7:40
Henrik Thorvaldsen detestaba volar, razón por la cual ninguna de sus empresas tenía aviones. Para encarar su desasosiego siempre iba en primera clase y salía temprano por la mañana. Los asientos más amplios, el servicio y la hora del día aliviaban su fobia. Gary Malone, por otra parte, parecía encantado con la experiencia. El chico se había comido todo el desayuno que le sirvió la azafata y la mayor parte del de Henrik.
– Pronto aterrizaremos -informó al muchacho.
– Esto es estupendo. Tendría que estar en casa, en el instituto, y ahora me encuentro en Austria.
Él y Gary se habían hecho amigos a lo largo de los últimos dos años. Cuando el chaval iba a ver a Malone en las vacaciones de verano se quedaba más de una noche en Christiangade. A padre e hijo les gustaba hacerse a la mar con el queche de doce metros que había amarrado en el muelle de la propiedad. Lo habían comprado hacía tiempo para cruzar el Sund e ir a Noruega y Suecia, pero ahora rara vez se utilizaba. Al hijo de Thorvaldsen, Cai, le encantaba navegar. Cuánto lo echaba de menos. Llevaba muerto casi dos años, abatido a tiros en Ciudad de México por no sabía qué motivo. Malone se hallaba allí en una misión e hizo lo que pudo, por eso habían acabado conociéndose ellos dos. Sin embargo él no había olvidado lo sucedido: tarde o temprano averiguaría la verdad sobre la muerte de su hijo. Esa clase de deudas había que saldarlas siempre. Con todo, pasar tiempo con Gary le daba una idea de la dicha que la vida le había negado cruelmente.
– Me alegro de que hayas podido venir -aseguró Thorvaldsen-. No quería dejarte en casa.
– Nunca he estado en Austria.
– Es un bonito lugar lleno de densos bosques, montañas nevadas y lagos alpinos. El paisaje es espectacular.
El día anterior había estado observando con atención, y al parecer Gary lo llevaba bien, sobre todo teniendo en cuenta que había visto morir a dos hombres. Cuando Malone y Pam salieron para Inglaterra, Gary comprendió por qué debían ir: su madre tenía que volver al trabajo, y su padre tenía que descubrir por qué peligraba la vida de Gary. Christiangade era un sitio conocido, y Gary se había quedado de buena gana. Sin embargo el día anterior, después de hablar con Stephanie, Thorvaldsen supo lo que había que hacer.
– Esta reunión a la que tienes que asistir ¿es importante? -preguntó el chico.
– Podría serlo. Tendré que acudir a varias sesiones, pero te encontraremos algo que hacer mientras yo esté allí.
– ¿Qué hay de mi padre? ¿Sabe que estamos haciendo esto? No se lo dije a mi madre.
Pam Malone había telefoneado unas horas antes y charlado brevemente con su hijo, pero había colgado antes de que Thorvaldsen pudiera hablar con ella.
– Estoy seguro que uno de ellos llamará de nuevo, y Jesper les hará saber dónde nos encontramos.
Corría un riesgo llevando al muchacho con él, pero había decidido que era lo mejor. Si Alfred Hermann se hallaba detrás del primer secuestro, y Thorvaldsen creía firmemente que era así, tener a Gary en la asamblea, rodeado de hombres y mujeres influyentes del mundo entero, cada uno con sus propios empleados y personal de seguridad, parecía lo más seguro. Le daba vueltas a lo del secuestro. Por lo poco que le habían contado de Dominick Sabre, el norteamericano era un profesional y no tendía a contratar a tan pobre ayuda como los tres holandeses que habían fastidiado el rapto. Algo no casaba. Malone era bueno, concedido, pero las cosas se habían desarrollado con una precisión asombrosa. ¿Habrían montado todo aquello sólo por Malone? ¿Para animarlo a continuar? De ser así, ello significaba que Gary ya no estaba en peligro.
– ¿Recuerdas lo que hablamos? -le dijo a Gary-. Lo de tener cuidado con lo que dices y escuchar.
– Sí.
Thorvaldsen sonrió.
– Estupendo.
Ahora sólo esperaba no haberse equivocado con Alfred Hermann.
Viena
8:00
Hermann apartó el desayuno. Odiaba comer, sobre todo con gente, pero le encantaba el comedor del château. Él personalmente había escogido su diseño y su ornamentación neogótica, los marcos de las ventanas y el artesonado del techo exhibían los escudos de armas de ilustres cruzados y las paredes estaban llenas de lienzos que describían la toma cristiana de Jerusalén.
El desayuno fue espectacular, como de costumbre, y un ejército de camareros con chaqueta blanca sirvieron a los invitados. Su hija se hallaba sentada en el extremo opuesto de la larga mesa, los otros doce asientos ocupados por un selecto grupo de miembros de la Orden -el comité político- que había llegado el día anterior para asistir a la asamblea del fin de semana.
– Espero que todo el mundo esté disfrutando -dijo Margarete a los presentes. Públicamente se movía como pez en el agua.
Hermann reparó en que fruncía el ceño al ver su plato intacto, pero no dijo nada al respecto. La reprimenda vendría en privado: como si el apetito, en y por sí mismo, garantizase una vida larga y una buena salud. Ojalá fuera tan sencillo.
Varios miembros del comité parloteaban sobre el castillo y el exquisito mobiliario, advirtiendo algunos de los cambios que él había efectuado desde la primavera anterior. Aunque aquéllos eran hombres y mujeres adinerados, juntos no reunían ni una cuarta parte de la fortuna de Hermann. No obstante cada uno de ellos era valioso de un modo u otro, así que les dio las gracias por darse cuenta y esperó. Al cabo dijo:
– Me interesaría saber qué va a decir el comité político a la asamblea en lo tocante al concepto 1.223.
Esa iniciativa, adoptada tres años antes en la asamblea de primavera, tenía que ver con un complejo plan para desestabilizar Israel y Arabia Saudí. Él se había adherido a la idea, razón por la cual había trabado relaciones con los gobiernos israelí y norteamericano, unas relaciones que, inesperadamente, lo habían conducido hasta George Haddad.
– Antes de eso -intervino el presidente del comité-, ¿podrías decirnos si tus esfuerzos están dando fruto? Nuestros planes habrán de sufrir modificaciones si no sales airoso.
Él asintió.
– Los acontecimientos se están sucediendo. Y deprisa. Pero si salgo airoso, ¿contamos con un mercado para la información?
Otro miembro afirmó con la cabeza.
– Hemos hablado con Jordania, Siria, Egipto y Yemen. Todos están interesados, al menos en mantener conversaciones.
Hermann estaba satisfecho. Había aprendido que el entusiasmo de un país árabe -ya fuera en materia de bienes, servicios o terror- aumentaba de forma directamente proporcional al desinterés de su vecino.
– Resulta arriesgado pasar por alto a los saudíes -opinó otro-. Mantienen vínculos con muchos de nuestros miembros. Las represalias podrían salirnos caras.
– Vuestros negociadores tendrán que asegurarse de que conservan la calma hasta que nos convenga tratar con ellos -respondió él.
– ¿No es hora de que nos cuentes exactamente qué hay en juego? -inquirió otro miembro del comité.
– No -negó él-. Todavía no.
– Nos estás metiendo hasta el fondo en algo que, honestamente, Alfred, me plantea dudas.
– ¿Qué dudas?
– ¿Qué podría ser tan tentador para Jordania, Siria, Egipto y Yemen que excluya a Arabia Saudí?
– Eliminar a Israel.
El silencio se extendió por la habitación.
– Es cierto que ése es un objetivo común a todas esas naciones, pero también imposible. Ese Estado no va a desaparecer.
– Eso mismo se dijo de la Unión Soviética, y sin embargo cuando su razón de ser se puso seriamente en entredicho y luego fue desenmascarada como el fraude que era, mirad lo que ocurrió: se desintegró en cuestión de días.
– Y ¿tú puedes hacer que eso ocurra? -quiso saber otro.
– No malgastaría nuestro tiempo si lo creyera imposible. -Uno de los miembros, viejo amigo suyo, parecía frustrado con sus evasivas, de modo que decidió mostrarse un tanto conciliador-: Os diré algo: ¿y si se cuestionara la validez del Antiguo Testamento?
Algunos invitados se encogieron de hombros.
– ¿Qué ocurriría?
– Ello podría cambiar radicalmente el debate de Oriente Próximo -replicó Hermann-. Los judíos están resueltos a sostener la corrección de su Torá, la Palabra de Dios y demás. Nadie los ha puesto nunca en tela de juicio. Se ha hablado, especulado, pero si se demostrara que la Torá está equivocada, imaginad qué pasaría con la credibilidad judía. Pensad en cómo podría incitar eso a otros Estados de Oriente Próximo.
Lo decía en serio: ningún opresor había sido capaz de derrotar a los judíos. Muchos lo habían intentado: asirios, babilonios, romanos, turcos, la Inquisición. Incluso Martín Lutero los detestaba. Sin embargo los llamados Hijos de Dios se habían negado tercamente a rendirse. Posiblemente Hitler fuera el peor. Y sin embargo, tras él, el mundo se limitó a concederles su bíblica patria.
– ¿Qué tienes contra Israel? -quiso saber otro de los miembros del comité-. He cuestionado desde el principio por qué estamos perdiendo el tiempo con esto.
En efecto, la mujer se había mostrado disconforme, junto con otros dos. Se encontraban en clara minoría y eran relativamente inofensivos, así que Hermann había permitido su discurso sólo para dar un barniz de democracia al proceso.
– Esto va mucho más allá de Israel. -Vio que atraía la atención de todos, incluida la de su hija-. Si actuamos bien, es posible que desestabilicemos tanto a Israel como a Arabia Saudí. En esto las dos naciones van unidas. Si somos capaces de generar el caos adecuado en ambos Estados, controlarlo y después elegir el momento apropiado para desatarlo, quizá podamos derrocar de manera irrevocable ambos gobiernos. -Miró al presidente del comité político-: ¿Habéis discutido cómo pueden aprovecharse del proceso nuestros miembros una vez que lo pongamos en marcha?
El aludido, mayor que él, asintió. Era amigo suyo desde hacía décadas y su nombre sonaba con fuerza para conseguir un asiento en el Círculo.
– El escenario previsto se basa en que palestinos, jordanos, sirios y egipcios quieran todo cuanto les proporcionemos…
– Eso no va a pasar -cortó otro, uno de los disidentes.
– Y ¿quién habría pensado que el mundo desplazaría a casi un millón de árabes y concedería a los judíos una patria? -apuntó Hermann-. En Oriente Próximo muchos dijeron que eso tampoco ocurriría. -Sus palabras sonaron bruscas, de manera que tiñó lo que iba a decir con un tono de transigencia-: Como mínimo, podemos derribar ese estúpido muro que han levantado los israelíes para salvaguardar sus fronteras y hacer tambalear sus manidas reivindicaciones. La arrogancia sionista sufriría lo bastante para mover a los Estados árabes circundantes a que actúen conjuntamente. Y no he mencionado a Irán, al que nada le gustaría más que borrar del mapa a Israel. Esto será una bendición para ellos.
– ¿Qué podría causar todo eso?
– El conocimiento.
– ¿Es una broma? ¿Todo esto se basa en que nosotros sepamos algo?
No esperaba que la discusión fuera a ser tan franca, pero ése era su momento. Según los estatutos de la Orden, el comité que se había reunido alrededor de su mesa de comedor estaba encargado de formular el programa político del colectivo, que a su vez se hallaba íntimamente ligado a iniciativas del comité económico, ya que, para la Orden, política y ganancias eran sinónimos. El comité económico se había propuesto aumentar los ingresos de aquellos miembros que desearan efectuar fuertes inversiones en Oriente Próximo en al menos un treinta por ciento. Habían acometido un estudio, determinado una inversión inicial en euros, calculado posibles beneficios teniendo en cuenta las circunstancias económicas y políticas del momento y previsto varios escenarios. Al final se consideró que un treinta por ciento era factible. Sin embargo los mercados de Oriente Próximo estaban limitados en el mejor de los casos. La región entera podía explotar con el más insignificante de los incidentes. Cada día ofrecía una nueva posibilidad para el desastre. De manera que lo que el comité político buscaba era solidez. Los métodos tradicionales -sobornos y amenazas- no eran eficaces con gente acostumbrada a pegarse explosivos en el pecho; los hombres que controlaban las decisiones en lugares tales como Jordania, Siria, Kuwait, Egipto y Arabia Saudí eran demasiado ricos y fanáticos e iban demasiado protegidos. Así que la Orden comprendió que había que dar con una nueva moneda, una que Hermann creía poder tener en breve.
– El conocimiento es mucho más poderoso que cualquier arma -afirmó en un susurro.
– Todo se basa en el conocimiento -aseguró uno de los miembros.
Él se mostró conforme.
– El éxito dependerá de que seamos capaces de difundir lo que sepamos entre los compradores adecuados al precio adecuado en el momento adecuado.
– Te conozco, Alfred -dijo uno de los más ancianos-. Has planeado esto a conciencia.
Él sonrió.
– Las cosas por fin avanzan. Ahora los norteamericanos están interesados, y eso abre todo un abanico de posibilidades.
– ¿Qué hay de los norteamericanos? -preguntó Margarete, en la voz un dejo de impaciencia.
Su pregunta lo irritó. Su hija debía aprender a no revelar lo que desconocía.
– Al parecer, en la cúpula del poder de Estados Unidos hay algunos que también quieren humillar a Israel. Consideran que será beneficioso para la política exterior norteamericana.
– ¿Cómo es eso posible? -preguntó alguien-. Árabes y árabes, además de árabes y judíos, llevan miles de años batallando. ¿Qué es eso tan aterrador?
Hermann se había fijado un noble objetivo tanto para él como para la Orden, pero una voz en su interior le decía que su diligencia estaba a punto de ser recompensada. Así que miró fijamente a los hombres y mujeres que tenía delante y repuso:
– Debería conocer la respuesta a esa pregunta antes de que termine el fin de semana.
Washington, DC
3:30
Stephanie estaba sentada en una silla, exhausta, con Brent Green frente a ella, en el sofá. Se había repantigado, cosa que ella no le había visto hacer antes. Cassiopeia se había quedado dormida arriba. Al menos uno de ellos estaría descansado. Ella, sin duda, no. Parecía que habían pasado cuarenta y ocho días, en lugar de cuarenta y ocho horas, desde la última vez que había estado allí; la desconfianza en Green, el recelo de lo que éste tenía que decir, el enfado consigo misma por poner en peligro al hijo de Malone. Y aunque ahora Gary Malone se encontraba a salvo, su mente barajaba las mismas dudas respecto a Brent Green, sobre todo teniendo en cuenta lo que le había contado unas horas antes.
«El principal enlace de los israelíes es Pam Malone.»
Sostenía una Dr. Pepper light que había encontrado en la nevera de Green. Hizo un movimiento con la lata.
– ¿De verdad bebes esto?
Él asintió.
– Saben igual que el original, pero no tienen azúcar. Me pareció buena idea.
Ella sonrió.
– Eres un tipo raro, Brent.
– Sólo soy un hombre reservado que se guarda lo que le gusta.
Stephanie se sentía abatida y mentalmente agotada, e intentaba aplacar una profunda inquietud que pugnaba por apartar su atención de Green. Habían apagado a propósito todas las luces para comunicar a cualquiera que vigilase que el ocupante de la casa se había retirado.
– ¿Estás pensando en Malone? -preguntó él en medio de la oscuridad.
– Tiene problemas.
– No puedes hacer nada hasta que llame.
Ella sacudió la cabeza.
– No me basta.
– Tienes a un agente en Londres. ¿Qué posibilidades hay de dar con Cotton?
Pocas. Londres era una ciudad grande, y ¿quién sabía si Malone se encontraba allí? Podía haberse ido a cualquier lugar de Gran Bretaña. Sin embargo ella no quería pensar en imposibles, de modo que soltó:
– ¿Cuánto hace que sabes lo de Pam?
– No mucho.
A Stephanie le molestaba que la hubiesen dejado fuera, y decidió que si quería conseguir algo tendría que dar algo a cambio.
– Hay alguien más en todo esto.
– Te escucho. -El tono de Green indicaba que se había despertado su interés. Por fin ella sabía algo que él desconocía.
Stephanie le contó lo que Thorvaldsen le había revelado sobre la Orden del Vellocino de Oro.
– Henrik no me dijo ni palabra.
– Bueno, es un bombazo. -Bebió otro trago de refresco-. Él sólo cuenta lo que quiere que sepas.
– ¿Secuestraron ellos al hijo de Malone?
– Son los primeros de mi lista.
– Eso explica algunas cosas -razonó Green-. Los israelíes se han mostrado inusitadamente precavidos en toda esta operación. Expusimos la conexión con la esperanza de que su contacto aquí mordiera el anzuelo. Durante varios años, en privado, sus diplomáticos han solicitado información sobre George Haddad. No los engañamos del todo cuando Malone lo escondió. Examinaron cuidadosamente los restos del café, pero la bomba hizo un excelente trabajo. Con todo, incluso después de que ofreciéramos la conexión para que ellos la vieran, los israelíes se condujeron con hermetismo.
– Dime algo que no sepa.
– Que se llevaran al hijo de Malone nos desconcertó, por eso retrasé nuestra reunión la primera vez que llamaste para darme la noticia.
– Pensé que era sólo porque no te caía bien.
– Es verdad que hay que tener paciencia para aguantarte, pero he aprendido a adaptarme.
Ella sonrió.
Green cogió de la mesa un plato de cristal con cacahuetes salados. Stephanie también tenía hambre, así que tomó un puñado.
– Sabíamos que Israel no era el culpable del rapto de Gary Malone -afirmó Green-. Y sentíamos curiosidad por saber por qué se quedaron tan quietos cuando pasó. -Hizo una pausa-. Luego, después de que tú me llamaras, me contaron lo de Pam Malone.
Ella era toda oídos.
– Hace unos tres meses inició una relación con un hombre, un abogado de éxito en un bufete de Atlanta, un socio importante y un patriota judío, partidario de Israel. Seguridad Nacional cree que ayudó a financiar una de las facciones más combativas del gobierno israelí.
Ella sabía que el dinero norteamericano avivaba la política israelí desde hacía tiempo.
– No tenía idea de que te implicases tanto a diario.
– Te repito, Stephanie, que soy muchas cosas que desconoces. Tengo una imagen pública que se me exige, pero cuando acepté este empleo no tenía intención de ser un monigote. Soy la máxima autoridad policial de este país y hago mi trabajo.
Ella reparó en que Green no había comido nada; en vez de eso, el bulto de su mano izquierda hurgaba en la extendida derecha.
– ¿Qué haces? -quiso saber ella.
– Buscar mitades.
– ¿Por qué?
– Tienen más sal.
– ¿Cómo dices?
– En un cacahuete entero el centro no está salado, pero si está partido y salado hay el doble de sal.
– Estás de coña.
Él escogió uno y se lo metió en la boca.
– ¿Por qué una mitad tiene más sal que el fruto entero?
– ¿Es que no prestas atención? -preguntó él divertido-. Dos mitades saladas contienen más sal que un cacahuete entero. -Se comió otro.
Stephanie fue incapaz de decidir si hablaba en serio o sólo quería exasperarla, pero él siguió buscando mitades.
– ¿Qué haces con los enteros?
– Los dejo para el final. Pero te cambio uno entero por una mitad.
Le gustaba ese Brent Green, su punto guasón, su mordaz sentido del humor. De pronto le entró un afán protector.
– Quieres a esos idiotas arrogantes en la Casa Blanca lo mismo que yo. Has oído cómo hablan de ti: te llaman el ilustrísimo Green, ocultan cosas, te utilizan sólo para favorecer su imagen.
– Me gustaría creer que no soy tan insignificante.
– ¿Qué hay de insignificante en darles por el culo? Si alguien lo necesita son ellos. Incluido el presidente.
– Estoy de acuerdo. -Se sacudió los restos de cacahuete de las manos mientras seguía masticando. Lo cierto es que Stephanie empezaba a valorar al hombre que tenía enfrente.
– Háblame más de Pam -le pidió.
– Ella y el abogado se ven desde hace unos tres meses. Sabemos que él se relaciona con Heather Dixon, han quedado varias veces.
Ella se sentía perpleja.
– Me estoy perdiendo algo. ¿Cómo iban a suponer los israelíes que Pam se mezclaría en todo esto? Ella y Malone llevan mucho tiempo separados, apenas hablan. Y tú mismo dijiste que no crees que ellos secuestraran a Gary.
– Los israelíes debían de saber algo que nosotros desconocíamos. Se adelantaron a todo esto, sabían que pasaría y sabían que Pam Malone se pondría en contacto con Cotton. Es lo único que tiene sentido. Se acercaron a ella adrede. Y ahora háblame de esa Orden del Vellocino de Oro. Creo que los israelíes también sabían que estaba involucrada y que se llevaría al chico en algún momento. Tal vez planearan hacerlo ellos.
– ¿Pam es espía?
– Su grado de participación es un misterio. Y, por desgracia, el abogado de Atlanta al que veía murió antes de ayer. -Green se detuvo-. Le pegaron un tiro en un aparcamiento.
Nada nuevo. Oriente Próximo solía comerse a los suyos.
– ¿Qué sabes de él? -preguntó Stephanie.
– Estamos estudiando su participación en una transacción de compraventa de armas. Tel Aviv afirma públicamente que intenta detener esta clase de tratos, pero en privado alienta la práctica. Tengo entendido que el abogado hacía todos los movimientos a través de Pam. Pasaba mucho tiempo con ella, le hacía regalos, esa clase de cosas. Para ser alguien que quiere que la gente crea que es dura, Pam Malone no es más que alguien solitario y vulnerable.
Ella captó algo en el tono de Green.
– Eso también te describe a ti, ¿eh?
Green no respondió en el acto, y ella se preguntó si no habría tocado un punto sensible. Al cabo replicó en voz queda:
– Más de lo que crees.
A Stephanie le apetecía explorar ese camino y estaba a punto de hacer una intentona cuando oyó pasos en la escalera. La silueta de Cassiopeia apareció en la puerta.
– Tenemos visita. Un coche acaba de aparcar junto a la acera.
Green se puso en pie.
– No he visto los faros.
– Ha venido a oscuras.
Stephanie estaba preocupada.
– Pensaba que estabas dormida.
– Alguien tiene que vigilar por vosotros.
El teléfono sonó.
No se movió nadie.
Sonó de nuevo.
Green atravesó la oscuridad, encontró el inalámbrico y lo cogió. Stephanie se percató de que fingía estar adormilado.
Instantes de silencio.
– Entonces ven, por supuesto. Bajo en un momento.
Green colgó.
– Larry Daley. Está fuera y quiere verme.
– Eso no es nada bueno -aseguró Stephanie.
– Puede. Pero marchaos, y veamos qué quiere ese mal bicho.
Londres
8:15
A Malone le encantaba el Savoy. Se había alojado en él varias veces a cuenta de los gobiernos norteamericanos y británico. Del Magellan Billet había que decir que los incentivos habían sido tan abundantes como los riesgos. Llevaba sin ir varios años, pero le alegró ver que el hotel, de estilo Victoriano tardío, todavía irradiaba su grandiosa mezcla de opulencia y atrevimiento. Sabía que una noche en una habitación con vistas al Támesis costaba más de lo que la mayoría del mundo ganaba en un año. Lo cual significaba que a su salvador, por lo visto, le gustaba viajar a lo grande.
Habían abandonado deprisa Bainbridge Hall y robado la furgoneta de la cuadrilla de limpieza, que habían dejado a escasos kilómetros de la estación de tren. Allí habían cogido el tren de las 6:30 de vuelta a Londres. En la estación Victoria reinaba la calma, y él había evitado los taxis, prefiriendo ir en metro al Savoy.
El hombro de Pam parecía estar bien. La hemorragia que sufriera en Bainbridge Hall se había detenido. Ya en el hotel pidió que le pusieran con la habitación 453.
– Se mueve usted deprisa -dijo la voz al otro extremo de la línea.
– ¿Qué quiere?
– En este momento tengo hambre. Así que mi máxima prioridad es desayunar.
Malone captó el mensaje.
– Baje.
– ¿En la cafetería dentro de diez minutos? Tienen un buen bufé.
– Allí estaremos.
El tipo que apareció en su mesa era el mismo de hacía dos horas, sólo que ahora lucía unos chinos verde oliva y una camisa marrón de sarga. Su rostro afeitado, apuesto, rebosaba buena voluntad y cortesía.
– Me llamo McCollum. James McCollum. Me llaman Jimmy.
Malone estaba demasiado cansado y era demasiado suspicaz para mostrarse amable, pero se puso en pie. El apretón de manos fue firme y seguro. Los ojos del otro, del color del jade, lo miraron con impaciencia. Pam no se levantó. Malone los presentó y, acto seguido, fue directo al grano.
– ¿Qué hacía en Bainbridge Hall?
– Al menos podía darme las gracias por salvarle la vida. No tenía por qué hacerlo.
– Pasaba por casualidad, ¿no?
Los finos labios del hombre esbozaron una sonrisa.
– ¿Siempre es usted así? ¿Sin preámbulos, sin rodeos?
– No responde a mi pregunta.
McCollum acercó una silla y se sentó.
– Me muero de hambre. ¿Y si vamos por algo de comer y se lo cuento todo?
Malone no se movió.
– ¿Y si responde a mi pregunta?
– De acuerdo, como muestra de buena voluntad. Soy un buscador de tesoros que está sobre la pista de la Biblioteca de Alejandría. Llevo más de una década buscando lo que quiera que quede de ella. Me hallaba en Bainbridge Hall por esos tres tipos. Mataron a una mujer hace cuatro días, una excelente fuente de información, así que seguí su rastro con la esperanza de averiguar para quién trabajaban. Pero me llevaron hasta usted.
– Allí, en la propiedad, aseguró tener una información que yo no tengo. ¿Qué le hace pensar eso?
McCollum retiró la silla y se levantó.
– Dije que tal vez tuviera una información que usted no tenía. Mire, no tengo tiempo ni paciencia para esto. He estado antes en esa propiedad, usted no es el primero en pisarla. Cada uno de ustedes, aficionados, conoce una pizca de verdad mezclada con una buena dosis de fantasía. Estoy dispuesto a ofrecerle parte de lo que sé a cambio de lo poco que usted pueda saber. Eso es todo, Malone, nada más siniestro.
– Así que ¿disparó a dos hombres en la cabeza para demostrar que tiene usted razón? -inquirió Pam, y Malone vio la mirada del abogado escéptico.
Malone clavó la vista en ella.
– Les disparé para salvarles la vida. -Después echó una ojeada a su alrededor-. Me encanta este sitio. ¿Saben que el primer martini se sirvió aquí, en el Bar Americano? Hemingway, Fitzgerald, Gershwin, todos ellos bebían aquí. Este lugar está cargado de historia.
– ¿Le gusta la historia? -le preguntó Pam.
– Es una necesidad profesional.
– ¿Va a alguna parte? -quiso saber Malone.
McCollum estaba tieso, su actitud serena e imperturbable, aunque Malone había intentado desconcertarlo a propósito.
– Es usted demasiado desconfiado para mi gusto. Adelante, emprenda la búsqueda del héroe. Espero que le vaya bien.
El tipo estaba informado.
– ¿Cómo sabe eso?
– Como le he dicho, llevo algún tiempo siguiendo esta pista. ¿Y usted? ¿Quiere que le diga lo que pienso? Que es un novato. Peor, un novato con ínfulas. He conocido a un montón de gente como usted. Creen que lo saben todo, cuando lo cierto es que no saben un carajo. Esa biblioteca ha permanecido oculta mil quinientos años por un motivo. -McCollum hizo una pausa-. Sabe, Malone, es usted como el asno que, en medio de una estupenda hierba alta, alarga el cuello para comer hierbajos al otro lado de la valla. Encantado de conocerlo. Me voy a sentar allí a desayunar.
Y cruzó la cafetería medio desierta.
– ¿Tú qué opinas? -le preguntó Cotton a Pam.
– Es arrogante, pero no se le puede tener en cuenta.
Él sonrió.
– Sabe algo. Y no vamos a descubrir nada aquí sentados.
Pam se puso en pie.
– Estoy de acuerdo, así que vayamos a desayunar con nuestro nuevo amigo.
Sabre se sentó a la mesa a esperar. Si había calculado bien ellos no tardarían en acudir. Malone no podría resistirse. Sus conocimientos tenían que limitarse a lo que George Haddad le había contado, lo cual, a juzgar por la cinta que había escuchado, no era mucho. Lo que se llevó del apartamento del palestino antes de salir corriendo quizá hubiese cubierto algunas lagunas, pero él apostaba a que las cuestiones vitales continuaban sin respuesta.
Cosa que también suponía un problema para él.
Se estaba obligando a relacionarse, algo nuevo. Estaba acostumbrado al silencio de sus propios pensamientos. Rara vez intimaba, salvo con alguna mujer de cuando en cuando, para llevársela a la cama. La mayor parte de las veces pagaba por ello. A profesionales, como él, que hacían su trabajo, decían por la noche lo que él quería oír y se iban por la mañana. La cruda realidad del peligro físico y la tensión mental, al menos en su caso, acallaban el sexo en lugar de estimularlo. Las graves consecuencias minaban el cerebro. A veces se acostaba con la ayuda que contrataba. Pero, como sucediera con la británica a la que había liquidado antes, en ocasiones ello traía consigo molestos efectos secundarios. En vez de romanticismo buscaba soledad.
Ya había representado ese papel antes, con otros, cuando necesitaba ganarse su confianza. Las palabras y los ademanes, su forma de caminar y conducirse, la voz jactanciosa eran de uno de los numerosos novios de su madre. Éste concretamente era un poli quemado de Chicago, la ciudad donde vivían cuando él tenía doce años. Recordaba cómo intentaba impresionarla el tipo a base de una seguridad en sí mismo apabullante. Recordaba un partido de béisbol de los White Sox y una excursión al lago. Más tarde supo que, como la mayoría de los amantes de su madre, el poli sólo mostró el interés suficiente para impresionar a su madre. Una vez conseguían lo que de verdad querían, que solía medirse en noches pasadas en la cama de su madre, la atención cesaba. Él acabó odiando a todos sus pretendientes. Ni uno solo estuvo presente cuando él la enterró. Su madre murió sola y arruinada.
Y Sabre no estaba dispuesto a repetir el sino de su madre.
Se levantó y se dirigió al bufé.
Le encantaba el Savoy, habitaciones amuebladas con caras antigüedades y atendidas por un servicio de la vieja escuela. La clase de lujo del que solían disfrutar Alfred Hermann y el resto de la Orden del Vellocino de Oro. Él también quería gozar de ese privilegio. Con sus condiciones, no con las de ellos. Sin embargo para cambiar la realidad necesitaba a Cotton Malone y se preguntó si parte de lo que buscaba estaría en la cartera de cuero con la que cargaba. Por el momento había conseguido ir un paso por delante de su rival y por el rabillo del ojo le satisfizo ver que aún conservaba esa ventaja.
Malone y su ex mujer sorteaban las mesas, que se iban llenando rápidamente.
– Muy bien, McCollum -dijo Malone cuando se acercó-. Aquí nos tiene.
– ¿Me cree?
– Claro. Es lo menos que puedo hacer.
Sabre soltó una risita forzada.
– Sólo espero que no sea lo más que puede hacer.
Washington, DC
Stephanie y Cassiopeia se retiraron a la cocina cuando Brent Green abrió la puerta principal. Volvieron a situarse cerca de la puerta batiente y oyeron que Green hacía pasar a Daley al comedor y los dos se sentaban a la mesa.
– Brent, debemos hablar de algunos problemas -empezó Daley.
– De ésos siempre hemos tenido, Larry.
– Tenemos un grave problema. Y digo tenemos porque he venido a ayudarte a resolverlo.
– Esperaba que fuese importante, teniendo en cuenta la hora que es, así que ¿por qué no me dices cuál es nuestro problema?
– Hace un rato se han encontrado tres cadáveres en una propiedad al norte de Londres, dos con sendas balas en la cabeza y el tercero con un proyectil en el pecho. A unos cuantos kilómetros hallaron otro cuerpo, el de una mujer, con un balazo en la cabeza. Un arma del mismo calibre hizo los disparos de la cabeza. Luego alguien robó una furgoneta de limpieza que se hallaba en la propiedad. A la cuadrilla la habían dejado inconsciente. La furgoneta se encontró, abandonada, en una población cercana. Un hombre y una mujer fueron vistos saliendo de ella y después tomando un tren a Londres. Las cámaras de vídeo de la estación Victoria confirmaron que Cotton Malone y su ex se bajaron de ese tren.
Stephanie comprendió adonde quería llegar.
– Supongo que insinúas que Malone mató a esas cuatro personas -dijo Green.
– Sin duda es lo que parece.
– Por lo visto, Larry, nunca has llevado un caso de asesinato.
– ¿Y tú sí?
– A decir verdad seis. Cuando era ayudante del fiscal del estado. No tienes ni idea de si Malone disparó a esa gente.
– Tal vez no, Brent, pero tengo bastante para poner en danza a los británicos. Dejaré que sean ellos quienes se ocupen de los detalles.
Stephanie se dio cuenta de que eso podía plantearle un problema a Cotton y vio en los ojos de Cassiopeia que ella opinaba lo mismo.
– Los británicos han identificado a Malone. El único motivo por el que no han ido tras él es que nos han preguntado qué está haciendo allí. Quieren saber si es oficial. Tú no sabrás por casualidad cuál es la respuesta, ¿no?
El silencio flotó en el aire, y Stephanie imaginó la pétrea mirada en el rostro de Green. La imperturbabilidad era lo que mejor se le daba.
– Eso no es de mi competencia. Y ¿quién dice que Malone está haciendo algo allí que nos concierne?
– Supongo que parezco estúpido.
– No siempre.
– Qué simpático, Brent. Humor. Algo nuevo en ti. Pero, como te iba diciendo, Malone está allí por algo, y cuatro personas han muerto por su culpa, independientemente de que apretara el gatillo o no. Y yo creo que tiene que ver con la Conexión Alejandría.
– Más saltos en la lógica. ¿Así es como actúa la Casa Blanca?
– Yo no involucraría a la Casa Blanca. En este momento no gozas precisamente de su favor.
– Si el presidente no quiere que siga en el cargo seguro que puede hacer algo al respecto.
– No estoy seguro de que baste con tu dimisión.
Stephanie comprendió que finalmente Daley abordaba el propósito de su visita.
– ¿Qué tienes en mente? -inquirió Green.
– La cuestión es ésta: el número de votos para el presidente no es muy halagüeño. Cierto, nos quedan tres años y llevamos dos mandatos, pero nos gustaría salir con la cabeza bien alta. ¿A quién no? Y para asegurar votos nada mejor que una buena concentración alrededor de la bandera, y para conseguir una mejor concentración nada como un acto terrorista.
– Por una vez tienes razón.
– ¿Dónde está Stephanie?
– ¿Cómo voy a saberlo?
– Tú dirás: hace uno o dos días estabas dispuesto a dimitir para apoyarla. Le digo que no meta al Billet en esto y ella moviliza a la puñetera agencia al completo. ¿Lo hizo con tu aprobación?
– No soy su niñera.
– El presidente la despidió. Ha sido destituida.
– ¿Sin consultarme?
– Consultó consigo mismo y basta. Ella está fuera.
– Y ¿quién estará al frente del Magellan Billet?
– ¿Qué te parece si te cuento una pequeña historia? No es mía, sino de uno de mis libros preferidos, Hardball, de Chris Matthews. No está en el mismo bando político que yo, pero así y todo es un tipo listo. Cuenta que el antiguo senador Bill Bradley asistía a una cena que daban en su honor. Bradley quería otra porción de mantequilla y era incapaz de conseguir que se acercara el camarero que llevaba la bandeja. Al final fue a hablar con él y le dijo que por lo visto no sabía quién era él. «Soy Bill Bradley. Becario Rhodes, jugador profesional de baloncesto y senador de Estados Unidos, y me gustaría que me sirviera un poco más de mantequilla.» El camarero no se dejó impresionar y simplemente comentó que al parecer Bradley no sabía quién era él. De manera que se lo dijo: «Soy quien está a cargo de la mantequilla.» Como ves, Brent, el poder es lo que uno tiene. Así que, por ahora, yo soy quien está a cargo del Magellan Billet.
– ¿Acaso no estabas en un lobby de empresas antes de entrar en la Casa Blanca? ¿Y antes de eso asesor político? ¿Qué te capacita para dirigir la sección de inteligencia más delicada del departamento de Justicia?
– El hecho de que el presidente valore mi opinión.
– Y que le besarás el culo siempre que se agache.
– No he venido hasta aquí para hablar de capacitación. La decisión se ha tomado, así que ¿dónde está Stephanie?
– Supongo que estará en su hotel.
– He ordenado su detención.
– Y ¿quién te echó una mano en Justicia?
– El gabinete de la Casa Blanca se ocupó de los detalles. Ha infringido unas cuantas leyes.
– ¿Te importaría decirme cuáles?
– ¿Qué te parece agredir a una ciudadana extranjera? Tengo a un miembro de la embajada israelí que jura que Stephanie intentó matarla. La mujer tiene un feo chichón en la cabeza que lo demuestra.
– ¿Tienes intención de procesarla?
– Tengo intención de llevar su pobre culo hasta un lugar en el que no haya periodistas.
– Del que no volverá.
Más silencio.
– La vida te hace putadas, Brent.
– ¿Me incluye eso a mí?
– A decir verdad, sí. Por lo visto, no les caes bien a los israelíes, y se niegan a decir por qué. Puede que sea ese conservadurismo cristiano barato que gustas de predicar. -Daley hizo una pausa-. O tal vez sólo sea que eres un huevón. No sé.
– Es curioso el respeto que te merece mi cargo.
– Respeto a quienes me han colocado a mí en el cargo, como deberías hacer tú. Seamos claros: podríamos orquestar un buen ataque terrorista, y nadie a quien yo conozca derramaría muchas lágrimas si tú eres la víctima. Todos salimos ganando: matamos tres pájaros de un tiro y toda esa mierda. Tú desapareces, Israel está contento por una vez, y los votos a nuestro favor aumentan. Todo el mundo se vuelve hacia el presidente en busca de liderazgo. La vida es bella.
– Así que ¿has venido a amenazar al fiscal general de Estados Unidos?
– Vamos, vamos, ¿por qué dices eso? He venido a hacerte llegar la amenaza. Tienes derecho a saberlo para así adoptar las medidas de seguridad oportunas. Y Stephanie también. Por alguna razón los israelíes están cabreados con ella, pero, claro, tú no sabes dónde anda, así que no podemos prevenirla. Una verdadera lástima. Sin embargo contigo la cosa cambia. Considérate avisado.
– Imagino que los israelíes no participarían en un asesinato.
– Naturalmente que no. El suyo no es un Estado terrorista, pero esos tipos tienen iniciativa y pueden encargarle el trabajito a otros. Mantienen relaciones con, digamos, elementos indeseables. Por eso se te avisa.
Stephanie oyó que alguien se levantaba.
– Gajes del oficio, Brent.
– Y sí soy un buen chico y acato las órdenes esos «elementos indeseables» perderán interés en mí.
– No te sabría decir, pero es posible. ¿Por qué no lo intentas y lo vemos?
En la habitación se hizo un silencio largo, embarazoso. Stephanie se imaginó a dos leones cara a cara.
– ¿Tanto valor tiene el legado del presidente? -preguntó Green.
– ¿Crees que se trata de eso? Qué va. Se trata de mi legado, de lo que yo pueda dar. Y esa clase de capital político vale más que el oro.
Stephanie oyó pasos en la madera, alejándose de la cocina.
– Larry -dijo Green, alzando la voz.
Los pasos cesaron.
– No te tengo miedo.
– Pues deberías.
– Escoge a tu mejor tirador, porque yo voy a escoger al mío.
– Muy bien, Brent. Después irás a Vermont, en una caja a dos metros bajo tierra.
– No estés tan seguro.
Daley se rió.
– Lo curioso de todo esto es que los dos mayores cabrones que conozco bien podrían sacar de la mierda a esta Administración. Mira a ver si no hablas por hablar.
– Quizá te lleves una sorpresa.
– Sigue pensando así. Que pases un buen día.
Una puerta se abrió y se cerró.
– Se ha ido -anunció Green.
Stephanie salió de la cocina y dijo:
– Supongo que ya no puedes decirme lo que tengo que hacer.
Ella vio fatiga en sus grises ojos. Por su parte también estaba cansada.
– Al final has conseguido que te despidan.
– Ésa es la menor de nuestras preocupaciones -espetó Cassiopeia.
– Hay un traidor en este gobierno -aseguró Green-. Y tengo intención de dar con él
– Le garantizo, señor fiscal general, que usted nunca ha tratado con esos «elementos indeseables» -afirmó Cassiopeia-. Daley tiene razón: los israelíes no harán el trabajo sucio, sino que enviarán a alguien. Y la gente a la que contratan supone un problema.
– En tal caso tendremos que andarnos con cuidado.
Stephanie casi sonrió. Brent Green poseía más valor del que imaginaba. Pero había algo más. Lo había intuido antes y ahora estaba segura.
– Tienes un plan, ¿no?
– Claro. Soy un tipo con recursos.
Viena, Austria
10:50
Tras despedirse del comité político, Alfred Hermann se excusó y salió del comedor. Le habían dicho que por fin había llegado el invitado especial.
Recorrió los pasillos de la planta baja y entró en el amplio recibidor del château justo cuando Henrik Thorvaldsen hacía su aparición. Dibujó una sonrisa en su rostro y dijo en inglés:
– Henrik. Cuánto me alegro de verte.
Thorvaldsen también sonrió al ver a su anfitrión.
– Alfred. No iba a venir, pero decidí que me apetecía charlar con vosotros.
Hermann se aproximó, y los dos se dieron la mano. Conocía a Thorvaldsen desde hacía cuarenta años, y el danés no había cambiado mucho. La espalda tiesa, encorvada seguía allí, formando un grotesco ángulo como un trozo de hojalata remachada. Hermann siempre había admirado las disciplinadas emociones de Thorvaldsen, siempre estudiadas, moldeadas, como si repasase un programa memorizado. Y eso requería talento. Sin embargo Thorvaldsen era judío. Ni devoto ni manifiesto, pero así y todo hebreo. Peor aún, era amigo íntimo de Cotton Malone, y Hermann estaba convencido de que Thorvaldsen no había acudido a la asamblea para ver a los amigos.
– Me alegro de que hayas venido -afirmó Hermann-. Tengo muchas cosas que contarte.
Solían pasar tiempo juntos en la asamblea. Thorvaldsen era uno de los pocos miembros cuya fortuna podía rivalizar con la suya, y mantenía estrechos lazos con la mayor parte de los gobiernos europeos. Sus miles de millones de euros hablaban por sí mismos.
Los ojos del danés brillaron.
– Estoy deseando oírlas.
– Y ¿quién es éste? -preguntó Hermann al tiempo que señalaba al muchacho que se encontraba junto a Thorvaldsen.
– Gary Malone. Está pasando unas semanas conmigo mientras su padre anda fuera y decidí traerlo.
Fascinante. Thorvaldsen lo ponía a prueba.
– Estupendo. Hay un puñado de jóvenes que ha venido con los miembros. Me encargaré de que no les falte la diversión.
– Sabía que lo harías.
Entraron mayordomos con el equipaje y, a una señal de Hermann, llevaron las maletas a la segunda planta. Ya había designado qué habitación ocuparía Thorvaldsen.
– Ven, Henrik. Vayamos a mi despacho mientras se ocupan de vuestras maletas. Margarete tiene muchas ganas de verte.
– ¿Y Gary?
– Que venga, no pasa nada.
Malone desayunaba e intentaba formarse un juicio sobre Jimmy McCollum, aunque albergaba serias dudas de que ése fuera su verdadero nombre.
– ¿Va a decirme qué interés tiene en todo esto? -preguntó McCollum-. La Biblioteca de Alejandría no es precisamente el Santo Grial. Otros la han buscado, pero eran fanáticos o chiflados. Usted no parece lo uno ni lo otro.
– Usted tampoco -terció Pam-. ¿Qué interés tiene usted?
– ¿Qué le ha pasado en el hombro?
– ¿Quién ha dicho que me haya pasado algo?
McCollum se metió en la boca una porción de huevo.
– Lo sostenía como si lo tuviera roto.
– Tal vez sea así.
– De acuerdo, no va a decírmelo. -McCollum miró a Malone-. Veo aquí mucha desconfianza hacia alguien que les ha salvado el culo a los dos.
– Ella le ha hecho una buena pregunta: ¿qué interés tiene en la biblioteca?
– Digamos que, si encontrase algo, hay personas que recompensarían mis esfuerzos de muchas maneras. Personalmente creo que es una pérdida de tiempo, pero no puedo por menos de preguntarme el porqué de tantos asesinatos. Alguien sabe algo.
Malone decidió arrojarle algo de carnaza.
– Esa búsqueda del héroe que mencionó usted. La conozco. Son pistas que indican el camino a la biblioteca. -Hizo una pausa-. Supuestamente.
– Oh, es cierto, créame. Otros han ido. No he conocido a ninguno ni tampoco he hablado con ninguno, pero he oído hablar de la experiencia. La búsqueda del héroe es real, igual que los Guardianes.
Otra palabra clave. El tipo estaba bien informado. Malone centró su atención en un bollito que cortó y untó de mermelada de ciruela.
– ¿Qué podemos hacer el uno por el otro?
– ¿Y si me cuenta por qué fue a Bainbridge Hall?
– La epifanía de san Jerónimo.
– Vaya, eso es nuevo. ¿Le importaría explicarse?
– ¿De dónde es usted? -soltó de pronto Malone.
McCollum soltó una risita.
– ¿Todavía está intentando calarme? Muy bien, colaboraré. Nací en el gran estado de Kentucky, en Louisville. Y antes de que me lo pregunté le diré que no fui a la universidad, sino al ejército. Fuerzas especiales.
– Entonces si hago algunas comprobaciones daré con un recluta llamado Jimmy McCollum, ¿no? Es hora de que sea realista.
– Lamento tener que decirle que tengo un pasaporte y una partida de nacimiento en los que pone ese nombre. Estuve allí una temporada. Licenciado con honores. Pero ¿eso qué importa? A mi entender lo único que cuenta es el aquí y el ahora.
– ¿Qué es lo que persigue? -quiso saber Malone.
– Espero que haya muchas cosas cuando se encuentre la biblioteca, pero yo sigo sin saber qué interés tiene usted.
– Esta búsqueda podría resultar ser un reto.
– Bueno, es lo primero con sentido que dice.
– Me refiero a que tal vez haya otros buscando.
– Cuénteme algo que no sepa.
– ¿Qué le parecen los israelíes?
Malone captó una pizca de perplejidad en los vivaces ojos de McCollum, luego volvió la claridad, acompañada de una sonrisa.
– Adoro los retos.
Era hora de recoger el sedal.
– Tenemos La epifanía de san Jerónimo.
– De mucho le va a servir si desconoce su importancia.
Malone coincidió con él.
– Yo tengo la búsqueda del héroe -aseguró McCollum.
La revelación captó la atención de Malone, en particular dado que George Haddad no le había desvelado los detalles de ese viaje.
– Lo que quiero saber -añadió McCollum- es si tiene usted la novela de Thomas Bainbridge.
Pam seguía comiendo, en ese momento daba buena cuenta de un bol de fruta con yogur. Sin duda conocía la primera regla de la abogacía -nunca reveles lo que sabes-, pero Malone decidió que si quería recibir tendría que dar.
– La tengo. -Y, para tentar al otro añadió-: y más.
McCollum hizo una mueca de admiración.
– Sabía que había elegido bien cuando decidí salvarle el pellejo.
Hermann vio salir de su despacho a Thorvaldsen y su joven protegido. Margarete estaba a su lado. Habían disfrutado de una agradable visita de media hora.
– ¿En qué piensas? -le preguntó Alfred a su hija.
– Henrik ha estado como siempre: tomando bastante más de lo que da.
– Él es así, igual que yo. -Y tú también deberías serlo, pensó-. ¿Has notado algo?
Ella meneó la cabeza.
– ¿Nada en el muchacho?
– Parecía tener buenos modales.
Su padre decidió contarle parte de lo que ella no sabía.
– Henrik tiene algo que ver con una iniciativa en la que está inmerso el Círculo. Es de vital importancia con respecto a lo que hablamos en el desayuno.
– ¿La Biblioteca de Alejandría?
Él asintió.
– Un conocido suyo, un hombre llamado Cotton Malone, forma parte de lo que está ocurriendo.
– ¿Dirige Sabre la operación?
– Y muy bien. Todo está saliendo según lo previsto.
– El chico se apellida Malone. ¿También está metido en esto?
– Es el hijo de Cotton Malone.
El rostro de Margarete reflejó sorpresa.
– ¿Por qué está aquí?
– Lo cierto es que traerlo ha sido muy inteligente por parte de Henrik. Con los miembros presentes, todos nos comportaremos mejor que nunca. Éste podría ser el lugar más seguro para ambos. Claro está que a veces sobrevienen accidentes.
– ¿Le harías daño al chico?
Él la miró con dureza.
– Haré lo que sea preciso para salvaguardar nuestros intereses, y tú deberías estar dispuesta a hacer lo mismo.
Su hija no contestó, y él le concedió un instante. Al cabo ella dijo:
– ¿Hace falta que sobrevenga un accidente?
A Alfred le alegró ver que Margarete empezaba a comprender la gravedad de la situación.
– Eso depende de lo que nuestro querido amigo Henrik tenga en mente.
– ¿De dónde le viene ese nombre? ¿Cotton? -preguntó McCollum.
– A decir verdad es bastante… -comenzó Pam. Malone la cortó.
– Es una larga historia. Podemos hablar de ello en otro momento. Ahora lo que me interesa es la búsqueda del héroe.
– ¿Siempre es tan susceptible con su nombre?
– Soy susceptible con la pérdida de tiempo.
McCollum estaba terminando un plato de fruta. Malone se fijó en que el tipo comía de forma sana: copos de avena, fresas, zumo, un bollito de pan.
– Muy bien, Malone. Tengo la búsqueda. La conseguí de un invitado que murió antes de ir.
– ¿Fue cosa suya?
– Esta vez no. Causas naturales. Lo encontré y robé la búsqueda. No me pregunte quién era porque no se lo voy a decir. Pero tengo las pistas.
– Y ¿sabe si son auténticas?
McCollum soltó una risita.
– En lo mío eso nunca se sabe hasta que se llega allí. Pero correré el riesgo.
– ¿Qué necesita? -inquirió Pam. Había estado bastante callada durante el desayuno-. Es evidente que sabe más que nosotros. ¿Por qué malgastar el tiempo?
– Para ser sincero, tengo un problema. Llevo las últimas semanas peleándome con la búsqueda: es un acertijo. Y no soy capaz de resolverlo. Creí que tal vez ustedes dos pudieran ayudarme. A cambio, estoy dispuesto a compartir lo que sé.
– Y está dispuesto a pegarle un tiro a dos hombres en la cabeza -espetó Malone.
– Le habrían hecho eso mismo a usted. Lo cual, dicho sea de paso, debería darle que pensar. ¿Quién querría hacerlo?
«Excelente pregunta», pensó Malone. Nadie los había seguido desde Londres, de eso estaba seguro. No tenía sentido que los asesinos los estuvieran esperando en Bainbridge Hall, pues él había decidido acudir allí con escasas horas de antelación.
– Esta búsqueda -prosiguió McCollum- tiene mucha más enjundia de lo que yo pensaba en un principio. Y ahora usted me dice que los judíos también están en el ajo.
– A un amigo mío lo mataron ayer, lo cual debería poner fin al interés de Israel.
– Ese amigo ¿sabía algo de la biblioteca?
– Por eso lo liquidaron.
– No es el primero.
Malone necesitaba saber algo.
– Supongo que querrá vender los manuscritos que encuentre, ¿no?
McCollum se encogió de hombros.
– Quiero sacar partido de las molestias que me he tomado. ¿Le importa?
– Si los manuscritos se conservan tendrían que ser protegidos y estudiados.
– No soy codicioso, Malone. Estoy seguro de que en algún lugar del emplazamiento habría algunas migajas que podría vender en pago de esas molestias. -McCollum hizo una pausa-. Además de que se me reconociera el mérito por el hallazgo, claro está. Eso ya valdría algo por sí mismo.
– Fama y fortuna -apuntó Pam.
– La inmortalidad como recompensa -dijo McCollum-. Ambas cosas tienen sus aspectos satisfactorios.
Malone ya había oído bastante.
– Díganos las pistas.
McCollum estaba sentado frente a ellos, distante como una deidad, malicioso como un demonio. Al tipo había que vigilarlo; mataba con demasiada facilidad. Pero si poseía la búsqueda del héroe tal vez supusiera su única forma de avanzar.
McCollum se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel.
– Así es como empieza.
Malone cogió el pequeño papel y leyó:
Cuan extraños son los manuscritos, gran viajero de lo desconocido. Aparecen por separado, pero parecen uno a quienes saben que los colores del arco iris se tornan una única luz blanca. ¿Cómo encontrar ese único rayo? Es un misterio, pero ve a la capilla que hay junto al Tajo, en Belém, consagrada a nuestro santo patrón.
– ¿Dónde está el resto? -quiso saber.
McCollum se rió.
– Descifre esta parte y ya veremos. Vayamos paso a paso.
Malone se puso en pie.
– ¿Adonde va?
– A ganarme el resto.
Washington, DC
5:30
Stephanie había hecho frente a muchas cosas, pero nunca a una detención. Larry Daley estaba subiendo la apuesta.
– Tenemos que golpear a Larry ahora -aseveró Stephanie.
Ella, Cassiopeia y Green se encontraban en la cocina de este último, que acababa de hacer café. Su aroma le recordó a Stephanie que tenía hambre.
– ¿Qué tienes en mente? -inquirió Cassiopeia.
Ni una sola vez en doce años había puesto en peligro la seguridad del Billet. Se tomaba muy a pecho el juramento que había prestado. Sin embargo un abismo de dudas hacía que no estuviese segura de qué hacer a continuación. Finalmente decidió que sólo tenía una alternativa, y repuso:
– Estuvimos investigando a Daley.
La seriedad se apoderó del rostro de Green.
– Explícate.
– Quería saber qué le movía, de manera que asigné a una agente para que lo averiguara. Se lo trabajó, a ratos, durante casi un año. Me enteré de muchas cosas.
– No dejas de asombrarme, Stephanie. ¿Sabes lo que habría pasado si él se llega a dar cuenta?
– Supongo que me habrían despedido, así que ¿ahora qué importa?
– Está intentando matarte. Tal vez sepa que lo investigaste.
– Lo dudo. La agente era muy buena. No obstante, Daley está en un buen lío. Antes dijiste que no habías descubierto ninguna infracción de la ley. Pues yo sí. Montones. Financiación de campañas, sobornos, fraudes. Daley es el contacto entre personas acomodadas y la Casa Blanca, gente que no quiere que su nombre salga a la luz.
– ¿Por qué no lo atacaste?
– Pensaba hacerlo. Pero entonces apareció lo de la filtración. Tenía que esperar.
– Y ahora que está al frente del Magellan Billet, ¿sabrá lo que hiciste? -preguntó Cassiopeia.
Ella negó con la cabeza.
– Tengo la información guardada bajo llave, y la agente que llevó la investigación fue trasladada hace meses. Sólo lo sabíamos ella y yo.
Green sirvió café en dos tazas.
– ¿Qué quieres hacer?
– Aprovechando que tengo aquí a esta amiga tan habilidosa, he pensado que podríamos concluir la investigación.
– No me gusta cómo suena eso -afirmó Cassiopeia.
Green hizo un gesto y dijo:
– Poneos lo que queráis en el café.
– ¿Tú no tomas? -preguntó Stephanie.
– No bebo café.
– Entonces ¿por qué tienes cafetera?
– Porque tengo invitados. -Se detuvo-. De cuando en cuando.
La solidez de Green, su masculina seriedad, dio paso por un instante a una sinceridad juvenil, y a ella le gustó.
– ¿Alguien a quien yo conozca? -se interesó Stephanie.
Green esbozó una sonrisa.
– Eres una cajita de sorpresas -comentó ella.
– Como alguien más a quien todos nosotros conocemos -apuntó Cassiopeia, que bebía sorbos de café.
Green asintió, al parecer satisfecho con el cambio de tema.
– Henrik es un hombre asombroso. Siempre va un paso por delante. Pero ¿y tú, Stephanie? ¿Cómo pretendes cerrar la investigación?
La aludida saboreó el humeante líquido y permitió que un sorbo le calentara la garganta.
– Tenemos que ir a su casa.
– ¿Por qué? -quiso saber Cassiopeia-. Aunque consiguiéramos entrar, seguro que su computador tiene una contraseña.
Stephanie sonrió.
– Eso no es un problema.
Green la miró con cierta curiosidad y no fue capaz de ocultar su sorpresa.
– Ya conoces la contraseña, ¿verdad?
Ella asintió y repuso:
– Es hora de pillar a ese hijo de puta.
Malone entró en el business center del Savoy. El amplio espacio estaba bien equipado, con computadores, faxes y fotocopiadoras. Le dijo al encargado lo que quería y no tardaron en conducirlo hasta un terminal. El importe sería cargado a la habitación de McCollum.
Se disponía a sentarse, pero Pam se lo impidió.
– ¿Te importa? -preguntó ésta.
Malone decidió cederle el honor. Se había percatado de que ella sabía lo que él quería hacer.
– ¿Por qué no? Adelante.
Malone le entregó el papel donde estaba anotado el comienzo de la búsqueda y después se volvió hacia McCollum.
– Dijo que consiguió esto hace poco, ¿no?
– No. No mencioné cuándo. Buen intento, Malone.
– Necesito saberlo, es importante. ¿En los últimos meses?
Su benefactor vaciló y, acto seguido, asintió.
Malone le explicó lo que había deducido.
– Por lo que sé, los Guardianes llevan siglos invitando a gente a la biblioteca. Y deben adaptar la búsqueda a cada época. Apuesto a que incluso la adaptan al invitado. ¿Por qué no personalizarla? Se toman un montón de molestias en todo lo demás, ¿por qué no en esto?
McCollum afirmó con la cabeza.
– Tiene sentido.
Pam pulsó unas teclas.
– La primera parte: «Cuan extraños son los manuscritos, gran viajero de lo desconocido. Aparecen por separado, pero parecen uno a quienes saben que los colores del arco iris se tornan una única luz blanca. ¿Cómo encontrar ese único rayo?» -dijo Malone-. Esto es paja, sólo un modo de decir que hay mucha información. Pero la siguiente: «Es un misterio, pero ve a la capilla que hay junto al Tajo, en Belém, consagrada a nuestro santo patrón.» Por ahí empezaremos.
– Lo tengo -anunció Pam.
Él sonrió. Su ex iba por delante de él, y eso le gustaba.
– He efectuado una búsqueda con Tajo y Belém.
– ¿No es demasiado fácil? -objetó McCollum.
– Los Guardianes no pueden permanecer ajenos al mundo. Internet existe, así que deben dar por sentado que sus invitados la utilizan.
Malone miró la pantalla. El sitio web que Pam había encontrado era de Portugal, una página de viajes y turismo que mencionaba lugares de interés en Lisboa y sus alrededores.
– Belém -informó Pam-. No está muy lejos de Lisboa, donde el río Tajo se une al mar. Belém es Belén en portugués.
Malone leyó la información relativa a esa lengua de tierra situada al suroeste del centro de Lisboa, el lugar del cual partían las carabelas portuguesas hacia oriente: Vasco De Gama a la India, Bartolomé Díaz a doblar el cabo de Buena Esperanza… Belém prosperó gracias a las riquezas -principalmente especias- que llegaron al país desde Extremo Oriente. El rey mandó construir allí un palacio de verano, y muchos ciudadanos acaudalados se establecieron allí. En su día era un municipio separado. En la actualidad constituía un imán que atraía a los turistas a disfrutar de sus tiendas, cafés y museos.
– Enrique el Navegante guarda relación con el sitio -añadió Pam.
– Pasemos a lo de la capilla consagrada al santo patrón -propuso Malone.
Unos cuantos clicks de ratón y Pam señaló el monitor.
– Ahí la tienes.
Una gigantesca construcción de gastada piedra llenó la pantalla. Intrincadas agujas se alzaban hacia un cielo nublado. El estilo era una combinación de arquitectura gótica y renacentista con evidentes influencias moriscas. Llamativas imágenes salpicaban la pétrea fachada.
– El monasterio de Santa María de Belém -leyó Malone.
Pam fue bajando, y él leyó que era uno de los monumentos más conocidos de Portugal, a menudo llamado Monasterio de los Jerónimos. Muchos de los personajes más importantes del país, incluidos sus reyes y reinas, se hallaban enterrados allí.
– ¿Cómo es que ha aparecido esto? -le preguntó a Pam.
– Escribí varias palabras clave y el motor de búsqueda fue directo ahí. En 1498, cuando Vasco De Gama volvió de su viaje tras descubrir la ruta a la India, el rey de Portugal aportó fondos para erigir el monasterio. La Orden de san Jerónimo tomó posesión del lugar en 1500, y la primera piedra se puso el 6 de enero de 1501.
Malone conocía la importancia de esa fecha de cuando era pequeño. Su madre era católica, y ellos iban a la iglesia con regularidad, sobre todo después de que falleciera su padre. El 6 de enero, la festividad de la Epifanía.
¿Qué había escrito Haddad en sus libretas?
«Las grandes búsquedas a menudo comienzan con una epifanía.»
– La capilla principal del monasterio se consagró a san Jerónimo -contó Pam-. Cotton, ¿recuerdas lo que dijo Haddad de él?
Lo recordaba. San Jerónimo fue uno de los primeros padres de la iglesia que, en el siglo iv, tradujo numerosos textos bíblicos al latín, incluido el Antiguo Testamento.
– Hay un enlace con más cosas sobre san Jerónimo -añadió ella, y la pantalla cambió con otro clic del ratón.
Los tres se pusieron a leer, y fue Malone quien lo vio primero.
– Es el santo patrón de las bibliotecas. Por lo visto, esta búsqueda empieza en Lisboa.
– No está mal, Malone.
– ¿Nos hemos ganado el resto?
– Como le dije, los acertijos no son lo mío, y a ustedes dos parece que se les dan bien. Pero el resto es más complicado.
Él sonrió.
– ¿Y si lo intentamos entre los tres y vemos adonde nos lleva?
Viena
13:00
Thorvaldsen salió del baño y vio que Gary estaba deshaciendo el equipaje. Aparte de lo que llevaba puesto cuando lo secuestraron, el muchacho no tenía más ropa, así que el día anterior Jesper había ido a Copenhague a comprarle unas cuantas cosas.
– Esta casa es antigua, ¿no? -preguntó el chico.
– Lleva en pie desde hace generaciones, como Christiangade.
– En Europa hay un montón de cosas antiguas, no como en casa.
Thorvaldsen esbozó una sonrisa.
– Llevamos algo más en el mundo.
– La habitación es estupenda.
También él opinaba que el cuarto era muy interesante. En la segunda planta, cerca de su anfitrión. Una novedad. Estaba decorado con mobiliario femenino, sin duda había pertenecido a una mujer con gusto.
– ¿Te gusta la historia? -quiso saber el danés.
Gary se encogió de hombros.
– No me gustaba hasta hace dos veranos. Aquí es mucho más interesante, cuando se ve.
Thorvaldsen decidió que había llegado la hora de comentarle al chico cuál era la situación.
– ¿Qué te han parecido nuestro anfitrión y su hija?
– No muy amables. Pero parece que les cae bien.
– Conozco a Alfred desde hace mucho, pero me temo que trama algo.
Gary se sentó en la cama.
– Creo que tal vez esté detrás de tu rapto.
Vio que el muchacho empezaba a comprender el aprieto en que se hallaban.
– ¿Está seguro?
El danés meneó la cabeza.
– Por eso estamos aquí, para averiguarlo.
– Yo también quiero saberlo. Esos tipos le dieron un susto de muerte a mi madre, y eso no me gusta.
– ¿Tienes miedo?
– No me habría traído si corriese peligro.
Le gustó la respuesta. El chaval era listo.
– Has visto morir a dos hombres. Pocos chicos de quince años pueden decir lo mismo. ¿Estás bien?
– El que se cargó mi padre se lo merecía. Intentó secuestrarme. Papá hizo lo que debía. ¿Qué va a hacer usted?
– No estoy seguro, pero durante los próximos días aquí habrá un montón de gente, gente poderosa de la que tal vez averigüe lo que queremos saber.
– ¿Es como un club o algo por el estilo?
– Podría decirse que sí. Gente con intereses similares que se reúne para hablar de esos intereses.
Su móvil tintineó en la mesilla de noche, y él se acercó y vio el número: Jesper. Lo cogió.
– Tiene una llamada. De Tel Aviv.
– Pues pásamela ya mismo.
A los pocos segundos, después de establecer la conexión, oyó decir a una grave voz de barítono:
– Henrik, ¿qué te traes entre manos?
– ¿A qué te refieres?
– No te hagas el tonto. Cuando llamaste ayer sospeché algo, Pero ahora estoy paranoico perdido.
El día anterior había llamado al despacho del primer ministro israelí. Como había donado millones para causas judías y financiado a multitud de políticos israelíes, incluido el actual primer ministro, su llamada no había sido pasada por alto. Sólo había hecho una simple pregunta: ¿qué interés tiene Israel en George Haddad? No había hablado directamente con el primer ministro a propósito, sino que había encauzado la pregunta a través de su jefe de gabinete, que ahora, notó, estaba nervioso. De manera que inquirió:
– ¿Conoces la respuesta a mi pregunta?
– El Mosad nos dijo que nos metiéramos en nuestros asuntos.
– ¿Así es como le hablan a sus dirigentes?
– Sólo cuando quieren que nos metamos en nuestros asuntos.
– Así que ¿no hay respuesta?
– No he dicho eso. Quieren muerto a George Haddad y quieren pararle los pies a Cotton Malone. Al parecer Malone y su ex mujer van camino de Lisboa en este momento, y eso después de que la otra noche cuatro personas murieran en un museo del norte de Londres. Curiosamente los británicos saben que Malone tuvo algo que ver en esos asesinatos, pero no han hecho nada. Lo han dejado salir del país sin más. Los nuestros opinan que es porque los americanos dieron luz verde a lo que hizo. Creen que Norteamérica ha vuelto a entrometerse… en lo tocante a George Haddad.
– ¿Cómo es que saben eso tus empleados?
– Tienen, línea directa con Malone. Saben exactamente dónde está y qué hace. Además, contaban con esto desde hace algún tiempo.
– Parece que hay mucho movimiento por ahí.
– Por no decir otra cosa. El primer ministro y yo apreciamos tu amistad. Eres un mecenas de esta nación. Por eso te hemos llamado. El Mosad va a eliminar a Malone, ya han enviado a unos agentes rumbo a Lisboa. Si puedes prevenirlo, hazlo.
– Ojalá pudiera, pero no tengo forma.
– Pues que Dios lo proteja. Va a necesitarlo.
La conexión se interrumpió, y él colgó el teléfono.
– ¿Algún problema? -preguntó Gary.
Thorvaldsen recobró la compostura.
– Sólo un asunto de poca importancia con una de mis empresas. Tengo negocios que dirigir, ¿sabes?
El muchacho pareció aceptar la explicación.
– Ha dicho que hemos venido a una especie de club, pero no me ha dicho qué tiene eso que ver conmigo.
– A decir verdad es una pregunta excelente. Te responderé mientras damos un paseo. Ven, te enseñaré la propiedad.
Alfred Hermann oyó cerrarse la puerta de la habitación de Thorvaldsen. El micrófono que había instalado en la estancia funcionaba a la perfección. Margarete se sentó frente a él mientras desconectaba el altavoz.
– Ese danés es un problema -dijo ella.
Había tardado lo suyo en darse cuenta. A todas luces Thorvaldsen se encontraba allí para investigar, pero Hermann sintió curiosidad por la llamada telefónica. Su viejo amigo no había dicho gran cosa que apuntara a su naturaleza, y él dudaba de que tuviera algo que ver con los negocios.
– ¿Es verdad? -quiso saber Margarete-. ¿Te llevaste al chico?
Su padre le había permitido escuchar por una razón, de manera que asintió.
– Formaba parte de nuestro plan. Pero también dejamos que lo rescataran. En este momento Dominick cultiva las semillas que plantamos.
– ¿La biblioteca?
Él asintió.
– Creemos que andamos sobre la pista.
– Y ¿pretendes confiar a Sabre esa información?
– Es nuestro emisario.
Ella meneó la cabeza en señal de contrariedad.
– Padre, es un oportunista codicioso. Llevo años diciéndotelo.
La paciencia de Hermann se agotó.
– No te he puesto al corriente de lo que está sucediendo para que discutamos. Necesito tu ayuda.
Vio que su hija captaba la tensión de su voz.
– Claro. No pretendía extralimitarme.
– Margarete, el mundo es un lugar complicado. Uno ha de servirse de los recursos que están a su alcance. Céntrate. Ayúdame a manejar esto y deja que Dominick se ocupe de lo suyo.
Ella respiró hondo y soltó el aire, con los dientes apretados, algo que solía hacer cuando estaba nerviosa.
– ¿Qué quieres que haga?
– Ve a dar una vuelta y tropiézate con Henrik. Aquí se cree a salvo. Haz que se sienta así.
Washington, DC
10:30
A Stephanie no le gustaba su nueva imagen. Su cabello rubio plateado ahora era caoba claro, el resultado de un tinte rápido aplicado por Cassiopeia. Maquillaje distinto, ropa nueva y unas gafas claras completaban el cambio. No era perfecto, pero bastaba para ocultarse en público.
– Llevo ni se sabe cuánto sin ponerme unos pantalones de lana Geraldine -le confesó a Cassiopeia.
– He pagado una fortuna por ellos, así que cuídalos.
Ella sonrió.
– Como si no pudieras permitírtelo.
Una blusa con cuello redondo y una chaqueta azul marino redondeaban el conjunto. Iban en un taxi que avanzaba a duras penas entre el tráfico de la mañana.
– Casi no te reconozco -aseguró Cassiopeia.
– ¿Me estás diciendo que me visto como una vieja?
– A tu armario no le vendría mal una puesta al día.
– Puede que, si sobrevivo a esto, deje que me lleves de compras.
Los ojos de su amiga brillaron divertidos. A Stephanie le caía bien esa mujer; su seguridad en sí misma podía ser contagiosa.
Se dirigían a casa de Larry Daley, que vivía en Cleveland Park, un bonito barrio residencial no muy lejos de la catedral episcopaliana. En su día refugio veraniego de washingtonianos que querían escapar del calor de la ciudad, en la actualidad acogía estrafalaria tiendas, modernos cafés y un popular teatro art déco.
Stephanie le dijo al taxista que parara a tres manzanas de la dirección y pagó la carrera. El resto del camino lo hicieron andando
– Daley es un capullo arrogante -afirmó Stephanie-. Como cree que nadie lo vigila, guarda unos archivos. Una solemne tontería, en mi opinión, pero lo hace.
– ¿Cómo te acercaste a él?
– Es un mujeriego. Sencillamente le di la oportunidad.
– ¿Secretos de alcoba?
– De los peorcitos.
La casa era otro antiguo refugio Victoriano. En un principio ella se había preguntado cómo podía permitirse Daley la sin duda astronómica hipoteca, pero después supo que la vivienda era alquilada. Una pegatina en una de las ventanas de la planta baja anunciaba que la propiedad estaba protegida por una alarma. A esa hora, alrededor de mediodía, Daley se encontraría en la Casa Blanca, donde pasaba al menos dieciocho horas. A la prensa conservadora le encantaba alabar su dedicación al trabajo, pero Stephanie no se dejaba engañar. Lo cierto es que Daley no quería perderse nada ni un solo momento.
– Te propongo un trato -propuso ella.
En los labios de Cassiopeia afloró una sonrisa maliciosa.
– ¿Quieres que entre?
– Yo me ocuparé de la alarma.
Sabre se estaba adaptando a la personalidad de Jimmy McCollum. No había utilizado ese nombre en mucho tiempo, pero lo consideró prudente, dado que Malone bien podía comprobarlo. Figuraba en documentos del Ejército. Tenía una partida de nacimiento, una tarjeta de la seguridad social y más, puesto que se había cambiado el nombre ya en Europa. El de Dominick Sabre aportaba cierta confianza y un halo de misterio. Los tipos que lo habían contratado no sabían gran cosa de él, de manera que era importante que su nombre fuese lo suficientemente atractivo. Se había topado con él en un cementerio alemán, un aristócrata fallecido en la década de 1880.
Ahora volvía a ser Jimmy McCollum.
Su madre lo llamó James, como el padre de ella, al cual él llamaba Big Daddy, uno de los pocos hombres de su vida que le habían mostrado respeto. A su propio padre no lo conoció, y tampoco creía que su madre supiera a ciencia cierta a cuál de sus amantes culpar. Aunque había sido una buena madre, que lo trataba con amabilidad, iba de hombre en hombre, se casó tres veces y despilfarró su dinero. Él se marchó de casa a los dieciocho años para entrar en el Ejército. Su madre quería que fuese a la universidad, pero los estudios no le interesaban. Al igual que su madre, se sentía atraído por las grandes oportunidades.
No obstante, a diferencia de ella, él había conseguido aprovechar las que se le habían presentado: el Ejército, las fuerzas especiales, Europa, las Sillas.
Había trabajado para otros durante dieciséis años, cumpliendo sus órdenes, aceptando sus migajas, sintiéndose satisfecho con sus míseros elogios.
Había llegado el momento de trabajar para él mismo.
¿Arriesgado? Sin duda.
Pero el Círculo respetaba el poder, admiraba la inteligencia y sólo negociaba con la fuerza. Sabre quería formar parte de él, tal vez incluso ocupar una silla. Más aún, si la desaparecida Biblioteca de Alejandría albergaba lo que creía Alfred Hermann, quizá pudiera ejercer su influencia en el mundo.
Lo cual significaba poder.
En sus manos.
Tenía que encontrar la biblioteca.
Y el hombre que estaba sentado al otro lado del pasillo en el vuelo de TAP de Londres a Lisboa iba a mostrarle el camino.
Cotton Malone y su ex mujer habían desentrañado la primera parte de la búsqueda del héroe en cuestión de minutos. Sabre confiaba en que pudieran descifrar el resto. Y, cuando lo hubiesen hecho, los eliminaría.
Sin embargo no era ningún estúpido. No cabía duda de que Malone sería precavido.
Así que él tendría que ser impredecible.
Stephanie miraba mientras Cassiopeia forzaba la puerta trasera de la casa de Larry Daley.
– Menos de un minuto -alabó-. No está mal. ¿Te lo enseñaron en Oxford?
– La verdad es que lo hice allí por primera vez. Un mueble bar, si mal no recuerdo.
Stephanie abrió la puerta y aguzó el oído.
De un pasillo contiguo llegaban pitidos. Corrió hasta el teclado de seguridad e introdujo un código de cuatro dígitos con la esperanza de que el idiota de Daley no hubiese cambiado el número.
El pitido cesó y la luz roja pasó a verde.
– ¿Cómo lo sabías?
– Me lo dijo mi agente.
Cassiopeia sacudió la cabeza.
– ¿Tan idiota es?
– A veces piensa con lo que no debe. Él creía que ella estaba allí sólo para complacerlo.
Stephanie estudió el interior, iluminado por la luz del sol. Decoración moderna, negro, plata, blanco y gris. Arte abstracto en las paredes. Nada decía nada ni transmitía nada. De lo más adecuado.
– ¿Qué buscamos? -inquirió Cassiopeia.
– Por aquí.
Stephanie recorrió un corto pasillo y llegó hasta el despacho. Su agente había informado de que Daley lo descargaba todo en memorias USB protegidas con una contraseña, que nunca guardaba datos ni en el portátil ni en el computador de la Casa Blanca. La prostituta a la que contrató su agente para seducir a Daley lo supo una noche en que Daley trabajaba con el computador mientras ella se lo trabajaba a él.
Le contó a Cassiopeia lo que sabía.
– Por desgracia no sé dónde esconde esas memorias USB.
– ¿Demasiado ocupada?
Stephanie sonrió.
– Cada cual tiene su trabajo. Y no lo critiques. Las prostitutas son una de las fuentes de información más provechosas.
– Y tú dices que yo soy retorcida.
– Hemos de encontrar dónde esconde las memorias.
Cassiopeia se dejó caer en una silla de madera que acogió su escaso peso con chirridos y crujidos.
– Tiene que estar a la vista.
Stephanie hizo inventario: en la mesa había un cartapacio, un portalapiceros, fotos de Daley con el presidente y el vicepresidente y una lámpara. Unas estanterías que iban del suelo al techo ocupaban dos de las paredes. La habitación tendría unos cuatro metros cuadrados. El suelo, al igual que el del resto de la casa, era de madera noble.
No había muchos escondrijos.
Los libros de las estanterías llamaron su atención. A Daley parecían entusiasmarle los tratados políticos. Había muchos, alrededor de un centenar. Ediciones en rústica y tapa dura, muchas de las cubiertas manoseadas, lo que indicaba que los había leído. Ella meneó la cabeza.
– Un entendido en política moderna. Y lo lee todo.
– ¿Por qué esa actitud hacia él?
– Porque siempre que ando a su alrededor me entran ganas de darme una ducha después. Por no mencionar que intentó despedirme desde el primer día. -Hizo una pausa-. Y al final lo ha conseguido.
Una llave se introdujo en la cerradura de la puerta principal.
Stephanie volvió la cabeza. Sus ojos recorrieron el pasillo y se detuvieron en la parte delantera de la casa.
La puerta se abrió, y ella oyó la voz de Larry Daley. Y luego otra voz. De mujer: Heather Dixon.
A una señal de Stephanie, ambas corrieron por el pasillo y se metieron en uno de los dormitorios.
– Deja que desactive la alarma -dijo Daley.
Unos segundos de silencio.
– Qué raro -comentó él.
– ¿Algún problema?
Stephanie lo supo en el acto: había olvidado volver a activar el sistema después de entrar.
– Estoy seguro de que la conecté antes de salir -aseguró Daley.
De nuevo unos momentos de silencio. A continuación Stephanie oyó el clic de una bala al entrar en una recámara.
– Echemos un vistazo -propuso Dixon.
Lisboa
15:30
Malone contemplaba el monasterio de Santa María de Belém. Él, Pam y Jimmy McCollum habían ido en avión de Londres a Lisboa y después tomado un taxi que les llevó del aeropuerto hasta el río.
Lisboa estaba encaramada en lo alto de una amplia sucesión de colinas desde las que se dominaba el estuario del Tajo, que más bien parecía un mar. Era un lugar de amplios bulevares simétricos y bonitas plazas llenas de árboles. Uno de los mayores puentes en suspensión del mundo salvaba el poderoso río y conducía hasta una imponente estatua de Cristo con los brazos extendidos que abarcaba la ciudad desde la orilla oriental. Malone había ido allí muchas veces y siempre le recordaba a San Francisco, tanto por su urbanismo como por los frecuentes terremotos, varios de los cuales habían dejado su huella.
Todos los países poseían cosas espléndidas: Egipto, las pirámides; Italia, San Pedro; Inglaterra, Westminster; Francia, Versalles. Por el taxista que los cogió en el aeropuerto supo que el orgullo nacional de Portugal era la abadía que tenía ante sus ojos. Su fachada de piedra caliza blanca era espectacular, estaba envejecida como el marfil antiguo y combinaba elementos moriscos, bizantinos y del gótico francés en una exuberante decoración que parecía insuflar vida a los altísimos muros.
Había gente por todas partes. Un torrente de turistas, cámara en mano, entraba y salía. Al otro lado de un concurrido bulevar y de las vías del tren, frente a la impresionante fachada sur, los autocares turísticos esperaban en batería, como barcos amarrados en un puerto. Un letrero informaba a los visitantes de que la abadía se erigió en el año 1500 en cumplimiento de una promesa hecha por el rey Manuel I a la Virgen María y se levantó donde antes se hallaba un antiguo albergue de marineros construido por Enrique el Navegante. Colón, Vasco De Gama y Magallanes rezaron allí antes de emprender sus respectivos viajes. A lo largo de los siglos la ingente estructura había hecho las veces de convento, asilo y orfanato. Ahora era Patrimonio de la Humanidad y había sido objeto de una restauración que le había devuelto gran parte de su pasada gloria.
– La iglesia y la abadía están consagradas a san Jerónimo -oyó que decía en italiano una de las guías turísticas a un grupo-. Resulta simbólico, en el sentido de que tanto san Jerónimo como este monasterio supusieron nuevos puntos de partida de la Cristiandad. Desde aquí zarparon barcos para descubrir el Nuevo Mundo y llevar allí a Cristo. San Jerónimo tradujo la antigua Biblia al latín, para que más personas pudiesen descubrir tan maravilloso texto.
Malone supo que McCollum también entendía a la mujer.
– ¿Habla italiano? -le preguntó.
– Lo suficiente.
– Tiene usted muchas dotes.
– Se hace lo que se puede.
A Malone no se le pasó por alto la hosquedad del otro.
– Bueno, ¿qué es lo siguiente en esta búsqueda?
McCollum sacó otro papel en el que estaba escrito parte del primer extracto y más frases crípticas.
Es un misterio, pero ve a la capilla que hay junto al Tajo, en Belém, consagrada a nuestro santo patrón. Comienza el viaje en las sombras y termínalo en la luz, donde un astro que retrocede halla una rosa, atraviesa una cruz de madera y convierte la plata en oro. Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar. Después, como los pastores del pintor Poussin, desconcertados por el enigma, serás bañado por la luz de la inspiración.
Malone le pasó la hoja a Pam y dijo:
– Muy bien, vayamos a ver qué hay.
Siguieron a un tropel de turistas hasta la entrada. Un letrero anunciaba que entrar en la iglesia era gratis, pero para visitar el resto de las construcciones había que pagar.
En el interior de la iglesia, en lo que se denominaba el coro bajo, el abovedado techo era de escasa altura y provocaba una imponente sensación de lobreguez. A su izquierda se hallaba el cenotafio de Vasco de Gama. Sencillo y solemne, rebosaba de símbolos náuticos. Otra tumba, la del poeta Luís de Camões, descansaba a su derecha junto con una pila bautismal. Los desnudos muros de ambos cubículos incrementaban la austeridad y la grandeza. La gente abarrotaba los espacios, las cámaras disparaban y los guías turísticos resaltaban monótonamente la importancia de los fallecidos.
Malone se adentró en la nave, y la escasa luz inicial del coro bajo dio paso a un luminoso prodigio: seis esbeltas columnas, cada una de ellas con profusión de flores esculpidas, se alzaban hacia el cielo. El sol de la tarde se colaba por una sucesión de vidrieras, y luz y sombras se perseguían por los muros de piedra caliza, agrisados por los años. La bóveda del techo se asemejaba a un haz de nervios, las columnas parecidas a los soportes de un dosel. Malone percibió las influencias árabes y reparó en filigranas bizantinas. Un millar de detalles se multiplicaban a su alrededor.
Extraordinario.
Más extraordinario aún, pensó, era que los antiguos hubiesen tenido el valor de construir algo tan imponente en el tembloroso suelo lisboeta.
Los bancos de madera que en su día acogieran a monjes ahora sólo acomodaban a curiosos. Un tenue murmullo resonaba en la nave, acallado periódicamente por una voz sosegada procedente de un sistema de megafonía que pedía silencio en diversos idiomas. Malone localizó la admonitoria fuente: un sacerdote ante un micrófono, en el altar menor con forma de cruz. Nadie parecía prestar atención a la advertencia, en particular los guías, que seguían con sus discursos.
– Este sitio es magnífico -observó Pam.
Malone coincidía con ella.
– El letrero de fuera dice que cierra a las cinco. Tenemos que sacar entradas para ver el resto.
– Yo iré por ellas -se ofreció McCollum-. Pero la pista sólo nos lleva hasta aquí, hasta la iglesia, ¿no?
– No lo sé. Para asegurarnos echaremos un vistazo a todo.
McCollum se abrió paso entre la maraña de gente para ir al pórtico.
– ¿Tú qué opinas? -preguntó Pam, todavía con el papel en la mano.
– ¿De él o de la búsqueda?
– Ambas cosas son un problema.
Malone sonrió. Ella estaba en lo cierto. Sin embargo, con respecto a la búsqueda dijo:
– Parte de ella tiene sentido ahora: «Comienza el viaje en las sombras y termínalo en la luz.» Eso es la entrada: ahí atrás es como un sótano que después se convierte en un luminoso desván.
El sacerdote volvió a pedir al gentío que guardara silencio, y nuevamente nadie le hizo el menor caso.
– El suyo es un trabajo duro -comentó Pam.
– Como el niño que apunta los nombres cuando el profesor sale del aula.
– Muy bien, señor Genio -comenzó ella-. ¿Y lo de «donde un astro que retrocede halla una rosa, atraviesa una cruz de madera y convierte la plata en oro. Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar»?
Malone ya estaba pensando en ello, su atención fija en el presbiterio, delante, donde un muro servía de telón de fondo al altar mayor, el conjunto coronado por la combinación de una cúpula semiesférica, una bóveda de cañón y un techo de piedra. Columnas jónicas y corintias se elevaban simétricamente en tres de los lados del presbiterio, enmarcando unos receptáculos de piedra abovedados que exhibían unos sarcófagos reales con bajorrelieves. Cinco tablas vestían el muro cóncavo, y todo ello convergía en el majestuoso sagrario barroco que ocupaba el centro, elevado por encima del altar mayor,
Malone sorteó a los turistas rezagados y se dirigió al extremo del altar menor. Cordones de terciopelo impedían la entrada al presbiterio. Un nuevo letrero le informó de que el sagrario, de plata, era obra del orfebre João de Sousa, y que databa de entre 1674 y 1678. Incluso desde quince metros de distancia el sagrario, profusamente labrado, parecía espléndido.
Malone dio media vuelta y observó, al fondo de la nave, más allá de las columnas y los bancos, el coro bajo, por donde habían entrado.
Entonces lo vio: en el coro alto, tras una gruesa balaustrada de piedra, a unos quince metros sobre el piso de la iglesia. En lo alto, un enorme ojo lo miraba. La ventana circular tendría un diámetro de tres metros o más. Parteluces con tracería partían de su centro. Las nervaduras del techo serpenteaban hacia ella y parecían desvanecerse en aquel resplandor carente de sombras, brillante como el foco de un escenario, que bañaba de luz el interior de la iglesia.
Era un adorno habitual en numerosas iglesias medievales, se lo llamaba «rosetón» por su caprichosa forma.
Mirando justo al oeste. Por donde declina el día. Resplandeciente como el sol.
Pero había más.
En medio de la balaustrada del coro superior se veía una gran cruz. Malone se adelantó y observó que ésta encajaba perfectamente en el rosetón, los brillantes rayos de luz la atravesaban y se perdían en la nave.
«Donde un astro que retrocede halla una rosa, atraviesa una cruz de madera y convierte la plata en oro».
Por lo visto habían encontrado el sitio.
Viena
16:30
Thorvaldsen admiraba el espectáculo de flores, agua y estatuas de mármol del enorme jardín, obra de varias generaciones. Paseos sombreados serpenteaban desde el château hasta herbosos claros; y se hallaban flanqueados por estatuas, bajorrelieves y fuentes. Con frecuencia las influencias francesas daban paso a un patente gusto italiano.
– ¿Quiénes son los propietarios de esto? -preguntó Gary.
– Los Hermann son una familia muy arraigada en Austria, igual que la mía en Dinamarca. Es bastante adinerada y poderosa.
– ¿Él es amigo suyo?
Interesante pregunta, teniendo en cuenta las sospechas que albergaba.
– Hasta hace unos días eso pensaba, pero ahora no estoy tan seguro.
Al danés le satisfacía la curiosidad del muchacho. Y sabía que Malone no era su padre. Cuando Malone volvió de llevar a Gary a su casa tras la visita estival, le contó lo que Pam le había revelado. Thorvaldsen fingió no saber nada la primera vez que la vio, unas noches antes, aunque supo en el acto quién era. La presencia de esa mujer en su casa junto con Malone vaticinaba problemas, razón por la cual apostó a Jesper a la puerta del despacho. Pam Malone estaba muy nerviosa, aunque por suerte se había tranquilizado. A esas alturas ya debía encontrarse en Georgia. Sin embargo, la llamada de Tel Aviv le informó de que «al parecer Malone y su ex mujer van camino de Lisboa en este momento».
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué iban allí? Y ¿dónde estaba Las Garras del Águila?
– Hemos venido aquí a ayudar a tu padre -le explicó Thorvaldsen a Gary.
– Mi padre no dijo nada de ir a ninguna parte. Me pidió que me quedase y tuviese cuidado.
– Pero también que hicieras lo que yo te dijese.
– Pues cuando me chille espero que asuma su responsabilidad.
El danés sonrió.
– Con mucho gusto.
– ¿Ha visto matar alguna vez a alguien?
Thorvaldsen sabía que el recuerdo del martes debía ser inquietante, por mucho que el chico quisiera ser valiente.
– Varias.
– Mi padre le disparó al tipo ese en la cabeza. Pero ¿sabe qué? Me dio igual.
El danés meneó la cabeza al oír la bravata.
– Ten cuidado, Gary. No te acostumbres nunca a matar, por mucho que alguien pueda merecerlo.
– No me refería a eso, sino a que era una mala persona. Amenazó con matar a mamá.
Pasaron ante una columna de mármol coronada por una estatua de Diana. La brisa mecía los árboles y hacía temblar las sombras proyectadas en la ondeante hierba.
– Tu padre hizo lo que debía. No le gustó, simplemente lo hizo.
– Y yo también lo habría hecho.
A la genética podían darle: Gary era hijo de Malone. Y aunque el muchacho sólo tenía quince años, ciertamente era posible suscitar su indignación -como ocurría con su padre-, sobre todo si un ser querido se veía amenazado. Gary sabía que sus padres habían ido a Londres, pero no que su madre seguía involucrada en aquel asunto. Merecía conocer la verdad.
– Tu madre y tu padre van camino de Lisboa.
– ¿De eso iba la llamada que recibió en la habitación?
El danés asintió, y le hizo sonreír la resolución con la que el chaval encaraba las noticias.
– ¿Por qué continúa mamá con él? No dijo que fuera a quedarse cuando llamó la otra noche. No se llevan bien.
– No lo sé. Tendremos que esperar a que uno de los dos vuelva a llamar.
No obstante también él quería saber a toda costa la respuesta a esa pregunta. Más adelante vio el lugar al que se dirigían: un belvedere de mármol rematado por hierro dorado. La balaustrada daba a un lago cristalino, su argéntea superficie era serena y umbrosa.
Entraron en él y el danés se acercó a la balaustrada.
Enormes macetas llenas de flores aromáticas adornaban el interior. Como siempre, Hermann se había asegurado de que todo fuese modélico.
– Alguien viene -informó Gary.
Thorvaldsen no se volvió, no era preciso. La vio mentalmente: baja, regordeta, resoplando mientras caminaba. Mantuvo la mirada fija en el lago y disfrutó del dulce olor de la hierba y las flores.
– ¿Viene deprisa la dama?
– ¿Cómo ha sabido que era una mujer?
– Ya aprenderás que no se puede ganar una contienda si tu enemigo no es predecible en algún aspecto.
– Es la hija del señor Hermann.
El danés siguió admirando el lago, observando a una familia de patos que se dirigía hacia la orilla.
– No le digas nada de nada. Escucha y habla poco. Así descubrirás lo que quieras saber.
Oyó un resonar de pies en el suelo de piedra del belvedere y se giró cuando Margarete estaba cerca.
– En casa me dijeron que vendrías aquí -explicó-. Y me acordé de que éste era uno de tus lugares preferidos.
Él sonrió al ver la evidente satisfacción de la chica.
– Aquí hay intimidad. Está lejos del castillo, y los árboles dan tranquilidad. Me gusta mucho este sitio. Era el favorito de tu madre, si mal no recuerdo.
– Mi padre lo construyó especialmente para ella. Mi madre pasó su último día de vida aquí.
– ¿La echas de menos?
– Murió cuando yo era pequeña, así que no estábamos muy unidas. Pero mi padre sí que la echa de menos.
– ¿No echas de menos a tu madre? -inquirió Gary.
Aunque el chico había infringido la norma, a Thorvaldsen no le importó. Lo cierto es que también él sentía curiosidad.
– Claro que sí, sólo que no estábamos unidas… como madre e hija.
– Parece que te interesan los negocios familiares y la Orden.
Thorvaldsen vio que las ideas desfilaban por su cabeza. La chica había heredado más el tosco aspecto austríaco de su padre que la belleza prusiana de su madre. No era especialmente atractiva: cabello oscuro, ojos castaños y nariz fina y prominente. Pero ¿quién era él para juzgar, teniendo en cuenta su espalda deforme, su cabello greñudo y su curtida piel? Se preguntó si tendría pretendientes, pero decidió que aquella mujer no se daría nunca a nadie: era una interesada.
– Soy el único Hermann que queda. -Y añadió una sonrisa que pretendía ser reconfortante, pero que rezumaba irritación.
– ¿Significa eso que vas a heredar todo esto?
– Claro, ¿por qué no iba a ser así?
Él se encogió de hombros,
– No sé qué piensa tu padre. Sin embargo, me he dado cuenta de que en este mundo no hay nada seguro.
Thorvaldsen vio que a ella no le hacían gracia sus insinuaciones. Sin darle tiempo a reaccionar preguntó:
– ¿Por qué intentó tu padre hacerle daño a este chico?
La repentina pregunta tuvo por respuesta una mirada de desconcierto. A todas luces Margarete tampoco sabía ocultar sus emociones, a diferencia de su padre.
– No sé de qué me hablas.
Él se preguntó si Hermann le habría ocultado sus planes.
– Entonces no tienes idea de lo que está haciendo die Klauen der Adler, ¿no?
– Él no es cosa… -Se contuvo.
– No te preocupes, querida. Estoy al tanto de su existencia. Sólo me preguntaba si lo estabas tú.
– Ese hombre es un problema.
Thorvaldsen supo que ella se hallaba al margen de todo. Daba con facilidad demasiada información.
– No podría estar más de acuerdo. Pero, como tú dices, no es cosa ni tuya ni mía, sino del Círculo.
– Desconocía que los miembros supieran de su existencia.
– Sé muchas cosas. En particular lo que está haciendo tu padre. También eso es un problema.
Ella pareció captar la firmeza de su tono, y su mofletudo rostro esbozó una sonrisa nerviosa.
– No olvides dónde estás, Henrik. Éste es territorio Hermann. Estamos al mando de lo que ocurre aquí, así que no deberías preocuparte.
– Interesante observación. Procuraré no olvidarla.
– Creo que tal vez tú y mi padre debierais seguir con esta conversación. -Dio media vuelta para marcharse, y al hacerlo él se apresuró a levantar un brazo.
De entre los cipreses, cargados con el peso de la edad, salieron tres hombres vestidos con uniforme de camuflaje. Se acercaron corriendo y llegaron justo cuando Margarete salía del belvedere.
Dos de ellos la agarraron, y el tercero le tapó la boca con la mano.
Ella se resistió.
– Henrik -dijo Gary-. ¿Qué hace aquí Jesper?
El tercer hombre era el mayordomo. Por otras visitas, Thorvaldsen sabía -a diferencia de lo que presumía Margarete- que el grueso de la seguridad se hallaba en la casa. Las ciento y pico hectáreas de la propiedad no estaban ni valladas ni controladas.
– Estáte quieta -le dijo a la chica.
Ésta dejó de forcejear.
– Vas a irte con estos caballeros.
Ella sacudió violentamente la cabeza.
El danés contaba con que se resistiera, así que asintió y la mano que cubría su boca fue sustituida por un pañuelo con el suficiente anestésico como para provocar un sueño profundo. Bastaron unos segundos para que los vapores hicieran efecto. Su cuerpo se relajó.
– ¿Qué está haciendo? -preguntó Gary-. ¿Por qué le hace daño?
– No le estoy haciendo daño, pero te aseguro que ellos te lo habrían hecho a ti si tu padre no hubiese actuado. -Se dirigió a Jesper-: Ponla a buen recaudo, como hablamos.
Su empleado asintió. Uno de los hombres se echó el robusto cuerpo de Margarete al hombro y los tres desaparecieron entre los árboles.
– ¿Sabía que iba a venir aquí? -inquirió Gary.
– Como te he dicho, es bueno conocer a tu enemigo.
– ¿Por qué se la lleva?
Al danés le gustaban las lecciones, y echaba de menos enseñar a Cai, su hijo muerto.
– Uno no conduce un coche sin tener seguro. Lo que estamos a punto de hacer también entraña riesgos, y ella es nuestro seguro.
Washington, DC
Stephanie se quedó de piedra: Heather Dixon estaba armada y en guardia. Los ojos de Cassiopeia recorrieron la habitación, y ella supo que su compañera buscaba algo que pudiese servirle de arma.
– ¿Qué ocurre? -oyó que Daley le preguntaba a Dixon.
– La alarma está desconectada, lo que significa que hay alguien aquí.
– ¿No crees que es elucubrar demasiado?
– ¿Conectaste la alarma antes de salir?
Otra vez hubo un silencio. Stephanie supo que estaban atrapadas.
– No lo sé -respondió Paley-. Puede que lo olvidara. No sería la primera vez.
– ¿Y si echo un vistazo para asegurarme?
– No tengo tiempo para que juegues a los soldaditos, y esa arma en tu mano me está poniendo cachondo. Estás muy sexy.
– Qué zalamero estás hoy. Así me sacarás lo que quieras.
Más silencio, seguido de un gemido medio ahogado.
– Cuidado con la cabeza. El chichón me duele.
– ¿Estás bien? -inquirió Daley.
Una cremallera.
– Baja el arma -pidió él.
Por la escalera resonaron pasos.
Stephanie miró a Cassiopeia y susurró:
– No me lo puedo creer.
– Al menos sabemos dónde están los dos.
Cierto, aunque la idea no era muy consoladora.
– Tengo que comprobar esto.
Cassiopeia la agarró por el brazo.
– Déjalos.
A diferencia de las últimas doce horas, en las que había tomado decisiones cuando menos discutibles, ahora pensaba con claridad: sabía lo que había que hacer.
Salió del dormitorio. Al otro lado una escalera conducía a la parte superior, la puerta principal estaba a su derecha. Entró en el despacho. Oyó murmullos, risas y el sonido del suelo puesto a prueba.
– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Stephanie.
– ¿Acaso no te enteraste en la investigación?
Ella negó con la cabeza.
– No sabía ni una palabra. Debe de ser reciente.
Cassiopeia desapareció por el pasillo. Ella se detuvo un instante y vio, en una de las sillas, la misma pistola con la que Heather Dixon la había apuntado.
Cogió el arma y salió del despacho.
Malone contempló el rosetón y consultó el reloj: las cinco menos veinte. En el mes en que estaban el sol empezaría a ponerse en los próximos noventa minutos.
– El edificio tiene una orientación este-oeste -le dijo a Pam-. Esa ventana está ahí para atrapar el sol poniente. Tenemos que subir.
Vio que en una puerta una flecha apuntaba al coro alto. Fue hacia ella y encontró, pegada al muro norte de la iglesia, una ancha escalera de piedra abovedado que le daba aspecto de túnel.
Siguió a la multitud que subía.
Llegaron al coro.
Había dos hileras de bancos de madera con altos respaldos, enfrentadas, los bancos estaban adornados con festones y arabescos. Sobre ellos colgaban enormes cuadros barrocos de distintos apóstoles. El pasillo que quedaba entre los bancos llevaba al muro occidental de la iglesia y al rosetón, a unos nueve metros más arriba.
Malone miró hacia arriba: motas de polvo flotaban en los haces de luz.
Se volvió y estudió la cruz que se alzaba en el otro extremo del coro alto. Él y Pam se aproximaron a la balaustrada, y él admiró el dramático realismo de la talla de Cristo. Un letrero en la base proporcionaba información en dos idiomas:
Cristo na Cruz
Cristo en la Cruz
c. 1550
escultura em madeira policroma
escultura en madera policromada
– «Donde un astro que retrocede halla una rosa, atraviesa una cruz de madera» -recordó Pam-. Es esto.
Él asintió, pero ya estaba pensando en las siguientes palabras: «y convierte la plata en oro».
Miró de nuevo el brillante rosetón y siguió los brumosos rayos hasta la cruz y luego hasta la nave. Abajo, la luz dibujaba una franja en el suelo de damero de un pasillo central. La gente pululaba por allí sin prestar atención. La luz continuaba hacia el este, hasta el altar menor, y dibujaba una tenue línea brillante en la alfombra roja.
McCollum apareció por el coro bajo y recorrió el pasillo central hacia la parte delantera de la iglesia.
– Se preguntará dónde estamos -dijo Pam.
– No irá a ninguna parte. Parece que nos necesita.
McCollum se detuvo en la última de las seis columnas y echó un vistazo. Después se giró y los divisó. Malone extendió la mano y le indicó que esperara allí, y después le mostró el índice: bajarían dentro de un minuto.
Le había dicho la verdad a McCollum: se le daban bien los acertijos. En un primer momento ése había resultado un tanto confuso, pero ahora, mirando el conjunto de tallas, nervaduras y arcos, las armoniosas líneas y piedras entretejidas que el tiempo, la naturaleza y el abandono apenas habían alterado, sabía la solución.
Sus ojos siguieron los rayos del sol poniente, que atravesaban el presbiterio, dividían en dos el altar mayor y convergían en el sagrario de plata.
Que lanzaba destellos dorados.
No se había dado cuenta cuando estaban abajo, cerca. O quizás el sol no se hubiese colocado aún en el ángulo adecuado. Sin embargo la transformación era evidente ahora.
«La plata en oro.»
Vio que Pam también se percataba.
– Es asombroso -comentó-. Cómo hace eso la luz.
Estaba claro que la ubicación del rosetón tenía por fin que el sol poniente iluminara, al menos durante unos minutos, el sagrario. Al parecer el sagrario de plata se había colocado deliberadamente allí, retirando un cuadro que debía acompañar a los cinco que lo rodeaban, lo que rompía la simetría que tanto apreciaban los constructores medievales.
Malone pensó en la última parte de la búsqueda: «Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar.»
Y se encaminó a las escaleras.
Una vez abajo se acercó a los cordones de terciopelo que impedían acceder al presbiterio. Reparó en la combinación de mármol negro, blanco y rojo, que confería un aire de nobleza al lugar; resultaba más que apropiado, pues el presbiterio hacía las veces de mausoleo de la familia real.
El sagrario se hallaba a unos nueve metros.
Pero estaba prohibido aproximarse a él. El sacerdote que estaba en el altar menor anunció por megafonía que la iglesia y el monasterio cerrarían en cinco minutos. Muchos de los grupos de turistas ya se estaban marchando.
Malone había visto antes que había una imagen grabada en la puerta del sagrario, tras la cual se guardaban en su día las hostias consagradas. Tal vez aún albergara un cáliz. Aunque aquél era un edificio Patrimonio de la Humanidad, más una atracción turística que una iglesia, la nave sin duda se utilizaba para servicios religiosos en días señalados, igual que la Catedral de San Pablo y la abadía de Westminster. Lo cual explicaría por qué se mantenía a la gente apartada de lo que a todas luces era el eje de la construcción.
McCollum se acercó.
– Tengo las entradas.
Malone señaló el sagrario.
– Necesito echar un vistazo más de cerca, sin todos esos testigos.
– Va a ser difícil. Supongo que dentro de unos minutos nos echarán a todos.
– No parece usted de los que se someten a la autoridad.
– Tampoco usted.
Malone pensó en Aviñón y en lo que él y Stephanie hicieron allí una lluviosa noche de junio.
– Pues busquemos un sitio para escondernos hasta que la gente se haya ido.
Stephanie volvió al despacho de puntillas. Tenía que dar con el escondrijo de Daley antes de que arriba acabara la cosa. Confió en que ni Dixon ni Daley tuvieran prisa, aunque la voz de Daley traslucía urgencia.
Cassiopeia ya estaba rebuscando sin hacer ruido.
– El informe decía que nunca dejaba las memorias en la mesa. Ni se los llevaba. Siempre le pedía a la chica que fuera subiendo, que él iría enseguida -explicó en un susurro.
– Estar aquí es tentar la suerte.
Stephanie se detuvo y aguzó el oído.
– Parece que todavía están ocupados.
Cassiopeia abrió despacio los cajones del escritorio y palpó en busca de escondrijos, aunque Stephanie dudaba que fuese a encontrar nada: demasiado obvio. Su mirada barrió de nuevo las estanterías y se paró en uno de los tratados políticos, un volumen delgado, color marrón, con letras azules: Hardball, de Chris Matthews.
Recordó la historia que Daley le había contado a Green cuando se jactaba de su recién adquirida autoridad en el Magellan Billet.
¿Qué fue lo que dijo?
«El poder es lo que uno tiene.»
Stephanie cogió el libro, lo abrió y descubrió que el último tercio de las páginas estaba pegado. En él había un hueco en cuyo interior descansaban cinco memorias USB, cada una de ellas identificada con un número romano.
– ¿Cómo lo has sabido? -susurró Cassiopeia.
– La verdad es que me asusta haberlo sabido: estoy empezando a pensar como ese idiota.
Cassiopeia echó a andar hacia la parte de atrás de la casa, hacia la puerta trasera, pero Stephanie la agarró por el brazo y le señaló la principal. Su compañera la miró perpleja, con una expresión que decía: ¿para qué buscarnos problemas?
Junto a la puerta principal el teclado de la alarma indicaba que el sistema seguía desactivado. Stephanie empuñó el arma de Dixon.
– ¡Larry! -exclamó.
Silencio.
– ¡Larry! ¿Podría hablar un momento contigo?
En la planta superior se oyeron pasos y Daley apareció en la puerta del dormitorio, los pantalones puestos, el pecho al descubierto.
– Me encanta tu nuevo peinado, Stephanie. ¿Una nueva imagen? Y la ropa… No está mal
– Es en tu honor.
– ¿Qué haces aquí?
Ella le enseñó el libro.
– He venido por tu alijo.
El juvenil rostro de Daley reflejó sobresalto.
– Así me gusta. Es hora de que empieces a sudar. ¿Y Heather? -Alzó la voz-. Me decepciona tu gusto para las amantes.
Dixon salió desnuda de la habitación, sin atisbo de vergüenza.
– Estás muerta.
Stephanie se encogió de hombros.
– Eso aún está por ver. De momento tengo tu arma. -Se la mostró.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Daley.
– Todavía no lo he decidido. -Sin embargo quería saber algo-: ¿Lleváis mucho tiempo juntos?
– Eso no es de tu incumbencia -le espetó Dixon.
– Simple curiosidad. Sólo os he interrumpido para haceros saber que ahora hay mucho más en juego que mi pellejo.
– Parece que sabes bastante -respondió Daley-. ¿Quién es tu amiga?
– Cassiopeia Vitt -repuso Dixon.
– Me halaga que me conozcas.
– Gracias por el dardo en el cuello.
– No se merecen.
– Es hora de que volváis a la cama -dijo Stephanie.
– No lo creo. -Dixon empezó a bajar las escaleras, pero Stephanie la apuntó con la automática-. No me presiones, Heather, acabo de perder mi empleo y se ha ordenado mi detención.
La israelí se detuvo, tal vez presintiendo que ése no era momento para lanzar desafíos.
– A la habitación -ordenó Stephanie.
Dixon vaciló.
– Ya.
Una vez allí, Stephanie cogió la ropa y los zapatos de la israelí.
– Tú no te atreverías a salir para ir por nosotras -le dijo Stephanie a Daley-, pero ella puede que sí. Esto al menos la retrasará.
Y se fueron.
Viena
18:40
Thorvaldsen se puso el hábito de color carmesí. Todos los miembros debían llevarlo en la asamblea. La primera sesión comenzaría a las siete, y a él no le apetecía lo más mínimo: demasiado parloteo, por lo general, y demasiada poca acción. Él nunca había necesitado a nadie para alcanzar sus metas. Sin embargo disfrutaba del compañerismo que se vivía tras las reuniones.
Gary estaba sentado en una de las mullidas sillas.
– ¿Qué aspecto tengo? -preguntó el danés en un tono jovial.
– Parece un rey.
La regia túnica llegaba hasta los tobillos y era de terciopelo, el lema de la Orden recamado con hilo de oro: «je l’ay emprins». Me he atrevido. El atuendo databa del siglo xv, de la primigenia Orden del Vellocino de Oro.
Echó mano del collar: oro macizo con un pedernal esmaltado negro que formaba llamas. Del centro pendía la ornada piel del carnero de oro.
– Se le regala a cada nuevo miembro cuando es iniciado. Constituye nuestro símbolo.
– Parece caro.
– Lo es.
– ¿Tan importante es esto para usted?
El danés se encogió de hombros.
– Es algo de lo que disfruto, pero no una religión.
– Papá me dijo que era judío.
Él asintió.
– Yo no sé mucho de los judíos, sólo que en la Segunda Guerra Mundial murieron millones. Es algo que no acabo de entender.
– No eres el único. Los que no son judíos llevan siglos tratando de aceptar nuestra existencia.
– ¿Por qué odia la gente a los judíos?
Thorvaldsen se había planteado esa pregunta muchas veces, junto con los filósofos, teólogos y políticos que llevaban siglos debatiéndola.
– Para nosotros todo empezó con Abraham. Tenía noventa y nueve años cuando Dios se le apareció e hizo un pacto con él, designó al pueblo elegido, el que heredaría la tierra de Canaán. Pero, por desgracia, ese honor traía consigo responsabilidades.
El danés vio que el muchacho estaba interesado.
– ¿Has leído la Biblia alguna vez?
Gary negó con la cabeza.
– Pues deberías. Es un gran libro. Por una parte Dios les dio a los israelitas una bendición: serían el pueblo elegido. Pero lo que determinó su destino en último término fue su respuesta.
– ¿Qué pasó?
– El Antiguo Testamento dice que se rebelaron, quemaron incienso, atribuyeron su buena suerte a los ídolos, caminaron siguiendo los dictados de su corazón… Así que, como castigo, Dios los dispersó entre los no judíos.
– ¿Y por eso los odia la gente?
Thorvaldsen terminó de abrocharse el manto.
– Es difícil de decir, pero los judíos han sido perseguidos desde entonces.
– Parece que Dios tiene mal genio.
– El Dios del Antiguo Testamento es muy distinto al del Nuevo.
– No estoy seguro de que me guste ése.
– No eres el único. -El danés hizo una pausa-. Los judíos fueron los primeros en insistir que el hombre es responsable de sus actos. Si la vida te iba mal, la culpa no era de los dioses, sino tuya.
Y eso nos hizo diferentes. Los cristianos llevaron la cosa más allá: fue el propio hombre el causante de que fuera expulsado del Paraíso, pero como Dios amaba al hombre, lo redimió con la sangre de Su hijo. El Dios judío es severo; la justicia es Su objetivo. El Dios cristiano es misericordioso. Hay una gran diferencia.
– Dios debería ser bueno, ¿no?
Thorvaldsen sonrió y después echó una ojeada a la elegante estancia. Era hora de abordar el quid de la cuestión:
– Dime, ¿qué piensas de lo que ocurrió en el belvedere?
– No estoy seguro de que al señor Hermann le haga mucha gracia que se haya llevado a su hija.
– Lo que te pasó a ti no les hizo gracia a tus padres. La diferencia estriba en que ella es una adulta y tú un adolescente.
– ¿Por qué está pasando todo esto?
– Imagino que pronto lo sabremos.
De pronto la puerta se abrió, y Alfred Hermann entró como una furia. También él lucía un espléndido hábito con un collar de oro, su manto adornado con seda azul.
– ¿Tienes a mi hija? -preguntó con el rostro iracundo.
Thorvaldsen se mostró inflexible.
– Sí.
– Y es evidente que sabes que en esta habitación hay micrófonos.
– Para eso no había que ser muy listo.
El danés notó que la tensión aumentaba. Hermann pisaba un territorio desconocido.
– Henrik, no voy a tolerar esto.
– ¿Qué piensas hacer? ¿Pedirle a Las Garras del Águila que se ocupe de mí?
Hermann titubeó.
– Eso es lo que quieres, ¿no?
Thorvaldsen se acercó al otro.
– Cruzaste la línea cuando secuestraste a este joven. -Señaló a Gary.
– ¿Dónde está Margarete?
– A buen recaudo.
– No tienes agallas para hacerle daño.
– Tengo agallas para hacer lo que sea necesario. Deberías saberlo.
La intensa mirada de Hermann lo atravesó como si fuese un gancho. Thorvaldsen siempre había pensado que el huesudo rostro del austríaco era más de granjero que de aristócrata.
– Creía que éramos amigos.
– Yo también lo creía. Pero, por lo visto, eso no significó nada cuando apartaste a este muchacho de su madre y le destrozaste la librería a su padre.
La primera sesión de la asamblea estaba a punto de empezar, razón por la cual había elegido con sumo cuidado el momento para efectuar su revelación. Hermann, la Silla Azul, debía mostrar en todo momento disciplina y seguridad. No podía permitir que los otros miembros conocieran sus apuros personales.
Ni tampoco podía llegar tarde.
– Hemos de irnos -anunció finalmente Hermann-. Esto no ha terminado, Henrik.
– Estoy de acuerdo. Para ti no ha hecho más que empezar.
Washington, DC
13:30
– ¿No crees que le apretaste demasiado las clavijas a Daley? -le preguntó Green a Stephanie.
Ella y Cassiopeia iban en la limusina de Green, la parte posterior estaba insonorizada y aislada de la delantera mediante una mampara de plexiglás. Green las había recogido en el centro, después de que se marcharan de la casa de Daley.
– No habría venido por nosotras. Heather habría podido ponerse la ropa de él, pero no los zapatos. Dudo que nos hubiese perseguido descalza y desarmada.
Él no parecía convencido.
– Supongo que habrá una razón para que le hicieras saber a Daley que estabais allí, ¿no?
– A mí también me gustaría saberlo -apuntó Cassiopeia-. Pudimos salir sin que se diera cuenta.
– Y yo seguiría en el punto de mira. De esta manera ha de tener cuidado. Tengo algo que quiere, y si algo es Daley es un negociante.
Green señaló el ejemplar de Hardball
– ¿Tan vital es?
Stephanie cogió el portátil que le había pedido a Green que llevara, introdujo una de las memorias en un puerto y tecleó «aunt b's» en el espacio destinado a la contraseña.
– ¿Tu chica también se enteró de eso? -inquirió Cassiopeia.
La aludida asintió.
– Es un restaurante de Maryland. Daley va mucho los fines de semana. Sirven comida casera. Es uno de sus preferidos. A mí me chocó. Creía que Daley era aficionado a los restaurantes de postín.
La pantalla mostró una lista de archivos, cada uno de ellos identificado con una palabra.
– Miembros del Congreso -explicó ella. Hizo clic en uno-. Averigüé que Daley maneja como nadie fechas y horas. Cuando presiona a un miembro para sacarle un voto posee información precisa sobre cada contribución en metálico que ha recibido dicho miembro. Curioso, ya que él nunca envía dinero directamente. Prefiere que el trabajo sucio lo hagan quienes les atrae la idea de medrar en la Casa Blanca. Eso me hizo pensar que guardaba archivos. Nadie tiene tan buena memoria. -Señaló la pantalla-. Ahí tenéis un ejemplo. -Contó-: Catorce pagos a este tipo por un total de ciento ochenta y siete mil dólares a lo largo de un período de seis años. Ahí están la fecha, el lugar y la hora de cada pago. -Sacudió la cabeza-. Nada asusta más a un político que los detalles.
– ¿Estamos hablando de sobornos? -quiso saber Green.
Ella asintió.
– Pagos en efectivo, para gastos personales. No lo bastante para llamar la atención, pero sí para mantener abiertas las líneas de comunicación. Sencillo y eficaz, pero es la clase de capital político que Daley reúne, el que utiliza esta Casa Blanca. Han conseguido aprobar algunas leyes bastante majas.
Green clavó la vista en la pantalla.
– Debe de haber un centenar o más de miembros.
– Daley es eficaz, para qué negarlo. La pasta se reparte entre ambos bandos políticos.
Stephanie abrió otro archivo y apareció un listado de senadores. Unos treinta.
– También cuenta con un grupo de jueces federales. Se ven en apuros económicos, como todo el mundo, y él les envía a la gente adecuada para echarles una mano. Encontré a uno en Michigan que habló. Estaba al borde de la ruina hasta que apareció uno de sus amigos con dinero. Finalmente su conciencia pudo más, sobre todo después de que Daley quisiera que dictaminara de determinada manera. Por lo visto, un abogado que trabajaba en un caso era un importante contribuyente del partido y necesitaba ciertas garantías de que saldría victorioso.
– Los tribunales federales son un semillero de corrupción -musitó Green-. Llevo años diciéndolo. Dale a alguien un cargo vitalicio y te buscarás problemas. Demasiado poder y poca supervisión.
Stephanie agarró otra memoria USB.
– Una de estas basta para acusar a varios de esos pájaros.
– Una descripción elocuente.
– Es por las togas negras: son como buitres, encaramados a una rama a la espera de apurar los huesos.
– Qué poco respeto por nuestra judicatura -observó él, risueño.
– El respeto hay que ganarlo.
– ¿Puedo decir algo? -terció Cassiopeia-. ¿Por qué no lo hacemos público? Despertaría mucho interés. No es como suelo hacer las cosas, pero creo que en este caso funcionaría.
Green meneó la cabeza.
– Como dijo usted antes, yo no sé mucho de los israelíes. Pero usted no entiende la maquinaria de relaciones públicas de esta administración: es experta en urdir tramas. Complicarían el asunto hasta desvirtuarlo, y nosotros perderíamos a Daley y al traidor.
– Tiene razón -convino Stephanie-. No funcionaría. Tenemos que encargarnos nosotros.
El tráfico detuvo el coche, y el móvil de Green sonó suavemente. Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó el aparato y miró la pantalla.
– Esto podría ser interesante. -Pulsó dos teclas y le habló al altavoz-: Esperaba tu llamada.
– Apuesto a que sí -repuso Daley.
– Puede que después de todo no acabe en esa caja en Vermont.
– Eso es lo bueno del ajedrez, Brent, cada movimiento es una aventura. Muy bien, reconozco que el tuyo ha sido bueno.
– Agradéceselo a Stephanie.
– Estoy seguro de que está ahí, así que bien hecho, Stephanie.
– Muchas gracias, Larry.
– Eso no cambia gran cosa -dejó claro Daley-. Los elementos que mencioné siguen nerviosos.
– Pues tendrás que tranquilizarlos -sugirió Stephanie.
– ¿Quieres hablar? -preguntó Daley.
Stephanie iba a responder, pero Green levantó la mano.
– ¿Para qué?
– Podría estar muy bien. Hay mucho en juego.
Ella no pudo resistir la tentación.
– ¿Más que tu culo?
– Mucho más.
– Mentiste cuando dijiste que no sabías nada de la Conexión Alejandría, ¿no? -quiso saber Green.
– «Mentir» es una palabra muy dura. Lo que hice fue ocultar datos por el bien de la seguridad nacional. ¿Es ése el precio que voy a tener que pagar?
– Creo que es razonable, teniendo en cuenta las circunstancias.
Stephanie sabía que Daley comprendería que ellos podían divulgar sus secretos. Tanto ella como Green tenían contactos en los medios de comunicación, y a esos contactos les encantaría manchar a ese gobierno.
– De acuerdo. -El tono de Daley traslució resignación-. ¿Cómo queréis hacer esto?
Stephanie sabía la respuesta:
– En un lugar público, con montones de gente.
– No es buena idea.
– Sólo lo haremos así.
El teléfono enmudeció un instante antes de que Daley dijera:
– Decidme dónde y cuándo.
Lisboa
19:40
Malone despertó sentado contra una áspera pared de piedra.
– Son más de las siete y media -le dijo al oído Pam.
– ¿Cuánto tiempo he estado grogui?
– Una hora.
Él no le veía la cara. Los envolvía una oscuridad absoluta. Recordó su situación.
– ¿Va todo bien por ahí? -preguntó en voz baja a McCollum.
– Estupendamente.
Habían salido de la iglesia justo antes de las cinco y subido deprisa al coro alto, donde otro acceso daba al claustro. Los visitantes habían tardado en salir, aprovechando el sol de media tarde para hacer unas últimas fotos de la opulenta ornamentación de estilo árabe. La galería superior no ofrecía ningún refugio seguro, pero al recorrer el muro norte de la iglesia en la parte de abajo encontraron once puertas de madera. Un letrero explicaba que aquellos compactos espacios en su día fueron confesionarios.
Aunque las puertas estaban cerradas, McCollum se las ingenió para abrir una gracias a un orificio que había bajo el cerrojo. McCollum utilizó una impresionante navaja que se sacó del bolsillo para abrir el cerrojo, que volvió a correr cuando hubieron entrado. Malone no sabía que McCollum fuese armado. Era imposible que hubiese subido el arma al avión, pero había facturado una pequeña bolsa en el aeropuerto de Londres, que ahora se hallaba en una taquilla del aeropuerto lisboeta. También Malone había dejado la cartera de Haddad en una taquilla de Lisboa. El hecho de que McCollum no mencionara la navaja no hizo más que aumentar las sospechas de Malone.
Tras la puerta, una grada de hierro daba a otro oscuro cubículo. Una puerta en el segundo espacio comunicaba con la iglesia, lo que permitía la entrada al penitente.
Malone había crecido siendo católico y recordaba algo similar, aunque de factura más sencilla, en su iglesia. Nunca había entendido por qué no podía ver al sacerdote que lo absolvía de sus pecados. Cuando lo preguntó, las monjas que le daban clase se limitaron a contestar que era preciso que siempre existiera una separación. Malone acabó aprendiendo que a la Iglesia católica le encantaba decir lo que había que hacer, pero no le gustaba demasiado dar explicaciones, lo cual explicaba en parte por qué él ya no era practicante.
Consultó la esfera luminosa del TAG de Pam. Casi las ocho. Era pronto, pero el lugar ya llevaba cerrado tres horas.
– ¿Se oye algo fuera? -le preguntó en voz queda a McCollum.
– Ni un ruido.
– Vamos -susurró él en la oscuridad-. No tiene sentido que sigamos más aquí.
Oyó que la navaja de McCollum volvía a introducirse y después un chirrido de metal contra metal.
La puerta del confesionario crujió al abrirse.
Malone se puso en pie, aunque tuvo que agacharse debido a la escasa altura del techo. Todos salieron a la galería inferior. El fresco aire nocturno fue muy agradable después de pasar tres horas en lo que no dejaba de ser un armario. Al otro lado del claustro, en las galerías superior e inferior, unas luces emitían una luz tenue, la intrincada tracería que había entre los arcos apenas se veía. Malone se asomó por el arco más cercano y alzó la vista al cielo. La penumbra del umbroso claustro parecía acentuada por la noche sin estrellas.
Fue directo a la escalera que llevaba al coro alto, con la esperanza de que la puerta que daba a la iglesia -la que había usado antes para encontrar el coro desde la nave- continuara abierta.
Le satisfizo descubrir que así era.
La quietud de la nave era sepulcral. Los focos de fuera, que bañaban de luz la fachada externa, dejaban las vidrieras a contraluz. Un puñado de débiles bombillas rompía la densa oscuridad únicamente en el coro bajo.
– Este sitio es distinto de noche -comentó Pam.
Malone asintió. Estaba en guardia. Se dirigió al presbiterio y saltó los cordones de terciopelo. Ya en el altar mayor, subió cinco peldaños y se plantó ante el sagrario.
Se volvió y miró de nuevo el extremo más alejado del coro alto. El iris del rosetón le devolvió la mirada, esta vez privado de la vida que le insuflaba el sol.
McCollum pareció prever lo que él necesitaría y apareció a su lado con una vela y cerillas.
– El candelero, cerca de la pila bautismal. Lo vi antes.
Malone cogió la vela y McCollum encendió la mecha. La acercó al sagrario y escudriñó la imagen de la puerta: la Virgen María estaba sentada con el niño en el regazo, san José tras ella, los tres coronados por halos. Tres barbados, uno arrodillado ante el niño, rendían homenaje. Otros tres hombres, uno -cosa rara- luciendo lo que parecía un yelmo, miraban. Sobre la escena, con las nubes apartadas, brillaba una estrella de cinco puntas.
– Es la Natividad -oyó decir a Pam desde detrás.
Él asintió.
– Eso parece. Los tres reyes magos siguiendo la estrella para adorar al recién nacido rey.
Recordó lo que debían buscar allí, donde la plata se convertía en oro: «Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar.»
El acertijo suponía un reto.
– Tenemos que salir de aquí, pero también necesitamos sacarle una foto a esto. Dado que ninguno de nosotros tiene una cámara, ¿alguna sugerencia?
– Después de comprar las entradas fui arriba -dijo McCollum-. Hay una tienda de regalos llena de libros y postales. Seguro que allí encontramos una foto.
– Bien pensado -alabó Malone-. Usted primero.
McCollum subió las escaleras que conducían a la galería superior, satisfecho de haber elegido bien. Cuando Alfred Hermann le encomendó encontrar la biblioteca, su mente no tardó en perfilar el plan definitivo, y la supresión del equipo de vigilancia israelí en Alemania consolidó su proceder.
Hermann jamás habría autorizado que se provocara deliberadamente a los judíos, y habría sido imposible explicar por qué habían sido necesarios esos asesinatos: ni más ni menos que para desequilibrar a la otra parte durante los escasos días que él necesitaba para alcanzar su meta.
Si era posible.
Y podía serlo.
Él nunca habría descifrado la búsqueda del héroe solo, e implicando a otro que no fuera Malone sólo habría conseguido aumentar el riesgo de ser descubierto. Había decidido que convertir a Malone en su supuesto aliado era la única solución viable.
Arriesgado, pero el movimiento había resultado ser muy provechoso. Media búsqueda parecía resuelta.
Llegó a la parte de arriba y entró en la galería, giró a la izquierda y fue directo hacia unas puertas de cristal que estaban fuera de lugar en aquel entorno medieval. Su móvil, que guardaba en el bolsillo del pantalón, había registrado calladamente cuatro llamadas de Alfred Hermann. Se planteó ponerse en contacto con él y calmar el nerviosismo del viejo, pero al cabo determinó que sería una tontería: demasiadas preguntas a las que él podía dar pocas respuestas. Había estudiado la Orden largo y tendido, en particular a Alfred Hermann, y creía conocer sus puntos fuertes y débiles.
Por encima de todo los miembros eran hombres de negocios.
Y antes de exprimir a los israelíes o los saudíes o los americanos, la Orden del Vellocino de Oro tendría que negociar con él.
Y no les saldría barato.
Malone siguió a Pam y McCollum por la galería superior, con su bóveda nervada, admirando el trabajo. Por los retazos que les había oído antes a los guías, la Orden de san Jerónimo, que tomó posesión del monasterio en 1500, era una congregación dedicada a la oración, la contemplación y el pensamiento reformista. Carecían de misión evangélica o pastoral, preferían centrarse en vivir una vida cristiana ejemplar, como su santo patrón, el propio Jerónimo, sobre el cual Malone había leído algo en el libro de Bainbridge Hall.
Se detuvieron ante las puertas de cristal, adaptadas a uno de los elaborados arcos. Al otro lado se encontraba la tienda.
– Seguro que no tiene alarma -aventuró McCollum-. ¿Qué se podría robar? ¿Recuerdos?
Las puertas eran de grueso cristal, con bisagras de metal negras y tiradores cromados.
– Se abren hacia fuera -dijo Malone-. No podemos romperlas de una patada, ese cristal mide más de un centímetro de grosor.
– ¿Por qué no miras a ver si están abiertas? -propuso Pam.
Él asió uno de los pomos y tiró. La puerta se abrió.
– Entiendo por qué tus clientes valoran tu opinión.
– ¿Por qué iban a cerrarlas? -respondió ella-. Este sitio es una fortaleza. Y él tiene razón ¿qué hay que se pueda robar? Las puertas en sí valen más que los artículos.
Malone sonrió al escuchar su lógica. Parte de la hosquedad de su ex había vuelto, pero él se alegraba. Lo mantenía alerta.
Entraron. El oscuro lugar, que olía a cerrado, le recordó al peculiar confesionario de antes, así que abrió la puerta noventa grados y la afianzó, como estaba cuando los visitantes entraban y salían.
Una ojeada le dijo que la tienda medía unos cuarenta metros cuadrados, con tres altos expositores contiguos en una pared, estantes de libros en las otras dos y un mostrador con una caja registradora en la cuarta. El centro lo ocupaba un soporte independiente atestado de libros.
– Necesitamos luz -dijo Malone.
McCollum se aproximó a otras dos puertas de cristal que daban a una escalera a oscuras. Tres interruptores sobresalían de la pared.
– Estamos en el monasterio -razonó Malone-. La luz no se verá desde fuera. De todas formas encienda y apague deprisa, y veamos lo que pasa.
McCollum le dio a uno de los interruptores, y cuatro minúsculos halógenos que iluminaban las vitrinas de cristal cobraron vida. Unos apretados haces de luz enfocaban hacia abajo, lo cual era más que suficiente.
– Eso bastará -dijo él-. Ahora busquemos las fotos.
En lo alto del mostrador central había una pila de volúmenes en tapa dura, en portugués e inglés, titulados Los Jerónimos. La abadía de Santa María. Hojas satinadas, abundante texto, fotos. Tras ellos, dos libros más finos tenían más imágenes que palabras. Malone hojeó el primer montón mientras Pam hacía lo propio con el otro. McCollum se encargó de los otros estantes. Cuando llevaba miradas unas tres cuartas partes de uno de los libros, Malone encontró un capítulo que trataba del presbiterio y una fotografía en color de la puerta de plata del sagrario.
Llevó el libro a la luz. La imagen era un primer plano detallado.
– Lo tengo.
Leyó algo más acerca del sagrario, procurando discernir si la información sería útil, y se enteró de que era de madera revestida de plata. Para colocarlo en el presbiterio fue preciso retirar el cuadro central, que posteriormente desapareció. La imagen de ese lienzo desaparecido había sido grabada en la puerta del sagrario, completando así el ciclo iconográfico de las tablas, todas las cuales se centraban en la Epifanía. La puerta mostraba a Gaspar, uno de los reyes magos, adorando al recién nacido. El libro mencionaba que la Epifanía se consideraba la sumisión de lo secular a lo divino, y los tres reyes magos simbolizaban el mundo como se conocía entonces: Europa, Asia y África.
Entonces dio con un pasaje interesante:
Al parecer un extraño fenómeno ocurre en ciertos momentos del año, cuando los rayos del sol inciden de manera extraordinaria en la iglesia. Durante veinte días antes del equinoccio de primavera y treinta días después del equinoccio de otoño, desde la hora de vísperas hasta el ocaso, los dorados rayos solares, que entran por el oeste y salvan una distancia de 450 pasos, atraviesan en línea recta el coro y la iglesia, y llegan hasta el sagrario, convirtiendo la plata en oro. Uno de los párrocos de Belém, gran estudioso de la historia, observó hace tiempo que «el sol parece pedirle a su Creador permiso para ausentarse de tan ilustre cometido unas cuantas horas de la noche, prometiendo volver de nuevo y brillar al amanecer».
Malone les leyó el párrafo y dijo:
– Por lo visto los Guardianes están bien informados.
– Y calculan bien -apuntó Pam-: Han pasado dos semanas desde el equinoccio de otoño.
Malone arrancó la foto del libro y pensó en el resto de la pista:
– «Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar.» Es lo siguiente. Y más complicado.
– Cotton, seguro que ya has visto la relación.
Así era, y le satisfizo ver que el cerebro de Pam también estaba en funcionamiento.
– «Donde un astro que retrocede halla una rosa, atraviesa una cruz de madera y convierte la plata en oro. Encuentra el lugar.» -Ella señaló la imagen del libro-. La puerta del sagrario, Belém, la Natividad. Recuerda lo que leímos esta tarde en Londres. Y ¿qué escribió Haddad? «Los grandes viajes a menudo comienzan con una epifanía.»
– Creo que vas a llegar al final -observó Malone.
Entonces se oyó ruido de cristales rotos, a lo lejos.
– Viene del claustro -aseguró McCollum.
Malone fue directo al interruptor y apagó los halógenos. La oscuridad volvió a engullirlos, y sus ojos necesitaron un instante para adaptarse.
Más estrépito.
Malone se deslizó hasta la puerta abierta y determinó la procedencia del sonido: el extremo más alejado del claustro, en diagonal, abajo.
Vio movimiento en la penumbra y divisó a tres hombres que salían de otras puertas de cristal.
Cada uno de ellos con un arma.
Se desplegaron en abanico por la galería inferior.
Washington, DC
14:45
Stephanie le entregó al empleado la entrada y pasó al Museo Nacional del Aire y el Espacio. Green no las había acompañado, ya que la presencia del fiscal general en un lugar público no habría pasado inadvertida. Stephanie había elegido ese sitio por las numerosas paredes transparentes del edificio, su fama de ser el museo más visitado del mundo, la abundancia de personal de seguridad y los detectores de metal. Dudaba que a esas alturas Daley fuera a recurrir a algo oficial que pudiera suscitar preguntas embarazosas, pero podía llevarse a Heather Dixon y a los amigos árabes de ésta.
Se abrieron paso entre la multitud y echaron un vistazo al interior del museo: unas tres manzanas de acero, mármol y cristal. Con más de treinta metros, los techos eran vertiginosos, lo cual creaba un efecto hangar. Allí se exhibía la historia de la aeronáutica, desde el vuelo de los hermanos Wright hasta la nave espacial Apollo 11 pasando por el Spirit of St. Louis, de Lindbergh.
– Hay un montón de gente -comentó Cassiopeia.
Dejaron atrás un cine IMAX ante el cual había una larga cola y entraron en el concurrido Salón del Espacio. Daley se hallaba cerca de un módulo lunar de tamaño real, similar a una araña, que se exponía como había estado en la Luna, con un astronauta en equilibrio sobre la escalerilla de descenso.
Daley parecía tranquilo, considerando las circunstancias. Ni un solo cabello fuera de sitio gracias a su gel fijador.
– Otra vez con ropa -dijo ella al aproximarse.
– Te subestimé, Stephanie. Un error que no volveré a cometer.
– ¿Te has dejado en casa a tus escoltas?
Stephanie sabía que Daley rara vez iba a alguna parte sin guardaespaldas.
– A todos menos a uno.
Hizo un gesto y ella y Cassiopeia se volvieron. Heather Dixon apareció por el otro extremo.
– No hay trato, Larry -dijo ella.
– ¿Quieres información sobre la Conexión Alejandría? Ella será quien te la proporcione.
Dixon se dirigía hacia ellos esquivando el gentío. Un grupo de ruidosos niños estaban apiñados en torno al módulo lunar, acodados en la barandilla de madera que rodeaba el artefacto. Daley las llevó cerca de un estrecho pasillo en la parte posterior, paralelo a una pared de cristal, al otro lado la bulliciosa cafetería del museo.
– Sigues estando muerta -le espetó Dixon.
– No he venido aquí para que me amenacen.
– Y yo sólo estoy aquí porque mi gobierno me lo ha ordenado.
– Lo primero es lo primero -afirmó Daley.
Dixon sacó un dispositivo electrónico del tamaño de un teléfono móvil y lo encendió. A los pocos segundos movió la cabeza:
– Están limpias.
Stephanie sabía cómo funcionaba el aparato. Los agentes del Billet los utilizaban rutinariamente. Agarró el detector y apuntó con él a Dixon y Daley.
Negativo también.
Se lo devolvió a Dixon.
– Muy bien, ya que estamos solos, habla.
– Eres una zorra -escupió Dixon.
– Estupendo. Y ahora ¿podrías ir al grano?
– Lo bueno si breve… -terció Daley-. Hace treinta años George Haddad leía un ejemplar de una gaceta de Arabia Saudí, publicada en Riad, estudiaba la toponimia del oeste de Arabia y la traducía al hebreo antiguo. Por qué lo hacía es algo que desconozco. Es como entretenerse a ver cómo crece la hierba. Sin embargo empezó a darse cuenta de que algunos de los lugares eran bíblicos.
– El hebreo antiguo es un idioma complicado -intervino Cassiopeia-. No tiene vocales. Es difícil de interpretar y está lleno de ambigüedades. Uno ha de saber lo que se hace.
– ¿Eres experta? -inquirió Dixon.
– No.
– Haddad era un experto -aseguró Daley-, y ése es el problema: esos topónimos bíblicos que él observó se concentraban en una franja de unos seiscientos cincuenta kilómetros de largo y ciento sesenta de ancho, en la parte occidental de Arabia Saudí.
– ¿Asir? -preguntó Cassiopeia-. ¿Donde está La Meca?
Daley asintió.
– Haddad se pasó años examinando otros lugares, pero no encontró una concentración similar de topónimos bíblicos en hebreo antiguo en ninguna otra parte del mundo, incluida la propia Palestina.
Stephanie sabía que el Antiguo Testamento era el testimonio de los primeros judíos, así que, si los topónimos del actual oeste de Arabia, traducidos al hebreo antiguo, eran ubicaciones bíblicas. Las implicaciones políticas podían ser enormes.
– ¿Estás diciendo que en Tierra Santa no había judíos?
– Pues claro que no -negó Dixon-. Estábamos allí. Lo único que dice es que Haddad creía que el Antiguo Testamento relataba la vida de los judíos en el oeste de Arabia. Antes de que los judíos se fueran al norte, hasta lo que conocemos como Palestina.
– ¿La Biblia se originó en Arabia? -inquirió Stephanie.
– Es una forma de decirlo -respondió Daley-. Las conclusiones de Haddad se confirmaron cuando empezó a cotejar la geografía. Durante más de un siglo los arqueólogos han intentado encontrar sitios en Palestina que encajen con las descripciones bíblicas, pero nada concuerda. Haddad descubrió que sí se comparan sitios del oeste de Arabia, traducidos al hebreo antiguo, con la geografía bíblica, todos ellos casan.
Stephanie todavía se mostraba escéptica.
– ¿Por qué nadie se ha dado cuenta antes? Seguro que Haddad no es el único que sabe hebreo antiguo.
– Otros se la dieron -replicó Dixon-. Tres, entre 1948 y 2002.
Stephanie captó lo tajante del tono de Dixon.
– Pero tu gobierno se ocupó de ellos, ¿no? ¿Por eso había que eliminar a Haddad?
Dixon no respondió.
Cassiopeia intervino.
– Todo esto viene por la argumentación de que Dios hizo un pacto con Abraham y le entregó Tierra Santa, ¿no? El Génesis afirma que el pacto pasó de Isaac, hijo de Abraham, a los judíos.
– Durante siglos se ha supuesto que la tierra que Dios otorgó a Abraham se halla en lo que conocemos como Palestina -dijo Daley-. Pero ¿y si no fuese así? ¿Y si la tierra que Dios identificó estuviese en otra parte? ¿En algún lugar lejos de Palestina? ¿En el oeste de Arabia?
Cassiopeia soltó una risita.
– Estás chiflado. ¿Quieres decir que el Antiguo Testamento tiene allí sus raíces? ¿En el corazón del Islam? ¿La tierra de los judíos, la que Dios les prometió, incluye La Meca? Hace unos años unos islamistas la armaron gorda en el mundo entero por una viñeta de Mahoma. ¿Te imaginas lo que harían con esto?
Daley parecía impasible.
– Por eso saudíes e israelíes querían muerto a Haddad. Según él, las pruebas de su teoría se encontraban en la desaparecida Biblioteca de Alejandría. Y eso se lo dijo alguien que se hacía llamar Guardián.
– Lo mismo que a los otros tres individuos -aclaró Dixon-. A cada uno de ellos lo visitó un emisario, que se hacía llamar Guardián, que les ofreció la forma de dar con la biblioteca.
– ¿Qué clase de pruebas se podrían encontrar? -quiso saber Stephanie.
Daley empezaba a impacientarse.
– Hace cinco años Haddad les dijo a las autoridades palestinas que creía que se podían utilizar antiguos documentos para confirmar sus conclusiones. Un solo Antiguo Testamento escrito antes de la llegada de Cristo, en su hebreo original, podría resultar decisivo.
En la actualidad no hay ninguno anterior al siglo x. Haddad sabía por otros escritos que se han conservado que en la Biblioteca de Alejandría existían textos bíblicos. Dar con uno de ellos puede que sea la única manera de demostrar su teoría, ya que los saudíes no permitirán que se realicen investigaciones arqueológicas en Asir.
Stephanie recordó lo que Green le contó la madrugada del martes.
– Por eso arrasaron esas aldeas. Tenían miedo. No querían que se encontrase nada.
– Y por eso te quieren muerta -aclaró Dixon-. Te estás entrometiendo en sus asuntos. Y no quieren correr riesgos.
Stephanie contempló el Salón del Espacio. Los cohetes expuestos apuntaban al techo. Colegiales nerviosos correteaban. Ella lanzó una mirada furiosa a Dixon.
– ¿Tu gobierno se cree todo esto?
– Por eso murieron esos tres hombres. Por eso Haddad estuvo en el punto de mira.
Stephanie señaló a Daley.
– Él no es amigo de Israel. Utilizaría cualquier cosa para someter a tu gobierno.
Dixon rompió a reír.
– Stephanie, desvarías.
– No cabe duda de que le mueve eso.
– No tienes ni idea de qué me mueve -le espetó Daley, cada vez más indignado.
– Sé que eres un mentiroso.
Daley la miró con incertidumbre. Casi parecía confuso, lo cual la sorprendió, de manera que preguntó:
– ¿Qué está pasando, Larry?
– Más de lo que tú crees.
Lisboa
20:45
Malone entró de nuevo en la tienda, pero con la atención fija en los tres hombres armados que avanzaban por la galería inferior con movimientos disciplinados. Profesionales. Estupendo.
Utilizó momentáneamente como escudo una de las vitrinas de cristal contiguas a la puerta, Pam a su lado, y volvió a asomarse al claustro. McCollum se hallaba agachado tras el mostrador central.
– Ellos están abajo y nosotros arriba. Eso debería darnos unos minutos. La iglesia y las galerías son grandes, les llevará su tiempo registrarlas. ¿Están cerradas ésas? -le preguntó a McCollum mientras señalaba las otras puertas de cristal.
– Me temo que sí. Por ellas se baja y se sale, así que deben de cerrarlas por precaución.
A Malone no le gustó la posición en que se encontraban.
– Tenemos que salir de aquí.
– Cotton -dijo Pam, y él se fijó de nuevo en la galería superior. Uno de los tipos había aparecido por la escalera y empezaba a dirigirse hacia la tienda de regalos.
McCollum se situó tras él y susurró:
– Llévela a la registradora y métanse detrás del mostrador.
Alguien capaz de dispararles en la cabeza a dos hombres y disfrutar después del desayuno se merecía cierto respeto, así que decidió no discutir. Cogió a Pam del brazo y se la llevó hacia el mostrador.
Vio que McCollum empuñaba la navaja.
Los tres expositores se sucedían dejando un hueco en medio lo bastante ancho para que cupiera McCollum. La oscuridad lo protegería, al menos hasta que fuera demasiado tarde para que su víctima pudiera reaccionar.
El tipo armado se acercó más.
Stephanie estaba perdiendo la paciencia con Larry Daley.
– ¿Qué es eso de más-de-lo-que-yo-me-creo?
– En la Administración hay quien quiere demostrar la teoría de Haddad -contestó él.
Ella recordó lo que Daley le había dicho a Brent Green cuando creía que estaban a solas.
– Incluido tú.
– Eso no es verdad.
No coló.
– Baja de las nubes, Larry. Sólo estás aquí porque tengo esa información que te compromete.
Daley se quedó como si nada.
– Es hora de que te enfrentes a la realidad, Stephanie. Nuestros chicos de la prensa conseguirán que lo que hagas parezca una patraña urdida por una empleada fuera de control que intentaba salvar su cargo. Claro que no nos libraremos de cierto bochorno, preguntas, pero no tienes bastante para hundirme, ni a mí ni a nadie. Yo no le di un solo centavo a nadie. Todo el mundo jurará y perjurará que no recibió ni un centavo. Es una batalla que perderás.
– Tal vez. Pero tú estarás quemado. Tu carrera habrá terminado.
Daley se encogió de hombros.
– Gajes del oficio.
Cassiopeia escudriñaba el salón, y Stephanie percibió su nerviosismo, de manera que le dijo a Daley:
– Ve al grano.
– El grano es que queremos que todo esto termine -respondió Dixon-. Pero alguien de tu gobierno no lo quiere.
– Es cierto, él. -Y Stephanie señaló a Daley.
Cassiopeia se acercó al módulo lunar y al aluvión de chavales que se aglomeraba alrededor.
– Stephanie -dijo Daley-, me echaste la culpa de la filtración sobre la Conexión Alejandría, pero no distingues a tus amigos de tus enemigos. Odias a esta administración, crees que el presidente es un idiota. Sin embargo hay otros mucho peores. Gente peligrosa.
– No -puntualizó ella-. Son todos unos fanáticos. Gente leal al partido que lleva años hablando más de la cuenta. Ahora están en situación de hacer algo.
– Y por el momento Israel encabeza su lista.
– Déjate de acertijos, Larry. Dime lo que quieres que sepa.
– El vicepresidente está detrás de esto.
¿Había oído bien?
– Anda ya.
– Posee contactos con los saudíes; llevan mucho tiempo financiándolo. Tiene mucho mundo: unos mandatos en el Congreso, tres años de secretario del Tesoro, ahora la vicepresidencia. Quiere llegar a lo más alto, no lo oculta, y los leales al partido le han prometido el nombramiento. Cuenta con amigos que necesitan cultivar buenas relaciones con los saudíes, y esos amigos serán los que le proporcionen dinero. Él y el presidente discrepan en lo tocante a Oriente Próximo. Mantiene estrechos vínculos con la familia real saudí, pero lo guarda en secreto. Públicamente les ha dado por el culo unas cuantas veces, pero se aseguró de que los saudíes supieran de la Conexión Alejandría, en señal de agradecimiento por su buena voluntad.
Lo que Stephanie estaba oyendo no casaba con lo que había dicho Brent Green, ya que el propio fiscal general había asumido la culpa de la filtración.
Cassiopeia volvió.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó Stephanie.
– Acaba con esto.
– ¿Algún problema?
– Un mal presentimiento.
– Demasiadas intrigas en tu vida -le dijo Dixon a Cassiopeia.
– Demasiadas mentiras en la tuya.
Stephanie se encaró con Daley.
– Pensaba que hace unos minutos habías dicho que en la Administración hay quien quiere demostrar la teoría de Haddad, y ahora aseguras que el vicepresidente entregó la información a los saudíes. Ellos querrían que esa información desapareciera. ¿Con qué me quedo?
– Stephanie, lo que te llevaste de mi casa me hundiría. Trabajo en la sombra, siempre ha sido así. Pero alguien ha de hacerlo. ¿Me quieres a mí o a quien de verdad está detrás de todo esto?
Ésa no era una respuesta a su pregunta.
– Os quiero a todos vosotros.
– Imposible. ¿Quieres escuchar para variar? Puedes pasarte el día entero golpeando un tronco con un hacha, y es posible que al final lo cortes, pero introduce una cuña en el centro y siempre se partirá.
– Sólo estás intentando salvar el pellejo.
– Díselo -le instó Daley a Dixon.
– Tu gobierno está dividido. Aún eres amiga nuestra, pero hay quienes quieren que eso cambie.
Stephanie no se dejó impresionar.
– Siempre es así. Todo tiene dos caras.
– Esto es diferente -puntualizó Dixon-. Están pasando más cosas. Y Malone se encuentra en Portugal.
Eso atrajo su atención.
– El Mosad tiene intención de encargarse de él allí.
Daley se pasó una mano por el cabello.
– Stephanie, hay dos facciones en el ajo: una árabe y una judía. Las dos quieren lo mismo y, por una vez, lo quieren por la misma razón. El vicepresidente está unido a los árabes…
Una alarma resonó en el museo y a continuación una voz apagada anunció por megafonía que había que desalojar el edificio en el acto.
Stephanie agarró a Daley.
– No es cosa mía -se apresuró a decir él.
McCollum estaba completamente inmóvil. Necesitaba que el del arma entrase en la tienda.
Lo haría.
Tenía que hacerlo.
McCollum se preguntó dónde andarían los otros dos. Un movimiento al otro lado de las puertas de cristal cerradas le dio la respuesta.
Interesante; era evidente que aquellos tres conocían el lugar y también que la tienda de regalos era su destino.
¿Habrían visto las luces?
A su izquierda, los dos pistoleros comprobaron las puertas y, al descubrir que estaban cerradas, retrocedieron y dispararon al cristal.
Sólo fue un golpeteo, como un martillo aporreando un clavo. El metal chocó contra el cristal y le arrancó un ruido sordo, pero no lo rompió: era a prueba de balas.
El tercer tipo entró por la puerta, el arma por delante. McCollum esperó el instante preciso de indecisión, ese en que su objetivo tenía que evaluar la situación, y se lanzó hacia delante, le dio una patada al arma y, acto seguido, le rodeó el cuello con la navaja y se lo rajó. El tipo no tuvo ni tiempo de comprender lo que pasaba.
Unas boqueadas, y el hombre se desplomó.
Más disparos contra las puertas de cristal cerradas, además de unas cuantas patadas. Pero no consiguieron nada. Después oyó pasos: los dos atacantes bajaban la escalera.
Cogió el arma del muerto.
La alarma seguía atronando, y cientos de personas corrían hacia las entradas del museo. A Daley aún lo retenía Stephanie.
– El vicepresidente tiene aliados -le informó él-. No puede hacer esto solo.
Ella era toda oídos.
– Stephanie, Brent Green trabaja con él. No es tu amigo.
Ella clavó la mirada en Heather Dixon, que corroboró:
– Te está diciendo la verdad. ¿Quién más sabía que venías aquí? Si te quisiéramos muerta, no habríamos quedado aquí.
Stephanie había creído tener el control, pero ya no estaba tan segura. En efecto, sólo Green sabía que se hallaban allí… si Dixon y Daley decían la verdad.
Soltó a Daley, que añadió:
– Green está conchabado con el vicepresidente, desde hace algún tiempo. Le han prometido la vicepresidencia. Es su única manera de ascender.
Un nuevo aviso ordenaba desocupar el edificio, y un guarda de seguridad salió de la cafetería y los conminó a salir.
– ¿Qué está pasando? -le preguntó Daley.
– Sólo es una medida de precaución. Tenemos que desalojar el edificio.
A través de las paredes de cristal más apartadas Stephanie vio que la gente se dispersaba por la calzada y los árboles que separaban el museo del paseo.
Una medida de precaución.
Se dirigieron hacia las entradas principales. La gente seguía saliendo por las puertas, parloteando y con cara de preocupación. La mayor parte eran adolescentes y familias, y hablaban de lo que podría estar pasando.
– Vayamos por otra parte -propuso Cassiopeia-. Seamos al menos un poco impredecibles.
Stephanie se mostró conforme. Se alejaron. Daley y Dixon permanecieron tiesos, como si trataran de convencerlas de que decían la verdad.
– ¡Stephanie! -llamó Daley.
Ella se volvió.
– Soy el único amigo que tienes. Ven a verme cuando te des cuenta.
Stephanie no le hizo caso, aunque detestaba la sensación de in-certidumbre que la invadía.
– Hemos de irnos -advirtió Cassiopeia.
Avanzaron por más galerías rebosantes de relucientes aviones, dejaron atrás una tienda de regalos ya sin apenas clientes. Cassiopeia parecía resuelta a utilizar una de las salidas de emergencia. Una buena jugada, ya que las alarmas ya se habían activado.
Delante, tras una vitrina atestada de aviones en miniatura, apareció un hombre. Alto, vestido con un sobrio traje oscuro. Levantó la mano derecha. Stephanie divisó un fino cable que le salía del oído izquierdo.
Ella y Cassiopeia se detuvieron y se giraron. Tras ellas había otros dos hombres, ataviados y equipados de manera similar. Stephanie se fijó en su aspecto y sus ademanes: servicio secreto.
El primero le habló al micro de la solapa, y la alarma del edificio cesó.
– ¿Podemos hacer esto de manera sencilla, señora Nelle?
– ¿Por qué?
El tipo se acercó.
– Porque el presidente de Estados Unidos quiere hablar con usted.
Lisboa
21:30
Malone abandonó el mostrador y se agachó junto a McCollum, que registraba los bolsillos del muerto. Había visto cómo el supuesto cazador de tesoros mataba a su atacante con la precisión de un experto.
– Esos dos están dando la vuelta por la iglesia y vienen hacia aquí -informó.
– Comprendo -repuso McCollum-. Aquí hay un par de cargadores y otra arma. ¿Tiene idea de quiénes son?
– Israelíes. Por fuerza.
– Pensé que había dicho que estaban fuera.
– Y yo que usted había dicho que era un aficionado. Acaba de hacer gala de una gran habilidad.
– Uno hace lo que debe cuando su culo está en peligro.
Malone vio algo más unido a la muñeca del muerto. Soltó el dispositivo metálico: un receptor.
Él lo había utilizado en muchas ocasiones para seguir a un objetivo controlado electrónicamente. Activó la pantalla de vídeo y vio que una señal intermitente indicaba que el objetivo estaba cerca.
– Tenemos que irnos -dijo Pam.
– Pues va a ser un problema -respondió Malone-. La única forma de salir es por esa galería, pero a estas alturas los otros dos deben de estar cerca de las escaleras. Tenemos que bajar por otra parte.
Se metió en el bolsillo el receptor y, armas en ristre, salieron los tres de la tienda.
Los dos pistoleros surgieron de un arco que se hallaba a unos treinta metros y empezaron a disparar.
Por el claustro resonaron unos ruidos semejantes a los que hacen los globos al reventar.
Malone se agachó, empujando a Pam consigo. Se sirvió del ángulo que le ofrecía la arquitectura del claustro para cubrirse.
– Vayan por ahí -propuso McCollum-. Yo los mantendré ocupados.
Un banco de piedra recorría el perímetro exterior, uniendo los arcos y formando como una balaustrada. Agazapados, Malone y Pam echaron a correr. McCollum ya estaba disparando a los dos tiradores.
Las balas silbaban y rebotaban en la piedra, unas detrás, otras delante. Malone comprendió lo que estaba pasando: sus sombras, proyectadas por las luces que iluminaban tenuemente la galería, los delataban. Agarró a Pam, se detuvo y se pegó al suelo. Después abrió fuego y se cargó las luces de tres balazos.
Ahora la oscuridad los envolvía.
McCollum había dejado de disparar.
Y los pistoleros también.
A una señal de Malone, ambos reanudaron la marcha, aún agachados, protegiéndose con los arcos, la tracería y el banco de piedra.
Llegaron al extremo de la galería.
Delante, a su derecha, se extendía la siguiente galería. No había puertas. Al fondo se veía una pared, y justo a su izquierda se alzaban otras puertas de cristal, una abierta de par en par, como invitándolos a entrar. Un letrero informaba de que se trataba del refectorio.
Hizo un gesto y entraron.
Tres golpes sordos acribillaron el cristal. Ni una sola lo atravesó: los cristales también eran blindados. Loado fuera el que había elegido las puertas.
– Cotton, tenemos un problema -anunció Pam.
Él escrutó el refectorio: en medio de una oscuridad quebrada únicamente por las tenues luces que se colaban por las ventanas vio un amplio rectángulo coronado por un techo nervado, parecido al de la iglesia. Una cornisa baja de piedra ceñía la estancia, y debajo discurría un vistoso mosaico de azulejos. No había ninguna puerta, y las ventanas se hallaban a tres metros de altura: imposible llegar hasta ellas.
Sólo entrevió dos aberturas.
Una estaba al fondo, y cuando corrió los quince metros que lo separaban de ella constató que en su día tal vez había sido una chimenea, pero ahora tan sólo era un hueco decorativo.
La otra era más pequeña, de alrededor de un metro veinte por un metro y medio, y daba a un cuartucho. El refectorio había sido el comedor de la abadía, así que quizá fuese allí donde se preparaba la comida.
Pam estaba en lo cierto: tenían un problema.
– Súbete ahí -le ordenó él.
Ella no discutió, y se acomodó como pudo en una repisa adosada al muro.
– Debo de haber perdido el juicio para estar aquí.
– Es un poco tarde para darse cuenta.
Malone tenía la vista fija en las puertas que daban a la galería superior. Una sombra aumentó de tamaño. Vio que Pam se encontraba a salvo en el hueco y él se subió a la repisa, pegando la espalda a la oquedad todo lo posible.
– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó ella al oído.
– Lo que debo.
McCollum vio que los hombres se dividían: uno fue en pos de Malone y el otro se metió en el arco por el que se volvía a la iglesia. Decidió que estaría mejor en terreno elevado, así que avanzó con cautela hacia la misma puerta, con la esperanza de que llevara al coro alto, donde antes se hallaban Malone y su ex mujer.
Le gustaba la caza, sobre todo cuando la presa suponía un desafío. Se preguntó quiénes serían esos tipos. ¿Israelíes, como pensaba Malone? Tenía sentido. Sabía por Jonah que habían enviado a unos ejecutores a Londres, pero a George Haddad ya lo habían despachado. Había oído el encuentro en la cinta, y Malone se lo había confirmado. Entonces ¿qué hacían allí los israelíes? ¿Iban por él? poco probable. Pero, si no iban por él, ¿por quién iban?
Dio con la puerta y entró.
A su izquierda, la escalera bajaba a la iglesia. En la negrura oyó pasos, debajo.
Se metió en el coro, se paró donde la balaustrada confluía con el muro de piedra y miró abajo con cuidado. En la fachada sur de la iglesia las altas ventanas resplandecían con la luz del exterior. La figura ennegrecida de un hombre con un arma en la mano avanzaba por el pasillo que formaban los bancos. Caminaba hacia el coro bajo.
McCollum hizo dos disparos.
Los ahogados estallidos retumbaron en la cavernosa nave. Uno acertó, y el hombre pegó un grito, se tambaleó y se dio contra un banco. McCollum apuntó de nuevo, lo que no era fácil en la penumbra, y con dos disparos más el hombre cayó al suelo.
No estaba mal.
Se desprendió del cargador y lo sustituyó por otro que se sacó del bolsillo.
Dio media vuelta para marcharse. Era hora de dar con Malone.
Ante sus narices apareció un arma.
– Tire la pistola -le ordenó una voz en inglés.
Él vaciló e intentó encontrarle un rostro a la voz, pero la oscuridad sólo le reveló una sombra. Entonces cayó en la cuenta de que el tipo llevaba una capucha. El frío aguijonazo del cañón de otra arma se clavó en su cuello.
Dos problemas.
– Por última vez, tire el arma -insistió el primero.
No tenía elección. Dejó caer su arma ruidosamente al suelo.
La pistola que le apuntaba a la cara bajó, y acto seguido algo giró en el aire y se estrelló contra su cabeza. Antes de que su cerebro registrara algún atisbo de dolor el mundo enmudeció.
Malone empuñó la automática y se dispuso a esperar. Se arriesgó a asomar la cabeza por el hueco en el que se ocultaban él y Pam.
La sombra seguía aumentando de tamaño a medida que se acercaba el pistolero.
Él se preguntó si su atacante sabría que por allí no había salida. Supuso que no. De lo contrario, no estaría ahí. Lo más sencillo era aguardar en la galería. Sin embargo había aprendido hacía tiempo que a muchos de quienes se ganaban la vida matando los perdía la impaciencia. Querían hacer el trabajo y largarse. Esperar sólo incrementaba las posibilidades de error.
Pam respiraba con dificultad, cosa que él comprendía perfectamente. Él también estaba jadeando. Se dijo que se calmara. «Piensa, estate preparado.»
La sombra ahora se extendía por la pared del refectorio. El arma en ristre.
Su visión inicial fue la de una estancia oscura y vacía desprovista de mobiliario. La oquedad del fondo llamaría su atención de inmediato, seguida del otro hueco de la pared. Pero Malone no esperó: salió de su escondrijo y disparó.
La bala pasó rozando su blanco y rebotó en el muro. El tirador pareció aturdido un instante, pero se recuperó deprisa y apunto con su arma a Malone. En ese mismo instante pareció darse cuenta de que quedaba expuesto.
Iba a ser un duelo.
Malone hizo fuego de nuevo y el proyectil acertó al hombre en el muslo.
El pistolero profirió un grito de dolor, pero no cayó al suelo.
Malone le hundió una tercera bala en el pecho, y el pistolero se tambaleó y se desplomó de espaldas.
– Es usted difícil de matar, Malone -dijo una voz al otro lado de la entrada.
Reconoció la voz: Adán, del apartamento de Haddad. Sí, eran israelíes. Pero ¿cómo habían dado con él?
Oyó pasos que se alejaban.
Titubeó y a continuación corrió hacia la entrada con la intención de terminar lo que había empezado en Londres.
Se detuvo y echó un vistazo.
– Por aquí, Malone -lo invitó Adán.
El aludido observó el claustro. En el otro extremo estaba Adán, bajo uno de los arcos. Su rostro era inconfundible.
– Es un buen tirador, pero no tanto. Ahora sólo estamos usted y yo.
Malone vio que Adán desaparecía por la puerta que bajaba a la iglesia.
– Pam, no te muevas -ordenó-. Si no me haces caso esta vez tendrás que vértelas sola con los pistoleros.
Malone echó a correr por la galería, ¿Dónde estaba McCollum? No cabía duda de que dos matones estaban fuera de combate, y antes él sólo había visto a tres. ¿Habría matado Adán a McCollum? «Sólo estamos usted y yo.» Eso era lo que había dicho el israelí.
Decidió que seguir a Adán a la iglesia sería una estupidez. Tenía que hacer lo inesperado. De manera que se subió al repecho de la galería y miró hacia abajo. La ornamentación que decoraba el claustro era impresionante y muy sólida. Se metió el arma en el cinturón y se descolgó, asiéndose a la parte superior del borde. Apoyó los pies en una gárgola que sobresalía y que ocultaba un canalón. Manteniendo el equilibrio, se agarró bien a la piedra y, con un impulso, se acomodó en un saliente de uno de los soportes del arco. De allí a la hierba del jardín del claustro había menos de dos metros.
De pronto Adán salió de la iglesia y echó a correr por la galería del fondo.
Malone disparó. La bala erró el blanco, pero puso sobre aviso a su presa.
Adán desapareció de su vista, protegiéndose por el murete del claustro, que le llegaba por la cintura.
El israelí se dejó ver e hizo un disparo.
Malone saltó a la galería inferior. Cayó entre dos pilares. Se quedó sin aliento. Sus cuarenta y ocho años no daban para mucho más, independientemente de lo que hubiera hecho antaño. Se situó tras un banco y examinó con cuidado el claustro.
Adán corría de nuevo.
Malone se puso en pie y se lanzó hacia la izquierda» dio la vuelta a una esquina y fue directo hacia Adán. Su objetivo se esfumó por unas puertas de cristal encajadas entre dos intrincados arcos y flanqueadas por estatuas.
Malone se dirigió a ellas y se detuvo al llegar.
Un letrero identificaba el oscuro espacio como la sala capitular, donde en su día celebraban sus reuniones los monjes.
Decidió abrir una de las puertas y mantuvo el cuerpo tras la otra, que lo protegería si había tiros.
No hubo ningún disparo.
Un inmenso sepulcro ocupaba el centro del imponente espacio.
Lo barrió con la mirada. Nada. Sus ojos se fijaron en las ventanas: la de la derecha estaba rota, en el suelo se veían cristales, y en las alturas se perdía una cuerda de la que alguien tiraba desde el exterior.
Adán se había largado.
Unos pasos aporrearon la piedra, y vio que Pam y McCollum se dirigían hacia él. Salió a la galería y le preguntó a McCollum:
– ¿Qué le ha pasado?
– Me golpearon en la cabeza. Dos tipos, arriba, en el coro. Me cargué a uno en la iglesia y luego me noquearon.
– ¿Por qué sigue con vida?
– No lo sé, Malone. ¿Por qué no se lo pregunta a ellos?
Malone hizo cálculos: tres fuera más los dos que, por lo visto, habían abordado a McCollum. ¿Cinco? Sin embargo él sólo había visto a tres.
Apuntó con el arma a McCollum.
– Esos tipos irrumpen aquí, vienen por nosotros, intentan matarnos a mí y a Pam, pero a usted le dan en la cabeza y se largan. Curioso, ¿no le parece?
– ¿Qué quiere decir, Malone?
Éste sacó el receptor del bolsillo.
– Trabajan para usted y han venido a quitarnos de en medio para que no tuviera que hacerlo usted.
– Le aseguro que si lo quisiera muerto ya lo estaría.
– Fueron directos a la tienda de regalos, la rodearon como si fueran buitres. Conocían el lugar. -Sostuvo en alto el receptor-. Y nos estaban siguiendo. Maté a uno arriba y estuve a punto de liquidar al tercero, pero se largó. Es el escuadrón de ejecutores más raro que he visto en mi vida.
Encendió el dispositivo y apuntó con él a McCollum. Subió el volumen y un suave silbido metálico indicó que el receptor había encontrado su objetivo.
– Lo seguían a usted, y esto nos lo confirmará.
– Adelante, Malone. Haga lo que tenga que hacer.
Pam había permanecido a un lado, callada, y Malone le espetó:
– ¿No te dije que te quedaras arriba?
– Lo hice, hasta que vino él. Y, Cotton, tiene un buen chichón en la cabeza.
Él no se dejó impresionar.
– Es lo bastante duro para hacer la pantomima y dejarse golpear por los matones que ha contratado.
Dirigió el receptor a McCollum, pero el rítmico pitido permaneció constante.
– ¿Satisfecho? -preguntó éste.
Malone movió el dispositivo a izquierda y derecha, pero el pitido no se alteró. McCollum no era la fuente. Pam se adelantó para escrutar el interior de la sala capitular.
Y el pitido cambió.
McCollum también se dio cuenta.
Malone seguía apuntando con la pistola a McCollum, conminándolo a que no se moviera. Dirigió el aparato hacia Pam y la intensidad del ritmo aumentó.
Ella también lo oyó, y se volvió.
Malone bajó el arma y dio dos pasos al frente, moviendo el aparato. El ritmo se debilitó, y después se tornó firme cuando Malone apuntó directamente a Pam.
Ella puso cara de asombro y preguntó:
– ¿Qué es esto?
– Te seguían a ti, así es como encontraron a George. Por ti. -La ira lo invadió. Bajó el receptor, se metió la pistola en el bolsillo y se puso a cachear a Pam.
– ¿Qué demonios estás haciendo? -chilló ella.
Era evidente que estaba nerviosa, pero él no se anduvo con chiquitas.
– Pam, si me obligas a desnudarte y rebuscar encontraré lo que llevas, así que dime dónde está.
Ella parecía no comprender.
– Donde está ¿qué?
– Lo que quiera que siga el receptor.
– El reloj -dijo McCollum.
Malone se giró: McCollum señalaba la muñeca de Pam.
– Por fuerza. Tiene una fuente de energía y es lo bastante grande para alojar un emisor.
Él agarró la muñeca de Pam y sin miramientos le quitó el reloj y lo arrojó al suelo de la galería. Después alzó el receptor y apuntó con él al reloj: un firme pitido le dijo que, en efecto, el reloj era el emisor de la señal. A continuación volvió el dispositivo hacia Pam y el pitido cesó
– Oh, Dios mío -musitó ésta-. Por mi culpa mataron a ese anciano.
Malone entró en el business center del Ritz Four Seasons. Habían abandonado el monasterio por la entrada principal. Como las puertas se podían abrir desde dentro, la portada era la salida más rápida.
Después dieron la vuelta al edificio y descubrieron por dónde se habían colado Adán y sus compatriotas. Las elegantes ventanas de la sala capitular, ornadas con antigua tracería de piedra, eran las únicas que carecían de barrotes. Se hallaban a unos dos metros del suelo y daban a una oscura calle lateral. Dos frondosos árboles proporcionaban una cobertura excelente.
Acto seguido caminaron unas manzanas hacia el barrio comercial de Belém, y cogieron un tranvía hasta el centro de Lisboa. Desde allí tomaron un taxi para salvar los escasos kilómetros que los separaban del hotel. Nadie dijo nada durante el trayecto. Malone continuaba perplejo. Cuando pensaba que McCollum era la amenaza, resulta que el peligro estaba mucho más cerca. Arrojó el reloj a una hilera de setos de boj que rodeaba el jardín del claustro.
Tenía que pensar.
De manera que entraron en uno de los salones de conferencias del business center y cerraron la puerta. En la mesa aguardaban un teléfono y un computador, además de bolígrafos y papel. Le gustaba eso del Four Seasons: bastaba con decirles lo que uno quería y allí lo tenía.
– Cotton -se apresuró a decir Pam-, ese reloj fue un regalo. Te lo dije. Del hombre al que he estado viendo.
Sí recordaba que ella le había contado eso en Londres. Un TAG. Caro. Él se había quedado impresionado.
– ¿Quién es?
– Un abogado que trabaja para otro bufete. Es un socio importante.
– ¿Cuánto hace que sois pareja? -Sonó como si le importara, pero no era así.
– Unos meses. Vamos, ¿cómo iba a saber él que pasaría todo esto? Me regaló el reloj hace semanas.
Él quería creerla, pero no era la primera vez que utilizaban a la esposa de un agente. Cogió el teléfono y se puso en contacto con Atlanta, con el Magellan Billet. Le dijo a la voz del otro extremo quién era y qué quería, y le pidieron que esperara. A los dos minutos una voz de hombre le dijo:
– Cotton, soy Brent Green. Me han pasado su llamada.
– Necesito hablar con Stephanie.
– No se encuentra disponible. Esto está bastante revuelto. Tendrá que hablar conmigo.
– ¿Qué hace el fiscal general metido en los asuntos del Billet? Suele mantenerse al margen.
– Es complicado, Cotton. Stephanie ha sido relevada de su cargo, y ambos estamos en medio de una batalla.
A Malone no le sorprendió.
– Y tiene que ver con lo que yo ando haciendo aquí.
– Exactamente. Alguien de la Administración puso en peligro a su hijo.
– ¿Quién?
– No estamos seguros, eso es lo que intenta averiguar Stephanie. ¿Puede decirme qué está pasando ahí?
– Lo pasamos en grande, una fiesta tras otra. Lisboa es un desmadre.
– ¿Tiene alguna razón para ser sarcástico?
– Se me ocurre un montón, pero quiero que haga algo: investigar a un tipo llamado James McCollum. Afirma haber estado en el Ejército, fuerzas especiales. -Le dio a Green una descripción física-. Necesito saber si existe, y su historial. -Mientras efectuaba la petición miraba fijamente a McCollum, pero éste ni se inmutó-. ¿Qué pasa con Stephanie?
– Tardaría demasiado en explicárselo, pero tenemos que saber qué está haciendo. Eso podría ayudarla.
– No sabía que le preocupara tanto.
– No acierto a entender por qué todo el mundo cree que esa mujer me cae mal. A decir verdad tiene muchos puntos fuertes. Sin embargo en este momento se encuentra en apuros. Llevo varias horas sin saber nada de ella ni de la señorita Vitt.
– ¿Cassiopeia está ahí?
– Con Stephanie. La envió su amigo, Henrik Thorvaldsen.
Green tenía razón. Aquello estaba muy revuelto.
– También tengo un problema con mi ex mujer. Por lo visto, los israelíes la han estado siguiendo.
– Lo sabemos. Un tipo al que veía en Atlanta era simpatizante de los israelíes. El Mosad le pidió que le diera unas cosas: un reloj, un guardapelo, un anillo ostentoso. Todos localizables por GPS. Siempre podía llevar algo de eso encima.
– Lo que significa que los israelíes sabían lo que le pasaría a mi hijo, así que se prepararon para aprovechar el movimiento.
– Es una conclusión acertada. ¿Sigue intacta la Conexión Alejandría?
– No sabía que estuviese al tanto de eso.
– Ahora lo estoy.
– Los israelíes se ocuparon de ella ayer, de una vez por todas, y hace un rato estuvieron a punto de acabar con nosotros. -Ahora sí que necesitaba pensar-. Debo irme. ¿Tiene un número al que pueda llamarle directamente? -Green se lo dio-. No se mueva, le llamaré en breve.
– Cotton -dijo Green-. Ese abogado al que veía su ex ha muerto. Le pegaron un tiro hace unos días. El Mosad limpió su rastro.
Él captó el mensaje.
– Yo la vigilaría de cerca -le advirtió el fiscal-. También es un cabo suelto.
– O algo más.
– En cualquier caso es un problema.
Malone colgó, y Pam lo miró con fijeza.
– Tu amante ha muerto. Israel se encargó de él. Colaboraba con ellos.
La conmoción le descompuso el rostro, pero a él le importó un bledo. Aquel hombre había contribuido a poner en peligro a Gary.
– Es lo que pasa cuando tienes de mascota a una serpiente de cascabel. Me preguntaba cómo nos localizaron en el hotel en Londres. Es imposible que nos siguieran desde el apartamento de Haddad.
Él vio lo afectada que estaba Pam, pero no había tiempo para atender a sus sentimientos. Preocuparse por las cosas sin solución podía acarrear la muerte. Se encaró con McCollum:
– Ya me ha oído. Le estoy investigando.
– ¿Ha terminado con el teatrillo? Recuerde que aún tengo el resto del texto de la búsqueda, y no sabemos adonde ir desde aquí.
– ¿Quién lo dice? -Sacó la foto que había arrancado del libro de la tienda de regalos y la desplegó-. «Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar.» Vale, hemos dado con el sitio donde la plata se convierte en oro. ¿Qué tiene una dirección pero no un lugar? -Señaló el computador-. Montones de direcciones y ningún lugar asociado a ellas. Direcciones web. -Se sentó ante el aparato-. Los Guardianes debían tener una manera de controlar las pistas. No me parecen de los que sueltan algo y lo dejan ahí sin más. Cuando un invitado o un extraño hubiese llegado hasta aquí tendrían que contar con una forma de detener la búsqueda si lo deseaban. ¿Qué mejor modo que depositar las pistas finales en un sitio web que pudiesen controlar?
Tecleó «belém.com», pero lo dirigieron a un sitio comercial lleno de propaganda. Probó con «belém.net» y se encontró con más de lo mismo. Después escribió «belém.org», y la pantalla se volvió blanca y en ella apareció una pregunta en letras negras:
«¿Qué buscas?»
El cursor parpadeaba bajo la pregunta, sobre una línea negra destinada a la respuesta. Malone puso: «la biblioteca de Alejandría». La pantalla titiló y cambió.
«¿Nada más?»
Él escribió lo que pensaba que querrían oír;
«Conocimiento.»
La pantalla volvió a cambiar.
«28° 41’25” N»
«33° 38’ 26” E»
Malone sabía lo que representaban esos números: «Encuentra el lugar de la dirección sin lugar, donde se encuentra otro lugar.»
– Éste es el otro lugar.
– Coordenadas de GPS -apuntó McCollum.
Él coincidía, pero tenía que ubicarlas sobre el terreno, de manera que encontró un sitio web de mapas e introdujo las coordenadas.
A los pocos segundos apareció un mapa.
Él reconoció la forma en el acto: un triángulo isósceles invertido, una cuña que separaba África de Asia, hogar de una combinación única de montañas y desiertos rodeados por el estrecho golfo de Suez al oeste; el golfo de Aqaba, más estrecho aún, al este; y el mar Rojo al sur: el Sinaí.
Las coordenadas del GPS identificaban un lugar en la región más meridional, en las montañas, cerca del vértice del triángulo invertido.
– Creo que hemos dado con el sitio.
– Y ¿cómo pretende llegar hasta allí? -le planteó McCollum-. Es territorio egipcio, patrullado por Naciones Unidas, cercano a Israel.
Malone echó mano del teléfono.
– No creo que sea un problema.