SEGUNDA PARTE: From Russia with love

Del 10 de enero al 23 de marzo

Normalmente, una ecuación contiene una o varias incógnitas, frecuentemente denominadas x, y, z, etc. Los valores de estas incógnitas, que garantizan la igualdad efectiva de los dos miembros de la ecuación, son los que satisfacen (conforman, configuran) la ecuación o constituyen la solución.

Ejemplo: 3x + 4 = 6x – 2(x = 2).


Capítulo 4 Lunes, 10 de enero – Martes, 11 de enero

Lisbeth Salander aterrizó en el aeropuerto de Arlanda a las seis y media de la mañana. Había viajado durante veintiséis horas, de las cuales nada menos que nueve las pasó en Grantly Adams Airport, en Barbados. British Airways se había negado a que el avión despegara hasta que se neutralizara una posible amenaza terrorista y no se llevaran a un pasajero con aspecto árabe para ser interrogado. Al llegar a Gatwick, Londres, ya había perdido la conexión para el último vuelo a Suecia y tuvo que esperar unas cuantas horas antes de conseguir que le reservaran uno para la mañana siguiente.

Lisbeth se sentía como una bolsa de plátanos puesta al sol durante demasiado tiempo. Sólo llevaba una bolsa de mano que contenía su PowerBook, Dimensions y una muda de ropa, todo bien comprimido. Pasó sin problemas por el pasillo verde de la aduana. Al llegar a la parada de autobuses, el aguanieve y una temperatura que rondaba los cero grados le dieron la bienvenida.

Dudó un instante. Durante toda su vida se había visto obligada a elegir la alternativa más barata y todavía le costaba acostumbrarse a la idea de que disponía de casi tres mil millones de coronas que ella solita, sin ninguna ayuda, había robado, combinando un atraco informático por Internet con el típico timo de toda la vida. Tras un par de minutos mandó al garete sus antiguas normas y llamó a un taxi. Le dio la dirección de Lundagatan al taxista y se durmió casi en el acto en el asiento trasero.

Hasta que el vehículo no se paró en Lundagatan y el chófer la zarandeó ligeramente no se percató de que le había dado mal la dirección. Rectificó y pidió que siguiera hasta la cuesta de Götgatan. Le dio una buena propina en dólares norteamericanos y soltó un taco al pisar un charco nada más bajar del coche. Vestía vaqueros, camiseta y una fina cazadora. Calzaba sandalias y calcetines cortos no muy gruesos. Tambaleándose, cruzó la calle hasta el 7-Eleven, donde compró champú, pasta de dientes, jabón, yogur líquido, leche, queso, huevos, pan, bollos de canela congelados, café, bolsitas de té Lipton, pepinillos en vinagre, manzanas, un paquete grande de Billys Pan Pizza y un cartón de Marlboro Light. Pagó con Visa.

Ya en la calle, dudó sobre qué camino tomar. Podía subir por Svartensgatan o por Hökens gata, que quedaba un poquito más abajo, en dirección a Slussen. El inconveniente de ir por Hökens gata era que entonces tendría que pasar por delante del portal de la redacción de Millennium y corría el riesgo de toparse con Mikael Blomkvist. Al final decidió que, de ahora en adelante, no daría rodeos para evitarlo. Por lo tanto, fue bajando hacia Slussen a pesar de que era un poco más largo, y giró a la derecha por Hökens gata para subir a la plaza de Mosebacke. Pasó ante la estatua de Las Hermanas, frente al Södra Teatern, y tomó las escaleras hasta Fiskargatan. Se detuvo y, pensativa, contempló el edificio. No se sentía del todo «en casa».

Miró a su alrededor. Era un rincón aislado de todo en pleno Södermalm. No había apenas tráfico, cosa que le gustaba. Resultaba fácil observar a los que se movían por la zona. Probablemente durante el verano se tratara de un popular lugar de paseo, pero en invierno sólo pasaban por allí los que tenían algún motivo concreto. Nadie a la vista. Al menos, nadie que pudiera reconocerla. Lisbeth depositó la bolsa en la sucia aguanieve que cubría la calle para sacar la llave. Cogió el ascensor hasta la última planta y abrió una puerta que tenía una placa donde podía leerse: «V. Kulla».


Una de las primeras medidas de Lisbeth en cuanto se hizo con una gran cantidad de dinero y se convirtió en económicamente independiente para el resto de su vida (o mientras duraran los casi tres mil millones de coronas) fue buscarse una nueva casa. Hacer negocios inmobiliarios resultó una nueva experiencia para ella. Nunca había invertido dinero en nada grande, excepto algún que otro objeto que pudiera pagar al contado o en unos cuantos plazos. Hasta ahora sus mayores gastos no habían pasado de unos ordenadores y su moto Kawasaki. Esta última la compró por siete mil coronas: un chollo. Adquirió piezas de repuesto por un valor similar y dedicó varios meses a desmontar la moto, ella misma, y ponerla a punto. Habría querido un coche pero dudó en comprárselo, ya que no sabía muy bien cómo hacer que le cuadraran las cuentas.

Un piso -comprendió- era un negocio de mayor envergadura. Había empezado leyendo los anuncios de Dagens Nyheter en su edición digital. No tardó en entender que aquello era toda una ciencia.

2 hab. + coc. + com. situación ideal, cerca de Södra Station. Precio: 2.700.000 coronas o al mejor postor. Comunidad y otros gastos: 5.510.

3 hab. + coc, vistas al parque, Högalid. 2.900.000 coronas.

2,5 hab., 47 m2, baño reformado, edificio rehabilitado en 1998. Gotíandsgatan. 1.800.000 coronas. Comunidad y otros gastos: 2.200.

Se rascó la cabeza y, al azar, eligió unos anuncios a los que llamó por teléfono sin saber muy bien qué preguntar. Al cabo de un rato se sintió tan tonta que lo dejó. El primer domingo de enero salió e hizo dos visitas de pisos. Uno de ellos se encontraba en Vindragarvägen, en Reimersholme, y el otro en Heleneborgsgatan, cerca de Hornstull. El de Reimersholme tenía cuatro habitaciones y mucha luz; estaba en una torre con vistas a Långholmen y Essingen. Allí estaría a gusto. El piso de Heleneborgsgatan era un cuchitril con vistas al edificio de enfrente.

El problema residía en que no sabía dónde quería vivir, qué aspecto debería tener la casa, ni qué requisitos debería exigir, como compradora, a su nuevo hogar. Hasta ahora no se había planteado buscarle una alternativa al apartamento de cuarenta y siete metros cuadrados de Lundagatan donde pasó su infancia y del que se hizo propietaria -gracias a su administrador de entonces, Holger Palmgren- el día en el que cumplió dieciocho años. Se sentó en el raído sofá de su salón-estudio y empezó a reflexionar.

Al edificio se accedía por un patio interior; el apartamento era pequeño y poco acogedor. Todo lo que podía contemplar desde su dormitorio era la pared medianera del bloque de enfrente. La cocina tenía vistas a la parte trasera del inmueble que daba a la calle, así como a la entrada de un sótano. Desde el salón veía una farola y unas ramas de abedul.

Por lo tanto, el principal requisito era que su nueva vivienda tuviera vistas.

Echaba de menos un balcón y siempre había envidiado a los vecinos más adinerados de las plantas superiores, que se pasaban los calurosos días de verano con una cerveza fría bajo el toldo de su balcón. La segunda condición era, por lo tanto, un balcón.

¿Qué aspecto tendría la casa? Pensó en el apartamento de Mikael Blomkvist: un ático reformado en Bellmansgatan, de sesenta y cinco metros cuadrados y con vistas al Ayuntamiento y Slussen. Allí se había encontrado a gusto. Deseaba una casa acogedora, fácil de amueblar y de cuidar. Eso se convirtió en el tercer requisito de su lista.

Había vivido durante muchos años en un espacio muy reducido. Su cocina tenía poco más de diez metros cuadrados, donde cabían una pequeña mesa para comer y dos sillas. El salón medía veinte metros. El dormitorio doce. El cuarto requisito era que la nueva vivienda fuera más grande y que tuviera más armarios. Quería un verdadero cuarto de trabajo y un dormitorio grande donde campar a sus anchas.

Su cuarto de baño era un cuchitril sin ventana con baldosas grises en el suelo, una vieja y pequeña bañera con asiento y un papel de pared que nunca quedaba realmente limpio por mucho que frotara. Quería azulejos y una bañera grande. Quería tener la lavadora en el piso y no en un cutre sótano. Quería que el cuarto de baño oliera bien y que pudiera ventilarse.

Acto seguido, se conectó a Internet para buscar ofertas de agentes inmobiliarios. Al día siguiente se levantó temprano y visitó una agencia llamada Nobelmäklarna que, según algunos, gozaba de la mejor reputación en todo Estocolmo. Llevaba unos desgastados vaqueros negros, unas botas y su negra chupa de cuero. Se situó junto a un mostrador, desde donde observó distraídamente a una rubia de unos treinta y cinco años que acababa de entrar en la página web de la empresa y que empezaba a colgar fotografías de pisos. Finalmente, un hombre de unos cuarenta años, regordete, pelirrojo y con poco pelo, se acercó a Lisbeth. Ella le preguntó por los pisos que tenía en oferta. Asombrado, se quedó mirándola un momento y luego le dijo en un tono algo paternal y burlón:

– Bueno, bueno, jovencita, ¿saben tus papás que quieres irte de casa?

Lisbeth Salander lo contempló en silencio con una fría mirada hasta que él dejó de reírse socarronamente.

– Necesito un piso -aclaró.

El hombre carraspeó y miró a su colega con el rabillo del ojo.

– Entiendo. ¿Y qué tipo de casa tenías en mente?

– Quiero una casa en Södermalm. Debe tener balcón y vistas al mar, por lo menos cuatro habitaciones, un cuarto de baño con ventana y sitio para la lavadora. Y tiene que haber un garaje donde pueda guardar una moto bajo llave.

La mujer del ordenador interrumpió lo que estaba haciendo y, curiosa, volvió la cabeza para mirar a Lisbeth.

– ¿Una moto? -preguntó el hombre de pelo ralo.

Lisbeth Salander asintió.

– ¿Podría preguntar… eeh, tu nombre?

Lisbeth Salander se presentó. Luego le preguntó cómo se llamaba él, a lo que el hombre respondió que Joakim Persson.

– Lo que pasa es que ahora mismo cuesta bastante dinero comprar un piso en Estocolmo…

Lisbeth no contestó. Preguntó qué pisos tenía en venta, y añadió que la información de que un piso así costaba bastante dinero sobraba y era irrelevante.

– ¿En qué trabajas?

Lisbeth meditó la respuesta. Formalmente era autónoma. En la práctica trabajaba para Dragan Armanskij y Milton Security, pero durante el último año lo había hecho de forma muy irregular y llevaba tres meses sin realizar ningún informe para él.

– Ahora mismo en nada concreto -contestó sin faltar a la verdad.

– Ajá… estás estudiando, supongo.

– No, no soy estudiante.

Joakim Persson salió de detrás del mostrador, puso el brazo alrededor del hombro de Lisbeth y la condujo hacia la puerta con gran amabilidad.

– Bueno, jovencita, estaremos encantados de ayudarte dentro de unos años, pero para entonces tendrás que traer un poquito más de dinero de lo que ahora tienes en la hucha, ¿sabes? Me temo que tu paga semanal no va a ser suficiente. -Le pellizcó la mejilla de muy buen humor-. Así que no dudes en volver y ya verás como encontraremos una casita para ti.

Lisbeth Salander se quedó en la calle, delante de Nobelmäklarna, durante varios minutos. Se preguntó cómo le sentaría a Joakim Persson que le lanzaran un cóctel molotov contra el escaparate. Luego se fue a casa y encendió su PowerBook.

No tardó ni diez minutos en entrar en la intranet de Nobelmäklarna, gracias a las contraseñas que, distraídamente, le había visto utilizar a la rubia del mostrador justo antes de que ésta se pusiera a colgar fotos. Tardó otros tres minutos en darse cuenta de que aquel ordenador con el que trabajaba la mujer también era el servidor de la empresa -¿cómo se podía ser tan tonto?- y tres más en acceder a los catorce ordenadores que formaban parte de la red interna. Algo más de dos horas después ya había inspeccionado las cuentas de Joakim Persson y constatado que durante los dos últimos años le había ocultado a Hacienda cerca de setecientas cincuenta mil coronas en dinero negro.

Descargó todos los archivos necesarios y los mandó a Hacienda desde una cuenta anónima de un servidor de Estados Unidos. Luego borró a Joakim Persson de su mente.

El resto del día lo consagró a repasar las ofertas de Nobelmäklarna. La casa más cara era un palacete de las afueras de Mariefred, donde no tenía las más mínimas ganas de vivir. Sólo para fastidiar eligió la segunda oferta más cara: un enorme piso junto a la plaza de Mosebacke.

Dedicó un buen rato a estudiar las fotos y los planos. Al final se percató de que la casa de Mosebacke cumplía de sobra con todos los requisitos de su lista. El anterior propietario había sido un director de ABB que desapareció del mapa después de haberse asegurado un colchón dorado, muy comentado y criticado, de unos mil millones de coronas.

Por la noche, descolgó el teléfono y llamó a Jeremy MacMillan, socio del bufete de abogados MacMillan & Marks de Gibraltar. No era la primera vez que hacía negocios con él. Fue, precisamente, MacMillan quien creó, a cambio de una generosa retribución, las numerosas empresas tapadera titulares de las cuentas que gestionaban esa fortuna que, un año antes, ella le había robado al financiero Hans-Erik Wennerström.

Volvió a contratar los servicios de MacMillan. En esta ocasión le dio instrucciones para que, en nombre de su empresa, Wasp Enterprises, iniciara las negociaciones con Nobelmäklarna de cara a adquirir el codiciado piso de Fiskargatan, junto a Mosebacke. Las negociaciones les llevaron cuatro días y el precio total ascendió a una cantidad que le hizo arquear las cejas. Más el cinco por ciento de los honorarios de MacMillan. Antes de que la semana terminara ya había trasladado dos cajas de prendas, ropa de cama, unos cacharros de cocina y un colchón. En él durmió durante algo más de tres semanas mientras buscaba clínicas de cirugía plástica, arreglaba unos asuntos burocráticos pendientes (entre otras cosas, una conversación nocturna con cierto abogado llamado Nils Bjurman), y pagaba adelantos de alquileres, facturas de luz y otros gastos corrientes.


Luego reservó un billete para ir a esa clínica italiana. Una vez concluido el tratamiento y dada de alta en la clínica, se quedó unos días en un hotel de Roma pensando en lo que iba a hacer. Debería haber vuelto a Suecia para organizar su vida pero, por varias razones, el simple hecho de pensar en regresar a Estocolmo la echaba para atrás.

No tenía una verdadera profesión. No veía ningún futuro en Milton Security. No era culpa de Dragan Armanskij. Él querría, sin duda, hacerla fija y convertirla en una pieza fundamental de la empresa, pero Lisbeth tenía veinticinco años y carecía de formación; y a ella no le apetecía nada verse con cincuenta tacos dedicándose todavía a investigaciones personales de unos cuantos jóvenes y golfos ejecutivos. Era un hobby divertido, no una vocación.

Otra de las razones por la que le costaba volver a Estocolmo se llamaba Mikael Blomkvist. Allí sin duda correría el riesgo de cruzarse con ese Kalle Blomkvist de los Cojones y en ese momento eso era lo último que deseaba. Él la había herido. Aunque, para ser sinceros, ella admitía que no había sido su intención. La había tratado bien. La culpa era suya por «enamorarse» de él. La propia palabra parecía una contradicción cuando se hablaba de Lisbeth Tonta de los Cojones Salander.

Mikael Blomkvist era un ligón de mucho cuidado. Ella había sido, en el mejor de los casos, un caritativo pasatiempo: una chica de la que se había compadecido justo cuando la necesitó y no tuvo nada mejor a mano, pero de la que se alejó en seguida para continuar su camino y procurarse una compañía más entretenida. Ella se maldecía a sí misma por haber bajado la guardia y abrirle su corazón.

Cuando volvió a recuperar el pleno uso de sus facultades, cortó el contacto con él. No fue del todo fácil, pero se armó de valor. La última vez que lo vio, ella se encontraba en el andén de la estación de metro de Gamia Stan y él iba sentado en un vagón, de camino al centro. Lo contempló durante un minuto entero y decidió que ya no albergaba ni el más mínimo sentimiento por él, porque eso sería como sangrar hasta morir. Fuck you. Mikael la descubrió justo cuando las puertas se cerraron y la miró con ojos inquisitivos antes de que ella se diera la vuelta y se fuera de allí cuando el tren arrancó.

No entendía por qué él se había empeñado de manera tan insistente en mantener el contacto, como si ella fuese un maldito proyecto social suyo. La irritaba que fuera tan ingenuo; cada vez que él le mandaba un correo se armaba de valor y lo borraba sin leerlo.

Estocolmo no le resultaba nada atractivo. Aparte del trabajo como freelance de Milton Security, unos viejos compañeros de cama de los que se había apartado y las chicas del antiguo grupo de rock Evil Fingers, apenas conocía a nadie en su ciudad natal.

La única persona que le infundía algo de respeto era Dragan Armanskij. Le resultaba difícil definir qué sentía por él. A Lisbeth siempre le desconcertaba comprobar que le producía cierta atracción. Si no hubiese estado tan felizmente casado, ni fuera tan viejo y su visión de la vida no resultara tan conservadora, se plantearía intentar un acercamiento íntimo.

Acabó por sacar su agenda y abrirla por la parte de los mapas. Nunca había estado en Australia ni en África. Había leído cosas, pero nunca había visto ni las pirámides ni Angkor Vat. Nunca había cogido un Star Ferry para ir de Kowloon a Victoria, en Hong Kong, y nunca había buceado en el Caribe ni estado en una playa de Tailandia. Aparte de esos viajes relámpago de trabajo a los países bálticos y a los países nórdicos vecinos, además de, por supuesto, Zürich y Londres, apenas había salido de Suecia en toda su vida. De hecho, no había salido de Estocolmo más que en muy contadas ocasiones.

Nunca se lo había podido permitir.

Se acercó a la ventana de la habitación del hotel y contempló la Via Garibaldi de Roma. Aquella ciudad era todo ruinas. Luego tomó una decisión. Se puso la cazadora, bajó a la recepción y preguntó si había alguna agencia de viajes cerca. Reservó un billete de ida a Tel Aviv y pasó los siguientes días paseando por el casco antiguo de Jerusalén, donde visitó la mezquita de Al-Aqsa y el Muro de las Lamentaciones, y observó con desconfianza a los armados soldados apostados en las esquinas. Desde allí voló a Bangkok y continuó viajando el resto del año.

Pero había una cosa que debía hacer. Fue a Gibraltar dos veces. La primera para realizar un estudio en profundidad sobre el hombre que había elegido para que le administrara su dinero. La segunda para controlar que se portaba bien.


Después de tanto tiempo, le resultó extraño girar la llave de su piso de Fiskargatan.

Dejó la bolsa de la compra y su equipaje en la entrada, y marcó el código de cuatro cifras que desactivaba la alarma electrónica. Luego se quitó toda la ropa mojada y la dejó caer allí mismo. Entró desnuda en la cocina y enchufó la nevera, donde colocó los alimentos, antes de dirigirse al cuarto de baño para pasar los siguientes diez minutos bajo la ducha. Se comió una manzana cortada en trozos y una Billys Pan Pizza que calentó en el microondas. Abrió una de las cajas de la mudanza y encontró una almohada, sábanas y una manta que, al haber pasado un año guardadas, desprendieron un peculiar olor. Se hizo la cama en un colchón que colocó en el suelo de la habitación que había junto a la cocina.

Se quedó dormida apenas diez segundos después de haber reclinado la cabeza en la almohada y durmió casi doce horas, hasta poco antes de la medianoche. Se levantó, puso la cafetera, se arropó con una manta, cogió un cigarrillo y la almohada, y se sentó en el vano de una ventana, desde donde contempló el islote de Djurgården y las aguas de la bahía de Saltsjön. Le fascinaron las luces. En la oscuridad, reflexionó sobre su vida.


Al día siguiente, Lisbeth tenía una agenda muy apretada. A las siete de la mañana cerró con llave la puerta de su casa. Antes de abandonar la planta, abrió una ventana de ventilación que había en el hueco de la escalera y pasó una copia de la llave por un fino hilo de cobre que ató a la parte trasera de un canalón. Escarmentada de anteriores experiencias, había aprendido lo útil que era tener siempre a mano una llave de reserva.

Hacía un frío glacial. Lisbeth estaba vestida con un par de viejos y desgastados vaqueros que tenían un desgarrón bajo uno de los bolsillos traseros, por el cual se entreveían unas bragas azules. Se había puesto una camiseta y un cisne que empezaba a descoserse por el cuello. Además, había conseguido dar con su vieja y raída chupa de cuero con remaches en los hombros. Constató que debería llevársela a una costurera para que le arreglara el forro, roto, prácticamente ya inexistente, de los bolsillos. Calzaba botas y unos gruesos calcetines. En términos generales, iba bastante bien abrigada.

Paseó por Sankt Paulsgatan hasta Zinkensdamm y continuó hasta su anterior domicilio de Lundagatan, donde empezó por comprobar que su Kawasaki seguía en el sótano. Dio unas palmaditas en el sillín y, acto seguido, subió a su antigua vivienda, donde entró tras salvar una montaña de publicidad.

Cuando, un año antes, salió de Suecia, no sabía muy bien lo que iba a hacer con el apartamento, de modo que la solución más sencilla fue abrir una cuenta para domiciliar las facturas de los gastos mensuales. Allí tenía todavía algunos muebles -recogidos, no sin poco esfuerzo, de contenedores-, tazas de té desportilladas, dos viejos ordenadores y bastantes papeles. Pero nada de valor.

Se dirigió a la cocina para buscar una bolsa de basura negra y dedicó cinco minutos a separar la publicidad del correo. La mayor parte de todos esos papelajos fue directamente a la bolsa. Le habían enviado unas cuantas cartas que, principalmente, resultaron ser extractos de su cuenta bancaria, datos de Milton Security para la declaración de la renta o publicidad encubierta. Una de las ventajas de encontrarse bajo tutela administrativa era que nunca había tenido que dedicarse a asuntos fiscales: ese tipo de correo brillaba por su ausencia. Además de lo ya dicho, en un año no había recibido más que tres cartas personales.

La primera provenía de una tal Greta Molander, abogada, la que fuera administradora de la madre de Lisbeth Salander. La carta le informaba, escuetamente, de que, una vez efectuado el inventario de bienes de su madre, a Lisbeth Salander y a su hermana Camilla Salander les correspondía, a cada una, una herencia de nueve mil trescientas doce coronas. Dicha cantidad había sido ingresada en la cuenta de la señorita Salander; ¿podría por favor confirmar su recepción? Lisbeth metió la carta en el bolsillo interior de su cazadora.

La otra era de la directora Mikaelsson, de la residencia Äppelviken, quien amablemente le recordaba que todavía guardaban una caja con las pertenencias de su madre: ¿tendría la amabilidad de contactar con Äppelviken para darles instrucciones sobre la forma de proceder con los bienes de la herencia? La directora terminaba diciendo que si no sabía nada de Lisbeth o de su hermana (de quien no tenía ninguna dirección) antes de finalizar el año, se desharían de los objetos. Miró el encabezamiento, fechado en junio, y sacó el móvil. Dos minutos después ya se había enterado de que la caja seguía allí. Pidio disculpas por no haber contactado antes con ellos y prometió ir a buscar las cosas al día siguiente.

La última carta personal era de Mikael Blomkvist. Reflexionó un instante pero decidió no abrirla y la tiró a la bolsa de la basura.

En una caja introdujo unas cuantas bagatelas que quería conservar. Cogió un taxi y regresó a Mosebacke. Se maquilló, se puso unas gafas y una peluca rubia de media melena y metió en el bolso un pasaporte noruego a nombre de Irene Nesser. Se examinó en el espejo y constató que Irene Nesser se parecía a Lisbeth Salander. Pero, aun así, era una persona completamente distinta.

Después de un almuerzo apresurado compuesto por una baguette de queso brie y un caffè latte en el Café Eden de Götgatan, paseó hasta la oficina de alquiler de coches de Ringvägen, donde Irene Nesser alquiló un Nissan Miera. Condujo hasta el Ikea de Kungens Kurva, donde pasó tres horas recorriendo la tienda de punta a punta y apuntando las referencias de todo lo que necesitaba. Con algunas cosas, se decidió muy rápidamente.

Compró dos sofás del modelo Karlanda, en tela de color arena, cinco sillones Poäng, de estructura flexible, dos mesitas redondas lacadas de color abedul claro, una mesa baja de centro Svansbo y unas cuantas mesas auxiliares Lack. En el departamento de estanterías y almacenaje encargó dos juegos Ivar -combinación de almacenaje- y dos librerías Bonde, un mueble para el televisor y unas estanterías de almacenaje Magiker con puertas. Lo completó todo con un armario Pax Nexus, de tres puertas, y dos pequeñas cómodas Malm.

Tardó un buen rato en elegir la cama, pero finalmente se decantó por el modelo Hemnes, una estructura de cama con colchón y accesorios. Como precaución, también compró una cama Lillehammer para la habitación de invitados. No contaba con recibir visitas, pero ya que tenía un cuarto de invitados, ¿por qué no amueblarlo? Total…

El cuarto de baño de su nueva casa ya estaba completamente equipado con un armario, un mueble para las toallas y una lavadora que los anteriores propietarios habían dejado. Sólo compró una cesta barata para la ropa sucia.

Lo que sí necesitaba, en cambio, eran muebles de cocina. Tras una ligera duda, se decidió por una mesa de cocina Rosfors en haya maciza y vidrio templado, así como por cuatro sillas de vivos colores.

Necesitaba muebles para su despacho y contempló asombrada algunos inverosímiles «espacios de trabajo» con ingeniosos armarios para guardar ordenadores y teclados. Al final, negó con la cabeza y encargó un escritorio Galant, de lo más normal, chapado en haya y con tabla abatible y esquinas redondeadas, así como un armario grande de almacenaje. Le costó un buen rato elegir una silla de trabajo -en la cual, sin duda, pasaría no pocas horas- y finalmente optó por una de las alternativas más caras, una del modelo Verksam.

Dio una última vuelta y compró una considerable cantidad de sábanas, fundas de almohada, toallas, edredones, mantas, cojines, un menaje de cocina básico -cubiertos, vajilla, cacerolas, sartenes y tablas para cortar-, tres grandes alfombras, unas cuantas lámparas de despacho y abundante material de oficina, como carpetas, papeleras, cajas y cosas por el estilo.

Concluido el recorrido se dirigió con su lista a una caja. Pagó con la tarjeta de Wasp Enterprises y se identificó como Irene Nesser. También pagó para que le mandaran los productos a casa y se los montaran. El importe total acabó siendo de más de noventa mil coronas.

A eso de las cinco de la tarde regresó a Södermalm y todavía le dio tiempo a realizar una rápida incursión en Axelssons Hemelektronik, donde adquirió un televisor de dieciocho pulgadas y una radio. Poco antes de la hora de cierre se metió en una tienda de electrodomésticos de Hornsgatan y compró una aspiradora. En Mariahallen compró una fregona, friegasuelos, un cubo, detergente, jabón, unos cuantos cepillos de dientes y un paquete de papel higiénico de tamaño familiar.

Tras su fiebre consumista, estaba agotada pero contenta. Metió todas sus compras en su alquilado Nissan Miera y aterrizó completamente exhausta en la planta superior del Café Java de Hornsgatan. Cogió un periódico vespertino de la mesa de al lado y constató que los social-demócratas seguían gobernando y que, durante su ausencia, nada realmente importante parecía haber sucedido en el país.

Hacia las ocho ya estaba en casa. Al amparo de la oscuridad descargó el coche y subió las compras a V. Kulla. Lo dejó todo amontonado en la entrada y pasó media hora recorriendo las calles del barrio, buscando un lugar donde aparcar. Luego llenó de agua el jacuzzi, donde al menos cabían, holgadamente, tres personas. Pensó por un momento en Mikael Blomkvist. Llevaba meses sin pensar en él. Hasta que vio su carta esa misma mañana. Se preguntó si se encontraría en casa y si estaría con Erika Berger.

Acto seguido, inspiró profundamente, se puso boca abajo y se sumergió en el agua. Se llevó las manos a los pechos y se pellizcó fuertemente los pezones. Contuvo la respiración durante tres minutos hasta que los pulmones empezaron a dolerle.


La redactora Erika Berger miró de reojo el reloj cuando Mikael Blomkvist llegó casi quince minutos tarde a la sagrada reunión de planificación que tenía lugar el segundo martes de cada mes a las diez de la mañana. Era ahí donde se establecían las líneas generales del próximo número y donde, a largo plazo, se tomaban las decisiones referentes al contenido de la revista Millennium.

Mikael Blomkvist pidió perdón por su retraso murmurando una explicación que nadie oyó o que, al menos, luego nadie recordó. Los asistentes eran, aparte de Erika, la secretaria de redacción Malin Eriksson, el socio y jefe de fotografía y maquetación Christer Malm, la reportera Monika Nilsson y los periodistas contratados a tiempo parcial Lottie Karim y Henry Cortez. Mikael Blomkvist comprobó inmediatamente que la chica en prácticas de diecisiete años se encontraba ausente, pero que el grupo de la pequeña mesa de reuniones del despacho de Erika Berger se había incrementado con una cara desconocida. Muy raras veces Erika dejaba entrar a alguien de fuera a las reuniones de planificación de Millennium.

– Este es Dag Svensson -dijo Erika Berger-. Es freelance. Vamos a comprar un texto suyo.

Mikael Blomkvist asintió y le estrechó la mano. Dag Svensson era rubio, con ojos azules, pelo rapado y lucía una barba de tres días. Rondaba los treinta años y parecía hallarse en una forma física insultantemente buena.

– Solemos hacer uno o dos números temáticos al año -prosiguió Erika-. Esta historia la quiero para el número de mayo. La imprenta está reservada para el 27 de abril. Contamos con más de tres meses para tener listos los textos.

– ¿Número temático de qué? -preguntó Mikael mientras se servía café del termo.

– Dag Svensson subió a verme la semana pasada con el borrador de una historia. Le pedí que asistiera a esta reunión. ¿Puedes presentarlo? -dijo Erika a Dag Svensson.

– Trafficking -respondió él-. O sea, trata de blancas. En esta ocasión fundamentalmente de los países bálticos y de la Europa del Este. Si queréis, os cuento la histona desde eì principio. El caso es que estoy escribiendo un libro sobre el tema y como sé que ahora también tenéis una editorial, contacté con Erika.

A todos les hizo gracia el comentario: hasta ese momento, Millennium Forlag sólo había publicado un libro, el ladrillo de Mikael Blomkvist sobre el imperio financiero del multimillonario Hans-Erik Wennerström. El volumen ya llevaba seis ediciones en Suecia y, además, había salido en noruego, alemán e inglés y se estaba traduciendo al francés. El éxito de ventas resultaba incomprensible: todos los detalles de la historia eran ya de dominio público y habían aparecido en innumerables periódicos y revistas.

– Bueno, nuestra actividad editorial no es precisamente muy grande -dijo Mikael prudentemente.

Dag Svensson también acabó sonriendo.

– Eso ya lo sé. Pero tenéis una editorial.

– Las hay mayores -puntualizó Mikael.

– Sin duda -dijo Erika Berger-. Pero llevamos un año entero discutiendo si debemos combinar la edición especializada de libros con nuestra actividad habitual. Lo hemos sometido a debate en dos reuniones de la junta directiva y todo el mundo se ha mostrado a favor. Nos planteamos una labor editorial muy modesta -de tres a cuatro libros por año- que, por lo general, sólo abarcará reportajes sobre distintos temas. En otras palabras, productos típicamente periodísticos. Este libro es un buen comienzo.

– Trafficking -dijo Mikael Blomkvist-. Cuéntanos.

– Llevo cuatro años indagando en el tema. Empezó a interesarme por mi pareja; se llama Mia Bergman y es criminóloga e investigadora de género. Antes trabajaba en el Consejo Nacional para la Prevención de la Delincuencia y ha hecho un informe sobre la ley de comercio sexual.

– La conozco -intervino Mahn Eriksson-. La entrevisté hace dos años, cuando publicó un informe que comparaba el diferente trato que recibían hombres y mujeres en los juzgados.

Sonriendo, Dag Svensson asintió.

– Causó bastante revuelo -añadió-. Pero lleva cinco o seis años investigando el tema del trafficking. Así nos conocimos. Yo andaba metido en una historia sobre el comercio sexual en Internet y alguien me dijo que ella sabía bastante sobre el tema. ¡Y vaya si sabía! En resumidas cuentas: que empezamos a trabajar juntos (yo como periodista y ella como investigadora) y un día comenzamos a salir, y ya hace un año que vivimos bajo el mismo techo. Está terminando su tesis, que defenderá esta primavera.

– Así que anda metida en una tesis doctoral, ¿y tú…?

– Yo, además de mi propia investigación, estoy escribiendo la versión popular de la tesis. Así como otra, reducida, en forma de artículo, que es lo que tiene Erika.

– De acuerdo, trabajáis en equipo. ¿Y cuál es la historia?

– Tenemos un gobierno que ha introducido una severísima ley de comercio sexual, contamos con policías que deben velar por que ésta se cumpla y con jueces que deben condenar a los delincuentes sexuales (llamamos delincuentes a los puteros porque contratar un servicio sexual se considera ahora delito); a esto hay que añadir los indignados y moralizantes textos que, sobre el tema, aparecen en algunos medios de comunicación, etcétera, etcétera. Al mismo tiempo, Suecia es, proporcionalmente, uno de los países que más putas compran, per capita, de Rusia o de los países bálticos.

– ¿Y puedes demostrarlo?

– No es ningún secreto. Ni siquiera es noticia. Lo novedoso es que hemos hablado con una docena de chicas tipo la de Lilja ¿f-ever. La mayoría son jóvenes cuya edad oscila entre los quince y los veinte años. Proceden de la miseria social de uno de esos países del Este y son traídas a Suecia con la promesa de un trabajo, pero caen en las garras de una mafia sexual sin escrúpulos. Algunas de las vivencias personales que han sufrido esas chicas hace que Lilja 4-ever parezca una película para toda la familia. Dicho de otro modo: esas jóvenes han vivido cosas que no podrían contarse en una película.

– Vale.

– Ese es, por decirlo de alguna manera, el eje de la tesis de Mia. Pero no de mi libro.

Todos escuchaban atentamente.

– Mia ha entrevistado a las chicas. Lo que yo he hecho ha sido realizar unas detalladas fichas de proveedores y clientes.

Mikael sonrió. Era la primera vez que veía a Dag Svensson, pero en seguida se percató de que se trataba del tipo de periodistas que a él le gustaba: esos que se centran en lo más importante de la historia. Para Mikael, la regla de oro del periodismo consistía en que siempre había un responsable. The bad guys.

– ¿Y has encontrado datos interesantes?

– Bueno, puedo documentar, por ejemplo, que un funcionario del Ministerio de Justicia relacionado con la elaboración de la ley sobre el comercio sexual se ha aprovechado de, por lo menos, dos chicas que han venido aquí a través de la mafia sexual. Una de las jóvenes tenía quince años.

– Ufff.

– Llevo tres años trabajando a tiempo parcial en esta historia. El libro estudia casos concretos de algunos de los puteros. Aparecen tres policías, uno de los cuales trabaja en la Policía de Seguridad y otro en la Brigada Antivicio. Hay cinco abogados, un fiscal y un juez. También se habla de tres periodistas; uno de ellos ha escrito varios textos sobre la trata de blancas. En su vida privada se dedica a poner en práctica sus fantasías violadoras con una prostituta adolescente de Tallin… y en este caso no se trata de ningún juego sexual de mutuo acuerdo. Voy a revelar sus nombres. Tengo en mi poder documentos irrefutables.

Mikael Blomkvist silbó. Luego dejó de sonreír.

– Ya que he vuelto a ser editor responsable me gustaría examinar con lupa todo ese material -dijo Mikael Blomkvist-. La última vez que no contrasté las fuentes como debía pasé tres meses en prisión.

– Si publicáis la historia, te daré toda la documentación que me pidas. Pero para vendérosla exijo una sola condición.

– Dag quiere que también publiquemos el libro -comentó Erika Berger.

– Exactamente. Mi deseo es que caiga como una bomba, y ahora mismo Millennium es la revista con más credibilidad y descaro de todo el país. Me resulta difícil creer que haya muchas más editoriales que se atrevan a publicar una obra de estas características.

– O sea, que sin libro no hay artículo -concluyó Mikael.

– A mí me parece muy bien -sentenció Malin Eriksson, quien obtuvo un murmullo de aprobación por parte de Henry Cortez.

– El artículo y el libro son dos cosas distintas -precisó Erika Berger-. En el primer caso, el responsable es Mikael, como el editor. En el segundo, el responsable sería el autor.

– Ya lo sé -dijo Dag Svensson-. Eso no me preocupa. En cuanto aparezca el libro, Mia pondrá una denuncia contra todas esas personas cuyo nombre revelo.

– Se va a armar una buena -comentó Henry Cortez.

– No es más que la mitad de la historia -dijo Dag Svensson-. También he estado intentando desarticular algunas de las redes que se lucran con la trata de blancas. Estamos hablando de crimen organizado.

– ¿Y quiénes están metidos?

– Eso es lo que resulta particularmente trágico. La mafia del sexo es una sórdida banda de mequetrefes. Cuando empecé mi investigación no sabía a ciencia cierta lo que me esperaba, pero nos han engañado y nos han hecho creer (al menos a mí) que la «mafia» es un grupo de gente guay que está situado en la cima de la sociedad y que se pasea en elegantes coches de lujo. Supongo que una gran cantidad de películas americanas sobre el tema ha contribuido a difundir esa imagen. Tu historia sobre Wennerström -Dag Svensson miró de reojo a Mikael- mostró, de hecho, que ése también puede ser el caso. Pero, en cierto modo, Wennerström es una excepción. Me he encontrado con una panda de brutos y sádicos idiotas que apenas saben leer y escribir, y que son unos perfectos negados a la hora de organizarse y diseñar una estrategia. Tienen conexiones con moteros y otros círculos mejor organizados, pero, por lo general, no se trata más que de un hatajo de burros que se dedican al comercio sexual.

– Eso queda muy claro en tu artículo -dijo Erika Berger-. Contamos con una legislación, un cuerpo policial y un sistema judicial que financiamos con millones de coronas todos los años para que se ocupen de ese comercio. y no son capaces de meterle mano a una panda de perfectos idiotas.

– Nos encontramos ante una enorme y continua violación de los derechos humanos, y las chicas afectadas se hallan en una posición social tan baja que, jurídicamente, carecen de todo interés -prosiguió Dag Svensson-. No votan. Con excepción del vocabulario que necesitan para hacer negocios, apenas si saben sueco. El 99,99 % de todos los delitos relacionados con el comercio sexual no se denuncia jamás y aún menos acaban ante un juez. Sin lugar a dudas se trata, sin punto de comparación, del mayor iceberg de la criminalidad sueca. Imaginaos por un momento que los atracos de los bancos se trataran con la misma dejadez. Resulta impensable Desgraciadamente, mi conclusión es que este tipo de trapícheos no continuaría ni un día más si no fuera porque, simplemente, al sistema judicial no le da la gana perseguirlo. El abuso sexual de unas adolescentes de Tallin y Riga no constituye un tema de mucha prioridad. Una puta es una puta. Es parte del sistema.

– Y eso lo sabe hasta el más pintado -dijo Monika Nilsson.

– Bueno, ¿qué os parece? -preguntó Erika Berger.

– Me gusta la idea -contestó Mikael Blomkvist-. Con esta historia vamos a dar la cara y provocar a más de uno, precisamente el objetivo que en su día nos llevó a fundar Millennium.

– Ésa es la razón por la que yo sigo trabajando en esta revista. Está bien que el editor responsable pase una temporadita en el trullo -dijo Monika Nilsson.

Todos se rieron a excepción de Mikael

– Él era el único lo suficientemente tonto como para ser editor responsable -precisó Erika Berger-. Esto lo publicaremos en mayo. Y al mismo tiempo sacaremos tu libro.

– ¿Lo has terminado ya? -preguntó Mikael.

– No. Tengo la sinopsis pero tan sólo he escrito algo más de la mitad. Si estáis de acuerdo en publicarlo y me dais un adelanto, podría trabajar en él a tiempo completo. Casi toda la investigación está hecha. Lo que me queda son unos pequeños detalles (realmente se trata sólo de confirmar cosas que ya conozco) y confrontar ese material con los puteros cuyo nombre revelo.

– Procederemos exactamente igual que con el libro sobre Wennerström. Tardaremos una semana en maquetarlo -Christer Malm asintió con la cabeza- y dos en imprimirlo. Las confrontaciones las haremos en marzo o abril y elaboraremos un resumen de quince páginas que incluiremos en último lugar. Es decir: necesitamos el manuscrito completamente terminado para el 15 de abril; sólo así nos dará tiempo a revisar todas las fuentes.

– ¿Cómo funciona lo del contrato y ese tipo de cuestiones?

– Nunca he redactado un contrato para un libro, así que supongo que debo hablar con nuestro abogado -comentó Erika Berger, frunciendo el ceño-. Pero propongo un contrato por obra de cuatro meses, de febrero a mayo. No pagamos sueldos astronómicos.

– Por mi parte, de acuerdo. Necesito un salario base para poder centrarme en el texto a tiempo completo.

– Otra cosa, nuestra norma interna es repartir los ingresos al cincuenta por ciento una vez sufragados todos los gastos. ¿Qué te parece?

– De puta madre -respondió Dag Svensson.

– Reparto de tareas -dijo Erika Berger-. Malin, quiero que te encargues de la edición del número temático. A partir del próximo mes ése será tu principal cometido. Trabajarás con Dag Svensson y editaréis el manuscrito. Lottie, eso significa que quiero que entres en la revista como secretaria de redacción de marzo a mayo. Te ampliaremos el contrato a jornada completa y Malin o Mikael te echarán una mano siempre que puedan.

Malin Eriksson asintió.

– Mikael, quiero que tú seas el editor del libro -sentenció, mirando a Dag Svensson-. Mikael no desea admitirlo pero en realidad es un editor estupendo y, además, sabe muy bien lo que es una investigación. Va a examinar tu libro con lupa, sílaba a sílaba. Se lanzará sobre cada detalle como un águila. Me halaga que quieras sacar el libro con nosotros, pero tenemos ciertos problemas en Millennium. Contamos con unos cuantos enemigos que sólo están esperando que metamos la pata. Por eso cuando nos mojamos y publicamos algo, tiene que estar perfecto. No nos podemos permitir otra cosa.

– Y a mí no me gustaría que fuera de otra manera.

– Bien. Pero ¿podrás aguantar que una persona se pase toda la primavera encima de ti criticándote sin cesar?

Dag Svensson sonrió mirando a Mikael.

– Adelante.

Mikael asintió.

– Si va a ser un número temático, debemos tener más artículos. Mikael, necesito que escribas algo sobre la economía del comercio sexual. ¿Cuánto dinero se mueve anualmente? ¿Quién gana y adonde va a parar ese dinero? ¿Es posible demostrar que una parte acaba yendo al Tesoro Público? Monika: quiero que ofrezcas una visión general de los abusos sexuales. Habla con los centros de acogida de mujeres maltratadas, los investigadores, los médicos y las autoridades. Vosotros dos y Dag escribiréis los textos principales. Henry, quiero una entrevista con la compañera de Dag, Mia Bergman. Eso no puede hacerlo él. Retrato: ¿quién es?, ¿qué está investigando?, ¿cuáles son sus conclusiones? Luego quiero que estudies algunos de los casos de las investigaciones policiales. Christer, ilustraciones. No sé cómo vamos a ilustrar todo eso. Piénsalo.

– Probablemente sea uno de los temas más sencillos de ilustrar. En plan arty. No habrá problema.

– Déjame añadir una cosa -dijo Dag Svensson-. Hay unos cuantos policías que están realizando un trabajo cojonudo. Podría ser una buena idea entrevistar a alguno de ellos.

– ¿Tienes los nombres? -preguntó Henry Cortez.

– Y sus números de teléfono -respondió Dag Svensson.

– Bien -dijo Erika Berger-. El tema del número de mayo será el comercio sexual. Lo que queremos dejar claro es que el trafficking constituye una violación de los derechos humanos y que estos criminales deben ser denunciados y tratados como cualquier criminal de guerra, escuadrón de la muerte o torturador. Manos a la obra.

Capítulo 5 Miércoles, 12 de enero -Viernes, 14 de enero

Äppelviken le pareció un lugar extraño y desconocido cuando, por primera vez en dieciocho meses, Lisbeth enfiló el camino de la entrada con su alquilado Nissan Miera. Desde que cumplió los quince años solía ir un par de veces al año a la residencia donde ingresaron a su madre después de que ocurriera Todo Lo Malo. A pesar de sus escasas visitas, Äppelviken había constituido un punto fijo en la existencia de Lisbeth. Era el lugar donde su madre había pasado sus últimos diez años y donde acabó falleciendo con tan sólo cuarenta y tres, después del fatídico y definitivo derrame cerebral.

El nombre de su madre era Agneta Sofia Salander. Los últimos catorce años de su vida habían estado marcados por una sucesión de pequeños derrames cerebrales que le impidieron cuidar de sí misma y realizar sus actividades cotidianas. Hubo períodos en los que no fue posible comunicarse con ella y en los cuales, incluso, le resultó difícil reconocer a Lisbeth.

Pensar en su madre siempre le producía una sensación de desamparo y la sumía en la más absoluta oscuridad. En su adolescencia albergó, durante mucho tiempo, la esperanza de que se curara y de poder establecer algún tipo de relación con ella. Siempre supo que eso no ocurriría jamás.

La madre de Lisbeth era delgada y bajita pero, ni de lejos, tan anoréxica como ella. Al contrario, era realmente guapa y estaba bien proporcionada. Al igual que la hermana de Lisbeth.

Camilla.

Lisbeth no quería pensar en su hermana.

A Lisbeth se le antojaba una ironía del destino que ella y su hermana fueran tan drásticamente distintas. Eran gemelas, nacidas con un intervalo de veinte minutos.

Lisbeth era la primogénita. Camilla era guapa.

Resultaban tan diferentes que era increíble que se hubieran formado en el mismo útero. Si algo del código genético de Lisbeth Salander no hubiera fallado, ella también habría tenido exactamente la misma deslumbrante belleza que su hermana.

Y con toda seguridad habría sido igual de tonta.

Desde su más tierna infancia, Camilla siempre fue extrovertida, popular y una alumna sobresaliente. Lisbeth, en cambio, era callada e introvertida, y raramente contestaba a las preguntas de los profesores, cosa que se reflejaba en unas notas extraordinariamente dispares. Ya en primaria, Camilla se distanció tanto de Lisbeth que ni siquiera iban juntas al colegio. Los profesores y los compañeros advirtieron que las dos chicas nunca se relacionaban y que jamás se sentaban cerca. Desde tercero cursaron sus estudios en clases distintas. Desde que tenían doce años y ocurrió Todo Lo Malo se criaron en diferentes familias de acogida. No se habían visto desde que había cumplido los diecisiete y, en aquella ocasión, Lisbeth terminó con un ojo morado y Camilla con un labio partido. Lisbeth desconocía el paradero actual de Camilla, pero tampoco había hecho ningún esfuerzo por averiguarlo.

No había amor entre las hermanas Salander. A ojos de Lisbeth, Camilla era falsa, manipuladora y mala persona. No obstante, era Lisbeth la que tenía una sentencia judicial que afirmaba que no estaba bien de la cabeza.

En el aparcamiento destinado a las visitas, se abotonó la desgastada chupa de cuero antes de atravesar la lluvia y dirigirse hacia la entrada principal. Se detuvo en un banco y recorrió el recinto con la mirada. Fue en ese lugar, precisamente en ese mismo banco, donde, dieciocho meses antes, vio a su madre por última vez. Le hizo una inesperada visita a la residencia de Äppelviken, cuando se dirigía hacia el norte para ayudar a Mikael Blomkvist a cazar a un asesino múltiple, loco pero metódico. Su madre estaba inquieta y no pareció reconocer muy bien a Lisbeth pero, aun así, no la quería dejar marchar. Contempló a su hija con cierta confusión en la mirada mientras se resistía a soltarle la mano. Lisbeth tenía prisa y se zafó, le dio un abrazo a su madre y salió de allí montada en su moto.

La directora de Äppelviken, Agnes Mikaelsson, pareció alegrarse de ver a Lisbeth. La saludó amablemente y la acompañó a un trastero de donde recogieron una caja. Lisbeth la levantó. Pesaba un par de kilos. Para tratarse de la herencia de toda una vida, no era gran cosa.

– No sabía qué hacer con las pertenencias de tu madre -dijo Mikaelsson-. Pero tenía el presentimiento de que un día aparecerías.

– He estado de viaje -contestó Lisbeth.

Le dio las gracias por guardarle la caja. La llevó hasta el coche y abandonó Äppelviken por última vez.


Algo después de las doce, Lisbeth ya estaba de regreso en Mosebacke. Subió la caja hasta el piso y, sin abrirla, la colocó en un trastero de la entrada y volvió a salir.

Nada más abrir el portal, un coche de la policía pasó a poca velocidad. Lisbeth se detuvo y observó atentamente la autoritaria presencia que se hallaba ante su do-micilio pero, como los agentes no mostraron ningún signo hostil, los dejó ir.

Por la tarde fue a H &M y a KappAhl y renovó su vestuario. Se hizo con un fondo de armario compuesto por pantalones, vaqueros, jerséis y calcetines. No le interesaba la ropa de marca, pero sintió cierto placer en poder comprar, sin pestañear, media docena de vaqueros. La compra más extravagante la realizó en Twilfit, donde adquirió un gran número de bragas y sujetadores a juego. Se trataba, de nuevo, de prendas básicas pero, después de media hora buscando con cierta vergüenza, también cogió un conjunto que le pareció sexy o incluso «porno», y que antes nunca se le habría pasado por la cabeza comprar. Cuando, esa misma noche, se lo probó, se sintió inmensamente ridícula. Lo que vio en el espejo fue una escuálida y tatuada chica vestida con una grotesca indumentaria. Se lo quitó todo y lo tiró a la basura.

Adquirió unos robustos zapatos de invierno en Din Sko y dos pares más finos para estar por casa. También se llevó, por impulso, unas botas negras de tacón que la hacían unos cuantos centímetros más alta. Se hizo, además, con una buena cazadora de invierno de ante marrón.

Llevó las compras a casa y, antes de ir a Ringen para devolver el coche alquilado, se preparó un café y unos sándwiches. Regresó andando y pasó el resto de la tarde sentada en el vano de la ventana, contemplando la bahía de Saltsjön.


Mia Bergman, doctoranda en criminología, cortó la tarta de queso y la decoró con un trozo de helado de frambuesa. Antes de poner un plato para Dag Svensson y otro para ella, sirvió a Erika Berger y Mikael Blomkvist. Malin Eriksson se había negado rotundamente a tomar postre, así que se contentó con un café solo en una peculiar taza de porcelana, decorada a la antigua, con flores.

– Era la vajilla de mi abuela materna -dijo Mia Bergman al ver que Malin examinaba la taza.

– Le da pánico que se rompa alguna de las piezas -apostilló Dag Svensson-. Sólo la saca cuando tenemos visitas muy distinguidas.

Mia Bergman sonrió.

– Me crié en casa de mi abuela durante muchos años y esto es prácticamente lo único que me queda de ella.

– Son preciosas -dijo Malin-. Mi cocina es cien por cien Ikea.

Mikael Blomkvist pasó de las tazas floreadas y, en su lugar, observó con ojos críticos el plato con la tarta de queso. Pensó si no debería aflojarse el cinturón un agujero. Al parecer, Erika Berger compartía la misma sensación.

– Dios mío, yo también debería haber renunciado al postre -dijo como disculpándose mientras miraba de reojo a Malin Eriksson antes de coger la cuchara con decisión.

En realidad no iba a ser más que una sencilla cena de trabajo para, por una parte, dejar asentadas las premisas de la colaboración y, por otra, seguir hablando del número temático de Millennium. Dag Svensson había propuesto que fueran a cenar a su casa y Mia Bergman sirvió el mejor pollo en salsa agridulce que Mikael había probado en su vida. Lo regaron con dos botellas de un vino tinto español con mucho cuerpo y, llegados al postre, Dag Svensson preguntó si a alguien le apetecía un poco de Tullamore Dew. Svensson procedió a sacar unos vasos. Sólo Erika Berger fue lo suficientemente tonta como para declinar la oferta.

Dag Svensson y Mia Bergman vivían en Enskede, en un apartamento de un dormitorio. Llevaban saliendo un par de años, y hacía uno que tomaron la decisión de irse a vivir juntos.

Habían quedado sobre las seis. Cuando se sirvió el postre ya eran las ocho y media y todavía no se había dicho ni una sola palabra sobre el verdadero objetivo de la cena. Sin embargo, Mikael había descubierto que Dag Svensson y Mia Bergman le caían bien y que se encontraba muy a gusto en su compañía.

Fue Erika Berger quien, finalmente, dirigió la conversación hacia el tema por el que se habían reunido. Mia Bergman sacó una copia impresa de su tesis y la puso encima de la mesa. Tenía un título sorprendentemente irónico -From Russia with Love- que, evidentemente, hacía alusión al clásico libro de Ian Fleming. El subtítulo era Trafficking, crimen organizado y las medidas tomadas por la sociedad.

– Debéis diferenciar mi tesis del libro que Dag está escribiendo -dijo-. El libro es una agitadora versión centrada en los que se benefician del trafficking. Mi tesis está compuesta por estadísticas, estudios de campo, leyes y por un análisis de cómo la sociedad y los tribunales tratan a las víctimas.

– Es decir, a las chicas.

– Chicas jóvenes, normalmente de quince a veinte años, pertenecientes a la clase obrera y de bajo nivel educativo. A menudo proceden de familias con situaciones bastante conflictivas y no es raro que, ya en su infancia, hayan sido objeto de algún tipo de abuso. Si vienen a Suecia es, por supuesto, porque alguien las ha engañado y les ha metido un montón de mentiras en la cabeza.

– Los traficantes de sexo.

– En ese sentido hay cierta perspectiva de género en la tesis. Es raro que un investigador pueda determinar, tan nítidamente, los papeles que asume cada sexo. Las chicas, víctimas; los chicos, agresores. Con la excepción de unas pocas mujeres que se benefician del negocio, no existe ninguna otra forma de delincuencia en la que la naturaleza sexual constituya por sí misma una condición para el delito. Tampoco hay otra actividad delictiva donde la aceptación social sea tan grande y donde la sociedad haga tan poco para acabar con ella.

– Si lo he entendido bien, Suecia, a pesar de todo, cuenta con una legislación bastante dura en contra del trafficking y del comercio sexual -dijo Erika.

– No me hagas reír. Cientos de chicas (no existe una estadística exacta) son traídas anualmente a este país para trabajar de putas, cosa que, en este caso, debe entenderse como que entregan su cuerpo para que las violen sistemáticamente. Desde que la ley del trafficking entró en vigor no ha sido aplicada por la justicia más que en contadas ocasiones. La primera vez fue en abril de 2003, en el proceso contra aquella loca madame que se sometió a una operación de cambio de sexo. Como era de esperar, la declararon inocente.

– Espera, yo pensaba que la condenaron.

– Condenaron al burdel, pero a ella la absolvieron de las acusaciones de trafficking. Se dio la circunstancia de que las víctimas también iban a ser las testigos de cargo, pero se quitaron de en medio regresando a los países bálticos. Las autoridades intentaron que vinieran al juicio y fueron buscadas por, entre otros, la Interpol. Tras meses de búsqueda llegaron a la conclusión de que resultaba imposible averiguar su paradero.

– ¿Qué pasó con ellas?

– Nada. El programa de la tele «Insider» retomó el tema y viajó a Tallin. A los reporteros les llevó más o menos una tarde encontrar a dos de las chicas. Vivían en casa de sus padres. La tercera se había mudado a Italia.

– En otras palabras, la policía de Tallin no fue muy eficaz que digamos.

– Desde entonces, la verdad es que hemos tenido un par de sentencias condenatorias, pero siempre a personas que, o bien han sido detenidas por otros delitos, o bien han sido tan tremendamente estúpidas que resultó imposible no detenerlas. La ley no es más que fachada. No se aplica.

– Vale.

– El problema es que, en este caso, los delitos imputados suelen ser violación con agravantes, a menudo combinada con malos tratos, malos tratos graves y amenaza de muerte, acompañada, en determinadas ocasiones, de una ilegal y forzosa privación de libertad -añadió Dag Svensson.

– Ésa es la vida diaria de muchas de las jóvenes que, embutidas en una minifalda y maquilladas como puercas, son conducidas a algún chalé de las afueras. Lo que pasa es que las chicas no tienen elección. O van y follan con un tío asqueroso o se arriesgan a ser maltratadas y torturadas por su chulo. No pueden escapar: no hablan el idioma, desconocen las leyes y las normas, y no saben adonde ir. No pueden regresar a casa. Una de las primeras medidas es quitarles el pasaporte. Esa madame incluso las llegó a tener encerradas bajo llave en un apartamento.

– Suena a campo de concentración. ¿Las chicas ganan algo con lo que hacen?

– Sí -contestó Mia Bergman-. Como bálsamo reconfortante reciben una parte del pastel. Por lo general, trabajan unos meses antes de que les permitan volver a su tierra. Normalmente lo hacen con un buen fajo de billetes: veinte mil o, incluso, treinta mil coronas, lo cual en rublos supone una pequeña fortuna. Por desgracia, también han adquirido graves hábitos de consumo de alcohol o drogas, así como un ritmo de vida que se traga el dinero con bastante rapidez. De este modo, el sistema se torna autosuficiente; al cabo de un tiempo regresan para trabajar otra vez en lo mismo y vuelven voluntariamente, por decirlo de alguna manera, con sus torturadores.

– ¿De cuánto dinero al año estamos hablando? -preguntó Mikael.

Mia Bergman miró de reojo a Dag Svensson y reflexionó un rato antes de contestar.

– Es difícil responder a esa pregunta. Hemos barajado unas cuantas cifras, pero gran parte de nuestros cálculos no son, al fin y al cabo, más que conjeturas.

– Grosso modo…

– Bueno, sabemos, por ejemplo, que la madame, la que fue condenada por proxenetismo pero absuelta de trafficking, se trajo treinta y cinco mujeres del Este en dos años. Estuvieron aquí en períodos que oscilaban entre las dos semanas y unos meses. En el juicio quedó demostrado que durante esos dos años todas juntas ingresaron en total más de dos millones de coronas. He hecho mis cálculos y he estimado que una chica aporta más de sesenta mil coronas al mes. De esa cantidad hay que descontar unas quince mil para gastos: viajes, ropa, vivienda, etc. No es ninguna vida de lujo. A menudo duermen en pisos que pertenecen a la organización. De las restantes cuarenta y cinco mil coronas, la banda se queda con unas veinte o treinta mil, de las cuales la mitad, digamos unas quince mil, va a parar directamente a los bolsillos del jefe. El resto lo reparte entre sus empleados: chóferes, matones y otros. La chica gana entre diez y doce mil.

– ¿Y la banda?

– Pongamos que una banda tiene dos o tres chicas trabajando para ellos. Eso significa que mensualmente ingresan casi doscientas mil coronas. Cada banda está compuesta por una media de dos a tres personas que viven de eso. Así funciona, más o menos, la economía de las violaciones.

– ¿Y de cuánta gente estamos hablando…? En total, quiero decir.

– Puedes partir del dato de que permanentemente hay en activo unas cien chicas que, de alguna manera, son víctimas del trafficking. Eso significa que, al mes, el volumen total de lo que se factura en toda Suecia llega a superar los seis millones de coronas; al año rondará los setenta. Sólo se trata, claro está, de chicas que son objeto de trafficking.

– Parece calderilla.

– Es calderilla. Pero para ingresar esas más que modestas sumas, hay que violar a más de cien chicas. Me da tanta rabia…

– No está siendo una investigadora objetiva. Pero si detrás de cada chica hay tres tíos, entonces resulta que más de quinientos o seiscientos hombres se ganan la vida con esto.

– Tal vez menos. Yo diría poco más de trescientos.

– Pues no parece ser un problema irresoluble -dijo Erika.

– Promulgamos leyes y nos indignamos en los medios de comunicación pero casi nadie ha hablado nunca con una puta de los países del Este o puede hacerse una idea de cómo es su vida.

– ¿Cómo funciona? Quiero decir, en la práctica. Debe de resultar bastante difícil traer desde Tallin, y sin que se note, a una chica de dieciséis años. ¿Qué hacen nada más llegar aquí? -preguntó Mikael.

– Cuando empecé a investigar sobre esto, creí que se trataba de una actividad tremendamente bien organizada dirigida por algún tipo de mafia profesional que, con más o menos elegancia, cruzaba la frontera con las chicas.

– ¿Y no es así? -inquirió Malin Eriksson.

– Es una actividad organizada pero tardé mucho en darme cuenta de que, en realidad, se trata de muchas y pequeñas bandas bastante desorganizadas. No penséis en trajes Armani y coches deportivos. Una banda de tipo medio tiene de dos a tres miembros, la mitad rusos o bálticos y la mitad suecos. Imaginaos al jefe: cuarenta años, sentado en el sofá en camiseta, bebiendo cerveza y tocándose las narices. Carece de estudios. En ciertos aspectos, lo podríamos considerar socialmente retrasado, y toda su vida ha estado plagada de problemas.

– Qué romántico.

– Su concepción de las mujeres data de la Edad de Piedra. Es sumamente violento, se emborracha con frecuencia y le da unas palizas de la hostia a todo aquel que se le pone chulo. Existe una clara jerarquía en la banda y muchas veces sus colaboradores le tienen miedo.


Los muebles de Ikea llegaron tres días más tarde, a las nueve y media de la mañana. Dos corpulentos chicos estrecharon la mano de la rubia Irene Nesser, que hablaba con un gracioso acento noruego. Luego empezaron a subir y bajar en el reducidísimo ascensor y se pasaron el resto del día montando mesas, armarios y camas. Eran tremendamente eficaces y se notaba que no era la primera vez que realizaban esa tarea. Irene Nesser bajó a las galerías de Söderhallarna, compró comida griega para llevar y los invitó a comer.

Los chicos de Ikea terminaron sobre las cinco de la tarde. Cuando se marcharon, Lisbeth Salander se quitó la peluca y deambuló despreocupadamente por el piso mientras se preguntaba si se encontraría a gusto en su recién estrenado hogar. La mesa de la cocina le parecía demasiado elegante para su estilo. En el cuarto aledaño a la cocina, al que se podía acceder tanto desde el vestíbulo como desde la propia cocina, había instalado su nuevo salón, dotado de modernos sofás así como de unos cuantos sillones, junto a la ventana, alrededor de una mesita. Estaba contenta con el dormitorio. Se sentó cuidadosamente en el borde de la estructura de cama Hemnes y comprobó el colchón con la mano.

De reojo, dirigió la mirada hacia el despacho, que tenía vistas a Saltsjön. «Yes, funciona. Aquí podré trabajar.»

Ignoraba, sin embargo, a qué se iba a dedicar exactamente, de modo que tuvo serias dudas con el mobiliario.

«Bueno, ya veremos qué será de todo esto.»

Lisbeth pasó el resto de la noche sacando y ordenando sus pertenencias. Hizo la cama y metió las toallas, las sábanas y las fundas de almohada en un armario. Abrió las bolsas de las prendas que había comprado, las sacó y las colgó en los roperos. A pesar de la masiva compra efectuada, sólo ocupó una pequeña parte del espacio. Puso las lámparas en su sitio y colocó sartenes, cacerolas, vajilla y cubiertos en los armarios de la cocina.

Examinó con ojos críticos las vacías paredes y se dio cuenta de que debería haber comprado unos pósteres, o cuadros, o algo por el estilo: esas cosas que la gente normal tiene en las paredes. Una planta tampoco habría estado mal.

Después abrió las cajas de la mudanza que trajo de Lundagatan y ordenó libros, revistas, recortes y viejos papeles de investigaciones de los que, sin duda, debería deshacerse. En un ataque de despilfarro, tiró viejas camisetas y calcetines con agujeros. De repente encontró un consolador, todavía metido en su embalaje original. Una torcida sonrisa se dibujó en su rostro. Era uno de esos disparatados regalos de cumpleaños de Mimmi y se había olvidado completamente de su existencia. De hecho, ni siquiera lo había probado. Decidió que eso debía cambiar y lo colocó, de pie, en la cómoda que tenía junto a la cama.

Luego se puso seria. Mimmi. Sintió una punzada de mala conciencia. Durante un año había estado saliendo con ella regularmente y luego la abandonó por Mikael Blomkvist sin ninguna explicación. No se despidió de ella ni le comunicó que pensaba dejar Suecia. Tampoco a Dragan Armanskij ni a las chicas de Evil Fingers. Ni una sola palabra. Creerían que había muerto o, posiblemente, se habrían olvidado de ella. Nunca fue una persona importante dentro de la pandilla. Era como si les hubiese dado la espalda a todos y a todo. De pronto se dio cuenta de que tampoco se había despedido de George Bland, en Granada, y se preguntó si estaría dando vueltas por la playa buscándola. Pensó en lo que Mikael Blomkvist le había dicho sobre la amistad: que se basa en el respeto y la confianza. «Descuido a mis amigos.» Se preguntó si Mimmi seguiría en la ciudad y si debería, contactar con ella.

Durante casi toda la tarde y buena parte de la noche se dedicó a ordenar los papeles de su despacho, instalar los ordenadores y navegar por Internet. Miró cómo iban sus inversiones y constató que era más rica ahora que hacía un año.

Realizó un rutinario control del ordenador del abogado Nils Bjurman, pero no encontró nada interesante en su correspondencia y llegó a la conclusión de que no se pasaba de la raya.

No halló ningún indicio que diera a entender que había mantenido más contactos con la clínica de Marsella. Bjurman parecía haberse sumido en un estado vegetativo y haber reducido a cero sus actividades profesionales y privadas. Raramente usaba el correo y cuando navegaba por Internet visitaba principalmente páginas porno.

No se desconectó hasta las dos de la madrugada. Entró en el dormitorio, se desnudó y tiró la ropa sobre una silla. Luego fue al cuarto de baño para lavarse. El rincón más cercano a la entrada tenía espejos, puestos en ángulo, desde el suelo hasta el techo. Se contempló un buen rato. Examinó su angulosa y torcida cara, sus nuevos pechos y su gran tatuaje de la espalda. Era bonito, un largo y serpenteante dragón de colores rojo, verde y negro que empezaba en el hombro y cuya estrecha cola pasaba sobre la nalga derecha para terminar en el muslo. Durante el año que estuvo viajando se había dejado crecer el pelo hasta los hombros; pero un día de su última semana en Granada, sacó unas tijeras y se lo dejó muy corto. Aún tenía trasquilones.

Inmediatamente sintió que un cambio radical había ocurrido -o estaba a punto de ocurrir- en su vida. Quizá se tratara del miedo que le producía disponer de miles de millones y no tener que preocuparse del dinero. Quizá fuera que, finalmente, el mundo de los adultos se había acabado imponiendo en su vida. O quizá era la conciencia de que la muerte de su madre ponía punto final a su infancia.

Durante su largo viaje se había deshecho de varios piercings. Por razones puramente médicas, relacionadas con la operación, en la clínica de Ginebra le quitaron el aro de uno de sus pezones. Luego se deshizo del que lucía en el labio inferior. En Granada se desprendió del que llevaba en el labio izquierdo de la vulva; le provocaba rozaduras y, además, ya ni siquiera se acordaba muy bien de por qué se hizo un piercing ahí.

Abrió la boca y destornilló el hierro que, durante siete años, le había estado atravesando la lengua. Lo depositó en un cuenco del estante situado junto al lavabo. De repente la invadió una sensación de vacío en la boca. Exceptuando los aritos del lóbulo, sólo le quedaban dos piercings: uno en la ceja izquierda y otro brillante en el ombligo.

Finalmente entró en el dormitorio y se metió bajo su recién adquirido edredón. Descubrió que la cama que había comprado era enorme y que ella sólo ocupaba una pequeña parte. Se sentía como si estuviera en la línea de banda de un campo de fútbol. Se envolvió con el edredón y se quedó pensativa durante un largo rato.

Capítulo 6 Domingo, 23 de enero – Sábado, 29 de enero

Lisbeth Salander tomó el ascensor desde el aparcamiento hasta el quinto piso, la más alta de las tres plantas de oficinas de las que Milton Security disponía en Slussen. Abrió la puerta del ascensor con la copia pirata de la llave maestra que había hecho varios años atrás. Nada más salir al oscuro pasillo consultó automáticamente su reloj: las 03.10 de la madrugada del domingo. Los que estaban de guardia se encontraban en la central de alarmas, situada en el tercer piso; Lisbeth sabía que, con toda probabilidad, se hallaría completamente sola en la planta.

Como siempre, le asombraba que una empresa de seguridad tan seria tuviera carencias tan evidentes en sus propios sistemas de seguridad.

Un año después, pocas cosas habían cambiado en aquel pasillo. Empezó visitando su propio despacho, un cubículo situado tras una pared de cristal donde en su día la instalara Dragan Armanskij. La puerta no estaba cerrada con llave. No tardó muchos segundos en constatar que allí dentro todo seguía igual, a excepción de una pequeña caja con papeles para tirar que alguien había colocado junto a la puerta. El cuarto se hallaba equipado con una mesa, una silla de oficina, una papelera y una desnuda estantería. El material informático se componía de un irrisorio PC Toshiba de 1997 cuyo disco duro resultaba ridiculamente pequeño.

Lisbeth no encontró indicio alguno que indicara que Dragan Armanskij había cedido el despacho a otra persona. Lo interpretó como una buena señal pero, al mismo tiempo, era consciente de que eso no significaba gran cosa. El cuarto era un espacio perdido de apenas cuatro metros cuadrados a los que difícilmente se les podría dar algún uso.

Cerró la puerta y, en silencio, recorrió el pasillo asegurándose de que no hubiera ninguna ave nocturna trabajando en algún despacho. Estaba sola. Se detuvo junto a la máquina de café, pulsó un botón y apareció un vaso de plástico con un cappuccino que cogió antes de continuar hasta el despacho de Dragan Armanskij y abrir la puerta con la llave pirata.

Como siempre, el despacho de Armanskij estaba exasperadamente limpio y ordenado. Dio una vuelta por la habitación y echó un vistazo a la estantería antes de sentarse a su mesa y encender el ordenador.

Sacó un cede del bolsillo interior de su flamante cazadora de ante y lo introdujo en el equipo. Arrancó un programa que se llamaba Asphyxia 1.3 y que ella misma había diseñado. Su única función consistía en actualizar el Internet Explorer del disco duro de Armanskij con una versión más moderna. Le llevó unos cinco minutos.

Cuando terminó, sacó el cede del ordenador y lo reinició con la nueva versión de Internet Explorer. El programa presentaba el mismo aspecto y se comportaba exactamente igual que la versión original, pero era un poco más grande y un microsegundo más lento. Todas las configuraciones eran idénticas al original, inclusive la fecha de instalación. No se apreciaba ninguna huella del nuevo programa.

Escribió una dirección ftp de un servidor de Holanda y le apareció una ventana. Hizo clic en la casilla de copy, escribió «Armanskij/MiltSec» y le dio al OK. Inmediatamente el ordenador empezó a copiar el disco duro de Armanskij en el servidor de Holanda. Un reloj le indicó que el proceso iba a tardar treinta y cuatro minutos.

Mientras duraba la transmisión de datos, sacó una copia de la llave de la mesa de trabajo de Armanskij que éste escondía en un jarrón de la estantería. Dedicó la siguiente media hora a ponerse al día con las carpetas que Armanskij guardaba en el cajón superior de la derecha, donde siempre colocaba los asuntos en trámite y los urgentes. Cuando el ordenador hizo «clin», indicando así que la transmisión había llegado a su fin, Lisbeth dejó las carpetas en el mismo orden en que las había encontrado.

Luego apagó el ordenador y la luz de la mesa de trabajo, y se llevó el vaso vacío del cappuccino. Abandonó Milton Security por el mismo camino por el que había entrado. Eran las 04.12 cuando se metió en el ascensor.

Volvió a Mosebacke andando. Se sentó delante de su PowerBook y se conectó al servidor de Holanda, donde puso en marcha una copia de Asphyxia 1.3. Cuando el programa se inició, se abrió una ventana que le solicitó un disco duro. Tenía cuarenta alternativas entre las que elegir, de modo que fue descendiendo en la lista que le apareció en la pantalla. Pasó el disco duro de NilsEBjurman, al que solía echarle un vistazo aproximadamente cada dos meses. Se detuvo un segundo en MikBlom/laptop y MikBlom/office. Llevaba más de un año sin tocarlos y pensó en borrarlos. Sin embargo, por una cuestión de principios, decidió conservarlos: ya que había pirateado los ordenadores, sería una tontería borrar la información y tal vez verse obligada a repetir el proceso algún día. Lo mismo sucedía con un icono llamado Wennerström que llevaba mucho tiempo sin mirar. El propietario estaba muerto. El icono Armanskij/MiltSec era el más reciente y se encontraba al final de la lista.

Podría haber clonado su disco duro con anterioridad, pero no se molestó en hacerlo ya que, como empleada de Milton, tenía acceso a aquella información que Armanskij quería ocultarle al mundo. El objetivo de la intrusión informática no era malintencionado. Simplemente deseaba saber en qué andaba trabajando la empresa y cómo marchaban las cosas. Hizo clic e inmediatamente se abrió una carpeta que contenía un nuevo icono llamado Armanskij HD. Comprobó que el disco duro se podía abrir y constató que todos los archivos estaban en su sitio.

Se quedó leyendo los informes de Armanskij, sus balances económicos y su correo electrónico hasta las siete de la mañana. Finalmente asintió con actitud meditativa y apagó el ordenador. Entró en el cuarto de baño, se lavó los dientes y luego fue al dormitorio, donde se desnudó tirando la ropa al suelo. Se metió en la cama y durmió hasta las doce y media del mediodía.


El último viernes de enero la junta directiva de Millennium celebró su reunión anual. Participaron el contable de la empresa -un auditor externo- y los cuatro socios: Erika Berger (el treinta por ciento), Mikael Blomkvist (el veinte por ciento), Christer Malm (el veinte por ciento) y Harriet Vanger (el treinta por ciento). También se había convocado a la secretaria de redacción, Malin Eriksson, como representante del personal y presidenta del comité de empresa del sindicato. Dicho comité estaba compuesto por ella misma, Lottie Karim, Henry Cortez, Monika Nilsson y el jefe de marketing, Sonny Magnusson. Esta era la primera vez que Malin Eriksson asistía a una junta directiva.

Comenzaron a las cuatro y acabaron poco más de una hora después. Una gran parte del tiempo se dedicó a presentar el estado de cuentas y el informe de la auditoría. La junta pudo constatar que, en comparación con la crisis que les había afectado hacía dos años, Millennium gozaba de una situación económica estable. El informe del auditor daba cuenta de que la empresa había obtenido un beneficio neto de dos millones cien mil coronas, de los cuales más de uno provenía de los ingresos del libro de Mikael Blomkvist sobre el caso Wennerström.

A propuesta de Erika Berger, se decidió crear un fondo de un millón de coronas como colchón para futuras crisis, destinar doscientas cincuenta mil coronas no sólo a las más que necesarias reformas del local, sino también a adquirir nuevos ordenadores y otros equipamientos técnicos. Asimismo, se asignaron trescientas mil coronas a un aumento general de los sueldos y a ofrecerle al colaborador Henry Cortez un puesto a jornada completa. Con la cantidad restante se propuso conceder un dividendo de cincuenta mil coronas a cada uno de los socios, así como una bonificación de cien mil repartida a partes iguales entre los cuatro colaboradores fijos, independientemente de que trabajaran a tiempo parcial o completo. El jefe de marketing, Sonny Magnusson, no recibió ninguna bonificación. Él tenía un contrato que estipulaba que cobraría un porcentaje de los anuncios que vendiera, lo cual, periódicamente, lo convertía en el mejor pagado de todos los colaboradores. La iniciativa se aprobó por unanimidad.

La idea de Mikael Blomkvist de que el presupuesto destinado a los freelance se redujera para, de ese modo, permitir la contratación de otro reportero a tiempo parcial, dio lugar a una breve discusión. Mikael tenía en mente a Dag Svensson, quien así podría utilizar Millennium como base de sus actividades freelance y quien, quizá más adelante, podría obtener un puesto a jornada completa. La propuesta topó con la oposición de Erika Berger, quien consideró que la revista no podía apañárselas sin un número relativamente grande de textos freelance. Erika recibió el apoyo de Harriet Vanger, mientras que Christer Malm se abstuvo de votar. Se decidió no tocar el presupuesto destinado a los freelance, y analizar si podrían hacerse ajustes en otros gastos. Todo el mundo expresó sus ganas de contar con Dag Svensson como colaborador, por lo menos a tiempo parcial.

Tras una breve discusión sobre la futura orientación de la revista y sus planes de desarrollo, Erika Berger fue reelegida como presidenta de la junta para el año siguiente. Acto seguido, se levantó la sesión.

Malin Eriksson no dijo ni una sola palabra en toda la reunión. Hizo un cálculo mental y constató que los colaboradores iban a recibir una bonificación de veinticinco mil coronas, es decir: una cantidad equivalente a más de un mes de sueldo. No vio razón alguna para protestar contra esa decisión.

Nada más terminar la junta, Erika Berger convocó a los socios a una reunión extraordinaria. Eso significaba que Erika, Mikael, Christer y Harriet debían quedarse. Los demás abandonaron la sala. En cuanto la puerta se cerró, Erika declaró abierta la sesión.

– Tenemos un solo punto en el orden del día. Harriet, en el acuerdo alcanzado con Henrik Vanger decidimos que su participación como socio de la revista sería de dos años. Y el contrato vence ahora. Hemos de ver, por lo tanto, qué va a ocurrir con tu parte o, mejor dicho, con la de Henrik.

Harriet hizo un gesto de asentimiento.

– Todos sabemos que la participación de Henrik se debió a un acto impulsivo provocado por una situación muy especial -dijo Harriet-. Ahora las circunstancias son otras. ¿Qué proponéis?

Christer Malm rebulló inquieto en la silla. Era el único de la sala que ignoraba en qué consistía aquella situación especial. Sabía que Mikael y Erika le ocultaban la historia, pero Erika le había explicado que se trataba de un asunto sumamente personal que concernía tan sólo a Mikael, y que éste, bajo ningún concepto, quería abordar. Christer no era tan tonto como para no darse cuenta de que el silencio de Mikael tenía algo que ver con Hedestad y Harriet Vanger. También constató que no necesitaba saberlo para tomar una decisión en la cuestión principal, y respetaba lo suficiente a Mikael para no hacer una montaña del asunto.

– Los tres hemos hablado del tema y llegado a un acuerdo común -dijo Erika para, acto seguido, realizar una pausa y mirar a Harriet a los ojos-. Antes de comunicarte las razones de nuestra conclusión nos gustaría conocer tu punto de vista.

Harriet Vanger miró, uno a uno, a Erika, Christer y Mikael, en quien acabó deteniéndose. Pero fue incapaz de deducir nada de sus rostros.

– Si queréis comprar mi parte, os va a costar más de tres millones de coronas, más intereses, que es lo que la familia Vanger ha invertido en Millennium. ¿Os lo podríais permitir? -preguntó Harriet dulcemente.

– Sí -respondió Mikael, sonriendo.

Henrik Vanger le había pagado cinco millones de coronas por el trabajo efectuado. Irónicamente, uno de los objetivos era encontrar a Harriet Vanger.

– En ese caso, la decisión está en vuestras manos -dijo Harriet-. El contrato estipula que podéis dejar de contar con la familia Vanger a partir de hoy. Yo jamás habría redactado un contrato tan descuidado como el que formalizó Henrik.

– Podríamos comprar tu parte si nos viéramos obligados a ello -contestó Erika-. Por lo tanto, la cuestión es saber qué quieres hacer tú. Diriges un grupo industrial. Dos, para ser exactos. Todo nuestro presupuesto equivale al dinero que movéis vosotros mientras os tomáis un café. ¿Qué interés tienes tú en malgastar tu tiempo en algo tan insignificante como Millennium? La junta directiva celebra una reunión cada tres meses y tú, siempre puntual, has acudido a todas desde que entraste como sustituía de Henrik.

Harriet Vanger contempló a la presidenta de su junta directiva con una dulce mirada. Permaneció en silencio durante un largo rato. Luego miró a Mikael y contestó:

– Desde el mismo día en que nací siempre he sido propietaria de algo. Y me paso los días dirigiendo un grupo donde hay más intrigas que en una novela de amor de cuatrocientas páginas. Cuando empecé a participar en vuestra junta, lo hice para cumplir con unas obligaciones que no podía declinar. Pero ¿sabéis una cosa? A lo largo de estos dieciocho meses he descubierto que me encuentro más a gusto en esta junta directiva que en todas las demás.

Mikael movió la cabeza en un gesto reflexivo. Harriet miró a Christer.

– La junta directiva de Millennium es como un juguete. Vuestros problemas son pequeños, comprensibles y abordables. Naturalmente, la empresa desea obtener beneficios y ganar dinero; es uno de los requisitos. Pero vuestras actividades persiguen un objetivo completamente distinto: queréis conseguir algo.

Tomó un poco de agua Ramlösa del vaso y fijó la mirada en Erika.

– Lo que no queda muy claro es qué es exactamente ese algo. Los objetivos están un poco difusos. No sois un partido político ni una organización defensora de unos determinados intereses. No le debéis lealtad a nadie, excepto a vosotros mismos. Pero señaláis las carencias de la sociedad y no os importa meteros endiabladamente con personas públicas que os caen mal. A menudo queréis influir y cambiar las cosas. Aunque todos fingís ser unos cínicos y unos nihilistas, es sólo vuestra propia moral la que dirige la revista. En varias ocasiones he comprobado que se trata de una moral bastante especial. No sé cómo llamarlo, pero Millennium tiene alma. La verdad es que ésta es la única junta directiva a la que me siento orgullosa de pertenecer.

Se calló y permaneció en silencio tanto tiempo que Erika no pudo reprimir una risita.

– Eso suena muy bien. Pero sigues sin contestar a la pregunta.

– Me encuentro a gusto en vuestra compañía y me ha sentado estupendamente formar parte de esta junta directiva. Esto es de lo más loco y raro que me ha sucedido en la vida. Si queréis que me quede, por mí, encantada.

– Perfecto -dijo Christer-. Pero le hemos dado mil vueltas y estamos completamente de acuerdo: vamos a romper el contrato hoy mismo y comprar tu parte.

Harriet se quedó con los ojos abiertos.

– ¿Queréis deshaceros de mí?

– Cuando firmamos el contrato estábamos con la soga al cuello. No teníamos elección. Y desde entonces no hemos dejado de contar los días que faltaban para poder comprar la parte de Henrik Vanger.

Erika abrió una carpeta y puso sobre la mesa unos papeles que le pasó a Harriet Vanger, junto con un cheque por valor de, exactamente, el importe que Harriet había mencionado. Hojeó el contrato. Sin pronunciar palabra cogió un bolígrafo de la mesa y firmó.

– Bueno -dijo Erika-, pues no ha sido tan difícil. Quiero agradecerle a Henrik Vanger el tiempo que nos ha dedicado y la aportación realizada a Millennium. Espero que se lo transmitas.

– Lo haré -contestó Harriet Vanger con voz neutra. No mostró sus sentimientos ni con un simple gesto, pero estaba tan herida como profundamente decepcionada por el hecho de que la hubieran llevado a decir que quería permanecer en la dirección para luego desprenderse de ella tan alegremente. «Joder, no hacía falta que me hicieran pasar por eso.»

– Pero también quisiera que te interesaras por un contrato completamente distinto -dijo Erika Berger.

Sacó un nuevo juego de documentos y, desplazándolos sobre la mesa, se lo acercó.

– Nos preguntábamos si, esta vez a título personal, te gustaría ser socia de Millennium. El precio es exactamente el mismo que la suma que acabas de recibir. La diferencia es que en este contrato no hay límites temporales ni cláusulas especiales. Entrarías en la empresa como socia con pleno derecho y con la misma responsabilidad y las mismas obligaciones que nosotros.

Harriet arqueó las cejas.

– ¿Por qué un procedimiento tan complicado?

– Porque tarde o temprano tenía que hacerse -respondió Christer Malm-. Podríamos haber renovado el antiguo contrato por un año más hasta la próxima reunión o hasta que tuviéramos una tremenda pelea en la junta directiva y te echáramos. Pero siempre se trataba de un contrato que, de un modo u otro, había que resolver.

Harriet apoyó la cara en una mano y lo miró inquisitivamente. Luego a Mikael y, acto seguido, a Erika.

– El contrato que firmamos con Henrik se debió a necesidades económicas -dijo Erika-. Contigo firmamos porque nos da la gana. Y, a diferencia del viejo contrato, no resultará tan fácil echarte en un futuro.

– Para nosotros supone un considerable cambio -añadió Mikael en voz baja.

Fue su única contribución a la discusión.

– Simplemente nos parece que, aparte de las garantías económicas que implica llevar el apellido Vanger, aportas algo a Millennium -precisó Erika Berger-. Tienes la cabeza en su sitio y colaboras ofreciendo soluciones constructivas. Hasta ahora te has mantenido en un discreto segundo plano, más o menos como si estuvieras de visita. Pero le das a esta junta directiva la estabilidad y la seguridad de las que nunca ha gozado. Sabes de negocios. Una vez me preguntaste si podías confiar en mí, y yo me pregunté más o menos lo mismo de ti. A estas alturas las dos conocemos la respuesta. Me caes bien y confío en ti, y lo mismo puedo decir de todos nosotros. No queremos relegarte a un segundo plano con esa absurda relación contractual. Te queremos como socia y copropietaria de pleno derecho.

Harriet se acercó el contrato y lo estudió detenidamente, línea a línea, durante cinco minutos. Al final levantó la mirada.

– ¿Y estáis de acuerdo los tres?

Tres cabezas asintieron afirmativamente. Harriet cogió el bolígrafo y firmó. Desplazó el cheque hasta el otro lado de la mesa. Mikael lo hizo trizas.


Los socios de Millennium cenaron en el Samirs Gryta de Tavastgatan. Fue una velada tranquila con un buen vino y cuscús de cordero para celebrar la incorporación de la nueva socia. La conversación fue relajada y Harriet Vanger estaba visiblemente emocionada. Resultó, en cierto sentido, como una incómoda primera cita durante la cual las dos partes son conscientes de que algo va a pasar pero no saben exactamente qué.

Eran ya las siete y media cuando Harriet Vanger se levantó. Pidió excusas y dijo que quería irse al hotel y meterse en la cama. Erika Berger se iba a casa, donde la esperaba su marido, y la acompañó un trecho. Se despidieron en Slussen. Mikael y Christer se quedaron un rato más, hasta que este último se disculpó diciendo que él también debía irse a casa.

Harriet Vanger cogió un taxi hasta el hotel Sheraton y subió a su habitación, en la séptima planta. Se desnudó, se dio un baño y luego se puso el albornoz del hotel. Acto seguido se sentó en la ventana y miró hacia Riddarholmen. Abrió un paquete de Dunhill y encendió un pitillo. Fumaba de tres a cuatro cigarrillos por día, lo cual era tan poco que prácticamente se consideraba a sí misma no fumadora; así podía disfrutar de unas caladas sin tener remordimientos.

A las nueve llamaron a la puerta. Abrió y dejó entrar a Mikael Blomkvist.

– ¡Cabrón! -le soltó Harriet.

Mikael sonrió y la besó en la mejilla.

– Por un momento pensé que realmente queríais echarme.

– Nunca lo habríamos hecho de esa manera. ¿Entiendes por qué queríamos reformular el contrato?

– Sí. Es razonable.

Mikael le abrió el albornoz, le puso una mano sobre el pecho y se lo apretó sensualmente.

– Cabrón -repitió ella.


Lisbeth Salander se detuvo delante de una puerta con una placa donde se leía el nombre de «Wu». Desde la calle, había visto luz en su ventana y ahora oía música al otro lado de la puerta. El nombre era correcto. Por consiguiente, Lisbeth Salander sacó la conclusión de que Miriam Wu seguía viviendo en el estudio de Tomtebogatan, en Sankt Eriksplan. Era viernes por la noche y Lisbeth casi habría preferido que Mimmi hubiera salido por ahí y que las luces del apartamento estuvieran apagadas. Las únicas preguntas que quedaban por responder eran si Mimmi querría todavía saber algo de ella y si estaba sola y disponible.

Llamó al timbre.

Mimmi abrió la puerta y arqueó las cejas asombrada. Luego se apoyó contra el marco de la puerta y se llevó una mano a la cadera.

– ¡Salander! Pensaba que estabas muerta o algo así.

– Más bien algo así -dijo Lisbeth.

– ¿Qué quieres?

– Esa pregunta admite muchas respuestas.

Miriam Wu echó un vistazo al rellano de la escalera antes de volver a fijar la mirada en Lisbeth.

– Inténtalo con alguna.

– Bueno, averiguar si sigues sola y si quieres compañía esta noche.

Durante unos segundos, Mimmi pareció quedarse perpleja antes de soltar una carcajada.

– Sólo conozco a una sola persona a la que, después de un silencio de año y medio, se le ocurriría llamar a la puerta de mi casa y preguntarme si quiero follar.

– ¿Quieres que me vaya?

Mimmi dejó de reírse. Permaneció callada unos segundos.

– Lisbeth… Dios mío, me lo estás diciendo en serio.

Lisbeth aguardaba.

Al final, Mimmi suspiró y abrió la puerta.

– Entra. Lo menos que puedo hacer es invitarte a un café.

Lisbeth entró y se sentó en uno de los dos taburetes de una especie de comedor que Mimmi había instalado en la entrada, justo al lado de la puerta. El estudio medía veinticuatro metros cuadrados y se componía de una pequeña habitación y un vestíbulo más o menos amueblable, donde, en un rincón, estaba situada la cocina americana, a la que Mimmi suministraba el agua desde el cuarto de baño mediante una manguera.

Mientras Mimmi preparaba café, Lisbeth la miró de reojo. La madre de Miriam Wu procedía de Hong Kong; su padre era sueco, de Boden. Lisbeth sabía que seguían casados y que vivían en París. Mimmi estudiaba sociología en Estocolmo. Tenía una hermana mayor que cursaba estudios de antropología en Estados Unidos. Los genes de la madre se apreciaban en un pelo corto de color azabache y en unos rasgos ligeramente orientales. El padre había contribuido con unos ojos azul claro que le daban a Mimmi un aspecto peculiar. Tenía una boca ancha y unos hoyuelos que no había sacado de ninguno de sus progenitores.

Mimmi tenía treinta y un años. Le gustaba vestirse como un fantoche, con ropa de charol, y frecuentar clubes que ofrecían performances en las que incluso actuaba de vez en cuando. Lisbeth no había vuelto a ningún club desde los dieciséis años.

Compaginándolo con sus estudios, Mimmi trabajaba un día por semana como vendedora de Domino Fashion, situada en una de las bocacalles de Sveavägen. Su clientela estaba compuesta por personas muy necesitadas de uniformes de enfermera, de prendas de látex o disfraces de bruja de cuero negro. Domino no sólo fabricaba los trajes, también los diseñaba. Junto con unas amigas, Mimmi era copropietaria de la tienda, cosa que, al mes, le permitía redondear modestamente -con unos cuantos miles de coronas- su préstamo estudiantil. Lisbeth Salander había visto a Mimmi un par de años atrás mientras actuaba en un extraño espectáculo del Festival del Orgullo Gay y más tarde, esa misma noche, la conoció en una carpa de cerveza. Mimmi llevaba un extraño vestido amarillo limón de plástico que enseñaba más de lo que ocultaba. A Lisbeth le costó lo suyo apreciar el erotismo de ese atuendo, pero estaba tan borracha que le entraron unas repentinas ganas de ligarse a una chica disfrazada de cítrico. Para su asombro, el limón le lanzó una mirada, soltó una carcajada, la besó desenfadadamente y le dijo: «Tú eres lo que yo quiero». Se fueron a casa de Lisbeth y disfrutaron del sexo toda la noche.


– Soy como soy -dijo Lisbeth-. Me fui para alejarme de todo y de todos. Debería haberme despedido.

– Pensé que te había ocurrido algo. Pero durante los meses anteriores a tu partida tampoco mantuvimos mucho contacto que digamos.

– Estaba ocupada.

– Eres tan misteriosa… Como nunca hablas de ti e ignoro dónde trabajas no sabía a quién llamar cuando no me cogías el móvil.

– Ahora mismo no trabajo en nada. Además, tú eres igual que yo. Querías sexo pero no te interesaba mucho una relación. ¿A que no?

Mimmi miró a Lisbeth.

– Es verdad -admitió finalmente.

– Y conmigo pasó lo mismo. Nunca te he prometido nada.

– Has cambiado -dijo Mimmi.

– No mucho.

– Pareces mayor. Más madura. Tienes otra ropa. Y te has metido relleno en el sujetador.

Lisbeth no dijo nada. Se movió inquieta. Mimmi acababa de tocar un tema que le daba mucho corte y que le costaba explicar. Mimmi la había visto desnuda, así que se daría cuenta de que se había producido un cambio. Al final bajó la mirada y murmuró:

– Me he puesto tetas.

– ¿Qué has dicho?

Lisbeth levantó la mirada y alzó la voz, inconsciente de que estaba adquiriendo un tono desafiante.

– Me fui a una clínica de Italia, me operaron y me pusieron unos pechos de verdad. Por eso desaparecí. Luego seguí viajando. Ahora he vuelto.

– ¿Me estás tomando el pelo?

Lisbeth miró a Mimmi con unos ojos inexpresivos.

– Pero qué tonta soy. Tú no bromeas nunca, doctor Spöck.

– No pienso disculparme. Te he sido sincera. Si quieres que me vaya, no tienes más que decírmelo.

– ¿En serio te has puesto tetas?

Lisbeth movió la cabeza afirmativamente. De pronto, Mimmi Wu soltó una carcajada. La cara de Lisbeth se ensombreció.

– Sea como sea, no quiero que te marches sin dejarme verlas. Por favor. Please.

– Mimmi, siempre me ha gustado acostarme contigo. Te traía sin cuidado a lo que yo me dedicara, y si estaba ocupada, te buscabas a otra. Y te importa una mierda lo que la gente piense de ti.

Mimmi hizo un gesto de asentimiento. Se había dado cuenta de que era lesbiana ya en el instituto, y, tras unos torpes y penosos intentos, fue finalmente iniciada en los misterios del sexo a la edad de diecisiete años, cuando, por pura casualidad, acompañó a una amiga a una fiesta organizada por la Federación Nacional para la Igualdad Sexual de Gotemburgo. Desde entonces nunca se había planteado otro tipo de vida. En una sola ocasión, cuando tenía veintitrés años, intentó mantener relaciones sexuales con un hombre. Consumó el acto y, mecánicamente, hizo todo lo que se esperaba de ella. No le resultó placentero. También pertenecía a la minoría de esa minoría a la que no le interesaba lo más mínimo el matrimonio, la fidelidad ni esas idílicas noches en plan casero acurrucada en el sofá.

– Hace sólo unas semanas que regresé a Suecia. Quería saber si debía salir a ligar por ahí o si todavía estabas interesada.

Mimmi se levantó y se acercó a Lisbeth. Se inclinó y la besó levemente en la boca.

– Había pensado estudiar esta noche.

Desabotonó el botón superior de la blusa de Lisbeth.

– Pero qué diablos…

La volvió a besar y le desabotonó uno más.

– Tengo que verlas.

La volvió a besar.

– Bienvenida a casa.


Harriet Vanger se durmió a eso de las dos de la madrugada mientras Mikael Blomkvist permanecía despierto escuchando su respiración. Acabó por levantarse y le cogió un Dunhill del paquete del bolso. Se sentó desnudo en una silla, junto a la cama, y la miró.

Mikael no había planeado convertirse en el amante de Harriet Vanger. Nada más lejos; después del tiempo pasado en Hedestad sintió más bien la necesidad de mantenerse alejado de la familia Vanger. Había vuelto a encontrase con Harriet en las reuniones que la junta directiva celebró durante la pasada primavera, pero guardó una educada distancia. Cada uno conocía los secretos del otro y ambos poseían sus respectivas armas de presión. Aparte de las obligaciones de Harriet en la junta directiva de Millennium, no tenían, prácticamente, ningún otro asunto en común.

En Pentecostés, y por primera vez en varios meses, Mikael fue a su casita de Sandhamn para poder estar solo y sentarse en el muelle a leer novelas policíacas. El viernes por la tarde, a las pocas horas de su llegada, se dio un paseo hasta el quiosco para comprar tabaco y, de repente, se cruzó con Harriet. Ella había sentido la necesidad de alejarse de Hedestad y había reservado un fin de semana en el hotel de Sandhamn, un lugar que no visitaba desde que era niña. Tenía dieciséis años cuando huyó de Suecia y cincuenta y tres cuando volvió. Fue Mikael quien dio con su paradero.

Tras unas iniciales frases de saludo, Harriet, algo incómoda, guardó silencio. Mikael conocía su historia. Y ella sabía que él había violado sus propios principios con el único fin de ocultar los terribles secretos de la familia Vanger. Entre otras razones, lo hizo por ella.

Al cabo de un rato, Mikael la invitó a visitar su casa. Preparó café y estuvieron sentados en el embarcadero de delante conversando durante horas. Era la primera vez que hablaban en serio desde que ella volvió a Suecia. Mikael no tuvo más remedio que preguntar:

– ¿Qué hicisteis con lo que había en el sótano de Martin Vanger?

– ¿De verdad lo quieres saber?

Mikael asintió.

– Lo recogí yo misma. Quemé todo lo que se podía quemar. Mandé tirar la casa abajo. No podía vivir allí y tampoco quería venderla y dejar que otra persona la habitara. Para mí sólo estaba relacionada con el mal. Pienso construir una nueva casa en ese mismo terreno, una cabaña pequeña.

– ¿Nadie se sorprendió cuando ordenaste derribarla? Al fin y al cabo, se trataba de un chalé elegante y completamente moderno.

Sonrió.

– Dirch Frode difundió el rumor de que la casa tenía tantos problemas de humedad que iba a resultar más caro repararla.

Dirch Frode era el abogado de la familia Vanger.

– ¿Cómo está Frode?

– Va a cumplir setenta años dentro de poco. Lo mantengo ocupado.

Cenaron juntos y, de repente, Mikael se dio cuenta de que Harriet le estaba contando los detalles más íntimos y privados de su vida. Cuando la interrumpió para preguntarle por qué, ella meditó la respuesta durante un instante y contestó que, probablemente, él era la única persona en todo el mundo al que no querría ocultarle nada. Además, resultaba difícil resistirse a un pequeño mocoso del que había cuidado hacía más de cuarenta años.

En toda su vida sólo había mantenido relaciones sexuales con tres hombres. Primero su padre y luego su hermano. Mató al primero y huyó del segundo. Sin saber muy bien cómo, sobrevivió, conoció a un hombre y rehizo su vida.

– Era tierno y cariñoso. Seguro y honrado. Fui feliz con él. Pasamos juntos más de veinte años antes de que enfermara.

– No te has vuelto a casar. ¿Por qué no?

Se encogió de hombros.

– Era madre de dos niños en Australia y propietaria de una gran industria ganadera. No podía permitirme hacer una escapadita para pasar un fin de semana romántico. Pero nunca he echado en falta el sexo.

Permanecieron callados durante un rato.

– Es tarde. Debería regresar al hotel.

Mikael hizo un gesto de conformidad.

– ¿Quieres seducirme?

– Sí -contestó él.

Mikael se levantó, la cogió de la mano, entraron en la casita y subieron al loft. De repente ella lo detuvo.

– No sé muy bien cómo comportarme -dijo Harriet-. Esto no es algo que haga todos los días.

Pasaron el fin de semana juntos y luego se vieron una noche cada tres meses, coincidiendo con las reuniones de la junta de Millennium. No era una relación llevadera ni parecía que pudiera durar. Harriet Vanger trabajaba veinticuatro horas al día y se encontraba casi siempre de viaje. Uno de cada dos meses lo pasaba en Australia. Pero resultaba evidente que había llegado a apreciar los encuentros esporádicos e irregulares que mantenía con Mikael.


Dos horas más tarde, Mimmi estaba preparando café mientras Lisbeth yacía desnuda y sudorosa sobre las sábanas. Contemplando a Mimmi a través de la puerta abierta se fumó un cigarrillo. Envidiaba su cuerpo. Tenía unos músculos impresionantes. Iba al gimnasio tres días por semana, de los cuales uno lo dedicaba al boxeo thai o a alguna de esas mierdas parecidas al kárate, lo cual le había dado un cuerpo insultantemente bien musculado.

Simplemente, estaba buenísima. No era una belleza como la de las modelos, pero resultaba muy atractiva. Le encantaba provocar y desafiar. Cuando se vestía de fiesta podía hacer que cualquier persona se interesara por ella.

Lisbeth no entendía por qué Mimmi se tomaba la molestia de hacerle caso a una gallina enclenque como ella.

Pero se alegraba de que así fuera. El sexo con Mimmi era tan liberador que lo único que hacía Lisbeth era relajarse, disfrutar, dar y recibir.

Mimmi volvió con dos tazones que puso en un taburete. Se metió de nuevo en la cama, se inclinó y mordisqueó uno de los pezones de Lisbeth.

– Vale, no están mal -comentó.

Lisbeth no dijo nada. Miró los pechos de Mimmi, que tenía ante sí. También resultaban bastante pequeños pero, en su cuerpo, parecían completamente naturales.

– Sinceramente, Lisbeth, estás la hostia de buena.

– Es una tontería. Los pechos no cambian nada, pero ahora, por lo menos, tengo.

– Estás demasiado obsesionada con tu cuerpo.

– Habló la que se entrena como una loca.

– Porque disfruto con ello. Me da un subidón casi como el del sexo. Deberías probarlo.

– Yo boxeo -dijo.

– Chorradas. Tú solías boxear, como mucho, una vez cada dos meses porque te ponía darles una paliza a aquellos chavales bordes. Eso no es hacer ejercicio para encontrarse bien.

Lisbeth se encogió de hombros. Mimmi se sentó a horcajadas sobre ella.

– Lisbeth, tu fijación por tu ego y tu cuerpo no tienen límites. Entérate de que a mí me gustaba acostarme contigo no por tu aspecto sino por cómo te comportabas. Me pareces tremendamente sexy.

– Tú también a mí. Por eso he vuelto.

– ¿No por amor? -preguntó Mimmi con una fingida voz herida.

Lisbeth negó con la cabeza.

– ¿Sales con alguien?

Antes de asentir, Mimmi dudó un instante.

– Quizá. En cierto sentido, sí. Posiblemente. Es un poco complicado.

– No pretendo meter las narices donde no me llaman.

– Ya lo sé. Pero no me importa contártelo. Es una mujer de la facultad, algo mayor que yo. Está casada desde hace veinte años y nos vemos a espaldas del marido. Urbanización, chalé y todo eso. Una bollera dentro del armario.

Lisbeth asintió.

– Su marido viaja bastante, así que quedamos de vez en cuando. Llevamos desde el otoño y ya empiezo a aburrirme un poco. Pero está realmente buena. Y luego, por supuesto, salgo con la misma pandilla de siempre.

– Lo que me interesaba realmente era saber si podía volver a visitarte.

Mimmi asintió.:

– Me gustaría mucho.

– ¿Aunque volviera a desaparecer otros seis meses?

– Pero da señales de vida. Quiero saber si estás viva o no. Yo, por lo menos, me acuerdo de tu cumpleaños.

– ¿Sin exigencias?

Mimmi suspiró y sonrió.

– ¿Sabes?, lo cierto es que tú eres una bollera con la que podría vivir. Me dejarías en paz cuando quisiera.

Lisbeth guardó silencio.

– Aparte de que, en realidad, tú no eres bollera. Al menos no una auténtica bollera. Tal vez seas bisexual. Más que nada creo que eres sexual: te gusta el sexo y te importa una mierda el género. Eres un caótico factor entrópico.

– No sé lo que soy -dijo Lisbeth-. Pero he vuelto a Estocolmo y me van fatal las relaciones. Si he de serte sincera, aquí no conozco a nadie. Tú eres la primera persona con la que hablo desde mi regreso.

Mimmi la examinó con semblante serio.

– ¿En serio quieres conocer gente? Eres la persona más solitaria e inaccesible que conozco.

Permanecieron un instante en silencio.

– Pero tus nuevas tetas están de miedo.

Puso los dedos bajo un pezón y le estiró la piel.

– Te quedan bien. Ni demasiado grandes ni demasiados pequeñas.

Lisbeth suspiró aliviada al ver que, por lo menos, las críticas eran favorables.

– Y al tocarlas parecen auténticas.

Le apretó una con tanta fuerza que Lisbeth se quedó sin aliento y abrió la boca. Se miraron. Luego Mimmi se inclinó y le dio un profundo beso. Lisbeth respondió y la abrazó. El café se estaba enfriando.

Capítulo 7 Sábado, 29 de enero – Domingo, 13 de febrero

A eso de las once de la mañana del sábado, un gigante rubio entró en el pueblo de Svavelsjö, situado entre Järna y Vagnhärad. La localidad se componía de unas quince casas. Se detuvo junto al último edifìcio, a unos ciento cincuenta metros fuera de la población propiamente dicha. Se trataba de una deteriorada nave industrial que en su día albergó una imprenta y que ahora lucía con orgullo un letrero que daba fe de que allí se ubicaba la sede del club de motoristas Svavelsjö MC. A pesar de que el tráfico era inexistente, miró cautelosamente a su alrededor antes de abrir la puerta y bajar del coche. Hacía frío. Se puso unos guantes de cuero marrones y sacó del maletero una bolsa de deporte negra.

No le preocupaba mucho que lo vieran. La vieja imprenta estaba situada de tal manera que resultaba prácticamente imposible que alguien aparcara en las inmediaciones sin ser visto. Si alguna autoridad estatal quisiera tener el edificio bajo vigilancia, debería pertrechar a sus colaboradores con ropa militar de camuflaje y colocarlos en una de las cunetas que quedaban al otro lado de los campos, provistos de telescopios. Algo en lo que en un plazo de tiempo no demasiado largo repararían los habitantes del lugar y que se convertiría en tema de cotilleo, y que, además -puesto que tres de las casas del pueblo pertenecían a miembros del Svavelsjö MC-, pronto se sabría en el club.

Sin embargo, no quería entrar en el edificio. En algunas ocasiones, la policía había efectuado registros en el club, de modo que ya nadie podía estar seguro de que no hubiesen instalado algún discreto equipo de escucha. Eso significaba que las conversaciones cotidianas del club sólo versaban sobre coches, chicas y cerveza, y, de vez en cuando, sobre las acciones en las que sería bueno invertir. Pero raras veces versaban sobre secretos de vital importancia.

En consecuencia, el gigante rubio esperó pacientemente hasta que Carl-Magnus Lundin salió al patio. Magge Lundin, de treinta y seis años, era del Club President. En realidad, su constitución ósea era bastante fina pero, con los años, había ido ganando tantos kilos que ahora lucía una acentuada tripa cervecera. Tenía el pelo rubio recogido en una coleta y llevaba botas, vaqueros negros y una buena cazadora de invierno. En su curriculum contaba con cinco condenas. Dos de ellas por delitos menores relacionados con drogas, una por receptación de artículos robados y otra por robar un coche y conducir en estado de embriaguez. La quinta condena, la más severa, le había valido un año de cárcel por malos tratos graves, cuando -encontrándose bajo los efectos del alcohol, unos años antes-, provocó una reyerta y armó una buena en un bar de Estocolmo.

Magge Lundin y el gigante se estrecharon la mano y pasearon tranquilamente a lo largo de la valla que cercaba el patio.

– Han pasado muchos meses -dijo Magge.

El gigante rubio movió afirmativamente la cabeza.

– Tenemos un negocio en marcha. Tres mil sesenta gramos de metanfetamina.

– ¿El mismo acuerdo que la última vez?

– Fifty-fifty.

Magge Lundin se hurgó el bolsillo de la pechera y sacó un paquete de tabaco. Asintió. Le gustaba hacer negocios con ese gigante rubio. El precio que la metanfetamina adquiría en la calle oscilaba entre las ciento sesenta y las doscientas treinta coronas por gramo, dependiendo de la oferta. Tres mil sesenta gramos equivalían a algo más de seiscientas mil coronas. Svavelsjö MC distribuiría los tres kilos entre sus revendedores habituales en paquetes de unos doscientos cincuenta gramos. En esa fase el precio bajaría a unas ciento veinte o ciento treinta coronas por gramo, cosa que reduciría los ingresos totales.

Para Svavelsjö MC se trataba de un negocio muy rentable. A diferencia de otros proveedores, con el gigante rubio nunca hubo líos: jamás exigió el pago por adelantado ni un precio fijo. Entregaba la mercancía y pedía el cincuenta por ciento, lo que era sumamente razonable. Sabían, más o menos, lo que un kilo de metanfetamina les reportaba; la cantidad exacta dependía de los beneficios que Magge Lundin fuera capaz de obtener en la venta. La cantidad estimada podía oscilar unos cuantos miles de coronas arriba o abajo, pero, una vez efectuada la venta, el gigante rubio aparecería para cobrar unas ciento noventa mil coronas. Svavelsjö MC se quedaría con una suma igual.

A lo largo de los años habían realizado muchos negocios, siempre con el mismo sistema. Magge Lundin sabía que el gigante rubio podría doblar sus ingresos encargándose él mismo de la distribución. También sabía por qué aceptaba un beneficio más bajo: así podría permanecer oculto mientras Svavelsjö MC asumía todos los riesgos. El gigante rubio obtenía unos ingresos más modestos pero relativamente seguros. Y a diferencia de todos los demás proveedores de los que había oído hablar a lo largo de su vida, se trataba de una relación basada en los principios de los negocios: el crédito y la buena voluntad. Ni una palabra más alta que otra, ni una chulería, ni una amenaza.

Incluso una vez en la que una entrega de armas se fue al garete, el gigante rubio llegó a tragarse unas pérdidas de casi cien mil coronas. Magge Lundin no conocía a nadie más en ese mundo que asumiera unas pérdidas tan grandes. Había sentido verdadero terror cuando fue a rendirle cuentas de lo ocurrido. Le explicó con detalle las causas por las que el negocio había fracasado y cómo había sido posible que un policía del Centro Nacional para la Prevención de la Delincuencia hubiera efectuado una redada en casa de un miembro de la Hermandad Aria de la provincia de Värmland. Pero el gigante ni siquiera arqueó las cejas. Más bien se mostró comprensivo; eran cosas que podían pasar. Magge Lundin tampoco obtuvo beneficio alguno. El cincuenta por ciento de cero era cero. Asunto concluido.

Magge Lundin no era tonto. Entendía que obtener un beneficio menor pero relativamente exento de riesgos constituía un buen negocio.

Nunca jamás se le había ocurrido engañar al gigante rubio. No estaría bien. El gigante rubio y sus socios aceptaban un beneficio más bajo siempre y cuando las cuentas cuadraran y fueran honestas. Si engañara al gigante, éste le haría una visita, y Magge Lundin sabía perfectamente que no sobreviviría a ella. Por lo tanto, la cosa estaba clarísima.

– ¿Cuándo puedes hacer la entrega?

El gigante rubio dejó la bolsa de deporte en el suelo.

– Ya está hecha.

Magge Lundin no se molestó en abrir la bolsa para comprobar su contenido. En su lugar extendió la mano como señal de que tenían un acuerdo que él iba a cumplir sin rechistar.

– Otra cosa -dijo el gigante.

– ¿Qué?

– Nos gustaría contratarte para un trabajo especial.

– Tú dirás.

El gigante rubio extrajo un sobre del bolsillo interior de su cazadora. Magge Lundin lo abrió y sacó una foto de pasaporte y una hoja con algunos datos personales. Arqueó las cejas de forma inquisitiva.

– Se llama Lisbeth Salander y vive en Lundagatan, en Södermalm, Estocolmo.

– Muy bien.

– Lo más seguro es que se encuentre en el extranjero pero tarde o temprano aparecerá.

– Vale.

– Mi cliente quiere una conversación privada con ella sin que nadie los moleste. Así que hay que entregarla viva. Por ejemplo, en el almacén de Yngern. Luego necesitamos que alguien lo limpie todo después de la entrevista. Ella debe desaparecer sin dejar rastro.

– No te preocupes. ¿Cómo nos enteraremos de que ha vuelto a casa?

– Ya te avisaré cuando llegue la hora.

– ¿Y la pasta?

– ¿Qué te parecen diez de los grandes? Es un trabajo bastante sencillo. Te vas a Estocolmo, la recoges y me la entregas.

Se volvieron a estrechar la mano.


En su segunda visita a Lundagatan, Lisbeth se sentó en el viejo y raído sofá, y se puso a pensar. Tenía que tomar una serie de decisiones estratégicas y una de ellas consistía en determinar si quedarse con el apartamento o no.

Encendió un cigarrillo, expulsó el humo hacia el techo y echó la ceniza en una lata vacía de Coca-Cola.

No había razón alguna para tenerle cariño al piso. Se había ido a vivir allí con su madre y su hermana a la edad de cuatro años. Su madre dormía en el salón, mientras que ella y Camilla compartían el pequeño dormitorio. Con doce años, una vez ocurrido Todo Lo Malo, la metieron, en primer lugar, en una clínica infantil y luego, cuando cumplió quince, pasó por distintas familias deacogida. La casa fue alquilada por su tutor, Holger Palmgren, quien también se aseguró de que la vivienda volviera a manos de Lisbeth en cuanto cumpliera los dieciocho años y necesitara un techo.

Durante la mayor parte de su vida, el piso había constituido un punto fijo en la existencia de Lisbeth. Aunque ya no lo necesitara, simplemente no le apetecía la idea de abandonarlo. Eso significaría que personas desconocidas pisarían su suelo.

El problema logistico consistía en que todo su correo oficial -en el caso de que recibiera algo- llegaba a su domicilio de Lundagatan. Si dejaba el piso, se vería obligada a comunicar otra dirección. Lisbeth Salander no quería figurar oficialmente en ningún lugar. Su registro emocional era el de un paranoico y no tenía grandes motivos para confiar en las autoridades, ni tampoco, a decir verdad, en nadie más.

Miró por la ventana y se topó con la pared medianera que había visto toda su vida. De pronto se sintió aliviada por la decisión de abandonar la casa. Nunca se había sentido segura allí. Cada vez que enfilaba Lundagatan y se acercaba al portal -no importaba lo sobria o borracha que estuviera- se fijaba en los alrededores, en los coches aparcados o en los transeúntes. Estaba convencida, con razón, de que allí fuera había gente que quería hacerle daño, y lo más probable era que esas personas la atacaran al entrar a su casa o salir de ella.

Sin embargo, esos ataques habían brillado por su ausencia. Lo cual no quería decir que se relajara. La dirección de Lundagatan figuraba en todos los registros públicos y durante esos años nunca contó con los medios necesarios para incrementar la seguridad más allá de su propia y constante vigilancia. Ahora la situación era otra. En absoluto deseaba que alguien conociera su nueva dirección de Mosebacke. Su instinto la obligaba a permanecer lo más anónima posible.

Pero seguía sin resolver el problema de qué hacer con la casa. Reflexionó un rato y, acto seguido, cogió el móvil y llamó a Mimmi.

– Hola, soy yo.

– Hola, Lisbeth. No me puedo creer que esta vez me llames al cabo de tan sólo una semana.

– Estoy en Lundagatan.

– Muy bien.

– Me preguntaba si te gustaría quedarte con el piso.

– ¿Quedarme con el piso?

– Estás viviendo en una caja de zapatos.

– Pero me encuentro a gusto. ¿Te vas a mudar?

– Ya me he mudado. El piso está vacío.

Mimmi dudó al otro lado del teléfono.

– Y te preguntas si me gustaría quedarme con el piso. Lisbeth, no me lo puedo permitir.

– Es un piso de propiedad completamente pagado. Los gastos comunes ascienden a mil cuatrocientas ochenta coronas al mes, lo cual probablemente sea menos de lo que te cobran por esa caja de zapatos. Además, todo este año ya está pagado.

– Pero ¿lo vas a vender? Quiero decir, debe de valer más de un millón.

– Más de un millón y medio si te fías de los anuncios inmobiliarios.

– No puedo permitírmelo.

– No te lo estoy vendiendo. Puedes venirte esta misma noche y quedarte el tiempo que quieras; y no tendrías que pagar nada en un año. No me permiten alquilarlo pero sí hacer que figures en el contrato como mi pareja de hecho. Así te librarás de tener líos con los vecinos.

– Lisbeth: ¿me estás proponiendo matrimonio? -preguntó Mimmi, riéndose.

Lisbeth se puso más seria que un ministro.

– Yo no lo quiero para nada. Y no, no tengo intención de venderlo.

– O sea, ¿que puedo vivir allí gratis? ¿En serio?

– Sí.

– ¿Por cuánto tiempo?

– El que quieras. ¿Te interesa?

– Claro que me interesa. No recibo ofertas de un piso gratis en pleno Södermalm todos los días.

– Hay una pega.

– Lo suponía.

– Puedes quedarte el tiempo que quieras pero yo seguiré domiciliada aquí, de modo que las cartas te llegarán a ti. Todo lo que tienes que hacer es encargarte de mi correo y llamarme si hay algo de interés.

– Lisbeth, eres la tía más chiflada que conozco. ¿A qué te dedicas en realidad? ¿Dónde vas a vivir?

– Ya lo hablaremos -contestó Lisbeth evasivamente.


Acordaron verse esa misma tarde para que Mimmi pudiera echarle un vistazo a la casa. En cuanto colgó el teléfono, Lisbeth se sintió de mucho mejor humor. Consultó su reloj y constató que todavía le sobraba tiempo antes de que llegara Mimmi. Dejó el piso y bajó al Handelsbanken de Hornsgatan, donde cogió un número y esperó pacientemente su turno.

Se identificó y explicó que había pasado una temporada en el extranjero y que deseaba consultar el saldo de su cuenta corriente. Oficialmente, disponía de 82.670 coronas. La cuenta llevaba más de un año sin movimientos, a excepción de un ingreso de 9.312 coronas realizado durante el otoño: la herencia de su madre.

Lisbeth Salander sacó esa cantidad en metálico. Reflexionó un rato. Quería emplear el dinero en algo que hubiera hecho feliz a su madre. Algo apropiado. Se acercó hasta la oficina de correos de Rosenlundsgatan y, anónimamente, ingresó el importe en la cuenta de uno de los centros de acogida de mujeres maltratadas de Estocolmo. No supo muy bien por qué lo hizo.


Eran las ocho de la tarde del viernes cuando Erika apagó el ordenador y se estiró. Había pasado las últimas nueve horas ultimando el número de marzo de Millennium. Como Malin Eriksson trabajaba a tiempo completo con el número temático de Dag Svensson, se había visto obligada a ocuparse personalmente de gran parte de la edición. Henry Cortez y Lottie Karim la habían ayudado, pero ellos eran principalmente escritores e investigadores y no tenían mucha experiencia como editores.

Así que Erika Berger se sentía cansada y le dolía el culo, pero se encontraba satisfecha tanto con el día como con la vida en general. La economía de la revista era estable, los gráficos eran ascendentes, los textos entraban antes del deadline o, por lo menos, no se retrasaban demasiado, el personal estaba contento y, más de un año después, todavía seguían con el subidón de adrenalina que el caso Wennerström les produjo.

Tras haber dedicado un rato a masajearse el cuello, constató que necesitaba una ducha y pensó en usar el cuchitril que había detrás de la pequeña cocina. Pero le dio demasiada pereza y, en su lugar, puso los pies sobre la mesa. Dentro de tres meses cumpliría cuarenta y cinco años, y toda esa vida por delante, de la que todo el mundo hablaba, ya empezaba, cada día más, a formar parte de su pasado. En el contorno de los ojos y de la boca presentaba una fina red de pequeñas arrugas y líneas, pero sabía que todavía seguía siendo guapa. Dos veces por semana se sometía a unas infernales sesiones de gimnasio, pero había notado que, cuando navegaba con su marido, le resultaba cada vez más difícil trepar por el mástil del barco. Siempre le tocaba a ella. Greger tenía un vértigo terrible.

Erika constató también que sus primeros cuarenta y cinco años, a pesar de unos cuantos ups and downs, habían sido, en general, felices. Tenía dinero, estatus, una casa estupenda y un trabajo que le gustaba. Tenía un hombre cariñoso que la quería y del que, después de quince años de matrimonio, seguía enamorada. Y además, un agradable y, por lo visto, incansable amante, que si bien era cierto que no satisfacía su espíritu, sí lo hacía con su cuerpo cuando lo necesitaba.

Sonrió al pensar en Mikael Blomkvist. Se preguntó cuándo reuniría el coraje de confiarle el secreto de que se había enrollado con Harriet Vanger. Ninguno de los dos había dicho ni palabra sobre su relación, pero Erika no tenía ni un pelo de tonta. Fue en agosto, en la junta directiva, al reparar en una mirada que Mikael y Harriet se intercambiaron, cuando se dio cuenta de que había algo entre ellos. Por pura maldad, algo más tarde, esa misma noche, llamó tanto al móvil de Mikael como al de Harriet y se encontró, sin sorpresa alguna por su parte, con que los dos estaban apagados. Era cierto que eso no constituía ninguna prueba determinante, pero en las juntas directivas siguientes constató que, por las noches, el teléfono de Mikael tampoco se encontraba disponible. El otro día, después de la junta anual, casi le entró la risa al ver la rapidez con la que Harriet se levantó de la cena, con la tonta excusa de que quería ir al hotel para descansar. Erika ni pretendía husmear ni estaba celosa. Sin embargo, tenía en mente aprovechar alguna ocasión propicia para pincharlos con el tema.

No se metía en los asuntos de faldas de Mikael, pero esperaba que su relación con Harriet no derivara en futuros problemas para la junta. Aunque tampoco le quitaba el sueño. Mikael contaba con una larga serie de relaciones a sus espaldas, tras las cuales seguía manteniendo una amistad con la mujer en cuestión. Sólo en muy contadas ocasiones tuvo algún que otro quebradero de cabeza.

Erika Berger estaba enormemente contenta de ser amiga y confidente de Mikael. En ciertos aspectos, era tonto de remate, pero en otros se mostraba tan perspicaz que más bien parecía un oráculo. En cambio, Mikael no entendía el amor que Erika sentía por su marido. Simplemente nunca había comprendido por qué ella consideraba a Greger como un ser fascinante, cariñoso, interesante, generoso y, sobre todo, desprovisto de los típicos defectos masculinos que ella tanto odiaba. Greger era el hombre con el que deseaba envejecer. Le habría gustado tener niños con él, pero no había sido posible y ya resultaba demasiado tarde. Sin embargo, como compañero de vida no podía imaginar una alternativa mejor y más estable: una persona en quien confiar completa e incondicionalmente que siempre estaba cuando ella lo necesitaba.

Mikael era diferente. Se trataba de un hombre con tantas y tan variopintas facetas que a veces parecía presentar múltiples personalidades. En su trabajo era cabezota y siempre estaba centrado en su tarea, casi patológicamente. Cogía una historia y no la dejaba hasta que rozaba la perfección y ataba todos los cabos sueltos. En sus mejores momentos resultaba brillante, y en los peores era mucho mejor que la media. Parecía poseer un talento prácticamente intuitivo para olfatear en qué historia había gato encerrado y en cuál un simple artículo sin ningún tipo de interés. Erika Berger jamás se arrepintió de empezar a colaborar con Mikael.

Tampoco de haberse convertido en su amante.

La única persona que entendía la pasión sexual que Erika Berger sentía por Mikael Blomkvist era su marido, y la entendía porque ella se había atrevido a hablarle de sus necesidades. No se trataba de infidelidad sino de deseo. El sexo con Mikael Blomkvist le daba un subidón que ningún otro hombre era capaz de darle, incluido Greger.

Para Erika Berger el sexo era importante. Perdió su virginidad cuando tenía catorce años y dedicó gran parte de su adolescencia a buscar satisfacción, sin conseguirla. Lo probó todo, desde magreos con compañeros de clase y una relación complicada con un profesor mayor, hasta sexo por teléfono y sexo suave, de terciopelo, con un neurótico. Del mundo del erotismo experimentó casi todo lo que le interesaba. Coqueteó con el bondage y fue miembro del Club Extreme, que organizaba fiestas no del todo aceptadas socialmente. En varias ocasiones tuvo experiencias sexuales con otras mujeres, constatando, decepcionada, que no era lo suyo y que éstas no eran capaces de excitarla ni una mínima parte de lo que lo hacía un hombre. O dos. Junto con Greger había explorado el sexo con dos hombres -uno de ellos un destacado galerista- y descubrió no sólo que su marido presentaba marcadas inclinaciones bisexuales y que ella misma casi se paralizó de placer al sentir cómo dos hombres la acariciaban y satisfacían simultáneamente, sino también que experimentaba una sensación placentera difícil de interpretar al ver cómo su marido era acariciado por otro hombre. Repitieron el trío con el mismo éxito con un par de personas a las que empezaron a recurrir con regularidad.

Su vida sexual con Greger, por tanto, no resultaba ni aburrida ni insatisfactoria; lo que sucedía era que con Mikael Blomkvist la experiencia se le antojaba completamente diferente.

Él tenía talento. Aquello, simplemente, era SJB. Sexo Jodidamente Bueno.

Tan bueno que ella lo vivía como si hubiese alcanzado el equilibrio óptimo entre Greger como marido y Mikael como amante, según sus necesidades. No podía vivir sin ninguno de los dos y no pensaba elegir.

Y su marido lo entendía. Por muy ingeniosos que fueran los acrobáticos ejercicios que él realizara en el jacuzzi, ella tenía una necesidad que iba más allá de lo que él podía ofrecerle.

Lo que más le gustaba a Erika de su relación con Mikael era el prácticamente inexistente control que Mikael ejercía sobre ella. No era en absoluto celoso y -aunque a ella le entraran varios ataques de celos cuando empezaron a salir, hacía ya veinte años- Erika había descubierto que con él no tenía por qué mostrarse celosa. Lo suyo se basaba en la amistad, y la lealtad de Mikael como amigo carecía de límites. Se trataba de una relación que podía superar las pruebas más difíciles.

Erika Berger era consciente de que pertenecía a un grupo de personas cuyo modo de vida no tendría mucho éxito entre los miembros de la asociación cristiana de amas de casa de Skövde. No le preocupaba. Ya en su adolescencia, decidió que lo que ella hiciera en la cama y cómo viviera su vida no concernía a nadie más que a ella. Pero, aun así, la irritaba que muchos de sus conocidos siempre cuchichearan y cotillearan a sus espaldas sobre su relación con Mikael Blomkvist.

Mikael era un hombre; podía ir de cama en cama sin que nadie arqueara una ceja. Ella era una mujer y el hecho de que tuviera un amante -contando, incluso, con la bendición de su marido y considerando, además, que llevaba veinte años siéndole fiel a su amante- daba lugar a unas interesantísimas conversaciones de sobremesa.

Fuck you all. Reflexionó un rato y luego descolgó el teléfono para llamar a su marido.

– Hola, cariño. ¿Qué haces?

– Estoy escribiendo.

Greger Backman no era sólo un artista; sobre todo era profesor universitario de historia del arte y autor de varios libros sobre el tema. A menudo participaba en debates públicos y era contratado por grandes empresas de arquitectura. El último año lo había dedicado a trabajar en un libro que versaba sobre la importancia de la decoración artística de los edificios y de por qué la gente se encontraba a gusto en unos sí y en otros no. La obra se estaba convirtiendo en una diatriba contra el funcionalismo, algo que -sospechaba Erika- iba a crear cierta inquietud en el panorama de debates sobre estética.

– ¿Cómo va?

– Bien. Va. ¿Y tú?

– Acabo de terminar el último número. El jueves irá a imprenta.

– Enhorabuena.

– Me siento completamente vacía.

– Suena como si tuvieras algo en mente.

– ¿Tenías algo planeado para esta noche? ¿Te cabrearías mucho si no voy a dormir?

– Dile a Blomkvist que está tentando al destino -respondió Greger.

– No creo que le importe mucho.

– De acuerdo. Dile que eres una bruja imposible de satisfacer y que va a envejecer prematuramente.

– Eso ya lo sabe.

– Entonces, sólo me queda suicidarme. Estaré escribiendo hasta que me duerma. Que lo pases bien.

Se despidieron y, acto seguido, Erika llamó a Mikael. Estaba en Enskede, en casa de Dag Svensson y Mia Bergman, ultimando unos intrincados detalles del libro de Dag. Ella le preguntó si estaba ocupado esa noche y si le importaría darle un masaje a una dolorida espalda.

– Tienes las llaves -dijo Mikael-. Siéntete en tu casa.

– De acuerdo -contestó ella-. Te veo dentro de una hora.

Tardó diez minutos en ir andando hasta Bellmansgatan. Se desnudó, se duchó y se preparó un espresso en su magnífica cafetera. Luego se metió entre las sábanas de la cama de Mikael y lo esperó desnuda y ansiosa.

Para ella, la satisfacción óptima sería probablemente un triángulo con su marido y Mikael Blomkvist, algo que, casi con toda seguridad, nunca ocurriría. El problema era que Mikael era muy straight, pero ella solía pincharle tachándolo de homófobo. Su interés por los hombres era cero. En fin, no se podía tener todo en la vida.


Irritado, el gigante rubio frunció el ceño mientras -con sumo cuidado y a poco más de quince kilómetros por hora- conducía el coche por una pista forestal que se hallaba en tan mal estado que por un momento pensó que no se había enterado bien de las instrucciones para llegar. Empezaba a oscurecer cuando el camino se ensanchó y pudo, por fin, vislumbrar la casa de campo. Aparcó, apagó el motor y echó un vistazo a su alrededor. Le quedaban unos cincuenta metros.

Se encontraba en las inmediaciones de Stallarholmen, no muy lejos de Mariefred. Se trataba de una sencilla casa de madera de los años cincuenta, situada en medio del bosque. Entre los árboles pudo divisar, en el lago Melaren, una franja de hielo algo más clara.

Le resultaba imposible entender que alguien deseara pasar allí -totalmente aislado- su tiempo libre. Al cerrar la puerta del coche le asaltó una inmediata incomodidad. El bosque le pareció inquietante y amenazador. Se sintió observado. Empezó a caminar hacia la casa pero, de repente, oyó un crujido que le hizo detenerse en seco.

Miró fijamente hacia el bosque. En la tarde reinaban el silencio y la calma. Permaneció quieto dos minutos, con los nervios a flor de piel, antes de percibir, con el rabillo del ojo, una silueta que se movía sigilosamente entre los árboles. Cuando enfocó la mirada, la figura se hallaba completamente inmóvil, a unos treinta metros de él, observándolo fijamente desde el bosque.

El gigante rubio sintió una vaga sensación de pánico. Intentó discernir los detalles. Vio un rostro oscuro y huesudo. Parecía un enano: apenas un metro y vestido con una especie de traje de camuflaje hecho con ramitas deabedul y musgo. ¿Un gnomo del bosque bávaro? ¿Un leprechaun irlandés? ¿Hasta qué punto eran peligrosos?

El gigante rubio contuvo la respiración. Sintió que el vello se le ponía de punta.

Luego parpadeó intensamente y sacudió la cabeza. Cuando volvió a mirar, el ser se había desplazado unos diez metros a la derecha. «Allí no había nada.» Sabía que se lo estaba imaginando. Aun así, pudo ver con toda nitidez a esa criatura del bosque. De repente, se movió y se aproximó. Parecía querer alcanzar una posición de ataque, desplazándose con pequeños pero rápidos movimientos en semicírculo.

El gigante rubio se acercó apresuradamente a la casa. Llamó a la puerta con más fuerza y ansias de las que hubiera querido. En cuanto oyó el sonido de voces humanas en el interior, el pánico se disipó. Miró de reojo detrás de sí. «Allí no había nada.»

Pero hasta que no se abrió la puerta no se sintió aliviado. El abogado Nils Bjurman lo saludó educadamente y le pidió que entrara.


Al llegar arriba, tras haber bajado hasta el sótano una última bolsa con cosas de Lisbeth Salander, Miriam Wu soltó un suspiro de alivio. El piso estaba asépticamente limpio y olía a jabón, pintura y café recién hecho. Esto último era obra de Lisbeth. Se encontraba sentada en un taburete mientras contemplaba pensativa el piso vacío del que, como por arte de magia, habían desaparecido cortinas, alfombras, los vales de descuento que tenía sobre la nevera y los eternos trastos de la entrada. Se maravilló de lo grande que le parecía el piso.

Miriam Wu y Lisbeth Salander no compartían el mismo gusto ni en cuanto a ropa y decoración de interiores ni en cuanto a las cosas que las estimulaban intelectualmente. Mejor dicho: Miriam Wu tenía un gusto y unas ideas determinadas sobre cómo quería que fuera su vivienda, los muebles y la ropa que llevaba. Según Mimmi, Lisbeth Salander carecía por completo de gusto.

Tras haberse pasado por Lundagatan para inspeccionar el piso de Lisbeth con los ojos de una presunta compradora, tuvieron una conversación en la que Mimmi constató que la mayoría de los trastos debía ir fuera. Especialmente el miserable y mugriento sofá marrón del salón. ¿Lisbeth quería quedarse con algo? No. Durante dos semanas Mimmi pasó días enteros y unas cuantas horas cada tarde tirando viejos muebles recogidos de contenedores, limpiando armarios, fregando suelos, limpiando la bañera, pintando las paredes de la cocina, el salón y el recibidor, así como barnizando el parqué del salón.

Lisbeth no tenía ningún interés en ese tipo de trabajos, pero, en alguna que otra ocasión, se dejó caer para observar fascinada a Mimmi. Cuando terminaron, el piso estaba vacío, a excepción de una pequeña y desvencijada mesa de cocina de madera maciza que Mimmi quería acuchillar y barnizar, dos buenos taburetes con los que Lisbeth se había hecho cuando limpiaron la buhardilla del edificio, y una sólida estantería del salón que Mimmi consideró que, tal vez, podría ser útil.

– Me vendré este fin de semana. ¿Seguro que no te arrepientes?

– No necesito el piso.

– Pero es un piso cojonudo. Quiero decir que los hay más grandes y mejores, pero éste está en pleno Södermalm y los gastos de comunidad no son nada. Lisbeth, vas a perder una fortuna si no lo vendes.

– Tengo dinero de sobra.

Mimmi se calló, insegura de cómo interpretar las parcas respuestas de Lisbeth.

– ¿Y dónde vas a vivir?

Lisbeth no contestó.

– ¿Se te puede visitar?

– Por ahora, no.

Lisbeth abrió su bandolera y sacó unos papeles que le acercó a Mimmi.

– He arreglado el tema del contrato con la comunidad de vecinos. Figuras como mi pareja y te vendo la mitad del piso; es lo más sencillo. El precio de venta es una corona. Tienes que firmarlo.

Lisbeth le dio un bolígrafo y Mimmi estampó su firma y su fecha de nacimiento.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo.

– Lisbeth, siempre te he considerado un poco chiflada, pero ¿te das cuenta de que acabas de regalarme la mitad de esta casa? Me encanta el piso y me apetece mucho vivir aquí, pero no me gustaría que, de pronto, un día te arrepintieras. No quiero que eso cree problemas entre nosotras.

– No habrá ningún problema. Quiero que tú vivas aquí. Me gusta.

– Pero ¿gratis? ¿Sin pagarte nada? Estás loca.

– Te encargarás de mi correo. Ésa es la condición.

– Me llevará unos cuatro segundos por semana. ¿Pasarás a verme de vez en cuando para que nos acostemos?

Lisbeth le clavó la mirada. Permaneció callada un instante.

– Me gustaría mucho, pero no forma parte del contrato. Puedes decir que no cuando quieras. Mimmi suspiró.

– Qué pena, justo cuando acababa de empezar a hacerme ilusiones de ser una kept woman. Ya sabes, una persona me pone un apartamento, me paga el alquiler y aparece sigilosamente de vez en cuando para darse conmigo un revolcón en la cama.

Permanecieron en silencio un rato. Luego Mimmi se levantó, entró en el salón y apagó la desnuda bombilla del techo.

– Ven aquí.

Lisbeth la siguió.

– Nunca lo he hecho en el suelo de una casa recién pintada donde no hay ni un mueble. Una vez vi una película con Marlon Brando que iba de una pareja que lo hacía. Estaban en París.

Lisbeth miró al suelo de reojo.

– Quiero jugar. ¿Te apetece?

– Casi siempre me apetece.

– Esta noche pienso ser una bitch dominante. Yo decido. Desnúdate.

Lisbeth sonrió de torcido. Se desnudó. Le llevó por lo menos diez segundos.

– Túmbate en el suelo. Boca abajo.

Lisbeth hizo lo que Mimmi le había ordenado. El parqué estaba frío y en seguida se le puso la piel de gallina. Mimmi usó la camiseta de Lisbeth que decía You have the right to remain silent para atarle las manos a la espalda.

A Lisbeth le vino a la mente que era parecido a cómo la inmovilizó, hacía ya más de dos años, el Jodido Cerdo y Asqueroso abogado Nils Bjurman

Ahí cesaron las similitudes.

Estando con Mimmi, Lisbeth sólo sentía una curiosidad llena de deseo. Sumisa, se dejó hacer en cuanto Mimmi la tumbó boca arriba y le separó las piernas. Lisbeth la contempló en la penumbra cuando Mimmi se quitó la camiseta; se quedó fascinada con la suavidad de las líneas de sus pechos. Luego Mimmi le vendó los ojos con la prenda. Lisbeth oyó la fricción de la ropa. Unos segundos más tarde sintió la lengua de Mimmi en su vientre y sus dedos por la cara interna de los muslos. Se encontraba más excitada de lo que había estado en mucho tiempo. Bajo la venda, cerró los ojos fuertemente y dejó que Mimmi impusiera el ritmo.

Capítulo 8 Lunes, 14 de febrero – Sábado, 19 de febrero

Al oír un leve golpeteo en el marco de la puerta, Dragan Armanskij levantó la vista y vio a Lisbeth Salander. Intentaba mantener en equilibrio dos tazas de café que traía de la máquina. Lentamente, él dejó el bolígrafo sobre la mesa y apartó el informe.

– Hola -dijo ella.

– Hola -contestó Armanskij.

– Vengo en son de paz -dijo ella-. ¿Puedo pasar?

Dragan Armanskij cerró los ojos un instante. Luego señaló una silla con el dedo. Miró el reloj de reojo. Eran las seis y media de la tarde. Lisbeth Salander le dio una de las tazas y se sentó. Se examinaron mutuamente durante un instante.

– Hace más de un año -dijo Dragan.

Lisbeth asintió.

– ¿Estás enfadado?

– ¿Debería estarlo?

– No me despedí.

Dragan torció el morro. Se encontraba desconcertado y al mismo tiempo aliviado. Por lo menos, ahora sabía que Lisbeth Salander no estaba muerta. De pronto, una enorme irritación y un gran cansancio se apoderaron de él.

– No sé qué decir -contestó-. No tienes ninguna obligación de informarme de tu vida. ¿Qué quieres?

Su voz sonó más fría de lo que había pretendido.

– No lo sé muy bien. Supongo que saludarte, más que nada.

– ¿Necesitas trabajo? No pienso contratarte de nuevo.

Ella negó con la cabeza.

– ¿Tienes otro trabajo?

Volvió a negar con la cabeza. Daba la sensación de estar pensando lo que iba a decir. Dragan aguardaba.

– He estado viajando -respondió finalmente-. Acabo de regresar a Suecia.

Pensativo, Armanskij hizo un gesto de asentimiento mientras la examinaba. Lisbeth Salander había cambiado. Había un nuevo tipo de… madurez en su ropa y en su comportamiento. Y había rellenado el sujetador con algo.

– Has cambiado. ¿Dónde has estado?

– Un poco por todas partes… -contestó evasivamente, pero siguió al reparar en la irritada mirada de Armanskij-. Me fui a Italia y continué hasta Oriente Medio. De ahí volé a Hong Kong vía Bangkok. Estuve un tiempo en Australia y Nueva Zelanda, y viajé por las islas del Pacífico, donde permanecí un mes en Tahiti. Luego recorrí Estados Unidos. Y los últimos meses los he pasado en el Caribe.

Él asintió.

– No sé por qué no me despedí.

– Porque, sinceramente, los demás te importamos un carajo -contestó Dragan Armanskij con frialdad.

Lisbeth se mordió el labio inferior. Reflexionó un rato. Tal vez las palabras de Dragan fueran ciertas pero, aun así, le pareció injusta la acusación.

– Por regla general son los demás los que pasan de mí.

– ¡Y una mierda! -contestó Armanskij-. Lo tuyo es un problema de actitud y tratas como el culo a los que verdaderamente intentan ser tus amigos. Así de sencillo.

Silencio.

– ¿Quieres que me vaya?

– Haz lo que te plazca. Siempre lo has hecho. Pero si te vas ahora, no quiero volver a verte en la vida.

De repente, Lisbeth Salander tuvo miedo. Una persona a la que de verdad respetaba estaba a punto de rechazarla. No supo qué decir.

– Hace ya dos años que a Holger Palmgren le dio el derrame. No lo has visitado ni una sola vez -continuó Armanskij, implacable.

Lisbeth lo miró fijamente, como en estado de shock.

– ¿Palmgren está vivo?

– O sea, que ni siquiera sabes si está vivo o muerto.

– Los médicos dijeron que…

– Los médicos dijeron muchas cosas -la interrumpió Armanskij-. Se encontraba muy mal y era incapaz de comunicarse con nadie. Durante el último año se ha recuperado bastante. Le cuesta hablar y hay que prestarle mucha atención para entender lo que dice. Necesita ayuda para muchas cosas pero, al menos, puede ir al baño solo. La gente que se preocupa por él le hace visitas

Lisbeth se quedó muda. Fue ella quien, dos años antes, encontró a Palmgren cuando tuvo la apoplejía y llamó a la ambulancia. Los médicos menearon la cabeza para indicar que el pronóstico no era muy alentador. La primera semana se instaló en el hospital, hasta que un médico le dijo que se encontraba en coma y que las probabilidades de que se despertara eran muy pequeñas. Desde ese mismo momento ella dejó de preocuparse y lo eliminó de su vida. Se levantó y abandonó el hospital sin volver la vista atrás. Y, al parecer, sin seguir el desarrollo de los hechos.

Frunció el ceño. Por esa época también se le vino encima todo lo del abogado Nils Bjurman, que acaparó casi toda su atención. Pero nadie, ni siquiera Armanskij, le había contado que Palmgren vivía; y mucho menos que iba mejorando. Esa posibilidad ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

De pronto sintió aflorar unas lágrimas. Nunca antes en su vida se había sentido tan miserable y egoísta. Y nunca le habían echado una bronca tan descomunal en voz tan baja. Agachó la cabeza.

Permanecieron un rato en silencio. Fue Armanskij quien lo rompió.

– Bueno, ¿y qué tal estás?

Lisbeth se encogió de hombros.

– ¿De qué vives? ¿Tienes trabajo?

– No, no tengo y no sé en qué quiero trabajar. Pero tengo dinero para vivir.

Armanskij la examinó con ojos inquisitivos.

– Sólo quería pasar a saludar… no busco trabajo. No sé… De todos modos, si alguna vez me necesitas, tal vez me apetezca aceptar un encargo tuyo. Pero tendrá que ser algo que realmente me interese.

– Supongo que no quieres contarme lo que sucedió en Hedestad el año pasado.

Lisbeth permaneció callada.

– Porque es evidente que algo ocurrió… Martin Vanger se mató al volante después de que tú te pasaras por aquí para coger prestado un equipo de vigilancia y de que alguien os amenazara de muerte. Y su hermana resucitó de entre los muertos. Fue, por decirlo de alguna manera, toda una sensación.

– He prometido no contar nada.

Armanskij hizo un gesto de asentimiento.

– Y supongo que tampoco querrás contarme el papel que desempeñaste en el caso Wennerström.

– Ayudé a Kalle Blomkvist con la investigación. -De repente, su voz sonó más fría-. Eso es todo. No quiero que me involucren en el caso.

– Mikael Blomkvist ha removido cielo y tierra buscándote. Ha llamado al menos una vez al mes para preguntarme si sabía algo de ti. También él está preocupado.

Lisbeth guardó silencio pero Armanskij reparó en que su boca se había convertido en una rígida línea.

– No sé si me cae bien o no -prosiguió Armanskij-. Pero la verdad es que también se preocupa por ti. El pasado otoño me encontré con él. Tampoco quiso contarme nada de Hedestad.

Lisbeth Salander no tenía ganas de hablar de Mikael Blomkvist.

– Sólo me he acercado a saludarte y decirte que he vuelto a la ciudad. No sé si me quedaré. Si necesitas contactar conmigo, aquí tienes mi número de móvil y mi nueva dirección de correo electrónico.

Le dio un papelito y se levantó. Él lo cogió. Lisbeth se encontraba ya en la puerta cuando Armanskij la llamó:

– Lisbeth, espera un segundo. ¿Qué vas a hacer?

– Voy a ir a visitar a Holger Palmgren.

– Ya. Me refiero a… ¿en qué vas a trabajar?

Ella lo contempló pensativa.

– No lo sé.

– De algo tendrás que vivir.

– Ya te he dicho que tengo dinero.

Meditabundo, Armanskij se reclinó en la silla. Con Lisbeth Salander uno nunca sabía muy bien cómo interpretar las palabras.

– He estado tan enfadado con tu desaparición que ya casi había decidido no volver a contratarte jamás. -Hizo una mueca-. Resultas muy poco fiable. Pero eres una investigadora condenadamente buena. Tal vez tenga algo que te interese.

Ella negó con la cabeza. Pero se acercó a su mesa.

– No quiero que me des trabajo. Mejor dicho. No necesito dinero. Lo digo en serio. Soy económicamente independiente.

Dragan Armanskij frunció el ceño con un gesto de perplejidad. Al final, asintió.

– De acuerdo. Eres económicamente independiente, signifique eso lo que signifique. Te creo. Pero si necesitas un trabajo…

– Dragan, tú eres la segunda persona a la que visito desde que regresé. No necesito tu dinero. Pero durante muchos años tú has sido una de las pocas personas a las que he respetado.

– Vale. Pero todo el mundo ha de vivir de algo.

– Lo siento, pero ya no me interesa hacer investigaciones personales para ti. Llámame si te encuentras con un problema de verdad.

– ¿Qué tipo de problema?

– Esos que no consigues resolver. Si te metes en un callejón sin salida y no sabes qué hacer. Si voy a trabajar para ti, tienes que ofrecerme algo que me interese. Tal vez en la parte operativa.

– ¿En la parte operativa? ¿Tú, que desapareces sin dejar rastro cuando te conviene?

– Y una mierda. Nunca jamás he abandonado un encargo que haya aceptado.

Dragan Armanskij se la quedó mirando, desarmado. El concepto de «unidad operativa» pertenecía a su jerga, se refería al trabajo de campo. Podía tratarse de cualquier cosa: desde solicitar guardaespaldas hasta realizar operaciones especiales de vigilancia en exposiciones de arte. Su personal operativo lo componía una serie de veteranos seguros y estables que a menudo habían pertenecido a la policía. Además, el noventa por ciento de ellos eran hombres. Lisbeth Salander era todo lo opuesto a los criterios establecidos por Dragan para el personal de las unidades operativas de Milton Security.

– No sé… -dijo dubitativamente.

– No te esfuerces. Sólo aceptaré trabajos que me interesen, así que el riesgo de que te diga que no es grande. Llámame si te enfrentas a un problema realmente complicado. Soy buena resolviendo enigmas.

Dio media vuelta y desapareció. Dragan Armanskijmovía negativamente la cabeza. «Esta chalada. No cabe duda. Está chalada.»

Un segundo después Lisbeth Salander apareció de nuevo por la puerta.

– Por cierto… Tienes a dos tíos que llevan un mes protegiendo a la actriz Christine Rutherford de ese loco que le manda anónimas cartas de amenaza. Pensáis que el autor es alguien cercano porque conoce muchos detalles de su vida.

Dragan Armanskij se quedó mirando fijamente a Lisbeth Salander. Una descarga eléctrica le recorrió el cuerpo. «Lo ha vuelto a hacer. Te suelta unas frases sobre un tema del que es imposible que sepa ni una pizca y…» No puede saber nada.

– Olvídalo. Es un montaje. Son ella misma y su novio los que han escrito las cartas para llamar la atención. Dentro de unos días recibirá otra y la próxima semana lo filtrarán a los medios de comunicación. El riesgo de que se acuse a Milton de filtración es grande. Bórrala de la lista de clientes.

Antes de que a Armanskij le diera tiempo a decir nada, Lisbeth desapareció. El se quedó mirando el hueco de la puerta. No era lógico que supiera esas cosas del caso. «Debe de tener un insider en Milton que le filtra información y la mantiene al día.» Pero tan sólo unas cuatro o cinco personas de la empresa conocían el tema: Armanskij, el jefe operativo y los dos o tres investigadores que se ocupaban de las amenazas… y eran probados y fiables profesionales. Armanskij se frotó la barbilla.

Bajó la mirada. La carpeta del caso Rutherford estaba bajo llave en el cajón de su mesa. El despacho tenía una alarma conectada. Volvió a mirar de reojo el reloj y constató que Harry Fransson, el jefe del departamento técnico, ya se había ido. Entró en su correo electrónico y le envió un mensaje a Fransson en el que le pedía que subiera a verlo al día siguiente para instalar una cámara oculta de vigilancia.


Lisbeth Salander volvió derecha a su casa de Mosebacke. Apresuró el paso con la sensación de que el tiempo apremiaba.

Llamó a Södersjukhuset y, tras dar la tabarra un rato en unas cuantas centralitas del hospital, consiguió localizar a Holger Palmgren. Hacía catorce meses que se encontraba en la residencia de rehabilitación de Erstaviken, en Älta. De inmediato, Äppelviken acudió a su mente. Al llamar le dijeron que estaba durmiendo pero que lo podría visitar al día siguiente.

Lisbeth pasó la noche en su piso, deambulando de un lado para otro. Se sentía incómoda. Se acostó temprano y se durmió casi en seguida. Se despertó a las siete, se duchó y desayunó en el 7-Eleven. A eso de las ocho se acercó hasta la oficina de alquiler de coches de Ringvägen. «Tengo que comprarme un coche.» Alquiló el mismo Nissan Miera que había cogido un par de semanas antes para ir a Äppelviken.

Nada más aparcar delante de la residencia la invadió un repentino nerviosismo, pero hizo de tripas corazón y entró. Se acercó a la recepción y solicitó ver a Holger Palmgren.

Una mujer llamada Margit, según rezaba en su placa identificativa, consultó sus papeles y le comentó que se hallaba en fisioterapia y que no estaría disponible hasta después de las once. Lisbeth podía esperar en la sala de espera o volver más tarde. Se dirigió al aparcamiento, se sentó en el coche y se fumó tres cigarrillos mientras esperaba. A las once regresó a la recepción. Le dijeron cómo llegar al comedor: cogiendo el pasillo de la derecha hasta el final y luego girando a la izquierda.

Se detuvo en la entrada y descubrió a Holger Palmgren en un comedor medio vacío. Se encontraba sentado de frente respecto a ella, concentrado en un plato. Sostenía torpemente el tenedor con toda la mano e intentaba, con gran esfuerzo, llevarse la comida a la boca. Aproximadamente una de cada tres veces fracasaba en su intento y la comida se le caía del tenedor.

Se le veía hundido y parecía tener cien años. Su rostro estaba extrañamente rígido. Se hallaba en una silla de ruedas. Fue entonces cuando Lisbeth Salander asimiló que, efectivamente, estaba vivo y cuando constató que Armanskij no le había mentido.


Holger Palmgren juró en silencio mientras por tercera vez intentó coger un poco de pastel de macarrones con el tenedor. Aceptaba que no podía andar bien y que había otras cosas que tampoco era capaz de hacer. Pero odiaba no poder comer en condiciones, y que a veces babeara, como un bebé.

Mentalmente sabía a la perfección cómo hacerlo. Bajar el tenedor con el ángulo apropiado, empujar, levantarlo y llevárselo a la boca. Pero había algún problema con la coordinación. La mano parecía tener vida propia: cuando daba la orden para elevarla, ésta se desplazaba lentamente a un lado; cuando la dirigía hacia la boca, cambiaba de dirección en el último momento y se iba hacia la mejilla o la barbilla.

Pero también sabía que la rehabilitación daba resultado. Apenas seis meses antes la mano le temblaba tanto que no podía llevarse a la boca ni un solo bocado. Ahora es cierto que las comidas le llevaban su tiempo, pero, por lo menos, comía sin ayuda. No pensaba rendirse hasta que volviera a recuperar el completo control de sus miembros.

Estaba bajando el tenedor para coger más comida cuando una mano apareció por detrás y se lo quitó suavemente. Vio cómo la mano pinchaba un poco de pastel de macarrones y lo levantaba. Inmediatamente reconoció aquella delgada mano de muñeca, giró la cabeza y se encontró con los ojos de Lisbeth Salander a menos de diez centímetros de su cara. Su mirada se mantenía a la expectativa. Parecía angustiada.

Durante un largo rato, Palmgren permaneció inmóvil contemplando su rostro. De repente el corazón le empezó a palpitar de una manera absurda. Luego abrió la boca y aceptó la comida.

Le dio de comer bocado a bocado. Por lo general, Palmgren odiaba que lo ayudaran en el comedor, pero entendió que Lisbeth Salander necesitaba hacerlo. No es que él fuera un desvalido vegetal. Ella le daba de comer como un gesto de humildad: un sentimiento sumamente raro, tratándose de ella. Le preparaba porciones de un tamaño adecuado y esperaba a que terminara de masticar. Cuando él le señaló un vaso de leche que tenía una pajita, ella se lo sostuvo para que pudiera beber.

No intercambiaron palabra durante toda la comida. En cuanto él tragó el último bocado, ella soltó el tenedor y lo interrogó con la mirada. Él negó con la cabeza. «No, no quiero más.»

Holger Palmgren se reclinó en la silla de ruedas e inspiró hondo. Lisbeth levantó la servilleta y le limpió la boca. De repente se sintió como si fuera el jefe de la mafia de una película norteamericana en la que un capo di tutti capi le presentaba sus respetos. Se imaginó a Lisbeth besándole la mano y sonrió ante la absurda fantasía.

– ¿Hay alguna manera de conseguir un café en este sitio? -preguntó ella.

Él balbuceó. Ni sus labios ni su lengua podían articular los sonidos correctamente.

– Msa volver esqna. («La mesa que hay al volver la esquina.»)

– ¿Quieres uno? ¿Con leche y sin azúcar, como siempre?

Le indicó que «sí» con un movimiento de cabeza. Ella se llevó la bandeja y volvió al cabo de un par de minutos con dos tazas de café. Él reparó en que Lisbeth tomaba el café solo, lo cual era raro. Sonrió al advertir que ella había guardado la pajita del vaso de leche para su café. Permanecieron en silencio. Holger Palmgren quería decir mil cosas pero no fue capaz de pronunciar sílaba alguna. Sus miradas, en cambio, se cruzaron una y otra vez. Lisbeth Salander tenía cara de sentirse terriblemente culpable. Al final rompió su silencio.

– Creí que estabas muerto -dijo-. No sabía que vivías. Si lo hubiera sabido, nunca habría… te habría visitado hace ya mucho tiempo.

Él asintió.

– Perdóname.

Volvió a asentir. Sonrió. Fue una sonrisa torcida, una curvatura de labios.

– Te encontrabas en coma y los médicos dijeron que te ibas a morir. Pensaban que fallecerías en uno o dos días, así que yo me marché de allí. Lo siento. Perdóname.

Él levantó su mano y la puso sobre la de ella, pequeña. Ella se la apretó fuertemente y suspiró de alivio.

– Tabas desparcida. («Estabas desaparecida.»)

– ¿Has hablado con Dragan Armanskij?

Él movió la cabeza afirmativamente.

– He estado de viaje. Tuve que marcharme. No me despedí de nadie. Me fui sin más. ¿Estabas preocupado?

Negó con la cabeza.

– No tienes que preocuparte nunca por mí.

– Nnca tado procupdo. Tú sempre… t las apñas. Per Armskij taba procupdo. («Nunca he estado preocupado por ti. Tú siempre te las apañas. Pero Armanskij sí estaba preocupado.»)

Por primera vez ella sonrió y Holger Palmgren se relajó. Era la misma torcida sonrisa de siempre. La miró de arriba abajo. Comparó la imagen que guardaba de ella en la memoria con la de la chica que ahora se hallaba frente a él. Había cambiado. Estaba entera, limpia y bien vestida. Se había quitado el piercing del labio y… mmm… el tatuaje de la avispa del cuello tampoco estaba. Parecía adulta. Por primera vez en muchas semanas, Palmgren se rió. Sonó como un ataque de tos.

Lisbeth mostró una sonrisa aún más torcida y de repente un cálido sentimiento que llevaba mucho tiempo sin experimentar inundó su corazón.

– Tlass arrglado ben. («Te las has arreglado bien.»)

Señaló su ropa con el dedo. Ella asintió.

– Me las arreglo estupendamente.

– ¿Q tal nuvo mintrador? («¿Qué tal el nuevo administrador?»)

Holger Palmgren vio que la cara de Lisbeth se ensombrecía. De repente, su boca se tensó ligeramente. Ella lo contempló con ojos inocentes.

– Bien… Sé manejarlo.

Las cejas de Palmgren se arquearon a modo de interrogación. Lisbeth miró a su alrededor y cambió de tema.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Palmgren no se había caído de un guindo. Había sufrido una apoplejía y le costaba hablar y coordinar sus movimientos, pero su inteligencia permanecía intacta y su radar en seguida detectó un tono falso en la voz de Lisbeth Salander. Desde que la conocía se había dado cuenta de que ella jamás mentía directamente, pero también de que no siempre era del todo sincera. Su manera de mentir consistía en desviar el tema. Al parecer, había algún problema con el nuevo administrador, lo que no sorprendía a Holger Palmgren.

De repente sintió un profundo arrepentimiento. ¿Cuántas veces había pensado en contactar con su colega Nils Bjurman para enterarse del estado de Lisbeth Salander y acabó renunciando a ello? ¿Y por qué no se había metido con el tema de la declaración de incapacidad de Lisbeth mientras le quedaban fuerzas para hacer algo? Sabía por qué: egoistamente, había querido mantener vivo el contacto con ella. Quería a esa cría tan condenadamente conflictiva como si fuera la hija que nunca tuvo, y deseaba tener alguna razón para continuar con la relación. Además, resultaba demasiado complicado y demasiado pesado para un vegetal como él, internado en una residencia, empezar a trabajar cuando incluso le costaba abrirse la bragueta cada vez que, tambaleándose, se dirigía al cuarto de baño. Se sentía como si en realidad fuera él quien había traicionado a Lisbeth Salander. «Pero ella siempre sobrevive… Es la persona más capaz que he conocido jamás.»

– Trbn.

– No te entiendo.

– Tribnl.

– ¿El tribunal? ¿A qué te refieres?

– Dbms anlar tu de… declcn d neaped…

Al no ser capaz de expresar las palabras, Holger Palmgren torció el gesto y enrojeció. Lisbeth le puso una mano en el brazo y se lo apretó cuidadosamente.

– Holger… no te preocupes por mí. He pensado ocuparme de mi declaración de incapacidad dentro de poco. Ese trabajo ya no te corresponde, pero no es del todo improbable que recurra a ti. ¿Te parece bien? ¿Serías mi abogado si te necesitara?

Él negó con la cabeza.

– Dmasdo vij -golpeó la mesa con un nudillo-. Vijj… bbo.

– Sí, con esa actitud estás demostrando que no eres más que un maldito viejo bobo. Yo necesito un abogado. Te quiero a ti. Tal vez no seas capaz de formular tus alegaciones finales en el tribunal, pero me podrás aconsejar llegado el momento. ¿Vale?

Volvió a negar con la cabeza. Luego asintió.

– ¿Trbjs?

– No te entiendo.

– ¿Dnd trab jas? ¿No Rmskich? («¿Dónde trabajas? ¿No trabajas para Armanskij?»)

Lisbeth dudó un minuto mientras pensaba cómo explicar su situación. Resultaba complicado.

– Holger, ya no trabajo para Armanskij. Ya no necesito trabajar para él para ganarme la vida. Tengo mi propio dinero y estoy bien.

El ceño de Palmgren volvió a fruncirse.

– A partir de ahora te voy a visitar muchas veces. Te lo contaré… pero no nos estresemos. Ahora mismo quiero hacer otra cosa.

Se agachó, puso una bolsa sobre la mesa y sacó un tablero de ajedrez.

– Hace dos años que no te doy una paliza al ajedrez.

Él se resignó. Ella estaba tramando algo de lo que no deseaba hablar. Estaba convencido de que iba a oponerse a lo que Lisbeth estuviera maquinando, pero confiaba lo suficiente en ella como para saber que, fuera lo que fuese, posiblemente se tratara de algo Jurídicamente Dudoso, pero de ningún delito contra las Leyes de Dios. Porque, a diferencia de casi todos los demás, a Holger Palmgren no le cabía la menor duda de que Lisbeth Salander era una persona con principios morales. El problema era que su moral no siempre coincidía con lo estipulado por la ley.

Ella fue colocando las piezas de ajedrez y él se quedó atónito al darse cuenta de que era su propio tablero. «Seguro que se lo llevó del piso cuando caí enfermo. ¿Como un recuerdo?» Ella le dejó las blancas. Y él se sintió de pronto tan feliz como un niño.


Lisbeth Salander se quedó con Holger Palmgren durante dos horas. Lo había machacado tres veces cuando la enfermera interrumpió la partida y sus continuos piques para comunicar a Palmgren que ya le tocaba la sesión de fisioterapia de la tarde. Lisbeth recogió las piezas y dobló el tablero.

– ¿Puede contarme en qué consiste la fisioterapia? -le preguntó a la enfermera.

– En aumentar la fuerza y la coordinación. Y hacemos avances, ¿a que sí?

La última pregunta iba dirigida a Holger Palmgren. Este movió la cabeza para ratificarlo.

– Ya puede andar varios metros. Para el verano conseguirá dar paseos usted solito por el parque. ¿Ésta es su hija?

Las miradas de Lisbeth y Holger Palmgren se cruzaron.

– Ijstra. («Hijastra.»)

– Qué bien que le hayas hecho una visita. -«Traducción: ¿Dónde coño has estado todo este tiempo?» Lisbeth ignoró la crítica implícita. Se inclinó hacia delante y lo besó en la mejilla.

– Volveré a visitarte el viernes.

Holger Palmgren se levantó a duras penas de la silla de ruedas. Lisbeth lo acompañó hasta un ascensor. Se separaron. En cuanto las puertas del ascensor se cerraron, fue derecha a la recepción y preguntó si había alguna persona responsable de los pacientes y si podía hablar con él. La remitieron a un tal doctor A. Sivarnandan, a quien encontró en un despacho situado algo más al fondo del mismo pasillo. Se presentó ante él y le dijo que era la hijastra de Holger Palmgren.

– Quiero saber cómo está y qué va a ser de él.

El doctor A. Sivarnandan sacó el historial de Holger Palmgren y leyó las primeras páginas. Tenía la piel picada de viruelas y un fino bigote que irritó a Lisbeth. Al final levantó la vista. Para asombro de ella, hablaba con un fuerte acento finés.

– No me consta que el señor Palmgren tenga una hija o una hijastra. De hecho, su familiar más próximo parece ser un primo de ochenta y seis años que vive en Jämtland.

– Se ocupó de mí desde los trece años hasta que le dio la apoplejía. Entonces yo tenía veinticuatro.

Se hurgó el bolsillo interior de la cazadora y sacó un bolígrafo que le lanzó sobre la mesa.

– Me llamo Lisbeth Salander. Apunte mi nombre en el historial. Soy el familiar más cercano que tiene en el mundo.

– Es posible -contestó A. Sivarnandan, impertérrito-. Pero si eres su familiar más próximo, la verdad es que has tardado en darte a conocer. Que yo sepa sólo ha tenido visitas esporádicas de una persona que no pertenece a la familia pero a la que debemos avisar si su estado de salud cambia o si fallece.

– Seguro que es Dragan Armanskij.

El doctor A. Sivarnandan arqueó las cejas y movió la cabeza pensativamente.

– Así es. Veo que lo conoces.

– Puede llamarlo para comprobar mi identidad.

– No hace falta. Te creo. Me han comunicado que llevas dos horas jugando al ajedrez con el señor Palmgren. Pero aun así no puedo hablar de su estado de salud sin su consentimiento.

– Y un permiso así no se lo dará nunca jamás ese cabrón cabezota. Se le ha metido en la cabeza que no debe atormentarme con sus dolores y que me sigue teniendo bajo su responsabilidad, y no al revés. Verá, lo que sucede es que durante dos años he creído que estaba muerto. Justamente ayer me enteré de que estaba vivo. Si hubiera sabido que… es complicado explicarlo, pero quiero saber cuál es su pronóstico y si se va a recuperar.

El doctor A. Sivarnandan levantó el bolígrafo y escribió pulcramente el nombre de Lisbeth Salander en el historial de Holger Palmgren. Le pidió su número de identificación personal y el del teléfono.

– Vale, a partir de ahora eres formalmente su hijastra. Tal vez esto no sea del todo legal, pero teniendo en cuenta que eres la primera persona que lo visita desde Navidad, cuando el señor Armanskij se pasó por aquí… Ya lo has visto y has podido constatar con tus propios ojos que presenta problemas de coordinación y que le cuesta hablar. Sufrió una apoplejía.

– Ya lo sé. Fui yo quien lo encontró y llamó a la ambulancia.

– Ah, bueno. Entonces debes de saber que estuvo tres meses en la UVI. Permaneció inconsciente durante un largo período de tiempo. En general, los pacientes no se despiertan de un coma así, pero a veces ocurre. Obviamente, no le había llegado su hora. Al principio fue trasladado a la unidad de demencia para enfermos crónicos que son completamente incapaces de cuidar de sí mismos. En contra de todo pronóstico, mostró signos de mejoría y lo trasladaron aquí, a rehabilitación, hace nueve meses.

– ¿Qué futuro le espera?

El doctor A. Sivarnandan hizo un gesto con los brazos y se encogió de hombros.

– ¿Tienes una bola de cristal mejor que la mía? La verdad, no tengo ni idea. Lo mismo puede morir de un derrame cerebral esta misma noche como llevar una vida relativamente normal durante otros veinte años. No lo sé. Digamos que está en manos de Dios.

– ¿Y si vive veinte años más?

– Ha sido una dura rehabilitación, y hasta estos últimos meses no hemos advertido realmente una clara mejoría. Hace seis meses era incapaz de comer sin ayuda. Hace tan sólo un mes, apenas se levantaba de la silla, lo cual se debe, entre otras cosas, a que sus músculos se han atrofiado por haber pasado tanto tiempo en cama. Ahora, por lo menos, camina mal que bien y recorre cortas distancias.

– ¿Mejorará?

– Sí. Incluso considerablemente. Lo difícil fue la primera fase, pero ahora apreciamos progresos todos los días. Ha perdido casi dos años de su vida. Dentro de unos meses, para el verano, espero que sea capaz de dar paseos por el parque de aquí fuera.

– ¿Y el habla?

– El problema es que el derrame afectó también a la zona del habla del cerebro y a su motricidad. Durante mucho tiempo ha sido, en realidad, como un vegetal. Desde entonces se ha visto obligado a aprender a controlar su cuerpo y a volver a hablar. Le cuesta recordar qué palabras debe emplear y tiene que aprenderlas de nuevo. Aunque no es como cuando un niño aprende a hablar. Él entiende el significado de la palabra, pero no puede pronunciarla. Dale un par de meses más y ya verás como su habla habrá mejorado. Y lo mismo sucede con su sentido de la orientación. Hace nueve meses, le costaba diferenciar entre la izquierda y la derecha, o entre subir y bajar en el ascensor.

Lisbeth Salander asintió pensativamente. Reflexionó durante dos minutos. Descubrió que el doctor A. Sivarnandan, con su aspecto indio y su acento finés, le caía bien.

– ¿Qué significa la «A»? -preguntó de repente.

Él la contempló divertido.

– Anders. -¿Anders?

– Nací en Sri Lanka pero fui adoptado en Abo cuando sólo tenía unos meses.

– Muy bien, Anders. ¿Y cómo puedo ayudarlo?

– Visítalo. Estimúlalo mentalmente.

– Puedo venir todos los días.

– No quiero que vengas todos los días. Lo que quiero es, si te tiene aprecio, que espere con ansia tus visitas y que no se aburra.

– ¿Hay algún tratamiento especial que pueda mejorar sus condiciones? Yo corro con los gastos.

Sonrió a Lisbeth Salander pero en seguida se puso serio.

– Me temo que somos nosotros los que ofrecemos los tratamientos más especializados. Naturalmente, me gustaría contar con más recursos y poder hacer frente a los recortes, pero te aseguro que los cuidados que recibe son de muy alto nivel.

– Y si no tuviera que preocuparse de los recortes, ¿qué podría haberle ofrecido?

– Lo ideal para pacientes como Holger Palmgren sería, por supuesto, poner a su disposición un entrenador personal a tiempo completo. Pero en Suecia hace mucho que carecemos de ese tipo de recursos.

– Contrátelo.

– ¿Perdón?

– Que contrate a un entrenador personal para Holger Palmgren. Búsquele el mejor. Para mañana. Y asegúrese de proporcionarle todo lo que necesite: equipamiento técnico o lo que sea. Yo me ocuparé de que, a finales de esta misma semana, haya dinero en una cuenta corriente para pagarle un sueldo y el material que haga falta.

– ¿Me estás tomando el pelo?

Lisbeth le lanzó al doctor Anders Sivarnandan una fría e inexpresiva mirada.


Mia Bergman frenó y situó su Fiat frente a la boca de metro de Gamia Stan, junto al bordillo de la acera. Dag Svensson abrió la puerta y, con el coche en marcha, entró en el asiento del copiloto. Se acercó a Mia y le dio un beso en la mejilla. Ella se reincorporó al tráfico y se colocó detrás de un autobús de Stockholm Lokaltrafik.

– Hola -dijo sin desviar la mirada-. Te veo muy serio, ¿ha pasado algo?

Dag Svensson suspiró y se puso el cinturón de seguridad.

– No, nada importante. Es sólo que tenemos un poco de lío con el texto.

– ¿En qué sentido?

– Falta un mes para el deadline. He hecho nueve de las veintidós confrontaciones que planeamos. Tengo problemas con Björck, el policía de la Säpo. El cabrón está de baja médica y no coge el teléfono de su casa.

– ¿Está en el hospital?

– No lo sé. ¿Alguna vez has intentado sacarles información a los de la policía de seguridad? Ni siquiera reconocen que trabajan allí.

– ¿Has intentado llamar a casa de sus padres?

– Fallecieron. Y no está casado. Tiene un hermano que vive en España. Simplemente, no sé cómo contactar con él.

De reojo, Mia Bergman miró a su compañero sentimental mientras sorteaba el tráfico de Slussen en dirección al túnel que los llevaría a Nynäsvägen.

– En el peor de los casos nos veremos obligados a quitar el párrafo sobre Björck. Blomkvist exige que todos aquellos a los que acusamos tengan la oportunidad de defenderse antes de sacarlos a la luz pública.

– Y sería una pena no incluir a un representante de la policía secreta que se va de putas. ¿Qué vas a hacer?

– Pues buscarlo, claro. Y tú, ¿cómo te encuentras? ¿No estás nerviosa?

Cariñosamente le clavó un dedo en el costado.

– La verdad es que no. El próximo mes defenderé mi tesis y por fin seré doctora, pero estoy como una balsa de aceite.

– Conoces el tema. ¿Por qué te ibas a poner nerviosa?

– Mira en el asiento de atrás.

Dag Svensson se volvió y descubrió una bolsa de plástico.

– ¡Mia, ya está impresa! -exclamó.

Cogió la tesis y la sostuvo en la mano.


FROM RUSSIA WITH LOVE

Trafficking, crimen organizado

y las medidas tomadas por la sociedad

Mia Bergman


– Pensé que no saldría hasta la semana que viene. Joder… tenemos que descorchar una botella de vino en cuanto lleguemos a casa. ¡Enhorabuena, doctora!

Se acercó y la volvió a besar en la mejilla.

– Tranquilo, hasta dentro de tres semanas no seré doctora. Y las manos quietas cuando estoy conduciendo.

Dag Svensson se rió. Luego se puso serio.

– Por cierto, y siento aguarte la fiesta, hará un año que entrevistaste a una chica llamada Irina P.

– Irina P., veintidós años, de San Petersburgo. Llegó aquí por primera vez en 1999 y luego hizo unos cuantos viajes más. ¿Por qué?

– Hoy he visto a Guibrandsen, el policía que llevaba la investigación de los burdeles de Södertälje. ¿Te has enterado de que la semana pasada encontraron a una chica flotando en el canal de Södertälje? La noticia apareció con grandes titulares en los vespertinos. Era Irina P.

– ¡Oh, no! ¡Qué horror!

Se quedaron en silencio justo al pasar por Skansktull.

– Está en la tesis -dijo finalmente Mia Bergman-. Bajo el seudónimo de Tamara.

Dag Svensson abrió From Russia with Love por el capítulo dedicado a las entrevistas y buscó a Tamara. Leyó atentamente mientras Mia pasó por Gullmarsplan y por Globen.

– La trajo una persona a la que llamas Anton.

– No puedo emplear nombres verdaderos. Me han advertido de que en la defensa de la tesis me lo podrían criticar. Las chicas han de aparecer bajo seudónimo. Se juegan la vida. Consecuentemente, tampoco nombro a los puteros, ya que entonces les sería muy fácil deducir con qué chica he estado hablando. Así que, para que no haya detalles concretos, sólo uso nombres falsos y personas anónimas en todos los casos.

– ¿Quién es Anton?

– Probablemente se llame Zala. Nunca lo he conseguido identificar, pero creo que es polaco o yugoslavo, y que en realidad tiene otro nombre. Hablé con Irina P. cuatro o cinco veces y hasta nuestro último encuentro no lo mencionó. Estaba intentando arreglar su vida y pensaba dejarlo, pero le tenía un miedo terrible.

– Mmm… -dijo Dag Svensson.

– ¿Qué?

– Me estaba preguntando… Hará un par de semanas que me topé con el nombre de Zala.

– ¿Dónde?

– Le enseñé el material a Sandström. Ese maldito periodista putero. Joder, es un verdadero hijo de puta.

– ¿Por qué?

– En primer lugar no es un auténtico periodista. Hace revistas promocionales para empresas. Lo que pasa es que tiene unas fantasías tremendamente enfermizas con violaciones que luego lleva a cabo con esa chica…

– Ya lo sé. Fui yo quien la entrevistó.

– Pero ¿has visto que ha hecho el layout de un folleto informativo para el Instituto Nacional de Salud Pública sobre enfermedades de transmisión sexual?

– No lo sabía.

– Me entrevisté con él la semana pasada y le enseñé el material. Se quedó completamente hecho polvo, claro está, cuando le presenté toda la documentación y le pregunté por qué iba con putas adolescentes de los países del Este para hacer realidad sus fantasías de violación. Al final me dio algo parecido a una explicación.

– ¿Ah sí?

– Sandström ha ido a parar a una situación en la que no sólo es cliente sino que también lleva a cabo una serie de gestiones para la mafia sexual. Me facilitó los nombres de los que conocía, entre ellos el de Zala. No dijo nada en especial sobre él, pero es un nombre bastante poco habitual.

Mia Bergman lo miró de reojo.

– ¿No sabes quién es? -preguntó Dag.

– No. Nunca he podido identificarlo. Sólo es un nombre que aparece de vez en cuando. Las chicas parecen tenerle un miedo impresionante y nadie ha querido contar nada más.

Capítulo 9 Domingo, 6 de marzo – Viernes, 11 de marzo

De camino al comedor, el doctor A. Sivarnandan detuvo sus pasos al descubrir a Holger Palmgren y Lisbeth Salander. Estaban inclinados sobre el tablero de ajedrez. Ella había adquirido la costumbre de visitarlo una vez por semana, generalmente los domingos. Siempre llegaba a eso de las tres y pasaba unas cuantas horas jugando al ajedrez con él. Se iba sobre las ocho de la noche, cuando él debía irse a la cama. El doctor Sivarnandan había notado que ella ni mostraba veneración alguna por Palmgren ni lo trataba como si estuviera enfermo. Todo lo contrario: siempre parecían estar pinchándose y ella dejaba que fuera él quien fuese a buscar el café.

El doctor A. Sivarnandan frunció el ceño. No sabía cómo entender a esa curiosa chica que se consideraba la hijastra de Holger Palmgren. Tenía un particular aspecto y daba la impresión de observar todo su entorno con recelo. Resultaba imposible bromear con ella.

También parecía prácticamente imposible entablar una conversación normal con esa chica; en una ocasión él le preguntó a qué se dedicaba y ella contestó con evasivas.

Unos días después de su primera visita, Lisbeth se presentó con un montón de papeles que daban fe de que se había creado una fundación sin ánimo de lucro con el explícito objetivo de colaborar en la rehabilitación de Holger Palmgren. El presidente de la fundación era un abogado residente en Gibraltar. La dirección estaba compuesta por un solo miembro, también abogado y domiciliado en Gibraltar, así como por un auditor llamado Hugo Svensson que vivía en Estocolmo. La fundación administraba dos millones y medio de coronas de las que el doctor A. Sivarnandan podría disponer como quisiera, siempre y cuando el dinero se empleara en ofrecer todo tipo de atenciones a Holger Palmgren. Para usar los fondos, Sivarnandan tenía que dirigir una petición al auditor, quien más tarde se encargaría de realizar los pagos. Se trataba de un acuerdo poco habitual, por no decir insólito.

Durante varios días, Sivarnandan estuvo pensando si había algo que no fuera ético en esa manera de hacer las cosas. No se le ocurrió ninguna objeción, de modo que contrató a Johanna Karohna Oskarsson, de treinta y nueve años, como la entrenadora y asistenta personal de Holger Palmgren. Era fisioterapeuta titulada y contaba en su haber con varios cursos complementarios de psicología y una amplia experiencia como rehabilitadora. Formalmente estaba contratada por la fundación y, para asombro de Sivarnandan, el primer sueldo se le pagó por adelantado en cuanto firmó el contrato. Hasta ese momento había albergado la ligera duda de que todo eso tal vez se tratara de algún tipo de absurdo engaño.

Y, además, pareció dar resultado. Durante el último mes, la capacidad de coordinación y el estado general de Holger Palmgren habían mejorado considerablemente, cosa que podía comprobarse en las pruebas que realizaba todas las semanas. Sivarnandan se preguntaba cuánto de esa mejora se debía al entrenamiento y cuánto a Lisbeth Salander. No cabía duda de que Holger Palmgren se esforzaba al máximo y de que esperaba sus visitas con la ilusión de un niño. Parecía divertirle que ella le ganara siempre al ajedrez.

Una vez el doctor Sivarnandan los acompañó. Fue una partida curiosa. Holger Palmgren jugaba con las blancas y abrió con la defensa siciliana. Y lo hizo todo bien.

Meditaba cada movimiento durante mucho tiempo. Poco importaban los impedimentos físicos que la apoplejía le hubiera provocado: su agudeza mental permanecía intacta.

Mientras, Lisbeth Salander leía un libro sobre un tema tan peculiar como «la calibración de frecuencia de radiotelescopios en estado de ingravidez». Se encontraba sentada sobre un cojín para estar más alta frente a la mesa. Cuando Palmgren hizo su movimiento, ella levantó la vista y movió una pieza sin apenas pensárselo aparentemente. Acto seguido volvió al libro. Tras la jugada veintisiete, Palmgren se rindió. Salander levantó la mirada y, con el ceño fruncido, examinó el tablero durante un par de segundos.

– No -dijo-. Todavía puedes conseguir tablas.

Palmgren suspiró y dedicó cinco minutos a estudiar el tablero. Al final la miró fijamente.

– Demuéstramelo.

Ella le dio la vuelta al tablero y se hizo cargo de sus piezas. Llegó a tablas en la jugada treinta y nueve.

– ¡Dios mío! -exclamó Sivarnandan.

– Lisbeth es así. Nunca apuestes dinero con ella -dijo Palmgren.

Sivarnandan llevaba jugando al ajedrez desde pequeño; siendo adolescente se presentó al campeonato escolar de Abo, donde quedó segundo. Se consideraba un aficionado competente. Se dio cuenta de que Lisbeth Salander era una extraordinaria jugadora. Por lo visto, nunca había pertenecido a ningún club, de modo que cuando él mencionó que la partida le recordaba a una variante de una clásica partida de Lasker, ella puso cara de no entender nada. No parecía haber oído hablar de Emanuel Lasker. El doctor no pudo resistir la tentación de preguntarse si su talento sería innato y, en tal caso, si tendría otros talentos que pudieran interesar a un psicólogo.

Pero no le dijo nada. Constató, simplemente, que Holger Palmgren daba muestras de encontrarse mejor que nunca desde que ella había llegado a Ersta.


El abogado Nils Bjurman llegó a casa tarde. Había pasado cuatro semanas seguidas en la casa de campo que tenía en las afueras de Stallarholmen. Estaba desanimado. No había ocurrido nada que cambiara en lo fundamental su miserable situación. Tan sólo que el gigante rubio le había comunicado que les interesaba la propuesta; le iba a costar cien mil coronas.

En el suelo, bajo la trampilla del buzón, se había acumulado una montaña de correspondencia. La recogió y la puso sobre la mesa de la cocina. Había perdido el interés por todo lo que tuviera que ver con el trabajo y el mundo exterior. Hasta bien entrada la noche no detuvo la mirada en el montón de cartas. Las revisó distraídamente.

Una de ellas procedía de Handelsbanken. La abrió y casi sufrió un shock cuando descubrió que era el extracto de un reintegro de 9.312 coronas de la cuenta de Lisbeth Salander.

«Ha vuelto.»

Entró en su despacho y dejó el documento en su mesa de trabajo. Lo contempló con odio durante más de un minuto mientras ordenaba sus ideas. Tenía que buscar el número de teléfono ya. Acto seguido, levantó el auricular y marcó el número de un móvil con tarjeta prepago. El gigante rubio contestó con un ligero acento.

– ¿Sí?

– Soy Nils Bjurman.

– ¿Qué quiere?

– Ha vuelto a Suecia.

Al otro lado del hilo se hizo un breve silencio.

– Está bien. No vuelva a llamar a este número.

– Pero…

– Le avisaré dentro de poco.

Para su gran irritación, la llamada se cortó. Bjurman lo maldijo por dentro. Se acercó al mueble bar y se sirvió un buen chorro de Kentucky Bourbon. Apuró la copa en dos tragos. «Tengo que beber menos», pensó. Luego se sirvió un poquito más y se llevó la copa a su mesa, donde volvió a mirar el extracto.


Miriam Wu masajeó la espalda y el cuello de Lisbeth. Llevaba veinte minutos amasando intensamente mientras Lisbeth se limitaba a emitir algún que otro gemido de satisfacción. Que Mimmi le diera un masaje resultaba enormemente placentero: se sentía como una gatita que sólo quería ronronear y mover las patitas.

Ahogó un suspiro de decepción cuando Mimmi le pegó una palmadita en el culo diciendo que ya estaba bien. Permaneció quieta un momento, alimentando la vana esperanza de que Mimmi continuara; pero cuando la oyó alargar la mano para coger una copa de vino, se volvió boca arriba.

– Gracias -dijo.

– Creo que pasas demasiado tiempo sentada ante el ordenador. Por eso te duele la espalda.

– Sólo me ha dado un tirón en un músculo.

Las dos yacían desnudas en la cama de Mimmi, en Lundagatan. Estaban bebiendo vino tinto y ya habían llegado al punto de la risa tonta y la flojera. Desde que Lisbeth había recuperado el contacto con Mimmi era como si nunca se cansara de ella. Se había convertido en una mala costumbre llamarla un día sí y otro también, cosa a todas luces exagerada. Mientras contemplaba a Mimmi se recordó a sí misma que no debía volver a sentir demasiado apego por otra persona. Podría acabar resultando doloroso para alguien.

De repente, Miriam Wu estiró la espalda y, sacando medio cuerpo de la cama, abrió un cajón de la mesilla de noche. Extrajo un pequeño paquete plano envuelto en un papel de regalo con flores y con una roseta hecha con cinta dorada, y se lo tiró a las manos.

– ¿Qué es esto?

– Tu regalo de cumpleaños.

– Falta más de un mes.

– El del año pasado. Cuando resultaba imposible contactar contigo. Lo he encontrado al hacer la mudanza.

Lisbeth permaneció callada un instante.

– ¿Lo abro ahora?

– Bueno, si te apetece.

Dejó la copa de vino, sacudió el paquete y lo abrió con cuidado. Sacó una preciosa pitillera con una tapa esmaltada en azul y negro, y decorada con unos signos chinos.

– Deberías dejar de fumar -dijo Miriam Wu-. Pero ya que te empeñas en seguir, por lo menos podrás guardar los cigarrillos en algo con cierto gusto.

– Gracias -dijo Lisbeth-. Eres la única persona que me hace regalos de cumpleaños. ¿Qué significan los signos?

– ¿Y yo qué diablos sé? No entiendo el chino. Es sólo una cosa que encontré en un rastro.

– Es un estuche muy bonito.

– Es una de esas chorradas baratas. Pero parecía haber sido hecha para ti. Oye, se nos ha acabado el vino. ¿Salimos a tomar una cerveza?

– ¿Eso significa que tenemos que levantarnos de la cama y vestirnos?

– Me temo que sí. Pero ¿qué sentido tiene vivir en Södermalm si una no puede ir de bares de vez en cuando?

Lisbeth suspiró.

– Venga -dijo Miriam Wu, clavándole suavemente el dedo en el brillante del ombligo-. Podemos volver después.

Lisbeth volvió a suspirar, puso un pie en el suelo y se estiró para coger las bragas.


Dag Svensson estaba sentado en un rincón de la redacción de Millennium, en la mesa que le habían dejado, cuando, de repente, oyó el ruido de la cerradura de la puerta principal. Le echó un vistazo al reloj y vio que ya eran las nueve de la noche. Mikael Blomkvist también pareció sorprendido de que todavía hubiera alguien allí.

– Sí, aquí me tienes, al pie del cañón… Hola, Micke. He estado retocando unas cositas del libro y no me he dado cuenta de lo tarde que es. ¿Qué haces aquí?

– Sólo venía a por un libro que se me ha olvidado. ¿Va todo bien?

– Sí… Bueno, no… Llevo tres semanas intentando localizar a ese maldito Björck de la Säpo. Es como si hubiera sido secuestrado por algún servicio de inteligencia extranjero; como si se lo hubiese tragado la tierra.

Dan le contó sus penas. Mikael acercó una silla, se sentó y se puso a reflexionar.

– ¿Has probado con el truco del premio?

– ¿Qué?

– Te inventas un nombre, redactas una carta en la que le comunicas que ha ganado un teléfono móvil con GPS o lo que sea. La imprimes de manera que tenga un bonito aspecto y se la mandas a casa, en este caso a la dirección del apartado de correos. Ya ha ganado el móvil. Pero es que, además, él es una de las veinte personas que puede continuar participando y ganar cien mil coronas. Todo lo que tiene que hacer es participar en un estudio de mercado para distintos productos. La encuesta le llevara una hora y la realizará un entrevistador profesional. Y luego… bueno.

Dag Svensson miraba a Mikael Blomkvist con la boca abierta.

– ¿Lo dices en serio?

– ¿Por qué no? Ya lo has intentado todo y, además, hasta un secreta de la Säpo debería ser capaz de calcular que las posibilidades de ganar cien mil coronas no están nada mal siendo él uno de los veinte elegidos.

Dag Svensson soltó una carcajada.

– Estás loco. ¿Eso es legal?

– No creo que sea ilegal regalar un móvil.

– Joder, tío, estás loco.

Dag Svensson siguió riéndose. Mikael dudó un segundo. En realidad, se iba ya para casa y no frecuentaba mucho los bares, pero Dag Svensson le caía bien y se sentía a gusto con él.

– ¿Vamos a tomar una cerveza? -preguntó espontáneamente.

Dag Svensson consultó su reloj.

– Claro -dijo-. Venga, una rápida. Déjame darle un toque a Mia. Ha salido con unas amigas y va a venir a buscarme.


Fueron al Kvarnen, más que nada porque les pillaba cerca. Dag Svensson se reía entre dientes mientras iba redactando mentalmente la carta que le dirigiría a Björck a la Säpo. De reojo, Mikael le echó una mirada algo escéptica a su colaborador, que resultaba tan fácil de entretener. Tuvieron la suerte de conseguir una mesa justo al lado de la entrada y pidieron dos pintas. Se sentaron e, inclinados sobre la mesa y mientras bebían, trataron el tema que ahora ocupaba el tiempo de Dag Svensson.

Mikael no vio que Lisbeth Salander estaba en la barra con Miriam Wu. Lisbeth dio un paso atrás, de modo que Mimmi quedó entre ella y Mikael Blomkvist. Lo observó oculta tras el hombro de Mimmi.

Era la primera vez que salía desde que volvió a Suecia y va y se tropieza con él. El Kalle Blomkvist de los Cojones.

Era la primera vez que lo veía en más de un año.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Mimmi.

– Nada -respondió Lisbeth Salander.

Siguieron hablando. O mejor dicho: Mimmi continuó contando una historia sobre una bollera que conoció, hacía ya unos años, en un viaje a Londres. Iba de una visita a una galería de arte y de una situación que se tornó cada vez más absurda a medida que Mimmi intentó ligar con ella. De vez en cuando, Lisbeth movía la cabeza y, como de costumbre, no se enteró muy bien de la historia y no le vio ninguna gracia.

Mikael Blomkvist no había cambiado mucho, constató Lisbeth. Tenía un aspecto insultantemente bueno; estaba tranquilo y relajado pero mostraba una expresión seria. Escuchaba a su compañero de mesa y asentía con la cabeza a intervalos regulares. Parecía tratarse de una conversación importante.

Lisbeth dirigió la mirada al amigo de Mikael. Un chico rubio con el pelo rapado, unos años más joven que él, que hablaba con un gesto concentrado y daba la impresión de intentar explicar algo. No lo había visto en su vida y no tenía ni idea de quién era.

De repente, un grupo de gente se acercó hasta la mesa de Mikael y le estrechó la mano. Una mujer le acarició la mejilla, dijo algo y todos se rieron. Mikael parecía incómodo pero también se rió.

Lisbeth Salander arqueó una ceja.

– No me estás escuchando -dijo Mimmi.

– Sí que te escucho.

– Eres una pésima compañera de juerga. Me rindo. ¿Volvemos a casa a follar?

– Dentro de un rato -contestó Lisbeth.

Se acercó un poco a Mimmi y le puso una mano en la cadera. Mimmi la miró.

– Tengo ganas de besarte en la boca.

– No lo hagas.

– ¿Tienes miedo de que la gente piense que eres una bollera?

– Ahora mismo no me apetece llamar la atención.

– Venga, entonces vámonos.

– Todavía no. Espera un poco.


No fue necesario esperar mucho. A los veinte minutos de su llegada, el hombre que acompañaba a Mikael recibió una llamada en el móvil. Apuraron las cervezas y se levantaron a la vez.

– Mira -dijo Mimmi -. Ese es Mikael Blomkvist. Tras el caso Wennerström se ha hecho más famoso que una estrella de rock.

– ¿Sí? -dijo Lisbeth.

– ¿Te lo perdiste? Pasó más o menos cuando te fuiste del país.

– Algo he oído.

Lisbeth esperó cinco minutos antes de mirar a Mimmi.

– Querías besarme en la boca.

Mimmi la contempló perpleja.

– Sólo te estaba tomando el pelo.

Lisbeth se puso de puntillas, bajó la cabeza de Mimmi a su altura y le dio un largo beso con lengua. Cuando terminaron, la gente las aplaudió.

– Estás chalada -dijo Mimmi.


Lisbeth Salander no volvió a casa hasta las siete de la mañana. Se acercó el cuello de la camiseta a la nariz y lo olisqueó. Pensó en darse una ducha pero pasó y, en su lugar, dejó la ropa amontonada en el suelo y se metió en la cama. Durmió hasta las cuatro de la tarde. Se levantó y bajó a Söderhallarna a desayunar.

Pensó en Mikael Blomkvist y en su reacción al encontrarse repentinamente en el mismo local que él. Su presencia la había irritado, pero también pudo constatar que ya no le dolía verlo. Él se había convertido en un pequeño punto en el horizonte, una pequeña interferencia en su vida.

Las había peores.

Pero de pronto deseó haber tenido el coraje de acercarse y saludarlo.

O tal vez de romperle las piernas. No estaba segura.

Fuera como fuese, se apoderó de ella una repentina curiosidad por saber en qué andaba metido.

Durante la tarde hizo unas gestiones y regresó a casa sobre las siete. Encendió su PowerBook e inició el Asphyxia 1.3. El icono de MikBlom/laptop seguía en el servidor de Holanda. Hizo doble clic y abrió una copia exacta del disco duro de Mikael Blomkvist. Desde que se había ido de Suecia, hacía ya más de un año, era la primera vez que se metía en su ordenador. Para su satisfacción, advirtió que él todavía no había actualizado la última versión de MacOS, cosa que habría supuesto la eliminación de Asphyxia y la interrupción del pirateo. También constató que debía rediseñar el programa para que una actualización no lo inutilizara.

El volumen del disco duro se había incrementado en casi 6,9 gigabytes desde su última visita. Gran parte del aumento consistía en archivos pdf y documentos en Quark. Estos últimos no ocupaban mucho espacio; las carpetas de fotografías, en cambio, a pesar de estar comprimidas, sí. Al parecer, desde que había vuelto como editor responsable, había empezado a archivar una copia de cada número de Millennium.

Ordenó el disco duro en orden cronológico, con los documentos más viejos en primer lugar, y reparó en que, durante los últimos meses, Mikael se había centrado principalmente en una carpeta titulada «Dag Svensson» que, al parecer, se trataba de un proyecto de libro. Luego abrió el correo de Mikael y repasó detenidamente la lista de direcciones de su correspondencia.

Una dirección la sobresaltó. El 26 de enero Mikael había recibido un correo de esa Harriet Vanger de los Cojones. Lo abrió y leyó unas breves líneas referentes a una futura junta anual de Millennium. El mensaje terminaba comunicándole a Mikael que Harriet había reservado la misma habitación de hotel que la última vez.

Lisbeth asimiló la información. Luego se encogió de hombros y descargó el correo de Mikael Blomkvist, el manuscrito del libro de Dag Svensson, cuyo título provisional era Las sanguijuelas y su subtítulo Los pilares sociales de la industria de las putas. También encontró una copia de una tesis doctoral titulada From Russia with Love, escrita por una mujer llamada Mia Bergman.

Se desconectó, se dirigió a la cocina y conectó la cafetera eléctrica. Luego se sentó en el nuevo sofá del salón con su PowerBook. Abrió la pitillera que le había regalado Mimmi y encendió un Marlboro Light. El resto de la noche lo pasó leyendo.

A las nueve ya había terminado de leer la tesis de Mia Bergman. Pensativa, se mordió el labio.

A las diez y media ya había leído el libro de Dag Svensson. Se dio cuenta de que, dentro de poco, Millennium volvería a contar con buenos titulares.


A eso de las once y media estaba llegando al final de los correos de Mikael Blomkvist cuando, de repente, se incorporó y abrió los ojos de par en par.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

Se trataba de un correo de Dag Svensson a Mikael Blomkvist.

Svensson mencionaba que estaba dándole vueltas a la posibilidad de que un tal Zala, un gánster de un país del Este, constituyera un capítulo propio, pero era consciente de que faltaba poco tiempo para la fecha de entrega. Mikael no había contestado.

«Zala.»

Petrificada, Lisbeth se quedó pensando hasta que apareció el salvapantallas.


Dag Svensson dejó de lado su cuaderno y se rascó la cabeza. Meditabundo, contempló la única palabra escrita en la parte superior de la página. Cuatro letras. «Zala.»

Desconcertado, se pasó tres minutos dibujando una serie de círculos concéntricos alrededor del nombre. Luego se levantó y fue a la pequeña cocina a por una taza de café. Miró de reojo su reloj y constató que ya era hora de irse a casa a descansar, pero había descubierto que se encontraba a gusto en la redacción de Millennium, trabajando hasta altas horas de la noche en medio de aquel silencio y aquella quietud. La fecha límite se iba acercando implacablemente. Controlaba el manuscrito, pero por primera vez desde que había empezado el proyecto le asaltó una leve duda. Se preguntaba si no se le habría pasado un importante detalle.

Zala.

Hasta ese momento, se había mostrado impaciente por terminar el manuscrito y publicar el libro. Ahora, de repente, deseaba tener más tiempo.

Reflexionó sobre el informe de la autopsia que el inspector Gulbrandsen le había dejado leer. Irina P. fue encontrada en el canal de Södertälje. Había sido objeto de una extrema violencia y presentaba contusiones en la cara y el tórax. La muerte se produjo por rotura del cuello pero, como mínimo, dos de sus otras lesiones también eran letales. Tenía seis costillas rotas y el pulmón izquierdo perforado. El bazo estaba destrozado como consecuencia de una grave contusión. Los daños eran difíciles de interpretar. El médico forense había lanzado la teoría de que habían usado una maza de madera envuelta en tela. No se podía explicar qué motivos tendría el asesino para envolver una maza de madera en una tela, pero las contusiones no coincidían con ninguna de las características de las armas habituales.

El crimen seguía sin resolverse y, a Guldbrandsen, las posibilidades de hacerlo no se le antojaban muy elevadas.

En el material reunido por Mia Bergman a lo largo de los últimos años, el nombre de Zala aparecía en cuatro ocasiones, pero siempre manteniéndose al margen, como un escurridizo fantasma. Nadie sabía quién era, ni siquiera si existía. Algunas de las chicas habían hablado de él como una amenaza no definida que constituía un peligro para las desobedientes. Había dedicado una semana a averiguar más sobre Zala preguntando a policías, periodistas y otras fuentes relacionadas con el comercio sexual.

Había vuelto a contactar con el periodista Per-Åke Sandström, al que pensaba denunciar despiadadamente en el libro. A esas alturas, Sandström ya había empezado a darse cuenta de la gravedad de la situación. Le suplicó a Dag Svensson que tuviera compasión. Le ofreció dinero. Dag Svensson no tenía intención alguna de renunciar a ponerlo en evidencia. En cambio, usó su poder para presionar a Sandström y obtener información sobre Zala.

El resultado fue decepcionante. Sandström era un cabrón corrupto que había hecho de chico de los recados para la mafia del sexo. No conocía a Zala, pero había hablado con él por teléfono y sabía que existía. Quizá. No, no tenía un número de teléfono. No, no podía revelar quién estableció el contacto.Súbitamente, Dag Svensson comprendió que Per-Åke Sandström tenía miedo. Un miedo que iba más allá de la amenaza de ser expuesto al escarnio público. Temía por su vida. ¿Por qué?

Capítulo 1 0 Lunes, 14 de marzo – Domingo, 20 de marzo

Acudir en transporte público hasta el centro de rehabilitación de Erstaviken para visitar a Holger Palmgren suponía mucho tiempo, y alquilar un vehículo para cada visita resultaba un engorro. A mediados de marzo, Lisbeth Salander decidió comprarse un coche, pero antes debía conseguir una plaza de aparcamiento, cosa que constituía un problema bastante más gordo aún.

Ya tenía una en su casa de Mosebacke, pero no quería que pudieran vincular el coche al edificio de Fiskargatan. Sin embargo, hacía ya muchos años que se había apuntado en la lista de la que fuera su antigua comunidad de vecinos de Lundagatan para obtener otra plaza de garaje en el edificio. Llamó para saber en qué posición se encontraba y le comunicaron que estaba en primer lugar. No sólo eso: a principios del mes que viene quedaría una plaza libre. Suerte. Llamó a Mimmi y le pidió que firmara cuanto antes el contrato. Al día siguiente empezó a mirar coches.

Tenía suficiente dinero para comprarse un Rolls Royce o un Ferrari de exclusivo color mandarina, pero no le interesaba lo más mínimo ser propietaria de nada llamativo. Así que visitó dos concesionarios de la zona de Nacka y se fijó en un Honda automático de cuatro años de color burdeos. Para desesperación del vendedor, se pasó una hora examinando todos y cada uno de los detalles del motor. Por pura cuestión de principios, negoció el precio y consiguió que se lo rebajaran un par de miles de coronas, tras lo cual pagó al contado.

Luego condujo el Honda hasta Lundagatan, llamó a casa de Mimmi y le dejó una copia de las llaves. Sí, claro: Mimmi podría coger el coche cuando quisiera. Faltaría más. Tan sólo debía comunicárselo con antelación. Como la plaza de garaje no estaría libre hasta principios de mes, lo aparcaron, mientras tanto, en la calle.

Mimmi se encontraba a punto de salir; había quedado para ir al cine con una amiga de la que Lisbeth nunca había oído hablar. Como iba maquillada de lo más vulgar, enfundada en algo asqueroso y con una especie de collar de perro alrededor del cuello, Lisbeth supuso que se trataba de alguno de los ligues de Mimmi, de modo que cuando ésta le preguntó si quería acompañarlas, rechazó la oferta. No le apetecía lo más mínimo acabar haciendo un trío con Mimmi y una de sus patilargas amigas, quien, sin duda, sería supersexy pero la haría sentirse como una gilipollas. Sin embargo, Lisbeth tenía que comprar una cosa en el centro, así que viajaron juntas en el metro hasta Hötorget, donde se despidieron.

Lisbeth se fue andando hasta el OnOff de Sveavägen y consiguió colarse por la puerta justo dos minutos antes de que cerraran. Compró un cartucho de toner para su impresora láser y pidió que se lo dieran sin caja para que le cupiera en la mochila.

Al salir de la tienda le entró hambre y sed. Paseó hasta Stureplan donde, por pura casualidad, optó por el Café Hedon, un sitio que nunca antes había visitado ni del que ni siquiera había oído hablar. Inmediatamente reconoció por detrás, en diagonal, al abogado Nils Bjurman. Se detuvo en seco y se dio la vuelta en la misma puerta. Se situó junto al ventanal que daba a la calle y estiró el cuello con el fin de observar a su administrador, oculta por un mostrador.

Ver a Bjurman no le despertó ningún sentimiento en especial: ni rabia, ni odio, ni miedo. Por lo que a Lisbeth respectaba, el mundo sería, sin duda, un lugar mejor sin él, pero el abogado seguía con vida porque ella había decidido que así le era más útil. Desplazó la mirada hasta un hombre que se hallaba situado frente a Bjurman y abrió de par en par los ojos cuando aquél se levantó. Clic.

Era muy corpulento: medía, como poco, dos metros, y estaba muy musculado. Excepcionalmente musculado. Aunque tenía una cara delicada y el pelo rubio y rapado, en conjunto daba una impresión muy potente.

Lisbeth vio que el gigante rubio se inclinaba hacia delante y le decía unas palabras a Bjurman, quien movió afirmativamente la cabeza. Se dieron la mano y Lisbeth advirtió que el abogado retiró muy rápido la suya.

«¿Quién coño eres tú y qué tienes que ver con Bjurman?»

Lisbeth se alejó apresuradamente por la calle y se detuvo frente a un quiosco donde vendían tabaco y prensa. Observaba los titulares de los periódicos cuando el rubio salió del Hedon y, sin mirar a su alrededor, giró a la izquierda. Pasó a menos de treinta centímetros de la espalda de Lisbeth. Esta le dio quince metros de ventaja antes de seguirlo.


No fue un paseo muy largo. El gigante rubio se metió en la boca de metro más cercana, en Birger Jarlsgatan, y compró un billete en la taquilla. Se puso en el andén que llevaba al sur -adonde Lisbeth se dirigía de todas maneras- y subió al tren que iba a Norsborg. Se bajó en Slussen e hizo trasbordo a la línea verde, con dirección a Farsta, pero se apeó en Skanstull y caminó hasta el Blombergs Kafé de Götgatan.

Lisbeth Salander se quedó fuera. Observó pensativamente al hombre con el que el gigante rubio se había sentado. Clic. Constató en seguida que estaban tramando algo. El otro tipo tenía sobrepeso, la cara delgaducha y una gran barriga cervecera. Llevaba el pelo recogido en una coleta y un bigote rubio. Vestía vaqueros negros y cazadora vaquera, y calzaba botas de tacón alto. En la mano derecha lucía un tatuaje cuyo motivo Lisbeth no pudo distinguir. En el brazo, por encima del codo, llevaba una cadena de oro. Fumaba Lucky Strike. Tenía una mirada intensa, como la de alguien que se mete de todo con frecuencia. Lisbeth también apreció un chaleco por debajo de la cazadora. Aunque no pudo vérselo del todo, dedujo que el tipo era un motero.

El gigante rubio no tomó nada. Daba la sensación de estar explicando algo. El hombre de la cazadora vaquera asentía a intervalos regulares pero no parecía intervenir en la conversación. Lisbeth se recordó a sí misma que algún día tenía que decidirse y comprar un micrófono ultrasensible de largo alcance.

Apenas cinco minutos después, el gigante rubio se levantó y abandonó el Blombergs Kafé. Lisbeth retrocedió unos pasos pero él ni siquiera miró hacia donde ella estaba. Caminó cuarenta metros, dobló la esquina y subió por unas escaleras hasta Allhelgonagatan, donde se acercó a un Volvo blanco y abrió la puerta. Arrancó y, realizando un prudente giro, salió a la calle. Lisbeth tuvo el tiempo justo de ver la matrícula antes de que desapareciera en el siguiente cruce.

Dio media vuelta y se apresuró a volver al Blombergs Kafé. No se había ausentado ni tres minutos pero la mesa ya se encontraba vacía. Se volvió y escudriñó la acera a un lado y otro sin descubrir al hombre de la coleta. Luego miró enfrente y lo divisó justo cuando abría la puerta de un McDonald's.

Tuvo que entrar. Se hallaba sentado al fondo, en compañía de otro tipo vestido de modo similar. Éste llevaba el chaleco por fuera de la cazadora vaquera. Lisbeth leyó las palabras: «SVAVELSJÖ MC». El dibujo representaba una estilizada rueda de moto que se parecía a una cruz celta con un hacha.

Lisbeth abandonó el McDonald's y, antes de echar a andar en dirección norte, se quedó indecisa en Götgatan un par de minutos. Tuvo la sensación de que todo su sistema de vigilancia interno se había puesto, de repente, en alerta máxima.


Lisbeth se detuvo en el 7-Eleven e hizo la compra semanal, a saber: un pack grande de Billys Pan Pizza, tres paquetes de gratén de pescado congelado, tres pasteles de beicon, un kilo de manzanas, dos barras de pan, medio kilo de queso, leche, café, un cartón de Marlboro Light y los periódicos de la tarde. Subió a Mosebacke por Svartensgatan y tuvo mucho cuidado en mirar a su alrededor antes de marcar el código del portal del inmueble de Fiskargatan. Metió uno de los pasteles de beicon en el microondas y bebió leche directamente del cartón. Encendió la cafetera eléctrica y luego se sentó ante el ordenador, donde abrió Asphyxia 1.3 y entró en la copia del disco duro del abogado Bjurman. Pasó media hora repasando detenidamente su contenido.

No encontró nada de interés. Bjurman no parecía usar su correo electrónico con mucha frecuencia y Lisbeth sólo halló una docena de breves mensajes personales procedentes de o enviados a conocidos. Ninguno estaba relacionado con ella.

Se topó con una nueva carpeta de fotos de porno duro que indicaba que seguía teniendo interés por mujeres humilladas de forma sádica. En realidad eso no constituía ninguna violación a la regla impuesta por Lisbeth que le prohibía relacionarse con mujeres.

Abrió la carpeta que contenía documentos sobre el cometido de Bjurman como administrador de Lisbeth Salander y leyó minuciosamente cada informe mensual. Se correspondían escrupulosamente con las copias que ella le había instado a mandar, mes a mes, a una de sus numerosas direcciones de hotmail. Todo normal.

Excepto, tal vez, una cosa… Al consultar las propiedades de los documentos de Word relativos a los distintos informes mensuales, Lisbeth pudo constatar que solía crearlos en los primeros días del mes, que tardaba una media de cuatro horas y que los enviaba puntualmente a la comisión de tutelaje el día veinte. Ahora se encontraban a mediados de marzo y todavía no había empezado a redactar el correspondiente informe. «¿Un descuido? ¿Retraso? ¿Está tramando algo?» Una arruga apareció en el ceño de Lisbeth.

Apagó el ordenador, se sentó en el vano de la ventana y abrió la pitillera que Mimmi le había regalado. Encendió un cigarrillo y dirigió la vista a la oscuridad. Había descuidado el control de Bjurman. «Es más escurridizo que una anguila.»

La invadió una profunda inquietud. «Primero el Kalle Blomkvist de los Cojones, luego el nombre de Zala y ahora el Jodido Cerdo y Asqueroso Nils Bjurman en compañía de un macho alfa hinchado de anabolizantes y con contactos con un club de outlaws.» En apenas unos días varios trastornos se habían alterado en la ordenada vida que Lisbeth Salander intentaba crear a su alrededor.


A las dos y media de esa misma madrugada, Lisbeth Salander introdujo la llave en la cerradura del portal del inmueble de Upplandsgatan, cerca de Odenplan, donde vivía el abogado Nils Bjurman. Se detuvo ante su puerta, empujó con sumo cuidado la trampilla del buzón y deslizó un micrófono ultrasensible que había comprado en el Counterspy Shop de Mayfair, Londres. Resulta que se trataba de la misma tienda donde Ebbe Carlsson, del que ella nunca había oído hablar, adquirió aquel famoso equipo de escuchas que a finales de los años ochenta ocasionara la precipitada dimisión del ministro de Justicia. Lisbeth se colocó el auricular y ajustó el volumen.

Oyó el apagado runrún de una nevera y el agudo tictac de, al menos, dos relojes, uno de los cuales era de pared y se hallaba en el salón, a la izquierda de la puerta de entrada. Reguló el volumen y se puso a escuchar conteniendo la respiración. Percibió todo tipo de crujidos y chirridos en el inmueble, pero nada que detectara actividad humana. Tardó un minuto en apreciar e identificar el débil sonido de una respiración profunda y constante.

Nils Bjurman estaba durmiendo.

Extrajo el micrófono y se lo metió en el bolsillo interior de su cazadora de cuero. Llevaba vaqueros oscuros y zapatillas con suela de goma. Con mucho sigilo metió la llave en la cerradura y empujó levemente la puerta. Antes de abrirla del todo, sacó la pistola eléctrica de uno de los bolsillos exteriores de la cazadora. No llevaba ninguna otra arma. No lo consideraba necesario para mantener a raya a Bjurman.

Entró en el vestíbulo, cerró la puerta y, de puntillas, cruzó el pasillo hasta el dormitorio. Se detuvo en seco al percibir una luz, pero a esas alturas ya podía oír sus ronquidos. Siguió avanzando y entró sigilosamente en la habitación. Tenía una lámpara encendida en la ventana. «¿Qué pasa, Bjurman? ¿Te da miedo la oscuridad?»

Se situó junto a la cama y lo observó durante unos minutos. Había envejecido y presentaba un aspecto desaliñado. El cuarto olía de una manera que dejaba adivinar que Bjurman descuidaba su higiene.

No sintió ni una pizca de compasión. Durante un segundo la chispa de un odio inmisericorde centelleó en los ojos de Lisbeth. Reparó en un vaso que había en la mesilla de noche, se inclinó hacia delante y olisqueó. Alcohol.

Abandonó el dormitorio. Efectuó un breve recorrido por la cocina, donde no encontró nada fuera de lo normal, siguió por el salón y se detuvo ante la puerta del despacho. Se metió la mano en el bolsillo de la cazadora y sacó una docena de pequeñas migas de pan duro que fue colocando cuidadosamente en la penumbra del parqué. Si alguien atravesara el salón, el crujido la advertiría.

Se sentó a la mesa de trabajo de Nils Bjurman y colocó la pistola eléctrica ante ella, bien a mano. Empezó a hurgar metódicamente en los cajones y repasó la correspondencia de las cuentas bancarias privadas de Bjurman y de sus balances económicos. Se percató de que se había vuelto más descuidado y menos asiduo en sus actualizaciones, pero no halló nada destacable.

El cajón inferior estaba cerrado con llave. Lisbeth Salander frunció el ceño. En la visita realizada un año antes, ninguno de los cajones tenía la llave echada. Su mirada se nubló al visualizar en su memoria la imagen del contenido de ese cajón: una cámara, un teleobjetivo, una pequeña grabadora Olympus, un álbum de fotos encuadernado en cuero y una cajita con collares, joyas y un anillo de oro con la inscripción «Tilda y Jacob Bjurman. 23 abril 1951». Lisbeth sabía que eran los nombres de sus padres y que los dos habían fallecido. Supuso que se trataba de su anillo de boda y que Bjurman lo conservaba como recuerdo.

«O sea, que encierra bajo llave las cosas que considera valiosas.»

Se puso a examinar el armario de persiana que había tras la mesa y sacó las dos carpetas donde se hallaban los documentos relativos a su cometido como administrador de ella. Los hojeó minuciosamente, papel por papel, durante quince minutos. Los informes eran intachables e insinuaban que Lisbeth Salander era una chica buena y formal. Cuatro meses antes había incluido unpárrafo que decía que, a sus ojos, Lisbeth parecía tan racional y competente que existían suficientes motivos para, en la revisión del siguiente año, analizar si realmente había fundadas razones para continuar con la administración. Estaba elegantemente redactado y constituía la primera piedra de la anulación de su declaración de incapacidad.

La carpeta también contenía unas notas manuscritas que ponían de manifiesto que una tal Ulrika von Liebenstaahl, de la comisión de tutelaje, había contactado con Bjurman para hablar del estado general de Lisbeth. Las palabras «necesaria una evaluación psiquiátrica» estaban subrayadas.

Lisbeth arrugó el morro, puso las carpetas en su sitio y miró a su alrededor.

A simple vista no detectó nada reprochable. Bjurman parecía comportarse completamente según sus instrucciones. Se mordió el labio. Aun así no consiguió librarse de la sensación de que había algo raro.

Se levantó de la silla y ya estaba a punto de apagar la lámpara de la mesa cuando se detuvo. Extrajo nuevamente las carpetas y las volvió a hojear. Se quedó desconcertada.

Deberían haber contenido algo más. Un año antes allí había un resumen de la comisión de tutelaje relativo al desarrollo alcanzado por ella desde su infancia. No estaba. «¿Por qué Bjurman guarda aparte esos papeles oficiales?» Frunció el ceño. No se le ocurría ninguna buena razón. A no ser que estuviera reuniendo más documentación en otro sitio. Barrió con la mirada el armario de persiana y el cajón inferior de la mesa.

No llevaba ninguna ganzúa, así que volvió de puntillas al dormitorio de Bjurman y le cogió el llavero de la americana, colgada encima de un galán de noche. En el cajón seguían estando los mismos objetos que el año anterior. Pero la colección había sido completada con una caja plana de cartón cuya tapa mostraba el dibujo de un Colt 45 Magnum.

Le vino a la memoria la investigación sobre Bjurman que había realizado casi dos años antes. Era aficionado al tiro y miembro de un club. Según el registro oficial de armas, tenía licencia para poseer un Colt 45 Magnum.

Muy a su pesar, llegó a la conclusión de que no resultaba nada raro que mantuviera el cajón cerrado con llave.

No es que le gustara, pero en ese momento no se le ocurrió ningún pretexto para despertar a Bjurman y darle una paliza.


Mia Bergman se despertó a las seis y media. Desde la cama percibió un aroma de café recién hecho y oyó, en el salón y a bajo volumen, el programa matinal de televisión. También el repiqueteo del teclado del iBook de Dag Svensson. Sonrió.

Nunca le había visto trabajar con tanto empeño. Millennium había sido una buena jugada. Solía ser exageradamente creído, pero, al parecer, Blomkvist, Berger y los demás ejercían un efecto beneficioso sobre él. Últimamente, cada vez con mayor frecuencia, volvía desanimado después de que Blomkvist le hubiese señalado unos defectos y echado por tierra algunos de sus razonamientos. Pero luego se ponía a trabajar con el doble de ganas.

Ella se preguntó si sería buen momento para interrumpir su concentración. Su menstruación se había retrasado tres semanas. No estaba segura y todavía no se había hecho ningún test de embarazo.

Se preguntaba si le habría llegado ya la hora.

Tenía casi treinta años. En menos de un mes defendería su tesis. Doctora Bergman. Volvió a sonreír y decidió no decirle nada hasta que estuviese segura y posiblemente esperar a que él terminara su libro y estuvieran en la fiesta de celebración de su título de doctora.

Se quedó en la cama diez minutos más antes de levantarse y entrar en el salón cubriéndose con una sábana. Él levantó la vista.

– Todavía no son las siete -dijo ella.

– Blomkvist se ha vuelto a poner chulo -contestó.

– Pobrecito. ¿Ha sido malo contigo? Tú te lo has buscado. Pero te cae bien, ¿no?

Dag Svensson se reclinó en el sofá del salón y cruzó su mirada con la de Mia. Un instante después asintió.

– Millennium es un buen sitio para trabajar. La otra noche, en el Kvarnen, estuve hablando con Mikael justo antes de que me pasaras a buscar. Me preguntó qué pensaba hacer cuando terminara este proyecto.

– Ajá. Y tú ¿qué le dijiste?

– Que no lo sabía. Llevo muchos años dando tumbos de aquí para allá como freelance. Me gustaría tener algo más estable.

– Millennium.

Asintió.

– Micke sondeó el terreno y me preguntó si me interesaría la media jornada. El mismo contrato que tienen Henry Cortez y Lottie Karim. Me dan un despacho y un sueldo base que podría completar con otros trabajillos.

– ¿Te interesa?

– Si me presentan una oferta en firme, creo que la aceptaré.

– Vale, pero todavía no son las siete. Y es sábado.

– Bah, sólo quería meterle mano al texto un poco.

– Creo que deberías volver a la cama y meterle mano a otra cosa.

Ella le dedicó una sonrisa y abrió ligeramente la sábana. Él puso el ordenador en hibernación.


Sentada ante su PowerBook, Lisbeth Salander dedicó gran parte de los siguientes días a investigar. Las indagaciones apuntaban en muchas y distintas direcciones, y no siempre tenía del todo claro qué estaba buscando.

Una parte de la compilación de datos resultaba sencilla. Con material procedente de los periódicos digitales se hizo una visión general de la historia de Svavelsjö MC. El club de motoristas apareció por primera vez en los diarios, bajo el nombre de Tälje Hog Riders, en 1991, con motivo de una redada policial realizada en la propia sede, que, por aquel entonces, estaba situada en el edificio de un antiguo colegio abandonado de las afueras de Södertälje. La intervención se produjo debido a la llamada de unos preocupados vecinos que avisaron de que había un tiroteo en el viejo colegio. Un importante dispositivo policial interrumpió una fiesta con cerveza a mansalva que había degenerado en un concurso de tiros con un AK4 que luego resultó que había sido robado a principios de los años ochenta del I 20, el antiguo regimiento de infantería de Västerbotten.

Según una investigación llevada a cabo por un periódico vespertino, Svavelsjö MC contaba con seis o siete miembros y una docena de hangarounds. En más de una ocasión, todos los miembros de pleno derecho habían sido condenados por algún delito, principalmente de poca monta, pero, a veces, de gran violencia. Dos de las personas del club destacaban sobre las demás. El líder de Svavelsjö MC era un tal Carl-Magnus Magge Lundin, cuya foto aparecía en la edición digital de Aftonbladet con motivo de una intervención policial efectuada en el club en 2001. Entre finales de los años ochenta y principios de los noventa, Lundin fue condenado en cinco ocasiones. Tres de los juicios fueron por robos, receptación de artículos robados y delitos relacionados con drogas. Una de las sentencias versaba sobre un tipo de delincuencia más grave, como, entre otras cosas, un caso de malos tratos que le valió dieciocho meses de cárcel. Lundin salió de la cárcel en 1995 y poco después ascendió a presidente de los Tälje Hog Riders, que ahora se hacían llamar Svavelsjö MC.

El número dos del club era, según la unidad policial experta en bandas, un tal Sonny Nieminen, de treinta y siete años, que figuraba en el registro policial con nada más y nada menos que veintitrés antecedentes penales. Inició su carrera a la edad de dieciséis años, cuando fue condenado, por malos tratos y robo, a libertad vigilada, y se le dio asistencia de acuerdo con la ley de servicios sociales. A lo largo de la siguiente década, Sonny Nieminen fue condenado por cinco casos de robo, otro de robo grave, dos más de amenazas, dos delitos relacionados con drogas, chantaje, violencia contra un funcionario del Estado, dos casos de tenencia ilícita de armas y otro de tenencia ilícita de armas con agravantes, conducción en estado de embriaguez y no menos de seis casos de malos tratos. Había sido condenado, según un baremo incomprensible para Lisbeth Salander, a libertad vigilada, a pagar varias multas y a repetidos ingresos en prisión de uno o dos meses, hasta que en 1989 fue condenado, de repente, a diez meses de cárcel por malos tratos graves y robo. Pocos meses más tarde ya estaba en la calle y se portó bien hasta octubre de 1990 cuando, hallándose en un bar de Södertälje, participó en una pelea que terminó en un homicidio y que le valió seis años de condena. Nieminen salió de nuevo en 1995. Ahora era el amigo más íntimo de Magge Lundin.

En 1996 fue detenido como cómplice de un atraco a mano armada de un furgón blindado que transportaba dinero. No participó personalmente en el robo, pero había pertrechado a tres jóvenes con las armas necesarias para la operación. Eso le valió su segunda temporadita a la sombra. Fue condenado a cuatro años y salió en 1999. Desde entonces, Nieminen, por milagroso que pueda parecer, había evitado ser detenido por la policía. Según un artículo de prensa de 2001, donde no se lo mencionaba por su nombre, pero donde el trasfondo era tan detallado que no resultó muy difícil sacar la conclusión de a quién se refería, era sospechoso de haber participado en el asesinato de, por lo menos, un miembro de una banda de outlaws rival.

Lisbeth solicitó las fotos de pasaporte de Nieminen y Lundin. Nieminen era guapo, tenía el pelo rizado moreno y unos ojos peligrosos. Magge Lundin tenía pinta de ser un completo idiota. No le costó lo más mínimo identificar a Lundin como el hombre que se había reunido con el gigante rubio en el Blombergs Kafé y a Nieminen como el tipo que lo esperaba en el McDonald's.


Valiéndose del registro del parque automovilístico, rastreó al propietario del Volvo blanco en el que se había marchado el gigante rubio. Resultó ser de la empresa de alquiler de coches Auto-Expert de Eskilstuna. Llamó y la pusieron con un tal Refik Alba.

– Mi nombre es Gunilla Hansson. Ayer mi perro fue atropellado por una persona que se dio a la fuga. El muy sinvergüenza conducía un coche cuya matrícula revela que pertenece a Auto-Expert. Era un Volvo blanco.

Le dio la matrícula.

– Lo siento mucho.

– Quiero algo más que eso. Quiero el nombre de ese canalla para exigirle una compensación.

– ¿Lo ha denunciado a la policía?

– No, quiero llegar a un acuerdo amistoso con él.

– Lo siento, pero si no existe una denuncia policial, no puedo dar el nombre de ningún cliente.

La voz de Lisbeth Salander adquirió un tono más serio. Le preguntó si era una buena política empresarial obligarla a denunciar a los clientes en vez de darles la oportunidad de llegar a un acuerdo amistoso. Refik Alba volvió a lamentar lo ocurrido e insistió en que, desgraciadamente, no podía hacer nada. Lisbeth continuó discutiendo un par de minutos más sin conseguir el nombre del gigante rubio.


El nombre de Zala resultó ser otro callejón sin salida. Excepto las dos interrupciones que realizó para su Billys Pan Pizza, Lisbeth Salander pasó la mayor parte de las siguientes veinticuatro horas delante del ordenador. Su única compañía fue una botella de litro y medio de Coca-Cola.

Encontró centenares de personas con el nombre de Zala, desde un deportista italiano de élite hasta un compositor argentino. No dio con nada de lo que buscaba.

Lo intentó con el nombre de Zalachenko sin hallar nada que mereciera la pena.

Frustrada, entró finalmente dando tumbos en el dormitorio y durmió doce horas seguidas. Cuando se despertó eran las once de la mañana. Puso la cafetera y llenó el jacuzzi. Se llevó el café y los sándwiches al cuarto de baño, echó sales de baño en la bañera y desayunó dentro. De repente deseó que Mimmi la acompañara. Pero ni siquiera le había revelado dónde vivía.

A eso de las doce salió del jacuzzi, se secó con una toalla y se puso un albornoz. Volvió a encender el ordenador.

Los nombres de Dag Svensson y Mia Bergman dieron mejor resultado. Con la ayuda de Google pudo hacerse rápidamente con un breve resumen de lo que habían hecho durante los años precedentes. Descargó algunos de los artículos de Dag y encontró una foto suya. Sin mucha sorpresa constató que se trataba del hombre que había visto unas noches antes en el Kvarnen en compañía de Mikael Blomkvist. El nombre ya tenía una cara, y viceversa.

Encontró más textos de y sobre Mia Bergman. Unos años antes ella había llamado la atención con un informe sobre el diferente trato que reciben hombres y mujeres en los juzgados. El informe motivó no sólo una buena cantidad de editoriales sino también unas cuantas intervenciones en páginas de debate y opinión de distintas organizaciones feministas; la propia Mia Bergman contribuyó escribiendo varias de ellas. Lisbeth Salander leyó atentamente. Ciertas feministas consideraban que las conclusiones de Bergman eran importantes, mientras que otras la criticaban por «difundir ilusiones burguesas». No quedaba exactamente claro, sin embargo, en qué consistían esas ilusiones burguesas.

Hacia las dos de la tarde entró en Asphyxia 1.3, pero en vez de elegir MikBlom/laptop optó por MikBlom/office, el ordenador de sobremesa que Mikael Blomkvist tenía en la redacción de Millennium. Sabía por experiencia que Mikael apenas guardaba allí nada de valor. Exceptuando las veces que lo utilizaba para navegar por Internet, trabajaba casi exclusivamente en su iBook. En cambio, Mikael podía entrar en todos los ordenadores de la redacción. Rápidamente encontró las contraseñas necesarias para acceder a la intranet de Millennium.

Para poder entrar en otros ordenadores de Millennium no era suficiente con el disco duro espejo del servidor de Holanda; también el MikBlom/office original tenía que estar en activo y conectado a la intranet. Tuvo suerte. Al parecer, Mikael Blomkvist se encontraba en su puesto de trabajo con el ordenador encendido. Esperó durante diez minutos, pero no pudo apreciar ningún signo de actividad, algo que interpretó como que Mikael había conectado el ordenador al entrar en el despacho y que tal vez hubiera navegado por Internet para, acto seguido, dejarlo encendido mientras se dedicaba a otras cosas o usaba su portátil.

Había que hacerlo con sumo cuidado. Durante la siguiente hora, Lisbeth Salander pirateó cuidadosamente, de uno en uno, cada ordenador y descargó el correo electrónico de Erika Berger, de Christer Malm y de una colaboradora, desconocida para ella, llamada Malin Eriksson. Por último, se encontró con el ordenador de sobremesa de Dag Svensson, un viejo Macintosh PowerPC con un disco duro de sólo 750 megabytes, según los datos del sistema; o sea, un trasto que, con toda seguridad, sólo usaban como máquina de escribir algunos colaboradores ocasionales. Estaba conectado, lo cual quería decir que Dag Svensson se encontraba en ese momento en la redacción de Millennium. Descargó su correo y repasó el disco duro. Halló una carpeta a la que simplemente había bautizado como «Zala».


El gigante rubio estaba descontento y sentía que algo iba mal. Acababa de recibir doscientas tres mil coronas al contado, una cantidad inesperadamente grande para los tres kilos de metanfetamina que le entregó a Magge Lundin a finales de enero. Como sueldo por unas cuantas horas de trabajo real tampoco estaba mal: recoger la anfetamina del correo, quedarse con ella un rato, entregársela a Magge Lundin y luego cobrar el cincuenta por ciento de los beneficios. No cabía duda de que Svavelsjö MC podía mover ese volumen de negocio todos los meses, y la banda de Magge Lundin era sólo una de las tres bandas con las que operaba. Las otras dos actuaban, respectivamente, en la zona de Gotemburgo y de Malmö. En conjunto, las bandas podían ingresar más de medio millón de coronas limpias mensuales.

Aun así, se encontraba tan mal que se desvió hasta el arcén, aparcó y apagó el motor. Llevaba más de treinta horas sin dormir y se sentía ofuscado. Abrió la puerta, estiró las piernas y meó en la cuneta. Hacía frío y la noche estaba estrellada. Se hallaba en pleno campo, no muy lejos de Järna.

Se trataba más bien de un conflicto de naturaleza estratégica. A menos de cuatrocientos kilómetros de Estocolmo la oferta de metanfetamina era infinita. La demanda del mercado sueco era indiscutiblemente grande. El resto era una cuestión de logística: ¿cómo transportar el producto deseado desde el punto A hasta el punto B? O, mejor dicho, desde un sótano de Tallin hasta el puerto franco de Estocolmo.

El eterno y frecuente problema: ¿cómo garantizar un transporte regular desde Estonia hasta Suecia? Ese era el quid de la cuestión y el eslabón realmente débil, ya que todo lo que habían logrado, después de años de esfuerzos, eran constantes improvisaciones y soluciones temporales.

El problema residía en que durante los últimos tiempos la máquina chirriaba demasiado a menudo. El gigante rubio estaba orgulloso de su capacidad organizativa. En tan sólo unos años, había creado una maquinaria bien engrasada de contactos que había cultivado con buenas dosis de palo y zanahoria. Era él quien había hecho el trabajo de calle, consiguiendo socios, negociando los acuerdos y controlando que las entregas se efectuaran en el lugar adecuado.

La zanahoria era el incentivo que se les ofrecía a intermediarios como Magge Lundin: un beneficio bueno y con pocos riesgos. El sistema era irreprochable. Magge Lundin no tenía que levantar ni un solo dedo para recibir la mercancía en su misma puerta: nada de complicados viajes de compra ni forzosas negociaciones con personas que podían ser desde policías antidroga hasta mafiosos rusos, que, en cualquier momento, tal vez, lo estafarían y se lo quitarían todo. Lundin sabía que el gigante rubio entregaba la mercancía y que luego cobraba su cincuenta por ciento.

El palo resultaba necesario ya que, últimamente, cada vez con mayor frecuencia, habían surgido unas cuantas complicaciones. Un camello con la lengua muy larga, que llegó a enterarse de demasiadas cosas de la cadena de producción -vaya imprudencia-, estuvo a punto de implicar a Svavelsjö MC. El rubio se vio obligado a intervenir y castigarlo.

Eso era algo que el gigante rubio sabía hacer muy bien.

Suspiró.

Tuvo la sensación de que todo el negocio resultaba difícil de controlar. Estaba, simplemente, demasiado diversificado.

Encendió un cigarrillo.

La metanfetamina era una excelente, discreta y manejable fuente de ingresos: un gran beneficio a cambio de pequeños riesgos. El negocio armamentístico estaría, en cierto modo, justificado si las imprudentes actividades paralelas pudieran identificarse y evitarse. Considerando el riesgo, no era económicamente justificable entregar dos pistolas a cambio de unos cuantos miles de coronas a un par de mocosos que pensaban robar la tienda del barrio.

Casos aislados de espionaje industrial o de contrabando de componentes electrónicos al Este -si bien es cierto que durante los últimos años el mercado se había reducido drásticamente- tenían cierta razón de ser.

En cambio, las putas de los países bálticos resultaban completamente injustificables desde el punto de vista económico. No proporcionaban más que calderilla y, en realidad, sólo suponían una complicación que, en cualquier momento, podía dar lugar a unos cuantos hipócritas artículos en los medios de comunicación y a una serie de debates en aquella peculiar unidad política parlamentaria que se llamaba el Riksdag, cuyas reglas de juego, a ojos del gigante rubio, quedaban, en el mejor de los casos, poco claras. La ventaja de las putas consistía en que, jurídicamente hablando, no tenían prácticamente ningún riesgo. A todo el mundo le gustan las putas: fiscales, jueces, maderos y algún que otro miembro del Riksdag. Nadie escarbaría demasiado para atajar la actividad.

Ni siquiera una puta muerta causaba, necesariamente, complicaciones políticas. Si la policía pudiera detener a un claro sospechoso en el plazo de unas horas y el susodicho continuara con la ropa manchada de sangre, sería condenado a algunos años de cárcel o sometido a tratamiento psiquiátrico en algún oscuro centro penitenciario. Pero si no dieran con ningún sospechoso dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes, el rubio sabía por experiencia que la policía pronto hallaría cosas más importantes que investigar.

Pero al gigante rubio no le gustaba traficar con putas. No le gustaban sus pintarrajeadas caras y sus estridentes risas de borrachas. Eran impuras. Pertenecían a ese tipo de capital humano que costaba tanto como lo que reportaba. Y ya que se trataba de capital humano siempre existía el riesgo de que a alguna de ellas se le fuera la olla y quisiera bajarse del carro o chivarse a la policía, a periodistas o a otra gente de fuera. Y él tendría que intervenir y castigarlas. Y si el chivatazo era lo suficientemente explícito, los fiscales y la policía se verían obligados a actuar; si no, se armaría la de Dios en ese maldito Riksdag. El negocio de las putas era sinónimo de líos.

Los hermanos Atho y Harry Ranta encarnaban el típico ejemplo. Se trataba de dos inútiles que habían llegado a tener un excesivo conocimiento del negocio. Más que otra cosa, le habría gustado rodearlos con cadenas y tirarlos a las aguas del puerto. En su lugar los llevó al ferry que iba a Estonia y esperó pacientemente hasta que embarcaron. Esas vacaciones fueron motivadas por un maldito periodista que había empezado a hurgar en sus negocios, de modo que decidieron que los Ranta desaparecieran de la escena hasta que la tormenta hubiese escampado.

Volvió a suspirar.

Y sobre todo, al gigante rubio no le agradaban las actividades paralelas como la que representaba Lisbeth Salander. En su opinión, ella carecía completamente de interés. No le reportaba ningún tipo de beneficio.

El abogado Nils Bjurman no le caía bien. El gigante no podía entender por qué habían decidido acceder a sus deseos. Pero el balón ya estaba en juego. Las órdenes ya habían sido dadas. Svavelsjö MC se había hecho con la contrata.

La situación no le gustaba nada. Tenía malos presentimientos.

Levantó la vista, miró hacia el oscuro campo y tiró la colilla a la cuneta. De repente, por el rabillo del ojo, percibió un movimiento y se quedó petrificado. Enfocó la mirada. No había más luz que la de una débil luna creciente pero, de todas maneras, pudo apreciar claramente la silueta de una figura negra que avanzaba hacia él a unos treinta metros de la carretera. La criatura se movía despacio y realizaba breves paradas.

De pronto, el gigante rubio sintió un sudor frío en la frente.

Odiaba a esa criatura del campo.

Durante más de un minuto permaneció casi paralizado, mirando hechizado el lento pero resuelto avance del misterioso ser. Cuando éste se encontró lo suficientemente cerca como para que él pudiera ver unos ojos brillando en la oscuridad, dio media vuelta y volvió corriendo al coche. Abrió la puerta de un tirón y, torpemente, intentó atinar con la llave de contacto. Sintió crecer el pánico hasta que por fin consiguió arrancar el motor y poner las largas. La criatura estaba ya en la carretera y el gigante rubio pudo finalmente apreciarla con detalle a la luz de los faros del coche. Parecía una enorme raya venenosa que avanzaba arrastrándose. Tenía un aguijón como el de un escorpión.

Una cosa estaba clara: ese ser no pertenecía a este mundo. Era un monstruo surgido del Infierno.

Consiguió meter una marcha y arrancó derrapando. Cuando el coche pasó, la criatura lo intentó atacar, pero no lo alcanzó. El gigante no dejó de temblar hasta varios kilómetros después.


Lisbeth dedicó la noche a examinar la investigación que Dag Svensson y Millennium habían llevado a cabo sobre el trafficking. Poco a poco, fue teniendo una visión general relativamente buena, si bien era cierto que basada en crípticos fragmentos que iba ensamblando, con la ayuda del contenido del correo electrónico, como piezas de un puzle.

Erika Berger le había enviado una pregunta a Mikael Blomkvist sobre cómo transcurrían las confrontaciones; él respondió brevemente que tenían problemas para localizar al agente de la Tcheka. Lisbeth lo interpretó como que una de las personas que iban a ser denunciadas en el reportaje trabajaba en la policía de seguridad. Malin Eriksson mandó a Dag Svensson -con copia a Mikael Blomkvist y Erika Berger- el resumen de una investigación paralela. Tanto Svensson como Blomkvist contestaban con comentarios y propuestas para completarla. Mikael y Dag se intercambiaban correos varias veces al día. En uno de ellos, Dag Svensson daba cuenta de una confrontación que había tenido con un periodista llamado Per-Åke Sandström.

Del correo de Dag Svensson también pudo constatar que se comunicaba con una persona que atendía al nombre de Gulbrandsen en una dirección de Yahoo. Le llevó un rato entender que Gulbrandsen era un policía y que la comunicación se desarrollaba off the record, a través de una dirección personal en lugar de la oficial. Por lo tanto, Gulbrandsen constituía una fuente.

La carpeta llamada «Zala» era frustrantemente breve y sólo contenía tres documentos en Word. El más largo, 128 kb, se denominaba «Irina P.» y contenía una descripción fragmentada de la vida de una prostituta. Quedaba claro que estaba muerta. Lisbeth leyó con atención el resumen efectuado por Dag Svensson sobre el acta de la autopsia.

Por lo que Lisbeth pudo entender, Irina P. había sido objeto de una violencia tan brutal que tres de los daños infligidos resultaron, cada uno por separado, mortales.

Lisbeth reconoció una frase del texto que se correspondía con una cita literal de la tesis de Mia Bergman. En la investigación se mencionaba a una mujer llamada Tamara. Lisbeth dio por descontado que Irina P. y Tamara eran la misma persona y leyó con gran interés la parte dedicada a la entrevista.

El segundo documento, considerablemente más corto, llevaba por nombre «Sandström». Contenía el mismo resumen que el que Dag Svensson había enviado a Blomkvist, y revelaba que un periodista llamado Per-Åke Sandström era uno de los puteros que se había aprovechado de una chica de los países bálticos, así como que también había realizado gestiones para la mafia sexual y que se le retribuía con drogas o sexo. A Lisbeth le fascinaba que Sandström, además de dedicarse a editar revistas de empresas, también hubiera escrito varios artículos como freelance en un periódico donde, indignado, condenaba el comercio sexual y, entre otras cosas, revelaba que un hombre de negocios sueco, cuya identidad no era facilitada, había visitado un burdel de Tallin.

El nombre de Zala no se mencionaba ni en el documento «Sandström» ni en el de «Irina P.», pero Lisbeth extrajo la conclusión de que, como los dos documentos estaban en la misma carpeta llamada «Zala», debería de existir una conexión. El tercer y último documento de la carpeta, sin embargo, había sido bautizado como «Zala». Era breve y se encontraba ordenado por puntos.

Según Dag Svensson, el nombre de Zala había figurado -desde mediados de los años noventa- vinculado a drogas, armas o prostitución en nueve ocasiones. Nadie parecía saber quién era, pero distintas fuentes lo habían descrito como yugoslavo, polaco o, posiblemente, checo. Todos los datos eran de segunda mano. Ninguna de las personas con las que había hablado Dag Svensson parecía haber visto con sus propios ojos a Zala.

Dag Svensson había tratado con detalle el tema de Zala con la fuente G (¿Gulbrandsen?) y lanzado la teoría de que Zala podía ser responsable del asesinato de Irina P. No se podía deducir qué pensaba la fuente G respecto a esa teoría; lo que sí quedaba claro, en cambio, era que Zala, un año antes, había constituido un punto en el orden del día de una reunión con «la unidad especial del crimen organizado». El nombre aparecía tantas veces que la policía empezó a hacer preguntas intentando formarse una opinión sobre si Zala existía o no.

Por lo que Dag Svensson pudo averiguar, el nombre de Zala había aparecido por primera vez en 1996 relacionado con el robo de un furgón blindado en Örkelljunga. Los atracadores se apoderaron de tres millones trescientas mil coronas, pero fueron tan patosos que la policía pudo identificar y detener a la banda apenas transcurridas veinticuatro horas. Un día después se arrestó a otra persona más. Se trataba del delincuente profesional Sonny Nieminen, miembro de Svavelsjö MC, quien, según informaciones recibidas, les proporcionó las armas utilizadas en el robo; un hecho que, algo más tarde, le valdría una condena de cárcel de cuatro años.

Aún no había transcurrido una semana desde que se produjera el robo del furgón blindado en 1996, cuando tres tipos más fueron detenidos por participar en el atraco. Con eso, ocho personas estaban metidas en el ajo, siete de las cuales se negaron obstinadamente a hablar con la policía. El octavo, un chico de tan sólo diecinueve años llamado Birger Nordman, se derrumbó y largó de lo lindo en los interrogatorios. El juicio fue pan comido para el fiscal, lo cual (sospechó la fuente policial de Dag Svensson) provocó el hecho de que Birger Nordman, dos años después, fuera encontrado enterrado en una arenera de Varmland tras haberse escapado cuando estaba de permiso.

Según la fuente G, la policía sospechaba que Sonny Nieminen era el jefe de toda la banda y que Nordman había sido asesinado por encargo suyo, pero no había pruebas. Sin embargo, Nieminen era considerado sumamente peligroso y carente de escrúpulos. En el trullo, se le había relacionado con la Hermandad Aria, una organización nazi de los internos que, a su vez, tenía vínculos con la Hermandad Wolfpack y, también -a través de estos últimos-, con clubes de outlaws pertenecientes al mundillo de los moteros, así como con diversas, violentas y estúpidas organizaciones nazis al estilo del Movimiento de Resistencia de Suecia y de otros similares.

No obstante, lo que le interesaba a Lisbeth Salander era otra cosa muy distinta. Uno de los datos que el fallecido Birger Nordman había revelado durante los interrogatorios era que las armas utilizadas en el robo procedían de Nieminen, quien, a su vez, las había recibido de un yugoslavo, desconocido para Nordman, denominado «Sala».

Dag Svensson había llegado a la conclusión de que se trataba de un individuo del mundo del hampa que no se dejaba ver. Como en el padrón no figuraba nadie cuyo nombre coincidiera con el de Zala, Dag intuyó que se trataba de un apodo, aunque también podía tratarse de un delincuente particularmente astuto que actuara a conciencia bajo un seudónimo.

El último punto consistía en una breve descripción de los datos aportados por el periodista Sandström acerca de Zala. Lo cual no era gran cosa. Según Dag Svensson, en una ocasión Sandström habló por teléfono con una persona llamada así. De lo escrito, sin embargo, no se podía deducir el contenido de la conversación.

Sobre las cuatro de la madrugada, Salander apagó su PowerBook y se sentó en el vano de la ventana, mirando hacia Saltsjön. Permaneció quieta durante dos horas, fumando pensativamente un cigarrillo tras otro. Se veía obligada a tomar una serie de decisiones importantes y a hacer un análisis de las consecuencias.

Se dio cuenta de que tenía que buscar a Zala y saldar sus cuentas con él de una vez por todas.


El sábado anterior a la semana de Pascua, Mikael Blomkvist visitó, por la noche, a una antigua novia de Slipgatan, en Hornstull. Había aceptado -algo raro en él- una invitación para una fiesta. Ella estaba casada y ya no tenía ningún interés en mantener relaciones íntimas con Mikael, pero trabajaba en los medios y solían saludarse cuando, ocasionalmente, se cruzaban. Ella acababa de terminar un libro -con el que llevaba, por lo menos, diez años- que trataba de algo tan curioso como la visión que se tiene de las mujeres dentro de los medios de comunicación. En una ocasión, Mikael contribuyó con material para el libro, cosa que motivó esa invitación.

El papel de Mikael se limitó a investigar un sencillo tema. Había sacado el documento donde figuraba la estrategia para conseguir una igualdad sexual que la agencia TT, Dagens Nyheter, Rapport y numerosos otros medios se jactaban de respetar, y luego contó cuántos hombres y cuántas mujeres había en la dirección de esas empresas por encima de secretaria de redacción. El resultado fue vergonzoso. Director general: hombre. Presidente de la junta directiva: hombre. Editor jefe: hombre. Jefe de redacción internacional: hombre. Jefe de redacción: hombre… y así sucesivamente hasta que, más bien como una excepción, apareció la primera mujer, tipo estrella de los informativos o magazines, como Christina Sutterström o Amelia Adamo.

La fiesta era privada y la mayoría de los invitados eran personas que, de uno u otro modo, la habían ayudado con el libro.

Fue una velada muy animada, con buena comida y distendida charla. Mikael había pensado volver a casa bastante temprano, pero casi todos los allí presentes eran viejos conocidos que raramente coincidían. Además, ninguno de ellos le dio demasiado la lata con el caso Wennerström. La fiesta se prolongó, y hasta alrededor de las dos de la madrugada del domingo el último grupo de invitados no se levantó para irse. Fueron juntos hasta Långholmsgatan y allí se separaron.

Mikael vio pasar el autobús nocturno antes de llegar a la parada, pero la noche no era fría y, en vez de esperar al próximo, decidió volver andando a casa. Siguió por Högalidsgatan hasta la iglesia y giró en Lundagatan, lo que le despertó viejos recuerdos.

Mikael había mantenido la promesa que hizo en diciembre de no pasar por Lundagatan para no alimentar la vana ilusión de que Lisbeth Salander volviese a aparecer en su horizonte. Esa noche se detuvo, en la acera de enfrente, ante su portal. Le asaltó el impulso de cruzar la calle y llamar a su puerta, pero se dio cuenta de las pocas esperanzas que había de que ella estuviera y de la probabilidad aun menor de que quisiera hablar con él.

Al final, se encogió de hombros y siguió caminando hacia Zinkensdamm. No había avanzado ni unos sesenta metros cuando oyó un ruido. Giró la cabeza y el corazón le dio un vuelco; resultaba difícil no reconocer ese delgaducho cuerpo. Lisbeth Salander acababa de salir a la calle y caminaba en dirección opuesta. Ella se detuvo frente a un coche que estaba aparcado.

Mikael abrió la boca para llamarla, pero la voz se ahogó en la garganta. De repente, vio que una silueta se separaba de uno de los coches estacionados en el arcén. Era un hombre que, como deslizándose, se acercaba a Lisbeth por detrás. A Mikael le dio la impresión de que era alto y de que tenía una prominente barriga. Llevaba coleta.


En el mismo momento en que iba a meter la llave en la puerta de su Honda color burdeos, Lisbeth Salander oyó un ruido y, por el rabillo del ojo, percibió un movimiento. Él se acercó por detrás, en diagonal, y ella se dio media vuelta un segundo antes de que él llegara. Lo identificó inmediatamente como Carl-Magnus Magge Lundin, treinta y seis años, Svavelsjö MC, el que días atrás se había reunido con el gigante rubio en el Blombergs Kafé.

Registró inmediatamente a Magge Lundin como un tipo de unos ciento veinte kilos de peso y aspecto agresivo. Lisbeth no lo dudó ni un microsegundo: usó las llaves a modo de puño americano y le golpeó con la rapidez de un reptil, produciéndole un profundo corte en la mejilla, desde el nacimiento de la nariz hasta la oreja. Acto seguido, el tipo abrazó el aire. A Lisbeth Salander parecía habérsela tragado la tierra.


Mikael Blomkvist vio que Lisbeth Salander le pegaba un puñetazo. En cuanto golpeó a su atacante, se echó al suelo y, rodando, se metió bajo el vehículo.


Un segundo después, Lisbeth ya estaba en pie, al otro lado del coche, preparada para la batalla o para huir. Por encima del capó, cruzó su mirada con la de su enemigo e inmediatamente se decidió por la segunda alternativa. A él le sangraba la mejilla. Antes de que le diera tiempo a distinguirla, ella ya se alejaba por Lundagatan, en dirección a la iglesia de Högalid.

Mikael permaneció paralizado, con la boca abierta, cuando, de repente, el agresor echó a correr tras Lisbeth Salander. Parecía un tanque persiguiendo a un cochecito de juguete.

Lisbeth subió las escaleras, dos peldaños por zancada, hasta la parte alta de Lundagatan. Una vez arriba miró de reojo y vio que su perseguidor ponía el pie en el primer escalón. «Es rápido.» Ella estuvo a punto de tropezar con los triángulos señalizadores y los montones de arena de una zanja abierta en plena calle por los operarios municipales, pero en el último segundo los vio y los esquivó.

Magge Lundin casi había subido las escaleras cuando Lisbeth Salander volvió a entrar en su campo de visión. Le dio tiempo a percibir que ella le tiraba algo, pero no a reaccionar antes de que el adoquín le diera en una sien. No fue un lanzamiento muy certero, pero llevaba una considerable fuerza y le abrió otra brecha en la cara. Sintió que perdía el equilibrio y que el mundo le daba vueltas al caer de espaldas, rodando por las escaleras. Consiguió frenar la caída agarrándose a la barandilla, pero perdió varios segundos.


El estado de parálisis de Mikael cesó en cuanto el hombre desapareció por las escaleras. Le gritó que la dejara en paz.

Lisbeth había atravesado la mitad de una plazoleta cuando reparó en la voz de Mikael. «¡Por todos los diablos!» Cambió de dirección y se asomó a la barandilla. Vio a Mikael Blomkvist a tres metros por debajo de ella. Dudó una décima de segundo antes de salir pitando de nuevo.


En el mismo instante en que Mikael echó a correr hacia las escaleras, se percató de que una Dodge Van arrancó delante del portal de Lisbeth Salander, justo al lado del coche que ella había intentado abrir. El vehículo salió y enfiló rumbo a Zinkensdamm. Al pasar ante él, Blomkvist vislumbró una cara, pero bajo la tenue iluminación nocturna la matrícula resultaba ilegible.

Indeciso, miró de reojo el vehículo pero salió en pos del perseguidor de Lisbeth. Le dio alcance en lo alto de las escaleras. El hombre se había parado de espaldas a Mikael y permanecía inmóvil, observando los alrededores.

Justo cuando Blomkvist lo alcanzó, se dio media vuelta y, con el dorso de la mano, propinó a Mikael un fuerte revés en la cara. Lo pilló completamente desprevenido. Se desplomó y cayó de cabeza por las escaleras.


Lisbeth oyó los semiapagados gritos de Mikael y estuvo a punto de detenerse. «¿Qué diablos está pasando?» Luego miró de reojo y vio que Magge Lundin, a unos cuarenta metros de distancia, echaba a correr hacia ella. «Es más rápido. Me va a alcanzar.»

Interrumpió sus pensamientos, giró a la izquierda y subió a toda pastilla un par de escaleras, hasta la zona ajardinada que había entre los edificios. Llegó a una plazoleta que no ofrecía el más mínimo escondite y recorrió el tramo que distaba hasta la próxima esquina en un tiempo que habría impresionado a la mismísima Carolina Klüft, la campeona del heptatlón. Torció a la derecha, se dio cuenta de que se adentraba en un callejón sin salida y dio media vuelta. Justo cuando llegó a la fachada lateral del siguiente edificio descubrió a Magge Lundin en las escaleras. Ella continuó saliendo de su campo de visión unos cuantos metros más y se tiró de cabeza a unos rododendros que crecían en una jardinera que había a lo largo de toda la fachada lateral.

Oyó los pesados pasos de Magge Lundin, pero no lo pudo ver. Permaneció completamente quieta entre los arbustos y arrimada a la pared.

Lundin pasó ante su escondite y se paró a menos de cinco metros. Esperó unos diez segundos antes de continuar su búsqueda a la carrera. Volvió unos minutos después. Se detuvo en el mismo sitio que antes. Esta vez permaneció inmóvil durante treinta segundos. Lisbeth tensó los músculos, preparada para huir de inmediato si la descubría. Luego él volvió a moverse. Pasó a menos de dos metros de ella. Oyó que sus pasos se alejaban.


A Mikael le dolía el cuello y la mandíbula cuando, aturdido y a duras penas, consiguió ponerse de pie. Notó el sabor de la sangre de su labio partido. Intentó dar unos pasos pero se tambaleó.

Llegó nuevamente a lo alto de las escaleras y miró a su alrededor. Vio que el agresor corría cien metros calle abajo. El hombre de la coleta se detuvo y paseó la mirada entre los edificios y, acto seguido, continuó corriendo por la calle. Mikael se asomó a la barandilla y lo vio cruzar Lundagatan y entrar en el mismo Dodge Van que unos instantes antes había arrancado delante del portal de Lisbeth Salander. La furgoneta desapareció inmediatamente al doblar la esquina de la calle que bajaba hacia Zinkensdamm.

Mikael paseó lentamente por la parte alta de Lundagatan, buscando a Lisbeth Salander. Ni rastro. La verdad era que no vio ni un alma y se asombró de lo desierta que podía estar una calle de Estocolmo a las tres de la madrugada de un domingo de marzo. Al cabo de un rato volvió al portal de Lisbeth, en la parte baja de Lundagatan. Al pasar ante el coche donde se produjo la agresión pisó algo y reconoció las llaves de Lisbeth. Cuando se inclinó para recogerlas, descubrió su bolso debajo del coche.

Sin saber qué hacer, Mikael se quedó un largo rato esperando. Al final se acercó al portal y probó las llaves. No entraban.


Lisbeth Salander permaneció entre los arbustos durante quince minutos sin moverse más que para consultar el reloj. A las tres y pico oyó que un portal se abría y se cerraba, así como unos pasos que se dirigían hacia el aparcamiento de bicicletas.

En cuanto el ruido cesó se puso lentamente de rodillas y asomó la cabeza entre los arbustos. Examinó cada rincón de la plazoleta pero no vio a Magge Lundin. Con la máxima prudencia -siempre alerta y preparada para dar la vuelta y salir huyendo en cualquier momento- dirigió sus pasos hacia la calle. Se quedó arriba, junto a la barandilla, escudriñando toda Lundagatan. Vio a Mikael Blomkvist delante de su portal. Sostenía su bolso.

Se quedó completamente quieta, oculta tras una farola cuando la mirada de Mikael Blomkvist barrió la parte alta de la calle. No la descubrió.

Mikael Blomkvist permaneció ante el portal más de treinta minutos. Ella lo observó, paciente e inmóvil, hasta que él se rindió y echó a andar hacia Zinkensdamm. Cuando Mikael desapareció de su campo de visión, Lisbeth aguardó un instante antes de reflexionar sobre lo ocurrido.

«Mikael Blomkvist.»

No le entraba en la cabeza cómo era posible que él hubiera surgido de la nada. Por lo demás, la agresión no daba lugar a muchas interpretaciones.

«Carl Magnus Lundin de los Cojones.»

Magge Lundin se había reunido con el gigante rubio que había visto en compañía del abogado Nils Bjurman.

«El Viejo y Asqueroso Nils Bjurman de los Cojones.»

«El maldito idiota ha contratado a un puto macho alfa para hacerme daño. A pesar de que le he dejado jodidamente claras las consecuencias.»

De repente, Lisbeth Salander hirvió por dentro. Estaba tan furiosa que sintió un sabor a sangre en la boca. Ahora tendría que castigarlo.

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