Miércoles, 5 de octubre
Viena, Austria
13:30
Sabre frenó a la entrada y bajó la ventanilla del conductor. No mostró acreditación alguna, pero el guarda lo dejó pasar de inmediato. El magnífico château se encontraba a unos cincuenta kilómetros al suroeste del centro, entre los llamados bosques de Viena. Erigido por la aristocracia tres siglos antes, sus muros color mostaza de esplendor barroco albergaban setenta y cinco espaciosas estancias, todas ellas coronadas por inclinadas tejas de pizarra alpina.
Un vivo sol atravesaba el oscuro parabrisas del Audi, y Sabre reparó en que el asfaltado camino y los aparcamientos laterales estaban vacíos. Sólo los guardas de la verja y unos cuantos jardineros que se ocupaban de los senderos alteraban la tranquila escena.
Al parecer aquélla sería una charla privada.
Aparcó en un garaje abierto y al salir lo recibió una cálida tarde. Se abrochó en el acto su chaqueta Burberry y echó a andar por un camino de gravilla que llevaba hasta la Schmetterlinghaus, una construcción de hierro y cristal situada a unos cien metros del castillo. Pintada de verde, sus paredes eran una sucesión de cientos de cristales húngaros. La imponente estructura del siglo xix se integraba perfectamente en los boscosos aledaños. Dentro, crecían numerosas plantas exóticas. Sin embargo, el nombre de la casa -Schmetterling-, se debía a las miles de mariposas que vagaban a su antojo.
Abrió de un tirón una desvencijada puerta de madera y pasó a una suerte de recibidor. Una cortina de material plástico mantenía el aire caliente y húmedo en el interior. La apartó y entró.
Las mariposas bailoteaban en el aire al compás de una suave música instrumental. Bach, si no se equivocaba. Muchas de las plantas estaban en flor, la serena escena contrastaba fuertemente con las crudas estampas otoñales que se perfilaban al otro lado del cristal, salpicado de gotas de agua.
El propietario del edificio, la Silla Azul, se encontraba sentado entre el follaje. Su rostro era el de un hombre que había trabajado demasiado, dormido poco y descuidado su alimentación. El anciano llevaba un traje de tweed sobre un cárdigan. Tenía que resultar incómodo, pensó Sabre. Pero recordó que las criaturas de sangre fría necesitaban mucho calor.
Se quitó la chaqueta y se aproximó a una silla de madera.
– Guten Morgen, Herr Sabre.
El aludido tomó asiento y saludó a su vez. Por lo visto el alemán sería el idioma del día.
– Las plantas, Dominick. Nunca le he preguntado, pero ¿qué sabe de ellas?
– Sólo que generan oxígeno a partir del dióxido de carbono.
El anciano sonrió.
– ¿No diría que aportan muchas más cosas? ¿Qué hay del color, la calidez, la belleza?
Él miró aquella selva tropical trasplantada, contempló las mariposas y escuchó la apacible música. Le importaba un bledo la relajante estética, pero sabía que no era buena idea expresar esa opinión, de manera que se limitó a decir:
– Cumplen su función.
– ¿Sabe mucho de mariposas?
Un plato de porcelana con trozos de plátano maduro descansaba en el regazo del viejo. Insectos con alas color zafiro, carmesí y marfil devoraban ávidamente la ofrenda.
– El olor las atrae. -El anciano acarició con ternura las alas de una de ellas-. Unas criaturas realmente hermosas. Joyas voladoras que irrumpen en el mundo con un estallido de color. Por desgracia solo viven unas semanas antes de reincorporarse a la cadena alimentaria.
Cuatro mariposas verdosas y doradas se sumaron al banquete.
– Esta especie es bastante rara, la Papilio dardanus. Importo las crisálidas expresamente de África.
Sabre odiaba los bichos, pero trató de mostrar interés y esperó. Al cabo el anciano preguntó:
– ¿Ha ido todo bien en Copenhague?
– Malone va camino de la conexión.
– Justo lo que pronosticó. ¿Cómo lo supo?
– No tiene elección. Si quiere proteger a su hijo ha de sacar a la luz la conexión, de ese modo dejará de ser vulnerable.
– Puede que se dé cuenta de que lo han manipulado.
– Estoy seguro de que así ha sido, pero cree que al final consiguió imponerse. Dudo que intuya que yo quería que esos hombres murieran.
La diversión arrugó el rostro del anciano.
– Disfruta con este juego, ¿no?
– Tiene algunos aspectos satisfactorios. -Hizo una pausa antes de añadir-: Si se juega bien.
Más mariposas se unieron a las que ya estaban en el plato.
– Lo cierto es que se parece mucho a estas preciosas criaturas -aseguró el anciano-. Se atiborran atraídas por el señuelo de la comida fácil. -Unos dedos sarmentosos agarraron una por las alas. El oscuro espiráculo y las diminutas patas se retorcieron mientras el insecto intentaba zafarse-. Podría matarla con facilidad. ¿Qué me costaría?
La Silla Azul soltó su presa, y unas alas anaranjadas y amarillas crepitaron antes de alzarse en el aire.
– Pero también podría dejarla marchar. -El anciano miró a Sabre con unos ojos rebosantes de entusiasmo-. Saque partido de los instintos de Malone.
– Eso pretendo.
– ¿Qué hará cuando haya encontrado la conexión? -inquirió la Silla Azul.
– Depende.
– Habrá que matar a Malone.
– Puedo ocuparme.
El viejo le lanzó una mirada.
– Podría ser un rival.
– Estoy preparado.
– Existe un problema.
Sabre se preguntó por qué lo había hecho volver a Viena.
– Los israelíes han sido puestos sobre aviso. Al parecer George Haddad hizo otra llamada a la Orilla Occidental, y los espías judíos infiltrados en la Autoridad Palestina informaron de este contacto a Tel Aviv. Saben que está vivo, y supongo que también dónde se encuentra.
Eso si era un problema.
– Las Sillas son conscientes de estos hechos y han ratificado la autoridad que le concedí a usted para que maneje el asunto como considere apropiado.
Que era lo que pensaba hacer de todos modos.
– Como sabe, las motivaciones de los israelíes son muy distintas de las nuestras: nosotros queremos la conexión, y ellos quieren que desaparezca.
Sabre asintió.
– Asesinaron a su propia gente en aquel café sólo para matar a Haddad.
– Los judíos son un problema -aseveró en voz baja el anciano-. Siempre han sido difíciles. La obstinación y el creerse diferentes siempre engendran un orgullo desmedido.
Sabre decidió dejar pasar el comentario.
– Tenemos intención de contribuir a zanjar el problema judío.
– No sabía que fuese un problema.
– No para nosotros, pero sí para nuestros amigos árabes. Así que ha de ir por delante de los israelíes. Hay que impedir que interfieran.
– En tal caso he de irme.
– ¿Adonde ha ido Malone?
– A Londres.
El anciano guardó silencio, su atención fija en los bichos que revoloteaban en su regazo. Por último espantó las mariposas.
– De camino a Londres debe hacer una parada.
– ¿Hay tiempo?
– No tenemos elección. Un contacto dentro del gobierno israelí posee cierta información que sólo le pasará a usted en persona y quiere dinero a cambio.
– ¿No lo quieren todos?
– Está en Alemania. No debería llevarle mucho tiempo. Utilice uno de nuestros jets. Tengo entendido que nuestro contacto ha sido descuidado. Lo han descubierto, aunque él no lo sabe. Liquide nuestras cuentas con él.
Sabre comprendió.
– Huelga decir que habrá otros vigilando. Se lo ruego, haga que el espectáculo sea memorable. Es preciso que los israelíes entiendan que aquí hay mucho en juego. -El anciano se acomodó en la silla de madera y a continuación dirigió su afilada nariz nuevamente al plato-. También está al tanto de lo de este fin de semana, ¿no?
– Naturalmente.
– Necesito un informe financiero sobre cierta persona. Antes del viernes. ¿Puede encargarse?
Sabía cuál era la respuesta adecuada, aunque tampoco tenía tiempo para eso.
– Claro.
El anciano le comunicó el nombre que tenía que investigar y después dijo:
– Envíe aquí la información. Entre tanto, haga lo que mejor sabe hacer.
Washington, DC
7:30
Stephanie decidió quedarse en la capital. Todos los peces gordos se encontraban allí, y si quería ayudar a Malone tendría que andar cerca de ellos. Estaba en contacto con Atlanta y la sede del Magellan Billet a través del portátil y el móvil, y en ese momento tenía a tres agentes rumbo a Dinamarca. Otros dos ya se hallaban en Londres, y uno más de camino hacia allí. La habitación de su hotel sería temporalmente el centro de mando.
Llevaba esperando veinte minutos, y cuando el teléfono de la mesa finalmente sonó, Stephanie esbozó una sonrisa. Thorvaldsen era un maniático de la puntualidad. Cogió el auricular.
– Dime, Henrik.
– ¿Cómo sabías que era yo?
– Por la puntualidad.
– Retrasarse es una grosería.
– No podría estar más de acuerdo. ¿Te has enterado de algo?
– De lo bastante para saber que tenemos un problema.
El día anterior Thorvaldsen había enviado a un batallón de investigadores a seguir los movimientos de los dos hombres a los que había disparado Malone. Dado que uno de ellos había matado a un agente federal Stephanie también había podido contar con la ayuda de la Europol.
– ¿Has oído hablar alguna vez de die Ordnung vom Goldenen Vites? ¿La Orden del Vellocino de Oro?
– Es un cártel financiero europeo, que yo sepa.
– Necesito una conexión a tu computador a través de Internet.
– Es secreta -respondió ella con toda naturalidad.
– Te aseguro que con lo que sé tengo todas las autorizaciones que necesito.
Stephanie le dio la dirección, y al minuto aparecieron cinco fotografías en su pantalla: tres cabezas y dos cuerpos enteros. Los cinco hombres tendrían setenta y tantos años, el rostro similar a una caricatura, lleno de ángulos, frío e inexpresivo, cada uno de ellos con un barniz de sofisticación: el porte aristocrático de quienes están acostumbrados a salirse con la suya.
– La Orden del Vellocino de Oro fue reformada a finales de los años cuarenta, justo después de la socialización de la industria austríaca. Se creó en Viena, y en un principio sus miembros se reducían a un selecto grupo de industriales y financieros. En los cincuenta se diversificó, e ingresaron magnates de la industria manufacturera y la minería, junto con más financieros.
Ella acercó una libreta y preparó un bolígrafo.
– ¿Qué quieres decir con «reformada»?
– El nombre procede de una orden medieval francesa que Felipe el Hermoso, duque de Borgoña, creo en 1430, pero ese grupo de caballeros sólo duró unas décadas. A lo largo de los siglos surgieron «reencarnaciones», y en Austria todavía existe una Orden del Vellocino de Oro de carácter social. Sin embargo el que supone una amenaza es el cártel económico del mismo nombre.
Stephanie tenía los ojos clavados en la pantalla, su memoria estaba grabando aquellas adustas caras.
– Un grupo interesante -comentó Thorvaldsen-. Un estricto código de leyes rige la actividad de la orden, y su número de miembros se limita a setenta y uno. Al mando se encuentra el Círculo de las Cinco Sillas. La llamada Silla Azul dirige tanto el círculo como la orden. Esas gentes llevan hábitos color carmesí y medallones de oro. Cada medallón está hecho de una sucesión de eslabones en forma de pedernales con llamas alrededor de un vellocino de oro. Bastante efectista.
Ella se mostró conforme.
– Deja que te hable de los cinco que tienes en pantalla. La cara de arriba a la izquierda es la de un industrial austríaco, Alfred Hermann, que en la actualidad ocupa la Silla Azul. Decir que es multimillonario es quedarse corto, posee acerías en Europa, minas en África, plantaciones de caucho en Extremo Oriente y entidades financieras en el mundo entero.
Thorvaldsen siguió con los cuatro restantes. Uno de ellos tenía una participación mayoritaria en el Banco VRN, presente en Austria, Alemania, Suiza y Holanda, además de farmacéuticas y empresas de automoción; otro controlaba los mercados de valores europeos con empresas inversoras que manejaban carteras para numerosos países de la Unión Europea; el tercero era el único propietario de dos empresas francesas y una belga que, descontadas las empresas de Estados Unidos, eran los primeros fabricantes de aviones del mundo; el último se hacía llamar a sí mismo «el rey del hormigón», y sus empresas eran líderes en Europa, África y Oriente Próximo.
– Un grupo imponente -dijo ella.
– Por no decir otra cosa. Las Sillas tienen (y siempre han tenido) un inconfundible sesgo ario: predominan los alemanes, suizos y austríacos. Son los propios miembros los que eligen las Sillas, y el cargo es de por vida. Al mismo tiempo se escoge a una Sombra para suceder a la Silla a la muerte de ésta. La Silla Azul la eligen las Sillas, y su cargo también es vitalicio.
– Qué eficientes.
– Se enorgullecen de ello. Los miembros se reúnen dos veces al año en una asamblea, una a finales de primavera y la otra justo antes del invierno, en una finca de más de ciento sesenta hectáreas, propiedad de Alfred Hermann, situada en las afueras de Viena. El resto del año las Sillas o unos comités permanentes se ocupan de los negocios. Tienen canciller, tesorero y secretario, además del personal de apoyo que trabaja fuera del château de Hermann. La organización es mínima a propósito, sin reuniones innecesarias que originen retrasos.
Stephanie iba escribiendo notas en la libreta.
– A la Silla Azul no le está permitido votar, ni en el Círculo ni en la asamblea, salvo en caso de empate.
Ella no pudo por menos de admirar las molestias que se había tomado Thorvaldsen para hacer esas pesquisas.
– Háblame de los miembros.
– De los actuales setenta y uno la mayoría son europeos, a excepción de cuatro norteamericanos, dos canadienses, tres asiáticos, un brasileño y un australiano, hombres y mujeres que recibieron una educación mixta hace décadas.
Stephanie sentía curiosidad.
– ¿Por qué está la sede en Austria?
– Por el mismo motivo por el que muchos de nosotros tenemos dinero allí: una disposición expresa en la constitución nacional prohíbe violar el secreto bancario. Es difícil seguirle la pista al dinero. La Orden cuenta con una financiación saneada, y sus miembros son evaluados conforme a sus finanzas. El del año pasado superaba los ciento cincuenta millones de euros.
– ¿Y en qué gastan esos ingresos?
– En lo que la gente lleva siglos persiguiendo: influencia política, principalmente dirigida hacia la aceptación del euro en toda Europa y la reducción de las barreras arancelarias. La emergencia de Europa del Este también les interesa, y la reconstrucción de las infraestructuras de la República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumania y Polonia supone un gran negocio. Gracias a algunas contribuciones efectuadas con tino los miembros de la orden han conseguido más contratos de los que les correspondían.
– Así y todo, Henrik, ciento cincuenta millones de euros no pueden gastarse sólo en asegurarse contratos y sobornar a políticos.
– Tienes razón. Lo que el grupo hace sirve a un fin mayor.
Ella se estaba impacientando.
– Soy toda oídos.
– Oriente Próximo. Ésa es su máxima prioridad.
– ¿Cómo demonios sabes todo esto?
Al otro lado del teléfono se hizo el silencio. Ella se mantuvo a la espera.
– Porque soy miembro.
Londres
12:30
Malone bajó con Pam la escalerilla del avión de British Airways. Habían pasado la noche en Christiangade y después volado desde Copenhague hasta Inglaterra, una escala para Pam en su viaje de vuelta a Georgia y el destino final de Malone. Gary se había quedado con Thorvaldsen. Su hijo conocía al danés de los últimos dos veranos que había pasado en Dinamarca. Hasta que supiera exactamente qué estaba pasando, Malone creía que Christiangade era el lugar más seguro para Gary. Como medida adicional, Thorvaldsen contrató a un equipo de seguridad para que patrullara por la propiedad. A Pam no le hizo mucha gracia la idea, y discutieron, pero al final ella comprendió lo acertado de la decisión, en particular teniendo en cuenta lo que había ocurrido en Atlanta. Como la crisis había finalizado, ella tenía que volver al trabajo. Había salido de inmediato, sin avisar al bufete. Dejar a Gary no era lo que quería, pero al cabo reconoció que Malone lo podría proteger mejor que ella.
– Espero no haber perdido mi trabajo -dijo Pam.
– Supongo que lo que les has hecho ganar bastará para que te perdonen. ¿Vas a contarles lo sucedido?
– Tendré que hacerlo.
– De acuerdo. Diles lo que consideres necesario.
– ¿Por qué sigues con esto? -le planteó ella-. ¿Por qué no lo dejas estar?
Él reparó en que, por lo visto, el descanso había acabado con gran parte del mal humor de su ex mujer. Había pedido disculpas repetidamente por lo del día anterior, y él le había restado importancia. Lo cierto es que no quería hablar con ella y, gracias a que habían hecho la reserva a última hora, no se habían sentado juntos durante el vuelo, lo cual estaba bien. Aún tenían cosas que decirse en lo tocante a Gary, cosas desagradables. Pero no era el momento.
– Es el único modo de asegurarme de que no vuelva a pasar
– respondió él-. Si no soy el único que sabe de la conexión dejaré de ser el blanco. Y lo mismo ocurrirá contigo o con Gary.
– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Pam.
Malone no tenía ni idea, así que repuso:
– Lo sabré cuando llegue allí.
Avanzaron entre el gentío hacia la terminal, su silencio y sus pensativos pasos atestiguaban que estaban mejor separados. Los aletargados sentidos de él volvían a estar alerta. En el avión se había fijado en un hombre. Sentado tres filas más adelante, en el lado opuesto. Un larguirucho muy moreno, una barba rala oscurecía sus mejillas. Había embarcado en Copenhague, y algo en él había llamado la atención de Malone. En el vuelo no había pasado nada. Pero, aunque el tipo había bajado antes que ellos, ahora lo tenían detrás.
Eso anunciaba problemas.
– Ayer le disparaste a ese hombre sin una pizca de remordimiento -le espetó Pam-. Das miedo, Cotton.
– La seguridad de Gary estaba en juego.
– ¿Era eso lo que solías hacer?
– Todo el tiempo.
– Ya he visto todas las muertes que quería ver.
También él.
Siguieron caminando, y él supo que ella estaba pensando. Siempre había sabido cuándo se devanaba los sesos.
– Ayer no lo mencioné -comentó ella-, con todo lo sucedido, pero hay un hombre en mi vida.
El se alegró, pero se preguntó por qué se lo contaba.
– Hace mucho que no nos importa lo que haga el otro.
– Lo sé. Pero éste es especial. -Levantó el brazo y le mostró la muñeca-. Me regaló este reloj.
Parecía orgullosa de él, de modo que Malone le siguió el juego.
– Un TAG Heuer. No está mal.
– Eso mismo pensé yo. Me sorprendió un montón.
– ¿Te trata bien?
Ella asintió.
– Disfruto estando con él.
Malone no sabía qué decir.
– Sólo te lo he dicho para que sepas que tal vez sea hora de que hagamos las paces.
La terminal estaba abarrotada. Había llegado el momento de separarse.
– ¿Te importa si te acompaño? -preguntó ella-. Mi avión a Atlanta no sale hasta dentro de siete horas.
A decir verdad él había estado ensayando el adiós, para actuar con aire de despreocupación.
– No es buena idea. Tengo que hacer esto solo.
No hizo falta decir lo que ambos pensaban, sobre todo después de lo de ayer. Ella asintió.
– Lo comprendo. Sólo pensé que sería una buena forma de pasar la tarde.
Él sintió curiosidad.
– ¿Por qué quieres venir? Creía que querías alejarte de todo esto.
– Casi me matan por culpa de esa conexión, así que me interesa. Y, además, ¿qué voy a hacer en este aeropuerto?
Malone hubo de admitir que estaba estupenda: era cinco años menor que él, pero parecía más joven. Y su expresión también era demasiado similar a la de la vieja Pam -a un tiempo desvalida, independiente y suplicante- para que él se la tomara a la ligera. Los rasgos de su pecoso rostro, sus ojos azules, le provocaron una oleada de recuerdos, recuerdos que él se había esforzado por reprimir, sobre todo desde agosto, cuando se enteró de lo de Gary.
Él y Pam habían estado casados mucho tiempo, compartido una vida, con sus buenos y sus malos momentos. Malone tenía cuarenta y ocho años, llevaba más de uno divorciado y casi seis separado.
Quizá fuese hora de olvidarlo todo. Lo pasado, pasado estaba, y él no había sido ningún angelito.
Sin embargo lo de hacer las paces tendría que esperar, de manera que se limitó a decir:
– Vuelve a Atlanta y no te metas en líos, ¿de acuerdo?
Ella sonrió.
– Lo mismo podría decirte yo.
– En mi caso es imposible, pero estoy seguro de que a ese hombre que hay en tu vida le gustaría tenerte en casa.
– De todas formas tenemos que hablar, Cotton. Los dos hemos evitado el tema.
– Hablaremos, pero después de todo esto. ¿Qué te parece si nos damos una tregua hasta entonces?
Ella también parecía querer paz.
– Vale.
– Te mantendré al tanto de todo, y no te preocupes por Gary. Henrik cuidará de él, estará bien protegido. Tienes su número de teléfono, así que puedes llamarlo cuando quieras.
Agitó la mano con alegría, sonriendo, y a continuación se dirigió hacia las salidas de la terminal, dispuesto a coger un taxi. No llevaba equipaje. Dependiendo de lo larga que fuese la estancia compraría algunas cosas más tarde, después de dar con la conexión.
Pero antes de salir del aeropuerto tenía que comprobar una última cosa.
Se acercó a un mostrador de información y sacó un mapa de la ciudad del soporte. Le dio la vuelta con naturalidad e hizo como que lo examinaba, para, acto seguido, observar la multitud que transitaba por la amplia terminal.
Había supuesto que si lo estaban siguiendo, el larguirucho estaría esperando a que él saliera.
En lugar de ello el desconocido fue tras Pam.
Ahora sí que estaba preocupado.
Dejó el mapa en el mostrador y atravesó la terminal. Pam entró en una de las numerosas cafeterías, al parecer dispuesta a pasar el tiempo comiendo o tomando un café. El larguirucho tomó posiciones en una duty free desde la cual dominaba la cafetería.
Interesante. Por lo visto ese día el protagonista no era él.
Entró en la cafetería.
Pam estaba sentada a una mesa. Cuando lo vio, la sorpresa se reflejó en el rostro de su ex mujer. – ¿Qué haces aquí?
– He cambiado de opinión. ¿Por qué no te vienes conmigo?
– La verdad es que me gustaría.
– Con una condición.
– Ya sé. Que mantenga la boca cerrada.
Stephanie estuvo rumiando las palabras de Thorvaldsen y después preguntó con toda tranquilidad:
– ¿Eres miembro de la Orden del Vellocino de Oro?
– Desde hace treinta años. Siempre pensé que no era más que una forma de que la gente con dinero y poder se relacionara. Eso es lo que hacemos la mayor parte del tiempo…
– Cuando no estáis pagando sobornos para conseguir contratos.
– Venga ya, Stephanie. Sabes que la vida es así. No soy yo quien dicta las reglas. Sólo me codeo con la gente adecuada.
– Dime lo que sepas, Henrik. Y, por favor, nada de trolas.
– Mis investigadores les siguieron la pista hasta Amsterdam a los dos que murieron ayer. Uno tiene una amiguita, y la chica nos dijo que su amante trabajaba para otro hombre regularmente. En una ocasión consiguió verlo, y, a juzgar por su descripción, creo que yo también lo he visto.
Ella quedó a la espera de que le contara más.
– Curiosamente, durante muchos años, en actos de la orden, he oído hablar bastante de la desaparecida Biblioteca de Alejandría. El ocupante de la Silla Azul, Alfred Hermann, está obsesionado con el tema.
– ¿Sabes por qué?
– Cree que podemos aprender mucho de los antiguos.
Ella lo dudaba, pero necesitaba saber.
– ¿Qué relación existe entre los dos muertos y la Orden?
– El hombre al que describió la mujer ha asistido a actos de la Orden. No es miembro, sino un empleado. Ella no oyó cómo se llamaba, pero una vez su novio empleó unas palabras que también he oído antes: die Klauen der Adler.
Ella tradujo en silencio: Las Garras del Águila.
– ¿No vas a contarme más?
– ¿Qué te parece si te lo cuento cuando esté más seguro?
El pasado junio, cuando conoció a Thorvaldsen, él no se había mostrado muy comunicativo, lo cual no hizo más que avivar la tirantez que ya existía entre ambos. Pero desde entonces Stephanie había aprendido a no subestimar al danés.
– De acuerdo. Has dicho que el principal interés de la Orden era Oriente Próximo. ¿A qué te referías?
– Agradezco que no me presiones.
– En algún momento tenía que empezar a colaborar contigo. Además, de todos modos no ibas a decírmelo.
Thorvaldsen se rió.
– Somos bastante parecidos.
– Eso sí que me asusta.
– Tampoco es para tanto. Sin embargo, respondiendo a tu pregunta sobre Oriente Próximo te diré que, por desgracia, el mundo árabe sólo respeta la fuerza. No obstante también saben negociar, y tienen mucho que ofrecer, sobre todo petróleo.
La conclusión era indiscutible.
– ¿Quién es el enemigo número uno de los árabes? -preguntó Thorvaldsen-. ¿Norteamérica? No, Israel. Ésa es la espina que tienen clavada, ahí, en mitad de su mundo. Un Estado judío, resultado de la partición de 1948, cuando casi un millón de árabes se vio desplazado por la fuerza. Es cierto, los judíos también sufrieron, pero el mundo les cedió un territorio que palestinos, egipcios, jordanos, libaneses y sirios llevaban siglos reclamando. A eso lo llamaron la nakba, la catástrofe.
– Y entonces estalló la guerra -dijo Stephanie-. La primera de muchas.
– Todas ellas ganadas por Israel. Durante los últimos sesenta años los israelíes se han aferrado a su tierra, y todo porque Dios le dijo a Abraham que así sería.
Stephanie recordó el pasaje que había citado Green: «Dijo Yavé a Abram: “Alza tus ojos, y desde el lugar donde estás mira al norte y al mediodía, al oriente y al occidente. Toda esa tierra que ves te la daré yo a ti y a tu descendencia para siempre.”»
– La promesa que Dios le hizo a Abraham es uno de los motivos por los que Palestina les fue dada a los judíos -explicó Henrik-. Supuestamente es su patria ancestral, legada por el mismísimo Dios. ¿Quién puede discutir eso?
– Al menos un erudito palestino del que he oído hablar.
– Cotton me contó lo de George Haddad y la biblioteca.
– No debió hacerlo.
– Creo que en este instante le importan un bledo las normas, y ahora mismo tampoco es que esté muy contento contigo.
Se lo merecía.
– Mis fuentes en Washington me dicen que la Casa Blanca quiere que se encuentre a Haddad. Supongo que lo sabes.
Ella no dijo nada.
– No pensé que fueses a confirmarlo ni a desmentirlo, pero aquí se está cociendo algo, Stephanie, algo importante. Los poderosos no acostumbran a malgastar su tiempo en tonterías.
Ella estaba de acuerdo.
– Te puedes cargar a gente, aterrorizarla día tras día, y no cambiarás nada. Pero si posees lo que tu enemigo quiere o no quiere que nadie más tenga, tienes verdadero poder. Conozco la Orden del Vellocino de Oro. Influencia. Eso es lo que buscan Alfred Hermann y la Orden.
– Y ¿qué harán con ella?
– Si golpea a Israel en su mismo centro, como bien podría ser, el mundo árabe negociaría para conseguirla. Todo el mundo en la Orden quiere beneficiarse de unas relaciones amistosas con los árabes. El precio del petróleo por sí solo basta para captar su atención, pero hacerse con nuevos mercados para sus bienes y servicios es un premio aún mayor. ¿Quién sabe? La información hasta podría poner en duda la existencia del Estado judío, lo cual cerraría numerosas heridas abiertas. La defensa que Norteamérica le brinda desde hace tiempo a Israel resulta costosa. ¿Cuántas veces ha sucedido? Una nación árabe afirma que habría que destruir Israel, Naciones Unidas interviene, Estados Unidos lo censura, todo el mundo se cabrea y se dejan oír las armas. Acto seguido hay que repartir concesiones y dólares para aplacar los ánimos. Si eso dejara de ser necesario, imagina lo complaciente que podría ser el mundo, y Norteamérica.
Lo cual bien podría ser el legado que Larry Daley quería para el presidente. Sin embargo Stephanie sintió la necesidad de preguntar:
– ¿Qué podría ser tan poderoso?
– No lo sé. Pero hace unos meses tú y yo leímos un documento antiguo que básicamente lo cambiaba todo. Tal vez se trate de algo con un poder similar.
Tenía razón, pero la realidad era otra.
– Cotton necesita esta información.
– La tendrá, pero primero hemos de conocer toda la historia.
– Y ¿cómo piensas hacerlo?
– La reunión de invierno de la Orden es este fin de semana. No pretendía ir, pero he cambiado de idea.
Londres
13:20
Malone se bajó del taxi e inspeccionó la tranquila calle: fachadas con el tejado a dos aguas, columnas laterales acanaladas y alféizares floridos. Cada una de las pintorescas casas georgianas parecía una serena morada de la antigüedad, un refugio natural de ratones de biblioteca y estudiosos. George Haddad se sentiría como en casa.
– ¿Aquí es donde vive? -inquirió Pam.
– Eso espero. No tengo noticias suyas desde hace casi un año, pero ésta es la dirección que me dio hace tres.
La tarde era fría y seca. Antes había leído en The Times que Inglaterra se veía afectada por una sequía otoñal poco corriente. El larguirucho no los había seguido desde Heathrow, pero tal vez otro se hubiera encargado de dicho cometido, ya que a todas luces ese tipo estaba en contacto con otros. Sin embargo, no había ningún otro taxi a la vista. Se le antojaba raro que Pam todavía estuviera con él, pero se merecía esa sensación de extrañeza. Se la había buscado al insistir en que fuera.
Subieron la escalinata y entraron en el edificio. Él se rezagó en el vestíbulo disimuladamente y observó la calle.
Pero nada, ni coches ni personas sospechosas.
El timbre del tercer piso hizo sonar un discreto tintineo. El hombre de tez cetrina que abrió era bajo, de cabello ceniciento y rostro cuadrado. Sus ojos de color castaño cobraron vida al ver a su invitado; pero Malone percibió cierto nerviosismo reprimido en la ancha sonrisa de bienvenida que le dedicó.
– Cotton, menuda sorpresa. Precisamente me acordé de ti el otro día.
Se estrecharon la mano con calidez, y Malone le presentó a Pam. Haddad los invitó a pasar. Unas gruesas cortinas de encaje atenuaban la luz del día, y Malone registró deprisa la decoración, que parecía discordante a propósito: había un piano, varias cómodas, sillones, lámparas adornadas con pantallas de seda plisada y una mesa de roble en la que un computador quedaba sepultado entre libros y papeles.
Haddad hizo un amplio gesto con el brazo, como para abarcar aquel caos.
– Mi mundo, Cotton.
Las paredes estaban salpicadas de mapas, tantos que la pintura verde salvia apenas se veía. La mirada de Malone los barrió, y se percató de que eran de Tierra Santa, Arabia y el Sinaí, tanto modernos como antiguos; unos fotocopias y otros originales; todos ellos interesantes.
– Forma parte de mi obsesión -aclaró Haddad.
Tras una agradable conversación trivial Malone decidió ir al grano.
– Las cosas han cambiado, por eso he venido.
Le contó lo que había ocurrido el día anterior.
– ¿Tu hijo está bien? -se interesó Haddad.
– Sí, pero hace cinco años no hice preguntas porque era parte de mi trabajo. Ya no lo es, así que quiero saber qué está pasando.
– Me salvaste la vida.
– Lo cual debería darme derecho a conocer la verdad.
Haddad los hizo pasar a la cocina, donde se sentaron a una mesa ovalada. En la cálida atmósfera había un leve aroma a vino y tabaco.
– Es complicado, Cotton. Yo no he logrado entenderlo hasta hace unos años.
– George, necesito saberlo todo.
Ambos se sintieron incómodos. Las viejas amistades podían atrofiarse; la gente cambiaba. Lo que un día era apreciado por dos personas se tornaba molesto. Pero Malone sabía que Haddad confiaba en él y que quería corresponderle. Malone escuchó a Haddad hablar de 1948, cuando, siendo un muchacho de diecinueve años, luchaba con la resistencia palestina para detener la invasión sionista.
– Maté a muchos hombres -aseguró Haddad-, pero hubo uno al que no he olvidado. Fue a ver a mi padre, pero, por desgracia, ya se había quitado la vida. Capturamos a ese hombre pensando que era un sionista. Yo era joven y estaba lleno de odio, no tenía paciencia, y él decía disparates. Así que le pegué un tiro. -Los ojos de Haddad se humedecieron-. Era un Guardián, yo lo maté, y no llegué a saber nada. -El palestino hizo una pausa-. Luego, cincuenta y tantos años después, por increíble que parezca, otro Guardián me visitó.
Malone se preguntó cuál sería la importancia de aquello.
– Se presentó en mi casa, en medio de la oscuridad, y me dijo lo mismo que aquel primer hombre en 1948.
– Soy un Guardián.
¿Había oído Haddad bien? La pregunta se formó de inmediato en su cabeza:
– ¿De la biblioteca? ¿Voy a recibir una invitación?
– ¿Cómo lo sabe?
Le contó al desconocido lo que había ocurrido años antes. Mientras hablaba, Haddad intentaba evaluar a su invitado. Era enjuto y nervudo, con el cabello negro como el carbón, un poblado bigote y una tez quemada por el sol que se asemejaba al cuero tostado. Pulcro y vestido discretamente, con los modales a juego. No era muy distinto del primer emisario.
El desconocido, que era más joven, se sentó, y esa vez Haddad decidió que también él sería paciente. Al final el Guardián dijo:
– Hemos analizado sus escritos y los estudios que ha publicado. Su conocimiento del antiguo texto de la Biblia es impresionante, al igual que su capacidad para interpretar el original en hebreo. Además, sus argumentos sobre las traducciones aceptadas resultan convincentes.
Él agradeció el cumplido, algo no muy corriente en la Orilla Occidental.
– Somos un grupo antiguo. Hace tiempo los primeros Guardianes salvaron de la destrucción gran parte de la Biblioteca de Alejandría, lo cual supuso un gran esfuerzo. De vez en cuando ofrecemos una invitación a aquellos que, como usted, podrían beneficiarse de ella.
En su mente se agolparon las preguntas, pero sólo dijo:
– El Guardián al que maté dijo que la guerra que librábamos entonces no era necesaria, que hay cosas más poderosas que las balas. ¿A qué se refería?
– Cómo voy a saberlo. Está claro que su padre no logró presentarse en la biblioteca, así que no se benefició de nuestro conocimiento; ni nosotros del suyo. Espero que usted lo logre.
– ¿Qué quiere decir con que «no logró presentarse»?
– Para tener derecho a utilizar la biblioteca hay que demostrar la valía emprendiendo la búsqueda del héroe. -El hombre sacó un sobre-. Interprete sabiamente estas palabras y le veré a la entrada de la biblioteca, donde será un honor dejarlo entrar.
Haddad aceptó el sobre.
– Soy viejo, ¿cómo voy a emprender un viaje largo?
– Hallará la fuerza.
– ¿Por qué iba a hacerlo?
– Porque en la biblioteca encontrará respuestas.
– Cometí el error de hablarles a las autoridades palestinas de esa visita -dijo Haddad-. Sin embargo, no pude emprender el viaje. Cuando informé de lo ocurrido creí que hablaba con amigos en la Orilla Occidental, pero unos espías israelíes lo oyeron todo, y lo siguiente que supe fue que tú y yo estábamos en aquel café cuando explotó.
Malone recordó el día, uno de los más espeluznantes de su vida. Consiguió que salieran los dos de milagro.
– ¿Qué hacíais allí? -le preguntó Pam, la voz teñida de preocupación.
– George y yo nos conocíamos desde hacía años. A ambos nos interesan los libros, sobre todo la Biblia. -Lo señaló-. Este hombre es un experto mundial, y yo disfrutaba exprimiéndole el coco.
– No sabía que eso te interesara -aseguró ella.
– Por lo visto había muchas cosas que no sabíamos del otro. -Vio que ella captaba lo que quería decir en realidad, así que dejó esa verdad flotando en el aire y añadió-: Cuando George percibió el peligro y dejó de fiarse de los palestinos me pidió ayuda. Stephanie me envió a averiguar qué estaba ocurriendo. Después de que explotara esa bomba George quería irse de Israel. Todo el mundo supuso que había muerto, así que lo hice desaparecer.
– Y su nombre en clave era Conexión Alejandría -razonó Pam.
– Es evidente que alguien ha acabado sabiendo la verdad -intervino Haddad.
Malone asintió.
– Entraron en los archivos informáticos, pero en ellos no se menciona dónde vives, sólo que yo soy el único que conoce tu paradero. Por eso fueron tras Gary.
– Y lo siento de veras. Jamás querría poner a tu hijo en peligro.
– Entonces dime, George, ¿por qué te quieren muerto?
– Cuando el Guardián me visitó yo trabajaba en una teoría sobre el Antiguo Testamento. Antes había publicado varios artículos sobre ese texto sagrado, pero estaba perfilando algo más.
Las arrugas de los ojos de Haddad se acentuaron, y Malone vio que su amigo parecía luchar consigo mismo.
– Los cristianos tienden a centrarse en el Nuevo Testamento -prosiguió-. Los judíos, en el Antiguo. La mayoría de los cristianos no sabe mucho del Antiguo Testamento, aparte de que piensan que el Nuevo confirma las profecías del Antiguo. Sin embargo, el Antiguo Testamento es importante, y ese texto encierra numerosas contradicciones, unas contradicciones que podrían poner fácilmente en duda su mensaje.
Malone ya había oído hablar del tema a Haddad antes, pero esta vez notó cierto nerviosismo en su voz.
– Los ejemplos abundan: el Génesis da dos versiones opuestas de la Creación. Se exponen dos genealogías distintas de la descendencia de Adán. Luego está el Diluvio: Dios le dice a Noé que lleve siete parejas de animales puros y una pareja de impuros. En otra parte del Génesis sólo se menciona una pareja de ambas clases. En un versículo Noé suelta un cuervo para ver si ya han descendido las aguas; sin embargo en otro se trata de una paloma. Hasta en la duración del Diluvio se contradice: ¿cuarenta días y cuarenta noches o trescientas setenta? Aparecen las dos cifras. Por no hablar de los montones de parejas y tríos que designan una misma palabra, como los distintos nombres que se emplean para describir a Dios: en una parte YHWH, Yahweh; en otra Elohim. ¿No cabría pensar que al menos el nombre de Dios podría concordar?
La memoria de Malone se retrotrajo a Francia, donde había escuchado quejas similares sobre los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento.
– En la actualidad son muchos los que convienen en que el Antiguo Testamento fue compuesto por un sinfín de escritores a lo largo de un periodo de tiempo increíblemente largo -afirmó Haddad-. Una hábil combinación de diversas fuentes compilada por escribas. Esta conclusión es evidente y nada nueva. Un filósofo español del siglo xii fue uno de los primeros en apuntar que el versículo Génesis 12,6 («Entonces estaban los cananeos en la tierra») no pudo haberlo escrito Moisés. Y ¿cómo pudo ser Moisés el autor de los cinco primeros libros de la Biblia cuando el último describe con todo detalle el momento y las circunstancias exactas de su muerte?
»Y las numerosas digresiones literarias, como cuando se utilizan antiguos topónimos y luego en el texto se dice que esos lugares aún pueden verse en la actualidad. Esto apunta a influencias posteriores que conformaron, ampliaron y embellecieron el texto.
– Y cada vez que se llevaba a cabo una de esas revisiones, más se perdía el significado original -señaló Malone.
– Sin duda. Según el cálculo más acertado el Antiguo Testamento se escribió entre el 1000 y el 586 a.C. Las redacciones posteriores se sitúan entre el 500 y el 400 a.C, y después es posible que el texto sufriera retoques incluso hasta en el 300 a.C. Nadie lo sabe a ciencia cierta. Lo único que sabemos es que el Antiguo Testamento es un mosaico en el que cada pieza fue escrita en circunstancias históricas y políticas distintas, y expresa diferentes puntos de vista religiosos.
– Todo eso lo comprendo, créeme -dijo Malone, pensando de nuevo en las contradicciones del Nuevo Testamento que había descubierto hacía unos meses en Francia-. Pero nada de ello es revolucionario. Para la gente, el Antiguo Testamento o es la Palabra de Dios o una colección de historias antiguas.
– Pero ¿y si las palabras han sido modificadas hasta el punto de que han desvirtuado totalmente el mensaje original? ¿Y si el Antiguo Testamento, tal y como lo conocemos, no es, y nunca fue, el Antiguo Testamento de la época original? Eso sí podría cambiar muchas cosas.
– Soy todo oídos.
– Eso es lo que me gusta de ti -afirmó Haddad, sonriendo-. Sabes escuchar.
Malone vio en la expresión de Pam que ella no opinaba lo mismo, si bien mantuvo su palabra y permaneció en silencio.
– Tú y yo ya hemos hablado de esto antes -dijo Haddad-. El Antiguo Testamento es básicamente distinto del Nuevo. Los cristianos se toman el texto del Nuevo al pie de la letra, hasta el extremo de considerarlo historia, pero los relatos de los patriarcas, el éxodo y la conquista de Canaán no son historia, sino una exposición creativa de la reforma religiosa que acaeció en un lugar llamado Judea hace mucho tiempo. Por supuesto que hay partes de verdad en dichos relatos, pero son más ficción que realidad.
»Caín y Abel son un buen ejemplo. En la época de ese relato sólo había cuatro personas en la tierra: Adán, Eva, Caín y Abel. Sin embargo en el Génesis 4, 17 se afirma: «Conoció Caín a su mujer, que concibió y parió a Enoc.» ¿De dónde salió esa mujer? ¿Se trataría de Eva, su madre? ¿No sería eso una revelación? Luego, cuando habla de la descendencia de Adán, en el Génesis 5 se dice que Mahaleel vivió ochocientos noventa y cinco años, Jared ochocientos, y Enoc trescientos sesenta y cinco. Y Abraham se supone que tenía cien años cuando Sara, que contaba con noventa, tuvo a Isaac.
– Nadie se toma eso al pie de la letra -objetó Pam.
– Los judíos devotos opinarían lo contrario.
– ¿Qué quieres decir, George? -preguntó Malone.
– El Antiguo Testamento, tal y como lo conocemos en la actualidad, es el resultado de diversas traducciones. La lengua hebrea del texto original dejó de utilizarse alrededor del 500 a.C, de modo que para entender el Antiguo Testamento hemos de aceptar las interpretaciones judías tradicionales o acudir en busca de orientación a dialectos modernos descendientes de ese hebreo que se ha perdido. No podemos servirnos del primer método, ya que los estudiosos judíos que interpretaron el texto en un principio, entre el 500 y el 900 d.C, un millar de años o más después de que fuera escrito por vez primera, ni siquiera sabían hebreo antiguo, de manera que basaron sus reconstrucciones en conjeturas. El Antiguo Testamento, venerado por muchos por creerlo la Palabra de Dios, no es más que una traducción poco fidedigna.
– George, tú y yo ya hemos discutido esto antes, y los estudiosos llevan siglos dándole vueltas. No es ninguna novedad.
Haddad le dedicó una sonrisa ladina.
– Pero no he terminado la explicación.
Viena, Austria
14:45
A Alfred Hermann el ambiente de su castillo le recordaba a una tumba. Su soledad sólo se veía interrumpida cuando se celebraba la asamblea de la Orden o se reunían las Sillas.
Lo cual no era el caso ese día.
Y se sentía satisfecho.
Estaba instalado en sus dependencias, una serie de amplias estancias en la segunda planta del château, cada una de las cuales comunicada con la siguiente sin pasillo alguno, al estilo francés. La reunión invernal de la cuadragésimo novena asamblea se celebraría dentro de menos de dos días, y lo complacía que fueran a asistir los setenta y un miembros de la Orden del Vellocino de Oro. Incluso Henrik Thorvaldsen, que en un principio dijo que no acudiría, había confirmado su presencia. Los miembros no hablaban desde primavera, así que sabía que, en los días que se avecinaban, las discusiones serían arduas. Su cometido consistía en garantizar que las reuniones resultaran provechosas. El personal de la Orden ya estaba disponiendo el salón de reuniones del castillo -y todo estaría listo para cuando llegaran los miembros a pasar el fin de semana-, pero a él no le preocupaba la asamblea. Antes bien, sus pensamientos se centraban en encontrar la Biblioteca de Alejandría, un sueño que llevaba décadas acariciando.
Atravesó la habitación.
La maqueta, que había encargado años antes, ocupaba el rincón norte de la estancia. Era una espectacular miniatura de lo que supuestamente había sido la Biblioteca de Alejandría en tiempos de César. Acercó una silla a ella y se sentó. Sus ojos se embebieron de los detalles, su mente se recreaba.
Llamaban la atención dos columnatas. Sabía que ambas habrían estado llenas de estatuas, los suelos cubiertos de alfombras, las paredes ornadas con tapices. En los numerosos asientos que festoneaban los corredores los estudiosos discutían el significado de una palabra o la cadencia de un verso, o se enzarzaban en alguna cáustica controversia sobre un nuevo descubrimiento. Ambos espacios techados se abrían a habitaciones laterales en las que papiros, manuscritos y más tarde códices se almacenaban, apilados con holgura, etiquetados para proceder a su catalogación, o en estanterías. En otras estancias los copistas se afanaban en crear copias, que se vendían para obtener ingresos. Los miembros de la biblioteca disfrutaban de un elevado salario y estaban exentos de impuestos, y además se les proporcionaba sustento y alojamiento. Había salas de conferencias, laboratorios, observatorios, incluso un zoo. Gramáticos y poetas ocupaban los puestos más prestigiosos; físicos, matemáticos y astrónomos recibían el mejor equipo. La arquitectura del edificio era decididamente griega, el conjunto similar a un elegante templo.
«Qué sitio», pensó.
Qué época.
El conocimiento sólo había experimentado una ampliación radical en dos momentos de la historia de la Humanidad: uno durante el Renacimiento, que continuaba hasta el presente, y el otro durante el siglo iv antes de Cristo, cuando Grecia era el faro del mundo.
Se remontó a trescientos años antes de Cristo y pensó en la muerte de Alejandro Magno. Sus generales se disputaron su grandioso imperio, y al final el reino se dividió en tres partes y dio comienzo la época helenística, un periodo de dominación griega en el mundo entero. Una de esas terceras partes fue reclamada por un macedonio de amplias miras: Tolomeo, que se nombró a sí mismo rey de Egipto en el 304 a.C., fundó la dinastía tolemaica, y fijó la capital en Alejandría.
Los tolomeos eran intelectuales. Tolomeo I fue historiador; Tolomeo II, zoólogo; Tolomeo III, mecenas de la literatura; Tolomeo IV, dramaturgo. Cada uno de ellos escogió a destacados estudiosos y científicos como maestros de sus hijos y alentó a los sabios para que fueran a Alejandría.
Tolomeo I fundó el Museo, un lugar donde los eruditos podían reunirse y compartir sus conocimientos. Con el objeto de serles de ayuda también creo la biblioteca. En la época de Tolomeo III, en el 246 a.C, existían dos ubicaciones: la biblioteca principal, cerca del palacio real, y otra, más pequeña, situada en el santuario del dios Serapis, conocida como el Serapeo.
Los tolomeos eran ávidos coleccionistas de libros que enviaban legados a recorrer el mundo conocido. Tolomeo II compró la biblioteca de Aristóteles, y Tolomeo III ordenó registrar todas las naves que llegaran al puerto de Alejandría: si se encontraba algún libro se copiaba, se entregaba la copia al propietario y el original pasaba a engrosar la biblioteca. Los géneros iban de la poesía o la historia a la retórica, la filosofía, la religión, la medicina, la ciencia y las leyes. El Serapeo llegó a albergar unos 43.000 rollos, que se encontraban a disposición de todo el mundo, y el Museo otros 500.000, éstos restringidos a estudiosos.
¿Qué fue de todo ello?
Según una versión ardió cuando Julio César luchó contra Tolomeo XIII en el 48 a.C. César ordenó incendiar la flota real, pero el fuego se extendió por la ciudad y redujo a cenizas la biblioteca. Otra versión culpaba a los cristianos, que supuestamente arrasaron la biblioteca principal en el 272 d.C y el Serapeo en el 391, cuando decidieron librar a la ciudad de influencias paganas. Una tercera explicación atribuía a los árabes la destrucción de la biblioteca después de conquistar Alejandría en el 642. Cuando se preguntó al califa Omar qué hacer con los libros del tesoro imperial se dice que contestó: «Si los libros están de acuerdo con el Libro de Alá son innecesarios; sí contradicen las enseñanzas del profeta son perversos. Destruidlos.» De manera que, durante seis meses, al parecer, los rollos alimentaron las calderas de los baños públicos de Alejandría.
Era una idea que siempre hacía estremecer a Hermann: que uno de los más grandes intentos de la humanidad de reunir el conocimiento ardiera sin más ni más.
Pero ¿qué sucedió en realidad?
No cabe duda de que, cuando Egipto se enfrentó a un creciente descontento y a agresiones extranjeras, la biblioteca fue víctima de la violencia popular y la ocupación militar, y dejó de disfrutar de privilegios especiales.
¿Cuándo desapareció realmente?
Nadie lo sabía.
Y ¿era verdad la leyenda? Se decía que un grupo de entusiastas
había logrado sacar rollo tras rollo, copiando unos y sustrayendo
otros, para conservar esos conocimientos. Los cronistas llevaban siglos insinuando su existencia.
Los Guardianes.
A él le gustaba imaginar lo que habrían preservado esos entregados entusiastas: ¿obras desconocidas de Euclides? ¿Platón? ¿Aristóteles? ¿San Agustín? Además de otros muchos hombres que más tarde serían considerados padres de sus respectivos campos.
Quién lo sabía.
Y eso es lo que hacía que la búsqueda fuese tan atractiva.
Por no hablar de las teorías de George Haddad, que ofrecían a Hermann una vía para satisfacer los propósitos de la Orden. El comité político ya había decidido cómo manipular la desestabilización de Israel para sacar provecho. El plan comercial era ambicioso y viable. Siempre y cuando pudiera demostrarse la teoría de Haddad.
Hacía cinco años Haddad había informado de la visita de un Guardián. Los espías israelíes pasaron dicha información a Tel Aviv, y los judíos reaccionaron de forma exagerada, como de costumbre, e intentaron acabar con Haddad de inmediato. Por suerte intervinieron los norteamericanos, y Haddad seguía con vida. Hermann agradecía que sus contactos norteamericanos le hubieran confirmado esos datos recientemente y añadido más, razón por la cual Sabre había pasado a ocuparse de Cotton Malone.
Sin embargo ¿quién sabía nada? Tal vez Sabre averiguara más del israelí corrupto que esperaba en Alemania.
La única certeza era George Haddad.
Había que encontrarlo.
Rothenburg, Alemania
15:30
Sabre daba un paseo por la adoquinada callejuela. Rothenburg se hallaba a cien kilómetros al sur de Würzburg, una ciudad amurallada ceñida por baluartes de piedra y atalayas que databan de la Edad Media. Dentro, angostas calles serpenteaban tortuosamente entre construcciones de ladrillo y piedra con entramado de madera. Sabre buscaba una en concreto.
La Baumeisterhaus se alzaba muy cerca de la plaza principal a un tiro de piedra de la antigua torre del reloj. Un letrero de hierro anunciaba que la casa había sido construida en 1596. Sin embargo, en el siglo anterior la estructura de tres plantas había albergado una posada y un restaurante.
Empujó la puerta y lo recibió un dulce aroma a pan de manzana y canela. Un estrecho comedor situado en la planta baja desembocaba en un salón de dos niveles, las encaladas paredes salpicadas de cornamentas.
Uno de los contactos de la Orden aguardaba sentado a una mesa de roble, una figura enclenque conocida únicamente como Jonah. Sabre se aproximó. La mesa estaba cubierta con un exquisito mantel de color rosa. Una taza de porcelana llena de café descansaba frente a Jonah; al lado, en un plato, un hojaldre a medio comer.
– Están pasando cosas raras -afirmó Jonah en inglés.
– Así es Oriente Próximo.
– Más raras que de costumbre.
El tipo, un funcionario del ministerio del Interior israelí, estaba adscrito a la embajada alemana.
– Me pidió que estuviera atento a cualquier cosa relacionada con George Haddad. Al parecer ha resucitado de entre los muertos. Los nuestros están alborotados.
Él fingió no saber nada.
– ¿Cuál es la fuente de esa noticia?
– Lo cierto es que él mismo llamó a Palestina hace unos días. Quiere contarles algo.
Sabre se había reunido otras tres veces con Jonah. Hombres como él, que anteponían los euros a la lealtad, resultaban útiles, pero al mismo tiempo exigían ser precavido: los tramposos siempre hacían trampa.
– ¿Y si nos dejamos de evasivas y me dice qué quiere saber?
El hombre tomó un sorbo de café.
– Antes de que desapareciera hace cinco años, Haddad recibió la visita de alguien que se presentó como el Guardián.
Sabre ya lo sabía, pero no dijo nada.
– Le fue dada información. La cosa es algo rara, pero hay más.
Él nunca había apreciado el dramatismo del que gustaba de hacer gala Jonah.
– Haddad no fue el primero en recibir una visita así. Vi un archivo: desde 1948 ha habido otros tres que han recibido visitas parecidas de alguien llamado el Guardián. Israel estaba al tanto, pero todos esos hombres murieron a los días o semanas de esa visita. -Jonah hizo una pausa-. Si hace memoria recordará que Haddad también estuvo a punto de morir.
Sabre empezaba a entender.
– ¿Los suyos se guardan algo?
– Eso parece.
– ¿Cuándo se dieron las visitas?
– Cada veinte años durante los últimos sesenta, más o menos. Todos eran estudiosos, uno israelí y tres árabes, entre ellos Haddad. De los asesinatos se encargó el Mosad.
Sabre tenía que saber una cosa.
– Y ¿cómo se las ha arreglado para enterarse de eso?
– Como le he dicho, por los archivos. -Jonah enmudeció-. Hace unas horas llegó un comunicado. Haddad vive en Londres.
– Necesito una dirección.
Jonah se la proporcionó y añadió:
– Han enviado a unos ejecutores.
– ¿Por qué quieren matar a Haddad?
– Eso mismo le pregunté al embajador. En su día formó parte del Mosad, y me contó una historia interesante.
– Supongo que por eso estoy yo aquí.
Jonah le dedicó una sonrisa.
– Sabía que era usted un tipo listo.
David Ben Gurión se dio cuenta de que su carrera política estaba acabada. Desde su infancia enfermiza en Polonia ya soñaba con devolverles a los judíos su bíblica patria, de manera que creo la nación de Israel y la guió durante los tumultuosos años de 1948 a 1963, dirigiendo sus guerras y ejerciendo de estadista.
Una dura labor para un hombre que en realidad quería ser intelectual.
Devoraba libros de filosofía, estudiaba la Biblia, flirteaba con el budismo; hasta aprendió por su cuenta griego antiguo para leer a Platón en su lengua original. Sentía una curiosidad insaciable por las ciencias naturales y detestaba la ficción. Su modo de comunicación preferido era la batalla verbal, no el diálogo elaborado.
Sin embargo no era ningún pensador abstracto.
Era un hombre hermético, hosco, con un halo de cabello plateado, una mandíbula que irradiaba fuerza de voluntad y un carácter volátil.
Proclamó la independencia de Israel en mayo de 1948, desoyendo las advertencias de última hora de Washington e ignorando las catastróficas predicciones de sus más estrechos colaboradores. A las pocas horas de hacer la declaración, las fuerzas armadas de cinco naciones árabes invadieron Israel, uniéndose a las milicias palestinas, en un claro intento de aniquilar a los judíos. Él personalmente se situó a la cabeza del ejército. Murió un uno por ciento de la población judía, así como miles de árabes. Más de medio millón de palestinos perdieron su hogar. Al final los judíos se impusieron, muchos vieron en él una combinación de Moisés, el rey David, Garibaldi y Dios Todopoderoso.
Dirigió su nación durante quince años más. Pero era 1965, él tenía casi ochenta años y estaba cansado.
Peor aún, se había equivocado.
Miró fijamente la impresionante biblioteca. Cuánto conocimiento. El hombre que se hacía llamar el Guardián había dicho que la búsqueda supondría un desafío, pero si lograba salir airoso la recompensa sería incalculable.
Y el mensajero estaba en lo cierto.
En una ocasión había leído que la medida de una idea venía dada por su relación no sólo con su época, sino con su posteridad.
Su tiempo había engendrado el moderno Israel, pero para ello habían muerto miles de personas, y él temía que muchas más perecerían en las décadas venideras. Judíos y árabes parecían destinados a luchar. En su día pensó que su objetivo estaba justificado, que su causa era justa. Pero ya no era así.
Se había equivocado.
En todo.
Hojeó de nuevo, con sumo cuidado, el pesado volumen que tenía abierto en la mesa. Cuando llegó le aguardaban tres tomos similares. El Guardián que lo había visitado hacía seis meses se hallaba a la entrada, en su curtido rostro se veía una ancha sonrisa.
Ben Gurión nunca soñó que existiera semejante lugar, y agradecía que su curiosidad le hubiese permitido reunir el valor necesario para emprender la búsqueda.
– ¿De dónde ha salido todo esto? -preguntó al entrar.
– Del corazón y la mente de hombres y mujeres.
Un acertijo, pero también una verdad, y el filósofo que había en él comprendió.
– Ben Gurión contó esa historia en 1973, días antes de morir -refirió Jonah-. Hay quien dice que deliraba; otros que desvariaba. Sin embargo, lo que quiera que aprendiese en esa biblioteca se lo guardó para sí. No obstante hay una cosa clara: la política y la filosofía de Ben Gurión sufrieron un cambio dramático a partir de 1965. Era menos combativo, más conciliador. Pidió concesiones para los árabes. Muchos lo atribuyeron a su avanzada edad, pero el Mosad pensó que había algo más. Tanto que Ben Gurión se convirtió en sospechoso. Por eso no se le permitió volver a la política. ¿Se lo imagina? El padre de Israel mantenido a raya.
– ¿Quién era el Guardián?
Jonah se encogió de hombros.
– En los archivos no hay nada, sólo se menciona a los cuatro que recibieron esas visitas. El Mosad se enteró y actuó con rapidez. Se trate de lo que se trate, Israel no quiere que nadie hable con ellos.
– Así que sus colegas van a liquidar a Haddad.
Jonah afirmó con la cabeza.
– Mientras usted y yo estamos hablando.
Sabre ya había oído bastante, de modo que se puso en pie.
– ¿Qué hay de mi dinero? -se apresuró a preguntar Jonah.
El otro se sacó un sobre del bolsillo y lo tiró en la mesa.
– Con esto estamos al día. Avísenos cuando tenga más que contar.
Jonah se guardó el soborno.
– Será usted el primero.
Sabre vio que su contacto se ponía en pie y se dirigía, en lugar de a la puerta principal, hacia un recoveco donde se encontraban los aseos. Decidió que era una oportunidad tan buena como cualquier otra, de modo que fue en pos de él.
En la puerta del servicio vaciló.
El restaurante estaba medianamente lleno y mal iluminado» y era ruidoso, los ocupantes de las mesas parloteaban en distintos idiomas, cada cual a lo suyo.
Entró, cerró la puerta e inspeccionó deprisa el lugar: dos retretes, un lavabo y un espejo, luz ambarina incandescente. Johan ocupaba el primer cubículo. El otro estaba vacío. Sabre cogió un puñado de toallitas de papel y esperó a oír la cadena; después saco una navaja del bolsillo.
Jonah salió subiéndose la cremallera del pantalón.
Sabre se volvió y hundió la navaja en el cuerpo del hombre, y le fue abriendo un tajo. Acto seguido, con la otra mano, taponó la herida con las toallitas. Vio que los ojos del israelí reflejaban sorpresa y luego se tornaban inexpresivos. Sacó la hoja de la navaja.
Jonah cayó al suelo.
Recuperó el sobre del bolsillo del hombre y limpió la navaja en sus pantalones. A continuación agarró al sangrante muerto por los brazos y lo metió a rastras en el retrete. Lo sentó en la taza.
Después cerró la puerta y se fue.
Una vez fuera Sabre siguió a la guía de una excursión que iba al Rathaus. La mujer, de edad, señaló el antiguo ayuntamiento y habló sobre la larga historia de Rothenburg.
Después de un titubeo, Sabre se decidió a escuchar. Las campanas dieron las cuatro.
– Si miran el reloj, verán los dos ojos de buey que se abren a derecha e izquierda de la esfera.
Todo el mundo se volvió cuando se abrieron las ventanas. En lo alto apareció un hombrecillo apurando un pichel de vino mientras otra figura miraba. La guía relató monótonamente su significado histórico. Cámaras y videocámaras se pusieron en marcha. El número duró unos dos minutos. Cuando Sabre se alejaba reparó en un turista, un varón, que apartaba hábilmente el objetivo de la torre del reloj y se centraba en su persona.
Sonrió.
Ser descubierto siempre era un riesgo cuando la traición se convertía en un modo de vida. Por suerte había averiguado todo cuanto quería saber de Jonah, lo cual explicaba por qué había eliminado ese lastre de una vez por todas. Pero los israelíes estaban al corriente. Al viejo parecía no importarle, y le había ordenado expresamente dar un buen espectáculo.
Y eso había hecho.
Para los israelíes y para Alfred Hermann.
Londres
14:30
Malone esperó a que George Haddad terminara de dar su explicación. Su viejo amigo se iba por las ramas.
– Hace seis años escribí un artículo -contó Haddad-. Tenía que ver con una teoría en la que había estado trabajando, una teoría que se centra en cómo se tradujo originalmente el Antiguo Testamento del hebreo antiguo.
Haddad les habló de la Septuaginta, elaborada entre el siglo iii y el i antes de Cristo, la traducción más antigua y completa del Antiguo Testamento al griego, llevada a cabo en la Biblioteca de Alejandría. A continuación describió el Codex Sinaiticus, un manuscrito del Antiguo y el Nuevo Testamento que databa del siglo iv de nuestra era, del que se sirvieron posteriores estudiosos para confirmar otros textos bíblicos, aunque nadie sabía si era correcto. Y la Vulgata, finalizada en torno a la misma época por san Jerónimo, la primera traducción del hebreo al latín, la cual fue objeto de importantes revisiones en los siglos xvi, xviii y xx.
– Incluso Martín Lutero enredó con la Vulgata -afirmó Haddad-, eliminando partes a favor del luteranismo. El sentido entero de esa traducción es poco claro. Muchos cerebros podrían haber modificado su mensaje.
»La Biblia del rey Jacobo. Muchos creen que sus palabras son originales, pero nació en el siglo xvii de una traducción de la Vulgata al inglés. Esos traductores no vieron el original en hebreo y, de haberlo hecho, resulta poco probable que lo hubiesen entendido. Cotton, entre la Biblia que conocemos hoy en día y la primera que se escribió median cinco versiones lingüísticas. La del rey Jacobo se considera la versión más autorizada entre los protestantes, pero eso no significa que sea genuina, auténtica o incluso verdadera.
– ¿Existe alguna Biblia en hebreo? -preguntó Pam.
Haddad asintió.
– La más antigua que se conserva es el Códice de Alepo, que se salvó de la destrucción en Siria, en 1948. Sin embargo, se trata de un manuscrito del siglo x d.C., casi dos mil años después del texto original, y a partir de quién sabe qué.
Malone había visto el manuscrito, un seco pergamino con la tinta marrón desvaída, en la Biblioteca Nacional Judía de Jerusalén.
– En mi artículo -prosiguió Haddad-, planteaba la hipótesis de que determinados manuscritos podrían ayudar a resolver esas cuestiones. Sabemos que el Antiguo Testamento fue estudiado por filósofos en la Biblioteca de Alejandría, hombres que sí entendían el hebreo antiguo. También sabemos que pusieron por escrito sus ideas. Existen referencias a esas obras, citas y pasajes, en manuscritos que se han conservado, pero por desgracia los textos originales han desaparecido. Más aún, bien podría haber antiguos textos judíos, pues sabemos que la biblioteca reunía muchos de éstos. La destrucción masiva de escritos judíos se tornó habitual más adelante, sobre todo de Antiguos Testamentos en hebreo. Sólo la Inquisición quemó doce mil ejemplares del Talmud. El estudio de uno solo de ellos podría resultar determinante para resolver dudas.
– ¿Qué importancia tiene eso? -inquirió Pam.
– Mucha -repuso Haddad-. Sobre todo si la Biblia está mal.
– ¿En qué sentido? -intervino Malone, que empezaba a impacientarse.
– Moisés dividió las aguas del mar Rojo, el Éxodo, el Génesis, David y Salomón… Los arqueólogos excavan con ganas en Tierra Santa desde el siglo xviii, y todo para demostrar que la Biblia es un hecho histórico. Sin embargo, no se ha desenterrado una sola prueba física que confirme nada del Antiguo Testamento. El éxodo constituye un buen ejemplo: al parecer miles de israelíes recorrieron la península del Sinaí, acampando en lugares identificados explícitamente en la Biblia, lugares que siguen existiendo en la actualidad. Pero de ese periodo de tiempo nunca se ha encontrado nada, ni un fragmento de cerámica ni una pulsera, que confirme el éxodo. Esa misma ausencia de pruebas se pone de manifiesto cuando la arqueología intenta corroborar otros acontecimientos bíblicos. ¿No te parece extraño que no haya algún resto de al menos un suceso narrado en el Antiguo Testamento enterrado en la tierra, en alguna parte?
Malone sabía que, al igual que en el caso de muchos otros, el interés de Haddad por la Biblia radicaba en su aspecto histórico. Esa escuela de pensamiento creía que el texto encerraba parte de verdad, pero no mucha. Malone también tenía sus dudas. A partir de sus lecturas había deducido que quienes defendían la narración como histórica sacaban sus conclusiones más de reflexiones teológicas que científicas.
Sí, ¿y?
– George, todo esto ya lo has dicho antes, y estoy de acuerdo contigo. Necesito saber qué es tan importante como para que tu vida esté en juego.
Haddad se levantó de la mesa y los llevó hasta los mapas.
– Me he pasado los cinco últimos años coleccionándolos. No ha sido sencillo. Me avergüenza decir que algunos los tuve que robar.
– ¿De dónde? -se interesó Pam.
– De bibliotecas, principalmente. La mayoría no permite fotocopiar libros antiguos, y, además, en una copia se pierden detalles, y el detalle es lo que importa. -Haddad se acercó hasta un mapa que representaba el moderno Israel-. Cuando en 1948 se creó el país y se entregó a los sionistas su supuesta parte, se habló mucho del pacto de Abraham, la afirmación de Dios de que esta región -Haddad puso un dedo en el mapa-, esta tierra en concreto, era supuestamente de Abraham.
Malone reparó en las fronteras.
– Saber hebreo antiguo me ha hecho comprender bien algunas cosas, tal vez demasiado bien. Hace unos treinta años constate algo interesante, pero para entender esa revelación es importante entender a Abraham.
Malone conocía la historia.
– El Génesis -continuó Haddad- relata un acontecimiento crucial en la historia del mundo. Bien podría ser el día más importante de la historia de la Humanidad.
Malone escuchó a Haddad hablar de Abram, que viajó de Mesopotamia a Canaán, vagando entre las gentes, siguiendo fielmente las órdenes de Dios. Su mujer, Sarai, era estéril y le sugirió a Abram que fecundara a la criada preferida de ella, una esclava egipcia llamada Agar, que llevaba con ellos desde que el faraón los expulsara de Egipto.
– El nacimiento de Ismael -relató Haddad-, el primer hijo de Abram, concebido por Agar, se vuelve crucial en el siglo vii de nuestra era, cuando en Arabia nace una nueva religión; el islamismo. El Corán dice de Ismael que era «profeta y mensajero, con la complacencia de Alá.» El nombre de Abram aparece en veinticinco de los ciento catorce capítulos del Corán. Hasta el día de hoy Ibrahim e Isma'il son nombres habituales entre los musulmanes. El propio Corán conmina a los musulmanes a seguir la religión de Abraham.
– «No fue judío ni cristiano, sino que fue un monoteísta sometido a Alá, y no se contó entre los idólatras.»
– Bien, Cotton, veo que has estudiado el Corán desde la última vez que hablamos.
El aludido sonrió.
– Lo leí una o dos veces. Es fascinante.
– El Corán deja claro que «Abraham e Ismael levantaron los cimientos de la Casa».
– La Kaaba -terció Pam-, el lugar más sagrado del Islam.
Malone estaba impresionado.
– ¿Cuándo has estudiado el Islam?
– Nunca. Pero veo el canal de Historia.
Él captó su sonrisa.
– La Kaaba se encuentra en La Meca, un lugar al que los musulmanes adultos han de peregrinar. El problema es que cuando se reúnen todos los años acude tanta gente que varios cientos mueren pisoteados. Siempre aparece en las noticias.
– Los árabes, en particular los árabes musulmanes, descienden de Ismael -apuntó Haddad.
Malone sabía lo que venía a continuación: trece años después de que naciera Ismael Dios le dijo a Abram que sería el padre de multitud de naciones. Primero le ordenó cambiar su nombre por el de Abraham y el de Sarai por Sara, y luego Dios anunció que Sara alumbraría a un hijo. Ni Sara ni Abraham creyeron a Dios, pero al año nació Isaac.
– El día que nació bien podría ser el más importante de la historia de la Humanidad -aseguró Haddad-. Después todo cambió. La Biblia y el Corán difieren en muchos aspectos relativos a Abraham. Cada uno cuenta una historia distinta. Sin embargo, según la Biblia el Señor le dijo a Abraham que toda la tierra que tenía alrededor, la tierra de Canaán, sería de Abraham y su heredero, Isaac.
Malone conocía el resto: después Dios se apareció a Jacob, hijo de Isaac, y repitió la promesa de la tierra, diciendo que de Jacob nacería un pueblo al que pertenecería para siempre la tierra de Canaán. Se ordenó a Jacob que cambiara su nombre por el de Israel. Los doce hijos de Jacob formaron tribus distintas, a las que mantenía unidas el pacto entre Dios y Abraham, y cada una formó su propia familia, pasando a ser las doce tribus de Israel.
– Abraham es el padre de las tres religiones principales del mundo -dijo Haddad-. El islamismo, el judaísmo y el cristianismo hunden sus raíces en él, aunque la historia de su vida es diferente en cada una de ellas. Todo el conflicto de Oriente Próximo, que ha durado miles de años, no es más que un debate sobre qué relato es el correcto, qué religión posee el derecho divino a la tierra: los árabes en virtud de Ismael, los judíos de Isaac y los cristianos de Cristo.
Malone recordó la Biblia:
– «Dijo Yavé a Abram: “Vete de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que yo te indicaré; yo te haré un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre, que será una bendición. Y bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. Y serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra.”»
– Dices esas palabras con convicción -señaló Pam.
– Son elocuentes -repuso Haddad-. Los judíos creen que son las que les otorgan la propiedad exclusiva de Palestina. He pasado la mayoría de mi vida adulta estudiando la Biblia. Es un libro asombroso. Y lo que la separa de los demás relatos épicos es sencillo: no hay nada místico ni mágico, tan sólo se centra en la responsabilidad humana.
– ¿Cree usted? -le preguntó Pam.
Haddad sacudió la cabeza.
– ¿En la religión? No. He visto con demasiada claridad sus manipulaciones. ¿En Dios? Ésa es otra cuestión. Pero he visto Su negligencia. Yo nací musulmán. Mi padre era musulmán, como lo fue su padre. Pero después de la guerra de 1948 me ocurrió algo, y ahí fue cuando la Biblia se convirtió en mi pasión. Quería leerla en su versión original, saber lo que quería decir en realidad.
– ¿Por qué te quieren muerto los israelíes? -inquirió Malone.
– Son los descendientes de Abraham, los que según Dios serían bendecidos, como maldecidos serían sus enemigos. A lo largo de los siglos han muerto millones de personas, miles durante los últimos cincuenta años, sólo para demostrar la verdad de esas palabras. Hace poco, Cotton, me enzarcé en una discusión. En un pub del barrio un hombre especialmente arrogante me dijo que Israel tenía derecho absoluto a existir. Me dio seis motivos basados en la arqueología, la historia, lo práctico, la humanidad, la defensa y, el más importante para él, el derecho. -Haddad hizo una pausa-. El derecho, Cotton. El derecho bíblico, el pacto de Abraham, la tierra que Dios dio al pueblo de Israel, un hecho promulgado en toda su gloria en las palabras del Génesis.
Malone esperaba.
– ¿Y si todo lo hemos entendido mal? -Haddad fulminó con la mirada el mapa de Israel, que estaba junto a otro de Arabia Saudí.
– Por favor, continúe -pidió una voz nueva.
Todos se volvieron.
En la puerta había un hombre menudo con gafas y entradas. A su lado se encontraba una mujer de unos treinta y tantos, bajita, robusta y morena. Ambos sostenían sendas armas con silenciador. Malone tomó nota de la marca y el modelo, y supo para quién trabajaban: Israel.
Washington, DC
9:50
Stephanie terminó de desayunar y le indicó al camarero que le trajera la cuenta. Se encontraba en un restaurante próximo al parque de Dupont Circle, no muy lejos de su hotel. El Magellan Billet al completo había sido movilizado, y siete de sus doce abogados se hallaban ahora directamente a su servicio. El asesinato de Lee Durant los había motivado, pero los esfuerzos de Stephanie entrañaban riesgos. Otros servicios de inteligencia sabrían en breve lo que estaba haciendo, lo cual significaba que Larry Daley no tardaría mucho en enterarse. Al diablo con todos. Malone la necesitaba, y no estaba dispuesta a defraudarlo otra vez.
Pagó la cuenta y paró un taxi que, quince minutos después, la dejó en la Calle 17, contigua a los jardines del National Mall. Hacía un día radiante, y la mujer a la que había llamado hacía dos horas se encontraba en un banco a la sombra, no muy lejos del monumento conmemorativo de la Segunda Guerra Mundial. Era una rubia con buenas piernas y cuerpo escultural, poseedora, como bien sabía Stephanie, de una sagacidad que exigía proceder con cautela. Stephanie conocía a Heather Dixon desde hacía casi diez años. Si bien conservaba el apellido de casada de una unión efímera, Dixon era una ciudadana israelí asignada a la embajada de Washington, parte del contingente del Mosad en Norteamérica. Habían trabajado juntas y enfrentadas, lo habitual cuando la cosa tenía que ver con los israelíes. Ese día Stephanie esperaba que el encuentro fuese amistoso.
– Me alegro de verte -la saludó al sentarse.
Dixon vestía con estilo, como siempre, con unos pantalones de cuadros marrones y dorados, una camisa de algodón blanca y un chaleco negro de lana.
– Por teléfono parecías preocupada.
– Lo estoy. Necesito saber qué interés tiene tu gobierno en George Haddad.
La mirada inexpresiva típica de un agente de inteligencia desapareció del atractivo rostro de Dixon.
– No has perdido el tiempo.
– Igual que los vuestros. Los últimos días se ha hablado mucho de George Haddad.
Lo cierto es que estaba en desventaja, ya que Lee Durant era su contacto con los israelíes y no había tenido ocasión de informarla de lo que había averiguado.
– ¿Cuál es el interés de los norteamericanos? -preguntó Dixon.
– Hace cinco años uno de mis agentes estuvo a punto de morir por culpa de Haddad.
– Entonces escondisteis al palestino, os lo guardasteis para vosotros solitos, y no os molestasteis en contárselo a vuestro aliado.
Ahora estaban llegando al quid de la cuestión.
– Y vosotros no os molestasteis en contarnos que intentasteis cargaros al tipo junto con mi agente.
– De eso no sé nada, irían por libre. Pero sí sé que Haddad ha salido a la luz, y lo queremos.
– Nosotros también.
– ¿Por qué os importa tanto a vosotros?
Stephanie era incapaz de decidir si Dixon tanteaba o se escabullía.
– Dímelo tú, Heather. ¿Por qué hace cinco años los saudíes arrasaron aldeas enteras en el oeste de Arabia? ¿Por qué el Mosad se ha fijado en Haddad? -Atravesó a su amiga con la mirada-. ¿Por qué tenía que morir?
Un sereno fatalismo asaltó a Malone. Había una regla que todos los servicios de inteligencia respetaban: no joder a los israelíes. Malone había infringido tan sabia norma al permitir que Israel creyera que Haddad había muerto en el café. Ahora lo sabían. Lee Durant había dicho que los israelíes andaban revueltos, pero no había dicho nada de que el escondite de Haddad hubiese sido descubierto. De haberlo sabido, no habría dejado que Pam lo acompañase.
– Debería cerrar la puerta con llave -recomendó el intruso-. Podría entrar cualquiera.
– ¿Se llama usted…?
– Llámeme Adán. Ella es Eva.
– Interesantes nombres para unos ejecutores israelíes.
– ¿Qué estás diciendo? -se sorprendió Pam-. ¿Ejecutores?
Malone se encaró con ella.
– Han venido a acabar lo que empezaron hace cinco años. -Se volvió hacia Haddad, que no mostraba el más mínimo miedo-. ¿Qué es lo que quieren silenciar?
– La verdad -replicó Haddad.
– Yo no sé nada de eso -aseguró Adán-. No soy un político, tan sólo un asalariado. Mis órdenes son eliminarlo. Usted lo comprenderá, Malone, estuvo en el ajo.
Lo entendía, sí, pero el caso de Pam por lo visto era otro cantar.
– Todos ustedes están locos -les espetó-. Hablan de matar como si fuera parte de su trabajo.
– A decir verdad es mi único trabajo -aclaró Adán.
Malone había aprendido en el Magellan Billet que la supervivencia muchas veces dependía de saber cuándo resistir y cuándo retirarse. Mientras miraba a su viejo amigo, un antiguo luchador, vio que éste sabía que había llegado la hora de elegir.
– Lo siento -musitó Malone.
– Yo también, Cotton. Pero tomé la decisión cuando hice las llamadas.
¿Había oído bien?
– ¿«Llamadas»?
– Una hace algún tiempo, las otras dos recientemente. A la Orilla Occidental.
– Eso fue una tontería, George.
– Puede. Pero sabía que vendrías.
– Me alegro, porque yo no lo sabía.
La mirada de Haddad se tornó más severa.
– Me enseñaste muchas cosas. Recuerdo cada lección, y hasta hace unos días las seguí estrictamente. Incluso las que tenían que ver con salvaguardar lo que de verdad importa. -La voz se había vuelto monótona e inexpresiva.
– Debiste llamarme primero.
Haddad meneó la cabeza.
– Se lo debo al Guardián al que disparé. Con esto liquido mi deuda.
– Vaya una contradicción -terció Adán-. Un palestino con honor.
– Y un israelí que asesina -replicó Haddad-. Pero somos como somos.
El cerebro de Malone barajaba posibilidades a toda prisa. Tenía que hacer algo, pero Haddad pareció intuir sus maquinaciones.
– Has hecho lo que has podido. Al menos por ahora. -Haddad hizo un gesto-. Cuida de ella.
– Cotton, no puedes permitir que lo maten -susurró Pam, la voz con un timbre de desesperación.
– Sí que puede -dijo Haddad con cierta amargura. Luego el palestino miró con ferocidad a Adán-. ¿Puedo decir una última oración?
Adán movió el arma.
– ¿Quién soy yo para negar tan razonable petición?
Haddad avanzó hacia una cómoda e hizo ademán de abrir un cajón.
– Tengo un cojín para arrodillarme. ¿Puedo?
Adán se encogió de hombros.
Haddad abrió despacio el cajón y utilizó ambas manos para sacar un cojín carmesí. El anciano se aproximó a una de las ventanas, y Malone vio que el cojín caía al suelo.
A la vista quedó un arma, que Haddad empuñaba firmemente con la mano derecha.
Stephanie esperó la respuesta a su pregunta.
– Haddad supone una amenaza para la seguridad de Israel -repuso Dixon-. Lo era hace cinco años y lo sigue siendo hoy.
– ¿Te importaría explicarte?
– ¿Por qué no se lo preguntas a los tuyos?
A Stephanie le habría gustado evitar confidencias, pero decidió ser sincera.
– Hay división de pareceres.
– Y tu postura ¿cuál es?
– Tengo a un ex agente en apuros. Pretendo ayudarlo.
– Cotton Malone. Lo sabemos. Pero Malone sabía dónde se metía al esconder a Haddad.
– Su hijo no.
Dixon se encogió de hombros.
– Varios amigos míos han muerto por culpa de terroristas.
– ¿No te estás justificando?
– No lo creo. Los palestinos no nos dejan mucha alternativa a la hora de tratar con ellos.
– No hacen nada que no hicieran los judíos en 1948. -No pudo evitar soltarlo.
Dixon sonrió satisfecha.
– De haber sabido que volveríamos a discutir esto, no habría venido.
Stephanie sabía que Dixon no quería oír hablar del terrorismo de finales de la década de 1940, en su mayor parte judío, pero no estaba dispuesta a ser indulgente con su amiga.
– Podemos hablar del hotel King David, si lo prefieres.
Ese hotel de Jerusalén hacía las veces de cuartel general del ejército británico y centro de investigación criminal. Después de asaltar una agencia judía del lugar y llevar al hotel documentos confidenciales incautados, un comando extremista respondió poniendo una bomba en julio de 1946. Noventa y un muertos y cuarenta y cinco heridos; quince de los fallecidos eran judíos.
– Los británicos estaban advertidos -aclaró Dixon-. No fue culpa nuestra que no hicieran caso.
– ¿Qué importancia tiene que recibieran una llamada? -objetó ella-. Fue un acto de terrorismo, una forma de obtener vuestros fines. Los judíos querían a británicos y árabes fuera de Palestina y utilizaban cualquier táctica que funcionara. Lo mismo que llevan intentando los palestinos desde hace décadas.
Dixon meneó la cabeza.
– Estoy harta de oír esa mierda. La nakba es una farsa. Los árabes huyeron de Palestina ellos solos en la década de 1940 porque estaban aterrorizados. Los ricos fueron presa del pánico, y el resto se marchó después de que se lo pidieran los líderes árabes. Creían sinceramente que nos aplastarían en unas semanas. Los que se fueron sólo se adentraron unos kilómetros en países árabes vecinos. Y nadie, incluida tú, habla nunca de los judíos a los que echaron de esos mismos Estados árabes. -Dixon se encogió de hombros-. ¿A quién le importa? Sin embargo, los pobrecitos árabes, eso sí es una tragedia.
– Arrebátale a un hombre su tierra y luchará contigo para siempre.
– No les arrebatamos nada. Compramos la tierra, y la mayor parte era un cenagal y un monte bajo inculto que nadie quería. Y, por cierto, el ochenta por ciento de esos árabes que se marcharon eran campesinos, nómadas o beduinos. Los terratenientes, los que armaron tanto lío, vivían en Beirut, El Cairo y Londres
Stephanie ya había oído eso antes.
– La política israelí no cambia nunca.
– Lo único que los árabes tenían que hacer era aceptar la resolución de la ONU de 1947 que abogaba por dos Estados, uno árabe y otro judío, y todos habrían salido ganando -respondió Dixon-. Pero no, de ninguna manera. Nada de compromisos. La repatriación ha sido y sigue siendo una condición sine qua non de cualquier discusión, y eso no va a ocurrir. Israel es una realidad que no desaparecerá. La compasión que todo el mundo siente por los árabes da asco. Viven en campos de refugiados porque a sus líderes les gusta. De no ser así harían algo al respecto. Pero prefieren usar los campos y las zonas que les han sido asignadas para avergonzar al mundo. Sin embargo a ellos nadie, incluida Norteamérica, los critica nunca.
– Heather, en este momento lo único que me interesa es el hijo de Cotton Malone y George Haddad.
– Igual que a la Casa Blanca. Nos han dicho que estabas interfiriendo en la cuestión Haddad. Larry Daley se queja de que eres una cabrona.
– Qué sabrá él.
– Tel Aviv no quiere interferencias.
De pronto Stephanie lamentó haber decidido reunirse con Dixon. Así y todo tenía que preguntarle una cosa:
– ¿Qué tiene tanta importancia? Dímelo y tal vez no me meta.
Dixon soltó una risita.
– Muy buena. ¿Alguna vez pica alguien?
– Creí que quizá funcionara aquí. -Esperaba que su amistad significara algo-. Con nosotras.
Dixon echó un vistazo a los pavimentados caminos del parque. La gente paseaba, disfrutando del día.
– La cosa es sería, Stephanie.
– ¿Muy grave?
Dixon se llevó la mano a la espalda y sacó un arma.
– Así de grave.
Londres
Malone vio el arma en la mano de Haddad y supo que su amigo había decidido que aquél sería su último acto de resistencia. Lo de esconderse había terminado. Era hora de enfrentarse a sus demonios.
Haddad disparó primero, y la bala se hundió en el pecho de Eva y la hizo caer. De la herida manaba sangre a borbotones.
Adán disparó, y Haddad profirió un alarido de dolor cuando la bala le atravesó la camisa y le reventó la columna, salpicando la pared y los mapas que tenía detrás de manchas de color carmesí.
Sus piernas se doblaron y su boca se abrió, pero de ella no salió un solo sonido cuando se desplomó en el suelo.
Pam lanzó un grito desgarrador.
El aire parecía haberse esfumado de la habitación. Al propio Malone le asaltó una honda amargura. Se encaró con Adán, que bajó su arma.
– Vine a matarlo a él, eso es todo -explicó éste con voz calma y afable-. Mi gobierno no tiene nada contra usted, Malone, aunque nos decepcionó. Pero era su trabajo. Así que lo dejaremos estar.
– Muy amable por su parte. -No mato por gusto.
– ¿Qué hay de ella? -preguntó Malone al tiempo que señalaba el cuerpo de Eva.
– No puedo hacer nada. Igual que usted no puede hacer nada por él. Se paga un precio por los errores.
Malone no dijo nada, aunque lo reconcomían el miedo y la angustia. Sin duda los disparos se habrían oído y alguien habría llamado a la policía.
El israelí dio media vuelta y desapareció. Sus pasos se fueron perdiendo por la escalera.
Pam parecía de piedra, la vista clavada con incredulidad en el cadáver de Haddad, la boca del anciano aún abierta en un gesto final de protesta. Malone tampoco se movía. Intercambiaron miradas, pero no palabras. Casi podía entender la forma de pensar del israelí. Era un asesino a sueldo, contratado por un Estado soberano, con licencia para matar. Pero así y todo el hijo de puta era un criminal.
George Haddad había muerto.
Y alguien iba a pagar un precio por ello.
Sombríos pensamientos se apoderaron de él. Se agachó, cogió el arma de Haddad y a continuación se irguió y se dirigió a la puerta.
– Quédate aquí -le ordenó a Pam.
– ¿Qué vas a hacer?
– Matar a ese hijo de perra.
Stephanie se mostró más sorprendida que asustada al ver el arma.
– Por lo visto las reglas han cambiado, Heather. Pensé que éramos aliadas.
– Eso es lo curioso de las relaciones entre Estados Unidos e Israel. A veces resulta difícil decir quién está con quién.
– Y al parecer tú disfrutas de cierta libertad desde que llamó la Casa Blanca.
– Siempre es bueno que los norteamericanos riñan.
– Larry Daley quiere a Haddad para él solo. Te das cuenta, ¿no? Esto no es más que una maniobra de distracción para mantenerte ocupada mientras nuestros agentes dan con él.
– Buena suerte. Sólo nosotros y Malone sabemos dónde está.
A Stephanie no le gustó oír eso. Aquello tenía que terminar. Desde que se había sentado su mano derecha había permanecido apoyada en su pierna, sus dedos encima del dispositivo de radio-control que ocultaban sus holgados pantalones.
– Eso depende de si el servicio secreto norteamericano tiene a alguien dentro de vuestra organización.
– De esta operación no están al tanto muchos, así que dudo que haya filtraciones. Lo más probable es que a estas alturas Haddad esté muerto. Enviaron a nuestros agentes hace horas.
La mano izquierda de Stephanie señaló el arma mientras la derecha seguía en su pierna.
– ¿Qué sentido tiene este numerito?
– Por desgracia eres un problema para tu gobierno.
– Y yo que pensaba que bastaría con presentar la dimisión.
– Ya no. Creo que te advirtieron de que no te metieras en esto, y, sin embargo, has movilizado a todo el Billet. Justo lo contrario de lo que te dijeron.
– Larry Daley no me da órdenes.
– Pero su jefe sí.
De pronto cayó en la cuenta de que si ella estaba en el punto de mira, Brent Green también podía estarlo. Aunque matar al fiscal general entrañaba más problemas logísticos que hacerla desaparecer a ella. Por lo visto, la Casa Blanca había decidido que no aparecieran cadáveres en las noticias del domingo por la mañana. Sus dedos se prepararon para presionar el botón de emergencia.
– ¿Has venido a hacer el trabajo sucio de Daley?
– Digamos que nuestros intereses son similares. Además, nos gusta que la Casa Blanca nos deba un favor.
– ¿Pretendes matarme aquí?
– No es necesario. Tengo a unos colegas dispuestos a hacerlo.
– ¿Tu gente?
Ella negó con la cabeza.
– Por increíble que parezca, Stephanie, has conseguido lo que los políticos llevan siglos intentando: que judíos y árabes colaboren. Los saudíes están con nosotros. Como tenemos un objetivo común, hemos dejado a un lado las diferencias. -Dixon se encogió de hombros-. Sólo por esta vez.
– Y de ese modo también se elimina el problema de que Israel mate a una norteamericana.
Dixon frunció el ceño, como si reflexionara.
– ¿Ves las ventajas? Nosotros damos con el problema y ellos lo eliminan. Todo el mundo sale ganando.
– Salvo yo.
– Conoces las reglas: tu amigo de hoy puede ser tu enemigo mañana, y viceversa. Israel tiene pocos amigos en este mundo, pero recibe amenazas de todas partes. Hacemos lo que debemos.
La primera vez que Stephanie se vio frente a un arma fue cuando buscaba, junto con Malone, a los templarios. También allí había visto muertes. Gracias a Dios había sido previsora.
– Haz lo que debas.
Su índice derecho activó la señal que pondría sobre aviso a sus agentes, a menos de un minuto de distancia, para que acudieran.
Lo único que tenía que hacer era aguantar.
De pronto los ojos de Dixon se revolvieron y al poco se cerraron. Su cabeza cayó hacia delante y su cuerpo quedó laxo.
El arma fue a parar a la hierba.
Stephanie cogió a Dixon cuando se le echó encima. Entonces lo vio: del cuello de la israelí sobresalía un dardo emplumado. Los había visto antes.
Se volvió con toda tranquilidad.
A escasos metros detrás del banco había una mujer. Alta, la tez del color de un arroyo turbio, el cabello oscuro y largo. Lucía una cara chaqueta de cachemir y unos vaqueros de cintura baja, el ceñido conjunto acentuando su esbelto y armonioso cuerpo. En la mano izquierda empuñaba una Magnum de aire comprimido.
– Agradezco la ayuda -dijo Stephanie, procurando disimular su sorpresa.
– Para eso he venido.
Y Cassiopeia Vitt sonrió.
Malone enfiló las escaleras hacia la planta baja. No sería fácil matar a Adán. Con los profesionales nunca lo era.
Bajó los escalones de dos en dos mientras comprobaba el cargador del arma. Quedaban siete balas. Se dijo que debía tener cuidado. Sin duda el israelí sabría que iría por él. A decir verdad, había provocado el desafío, ya que, antes de irse, no había cogido el arma de Haddad. Los profesionales nunca daban esas oportunidades, y la frase acerca de la cortesía profesional no tenía sentido. A los asesinos les importaba un bledo el protocolo. Eran los conserjes de los servicios de inteligencia, sólo se les enviaba a limpiar la porquería. Y los testigos formaban parte de esa mierda. Así que ¿por qué no limpiarlo todo? Tal vez Adán quisiera propiciar el enfrentamiento. Matar a un agente norteamericano, retirado o no, tendría repercusiones, pero si el agente atacaba primero… era otra cosa.
Se aclaró la mente cuando llegó a la planta baja. Su índice descansaba en el gatillo, y él estaba listo para el enfrentamiento.
Lo asaltaron sensaciones familiares, sensaciones que, como había aprendido hacía unos meses, formaban parte de su psique. Lo cierto es que en Francia había hecho las paces con esos demonios al caer en la cuenta de que era un agente y siempre lo sería, independientemente de que estuviese retirado. El día anterior, en el castillo de Kronborg, Pam le había echado en cara que necesitaba adrenalina, que ella y Gary nunca habían sido bastante. Le molestó el comentario porque no era verdad. No necesitaba adrenalina, pero sin duda era capaz de manejarla.
Salió al sol de octubre, que parecía más intenso después de la penumbra del interior del edificio, y bajó calmadamente la escalinata. Adán caminaba por la acera, a unos quince metros.
Malone fue en pos de él.
Coches aparcados flanqueaban la estrecha calle. De las avenidas a ambos extremos de la manzana llegaba el continuo estruendo del tráfico. Por la otra acera deambulaban algunas personas.
Hablar sería una pérdida de tiempo, de manera que alzó su arma.
Pero Adán giró en redondo, y Malone se pegó al suelo.
Una bala pasó silbando, arrancando un sonido metálico a uno de los vehículos. Malone rodó y disparó hacia donde se encontraba Adán. El israelí había tenido la prudencia de abandonar la acera y se parapetaba tras los coches aparcados.
Malone bajó a la calzada y se metió entre dos coches. Se puso de rodillas y echó un vistazo por el parabrisas, en busca de su objetivo. Adán se escondía diez vehículos más allá. Los transeúntes se dispersaron.
Entonces oyó un gemido.
Se volvió y vio a Pam tendida en las escaleras del edificio donde vivía Haddad, el brazo izquierdo ensangrentado.
Washington, DC
Stephanie se alegró de ver a Cassiopeia Vitt. La última vez que había trabajado con la enigmática árabe se encontraban en los Pirineos franceses, enredadas en un problema distinto.
– Túmbala y salgamos de aquí -propuso Vitt.
Stephanie se levantó del banco y dejó que la cabeza de Heather Dixon golpeara los listones de madera.
– Le saldrá un buen cardenal -vaticinó Vitt.
– Me da lo mismo. Estaba a punto de ordenar que me mataran. ¿Me quieres decir por qué estás aquí?
– Henrik pensó que tal vez necesitaras ayuda. No le hizo gracia lo que dedujo de sus contactos de Washington. Yo andaba por Nueva York, y me preguntó si podía ocuparme de ti.
– ¿Cómo diste conmigo?
– No fue difícil.
Por vez primera Stephanie apreciaba el hermetismo de Thorvaldsen.
– Recuérdame que le envíe una felicitación de Navidad.
Cassiopeia sonrió.
– Seguro que le gusta.
Stephanie señaló a Dixon.
– Menudo chasco. Creí que era mi amiga.
– De eso no hay mucho en tu oficio.
– Cotton tiene serios problemas.
– Henrik opina lo mismo. Esperaba que tú lo ayudases.
– Ahora mismo estoy en el punto de mira -replicó ella.
– Lo cual nos lleva a nuestro siguiente problema.
A Stephanie no le gustó el tono de esas palabras.
– La señorita Dixon no estaba sola. -Cassiopeia apuntó al Monumento a Washington-. Al otro lado de ese montículo hay dos tipos en un coche. Y no parecen israelíes.
– Saudíes.
– Vaya, eso sí que es una hazaña. ¿Cómo te las has arreglado para cabrear a todo el mundo?
Dos hombres coronaron el montículo y se dirigieron hacia ellas.
– No hay tiempo de explicaciones -contestó Stephanie-. ¿Nos vamos?
Echaron a andar a toda prisa. Les sacaban menos de cincuenta metros a sus perseguidores, nada si éstos decidían disparar,
– Supongo que habrás previsto esta contingencia, ¿no? -le preguntó a Cassiopeia.
– No del todo. Pero puedo improvisar.
Malone se olvidó de Adán y abandonó su segura posición tras el coche para ir hasta donde se hallaba Pam. Tenía la ropa sucia. Se volvió un instante y vio que el israelí salía pitando.
– ¿Estás bien? -le preguntó a su ex mujer.
Ésta hizo una mueca de dolor, con la mano derecha se sujetaba una herida en el hombro izquierdo.
– Me duele -repuso en un susurro ahogado.
– Deja que le eche un vistazo.
Ella negó con la cabeza.
– Sujetarlo… me alivia.
Él extendió la mano y comenzó a apartar la de ella. El dolor y el miedo hicieron que Pam desorbitara los ojos.
– ¡No!
– Tengo que verlo.
No hizo falta que dijera lo que ambos pensaban: ¿por qué no se había quedado arriba?
Pam claudicó, retiró los sanguinolentos dedos, y él vio lo que sospechaba: la bala sólo la había rozado, era una herida superficial. Era de prever. Los heridos graves entraban en estado de shock, su cuerpo se paraba.
– Sólo te ha pasado rozando.
La mano de ella volvió a la herida.
– Gracias por el diagnóstico.
– Me han disparado alguna que otra vez.
La mirada de ella se suavizó al oírlo.
– Tenemos que irnos -añadió él.
El rostro de Pam se estremeció de dolor.
– Estoy sangrando.
– No tenemos elección.
La ayudó a ponerse en píe.
– Maldita sea, Cotton.
– Sé que te duele, pero si te hubieses quedado arriba como te dije…
A lo lejos se oyó un ulular de sirenas.
– Tenemos que irnos. Pero primero hay que hacer una cosa.
Ella pareció recobrar la calma y la lucidez, de modo que Malone la hizo entrar en el edificio.
– No dejes de sujetarte la herida -recomendó mientras subían las escaleras hasta el piso de Haddad-. Debería dejar de sangrar, la herida no es muy profunda.
Las sirenas se aproximaban.
– ¿Qué estamos haciendo? -preguntó ella cuando llegaron al descansillo del tercero.
Malone recordó lo que Haddad había dicho justo antes de que lo mataran: «Me enseñaste muchas cosas. Recuerdo cada lección, y hasta hace unos días las seguí estrictamente. Incluso las que tenían que ver con salvaguardar lo que de verdad importa.» La primera vez que ocultó al palestino le enseñó a tener sus cosas listas para salir inmediatamente. Era hora de averiguar si Haddad había dicho aquello en serio.
Entraron en el apartamento.
– Ve a la cocina por un paño mientras me encargo de esto -le dijo Malone.
Dispondrían de unos dos o tres minutos.
Fue directo al dormitorio. No era mucho mayor que el de su piso de Copenhague. En el suelo había montones de libros y papeles, la cama estaba sin hacer, las mesillas y la cómoda abarrotadas como las mesas de un mercadillo. Vio más mapas en las paredes: Israel, pasado y presente. No tenía tiempo de mirarlos.
Se arrodilló junto a la cama y esperó que sus instintos no le fallaran.
Haddad había llamado a Oriente Próximo con la certeza de que traería graves consecuencias. Cuando estalló el inevitable conflicto él no rehuyó la lucha, sino que pasó a la ofensiva, a sabiendas de que perdería. Pero ¿qué había dicho su amigo? «Sabía que vendrías.» Qué estupidez. No era necesario que Haddad se sacrificara. Al parecer, la sensación de culpa por el hombre al que mató hacía décadas no lo había abandonado nunca.
«Se lo debo al Guardián al que disparé. Con esto liquido mi deuda.»
Malone lo entendía.
Tanteó debajo de la cama y dio con algo. Lo agarró y, tras sacar una cartera de cuero, soltó a toda prisa las correas. Dentro había un libro, tres libretas de espiral y cuatro mapas doblados. De toda la información desperdigada por el apartamento, esperaba que ésa fuera la más importante.
Tenían que irse.
Cuando volvió al cuarto de estar Pam salía de la cocina con un paño en el brazo.
– ¿Cotton? -dijo.
Él intuyó la pregunta implícita en su voz.
– Ahora no.
Con la cartera en mano, la empujó hasta la puerta, no sin antes coger un pañuelo del respaldo de una de las sillas.
Bajaron deprisa.
– ¿Cómo va la hemorragia? -preguntó él ya en la acera.
– Viviré… Cotton…
Las sirenas sólo estaban a una manzana. Le echó el pañuelo a Pam por los hombros para ocultar la herida y echaron a andar como si tal cosa.
– No te quites el paño del brazo.
A unos treinta metros encontraron un bulevar y se sumergieron en un mar de rostros desconocidos, resistiendo la tentación de apretar el paso.
Él volvió la vista atrás.
Al otro extremo de la manzana aparecieron unas luces intermitentes que se detuvieron delante de la casa de Haddad.
– ¿Cotton?
– Lo sé. Primero salgamos de aquí.
Sabía lo que ella quería. Al volver al apartamento también él se había dado cuenta: ni rastro de sangre en la pared ni en el suelo, ni del opresivo hedor de la muerte.
Y los cadáveres de Eva y George habían desaparecido.
Valle del Rin, Alemania
17:15
Sabre miraba fijamente los imponentes terraplenes que encajonaban el río. Pronunciados terraplenes flanqueaban el angosto espacio. Abundaban los bosques de árboles de hoja caduca, las laderas adornadas tan sólo por un monte bajo ralo y las desgarbadas vides. Durante casi setecientos años las elevaciones más altas habían acogido castillos con nombres como Rheinstein, Sooneck o Pfalz, Tras salvar el traicionero meandro del Loreley, donde en su día se hundieran los barcos debido a los escollos y los rápidos, vislumbró, en lo alto de la ribera oriental del río, la redondeada torre del homenaje del castillo del Katz. Más allá se alzaba el castillo Stolzenfels, la oscura pátina de una piedra caliza que contaba con dos siglos de antigüedad apenas perceptible. El destino de su viaje surgió a los pocos minutos: la inconfundible silueta del castillo de Marksburg.
Había salido de Rothenburg hacía dos horas y tomado la autopista del norte, a una velocidad de unos ciento cincuenta kilómetros por hora. Sólo aminoró la marcha en las afueras de Frankfurt, donde pilló el incipiente tráfico de la tarde. Desde allí dos rutas se dirigían al norte, a Colonia: la A60 y la N9, que era de dos carriles y discurría paralela al Rin. Decidió hacer la primera parte del viaje en paralelo al río y el resto por autopista. De manera que fue despacio por el antiguo valle y siguió las señales azules que llevaban hasta la A60.
Tras salvar un desnivel de entrada se metió en la autopista. Aceleró su BMW alquilado y se situó en el carril de la izquierda. Por ambos lados desfilaba un mosaico de lomas, bosques y prados.
Miró por el retrovisor: su perseguidor, un Mercedes plateado, seguía allí.
A una distancia respetable y vigilado por tres coches, el Mercedes podría haber pasado inadvertido fácilmente. Sin embargo él los esperaba, y no lo habían decepcionado: lo seguían desde que había salido de Rothenburg. Se preguntó si habrían encontrado el cuerpo en la Baumeisterhaus. Matar a Jonah probablemente les hubiese ahorrado el problema a los israelíes -la traición se pagaba muy cara en Oriente Próximo-, pero los judíos también habían perdido la oportunidad de interrogar a un traidor, y eso quizá les hubiese agriado el carácter.
Le encantaba la forma que tenían los alemanes de construir autopistas: tres anchos carriles, escasas curvas, pocas salidas. Perfecto para ir rápido y no reparar en el vecino. Una señal le informó de que Colonia quedaba a ochenta y dos kilómetros. Sabía dónde estaba: al sur de Coblenza, a quince kilómetros al este del Rin, muy cerca del río Mosela.
Cambió de carril.
Más atrás, a la zaga del Mercedes, reparó en que ahora había cuatro vehículos.
Justo a tiempo.
Llevaba nueve años buscando la Biblioteca de Alejandría, por encargo del viejo. El viejo estaba obsesionado con encontrar lo que quedara de ella, y en un principio esa búsqueda a él se le antojó ridícula. Sin embargo, a medida que se fue enterando de más, se dio cuenta de que el objetivo no era tan descabellado como había creído en un primer momento. Más adelante incluso había empezado a pensar que tal vez hubiese algo que realmente valiera la pena. Sin duda los israelíes estaban involucrados. Alfred Hermann parecía centrado en una buena pista. Había aprendido muchas cosas, y era el momento de utilizar dichos conocimientos.
En provecho propio.
Meses atrás había intuido que tal vez ésa fuera su oportunidad. Sólo esperaba que Cotton Malone fuese lo bastante ingenioso para sortear lo que fuera que los israelíes le echaran en Londres. Se habían movido deprisa. Siempre lo hacían. No obstante, por lo que sabía y había visto, Malone era un experto, aunque no estuviera en forma. Debería ser capaz de manejar la situación.
Ante él apareció el viaducto.
Vio que el primero de los cuatro coches adelantaba al Mercedes plateado, cambiaba de carril y se situaba por delante.
Dos coches más no tardaron en colocarse a la altura del Mercedes, que circulaba por el carril de la izquierda.
Otro se pegó a su parachoques.
Todos ellos entraron en el puente.
El puente medía menos de un kilómetro; el río Mosela serpenteaba hacia el este, a unos ciento veinte metros más abajo. A mitad de camino, exactamente como había ordenado Sabre, el primer coche frenó, y el Mercedes reaccionó clavando los frenos.
Justo cuando eso ocurría los dos coches en paralelo al Mercedes golpearon el lado del conductor, y el que iba detrás embistió el parachoques.
La combinación de golpes y la velocidad empujaron al Mercedes a la derecha, contra el quitamiedos.
En un instante el coche salió volando.
Sabre imaginó lo que estaba ocurriendo: la creciente aceleración empujaría a los ocupantes contra el asiento. Probablemente trataran de desabrocharse el cinturón de seguridad, pero no tendrían ocasión de hacerlo. Y, si lo hacían, ¿adonde irían? El vehículo recorrería los ciento veinte metros de caída en escasos segundos pero el impacto del coche contra el río sería como si se estrellara contra hormigón. Nadie sobreviviría. El agua helada que entraría en el habitáculo no tardaría en impulsar el vehículo hacia el fangoso fondo, y una vez allí la corriente acabaría arrastrándolo hacía el este, hacia un Rin más veloz aún.
Asunto liquidado.
Los cuatro coches lo adelantaron, y el conductor del último lo saludó con la mano. Él devolvió el saludo. Aquellos hombres habían salido caros al avisarlos con tan poca antelación, pero valían cada euro gastado.
Continuó a toda velocidad en dirección norte, a Colonia.
A los israelíes les llevaría unos días averiguar lo sucedido. En Rothenburg había un traidor muerto y su equipo sobre el terreno había desaparecido. Se preguntó si lo habrían identificado. Probablemente no. Si conocían su identidad, ¿por qué perder el tiempo haciendo fotos? No. Seguía siendo un elemento desconocido.
Reinaba la confusión. En Israel y, pronto, en Austria.
Eso le gustaba.
Era hora de crear el orden a partir de ese caos.
Washington, DC
Stephanie se preguntó qué tendría pensado Cassiopeia. Esa mujer era lista, rica y audaz, capaz de desenvolverse en situaciones difíciles. No era una mala combinación. Siempre que hubiese sido previsora.
– ¿Cómo vamos a salir de aquí? -preguntó mientras iban paseo adelante.
– ¿Alguna idea?
Lo cierto es que tenía alguna, pero no dijo nada.
– Tú eres la que salió de la nada.
Cassiopeia sonrió.
– No me seas listilla.
– Nos están acorralando. Supongo que ya lo sabes.
El Monumento a Lincoln se erguía a lo lejos, en el extremo occidental de los jardines; el estanque impedía la retirada por el sur. Al norte, altos árboles bordeaban un concurrido bulevar.
– En contra de lo que pensáis tú y Henrik, no estoy indefensa -comentó-. Tengo a dos agentes en Constitution Avenue. Acababa de pulsar el botón de emergencia cuando apareciste.
– Malas noticias. Se fueron.
– ¿Qué quieres decir?
– Justo después de que te sentaras con Dixon el coche se marchó.
El paseo terminaba a los pies del Monumento a Lincoln. Volvió la cabeza. Los dos perseguidores se habían detenido.
– Por lo visto nos tienen donde querían.
Un taxi se dirigió hacia ellas con gran estruendo desde Independence Avenue.
– Justo a tiempo -dijo Cassiopeia mientras agitaba un pañuelo blanco.
El coche paró y ellas se subieron a él.
– Llamé hace unos minutos. -Cassiopeia cerró de un portazo y le dijo al taxista-: Dé una vuelta, ya le diremos cuándo parar.
El coche se alejó a toda velocidad.
Stephanie se metió una mano en el bolsillo y encontró su móvil. Marcó el número de los agentes que había apostado de refuerzo. Estaban a punto de ser despedidos.
– ¿Queréis decirme por qué me dejasteis allí? -dijo tranquilamente cuando cogieron el teléfono.
– Recibimos orden de irnos -explicó uno de ellos.
– Yo soy tu jefa. ¿Quién te dio la orden?
– Tu jefe.
Increíble.
– ¿Cuál de ellos?
– El fiscal general. Brent Green en persona nos vino a decir que nos marcháramos.
Malone tiró en la cama la cartera que había cogido en el apartamento de George Haddad. Él y Pam se encontraban en un hotel no muy lejos de Hyde Park, un lugar que conocía y que había elegido por lo abarrotado que siempre estaba, ya que, como le enseñaron, nada mejor que ocultarse entre la multitud. También le gustaba la farmacia de al lado, donde había adquirido gasas, antiséptico y vendas.
– Tengo que curarte ese hombro.
– ¿Qué quieres decir? Vayamos a un hospital.
– Ojalá fuese así de sencillo.
Malone se sentó en la cama, junto a ella.
– Será así de sencillo. Quiero que me vea un médico.
– Si te hubieras quedado arriba, como te dije, no habría pasado nada.
– Pensé que necesitabas ayuda. Ibas a matar a ese tipo.
– ¿Es que no lo entiendes, Pam? ¿No te bastó con ver morir a George? Esos hijos de perra van en serio. Te matarán en un abrir y cerrar de ojos.
– Fui a ayudar -dijo ella en voz queda.
Y él vio algo en sus ojos que no había visto en años: sinceridad. Lo cual le planteó un montón de preguntas que no quería hacer ni que ella, estaba seguro, querría responder.
– Los médicos llamarían a la policía, y eso es un problema. -Respiró hondo unas cuantas veces. Estaba rendido por la fatiga y la preocupación-. Pam, en esto hay mucha gente metida. Los israelíes no se llevaron a Gary…
– ¿Cómo lo sabes?
– Llámalo instinto. Las tripas me dicen que no fueron ellos.
– Pues mataron a ese anciano.
– Razón por la cual lo escondí en su día.
– Él los llamó, Cotton. Ya lo oíste. Llamó sabiendo que acudirían.
– Cumplía su penitencia. Matar trae consecuencias, y George se enfrentó a las suyas hoy. -Recordar a su viejo amigo le hizo sentir una nueva punzada de pesar-. He de curarte ese hombro.
Al quitárselo notó que el paño estaba pegajoso, con sangre.
– ¿Se te ha abierto al subir?
– De camino aquí.
Malone retiró la compresa.
– Lo que quiera que esté pasando se ha complicado. George murió por un motivo…
– Su cuerpo había desaparecido, Cotton. Y el de la mujer también.
– Por lo visto los israelíes se dieron prisa en limpiar su mierda. -Examinó el brazo y vio que se trataba de un arañazo superficial-. Lo que demuestra lo que estoy diciendo, que hay varios bandos involucrados, al menos dos, puede que tres, posiblemente cuatro. Israel no acostumbra a matar agentes norteamericanos. Sin embargo, a los que liquidaron a Lee Durant no parecía importarles. Casi es como si buscaran bronca. Y eso es algo que los israelíes nunca hacen. -Se levantó y entró en el baño. Cuando volvió, abrió el frasco del antiséptico y le dio a su ex mujer una toalla limpia-. Muerde esto.
Ella se mostró perpleja.
– ¿Por qué?
– Tengo que desinfectar esa herida y no quiero que nadie te oiga gritar.
Los ojos de Pam se desorbitaron.
– ¿Duele?
– Más de lo que imaginas.
Stephanie apagó el móvil. «Brent Green en persona nos vino a decir que nos marcháramos.» La conmoción le agarrotó la espalda, pero décadas de trabajo en inteligencia hicieron que nada en su rostro dejara traslucir su sorpresa.
Se volvió hacia Cassiopeia en el asiento trasero del taxi.
– Me temo que en este momento eres la única persona de la que puedo fiarme.
– Pareces decepcionada.
– No sé quién eres.
– Eso no es cierto. En Francia me investigaste.
Cassiopeia tenía razón. Stephanie hizo que la investigaran y averiguó que aquella belleza morena había nacido en Barcelona hacía treinta y siete años. Medio musulmana, aunque no devota según los informes, Cassiopeia tenía un máster en ingeniería y otro en historia medieval. Era la única accionista y propietaria de un grupo de empresas presentes en varios continentes con sede en París e intereses en un amplio abanico de multinacionales con activos por valor de miles de millones de dólares. Su padre, un árabe, había fundado la empresa, y ella había heredado el control, aunque no participaba mucho en su funcionamiento diario. También era la presidenta de una fundación holandesa que colaboraba estrechamente con Naciones Unidas para paliar el sida y el hambre en el mundo, sobre todo en África. Stephanie sabía por propia experiencia que Vitt temía pocas cosas y que era capaz de manejar un fusil con la precisión de un francotirador profesional. A veces demasiado descarada para su propio bien, a Cassiopeia se la había relacionado con el difunto marido de Stephanie, y sabía más de la vida privada de ésta de lo que a Stephanie le habría gustado. No obstante se fiaba de ella. Thorvaldsen había hecho bien enviándola.
– Tengo un grave problema.
– Eso ya lo sabemos.
– Y Cotton se encuentra en apuros. Tengo que ponerme en contacto con él como sea.
– Henrik no tiene noticias suyas. Malone dijo que llamaría cuando estuviera listo, y tú lo conoces mejor que nadie.
– ¿Cómo es Gary?
– Igual que su padre: duro. Está a salvo con Henrik.
– ¿Dónde está Pam?
– Camino de Georgia. Voló con Malone a Londres y salía desde allí.
– Unos ejecutores israelíes también están en Londres.
– Cotton es mayorcito, sabe arreglárselas. Ahora hemos de decidir qué hacemos con tu problema.
Stephanie también había estado dándole vueltas. «Brent Green en persona nos vino a decir que nos marcháramos.» Lo cual explicaría por qué había tan poca policía en el Capitolio. Habitualmente estaban por todas partes. Miró a través de la ventanilla y vio que se encontraban cerca de su hotel.
– Hemos de asegurarnos de que no nos siguen.
– Quizá sea mejor ir en metro.
Ella se mostró conforme.
– ¿Adonde vamos? -quiso saber Cassiopeia.
Stephanie entrevió la pistola bajo la chaqueta de la otra.
– ¿Tienes más dardos de esos que duermen a la gente?
– Muchos.
– Entonces sé exactamente adonde tenemos que ir.
Londres
19:30
Malone observaba a Pam mientras dormía. Se había repantigado en una silla junto a la ventana, la cartera de George Haddad en el regazo. No se había equivocado con lo del antiséptico: Pam mordió con fuerza la toalla mientras él le curaba la herida. Las lágrimas se agolparon en los ojos, pero fue fuerte. Ni un solo sonido reveló su dolor. Como se sentía culpable, le compró una blusa en la boutique del vestíbulo.
Él también estaba cansado, pero sus «nervios marca Billet», como él los llamaba, proveían a sus músculos de energía ilimitada. Recordaba ocasiones en que había pasado días sin comer, su cuerpo cargado de adrenalina, su atención centrada en seguir vivo y hacer el trabajo. Creía que aquello era cosa del pasado, algo que no volvería a vivir.
Y allí estaba.
Justo en el ojo del huracán.
Las últimas horas podrían haber sido una horrible pesadilla a no ser porque, con suma crudeza, su mente recreaba los sucesos con claridad. A su amigo George Haddad lo habían matado delante de él. Los peces gordos perseguían algo, y en cualquier otro momento nada de ello habría sido de su incumbencia. Pero esa gente había secuestrado a su hijo y volado su librería. No, esto era algo personal.
Tenía una deuda con ellos.
Y, al igual que Haddad, tenía intención de saldar sus deudas.
Pero necesitaba saber más.
Haddad se había mostrado enigmático tanto antes como después de que aparecieran los israelíes. Peor aún, no había acabado de explicar lo que había comprendido hacía años: qué exactamente había movido a Israel a matarlo. Con la esperanza de que la cartera de cuero que sostenía en el regazo ofreciera respuestas, abrió los cierres y sacó un libro, tres libretas y cuatro mapas.
El libro era un volumen del siglo xviii, la cubierta de cuero repujado y quebradizo como piel secada por el sol. Ninguno de los caracteres resultaba legible, así que abrió la tapa con cuidado y leyó la portada: El viaje del héroe, de Eusebius Hieronymus Sophronius.
Hojeó las páginas.
Una novela escrita hacía más de doscientos años con un estilo poco imaginativo y pedante. Se preguntó qué importancia tendría y esperó que lo explicaran las libretas.
Hojeó cada una de ellas.
La apretada letra era de Haddad, en inglés. Leyó con atención:
… las pistas que me dio el Guardián han resultado ser perturbadoras. La búsqueda del héroe es complicada. Me temo que he sido un tonto, aunque no el primero. Thomas Bainbridge también lo fue. Hacia finales del siglo xviii, al parecer, fue invitado a entrar en la biblioteca y concluyó la búsqueda del héroe. Sin duda una condición de dicha invitación debía de ser que no hablara de la visita. Los Guardianes no se habían pasado dos milenios protegiendo su alijo para que un invitado lo desvelara. Pero Bainbridge abusó de esa confianza y escribió acerca de su experiencia. En un intento por paliar su traición disfrazó su relato de ficción y lo tituló, significativamente, El viaje del héroe. La tirada fue limitada, y el libro apenas llamó la atención. En tiempos de Bainbridge el mundo estaba saturado de relatos fantásticos (que no merecían gran respeto), de manera que el viaje del protagonista a una mítica biblioteca se recibió con escaso entusiasmo. Hace tres años encontré un ejemplar, que robé de una propiedad galesa. Su lectura no aporta gran cosa. Sin embargo, Bainbridge no pudo evitar abusar una última vez de la confianza que los Guardianes depositaran en él: años antes de morir erigió un cenador en el jardín de su mansión de Oxfordshire. En el mármol grabó la imagen de un cuadro y unas letras en redonda. El nombre original del cuadro, de Nicolas Poussin, era La felicidad sometida a la muerte, pero en la actualidad es más conocido como los pastores de Arcadia II.
Malone no sabía mucho de Poussin, aunque le sonaba el nombre. Por suerte, en una de las libretas Haddad ofrecía algunos detalles.
Poussin era un hombre atormentado, igual que Bainbridge. Nació en Normandía en 1594, y en los primeros treinta años de su vida no le faltaron las tribulaciones. Padeció de falta de mecenas y sufrió a algunas cortesanas desagradecidas, así como una salud enfermiza y deudas. Ni siquiera trabajar en el techo de la gran galería del Louvre le proporcionó inspiración. Nada cambió hasta que Poussin dejó Francia por Italia en 1642. El viaje, que por lo general habría durado unas semanas, le llevó al pintor casi seis meses. Una vez en Roma Poussin empezó a pintar con un estilo y una confianza nuevos, algo que no pasó inadvertido y que pronto le valió el calificativo del artista más célebre de Roma. Muchos especularon que en algún momento del viaje Poussin fue iniciado en un gran secreto. Curiosamente, cuando terminó Los pastores de Arcadia, el mecenas que lo encargó, el cardenal Rospigliosi, futuro papa Clemente IX, decidió no colgar la obra en público, sino mantenerla en sus dependencias. Rospigliosi era un hombre con inclinaciones artísticas al que interesaba lo arcano y lo esotérico. Poseía una extraordinaria biblioteca personal, y los historiadores acabaron llamándolo «el papa librepensador».
En una carta escrita seis años después de que el artista terminara Los pastores de Arcadia se encuentra una pista de lo que Poussin pudo vivir. Su autor, un sacerdote hermano del ministro de Hacienda de Luis XIV, pensaba que lo que había sabido por Poussin podía ser de interés para la monarquía francesa. Encontré la carta hace unos años, entre los archivos de la familia Cossé-Brissac:
Él y yo tratamos ciertas cosas que os explicaré gustosamente en detalle, cosas que os darán, a través de monsieur Poussin, ventajas que incluso a los reyes les costaría sobremanera sacarle y que, según él, es posible que nadie más descubra en siglos venideros. Y, lo que es más, tan difíciles son de descubrir estas cosas que nada en esta tierra podría ser mejor ni igualarlas.
Una afirmación contundente… y también desconcertante. Pero lo que Bainbridge levantó en su jardín es más desconcertante incluso. Tras completar Los pastores de Arcadia, por alguna razón inexplicable Poussin pintó su imagen inversa, denominada Los pastores de Arcadia II. Esto es lo que Thomas Bainbridge escogió para su bajorrelieve de mármol. No el original, sino su copia. Bainbridge era listo, y durante doscientos años su monumento, plagado de simbolismo, permaneció en la oscuridad.
Malone continuó leyendo, su mente perdida en un laberinto de posibilidades. Por desgracia Haddad no desvelaba mucho más. El resto de las notas tenían que ver con el Antiguo Testamento, sus traducciones y sus incoherencias. Ni una palabra sobre eso que Haddad pudo ver que tanto interés había generado. Tampoco incluía mensaje alguno de un Guardián ni detalles sobre la búsqueda de un héroe, tan sólo una breve referencia al final de una de las libretas:
El saloncito de Bainbridge Hall encierra una prueba más de la arrogancia de Bainbridge. Su título es especialmente deliberado: La epifanía de san Jerónimo. Fascinante y adecuado, ya que las grandes búsquedas a menudo comienzan con una epifanía.
Ya sabían algo más, pero así y todo había un montón de preguntas sin respuesta. Y Malone había aprendido que lidiar con preguntas que carecían de respuesta era la forma más rápida de embotar el cerebro.
– ¿Qué estás leyendo?
Levantó la vista. Pam todavía estaba en la cama, la cabeza en la almohada, los ojos abiertos.
– Lo que dejó George.
Ella se incorporó despacio, se sacudió la modorra y consultó el reloj.
– ¿Cuánto tiempo llevo fuera de juego?
– Una hora o así. ¿Qué tal el hombro?
– Dolorido.
– Lo notarás unos días.
Ella estiró las piernas.
– ¿Cuántas veces te han disparado, Cotton? ¿Tres?
Él asintió.
– Imposible olvidarlas.
– Tampoco las he olvidado yo. Recuerda que cuidé de ti.
Era verdad.
– Te quería -añadió Pam-. Sé que puede que no lo creas, pero era así.
– Debiste contarme lo de Gary.
– Me heriste con lo que hiciste. Nunca entendí por qué ibas follando por ahí, por qué yo no era suficiente.
– Era joven, estúpido, creído. Fue hace veinte años, por amor de Dios. Y después lo sentí. Intenté ser un buen marido, de veras.
– ¿Cuántas mujeres hubo? Nunca me lo dijiste.
Él no iba a mentir ahora.
– Cuatro. Líos de una noche todos ellos. -También él quería saber-: ¿Y tú?
– Sólo uno. Pero lo vi varios meses.
A Malone le dolió.
– ¿Lo querías?
– Todo lo que una mujer casada puede querer a alguien que no es su marido.
Él supo lo que quería decir.
– El resultado fue Gary. -Pam parecía luchar contra un interrogante que no paraba de volver del pasado-. Cuando miro a Gary una parte de mí a veces se enfada por lo que hice, Dios me ayude, pero otra parte da gracias. Gary siempre estaba allí. Tú ibas y venías.
– Yo te quería, Pam. Quería ser tu marido. Sentía de verdad lo que hice.
– No era bastante -musitó ella, la mirada fija en el suelo-. Entonces no lo sabía, pero acabé dándome cuenta de que nunca sería bastante. Por eso estuvimos separados cinco años antes de divorciarnos. Quería salvar nuestro matrimonio, pero luego decidí que no.
– ¿Tanto me odiabas?
– No. Me odiaba a mí misma por lo que hice. Me ha llevado años averiguarlo. Te lo dice alguien que sabe: el que se odia a sí mismo tiene muchos problemas. Sólo que no lo sabe.
– ¿Por qué no me contaste lo de Gary cuando pasó?
– No merecías saber la verdad. Al menos eso es lo que yo pensaba. Hasta el año pasado no comprendí el error. Tú folleteabas por ahí y yo hice lo mismo, sólo que yo me quedé embarazada. Tienes razón: debí decírtelo hace tiempo. Pero ésta es la voz de la madurez y, como tú has dicho, los dos éramos jóvenes y estúpidos. -Guardó silencio, y él no la atosigó-. Por eso sigo enfadada contigo, Cotton. No puedo despotricar contra mí misma. Pero también por eso acabé contándote lo de Gary. ¿Te das cuenta de que no tenía por qué abrir la boca? ¿Que tú no habrías sabido nada? Pero quería arreglar las cosas, hacer las paces contigo…
– Y contigo misma.
Ella asintió despacio.
– Sobre todo -su voz se quebró.
– ¿Por qué fuiste en mi busca en casa de Haddad? Sabías que habría tiros.
– Digamos que fue otro movimiento estúpido.
Pero él sabía que no era cierto. Era hora de decirle la verdad:
– No puedes irte a Atlanta. Un hombre te estaba siguiendo en el aeropuerto. Por eso volví.
Su cara se tornó pensativa.
– Debiste decírmelo.
– Ya.
– ¿Por qué me iba a seguir a mí nadie?
– Tal vez por si se presentaba otra oportunidad. Un cabo suelto, quizá, que había que atar.
Vio que ella entendía lo que quería decir.
– ¿Quieren matarme?
Malone se encogió de hombros.
– No lo sé, ése es el problema. Todo son suposiciones.
Ella se tumbó de nuevo, al parecer demasiado cansada, dolorida y desconcertada para discutir.
– ¿Qué vas a hacer? Haddad ha muerto. Los israelíes deberían irse.
– Eso nos deja el campo libre para encontrar lo que George perseguía. Esa búsqueda del héroe. Dejó este material a propósito, quería que fuésemos por ello.
Ella descansó la cabeza en la almohada.
– No. Quería que fueses tú.
Él la vio hacer una mueca de dolor.
– Iré por hielo para ese hombro. Te aliviará.
– No voy a discutir contigo.
Él se puso en pie, cogió la cubitera vacía y se dirigió a la puerta.
– Me gustaría saber por qué vale la pena morir -comentó Pam.
Malone se detuvo.
– Te sorprendería saber por qué poco.
– Creo que llamaré a Gary mientras estás fuera -dijo-. Quiero asegurarme de que está bien.
– Dile que lo echo de menos.
– ¿Estará bien allí?
– Henrik cuidará debidamente de él, no te preocupes.
– ¿Por dónde vamos a empezar a buscar?
Una buena pregunta. Sin embargo, al ver el contenido de la cartera, al otro extremo de la habitación, supo que sólo había una respuesta.
Londres
21:00
Sabre contemplaba la noche a través de la ventana. Su agente, que esperaba en el aeropuerto de Heathrow a que llegara Malone, lo había seguido hasta ese apartamento, ubicado en una sólida manzana de edificios con tejado a dos aguas que sin duda acogía con mimo vidas ordenadas, perfecta rectitud y esmerada intimidad.
Típicamente británico.
Su agente también había oído disparos dentro del edificio y había presenciado un tiroteo entre Malone y otro tipo; una de las balas le había dado a la ex mujer de Malone. Después el agresor había huido, y Malone y su ex habían vuelto a entrar para salir con una cartera de cuero.
Eso había sido horas antes, y desde entonces no había tenido noticias. Claro que la mayor parte de ese tiempo él la había pasado volando de Colonia a Londres, pero así y todo a esas alturas su agente debería haberlo informado.
Estaba cansado, pero cargado de energía, ya que su objetivo cada vez se encontraba más cerca.
Entró fácilmente en el apartamento de George Haddad, preguntándose si éste se hallaría dentro, pero allí no había nadie. Los mapas cubrían las paredes. Con su linterna de bolsillo examinó la extraña colección, pero los lugares -Oriente Próximo- no tenían nada de raro. Muchos de los libros y montones de papeles desordenados también se ocupaban del gran tema: la Biblioteca de Alejandría.
Se había pasado la última hora estudiando el material a la tenue penumbra de su linterna. Se preguntó qué habría sido de Haddad. No cabía duda de que el hombre al que Cotton Malone se había enfrentado en la calle era israelí. Jonah había dejado claro en Rothenburg que unos ejecutores iban camino de Londres. ¿Los habría detenido Malone? ¿Habrían cumplido su misión? ¿Se habría escondido Haddad? Imposible saberlo, ya que su agente había tenido la prudencia de seguir a Malone.
No lo invadió una sensación de triunfo, aunque había logrado dar con Haddad según lo previsto. Sólo esperaba que su agente hubiese hecho igual de bien su trabajo.
Lo había dejado para el final, pero lo siguiente era el computador, así que encendió el aparato y echó un vistazo a la pantalla.
Pese al desorden del piso, Haddad guardaba un orden escrupuloso allí.
Sabre abrió unos cuantos archivos.
Haddad había investigado la Biblioteca de Alejandría con sumo detalle, pero también había estudiado a los Guardianes. Alfred Hermann le había hablado de ellos, y Jonah había rellenado algunos espacios en blanco. No obstante uno de los archivos de Haddad ofrecía más.
… sus orígenes son desconocidos, se han perdido debido al absurdo comportamiento de hombres del pasado, que, impunemente, borraron la memoria humana.
Antes del siglo ii el hombre ya dominaba las artes de la guerra y la tortura. En muchas partes del mundo se habían forjado imperios que tenían leyes y ofrecían cierta seguridad. Pero ninguno de esos conceptos protegió a las gentes de sus propios gobernantes. Nació la religión, y los sacerdotes se convirtieron en el aliado voluntarioso de los déspotas. Egipto fue un lugar donde se dio esta parodia. Sin embargo en algún momento del siglo ii surgió una orden religiosa egipcia que no sólo rendía culto al poder, sino también a la conservación del conocimiento.
Se creo una tosca forma de monasterio donde se reunían hombres de mentes y propósitos afines. Esos lugares se hallaban aislados adrede y se sabía que eran evitados. Este grupo fue afortunado: sus miembros acabaron siendo empleados y encargados de las dos bibliotecas de Alejandría. Desde estos puestos se tenía acceso a todo, y cuando la raza humana prosperó y perfeccionó la forma de aniquilar al semejante este grupo se replegó en sí mismo.
En un principio se limitaban a copiar textos, pero al final terminaron cometiendo hurtos. El propio volumen de la biblioteca (varios cientos de miles de manuscritos) obligó a tomar ciertas decisiones, pero a lo largo de los trescientos años que siguieron, cuando la biblioteca cayó más aún en desgracia, robar textos se tornó más sencillo, en particular porque no existían inventarios precisos. Para la invasión musulmana del siglo vii los Guardianes ya se habían hecho con gran parte de la Biblioteca de Alejandría. Y entonces desaparecieron, resurgiendo ocasionalmente con el objeto de ofrecer invitaciones a los merecedores del conocimiento.
Sabre siguió leyendo, preguntándose cómo se las habría arreglado George Haddad para obtener una información tan detallada. El palestino parecía una caja de sorpresas.
Un movimiento percibido por el rabillo del ojo puso en alerta sus sentidos. Las sombras cobraron vida, y un bulto se acercó.
Sus manos dejaron el teclado. Por desgracia no llevaba arma alguna. Giró en redondo, dispuesto a pelear.
Una mujer se materializó al resplandor de la pantalla del computador: su agente.
– Esa insensatez podría costarte cara -le advirtió él.
– No estoy de humor.
Sabre la contrataba con regularidad para que le echara una mano en Gran Bretaña. Era delgada y de rasgos delicados. Ese día llevaba el negro cabello recogido en una gruesa trenza.
– ¿Dónde has estado? -le preguntó él.
– Siguiendo a Malone. Están en un hotel cerca de Hyde Park.
– ¿Qué hay de Haddad?
La mujer negó con la cabeza.
– No lo sé. Seguí a Malone. Se arriesgó volviendo aquí (la policía estaba en camino), y salió con una cartera.
Él admiraba su instinto.
– Así y todo hemos de dar con el palestino.
– Volverá, si es que no ha muerto. Estás distinto.
Sabre se había despojado de sus relucientes rizos negros y su descuidada ropa. Ahora tenía el cabello corto, alborotado y pelirrojo. Iba bien vestido, con unos vaqueros y una camisa de loneta bajo una chaqueta de paño. Antes de salir de Alemania había informado al viejo de lo que había averiguado y después había cambiado de aspecto, todo ello parte de un plan muy meditado del que poco sabía Alfred Hermann.
– ¿Te parece bien? -quiso saber.
– Me gustaba más el otro.
Él se encogió de hombros.
– Tal vez la próxima vez. ¿Qué está pasando?
– Tengo a alguien vigilando el hotel. Llamarán si Malone se mueve.
– ¿Algo más de los israelíes?
– Su hombre salió pitando de aquí.
Sabre echó un vistazo a su alrededor. Quizás esperase a que volviera Haddad, parecía lo más fácil. Estaba claro que necesitaba toda la información del computador de Haddad, pero no quería llevarse el aparato: demasiado engorroso. Lo mejor sería hacer una copia, y reparó en una memoria USB que había entre el revoltijo. La cogió y la introdujo en un puerto USB.
Comprobó la memoria: vacía.
Unos cuantos clicks de ratón y había copiado todos los archivos del disco duro.
Entonces vio algo más, detrás de la pantalla: una red roja minúscula.
Miró con más atención entre los papeles y descubrió una grabadora de bolsillo en la mesa. La levantó y no vio ninguna diferencia en la capa de polvo que recubría el tablero de madera, lo que significaba que habían dejado allí la grabadora no hacía mucho. La cinta se había terminado, pero el aparato seguía encendido.
Rebobinó.
Su agente guardaba silencio.
Le dio al play.
Allí estaba grabado todo el encuentro entre Malone, Haddad y, más tarde, los israelíes. Escuchó asombrado el asesinato de Haddad.
Lo último que oyó fue la intención de Cotton Malone de «matar a ese hijo de perra».
Apagó la grabadora.
– ¿Haddad ha muerto? -dijo la mujer-. ¿Lo han matado aquí? ¿Y su cuerpo?
– Supongo que los israelíes lo limpiaron todo antes de que la policía llegara.
– Y ahora ¿qué?
– Tenemos a Malone. Veamos adonde nos lleva.
Malone salió de la habitación y recorrió el pasillo. Antes había visto un dispensador de hielo, lo cual era sorprendente. Por lo visto los hoteles europeos cada vez se veían más invadidos por las comodidades norteamericanas.
Estaba enfadado consigo mismo por haber puesto a Pam en peligro. Pero, en aquel momento, ¿qué opciones tenía? No podía dejarla en Heathrow con un tipo siguiéndola. Y ¿quién sería? ¿Tendría algo que ver con los que se habían llevado a Gary? Parecía lógico. Con todo, lo que sabía era bien poco.
Los israelíes habían reaccionado con prontitud cuando Haddad comunicó que estaba vivo. Sin embargo Pam tenía razón: con Haddad muerto, sus intereses estaban a salvo. Su problema se había resuelto. Pero era a Pam a quien habían seguido, no a él.
¿Por qué?
Encontró el dispensador y descubrió que no funcionaba. Aunque el compresor giraba no salía hielo. «Como en casa», pensó.
Empujó la puerta que daba a las escaleras y bajó un piso.
Allí el dispensador estaba lleno de hielo. Y empezó a llenar la cubitera en aquel rincón.
Oyó un portazo en una de las habitaciones y luego voces. Aún estaba cogiendo hielo cuando dos hombres pasaron ante el hueco, hablando nerviosamente. Dio media vuelta para marcharse y vio el perfil de uno de ellos, además de su cuerpo huesudo y su piel quedada por el sol.
El larguirucho de Heathrow.
Allí, un piso por debajo del de ellos.
Se escondió bien en el recoveco, asomó la cabeza y vio que aquellos tipos entraban en el ascensor.
Iban arriba.
Salió disparado hacia las escaleras y subió corriendo. Abrió la puerta justo cuando sonaba el ascensor y los tipos salían.
Se despegó de la puerta y echó una ojeada al pasillo con sumo cuidado: uno de los hombres cogía del suelo una bandeja del servicio de habitaciones usada y la sostenía con una mano; el otro sacaba un revólver de cañón corto. Iban directos a la habitación donde esperaba Pam.
Se maldijo. El arma de Haddad estaba en una mesa de la habitación, no la llevaba consigo.
Muy inteligente… Tendría que improvisar.
Los hombres se detuvieron ante la puerta. El que empuñaba el arma llamó y después se hizo a un lado; el otro fingía ser camarero, la bandeja bien alta, en equilibrio sobre una mano.
Llamó de nuevo.
Tal vez Pam siguiera hablando por teléfono con Gary, lo cual le daría a él el instante que necesitaba.
– Servicio de habitaciones -oyó decir al hombre.
A diferencia de los hoteles norteamericanos, en los que había mirilla, los británicos no solían tenerla, y ése no era una excepción. Sólo esperaba que Pam no fuera tan tonta como para abrir.
– Tengo algo para usted -insistió el hombre.
Pausa.
– Lo ha pedido un caballero.
Maldita sea: ella podía creer que él había pedido algo mientras dormía. Tenía que actuar. Levantó la cubitera de hielo para ocultar su rostro y echó a andar por el pasillo.
– Es para esta habitación -explicaba el tipo.
Malone oyó que los cierres se abrían.
Se asomó por la cubitera y vio que el que iba armado reparaba en él. Se guardó el arma en el acto, y Malone sacó partido de ese momento de distracción: arrojó hielo y cubitera al rostro del que iba armado y, acto seguido, su puño derecho se estrelló contra la mandíbula del que llevaba la bandeja. Sintió que un hueso se rompía y el hombre cayó al suelo, al igual que la bandeja.
El que había recibido los cubitos de hielo se recuperó y ya levantaba el arma cuando Malone le asestó dos golpes en la cabeza y le clavó una rodilla en el pecho.
El hombre se desplomó y se quedó inmóvil.
La puerta de la habitación se abrió, y Pam clavó la vista en él.
– ¿Por qué abres? -le preguntó Malone.
– Creí que habías pedido algo de comer.
Malone cogió el arma y se la metió en el cinturón.
– ¿Sin decirte nada?
Registró deprisa a ambos hombres, pero no encontró ningún documento que los identificara.
– ¿Quiénes son? -inquirió Pam.
– Ése es el que te seguía en el aeropuerto.
Cogió al larguirucho por los brazos y lo metió a rastras en la habitación. Después agarró al otro por las piernas e hizo lo mismo.
– Nunca haces lo que debes.
Malone cerró la puerta de un puntapié.
– Tenía hambre.
– ¿Cómo está Gary?
– Bien, pero no tuve tiempo de decirle gran cosa.
Uno de los hombres empezó a gemir. Pronto recobrarían el sentido. Malone echó mano de la cartera de cuero y el arma de Haddad.
– Vamos.
– ¿Nos marchamos?
– A menos que quieras estar aquí cuando despierten.
Vio que la idea no era del agrado de Pam.
– Tienes un arma -le recordó ésta.
– Que no tengo intención de usar. Esto no es el Oeste. Estamos en un hotel, con gente, así que seamos listos y vayámonos. Hay muchos más hoteles en esta ciudad.
Salieron de la habitación y entraron aprisa en el ascensor. Bajaron y salieron a una noche heladora. Malone echó un vistazo a su alrededor y concluyó que sería difícil saber si los seguían. Sencillamente había demasiado terreno que cubrir. La estación de metro más próxima se encontraba a dos manzanas, así que se encaminó hacia ella, bien alerta.
Su cerebro bullía.
¿Cómo había dado con ellos el tipo de Heathrow? Más preocupante incluso: ¿cómo sabía el que fingía ser camarero que él no se hallaba en la habitación?
«Lo ha pedido un caballero.»
Se encaró con Pam mientras andaban.
– Antes de abrir, ¿le dijiste a ese tipo que no habías pedido nada?
Ella asintió.
– Entonces fue cuando dijo que habías sido tú.
No del todo correcto. Había dicho que lo había pedido «un caballero».
¿Habría acertado de casualidad?
Ni de vainas.
Washington, DC
21:00
Stephanie guió a Cassiopeia por el tranquilo barrio. Se habían pasado las últimas horas escondidas en las afueras. Ella había efectuado una llamada a la central del Billet desde un teléfono de un restaurante llamado Cracker Barrel y se había enterado de que Malone no se había puesto en contacto con ellos. A diferencia de la Casa Blanca: el despacho de Larry Daley había llamado tres veces, Stephanie le había indicado a su personal que dijera que lo llamaría en cuanto pudiese. Exasperante, lo sabía. Pero que Daley se preguntara si la próxima vez que viera su jovial rostro no sería en la CNN, y en directo. Ese temor debería bastar, por ahora, para tener bajo control al viceconsejero de Seguridad Nacional. Heather Dixon y los israelíes eran harina de otro costal.
– ¿Adonde vamos? -preguntó Cassiopeia.
– A ocuparnos de un problema.
El vecindario rebosaba una arquitectura beaux arts que, como sabía, había gozado de popularidad entre los industriales del siglo XIX que poblaron por vez primera aquellas avenidas bordeadas de árboles. Casas adosadas de estilo colonial y caminos adoquinados no hacían sino aumentar la sensación de riqueza.
– No soy uno de tus agentes -aclaró Cassiopeia-. Me gusta saber en qué me meto.
– Puedes irte cuando quieras.
– Buen intento. No te librarás de mí tan fácilmente.
– Entonces deja de hacer preguntas. ¿Interrogas así a Thorvaldsen?
– ¿Por qué no te cae bien? En Francia siempre lo estabas atacando.
– Mira cómo estoy, Cassiopeia: Cotton anda metido en un lío, los míos me quieren muerta, los israelíes y los saudíes me persiguen. ¿Te parece normal que me caiga bien alguien?
– Eso no responde mi pregunta.
No lo hacía, pero no podía decir la verdad: que debido a la relación que Thorvaldsen mantenía con su difunto marido aquél conocía sus puntos fuertes y débiles, y a su lado se sentía vulnerable.
– Digamos que él y yo nos conocemos demasiado.
– Henrik está preocupado por ti, por eso me pidió que viniera. Presentía que tendrías problemas.
– Y se lo agradezco, pero eso no significa que tenga que caerme bien.
Divisó la casa, una más de las muchas residencias de ladrillo simétricas, con tallas, porche y tejado abuhardillado. Sólo había luz en las ventanas de abajo. Escudriñó la calle.
Seguía tranquila.
– Sígueme.
Alfred Hermann casi nunca dormía. Había programado su mente hacía tiempo para que funcionara con menos de tres horas de descanso.
No era lo bastante mayor para haber luchado en la Segunda Guerra Mundial, pero albergaba vividos recuerdos de los nazis desfilando por las calles de Viena. En las décadas que siguieron combatió activamente a los soviéticos y cuestionó los regímenes títere que dominaron Austria. El dinero de Hermann venía del tiempo de los Habsburgo y había conseguido sobrevivir a dos siglos de política inestable. A lo largo de los últimos cincuenta años la fortuna de la familia se había multiplicado por diez, y gran parte de ese éxito era atribuible a la Orden del Vellocino de Oro. Relacionarse íntimamente con un grupo tan selecto del mundo entero tenía unas ventajas de las que ni su padre ni su abuelo disfrutaron. Sin embargo, estar a su frente proporcionaba unos beneficios aún mayores.
No obstante el ejercicio de su cargo tocaba a su fin.
A su muerte su hija lo heredaría todo. Y la idea no era reconfortante. Cierto, se parecía a él en ciertos aspectos: era audaz y decidida, valoraba el pasado y codiciaba, con un entusiasmo similar al suyo, el bien humano más preciado: el conocimiento. Pero aún estaba sin pulir, a medio hacer. Y él tenía miedo de que no pasara de ahí.
Miró con fijeza a su hija, que, como él, dormía poco. La había llamado Margarete, como su madre. La chica admiraba la maqueta de la Biblioteca de Alejandría.
– ¿La encontraremos? -preguntó en voz queda.
Él se acercó.
– Creo que Dominick está cerca.
Ella lo miró con sus entusiastas ojos grises.
– Sabre no es de fiar. Ningún norteamericano lo es.
Ya habían discutido eso antes.
– No me fío de nadie.
– ¿Ni siquiera de mí?
Él sonrió. También habían discutido eso antes.
– Ni siquiera de ti.
– Sabre tiene demasiada libertad.
– ¿Por qué lo envidias? Le damos tareas difíciles. No se puede hacer eso y esperar que trabaje como nosotros queramos.
– Es un problema, con su ingenuidad norteamericana y demás, sólo que tú no lo sabes.
– Es un hombre decidido. Necesita un objetivo, y nosotros se lo proporcionamos. A cambio trabaja en pro de nuestros objetivos.
– Últimamente me da en la nariz que se esfuerza mucho por disimular su ambición, pero está ahí. Sólo hay que prestar atención.
Al anciano se le ocurrió mofarse de ella. – ¿No te sentirás atraída por él? Ella se burló de la pregunta.
– Eso nunca ocurrirá. A decir verdad lo despediré en cuanto tú faltes.
Le sorprendió que su hija diera por sentado que heredaría todo lo que él poseía.
– No hay garantía alguna de que vayas a ser la Silla Azul. Esa elección la realizan las Sillas.
– Entraré a formar parte del Círculo, te lo aseguro. De ahí a donde tú estás no hay más que un paso.
Sin embargo él no estaba tan seguro. Sabía de los contactos de Margarete con las otras cuatro Sillas. Lo cierto es que él los había alentado a modo de prueba. Su riqueza superaba con mucho la del resto en edad, cantidad y alcance. Entidades financieras controladas por él poseían fuertes vínculos con numerosos miembros, incluidas tres de las Sillas. Ninguna de ellas querría que las demás conocieran esa vulnerabilidad, y el precio de su silencio siempre había sido la lealtad de los miembros. Él había manejado sus debilidades durante décadas, pero los intentos de su hija no habían sido convincentes. De manera que procedía hacer una advertencia:
– Cuando yo falte, es verdad, Dominick tendrá que ocuparse de ti, al igual que tú de él. Pero no tengas tanta prisa: hombres como él, con escasos sentimientos, ningún sentido ético y un corazón osado, es posible que te sean valiosos.
Esperó que ella estuviese escuchando, pero se temió, como siempre, que sus oídos continuaran taponados. Su madre había muerto cuando ella tenía ocho años y en su juventud parecía su viva imagen -«de su misma costilla», como gustaba de decir ella-, pero los años no habían hecho germinar tan tierna promesa. Su educación había empezado en Francia, continuado en Inglaterra y finalizado en Austria, y su experiencia empresarial se había pulido en las salas de juntas de las numerosas empresas de su padre.
Sin embargo los informes de éstas no habían sido alentadores.
– ¿Qué harías si encontrases la biblioteca? -quiso saber ella.
Él ocultó su regocijo. Por lo visto su hija no quería seguir hablando ni de Sabre ni de ella.
– Resulta inimaginable pensar en las grandes ideas que encerrará.
– Te oí hablar de ellas ayer. Cuéntame más.
– Ah, el mapa de Piri Reis, de 1513, que se encontró en Estambul. Hablaba de eso. No sabía que escucharas.
– Siempre lo hago.
Él sonrió. Los dos sabían que no era así.
– Le contaba al canciller que el mapa lo dibujó en una piel de gacela un almirante turco que en su día fue pirata. Está lleno de increíbles detalles. Se ve el litoral suramericano, aunque los navegantes europeos aún no habían trazado el mapa de esa región. También aparece el continente antártico, mucho antes de que se cubriera de hielo. Sólo recientemente, mediante un geo-radar, hemos podido definir el contorno de esa costa. Sin embargo la representación de 1513 es tan buena como la nuestra. En el mapa, el cartógrafo hizo constar que utilizaba cartas de la época de Alejandro Magno, el de los dos cuernos, como decían en Asia. ¿Te lo imaginas? Tal vez navegantes de la Antigüedad visitaran la Antártida hace miles de años, antes de que el hielo se acumulara, y dejaron constancia de lo que vieron.
El cerebro de Hermann se planteaba qué otras cosas se habrían perdido en los ámbitos de la matemática, la astronomía, la geometría, la meteorología y la medicina.
– El conocimiento del que no queda constancia o se olvida o se embrolla hasta quedar irreconocible. ¿Has oído hablar de Demócrito? Suya es la noción de que todas las cosas estaban compuestas de un número finito de partículas discretas. En la actualidad las llamamos átomos, pero él fue el primero en mencionar su existencia y formular la teoría atómica. Escribió setenta libros (lo sabemos por otras referencias), pero no ha sobrevivido uno solo. Y pasaron siglos antes de que a otros hombres, en otras épocas, se les ocurriera lo mismo.
»Casi nada de lo que escribió Pitágoras ha perdurado. Maneto contó la historia de Egipto: ha desaparecido. ¿Y Galeno, el gran médico romano? Escribió quinientos tratados de medicina, de los cuales sólo conservamos fragmentos. Aristarco de Samos creía que el sol no la tierra, era el centro del universo. Pero Copérnico, que vivió diecisiete siglos más tarde, es el hombre al que la historia atribuye dicha revelación.
Le vinieron a la cabeza más nombres: Eratóstenes y Estrabón, geógrafos; Arquímedes, físico y matemático; Zenódoto y su gramática; el poeta Calimaco; Tales, el primer filósofo.
Todas sus ideas se habían esfumado.
– Siempre ha sido lo mismo -añadió-. El conocimiento es lo primero que se erradica cuando se llega al poder. La historia lo ha demostrado una y otra vez.
– Entonces ¿qué es lo que teme Israel? -preguntó ella.
Su padre sabía que al final Margarete intentaría que él abordara ese tema.
– Tal vez sea más miedo que realidad -apuntó su hija-. Cambiar el mundo resulta difícil.
– Pero puede hacerse. Hombres -se detuvo brevemente- y mujeres llevan siglos haciéndolo. Y la violencia no siempre ha ocasionado los cambios más colosales. Con frecuencia las responsables han sido simples palabras. La Biblia básicamente cambió al género humano, igual que el Corán. O la Constitución norteamericana. Miles de millones de personas rigen su vida por esas palabras, La sociedad se ha visto modificada por ellas. No son tanto las guerras, sino los tratados que siguen los que en verdad modifican el curso de la historia. El Plan Marshall cambió el mundo mucho más que la Segunda Guerra Mundial. Las palabras son las verdaderas armas de destrucción masiva.
– Has eludido mi pregunta -observó ella en broma, con un tono que le recordó a su esposa, fallecida hacía tiempo.
– ¿Qué es lo que teme Israel? -repitió él.
– ¿Por qué no me lo quieres decir?
– Quizá no lo sepa.
– Lo dudo.
Su padre se planteó contárselo todo, pero no había sobrevivido siendo tonto. La indiscreción había propiciado la caída de más de un triunfador.
– Digamos simplemente que siempre cuesta aceptar la verdad. A las gentes, a las civilizaciones e incluso a las naciones.
Stephanie entró en el jardín trasero y le sorprendió su cuidado aspecto. Abundaban las flores: vistosas áster, kirengeshoma, varas de oro, pensamientos y crisantemos. Una terraza mostraba muebles de hierro forjado, con más flores brotando de decorativas macetas.
Llevó a Cassiopeia hasta el grueso tronco de un alto arce, uno de los tres majestuosos árboles que daban sombra al jardín.
Consultó el reloj: 21:43.
Había llegado hasta allí movida por una mezcla de ira y curiosidad, pero el siguiente paso suponía cruzar la línea.
– Prepara esa pistola de aire -susurró.
Su compañera introdujo un dardo en la recámara.
– Espero que tomes nota de mi ciega obediencia a esta estupidez.
Ella sopesó el próximo movimiento.
Irrumpir en la casa sin duda era una opción; Cassiopeia poseía la habilidad necesaria. Pero llamar a la puerta sin más también funcionaría. A decir verdad le gustaba esa idea. Sin embargo, sus siguientes pasos quedaron marcados cuando la puerta de atrás se abrió y un bulto se dio un paseo entre las esbeltas columnas que sostenían una delgada arquería. La alta figura llevaba un albornoz anudado a la cintura, los pies enfundados en unas zapatillas que raspaban la terraza.
Stephanie señaló el arma y luego al hombre, y Cassiopeia apuntó y disparó.
Un ruido seco, y un silbido acompañó la trayectoria del dardo. El proyectil acertó al hombre, que pegó un grito mientras se llevaba la mano al hombro. Pareció toquetear el dardo y a continuación abrió la boca y cayó al suelo.
Stephanie corrió hacia él.
– Vaya, si que es rápido esto.
– De eso se trata. ¿Quién es?
Ambas miraron fijamente al hombre.
– Felicidades. Acabas de dispararle al fiscal general de Estados Unidos. Ahora ayúdame a meterlo en la casa.
Jueves, 6 de octubre
Londres
3:15
Sabre llevaba las últimas tres horas examinando lo que había copiado en su portátil del computador de George Haddad.
Y estaba pasmado.
Sin duda la información era la misma que le habría sacado al palestino, y sin el fastidio de tener que obligarlo a hablar. Al parecer Haddad había estado años investigando la Biblioteca de Alejandría, además de los míticos Guardianes, reuniendo una impresionante colección de datos.
Toda una serie de archivos tenía que ver con un conde inglés llamado Thomas Bainbridge, de quien había oído hablar a Alfred Hermann. Según Haddad, a finales del siglo xviii Bainbridge visitó la Biblioteca de Alejandría y después escribió una novela sobre su experiencia que, de acuerdo con las notas, encerraba pistas sobre la ubicación de dicha biblioteca.
¿Había encontrado un ejemplar Haddad?
¿Era eso lo que se había llevado Malone?
Luego estaba la ancestral propiedad de Bainbridge, al norte de Londres. Al parecer Haddad había ido varias veces y creía que allí había más pistas, en particular en un cenador de mármol y algo llamado La epifanía de san Jerónimo. Sin embargo no había detalles que explicaran la importancia de ninguna de las dos cosas.
Después estaba la «búsqueda del héroe».
Una hora antes había dado con un relato de lo que había sucedido hacía cinco años en la Orilla Occidental, en el hogar de Haddad. Leyó las notas con interés y ahora repasaba mentalmente los sucesos con nerviosismo.
– ¿Estás diciendo que la biblioteca aún existe? -le preguntó Haddad al Guardián.
– La hemos protegido durante siglos, hemos salvado lo que se habría perdido debido a la ignorancia y la codicia.
Haddad hizo un gesto con el sobre que su invitado le había dado.
– ¿La búsqueda del héroe muestra el camino?
El hombre asintió.
– Para quienes comprenden, el sendero será evidente.
– ¿Y si yo no entiendo?
– En tal caso no volveremos a vernos.
Él sopesó las posibilidades y repuso:
– Temo que lo que quiero saber sería mejor que continuara escondido.
– ¿Por qué dice eso? No hay que temer al conocimiento. Estoy familiarizado con su trabajo. Yo también estudio el Antiguo Testamento, por eso me escogieron como Guardián. -El rostro del más joven se iluminó-. Poseemos fuentes que ni siquiera imagina: textos originales, correspondencia, análisis. De hombres que vivieron hace tiempo que sabían mucho más que usted y que yo. Mi dominio del hebreo antiguo no está a su altura. Verá, para un Guardián existen niveles de maestría, y el único modo de ascender es mediante los logros. Al igual que usted, me fascina la interpretación cristiana del Antiguo Testamento, la forma en que ha sido manipulado. Quiero saber más, y usted, señor, puede enseñarme.
– ¿Y aprender le ayudará a ascender?
– Siempre que su teoría suponga un gran logro para ambos.
De manera que abrió el sobre.
Sabre bajó hasta donde se desvelaba lo que contenía el sobre. Por lo visto Haddad había escaneado el documento y lo había volcado al computador. Las palabras estaban escritas con una letra masculina muy inclinada, en latín. Por suerte, el árabe había traducido el mensaje. Sabre leyó la búsqueda del héroe, el supuesto camino que conducía a la Biblioteca de Alejandría.
Cuan extraños son los manuscritos, gran viajero de lo desconocido. Aparecen por separado, pero parecen uno a quienes saben que los colores del arco iris se tornan una única luz blanca. ¿Cómo encontrar ese único rayo? Es un misterio, pero ve a la capilla que hay junto al Tajo, en Belém, consagrada a nuestro santo patrón. Comienza el viaje en las sombras y termínalo en la luz, donde un astro que retrocede halla una rosa, atraviesa una cruz de madera y convierte la plata en oro. Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar. Después, como los pastores del pintor Poussin, desconcertados por el enigma, serás bañado por la luz de la inspiración. Reorganiza las catorce piedras y después sírvete de la escuadra y el compás para dar con el camino. A mediodía siente la presencia de la luz roja, ve enrojecer de ira el anillo infinito de la serpiente. Pero cuidado con las letras. El peligro amenaza a quien llega a gran velocidad. Si tu rumbo es certero, la ruta será segura.
Sabre meneó la cabeza. Acertijos. No eran su fuerte. Y no tenía tiempo para pelearse con ellos. Había examinado cada uno de los archivos del computador, pero Haddad no había descifrado el mensaje.
Y eso era un problema.
Él ni era historiador ni lingüista ni un estudioso de la Biblia. Alfred Hermann era el supuesto experto, pero Sabre se preguntó cuánto sabría en realidad el austríaco. Los dos eran unos oportunistas que intentaban sacar el máximo partido de una situación única.
Sólo que por diferentes motivos.
Hermann trataba de forjar un legado, imprimir su sello en la Orden del Vellocino de Oro. Tal vez incluso facilitar la ascensión al poder de Margarete. Dios sabía que la chica necesitaba ayuda. Él sabía que la hija lo eliminaría cuando Hermann no estuviera. Pero si era capaz de adelantarse a ella, ir un paso por delante, permanecer fuera de su alcance, tal vez saliera airoso. Quería un pase, con todos los gastos pagados, a lo más alto: un asiento en la mesa, poder de negociación para ser un miembro de la Orden del Vellocino de Oro con todas las de la ley. Si la desaparecida Biblioteca de Alejandría albergaba lo que Alfred Hermann le había dicho que podía albergar, poseerla valía más que cualquier fortuna familiar.
Su móvil sonó.
La pantalla de cristal líquido le indicó que era su agente. Ya era hora. Lo cogió.
– Malone se ha puesto en marcha -informó-. Y tempranito. ¿Qué quieres que haga?
– ¿Adonde ha ido?
– Ha cogido el metro en la estación Victoria y luego un tren al norte.
– ¿Llega a Oxfordshire?
– Pasa por allí.
Por lo visto a Malone también le picaba la curiosidad.
– ¿Has organizado la ayuda extra, como te pedí?
– Están aquí.
– Espera en la estación. Voy para allá.
Colgó.
Era hora de empezar con la fase siguiente.
Stephanie le arrojó a Brent Green un vaso de agua a la cara. Habían arrastrado su laxo cuerpo hasta la cocina y lo habían atado a una silla con cinta de embalar que Cassiopeia encontró en un cajón. El fiscal general salió de la inconsciencia y se sacudió el líquido de los ojos.
– ¿Has dormido bien? -le preguntó Stephanie.
Green no había vuelto en sí del todo, de manera que ella lo ayudó con otra rociada.
– Ya basta -protestó Green, los ojos bien abiertos, el rostro y el albornoz empapados-. Supongo que tendrás un buen motivo para haber infringido tantas leyes federales.
Las palabras le salieron con lentitud, con el tono del director de una funeraria, ambas cosas normales tratándose de Green. Ella nunca lo había oído hablar ni rápido ni alto.
– Dímelo tú, Brent. ¿Para quién trabajas?
Green se miró las ataduras de las muñecas y los tobillos.
– Y yo que pensaba que nuestra relación estaba avanzando.
– Lo estaba hasta que me traicionaste.
– Stephanie, llevan años diciéndome que eres una bomba de relojería, pero siempre he admirado tu personalidad. Sin embargo empiezo a entender la queja.
Ella se acercó.
– No me fiaba de ti, pero te encaraste con Daley y pensé que quizá, sólo quizá, me hubiese equivocado.
– ¿Tienes idea de lo que pasaría si el personal de seguridad se pasara a ver cómo estoy? Lo cual, dicho sea de paso, hace cada noche.
– Buen intento. Los despediste hace meses. Dijiste que no era necesario a menos que el nivel de amenaza aumentara, y no es el caso en este momento.
– Y ¿cómo sabes que no pulsé el botón de emergencia antes de que me derribarais en la terraza?
Ella se sacó del bolsillo el transmisor que llevaba.
– Yo pulsé el mío en los jardines, Brent, y ¿sabes lo que pasó? Nada.
– Tal vez ahora sea distinto.
Sabía que Green, al igual que todo el personal superior de la Administración, contaba con un dispositivo de emergencia que transmitía una señal en el acto a un equipo de seguridad cercano o al centro de mando del servicio secreto. También podía actuar de dispositivo de seguimiento.
– Observé tus manos -afirmó ella-. Vacías las dos. Estabas demasiado ocupado intentando averiguar qué te había picado.
El rostro de Green se endureció, y clavó la vista en Cassiopeia.
– ¿Usted me disparó?
Ella hizo una graciosa reverencia.
– A su servicio.
– ¿Qué sustancia química contiene?
– Un agente de efecto rápido que conseguí en Marruecos. Rápido, indoloro, efímero.
– Doy fe. -Green se volvió hacia Stephanie-. Ésta debe de ser Cassiopeia Vitt. Conoció a tu marido, Lars, antes de que se suicidara.
– ¿Cómo demonios sabes eso? -Ella no había mencionado lo sucedido a nadie en ese lado del océano Atlántico. Sólo Cassiopeia, Henrik Thorvaldsen y Malone lo sabían.
– Pregúntame lo que has venido a preguntar -dijo Green con tranquila determinación.
– ¿Por qué me retiraste la seguridad? Me dejaste con el culo al aire ante los israelíes. Dime que lo hiciste.
– Lo hice.
La confesión la sorprendió. Estaba demasiado acostumbrada a oír mentiras.
– ¿A sabiendas de que los saudíes intentarían matarme?
– Eso también lo sabía.
La ira se agolpó en su interior, y Stephanie reprimió el impulso de arremeter contra él y se limitó a decir:
– Estoy esperando.
– Señorita Vitt -dijo Green-, ¿está usted disponible para cuidar de esta mujer hasta que esto termine?
– ¿Qué demonios te importa? -espetó Stephanie-. Tú no eres mi niñera.
– Alguien tiene que serlo. Llamar a Heather Dixon no fue muy inteligente. No estás usando la cabeza.
– Como si me hiciera falta que me lo dijeras tú.
– Mírate. Aquí estás, agrediendo a la máxima autoridad policial de Estados Unidos con escasa o nula información. Tus enemigos, por otra parte, tienen acceso a gran cantidad de información, que están utilizando en su provecho.
– ¿De qué demonios estás hablando? Y no has respondido mi pregunta.
– Es verdad, no lo he hecho. Querías saber por qué te retiré la seguridad. La respuesta es sencilla: me pidieron que lo hiciera y yo lo hice.
– ¿Quién te lo pidió?
Los ojos de Green la examinaron con la mirada serena de un buda.
– Henrik Thorvaldsen.
Bainbridge Hall, Inglaterra
5:20
Malone admiró el cenador de mármol del jardín. Habían recorrido en tren unos veinte kilómetros desde Londres y luego habían tomado un taxi a Bainbridge Hall, que no se hallaba muy lejos. Malone se había leído todas las notas que Haddad había metido en la cartera y había hojeado la novela, intentando entender lo que estaba ocurriendo, recordando todas las conversaciones que él y Haddad habían mantenido a lo largo de los años. Sin embargo, había llegado a la conclusión de que su viejo amigo se había llevado a la tumba lo más importante.
Sobre ellos se alzaba un cielo aterciopelado. Una corriente de frío aire nocturno lo dejó helado. La cuidada hierba se extendía desde el jardín en un mar de peltre, las matas y los arbustos proveían islas en sombra. En una fuente próxima el agua borboteaba. Había decidido que la mejor forma de enterarse de algo era yendo antes de que amaneciera, y el conserje del hotel le había proporcionado una linterna.
Los jardines no estaban vallados y, hasta donde alcanzaba la vista, carecían de alarmas. La casa en sí, suponía, sería otra cuestión. Por lo que había leído en las notas de Haddad, la propiedad era un museo de poca importancia, uno de los cientos que poseía la corona británica. Varias de las habitaciones de la planta baja de la mansión se hallaban iluminadas, y a través de unos cristales sin cortinajes Malone distinguió lo que parecía ser una brigada de limpieza.
Su atención volvió a centrarse en el cenador.
El viento agitó los árboles y luego empujó las nubes. La luz de la luna se esfumó, pero los ojos de Malone ya estaban completamente acostumbrados a aquel fantasmagórico manto.
– ¿Vas a decirme qué es esto? -inquirió Pam. Durante el viaje había estado inusitadamente callada.
Él dirigió la luz a la imagen grabada en el mármol.
– Es de un cuadro llamado Los pastores de Arcadia II. Thomas Bainbridge se tomó muchas molestias para que lo grabaran.
Le contó lo que Haddad había escrito sobre la imagen y después se sirvió del haz de luz para encontrar las letras de debajo.
D O.U.O.S.V.A.V.V. M
– ¿Qué dijo de esas letras? -quiso saber Pam.
– Ni una palabra. Sólo que éste era un mensaje y que hay más en la casa.
– Lo que seguro explica por qué estamos aquí a las cinco de la mañana.
Él captó su irritación.
– No me gusta el jaleo.
Pam acercó los ojos al cenador.
– Me preguntó por qué separó la «d» y la «m» así.
Malone no tenía idea, pero había algo que sí sabía: la pastoril escena de Los pastores de Arcadia II representaba a una mujer que observaba a tres pastores reunidos en torno a un sepulcro de piedra, cada uno de los cuales señalaba unas letras grabadas: «et in arcadia ego.» Sabía cuál era la traducción: Y yo en Arcadia.
Una enigmática inscripción que no tenía mucho sentido. Sin embargo había visto esas palabras antes. En Francia. En un códice del siglo xvi que describía lo que los templarios habían llevado a cabo en secreto meses antes de que fuesen arrestados en masa, en octubre de 1307.
«Et in arcadia ego.»
El anagrama de «I tego arcana dei»: Yo oculto los secretos de Dios.
Le habló a Pam de la frase.
– No lo dirás en serio -repuso ella.
Él se encogió de hombros.
– Sólo te digo lo que sé.
Tenían que examinar la casa. Escudriñó la planta baja desde el jardín, a una distancia prudencial, tras unos imponentes cedros. Las luces se encendían y apagaban a medida que los encargados de la limpieza hacían su trabajo. Las puertas de la terraza trasera estaban abiertas, sujetas por sillas. Vio que un hombre salía con dos bolsas de basura, que arrojó en un montón. Y luego desapareció dentro.
Malone consultó su reloj: las 5:40.
– No debe de faltarles mucho -dedujo-. Cuando se hayan ido tendremos un par de horas. Este sitio no abre hasta las diez. -Lo sabía por un letrero que había visto cerca de la entrada principal.
– No es preciso que te diga que esto es una estupidez.
– Siempre quisiste saber cómo me ganaba la vida, y nunca pude contártelo. Alto secreto y toda esa mierda. Es hora de que lo averigües.
– Me gustaba más cuando no sabía nada.
– No me lo creo. Recuerdo lo mucho que te sacaba de quicio.
– Al menos no tenía ninguna herida de bala.
Él sonrió.
– El rito iniciático. -Acto seguido la invitó a avanzar-. Tú primero.
Sabre vio que los bultos de Cotton Malone y su ex mujer se fundían con los árboles de Bainbridge Hall. Malone había ido directo a Oxfordshire. Bien. Todo se basaba en la curiosidad del ex agente. Su agente también había cumplido con su cometido: había contratado a los tres hombres que él había pedido y le había entregado a él un arma.
Respiró hondo unas cuantas veces y agradeció el fresco aire nocturno. Después se sacó la Sig Sauer del bolsillo de la chaqueta.
Había llegado la hora de reunirse con Cotton Malone.
Malone se aproximó a la puerta abierta, se situó a uno de los lados, al amparo de las sombras, y echó un vistazo dentro.
La habitación que había al otro lado era un recargado salón. Del abovedado techo caía una cascada de brillante luz que iluminaba el mobiliario dorado y las paredes revestidas de madera a las que daban vida tapices y cuadros. No había nadie a la vista, pero oyó el ronroneo de una enceradora y una atronadora radio más allá de los arcos.
A una señal de Malone entraron ambos.
Él no sabía cuál era la distribución de la casa, pero un letrero le dijo que se encontraba en la Sala Apolo. Recordó lo que Haddad había escrito: «El saloncito de Bainbridge Hall encierra una prueba más de la arrogancia de Bainbridge. Su título es especialmente deliberado: La epifanía de san Jerónimo. Fascinante y adecuado, ya que las grandes búsquedas a menudo comienzan con una epifanía.»
De modo que tenían que encontrar el saloncito.
Llevó a Pam hasta una de las salidas, que daba a un recibidor que tenía las líneas majestuosas del crucero de una catedral, los arcos uno tras otro. Curioso el brusco cambio de estilo y arquitectura. Una luz más tenue difuminaba los contornos de los muebles, convirtiéndolos en sombras grises. Bajo uno de los arcos distinguió un busto.
Cruzó el piso de mármol, tratando de no hacer ruido con sus suelas de goma, y descubrió el retrato de Thomas Bainbridge. El rostro, de mediana edad, estaba lleno de surcos y bolsas, la mandíbula apretada, la nariz picuda, los ojos fríos y entrecerrados. Por lo que había leído en las notas de Haddad, al parecer Bainbridge era un erudito en ciencias y literatura, así como un coleccionista: adquiría arte, libros y esculturas con criterio. También había sido un aventurero: había viajado a Arabia y Oriente Próximo en una época en que ambos lugares eran tan conocidos en Occidente como la luna.
– Cotton -dijo Pam en voz baja.
Él se volvió. Pam había ido a una mesa en la que había un montón de folletos.
– El plano de la casa.
Malone se acercó y cogió uno de la pila. No tardó en dar con la estancia que buscaba. Una vez se hubo orientado dijo:
– Por ahí.
La enceradora y la radio proseguían su particular duelo en la parte de arriba.
Salieron del oscuro recibidor y avanzaron por amplios corredores hasta llegar a una sala iluminada.
– ¡Guau! -exclamó Pam.
También él estaba impresionado. El imponente espacio recordaba al vestíbulo del palacio de un emperador romano. Otro contraste asombroso con el resto de la casa.
– Este sitio es como un parque temático -afirmó él-. Cada habitación pertenece a una época y a un país distintos.
El generoso brillo de una araña iluminaba unas escaleras de mármol blanco por cuyo centro discurría una alfombra color granate. Por ellas se subía directamente a un peristilo de estriadas columnas jónicas. Una sinuosa barandilla de hierro negro bordeaba las columnas, de mármol rosado. Hornacinas en ambas plantas acogían bustos y estatuas como si de un museo se tratase. Malone alzó la vista: el techo no habría desentonado en la Catedral de San Pablo.
Meneó la cabeza.
Nada en el exterior de la mansión apuntaba tamaña opulencia.
– El saloncito está subiendo esas escaleras -dijo él.
– Es como si fuésemos a conocer a la reina -apuntó Pam.
Siguieron la elegante alfombra de aquella escalinata. En la parte superior una puerta de dos hojas con entrepaños se abría a una estancia a oscuras. Malone le dio a un interruptor y se encendió otra araña, hecha con colmillos de animales, que dejó a la vista un salón abarrotado, viejo y cómodo, las paredes ornadas con terciopelo verde.
– No me esperaba menos después de la entrada -aseguró él.
Cerró la puerta.
– ¿Qué estamos buscando? -quiso saber Pam.
Malone estudió los lienzos de las paredes, en su mayor parte retratos de personajes de los siglos xvi y xvii. No reconoció a ninguno. Bajo los retratos se extendían hileras de estantes de arce. Su ojo de bibliófilo no tardó en darse cuenta de que los volúmenes eran meros adornos carentes de valor histórico o literario. Coronando las estanterías había bustos. Tampoco vio a nadie que conociera.
– La epifanía de san Jerónimo… -dijo él-. Quizás es uno de esos retratos.
Pam recorrió la estancia, escudriñando cada una de las imágenes. Él las contó: catorce. La mayoría de mujeres con elaborados vestidos o de hombres tocados con pelucas y ataviados con túnicas largas de las que se estilaban hacía trescientos años. Dos sofás y cuatro sillas formaban una «u» ante una chimenea de piedra. Malone supuso que Thomas Bainbridge pasaría mucho tiempo allí.
– Ninguna tiene nada que ver con san Jerónimo -anunció Pam.
Él estaba perplejo.
– George decía que estaba aquí.
– Y puede que así fuera, pero ahora ya no está.
Washington, DC
Stephanie clavó la vista en Brent Green y su imperturbable expresión dio paso a una mirada de asombro.
– ¿Que Thorvaldsen te dijo que me retiraras la seguridad? ¿Cómo es que lo conoces?
– Conozco a mucha gente. -Señaló sus ataduras-. Aunque en este momento estoy a tu merced.
– Retirarle la protección fue una estupidez -terció Cassiopeia-. ¿Y si no hubiese estado yo allí?
– Henrik dijo que estaba usted y que podía ocuparse de la situación.
Stephanie hizo un esfuerzo por controlar su ira.
– Se trataba de mi culo.
– Ése que arriesgaste tan tontamente.
– No tenía idea de que Dixon fuera a atacarme.
– Ahí quería llegar yo: no estás usando la cabeza. -Green apuntó de nuevo a las ataduras-. Éste es otro ejemplo de estupidez. En contra de lo que puedas pensar, el personal de seguridad se presentará aquí dentro de nada. Siempre lo hace. Puede que ansíe tener privacidad, pero, a diferencia de ti, no soy insensato.
– ¿Qué estás haciendo? -inquirió ella-. ¿Por qué te has metido en esto? ¿Trabajas con Daley? Eso de antes entre tú y él qué fue, ¿una farsa en mi honor?
– No tengo ni tiempo ni paciencia para farsas.
Stephanie no se dejó impresionar.
– Estoy harta de mentiras. Al hijo de Malone se lo llevaron por mí culpa. En este momento Cotton está en Londres con unos ejecutores israelíes y no puedo dar con él, con lo que no puedo prevenirlo. Tal vez esté en juego la vida de George Haddad. Y luego me entero de que mi jefe me deja con el culo al aire sabiendo que los saudíes quieren matarme. ¿Qué se supone que he de pensar?
– Que tu amigo Henrik Thorvaldsen pensó por todos y te envió ayuda. Que tu otro amigo, yo, decidió que la ayuda tenía que arreglárselas sola. ¿Qué te parece? ¿Tiene sentido?
Ella sopesó sus palabras.
– Ah, una cosa más -añadió Green.
Stephanie lo fulminó con la mirada.
– A este amigo le preocupa mucho lo que te ocurra.
Malone estaba enojado. Había ido hasta Bainbridge Hall con la esperanza de obtener respuestas. Las notas de Haddad los habían llevado directamente allí. Y sin embargo no tenía nada.
– Puede que haya otro saloncito -sugirió Pam.
Pero él comprobó el folleto y concluyó que ése era el único espacio llamado así. ¿Qué se le estaba escapando? Entonces reparó en algo. Contiguo a una de las hornacinas, al lado de la ventana, donde una intrincada vidriera aguardaba el sol matutino, había un tramo de pared desnuda. Los retratos inundaban todo el espacio libre restante. Salvo aquel trozo. Y el tenue contorno de un rectángulo se distinguía con claridad en la pintura de la pared.
Malone corrió hasta él.
– Falta uno.
– Cotton, no pretendo causar problemas, pero esto podría ser una pérdida de tiempo.
El negó con la cabeza.
– George quería que viniéramos aquí.
Caminó dando vueltas, cavilando, y se dio cuenta de que no podían entretenerse. Un empleado podría sorprenderlos. Aunque llevaba las armas de Haddad y el larguirucho no quería usarlas.
Pam examinaba las mesas que había tras los dos sofás. En ellas libros y revistas se amontonaban decorativamente entre esculturas y macetas. Contemplaba uno de los pequeños bronces: un anciano de tez marchita y cuerpo musculoso vestido con un taparrabos. La figura estaba encaramada a una roca, el barbado rostro absorto en un libro.
– Tienes que ver esto -dijo.
Él se aproximó y vio lo que había grabado en la base de la estatua:
SAN JERÓNIMO
DOCTOR DE LA IGLESIA
Había estado tan ocupado intentando buscar piezas complicadas que había pasado por alto lo evidente. Pam señaló un libro que había justo debajo:
– La epifanía de san Jerónimo -leyó.
Él miró el lomo.
– Tienes buen ojo.
Pam sonrió.
– Puedo ser útil.
Malone agarró el pesado bronce y lo levantó.
– Pues sélo y coge el libro.
Stephanie no sabía cómo tomarse el comentario de Brent Green.
– ¿Qué quieres decir con eso de «le preocupa mucho»?
– Resulta algo difícil hablar de eso en este momento.
Y ella vio algo curioso en los ojos de Green: inquietud. Durante cinco años había sido el ariete de la Administración en más de una batalla con el Congreso, la prensa y grupos de presión. Era un profesional consumado, un abogado que llevaba los casos de la Administración a escala nacional. Pero también era profundamente religioso y, que ella supiera, su nombre nunca se había asociado a ningún escándalo.
– Digamos que no habría querido que los saudíes te mataran -añadió a media voz.
– No es que sea un gran consuelo en este momento.
– ¿Qué hay de lo de su seguridad? -planteó Cassiopeia-. Me da la sensación de que no es un farol.
– Ve a la parte de delante y vigila la calle -ordenó Stephanie, dejando claro con la mirada que quería quedarse un instante a solas con Green.
Cassiopeia salió de la cocina.
– Muy bien, Brent. ¿Qué tienes que decir que no pudieras decir delante de ella?
– ¿Cuántos años tienes, Stephanie, sesenta y uno?
– No hablo de mi edad.
– Tu marido lleva doce años muerto. Debe de ser duro. Yo no me he casado, así que no sé que se siente al perder a tu cónyuge.
– No es fácil. ¿Qué tiene esto que ver con nada?
– Sé que tú y Lars estabais separados cuando él murió. Es hora de que empieces a confiar en alguien.
– A ver, se me ocurre una idea: concertaré entrevistas y todo el mundo, incluidos los que intentaron matarme, tendrá la oportunidad de convencerme de su honradez.
– Henrik no intenta matarte, ni Cassiopeia tampoco, ni Cotton Malone. -Hizo una pausa-. Ni yo.
– Retiraste mi seguridad sabiendo que tenía problemas.
– Y ¿qué habría ocurrido si no hubiera actuado así? Tus dos agentes habrían irrumpido en la escena, se habría producido un tiroteo y ¿qué habríamos resuelto?
– Habría detenido a Heather Dixon.
– Y la habrían soltado por la mañana, después de que intervinieran, sin duda, el secretario de Estado y probablemente el propio presidente. Después te habrían despedido, y los saudíes te liquidaban cuando les viniera en gana. Y ¿sabes por qué? Porque a nadie le habría importado.
Lo que decía el condenado tenía sentido.
– Te moviste demasiado deprisa y no pensaste con detenimiento. -La mirada de Green se había suavizado, y ella vio algo mas que no había visto antes: preocupación-. Antes te ofrecí mi ayuda, y la rechazaste. Ahora te diré lo que no sabes, lo que no te dije entonces.
Ella aguardó.
– Fui yo quien permitió que quedara expuesto el archivo sobre la Conexión Alejandría,
Malone abrió el libro de san Jerónimo, un fino volumen de tan sólo setenta y tres páginas amarillentas impreso en 1845. Lo hojeó y asimiló un puñado de detalles.
San Jerónimo vivió entre el 342 y el 420 de nuestra era. Hablaba latín y griego con soltura, y de joven no se esforzó mucho por controlar sus instintos hedonistas. Bautizado por el papa en el 360, dedicó su vida a Dios. Durante los sesenta años siguientes viajó, escribió tratados, defendió su fe y llegó a ser un conocido padre de la Iglesia. Primero tradujo el Nuevo Testamento y después, en el ocaso de su vida, tradujo el Antiguo al latín directamente del hebreo, dando lugar a la Vulgata, proclamada texto canónico de la Iglesia católica por el Concilio de Trento mil cien años más tarde.
Tres palabras llamaron la atención de Malone: «Eusebius Hieronymus Sophronius.»
El nombre completo de san Jerónimo.
A Malone le vino a la mente la novela que había en la cartera: El viaje del héroe, de Eusebius Hieronymus Sophronius.
Al parecer Thomas Bainbridge había escogido su pseudónimo con sumo cuidado.
– ¿Hay algo? -preguntó Pam.
– Mucho. -Sin embargo su entusiasmo decayó, reemplazado por un agorero escalofrío-. Tenemos que salir de aquí.
Corrió hacia la puerta, apagó las luces y abrió. La sala de mármol parecía en calma. La radio aún sonaba en alguna habitación lejana, ahora retransmitiendo un acontecimiento deportivo, el gentío y el comentarista de lo más ruidosos. La enceradora había enmudecido.
Condujo a Pam hasta el arranque de la escalera.
En el salón de abajo irrumpieron tres hombres con sendas armas. Uno alzó la suya y disparó.
Malone tiró a Pam al suelo.
La bala arrancó un sonido metálico a la piedra, y ambos rodaron hasta situarse tras una de las columnas. Vio que Pam hacía una mueca de dolor.
– El hombro -se lamentó.
Otras tres balas intentaron alcanzarles. Malone empuñó la automática de Haddad y se preparó. Hasta el momento ninguno de los disparos había ido acompañado de una réplica sonora, tan sólo de un sordo taponazo, como un ahuecar de almohadas. Silenciadores. Al menos él estaba en terreno elevado. Desde su ventajosa atalaya vio que dos pistoleros avanzaban hacia el lateral derecho del piso inferior mientras el otro permanecía a la izquierda. No podía permitir que esos dos tomaran esa posición -sus disparos podrían darles-, de modo que hizo fuego.
La bala no dio en el blanco, pero su cercanía hizo vacilar a los atacantes, lo cual bastó para que Malone afinara la puntería y acertara al que iba primero, que gritó y a continuación cayó al suelo. El otro pegó un saltó en busca de protección, pero Malone consiguió hacer un disparo más que obligó al perseguidor a salir disparado hacia la entrada del salón. La sangre que manaba del caído formó un charco de un rojo vivo en el blanco mármol.
Llegaron más disparos. La violencia crepitaba en el aire.
En el arma de Haddad quedaban cinco balas, pero Malone también llevaba la que le había quitado al larguirucho. Otros cinco proyectiles, tal vez. Percibió miedo en los ojos de Pam, si bien permanecía tranquila, teniendo en cuenta las circunstancias.
Malone se planteó entrar de nuevo en el saloncito. La puerta, si se la reforzaba con muebles, quizá les concediera unos minutos para escapar por una de las ventanas. Pero se encontraban en la segunda planta, y ello sin duda plantearía obstáculos adicionales. A pesar de todo, ésa quizá fuese su única escapatoria, a no ser que los de abajo quisieran exponerse y ofrecerle un blanco claro.
Cosa poco probable.
Uno de los hombres llegó hasta el arranque de la escalera mientras el otro lo cubría con cuatro disparos que se estrellaron contra la pared que quedaba tras ellos. Malone tenía que ahorrar munición y no podía disparar a menos que sirviera realmente de algo.
Entonces cayó en la cuenta de lo que estaban haciendo: para que él hiciera fuego contra uno tendría que asomarse por la columna, con lo cual quedaba expuesto al otro. De manera que optó por lo inesperado: se asomó por la derecha y lanzó un proyectil a la alfombra roja, por delante del asaltante que iba de avanzadilla.
El tipo abandonó la escalera y se puso a cubierto.
Pam se llevó la mano al hombro y él vio sangre. La herida se le había vuelto a abrir. Demasiado ajetreo. Sus azules ojos le devolvieron la mirada, aterrados.
Dos disparos resonaron en el salón.
Sin silenciador, de calibre grueso.
Acto seguido reinó el silencio.
– ¡Hola! -gritó una voz de hombre.
Malone se asomó por la columna: abajo había un individuo alto, de cabello pelirrojo, entrecano. Tenía la frente ancha, la nariz pequeña y el mentón redondeado. Estaba cuadrado y llevaba unos vaqueros y una camisa de loneta bajo una cazadora de cuero.
– Me dio la impresión de que necesitaba ayuda -aseguró, el arma en el costado derecho.
Los dos atacantes yacían en el suelo, la sangre acumulándose en el mármol. Por lo visto también era un buen tirador.
Malone volvió a situarse tras la columna.
– ¿Quién es usted?
– Un amigo.
– Disculpe mi escepticismo.
– Lo comprendo. Quédese ahí, la policía no tardará en llegar. Así podrá explicarle lo de estos tres muertos.
Malone oyó unos pasos que se alejaban.
– Ah, por cierto, bienvenido.
A él se le pasó algo por la cabeza.
– ¿Y los de la limpieza? ¿Por qué no han venido corriendo?
Los pasos cesaron.
– Están inconscientes, arriba.
– ¿Es cosa suya?
– No.
– ¿Qué quiere?
– Lo mismo que muchos otros que han acudido aquí en mitad de la noche: busco la Biblioteca de Alejandría.
Malone no dijo nada.
– Tengo una idea: estoy en el Savoy, habitación 453. Poseo cierta información que dudo que usted posea, y es posible que usted cuente con algo que yo desconozca. Si quiere hablar, venga a verme. En caso contrario es probable que volvamos a vernos. Usted decide, pero juntos quizá podamos acelerar el proceso. Usted dirá.
Su firme taconeo se perdió por los pasillos de la casa.
– ¿Qué demonios ha sido eso? -quiso saber Pam.
– Su forma de presentarse.
– Ha matado a dos hombres.
– Y le estoy agradecido.
– Cotton, tenemos que salir de aquí.
– A mí me lo vas a decir. Pero primero es preciso averiguar quiénes son esos tipos.
Salió de detrás de la columna y bajó a la carrera las escaleras de mármol. Pam fue tras él. Malone cacheó a los tres cadáveres, pero no encontró nada.
– Coge las armas -ordenó al tiempo que se metía en el bolsillo seis cargadores más que les requisó a los muertos-. Estos tíos venían preparados para pelear.
– La verdad es que me estoy acostumbrando a ver sangre -admitió ella.
– Ya te dije que cada vez sería más fácil.
Acto seguido volvió a centrarse en el hombre: el Savoy; habitación 453; su forma de decir: «en mí puede confiar». Pam aún tenía el libro de san Jerónimo, y él llevaba la cartera de cuero que había cogido del apartamento de Haddad.
Pam dio media vuelta para marcharse.
– ¿Adonde vas? -le preguntó él.
– Tengo hambre. Espero que el desayuno del Savoy sea bueno.
Él sonrió: su ex aprendía deprisa.
Washington, DC
Stephanie no estaba segura de poder aguantar mucho más. Su mirada se clavó en Brent Green.
– Explícate.
– Permitimos que los archivos quedaran expuestos. Hay un traidor, o traidora, entre los nuestros y lo queremos descubrir.
– ¿Quiénes «permitimos»?
– El departamento de Justicia. Es una investigación de alto secreto; sólo estamos al tanto yo mismo y otras dos personas, mis dos ayudantes más cercanos. Y pondría mi vida en sus manos.
– A un mentiroso le importaría un comino esa confianza.
– Conforme, pero la fuga no está en Justicia, sino más arriba. Tendimos el cebo y picó.
Stephanie no daba crédito a lo que estaba oyendo.
– Y entre tanto arriesgaste la vida del hijo de Malone.
– Eso era impredecible. No sabíamos que a alguien, salvo a los israelíes y los saudíes, le importara un pito George Haddad. La fuga que intentamos atajar va directa a ellos, a ninguna otra parte.
– Que tú sepas.
Le vino a la cabeza la Orden del Vellocino de Oro.
– Si hubiese tenido la más mínima idea de que la familia de Malone se encontraba en peligro, no habría permitido que se empleara esa táctica.
Ella quería creerlo.
– A decir verdad, pensábamos que el paradero de Haddad era una información relativamente inofensiva. Dejar que los israelíes supieran que Haddad seguía vivo no parecía tan arriesgado, especialmente dado que en el archivo no había nada que indicase dónde se escondía.
– Excepto una pista que llevaba directamente hasta Cotton.
– Y supusimos que, si alguien se enfrentaba a él, Malone sabría qué hacer.
– ¡Está fuera, Brent! -dijo ella casi a gritos-. Ya no trabaja para nosotros. No ponemos a ex agentes en peligro, sobre todo sin su conocimiento.
– Sopesamos los riesgos y decidimos que merecía la pena correrlos para dar con la fuga. El secuestro del muchacho lo cambió todo. Me alegro de que Cotton pudiera rescatarlo.
– Qué amable eres. Tendrás suerte si no te parte la nariz.
– Esta Casa Blanca da asco -musitó Green-. Es un puñado de capullos corruptos que se creen moralmente superiores.
Ella nunca había oído a Green hablar así.
– Anuncian a los cuatro vientos lo cristianos que son, lo buen norteamericanos que son, pero su lealtad es sólo para ellos mismos… y para el dólar. Se ha tomado una decisión tras otra, cada una de ellas envuelta en la bandera norteamericana, que no hace sino engordar los bolsillos de importantes empresas, entidades que han efectuado fuertes contribuciones a la causa de su partido. Me pone enfermo. Asisto a reuniones donde la política se expresa en términos de qué es bueno para la televisión, en lugar de qué es bueno para la nación. Guardo silencio. «No digas nada, ten espíritu de equipo.» Pero eso no significa que vaya a dejar que este país se vea comprometido. Presté un juramento, y a diferencia de muchos en esta Administración, ese juramento significa algo para mí.
– Entonces ¿por qué no desenmascararlos?
– Por ahora no sé de ninguno que haya infringido la ley. ¿Repugnantes, inmorales, codiciosos? Eso sí, pero no es ilegal. Te aseguro que si alguien, incluido el presidente, hubiese cruzado la línea, habría actuado. Pero nadie ha llegado tan lejos.
– Salvo la fuga.
– Precisamente la razón de mi interés: un dique se agrieta antes de romperse.
Ella no se dejó engañar.
– Afrontémoslo, Brent: te gusta ser la máxima autoridad policial, y no durarías mucho si fueras tras uno de ellos y fallases.
Green la miró con preocupación.
– Me gusta más que continúes con vida.
Ella le restó importancia a su comentario.
– ¿Encontraste la fuga?
– Creo que…
Cassiopeia entró corriendo en la cocina.
– Tenemos visita: dos hombres acaban de aparcar al lado. Visten de traje y llevan intercomunicador. Del servicio secreto.
– Vienen a efectuar la comprobación nocturna -dijo Green.
– Debemos irnos -apuntó Cassiopeia.
– No -objetó Green-. Soltadme y me ocuparé de ellos.
Cassiopeia se dirigió hacia la puerta de atrás, y Stephanie tomó una decisión, similar a la que había tomado un centenar de veces. Y aunque ese día sus decisiones habían sido desastrosas, como solía decir su padre: «Bien o mal, qué más da. Lo importante es hacer algo.»
– Espera.
Stephanie se acercó a la encimera y rebuscó en un par de cajones hasta encontrar un cuchillo.
– Vamos a soltarlo. -Se aproximó a Green y dijo-: Espero saber lo que hago.
Sabre atravesó el bosque de Oxfordshire a la carrera para llegar hasta donde había dejado el coche. Estaba a punto de amanecer en la campiña inglesa. La neblina envolvía los campos que lo rodeaban, el aire era frío y húmedo. Estaba contento con su primer encuentro con Cotton Malone: lo justo para despertar su curiosidad y satisfacer cualquier paranoia. Cargarse a los hombres que había contratado para atacar a Malone se le antojaba una presentación perfecta. Les habría pegado un tiro a los tres de no haberse encargado Malone de uno.
Sin duda Malone habría registrado a los cadáveres después de que él se marchara, pero Sabre se había asegurado de que ninguno llevase documento alguno. Sus instrucciones habían sido que se enfrentaran a Malone y lo acorralaran. Pero cuando él eliminó al primero el juego cambió. No lo sorprendía: en Copenhague Malone había demostrado que sabía desenvolverse.
Menos mal que había encontrado la grabadora en el piso de Haddad. Eso, junto con la información que había sacado del computador, le había enseñado lo bastante para tentar a Malone a que se fiara de él. Ahora lo único que tenía que hacer era regresar al Savoy y esperar.
Malone acudiría.
Salió del bosque y divisó su coche. Tras él había aparcado otro vehículo, y vio a su agente yendo de un lado a otro.
– ¡Hijo de puta! -chilló ella-. Has matado a esos hombres.
– ¿Cuál es el problema?
– Yo los contraté. ¿A cuántos más crees que podré contratar si se sabe que nos cargamos a los nuestros?
– ¿Quién va a saberlo? Aparte de ti y de mí.
– Maldito huevón: te vi desde fuera. Les disparaste por la espalda, no se lo olieron. Pensabas hacerlo desde un principio.
Sabre llegó a su coche.
– Siempre has sido muy lista.
– Que te den, Dominick. Esos hombres eran amigos míos.
Ahora él sentía curiosidad.
– ¿Te acostaste con alguno de ellos?
– Eso no es asunto tuyo.
Él se encogió de hombros.
– Tienes razón.
– Se acabó, no aguanto más. Búscate a otro para que te ayude.
Se abalanzó, furiosa, hacia su coche.
– Ni lo sueñes -gritó Sabre.
Ella giró en redondo, esperando una reprimenda. No era la primera vez que discutían. Sin embargo ésta él le pegó un tiro en plena cara.
Nada ni nadie interferiría. Había invertido mucho en lo que había planeado. Estaba a punto de traicionar a uno de los cárteles económicos más poderosos del planeta. Si fracasaba, las consecuencias serían nefastas, de manera que no iba a fallar. No habría pistas que llevaran hasta él.
Abrió la portezuela del coche y entró. Sólo restaba ocuparse de Cotton Malone.
En la cocina, con Cassiopeia al lado, Stephanie oyó que Brent Green abría la puerta principal y hablaba con los dos agentes del servicio secreto. O su intuición era acertada o no tardarían en detenerlas.
– Esto es una estupidez -susurró Cassiopeia.
– Es mi estupidez, y no os pedí ni a ti ni a Henrik que os implicarais.
– Eres una cabezota.
– Mira quién fue a hablar. Podrías haberte ido, así que yo diría que la cabezota eres tú.
Escuchó a Green hablar del tiempo que hacía esa noche y de que se le había derramado un vaso de agua en el albornoz. Ella había liberado a Green de la silla y observado divertida mientras se arrancaba la cinta de las muñecas y los tobillos. Lo que habrían dado los humoristas de los programas nocturnos por verlo estremecerse cuando el vello de brazos y piernas le salía con cada tirón. Pero el de Nueva Inglaterra se alisó con presteza el mojado cabello y salió de la cocina.
Stephanie oyó de nuevo lo que Green dijera con autentica convicción: «A este amigo le preocupa mucho lo que te ocurra.»
– Si nos vende estamos perdidas -musitó Cassiopeia.
– No lo hará.
– ¿Qué te hace estar tan segura?
– Veinte años de errores.
Finalmente Green les dio las buenas noches a los agentes. Ella abrió la puerta batiente y vio que Green echaba una última ojeada a través de la persianilla. A continuación se volvió hacia ella y le dijo:
– ¿Satisfecha?
Stephanie cruzó el comedor, y Cassiopeia fue tras ella.
– Muy bien, Brent. Y ahora ¿qué?
– Salvaremos tu pellejo y daremos con la fuga juntos.
– Por cierto, no has mencionado de quién se trata.
– No lo he hecho porque no lo sé.
– Creí que habías dicho que la habías identificado.
– Lo que empecé a decir fue que creo que tal vez hayamos identificado el problema.
– Soy toda oídos.
– Esto no te va a gustar.
– Prueba a ver.
– En este momento el principal enlace de los israelíes es Pam Malone.