparación.

Bublanski bajó lentamente el bolígrafo y frunció el ceño.

– Parece que le tiene… respeto.

Armanskij bajó la vista y se miró las manos. Esa afirmación lo ponía en una encrucijada. Siempre había sabido que, tarde o temprano, Lisbeth Salander acabaría metida en un buen lío. No le entraba en la cabeza qué la podía haber llevado a verse implicada en un doble asesinato en Enskede -como autora del crimen o lo que fuera-, pero también era consciente de que no tenía demasiada información sobre su vida privada. «¿En qué lío se habrá metido?» A Armanskij le vino a la memoria aquella repentina visita a su despacho en la que ella le explicó misteriosamente que tenía dinero de sobra y que no necesitaba trabajo.

Lo inteligente y sensato en ese momento sería mantener las distancias con todo lo que tuviera que ver con Lisbeth Salander, no tanto por lo que le afectaba a él personalmente como por Milton Security. Armanskij pensó que tal vez Lisbeth Salander fuera la persona más solitaria que conocía.

– Le tengo respeto por lo competente que es. Eso no figura en sus notas escolares ni en su curriculum vitae.

– O sea, que conoce su historial.

– Que está bajo administración y que ha tenido una infancia complicada, sí.

– Y aun así la contrató.

– Precisamente por eso la contraté.

– Explíquemelo.

– Su anterior administrador, Holger Palmgren, era el abogado del viejo J. F. Milton. Él se ocupó de ella cuando era adolescente y me convenció para que le diera trabajo. Al principio la contraté para que se encargara del correo, de la fotocopiadora y de cosas así. Luego resultó que poseía talentos ocultos. Y olvídese de ese informe de los servicios sociales que dice que se dedicaba a la prostitución. No son más que chorradas. Lisbeth Salander pasó una adolescencia complicada y sin duda era algo salvaje, cosa que, sin embargo, no puede considerarse una infracción de la ley. La prostitución es, sin lugar a dudas, lo último a lo que recurriría.

– Su nuevo administrador se llama Nils Bjurman.

– No lo conozco. Palmgren sufrió una hemorragia cerebral hará un par de años. Poco tiempo después, Lisbeth Salander redujo el número de trabajos que realizaba para mí. El último fue en octubre, hace ahora año y medio.

– ¿Por qué dejó de darle trabajos?

– No fue decisión mía. Fue ella quien rompió la relación y se marchó al extranjero sin decir una palabra.

– ¿Se marchó al extranjero?

– Se pasó fuera más de un año.

– No puede ser. El abogado Bjurman estuvo enviando sus informes mensuales durante todo el año. Tenemos copias en Kungsholmen.

Armanskij se encogió de hombros y esbozó una ligera sonrisa.

– ¿Cuándo la vio la última vez?

– Hará unos dos meses, a principios de febrero. Apareció de la nada. Vino a hacerme una visita de cortesía. Yo llevaba un año sin saber nada de ella. Se lo pasó en el extranjero viajando por Asia y el Caribe.

– Perdóneme, pero me deja desconcertado. Cuando llegué aquí tenía la impresión de que Lisbeth Salander era una chica psíquicamente enferma que ni siquiera había obtenido el certificado escolar y que estaba bajo la tutela de un administrador. Y ahora va y me dice que la contrató como investigadora altamente cualificada, que tiene su propia empresa y que ganó el suficiente dinero como para cogerse un año sabático y viajar alrededor del mundo. Y todo esto sin que su administrador dé la alarma. Aquí hay algo que no cuadra.

– Hay muchas cosas que no cuadran cuando se trata de Lisbeth Salander.

– Puedo preguntarle… ¿qué opina usted de ella?

Armanskij meditó un momento la respuesta.

– Sin duda es una de las personas con más carácter que he conocido en mi vida. Te saca de quicio -acabó respondiendo.

– ¿Carácter?

– No hace absolutamente nada que no le apetezca hacer. No se preocupa lo más mínimo de lo que los demás piensen de ella. Es muy competente, extraordinariamente. Y no es, en absoluto, como los demás.

– ¿Está loca?

– ¿Qué entiende usted por locura?

– ¿Es capaz de asesinar a dos personas a sangre fría?

Armanskij guardó silencio durante un largo instante.

– Lo siento -se excusó finalmente-. No puedo contestarle a esa pregunta. Soy un cínico. Yo creo que todas las personas tenemos una fuerza interior que nos puede hacer matar a otras personas. Por desesperación o por odio o, por lo menos, en defensa propia.

– ¿Quiere decir que no excluye la posibilidad?

– Lisbeth Salander no hace nada sin motivo. Si ha asesinado a alguien, es que ha considerado que tenía una buena razón para hacerlo. ¿Puedo preguntarle… en qué se basan las sospechas de que ella está involucrada en los asesinatos de Enskede?

Bublanski dudó un momento. Su mirada se cruzó con la de Armanskij.

– Esto es confidencial.

– Por supuesto.

– El arma homicida pertenece a su administrador. Pero sus huellas están allí.

Armanskij apretó los dientes. Eso era un agravante.

– Tan sólo he oído hablar de los asesinatos en la radio, concretamente en Ekot. ¿De qué se trata? ¿Drogas?

– ¿Anda metida en drogas?

– Que yo sepa, no. Pero como ya le he comentado, tuvo una adolescencia conflictiva y fue detenida por embriaguez en un par de ocasiones. Supongo que en su historial constará si también consume drogas.

– El problema es que ignoramos el móvil de los asesinatos. Se trataba de una pareja completamente normal. Ella era criminóloga y estaba a punto de defender su tesis doctoral. Él era periodista. Dag Svensson y Mia Bergman. ¿Le suenan?

Armanskij negó con la cabeza.

– Intentamos entender qué conexión puede existir entre ellos y Lisbeth Salander.

– Nunca he oído hablar de ellos.

Bublanski se levantó.

– Gracias por dedicarme su tiempo. Ha sido una conversación realmente provechosa. No sé si me ha ayudado a aclararme las ideas, pero espero que todo esto quede entre nosotros.

– Descuide.

– Volveré a ponerme en contacto con usted si fuera necesario. Y, por supuesto, si supiera algo de Lisbeth Salander…

– Claro -contestó Dragan Armanskij.

Se dieron la mano. Bublanski había llegado a la puerta cuando se detuvo y se volvió hacia Armanskij.

– ¿Por casualidad no sabrá algo sobre las personas con las que solía relacionarse Lisbeth Salander? Amigos, conocidos…

Armanskij negó con la cabeza.

– No sé absolutamente nada de su vida privada. Una de las pocas personas que significan algo para ella es Holger Palmgren. Seguro que ha contactado con él. Está en una residencia de Ersta.

– ¿Nunca recibió visitas mientras trabajaba aquí?

– No. Trabajaba desde casa y venía aquí más que nada para entregar algún informe. Con pocas excepciones ni siquiera veía a los clientes. A no ser que…

De repente a Armanskij se le ocurrió una idea.

– ¿Qué?

– Tal vez exista otra persona con la que es posible que se haya puesto en contacto. Un periodista con el que se relacionó hace dos años y que la ha estado buscando mientras ella se encontraba en el extranjero.

– ¿Periodista?

– Su nombre es Mikael Blomkvist. ¿Se acuerda del caso Wennerström?

Bublanski soltó la manilla de la puerta y regresó lentamente a la mesa de Dragan Armanskij.

– Fue Mikael Blomkvist quien encontró a la pareja en Enskede. Acaba de establecer una conexión entre Salander y las víctimas.

Armanskij sintió en su estómago todo el peso del bloque de cemento.

Capítulo 14 Jueves de Pascua, 24 de marzo

En tan sólo media hora, Sonja Modig intentó contactar tres veces por teléfono con el abogado Nils Bjurman. En cada ocasión le saltó el aviso de que el abonado de ese número no se encontraba disponible.

A eso de las tres y media, se puso al volante, se dirigió a Odenplan y llamó a su puerta. El resultado fue tan desmoralizador como el de esa misma mañana. Dedicó los siguientes veinte minutos a ir, puerta a puerta, preguntando a los vecinos de la escalera si alguno de ellos conocía el paradero de Bjurman.

En once de los diecinueve pisos donde lo intentó no había nadie. Consultó el reloj. Naturalmente, no era la hora más adecuada del día para encontrar a la gente en su domicilio. Y con toda seguridad no iba a resultar más fácil durante el resto de los días de Pascua. En las ocho casas en las que le abrieron, todo el mundo se mostró muy servicial. Cinco de las personas sabían quién era Bjurman: un caballero educado y sofisticado de la cuarta planta. Pero ninguna de ellas pudo informar sobre su paradero. Finalmente, consiguió averiguar que Bjurman tal vez se relacionara en privado con uno de sus vecinos más cercanos, un hombre de negocios llamado Sjöman. Sin embargo, cuando tocó el timbre nadie salió a abrir.

Frustrada, Sonja Modig cogió el teléfono y volvió a llamar al contestador de Bjurman. Se presentó, le dejó el número de su móvil y le pidió que se pusiera en contacto con ella inmediatamente.

Regresó a la puerta de Bjurman, abrió su cuaderno y escribió una nota en la que le pedía que la telefoneara. Adjuntó su tarjeta de visita y lo metió todo por la trampilla del buzón de la puerta. En el mismo momento en que iba a soltarla, oyó sonar el teléfono dentro de la casa. Se inclinó hacia delante y escuchó atentamente mientras sonaban cuatro timbrazos. Oyó el clic del contestador, pero no pudo percibir si dejaban algún mensaje.

Cerró el buzón y se quedó mirando fijamente la puerta. No sabría explicar el impulso que la llevó a extender la mano y comprobar la manivela pero, para su gran asombro, descubrió que la puerta no tenía la llave echada. La empujó y se asomó a la entrada.

– ¿Hay alguien? -gritó prudentemente. Se quedó escuchando. No oyó nada.

Dio un paso, entró, dudó y se detuvo. Lo que acababa de hacer tal vez se pudiera considerar allanamiento de morada. No poseía orden de registro y tampoco, aunque la llave no estuviera echada, ningún derecho a encontrarse dentro de la casa del abogado Bjurman. Miró de reojo a la izquierda y vio parte de un salón. Ya se había decidido a abandonar el piso cuando depositó la mirada en una cómoda que había en la entrada. Sobre ella descansaba la caja de un revólver de la marca Colt Magnum.

De repente, Sonja Modig sintió un intenso malestar. Se abrió la cazadora y desenfundó su arma reglamentaria, algo que no había hecho casi nunca.

Le quitó el seguro, se acercó al salón con el cañón apuntando al suelo y se asomó. No observó nada anormal, pero su sensación de malestar aumentó. Retrocedió y, por el rabillo del ojo, miró en la cocina. Vacía. Entró en un pequeño vestíbulo interior y, con el pie, abrió la puerta del dormitorio.

El abogado Nils Bjurman yacía tumbado boca abajo sobre la cama, pero con las rodillas apoyadas en el suelo. Era como si se hubiese arrodillado para rezar sus oraciones. Estaba desnudo.

Lo vio de lado. Ya desde la puerta, Sonja Modig pudo constatar que no estaba vivo. Le habían pegado un tiro en la nuca que le había volado la mitad de la frente.

Sonja Modig retrocedió y salió del piso. Seguía empuñando su arma reglamentaria cuando abrió el móvil en el mismo rellano de la escalera y llamó al inspector Bublanski. No consiguió contactar con él. Telefoneó al fiscal Ekström. Anotó mentalmente la hora. Eran las cuatro y dieciocho.


Hans Faste contempló la puerta de la casa de Lundagatan donde Lisbeth Salander estaba empadronada y donde, por consiguiente, se suponía que residía. Miró de reojo a Curt Svensson y luego consultó su reloj: las cuatro y diez.

Después de haberse hecho con el código del portal, gracias a la empresa de mantenimiento del edificio, entraron y se quedaron escuchando junto a la puerta en cuya placa se leía «Salander-Wu». No pudieron percibir ruido alguno en el interior y nadie abrió cuando llamaron al timbre. Regresaron al vehículo y se apostaron frente al portal, vigilandolo en todo momento.

Desde el coche se enteraron, por teléfono, de que la persona de Estocolmo que acababa de ser incluida en el contrato del piso de Lundagatan era una tal Miriam Wu, nacida en 1974 y anteriormente domiciliada en Tomtebogatan, por Sankt Eriksplan.

Tenían una foto de pasaporte de Lisbeth Salander pegada con celo sobre la radio del coche. Chabacano, como siempre, Faste comentó que parecía una urraca.

– Joder, las putas tienen una pinta cada vez más asquerosa. Hay que estar bastante desesperado para irse con ésta.

Curt Svensson no dijo nada.

A las cuatro y veinte los llamó Bublanski, quien les comunicó que acababa de hablar con Armanskij y que en esos momentos se dirigía a Millennium. Les pidió que se quedaran en Lundagatan. A Lisbeth Salander había que llevarla a comisaría para interrogarla, pero el fiscal pensaba que aún no podían vincularla de manera concluyeme a los asesinatos de Enskede.

– Vaya -dijo Faste-, ahora resulta que, según el Burbuja, el fiscal quiere una confesión antes de detener a alguien.

Curt Svensson no dijo nada. Contemplaron ociosamente a la gente que se movía por los alrededores.

A las cinco menos veinte, el fiscal Ekström llamó al móvil de Hans Faste.

– Hay novedades. Hemos encontrado al abogado Bjurman muerto a tiros en su piso. Llevará sin vida al menos veinticuatro horas.

Hans Faste se incorporó en el asiento del coche.

– De acuerdo. ¿Qué hacemos?

– He dictado una orden de busca y captura de Lisbeth Salander. Queda detenida in absentia como sospechosa de tres asesinatos. Vamos a alertar a todas las unidades de la provincia. Hay que detenerla. Hemos de considerarla peligrosa; posiblemente vaya armada.

– Recibido.

– Voy a enviar una unidad de intervención a Lundagatan. Ellos entrarán en el piso.

– Recibido.

– ¿Os habéis puesto en contacto con Bublanski?

– Está en Millennium.

– Y por lo visto tiene el móvil apagado. Intentad llamarlo e informarle de esto.

Faste y Svensson se miraron.

– Bueno, entonces la pregunta es qué hacemos si ella aparece -dijo Curt Svensson.

– Si está sola y la cosa pinta bien, la cogemos nosotros. Si le da tiempo a entrar en el piso, deberá hacerlo la unidad de intervención. Esta tía está loca de atar y, por lo visto, se encuentra en plena furia asesina. Puede que tenga el apartamento lleno de armas.


Mikael Blomkvist depositó el manuscrito sobre la mesa de Erika Berger y se dejó caer pesadamente en la silla de visitas, junto a la ventana que daba a Götgatan. Estaba hecho polvo. Había pasado la tarde intentando decidir lo que iba a hacer con el libro inacabado de Dag Svensson.

El tema resultaba delicado: Dag Svensson tan sólo llevaba unas horas muerto y su jefe ya estaba pensando en cómo gestionar su herencia periodística. Mikael era consciente de que podría considerarse algo cínico y despiadado. Pero él no lo veía así. Se sentía como si se encontrara en estado de ingravidez, un síndrome especial que cualquier periodista que cubría las noticias de actualidad conocía y que se activaba en momentos de crisis.

Cuando el resto del mundo está de luto, ese periodista resulta sumamente eficaz. Y a pesar del demoledor shock que sufrieron los miembros de la redacción de Millennium la mañana del jueves de Pascua, la profesionalidad asumió el control y canalizaron la energía trabajando duro.

Para Mikael era algo evidente. Dag Svensson estaba hecho de la misma pasta y habría hecho exactamente lo mismo si los papeles se hubiesen invertido; se habría preguntado qué podría hacer él por Mikael. Dag Svensson había dejado una herencia en forma de manuscrito de un libro con un contenido explosivo. Dag Svensson llevaba años reuniendo el material y organizando la información, una tarea en la que había puesto toda su alma y que ahora no tendría ocasión de llevar a término.

Y además, había trabajado en Millennium.

Los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman no constituían un drama nacional como el asesinato de Olof Palme; nadie iba a declarar ningún día de luto nacional. Pero para los colaboradores de Millennium, el shock era mucho mayor -les afectaba personalmente- y Dag Svensson contaba con una amplia red de contactos dentro de la profesión que iban a exigir una respuesta.

Ahora era responsabilidad de Mikael y Erika no sólo terminar el trabajo de Dag Svensson y publicar el libro, sino también contestar a las preguntas de quién y por qué.

– Puedo reconstruir el texto -dijo Mikael-. Malin y yo debemos repasar el libro línea a línea y completarlo con las investigaciones para poder hacer frente a las preguntas. En general sólo hemos de seguir las notas de Dag, pero hay un problema con los capítulos cuatro y cinco, que están principalmente basados en las entrevistas de Mia. Ignoramos, por lo tanto, de qué fuentes se trata, aunque con algunas excepciones, creo que vamos a poder usar las referencias de su tesis como fuente primordial.

– Nos falta el último capítulo.

– Cierto. Pero tengo el borrador de Dag y lo tratamos tantas veces que sé exactamente lo que quería decir. Propongo que simplemente hagamos un resumen y lo convirtamos en un epílogo en el que también se expliquen sus razonamientos.

– De acuerdo. Quiero verlo antes de aprobar nada. No podemos poner en su boca cosas que no dijo.

– No te preocupes. Redactaré el capítulo como una reflexión personal y lo firmaré yo. Quedará clarísimo que el que escribe soy yo y no él. Hablaré de cómo surgió la idea de hacer el libro y del tipo de persona que era. Y terminaré con lo que dijo en, seguramente, una docena de conversaciones durante los últimos meses. Hay muchas cosas en el borrador que yo podría citar. Creo que el resultado será muy digno.

– Joder… tengo unas ganas locas de publicar el libro -dijo Erika.

Mikael asintió. Entendía exactamente lo que quería decir.

– ¿Te has enterado de alguna novedad? -preguntó Mikael.

Erika Berger dejó sus gafas de lectura sobre la mesa y negó con la cabeza. Se levantó, sirvió dos cafés del termo y se sentó frente a Mikael.

– Christer y yo tenemos ya un borrador del próximo número. Hemos cogido dos artículos que estaban pensados para el número siguiente y hemos encargado unos textos a algunos freelance. Pero va a ser un número bastante disperso, sin una verdadera cohesión.

Permanecieron callados durante un rato.

– ¿Has oído las noticias? -preguntó Erika.

Mikael meneó con la cabeza.

– No. Ya sé lo que van a decir.

– Los asesinatos encabezan los noticiarios de todos los medios. La segunda noticia es un comunicado del partido de centro.

– Lo que quiere decir que no ha ocurrido nada más en el país.

– La policía sigue sin dar los nombres de Dag y Mia. Se refieren a ellos como «una pareja normal». Y aún no se ha mencionado que fueras tú quien los encontró.

– Me imagino que la policía tratará de ocultarlo de todas las maneras posibles. Eso juega a nuestro favor.

– ¿Y por qué razón querrían ocultarlo?

– Porque a la policía, por principio, no le gusta el circo mediático. Y yo tengo cierto interés mediático y, por consiguiente, a ellos les parecerá estupendo que nadie sepa que fui yo quien los encontró. Yo diría que filtrará entre esta noche y mañana por la mañana.

– Tan joven y ya tan cínico.

– Ya no somos tan jóvenes, Ricky. En eso mismo pensé anoche cuando esa policía me tomó declaración. Tenía pinta de estar todavía en el instituto.

Erika se rió ligeramente. Había podido dormir un par de horas durante la noche, pero también ella empezaba a acusar el cansancio. Dentro de poco iba a ser la redactora jefe de uno de los periódicos más grandes del país. «No, no es el momento de soltarle la noticia a Mikael.»

– Henry Cortez ha llamado hace un rato. El fiscal que lleva la instrucción del sumario, un tal Ekström, ofreció una especie de rueda de prensa a las tres -dijo Erika.

– ¿Richard Ekström?

– Sí. ¿Lo conoces?

– Un tipejo metido en política. Circo mediático garantizado. No son dos tenderos inmigrantes de Rinkeby los que han sido asesinados. Esto tendrá mucha repercusión.

– Bueno, de todas maneras, él afirma que la policía está siguiendo ciertas pistas y que tienen la esperanza de resolver este caso muy rápidamente. Pero la verdad es que, en conjunto, no ha dicho nada. Sin embargo, la sala de prensa se encontraba abarrotada de periodistas.

Mikael se encogió de hombros. Se frotó los ojos.

– No consigo borrarme de la retina la imagen del cuerpo de Mia. ¡Joder, acababa de conocerlos!

Apesadumbrada, Erika meneó la cabeza.

– Tenemos que esperar a ver qué pasa. Seguro que algún maldito loco…

– No lo sé. Llevo todo el día dándole vueltas.

– ¿Qué quieres decir?

– A Mia le pegaron el tiro de costado. Vi el agujero de entrada en un lado del cuello y el de salida en la sien. A Dag le dispararon por delante; la bala impactó en toda la frente y le salió por la parte posterior de la cabeza. Por lo que pude ver, efectuaron un solo disparo a cada uno. No me da la sensación de que se trate de la obra de un loco.

Erika contemplò pensativamente a su compañero.

– ¿Qué intentas decirme?

– Si no se trata de un acto de locura, tiene que haber un móvil. Y cuanto más pienso en ello, más me parece que este manuscrito es un móvil cojonudo.

Mikael señaló el montón de papeles que se hallaba sobre la mesa de Erika. Ella siguió su mirada. Luego sus ojos se encontraron.

– No tiene por qué estar necesariamente relacionado con el propio libro. Quizá metieran demasiado las narices y consiguieran… no sé. Alguien se habrá sentido amenazado.

– Y contrató a un hitman. Micke, eso ocurre en las películas norteamericanas. El libro va de puteros. Nombra a policías, políticos, periodistas… ¿Hemos de suponer, entonces, que ha sido uno de ellos quien ha matado a Dag y a Mia?

– No lo sé, Ricky. Pero dentro de tres semanas íbamos a llevar a imprenta el reportaje más duro sobre trafficking que jamás se haya publicado en Suecia.

En ese momento, Malin Eriksson asomó la cabeza por la puerta y comunicó que un inspector llamado Jan Bublanski quería hablar con Mikael Blomkvist.


Bublanski estrechó la mano de Erika Berger y Mikael Blomkvist y se sentó en la tercera silla de la mesa que había junto a la ventana. Examinó a Mikael Blomkvist y vio a una persona con ojeras y barba de dos días.

– ¿Hay novedades? -preguntó Mikael Blomkvist.

– Tal vez. Tengo entendido que fue usted el que encontró anoche a la pareja de Enskede y avisó a la policía.

Cansado, Mikael asintió.

– Sé que ya se lo ha contado todo a la inspectora de la policía criminal que se hallaba de guardia anoche, pero me preguntaba si podría aclararme algunos detalles.

– ¿Qué quiere saber?

– ¿Cómo es que fue a ver a Svensson y Bergman tan tarde?

– Eso no es un detalle sino una novela entera -dijo Mikael con una fatigada sonrisa-. Estuve cenando en casa de mi hermana. Vive en Stäket, ese gueto de nuevos ricos. Dag Svensson me llamó al móvil. Habíamos quedado en que el jueves (es decir, hoy) se pasaría por la redacción para dejarle unas fotografías a Christer Malm, pero me comentó que al final no podría. Mia y él habían decidido ir a ver a los padres de ella durante las fiestas y querían salir por la mañana temprano. Él me preguntó si podía pasarse por mi casa esa misma mañana. Le contesté que, como yo me hallaba cerca de Enskede, podría acercarme a recoger las fotos, algo más tarde, de camino a casa.

– ¿Así que fue hasta allí sólo para ir a buscar las fotos?

Mikael asintió.

– ¿Se le ocurre que alguien pudiera tener algún motivo para asesinarlos?

Mikael y Erika se miraron de reojo. Los dos guardaron silencio.

– ¿Y bien? -preguntó Bublanski.

– Bueno, llevamos todo el día hablando del tema, por supuesto, pero no nos ponemos de acuerdo. O en realidad no es que no nos pongamos de acuerdo, sino que estamos inseguros. No queremos especular.

– Cuénteme.

Mikael habló del contenido del futuro libro de Dag Svensson y de cómo Erika y él habían reflexionado sobre si tendría algo que ver con los asesinatos o no. Bublanski permaneció callado un rato, asimilando la información.

– Así que Dag Svensson estaba a punto de denunciar a varios policías.

No le gustó nada el giro que había adquirido la conversación y se imaginó que, en un futuro próximo, una «pista policial» iba a pasearse por los medios de comunicación alimentando todo tipo de teorías conspirativas.

– No -contestó Mikael-. Dag Svensson estaba a punto de dar los nombres de varios delincuentes, de los cuales unos cuantos resultaron ser policías. Otros pertenecen a mi gremio. Son periodistas.

– ¿Y piensan publicar toda esa información?

Mikael miró a Erika de soslayo.

– No -contestó Erika Berger-. Hemos dedicado el día a detener el próximo número. Lo más probable es que publiquemos el libro de Dag Svensson, pero no se hará hasta que sepamos qué ha ocurrido, y, dadas las circunstancias, el libro ha de ser ligeramente modificado. No vamos a sabotear la investigación policial del asesinato de dos amigos, si es eso lo que le preocupa.

– Tengo que echar un vistazo a la mesa de Dag Svensson, y, ya que se trata de la redacción de una revista, puede ser un tema delicado realizar un registro.

– Encontrará todo el material en el portátil de Dag -dijo Erika.

– Vale -contestó Bublanski.

– He registrado la mesa de Dag Svensson -dijo Mikael-. He quitado algunas notas que identifican directamente a fuentes que desean permanecer anónimas. Todo lo demás está a tu disposición. Sobre la mesa he dejado un papel que dice que no se puede mover ni tocar nada. El problema, sin embargo, es que el contenido del libro es secreto hasta que se imprima. Por lo tanto, no queremos que el manuscrito llegue a manos de la policía, especialmente si vamos a denunciar a algunos de sus agentes.

«Mierda -pensó Bublanski-. ¿Por qué no mandé a nadie hasta aquí esta mañana?» Luego hizo un gesto de asentimiento y no le dio más vueltas.

– De acuerdo. Hemos identificado a una persona a la que queremos interrogar en relación con los asesinatos. Tengo razones para creer que la conoce. Me gustaría que me informara de lo que sabe sobre una mujer llamada Lisbeth Salander.

Por un momento, Mikael Blomkvist pareció la viva imagen de un signo de interrogación. Bublanski reparó en que Erika Berger le lanzó una incisiva mirada a Mikael.

– ¿Cómo dice?

– ¿Conoce a Lisbeth Salander?

– Sí, conozco a Lisbeth Salander.

– ¿De qué?

– ¿Por qué lo pregunta?

Irritado, Bublanski hizo un gesto con la mano.

– Como acabo de decirle, queremos tomarle declaración en relación con los asesinatos. ¿De qué la conoce?

– Pero… esto es absurdo. Lisbeth Salander no tiene ninguna relación con Dag Svensson ni con Mia Bergman.

– Nos toca a nosotros intentar establecerla -contestó Bublanski, haciendo gala de una gran paciencia-. Pero insisto, ¿de qué conoce a Lisbeth Salander?

Mikael se pasó la mano por la barba y se frotó los ojos mientras los pensamientos le daban vueltas en la cabeza. Al final miró directamente a Bublanski.

– Contraté a Lisbeth Salander hace dos años para realizar una investigación.

– ¿De qué se trataba?

– Lo siento, pero aquí entramos en cuestiones constitucionales: la protección de las fuentes y todo eso. Créame si le digo que no tiene nada que ver con Dag Svensson ni con Mia Bergman. Es un asunto completamente distinto que ya está zanjado.

Bublanski sopesó las palabras de Mikael. No le gustaba que alguien le dijera que había secretos que ni siquiera podían revelarse en la investigación de un asesinato, pero, de momento, optó por no insistir más en el tema.

– ¿Cuándo vio a Lisbeth Salander por última vez?

Mikael meditó la respuesta.

– Verá, la historia es la siguiente: hace dos años, en otoño, mantuve cierta relación con Lisbeth Salander. Terminó ese mismo año, en torno a Navidad. Luego ella desapareció de la ciudad. Me he tirado más de un año sin verle el pelo, hasta hace una semana.

Erika Berger arqueó las cejas. Bublanski supuso que eso era una noticia para ella.

– Hábleme de ese encuentro.

Mikael inspiró hondo y luego describió, con brevedad, el altercado ocurrido ante el portal de Lundagatan. Bublanski lo escuchó con creciente asombro. Intentó determinar si Blomkvist decía la verdad o si se lo estaba inventando.

– ¿Así que no llegó a hablar con ella?

– No, desapareció entre los edificios de la parte alta de Lundagatan. Estuve esperando un largo rato pero no volvió a aparecer. Le he escrito una carta pidiéndole que se ponga en contacto conmigo.

– ¿Y no se le ocurre qué tipo de conexión puede existir entre ella y la pareja de Enskede?

– No.

– De acuerdo… ¿sería capaz de describir a la persona que cree que la atacó?

– No es que lo crea. Él la atacó y ella se defendió. Luego huyó. Lo vi a una distancia de unos cuarenta o cuarenta y cinco metros. Sucedió en plena noche y estaba oscuro.

– ¿Había bebido?

– Yo iba un poco achispado pero no estaba borracho. El tipo era rubio y llevaba una coleta. Vestía una cazadora oscura. Tenía una tripa cervecera. Cuando subí las escaleras de Lundagatan lo vi sólo por detrás, pero se dio la vuelta cuando me pegó. Me parece recordar que su cara era delgada y que tenía los ojos claros y muy juntos.

– ¿Por qué no me lo habías contado? -le reprendió Erika Berger.

Mikael Blomkvist se encogió de hombros.

– Había un fin de semana por medio y tú te fuiste a Gotemburgo para participar en ese maldito programa de debates. El lunes no estabas y el martes sólo te vi un momento. Se me pasó.

– Pero teniendo en cuenta lo sucedido en Enskede… ¿no se lo ha dicho a la policía? -constató Bublanski.

– ¿Por qué iba a hacerlo? Por esa regla de tres también debería haberles contado que pillé in fraganti a un carterista que me intentó robar en el metro de T-Centralen hace un mes. No hay ninguna relación entre Lundagatan y lo que ocurrió en Enskede.

– ¿Y no puso ninguna denuncia?

– No. -Mikael dudó un breve instante-. Lisbeth Salander es una persona muy celosa de su intimidad. Estuve considerando la posibilidad de acudir a la policía, pero decidí que eso era asunto suyo. De todos modos, primero quería hablar con ella.

– Algo que no ha hecho.

– La última vez que lo hice fue en las Navidades de hace más de un año.

– ¿Por qué acabó su… relación, si se la puede llamar así?

La mirada de Mikael se oscureció. Meditó sus palabras un poco antes de contestar.

– No lo sé. De la noche a la mañana ella interrumpió su contacto conmigo.

– ¿Pasó algo?

– No, si se refiere a una pelea o a algo similar. Por aquel entonces nos llevábamos muy bien. Y un día, de pronto, no me cogió el teléfono. Luego desapareció de mi vida.

Bublanski reflexionó sobre la explicación de Mikael. Parecía sincera y se confirmaba por el hecho de que Dragan Armanskij hubiera descrito la desaparición de Lisbeth en términos semejantes. Evidentemente, algo le sucedió a Lisbeth Salander durante aquel invierno. Se dirigió a Erika Berger.

– ¿También conoce a Lisbeth Salander?

– Sólo la he visto en una ocasión. ¿Me puede explicar qué tiene que ver Lisbeth Salander con lo ocurrido en Enskede? -preguntó Erika Berger.

Bublanski negó con la cabeza.

– Hay una prueba que la vincula al lugar del crimen. Eso es todo lo que puedo decir. No obstante, debo reconocer que cuanto más sé de ella, más desconcierto me produce. ¿Cómo es?

– ¿En qué sentido? -preguntó Mikael.

– ¿Cómo la describiría?

– Profesionalmente, como una de las mejores investigadoras que he visto jamás.

Erika Berger miró de reojo a Mikael Blomkvist y se mordió el labio. Bublanski estaba convencido de que faltaba alguna pieza en el puzle y de que sabían algo que no deseaban contar.

– ¿Y como persona?

Mikael permaneció callado un buen rato.

– Es una persona muy solitaria y muy diferente a las demás. Introvertida. No le gusta hablar de sí misma. Al mismo tiempo posee una voluntad muy fuerte. Tiene un gran sentido de la moral.

– ¿De la moral?

– Sí. Una moral absolutamente propia. No puedes engañarla para que haga algo en contra de su voluntad. En su mundo las cosas son, por decirlo de alguna manera, o «correctas» o «incorrectas».

Bublanski reparó en el hecho de que Mikael Blomkvist hablaba de ella en los mismos términos en que lo había hecho Dragan Armanskij. Dos de los hombres que la conocían la habían descrito exactamente igual.

– ¿Conoce a Dragan Armanskij? -preguntó Bublanski.

– Nos hemos visto un par de veces. El año pasado estuve tomando una caña con él cuando intenté averiguar dónde se había metido Lisbeth.

– ¿Y dice que era una investigadora competente? -insistió Bublanski.

– La mejor que he conocido -respondió Mikael.

Bublanski tamborileó un instante con los dedos mientras, de reojo, miraba por la ventana el flujo de gente que pasaba por Götgatan. Aquello no encajaba para nada. La documentación psiquiátrica que Hans Faste había obtenido de la comisión de tutelaje afirmaba que Lisbeth Salander era una persona con un profundo trastorno psicológico, propensa a la violencia y prácticamente retrasada. Las respuestas que tanto Armanskij como Blomkvist le habían dado divergían considerablemente de la imagen que los expertos en psiquiatría se habían hecho de ella tras varios años de estudios clínicos. Ambos la describían como una chica diferente, pero a los dos también se les intuía un deje de admiración en la voz.

Blomkvist, además, había dicho que «mantuvo cierta relación» con ella durante un período, cosa que insinuaba algún tipo de relación sexual. Bublanski se preguntó qué reglas se les aplicaría a las personas declaradas incapacitadas. ¿Podría Blomkvist haber cometido algún tipo de infracción por haberse aprovechado de una persona en situación de dependencia?

– ¿Y qué opinión le merece su incapacidad social? -preguntó.

– ¿Incapacidad social? -se sorprendió Mikael.

– El tema de su administración y sus problemas psíquicos.

– ¿Su administración? -repitió Mikael.

– ¿Problemas psíquicos? -preguntó Erika Berger.

Perplejo, Bublanski desplazó la mirada de Mikael Blomkvist a Erika Berger y viceversa. «No lo sabían. La verdad es que no lo sabían.» De repente, Bublanski se sintió muy irritado tanto con Armanskij como con Blomkvist pero, sobre todo, con Erika Berger, su elegante ropa y su sofisticado despacho con vistas a Götgatan. «Aquí se pasa el día dictando a los demás lo que deben opinar.» Pero centró su irritación en Mikael.

– No entiendo qué les pasa a usted y a Armanskij -le espetó.

– ¿Perdón?

– Desde su adolescencia, Lisbeth Salander se ha pasado los años entrando y saliendo del psiquiátrico -dijo finalmente Bublanski-. Un examen psiquiátrico forense y una sentencia judicial han determinado que es incapaz de llevar sus propios asuntos. Ha sido declarada incapacitada. Está documentado que presenta un carácter violento, y a lo largo de su vida ha tenido problemas con las autoridades. Y ahora es sospechosa, en grado sumo, de… complicidad en un doble asesinato. Y tanto usted como Armanskij hablan de ella como si fuese una especie de princesa.

Mikael Blomkvist permaneció completamente quieto, mirando atónito a Bublanski.

– Déjeme que se lo diga de la siguiente manera -continuó Bublanski-: buscamos una conexión entre la pareja de Enskede y Lisbeth Salander. Y resulta que usted, que encontró a las víctimas, es ese vínculo. ¿Quiere hacer algún comentario al respecto?

Mikael se reclinó en la silla. Cerró los ojos intentando comprender la situación. Lisbeth Salander sospechosa de los asesinatos de Dag y de Mia. «No cuadra. Es absurdo.» ¿Era ella capaz de matar? De repente le vino a la mente la cara de Lisbeth, cuando, dos años antes, se despachó a gusto con Martin Vanger con un palo de golf. «No cabe duda de que lo habría matado. Si no lo hizo, fue porque tenía que salvarme la vida.» Inconscientemente, se toqueteó el cuello, justo donde había tenido la soga de Martin Vanger. «Pero Dag y Mia… no tiene sentido.»

Sabía que Bublanski lo estaba observando con una incisiva mirada. Al igual que Dragan Armanskij, debía hacer una elección. Tarde o temprano tendría que decidir en qué rincón del cuadrilátero situarse en el caso de que Lisbeth Salander fuese acusada de asesinato. «¿Culpable o inocente?»

Antes de que le diera tiempo a decir nada, sonó el teléfono de la mesa de Erika. Contestó y le pasó el auricular a Bublanski.

– Alguien llamado Hans Faste quiere hablar con usted.

Bublanski cogió el teléfono y escuchó atentamente. Tanto Mikael como Erika pudieron ver cómo le cambiaba el gesto.

– ¿Cuándo entran?

Silencio.

– ¿Qué dirección es…? Lundagatan… vale, estoy cerca. Ahora voy para allá.

Bublanski se levantó apresuradamente.

– Perdónenme, tengo que interrumpir nuestra conversación. Acaban de encontrar al actual administrador de Salander muerto a tiros y ahora pesa sobre ella una orden de busca y captura y queda detenida, in absentia, por tres asesinatos.

Erika Berger se quedó boquiabierta. A Mikael Blomkvist parecía que le acababa de alcanzar un rayo.


Entrar en el apartamento de Lundagatan era, desde el punto de vista táctico, una operación relativamente sencilla. Hans Faste y Curt Svensson se apoyaron contra el capó del coche y aguardaron mientras la unidad de intervención, armada hasta los dientes, ocupó la escalera y se adentró en el patio.

Al cabo de diez minutos, pudieron constatar lo que Faste y Svensson ya sabían. Nadie abrió la puerta cuando llamaron.

Hans Faste miró a lo largo de Lundagatan, que, para desesperación de los pasajeros del autobús 66, se hallaba cortada desde Zinkensdamm hasta la iglesia de Högalid. El vehículo se había quedado atrapado en plena cuesta, y no podía ni avanzar ni retroceder. Al final, Faste se acercó y le ordenó a un agente uniformado que se echara a un lado y dejara pasar al autobús. Una gran cantidad de curiosos observaban todo aquel jaleo desde la parte alta de Lundagatan.

– Tiene que haber una manera más sencilla -dijo Faste.

– ¿Más sencilla que qué? -preguntó Svensson.

– Más sencilla que llamar a las tropas de asalto cada vez que hay que arrestar a un chorizo.

Curt Svensson se abstuvo de realizar comentario alguno.

– Al fin y al cabo, se trata de una tía de aproximadamente un metro y medio de alto que no pesa más de cuarenta kilos -añadió Faste.

Decidieron que no resultaba necesario echar la puerta abajo de un mazazo. Bublanski se unió al grupo mientras esperaban que el cerrajero la abriera con un taladro y se echara a un lado para que la policía pudiera entrar en el apartamento. Les llevó unos ocho segundos realizar una inspección ocular de los cuarenta y cinco metros cuadrados y constatar que Lisbeth Salander no estaba escondida debajo de la cama, ni en el baño, ni en ninguno de los armarios. Después, se dio vía libre para que entrara Bublanski.

Los tres detectives dieron una vuelta por el apartamento, inmaculadamente limpio, y decorado con muy buen gusto. Los muebles eran sencillos. Las sillas de la cocina estaban pintadas en colores pastel. De las paredes de las habitaciones colgaban, enmarcadas, unas artísticas fotografías en blanco y negro. En la entrada había una estantería con un reproductor de Cds y una gran colección de discos. Bublanski constató que abarcaba varios géneros: desde rock duro hasta ópera. Todo tenía un aspecto muy moderno y muy arty. Decorativo. De buen gusto.

Curt Svensson examinó la cocina y no encontró nada que llamara su atención. Hojeó una pila de periódicos y revistas e inspeccionó el fregadero, los armarios y el congelador de la nevera.

Faste abrió los roperos y los cajones de la cómoda del dormitorio. Soltó un silbido al encontrar esposas y unos cuantos juguetes sexuales. En un armario encontró una colección de ropa de látex de la que su madre se habría avergonzado nada más verla.

– Aquí ha habido juerga -dijo en voz alta mientras levantaba un vestido de charol que, según rezaba en la etiqueta, había sido diseñado por Domino Fashion, fuera lo que fuese eso.

Bublanski examinó la cómoda de la entrada, donde descubrió una pequeña pila de cartas sin abrir dirigidas a Lisbeth Salander. Les echó un vistazo y comprobó que se trataba de facturas y extractos de cuentas bancarias, y una sola carta personal. Era de Mikael Blomkvist. Así que, hasta ahí, la historia de Blomkvist era cierta. Luego se agachó y recogió la correspondencia que se hallaba a los pies del buzón y que tenía las pisadas de la unidad de intervención. Estaba compuesta por las revistas Thai Pro boxing y Södermalmsnytt -esta última, gratuita-, así como por tres sobres, todos dirigidos a «Miriam Wu».

A Bublanski le entró una desagradable sospecha. Se dirigió al cuarto de baño y abrió el armario. Allí encontró una cajita de Alvedon y un tubo medio lleno de Citodon. El Citodon era un medicamento que sólo se expendía con receta. La etiqueta llevaba el nombre de Miriam Wu. También había un cepillo de dientes.

– Faste, ¿por qué pone «Salander-Wu» en la puerta? -preguntó.

– Ni idea -contestó Faste.

– Vale, formularé la pregunta de otro modo: ¿por qué hay correo en el suelo de la entrada dirigido a una tal Miriam Wu? ¿Y por qué en el armario del cuarto de baño hay un tubo de Citodon recetado a Miriam Wu y un solo cepillo de dientes? ¿Y por qué, considerando que Lisbeth Salander, según nuestros datos, no levanta dos palmos del suelo, esos pantalones de cuero que sostienes en la mano parecen pertenecer a una persona que mide, por lo menos, un metro setenta y cinco?

Un breve y embarazoso silencio invadió el apartamento. Curt Svensson lo rompió:

– ¡Mierda!

Capítulo 15 Jueves de Pascua, 24 de marzo

Christer Malm se sentía cansado y miserable cuando llegó finalmente a casa después de la imprevista jornada laboral. Percibió un aroma a especias procedente de la cocina. Entró y le dio un abrazo a su novio.

– ¿Cómo estás? -preguntó Arnold Magnusson.

– Hecho polvo -le respondió Christer.

– Las noticias no han hablado de otra cosa en todo el día. Pero no han revelado los nombres. Es una historia horrible.

– Es una puta mierda. Dag trabajaba con nosotros. Era un amigo; yo lo quería mucho. No conocía a su novia, Mia, pero Micke y Erika sí.

Christer recorrió la cocina con la mirada. Tan sólo hacía tres meses que se compraron la casa y se fueron a vivir allí, a Allhelgonagatan. De repente se le antojó extraña.

Sonó el teléfono. Christer y Arnold cruzaron las miradas y decidieron ignorar la llamada. Luego saltó el contestador y oyeron una voz familiar.

– Christer. ¿Estás ahí? Coge el teléfono.

Era Erika Berger, que llamaba para ponerlo al tanto de que la policía estaba buscando a aquella investigadora que ayudó a Mikael Blomkvist por el asesinato de Dag y Mia.

A Christer la noticia lo sumió en una sensación de irrealidad.


Henry Cortez se había perdido completamente el alboroto de Lundagatan por la sencilla razón de que permaneció todo el tiempo en Kungsholmen, ante el centro de prensa de la policía, y, en consecuencia, prácticamente a la sombra de la información. Nada nuevo había salido desde la apresurada rueda de prensa de esa misma tarde. Estaba cansado, hambriento y harto de ser siempre rechazado por las personas con las que intentaba contactar. Hasta las seis, cuando la policía ya había entrado en el apartamento de Lisbeth Salander, no se enteró del rumor de que la policía tenía un sospechoso. Muy a su pesar, la información provenía de un colega que trabajaba en uno de los vespertinos y que estaba en permanente contacto con su redacción. Poco tiempo después, Henry consiguió hacerse finalmente con el número del móvil privado del fiscal Richard Ekström. Se presentó e hizo las consabidas preguntas de quién, cómo y por qué.

– ¿De qué periódico ha dicho que es? -preguntó Richard Ekström.

– De la revista Millennium. Conocía a una de las víctimas. Según una fuente, la policía está buscando a una persona en concreto. ¿Qué está pasando?

– En estos momentos no puedo decirle nada.

– ¿Y cuándo podría hacerlo?

– Es posible que convoquemos otra rueda de prensa esta misma noche.

El fiscal Richard Ekström no resultaba muy convincente. Henry Cortez se tiró del pendiente de oro que llevaba en la oreja.

– Las ruedas de prensa son para los reporteros que necesitan una información para mandarla directamente a imprenta. Yo trabajo en una revista mensual y tenemos un interés personal en saber qué está ocurriendo.

– No puedo ayudarlo. Tendrá que esperar, como todos los demás.

– Según tengo entendido, andan buscando a una mujer. ¿De quién se trata?

– De momento no puedo hacer ningún comentario.

– ¿Puede desmentir que se trata de una mujer?

– No. O sea…, lo que quiero decir que no puedo hacer comentarios.


El inspector de la policía criminal Jerker Holmberg se hallaba en el umbral de la puerta del dormitorio, contemplando pensativamente el enorme charco de sangre en el que encontraron a Mia Bergman. Cuando giró la cabeza pudo ver el charco donde Dag Svensson había yacido. Reflexionó sobre el enorme derramamiento de sangre. Se trataba de mucha más sangre de la que, por lo general, ocasionan las heridas de bala, lo cual daba a entender que la munición utilizada había provocado terribles daños, cosa que, a su vez, quería decir que el comisario Mårtensson llevaba razón en su suposición de que el asesino había empleado munición de caza. La sangre se había coagulado formando una masa entre negra y marrón oxidado que cubrió una parte tan grande del suelo que el personal de la ambulancia y la brigada forense se vieron obligados a pisar, de modo que extendieron las huellas por todo el piso. Holmberg se había puesto unos protectores azules de plástico sobre sus zapatillas de deporte.

Fue en ese momento, según su opinión, cuando se inició la verdadera investigación forense del lugar del crimen. Los restos mortales de las dos víctimas ya habían sido sacados del apartamento. Jerker Holmberg se había quedado solo después de que dos rezagados técnicos se despidieran deseándole buenas noches. Habían fotografiado los cadáveres y medido las salpicaduras de sangre de las paredes discutiendo sobre las splatter distribution areas y la droplet velocity. Holmberg sabía lo que significaban esas palabras, pero tan sólo le prestó un distraído interés a la investigación. El trabajo de los forenses desembocaría en un minucioso informe que revelaría, con detalle, la posición del asesino con relación a sus víctimas, a qué distancia se encontraba, en qué orden se efectuaron los disparos y qué huellas dactilares podrían ser relevantes. Pero eso para Jerker Holmberg carecía de interés. La investigación forense no contendría ni una palabra sobre la identidad del asesino o sobre los motivos que él o ella -ahora resultaba que era una mujer la principal sospechosa- habría tenido para cometer los asesinatos. Esas eran las preguntas que intentaría contestar. En eso consistía su misión.

Jerker Holmberg entró en el dormitorio. Depositó un desgastado maletín encima de una silla y sacó una grabadora de bolsillo, una cámara de fotos digital y un cuaderno.

Empezó abriendo los cajones de una cómoda situada tras la puerta. Los dos superiores contenían ropa interior, jerséis y un joyero que, a todas luces, pertenecía a Mia Bergman. Colocó ordenadamente todos los objetos sobre la cama y examinó el joyero al detalle, pero pudo constatar que no contenía nada de gran valor. En el cajón inferior encontró dos álbumes de fotos y dos carpetas con facturas y papeles de la casa. Puso en marcha la grabadora.

Informe de los objetos intervenidos en Björneborgsvägen 8B. Dormitorio, cajón inferior de la cómoda. Dos carpetas de fotografías de formato A4. Una carpeta de tapa negra marcada con la palabra «hogar» y una carpeta de tapa azul titulada «documentos de compra» que contiene información sobre la hipoteca y las letras del piso. Una pequeña caja de cartón con cartas manuscritas, tarjetas postales y objetos personales en su interior.

Llevó los objetos hasta la entrada y los colocó en una maleta. Continuó con los cajones de las mesitas de noche, situadas a ambos lados de la cama, sin encontrar nada de interés. Pensando en la posibilidad de que hubiera algún objeto perdido o escondido, abrió los armarios y examinó la ropa, registrando todos los bolsillos, así como los zapatos. Acto seguido, dirigió su interés a las baldas de la parte superior. Abrió unas cuantas cajas de distintos tamaños. A intervalos regulares fue encontrando papeles u objetos que, por distintos motivos, incluyó en el informe.

En un rincón del dormitorio habían conseguido colocar, a duras penas, una mesa. Se trataba de un minúsculo lugar de trabajo con un ordenador de sobremesa de la marca Compaq y un viejo monitor. Por debajo de la mesa había una cajonera con ruedas y, al lado, una estantería baja. Jerker Holmberg sabía que era allí donde iba a realizar los hallazgos más importantes -en la medida en que todavía quedaran cosas por descubrir- y lo dejó para el final. En su lugar salió al salón y siguió con la investigación. Se acercó a la vitrina y examinó meticulosamente cada objeto, cada cajón y cada balda. Luego dirigió la mirada a la gran estantería dispuesta en ángulo, paralelamente al rincón que formaba la pared que daba a la calle con la que separaba el cuarto de baño. Cogió una silla y empezó por arriba, para ver si había algo encima de la estantería. Luego la repasó estante por estante, sacando montones de libros para luego examinarlos y, además, comprobar si había algo escondido por detrás de ellos. Cuarenta y cinco minutos más tarde ya había vuelto a colocar el último libro en la estantería. En la mesa del salón quedaba, no obstante, un pequeño montón que, por alguna razón, le hizo reaccionar. Encendió la grabadora y habló:

Estantería del salón. Un libro de Mikael Blomkvist: El banquero de la mafia. Un libro en alemán titulado Der Staat und die Autonomen, un libro en sueco, Terrorismo revolucionario, así como el libro inglés Islamic Jihad.

De manera automática incluyó el libro de Mikael Blomkvist porque el autor era una persona que había aparecido en el sumario con anterioridad. Las otras tres obras le parecieron más extrañas. Jerker Holmberg no tenía ni idea de si los asesinatos estaban relacionados con alguna actividad política -ignoraba si Dag Svensson y Mia Bergman andaban en política- o si los libros no eran más que una muestra de un interés general o, incluso, si habían acabado allí a consecuencia de su trabajo periodístico. Sin embargo, calculó que si se hallaba a dos personas muertas en un piso con algunos libros sobre terrorismo, había que tener en cuenta esa circunstancia. Por consiguiente, colocó los libros en la maleta junto a los demás objetos incautados.

Luego dedicó unos minutos a echarle un vistazo a una antigua cómoda muy desgastada. Sobre ella se alzaba un reproductor de Cds; los cajones contenían una amplia colección de discos. Jerker Holmberg dedicó treinta minutos a abrirlos y a determinar que su interior se correspondía con la carátula. Encontró unos diez discos sin nada escrito, por lo que dedujo que debían de ser copias caseras o tal vez piratas. Los fue poniendo, uno tras otro, en el reproductor y advirtió que sólo era música. Se centró un buen rato en el mueble del televisor que se hallaba junto a la puerta del dormitorio y que contenía numerosas cintas. Puso varias y constató que allí había de todo, desde películas de acción hasta un batiburrillo de grabaciones de emisiones de noticias, reportajes y programas de debate y de denuncia social como «La verdad al desnudo», «Insider» y «Misión investigación». Incluyó treinta y seis cintas en el informe. Luego entró en la cocina, abrió un termo con café y se tomó un breve descanso antes de seguir con su investigación.

De una balda de uno de los armarios de la cocina, sacó un buen número de botecitos y frasquitos que, al parecer, constituían el botiquín de medicamentos de la casa. Los metió en una bolsa de plástico que introdujo, a su vez, en la maleta de los objetos intervenidos. Sacó alimentos de la despensa y la nevera, y abrió cada bote, cada paquete de café y las botellas que ya estaban empezadas. En un tiesto situado en la ventana de la cocina encontró mil doscientas veinte coronas y unos cuantos tiques de compra. Supuso que se trataba de una especie de hucha de la que echaban mano para comprar comida y otros productos cotidianos. No encontró nada de interés. Del cuarto de baño no cogió nada. En cambio, constató que la cesta de la colada estaba llena a rebosar y la examinó prenda a prenda. Del armario de la entrada sacó la ropa de abrigo y registró cada bolsillo.

Encontró la cartera de Dag Svensson en el bolsillo interior de una americana y la añadió al informe. Contenía un carnet anual del gimnasio Friskis & Svettis, una tarjeta de crédito de Handelsbanken y casi cuatrocientas coronas en efectivo. Encontró el bolso de Mia Bergman y dedicó unos minutos a clasificar el contenido. También ella tenía un carnet anual de Friskis & Svettis, una tarjeta del cajero automático, una de cliente de Konsum y otra de algo llamado Club Horisont, que presentaba un globo terrestre como logotipo. Además, llevaba más de dos mil quinientas coronas en efectivo, cantidad que había que considerar relativamente alta aunque no disparatada, teniendo en cuenta que tenían pensado irse de viaje ese fin de semana. El hecho de que el dinero permaneciera en la cartera redujo, sin embargo, la probabilidad de que el móvil del asesinato fuera el robo.

Bolso de Mia Bergman hallado en la entrada, sobre el estante para los abrigos: una agenda de bolsillo de tipo ProPlan, una libretita de direcciones y un cuaderno negro elegantemente encuadernado.

Holmberg hizo nuevamente una pausa para tomar café y constató que, por raro que pudiera parecer, seguía sin encontrar -de momento- nada embarazoso o de carácter muy íntimo y personal en la casa de la pareja Svensson-Bergman. No había objetos sexuales escondidos, nada de ropa interior escandalosa ni ningún cajón lleno de películas porno. No había encontrado cigarrillos de marihuana ni ningún otro rastro de actividades delictivas. Parecía ser una pareja del extrarradio de Estocolmo completamente normal, tal vez -desde un punto de vista policial- algo más aburrida de lo normal.

Al final volvió al dormitorio y se sentó a la mesa de trabajo. Abrió el cajón superior. La siguiente hora la pasó ordenando papeles. Inmediatamente se percató de que tanto los cajones como la estantería albergaban una amplia documentación de fuentes y referencias a la tesis doctoral de Mia Bergman: From Russia with Love. El material estaba pulcramente clasificado, al igual que una buena investigación policial; por unos instantes Holmberg se zambulló en algunos pasajes. «Mia Bergman se habría ganado un puesto en la brigada», se dijo a sí mismo. Una parte de la estantería se hallaba medio vacía y contenía, al parecer, material que pertenecía a Dag Svensson. Se trataba principalmente de recortes de prensa de sus propios artículos y de temas que le interesaban.

Dedicó un rato a repasar el contenido del ordenador y advirtió que poseía cerca de cinco gigabytes; allí había de todo, desde programas hasta cartas, artículos y archivos pdf descargados. En otras palabras: no era algo que pensara leer esa misma tarde. Añadió al material intervenido el equipo y diversos Cds, así como un lector de zips y, más o menos, una treintena de discos en ese formato.

Luego, durante un breve instante, se sumió en sus cavilaciones. Por lo que había podido ver, el ordenador contenía el material de Mia Bergman. Dag Svensson era periodista y debería contar con un ordenador como principal herramienta de trabajo, pero ese de sobremesa ni siquiera tenía correo electrónico. Por lo tanto, Dag Svensson guardaba otro en algún sitio. Jerker Holmberg se levantó y paseó meditabundo por la casa. En la entrada había una mochila negra con un compartimento vacío para el ordenador y unos cuadernos. Fue incapaz de encontrar ningún portátil escondido en el apartamento. Sacó las llaves y bajó al patio, donde registró el coche de Mia Bergman y luego un trastero del sótano. Tampoco allí había nada.

«Lo curioso del perro es que no ladró, mi querido Watson.»

En el informe de los objetos intervenidos apuntó que en la casa parecía faltar un ordenador.


A eso de las seis y media de la tarde, nada más regresar de Lundagatan, Bublanski y Faste acudieron al despacho del fiscal Ekström para reunirse con él. Curt Svensson, tras una llamada telefónica, había sido enviado a la Universidad de Estocolmo para hablar con la directora de la tesis de Mia Bergman. Jerker Holmberg continuaba en Enskede y Sonja Modig era la responsable de la investigación forense en Odenplan. Habían pasado más de diez horas desde que Bublanski fuera puesto al frente de la investigación y siete desde que se iniciara la búsqueda de Lisbeth Salander. Bublanski resumió lo ocurrido en Lundagatan.

– ¿Y quién es Miriam Wu? -preguntó Ekström.

– Seguimos sin saber gran cosa de ella. No está fichada. Será Hans Faste quien se encargue de buscarla mañana por la mañana.

– Pero ¿Salander no está en Lundagatan?

– Por lo que hemos podido ver no hay nada que sugiera que vive allí. Por ponerte un ejemplo: toda la ropa del armario es de otra talla.

– Y menuda ropa -añadió Hans Faste.

– ¿Por qué? -preguntó Ekström.

– No es precisamente el tipo de ropa que regalarías en el Día de la Madre.

– De momento no sabemos nada sobre Miriam Wu -dijo Bublanski.

– Pero, joder, ¿qué más quieres? Tiene un armario repleto de uniformes de puta…

– ¿Uniformes de puta? -se asombró Ekström.

– Sí, ya sabes: cuero y charol, corsés y un cajón lleno de trastos fetichistas y juguetes sexuales. Y toda esa mierda tampoco parece ser muy barata.

– ¿Quieres decir que Miriam Wu es una prostituta?

– De momento no sabemos nada de Miriam Wu -repitió Bublanski.

– La investigación de los servicios sociales de hace unos años daba a entender que Lisbeth Salander se movía en esos círculos -dijo Ekström.

– Y los servicios sociales suelen saber de lo que hablan -apostilló Faste.

– El informe de los servicios sociales no se basa ni en detenciones ni en investigaciones -comentó Bublanski-. Salander fue cacheada en Tantolunden cuando contaba dieciséis o diecisiete años y se encontraba en compañía de un hombre considerablemente mayor. Ese mismo año la detuvieron por embriaguez. En esa ocasión también se hallaba en compañía de un hombre mayor.

– O sea, que no debemos precipitarnos en nuestras conclusiones -dijo Ekström-. Vale. Pero me estoy acordando de que la tesis de Mia Bergman trataba de trafficking y de prostitución. Existe, por lo tanto, una posibilidad de que haya contactado con Lisbeth Salander y con esa Miriam Wu, que, de alguna manera, las provocara y que eso, a su vez, constituyera el móvil del asesinato.

– Tal vez Bergman contactó con su administrador y ahí se montó el jaleo -apuntó Faste.

– Es posible -contestó Bublanski-. Pero eso lo deberá aclarar la investigación. Lo importante ahora es que encontremos a Salander. Evidentemente, no reside en Lundagatan. También significa que debemos hallar a Miriam Wu y preguntarle cómo acabó en ese apartamento y qué relación mantiene con Salander.

– ¿Y cómo damos con Salander?

– En alguna parte tiene que estar. El problema es que el único sitio en el que ha residido siempre es Lundagatan. No ha registrado ningún cambio de dirección.

– Se te olvida que también estuvo ingresada en Sankt Stefan y con distintas familias de acogida.

– No se me olvida. -Bublanski comprobó sus papeles-. Pasó por tres familias de acogida distintas cuando contaba quince años. No funcionó. Desde poco antes de cumplir los dieciséis y hasta los dieciocho, vivió con un matrimonio en Hägersten: Fredrik y Monika Gullberg. Curt Svensson irá a visitarlos esta noche cuando termine en la universidad.

– ¿Qué hacemos con la rueda de prensa? -preguntó Faste.


A las siete de la tarde un tétrico ambiente reinaba en el despacho de Erika Berger. Mikael Blomkvist había permanecido callado y casi inmóvil desde que el inspector Bublanski se había marchado. Malin Eriksson se había ido en bici hasta Lundagatan para cubrir la operación de la unidad de intervención. Volvió informando de que no parecían haber detenido a nadie y de que el tráfico había sido restablecido. Henry Cortez llamó avisando de que se había enterado de que la policía ahora buscaba una mujer cuyo nombre no le había sido facilitado. Erika le dijo de quién se trataba.

Erika y Malin intentaron decidir lo que había que hacer, pero no llegaron a ninguna conclusión sensata. La situación se complicaba aun más porque Mikael y Erika conocían el papel que Lisbeth Salander había desempeñado en el caso Wennerström: ella, en calidad de hacker de élite, fue la fuente secreta de Mikael. Malin Eriksson ignoraba ese dato por completo; ni siquiera había oído hablar de Lisbeth. De ahí los misteriosos silencios que acompañaron a la conversación.

– Me voy a casa -dijo Mikael Blomkvist, levantándose de repente-. Estoy hecho polvo. Ya no puedo ni pensar. Necesito dormir.

Miró a Malin.

– Todavía nos queda mucho por hacer. Mañana es viernes de Pascua y sólo pienso dedicarlo a dormir y ordenar papeles. Malin, ¿podrías trabajar estas fiestas?

– ¿Tengo otra elección?

– No. Empezaremos el sábado a las doce. ¿Qué tal si quedamos en mi casa en vez de en la redacción?

– De acuerdo.

– Mi intención es replantear las directrices del plan de trabajo que nos marcamos esta mañana. Ahora ya no se trata sólo de saber si la investigación realizada por Dag Svensson tiene algo que ver con el asesinato. Ahora se trata de averiguar quién mató a Dag y a Mia.

Malin se preguntó cómo podrían lograr una cosa así, pero no dijo nada. Mikael se despidió de Malin y Erika con la mano, y desapareció sin más comentarios.


A las siete y cuarto, Bublanski, el jefe de la investigación, subió a desgana al estrado de la sala de prensa de la policía, tras el instructor del sumario, el fiscal Ekström. La rueda de prensa se había anunciado para las siete pero se había retrasado quince minutos. A diferencia de Ekström, Bublanski no tenía ningún interés por estar ante una docena de cámaras de televisión. Hallarse expuesto a ese tipo de atención lo hacía sentir poco menos que presa del pánico, y nunca se acostumbraría ni le empezaría a gustar verse a sí mismo en la tele.

Ekström, en cambio, se sentía como pez en el agua. Se ajustó las gafas y adoptó un favorecedor semblante serio. Dejó que los fotógrafos dispararan durante un rato antes de levantar las manos pidiendo orden en la sala. Habló como siguiendo un guión:

– Les doy mi más cordial bienvenida a esta apresurada rueda de prensa motivada por los asesinatos ocurridos la pasada noche en Enskede y también porque tenemos más información que compartir con ustedes. Soy el fiscal Richard Ekström y éste es el inspector Jan Bublanski, de la brigada de delitos violentos de la policía criminal de Estocolmo, que dirige la investigación. Les voy a leer un comunicado y luego abriré un turno de preguntas.

Ekström se calló y contempló al grupo de periodistas que se había presentado menos de treinta minutos después de que los avisaran. Los asesinatos de Enskede constituían una noticia importante y llevaban camino de adquirir aún más envergadura. Constató con satisfacción que tanto «Aktuellt» como «Rapport» y TV4 se hallaban presentes, y reconoció a los reporteros de la agencia TT y a los de los periódicos vespertinos y matutinos. Además, había muchos periodistas a los que no conocía. En total habría, por lo menos, veinticinco profesionales en la sala.

– Como ya saben, ayer, poco antes de la medianoche, fueron halladas en Enskede dos personas brutalmente asesinadas. En la investigación forense del lugar del crimen se encontró un arma, un Colt 45 Magnum. El Laboratorio Nacional de Investigación Forense ha determinado, esta misma mañana, que se trata del arma homicida. Hemos averiguado quién es su propietario y hemos procedido a su búsqueda.

Ekström hizo una pausa para subrayar el dramatismo.

– Y lo hemos hallado. Alrededor de las diecisiete horas de esta misma tarde apareció muerto en su domicilio, cerca de Odenplan. Fue muerto a tiros y se cree que ya había fallecido a la hora en la que se cometió el doble asesinato de Enskede. La policía -Ekström hizo un gesto con la mano señalando a Bublanski- tiene sólidos argumentos para creer que se trata de un único autor al que, consecuentemente, se busca por tres homicidios.

Un murmullo se fue extendiendo entre los reporteros cuando varios de ellos empezaron a hablar por sus móviles en voz baja. Ekström elevó ligeramente la voz.

– ¿Hay algún sospechoso? -gritó un periodista radiofónico.

– Si no me interrumpe, ya llegaremos a eso. El caso es que en estos momentos hemos identificado a una persona a la que la policía quiere interrogar en relación a estos tres asesinatos.

– ¿Quién es él?

– No se trata de un hombre, sino de una mujer. La policía está buscando a una mujer de veintiséis años relacionada con el propietario del arma y de la que, además, sabemos que estuvo en el lugar del crimen de Enskede.

Bublanski frunció el ceño y apretó los dientes. Habían llegado a ese punto del orden del día en el que Ekström y él disentían: revelar o no el nombre de la persona sospechosa del triple asesinato. Bublanski quería esperar. Ekström era de la opinión de que no se podía esperar.

Los argumentos de Ekström eran irreprochables. La policía buscaba a una mujer con nombre y apellido, psíquicamente enferma y sospechosa, con fundadas bases legales, de tres crímenes. Durante el día, primero se lanzó una orden de busca y captura provincial, y luego nacional. Ekström sostenía que Lisbeth Salander debía ser considerada un peligro público y que por eso era de interés general que fuera detenida cuanto antes.

Los argumentos de Bublanski eran más débiles. Él sostenía que había que aguardar, por lo menos, a que los técnicos forenses investigaran el piso del abogado Bjurman antes de que las pesquisas tomaran una sola y unívoca dirección.

Ante eso, Ekström argumentó que Lisbeth Salander, según toda la documentación disponible, era una enferma mental y con tendencia a la violencia, y que, al parecer, algo había desencadenado su furia asesina. No había garantías de que sus actos violentos cesaran.

– ¿Qué hacemos si durante las próximas veinticuatro horas entra en otro piso y mata a otras dos o tres personas? -le preguntó Ekström retóricamente.

Bublanski no supo qué contestar. Ekström le recordó que sobraban precedentes. Cuando aquel triple asesino, Juha Valjakkala, de Åmsele, fue perseguido por todo el país, la policía difundió su nombre y su fotografía entre la población, precisamente porque se le consideraba un peligro público. El mismo argumento podía aplicársele ahora a Lisbeth Salander.

Por ello, Ekström había decidido revelar su nombre.

Ekström levantó una mano para interrumpir el murmullo de los periodistas. El hecho de que se buscara a una mujer por un triple crimen iba a caer como una bomba. Le hizo una señal a Bublanski para que hablara. Éste carraspeó dos veces, se ajustó las gafas y le echó una intensa mirada al papel que contenía las palabras acordadas.

– La policía busca a una mujer de veintiséis años de edad llamada Lisbeth Salander. Se les distribuirá una fotografía de pasaporte. Por el momento ignoramos su paradero, pero creemos que puede encontrarse en Estocolmo o en sus alrededores. La policía solicita la colaboración ciudadana para encontrarla cuanto antes. Lisbeth Salander mide un metro y cincuenta centímetros y es de constitución delgada.

Inspiró profunda y nerviosamente. Sudaba y sentía que tenía las axilas empapadas.

– En el pasado, Lisbeth Salander estuvo internada en una clínica psiquiátrica y se considera que puede constituir un peligro tanto para ella misma como para otras personas. Queremos subrayar que en estos momentos no podemos afirmar categóricamente que sea la autora del crimen, pero existen determinadas circunstancias que nos llevan a quererla interrogar cuanto antes sobre los asesinatos de Enskede y Odenplan.

– Pero ¿qué es esto? -gritó el reportero de un vespertino-. O es sospechosa o no lo es.

Desamparado, Bublanski miró al fiscal Ekström.

– Las pesquisas policiales tienen abiertos diferentes frentes y estamos contemplando, por supuesto, varias posibilidades. Pero ahora mismo recaen ciertas sospechas sobre dicha mujer, y la policía considera que resulta sumamente importante poder detenerla. Dichas sospechas se basan en los resultados obtenidos en los análisis forenses del lugar del crimen.

– ¿De qué tipo de análisis se trata? -soltó alguien inmediatamente.

– De momento no podemos entrar en los detalles de los análisis técnicos.

Varios periodistas hablaron al mismo tiempo. Ekström levantó una mano y luego señaló a un periodista del programa «Dagens Eko» con el que había tratado anteriormente y al que consideraba una persona sensata y equilibrada.

– El inspector Bublanski acaba de mencionar que esa mujer estuvo ingresada en una clínica psiquiátrica. ¿Se sabe por qué?

– Esa mujer ha tenido una… una infancia complicada y bastantes problemas en su vida. Se encuentra bajo la tutela de un administrador, precisamente el propietario del arma.

– ¿Quién es?

– La persona que fue asesinada en su domicilio de Odenplan. En estos momentos, por consideración a los más allegados, que aún no han sido informados, no deseamos revelar su nombre.

– ¿Qué móvil ha tenido para cometer los crímenes?

Bublanski cogió el micrófono.

– En estos momentos no queremos entrar en eso.

– ¿Ya estaba fichada por la policía?

– Sí.

Luego vino la pregunta de un reportero con una grave y característica voz y que se impuso a las de los demás.

– ¿Resulta peligrosa para los ciudadanos?

Ekström dudó un instante. Luego asintió.

– Poseemos información que indica que en momentos de estrés puede presentar inclinación a la violencia. Hemos hecho pública esta orden de busca y captura porque queremos contactar con ella cuanto antes.

Bublanski se mordió el labio.


A las nueve de la noche la inspectora Sonja Modig permanecía todavía en el piso del abogado Bjurman. Había llamado a su casa para explicarle la situación a su marido; tras once años de matrimonio, éste había aceptado que el horario de su mujer nunca sería el típico de oficina, de nueve a cinco. Ella se encontraba sentada a la mesa de trabajo del despacho de Bjurman, clasificando los papeles que había encontrado en los cajones, cuando, de pronto, oyó que alguien tocaba con los nudillos en el marco de la puerta. Al alzar la vista, se encontró con el agente Burbuja sosteniendo dos tazas de café y una bolsa azul de bollos de canela de Pressbyrån. Algo cansada, le hizo un gesto con la mano para que entrara.

– ¿Qué es lo que no puedo tocar? -preguntó Bublanski automáticamente.

– Los técnicos ya han terminado aquí dentro. Siguen trabajando en el dormitorio y la cocina. El cuerpo continúa allí, claro.

Bublanski sacó una silla y se sentó frente a su colega. Modig abrió la bolsa y cogió un bollo.

– Gracias. Me moría por tomar un café.

Se zamparon los bollos en silencio.

– Me he enterado de que no ha ido muy bien en Lundagatan -dijo Modig, lamiéndose los dedos después de dar cuenta del último trozo de bollo.

– No había nadie en casa. Hay correo sin abrir dirigido a Salander, pero allí sólo vive una persona llamada Miriam Wu. No la hemos encontrado todavía.

– ¿Quién es?

– No lo sé muy bien. Faste está indagando en su pasado. Fue incluida en el contrato hace poco más de un mes, pero allí no parece vivir nadie más que ella. Creo que Salander se ha mudado sin dar de alta su nueva dirección.

– Tal vez lo tuviera todo planeado.

– ¿Qué? ¿Un triple asesinato? -Bublanski negó resignadamente con la cabeza-. ¡Menudo follón se está montando con todo esto! Ekström se empeñó en convocar una rueda de prensa. A partir de ahora los medios de comunicación no nos van a dejar en paz. Vamos a vivir un infierno. ¿Has encontrado algo?

– Aparte de a Bjurman en el dormitorio… hemos hallado la caja vacía de un Magnum. Se ha mandado a los forenses. Bjurman tiene una carpeta con copias de los informes mensuales sobre Salander que ha enviado a la comisión de tutelaje. A juzgar por esos informes, Salander es un auténtico ángel.

– ¡No, otro más no! -exclamó Bublanski.

– ¿Otro más qué?

– Otro admirador de Lisbeth Salander.

Bublanski le resumió sus conversaciones con Dragan Armanskij y Mikael Blomkvist. Sonja Modig lo escuchó sin interrumpirlo. Cuando él se calló, ella se pasó los dedos por el pelo y se frotó los ojos.

– Suena completamente absurdo -dijo ella.

Pensativo, Bublanski asintió mientras se tiraba del labio inferior. Sonja Modig lo miró de reojo y reprimió una sonrisa. Él tenía unas facciones tan toscamente esculpidas que le daban aspecto de bruto. Pero cuando estaba confuso o inseguro parecía como si estuviera de morros. Era entonces cuando pensaba en él como el agente Burbuja. Ella nunca había empleado el apodo y no sabía muy bien de dónde había surgido. Pero le iba como anillo al dedo.

– De acuerdo -asintió Sonja-. ¿Hasta qué punto estamos seguros?

– El fiscal parece seguro. Han lanzado una orden nacional de busca y captura de Salander esta misma tarde -dijo Bublanski-. Ha pasado el último año en el extranjero y es posible que intente volver a salir.

– ¿Hasta qué punto estamos seguros?

Él se encogió de hombros.

– Hemos detenido a gente con pruebas mucho menos sólidas -contestó.

– Sus huellas dactilares están en el arma homicida de Enskede. Su administrador también ha sido asesinado. Sin adelantarme a los acontecimientos, apuesto a que se trata de la misma arma que utilizaron ahí dentro. Lo sabremos mañana. Los técnicos han encontrado el fragmento de una bala relativamente bien conservado en la estructura de la cama.

– Bien.

– Hay algunas balas de revólver en el cajón inferior de su mesa de trabajo. De esas que tienen el núcleo de uranio y la punta de oro.

– Vale.

– Contamos con una documentación relativamente amplia que da fe de que Salander está loca. Bjurman era su administrador y el propietario del arma.

– Mmm… -murmuró el agente Burbuja algo mohíno.

– El vínculo existente entre Salander y la pareja de Enskede se llama Mikael Blomkvist.

– Mmm… -repitió.

– Pareces dudar.

– No me cuadra la imagen de Salander. La documentación dice una cosa y tanto Armanskij como Blomkvist cuentan otra. Según los informes, se trata de una psicópata prácticamente retrasada. Según ellos, es una competente investigadora. Hay una enorme discrepancia entre las versiones. Y además, por una parte, por lo que a Bjurman respecta, carecemos de móvil y, por la otra, ni siquiera tenemos la confirmación de que conociera a la pareja de Enskede.

– ¿Qué móvil necesita una pájara psicótica?

– Todavía no he entrado en el dormitorio. ¿Qué aspecto tiene?

– Encontré a Bjurman de bruces contra la cama, con las rodillas en el suelo, como si se hubiese arrodillado para rezar sus oraciones. Está desnudo. Presenta un disparo en la nuca.

– ¿Un solo tiro? ¿Como en Enskede?

– Por lo que pude ver se trata de un solo tiro. Pero es como si Salander, si realmente fue ella quien lo hizo, le hubiera forzado a arrodillarse delante de la cama antes de pegarle el tiro. La bala le entró oblicuamente, de abajo arriba, por la parte posterior de la cabeza, y le salió por la cara.

– Un tiro en la nuca. O sea, más o menos como una ejecución.

– Exacto.

– He estado pensando que… alguien debería haber oído el disparo.

– El dormitorio da al patio, y los vecinos, tanto los de arriba como los de abajo, se encuentran estos días de viaje. La ventana estaba cerrada. Además, usó un cojín como silenciador.

– ¡Muy astuto!

En ese momento, Gunnar Samuelsson, de la brigada forense, asomó la cabeza por la puerta.

– Hola, Burbuja -saludó para, acto seguido, dirigirse a su colega femenina-: Modig, queríamos mover el cuerpo y le hemos dado la vuelta. Tienes que ver esto.

Lo siguieron hasta el dormitorio. El cuerpo de Nils Bjurman yacía boca arriba en una camilla con ruedas, la primera parada de camino al anatómico forense. Nadie dudaba de la causa de la muerte. La frente presentaba una herida en carne viva de diez centímetros de ancho con una gran parte del hueso frontal colgando de un trozo de piel. La forma de las salpicaduras sobre la cama y la pared hablaba por sí misma.

Bublanski arrugó el morro.

– ¿Qué quieres que miremos? -preguntó Modig.

Gunnar Samuelsson levantó la sábana y descubrió el vientre de Bjurman. Bublanski se puso las gafas cuando él y Modig dieron un paso adelante para leer el texto tatuado sobre el estómago. Las letras eran torpes e irregulares. Resultaba evidente que quien hubiera hecho la inscripción no era un profesional. Pero el mensaje no podía ser más claro: «SOY UN SÁDICO CERDO, UN HIJO DE PUTA Y UN VIOLADOR».

Modig y Bublanski intercambiaron una atónita mirada.

– ¿Empezamos a ver ya un posible móvil? -preguntó Modig.


Mikael Blomkvist metió en el microondas un envase con los cuatrocientos gramos de pasta que había comprado en el 7-Eleven de camino a casa. Mientras tanto, se desnudó y permaneció bajo la ducha tres minutos. Buscó un tenedor y comió de pie, directamente del envase. Sentía un vacío en el estómago pero no tenía apetito. Sólo quería engullir la comida cuanto antes. Cuando terminó, abrió una cerveza Vestfyn, que se bebió directamente de la botella.

Sin encender ninguna luz, se acercó a la ventana y se puso a contemplar Gamla Stan. Se quedó quieto durante más de veinte minutos procurando dejar de pensar.

Hacía exactamente veinticuatro horas que Dag Svensson lo llamó al móvil mientras él se encontraba en la fiesta de la casa de su hermana. En ese momento tanto Dag como Mia estaban todavía con vida.

No había dormido en treinta y seis horas. La época en la que podía saltarse el sueño sin pagar las consecuencias ya era historia. También sabía que no iba a poder conciliar el sueño sin pensar en todo lo que había visto. Era como si las imágenes de Enskede se hubieran grabado para siempre en su retina.

Al final, apagó el móvil y se metió entre las sábanas. A las once seguía sin dormirse. Se levantó y preparó café. Puso un Cd y escuchó a Debbie Harry cantar una canción sobre una chica llamada Maria. Se arropó con una manta y se sentó en el sofá del salón mientras tomaba café y cavilaba sobre Lisbeth Salander.

¿Qué sabía realmente de ella? Prácticamente nada.

Sabía que tenía memoria fotográfica y que como hacker era un hacha. Sabía que era una mujer rara e introvertida a la que no le gustaba hablar de sí misma y que desconfiaba por completo de las autoridades.

Sabía que podía ser brutalmente violenta. Gracias a eso él seguía con vida.

Pero no tenía ni idea de que la hubieran declarado incapacitada ni de que se encontrara sometida a la tutela de un administrador, ni de que hubiera pasado parte de su adolescencia en el psiquiátrico.

Debía elegir bando.

En algún momento, después de la medianoche, decidió que, simplemente, no le daba la gana creerse las conclusiones de la policía. Antes de juzgarla le debía, por lo menos, la oportunidad de explicarse.

Ignoraba a qué hora consiguió, por fin, conciliar el sueño, pero a las cuatro y media de la madrugada se despertó en el sofá. Fue tambaleándose hasta la cama y volvió a dormirse en seguida.

Capítulo 16 Viernes de Pascua, 25 de marzo – Sábado de Pascua, 26 de marzo

Malin Eriksson se reclinó en el sofá de Mikael Blomkvist. Inconscientemente, puso los pies sobre la mesa -como habría hecho en su casa- y acto seguido los bajó. Mikael Blomkvist sonrió.

– No pasa nada -dijo-. Relájate y siéntete en tu casa.

Ella le devolvió la sonrisa y volvió a poner los pies en la mesa.

Durante el viernes de Pascua, Mikael se había traído todos los papeles de Dag Svensson de la redacción de Millennium. Organizó el material en el suelo del salón. El sábado de Pascua, Malin y él se pasaron ocho horas examinando al dedillo correos electrónicos, apuntes, los garabatos de los cuadernos y, sobre todo, los textos del futuro libro.

Por la mañana, Mikael recibió la visita de su hermana, Annika Giannini. Llevaba consigo la primera edición de los periódicos vespertinos, en cuyas portadas aparecía, a gran formato, la foto de Lisbeth Salander, acompañada de devastadores titulares. Uno de los dos principales vespertinos se centraba en los hechos:

BUSCADA POR TRIPLE ASESINATO

El otro había añadido un poco más de salsa al titular:

LA POLICÍA BUSCA PSICÓPATA ASESINA MÚLTIPLE

Hablaron durante una hora. Mikael le explicó su relación con Lisbeth Salander y las razones por las que dudaba de que ella fuera culpable. Finalmente, le preguntó a su hermana si defendería a Lisbeth en el caso de que la detuvieran.

– He defendido a muchas mujeres en distintos casos de violaciones y malos tratos, pero no soy una abogada penalista -contestó Annika.

– Eres la abogada más lista que conozco y Lisbeth va a necesitar a alguien en quien confiar. Creo que ella te aceptaría.

Annika Giannini reflexionó un instante antes de decir, con no pocas dudas, que, llegado el momento, trataría el tema con Lisbeth Salander.

A la una del mediodía del sábado de Pascua, la inspectora Sonja Modig llamó por teléfono para pasarse a recoger el bolso de Lisbeth Salander lo antes posible. Al parecer, la policía había abierto y leído la carta que Mikael le envió a la dirección de Lundagatan.

Apenas veinte minutos después, Modig se presentó y Mikael la invitó a sentarse con Malin Eriksson junto a la mesa del comedor. Él se acercó a la cocina a buscar el bolso de Lisbeth, que había colocado en un estante situado al lado del microondas. Dudó un instante y, acto seguido, lo abrió y sacó el martillo y el bote de gas lacrimógeno. «Ocultación de pruebas.» El espray estaba catalogado como arma ilegal y conllevaría una sanción. El martillo confirmaría, sin duda, el carácter violento de Lisbeth. Eso no era necesario, pensó Mikael.

Invitó a Sonja Modig a tomar café.

– ¿Puedo hacerle unas preguntas? -dijo la inspectora.

– Adelante.

– En la carta a Salander que encontramos en Lundagatan, le escribe que está en deuda con ella. ¿A qué se refiere?

– A que Salander me hizo un gran favor.

– ¿De qué se trata?

– Un favor de carácter puramente privado del que no tengo intención de hablar.

Sonja Modig lo observó atentamente.

– Por si no lo recuerda, estamos investigando un crimen.

– Y espero que cojan cuanto antes al cerdo que asesinó a Dag y Mia.

– ¿No piensa que Salander sea culpable?

– No.

– Y entonces, ¿quién cree usted que mató a sus amigos?

– No lo sé. Pero Dag Svensson pensaba denunciar a un gran número de personas que tenían mucho que perder. Alguna de ellas podría ser la culpable.

– ¿Y por qué iba a matar una de esas personas al abogado Nils Bjurman?

– No lo sé. Todavía.

La mirada de Mikael tenía la firmeza de una inquebrantable fe. Sonja Modig sonrió. Conocía el apodo de Kalle Blomkvist. De repente comprendió por qué.

– Pero ¿piensa averiguarlo?

– Si puedo, sí. Se lo puede decir a Bublanski.

– Descuida. Y si Lisbeth Salander se pone en contacto con usted espero que nos avise.

– No cuento con que ella se comunique conmigo y se confiese culpable de los asesinatos, pero si así fuera, haré todo lo que esté en mi mano para convencerla de que se rinda y se entregue a la policía. En ese caso también intentaré ayudarla por todos los medios posibles. Necesitará un amigo.

– ¿Y si dice que no es culpable?

– Entonces, espero que pueda arrojar luz sobre los hechos.

– Oiga, señor Blomkvist, entre nosotros, y sin hacer una montaña de un grano de arena, espero que entienda que hay que detener a Salander. Así que no haga nada estúpido si ella contacta con usted. Si se equivoca y resulta que es culpable, no tomarse la situación en serio puede exponerlo a un peligro mortal.

Mikael hizo un gesto de asentimiento.

– Espero que no sea necesario vigilarlo. Supongo que sabe que es ilegal ayudar a una persona sobre la que pesa una orden de busca y captura. Se le podría procesar por proteger a un criminal.

– Y yo espero que ustedes dediquen unos minutos a reflexionar sobre los posibles autores alternativos.

– Lo haremos. Siguiente pregunta: ¿tiene idea de con qué ordenador trabajaba Dag Svensson?

– Tenía un Mac iBook 500 de segunda mano, blanco, de 14 pulgadas. Igual que el mío pero con una pantalla más grande.

Mikael señaló su portátil, que se hallaba allí mismo, sobre la mesa del salón.

– ¿Tiene alguna idea de dónde guardaba ese ordenador?

– Dag solía llevarlo en una mochila negra. Supongo que estará en su casa.

– No, allí no lo hemos encontrado. ¿Tal vez en su lugar de trabajo?

– No. He registrado su mesa y ni rastro.

Permanecieron un rato en silencio.

– ¿Debo sacar la conclusión de que el ordenador de Dag Svensson ha desaparecido? -preguntó finalmente Mikael.


Mikael y Malin habían identificado a un considerable número de personas que, teóricamente, podían tener motivos para matar a Dag Svensson. Todos los nombres habían sido escritos en unas grandes hojas que Mikael había pegado con cinta adhesiva en la pared del salón. La nómina estaba compuesta, de principio a fin, por hombres que eran o puteros o chulos y que figuraban en el libro. A las ocho de la noche, ya tenían una lista de treinta y siete nombres, veintinueve de los cuales podían ser identificados; los ocho restantes sólo aparecían bajo seudónimo. Veinte de los tipos identificados eran puteros que se habían aprovechado de alguna de las chicas en diferentes ocasiones.

También hablaron de si podrían imprimir el libro de Dag Svensson o no. El problema práctico residía en que gran número de las afirmaciones se basaba en el conocimiento que, a título personal, tenían Dag o Mia sobre el tema, razón por la cual sólo ellos eran capaces de formularlas, pero que un escritor menos ducho en la materia desearía verificar o estudiar con más profundidad.

Constataron que aproximadamente el ochenta por ciento del manuscrito podría editarse sin mayores problemas, pero que se necesitaría una investigación más exhaustiva para que Millennium se atreviera a publicar el restante veinte por ciento. Sus dudas no se debían a una falta de confianza en la veracidad del material, sino única y exclusivamente a su escaso conocimiento del tema. Si Dag Svensson viviera, habrían podido publicarlo sin la menor vacilación. Dag y Mia se habrían ocupado de rechazar eventuales objeciones o críticas.

Mikael miró por la ventana. Había oscurecido y estaba lloviendo. Le preguntó a Malin si quería más café. Su respuesta fue negativa.

– De acuerdo -dijo Malin-. Tenemos el manuscrito bajo control. Pero no hemos encontrado rastro alguno del asesino de Dag y Mia.

– Podría ser alguno de los nombres de la pared -sugirió Mikael.

– Podría ser alguien que no tenga nada que ver con el libro. O podría ser tu amiga.

– Lisbeth -precisó Mikael.

Malin le echó una mirada furtiva. Había empezado a trabajar en Millennium hacía ya dieciocho meses, en medio de aquel tremendo caos surgido a raíz del caso Wennerström. Tras varios años de suplencias y alguna que otra colaboración esporádica, Millennium representaba el primer empleo fijo de su vida. Allí se encontraba a gusto. Trabajar en Millennium era sinónimo de estatus. Tenía una relación cercana con Erika Berger y el resto de la plantilla, pero siempre se había sentido un poco incómoda en compañía de Mikael Blomkvist. No había un motivo claro, pero de todos los colaboradores, Mikael se le antojaba el más reservado e inaccesible.

Durante el último año, siempre llegaba tarde y pasaba mucho tiempo solo en su despacho, o bien en el de Erika Berger. Se ausentaba con bastante asiduidad y, durante los primeros meses, a Malin le dio la sensación de que lo veía más en algún estudio de televisión que en carne y hueso. Viajaba con cierta frecuencia o se hallaba aparentemente ocupado fuera de la redacción. No daba pie a una relación más cordial y, según los comentarios que pillaba de los demás colaboradores, Mikael había cambiado. Se había vuelto más callado y retraído.

– Si voy a intentar averiguar por qué mataron a Dag y Mia, necesito saber más de Salander. No sé muy bien por dónde empezar, si no…

Dejó la frase en el aire. Mikael la miró de reojo. Al final él se sentó en un sillón situado perpendicularmente a ella, levantó los pies y los puso junto a los de Malin.

– ¿Te encuentras a gusto en Millennium? -le preguntó de pronto-. Quiero decir, llevas año y medio trabajando con nosotros pero como yo no he parado de andar de un lado para otro nunca hemos tenido tiempo de conocernos de verdad.

– Me encanta -dijo Malin-. ¿Vosotros estáis contentos conmigo?

Mikael sonrió.

– Erika y yo hemos podido constatar, una y otra vez, que nunca hemos tenido una secretaria de redacción tan competente. Pensamos que eres todo un hallazgo. Y perdóname por no habértelo dicho antes.

Malin sonrió, contenta. Halagos del gran Mikael Blomkvist.

– Pero no era eso lo que quería saber -dijo ella.

– Lo que quieres saber es qué relación existe entre Lisbeth Salander y Millennium.

– Tanto tú como Erika Berger sois muy parcos con la información.

Mikael asintió y la miró. Tanto él como Erika tenían plena confianza en Malin Eriksson, pero había cosas que no se podían tratar con ella.

– Estoy de acuerdo. Si vamos a indagar en los asesinatos de Dag y Mia, necesitas más información. Yo soy una fuente de primera mano y, además, soy el vínculo entre ella y Dag y Mia. Empieza a hacerme preguntas y te las intentaré responder hasta donde pueda. Y cuando no pueda contestarte te lo diré.

– ¿Por qué todo este secretismo? ¿Quién es Lisbeth Salander y qué tiene que ver con Millennium?

– Verás, hace dos años contraté a Lisbeth Salander como investigadora para un trabajo extremadamente complicado. Y aquí está ya el problema: no te puedo contar qué tipo de trabajo realizó Lisbeth para mí. Erika sabe de qué se trata pero se comprometió a guardar silencio.

– Hace dos años… fue antes de que dejaras KO a Wennerström. ¿Debo suponer que ella se dedicaba a investigar ese tema?

– No, no debes suponer eso. No voy ni a confirmar ni a negar nada. Pero lo que sí te puedo decir es que contraté a Lisbeth para un asunto completamente distinto y que hizo un trabajo fantástico.

– Vale. Por aquel entonces tú residías en Hedestad y, por lo que tengo entendido, vivías corno un ermitaño. Y aquel verano Hedestad no pasó precisamente inadvertido en el mundo mediático. Harriet Vanger resucitando de entre los muertos y todo eso. Curiosamente, en Millennium no escribimos ni una sola palabra de su resurrección.

– Como ya te he comentado… no te voy a decir ni mu. Puedes pasarte la vida entera haciendo cabalas pero la probabilidad de que aciertes la considero prácticamente nula -Mikael sonrió-. Pero si no hemos escrito nada sobre Harriet, es porque pertenece a nuestra junta. Dejemos que sean otros medios de comunicación quienes se ocupen de ella. Y en cuanto a Lisbeth, confía en mi palabra. Lo que ella hizo por mí no tiene nada que ver con lo ocurrido en Enskede. Simplemente, no hay ningún tipo de conexión.

– De acuerdo.

– Déjame que te dé un consejo: no adivines, no saques conclusiones. Quédate solamente con que ella trabajaba para mí y que yo no puedo contarte de lo que se trataba. Déjame decirte también que ella hizo otra cosa por mí. En un momento dado me salvó la vida. Literalmente. Tengo una enorme deuda de gratitud con ella.

Malin puso unos ojos como platos. En Millennium no había oído ni una sola palabra al respecto.

– O sea, que, si no lo he entendido del todo mal, la conoces bastante bien.

– Todo lo bien que se puede conocer a Lisbeth Salander, supongo -contestó Mikael-. Probablemente se trate de la persona más cerrada que he conocido en mi vida.

De repente, Mikael se levantó y desvió la mirada hacia la oscuridad exterior.

– No sé si te apetecerá o no, pero yo pienso servirme un vodka con lima -dijo finalmente.

Malin sonrió.

– Vale. Mejor eso que más café.


Dragan Armanskij dedicó las fiestas de Pascua a reflexionar sobre Lisbeth Salander en la casa de campo que poseía en la isla de Blidö. Sus hijos ya eran adultos y habían optado por no pasarlas con sus padres. Ritva, su mujer desde hacía ya veinticinco años, no tenía mayores dificultades en aceptar que su marido, en determinadas ocasiones, se hallara a años luz de ella: se sumía en silenciosas cavilaciones y le contestaba sin mucha atención cuando le dirigía la palabra. Todos los días cogía el coche e iba hasta la tienda del pueblo para comprar los periódicos. Se sentaba junto a la ventana del porche y leía los artículos sobre la caza de Lisbeth Salander.

Dragan Armanskij estaba decepcionado consigo mismo. Le decepcionaba el hecho de haber juzgado tan rotundamente mal a Lisbeth Salander. Que ella tenía problemas psíquicos lo sabía desde hacía ya muchos años. Tampoco le era ajena la idea de que podía volverse violenta y dañar a alguien que la estuviera amenazando. Que hubiera atacado a su administrador -al que ella, sin duda, habría considerado una persona que se entrometía en sus asuntos personales- resultaba, a cierto nivel intelectual, comprensible. Ella veía sus intentos de gobernar su vida como verdaderas provocaciones y tal vez, incluso, como hostiles ataques.

Sin embargo, no le entraba en la cabeza qué la podría haber llevado a ir a Enskede y matar a tiros a dos personas que, según todas las informaciones, le eran completamente desconocidas.

Dragan Armanskij seguía esperando que se estableciera una conexión entre Salander y la pareja de Enskede: que alguno de ellos hubiese tenido algo que ver con ella o que hubiese actuado de tal manera que ella se enfureciera. Pero semejante conexión no aparecía en los periódicos. En su lugar, se especulaba con que la enferma mental Lisbeth Salander hubiera sufrido algún tipo de crisis.

Llamó dos veces al inspector Bublanski para enterarse del desarrollo de la investigación, pero tampoco él era capaz de establecer ninguna conexión entre Salander y Enskede. Excepto la de Mikael Blomkvist. Era ahí donde la investigación daba en hueso. Mikael Blomkvist conocía tanto a Salander como a la pareja de Enskede, pero no había ninguna evidencia de que, a su vez, Lisbeth Salander conociera a Dag Svensson y Mia Bergman, o de que ni siquiera hubiese oído hablar de ellos. Por lo tanto, al equipo investigador le estaba costando mucho trabajo explicar el correcto curso de los acontecimientos. Si no hubiese existido ni el arma homicida con sus huellas dactilares ni el indiscutible vínculo con su primera víctima, el abogado Bjurman, la policía habría ido dando palos de ciego.


Malin Eriksson hizo una visita al cuarto de baño de Mikael y luego regresó al sofá.

– Resumiendo -dijo-, la tarea consiste en decidir si Lisbeth Salander asesinó a Dag y Mia como afirma la policía. No tengo ni idea de por dónde empezar.

– Tómatelo como un trabajo periodístico. No vamos a realizar ninguna investigación policial. Sin embargo, vamos a estar encima de la policía y averiguar lo que ellos saben. Como siempre, aunque con la diferencia de que no vamos a publicar necesariamente todo lo que averigüemos.

– Pero si Salander los ha asesinado, tiene que existir un vínculo entre ella y Dag y Mia. Y el único que hay eres tú.

– Y en este caso no soy exactamente un vínculo. Llevo más de un año sin ver a Lisbeth. Hasta ignoro cómo conocía ella la existencia de Dag y Mia.

De pronto Mikael se calló. A diferencia de todos los demás, sabía que Lisbeth Salander era una hacker de categoría mundial. De repente se dio cuenta de que su iBook estaba repleto de correspondencia con Dag Svensson, así como de las distintas versiones del libro de Dag. Allí había, además, una copia electrónica de la tesis de Mia. Desconocía si Lisbeth había entrado en su ordenador, pero, en el caso de que lo hubiera hecho, podía haber sacado la conclusión de que conocía a Dag Svensson.

Sin embargo, le resultaba imposible imaginar que Lisbeth tuviera algún motivo para ir a Enskede y matar a Dag y Mia. Todo lo contrario: trabajaban en un reportaje sobre la violencia contra las mujeres que Lisbeth Salander apoyaría de todas todas. Si es que Mikael Blomkvist la conocía lo más mínimo.

– Tienes cara de haber descubierto algo -comentó Malin.

Mikael no pensaba decir ni una palabra sobre las cualidades de Lisbeth en el mundo informático.

– No, es sólo que estoy cansado y algo mareado -contestó.

– Bueno, no sólo sospechan de ella por el asesinato de Dag y Mia sino también por el de su administrador, y ahí la conexión está clarísima. ¿Qué sabes de él?

– Nada de nada. Nunca he oído hablar del abogado Bjurman y ni siquiera sabía que Lisbeth tuviera un administrador.

– Pero la probabilidad de que otra persona haya matado a los tres es ínfima. Aunque alguien asesinara a Dag y Mia por sus reportajes, no existe el más mínimo motivo en el mundo para cargarse al administrador de Lisbeth Salander.

– Ya lo sé, y me he devanado los sesos hasta más no poder. Pero me puedo imaginar al menos un escenario en el que un extraño mataría tanto a Dag y Mia como al administrador de Lisbeth.

– ¿Cuál?

– Digamos que Dag y Mia murieron porque hurgaron en el comercio sexual y que Lisbeth se vio de algún modo implicada. Si Bjurman era el administrador de Lisbeth, existe una posibilidad de que ella confiara en él y de que eso lo llevara a convertirse en testigo o a enterarse de algo que habría provocado su asesinato.

Malin meditó un instante.

– Entiendo lo que quieres decir -dijo, dudando-. Pero no tienes nada que pruebe esa teoría.

– No. Nada.

– ¿Y tú qué crees? ¿Es culpable o no?

Mikael meditó su respuesta largo rato.

– Si me estás preguntando si es capaz de matar, la respuesta es sí. Lisbeth Salander tiene un carácter violento. La he visto en acción cuando…

– ¿Cuándo te salvó la vida?

Mikael asintió.

– No te puedo contar de qué se trataba. Pero había un hombre que me quería matar y estuvo a punto de conseguirlo. Ella intervino y le dio una buena paliza con un palo de golf.

– ¿Y no le has contado nada de eso a la policía?

– En absoluto. Es algo entre tú y yo.

– De acuerdo.

Mikael le lanzó una penetrante mirada.

– Malin, en este tema necesito poder confiar en ti.

– No voy a revelarle a nadie nada de lo que me cuentes. Ni siquiera a Anton. No sólo eres mi jefe. También te tengo aprecio y no pienso hacerte daño.

Mikael hizo un gesto de conformidad.

– Perdóname -dijo él.

– Deja de pedir perdón.

Mikael se rió y acto seguido volvió a ponerse serio.

– Estoy convencido de que si hubiese sido necesario, ella lo habría matado para defenderme a mí.

– Entiendo.

– Pero al mismo tiempo la veo completamente racional. Rara, sí, pero completamente racional según sus propios principios. Empleó la violencia porque resultaba necesario, no porque le diera la gana. Para matar, le haría falta un motivo: que alguien la provocara y la amenazase en extremo.

Meditó un rato más. Malin lo observaba pacientemente.

– No puedo pronunciarme sobre su administrador. No sé absolutamente nada de él. Pero no me la imagino matando a tiros a Dag y a Mia. Simplemente, no me lo creo.

Permanecieron en silencio durante mucho tiempo. Malin consultó su reloj con el rabillo del ojo y vio que eran las nueve y media de la noche.

– Es tarde. Debería irme a casa -dijo.

Mikael asintió.

– Llevamos trabajando todo el día. Podemos seguir devanándonos los sesos mañana. No, deja eso. Ya lo fregaré yo.


La madrugada del sábado al domingo de Pascua, Armanskij estaba en la cama escuchando los suaves ronquidos de Ritva. No podía pegar ojo. Tampoco él conseguía formarse una idea clara de los acontecimientos. Al final se levantó, se puso las zapatillas y el albornoz, y salió al salón. Hacía frío y echó un par de troncos en la chimenea de esteatita. Abrió una cerveza sin alcohol, se sentó y se puso a mirar la oscuridad del estrecho de Furusund. «¿Qué es lo que sé?»

Dragan Armanskij podía confirmar a ciencia cierta que Lisbeth Salander estaba chalada y que resultaba imprevisible. De eso no cabía duda.

No sabía exactamente qué, pero imaginaba que algo sucedió en aquel invierno de 2003 cuando, de pronto, dejó de trabajar para él, se tomó un año sabático y se fue al extranjero. Estaba convencido de que Mikael Blomkvist tenía algo que ver con aquella desaparición, pero Mikael también ignoraba lo que había ocurrido.

Lisbeth regresó y le hizo una visita. Afirmó ser «económicamente independiente», algo que Armanskij interpretó como que tenía suficiente dinero para arreglárselas durante un tiempo.

También estuvo visitando a Holger Palmgren. Pero ni siquiera se había puesto en contacto con Blomkvist.

Había matado a tres personas, dos de las cuales, al parecer, le eran completamente desconocidas.

«No encaja. No hay ninguna lógica.»

Armanskij tomó un trago de cerveza directamente de la botella y encendió un purito. También tenía remordimientos, cosa que había contribuido a su sensación de malestar durante esos días.

Cuando Bublanski lo visitó, él aportó, sin dudarlo ni un instante, toda la información que pudo para que se arrestara a Lisbeth Salander. Que había que detenerla lo veía claro; cuanto antes mejor. Pero tenía remordimientos de conciencia porque la imagen que se había formado de ella era tan mala que lo había llevado a aceptar, sin cuestionárselo lo más mínimo, su culpabilidad. Armanskij era realista. Si la policía se presentaba sosteniendo que una determinada persona era sospechosa de asesinato, la probabilidad de que resultara cierto se consideraba alta. Por lo tanto, Lisbeth Salander era culpable.

Sin embargo, lo que la policía no había analizado era si ella tenía motivos para actuar así: si podría existir alguna circunstancia atenuante o, por lo menos, una explicación lógica de su arrebato de violencia. La misión de la policía era detenerla y probar que fue ella quien disparó, no la de hurgar en su psique para explicar con exactitud el porqué. Se contentarían con dar con un motivo medianamente razonable de sus actos; pero, ante la ausencia de explicaciones, estarían dispuestos a considerarlo todo como un acto de locura. «Lisbeth Salander, otra loca asesina múltiple siguiendo los pasos de Mattias Flink.» Armanskij meneó la cabeza.

No le gustaba esa explicación.

Lisbeth Salander nunca hacía nada en contra de su voluntad y sin analizar las consecuencias. «Especial, sí. Loca, no.»

Por lo tanto, tenía que existir alguna explicación, por oscura e inaccesible que le pareciera a alguien de fuera.

De repente, a eso de las dos de la madrugada, tomó una decisión.

Capítulo 17 Domingo de Resurrección, 27 de marzo – Martes, 29 de marzo

El domingo por la mañana, tras una noche de inquietas cavilaciones, Dragan Armanskij se levantó pronto. Bajó sigilosamente a la cocina, sin despertar a su mujer, y preparó café y unos sándwiches. Luego sacó su portátil y se puso a escribir.

Empleó el mismo formulario que utilizaba Milton Security para sus investigaciones personales. Completó su informe con todos los datos básicos que se le ocurrieron sobre la personalidad de Lisbeth Salander.

A eso de las nueve bajó Ritva y se sirvió café de la cafetera eléctrica. Le preguntó qué estaba haciendo. Él contestó evasivamente y siguió escribiendo. Conocía a su marido lo suficiente como para saber que ese día él iba a estar aislado en su propio mundo.


Mikael se equivocó; hasta la mañana del domingo de Pascua los medios de comunicación no descubrieron que era él quien había hallado los cuerpos de Dag y Mia, cosa que, sin duda, se debía a que estaban en Pascua y a que la jefatura de policía permanecía prácticamente desierta. El primero en llamarlo fue un reportero de Aftonbladet, un viejo conocido de Mikael.

– Hola, Blomkvist. Soy Nicklasson.

– Hola, Nicklasson -dijo Mikael.

– Fuiste tú quien encontró a la pareja de Enskede, ¿no?

Mikael se lo confirmó.

– Una de mis fuentes afirma que trabajaban para Millennium.

– Tu fuente tiene razón a medias: Dag Svensson estaba haciendo un reportaje como freelance y, sí, trabajaba para Millennium, pero Mia Bergman no.

– Joder, pues es una bomba.

– Supongo que sí -reconoció, fatigado, Mikael.

– ¿Por qué no habéis emitido ningún comunicado?

– Dag Svensson era un buen amigo y un buen compañero. Pensamos que era una cuestión de ética periodística dejar que por lo menos la familia de él y la de Mia se enteraran de lo ocurrido antes de que publicáramos algo.

Mikael sabía perfectamente que no iban a citar esas últimas palabras.

– Vale. ¿En qué estaba trabajando Dag?

– En un reportaje para Millennium.

– ¿De qué se trataba?

– ¿Qué scoop pensáis publicar mañana enAftonbladet?

– O sea, que se trataba de un scoop.

– Nicklasson, vete a la mierda.

– Venga, Blomman, ¿crees que los asesinatos tienen alguna relación con el reportaje que estaba preparando Dag Svensson?

– Si vuelves a llamarme Blomman otra vez, te cuelgo y no vuelvo a hablar contigo en lo que queda de año.

– Bueno, perdona. ¿Crees que Dag Svensson fue asesinado por su trabajo como periodista de investigación?

– No tengo ni idea de por qué asesinaron a Dag.

– El reportaje en el que andaba metido, ¿tenía algo que ver con Lisbeth Salander?

– No. Ni lo más mínimo.

– ¿Sabes si Dag conocía a esa loca de Salander?

– No.

– Dag ha escrito muchos textos sobre la delincuencia informática. ¿Iba de eso?

«Joder, tío, no te rindes», pensó Mikael. Estaba a punto de mandar a Nicklasson a la mierda cuando, de repente, se contuvo y se incorporó súbitamente en la cama. Le asaltaron dos ideas paralelas. Nicklasson volvió a decir algo.

– Espera un segundo, Nicklasson. No cuelgues. Ahora vuelvo.

Mikael se levantó y tapó el auricular con la mano. De pronto se encontró en otro mundo.

Desde que se habían cometido los asesinatos, Mikael había estado dándole vueltas a cómo contactar con Lisbeth Salander. Se encontrara donde se encontrase, la posibilidad de que ella leyera lo que él dijera era muy grande. Si negaba que la conocía, ella podría interpretarlo como que él la había abandonado o vendido. Si la defendía, otros lo interpretarían como que Mikael sabía de los asesinatos mucho más de lo que había dicho. Pero si hiciera el comentario adecuado, quizá Lisbeth se viera impulsada a contactar con él. La ocasión era demasiado buena para desperdiciarla. Tenía que decir algo. Pero ¿qué?

– Perdóname, ya estoy aquí. ¿Qué decías?

– Te había preguntado si Dag Svensson estaba escribiendo sobre la delincuencia informática.

– Si quieres un comunicado, te lo puedo dar.

– Adelante.

– Pero tienes que citarme literalmente.

– Claro, ¿de qué otro modo podría hacerlo?

– No me hagas contestar a esa pregunta.

– ¿Y qué es lo que quieres comunicar?

– Te envío un correo en quince minutos.

– ¿Qué?

– Que compruebes tu correo dentro de quince minutos -dijo Mikael y colgó.

Se acercó a su mesa, encendió su iBook y abrió el Word. Luego se concentró dos minutos antes de empezar a redactar el texto:

La redactora jefe de Millennium, Erika Berger, se encuentra profundamente conmocionada por el asesinato del ccuoaista freelance y colaborador Dag Svensson, y espera que los crímenes se resuelvan rápidamente.

Fue el editor responsable de Millennium, Mikael Blomkvist, quien encontró los cuerpos de su colega y de la novia de éste la víspera del Jueves de Pascua.

«Dag Svensson era un periodista fantástico y una persona a la que quería mucho», ha señalado Erika Berger.

«Tenía muchas ideas para futuros reportajes. Entre otras cosas, trabajaba en un gran reportaje sobre la intrusión informática ilegal», ha declarado Mikael Blomkvist a Aftonbladet.

Ni Mikael Blomkvist ni Erika Berger quieren especular sobre el presunto autor del crimen ni sobre los posibles motivos.

Acto seguido, Mikael cogió el teléfono y llamó a Erika Berger.

– Hola, Ricky. Aftonbladet te acaba de entrevistar.

– ¿Ah sí?

Le leyó rápidamente las breves declaraciones.

– ¿Por qué? -preguntó Erika.

– Porque cada palabra es totalmente cierta. Dag trabajó durante diez años como freelance y uno de los campos en los que estaba especializado era precisamente la seguridad informática. Hablé con él sobre ese tema varias veces y también contemplamos la idea de publicar un texto suyo después de lo del trafficking.

Permaneció callado durante cinco segundos.

– ¿Conoces a alguien que esté también interesado en temas de intrusión informática? -preguntó.

Erika Berger guardó silencio durante diez segundos. Luego se dio cuenta de lo que intentaba hacer Mikael.

– Qué listo, Micke. ¡Joder, qué listo! De acuerdo. Adelante.

Nicklasson volvió a llamar un minuto después de haber recibido el correo de Mikael.

– ¿Eso es todo?

– Es todo lo que te doy, lo cual es más de lo que le he dado a ningún otro periódico. O lo publicas íntegro o nada.


Acto seguido, Mikael se sentó a su mesa y encendió su iBook. Meditó un momento y luego redactó una breve carta:

Querida Lisbeth:

Te escribo esta carta y la dejo en mi disco duro con la certeza de que tarde o temprano la leerás. Recuerdo que hace dos años te metiste en el disco duro de Wennerström y sospecho que aprovechaste la ocasión para piratear también el mío. A estas alturas resulta obvio que no quieres tener nada que ver conmigo. Sigo sin saber por qué rompiste la relación de esa manera, pero no te lo voy a preguntar y no hace falta que des explicaciones.

Desgraciadamente, te guste o no, los acontecimientos de los últimos días nos han unido de nuevo. La policía sostiene que has asesinado a sangre fría a dos personas a las que yo quería mucho. No pongo en duda la brutalidad de los crímenes: fui yo quien encontró a Dag y a Mia pocos minutos después de que los mataran. El problema es que yo no creo que hayas sido tú. O al menos eso es lo que espero. Si tú eres una asesina psicótica, como afirma la policía, entonces es que o yo te he juzgado muy mal o has cambiado terriblemente durante el último año. Y si tú no eres la asesina, entonces la policía está persiguiendo a la persona errónea.

Ante estas circunstancias, probablemente debería instarte a que te entregaras a la policía. Sin embargo, sospecho que harás oídos sordos. Pero la realidad es que tu situación resulta insostenible y, tarde o temprano, te detendrán. Cuando lo hagan, necesitarás un amigo. Si no quieres ningún trato conmigo, tengo una hermana. Se llama Annika Giannini y es abogada. He hablado con ella y está dispuesta a representarte si se lo pides. Puedes confiar en ella.

Por lo que respecta a Millennium, hemos iniciado una investigación propia para saber por qué Dag y Mia fueron asesinados. Lo que estoy haciendo ahora mismo es preparar una lista de todo aquel que pudiera tener buenas razones para acallar a Dag Svensson. No sé si ando bien encaminado, pero voy a comprobar la lista persona por persona.

Mi problema es que no entiendo qué pinta en todo esto el abogado Nils Bjurman. No se le menciona en el material de Dag y no veo ningún tipo de conexión entre él y Dag y Mia.

Ayúdame. Please. ¿Cuál es la conexión?

Mikael

P.S. Deberías cambiar la foto del pasaporte. No te hace justicia.

Reflexionó un rato y tituló el documento «Para Sally». Luego creó una carpeta a la que llamó «Lisbeth Salander» y la colocó a plena vista, en el escritorio de su iBook.


El martes por la mañana, Dragan Armanskij convocó a tres personas en la mesa de reuniones que tenía en el despacho de Milton Security.

Johan Fräklund, sesenta y dos años, y ex inspector de la policía criminal de Solna, ostentaba ahora el cargo de jefe de la unidad operativa de Milton. Fräklund era el responsable general de la planificación y el análisis. Hacía diez años que Armanskij se lo había quitado a las fuerzas de seguridad del Estado y había llegado a considerarlo, sin comparación, como uno de los mejores recursos de la empresa.

Armanskij convocó, asimismo, a Sonny Bohman, de cuarenta y ocho años, y a Niklas Eriksson, de veintinueve. Bohman también era un antiguo policía. Se había formado en la unidad de intervención de la comisaría de Norrmalm, en los años ochenta, y luego en la brigada de delitos violentos, donde dirigió numerosas e importantes investigaciones. Bohman fue uno de los personajes clave a la hora de resolver el caso del Hombre Láser, a principios de los años noventa, y en 1997, tras no poca labor de persuasión y la promesa de un salario considerablemente mayor, fue reclutado por Milton.

Niklas Eriksson era considerado un rookie. Se formó en la academia de policía, pero poco antes de graduarse se enteró de que padecía una lesión cardíaca congenita que no sólo requirió una importante intervención quirúrgica, sino que también fue el causante de que su futura carrera policial se fuera al traste.

Fräklund -que había sido compañero del padre de Eriksson- acudió a Armanskij para pedirle que le diera a Eriksson una oportunidad. Como había un puesto vacante en la unidad de análisis, Armanskij dio su visto bueno. No había tenido motivos para arrepentirse. Eriksson llevaba cinco años trabajando en Milton. A diferencia de la mayoría de los colaboradores de la unidad operativa, Eriksson carecía de experiencia en el trabajo de campo. En cambio, destacaba por sus agudas dotes intelectuales.

– Buenos días a los tres. Sentaos y empezad a leer -dijo Armanskij.

Entregó a cada uno una carpeta que contenía una cincuentena de páginas con recortes de prensa sobre la caza de Lisbeth Salander, así como un resumen de tres folios de su historial. Armanskij se había pasado el lunes de Pascua preparando la documentación. Eriksson terminó de leer el primero y dejó la carpeta. Armanskij esperó a que también Bohman y Fräklund acabaran.

– Supongo que los titulares de los vespertinos de este fin de semana no os han pasado desapercibidos -dijo Dragan Armanskij.

– Lisbeth Salander -apuntó Fräklund con voz sombría.

Sonny Bohman negó con la cabeza.

Niklas Eriksson dirigió la mirada al vacío, con una impenetrable expresión, y esbozó una triste sonrisa.

Dragan Armanskij contempló al grupo fijamente.

– Una de nuestras empleadas -dijo-. ¿Hasta qué punto llegasteis a conocerla durante los años que trabajó aquí?

– En una ocasión intenté bromear con ella -contestó Niklas Eriksson con una leve sonrisa-. No le hizo mucha gracia. Creí que me iba a arrancar la cabeza de un mordisco. Era una cascarrabias tremenda. En total no habré intercambiado con ella más de diez frases.

– Era bastante suya -admitió Fräklund.

Bohman se encogió de hombros.

– Una loca de atar. Una peste. Sabía que estaba chalada, pero no que llegara a esos extremos.

Dragan Armanskij asintió.

– Iba a su bola -dijo-. No resultaba fácil de manejar. Pero la contraté porque era la mejor investigadora que he visto en mi vida. Siempre entregaba resultados por encima de lo normal.

– Nunca llegué a entender eso -comentó Fräklund-. No me cabía en la cabeza cómo podía ser tan buena investigando y a la vez tan desastrosa en el trato social.

Los tres asintieron.

– La explicación reside, naturalmente, en su estado psíquico -dijo Armanskij, dando unos golpecitos con el dedo sobre una de las carpetas-. Fue declarada incapacitada.

– No tenía ni idea -declaró Eriksson-. No quiero decir que tuviera que ir con un letrero en la espalda anunciando que era incapacitada, pero tú nunca nos comentaste nada.

– No -reconoció Armanskij-. Porque pensé que no era necesario estigmatizarla más de lo que ya estaba. Todos tenemos derecho a una oportunidad.

– Y el resultado de ese experimento lo vimos en Enskede -apuntó Bohman.

– Tal vez -replicó Armanskij.


Armanskij dudó un momento. No quería revelar su debilidad por Lisbeth Salander ante los tres profesionales que ahora lo observaban llenos de expectación. Habían mantenido un tono bastante neutro durante la conversación, pero Armanskij sabía que los tres, al igual que todos los demás empleados de Milton Security, odiaban profundamente a Lisbeth Salander. No debía mostrarse débil o confuso; se trataba de presentar el tema de manera que creara una dosis de entusiasmo y profesionalidad.

– Por primera vez en mi vida, he decidido utilizar una parte de los recursos de Milton para un asunto interno -dijo-. Esto no debe alcanzar sumas astronómicas dentro del presupuesto, pero mi intención es dispensaros a vosotros dos, Bohman y Eriksson, de vuestros cometidos ordinarios. Ahora vuestra misión, formulada de modo general, consistirá en «hallar la verdad» sobre Lisbeth Salander.

Bohman y Eriksson miraron a Armanskij con escepticismo.

– Quiero que tú, Fräklund, seas el responsable de la investigación y que la coordines. Quiero saber qué sucedió y qué provocó que Lisbeth Salander asesinara a su administrador y a la pareja de Enskede. Ha de haber una explicación lógica.

– Perdona, pero esto suena a misión puramente policial -objetó Fräklund.

– Sin duda -replicó Armanskij de inmediato-. Con la diferencia de que le sacamos cierta ventaja a la policía: conocemos a Lisbeth Salander y tenemos una idea de cómo funciona.

– Bueno, no sé -dijo Bohman con una voz algo dubitativa-. No creo que nadie de esta empresa llegara a conocer a Salander o a tener mucha idea de lo que pasaba por esa cabecita suya.

– No importa -contestó Armanskij-. Salander trabajaba para Milton Security y creo que es nuestra responsabilidad dar con la verdad.

– Salander lleva… ¿cuántos?, casi dos años sin trabajar aquí -dijo Fräklund-. No me parece que seamos responsables de lo que haga. Y no creo que a la policía le haga mucha gracia que nos entrometamos en su investigación.

– Todo lo contrario -replicó Armanskij.

Era el as que llevaba en la manga y había que jugarlo bien.

– ¿Por qué? -quiso saber Bohman.

– Ayer hablé largo y tendido con el instructor del sumario, el fiscal Ekström, y con el inspector Bublanski, que está al mando de la investigación. Ekström está sometido a mucha presión. No se trata de un simple ajuste de cuentas entre gánsteres, sino de un acontecimiento muy mediático, en el que un abogado, una criminóloga y un periodista han sido asesinados. Les comenté que, como el principal sospechoso era una ex empleada de Milton Security, nosotros también habíamos decidido iniciar una investigación.

Armanskij hizo una pausa antes de continuar.

– Ekström y yo estamos de acuerdo en que ahora lo importante es detener a Lisbeth Salander lo antes posible, antes de que se haga más daño a sí misma o se lo cause a los demás. Como nuestro conocimiento personal sobre ella es mayor que el que posee la policía, podemos aportar algo a la investigación. Por lo tanto, Ekström y yo hemos acordado que vosotros dos -señaló a Bohman y a Eriksson- os trasladéis a Kungsholmen y os unáis al equipo de Bublanski.

Los tres miraron asombrados a Armanskij.

– Perdona, una pregunta tonta… pero somos civiles -dijo Bohman-. ¿La policía piensa dejarnos participar en la investigación de un asesinato así como así?

– Trabajaréis bajo las órdenes de Bublanski, pero también me mantendréis informado a mí. Tendréis total acceso a la investigación. Todo el material que obra en nuestro poder, así como el que vosotros encontréis, se lo daréis a él. Para la policía eso sólo significa que el equipo de Bublanski recibe refuerzos totalmente gratis. Y ninguno de los tres sois precisamente civiles. Vosotros, Fräklund y Bohman, habéis trabajado como policías durante muchos años antes de empezar aquí. Y tú, Eriksson, estudiaste en su academia.

– Pero va en contra de los principios…

– En absoluto. A menudo la policía recurre a asesores civiles externos. Puede tratarse de psicólogos en casos de delincuencia sexual, o de intérpretes para investigaciones donde hay extranjeros implicados. Simplemente, seréis unos asesores civiles con conocimientos especiales sobre la principal sospechosa.

Fräklund asintió lentamente.

– De acuerdo. Milton se une a la investigación policial e intenta contribuir a que se detenga a Salander. ¿Algo más?

– Una cosa. Vuestra misión es averiguar la verdad. Nada más. Quiero saber si Salander ha matado a esas tres personas. Y en el caso de que así sea, por qué.

– ¿Alguien duda de su culpabilidad? -preguntó Eriksson.

– Los indicios que tiene la policía la ponen en una situación muy delicada. Pero yo quiero saber si existe otra dimensión en toda esta historia: si hay algún cómplice que no conocemos, si fue él quien empuñó el arma homicida, o si se dieron otras circunstancias que ignoramos.

– Creo que va a ser difícil encontrar atenuantes en un triple asesinato como ése -dijo Fräklund-. Si eso ocurriera, tendríamos que considerar la posibilidad de que sea inocente del todo. Y eso sí que no me lo creo.

– Yo tampoco -reconoció Armanskij-. Pero vuestro trabajo es ayudar a la policía en todo lo que esté en vuestra mano, y contribuir a que Lisbeth sea detenida cuanto antes.

– ¿Presupuesto? -preguntó Fräklund.

– Corriente. Quiero que me mantengáis informado de los gastos. Si se dispararan, nos veríamos obligados a abandonar. Pero contad con que, de ahora en adelante, trabajaréis en esto a tiempo completo durante una semana como mínimo.

Volvió a dudar un momento.

– Yo soy el que mejor conoce a Salander. Eso quiere decir que tenéis que considerarme como uno de los personajes de la historia, así que yo debo ser una de las personas a las que interroguéis -dijo para concluir.


Una estresada Sonja Modig recorrió el pasillo e irrumpió en la sala de interrogatorios justo cuando cesaba el rumor de sillas arrastrándose. Se sentó junto a Bublanski, que había convocado a todo el grupo de investigación, incluido el instructor del sumario. Hans Faste le echó una irritada mirada y luego empezó con la introducción. La reunión se celebraba por iniciativa suya.

Él había seguido hurgando en los eternos enfrentamientos entre la burocracia encargada de atender las necesidades sociales y Lisbeth Salander, la llamada «pista psicópata», tal como la calificaba Faste. E, innegablemente, había conseguido reunir un considerable material. Hans Faste se aclaró la voz.

– Éste es el doctor Peter Teleborian, médico jefe de la clínica psiquiátrica del hospital Sankt Stefan de Uppsala. Ha tenido la amabilidad de venir hasta Estocolmo para ayudarnos en la investigación con sus conocimientos sobre Lisbeth Salander.

Sonja Modig miró a Peter Teleborian. Era un hombre de baja estatura, con pelo castaño rizado, gafas de montura metálica y una pequeña perilla. Iba vestido informalmente, con una americana beige de pana, unos vaqueros y una clara camisa de rayas con el cuello desabotonado. Tenía una cara afilada y un aspecto juvenil. Sonja había visto a Peter Teleborian en alguna que otra ocasión, pero nunca llegó a hablar con él. Una vez -cuando ella estudiaba el último año en la academia de policía- él dio unas conferencias sobre trastornos psíquicos; y otra, en un curso de formación profesional, les habló de los psicópatas y de los comportamientos psicópatas entre los jóvenes. En otra ocasión ella también asistió como oyente a un juicio contra un violador en serie al que Teleborian había sido convocado como experto en la materia. Tras varios años de participación en debates públicos se había convertido en uno de los psiquiatras más conocidos del país. Se había distinguido por su fuerte crítica a los recortes de la asistencia psiquiátrica, los cuales habían provocado que se cerraran hospitales psiquiátricos y que personas con evidente necesidad de atención mental fueran abandonadas a su suerte en la calle, predestinadas a convertirse en vagabundos y marginados sociales. Después del asesinato de la ministra de Asuntos Exteriores, Anna Lindh, Teleborian pasó a ser miembro de la comisión estatal que investigaba el deterioro de la asistencia psiquiátrica.

Peter Teleborian saludó a los allí congregados con un movimiento de cabeza y se sirvió agua Ramlösa en un vaso de plástico.

– Vamos a ver en qué puedo contribuir a la investigación -empezó prudentemente-. Odio que mis pronósticos se cumplan.

– ¿Se cumplen sus pronósticos? -preguntó Bublanski.

– Sí. Resulta paradójico. La misma noche en la que tuvieron lugar los asesinatos de Enskede, yo participé en un debate televisivo sobre esa bomba de relojería que hace tictac en cualquier parte de nuestra sociedad. Es terrible. No es que estuviera pensando precisamente en Lisbeth Salander en ese momento, pero ofrecí una serie de ejemplos (anónimos, por supuesto) de pacientes que deberían estar recluidos en instituciones en vez de sueltos por la calle. Me atrevería a decir que ustedes mismos, sin ir más lejos, en sólo este año van a tener que investigar, por lo menos, media docena de asesinatos u homicidios cuyos autores pertenecerán a ese grupo de pacientes bastante reducido desde el punto de vista numérico.

– ¿Nos está diciendo que Lisbeth Salander es una de esas locas? -preguntó Hans Faste.

– La palabra «loca» no es la más apropiada. Pero sí, ella pertenece a ese grupo que ha sido abandonado por la sociedad. Ella representa, sin duda, a uno de esos trastornados individuos a los que yo no habría soltado si hubiera dependido de mí.

– ¿Quiere decir que la deberían haber encerrado antes de que cometiera algún delito? -inquirió Sonja Modig-. No es del todo compatible con los principios de una sociedad de derecho.

Hans Faste frunció el ceño y le echó una irritada mirada. Sonja Modig se preguntó por qué Faste parecía lanzar continuamente sus dardos contra ella.

– Tiene toda la razón -contestó Teleborian, acudiendo indirectamente a su rescate-. No es compatible con la sociedad de derecho, por lo menos en su forma actual. Se trata de mantener el equilibrio entre el respeto por el individuo y el respeto por las potenciales víctimas que una persona psíquicamente enferma puede dejar tras de sí. Ningún caso se parece al otro y cada paciente debe ser tratado según sus particularidades. Está claro que dentro de la asistencia psiquiátrica también cometemos errores y soltamos a personas que no deberían andar por la calle.

– Bueno, no creo que sea el mejor momento para profundizar en política social -dijo Bublanski tímidamente.

– Tiene razón -convino Teleborian-. Ahora estamos hablando de un caso concreto. Pero déjenme que les diga una cosa: es importante que entiendan que Lisbeth Salander es una persona enferma que necesita un tratamiento; al igual que lo necesita un paciente con dolor de muelas o con insuficiencia cardíaca. Puede recuperarse del todo y podría haberse curado si hubiese recibido la ayuda adecuada cuando todavía resultaba posible tratarla.

– O sea, que fue su médico -dijo Hans Faste.

– Yo soy una de las muchas personas que han tenido que ver con Lisbeth Salander. Fue mi paciente en sus primeros años de adolescencia y yo fui uno de los médicos que la evaluó cuando se decidió ponerla bajo tutela administrativa al cumplir los dieciocho años.

– Háblenos de ella -pidió Bublanski-. ¿Qué la podría haber impulsado a ir a Enskede y matar a dos desconocidos, y qué la podría haber llevado a asesinar a su administrador?

Peter Teleborian se rió.

– No puedo contestarle a eso. Hace muchos años que no sigo su evolución y no sé en qué grado de psicosis se encuentra. Lo que sí puedo decir, no obstante, es que dudo que la pareja de Enskede le fuese desconocida.

– ¿Qué le hace decir eso? -quiso saber Hans Faste.

– Uno de los puntos débiles del tratamiento de Lisbeth Salander es que nunca se ha hecho un diagnóstico completo sobre ella. Eso se debe al hecho de que nunca se ha mostrado receptiva al tratamiento. Siempre se ha negado a contestar a las preguntas y a participar en cualquier tipo de terapia.

– ¿Así que no saben si realmente está enferma? -preguntó Sonja Modig-. Quiero decir, que como no hay un diagnóstico…

– Mírelo de la siguiente manera -dijo Peter Teleborian-: Lisbeth Salander me llegó justo cuando ella iba a cumplir trece años. Era psicótica, tenía algunas obsesiones y sufría de una manifiesta manía persecutoria. Fue mi paciente durante dos años, mientras estuvo recluida a la fuerza en Sankt Stefan. Su internamiento se debió a que ella había manifestado durante toda su infancia un comportamiento sumamente violento contra sus compañeros de colegio, sus profesores y sus conocidos. En repetidas ocasiones fue denunciada por malos tratos. Pero en todos esos casos la violencia se dirigió a personas de su entorno, o sea, a alguien que dijo o hizo algo que ella percibió como una ofensa. Por eso creo que hay algún vínculo entre ella y la pareja de Enskede. No nos consta que haya atacado nunca a una persona completamente desconocida.

– Excepto aquella agresión que cometió en el metro cuando tenía diecisiete años -precisó Hans Faste.

– Supongo que ahí podemos considerar que fue a ella a quien atacaron y que no hizo más que defenderse -respondió Teleborian-. La persona en cuestión era un conocido delincuente sexual. Pero también constituye un buen ejemplo de su manera de reaccionar. Podría haberse alejado de allí o buscado protección entre los demás pasajeros del vagón. En su lugar, optó por atacarlo. Cuando se siente amenazada reacciona con una desmesurada violencia.

– ¿Qué es en realidad lo que tiene? -preguntó Bublanski.

– Como ya he dicho, carecemos de un verdadero diagnóstico. Yo diría que sufre de esquizofrenia y que se encuentra constantemente al límite de una psicosis. Carece de empatía y, en muchos sentidos, podría describirse como una sociópata. Tengo que reconocer que me parece sorprendente que se las haya apañado tan bien desde que cumplió los dieciocho años. Quiero decir que, aunque sometida a tutela administrativa, ha estado suelta durante ocho años sin cometer ningún acto que haya conducido a una denuncia policial o a un arresto. Pero su pronóstico…

– ¿Su pronóstico?

– Durante todo este tiempo no ha recibido tratamiento alguno. Mi teoría es que esa enfermedad, que quizá podríamos haber vencido y tratado hace diez años, ahora es parte integrante de su personalidad. Yo vaticino que en cuanto sea detenida, no la condenarán a prisión. Deben tratarla.

– Entonces, ¿cómo diablos pudo el tribunal ponerla de patitas en la calle? -murmuró Hans Faste.

– Supongo que habría que verlo como una combinación de tres cosas: un abogado con mucha labia, una manifestación más de los recortes presupuestarios y de una constante liberalización. De todas maneras, fue una decisión a la que me opuse cuando los médicos forenses me consultaron. Pero no me hicieron caso.

– Pero ese pronóstico del que está hablando es una conjetura, ¿no? -intervino Sonja Modig-. Quiero decir… realmente no sabe nada de su vida desde que tenía dieciocho años.

– Es más que una conjetura. Es mi experiencia.

– ¿Es autodestructiva? -preguntó Sonja Modig.

– ¿Se refiere a si es capaz de suicidarse? No, lo dudo. Es más bien una psicópata egomaníaca. Lo importante es ella. Todas las demás personas de su entorno carecen de importancia.

– Ha dicho que puede reaccionar con un exceso de violencia -comentó Hans Faste-. En otras palabras, ¿debemos considerarla peligrosa?

Peter Teleborian se quedó observándolo durante unos instantes. Luego inclinó la cabeza y se frotó la frente antes de contestar.

– No pueden imaginar lo difícil que resulta determinar exactamente cómo va a reaccionar una persona. No quiero que a Lisbeth Salander le pase nada cuando la detengan… pero sí, en este caso yo me aseguraría de que la detención se lleve a cabo con la mayor cautela posible. Si va armada, el riesgo de que use el arma es muy elevado.

Capítulo 1 8 Martes, 29 de marzo – Miércoles, 30 de marzo

Las tres investigaciones de los asesinatos de Enskede siguieron su curso. La investigación del agente Burbuja contaba con las ventajas de la administración estatal. Visto superficialmente, la resolución parecía inminente: había una sospechosa y un arma homicida que la relacionaba con el crimen. En el caso de la primera víctima poseían una prueba irrefutable; en el de las otras dos, un posible vínculo, vía Mikael Blomkvist. Para Bublanski no se trataba más que de encontrar a Lisbeth Salander y encerrarla en la prisión preventiva de Kronoberg.

La investigación de Dragan Armanskij estaba subordinada a la investigación policial oficial, pero a la par seguía su propia agenda. Su intención personal era defender, de alguna manera, los intereses de Lisbeth Salander: encontrar la verdad; preferentemente una verdad con alguna circunstancia atenuante.

La investigación de Millennium era la más complicada. La revista carecía de los recursos con los que contaban tanto las fuerzas del orden como la organización de Armanskij. Sin embargo, a diferencia de la policía, Mikael Blomkvist no estaba concentrado en determinar el motivo por el que Lisbeth Salander fue a Enskede y mató a dos de sus amigos. En un momento dado, durante las vacaciones de Pascua, decidió, sin más, no creer en esa historia. Si Lisbeth Salander estuviese involucrada en los asesinatos de alguna manera, no le cabía duda de que las causas serían completamente diferentes a las barajadas en la investigación oficial; o bien otra persona empuñaba el arma o bien ocurrió algo que se hallaba fuera del control de Lisbeth Salander.


Durante el trayecto en taxi desde Slussen hasta Kungsholmen, Niklas Eriksson permaneció en silencio. El hecho de que, y sin previo aviso, hubiera ido a parar a una investigación policial de verdad lo había dejado aturdido. Miró de reojo a Sonny Bohman, que estaba leyendo el informe de Armanskij una vez más. De pronto, una sonrisa se dibujó en los labios de Niklas Eriksson.

La misión le brindaba la inesperada posibilidad de materializar una ambición que ni Armanskij ni Sonny Bohman conocían y que ni siquiera imaginaban: de repente se le presentaba la ocasión de vengarse de Lisbeth Salander. Esperaba poder contribuir a que la detuvieran. Esperaba que la condenaran a cadena perpetua.

Todo el mundo sabía que Lisbeth Salander no era una persona popular en Milton Security; casi todos los colaboradores que alguna vez habían tenido que trabajar con ella la consideraban una peste. Pero ni Bohman ni Armanskij podían figurarse cuan profundo era el odio que Niklas Eriksson sentía hacia Lisbeth Salander.

La vida había sido injusta con Niklas Eriksson. Era un hombre atractivo. Estaba en la flor de la vida y además, era inteligente. Aun así, el destino le había negado la posibilidad de convertirse en lo que siempre había querido ser: policía. Su problema fue un microscópico orificio en el pericardio que le causaba un soplo y que conllevaba el debilitamiento de la pared de un ventrículo. Le operaron y el problema quedó subsanado, pero la existencia de una lesión cardíaca congénita le convirtió para siempre en un excluido, un ser humano de segunda clase.

Cuando se le presentó la oportunidad de empezar a trabajar en Milton Security, aceptó. Lo hizo, no obstante, sin el menor entusiasmo. A sus ojos, la empresa era un vertedero de viejas glorias: policías demasiado mayores que ya no daban la talla. Y ahora él había pasado a formar parte de esos desechos. Pero no era culpa suya.

Uno de sus primeros cometidos en Milton fue analizar para la unidad operativa la seguridad de la protección personal de una cantante, internacionalmente conocida y de cierta edad, que había sido objeto de amenazas por parte de un ferviente admirador que, para más inri, resultó ser un interno que se había fugado del manicomio. El trabajo constituyó parte de su formación inicial en Milton Security. La cantante vivía sola en un chalé de Södertörn donde Milton instaló equipos de vigilancia y alarmas; durante algún tiempo, incluso contó con un guardaespaldas las veinticuatro horas del día. Una noche, el exacerbado admirador intentó entrar. El guardaespaldas redujo en el acto al intruso, al que, tras ser condenado por amenazas ilegales y allanamiento de morada, volvieron a internar en el manicomio.

A lo largo de dos semanas, Niklas Eriksson, acompañado de otros empleados de Milton, visitó el chalé de Södertörn en numerosas ocasiones. La vieja cantante se le antojó una bruja altiva que sólo se dignó a mirarlo cuando él sacó a relucir sus encantos, para asombro de la mujer. Debería alegrarse de que hubiera admiradores que todavía se acordaban de ella.

Despreciaba el modo en que el personal de Milton le hacía la pelota a la vieja. Pero, claro está, no dejó trascender sus sentimientos.

Una tarde, poco antes de que fuese detenido el admirador, la cantante y dos empleados de Milton se encontraban junto a una pequeña piscina ubicada en la parte posterior del chalé mientras él deambulaba por la casa haciendo fotos de puertas y ventanas que tal vez debieran reforzar. Había repasado habitación tras habitación, y al llegar al dormitorio de la cantante no pudo resistir la repentina tentación de abrir el cajón de una cómoda. Halló una docena de álbumes de los años setenta y ochenta, su época gloriosa, cuando ella y su grupo estaban de gira por el mundo. También descubrió una caja de cartón con fotografías extremadamente íntimas de la cantante. Las instantáneas le parecieron más o menos inocentes pero, con un poco de imaginación, podrían considerarse «estudios eróticos». «Dios mío, qué imbécil es.» Eriksson sustrajo cinco de las fotos más atrevidas que debían de haber sido sacadas por algún amante y guardadas por razones sentimentales.

Hizo copias y luego devolvió los originales. Esperó unos cuantos meses antes de vendérselas a un tabloide inglés. Obtuvo nueve mil libras a cambio. Ocasionaron titulares sensacionales.

Todavía ignoraba cómo se enteró Lisbeth Salander. Poco después de la publicación de las fotos, ella lo visitó; sabía que había sido él quien las vendió. Lo amenazó con delatarlo ante Dragan Armanskij si volvía a ocurrir algo similar. Ya se lo habría dicho si hubiera podido documentar sus afirmaciones; algo que, por lo visto, no era capaz de hacer. Pero desde ese día, él se sintió vigilado. En cuanto se daba la vuelta, allí estaba Salander escuadrándolo con sus ojos de cerda.

Estaba estresado, frustrado. La única manera de devolverle el golpe consistía en minar su credibilidad poniéndola a parir ante los demás mientras tomaban café en los ratos de descanso. La estratagema no tuvo mucho éxito. No se atrevía a hacerse notar demasiado, ya que ella, por alguna inexplicable razón, contaba con la protección de Armanskij. Se preguntaba por dónde tendría agarrado Lisbeth al director ejecutivo de Milton, o si tal vez todo se reducía a que el viejo verde se la estaba tirando en secreto. Pero si bien en Milton nadie le tenía mucho aprecio a Lisbeth Salander, el respeto que mostraban por Armanskij era considerable. De modo que no les quedaba más remedio que aceptar la incómoda presencia de la joven. Cuando desapareció de escena y dejó de trabajar en Milton, Niklas Eriksson sintió un alivio monumental.

Ahora tenía la oportunidad de pagarle con la misma moneda. Ya no corría riesgos. Ella podría esgrimir las acusaciones contra él que quisiera: nadie la creería. Ni siquiera Armanskij aceptaría la palabra de una asesina psicópata.


El inspector Bublanski vio a Hans Faste salir del ascensor acompañado de Bohman y Eriksson, de Milton Security. Faste se había acercado a recoger a los nuevos colaboradores. A Bublanski no le entusiasmaba la idea de involucrar a gente de fuera en la investigación de un asesinato, pero la decisión venía de arriba… Al menos Bohman era un verdadero policía con muchas horas de vuelo. Y Eriksson había salido de la Academia, así que no debía de ser tan idiota. Bublanski señaló en dirección a la sala de conferencias.

Corría el sexto día de la caza de Lisbeth Salander y había llegado la hora de hacer un balance general. El fiscal Ekström no participaba en la reunión. El equipo estaba compuesto por los inspectores Sonja Modig, Hans Faste, Curt Svensson y Jerker Holmberg, y contaban con el refuerzo de cuatro colegas de la unidad de investigación de la policía criminal nacional. Bublanski empezó presentando a los nuevos colaboradores de Milton Security y preguntó si alguno de ellos deseaba añadir algo. Bohman carraspeó.

– Bueno, llevo ya bastante tiempo sin pisar este edificio, pero algunos de vosotros me conocéis y sabéis que fui policía durante muchos años antes de pasar al sector privado. Nuestra presencia se debe a que Lisbeth Salander trabajó para nosotros durante una época y a que, de alguna manera, nos sentimos responsables. Nuestro propósito es intentar contribuir, por todos los medios posibles, a que se detenga a Salander cuanto antes. Podemos aportar cierto conocimiento personal sobre ella. Así que no estamos aquí para complicar las cosas ni para entorpecer vuestro trabajo.

– ¿Cómo es trabajar con ella? -preguntó Faste.

– No es precisamente de las personas a las que les coges cariño -contestó Niklas Eriksson para, acto seguido, callarse al levantar Bublanski una mano.

– Tendremos ocasión de hablar más en detalle durante la reunión. Pero vayamos por orden para formarnos una idea de nuestra situación. Nada más acabar, vosotros dos tendréis que ir a ver al fiscal Ekström para firmar un documento jurado de secreto profesional. Empecemos por Sonja.

– Resulta frustrante. Hicimos un avance a las pocas horas del asesinato, cuando conseguimos identificar a Salander. Dimos con su domicilio (o, al menos, lo que creíamos que era su domicilio). Después de eso, ni rastro. Hemos recibido una treintena de llamadas de avistamientos pero hasta ahora todos han resultado ser falsos. Es como si se la hubiera tragado la tierra.

– Cuesta creerlo -comentó Curt Svensson-. Con su llamativo aspecto y sus tatuajes no debería ser difícil encontrarla.

– Ayer la policía de Uppsala acudió a un aviso pistola en mano. Le dieron un susto de muerte a un chico de catorce años que se parecía a Salander. Los padres estaban muy indignados.

– Supongo que perseguir a alguien que parece tener catorce años no nos favorece mucho. Puede pasar perfectamente desapercibida entre los adolescentes.

– Pero con la atención que ha recibido en los medios de comunicación, alguien debería haber visto algo -objetó Svensson-. Esta semana van a sacarla en el programa «Se busca», así que a ver si eso nos conduce a algo nuevo.

– No creo, teniendo en cuenta que ya ha salido en la portada de todos los periódicos de Suecia -dijo Hans Faste.

– Lo cual significa que tal vez debamos replanteárnoslo todo -dijo Bublanski-. Quizá haya conseguido salir del país, pero lo más probable es que esté escondida en algún sitio.

Bohman levantó una mano. Bublanski le hizo una seña con la cabeza.

– Por lo que sabemos, nada sugiere que sea una persona autodestructiva. Es una buena estratega; planifica cada uno de sus movimientos. No hace nada sin analizar las consecuencias. Eso es, al menos, lo que piensa Dragan Armanskij.

– Coincide con la evaluación que hace su anterior psiquiatra. Pero dejemos su perfil para más adelante -pidió Bublanski-. Tarde o temprano tendrá que moverse. Jerker, ¿con qué recursos cuenta?

– Ahora os voy a dar otra cosa a la que podréis hincarle el diente -dijo Jerker Holmberg-. Tiene una cuenta bancaria en Handelsbanken desde hace muchos años. Ése es el dinero que declara a Hacienda. O mejor dicho: el dinero que el abogado Bjurman declaraba. Hace un año en la cuenta había más de cien mil coronas. Durante el otoño de 2003 lo sacó todo.

– Ese otoño necesitó dinero. Según Armanskij, fue cuando dejó de trabajar en Milton Security -explicó Bohman.

– Es posible. La cuenta estuvo a cero durante más de dos semanas. Pero luego volvió a ingresar la misma cantidad.

– Tal vez pensara utilizar el dinero en algo, pero al final se arrepintió y lo ingresó de nuevo.

– Sí, podría ser. En diciembre de 2003 usó la cuenta para pagar facturas; entre otras cosas, los gastos del piso de los doce meses siguientes. El saldo descendió a setenta mil coronas. Luego la cuenta permaneció sin movimientos durante todo un año, exceptuando un ingreso de más de nueve mil coronas.

– Vale.

– A principios de este mes sacó el dinero de la herencia: la cantidad exacta es nueve mil trescientas doce coronas. Es la única vez que ha tocado la cuenta.

– Entonces, ¿de qué diablos vive?

– Escuchad esto: en enero de este año abrió una cuenta. En esta ocasión, en el Skandinaviska Enskilda Banken. Ingresó una suma de más de dos millones de coronas.

– ¿Qué?

– ¿De dónde sacó el dinero? -preguntó Modig.

– Recibió una transferencia desde un banco de las islas Anglonormandas de Inglaterra.

– No entiendo nada -dijo Sonja Modig al cabo de un instante.

– O sea, ¿se trata de dinero que no ha declarado? -preguntó Bublanski.

– Correcto, pero técnicamente no tiene obligación de hacerlo hasta el próximo año. Lo remarcable es que la suma no figura en el informe sobre el rendimiento de cuentas que efectuaba el abogado Bjurman. Y lo hacía mensualmente.

– Es decir, que o ignoraba su existencia o los dos estaban metidos en algún trapicheo. Jerker, ¿cómo andamos en la parte técnica?

– Anoche le presenté los resultados al instructor del sumario. Esto es lo que sabemos: uno, podemos vincular a Salander con los dos lugares del crimen. En Enskede encontramos sus huellas dactilares en el arma homicida y en los fragmentos de una taza de café que se hizo añicos. Estamos esperando el resultado de las pruebas de ADN que recogimos… pero no creo que quepa duda de que ella estuvo en la casa.

– De acuerdo.

– Dos, tenemos sus huellas dactilares en la caja del arma del piso de Bjurman. -Vale.

– Tres, por fin tenemos un testigo que la sitúa en el lugar del crimen de Enskede. Nos ha llamado el dueño de un estanco y nos ha contado que la noche en la que se cometió el asesinato, Lisbeth Salander entró en su establecimiento y compró un paquete de Marlboro Light.

– ¿Y lo suelta ahora? ¿Después de habernos pasado un día sí y otro también solicitando la colaboración ciudadana?

– Ha estado fuera durante los días de fiesta, como todos los demás. En fin -Jerker Holmberg señaló un plano-, la tienda está situada en esta esquina, a unos doscientos metros del lugar del crimen. Ella entró justo cuando él se disponía a cerrar, a las diez de la noche. La ha descrito con todo detalle.

– ¿Y el tatuaje del cuello también? -preguntó Curt Svensson.

– Ahí ha vacilado; cree haberlo visto. Sí está seguro, en cambio, de que llevaba un piercing en una ceja.

– ¿Qué más?

– Por lo que respecta a los datos puramente técnicos, no mucho más. Pero no está nada mal.

– Faste, ¿y el piso de Lundagatan?

– Tenemos sus huellas pero no creo que viva allí. Lo hemos puesto todo patas arriba; al parecer pertenece a Miriam Wu. Fue incluida en el contrato recientemente, en febrero de este mismo año.

– ¿Qué sabemos de ella?

– No tiene antecedentes penales. Una lesbiana penosamente célebre. Suele actuar en performances y cosas así en el Festival del Orgullo Gay. Dice que estudia sociología y es copropietaria de una tienda porno en Tegnérgatan, Domino Fashion.

– ¿Una tienda porno? -preguntó Sonja Modig, arqueando las cejas.

En una ocasión, para gran deleite de su marido, ella se había comprado un conjunto de ropa interior muy sexy en Domino Fashion. Algo que bajo ninguna circunstancia iba a revelar a los hombres presentes en esa sala.

– Bueno, venden esposas, ropa de puta y cosas así. ¿Necesitas un látigo?

– O sea, que no es una tienda porno sino un establecimiento para la gente a la que le gusta la ropa interior algo sofisticada -precisó ella.

– ¿Qué más da?

– Continúa -dijo Bublanski, irritado-. ¿No tenemos ninguna pista de Miriam Wu?

– Ni rastro.

– Puede que se haya ido fuera durante las fiestas -sugirió Sonja Modig.

– O que Salander también se la haya cargado -apuntó Faste-. Tal vez quiera acabar con todos sus conocidos.

– Entonces, si Miriam Wu es lesbiana, ¿debemos deducir que ella y Salander son pareja?

– Creo que podemos concluir con bastante seguridad que existe una relación sexual -dijo Curt Svensson-. Baso esa afirmación en varias cosas. En primer lugar, en que hemos encontrado las huellas dactilares de Salander en la cama y alrededor de ésta. También las hemos hallado en unas esposas que, a todas luces, han sido empleadas como juguete sexual.

– Entonces, seguro que le gustarán las esposas que tengo preparadas para ella -dijo Hans Faste.

Sonja Modig soltó un quejumbroso suspiro.

– Sigue -pidió Bublanski.

– Una persona nos ha llamado y nos ha dicho que vio a Miriam Wu morreándose en el Kvarnen con una tía cuya descripción se correspondía con la de Salander. Por lo visto eso sucedió hace más de dos semanas. El informante afirma saber quién es Salander y dice que se la ha encontrado allí en otras ocasiones, aunque durante el último año ella no se ha dejado ver. No me ha dado tiempo a hablar con el personal del local. Lo haré esta tarde.

– En el informe de los servicios sociales no consta que sea lesbiana. En sus años de adolescencia se escapaba con frecuencia de las familias de acogida e iba por ahí ligándose a tíos en bares y clubes de Estocolmo. Ha sido detenida en más de una ocasión porque la hallaron en compañía de hombres mayores.

– Ya, pero si suponemos que hacía la calle, eso no nos dice una mierda -dijo Hans Faste.

– Curt, ¿qué hay de su círculo de amistades?

– Casi nada. No ha sido detenida por la policía desde que tenía dieciocho años. Conoce a Dragan Armanskij y a Mikael Blomkvist; es todo cuanto sabemos. Por supuesto, también a Miriam Wu. La misma fuente que nos ha informado de que Wu y ella habían sido vistas en el Kvarnen dice que antes solía reunirse allí con unas chicas, las Evil Fingers.

– ¿Las Evil Fingers? ¿Y eso qué es? -preguntó Bublanski.

– Parece ser algo esotérico. Un grupo de tías que solían irse de juerga y armarla.

– No me digas que Salander es también una especie de adoradora de Satán -dijo Bublanski-. Los medios de comunicación se van a poner las botas.

– Una panda de lesbianas satánicas -sugirió Faste solícito.

– Mi querido Hans, tienes una visión de las mujeres que data de la Edad Media -le dijo Sonja Modig-. Hasta yo he oído hablar de las Evil Fingers.

– ¿Sí? -dijo Bublanski, sorprendido.

– Era un grupo femenino de rock de finales de los años noventa. No eran superestrellas, pero durante una época fueron bastante conocidas.

– O sea, un grupo de lesbianas satánicas heavies -dijo Hans Faste.

– Venga, dejad de lanzaros pullas -dijo Bublanski-. Hans, tú y Curt averiguad quiénes eran las integrantes de las Evil Fingers y hablad con ellas. ¿Tiene Salander más amigos?

– Aparte de su anterior administrador, Holger Palmgren, no muchos más. Este último está ingresado en una clínica, en la unidad de enfermos crónicos y, por lo visto, su estado es reservado. Para ser sincero, no puedo decir que haya encontrado un círculo de amigos. Es cierto que no hemos dado con su vivienda habitual ni con ninguna agenda de direcciones, pero no parece tener amigos íntimos.

– Ya, pero nadie puede vivir como un fantasma sin dejar huellas en su entorno. ¿Qué me decís de Mikael Blomkvist?

– No lo hemos vigilado directamente, aunque durante las fiestas contactamos esporádicamente con él -dijo Faste-. Por si acaso apareciera Salander. Volvió a casa después del trabajo y no parece haber salido de allí desde entonces.

– Me cuesta pensar que esté relacionado con el asesinato -dijo Sonja Modig-. Su coartada se sostiene y es capaz de dar cuenta de todo lo que hizo aquella noche.

– Pero conoce a Salander. Es el vínculo existente entre ella y la pareja de Enskede. Además, según él, dos hombres atacaron a Salander una semana antes de los asesinatos. ¿Qué debemos pensar sobre eso? -preguntó Bublanski.

– A excepción de Blomkvist no hay ni un solo testigo de esa agresión… si es que ocurrió -puntualizó Faste.

– ¿Crees que Blomkvist se la imaginó? ¿O que miente?

– No lo sé. Pero toda la historia suena a cuento chino. ¿Insinúas que un tío hecho y derecho no puede con una tía que pesa aproximadamente cuarenta kilos?

– ¿Por qué iba a mentir Blomkvist?

– Quizá para desviar la atención de Salander.

– No me cuadra. Como ya sabéis, Blomkvist tiene la teoría de que la pareja de Enskede fue asesinada debido al libro que Dag Svensson estaba escribiendo.

– ¡Chorradas! -exclamó Faste-. Es Salander. ¿Por qué iba alguien a matar a su administrador para taparle la boca a Dag Svensson? ¿Y quién…? ¿Un policía?

– Si Blomkvist hace pública su teoría, nos espera un infierno de teorías conspirativas con pistas que implican a la policía a diestro y siniestro -comentó Curt Svensson.

Todos asintieron con la cabeza.

– De acuerdo -dijo Sonja Modig-. ¿Por qué mató a Bjurman?

– ¿Y qué significa el tatuaje? -preguntó Bublanski mientras señalaba la fotografía del vientre de Bjurman.

«SOY UN SÁDICO CERDO, UN HIJO DE PUTA Y UN VIOLADOR.»

Se hizo un breve silencio.

– ¿Qué dicen los forenses? -quiso saber Bohman.

– El tatuaje tiene entre uno y tres años. Al parecer, se puede determinar gracias al grado de hemorragia de la piel -dijo Sonja Modig.

– Suponemos que no se trata de un tatuaje que Bjurman se hizo voluntariamente, ¿no?

– Tarados los hay en todas partes, pero no creo que sea un motivo muy habitual entre los aficionados al tatuaje.

Sonja Modig levantó un dedo.

– El forense dice que el tatuaje es de una calidad pésima, algo que incluso yo podría dictaminar. En otras palabras, es obra de un aficionado. Las incisiones de las agujas irregulares, y se trata de un tatuaje enorme para una parte del cuerpo tan sensible como ésa. Debió de ser un proceso muy doloroso que bien podría definirse como una agresión grave.

– Salvo que Bjurman nunca lo denunció a la policía -dijo Faste.

– Yo creo que si alguien me tatuara un mensaje así en la barriga, tampoco lo denunciaría -razonó Curt Svensson.

– Tengo otra cosa -dijo Sonja Modig-. Tal vez confirme el mensaje del tatuaje de que Bjurman era un sádico cerdo.

Abrió una carpeta con fotos y las hizo circular por la mesa.

– Las encontré en el disco duro de Bjurman. Sólo he impreso unas cuantas, pero allí había más de dos mil de características similares. Se las había bajado de Internet.

Faste silbó y levantó la foto de una mujer que estaba atada en una postura brutal y antinatural.

– Tal vez les interese a Domino Fashion o a las Evil Fingers -dijo.

Irritado, Bublanski le hizo un gesto cortante con la mano instándole a que se callara.

– ¿Cómo debemos interpretar esto? -se preguntó Bohman.

– El tatuaje tiene poco más de dos años -dijo Bublanski-. Fue por esa época cuando Bjurman cayó repentinamente enfermo. Ni el forense ni su historial médico dan a entender que tuviera ninguna enfermedad importante, exceptuando la tensión alta. Por lo tanto, cabe suponer que existe una conexión.

– Salander cambió durante ese año -dijo Bohman-. De pronto dejó de trabajar para Milton Security y se fue al extranjero.

– ¿Debemos suponer que ambos hechos están vinculados? Si el mensaje del tatuaje es cierto, Bjurman violó a alguien. Indudablemente, Salander es una buena candidata. Y eso sería un móvil incontestable para cometer un asesinato.

– Bueno, también hay otras maneras de verlo -dijo Hans Faste-. No es muy difícil imaginarse a Salander y a la chinita regentando una agencia de chicas de compañía de la línea BDSM [1]. Bjurman podría haber sido uno de esos tarados a los que les pone recibir latigazos de nenitas. Quizá acabó metido en algún tipo de relación de dependencia con Salander y algo se le fue de las manos.

– Pero eso no explica por qué Lisbeth fue a Enskede.

– Si Dag Svensson y Mia Bergman estaban a punto de publicar un libro incendiario sobre el comercio sexual, no sería extraño que se hubieran topado con Salander y Wu. Puede que Salander tuviera verdaderos motivos para matar.

– No tenemos más que especulaciones -constató Sonja Modig.

Continuaron con la reunión durante una hora más y abordaron también la desaparición del portátil de Dag Svensson. Cuando hicieron una pausa para comer, todo el mundo se sentía frustrado. La investigación albergaba más interrogantes que nunca.


En cuanto llegó a la redacción el lunes por la mañana, Erika Berger llamó a Magnus Borgsjö, presidente de la junta directiva del Svenska Morgon-Posten.

– Me interesa -dijo.

– Ya me lo imaginaba.

– Había pensado comunicártelo inmediatamente después de las fiestas. Pero, como imaginarás, aquí en la redacción se ha desatado el caos.

– El asesinato de Dag Svensson. Lo lamento. Una historia terrible.

– Comprenderás que no es un buen momento para contarles que voy a abandonar el barco precisamente ahora.

Él permaneció callado un instante.

– Tenemos un problema -dijo Borgsjö.

– ¿Cuál?

– Cuando hablamos la última vez, quedamos en que entrarías el 1 de agosto. Sin embargo, el redactor jefe, Hakan Morander, a quien vas a suceder, no está bien de salud. Tiene problemas cardíacos y debe reducir su ritmo de trabajo. Hace un par de días habló con su médico y este mismo fin de semana me ha comunicado que piensa abandonar su puesto el 1 de julio. El plan era que se quedara hasta otoño para que tú pudieras trabajar con él durante agosto y septiembre. Por lo tanto, nos enfrentamos a una situación crítica. Erika, te necesitamos el 1 de mayo, como muy tarde el 15.

– Dios mío. Sólo faltan unas semanas.

– ¿Sigues interesada?

– Sí… pero eso quiere decir que cuento con apenas un mes para dejar todo organizado en Millennium.

– Lo sé. Y lo siento, Erika, pero me veo en la obligación de presionarte. No obstante, un mes debería ser tiempo suficiente para organizar las cosas en una revista con media docena de empleados.

– Pero los abandonaré en medio de todo el caos.

– Los vas a abandonar de todas maneras. Lo único que hacemos es adelantar el momento unas semanas.

– Tengo una serie de condiciones.

– Te escucho.

– Seguiré formando parte de la junta directiva de Millennium.

– Tal vez eso no resulte muy apropiado. Es cierto que Millennium es una publicación bastante más pequeña y que, además, es una revista mensual, pero técnicamente somos competidores.

– Da igual. Me desvincularé de la redacción de Millennium, pero no pienso vender mi parte. De modo que permaneceré en la junta.

– Vale. Ya encontraremos una solución.

Acordaron reunirse con la junta directiva durante la primera semana de abril para ultimar detalles y firmar el contrato.


Mikael Blomkvist tuvo una sensación de déjà vu cuando estudió la lista de sospechosos que Malin y él habían estado preparando. La nómina ascendía a treinta y siete personas a las que Dag Svensson denunciaba sin piedad en su libro. Veintiuna de ellas eran puteros identificados con nombre y apellido.

De pronto, Mikael recordó cómo, dos años atrás, se había sumergido en la investigación y persecución del asesino de Hedestad, y cómo se enfrentó a una galería de sospechosos de cerca de cincuenta personas. Todas aquellas especulaciones para determinar quién era el culpable habían resultado inútiles y desesperantes.

Alrededor de las diez de la mañana del martes, Malin Eriksson se presentó en el despacho de Mikael. Éste cerró la puerta y le pidió que se sentara.

Permanecieron callados unos momentos mientras tomaban café. Al final, le pasó la lista de los treinta y siete nombres.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Malin.

– En primer lugar, dentro de diez minutos le presentaremos a Erika este listado. Luego intentaremos estudiar cada caso por separado. Es posible que alguien de la lista esté relacionado con los asesinatos.

– ¿Y cómo lo haremos?

– Yo me centraré en los veintiún puteros del libro. Tienen más que perder que los demás. Mi plan es seguir los pasos de Dag y hacerle una visita a cada uno.

– De acuerdo.

– Tengo dos trabajos para ti. Aquí hay siete nombres que no han sido identificados, dos puteros y cinco aprovechados. Tu primer cometido durante los próximos días consistirá en rastrearlos. Algunos de los nombres aparecen en la tesis de Mia; es probable que haya referencias que nos lleven a averiguar quiénes son realmente.

– Vale.

– Por otro lado, sabemos muy poco de Nils Bjurman, el administrador de Lisbeth. Los periódicos han publicado una versión resumida de su curriculum, pero me imagino que la mitad es falsa.

– Así que quieres que me ponga a escarbar en su historia.

– Exacto. En todo lo que encuentres.


Harriet Vanger llamó a Mikael Blomkvist hacia las cinco de la tarde.

– ¿Puedes hablar?

– Tengo un momento.

– Esa chica a la que buscan… es la misma que te ayudó a dar conmigo, ¿verdad?

Harriet Vanger y Lisbeth Salander no llegaron a conocerse.

– Sí -contestó Mikael-. Lo siento, no he tenido tiempo de llamarte para ponerte al día. Pero sí, es ella.

– ¿Y eso qué significa?

– Por lo que a ti respecta… nada; espero.

– Pero lo sabe todo sobre mí y lo que sucedió hace dos años.

– Sí, absolutamente todo.

Harriet Vanger guardó silencio al otro lado de la línea.

– Harriet, no creo que sea culpable. Tengo que presuponer que es inocente. Confío en Lisbeth Salander.

– Si uno creyera todo lo que dicen los periódicos…

– No hay que hacer caso a todo lo que dicen los periódicos. Así de sencillo. Ella dio su palabra de que no te traicionaría. Estoy seguro de que la mantendrá el resto de su vida. La conozco y sé que es una persona de principios.

– ¿Y si no lo hace?

– No lo sé, Harriet. Estoy haciendo cuanto está en mi mano para intentar averiguar qué es lo que realmente ha ocurrido.

– De acuerdo.

– No te preocupes.

– No me preocupo. Pero quiero estar preparada para lo peor. Y tú, ¿cómo estás, Mikael?

– No muy bien. No hemos parado desde los asesinatos.

Harriet Vanger enmudeció durante un momento.

– Mikael… Estoy en Estocolmo. Tengo un vuelo para Australia mañana por la mañana y me quedaré allí un mes.

– Bien.

– Me alojo en el mismo hotel.

– No sé. Estoy hecho un lío. Tengo que trabajar esta noche y no sería muy buena compañía.

– No hace falta que seas buena compañía. Pásate y relájate un rato.


Mikael llegó a casa a la una de la madrugada. Estaba cansado y barajaba la posibilidad de pasar de todo y acostarse. En cambio, encendió su iBook y consultó el correo. No había recibido nada de interés.

Abrió la carpeta «Lisbeth Salander» y descubrió un documento completamente nuevo. Se titulaba «Para MikBlom»; estaba al lado del de «Para Sally».

El corazón le dio un vuelco al verlo en su ordenador. «Ella está aquí. Lisbeth Salander ha entrado en mi ordenador. Tal vez incluso esté conectada ahora mismo.» Hizo doble clic.

No sabía con qué se iba a encontrar. ¿Una carta?¿Una respuesta? ¿Una declaración de inocencia? ¿Una explicación? La respuesta de Lisbeth Salander a Mikael Blomkvist era frustrante y breve. El mensaje consistía en una sola palabra. Cuatro letras.

Zala

Mikael se quedó mirando fijamente el nombre.

Dag Svensson había hablado de Zala durante su última conversación telefónica, dos horas antes de ser asesinado.

«¿Qué trata de decirme Lisbeth? ¿Acaso Zala es la conexión que hay entre Bjurman y Dag y Mia? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Quién es? ¿Y cómo sabe Lisbeth Salander eso? ¿De qué manera está involucrada?»

Abrió las propiedades del documento y constató que el texto había sido creado hacía apenas quince minutos. Luego sonrió repentinamente. El autor era Mikael Blomkvist. Ella había creado el documento en su ordenador y con su propia licencia. Era mejor que un correo electrónico y no dejaba ningún número IP susceptible de ser rastreado, aunque, de todos modos, Mikael estaba convencido de que sería casi imposible rastrear a Lisbeth Salander a través de la red. Y sin lugar a dudas eso demostraba que Lisbeth Salander había realizado un hostile takeover -la expresión que ella utilizaba- de su ordenador.

Se acercó a la ventana y dirigió la mirada al Ayuntamiento. No podía librarse de la sensación de que en ese preciso instante Lisbeth Salander le observaba; era como si ella se encontrara en la habitación contemplándolo a través de la pantalla de su iBook. En realidad, podría hallarse en cualquier parte del mundo, pero él sospechaba que estaba bastante más cerca. En algún sitio de Södermalm. En un kilómetro a la redonda.

Reflexionó unos segundos, se sentó, creó un nuevo documento Word que bautizó como «Sally-2» y lo colocó en el escritorio. Escribió un mensaje conciso y enérgico.

Lisbeth:

¡Joder, tía! ¡Qué complicada eres! ¿Quién diablos es Zala? ¿Es él el vínculo? ¿Sabes quién mató a Dag y Mia? En ese caso, dimelo de una vez para que podamos resolver esta mierda e irnos todos a casa a descansar.

Mikael.

Ella estaba dentro del iBook de Mikael Blomkvist. La respuesta no se hizo esperar ni un minuto. Un nuevo documento apareció en la carpeta de su escritorio, esta vez con el nombre de «Kalle Blomkvist».

El periodista eres tú. Averigúalo.

Mikael frunció el ceño. Lisbeth le acababa de hacer un corte de mangas sirviéndose del apodo que ella sabía que él odiaba. Y no le daba ni la más mínima pista. Escribió el documento «Sally-3» y lo colocó en el escritorio.

Lisbeth:

Un periodista averigua cosas haciendo preguntas a gente que sabe algo. Yo te pregunto a ti: ¿sabes por qué Dag y Mia fueron asesinados y quién los asesinó? En tal caso, dimelo. Dame algo para poder avanzar.

Mikael.

Se quedó esperando una respuesta durante varias horas. A las cuatro de la madrugada se rindió y, desanimado, se fue a la cama.

Capítulo 19 Miércoles, 30 de marzo – Viernes, 1 de abril

El miércoles no ocurrió nada reseñable. Mikael dedicó el día a peinar el material de Dag Svensson para encontrar las referencias al nombre de Zala. Como antes hiciera Lisbeth Salander, Mikael encontró la carpeta «Zala» en el ordenador de Dag Svensson y leyó los tres documentos: «Irene P.», «Sandström» y «Zala». Al igual que Lisbeth, Mikael también se dio cuenta de que Dag Svensson había contado con una fuente policial llamada Gulbrandsen. Consiguió dar con él en la policía criminal de Södertalje, pero cuando llamó le informaron de que Gulbrandsen se encontraba de viaje y de que no volvería hasta el lunes siguiente.

Advirtió que Dag le había dedicado un considerable tiempo a Irene P. Leyó el acta de la autopsia y constató que la mujer había sido asesinada de forma brutal y en un lapso de tiempo prolongado. El crimen se perpetró a finales de febrero. La policía no tenía ningún indicio sobre quién podría ser el autor pero, al tratarse de una prostituta, habían partido de la premisa de que el asesino era uno de sus clientes.

Mikael se preguntó por qué Dag Svensson habría introducido el documento sobre Irene P. en la carpeta «Zala». Dejaba entrever que vinculaba a Zala con Irene P., pero en el texto no figuraba ninguna alusión al respecto. En otras palabras, Dag Svensson había hecho esa conexión sólo en su cabeza.

El documento «Zala» era tan breve que daba la impresión de no ser más que unas notas provisionales. Mikael constató que Zala -si es que realmente existía- parecía un fantasma del mundo del hampa. El texto no se le antojó muy realista y, además, carecía de referencias a cualquier tipo de fuente.

Cerró el documento y se rascó la cabeza. Investigar los asesinatos de Dag y Mia estaba resultando una tarea mucho más complicada de lo que, en un principio, se había imaginado. Tampoco podía evitar que le asaltaran las dudas de forma continua. El problema era que, en realidad, no contaba con nada que manifestara claramente que Lisbeth no estaba implicada en los asesinatos. Su único argumento consistía en lo absurdo que encontraba que ella hubiese ido a Enskede y asesinado a dos de sus amigos.

Sabía que Lisbeth no era una persona exenta de recursos; todo lo contrario: había utilizado su talento como hacker para robar una desorbitada suma de varios miles de millones de coronas. Ella ni siquiera sospechaba que él estaba al corriente de ese dato. Aparte de haberse visto obligado a explicarle a Erika -con el consentimiento de Lisbeth- sus dotes informáticas, nunca le había revelado a nadie sus secretos.

Se negaba a creer que Lisbeth Salander fuera culpable de los asesinatos. Tenía una deuda impagable con ella. No sólo le había salvado la vida cuando Martin Vanger estuvo a punto de matarlo; también había salvado su carrera periodística e incluso la revista Millennium cuando le puso en bandeja la cabeza del financiero Hans-Erik Wennerström.

Cosas así te hacían sentir en deuda. Él tenía una lealtad inviolable para con Lisbeth Salander. Fuera culpable o no, pensaba hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudarla cuando, tarde o temprano, la detuvieran.

Pero también era consciente de que no sabía absolutamente nada sobre ella. Los extensos informes psiquiátricos, el hecho de que hubiese sido sometida a la fuerza a diversos tratamientos en una de las instituciones psiquiátricas más prestigiosas del país y que, incluso, la hubieran declarado incapacitada conformaban unos indicios bastante relevantes de que algo no iba bien. Los medios de comunicación le habían dedicado mucha atención al médico jefe de la clínica de Sankt Stefan de Uppsala, Peter Teleborian. Por respeto al secreto profesional, él no se pronunció sobre Lisbeth Salander pero, en cambio, habló del abandono generalizado de las prestaciones para los enfermos psíquicos. Teleborian no sólo era una autoridad respetada en Suecia, sino también en el ámbito internacional; se le consideraba un destacado experto en enfermedades psíquicas. Había sido muy convincente y consiguió manifestar claramente su simpatía por los afectados y sus familias, a la vez que resultaba obvio que le preocupaba el bienestar de Lisbeth.

Mikael se preguntó si debería contactar con Peter Teleborian y si éste estaría dispuesto a colaborar con él de alguna manera. Se abstuvo de hacerlo. Suponía que, más adelante, el psiquiatra tendría ocasión de acudir al auxilio de Lisbeth Salander una vez que ésta fuera capturada.

Al final fue a la cocina, se sirvió café en una taza con el logotipo del partido moderado y luego entró en el despacho de Erika Berger.

– Tengo una larga lista de puteros y chulos a los que debo entrevistar -dijo.

Preocupada, ella asintió con la cabeza.

– Seguramente me llevará una o dos semanas. Están desperdigados por todo el país, desde Strängnäs hasta Norrköping. Necesito un coche.

Ella abrió el bolso y sacó las llaves de su BMW.

– ¿No te importa?

– Claro que no. Cojo el tren de Saltsjöbanan tan a menudo como el coche. Y si hay algún problema, puedo usar el de Greger.

– Gracias.

– Ah, una condición.

– ¿Ah, sí?

– Algunos de esos tipos son unos verdaderos animales. Si vas a ir por ahí acusando a unos chuloputas de los asesinatos de Dag y Mia, quiero que cojas esto y lo lleves siempre contigo en el bolsillo de la americana.

Puso un bote de gas lacrimógeno sobre la mesa.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Lo compré en Estados Unidos el año pasado. Una mujer ya no puede salir sola por la noche sin un arma.

– Si lo usara y me detuvieran por tenencia ilícita de armas, se montaría la de Dios.

– Prefiero eso a escribir una necrológica sobre ti. Mikael… no sé si te has dado cuenta, pero a veces me preocupas bastante.

– ¿Ah, sí?

– Corres tantos riesgos y te pones tan chulito que luego nunca eres capaz de dar marcha atrás.

Mikael sonrió y depositó el gas lacrimógeno sobre la mesa de Erika.

– Gracias, pero no lo necesito.

– Micke, insisto.

– Me parece muy bien. Pero ya estoy preparado.

Metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó un bote. Se trataba del bote de gas lacrimógeno que había encontrado en el bolso de Lisbeth Salander y que llevaba encima desde entonces.


Bublanski llamó a la puerta del despacho de Sonja Modig y tomó asiento en la silla de visitas.

– El ordenador de Dag Svensson -dijo.

– Yo también he pensado en eso -contestó ella-. Estás al tanto de que he reconstruido las últimas veinticuatro horas de Dag y Mia. Hay algunas lagunas, pero sabemos con seguridad que Dag Svensson no estuvo ese día en la redacción de Millennium. Anduvo por la ciudad y, a eso de las cuatro de la tarde, coincidió con un antiguo compañero de estudios. Fue un encuentro casual en un café de Drottninggatan. El compañero afirma categóricamente que Dag Svensson llevaba un ordenador en la mochila. No sólo reparó en el portátil, sino que incluso le hizo un comentario al respecto.

– Y alrededor de las once de la noche, después de que tuvieran lugar los hechos, el ordenador había desaparecido de su domicilio.

– Correcto.

– ¿Y qué conclusiones podemos sacar de eso?

– Tal vez acudió a otro sitio y, por alguna razón, lo dejó u olvidó allí.

– ¿Es eso probable?

– No mucho. Pero a lo mejor lo llevó a algún servicio técnico para una reparación o una puesta a punto o algo así. También es posible que dispusiera de otro lugar de trabajo que nosotros desconocemos. En más de una ocasión alquiló un espacio de trabajo en una agencia freelance de Sankt Eriksplan, por ejemplo.

– Vale.

– Por supuesto, también debemos contemplar la posibilidad de que el asesino se llevara el ordenador consigo.

– Según Armanskij, Salander es un hacha en ordenadores.

– Cierto -asintió Sonja Modig.

– Mmm. La teoría de Blomkvist es que mataron a Dag Svensson y Mia Bergman a causa de la investigación en la que andaba metido. Una hipótesis que otorga un papel de importancia al contenido del ordenador.

– Vamos con retraso. Las tres víctimas dejan tantos cabos sueltos que no da tiempo a todo; la cuestión es que todavía está pendiente registrar a fondo el lugar de trabajo de Dag Svensson en Millennium.

– Esta mañana he hablado con Erika Berger. Dice que les sorprende mucho que aún no hayamos ido a echarle un vistazo a sus cosas.

– Nos hemos centrado en localizar cuanto antes a Lisbeth Salander y seguimos sin saber casi nada del móvil. ¿Podrías tú…?

– He quedado con Erika Berger para visitar Millennium mañana.

– Gracias.


El jueves, Mikael estaba sentado a su mesa hablando con Malin Eriksson, cuando oyó sonar un teléfono en la redacción. A través de la puerta abierta divisó a Henry Cortez, de modo que se desentendió de la llamada. Luego, en un recóndito lugar de su memoria, identificó el sonido del teléfono de la mesa de Dag Svensson. Dejó una frase a medias y salió pitando.

– ¡Quieto! ¡No toques el teléfono! -gritó.

Henry Cortez acababa de poner la mano sobre el auricular. Mikael atravesó apresuradamente la estancia. «¿Cómo diablos se llamaba?»

– Indigo Marknadsresearch, le atiende Mikael. ¿En qué puedo ayudarle?

– Eh… Hola. Mi nombre es Gunnar Björck. He recibido una carta que dice que he ganado un teléfono móvil.

– ¡Felicidades! -respondió Mikael Blomkvist-. Se trata de un Sony Ericsson último modelo.

– ¿Y no cuesta nada?

– No cuesta nada. Pero para obtener el regalo debe participar en una encuesta. Realizamos estudios de mercado para diversas empresas. Las preguntas le ocuparán alrededor de una hora. Sólo por acceder queda usted clasificado para la siguiente fase, donde tendrá la oportunidad de ganar cien mil coronas.

– Entiendo. ¿Se puede hacer por teléfono?

– Lamentablemente, parte del estudio consiste en ver distintos logotipos comerciales e identificarlos. También vamos a preguntarle qué tipo de anuncios le atraen y enseñarle diferentes propuestas. Tenemos que enviar a uno de nuestros colaboradores.

– Vale… ¿Y cómo he resultado elegido?

– Hacemos este tipo de estudios de mercado un par de veces al año. En la actualidad, nos estamos centrando en un grupo de hombres de su edad y con una situación laboral estable. Hemos extraído al azar unos números de identificación personal.

Al final, Gunnar Björck accedió a recibir a un colaborador de Indigo Marknadsresearch. Le explicó que estaba de baja y que se había trasladado para descansar a una casa de campo de Smådalarö. Le dio las indicaciones y quedaron para el viernes por la mañana.

– ¡YES! -exclamó Mikael al colgar. Soltó un puñetazo al aire. Malin Eriksson y Henry Cortez intercambiaron una mirada desconcertada.


Paolo Roberto aterrizó en Arlanda el jueves a las once y media de la mañana. Había dormido durante gran parte del vuelo que lo acababa de traer de Nueva York y, por primera vez en su vida, no acusaba el jet-lag.

Había pasado un mes en Estados Unidos hablando de boxeo, presenciando combates de exhibición y buscando ideas para una producción que pensaba vender a Strix Television. En su periplo constató con melancolía que había dejado su carrera profesional no sólo a causa de los intentos disuasorios de su familia, sino también porque, simple y llanamente, empezaba a ser demasiado viejo. No le quedaba más remedio que aceptarlo e intentar, por lo menos, mantenerse en forma; algo que conseguía mediante intensos entrenamientos una vez por semana. Seguía siendo toda una personalidad en el mundo del boxeo y suponía que, de una u otra manera, consagraría a ese deporte el resto de su vida.

Recogió la maleta de la cinta. En el control de aduanas lo pararon y a punto estuvieron de conducirle a las dependencias interiores para un registro. Sin embargo, uno de los policías lo reconoció.

– Hola, Paolo. Supongo que no llevarás más que los guantes de boxeo en el equipaje.

Paolo Roberto aseguró que no traía nada de contrabando y lo dejaron pasar.

Salió a la terminal de llegadas. Ya se dirigía hacia la bajada que lo conducía hasta el tren de Arlanda Express, cuando se detuvo en seco y se quedó mirando fijamente la cara de Lisbeth Salander en las portadas de los periódicos vespertinos. Al principio no dio crédito a lo que estaba viendo. Se preguntó si no sería el jet-lag… Luego volvió a leer el titular.

LA CAZA DE LISBETH SALANDER

Desplazó la mirada al otro diario.

EXTRA: PSICÓPATA BUSCADA POR TRIPLE ASESINATO

Entró dubitativamente en el Pressbyrån y compró tanto los periódicos vespertinos -la primera edición- como los matinales. Acto seguido se acercó hasta una cafetería. Su asombro crecía a medida que iba leyendo.


Cuando Mikael Blomkvist llegó a su casa de Bellmansgatan, a eso de las once de la noche del jueves, estaba cansado y algo deprimido. Tenía pensado acostarse pronto para recuperar el sueño, pero no pudo resistir la tentación de conectarse a Internet y consultar el correo.No había recibido nada relevante aunque, por si acaso, abrió la carpeta «Lisbeth Salander». Su pulso aumentó en el mismo instante en que descubrió un nuevo documento llamado «MB2». Hizo doble clic.

El fiscal E. filtra información a los medios de comunicación. Pregúntale por qué no ha filtrado el viejo informe policial.

Asombrado, Mikael reflexionó sobre el críptico mensaje. ¿Qué quería decir? ¿Qué viejo informe policial? No entendía a qué se refería. La madre que la parió. ¿Por qué tenía que formular cada mensaje como si fuese un acertijo? Al cabo de un rato creó un nuevo documento al que llamó «Críptico»:

Hola, Sally. Estoy hecho polvo, no he parado desde los asesinatos. No tengo ganas de jugar a las adivinanzas. Es posible que a ti te dé igual o que no te lo tomes en serio, pero yo quiero saber quién asesinó a mis amigos.

M.


Aguardó ante la pantalla. La respuesta «Críptico 2» llegó un minuto después.

¿Qué harías si hubiera sido yo?

El contestó con «Críptico 3».

Lisbeth:

Si te has vuelto loca de atar, sólo Peter Teleborian puede ayudarte. Pero no creo que tú hayas matado a Dag y a Mia. Espero llevar razón. Rezo por ello.

Dag y Mia iban a publicar una denuncia contra el comercio sexual. Mi hipótesis es que eso, de alguna manera, motivó los asesinatos. Pero no tengo nada en lo que apoyarme.

No sé qué salió mal entre nosotros, pero en una ocasión tú y yo hablamos de la amistad. Yo te dije que la amistad se basa en dos cosas: el respeto y la confianza. Aunque ya no me quieras, puedes seguir depositando toda tu confianza en mí. Nunca he revelado tus secretos. Ni siquiera lo que pasó con el dinero de Wennerström. Confía en mí. No soy tu enemigo.

M.


La respuesta se hizo tanto de rogar que Mikael ya había perdido las esperanzas. Casi cincuenta minutos más carde, se materializó. De repente, apareció «Críptico 4».

Me lo pensaré.

Mikael suspiró aliviado. De pronto albergó una pequeña esperanza. Sus palabras significaban literalmente lo que decían: iba a pensárselo. Desde que desapareciera sin previo aviso de su vida, era la primera vez que se dignaba a comunicarse con él. El hecho de que fuera a pensárselo significaba que, por lo menos, consideraría la posibilidad de hablar con él. Mikael contestó con «Críptico 5».

De acuerdo. Te esperaré. Pero no tardes demasiado.


El viernes por la mañana, el inspector Hans Faste recibió la llamada cuando se hallaba en Längholmsgatan, junto a Vasterbron, camino del trabajo. La policía no tenía recursos para vigilar veinticuatro horas el piso de Lundagatan, y por eso le habían pedido a un vecino -policía jubilado- que le echara un ojo a la vivienda.

– La china acaba de entrar por la puerta -le informó el vecino.

Hans Faste no podría haber estado mejor posicionado. Justo delante de Vasterbron. Hizo un giro ilegal, delante de la parada de autobuses, para enfilar por Heleneborgsgatan y atravesar Högalidsgatan hasta Lundagatan. Aparcó apenas dos minutos después de la llamada, cruzó la calle corriendo y entró por el soportal del edificio que daba al patio.

Miriam Wu seguía delante de la puerta de su casa observando incrédula la cerradura destrozada y la puerta precintada cuando escuchó unos pasos en la escalera. Se dio la vuelta y descubrió a un hombre corpulento y atlético que le lanzó una intensa mirada que a ella se le antojó hostil. Así que soltó su bolsa en el suelo dispuesta a demostrarle sus dotes de thai-boxing en el caso de que resultara necesario.

– ¿Miriam Wu? -preguntó.

Para su sorpresa el hombre le mostró una placa policial.

– Sí-contestó Mimmi-. ¿Qué pasa?

– ¿Dónde has estado metida?

– Fuera. ¿Qué ha sucedido? ¿Han entrado a robar en mi casa?

Faste la miró fijamente.

– Tengo que pedirte que me acompañes a Kungsholmen -le dijo mientras ponía una mano sobre el hombro de Mimmi Wu.


Bublanski y Modig vieron cómo una Miriam Wu bastante mosqueada era escoltada por Faste hasta la sala de interrogatorios.

– Siéntate, por favor. Soy el inspector Jan Bublanski y ésta es mi colega Sonja Modig. Lamento que nos hayamos visto obligados a traerte de esta manera, pero tenemos que hacerte unas cuantas preguntas.

– Vale. ¿Y por qué? Ese de ahí no es precisamente muy parlanchín.

Mimmi señaló con el dedo a Faste.

– Llevamos más de una semana buscándote. ¿Puedes explicarnos dónde has estado?

– Sí, puedo. Pero no me da la gana y, que yo sepa, no es asunto tuyo.

Bublanski arqueó las cejas.

– Llego a casa y me encuentro con la puerta forzada y un precinto policial. Y luego un machito atiborrado de anabolizantes me arrastra hasta aquí. ¿Me lo quieres explicar?

– ¿No te gustan los machos? -preguntó Hans Faste.

Perpleja, Miriam Wu se quedó mirándolo. Bublanski y Modig le lanzaron una dura mirada.

– ¿No has leído ningún periódico durante la última semana? ¿Has estado en el extranjero?

Miriam Wu, aturdida, empezó a mostrarse insegura.

– No, no he leído los periódicos. He pasado dos semanas en París visitando a mis padres. Como quien dice, acabo de aterrizar en la estación central.

– ¿Has ido en tren?

– No me gusta volar.

– ¿Y no has visto ningún periódico hoy?

– Nada más bajarme del tren nocturno he cogido el metro hasta casa.

El agente Burbuja reflexionó. Esa mañana no había nada sobre Salander en las portadas de los periódicos. Se levantó, abandonó la sala y volvió al cabo de un minuto con la edición del domingo de Pascua de Aftonbladet que tenía la fotografía de pasaporte de Lisbeth Salander en primera página.

A Miriam Wu por poco le da algo.


Mikael Blomkvist siguió la ruta descrita por Gunnar Björck, de sesenta y dos años de edad, para llegar a su casa de campo de Smådalarö. Aparcó y constató que «la casa de campo» era, en realidad, un moderno chalé con vistas a la bahía de Jungfrufjärden acondicionado para todo el año. Subió andando por un camino de grava y llamó a la puerta. Gunnar Björck tenía un aspecto muy similar a la fotografía del pasaporte que Dag Svensson había hallado.

– Hola -dijo Mikael.

– Vaya, veo que no se ha perdido.

– No.

– Pasa. Podemos acomodarnos en la cocina.

– Muy bien.

Aunque cojeaba ligeramente, Gunnar Björck parecía gozar de buena salud.

– Estoy de baja -dijo.

– Nada serio, espero -respondió Mikael.

– Dentro de poco me operan de una hernia discal. ¿Quiere café?

– No, gracias -contestó Mikael. Se sentó en una silla de la cocina, abrió el maletín del ordenador y extrajo una carpeta. Björck se sentó enfrente.

– Su cara me suena. ¿Nos conocemos de algo?

– No -contestó Mikael.

– Es que su cara me suena muchísimo.

– A lo mejor me ha visto en los periódicos.

– ¿Cómo me ha dicho que se llamaba?

– Mikael Blomkvist. Soy periodista y trabajo en la revista Millennium.

Gunnar Björck parecía confuso. Luego cayó en la cuenta. «Kalle Blomkvist. El caso Wennerström.» Pero seguía sin comprender las implicaciones.

– Millennium. No sabía que se dedicaran a los estudios de mercado.

– Sólo en casos excepcionales. Quiero que eche un vistazo a estas tres fotografías y luego me diga cuál le gusta más.

Mikael colocó tres fotos de chicas en la mesa. Una de ellas la había descargado de una página porno de Internet. Las otras dos eran fotos de pasaporte ampliadas y en color.

De repente, Gunnar Björck se puso lívido.

– No entiendo nada.

– ¿No? Esta es Lidia Komarova, de dieciséis años, de Minsk, Bielorrusia. Al lado está Myang So Chin, conocida como Jo-Jo, de Tailandia. Tiene veinticinco años. Y por último, Jelena Barasowa, de diecinueve años, de Tallin. Usted contrató los servicios sexuales de las tres y ahora yo me pregunto cuál fue la que más le gustó. Plantéeselo como un estudio de mercado.


Bublanski miró desconfiado a Miriam Wu, quien le devolvió la mirada airadamente.

– Resumiendo: afirmas que conoces a Lisbeth Salander desde hace más de tres años. Ella, sin compensación económica alguna por tu parte, te ha cedido el piso y se ha largado. Te acuestas con ella de vez en cuando, pero no sabes dónde vive, a qué se dedica ni cómo se gana la vida. ¿Pretendes que me crea eso?

– Me importa una mierda si te lo crees o no. No he cometido ningún delito y la manera en que yo elija vivir mi vida y las personas con las que me acuesto no son asunto tuyo. Ni de nadie.

Bublanski suspiró. Esa mañana, la noticia de la repentina aparición de Miriam Wu le había producido una sensación de liberación. «Por fin un avance.» Sin embargo, las respuestas de la chica eran cualquier cosa menos esclarecedoras. De hecho, se podían tildar de peculiares. La cuestión era que él creía a Miriam Wu. Contestaba clara y nítidamente, y sin titubear. Podía dar cumplida cuenta de los lugares y los momentos en los que había visto a Salander, y ofreció una descripción tan detallada de su mudanza a Lundagatan que tanto Bublanski como Modig llegaron a la conclusión de que una historia tan fuera de lo común no podía ser más que verdadera.

Hans Faste había presenciado el interrogatorio de Miriam Wu con una creciente sensación de irritación, pero consiguió mantener la boca cerrada. A su parecer, Bublanski se pasaba de blando con la chinita, que se mostraba claramente arrogante y gastaba mucha labia para evitar contestar a la única pregunta de importancia, a saber: ¿en qué lugar del puto y ardiente infierno se escondía la maldita zorra de Lisbeth Salander?

Pero Miriam Wu ignoraba el paradero de Lisbeth Salander. No sabía dónde trabajaba. Nunca había oído hablar de Milton Security. Nunca había oído hablar de Dag Svensson ni de Mia Bergman y, por consiguiente, no podía contestar ni una sola pregunta de interés. No tenia ni idea de que Salander estuviera bajo tutela administrativa, de que hubiera sido ingresada en instituciones mentales a la fuerza durante su adolescencia ni de que contara en su haber con elocuentes informes psiquiátricos.

En cambio, podía confirmar que ella y Salander habían acudido al Kvarnen, que se besaron allí, que luego regresaron a la casa de Lundagatan y que se despidieron a la mañana siguiente. Unos días después, Miriam Wu cogió el tren a París, donde permaneció totalmente ajena a la actualidad sueca. A excepción de una rápida visita para dejarle las llaves del coche, no había visto a Lisbeth desde la noche del Kvarnen.

– ¿Las llaves del coche? -preguntó Bublanski-. Salander no tiene coche.

Miriam Wu explicó que se había comprado un Honda color burdeos que estaba aparcado delante de su casa. Bublanski se levantó y miró a Sonja Modig.

– ¿Puedes encargarte del interrogatorio? -dijo para, acto seguido, abandonar la sala.

Tenía que buscar a Jerker Holmberg y pedirle que realizara la investigación técnica del Honda color burdeos. Pero, sobre todo, necesitaba estar solo para reflexionar.


Gunnar Björck, de baja por enfermedad, jefe adjunto del departamento de extranjería de la Säpo, la policía de seguridad de Suecia, se había quedado de color ceniza en la cocina que tenía unas bellas vistas a Jungfrufjärden. Mikael lo contemplaba con una paciente y neutra mirada. A esas alturas ya estaba convencido de que Björck no tenía absolutamente nada que ver con los asesinatos de Enskede. A Dag Svensson no le había dado tiempo a entrevistarse con él, de modo que Björck ignoraba por completo que su nombre y su fotografía pronto aparecerían en un revelador reportaje sobre puteros.

Björck sólo aportó un detalle de interés; daba la casualidad de que conocía personalmente al abogado Nils Bjurman. Se habían conocido en el club de tiro de la policía del que Björck fue miembro activo durante veintiocho años. Durante una época, él y Bjurman incluso formaron parte de la junta directiva. No es que mantuvieran una estrecha amistad, pero quedaban de vez en cuando en su tiempo libre y a veces cenaban juntos.

Llevaba varios meses sin ver a Bjurman. Por lo que él recordaba la última vez, había sido a finales del verano anterior, cuando tomaron una cerveza en una terraza. Lamentaba que Bjurman hubiese sido asesinado por aquella psicópata, aunque no pensaba asistir al entierro.

Mikael le estuvo dando vueltas a esa coincidencia, pero al final se le agotaron las preguntas. Bjurman debía de haber conocido a centenares de personas en su vida privada y profesional. Que diera la casualidad de que conociera a una persona que figuraba en el material de Dag Svensson no resultaba inverosímil ni estadísticamente relevante. Mikael acababa de descubrir que hasta él mismo conocía lejanamente a un periodista que también figuraba en el material de Dag Svensson.

Ya iba siendo hora de dar por concluida la entrevista. Björck había pasado por todas las fases esperadas. Al principio, negación; luego -al mostrarle Mikael parte de la documentación-, rabia; después amenazas, intentos de soborno y, por último, súplicas. Mikael ignoró todos esos arrebatos.

– ¿No entiende que si publican esto, me destrozarán la vida? -dijo Björck finalmente.

– Sí -contestó Mikael.

– ¿Y aun así lo va a hacer?

– Claro.

– ¿Por qué? ¿No podría tener un poco de consideración? Estoy enfermo.

– Resulta interesante que saque a colación la consideración.

– No cuesta nada ser humano.

– Tiene razón. Se queja de que yo le voy a destrozar la vida cuando usted se ha dedicado a destrozar la de varias jóvenes contra las que ha cometido delitos. Sólo hemos podido documentar tres de esos casos. Sabe Dios cuántas más habrán pasado por sus manos. ¿Dónde estaba su humanidad entonces?

Mikael se levantó, recogió la documentación y la volvió a meter en el maletín del ordenador.

– Conozco el camino.

Cuando iba hacia la puerta, se detuvo y se volvió a dirigir a Björck.

– ¿Ha oído hablar de un hombre que se llama Zala? -preguntó.

Björck se quedó mirándolo fijamente. Seguía tan aturdido que apenas percibió las palabras de Mikael. El nombre de Zala no le decía absolutamente nada. Luego, abrió los ojos como platos.

¡Zala!

¡No puede ser!

¡Bjurman! ¿Será posible?

Mikael advirtió el cambio y se acercó de nuevo a la mesa del comedor.

– ¿Por qué pregunta por Zala? -dijo Björck. Parecía encontrarse en estado de shock.

– Porque me interesa -contestó Mikael.

Un denso silencio se apoderó de la cocina. Mikael casi podía oír chirriar la maquinaria del interior de la cabeza de Björck. Al final, el policía cogió un paquete de cigarrillos del alféizar de la ventana. Era el primero que encendía desde que Mikael entrara en la casa.

– ¿Qué valor tiene para usted lo que yo pueda saber de Zala?

– Depende de lo que sepa.

Björck reflexionó. Su cabeza era un caos de sentimientos y pensamientos.

¿Cómo diablos puede Mikael Blomkvist saber algo sobre Zalachenko?

– Llevo mucho tiempo sin escuchar ese nombre -dijo Björck finalmente.

– O sea, que sabe quién es -preguntó Mikael de forma indirecta.

– No he dicho eso. ¿Qué está buscando?

Mikael dudó un instante.

– Es uno de los nombres de la lista de personas que estaba investigando Dag Svensson.

– ¿Y cuánto vale?

– ¿Cuánto vale qué?

– Si yo pudiera conducirle hasta Zala, ¿se plantearía la posibilidad de olvidarse de mí en el reportaje?

Mikael se sentó lentamente. Después de lo de Hedestad, había decidido que nunca más negociaría un reportaje. No pensaba hacerlo; pasara lo que pasase iba a denunciar a Björck. Sin embargo, Mikael se había dado cuenta de que a esas alturas se había despojado de los escrúpulos y podía jugar un doble juego y pactar con Björck. No sentía remordimientos de conciencia; Björck era un policía que había violado la ley. Si conocía el nombre de un posible asesino, lo que debía hacer era intervenir y no emplear la información para negociar en su propio benefìcio. Por consiguiente, a Mikael no le importaba que Björck pensara que todavía le quedaba una salida si le entregaba información sobre otro delincuente. Se metió la mano en el bolsillo de la americana y conectó la grabadora que acababa de apagar al levantarse de la mesa.

– Cuénteme -dijo.


Sonja Modig estaba furiosa con Hans Faste, pero no lo demostró ni con el más mínimo gesto. La continuación del interrogatorio desde que Bublanski abandonara la sala había sido cualquier cosa menos rigurosa, y Faste había ignorado una tras otra las furiosas miradas que ella le lanzó. Modig también estaba atónita. Nunca le había gustado Hans Faste ni su estilo de macho anacrónico, aunque lo había llegado a considerar un policía competente. Hoy esa aptitud brillaba por su ausencia. Resultaba obvio que Faste se sentía provocado por una mujer bella, inteligente y lesbiana declarada. Resultaba igual de evidente que Miriam Wu había olido la irritación de Faste y que la estaba alimentando sin clemencia.

– Así que diste con la polla postiza de la cómoda. ¿Y qué fantasías te vinieron a la mente?

Miriam Wu esbozó una leve sonrisa de curiosidad. Faste dio la impresión de estar a punto de explotar.

– Cierra el pico y contesta a mi pregunta -dijo Faste.

– Me has preguntado si solía follarme a Lisbeth Salander con ella. Y yo te contesto que eso a ti te importa una mierda.

Sonja Modig levantó la mano.

– El interrogatorio con Miriam Wu se interrumpe para un descanso a las 11.12 horas.

Modig apagó la grabadora.

– Miriam, ¿podrías quedarte aquí por favor? Faste, ¿puedo intercambiar unas palabras contigo?

Miriam Wu sonrió dulcemente cuando Faste le echó una furiosa mirada y salió detrás de Modig al pasillo. Modig giró sobre sus talones y se colocó a dos centímetros de la nariz de Faste.

– Bublanski me encargó que continuara con el interrogatorio. Y tú no estás aportando una mierda.

– Bah, ¿qué te pasa? Ese coño amargado y mal follado se está escabullendo como una culebra.

– ¿Se supone que tu elección de la metáfora es una especie de simbolismo freudiano?

– ¿Cómo?

– Olvídalo. Vete a buscar a Curt Svensson y desafíale a una partida de tres en raya o bájate al sótano a practicar el tiro o haz lo que te dé la gana. Pero aléjate de este interrogatorio.

– ¿Por qué coño te pones así, Modig?

– Estás saboteando mi interrogatorio.

– ¿Te pone tanto que quieres interrogarla a solas?

Antes de que Sonja Modig tuviera tiempo de controlarse levantó la mano y le dio una bofetada a Hans Faste. Se arrepintió al instante, pero ya era demasiado tarde. Por el rabillo del ojo miró a ambos lados del pasillo y constató que, gracias a Dios, no había testigos.

Al principio, Hans Faste pareció sorprenderse. Luego se limitó a dedicarle una sonrisa burlona, se echó la chaqueta al hombro y salió de allí. Sonja Modig estuvo a punto de llamarlo para pedirle perdón, pero optó por callarse. Esperó un minuto mientras se calmaba. Luego fue a buscar dos cafés a la máquina y regresó con Miriam Wu.

Permanecieron calladas durante un rato. Al final, Modig miró a Miriam Wu.

– Perdóname. Tal vez éste sea uno de los interrogatorios peor llevados de toda la historia de la jefatura de policía.

– Debe de resultar divertido trabajar con él. Déjame adivinarlo: es heterosexual, está divorciado y cuenta chistes de maricones mientras tomáis café.

– Es… toda una reliquia de no sé muy bien qué. Es todo lo que te puedo decir.

– ¿Y tú no?

– Por lo menos no soy homófoba.

– Vale.

– Miriam, yo…, nosotros, todos, llevamos diez días trabajando sin parar. Estamos cansados e irritados. Intentamos resolver un terrible asesinato doble cometido en Enskede y otro asesinato, igual de espantoso, en Odenplan. Tu amiga está vinculada a ambos lugares. Tenemos pruebas técnicas y hemos emitido una orden de busca y captura a nivel nacional. ¿Entiendes que debemos dar con ella, cueste lo que cueste, antes de que vuelva a hacerle daño a alguien o de que se lo haga a sí misma?

– Conozco a Lisbeth Salander. No creo que haya asesinado a nadie.

– ¿No lo crees o no quieres creerlo? Miriam, no lanzamos una orden de busca y captura nacional sin un buen motivo. Pero te puedo decir una cosa, mi jefe, el inspector Bublanski, tampoco está completamente convencido de que ella sea culpable. Estamos barajando la posibilidad de que tenga un cómplice o de que, de alguna manera, alguien la haya metido en esto. Pero hemos de dar con ella. Tú crees que es inocente, Miriam, pero ¿y si te equivocas? Tú misma has dicho que no sabes gran cosa de Lisbeth Salander.

– No sé qué pensar.

– Entonces, ayúdanos a averiguar la verdad.

– ¿Estoy detenida por algo?

– No.

– ¿Puedo salir de aquí cuando quiera?

– Técnicamente sí.

– ¿Y si no hablamos técnicamente?

– Seguirás siendo un interrogante para nosotros.

Miriam Wu sopesó sus palabras.

– De acuerdo. Pregunta. Si tus preguntas me molestan, no las contestaré.

Sonja Modig volvió a conectar la grabadora.

Capítulo 20 Viernes, 1 de abril – Domingo, 3 de abril

Miriam Wu pasó una hora con Sonja Modig. Al final del interrogatorio, Bublanski entró en la sala, tomó asiento en silencio y se quedó escuchando sin intervenir. Miriam Wu lo saludó educadamente pero continuó hablando con Sonja.

Al final, Modig miró a Bublanski y quiso saber si tenía más preguntas. Bublanski negó con la cabeza.

– Así doy por concluido el interrogatorio con Miriam Wu. Son las 13.09.

Apagó la grabadora.

– Tengo entendido que ha habido ciertos problemas con el inspector Faste -dijo Bublanski.

– No estaba concentrado -respondió Sonja Modig de modo neutro.

– Es un idiota -añadió Miriam Wu a título informativo.

– Bueno, lo cierto es que el inspector Faste posee muchas cualidades, pero sin duda no es el más adecuado para interrogar a una mujer joven -comentó Bublanski, mirando a Miriam Wu a los ojos-. No debería haberle asignado ese cometido. Te pido disculpas.

Miriam Wu pareció asombrarse.

– Disculpas aceptadas. Al principio, yo tampoco me he mostrado muy correcta contigo.

Bublanski hizo un gesto con la mano como para quitarle importancia. Miró a Miriam Wu.

– ¿Puedo preguntarte un par de cosas más para finalizar? Con la grabadora apagada.

– Adelante.

– Cuantas más cosas sé sobre Lisbeth Salander, más confuso estoy. La imagen que me ofrecen de ella las personas que la conocen es incompatible con la que se extrae de los documentos de los servicios sociales y de los médicos forenses.

– Ajá.

– ¿Podrías contestarme a una cosa lo más directamente que puedas?

– De acuerdo.

– La evaluación psiquiátrica que se hizo cuando Lisbeth Salander tenía dieciocho años da a entender que es retrasada mental y discapacitada.

– Chorradas. Probablemente Lisbeth sea más inteligente que tú y yo juntos.

– No terminó el colegio y ni siquiera hay notas que den fe de que sabe leer y escribir.

– Lisbeth Salander lee y escribe bastante mejor que yo. Últimamente le ha dado por emborronar hojas con fórmulas matemáticas. Álgebra pura. Yo no entiendo nada de ese tipo de matemáticas.

– ¿Matemáticas?

– Es un hobby al que se ha aficionado.

Bublanski y Modig permanecieron callados.

– ¿Un hobby? -se preguntó Bublanski al cabo de un rato.

– Algo así como ecuaciones. Ni siquiera sé qué significan los signos.

Bublanski suspiró.

– Cuando tenía diecisiete años y la sorprendieron en Tantolunden en compañía de un hombre mayor, los servicios sociales redactaron un informe en el que se insinúa que se dedicaba a la prostitución.

– ¿Lisbeth una puta? ¡Y una mierda! Ignoro a qué se dedica, pero no me sorprende lo más mínimo que haya trabajado para Milton Security.

– ¿De qué vive?

– Ni idea.

– ¿Es lesbiana?

– No. Lisbeth se acuesta a veces conmigo, lo cual no significa que sea bollera. Creo que ni ella misma tiene clara su identidad sexual. Yo diría que es bisexual.

– Lo de las esposas y todo eso… ¿Tiene Lisbeth Salander inclinaciones sádicas? ¿Cómo la describirías?

– Creo que no lo has entendido muy bien. Que usemos esposas de vez en cuando no es más que un juego y no tiene nada que ver con el sadismo, ni con la violencia, ni con violaciones ni nada por el estilo. Es un juego.

– ¿Alguna vez ha sido violenta contigo?

– ¡Qué va! Si más bien soy yo la que lleva las riendas de nuestros juegos.

Miriam Wu mostró una dulce sonrisa.


La reunión de las tres de la tarde provocó la primera pelea de consideración de la investigación. Bublanski resumió la situación y luego explicó que se veía en la necesidad de ampliar las líneas de investigación.

– Desde el primer día hemos centrado todos nuestros esfuerzos en encontrar a Lisbeth Salander. Basándonos en datos puramente objetivos resulta sumamente sospechosa, pero la imagen que nos hemos forjado de ella choca, una y otra vez, con la que ofrecen todas las personas que la conocen. Ni Armanskij, ni Blomkvist, ni ahora Miriam Wu, la consideran una asesina psicótica. Por eso quiero que ampliemos un poco nuestro horizonte y que empecemos a contemplar tanto la posibilidad de que existan otros autores como la de que Salander tuviera un cómplice o la de que tal vez sólo se hallara presente cuando se produjeron los disparos.

Las palabras de Bublanski desencadenaron un acalorado debate en el que se enfrentó a la dura oposición de Hans Faste y Sonny Bohman, de Milton Security. Los dos sostenían que la explicación más sencilla era casi siempre la correcta, y que la idea de un autor alternativo no dejaba de parecerles pura teoría conspirativa.

– Claro que es posible que Salander no actuara sola, pero no tenemos ni el menor rastro de ningún cómplice.

– Bueno, siempre podemos guiarnos por la pista de la conspiración policial que sigue Blomkvist -dijo Faste lleno de sarcasmo.

En el debate, Bublanski tan sólo contó con el apoyo de Sonja Modig. Curt Svensson y Jerker Holmberg se limitaron a hacer unos cuantos comentarios aislados. Niklas Eriksson, de Milton, no articuló palabra durante toda la discusión. Al final, el fiscal Ekström levantó la mano.

– Bublanski, deduzco de esto que, a pesar de todo, no quieres descartar a Salander como sospechosa de la investigación.

– Por supuesto que no. Tenemos sus huellas dactilares, pero hasta ahora nos hemos devanado los sesos, sin resultado alguno, intentando encontrar un móvil. Quiero que empecemos a tirar por otros derroteros. ¿Puede haber más personas implicadas? ¿Existe alguna relación con el libro que estaba escribiendo Dag Svensson sobre el comercio sexual? A Blomkvist no le falta razón al afirmar que varias de las personas aludidas en el libro tienen verdaderos motivos para matar.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Ekström.

– Quiero que dos de vosotros centréis vuestra atención en otros posibles asesinos. Sonja y Niklas, podríais trabajar juntos.

– ¿Yo? -preguntó Niklas Eriksson, asombrado.

Bublanski lo eligió porque era la persona más joven de la sala y posiblemente la más apta para realizar un razonamiento no tan ortodoxo.-Tú trabajarás con Modig. Repasad todo lo que sabemos hasta el momento e intentad encontrar algo que hayamos pasado por alto. Faste, tú, Curt Svensson y Bohman seguiréis intentando dar con Lisbeth Salander. Es la prioridad más inmediata.

– ¿Y qué quieres que haga yo? -preguntó Jerker Holmberg.

– Céntrate en el abogado Bjurman. Vuelve a registrar su piso. Comprueba si hemos obviado algo. ¿Preguntas?

Nadie tenía preguntas.

– Vale. Y una cosa: ni una palabra sobre la aparición de Miriam Wu. Quizá tenga algo más que contarnos y no quiero que los medios de comunicación se le echen encima.

El fiscal Ekström dictaminó que trabajarían según las directrices trazadas por Bublanski.

– Bueno -dijo Niklas Eriksson, mirando a Sonja Modig-. Tú eres la policía, así que tú dirás qué debemos hacer.

Estaban en el pasillo, ante la sala de conferencias.

– Debemos volver a hablar con Mikael Blomkvist -respondió ella-. Pero antes tengo que contárselo a Bublanski. Hoy es viernes y yo libro el sábado y el domingo. Eso significa que no empezaremos hasta el lunes. Dedica el fin de semana a reflexionar sobre el material.

Se despidieron. Sonja Modig entró en el despacho de Bublanski justo cuando el fiscal Ekström salía.

– Un minuto.

– Siéntate.

– Faste me cabreó tanto antes que perdí los nervios.

– Cuando me ha dicho que te le echaste encima, supe que había pasado algo. Por eso entré a pedir disculpas.

– Me soltó que yo quería estar a solas con Miriam Wu porque ella me ponía.

– Haré como si no hubiera oído eso; pero está tipificado como acoso sexual. ¿Quieres poner una denuncia?

– Le pegué una bofetada. Me doy por satisfecha.

– Vale, lo interpretaré como que te sentiste extremadamente provocada por él.

– Así fue.

– Hans Faste tiene un problema con las mujeres con carácter.

– Ya me había dado cuenta.

– Tú eres una mujer con carácter y una excelente policía.

– Gracias.

– De todos modos te agradecería que te abstuvieras de ir por ahí propinándole palizas al personal.

– No se repetirá. Al final hoy no he tenido tiempo de registrar la mesa de Dag Svensson de Millennium.

– Ya íbamos retrasados con eso. Lo retomaremos el lunes con más ganas. Ahora vete a casa y descansa.


Niklas Eriksson se detuvo en la estación central y se tomó un café en George. Estaba desmoralizado. Se había pasado toda la semana esperando que arrestaran a Lisbeth Salander en cualquier momento. Si ella oponía resistencia, hasta era posible que, con un poco de suerte, algún policía caritativo le pegara un tiro.

Una fantasía de lo más atrayente.

Pero Salander seguía en libertad. Y no sólo eso; ahora Bublanski empezaba a plantearse la posibilidad de que existieran otros presuntos asesinos. Un panorama poco alentador.

Estar a las órdenes de Sonny Bohman era, de por sí, bastante malo -de hecho, el hombre era de lo más aburrido y falto de imaginación que se podía encontrar en Milton-; pero, encima, estar subordinado a Sonja Modig era el colmo.

Se trataba de la persona que se cuestionaba la pista Salander más que ninguna otra y, con toda probabilidad, la artífice de las dudas de Bublanski. Niklas Eriksson se preguntaba si el agente Burbuja se habría enrollado con esa jodida puta. No le sorprendería; Bublanski se comportaba con ella como un auténtico calzonazos. De todos los policías de la investigación sólo Faste tenía los suficientes cojones para decir lo que pensaba.

Niklas Eriksson reflexionó.

Esa mañana, en Milton, Bohman y él tuvieron una breve reunión con Armanskij y Fräklund. Las pesquisas de toda la semana habían resultado infructuosas y Armanskij estaba frustrado porque nadie parecía haber encontrado una explicación a los asesinatos. Fräklund propuso que Milton Security se replanteara a fondo su compromiso; Bohman y Eriksson tenían cosas más importantes que hacer que prestarle ayuda gratuitamente al cuerpo de policía.

Armanskij lo meditó un rato y luego decidió que Bohman y Eriksson continuaran otra semana más. Si para entonces no conseguían ningún resultado, abandonarían la misión.

En otras palabras, a Niklas Eriksson le quedaba todavía una semana antes de que le cerraran las puertas de la investigación. No sabía muy bien qué hacer.

Al cabo de un rato sacó el móvil y llamó a Tony Scala, un periodista freelance que solía escribir chorradas para una revista masculina y con el que Niklas Eriksson se había cruzado en un par de ocasiones. Eriksson lo saludó y le comentó que poseía información sobre la investigación de los asesinatos de Enskede. Le explicó las causas por las que él había acabado, de repente, en medio de la investigación policial más candente de los últimos años. Como era de esperar, Scala mordió el anzuelo: aquello podía suponer colarle un reportaje a uno de los grandes periódicos. Quedaron en verse para tomar un café una hora más tarde en Aveny, en Kungsgatan.

El rasgo más característico de Tony Scala era que estaba gordo. Muy gordo.

– Si quieres información, tendrás que hacer dos cosas.

– Shoot.

– Primero, Milton Security no debe aparecer en el texto. Nosotros somos meros asesores, y si se menciona a Milton, alguien podría sospechar que yo filtro información.

– Pero lo cierto es que es toda una primicia que Lisbeth Salander trabajara para Milton.

– Limpieza y cosas así -precisó Eriksson, zanjando el asunto-. Eso no es noticia.

– De acuerdo.

– Segundo, debes enfocar el texto de tal manera que se insinúe que es una mujer la que ha filtrado la información.

– ¿Por qué?

– Para desviar las sospechas de mi persona.

– De acuerdo. ¿Qué tienes?

– La amiga lesbiana de Salander acaba de aparecer.

– ¡Ufff! ¿La tía que estaba empadronada en Lundagatan y que había desaparecido?

– Miriam Wu. ¿Te sirve de algo?

– Sí, hombre. ¿Dónde se había metido?

– En el extranjero. Dice que no ha oído hablar de los asesinatos.

– ¿Es sospechosa de algo?

– No, de momento no. La han interrogado hoy mismo y la han soltado hace tres horas.

– Vale. ¿Y tú te crees su historia?

– Yo creo que miente como una bellaca. Sabe algo.

– De acuerdo.

– Pero échale un vistazo a su historial. Tenemos a una tía que ha practicado sexo sadomaso con Salander.

– ¿Y eso cómo lo sabes?

– Lo confesó en los interrogatorios. Además, encontramos esposas, ropa de cuero, látigos y toda la parafernalia durante el registro domiciliario.

Lo de los látigos constituía una pequeña exageración. Bueno, era una mentira, pero seguro que a esa puta china también le iban los látigos.

– ¿Me estás tomando el pelo? -dijo Tony Scala.


Paolo Roberto fue de los últimos en abandonar la biblioteca antes de que cerraran. Había pasado la tarde leyendo, línea a línea, todo lo que se había escrito sobre la caza de Lisbeth Salander.

Salió a Sveavägen desanimado y desconcertado. Y hambriento. Se fue a McDonald's, pidió una hamburguesa y se sentó en un rincón.

«Lisbeth Salander una triple asesina.» No se lo podía creer. No de esa condenada y chiflada chica enclenque y diminuta. Pensó si debería hacer algo. Y en tal caso, ¿qué?


Miriam Wu había cogido un taxi de vuelta a Lundagatan y, al llegar, contempló el desastre de su piso recién reformado. El contenido de los armarios, las cajas de almacenaje y los cajones de las cómodas había sido extraído y clasificado. Toda la casa estaba llena del polvo para detectar las huellas dactilares. Sus juguetes sexuales más privados se hallaban amontonados sobre la cama. A primera vista, no faltaba nada. Su primera reacción fue llamar a Södermalms Lås-Jour para encargar la instalación de una cerradura nueva. El cerrajero llegaría en una hora.

Encendió la cafetera eléctrica y negó, incrédula, con la cabeza: «Lisbeth, Lisbeth, ¿en qué maldito lío te has metido?»

La llamó desde el móvil, pero la única respuesta que obtuvo fue que el abonado no se encontraba disponible. Permaneció mucho tiempo sentada a la mesa de la cocina intentando hacerse una idea de la situación. La Lisbeth Salander que ella conocía no era una asesina psicópata, pero por otra parte, Miriam tampoco la conocía especialmente bien. Es cierto que Lisbeth se mostraba apasionada en la cama, aunque también podía resultar fría como un témpano cuando le daba el punto.

No sabía qué creer y decidió aparcar el tema hasta que viera a Lisbeth y ella le diera una explicación. De pronto le entraron ganas de llorar. Se pasó varias horas recogiendo la casa.

A las siete de la tarde la puerta ya contaba con una cerradura nueva y el piso se podía considerar habitable. Se duchó. No había hecho más que sentarse en la cocina, ataviada con una bata oriental de seda en colores negro y oro, cuando llamaron al timbre. Al abrir se encontró con un hombre excepcionalmente gordo y sin afeitar.

– Hola, Miriam. Me llamo Tony Scala, soy periodista. ¿Podrías contestarme a algunas preguntas?

Lo acompañaba un fotógrafo que disparó un flash en la cara de Miriam.

Miriam Wu pensó en soltarle un dropkick y en darle con el codo en las narices pero, al sopesar las consecuencias, tuvo el suficiente sentido común para comprender que lo único que conseguiría sería proporcionarles fotografías aún más jugosas.

– ¿Has estado en el extranjero con Lisbeth Salander? ¿Sabes dónde se encuentra? -Miriam Wu cerró la puerca y echó el cerrojo recién instalado. Tony Scala abrió con el dedo la trampilla del buzón.

– Miriam, tarde o temprano tendrás que hablar conmigo. Yo te puedo ayudar.

Cerró bien el puño y le asestó un buen golpe a la trampilla. Escuchó un aullido de dolor; le había pillado el dedo a Tony Scala. Luego cerró la puerta interior, se dirigió al dormitorio, se tumbó en la cama y cerró los ojos. «Lisbeth, cuando te coja te voy a estrangular.»


Después de visitar Smådalarö, Mikael Blomkvist dedicó la tarde a entrevistarse con otro de los puteros que Dag Svensson tenía intención de denunciar. Con éste eran seis, de una lista de treinta y siete, los hombres que había despachado durante esa semana. Se trataba de un juez jubilado que vivía en Tumba y que en varias ocasiones había presidido juicios relacionados con la prostitución. El muy sinvergüenza ni negó los hechos, ni lanzó amenazas, ni suplicó clemencia, cosa que a Mikael le resultó de lo más refrescante. Todo lo contrario: reconoció, sin el menor pudor, que por supuesto que se había follado a esas putas del Este. No, no estaba arrepentido. La prostitución era una profesión honrada y consideró que, al ser su cliente, les había hecho un favor a las chicas.

Mikael se encontraba a la altura de Liljeholmen cuando Malin Eriksson lo llamó a las diez de la noche.

– Hola -dijo Malin-. ¿Has visto la edición digital del dragón matutino?

– No, ¿qué dice?

– Que la amiga de Lisbeth Salander acaba de regresar.

– ¿Qué? ¿Quién?

– La bollera, Miriam Wu, la que vive en su piso de Lundagatan.

«Wu -pensó Mikael-. Salander-Wu en la puerta.»

– Gracias. Estoy en camino.


Finalmente, Miriam Wu optó por desconectar el teléfono y apagar el móvil. La noticia había salido a las siete y media de la tarde en la edición digital de uno de los periódicos matutinos. Poco después llamó Aftonbladet y tres minutos más tarde Expressen para que hiciera declaraciones. Ahtuellt presentó la noticia sin nombrarla expresamente, pero a las nueve de la noche no menos de dieciséis reporteros de distintos medios ya habían intentado sacarle algún comentario.

En dos ocasiones llamaron a la puerta. Miriam Wu no abrió y apagó todas las luces de la casa. Tenía ganas de partirle la cara al próximo periodista que la acosara. Al final encendió el móvil y llamó a una amiga que vivía cerca, en la zona de Hornstull, y le rogó que le permitiera pasar la noche en su casa.

Consiguió salir del portal de Lundagatan apenas cinco minutos antes de que Mikael Blomkvist aparcara y llamara infructuosamente a su puerta.


Bublanski llamó a Sonja Modig poco después de las diez de la mañana del sábado. Ella había dormido hasta las nueve, luego estuvo jugando y trasteando un rato con los críos antes de que su padre se los llevara a comprarles sus chuches semanales.

– ¿Has leído los periódicos hoy?

– La verdad es que no. Me he despertado hace tan sólo una hora y pico y desde entonces he estado con los niños. ¿Ha pasado algo?

– Alguien ha filtrado información a la prensa.

– Eso ya lo sabíamos. Alguien filtró el informe psiquiátrico forense de Salander hace varios días.

– Fue el fiscal Ekström.

– ¿Sí?

– Sí. Claro que sí. Aunque él nunca lo admitirá. Intenta caldear el ambiente porque le favorece. Pero ahora no ha sido él. Un periodista que se llama Tony Scala ha hablado con un policía que ha soltado un montón de información sobre Miriam Wu. Entre otras cosas, detalles de lo que se decía en el interrogatorio de ayer. Era algo que queríamos mantener en secreto. Ekström está que muerde.

– Joder.

– El periodista no nombra a nadie. La fuente es descrita como una persona que ocupa «una posición central dentro de la investigación».

– Mierda -dijo Sonja Modig.

– En un momento del artículo se refiere a la fuente como «ella».

Sonja Modig permaneció callada durante veinte segundos mientras asimilaba el significado de eso. Ella era la única mujer de la investigación.

– Bublanski, yo no he dicho ni una palabra a ningún periodista. No he hablado de la investigación con nadie de puertas para afuera. Ni siquiera con mi marido.

– Te creo. Y no he dado crédito ni por un momento a la acusación de que tú estés filtrando información. Pero, desgraciadamente, el fiscal Ekström piensa que sí. Y Hans Faste tiene guardia este fin de semana, así que echará más leña al fuego con sus insinuaciones.

De pronto, Sonja Modig se vino abajo.

– ¿Qué va a pasar ahora?

– Ekström exige que se te aparte de la investigación mientras se estudia el asunto.

– Esto es una locura. ¿Cómo voy a poder demostrar…?

– No hace falta que demuestres nada. Es el investigador el que debe hacerlo.

– Ya lo sé, pero… ¡Joder! ¿Cuánto tiempo tardará la investigación?

– Ya ha tenido lugar.

– ¿Qué?

– Yo te he preguntado. Tú has contestado que no has filtrado ninguna información. Por lo tanto, la investigación ha concluido y lo único que me falta es redactar el informe. Nos veremos el lunes, a las nueve, en el despacho de Ekström para repasar las preguntas.

– Gracias, Bublanski.

– De nada.

– Hay un problema.

– Ya lo sé.

– Si yo no he filtrado la información, alguna otra persona del equipo ha de haberlo hecho.

– ¿Se te ocurre quién?

– Espontáneamente me veo tentada a decir que Faste, pero no me lo acabo de creer.

– Yo tampoco. Pero cuando quiere puede ser un verdadero cabrón y ayer estaba realmente indignado.


A Bublanski le gustaba pasear siempre que su horario y su tiempo se lo permitían. Era una de las pocas maneras de hacer ejercicio que tenía. Vivía en Katarina Bangata, en Södermalm, no muy lejos de la redacción de Millennium o, dicho de otro modo, de Milton Security, donde Lisbeth Salander había trabajado, y de Lundagatan, donde ella tuvo su domicilio. Además, la sinagoga de Sankt Paulsgatan le quedaba cerca. Los sábados por la tarde paseaba por todos esos lugares.

Al principio del paseo le acompañaba su mujer Agnes. Llevaban veintitrés años casados y durante todo ese tiempo él le había sido completamente fiel: ni un solo desliz.

Pararon un rato en la sinagoga para hablar con el rabino. Bublanski era un judío de ascendencia polaca, mientras que la familia de Agnes -los que sobrevivieron a Auschwitz- procedía de Hungría.

Después de esa breve visita se separaron: Agnes se fue a hacer la compra, mientras que su marido prefirió continuar paseando. Necesitaba estar solo y reflexionar sobre la enrevesada investigación. Examinó detenidamente las medidas que había tomado desde que el caso fuera a parar a su mesa esa mañana del jueves de Pascua y no detectó errores de bulto.

No haber mandado a nadie inmediatamente a la redacción de Millennium para registrar la mesa de Dag Svensson había sido un fallo. Cuando finalmente lo hizo -él en persona- Mikael Blomkvist ya debía de haber quitado de en medio Dios sabe qué. Otro descuido era haber pasado por alto que Lisbeth Salander se hubiera comprado un coche. Sin embargo, Jerker Holmberg ya le había comunicado que el vehículo no contenía nada de interés. Aparte del desliz del coche, la investigación era todo lo pulcra que se podía esperar que fuera.

Se detuvo en un quiosco en Zinkensdamm y, pensativo, se quedó contemplando la portada de un periódico. La foto de pasaporte de Lisbeth Salander había sido reducida a un pequeño pero reconocible recuadro de la esquina superior derecha; el centro de atención se había desplazado ahora a noticias más jugosas.

LA POLICÍA INVESTIGA

A UNA BANDA SATÁNICA DE LESBIANAS


Compró el periódico y lo hojeó hasta llegar a una doble página presidida por una instantánea de cinco chicas en sus últimos años de adolescencia vestidas de negro, con chupas de cuero de cremalleras, vaqueros rotos y camisetas muy ajustadas. Una de las chicas blandía una bandera con un pentagrama, mientras que otra hacía los cuernos con la mano. Leyó el pie de foto. «Lisbeth Salander se relacionaba con una banda de death metal que tocaba en pequeños clubes. En 1996, el grupo le rindió homenaje a la Church of Satan y tuvo un gran éxito con un tema titulado Etiquette of Evil.»

No se mencionaba el nombre de Evil Fingers y les habían tapado los ojos. Sin embargo, la gente que conociera a las integrantes del grupo de rock reconocería a las chicas sin ningún problema.La siguiente doble página estaba dedicada a Miriam Wu e iba acompañada de una foto perteneciente a un espectáculo de Berns en el que ella había participado. Aparecía desnuda de cintura para arriba y tocada con una gorra de oficial ruso. La foto había sido hecha en contrapicado. Al igual que en el caso de las Evil Fingers, sus ojos se hallaban tapados. Se referían a ella como «la mujer de treinta y un años».

La amiga de Salander escribió sobre SEXO LESBICO BDSM.

La mujer de treinta y un años es conocida en los clubes de moda de Estocolmo. No ocultaba que se dedicaba a ligar con mujeres y que quería dominar a su pareja.

El reportero también había dado con una chica llamada Sara, que afirmaba haber sido objeto de diversos intentos de ligue por parte de la susodicha. Su novio se había «mosqueado» por el incidente. El artículo concluía diciendo que se trataba de una degenerada rama feminista, turbia y elitista de la periferia del movimiento gay que, entre otras cosas, se manifestaba en un bondage workshop del Festival del Orgullo Gay. El resto se basaba en citas de un texto de Miriam Wu, de seis años atrás y de carácter tal vez provocador, procedente de un fanzine feminista, al que un periodista había conseguido echarle mano. Bublanski ojeó el texto y luego tiró el vespertino a la papelera.

Meditó un rato sobre Hans Faste y Sonja Modig, dos investigadores competentes. Pero Faste tenía un problema: ponía a la gente de los nervios. Bublanski decidió que hablaría en privado con él, aunque no le consideraba responsable de las filtraciones.

Al levantar la mirada, Bublanski descubrió que se encontraba en Lundagatan, justo ante el portal de Lisbeth Salander. Acudir hasta allí no había sido una decisión premeditada; simplemente, no podía sacarse a esa chica de la cabeza.

Subió las escaleras que conducían a la parte alta de Lundagatan y, al llegar, se detuvo un buen rato a reflexionar sobre la historia de Mikael Blomkvist y la presunta agresión sufrida por Salander. Tampoco eso los había llevado a ninguna parte. Echaba en falta una denuncia, los nombres de los agresores, o al menos una buena descripción. Blomkvist afirmaba que no había podido ver la matrícula de la furgoneta en la que desapareció el supuesto agresor.

Si es que todo aquello había sucedido. En fin, otro callejón sin salida.

Bublanski bajó la mirada y avistó el Honda color burdeos que había estado aparcado allí todo ese tiempo. De repente, descubrió a Mikael Blomkvist caminando hacia el portal.


Miriam Wu se despertó, enredada entre las sábanas, bien entrado el día. Se incorporó y recorrió la extraña habitación con la mirada.

Había utilizado la inesperada presión mediática como excusa para llamar a una amiga y preguntarle si podía pasar la noche en su casa. Pero al mismo tiempo era consciente de que, en el fondo, se trataba de una huida; temía que Lisbeth Salander llamara a su puerta.

El interrogatorio de la policía y los artículos de la prensa le habían afectado más de lo que creía. A pesar de haberse prometido no precipitarse en sus conclusiones hasta que Lisbeth tuviese la oportunidad de explicar lo ocurrido, había empezado a sospechar que era culpable.

De reojo, miró a Viktoria Viktorsson, conocida como V doble, de treinta y siete años y ciento por ciento bollera. Estaba acostada boca abajo murmurando entre sueños. Miriam Wu entró con sigilo en el cuarto de baño y se metió bajo la ducha. Luego, salió a comprar pan para desayunar. Hasta que no llegó a la caja de la tienda ubicada junto al Kafé Cinnamon de Verkstadsgatan, no reparó en las portadas de los periódicos. Regresó a la carrera al piso de V doble.


Mikael Blomkvist pasó por delante del Honda color burdeos y, al llegar al portal de Lisbeth Salander, pulsó el código y desapareció. Permaneció dos minutos fuera del campo visual de Bublanski antes de volver a salir a la calle. ¿Nadie en casa? Ostensiblemente indeciso, Blomkvist examinó la calle con la mirada. Bublanski lo contemplaba sumido en sus pensamientos.

A Bublanski le preocupaba que Blomkvist hubiera mentido sobre la agresión de Lundagatan, puesto que daría cabida a la posibilidad de que estuviera jugando a algo que, en el peor de los casos, significaría que, de una u otra manera, estaba implicado en los asesinatos. Pero si había dicho la verdad -y por el momento no tenía motivos para dudar de su palabra-, entonces existía una ecuación oculta en todo ese drama. Lo que se traducía en que había más actores que los que se encontraban en escena y que el crimen era, sin duda, mucho más complejo que el hecho de que una chica patológicamente trastornada hubiese sufrido un arrebato de locura.

Cuando Blomkvist echó a andar en dirección a Zinkensdamm, Bublanski lo llamó. Se detuvo, descubrió al policía y, acto seguido, se acercó a él. Se encontraron a los pies de la escalera.

– Hola, Blomkvist. ¿Andas buscando a Lisbeth Salander?

– La verdad es que no. Busco a Miriam Wu.

– No está en casa. Alguien ha filtrado a los medios de comunicación que ha aparecido.

– ¿Y qué puede contar ella?

Bublanski estudió inquisitivamente a Mikael Blomkvist. Kalle Blomkvist.

– Acompáñame -le sugirió Bublanski-. Necesito un café.

En silencio, dejaron atrás la iglesia de Högalid. Bublanski lo llevó al café Lillasyster de Liljeholmsbron. El pidió un doble espresso con una cucharada de leche fría y Mikael un caffè latte. Se sentaron en la zona de fumadores.

– Hacía mucho tiempo que no tenía un caso tan frustrante -se lamentó Bublanski-. ¿Hasta qué punto puedo hablar contigo sin tener que leer mañana en Expressen nada de lo que tratemos?

– Yo no trabajo en Expressen.

– Ya sabes a lo que me refiero.

– Bublanski, no creo que Lisbeth sea culpable.

– ¿Y ahora estás dedicándote a investigar por tu cuenta? ¿Por eso te llaman Kalle Blomkvist?

De repente, Mikael sonrió.

– Tengo entendido que a ti te llaman agente Burbuja.

Bublanski mostró una forzada sonrisa.

– ¿Por qué no crees que Salander sea culpable?

– Por lo que respecta a su administrador no puedo pronunciarme, pero, en cuanto a Dag y a Mia, no tenía ningún motivo para asesinarlos. Especialmente a Mia. Lisbeth detesta a los hombres que odian a las mujeres, y Mia estaba a punto de apretarle las clavijas a una serie de puteros. Lo que hacía Mia estaba totalmente en línea de lo que habría hecho Lisbeth. Ella tiene moral.

– No consigo formarme una verdadera imagen de ella. Por una parte, una retrasada mental, por otra, una hábil investigadora.

– Lisbeth es diferente. Es muy antisocial, pero a su inteligencia no le ocurre nada. Todo lo contrario, probablemente sea más inteligente que tú y yo juntos.

Bublanski suspiró. Mikael Blomkvist acababa de repetir las palabras de Miriam Wu.

– En cualquier caso, hay que detenerla. No puedo entrar en detalles, pero tenemos pruebas forenses que demuestran que estuvo en el lugar de los hechos y que se encuentra personalmente vinculada al arma homicida.

Mikael asintió con la cabeza.

– Supongo que te refieres a que habéis hallado sus huellas dactilares en la pistola. Eso no significa que apretara el gatillo.

Bublanski asintió.

– Dragan Armanskij también duda. Es demasiado prudente para reconocerlo explícitamente, pero él también anda buscando pruebas de su inocencia.

– ¿Y tú qué es lo que crees?

– Yo soy policía. Yo detengo a gente y la interrogo. Ahora mismo Lisbeth Salander lo tiene muy negro. Hemos condenado a asesinos basándonos en indicios bastante más débiles.

– No has contestado a mi pregunta.

– No lo sé. Si resulta que es inocente, ¿quién crees tú que tendría interés en asesinar tanto a su administrador como a tus dos amigos?

Mikael sacó un paquete de tabaco y le ofreció un cigarrillo a Bublanski, que negó con la cabeza. No quería mentirle a la policía y suponía que debía contarle lo de ese tipo llamado Zala. Y, además, debería hablarle del comisario Gunnar Björck de la Säpo.

Pero Bublanski y sus colegas también tenían acceso al material de Dag Svensson y a esa carpeta bautizada como «Zala»; tan sólo era cuestión de leerla. En su lugar, avanzaban como una apisonadora sacando a la luz todos los detalles íntimos de Lisbeth Salander en los medios de comunicación

Mikael tenía una pista, aunque no sabía adonde lo conduciría. No quería dar el nombre de Björck antes de estar seguro. Zalachenko. Allí estaba la conexión no sólo con Bjurman, sino con Dag y Mia. El único problema era que Björck no le había contado nada todavía.

– Déjame indagar un poco más y presentaré una teoría alternativa.

– Ninguna pista que implique a la policía, espero.

Mikael sonrió.

– No. Aún no. ¿Qué dijo Miriam Wu?

– Más o menos lo mismo que tú. Mantenían una relación.

Miró de reojo a Mikael.

– Eso no es asunto mío -contestó Mikael.

– Miriam Wu y Salander se han estado viendo durante tres años. Ella no sabía nada del pasado de Salander; ni siquiera sabía dónde trabajaba. Es difícil tragárselo, pero creo que dice la verdad.

– Lisbeth es muy suya -comentó Mikael.

Permanecieron callados un rato.

– ¿Tienes el número de Miriam Wu?

– Sí.

– ¿Me lo puedes dar?

– No.

– ¿Por qué no?

– Mikael, esto es un asunto policial. No necesitamos detectives aficionados con teorías descabelladas.

– Yo aún no tengo teorías. Sin embargo, creo que la respuesta al misterio está en el material de Dag Svensson.

– Si te esfuerzas un poco, no te costará nada dar con Miriam Wu.

– Es probable. Pero lo más sencillo es pedirle el número a alguien que ya lo tenga.

Bublanski suspiró. De repente, Mikael se irritó enormemente con él.

– ¿Los policías son más inteligentes que esa gente normal a la que tú llamas detectives aficionados? -preguntó.

– No, no creo. No obstante, los policías cuentan con una formación especializada y su trabajo es investigar delitos.

– La gente normal también está formada -dijo Mikael sosegadamente-. Y a veces un detective aficionado es mejor que un policía de verdad.

– ¿Tú crees?

– No es que lo crea, lo sé. Mira el caso Joy Rahman; todos aquellos policías se pasaron cinco años con el culo pegado a una silla y los ojos cerrados mientras Rahman cumplía condena por haber asesinado a una vieja siendo inocente. Todavía seguiría encerrado si no fuera porque una profesora se tomó la molestia de dedicar varios años a realizar una investigación seria. Lo hizo, y sin disponer de todos los recursos de los que tú dispones. No sólo probó que él era inocente, sino que también identificó a la persona que, con toda probabilidad, era el verdadero asesino.

– En el caso Rahman intervino una cuestión de prestigio. El fiscal se negó a escuchar los hechos.

Mikael Blomkvist observó con detenimiento a Bublanski.

– Bublanski, te voy a contar una cosa. En estos momentos, el caso Lisbeth también se ha convertido en una cuestión de prestigio. Yo sostengo que ella no mató a Dag y Mia. Y lo voy a probar. Te voy a ofrecer un asesino alternativo y, cuando esto ocurra, escribiré un artículo que a ti y a tus colegas os resultará una verdadera tortura.


De camino a su casa de Katarina Bangata, Bublanski sintió la necesidad de hablar con Dios sobre el tema, pero en vez de pasarse por la sinagoga, se fue a la iglesia católica de Folkungagatan. Se sentó en uno de los bancos del fondo y no se movió durante más de una hora. Como judío, teóricamente, no pintaba nada en una iglesia católica; sin embargo, era un sitio tranquilo que visitaba con asiduidad cada vez que necesitaba poner en orden sus ideas. Jan Bublanski estaba convencido de que Dios no lo desaprobaría. Además, existía una gran diferencia entre el catolicismo y el judaismo. Él acudía a la sinagoga porque buscaba compañía y unión con otras personas; los católicos iban a la iglesia porque buscaban estar solos con Dios. La iglesia invitaba al silencio e instaba a que no se molestara a sus visitantes.

Le estuvo dando vueltas al tema de Lisbeth Salander y Miriam Wu. Y reflexionó sobre lo que le ocultaban Erika Berger y Mikael Blomkvist. Estaba convencido de que sabían algo sobre Salander que no le habían contado. Se preguntó qué tipo de «investigación» habría hecho Lisbeth Salander para Mikael Blomkvist. Por un breve instante, se le pasó por la cabeza que a lo mejor Salander habría trabajado para Blomkvist antes de que él revelara el caso Wennerström, pero, tras meditarlo un poco más, descartó esa posibilidad. No le cuadraba Lisbeth Salander relacionada con ese tipo de asuntos, y le parecía disparatado que ella pudiera haber contribuido con algo relevante en un caso como aquél. Por muy buena investigadora que fuera.

Bublanski estaba preocupado.

Le disgustaba la convicción inquebrantable que Mikael Blomkvist tenía sobre la inocencia de Salander. Una cosa era que a él, como policía, le asaltaran las dudas -dudar era su profesión- y otra, que Mikael Blomkvist, en calidad de detective aficionado, lo retara.

Los detectives aficionados le caían mal, ya que, por lo general, eran sinónimo de teorías conspirativas que, como se podía constatar, daban pie a llamativos titulares en los periódicos. No obstante, la mayoría de las veces no hacían más que generar trabajo extra e inútil a la policía.

Esta se había convertido en la investigación criminal más deslavazada en la que había participado en toda su carrera. En cierto sentido, andaba desorientado y no sabía qué dirección tomar. La investigación de un asesinato debería seguir una cadena de lógica.

Si un chico de diecisiete años es hallado muerto por arma blanca en Mariatorget, se trata de averiguar qué pandillas de cabezas rapadas u otros jóvenes estuvieron rondando por Södra Station una hora antes. Siempre acaban saliendo a flote amigos, conocidos, testigos y, tarde o temprano, sospechosos.

Si en un bar de Skärholmen matan a un hombre de cuarenta y dos años pegándole tres tiros, y resulta que el individuo en cuestión era un matón de la mafia yugoslava, entonces se trata de dar con los advenedizos que intentan hacerse con el control del contrabando de tabaco.

Si una mujer de veintiséis años con un pasado respetable y una vida normal aparece estrangulada en su casa, se trata de averiguar quién era su novio o quién fue la última persona con quien habló en el bar la noche anterior.

Bublanski había realizado tantas investigaciones de ese tipo que las podría hacer hasta con los ojos cerrados.

La investigación que les ocupaba había empezado estupendamente. A las pocas horas ya tenían una sospechosa. Lisbeth Salander estaba hecha para el papel; un caso clínico evidente que llevaba toda su vida sufriendo violentos e incontrolables arrebatos. En teoría, sólo se trataba de localizarla y sacarle una confesión o, dependiendo de las circunstancias, enviarla al psiquiátrico. Pero todo se había ido al garete en cuestión de horas también.

Salander no vivía donde creían que vivía. Tenía amigos como Dragan Armanskij y Mikael Blomkvist. Tenía una relación con una renombrada bollera que gustaba de utilizar esposas en sus relaciones sexuales y que había hecho que los medios de comunicación entraran en barrena en una situación ya de por sí infectada. Tenía dos millones y medio de coronas en el banco, aunque no se le conocía ningún trabajo. Más adelante, apareció en escena Blomkvist con sus teorías sobre trafficking y conspiraciones, y como famoso periodista que era, contaba con un poder nada desdeñable para provocar, con un solo artículo bien colocado, un completo caos en la investigación.

Y lo peor de todo: la principal sospechosa resultaba imposible de localizar, a pesar de no levantar dos palmos del suelo, de tener un aspecto muy característico y todo el cuerpo lleno de tatuajes. Pronto haría dos semanas desde que se cometieran los asesinatos y no tenían ni la menor pista de su paradero.


Gunnar Björck, de baja por hernia discal y jefe adjunto del Departamento de Extranjería de la Säpo, había pasado veinticuatro horas miserables desde que Mikael Blomkvist cruzara el umbral de su casa. Un constante dolor apagado se había instalado en su espalda. Deambuló de un lado a otro en la vivienda que ocupaba, incapaz de relajarse y de tomar alguna iniciativa. Había intentado pensar, pero las piezas del rompecabezas no querían encajar.

No lograba entender los vericuetos de esa historia.

Al principio, cuando se enteró del asesinato de Nils Bjurman un día después de que el abogado fuera hallado muerto, se quedó boquiabierto. Pero luego no se sorprendió cuando Lisbeth Salander, casi de inmediato, fue señalada como la principal sospechosa y se puso en marcha su caza y captura. Siguió, palabra por palabra, todo lo que se decía en la tele y compró cuantos periódicos pudo conseguir para leer, también palabra por palabra, todo lo que se había escrito.

No dudó ni un instante en que Lisbeth Salander era una enferma mental capaz de matar. Carecía de razones para poner en entredicho su culpabilidad y cuestionar las conclusiones de la investigación policial; más bien al contrario, todos sus conocimientos sobre Lisbeth Salander indicaban que se trataba de una verdadera loca psicótica. Había estado a punto de telefonear para contribuir a la investigación con su asesoramiento o, por lo menos, para controlar que el asunto se llevara de la manera más apropiada posible, pero terminó llegando a la conclusión de que, en realidad, eso a él ya no le incumbía. No era su cometido y, en todo caso, había gente competente para ocuparse de eso. Además, una llamada suya podría acabar, precisamente, acaparando esa indeseada atención que él deseaba evitar. En su lugar, se relajó y se limitó a seguir, con distraído interés, las continuas noticias de los informativos.

La visita de Mikael Blomkvist había dado al traste con esa tranquilidad. A Björck nunca se le había pasado por la cabeza que la orgía asesina de Salander pudiera concernirle a él personalmente, pero una de sus víctimas era un periodista cabrón que estaba a punto de exponerlo al escarnio público ante toda Suecia.

Mucho menos aún podía haberse imaginado que el nombre de Zala apareciera en la historia como una bomba de relojería y -lo más increíble de todo- que Mikael Blomkvist conociera el nombre. Resultaba tan inverosímil que desafiaba toda lógica.

Al día siguiente de la visita de Mikael, levantó el auricular y llamó a su antiguo jefe, de setenta y ocho años de edad, que vivía en Laholm. De alguna manera, tenía que formarse una idea clara de la situación sin insinuar que llamaba por razones bien distintas a la pura curiosidad y la inquietud profesional. Fue una conversación relativamente breve.

– Soy Björck. Supongo que has leído los periódicos.

– Sí, lo he hecho. Ella ha vuelto a aparecer.

– Y no ha cambiado gran cosa.

– Eso ya no es asunto nuestro.

– ¿Y no crees que…?

– No, no lo creo. Todo eso está ya enterrado. No hay ninguna conexión.

– Pero ¿por qué precisamente a Bjurman? Supongo que no fue una casualidad que él se convirtiera en su administrador.

Se hizo un silencio que se prolongó unos cuantos segundos.

– No, no fue casualidad. Hace tres años parecía una buena idea. ¿Quién podría haber previsto todo esto?

– ¿Qué sabía Bjurman?

De repente, su antiguo jefe se rió ahogadamente.

– Bueno, ya sabes cómo era Bjurman. No era lo que se dice un tipo muy listo.

– Me refiero a si… ¿conocía la conexión? ¿Puede haber algo entre sus papeles que conduzca a…?

– No, claro que no. Entiendo lo que me planteas, pero no te preocupes. Salander siempre ha sido un factor imprevisible en esta historia. Nos aseguramos de que se le diera el cometido a Bjurman, pero sólo para que alguien al que pudiéramos controlar fuera su administrador. Mejor él que un completo desconocido. Si ella se hubiera puesto a largar cosas por esa boquita, entonces él habría acudido a nosotros. De todos modos, el tema se va a resolver de la mejor manera posible.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, después de esto Salander va a pasar una larga temporada en el psiquiátrico.

– Entiendo.

– No te preocupes. Sigue tranquilamente con tu baja.

Pero eso era lo que el jefe adjunto Björck no conseguía hacer; Mikael Blomkvist ya se había encargado. Se sentó a la mesa de la cocina y contempló Jungfrufjärden mientras intentaba recapitular sobre su situación. Se sentía amenazado por dos flancos.

Mikael Blomkvist lo iba a denunciar por putero. El riesgo de terminar su carrera policial siendo condenado por violar la ley de comercio sexual resultaba inminente.

Pero el factor que revestía verdadera gravedad era que Mikael Blomkvist iba a la caza de Zalachenko, quien, de alguna manera, se hallaba implicado en la historia. Ese nexo lo llevaría, de nuevo, hasta la mismísima puerta de Gunnar Björck.

Su ex jefe estaba convencido de que no había nada entre los papeles de Bjurman que pudiera conducir a ningún sitio. Pero sí lo había; la investigación de 1991. El informe se lo entregó Gunnar Björck.

Intentó visualizar el encuentro que tuvo con Bjurman hacía ya más de nueve meses. Quedaron en Gamia Stan. Bjurman lo llamó una tarde al trabajo y le propuso ir a tomar una cerveza. Hablaron de tiro y de todo un poco pero Bjurman quería verlo por un motivo especial. Necesitaba que le hiciera un favor. Le preguntó por Zalachenko.

Björck se levantó y se acercó a la ventana de la cocina. En aquella ocasión estaba algo achispado. Bueno, la verdad era que había empinado el codo más de la cuenta. ¿Qué era lo que le había preguntado Bjurman?

– A propósito, ando metido en un caso en el que ha aparecido un viejo conocido.

– ¿Ah, sí? ¿Quién?

– Alexander Zalachenko. ¿Te acuerdas de él?

– Hombre, no es un tipo del que uno se olvide así como así.

– ¿Qué habrá sido de él?

Técnicamente no era asunto de Bjurman. El simple hecho de formular esas preguntas constituía un motivo más que razonable para poner a Bjurman bajo vigilancia, de no haber sido porque era el administrador de Lisbeth Salander. Dijo que necesitaba ese viejo informe. «Y yo se lo di.»

Björck había cometido un error garrafal. Había dado por descontado que Bjurman ya estaba al tanto; cualquier otra cosa le parecía impensable. Y Bjurman le presentó el tema como si sólo se tratara de coger un atajo en el lento proceso burocrático, donde todo estaba clasificado como confidencial y rodeado de mucho secretismo, y, además, todo podía prolongarse durante meses y meses. Máxime tratándose de un asunto referente a Zalachenko.

«Le entregué el informe de la investigación. Seguía estando clasificado como secreto, pero Bjurman tenía una razón lógica y comprensible, y él no era una persona que se fuera de la lengua. Es cierto que era tonto, pero nunca fue un bocazas. ¿Qué daño podía hacer? Habían pasado tantos años.»

Bjurman lo engañó. Le hizo creer que se trataba de una cuestión burocrática, de simples formalidades. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que Bjurman había presentado el asunto con palabras muy premeditadas y prudentes.

«Pero ¿qué coño andaba buscando Bjurman? ¿Y por qué lo mató Salander?»


En el transcurso de ese mismo sábado, Mikael Blomkvist visitó Lundagatan cuatro veces más con la esperanza de ver a Miriam Wu. Se la había tragado la tierra.

Pasó gran parte del día en el café-bar de Hornsgatan con su iBook y volvió a leer el correo electrónico que había recibido Dag Svensson en su dirección de millennium.se, así como la carpeta llamada «Zala». Durante las semanas anteriores a los crímenes, Dag Svensson dedicó cada vez más tiempo a investigar sobre Zala.

Ojalá hubiera podido llamar a Dag Svensson para preguntarle por qué el documento sobre Irina P. se hallaba dentro de la carpeta de Zala. La única conclusión convincente era que Dag sospechase de Zala por el asesinato de la chica.

De repente, a eso de las cinco de la tarde, Bublanski lo llamó y le dio el número de teléfono de Miriam Wu. No entendía qué le había hecho cambiar de opinión, pero en cuanto lo grabó en la memoria de su teléfono, intentó contactar cada media hora. Hasta las once de la noche Miriam no conectó el móvil. Y contestó. Fue una conversación breve.

– Hola, Miriam. Me llamo Mikael Blomkvist.

– ¿Y tú quién coño eres?

– Soy periodista y trabajo en una revista llamada Millennium.

Miriam Wu se expresó de una manera concisa y contundente.

– Ah, ese Blomkvist. Vete a la mierda, periodista asqueroso.

Colgó antes de que a Mikael le diera tiempo de explicarle por qué la telefoneaba. Maldijo por dentro a Tony Scala e intentó llamarla de nuevo. No lo cogió. Al final le mandó un mensaje de texto.

Por favor, llámame. Es importante.

Ella hizo caso omiso.

A altas horas de la madrugada del sábado, Mikael apagó el ordenador, se desnudó y se metió en la cama. Estaba frustrado y hubiera deseado que Erika Berger se encontrara allí.

Загрузка...