SEGUNDA PARTE
EL CASTIGO

Capítulo 16

El tema del dinero se perdió en el frenesí de la partida. Al pagar seis dólares por el festín de Boyette en el Blue Moon, Keith se dio cuenta de que andaba mal de efectivo, pero después se le olvidó. Volvió a acordarse cuando ya iban por la carretera y necesitaban repostar. Pararon en una gasolinera de camioneros de la interestatal 335, a la una y cuarto de la madrugada. Era el jueves 8 de noviembre.

Mientras llenaba el depósito, Keith era consciente de que faltaban unas diecisiete horas para que Donté Drumm fuera atado con correas a la camilla de Huntsville; y aún lo era más de que el hombre a quien habría correspondido pasar por el trance de aquellas últimas horas estaba tranquilamente sentado a un par de metros de él, en la comodidad del coche, con los fluorescentes reflejándose en su cabeza blanca y lisa. Estaban justo al sur de Topeka. Texas quedaba a un millón de kilómetros. Pagó con tarjeta, y al hacer el recuento del dinero en efectivo, de su bolsillo delantero izquierdo salieron treinta y tres dólares. Se reprochó no haber utilizado el fondo de emergencia que guardaban él y Dana en un armario de la cocina. Dentro de la caja de puros solía haber unos doscientos dólares.

Una hora al sur de Topeka, el límite de velocidad aumentó hasta ciento diez kilómetros por hora, y Keith y el viejo Subaru fueron incrementando la suya hasta casi ciento veinte. Hasta entonces Boyette no había dicho nada; parecía a gusto, con las manos en las rodillas y la mirada perdida en la ventanilla derecha. Keith opto por ignorarlo. Prefería el silencio. En circunstancias normales ya era una lata estar sentado doce horas seguidas al lado de un desconocido; pero hacerlo codo a codo con alguien tan violento y raro como Boyette convertiría el viaje en algo tenso y aburrido.

Justo cuando Keith se instalaba en un silencio confortable, le acometió una oleada de sopor y se le cerraron de golpe los párpados, que se reabrieron de inmediato por una sacudida de cabeza. Su visión era borrosa, confusa. El Subaru se fue aproximando al arcén. Keith giró otra vez hacia la izquierda. Se pellizcó las mejillas. Parpadeó con toda la fuerza que pudo. Si hubiera estado solo, se habría dado bofetadas. Travis no se fijó.

– ¿Ponemos un poco de música? -dijo Keith.

Con tal de espabilar su cerebro… Travis se limitó a asentir con la cabeza.

– ¿Algo en especial?

– El coche es suyo.

En efecto. La emisora de radio favorita de Keith era la de rock clásico. Subió el volumen, y poco después aporreaba el volante, daba golpes en el suelo con el pie izquierdo y movía la boca sin cantar. El ruido despejó su cabeza. Aun así, seguía atónito por la rapidez con la que había estado a punto de quedarse grogui.

Solo faltaban once horas. Pensó en Charles Lindbergh, y en su vuelo a París en solitario: treinta y tres horas y media seguidas, sin haber dormido la noche antes de despegar de Nueva York. Más tarde, Lindbergh escribió que había estado sesenta horas despierto. Al hermano de Keith, que era piloto, le encantaba contar anécdotas.

Pensó en su hermano, en su hermana y en sus padres, y cuando ya empezaba a vencerle el sueño, habló.

– ¿Usted cuántos hermanos tiene, Travis?

«Hable conmigo, Travis. Diga lo que sea para mantenerme despierto. A conducir no puede ayudarme, porque no tiene carnet, ni seguro; el volante no lo va a tocar, o sea que ayúdeme antes de que nos estrellemos.»

– No lo sé -dijo Travis, tras el obligatorio período de ensimismamiento.

La respuesta tuvo más eficacia para mantenerlo despierto que cualquier canción de Springsteen o de Dylan.

– ¿Cómo que no lo sabe?

Un ligero tic. La mirada de Travis se había desplazado desde la ventanilla lateral hasta el parabrisas.

– Bueno… -contestó. Una pausa-. Poco después de que naciera yo, mi padre abandonó a mi madre y no he vuelto a verlo. Mi madre se enrolló con un tal Darrell, y al ser el primer hombre del que me acordaba, supuse que era mi padre. Mi madre me dijo que lo era. Yo lo llamaba papá. Tenía un hermano mayor que también lo llamaba así. Darrell era buen tío; nunca me pegó, ni nada, pero tenía un hermano que abusó de mí. La primera vez que me llevaron a juicio (creo que a los doce años), me di cuenta de que Darrell no era mi padre de verdad, y me sentó fatal. Me quedé hecho polvo. Luego Darrell desapareció.

Como tantas respuestas de Boyette, suscitaba más misterios de los que resolvía. También sirvió para poner a pleno rendimiento el cerebro de Keith. De pronto estaba completamente despejado, y resuelto a descifrar el enigma de aquel psicópata. ¿Qué otra cosa tenía que hacer durante las doce horas siguientes? Estaban en su coche. Podía preguntar lo que quisiera.

– O sea que tiene un hermano.

– Más de uno. Mi padre, el de verdad, se fue a Florida y se lió con otra mujer. Tenían la casa llena de niños, o sea que supongo que tengo medios hermanos y medias hermanas. También se ha rumoreado siempre que mi madre tuvo un hijo antes de casarse con mi padre. Me ha preguntado cuántos. Elija un número, pastor.

– ¿Con cuántos tiene contacto?

– Yo no lo llamaría contacto, aunque a mi hermano le he escrito algunas cartas. Está en Illinois. En la cárcel.

Qué sorpresa.

– ¿Por qué está en la cárcel?

– Por lo mismo que están en la cárcel todos los demás: drogas y alcohol. Como necesitaba dinero para su adicción, entró a robar, se equivocó de casa y acabó dando una paliza a un hombre.

– ¿Él le contesta?

– A veces. Nunca saldrá.

– ¿De él también abusaron?

– No, era mayor, y que yo sepa mi tío lo dejó en paz. Nunca hemos hablado del tema.

– ¿Era el hermano de Darrell?

– Sí.

– ¿O sea que no era su tío de verdad?

– Yo creía que sí. ¿Por qué hace tantas preguntas, pastor?

– Intento pasar el rato, Travis, y no quedarme dormido. Desde que lo conocí, el lunes por la mañana, he dormido muy poco. Estoy agotado, y aún nos queda mucho camino.

– No me gustan tantas preguntas.

– ¿Y qué cree que oirá en Texas? Llegamos, usted se presenta como el verdadero asesino y luego anuncia que no le gustan nada las preguntas. Vamos, Travis.

Pasaron varios kilómetros en completo silencio. Travis miraba fijamente a su derecha, donde solo había oscuridad, mientras daba golpecitos con los dedos en el bastón. Llevaba como mínimo una hora sin manifestar ningún dolor intenso de cabeza. Al mirar el indicador de velocidad, Keith cayó en la cuenta de que iba a ciento treinta, veinte más de la cuenta: motivo de multa en cualquier lugar de Kansas. Frenó un poco, y para mantener su actividad mental se imaginó una escena en que lo paraba un policía, examinaba su documento de identidad, luego miraba el de Boyette y pedía refuerzos. Un delincuente prófugo, ayudado por un pérfido pastor luterano. La carretera llena de luces azules. Esposas. Una noche en la cárcel, quizá en la misma celda que su amigo, un hombre a quien no le molestaría para nada otra noche entre barrotes. ¿Qué les diría Keith a sus muchachos?

Volvió a asentir con la cabeza. Tenía pendiente una llamada, y no encontraba el momento de hacerla. Era una llamada que indiscutiblemente pondría su cerebro a tantas revoluciones que por un momento se le olvidaría el sueño. Se sacó el móvil del bolsillo y marcó la tecla abreviada para llamar a Matthew Burns. Casi eran las dos de la madrugada. Evidentemente, Matthew tenía el sueño pesado, porque no se puso hasta el octavo pitido.

– Ojalá valga la pena -gruñó.

– Buenos días, Matthew. ¿Has dormido bien?

– Estupendamente, padre. ¿Por qué demonios me llamas por teléfono?

– No seas malhablado, hijo. Escucha. Voy en coche para Texas con un tal Travis Boyette, un señor muy amable que vino a nuestra iglesia el pasado domingo. Puede que lo vieras. Va con bastón. El caso es que Travis tiene que confesar algo a las autoridades de Texas, en un pueblecito que se llama Slone, y que vamos pitando para impedir una ejecución.

La voz de Matthew se despejó enseguida.

– ¿Te has vuelto loco, Keith? ¿Tienes dentro del coche al tío ese?

– Pues sí, hará una hora que salimos de Topeka. La razón de que te llame, Matt, es que necesito tu ayuda.

– Voy a ayudarte, Keith, con un consejo gratis: da media vuelta y arrea para aquí.

– Gracias, Matt, pero es que necesito que dentro de un par de horas hagas unas llamadas a Slone, Texas.

– ¿Qué dice Dana de todo esto?

– Muy bien, muy bien. Necesito que llames a la policía, al fiscal y quizá a un abogado defensor. Yo también los llamaré, Matt, pero quizá a ti te hagan más caso, por algo eres fiscal.

– ¿Aún estás en Kansas?

– Sí, en la interestatal 35.

– No cruces la frontera, Keith, por favor.

– Bueno, es que entonces sería un poco difícil llegar a Texas, ¿no te parece?

– ¡No cruces la frontera del estado!

– Duerme un poco. Te llamo otra vez a las seis y empezamos con los teléfonos, ¿de acuerdo?

Keith cerró su móvil, activó el buzón de voz y esperó. Sonó a los diez segundos. Era Matthew.

Habían cruzado Emporia, e iban lanzados hacia Wichita.

El relato surgió por sí solo. Quizá a Boyette también le hubiera dado sueño, o simplemente se aburriese, aunque cuanto más lo oía hablar Keith, más se daba cuenta de que estaba oyendo la retorcida autobiografía de un moribundo, un hombre consciente de que su vida no había tenido ningún sentido, pero que aun así deseaba intentarlo.

– El hermano de Darrell, lo llamábamos tío Chett, me llevaba con él a pescar; eso era lo que les decía a mis padres. No llegué a pescar el primer pez, ni a mojar el primer anzuelo. Nos íbamos a la casita que tenía en el campo, con un estanque detrás, que era donde se suponía que estaban todos los peces, aunque hasta ahí nunca llegamos. Me daba un cigarrillo y me dejaba probar su cerveza. Yo al principio no sabía qué hacía. Ni la menor idea. Era un niño de ocho años. Tenía demasiado miedo para moverme o resistirme. Recuerdo que me dolía mucho. Tenía porno infantil a montones: revistas, películas… Porquerías que tenía la generosidad de dejarme ver. Si a un niño le metes toda esa basura en la cabeza, no tarda mucho en aceptarla. Pensé que eso debía de ser lo que hacían los niños; mejor dicho, lo que les hacían los adultos a los niños. Parecía legítimo, normal. No me trataba mal; de hecho me compraba helados y pizzas, y todo lo que quisiera. Después de ir a pescar, siempre me llevaba en coche a casa, y justo antes de llegar se ponía muy serio, en plan malo y amenazador. Me decía que era muy importante que yo guardase nuestro pequeño secreto. Hay cosas que son privadas. Dentro de la camioneta tenía un arma, una pistola que brillaba mucho; más tarde me enseñó a utilizarla, pero al principio la sacaba, la dejaba encima del asiento y me explicaba que le encantaban sus secretos, y que si alguna vez llegaban a revelarse no tendría más remedio que hacerle daño a alguien. Yo incluido. Si yo se lo decía a alguien, él no tendría más remedio que matarme, y luego a cualquier persona a quien se lo hubiera dicho, incluidos Darrell y mi madre. La treta era muy eficaz. Nunca se lo dije a nadie.

»Seguimos pescando. Yo creo que mi madre lo sabía, pero tenía sus propios problemas, sobre todo con la bebida. Se pasaba casi todo el tiempo borracha. No lo dejó hasta mucho después, cuando ya era demasiado tarde para mí. Yo tendría unos diez años cuando mi tío me dio un porro, y empezamos a fumar los dos juntos. Luego pastillas. No estaba del todo mal. Yo me veía muy enrollado: un gamberrillo que fumaba cigarrillos y porros, bebía cerveza y miraba porno. La otra parte nunca fue agradable, pero tampoco duraba mucho. Entonces vivíamos en Springfield, y un día mi madre me dijo que teníamos que irnos. Mi padre, su marido o quien narices fuera había encontrado trabajo cerca de Joplin, Missouri, donde nací yo. Hicimos las maletas en un santiamén, lo cargamos todo en un camión de alquiler y nos fugamos en plena noche. Yo estoy seguro de que tuvo algo que ver con que no habían pagado el alquiler, y probablemente con muchas otras cosas: facturas, demandas, órdenes de arresto, autos de procesamiento… A saber.

El caso es que por la mañana me desperté en una caravana de doble ancho, muy chula. El tío Chett se quedó atrás. Seguro que se le partió el alma. Al final nos encontró, cuando hacía más o menos un mes que nos habíamos ido. Me preguntó si quería ir a pescar, y yo le dije que no. Como no tenía adónde llevarme, se quedó por la casa, sin quitarme la vista de encima. Los adultos bebían, y al cabo de un rato se empezaron a pelear por dinero. El tío Chett se fue, echando pestes. No volví a verlo, pero el daño estaba hecho. Ahora, si lo viera, cogería un bate de béisbol y le esparcería los sesos por los aires. De niño me dejó bien jodido, y supongo que aquello no lo he superado nunca. ¿Puedo fumar?

– No.

– Entonces, ¿podemos parar al menos un minuto para que fume?

– Sí, claro.

Lo hicieron unos kilómetros más adelante, en un área de descanso. Durante la pausa sonó otra vez el teléfono de Keith: otra llamada perdida de Matthew Burns. Boyette se fue a dar un paseo. Keith lo vio por última vez entre los árboles, detrás de los lavabos, seguido por una nube de humo. Keith daba vueltas por el aparcamiento, tratando de hacer circular la sangre mientras vigilaba a su pasajero. Cuando Boyette desapareció en la oscuridad, Keith llegó a pensar que se había marchado. Estaba cansado del viaje. ¿Qué más daba una fuga en aquel punto? Volvería a casa, en deliciosa soledad, y aguantaría el rapapolvo de Dana y los reproches de Matthew. Con algo de suerte, nadie se enteraría de la frustrada misión. Boyette haría lo que siempre había hecho: ir de un lado para otro hasta que se muriese o volvieran a detenerlo.

Pero ¿y si le hacía daño a alguien? ¿Compartiría Keith la responsabilidad criminal?

Pasaron los minutos sin que se moviera nada entre los árboles. En un extremo del aparcamiento había una docena de tráilers aparcados, juntos, con los generadores zumbando y los camioneros dormidos.

Apoyado en su coche, Keith esperó. Estaba acobardado, con ganas de irse a casa. Deseó que Boyette se quedara en el bosque, que se adentrase entre los árboles hasta que ya no hubiera vuelta atrás y desapareciese tal cual. Entonces pensó en Donté Drumm.

De entre los árboles salió una bocanada de humo. Su pasajero no se había escapado.

Estuvieron varios kilómetros sin hablar. Boyette parecía contento de olvidarse del pasado, pese a que minutos antes se hubiera prodigado en detalles. Al primer asomo de modorra, Keith insistió.

– Estaba usted en Joplin. El tío Chett había venido y se había ido.

El tic, y diez segundos.

– Sí… Mmm… Vivíamos en una caravana, en un barrio pobre de las afueras. Siempre vivíamos en barrios pobres, aunque recuerdo que yo estaba orgulloso de tener una caravana bonita; de alquiler, aunque entonces no lo supiera. Al lado del cámping de caravanas había una carretera pequeña y asfaltada que recorría durante kilómetros las colinas del sur de Joplin, en el condado de Newton. Había riachuelos, valles y caminos de tierra; el paraíso para un niño. -Nos pasábamos horas yendo en bicicleta por los caminos, donde no podía encontrarnos nadie. A veces robábamos cerveza y alcohol de la caravana, o incluso de alguna tienda, y nos íbamos de fiesta a las colinas. Una vez, un niño que se llamaba Damian se trajo una bolsa de costo que había robado a su hermana mayor, y nos flipamos tanto que no nos aguantábamos sobre las bicicletas.

– ¿Es donde está enterrada Nicole?

Keith contó hasta once antes de oír la respuesta de Boyette.

– Supongo. Está en algún sitio de por ahí. Si quiere que le diga la verdad, no estoy seguro de poder acordarme. Estaba bastante borracho, pastor. He intentado hacer memoria, y el otro día hasta traté de hacer un mapa, pero será difícil. Eso si llegamos tan lejos.

– ¿Por qué la enterró allí?

– No quería que la encontrase nadie, y funcionó.

– ¿Cómo sabe que funcionó? ¿Cómo sabe que no han encontrado su cadáver? La enterró hace nueve años, y los últimos seis los ha pasado en la cárcel, sin enterarse de lo que ocurría en el exterior.

– Pastor, le aseguro que no la han encontrado.

Keith se tranquilizó. Él creía a Boyette; de hecho era frustrante creer hasta ese punto a un criminal empedernido. Llegó a Wichita totalmente despierto.

Boyette se había retirado a su triste caparazón. De vez en cuando se frotaba las sienes.

– ¿Fue a juicio a los doce años? -le preguntó Keith.

El tic apareció de nuevo.

– Algo así. Sí, tenía doce. Me acuerdo de que el juez hizo algún comentario en el sentido de que era demasiado joven para embarcarme en una nueva carrera como delincuente. Qué sabría él…

– ¿Por qué delito fue?

– Entramos en una tienda y nos llevamos todo lo que pudimos: cerveza, cigarrillos, caramelos, embutidos, patatas chips… Luego nos pegamos un banquete en el bosque y nos emborrachamos. Todo fue bien, hasta que a alguien se le ocurrió mirar el vídeo. Como era mi primer delito, quedé en libertad vigilada. El otro acusado era Eddie Stuart, que tenía catorce años. Pero para él no era su primer delito, así que lo mandaron al reformatorio y no lo he vuelto a ver. Era un barrio duro, con gamberros por todas partes. Cuando no armábamos alguna, nos metíamos en líos. Darrell me gritaba, pero no siempre estaba con nosotros. Mi madre hacía lo que podía, pero no conseguía dejar de beber. A mi hermano lo encerraron a los quince años. A mí, a los trece. ¿Ha estado alguna vez en un reformatorio, pastor?

– No.

– Ya me lo parecía. Son los niños que no quiere nadie. La mayoría no son malos, al menos al entrar; es una cuestión de falta de oportunidades. Primero estuve cerca de Saint Louis. Era como todos los reformatorios, una cárcel para niños y punto. Me asignaron la litera de arriba de una sala larga, repleta de niños de las calles de Saint Louis. La violencia era brutal. Nunca había bastantes vigilantes o supervisores. Íbamos a clase, pero la educación era de chiste. Para sobrevivir tenías que entrar en alguna pandilla. Alguien miró mi ficha y vio que había sufrido abusos sexuales, así que fui presa fácil de los vigilantes. Después de dos años de infierno, me soltaron. Dígame usted, pastor, qué puede hacer un quinceañero al volver a la calle después de dos años de tortura…

Miró a Keith, como si esperase una respuesta. Keith se encogió de hombros, con la vista al frente.

– El sistema de justicia para menores solo es un caldo de cultivo de delincuentes profesionales. La sociedad quiere encerrarnos para siempre, pero es demasiado estúpida para darse cuenta de que algún día acabaremos saliendo; y cuando salimos no es nada bonito. Fíjese en mí, por ejemplo. Me gusta pensar que a los trece años, cuando entré, no era un caso perdido. Ahora bien, deje pasar otros dos años llenos de violencia, odio, palizas y abusos, y a los quince, cuando salga, la sociedad tendrá un problema. Las cárceles son fábricas de odio, pastor, y la sociedad siempre quiere que haya más. Eso no funciona.

– ¿Está culpando a otros por lo que le pasó a Nicole?

Boyette espiró, apartando la vista. Era una pregunta cuyo peso lo hizo flaquear.

– No lo entiende, pastor -contestó por fin-. Lo que hice estuvo mal, pero no pude evitarlo. ¿Y por qué no lo pude evitar? Pues por lo que soy. Yo no nací así. No me convertí en un hombre con muchos problemas por mi ADN, sino por las exigencias de la sociedad: encerradlos, castigadlos hasta que se queden tiesos, y si de paso os salen unos cuantos monstruos, pues mala suerte.

– ¿Y el otro cincuenta por ciento?

– ¿A quiénes se refiere?

– La mitad de los presos que salen en libertad condicional no vuelven a meterse en líos, ni vuelven a ser detenidos.

A Boyette no le gustó la estadística. Cambió de postura, y clavó la vista en el retrovisor de la derecha. Se metió en su caparazón, y ya no dijo nada más. Se durmió cuando iban por el sur de Wichita.

A las 3.40 de la madrugada volvió a sonar el teléfono. Era Matthew Burns.

– ¿Dónde estás, Keith? -quiso saber.

– Duerme un poco, Matthew. Perdona que te haya molestado.

– Me está costando dormir. ¿Dónde estás?

– A unos cincuenta kilómetros de la frontera de Oklahoma.

– ¿Aún llevas a tu amigo?

– Sí, sí. Ahora duerme. Yo solo echo cabezaditas.

– He hablado con Dana y está muy preocupada, Keith. Yo también. Nos parece que estás perdiendo la cabeza.

– Es probable. Eso me conmueve. Relájate, Matthew, estoy haciendo lo que tengo que hacer, y pase lo que pase sobreviviré. Ahora mismo, en quien pienso es en Donté Drumm.

– No cruces la frontera del estado.

– Ya te había oído.

– Me alegro. Solo quería que constase en acta que te aviso otra vez.

– Me lo apunto.

– Bueno, Keith, escúchame. No tenemos ni idea de lo que puede pasar cuando lleguéis a Slone y tu colega empiece a soltar la lengua. Doy por supuesto que atraerá a las cámaras como los bichos muertos de la carretera llaman a los cuervos. Tú quédate al margen, Keith. No llames la atención, ni hables con ningún periodista. Está claro que pasará una de dos cosas. Primera hipótesis: la ejecución se hará tal como está previsto. En ese caso habrás hecho todo lo posible, y será el momento de volver corriendo a casita. Boyette tiene la opción de quedarse o buscar a alguien que lo traiga. A ti, en el fondo, no te importa. Vuelve y ya está. Hay bastantes posibilidades de que nadie se entere de tu aventurilla en Texas. Segunda hipótesis: que se posponga la ejecución. En ese caso habrás ganado, pero no lo celebres. Mientras las autoridades cogen a Boyette, tú te vas disimuladamente y vuelves a casa. En ambos casos, es mejor que no te dejes ver. ¿Queda claro?

– Creo que sí. Una pregunta: ¿adónde voy cuando lleguemos a Slone? ¿A la fiscalía, a la policía, a la prensa, a la defensa…?

– A ver a Robbie Flak, que es el único que quizá te haga caso. Ni la policía ni el fiscal tienen ningún motivo para escuchar a Boyette. Ellos ya tienen al culpable, y solo esperan la ejecución. El único que podría creeros es Flak, y parece muy capaz de armar follón, eso está claro. Si Boyette cuenta una buena historia, Flak ya se ocupará de la prensa.

– Es lo que había pensado. Pienso llamar a Flak a las seis. Dudo que esté durmiendo mucho.

– Antes de empezar a hacer llamadas, habla conmigo.

– De acuerdo.

– Ah, Keith. Sigo pensando que estás loco.

– No lo dudo, Matthew.

Keith se guardó el teléfono en el bolsillo. Pocos minutos más tarde, el Subaru salió de Kansas y entró en Oklahoma. Keith iba a ciento treinta por hora. Por otra parte, llevaba su alzacuellos, y se había convencido de que ningún policía decente haría demasiadas preguntas a un clérigo cuyo único delito era el exceso de velocidad.

Capítulo17

La familia Drumm pasó la noche en un motel económico de las afueras de Livingston, a menos de siete kilómetros en coche del correccional Alian B. Polunsky, donde llevaba más de siete años encerrado Donté. El motel hacía un negocio moderado con las familias de los presos, incluido un culto bastante curioso como era el de las extranjeras casadas con reclusos del corredor de la muerte. En todo momento había unos veinte condenados que se casaban con europeas a quienes no podían ni tocar. No eran bodas a las que el estado otorgase validez, pero las parejas se consideraban casadas y lo llevaban lo más lejos posible. Ellas se carteaban entre sí, y a menudo viajaban juntas a Texas para ver a sus maridos. Todas se alojaban en el mismo motel.

Por la noche cuatro de ellas habían cenado en una mesa cerca de los Drumm. Normalmente se las reconocía por su fuerte acento y su manera sugerente de vestir. Les gustaba llamar la atención. En sus países eran famosas de segunda fila.

Donté había rechazado todas las propuestas de matrimonio. Durante sus últimos días había desestimado ofertas de libros, peticiones de entrevistas, propuestas matrimoniales y la posibilidad de aparecer en Fordyce – ¡A por todas! No había querido reunirse ni con el capellán de la cárcel ni con su propio pastor, el reverendo Johnny Canty. Había renunciado a la religión. No quería saber nada de aquel Dios a quien con tanto fervor adoraban los devotos cristianos que se empeñaban en matarlo.

Roberta Drumm se despertó a oscuras en la habitación 109. Durante el último mes había dormido tan poco que ahora la mantenía despierta el cansancio. El médico le había dado somníferos, pero el efecto era el contrario: la ponían nerviosa. En la habitación hacía calor. Apartó las sábanas. En la otra cama, a un par de metros, estaba su hija Andrea, que parecía dormida. Sus hijos Cedric y Marvin estaban en la habitación de al lado. Las normas de la cárcel les permitían visitar a Donté desde las ocho de la mañana hasta la medianoche de aquel día, que para él sería el último. Tras la despedida final, se lo llevarían a la cámara de ejecuciones de la cárcel de Huntsville.

Faltaban varias horas para las ocho de la mañana.

Se seguía un horario fijo, en el que todos los movimientos los dictaba un sistema célebre por su eficacia. A las cinco de la tarde la familia se presentaba en un despacho de la cárcel de Huntsville; desde ahí, un breve trayecto en furgón los llevaba a la cámara de ejecuciones, donde se los conducía a una exigua sala de testigos, justo antes de que se administrasen las sustancias químicas. Veían al condenado sobre la camilla, ya con los tubos en los brazos; oían sus últimas palabras, esperaban unos diez minutos a que se le declarase oficialmente muerto y se iban rápidamente. Desde ahí se trasladaban a una funeraria de la zona, a recoger el cadáver para llevárselo a casa.

¿Era un sueño, una pesadilla? ¿Estaba realmente ahí, despierta, a oscuras, pensando en las últimas horas de su hijo? Pues claro. Ya hacía nueve años que vivía con la pesadilla, desde el día en que le habían dicho que Donté no solo estaba detenido, sino que había confesado. La pesadilla era un libro del grosor de su Biblia, en el que cada capítulo era otra tragedia, y cada página estaba llena de tristeza e incredulidad.

Andrea hizo crujir y temblar la cama barata al desplazarse de un lado a otro. Después se quedó quieta, respirando profundamente.

Para Roberta, aquello había sido una sucesión de horrores: el terrible impacto de ver por primera vez a su hijo en la cárcel, con mono naranja y los ojos desorbitados de miedo; el dolor de barriga al imaginárselo en prisión, lejos de su familia, rodeado de delincuentes; la esperanza de un juicio justo, antesala de la impresión que le produjo entender que de justo no tenía nada; su llanto en voz alta, desatado, al anunciarse la condena a muerte; la última imagen de su hijo cuando se lo llevaban de la sala los agentes, corpulentos, orgullosos de hacer aquel trabajo; el sinfín de apelaciones y esperanzas desvanecidas; las incontables visitas al corredor de la muerte, donde había asistido al lento deterioro de un joven fuerte y sano. Durante el proceso Roberta había perdido amigos, pero no le importaba, francamente. Algunos se tomaban con escepticismo las proclamas de inocencia; otros se cansaban de que hablase tanto sobre su hijo. Roberta, sin embargo, estaba consumida, y tenía poco más que decir. ¿Cómo podía saber alguien lo que era aquello para una madre?

Y la pesadilla no se acabaría nunca; ni hoy, cuando lo ejecutase finalmente el estado de Texas, ni la semana siguiente, cuando ella lo enterrase; tampoco en algún momento del futuro en que llegara a saberse la verdad, si se sabía.

Los horrores suman, y había muchos días en los que Roberta Drumm dudaba de tener la fuerza necesaria para levantarse de la cama. Estaba tan cansada de fingirse fuerte…

– ¿Estás despierta, mami? -le preguntó Andrea en voz baja.

– Ya sabes que sí, cielo.

– ¿Has dormido algo?

– No, creo que no.

Andrea apartó las sábanas con los pies y estiró las piernas. La habitación estaba muy oscura. No se filtraba ninguna luz de fuera.

– Son las cuatro y media, mami.

– Yo no veo nada.

– Es que mi reloj brilla en la oscuridad.

Entre los hijos de la familia Drumm, la única con título universitario era Andrea, maestra de parvulario en una localidad cercana a Slone. Estaba casada, y quería estar en su casa, en su cama, muy lejos de Livingston, Texas. Cerró los ojos, tratando de dormirse, pero a los pocos segundos ya miraba nuevamente el techo.

– Mami, tengo que decirte algo.

– ¿Qué, cielo?

– Nunca se lo he contado, ni se lo contaré a nadie. Hace mucho, mucho tiempo que lo tengo en la conciencia, y quiero que lo sepas antes de que se lleven a Donté.

– Te escucho.

– Después del juicio, cuando ya se lo habían llevado, hubo un momento en que empecé a dudar de su versión. Creo que buscaba una razón para dudar de él. Lo que decían tenía cierta lógica. Yo me imaginaba a Donté tonteando con aquella chica, con miedo a que lo pillasen, y me la imaginaba a ella intentando romper sin que él quisiera. Aquella noche, mientras yo dormía, Donté podía haber salido sin que nadie lo notase. Luego, cuando oí su confesión durante el juicio, reconozco que me incomodó. Nunca llegaron a encontrar el cadáver. Quizá la razón de que no pudieran localizarlo fue que él lo tiró al río. Yo intentaba encontrar alguna lógica a todo lo que había pasado, y por eso me convencí de que probablemente fuera culpable, de que probablemente no se habían equivocado de persona. Le seguí escribiendo, y visitando, y todo eso, pero estaba convencida de que era culpable. Curiosamente, durante una temporada eso hizo que me sintiera mejor. Duró meses. Puede que todo un año.

– ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

– Robbie. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a Austin para la vista de apelación directa?

– Perfectamente.

– Fue un año después del juicio, más o menos.

– Yo estaba allí, cielo.

– Estábamos sentados en aquella sala tan grande, mirando a aquellos nueve jueces, todos blancos, con aspecto de importantes con sus togas negras y sus rostros imperturbables, y esos aires que se daban; al otro lado de la sala estaba la familia de Nicole, y la bocazas de su madre, y Robbie se levantó a hablar en nuestro favor. Lo hizo tan bien… Repasó el juicio, recalcando lo débiles que eran las pruebas. Se burló del fiscal y del juez. No tenía miedo de nada. Atacó la confesión, y por primera vez sacó a relucir el hecho de que la policía no le hubiera dicho nada sobre la persona anónima que había llamado por teléfono para acusar a Donté. Me quedé impactada. ¿Cómo podían reservarse pruebas la policía y el fiscal? En cambio, al tribunal aquello no le quitó el sueño. Recuerdo que, al ver la pasión que ponía Robbie en su argumentación, caí en la cuenta de que él, el abogado, el blanco rico de la parte rica de la ciudad, no tenía ninguna duda de que mi hermano era inocente. Y en ese mismo momento le creí. Qué vergüenza tuve por haber dudado de Donté…

– No pasa nada, cielo.

– No se lo digas a nadie, por favor.

– Descuida. Ya sabes que te puedes fiar de tu madre.

Se incorporaron, cada una al borde de su cama, y se cogieron de las manos, con las frentes en contacto.

– ¿Quieres llorar o rezar? -dijo Andrea.

– Rezar lo podremos hacer luego, pero llorar no.

– Es verdad. Vamos a llorar como Dios manda.

El tráfico de las horas previas al alba fue aumentando a medida que se aproximaban a Oklahoma City. Boyette tenía la frente apoyada en la ventanilla derecha, y la boca abierta, en una mueca de baboso patetismo. Entraba en su segunda hora de sueño. Keith se alegraba de estar solo. Había parado cerca de la frontera del estado para comprar un café «para llevar», un mejunje de máquina espantoso que en circunstancias normales habría arrojado a la cuneta. Sin embargo, compensaba de sobra en cafeína sus carencias de sabor: Keith estaba a tope, con la cabeza dándole vueltas, y el indicador de velocidad exactamente trece kilómetros por hora encima del límite.

En la última parada, Boyette había pedido una cerveza. En vez de eso, Keith le había comprado una botella de agua. Encontró una emisora de bluegrass de Edmonton y la escuchó a bajo volumen. A las cinco y media llamó a Dana, que no dijo gran cosa. Al sur de Oklahoma City, Boyette se despertó de golpe.

– Creo que me he quedado dormido -dijo.

– La verdad es que sí.

– Pastor, estas píldoras que tomo afectan mucho a la vejiga. ¿Podemos hacer una parada?

– Sí, claro -convino Keith.

¿Qué iba a decirle? Estuvo pendiente del reloj. En algún punto al norte de Dentón, Texas, saldrían de la autopista y se dirigirían al este por carreteras de dos carriles. No tenía ni idea de cuánto tardarían. Según sus cálculos, llegarían a Slone entre las doce y la una del mediodía. Como era lógico, las paradas no los hacían ir más deprisa.

Pararon en Norman, y compraron más café y agua. Boyette logró quemar dos cigarrillos, chupando y soplando con la misma rapidez que si fueran los últimos, mientras Keith echaba gasolina a toda prisa. Un cuarto de hora más tarde volvían a estar en la interestatal 35, rumbo al sur por las llanuras de Oklahoma.

Como religioso, Keith se sintió obligado a explorar como mínimo el tema de la fe. Empezó con ciertos titubeos.

– Ya ha hablado de su niñez, Travis -dijo-. No hace falta volver sobre el tema, pero tenía curiosidad por saber si de pequeño tuvo algún contacto con una iglesia o un predicador.

Había vuelto el tic. También la reflexión.

– No -dijo Boyette. Al principio no parecía que fuera a decir más-. A mi madre nunca la vi ir a la iglesia. Casi no tenía familia. Yo creo que no venían porque se avergonzaban de ella. Está claro que Darrell no era religioso. Al tío Chett le habría ido bien una buena dosis de religión, pero estoy seguro de que a estas horas está en el infierno.

Keith vio una pequeña posibilidad.

– ¿O sea que cree en el infierno?

– Supongo. Creo que después de morir vamos todos a algún sitio, y no me imagino que sea el mismo para usted y para mí. ¿Usted sí, pastor? Vaya, me he pasado casi toda la vida en la cárcel, y le aseguro que hay un tipo de humanidad que es subhumano. Es gente que nace mala. Son hombres crueles, desalmados y locos, a los que es imposible ayudar. A algún sitio malo tienen que ir cuando se mueran.

La ironía era casi cómica: un asesino confeso y violador en serie condenando a los hombres violentos.

– ¿En su casa había una Biblia? -preguntó Keith, procurando no entrar en el tema de los crímenes abyectos.

– Yo nunca vi ninguna. Libros tampoco es que viera muchos. Me crié con porno, pastor, el que me daba el tío Chett, y el que tenía Darrell debajo de su cama. Mis lecturas infantiles no van más allá.

– ¿Cree usted en Dios?

– Mire, pastor, no pienso hablar de Dios, Jesús, la salvación y todo eso. En la cárcel lo oía sin parar. Muchos, cuando los encierran, se exasperan y empiezan a darle mamporros a la Biblia. Supongo que algunos lo hacen en serio, pero también queda muy bien en las vistas para la condicional. La verdad es que yo nunca me he tragado eso.

– ¿Está preparado para la muerte, Travis?

Se produjo una pausa.

– Mire, pastor, tengo cuarenta y cuatro años y mi vida ha sido un enorme choque de trenes. Estoy cansado de vivir en la cárcel. Estoy cansado de vivir con la culpa de lo que he hecho. Estoy cansado de oír las voces lastimeras de las personas a quienes he hecho daño. Estoy cansado de mucha mierda, ¿de acuerdo, pastor? Y perdone que hable tan mal. Estoy cansado de ser un degenerado que vive al margen de la sociedad. Estoy tan harto de todo… Estoy orgulloso de mi tumor, ¿queda claro? Aunque parezca mentira, cuando no me parte el cráneo me gusta, el condenado. Me dice lo que me queda por delante. Tengo los días contados, y eso no me preocupa. Así no le haré daño a nadie más. Nadie me echará en falta, pastor. Sin el tumor, me tomaría un frasco de pastillas y una botella de vodka y me iría flotando para siempre. Puede que aún lo haga.

En eso quedó la aguda conversación sobre el tema de la fe. Pasaron quince kilómetros.

– ¿De qué le gustaría hablar, Travis? -dijo Keith.

– De nada. Solo quiero estar aquí, sentado, mirando la carretera sin pensar en nada.

– Me parece perfecto. ¿Tiene hambre?

– No, gracias.

Robbie salió de su casa a las cinco de la mañana, y dio un rodeo para ir al bufete. Tenía la ventanilla del coche bajada, para poder oler el humo. Ya hacía tiempo que habían apagado el incendio, pero el olor a madera recién chamuscada flotaba sobre Slone como una densa nube. No había viento. En el centro de la ciudad, policías nerviosos cerraban calles y desviaban el tráfico hacia la Primera Iglesia Baptista. Robbie solo pudo atisbar sus ruinas humeantes, iluminadas por el parpadeo de las luces de los vehículos de bomberos y de rescate. Fue por calles secundarias, y al aparcar en la antigua estación de tren y salir del coche el olor seguía tan punzante y fresco como antes. Al despertarse, todo Slone se encontraría con el ominoso vapor de un sospechoso incendio; y la pregunta sería obvia: ¿habrá más?

Fueron llegando sus empleados, todos faltos de sueño y con muchas ganas de ver si el día se apartaba drásticamente de la dirección en la que iba. Se congregaron en la sala principal de reuniones, en torno a la mesa larga, que aún estaba cubierta por los restos de la noche anterior. Carlos recogió las cajas de pizza vacías y las botellas de cerveza, mientras Samantha Thomas servía café y bagels. Robbie, que se esforzaba por mostrarse animado, les reprodujo su conversación con Fred Pryor sobre la grabación furtiva del club de strippers. Pryor aún no había llegado.

Empezó a sonar el teléfono. Nadie quería cogerlo. Todavía no había llegado la recepcionista.

– Que alguien active el «No Molesten» -dijo Robbie de malas maneras.

El teléfono dejó de sonar.

Aaron Rey iba de sala en sala, mirando por las ventanas. El televisor estaba encendido, pero sin volumen.

Bonnie entró en la sala de reuniones.

– Robbie -dijo-, acabo de escuchar los mensajes telefónicos de las últimas seis horas. Nada importante, solo un par de amenazas de muerte y uno o dos paletos felices de que por fin haya llegado el gran día.

– ¿Ninguna llamada del gobernador? -preguntó Robbie.

– Todavía no.

– Qué sorpresa. Seguro que le ha costado dormir, como a nosotros.

Con el tiempo, Keith enmarcó la multa por exceso de velocidad, gracias a la cual siempre sabría exactamente qué había hecho el martes 8 de noviembre de 2007 a las seis menos diez de la mañana. La ubicación no estaba clara, porque no había ninguna población a la vista; solo un tramo largo y vacío de la interestatal 35 al norte de Ardmore, Oklahoma.

El policía estaba escondido entre unos árboles de la mediana. Nada más verlo, y tras echar un vistazo al indicador de velocidad, Keith supo que tenía problemas. Pisó el freno, redujo considerablemente la velocidad y esperó unos segundos.

– Mierda -dijo Boyette cuando aparecieron las luces azules.

– No sea malhablado.

Keith pisó a fondo el freno y se apresuró a arrimarse al arcén.

– Eso es lo último que debería preocuparle. ¿Qué le va a decir?

– Que lo siento.

– ¿Y si pregunta qué estaba haciendo?

– Ir por la carretera; puede que un poco demasiado deprisa, pero no pasa nada.

– Creo que voy a decirle que me estoy saltando la condicional, y que usted me ayuda a fugarme.

– Vale ya, Travis.

A decir verdad, Travis parecía exactamente el tipo de personaje capaz de saltarse la condicional. Como salido de un casting. Keith paró el coche, apagó el motor y se levantó el alzacuellos, verificando que su visibilidad fuera máxima.

– Usted ni palabra, Travis -dijo-. Déjeme hablar a mí.

Mientras esperaban a un policía muy calmoso y resuelto, Keith logró divertirse a sí mismo admitiendo que estaba al lado de la carretera, practicando no una sino dos actividades delictivas, y que por alguna razón inconcebible había elegido como cómplice a un violador en serie y asesino. Miró a Travis.

– ¿Se podría tapar el tatuaje? -le preguntó.

Lo tenía en la parte izquierda del cuello: un diseño en espiral que solo un anormal podía entender y llevar con orgullo.

– ¿Y si le gustan los tatuajes? -dijo Travis, sin el menor ademán de tocarse el cuello de la camisa.

El policía se acercó con precaución, con una linterna larga.

– Buenos días -dijo hoscamente aunque sin apreciar peligro.

– Buenos días -respondió Keith, levantando la vista.

Le entregó el carnet de conducir, los documentos del coche y la tarjeta del seguro.

– ¿Es usted sacerdote?

Parecía más bien una acusación. Keith dudó que hubiera muchos católicos en el sur de Oklahoma.

– Soy pastor luterano -dijo con una cálida sonrisa, viva imagen de la paz y los buenos modales.

– ¿Luterano? -gruñó el policía, como si eso aún fuera peor que ser católico.

– Sí.

Enfocó el carnet con la linterna.

– Pues iba usted a ciento treinta y seis por hora, reverendo Schroeder.

– Sí, lo siento.

– Aquí el límite está en ciento veinte. ¿Qué prisa tiene?

– La verdad es que ninguna. Es que no me había fijado.

– ¿Adónde va?

Keith tuvo ganas de replicar «¿A usted qué le importa?», pero en vez de eso dijo rápidamente:

– A Dallas.

– En Dallas vive un hijo mío -dijo el policía, como si eso tuviera alguna relevancia.

Volvió a su coche, entró, dio un portazo y empezó con el papeleo. Las luces azules chispeaban en la oscuridad, que se iba disipando.

Cuando se le asentó la adrenalina, y se aburrió de esperar, Keith decidió aprovechar el tiempo. Llamó a Matthew Burns, que debía de tener el móvil en la mano, y le explicó dónde estaba y qué le pasaba en aquel momento. Le costó convencerle de que era una simple y rutinaria multa por exceso de velocidad. Superando la exagerada reacción de Matthew, convinieron en empezar a llamar de inmediato al bufete de Robbie Flak.

Finalmente regresó el policía. Keith firmó la multa, recuperó su documentación y se disculpó de nuevo. Al cabo de veintiocho minutos volvieron a la carretera. La presencia de Boyette había pasado inadvertida.

Capítulo18

En algún momento de su borroso pasado, Donté había sabido el número exacto de días que llevaba en la celda número 22F del corredor de la muerte de la Unidad Polunsky. Era un recuento practicado por la mayoría de los presos. Sin embargo, con el tiempo había perdido la cuenta, por la misma razón por la que había perdido por completo el interés en leer, escribir, hacer ejercicio, comer, cepillarse los dientes, afeitarse, ducharse, intentar comunicarse con los otros presos y obedecer a los guardias. Podía dormir, soñar, y en caso de necesidad usar el váter; aparte de eso, ni podía ni quería esforzarse mucho más.

– Ha llegado el gran día, Donté -dijo el celador al introducir en la celda la bandeja del desayuno: otra vez creps con salsa de manzana-. ¿Cómo estás?

– Bien -masculló él.

Hablaban por una estrecha rendija en la puerta metálica. El celador era Mouse, [7]un negro muy menudo, de los más amables. Se fue, dejando a Donté con la vista clavada en la comida (que no tocó). Volvió al cabo de una hora.

– Vamos, Donté, tienes que comer.

– No tengo hambre.

– ¿Y tu última comida? ¿Ya lo tienes pensado? El encargo tendrás que hacerlo dentro de un par de horas.

– ¿Qué hay de bueno? -preguntó Donté.

– No estoy muy seguro de que haya algo bueno como última comida, pero me han dicho que la mayoría comen como limas. Bistec, patatas, bagre, gambas, pizza… Todo lo que quieras.

– ¿Y fideos fríos y cuero hervido, como cualquier otro día?

– Lo que tú quieras, Donté. -Mouse se acercó unos centímetros más, bajó la voz y dijo-: Pensaré en ti, Donté, ¿me oyes?

– Gracias, Mouse.

– Te echaré de menos, Donté. Eres un buen tipo.

A Donté le hizo gracia la idea de que alguien fuese a echarlo de menos en el corredor de la muerte. No contestó. Mouse se fue.

Donté estuvo mucho tiempo sentado al borde de su catre, contemplando una caja de cartón que habían traído el día anterior. Dentro había dispuesto ordenadamente todas sus pertenencias: una docena de libros de bolsillo, que no leía desde hacía años, dos blocs, sobres, un diccionario, una Biblia, un calendario de 2007, una bolsa con cremallera donde guardaba su dinero (dieciocho dólares con cuarenta), dos latas de sardinas y un paquete de galletas saladas y ya rancias de la cantina, además de una radio que solo captaba una emisora cristiana de Livingston y otra de country de Huntsville. Cogió un bloc y un lápiz, y empezó a hacer cálculos. Tardó un poco, pero al final llegó a un total que le pareció bastante exacto.

Siete años, siete meses y tres días en la celda 22F: total, dos mil setecientos setenta y un días. Antes de eso había pasado unos cuatro meses en el antiguo corredor de la muerte de Ellis. Lo habían detenido el 22 de diciembre de 1998, y llevaba en la cárcel desde entonces.

Casi nueve años entre rejas. Era una eternidad, pero no un número impresionante. A cuatro puertas de distancia de su celda, Oliver Tyree, de sesenta y cuatro años, llevaba treinta y un años en el corredor de la muerte, sin fecha de ejecución en el calendario. Había varios veteranos que pasaban de los veinte, aunque la situación empezaba a cambiar: a los recién incorporados les esperaban otras reglas. Había plazos más rigurosos para las apelaciones. Para los condenados después de 1990, la espera media antes de la ejecución era de diez años, la más corta del país.

Durante sus primeros años en la 22F, Donté esperaba continuamente noticias de los tribunales, que al parecer iban a paso de tortuga. Después, nada: ni más peticiones que cursar, ni más jueces y magistrados que atacar por parte de Robbie. En retrospectiva, parecía que las apelaciones hubieran pasado volando. Se estiró en la cama y trató de dormir.

Cuentas los días, y ves pasar los años. Te dices que preferirías estar muerto, y te lo crees. Prefieres mirar a la muerte a los ojos, valientemente, y te dices que estás preparado porque lo que te espera al otro lado forzosamente tiene que ser mejor que envejecer en una jaula de dos por tres, sin nadie con quien hablar. En el mejor de los casos, te consideras medio muerto. Llevaos la otra mitad, por favor.

Has visto irse a docenas que no han vuelto, y aceptas que algún día vendrán a por ti. Tú no eres más que una rata en su laboratorio, un cuerpo desechable que usarán como prueba de que su experimento funciona. Ojo por ojo: hay que vengar todas las muertes. Si matas bastante, te convences de que matar es bueno.

Cuentas los días, hasta que ya no queda ninguno. En tu última mañana te preguntas si estás realmente preparado. Buscas coraje, pero el valor se diluye.

En realidad, cuando de verdad llega el final, nadie quiere morirse.

También era un gran día para Reeva, y para mostrar al mundo que sufría volvió a invitar a su casa, a la hora del desayuno, a los de Fordyce – ¡A por todas! Vestida con su más elegante traje pantalón, preparó huevos con beicon y se sentó a la mesa con Wallis y los dos hijos del matrimonio, Chad y Marie, ambos en la fase final de la adolescencia. A ninguno de los cuatro les hacía falta un desayuno abundante. Deberían haberse abstenido de comer, pero las cámaras estaban en marcha, y así, mientras comía, la familia charló sobre el incendio que había destruido su querida iglesia, y de cuyos rescoldos aún salía humo. Estaban atónitos y enfurecidos. Tenían la certeza de que había sido un incendio provocado. Aun así, lograron contenerse y no formular acusaciones contra nadie; eso para las cámaras, porque fuera de ellas estaban seguros de que el incendio lo habían provocado unos golfos negros. Reeva era miembro de la iglesia desde hacía más de cuarenta años. Allí se había casado con sus dos maridos, y allí habían sido bautizados Chad, Marie y Nicole. Wallis era diácono. Aquello era una tragedia. Poco a poco pasaron a temas más importantes. Todos estuvieron de acuerdo en que era un día triste, una ocasión triste; triste, pero muy necesaria. Llevaban casi nueve años esperando aquel día, para que a su familia le llegara finalmente la justicia, a su familia y a todo Slone, sí.

Sean Fordyce aún andaba liado con una ejecución complicada en Florida, pero había dejado claros sus planes: por la tarde llegaría en avión privado al aeropuerto de Hunstville, para hacerle a Reeva una entrevista rápida antes de que ella asistiese a la ejecución; y estaría presente, cómo no, cuando todo hubiera acabado.

En ausencia del presentador, el desayuno se alargaba. Fuera de cámara, un ayudante de producción incitaba a la familia con perlas como esta: «¿Creen que la inyección letal es demasiado humana?». Reeva respondió que sí, con toda seguridad.

Wallis se limitó a gruñir. Chad siguió masticando su beicon. Marie, tan parlanchina como su madre, dijo entre bocados que Drumm debería sufrir un dolor físico intenso mientras agonizaba, igual que Nicole.

– ¿Les parece que habría que hacer públicas las ejecuciones?

Reacciones diversas en la mesa.

– El condenado tiene derecho a una declaración final. Si ustedes pudieran hablar con él, ¿qué le dirían?

Reeva se echó a llorar mientras masticaba, y se tapó los ojos.

– ¿Por qué? Pero ¿por qué? -gimió-. ¿Por qué mataste a mi nenita?

– Esto a Sean le encantará -susurró el ayudante de producción al cámara.

Los dos disimulaban la sonrisa.

Reeva recuperó la compostura, y, mal que bien, la familia siguió desayunando.

– ¡Wallis! -espetó Reeva en un momento dado a su marido, que apenas hablaba-. ¿En qué piensas?

Wallis se encogió de hombros, como si no pensara en nada.

Justo al final del desayuno se presentó por casualidad el hermano Ronnie. Se había pasado toda la noche viendo arder su iglesia, y necesitaba dormir, pero la familia de Reeva también lo necesitaba a él. Le preguntaron por el incendio. Se le veía claramente angustiado. Fueron al fondo de la casa, a la habitación de Reeva, donde se sentaron muy juntos en torno a una mesita de centro. Mientras se cogían todos de la mano, el hermano Ronnie dirigió la oración. Haciendo un esfuerzo de dramatismo, con la cámara a poco más de medio metro de su cabeza, imploró fortaleza y valor para que la familia soportase lo que le esperaba en aquel día tan difícil. Dio gracias a Dios por la justicia. Rezó por su iglesia, y por sus miembros.

No mencionó a Donté Drumm ni a su familia.

Tras unas diez incursiones en el buzón de voz, por fin respondió una persona de carne y hueso.

– Bufete de abogados Flak -dijo rápidamente.

– Con Robbie Flak, por favor -respondió Keith, animándose.

Boyette se volvió a mirarlo.

– El señor Flak está reunido.

– Claro, claro. Mire, es que es muy importante. Me llamo Keith Schroeder. Soy pastor luterano en Topeka, Kansas. Ayer hablé con el señor Flak. Ahora mismo voy para Slone, y tengo en mi coche a un hombre que se llama Travis Boyette. El señor Boyette violó y mató a Nicole Yarber, y sabe dónde está enterrado el cadáver. Lo llevo a Slone para que pueda explicar su versión. Es imprescindible que hable con Robbie Flak. Ahora mismo.

– Ah, de acuerdo. ¿Puedo dejarlo en espera?

– Yo no se lo puedo impedir.

– Un momentito.

– Dese prisa, por favor.

Lo puso en espera, salió de detrás del mostrador, junto a la puerta principal, y corrió por la estación de trenes, reuniendo al personal. Robbie estaba en su despacho, con Fred Pryor.

– Robbie, tienes que oír esto -dijo ella.

Su expresión y su voz eran inequívocas: había que oírlo. Todos fueron a la sala de reuniones y se apiñaron en torno a un teléfono con altavoz. Robbie pulsó un botón.

– Soy Robbie Flak -dijo.

– Señor Flak, soy Keith Schroeder. Hablamos ayer por la tarde.

– Sí. El reverendo Schroeder, ¿verdad?

– Sí, pero ahora Keith a secas.

– Le he puesto por el altavoz. ¿Le importa? Está conmigo todo mi bufete, y algunas personas más. Unas diez en total. ¿Le importa?

– No, tranquilo.

– Y está encendida la grabadora. ¿Le importa?

– No, no. ¿Algo más? Mire, es que llevamos toda la noche de viaje. Deberíamos llegar a Slone hacia mediodía. Traigo a Travis Boyette, que está dispuesto a contar su historia.

– Háblenos de Travis -dijo Robbie.

En torno a la mesa no se movía nadie. Todos contenían la respiración.

– Tiene cuarenta y cuatro años. Nació en Joplin, Missouri, se ha pasado la vida delinquiendo y está fichado por delitos sexuales como mínimo en cuatro estados. -Keith echó un vistazo a Boyette, que miraba por la ventanilla como si estuviese en otra parte-. El último sitio donde ha estado es una cárcel de Lansing, Kansas. Ahora se halla en libertad condicional. En la época de la desaparición de Nicole Yarber vivía en Slone, en el Rebel Motor Inn. Seguro que lo conocen. En enero de 1999 lo detuvieron en Slone por conducir borracho. Hay copia de su arresto.

Carlos y Bonnie tecleaban como locos en sus portátiles, rastreando internet a toda prisa para encontrar información sobre Keith Schroeder, Travis Boyette y el arresto en Slone.

Keith siguió hablando.

– De hecho, estuvo encarcelado en Slone mientras tenían detenido a Donté Drumm. Boyette pagó la fianza, salió y se escapó de la ciudad. De ahí pasó a Kansas, donde lo pillaron tras haber intentado violar a otra mujer. Ahora está acabando la condena.

En la mesa hubo miradas tensas. Todos respiraron.

– ¿Y ahora por qué ha decidido hablar? -preguntó Robbie, acercándose más al altavoz.

– Se está muriendo -respondió Keith sin rodeos. A esas alturas ya no tenía ningún sentido suavizar las cosas-. Dice que tiene un tumor cerebral, un glioblastoma de grado cuatro que no se puede operar. Según él, los médicos le han dicho que le queda menos de un año de vida. Asegura que quiere cumplir con su deber. Cuando estaba en la cárcel perdió de vista el caso Drumm. Dice que suponía que las autoridades de Texas acabarían dándose cuenta de que se habían equivocado de persona.

– ¿Está en el coche, con usted?

– Sí.

– ¿Puede oír nuestra conversación?

Keith conducía con la mano izquierda, y tenía el móvil en la derecha.

– No -dijo.

– ¿Tú desde cuándo lo conoces, Keith?

– Desde el lunes.

– ¿Y le crees? Si es verdad que es violador en serie, y que ha delinquido toda la vida, preferirá mentir a decir la verdad. ¿Cómo sabes que tiene un tumor cerebral?

– Lo he comprobado. Es verdad. -Keith miró a Boyette, que seguía con la mirada perdida en la ventanilla-. Yo creo que todo es verdad.

– ¿Qué quiere?

– De momento, nada.

– ¿Dónde estáis ahora?

– En la interestatal 35, no muy lejos de la frontera con Texas. ¿Cómo funciona eso, Robbie? ¿Hay alguna posibilidad de impedir la ejecución?

– Sí, hay una posibilidad -dijo Robbie, mirando a los ojos a Samantha Thomas, que se encogió de hombros, asintió y pronunció un débil «quizá».

Robbie se frotó las manos.

– Está bien, Keith -dijo-, te cuento lo que tenemos que hacer: reunirnos con Boyette y hacerle muchas preguntas. Si sale bien, prepararemos una declaración jurada para que la firme y la presentaremos junto con una petición. Tenemos tiempo, pero no demasiado.

Carlos dio a Samantha una foto de Boyette, recién impresa de una web de la Dirección General de Prisiones de Kansas. Ella señaló la cara.

– Que se ponga -susurró.

Robbie asintió con la cabeza.

– Keith -dijo-, me gustaría hablar con Boyette. ¿Me lo podrías pasar?

Keith bajó el móvil.

– Travis -dijo-, es el abogado. Quiere hablar con usted.

– Yo no -contestó Boyette.

– ¿Por qué? Estamos yendo a Texas para hablar con él. Pues aquí lo tenemos.

– No. Ya hablaremos al llegar.

La voz de Boyette se oía claramente por el altavoz. A Robbie y los demás les alivió saber que Keith iba efectivamente acompañado. Quizá no fuera un loco que les tomaba el pelo en el último momento.

Robbie insistió.

– Si pudiéramos hablar con él ahora, empezaríamos a trabajar en su declaración; así ahorraríamos tiempo, que no es algo que nos sobre.

Keith se lo comunicó a Boyette, cuya reacción fue sorprendente: lanzó el tronco bruscamente hacia delante, a la vez que se cogía la cabeza con las manos. Intentó sofocar un grito, pero se le escapó un «¡Aaahhh!» muy fuerte, seguido por arcadas guturales, como si estuviera muriéndose entre horrendos dolores.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Robbie.

Keith conducía, hablaba al mismo tiempo por teléfono, y ahora de repente le distraía otro ataque de Boyette.

– Ya te llamaré -dijo.

Dejó el teléfono.

– Voy a vomitar -anunció Boyette, buscando la manilla de la puerta.

Keith pisó el freno y llevó el Subaru hasta el arcén. Detrás, un tráiler lo esquivó e hizo sonar el claxon. Finalmente se pararon. Boyette tiró del cinturón. Al soltarse, se inclinó por el resquicio de la puerta y empezó a vomitar. Keith salió y se acercó al parachoques trasero, decidido a no mirar. Boyette estuvo un buen rato vomitando. Al final, Keith le tendió una botella de agua.

– Tengo que acostarme -dijo Boyette. Subió a la parte trasera-. No mueva el coche -ordenó-, que aún estoy mareado.

Keith se apartó un par de metros y llamó a su mujer.

Después de otro ruidoso acceso de arcadas y vómitos, pareció que Boyette se serenaba. Volvió al asiento trasero, dejando abierta la puerta de la derecha y los pies fuera.

– Tenemos que seguir, Travis. Slone no vendrá a nosotros.

– Un momento, ¿de acuerdo? Aún no estoy preparado para seguir.

Boyette se frotaba las sienes. Su reluciente cráneo parecía a punto de partirse. Keith lo observó un minuto, pero como le violentaba presenciar tanto dolor, rodeó el vómito y se apoyó en el capó del coche.

Sonó su teléfono. Era Robbie.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

Seguía en la mesa de reuniones, pero sentado. Casi no se había ido nadie. Carlos ya estaba preparando una declaración. Bonnie, que había encontrado la ficha del arresto de Boyette en Slone, trataba de averiguar qué abogado lo había representado. Hacia las siete y media llegó Kristi Hinze, que no tardó en darse cuenta de que echaba en falta una cierta emoción. Martha Handler tecleaba como una posesa: otro episodio en su cambiante artículo sobre la ejecución. Aaron Rey y Fred Pryor merodeaban por la estación de trenes, tomando una taza de café tras otra mientras miraban nerviosos todas las puertas y ventanas. Por suerte ya había salido el sol, y en el fondo no esperaban nada grave, al menos en el bufete.

– Es que tiene ataques -dijo Keith, justo cuando pasaba un tráiler que le alborotó el pelo-. Supongo que es el tumor, pero dan bastante miedo. Lleva veinte minutos vomitando.

– ¿El coche avanza, Keith?

– No. Saldremos dentro de un minuto.

– Los minutos van pasando, Keith. Lo entiendes, ¿verdad? A Donté lo ejecutarán a las seis de la tarde.

– Sí, eso ya lo sé. Acuérdate de que ayer intenté hablar contigo y me mandaste a freír espárragos.

Robbie respiró hondo, viendo cómo lo miraban todos los de la mesa.

– ¿Ahora te oye?

– No; está tumbado en el asiento de atrás, frotándose la cabeza y con miedo a moverse. Yo estoy sentado en el capó, esquivando tráilers.

– Explícanos por qué le crees.

– Pues… A ver por dónde empiezo. Sabe mucho del crimen. Estaba en Slone cuando pasó. Obviamente, es capaz de tanta violencia. Se está muriendo. La única prueba contra Donté Drumm es la confesión. Y Boyette lleva colgado del cuello el anillo de graduación de Nicole. A más no llego, Robbie; y reconozco que hay alguna posibilidad de que todo sea una gran mentira.

– Pero lo estás ayudando a saltarse la condicional. Estás cometiendo un delito.

– No me lo recuerdes, ¿entendido? Acabo de hablar con mi mujer, y resulta que también lo ha comentado.

– ¿Cuánto tardarás en llegar?

– No lo sé; puede que tres horas. Hemos parado dos veces a tomar café porque llevo tres noches sin dormir. Me han multado por exceso de velocidad, y la multa me la ha puesto el policía más lento de Oklahoma. Ahora Boyette está vomitando, y prefiero que lo haga en la cuneta, no dentro de mi coche. No sé, Robbie. Hacemos lo que podemos.

– Date prisa.

Capítulo19

Ahora que había salido el sol, y que la ciudad se despertaba ansiosa, la policía de Slone estaba en alerta máxima, con las pistoleras preparadas, las radios encendidas y un desfile de coches patrulla por las calles, mientras todos los agentes buscaban indicios de los siguientes problemas. Se esperaba que los hubiera en el instituto. El jefe, por si acaso, envió a media docena de hombres el jueves a primera hora. Cuando llegaron los alumnos para entrar en clase, vieron coches de la policía aparcados cerca de la entrada principal, una señal de mal agüero.

Todo Slone sabía que los jugadores negros habían boicoteado el entrenamiento del miércoles, y se habían comprometido a no jugar el viernes. No cabía mayor insulto para una población muy apegada a su equipo de fútbol americano. Los hinchas se sentían traicionados, cuando solo una semana antes eran el colmo del fervor y de la lealtad. Reinaba una gran exaltación, y en todo Slone las emociones estaban en carne viva. Del lado blanco de la ciudad, la amargura tenía como causa el fútbol, y ahora el incendio de una iglesia; del lado negro, todo era por la ejecución.

Como ocurre con la mayoría de los conflictos súbitos y violentos, nunca se sabría cómo empezaron exactamente los disturbios. En el aluvión de explicaciones posteriores quedaron claras dos cosas: que los alumnos negros echaban la culpa a los alumnos blancos, y que los blancos se la echaban a los negros. Cronológicamente, estaba algo más claro. A los pocos segundos de que sonara el primer timbre, el de las ocho y cuarto, pasaron varias cosas a la vez. Explotaron bombas de humo en los lavabos de chicos de la planta baja y del primer piso. Se lanzaron petardos, de los redondos, en el pasillo principal, y explotaron como obuses bajo las taquillas metálicas. Cerca de la escalera central explotó una traca que hizo cundir el pánico en todo el instituto. La mayoría de los alumnos negros salieron de clase y se reunieron en los pasillos. En un aula de tercero se armó una pelea porque dos exaltados, uno negro y otro blanco, se insultaron y empezaron a darse puñetazos. No tardaron en formarse dos bandos. El profesor salió corriendo del aula, pidiendo ayuda a gritos. Una pelea desencadenó otras varias, y en poco tiempo los alumnos salían corriendo del colegio para ponerse a salvo. Algunos gritaban «¡Fuego, fuego!», a pesar de que no se veían llamas. La policía pidió refuerzos y camiones de bomberos. Por toda la planta baja y el primer piso explotaban petardos. El humo se hizo cada vez más denso a medida que cundía el pánico. Cerca de la entrada del gimnasio, una pandilla de blancos sorprendió a unos chicos negros saqueando las vitrinas de trofeos, y estalló otra pelea que se propagó por el aparcamiento contiguo al gimnasio. El director se quedó en su despacho, gritando por megafonía sin parar, pero nadie hacía caso de sus advertencias, que solo sirvieron para agravar la confusión. A las ocho y media anunció que se suspendían las clases durante todo aquel día y el siguiente. Al final la policía, que había pedido refuerzos, puso orden y evacuó el instituto. No había fuego, solo humo, y un olor punzante de explosivos baratos. Todo quedó en cristales rotos, váteres embozados, taquillas volcadas, mochilas robadas y el destrozo de una máquina expendedora de refrescos. Tres alumnos -dos blancos y uno negro- tuvieron que ser llevados al hospital, donde los atendieron por cortes. Hubo muchas heridas y morados de los que no se informó. Como suele ocurrir en estas refriegas, fue imposible determinar quién era el causante de los problemas y quién trataba de escapar, por lo cual de momento no hubo detenciones.

Muchos de los mayores, tanto negros como blancos, se fueron a casa a buscar sus pistolas.

En el control de seguridad del edificio de entrada de Polunsky dejaron pasar a Roberta, Andrea, Cedric y Marvin, que fueron llevados por un supervisor a la sala de visitas, proceso -y recorrido- que habían soportado muchas veces durante los últimos siete años; y aunque siempre hubieran odiado la cárcel, en todos sus aspectos, comprendieron que pronto formaría parte de su pasado. Polunsky, como mínimo, era el lugar donde vivía Donté. Faltaban pocas horas para que dejara de serlo.

En la zona de visitas hay dos salas privadas para uso de los abogados. Son algo más amplias que las cabinas para visitas, y al ser espacios totalmente cerrados nadie puede escuchar lo que se dice, ni los vigilantes, ni el personal de la cárcel, ni otros presos o letrados. El último día, los condenados tienen derecho a ver a su familia y a sus amigos en una de las salas de abogados. También hay una separación de plexiglás, y todas las conversaciones se realizan mediante los teléfonos negros dispuestos a ambos lados. Imposible tocarse.

Los fines de semana, en la sala de visitas hay mucho ruido y ajetreo; en cambio, los laborables tienen poco movimiento. Los miércoles están reservados a los medios de comunicación. Lo típico es que un hombre «con fecha» sea entrevistado por un par de reporteros de la localidad en la que se produjo el asesinato. Donté había rechazado todas las peticiones para entrevistarlo.

A las ocho de la mañana, cuando la familia entró en la zona de visitas, había una sola persona, una tal Ruth, vigilante. La conocían mucho. Era una persona atenta, que tenía simpatía por Donté. Les dio la bienvenida y les hizo saber cuánto lo sentía.

Cuando entraron Roberta y Cedric, Donté ya estaba en la cabina de abogados. Detrás de él, por la ventana de una puerta, se veía a un vigilante. Como siempre, Donté aplicó la palma izquierda al plexiglás y Roberta hizo lo mismo al otro lado. Aunque el contacto nunca llegara a producirse, ellos lo veían como un abrazo largo y afectuoso. Donté no había tocado a su madre desde el último día de su juicio, en octubre de 1999, cuando un vigilante les había permitido un breve abrazo mientras a él se lo llevaban de la sala de vistas.

Donté cogió el teléfono con la mano derecha.

– Hola, mamá -dijo, sonriendo-. Gracias por venir. Te quiero.

Sus manos seguían juntas, presionando el cristal.

– Yo también te quiero, Donté -dijo Roberta-. ¿Cómo estás hoy?

– Igual. Ya me he duchado y afeitado. Todos me tratan muy bien. Me he puesto ropa limpia y calzoncillos nuevos. Es todo muy bonito. Aquí, justo antes de matarte, se ponen de lo más simpáticos.

– Te veo muy bien, Donté.

– Yo a ti también, mamá. Estás tan guapa como siempre.

Durante una de sus primeras visitas, Roberta había llorado tanto que no podía parar. Después Donté le había explicado por carta lo angustioso que era verla tan destrozada. En la soledad de su celda, Donté lloraba horas y horas, pero no soportaba ver a su madre en la misma situación. Quería que lo visitase siempre que fuera posible, pero el llanto le resultaba más perjudicial que beneficioso. Ya no había habido más lágrimas, ni por parte de Roberta, Andrea, Cedric y Marvin, ni de ningún otro pariente o amigo. Roberta se lo dejaba bien claro a cada visitante: si no te puedes controlar, vete.

– Esta mañana he hablado con Robbie -dijo Roberta-, y tiene uno o dos planes más para las últimas apelaciones. Además, el gobernador aún no se ha pronunciado sobre tu petición de aplazamiento, o sea que aún hay esperanza, Donté.

– No hay ninguna esperanza, mamá; no te engañes.

– No podemos rendirnos, Donté.

– ¿Por qué? No podemos hacer nada. Cuando Texas quiere matar a alguien, lo hace. La semana pasada mataron a uno, y tienen a otro en capilla para este mismo mes. Lo de aquí es una cadena de montaje. No hay quien lo pare. De vez en cuando, si tienes suerte, lo aplazan; a mí hace dos años me pasó, pero tarde o temprano se te acaba el tiempo. A ellos les da igual que seas culpable o inocente, mamá; lo único que les importa es demostrarle al mundo lo duros que son. En Texas no se andan con tonterías. Con Texas no se juega. ¿Te suena?

– No quiero que te enfades, Donté -dijo ella suavemente.

– Lo siento, mamá, pero moriré enfadado. No puedo evitarlo. Aquí algunos se van de manera pacífica, cantando himnos, recitando la Biblia y suplicando perdón. La semana pasada un tipo dijo: «Padre, te encomiendo mi espíritu». Otros no dicen ni mu; solo cierran los ojos y esperan el veneno. Luego hay algunos que se van dando guerra. Todd Willingham, que murió hace tres años, siempre repitió que era inocente. Decían que había quemado a sus tres hijas pequeñas incendiando la casa, pero él también estaba dentro, y sufrió quemaduras. Era un luchador. Aprovechó sus últimas palabras para ponerlos de vuelta y media.

– Tú no hagas eso, Donté.

– No sé qué haré, mamá. Puede que nada. Puede que me quede tumbado, con los ojos cerrados, empiece a contar y, al llegar a cien, me vaya flotando. Pero tú no estarás allí, mamá.

– Ya lo hemos hablado, Donté.

– Pues volvemos a hacerlo. No quiero que lo veas.

– Yo tampoco quiero, te lo aseguro, pero sí estaré.

– Voy a hablar con Robbie.

– Ya he hablado yo con él, Donté. Sabe cómo me siento.

Donté apartó lentamente su mano izquierda del cristal, lo mismo que Roberta, que dejó el teléfono en la repisa y se sacó del bolsillo una hoja de papel. A partir del mostrador de entrada estaba prohibido llevar bolso. Desdobló el papel y cogió el teléfono.

– Donté -dijo-, esto es una lista de las personas que han llamado o han pasado preguntando por ti. Les había prometido que te lo comunicaría.

Donté asintió con la cabeza e intentó sonreír. Roberta leyó los nombres: vecinos, amigos de toda la vida, de la misma calle, compañeros de clase, feligreses queridos y algunos parientes lejanos. Donté escuchaba en silencio, aunque se le veía distraído. Roberta siguió leyendo. Añadía a cada nombre un comentario o una anécdota sobre la persona.

La siguiente fue Andrea. Cumplido el ritual de las manos, describió el incendio de la iglesia baptista, la tensión en Slone y los temores de que la situación empeorase. Donté parecía contento con la idea de que los suyos ofrecieran pelea.

Hacía años que la familia había aprendido que era importante llegar a la sala de visitas con los bolsillos llenos de monedas. Había máquinas expendedoras por todas las paredes, y los vigilantes entregaban la comida y la bebida a los presos durante las visitas. Donté había perdido mucho peso en la cárcel, pero le volvían loco unos bollos de canela muy glaseados. Mientras Roberta y Andrea se ocupaban de la primera tanda de visitas, Marvin compró dos bollos y un refresco, y Ruth se los llevó a Donté. La comida basura lo animó.

Mientras Cedric leía el periódico cerca de la sala de abogados, el director salió a saludarlo amablemente. Quería comprobar que todo funcionaba bien, y que en su cárcel todo iba sobre ruedas.

– ¿Puedo ayudar en algo? -preguntó, como si se acercaran las elecciones.

Se esforzaba mucho por dar una imagen comprensiva. Cedric se levantó, reflexionó un poco y luego exteriorizó su enfado.

– ¿Me toma el pelo? Está a punto de acabar con la vida de mi hermano por algo que no hizo y ahora me viene con la chorrada de que quiere ayudar.

– Nos limitamos a hacer nuestro trabajo.

Ruth se estaba acercando.

– Mentira, a menos que su trabajo les permita matar a gente inocente. Si quiere ayudar, pare esa ejecución de mierda.

Marvin se interpuso entre los dos.

– No perdamos la calma -dijo.

El director se apartó y dijo algo a Ruth, con quien habló en tono serio al ir hacia la puerta. No tardó en irse.

El Tribunal Penal de Apelación de Texas (TPAT) tiene competencia exclusiva en los casos de asesinato castigados con la muerte, y es el tribunal de última instancia en ese estado antes de que un preso pase a la justicia federal. Tiene nueve miembros, todos electos, y todos con el requisito de presentarse en el ámbito estatal. En 2007 aún se ceñía a una regla tan arcaica como que todas las alegaciones, peticiones, apelaciones, documentos y demás tuvieran que presentarse en papel. De presentación electrónica, nada de nada: tinta negra sobre papel blanco, a toneladas. Cada presentación de un documento tenía que incluir doce copias, una por juez, una para el escribano, otra para el secretario y otra para el archivo oficial.

Era un trámite extraño y farragoso. El tribunal federal del distrito oeste de Texas, situado a pocas manzanas del TPAT, adoptó la presentación electrónica de documentos a mediados de la década de 1990. Con el cambio de siglo, y los avances tecnológicos consiguientes, las presentaciones en papel se estaban quedando rápidamente obsoletas. En el ámbito jurídico, tanto el de los tribunales como el de los bufetes, el archivo electrónico adquirió una popularidad mucho mayor que la del papel.

El jueves a las nueve de la mañana se notificó al bufete Flak y a los letrados del Defender Group que el TPAT había desestimado la alegación de demencia. El tribunal no consideraba que Donté estuviera mentalmente enfermo. Era lo previsto. Minutos después de que se recibiera la notificación, la petición idéntica fue archivada electrónicamente en el juzgado federal del distrito este de Texas, en Tyler.

A las nueve y media, una letrada del Defender Group, Cicely Avis, entró en el despacho del secretario del TPAT con el último alegato de los abogados de Donté Drumm. Era una petición de inocencia nada menos, basada en las declaraciones de Joey Gamble grabadas en secreto. Cicely, como era de rigor, se presentó con alegatos similares. Ella y el secretario se conocían bien.

– ¿Qué falta ahora? -preguntó el segundo al procesar la petición.

– Seguro que algo habrá -dijo Cicely.

– Suele haberlo.

Una vez terminado el papeleo, el escribano devolvió a Cicely una copia sellada y le dio los buenos días. En vista de la evidente urgencia del asunto, entregó a mano una copia de la petición en los despachos de los nueve jueces. Resultó que tres de ellos se encontraban en Austin, mientras que los otros seis estaban desperdigados por el resto del estado. El juez presidente, un tal Milton Prudlowe, llevaba mucho tiempo formando parte del tribunal y, aunque viviera la mayor parte del año en Lubbock, tenía un pequeño apartamento en Austin.

Prudlowe y su pasante leyeron el alegato, prestando especial atención a las ocho páginas de grabación transcrita del desahogo que había tenido Joey Gamble la noche anterior, la del club de strippers de Houston. Entretenida lo era, pero distaba mucho de constituir un testimonio bajo juramento, y apenas cabía duda de que Gamble negaría haber hecho tales declaraciones al ser confrontado con ellas. Se habían grabado sin ningún tipo de consentimiento, y todas ellas olían a sordidez. Se notaba que el joven bebía mucho. Además, aunque se pudieran presentar sus declaraciones, y aunque fuera cierto que había mentido durante el juicio, ¿qué demostraba eso? En opinión de Prudlowe, casi nada. Donté Drumm había confesado. Así de fácil y sencillo. A Milton Prudlowe nunca le había preocupado el caso Drumm.

Siete años antes, él y sus colegas habían sido los primeros en estudiar la apelación directa de Donté Drumm. Se acordaban muy bien, no por la confesión, sino porque el cadáver no había aparecido. Aun así, se confirmó la sentencia con el parecer unánime del tribunal. Ya hacía tiempo que la jurisprudencia de Texas tenía zanjado el tema de los juicios por asesinato sin pruebas claras de este último. Algunos de los elementos habituales no eran necesarios, y punto.

Prudlowe y su pasante estuvieron de acuerdo en que aquel último alegato carecía de valor. Acto seguido, el pasante consultó a los de los otros jueces, y en una hora ya se hizo circular una denegación preliminar.

Boyette estaba en el asiento trasero, donde llevaba casi dos horas. Se había tomado una pastilla, que evidentemente surtía un magnífico efecto. No se movía, ni hacía el menor ruido, aunque la última vez que Keith lo había mirado parecía respirar.

Para no dormirse, y para hacer hervir su sangre, Keith llamó dos veces a Dana. Discutieron, y ninguno de los dos se retractó ni pidió disculpas por haberse pasado de la raya. Después de cada conversación, Keith se sintió muy despierto, echando chispas. Llamó a Matthew Burns, que estaba en su despacho del centro de Topeka, con muchas ganas de ayudar. Pero poco podía hacer él.

Keith se despertó de golpe en el momento en que el Subaru empezaba a deslizarse por el arcén derecho de una carretera de dos carriles, cerca de Sherman, Texas. Estaba furioso. Paró en la primera tienda de veinticuatro horas y pidió un vaso grande de café bien cargado. Echó tres sobres de azúcar y dio cinco vueltas a la tienda. Al regresar al coche, vio que Boyette no se había movido. Se bebió rápidamente el café caliente y salió disparado. Su móvil empezó a sonar. Lo cogió del asiento del copiloto.

Era Robbie Flak.

– ¿Dónde estás? -preguntó.

– No sé. En la carretera 82, yendo hacia el oeste, en las afueras de Sherman.

– ¿Por qué tardas tanto?

– Hago lo que puedo.

– ¿Qué posibilidades tengo de hablar ahora mismo por teléfono con Boyette?

– Pocas. Está roque en el asiento trasero, y sigue muy mareado. Además, ha dicho que no hablará antes de llegar.

– Es que no puedo hacer nada hasta que hable con él, ¿sabes, Keith? Tengo que saber lo que está dispuesto a decir. ¿Reconocerá haber matado a Nicole Yarber? ¿Tú me puedes contestar?

– Pues mira, Robbie, la cosa está así. Hemos salido de Topeka en plena noche. Estamos corriendo como locos para llegar a tu bufete, y el único objetivo de Boyette, según dijo al salir de Topeka, era descargar su conciencia, reconocer la violación y el asesinato e intentar salvar a Donté Drumm. Eso es lo que ha dicho. Ahora bien, con este tipo no hay nada previsible. Que yo sepa, ahora mismo podría estar en coma.

– ¿Y si le tomaras el pulso?

– No, no le gusta que lo toquen.

– Bueno, pues date prisa, puñeta.

– No digas palabrotas, por favor. Soy pastor, y no me gustan.

– Perdón. Date prisa, por favor.

Capítulo20

Los rumores sobre la manifestación circulaban desde el lunes, pero los detalles aún no estaban ultimados. Al principio de la semana faltaban varios días para la ejecución, y en la comunidad negra existía la ferviente esperanza de que algún juez se despertase y la impidiera. A medida que se aproximaba la hora, los negros de Slone no pensaban quedarse cruzados de brazos, y menos los más jóvenes. El cierre del instituto les había infundido vigor y libertad para buscar el modo de armar ruido. Hacia las diez de la mañana la gente empezó a congregarse en el parque Washington, en la esquina de la calle Diez y el Martin Luther King Boulevard. Con la ayuda de los móviles y de internet, el gentío fue aumentando, y en poco tiempo eran un millar los negros que se arremolinaban inquietos, con la seguridad de que algo iba a pasar, pero sin saber exactamente qué. Llegaron dos coches de la policía, que aparcaron algo más lejos, a una distancia prudencial de la multitud.

Trey Glover era el tailback titular del instituto de Slone. Tenía un todoterreno con las lunas tintadas, unos neumáticos exageradamente grandes, unos tapacubos de cromo relucientes y un equipo de sonido capaz de romper cristales de las ventanas. Lo aparcó en la calle, abrió las cuatro puertas y puso White Man's Justice, una airada canción rap de T. P. Slik. La canción electrizó a la multitud. Acudieron muchos otros, alumnos de instituto en su mayor parte, aunque el acto también atrajo a los parados, a algunas amas de casa y a unos cuantos jubilados. Con la llegada de cuatro miembros de la banda de los Warriors, con dos tambores y dos bombos, se formó un conjunto de percusión. Empezó a sonar a coro «Liberad a Donté Drumm», que fue propagándose por el barrio. Lejos del parque, en la distancia, alguien tiró petardos, y durante unas décimas de segundo todos pensaron que podían ser disparos. Se lanzaron bombas de humo, y la tensión creció en cuestión de minutos.

El ladrillo no fue arrojado desde el parque Washington, sino de detrás de los coches de la policía, al otro lado de una valla de madera contigua a una casa cuyo propietario, Ernie Shylock, veía caldearse los ánimos desde su porche. Shylock dijo que no sabía quién lo había lanzado. El ladrillo se empotró en el cristal trasero de un coche patrulla, puso al borde del pánico a los dos policías y provocó una ruidosa oleada de aprobación en la multitud. Durante unos segundos, los policías corrieron con las pistolas en la mano, listos para disparar a todo lo que se moviera, incluido el señor Shylock, el primer blanco posible. Shylock levantó las manos.

– ¡No disparen! -gritó-. No he sido yo.

Un policía corrió detrás de la casa como si estuviera persiguiendo al agresor, pero a los cuarenta metros, al quedarse sin aliento, desistió. Minutos más tarde llegaron refuerzos. Al ver más coches de la policía, la muchedumbre se exaltó.

La marcha, finalmente, empezó cuando los percusionistas se metieron por el Martin Luther King Boulevard, rumbo al norte, más o menos hacia el centro. Trey Glover los seguía en su todoterreno, con las ventanillas bajadas y música rap a todo volumen. Detrás iban los otros, una larga fila de manifestantes, muchos con carteles que exigían que se hiciera justicia, que se impidiera aquel asesinato y que se dejara en libertad a Donté. Varios niños en bicicleta se sumaron a la fiesta. La comitiva iba creciendo a medida que avanzaba lentamente, al parecer sin destino determinado.

Nadie se había molestado en pedir una autorización, tal como requerían las ordenanzas de Slone. El acto del día anterior delante del juzgado se había hecho legalmente. Aquella marcha no. Aun así, la policía mantuvo la serenidad. Que protestasen. Que gritasen. Aquella misma noche, si las cosas iban bien, se acabaría todo. Bloquear el recorrido del desfile, o intentar dispersar a la multitud, o incluso arrestar a unos cuantos sería visto como una provocación y no haría más que empeorar las cosas. En consecuencia, la policía se mantuvo al margen, siguiendo en algunos casos a los manifestantes, y en otros yendo delante de ellos y desviando el tráfico para abrir paso.

Un policía negro frenó su moto al lado del todoterreno.

– ¿Adónde vas, Trey? -vociferó.

– Volvemos al juzgado -respondió Trey, que al parecer era el cabecilla no oficial del acto.

– Si es de manera pacífica, no habrá problemas.

– Lo intentaré -dijo Trey, encogiéndose de hombros.

Tanto él como el policía eran conscientes de que en cualquier momento se podía complicar la situación.

El desfile torció por Phillips Street. Avanzaba despacio, como una multitud escasamente organizada de ciudadanos preocupados, orgullosos de su libertad de expresión y encantados con su protagonismo. Los percusionistas repetían una y otra vez los mismos ritmos, precisos e impactantes. El rap hacía vibrar el suelo con sus aturdidoras letras. Los estudiantes brincaban y se descoyuntaban a su aire, a la vez que entonaban diversos cantos de batalla. El ambiente era al mismo tiempo festivo y airado. Los chicos estaban orgullosos del vertiginoso aumento de sus efectivos, pero querían hacer algo más. Frente a ellos, la policía bloqueó la calle Mayor e hizo correr la voz entre los comerciantes del centro de que se acercaba una manifestación.

La llamada al 911 fue registrada a las 11.27. Se estaba quemando la Iglesia de Dios en Cristo de Mount Sinai, cerca del parque Washington. Según la persona que llamaba, detrás de la iglesia había una camioneta blanca con un logo y varios números de teléfono, y dos hombres blancos con uniformes como de fontaneros o de electricistas habían salido corriendo del edificio y se habían marchado en la camioneta. Al cabo de unos minutos ya había humo. La respuesta de primeros auxilios a la llamada había provocado un estallido de sirenas, mientras varios camiones de bomberos salían rugiendo de dos de los tres cuarteles de Slone.

Al llegar a la esquina de Phillips y la calle Mayor, la marcha se detuvo. Los percusionistas dejaron de tocar. El rap bajó de volumen. Vieron pasar los camiones de bomberos en dirección a sus barrios. El mismo policía negro de antes detuvo su moto al lado del todoterreno e informó a Trey de que ahora se estaba quemando una de sus iglesias.

– Vamos a dispersar ese pequeño desfile, Trey -dijo.

– Ni hablar.

– Pues habrá follón.

– Ya lo hay -repuso Trey.

– Tenéis que iros, antes de que todo esto se salga de madre.

– No, los que os tenéis que largar sois vosotros.

A quince kilómetros al oeste de Slone había una tienda, el Trading Post, donde vendían de todo un poco. Su dueño, Jesse Hicks, un hombre corpulento, locuaz y gritón, era primo segundo de Reeva. Hacía cincuenta años que su padre había abierto el Trading Post, y Jesse nunca había trabajado en ningún otro sitio. El Post -como lo llamaba la gente- era un criadero de rumores, al que se iba a comer, e incluso había acogido a algún político en barbacoas de campaña. El jueves estaba más animado que de costumbre. Pasaba mucha gente para ponerse al día de la ejecución. En la pared de detrás del mostrador, junto a los cigarrillos, Jesse tenía una foto de su sobrina favorita, Nicole Yarber, y hablaba sobre el caso con todos los que le escuchaban. Técnicamente era su prima en tercer grado, pero desde que era famosa, por decirlo de algún modo, él la llamaba sobrina. Jesse no veía la hora de que llegasen las seis de la tarde del jueves 8 de noviembre.

La tienda estaba en la parte delantera del edificio. Al fondo había un pequeño comedor, con una vieja estufa panzuda, y alrededor media docena de mecedoras, que cuando se acercaba la hora de comer estaban todas ocupadas. Jesse estaba en la caja, cobrando gasolina y vendiendo cerveza, mientras hablaba sin parar con su pequeña parroquia. Las pocas horas transcurridas desde los disturbios del instituto, el hecho de que los rescoldos de la Primera Iglesia Baptista aún echasen humo y, por supuesto, la inminencia de la ejecución alimentaban una conversación muy agitada, plagada de chismorreos. Entró un tal Shorty, y dio una noticia.

– Los africanos vuelven a manifestarse por el centro. Uno ha reventado el cristal de un coche de la policía con un ladrillo.

Sumada a todas las demás historias, aquella desencadenó poco menos que un alud informativo que urgía debatir, analizar y poner en perspectiva. Shorty gozó de unos minutos de protagonismo, pero no tardó en ser eclipsado por Jesse, que siempre dominaba las conversaciones. Se expusieron diversas opiniones sobre lo que debería hacer la policía, aunque nadie adujo que estuviera haciendo bien las cosas.

Jesse llevaba varios años jactándose de que presenciaría la ejecución de Donté Drumm, de que estaba impaciente por verla, y de que, si le dieran la oportunidad, él mismo habría pulsado el botón. Había dicho muchas veces que su querida Reeva insistía en su presencia, debido al cariño y la estrecha relación que lo unían a Nicole, su adorada sobrina. Todos los hombres, en sus mecedoras, lo habían visto emocionarse y secarse los ojos al hablar de la muchacha, pero finalmente un error burocrático de última hora le impediría ir a Huntsville. Había tantos periodistas, funcionarios de prisiones y otros peces gordos con ganas de ver la ejecución, que Jesse se había quedado sin plaza. Era lo más buscado del momento, y por alguna razón, pese a estar en la lista aprobada, él se quedaba fuera.

Entró un tal Rusty.

– ¡Se está quemando otra iglesia.-anunció-. Una de las negras, las de Pentecostés.

– ¿Dónde?

– En Slone, cerca del parque Washington.

Al principio, la idea de un incendio corno represalia les resultó inconcebible. Hasta Jesse se quedó de piedra. Sin embargo, cuanto más lo discutían y lo analizaban, más les gustaba la idea. ¿Por qué no? Ojo por ojo, y diente por diente. Si quieren guerra, la tendrán. Todos estuvieron de acuerdo en que Slone era un polvorín, y en que les espera una noche muy larga. Resultaba turbador, pero también estimulante. Todos los hombres sentados alrededor de la estufa llevaban como mínimo dos armas de fuego en sus camiones, y t e nían algunas más en casa.

Dos desconocidos entraron en el Trading Post. Uno era un clérigo con alzacuellos y americana a azul marino, y el otro un lisiado de cabeza lisa que cojeabas con bastón. El pastor se acercó a una vitrina y sacó dos botellines de agua. El otro fue al baño.

Keith puso los dos botellines sobre el mostrador.

– Buenos días -le dijo a Jesse.

Detrás de él, todos los expertos de las mecedoras hablaban al mismo tiempo, sin que entendiera nada.

– ¿Es de por aquí? -preguntó Jesse mientras le cobraba el agua.

– No, estoy de paso -dijo Keith.

Tenía una dicción clara y precisa, sin ningún acento. Yanqui.

– ¿Es predicador?

– Sí. Soy pastor luterano -confirmó Keith, justo cuando un olor de aros de cebolla recién sacados de la grasa caliente asaltaba su nariz.

Le dio una punzada de hambre, que hizo flaquear sus rodillas. Estaba famélico y exhausto, pero no tenía tiempo de comer. Boyette se estaba acercando. Keith le tendió una botella.

– Gracias -dijo a Jesse, girándose hacia la puerta.

Boyette saludó con la cabeza.

– Que paséis buen día, chicos -les deseó Jesse.

Y así fue como habló con el asesino de su sobrina.

En el aparcamiento, un Audi frenó en seco al lado del Subaru, y bajaron dos hombres: Aaron Rey y Fred Pryor. Las presentaciones fueron rápidas. Aaron y Fred miraron atentamente a Boyette para hacerse una idea, preguntándose si era un mentiroso o no. Robbie querría saberlo en cuanto subieran otra vez al coche y lo llamaran.

– De aquí al despacho hay un cuarto de hora, más o menos -dijo Aaron-. Tendremos que dar un rodeo para no cruzar el centro, porque hay jaleo. No se separe de nosotros, ¿eh?

– Vamos -dijo Keith, con muchas ganas de poner punto final a aquel interminable viaje.

Salieron los dos coches, el Subaru pegado al Audi. Boyette parecía tranquilo, por no decir indiferente. Tenía el bastón entre las piernas, y dio golpes en el puño con los dedos, como llevaba haciendo durante las últimas diez horas.

– Creía que nunca volvería a ver este sitio -comentó al pasar junto al indicador del límite municipal de Slone.

– ¿Lo reconoce?

El tic y la pausa.

– La verdad es que no. He visto muchos de estos sitios, pastor. Villorrios los hay por todas partes. Llega un momento en el que se confunden.

– ¿Slone tiene algo especial?

– Nicole. La maté.

– ¿Y es la única a la que ha matado?

– Yo no he dicho eso, pastor.

– ¿O sea que hay otras?

– Tampoco lo he dicho. Vamos a cambiar de tema.

– ¿De qué le apetece hablar, Travis?

– ¿Cómo conoció a su mujer?

– Ya le he dicho que no la meta en esto, Travis. Le preocupa demasiado mi mujer.

– Es que es tan mona…

En la mesa de reuniones, Robbie pulsó el botón del interfono.

– Dime, Fred.

– Los hemos conocido. Ahora van detrás de nosotros, y tienen pinta de ser un sacerdote de verdad y un tipo raro donde los haya.

– Descríbeme a Boyette.

– Blanco. Muy guapo no es que sea. Alrededor de metro ochenta, unos setenta kilos, rapado al cero, con un tatuaje muy feo en el lado izquierdo del cuello y otros en los brazos. Parece un bicho raro que se ha pasado toda la vida entre rejas. Ojos verdes, huidizos, que apenas parpadean. Después de estrecharle la mano, me han dado ganas de lavarme la mía. Un apretón fofo, como de trapo de cocina.

Robbie respiró hondo.

– O sea que ya están aquí -dijo.

– Pues sí. Llegaremos dentro de unos minutos.

– Daos prisa. -Se volvió hacia el teléfono con altavoz y miró a su equipo, que lo observaba en torno a la mesa-. A Boyette podría intimidarle un poco entrar aquí y ver que le están mirando fijamente diez personas -observó-. Haremos como si fuera un día de trabajo normal. Yo me lo llevaré a mi despacho y le haré las primeras preguntas.

El expediente de Boyette se iba engrosando. Habían encontrado constancia de sus condenas en cuatro estados, y algunos detalles sobre sus etapas en la cárcel. También habían encontrado al abogado de Slone que se había ocupado de su defensa después de su arresto en la ciudad; se acordaba vagamente de él, y les había enviado su ficha. Por lo demás, tenían una declaración jurada de la dueña del Rebel Motor Inn; se llamaba Inez Gaffney, y no se acordaba de Boyette, pero sí encontró su nombre en un libro de registro viejo, de 1998. Por último, tenían el expediente de construcción de la nave de Monsanto en la que Boyette decía haber trabajado a finales de otoño del mismo año.

Carlos despejó la mesa de reuniones. Esperaron.

Al aparcar en la estación de trenes, y abrir la puerta, Keith oyó sirenas a lo lejos, olió a humo e intuyó problemas.

– Esta noche se ha quemado la Primera Iglesia Baptista -dijo Aaron al subir por la escalera del antiguo andén-. Ahora hay un incendio en una iglesia negra de por allá.

Señaló con la cabeza hacia la izquierda, como si Keith pudiera orientarse.

– ¿Están quemando iglesias?

– Sí.

Boyette se apoyó en el bastón para subir los escalones con dificultad. Accedieron al vestíbulo. Fingiéndose ocupada con un procesador de textos, Fanta apenas levantó la vista.

– ¿Dónde está Robbie? -preguntó Fred Pryor.

Ella señaló con la cabeza hacia el fondo.

Robbie los recibió en la sala de reuniones. Las presentaciones fueron algo violentas. Boyette era reacio a hablar o a dar la mano.

– Yo de usted me acuerdo -le dijo bruscamente a Robbie-. Lo vi en la tele después de que arrestaron al chico. Estaba tan disgustado que casi le gritaba a la cámara.

– Sí, era yo. ¿Usted dónde estaba?

– Aquí, señor Flak, viéndolo todo sin poder creer que se hubieran equivocado de persona.

– Exacto, se equivocaron.

Para alguien tan nervioso e irascible como Robbie Flak era difícil mantener la calma. Tuvo ganas de dar una bofetada a Boyette, de cogerle el bastón, pegarle hasta que se desmayase e insultarle por una larga lista de delitos. Tuvo ganas de matarlo con sus propias manos. En vez de eso, fingió serenidad y desapego. No ayudarían a Donté con malas palabras.

Salieron de la sala de reuniones para ir al despacho de Robbie. Aaron y Fred Pryor se quedaron fuera, preparados para lo que pudiera pasar. Robbie acompañó a Keith y a Boyette hacia una mesita del rincón. Se sentaron los tres.

– ¿Quieren café, o algo de beber? -preguntó Robbie, casi con amabilidad.

Miró fijamente a Boyette, que no pestañeó ni se inmutó al sostener su mirada.

Keith carraspeó.

– Mira, Robbie -dijo-, no me gusta nada pedir favores, pero es que llevamos mucho tiempo sin comer y nos estamos muriendo de hambre.

Robbie cogió el teléfono, llamó a Carlos y pidió una bandeja de sándwiches y agua.

– No tiene sentido andarse por las ramas, señor Boyette. Oigamos lo que tiene que decir.

El tic, la pausa. Boyette cambió de postura, inquieto. De repente no podía mirar a los ojos.

– Bueno, lo primero que quiero saber es si hay alguna recompensa en dinero sobre la mesa.

Keith bajó la cabeza.

– Ay, Dios mío -dijo.

– No lo dirá en serio, ¿verdad? -preguntó Robbie.

– Yo diría que ahora todo va en serio, señor Flak -contestó Boyette-. ¿No le parece?

– Es la primera vez que se habla de una recompensa -dijo Keith, completamente exasperado.

– Yo tengo mis necesidades -replicó Boyette-. No dispongo de un chavo ni de perspectivas de ganarlo. Lo pregunto por pura curiosidad.

– ¿Pura curiosidad? -repitió Robbie-. Faltan menos de seis horas para la ejecución, y tenemos poquísimas posibilidades de impedirla. Texas está a punto de ejecutar a un inocente, y yo aquí sentado, con el verdadero asesino, que de repente quiere que le paguen por lo que hizo.

– ¿Quién dice que sea el verdadero asesino?

– Usted -soltó Keith-. Me dijo que la había matado, y que sabe dónde está enterrado el cadáver porque lo enterró usted mismo. No juegue con nosotros, Travis.

– Si no recuerdo mal, cuando intentaban encontrarla, el padre de la chica ofreció un buen pellizco; algo así como doscientos mil dólares, ¿no, señor Flak?

– De eso hace nueve años. Si cree que van a pagarle la recompensa, se equivoca del todo.

Robbie midió sus palabras, pero la explosión era inminente.

– ¿Para qué quiere dinero? -preguntó Keith-. Según dijo usted mismo, dentro de unos meses se habrá muerto. El tumor, ¿se acuerda?

– Gracias por recordármelo, pastor.

Robbie fulminó a Boyette con una mirada de odio incontrolado. La verdad era que en aquel momento habría comprometido todos sus bienes a cambio de una buena declaración jurada que explicase la verdad y le permitiera salvar a su cliente. Durante un largo silencio, los tres meditaron sus siguientes pasos. Boyette hizo una mueca y empezó a frotarse el cuero cabelludo. Después se puso una palma en cada sien y apretó con todas sus fuerzas, como si una presión del mundo externo pudiera aliviar la que sentía dentro.

– ¿Le está dando un ataque? -preguntó Keith, sin recibir respuesta-. Es que le dan ataques -dijo a Robbie, como si la explicación sirviera de algo-. Se los alivia la cafeína.

Robbie se levantó de un salto y salió de la sala.

– Quiere dinero, el muy hijo de puta -les dijo a Aaron y a Pryor fuera del despacho.

Fue a la cocina, cogió una cafetera que de fresca no tenía nada, encontró dos vasos de cartón y regresó a su despacho. Sirvió un vaso a Boyette, que estaba doblado por la cintura, con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos, gimiendo.

– Tenga, un poco de café.

Silencio.

– Voy a vomitar -anunció finalmente Boyette-. Necesito estirarme.

– Póngase en el sofá -dijo Robbie, señalando al otro lado de la habitación.

Boyette se levantó con dificultad, y con la ayuda de Keith llegó al sofá, donde se envolvió la cabeza con los brazos y pegó las rodillas al pecho.

– ¿Podría apagar la luz? -pidió-. Se me pasará en un minuto.

– ¡No tenemos tiempo! -dijo Robbie, a punto de perder los estribos.

– Solo un minuto, por favor -suplicó Boyette con patetismo, mientras le temblaba todo el cuerpo y respiraba con dificultad.

Keith y Robbie salieron del despacho y fueron a la sala de reuniones. Pronto se formó todo un grupo. Robbie hizo las presentaciones entre Keith y los demás. Trajeron la comida, que despacharon rápidamente.

Capítulo21

Pasaron a buscar a Donté a las doce del mediodía, ni un minuto antes ni uno después: todo exacto y bien ensayado. Se oyeron golpes en la puerta metálica que tenía a su espalda. Tres impactos fuertes. Estaba hablando con Cedric, pero al saber que era la hora pidió ver a su madre. Roberta estaba detrás de Cedric, de pie, entre Andrea y Marvin: los cuatro cabían a duras penas en aquella salita, y los cuatro lloraban sin hacer el menor esfuerzo por contener las lágrimas. Llevaban cuatro horas mirando el reloj, y ya no quedaba nada por decir. Cedric cambió de sitio con Roberta, que cogió el teléfono y puso la palma sobre el plexiglás. Donté hizo lo mismo por su lado. Sus tres hermanos se abrazaron por detrás de su madre, formando un grupo de cuatro muy unido, con Andrea en medio, a punto de desmayarse.

– Te quiero, mamá -dijo Donté-. Y siento mucho lo que pasa.

– Yo también te quiero, hijo. Y no digas que lo sientes, porque tú no has hecho nada malo.

Donté se pasó una manga por las mejillas.

– Siempre deseé haber salido de la cárcel antes de que se muriera papá. Quería que me viese libre. Quería que supiera que yo no había hecho nada malo.

– Ya lo sabía, Donté. Tu padre nunca dudó de ti. Murió sabiendo que eras inocente. -Roberta se secó la cara con un kleenex-. Yo tampoco he dudado nunca de ti, hijo.

– Ya lo sé. Supongo que a papá voy a verlo muy pronto.

Roberta asintió con la cabeza, pero no fue capaz de contestar. En ese momento se abrió la puerta de detrás de Donté y apareció un celador alto y corpulento. Donté colgó el teléfono, se levantó y puso las dos palmas en el plexiglás. Su familia hizo lo mismo. Después del último abrazo se fue.

Se lo llevaron del ala de visitas, nuevamente con las manos esposadas, y cruzando una serie de puertas de metal que se abrían con un chasquido salieron del edificio a un césped surcado por un zigzag de caminitos. Desde ahí entraron en un ala donde lo condujeron por última vez a su celda. Ahora todo era la última vez, y al sentarse en su catre y mirar fijamente la caja de sus pertenencias, Donté estuvo a punto de convencerse de que irse sería un alivio.

A su familia le dejaron cinco minutos para reponerse. Al salir con ellos de la sala, Ruth les dio un abrazo, y dijo que lo sentía. Ellos le agradecieron su amabilidad.

– ¿Vais para Huntsville? -dijo justo cuando cruzaban una puerta metálica.

Sí, claro que sí.

– Pues igual sería mejor ir tirando. Dicen que podría haber problemas en las carreteras.

Asintieron sin saber muy bien qué contestar. Después pasaron por el control de seguridad del pabellón de entrada, recogieron los carnets de conducir y los bolsos y salieron por última vez de Polunsky.

Los «problemas en las carreteras» mencionados por Ruth eran una conspiración clandestina por Facebook que impulsaban dos alumnos negros de la Universidad Estatal Sam Houston de Huntsville. El nombre en clave era Desvío, y el plan era tan simple y tan inteligente que atrajo a decenas de voluntarios.

En 2000, poco después de que Donté llegase al corredor de la muerte, los reclusos fueron trasladados de Hunstville a Polunsky; fueron trasladados ellos, pero no la cámara de ejecuciones. Durante siete años -y doscientas ejecuciones-, hubo que llevar a los condenados desde Polunsky hasta Huntsville. Se planearon y se pusieron en práctica desplazamientos enrevesados, pero después de unas cuantas decenas de traslados sin emboscadas, ni esfuerzos heroicos por rescatar a los condenados, ni ningún otro indicio sospechoso, las autoridades se dieron cuenta de que no había observadores. En el fondo, aquello no le importaba a nadie. Desde entonces, prescindiendo de complicaciones, se usó la misma ruta para cada traslado: salían de la cárcel a la una del mediodía, giraban a la izquierda por la 350, luego otra vez a la izquierda por la 190 (una carretera de cuatro carriles, con mucho tráfico), y en una hora se acababa el viaje.

A los reclusos los metían en la parte trasera de un furgón sin identificar, rodeados por una cantidad de músculos y de armamento digna de la protección que se dispensa a un presidente; y como escolta, por si acaso, añadían otro furgón idéntico con otra escuadra de vigilantes aburridos, cuya esperanza era encontrar animación.

La última inyección letal la había recibido Michael Richard el 25 de septiembre. Diez estudiantes, todos ellos miembros de la operación Desvío, usaron cinco vehículos y una gran cantidad de teléfonos móviles para rastrear los movimientos de los dos furgones blancos desde Polunsky hasta Huntsville. Los estudiantes no fueron detectados. Nadie sospechaba de ellos. Nadie los buscaba. A principios de noviembre ya tenían ultimado el plan, y sus operativos se morían de ganas de armar bronca.

A la una menos diez del mediodía, un vigilante, negro y que sentía simpatía por Donté, dio un chivatazo a un miembro de la operación Desvío. Estaban cargando los dos furgones blancos; había empezado el traslado. A la una en punto, las camionetas salieron de la cárcel por una vía de servicio, cerca de la unidad de máxima seguridad, y se metieron en la carretera 350 en dirección a Livingston. Había poco tráfico. A tres kilómetros de la cárcel, el tráfico se hizo más denso, hasta que se paralizó por completo. Un coche se había quedado parado en el carril derecho, delante de los furgones. Curiosamente, también había otro coche parado en el carril izquierdo, y uno más en el arcén. Los tres coches no dejaban pasar a nadie. Los conductores estaban fuera, mirando el motor. A esos tres coches se añadieron otros tres, igualmente parados, dispuestos en hilera de un lado a otro de la carretera. Los furgones no se movían. No parecían tener prisa. Tras ellos, se paró otro coche en el carril derecho. La conductora, una chica negra, hizo abrirse el capó, salió y fingió exasperación por haberle fallado su Nissan. Justo al lado, en el carril izquierdo, un Volkswagen Beetle sufrió una avería de lo más oportuna, y se le levantó el capó. Fueron apareciendo de la nada otros vehículos, que se acumularon por detrás de la primera serie, bloqueando por completo la carretera, los arcenes y todas las entradas y salidas. En cinco minutos se había formado un atasco de veinte vehículos como mínimo. Los furgones blancos estaban rodeados de coches y todoterrenos averiados, todos con el capó levantado, mientras los conductores perdían el tiempo, conversaban entre ellos, se reían y hablaban por el móvil. Varios de los estudiantes varones iban de coche en coche para dejarlos inutilizados arrancando los cables de la tapa del delco.

En cuestión de minutos llegó la policía, la del estado y la local: decenas de coches patrulla con las sirenas a tope, seguidos por una brigada de grúas formada en Livingston a toda prisa. La operación Desvío había dado buenas instrucciones a sus voluntarios. Todos los conductores juraron y perjuraron que se les había calado el coche, lo cual, en Texas, no era ningún delito. Estaba claro que se mandarían órdenes judiciales por bloquear el tráfico, pero la operación Desvío había encontrado a un abogado dispuesto a contestarlas en los tribunales. Los policías no tenían derecho a coger por sí mismos las llaves para verificar el estado de los motores; y si lo intentaban, se encontrarían los motores muertos. Los estudiantes tenían instrucciones de resistirse a que les registrasen los vehículos, oponerse pacíficamente a cualquier tentativa de arresto, anunciar medidas legales si eran detenidos y, en caso de arresto, considerarlo un honor, una medalla en el combate contra la injusticia. La operación Desvío tenía a dos abogados que se ocuparían de todas las denuncias. A los estudiantes les encantaba la idea de ser encarcelados; la veían como un acto de desafío, algo de lo que podrían hablar durante años.

Mientras los coches de la policía y las grúas aparcaban sin orden ni concierto en las inmediaciones del atasco, y mientras los primeros policías se acercaban a los estudiantes, empezó a funcionar a la perfección la segunda fase del plan. Otra oleada de estudiantes en coche llegó a la carretera 350 desde Livingston, y no tardó en aproximarse al tumulto. Aparcaron detrás de las grúas, de tres en tres, a lo ancho y a lo largo. Se abrieron todos los capós: más averías en medio de la carretera. Como estaba previsto que los conductores de las grúas pudieran reaccionar con enfado -y quizá con violencia- al hecho de verse inmovilizados, la segunda oleada de conductores se quedó en sus coches, con las ventanillas subidas y los seguros puestos. La mayoría de los coches estaban llenos de estudiantes, y gran parte de ellos eran jóvenes sanos, muy capaces de defenderse. No les importaría tener que pelear. Ya venían previamente dispuestos a ello.

El conductor de una grúa se acercó al primer coche aparcado tras él, y al darse cuenta de que estaba lleno de negros empezó a decir palabrotas y a proferir amenazas. Un policía estatal lo hizo callar a gritos. Era el sargento Inman, y se encontraba al frente de una situación realmente excepcional, en la que de momento estaban implicados ocho coches de la policía, siete grúas, al menos treinta vehículos «averiados» y dos furgones de prisiones, uno de los cuales llevaba a un hombre hacia la muerte. Para empeorar las cosas, la gente de la zona acostumbrada a usar la carretera 350 estaba dando marcha atrás, sin saber que habían elegido el peor momento para ir de un sitio a otro. La carretera estaba embotellada sin remedio.

Inman era un profesional que no perdía los papeles, y que sabía algo que los estudiantes ignoraban. Al cruzar el atasco hacia los furgones, saludaba amablemente con la cabeza a los estudiantes y les preguntaba sonriendo si lo estaban pasando bien. Mientras tanto, de los furgones bajaron los destacamentos de seguridad para Donté, hombres fornidos con uniformes azules como los de las fuerzas especiales, y dotados de armas automáticas. La mayoría de los estudiantes se estaban aproximando a los furgones. Había uno que parecía el cabecilla. Inman se le acercó con la mano tendida.

– Soy el sargento Inman -dijo educadamente-. ¿Me puede decir su nombre?

– Quincy Mooney.

Mooney le dio la mano a regañadientes.

– Siento que se le haya averiado el coche, señor Mooney.

– No me hable.

Inman miró a su alrededor, sonriendo a los demás estudiantes.

– ¿Todas estas personas son amigos suyos?

– No los conozco de nada.

Inman sonrió.

– Mire, señor Mooney, es que necesitamos sacar estos coches de la carretera. Se está acumulando el tráfico. Está todo bloqueado.

– Pues habrá que llamar a los mecánicos, supongo.

– No, Quincy, habrá que remolcarlos, a menos que quieran ahorrarse cien billetes, arrancar y marcharse. Si optasen por eso, no estaríamos obligados a poner tantas multas. Cien billetes más por coche.

– Ah, ¿acaso es ilegal que se te averíe el coche?

– No, pero usted sabe tan bien como yo por qué está aquí, y el juez también lo sabrá.

– Yo ya lo sé. ¿Y usted por qué está?

– Estoy haciendo mi trabajo, Quincy: controlar el tráfico y mantener la paz. -Inman asintió con la cabeza-. Acompáñeme.

Quincy lo siguió hasta el primer furgón. La doble puerta lateral estaba abierta. Inman miró por ella e invitó a Quincy a hacer lo propio. El furgón estaba vacío. Fueron al segundo y miraron; también estaba vacío. Los vigilantes de seguridad se aguantaban la risa. Se oía el ruido sordo y rítmico de un helicóptero.

– ¿Dónde está Donté Drumm? -inquirió Quincy, estupefacto.

– ¿Verdad que no está aquí? -preguntó Inman con una sonrisita.

Quincy se quedó mirando las ventanas tintadas del furgón vacío. Volvieron delante del primero. Inman miró el cielo en dirección a Polunsky. Todos esperaron a ver qué ocurría. Al cabo de unos segundos oyeron por encima de sus cabezas el estruendo de un helicóptero.

Inman señaló hacia él.

– Ahí va Donté.

Quincy se quedó boquiabierto, con los hombros caídos. Entre los estudiantes corrió la voz, y hubo miradas de sorpresa e incredulidad. Se había puesto en jaque una operación perfecta. Donté Drumm llegaría a la cámara de ejecuciones antes de lo estipulado.

– Demasiado rollo de internet -dijo Inman-. Te explico el trato, Quincy: tenéis un cuarto de hora para despejar la carretera y marcharos. Dentro de un cuarto de hora empezaremos a poner multas y a remolcar coches. Y para que lo sepas, no habrá detenciones, o sea que no nos provoquéis. ¿Me explico?

Quincy se alejó, completamente derrotado.

Después de un sándwich y tres vasos de café, Boyette se encontraba mejor. Estaba sentado delante de la mesa, con la luz encendida y las persianas levantadas. Robbie y Keith lo miraban fijamente. Nadie sonreía. Evidentemente, Boyette había dejado de lado el tema del dinero, al menos por el momento.

– Bueno, y si le cuento qué le pasó a Nicole, ¿a mí qué me pasará? -preguntó, mirando a Robbie.

– Nada, al menos durante mucho tiempo. La policía y los fiscales ya tienen a su hombre. Si esta noche lo matan, nunca se plantearán la posibilidad de acusar a nadie más. En cambio, si Donté consigue un aplazamiento, no estoy seguro de lo que harán, pero tardarán mucho en reconocer que a Nicole la mató otra persona. Se juegan demasiado con su condena injusta.

– ¿O sea que no me detendrán ni hoy, ni mañana, ni pasado mañana?

– Yo de estos payasos no puedo responder, señor Boyette. No sé qué harán. Aquí, por norma general, los policías son tontos, y el detective Kerber es un gilipollas, pero detenerlo a usted sería reconocer que se han equivocado con Donté, y eso no lo harán. Si entrase ahora mismo en la comisaría, jurase sobre la Biblia y les explicase hasta el último detalle del rapto, violación y asesinato, lo tomarían enseguida por un loco. No tienen ningunas ganas de creerlo, señor Boyette. Su confesión los destroza.

El tic y la pausa. Robbie se inclinó y miró a Boyette con cara de enfado.

– Se ha acabado el tiempo, señor Boyette. Quiero oírlo. Dígame la verdad. ¿Mató a la chica?

– Sí, ya se lo dije a Keith: la rapté, la violé durante dos días, la estrangulé y escondí el cadáver.

– ¿Dónde está el cadáver? Le aseguro que encontrarlo evitaría la ejecución. ¿Dónde está?

– En las colinas del sur de Joplin, Missouri. Lejos de todo.

– De aquí a Joplin hay como mínimo cinco horas.

– Más. Yo fui en coche con Nicole.

– O sea que al salir de Texas estaba viva.

El tic y la pausa.

– Sí, la maté en Missouri. De camino la violé.

– ¿Sería posible llamar a las autoridades de Joplin y explicarles cómo encontrar el cadáver?

Boyette logró reírse de aquella insensatez.

– ¿Se cree que soy tonto? ¿Por qué la iba a enterrar donde pudieran encontrarla? Después de tantos años, ni siquiera estoy seguro de poder encontrarla yo.

Robbie, que se lo esperaba, no se inmutó.

– Pues entonces tenemos que tomarle declaración, por vídeo y cuanto antes.

– De acuerdo. Estoy preparado.

Fueron a la sala de reuniones, donde Carlos esperaba con una cámara y una taquígrafa. Pusieron a Boyette en una silla, frente a la cámara. La taquígrafa se sentó a su derecha, y Robbie a su izquierda. La cámara la manejaba Carlos. De golpe aparecieron los otros miembros del bufete -a quienes Robbie quería como testigos- y se sentaron a tres metros, con Keith. De pronto, al mirarlos, Boyette se puso nervioso. Se sentía como si estuviera ante su propia ejecución, con un nutrido público. La taquígrafa le pidió que levantase la mano derecha y jurase decir la verdad. Boyette lo hizo. Robbie empezó con las preguntas. Nombre, lugar de nacimiento, dirección, ocupación, situación actual como preso en libertad condicional y antecedentes penales. Le preguntó si declaraba voluntariamente. No le habían prometido nada. ¿Vivía en Slone en diciembre de 1998? ¿Por qué? ¿Cuánto tiempo?

Las preguntas de Robbie eran amables, pero eficaces. Boyette miraba directamente a la cámara, sin flaquear ni pestañear, como si fuera cogiéndole el gusto. Curiosamente, el tic desapareció.

Háblenos de Nicole.

Tras pensarlo un segundo, se embarcó en su relato: los partidos de fútbol americano, la fascinación por Nicole, la obsesión, el seguimiento y por último el rapto fuera del centro comercial sin un solo testigo. En el suelo de su furgoneta le puso una pistola en la cabeza y la amenazó con matarla si hacía ruido. Después le ató las muñecas y los tobillos con cinta americana. También le puso cinta en la boca. Salió con ella al campo, no sabía muy bien dónde, y después de violarla por primera vez estuvo a punto de dejarla en una zanja, herida pero no muerta. Sin embargo, quiso volver a violarla. Salieron de Slone. Como el móvil del bolso de ella no dejaba de sonar, al final Boyette paró en un puente sobre el Red River, sacó el dinero, la tarjeta y el carnet de conducir y tiró el bolso por el puente. Condujo sin rumbo por el sudeste de Oklahoma. Justo antes del amanecer, cerca de Fort Smith, vio un motel barato donde ya había estado a solas. Pagó una habitación en efectivo e hizo entrar a Nicole sin que la vieran, apuntándola en la cabeza. Volvió a ponerle cinta en las muñecas, los tobillos y la boca, y le dijo que se durmiera. El durmió un par de horas, pero no estaba seguro de que ella hubiera hecho lo mismo. Pasaron un largo día en el motel. Boyette la convenció de que la soltaría si cooperaba, si le daba lo que quería, pero ya sabía la verdad. Después de oscurecer siguieron hacia el norte. El domingo, al salir el sol, estaban al sur de Joplin, en una zona aislada, de bosques densos. Pese a las súplicas de Nicole, la mató. No fue fácil. Ella se resistió mucho, y le hizo sangre con sus arañazos.

Boyette embutió el cadáver en una caja de herramientas grande, y lo enterró. Nunca la encontraría nadie. Después volvió en coche a Slone y se emborrachó.

Robbie tomaba notas. La taquígrafa pulsaba las teclas de su estenotipo. Nadie más se movía. Parecía que nadie respirase.

Concluido su relato, Boyette se quedó en silencio. Su manera distante de contar las cosas, y su dominio del detalle, ponían los pelos de punta. Más tarde, Martha Handler escribió: «Al ver los ojos y la cara de Boyette mientras hablaba de sus crímenes, desaparecía cualquier duda de que estábamos en presencia de un asesino despiadado. Lo que nunca sabremos, y tal vez prefiramos no saber, es la historia de lo que sufrió la pobre chica durante su suplicio».

Robbie, tranquilo, pero también impaciente por llegar al final del testimonio, insistió.

– ¿Hacia qué hora del domingo la mató?

– Casi no había salido el sol. Esperé a poder distinguir las cosas, ver dónde estaba y encontrar el mejor sitio para esconderla.

– ¿Y era el domingo 6 de diciembre de 1998?

– Si usted lo dice… Sí.

– ¿O sea que el sol debió de salir hacia las seis y media?

– Yo diría que sí.

– ¿Y adónde fue al volver a Slone?

– Me fui a mi habitación del Rebel Motor Inn, después de haberme comprado una caja de cervezas con el dinero que le quité a Nicole.

– ¿En el Rebel Motor Inn se emborrachó?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo vivió en Slone después del asesinato?

– No lo sé; puede que un mes y medio. Me detuvieron en enero. Ya tiene usted la ficha. Al salir de la cárcel, me fui.

– Después de matarla, ¿cuándo se enteró de que habían detenido a Donté Drumm?

– Exactamente no lo sé. Lo vi en la tele. Le vi a usted gritar ante las cámaras.

– ¿Qué pensó cuando lo arrestaron?

Boyette sacudió la cabeza.

– Pensé que vaya pandilla de memos. El chico no tenía nada que ver. Se habían equivocado de tipo.

Era el momento perfecto para dejarlo.

– Ya está -dijo Robbie.

Carlos acercó la mano a la cámara.

– ¿Cuánto tardaremos en tener la transcripción? -preguntó Robbie a la taquígrafa.

– Diez minutos.

– Muy bien. Dese prisa.

Robbie se amontonó con los demás en torno a la mesa de reuniones. Hablaron todos a la vez, y por unos instantes Boyette quedó olvidado, aunque Fred Pryor no le quitaba ojo de encima. Boyette pidió agua, y Pryor le dio un botellín. Keith salió a llamar a Dana y Matthew Burns, y a respirar aire fresco, pero el aire no era precisamente refrescante, sino que estaba cargado de humo y de tensión.

Se oyó un fuerte impacto, seguido por un grito: Boyette se había caído de la silla, chocando con el suelo. Se cogió la cabeza y, con las rodillas contra el pecho, empezó a temblar, presa de un ataque. Fred Pryor y Aaron Rey se arrodillaron a su lado sin saber qué hacer. Robbie y los demás formaron un corro y asistieron horrorizados a un ataque tan virulento que parecía hacer temblar el viejo suelo de madera. Hasta se compadecieron de él. Al oír el ruido, Keith se sumó al grupo.

– Necesita un médico -dijo Sammie Thomas.

– ¿Verdad que lleva medicinas, Keith? -preguntó Robbie en voz baja.

– Sí.

– ¿Tú ya lo habías visto alguna vez?

Boyette seguía retorciéndose, entre gruñidos lastimeros.

Seguro que se estaba muriendo. Fred Pryor le daba palmaditas en el brazo.

– Sí-dijo Keith-, hace unas cuatro horas, en alguna parte de Oklahoma. Primero se ha pasado un siglo vomitando, y luego se ha quedado inconsciente.

– ¿Deberíamos llevarlo al hospital? Bueno, Keith, lo digo porque… Quizá se esté muriendo.

– No lo sé, no soy médico. ¿Qué más necesitáis de él?

– Nos hace falta su firma en la declaración, y que lo haga bajo juramento. -Robbie se apartó y llamó a Keith por señas. Hablaron en voz baja-. Luego está el tema de encontrar el cadáver. Esta declaración no garantiza que el tribunal pare la ejecución. El gobernador seguro que no. En todo caso, hay que encontrar el cadáver, y pronto.

– Vamos a ponerlo en el sofá de tu despacho -dijo Keith-, con las luces apagadas. Le daré un calmante. Quizá no se esté muriendo.

– Buena idea.

Era la una y veinte del mediodía.

Capítulo22

El primer viaje en helicóptero de Donté estaba pensado para ser el último. Por cortesía del Departamento de Seguridad Pública de Texas se movía por los aires a ciento cincuenta kilómetros por hora, mil metros por encima de un paisaje ondulado, y no veía el suelo. Estaba encajado entre dos vigilantes, unos chicos recios que miraban muy serios por las ventanillas, como si la operación Desvío pudiera tener en su arsenal uno o dos misiles tierra-aire. Delante había dos pilotos, muchachos de gesto adusto, entusiasmados por tener una misión tan emocionante. Durante el viaje, lleno de ruido y sobresaltos, Donté sintió náuseas; cerró los ojos, apoyó la cabeza en el plástico duro y procuró pensar en algo agradable. Pero no pudo.

Practicó sus últimas palabras, articulándolas en silencio, aunque el estruendo del helicóptero le habría permitido gritarlas sin que nadie se diera cuenta. Pensó en otros reclusos (algunos de ellos amigos, otros enemigos, casi todos culpables, excepto alguno que otro que proclamaba su inocencia), y en cómo habían afrontado la muerte.

El trayecto duró veinte minutos. Cuando el helicóptero aterrizó en la cárcel de Huntsville, en la antigua pista de rodeo, al preso le esperaba un pequeño ejército. Donté, cargado de cadenas y grilletes, prácticamente fue llevado en volandas a una furgoneta por sus celadores. Al cabo de unos minutos, la furgoneta se metió por un camino bordeado de tela metálica, recubierta por un grueso cristal y con una reluciente alambrada en lo alto. Hicieron salir a Donté de la furgoneta y lo acompañaron por una verja y un camino corto que llevaba al pequeño edificio de ladrillo de una planta donde Texas mata a los condenados.

Una vez dentro aguzó la vista, intentando captar lo antes posible su nuevo entorno. A su derecha había ocho celdas, cada una de las cuales desembocaba en un pasillo corto. También había una mesa con varias Biblias, una de ellas en español, y un puñado de guardias que en algunos casos, mientras daban vueltas, hablaban sobre el tiempo, como si en un momento así tuviera alguna importancia. Pusieron a Donté delante de una cámara y lo fotografiaron. Después le quitaron las esposas, y un técnico le informó que a continuación le tomarían las huellas dactilares.

– ¿Por qué? -preguntó él.

– Puro trámite -fue la respuesta.

El técnico le cogió un dedo y lo hizo rodar sobre el tampón.

– No entiendo por qué tienen que tomarle las huellas a un hombre antes de matarlo.

El técnico no contestó.

– Ya lo entiendo -dijo Donté-: quieren asegurarse de que no se equivocan de persona, ¿verdad?

El técnico le mojó otro dedo en la tinta.

– Pues esta vez sí que se han equivocado, se lo aseguro.

Después de tomarle las huellas, se lo llevaron a la celda de detención, una de las ocho que había. Las otras siete no estaban en uso. Donté se sentó al borde del catre, fijándose en lo brillante que estaba el suelo, lo limpias que estaban las sábanas y lo agradable que era la temperatura. Al otro lado de los barrotes, en el pasillo, había varios funcionarios de prisiones. Uno de ellos se acercó a los barrotes.

– Donté -dijo-, soy Ben Jeter, el director de Huntsville.

Donté asintió con la cabeza, pero no se levantó. Siguió mirando fijamente al suelo.

– Nuestro capellán se llama Tommy Powell. Está aquí, y se quedará toda la tarde.

– No necesito capellán -dijo Donté sin levantar la vista.

– Como usted quiera. Ahora escúcheme, porque voy a explicarle cómo funciona todo.

– Creo que ya sé cómo funciona.

– Bueno, pero se lo diré de todos modos.

Tras una serie de discursos, cada uno más estridente que el anterior, la manifestación perdió algo de gas. Delante del juzgado, los negros eran tantos que ocupaban parte de la calle Mayor, cerrada al tráfico. En vista de que nadie más cogía el megáfono, se despertó otra vez el cuerpo de tambores, y la muchedumbre siguió a la música por la calle Mayor, hacia el oeste, entre cánticos, despliegue de carteles y notas de We Shall Overcome. Asumiendo el papel de cabecilla de la marcha, Trey Glover maniobraba su todoterreno por delante de los percusionistas. El rap hacía temblar las tiendas y los bares del centro, cuyos dueños, dependientes y clientes se asomaban a las puertas y los escaparates. ¿Por qué estaban tan indignados los negros? El chico había confesado. Había matado a Nicole, según dijo él mismo. Ojo por ojo.

No hubo conflictos, pero la ciudad parecía a punto de explotar.

Al llegar a Sisk Avenue, Trey y los percusionistas no giraron a la izquierda, sino a la derecha. Girar a la izquierda habría encaminado la manifestación hacia el sur, que era aproximadamente su punto de partida. El giro a la derecha significaba que iban hacia la parte blanca. A pesar de todo, seguían sin verse objetos arrojadizos, y tampoco se oían amenazas. Algunos coches de la policía los seguían a bastante distancia, mientras otros vigilaban la manifestación desde las calles paralelas. Dos manzanas al norte de la calle Mayor, llegaron a la parte residencial más antigua. El ruido hacía salir a la gente a los porches, y lo que veían les hacía entrar de nuevo para ir directamente al armario de las armas. También cogían sus teléfonos para llamar al alcalde y al comisario jefe. Estaban perturbando la paz, eso estaba claro. ¿Qué indignaba tanto a toda aquella gente? El muchacho había confesado. Que hicieran algo.

El parque Civitan era un complejo de campos de baloncesto y softball para jóvenes, a cinco manzanas al norte de la calle Mayor, en Sisk Avenue. Trey Glover decidió que ya habían caminado bastante. La manifestación llegó a su fin, y el ruido de los tambores cesó. Ahora era una reunión, una mezcla volátil de juventud, rabia y la sensación de no tener nada mejor que hacer durante el resto de la tarde y la noche. Un capitán de la policía calculó que había unas mil doscientas personas, casi todas menores de treinta años. La mayoría de los negros de mayor edad habían vuelto a sus casas. Los móviles confirmaron los detalles, y coches llenos de más jóvenes negros salieron hacia el parque Civitan.

En la otra punta de la ciudad, otra multitud de negros airados asistía al salvamento por parte de las brigadas de bomberos de lo que quedaba de la Iglesia de Dios en Cristo de Mount Sinai. Gracias a la inmediatez de la llamada al 911, y a la rapidez de la respuesta, los daños no eran tan graves como los que había sufrido la Primera Iglesia Baptista, pero el interior del santuario estaba prácticamente destruido. Aunque las llamas se hubieran apagado, seguía saliendo humo por las ventanas, un humo que la ausencia de viento dejaba flotando sobre la ciudad, como otra capa adicional de tensión.

La partida de Reeva hacia Huntsville se grabó, como era de rigor. Invitó a algunos parientes y amigos a otra interpretación desgarradora, y todos pudieron disfrutar de sus llantos ante las cámaras. En ese momento, Sean Fordyce venía en avión desde Florida. Se reunirían en Huntsville para la entrevista previa a la ejecución.

Contando a Wallis, sus otros dos hijos y el hermano Ronnie, formaban un grupo de cinco, lo cual podía ser incómodo para un viaje de tres horas en coche, así que Reeva no solo persuadió a su pastor de que tomase prestada una de las camionetas de la iglesia, sino que además le insinuó que condujera él. Pese a sentirse agotado y emocionalmente sin fuerzas, el hermano Ronnie no estaba en situación de llevar la contraria a Reeva en un momento así, «el día más importante de su vida». En consecuencia, subieron todos y emprendieron el viaje, con el hermano Ronnie al volante de una camioneta de diez plazas en cuyos dos lados se leía en grandes letras primera iglesia baptista de slone, texas. Todos saludaron con la mano a sus amigos y a quienes les deseaban suerte. Todos saludaron a la cámara.

Reeva ya lloraba antes de llegar a las afueras.

Tras un cuarto de hora en el silencio y la penumbra del despacho de Robbie, Boyette, ya recuperado, se quedó en el sofá, aturdido de dolor, todavía con algunos temblores en los pies y las manos.

– Estoy aquí, pastor -dijo cuando Keith miró por la rendija de la puerta-. Aún estoy vivo.

Keith se acercó.

– ¿Cómo se encuentra, Travis? -preguntó.

– Mucho mejor, pastor.

– ¿Puedo ayudarle en algo?

– Un café. Parece que alivia el dolor.

Keith se fue y cerró la puerta. Al encontrarse con Robbie, le informó de que Boyette aún estaba vivo. En esos momentos, la taquígrafa estaba transcribiendo la declaración. Sammie Thomas y los dos técnicos legales, Carlos y Bonnie, pergeñaban a toda prisa una instancia que ya se conocía como «la petición Boyette».

El juez Elias Henry entró en el bufete y fue a la sala de reuniones, pasando junto a la recepcionista.

– Aquí-dijo Robbie.

Llevó al juez a una pequeña biblioteca, cerró la puerta y cogió un mando a distancia.

– Tiene que verlo -dijo.

– ¿Qué es? -preguntó el juez Henry, dejándose caer en una silla.

– Un momento. -Robbie enfocó el mando en la pantalla que había en una pared. Apareció Boyette-. Es el hombre que mató a Nicole Yarber. Lo acabamos de filmar.

El vídeo duraba catorce minutos. Lo miraron en silencio.

– ¿Dónde está? -preguntó el juez Henry cuando la pantalla volvió a quedarse negra.

– En mi despacho, tumbado en el sofá. Tiene un tumor maligno en el cerebro, o eso dice, y se está muriendo. El lunes por la mañana entró en el despacho de un pastor luterano de Topeka, Kansas, y descargó su conciencia. Al principio se resistía, pero al final el pastor ha conseguido que subiera a un coche, y hace un par de horas que han llegado a Slone.

– ¿Lo ha traído el pastor conduciendo hasta aquí?

– Sí. Un momento. -Robbie abrió la puerta y llamó a Keith. Se lo presentó al juez Henry-. Aquí lo tiene -dijo, dándole una palmada en la espalda-. Siéntate. El juez Henry es el juez titular de nuestro distrito. Si hubiera presidido el juicio de Donté Drumm, ahora no estaríamos aquí.

– Mucho gusto en conocerlo -dijo Keith.

– En buena aventura se ha metido, por lo que me han dicho.

Se rió.

– No sé dónde estoy ni qué hago -dijo.

– Pues entonces ha acertado con el bufete -comentó el juez Henry.

Se rieron un momento. Después el buen humor se disipó de golpe.

– ¿Qué le parece? -preguntó Robbie al juez Henry, que se rascó la mejilla.

– La cuestión -dijo después de pensarlo a fondo- es lo que le parecerá al tribunal de apelación. Nunca se sabe. Odian a estos testigos sorpresa que aparecen en el último momento y empiezan a cambiar hechos con diez años de antigüedad. Además, un hombre que ha convertido la violación con agravantes en su modo de vida no tiene muchas posibilidades de que lo tomen en serio. Creo que tenéis pocas posibilidades de conseguir un aplazamiento.

– Es mucho más de lo que teníamos hace dos horas -repuso Robbie.

– ¿Cuándo lo presentarás? Casi son las dos.

– En menos de una hora. Lo que quería preguntarle es si quiere que hablemos a la prensa del señor Boyette. Voy a mandar el vídeo al juzgado y al gobernador. También se lo podría entregar a la tele de aquí, o mandárselo a todas las cadenas de Texas. O mejor aún: organizar una rueda de prensa aquí o en el juzgado, y dejar que todo el mundo escuche cuál es la versión de Boyette.

– ¿De qué serviría?

– Quizá quiero que el mundo se entere de que Texas está a punto de ejecutar a la persona equivocada. Mirad, el asesino es este. Escuchad lo que dice.

– Pero el mundo no puede parar la ejecución. Eso solo está en manos de los tribunales o del gobernador. Yo iría con cuidado, Robbie; ahora mismo el ambiente está muy cargado, y si la gente ve a Boyette responsabilizándose del crimen por la tele, podría saltar todo por los aires.

– Saltará igualmente.

– ¿Quieres una guerra racial?

– Si matan a Donté, sí. No me molestaría una guerra racial. A pequeña escala.

– Vamos, Robbie, eso es jugar con dinamita. Piensa estratégicamente, no emocionalmente; y ten en cuenta que lo que dice ese hombre podría ser mentira. No sería la primera ejecución en la que un farsante se proclama culpable. La prensa no se puede resistir, el loco sale por la tele y todos quedan como tontos.

Robbie daba vueltas: cuatro pasos en una dirección y cuatro en la otra. Estaba inquieto, e incluso frenético, pero mantenía la claridad mental. Sentía una gran admiración por el juez Henry, y era bastante inteligente para saber que en esos momentos necesitaba que lo aconsejaran.

Dentro de la habitación, todo era silencio. Al otro lado de la puerta las voces se oían tensas, y sonaban los teléfonos.

– Supongo que no se podría buscar el cadáver -dijo el juez Henry.

Robbie sacudió la cabeza y cedió la palabra a Keith.

– Ahora no. Hace dos días, creo que el martes, aunque no estoy seguro (tengo la sensación de llevar todo un año viviendo con ese hombre, pero bueno, el martes), dije que la mejor manera de impedir la ejecución era encontrar el cadáver, y Boyette contestó que sería difícil. La enterró hace nueve años en una zona aislada, llena de bosques. También dijo que ha vuelto varias veces a visitarla, aunque no sé muy bien qué significa eso, ni he tenido muchas ganas de averiguarlo, la verdad. Después perdí el contacto con él. Lo estuve buscando sin descanso. Tenía decidido acorralarlo, e insistir en que lo notificásemos a las autoridades, las de aquí y las de Missouri, si es allí donde está enterrada Nicole, pero él no accedió. Después volvimos a perder el contacto. Es un tipo raro, rarísimo. Esta medianoche me ha llamado por teléfono. Yo ya estaba en la cama, profundamente dormido. Me ha dicho que quería venir a contar su historia y parar la ejecución, y me ha parecido que yo no tenía alternativa. Le aseguro que es la primera vez que hago algo así. Ya sé que está mal ayudar a un presidiario a infringir la libertad condicional, pero bueno, qué se le va a hacer. El caso es que hemos salido de Topeka a la una de la madrugada de hoy. Yo le he vuelto a proponer que lo notificásemos a las autoridades, y que empezásemos a buscar el cadáver, como mínimo, pero él se ha cerrado en banda.

– No habría servido de nada, Keith -dijo Robbie-. Las autoridades de aquí son un caso perdido. Se reirían de ti. Ellos ya tienen al culpable. El caso ya está resuelto; supongo que casi cerrado. En Missouri nadie movería un dedo, porque no hay ninguna investigación en activo. No se puede llamar a un sheriff así como así y aconsejarle que vaya al bosque con sus chicos para empezar a cavar en un barranco. Las cosas no funcionan así.

– Pues entonces, ¿quién buscará el cadáver? -preguntó Keith.

– Nosotros, supongo.

– Me voy a casa, Robbie. Mi mujer me ha dicho de todo. Tengo un amigo abogado que se cree que estoy loco. Yo también lo creo. Más no puedo hacer. Quédate tú con Boyette; a mí me tiene harto.

– Relájate, Keith. Ahora te necesito.

– ¿Para qué?

– Tú quédate, ¿entendido? Boyette se fía de ti. Además, ¿cuándo habías tenido entradas de primera fila para un disturbio racial?

– No tiene gracia.

– Resérvate el vídeo, Robbie -dijo el juez Henry-. Enséñaselo al tribunal y al gobernador, pero no lo hagas público.

– Puedo controlar el vídeo, pero no al señor Boyette. Si quiere hablar con la prensa, yo no se lo puedo impedir. Cliente mío no es, eso está claro.

A las dos y media de la tarde del jueves, todas las iglesias de Slone, negras y blancas, estaban vigiladas por predicadores, diáconos y catequistas, todos ellos varones, armados hasta los dientes y bien visibles. Se sentaban en la escalinata y hablaban nerviosos, con las escopetas sobre las rodillas. Se sentaban a la sombra de los árboles, cerca de la calle, y saludaban con la mano a los coches que pasaban, recibiendo muchos bocinazos de solidaridad. Patrullaban las puertas traseras y las fincas colindantes, fumando, mascando chicle y prestando atención a cualquier movimiento. En Slone no habría más incendios de iglesias.

La algodonera llevaba dos décadas abandonada, desde que la habían sustituido por otra nueva al este de la ciudad. Era una ofensa a la vista, un edificio viejo y muy deteriorado, cuyo incendio, en circunstancias normales, habría sido aplaudido. La llamada al 911 se registró a las 14.44. Una adolescente que pasaba por allí vio mucho humo, y llamó con el móvil. Los atribulados bomberos salieron a toda prisa hacia la algodonera, y cuando llegaron las llamas ya atravesaban el tejado. Al tratarse de un edificio vacío y abandonado, que en ningún caso constituía una gran pérdida, lo tomaron con calma.

El humo negro subía en remolinos hacia el cielo. Lo vio el alcalde desde su despacho del primer piso, cerca de los juzgados, y tras una consulta al comisario jefe llamó a la oficina del gobernador. La situación en Slone tenía pocos visos de mejorar. Los ciudadanos corrían peligro. Necesitaban a la Guardia Nacional.

Capítulo23

Acabaron la instancia justo antes de las tres. Contando la declaración de Boyette, sumaba treinta páginas. Boyette juró haber dicho la verdad por escrito, y Sammie Thomas envió la petición por correo electrónico al Defender Group de Austin, cuyo personal ya la esperaba. Fue impresa, copiada doce veces y entregada a Cicely Avis, que salió volando del despacho, montó en su coche y fue disparada al Tribunal Penal de Apelación de Texas. La instancia se tramitó a las 15.35.

– ¿Qué es? -preguntó el secretario, con un disco en la mano.

– Un vídeo de una confesión del verdadero asesino -contestó Cicely.

– Qué interesante. Supongo que querréis que los jueces lo vean bastante pronto.

– Ahora mismo, por favor.

– Pongo manos a la obra.

Tras unos segundos de conversación, Cicely salió del despacho. El secretario entregó inmediatamente la solicitud a las oficinas de los nueve jueces. En la del juez titular, habló con el pasante.

– Quizá sea mejor empezar por el vídeo. Un tipo acaba de confesar el asesinato.

– ¿Y dónde está ese tipo? -preguntó el pasante.

– Según la letrada del Defender Group, en Slone, en el bufete del abogado de Donté Drumm.

– ¿O sea que Robbie Flak ha encontrado un nuevo testigo?

– Eso parece.

Al salir de la sede del tribunal de apelación, Cicely Avis dio un rodeo de dos manzanas y pasó junto al Capitolio del estado. En el césped sur, la «Manifestación por Donté» estaba siendo todo un éxito de concurrencia. Había policías por todas partes. El acto estaba autorizado, y parecía que la Primera Enmienda era respetada.

Cada vez llegaba más gente, casi toda negra. La autorización tenía validez para tres horas, desde las tres de la tarde hasta las seis (la hora de la ejecución), pero saltaba a la vista que todo iba todo retrasado; en Austin, pero no en Huntsville, en absoluto.

El gobernador estaba en una reunión, una reunión importante que no tenía nada que ver con Donté Drumm. A las 15.11 había recibido el vídeo una auxiliar que tramitó las peticiones de aplazamiento, y que lo vio entero antes de decidir qué hacía. Hasta cierto punto, la confesión de Boyette le parecía verosímil y escalofriante, pero al mismo tiempo su historial -y lo oportuno de su súbito deseo de limpiar su conciencia- le producía un cierto escepticismo. Fue en busca de Wayne Wallcott, el abogado (y amigo íntimo) del gobernador, y le describió el vídeo.

Tras escuchar atentamente, Wallcott cerró la puerta de su despacho y le dijo que se sentara.

– ¿Quién ha visto el vídeo? -preguntó.

– Solo yo -contestó la auxiliar-. Lo han mandado por e-mail del bufete del señor Flak, con una contraseña. Lo he mirado enseguida, y aquí estoy.

– ¿Lo confiesa todo?

– Sí, sí, con muchos detalles.

– ¿Y usted se cree lo que dice?

– Yo no he dicho eso. He dicho que parece que sabe de qué habla. Es un violador en serie, y estaba en Slone cuando desapareció la chica. Lo confiesa todo.

– ¿Habla de Drumm?

– ¿Por qué no mira el vídeo?

– ¿Le he pedido consejo? -replicó Wallcott-. Limítese a contestar.

– Perdone. -La auxiliar respiró hondo. De pronto estaba nerviosa e incómoda. Wallcott escuchaba, pero al mismo tiempo maquinaba-. Solo habla de Drumm para decir que él no lo conoce, y que no tiene nada que ver con el crimen.

– Es obvio que es un mentiroso. No pienso molestar al gobernador con esto. Guárdese el vídeo. Yo no tengo tiempo de mirarlo, y el gobernador tampoco. ¿Me entiende?

No, no lo entendía, pero asintió con la cabeza.

Wallcott frunció el ceño, con mirada suspicaz.

– Me entiende, ¿no? -preguntó, muy serio-. El vídeo se queda en su ordenador.

– Sí, señor.

En cuanto se fue la auxiliar, Wallcott corrió prácticamente a las oficinas de Barry Ringfield, principal portavoz del gobernador, y su mejor amigo. Salieron a dar una vuelta por el pasillo, porque los despachos estaban a rebosar de personal, fijo o en prácticas.

Después de hablar unos minutos sobre las posibilidades que tenían, acordaron que el gobernador no viese el vídeo. Si Boyette mentía, la grabación sería irrelevante, y se estaría ejecutando al auténtico culpable; en cambio, si Boyette decía la verdad -cosa de la que ellos dudaban mucho-, y se estaba ejecutando a la persona equivocada, las consecuencias podían ser muy graves. La única manera de proteger al gobernador Gilí Newton era que uno de los dos, o la auxiliar, cargase con la culpa reconociendo haber retenido el vídeo o incluso haberlo perdido. Gilí Newton nunca había aplazado una sentencia de muerte, y con el revuelo que estaba armando el caso Drumm difícilmente daría su brazo a torcer. Aunque mirase el vídeo, aunque diera crédito a Boyette, no se retractaría.

Wayne y Barry fueron al despacho del gobernador, donde se los esperaba a las cuatro, cuando todavía faltaban dos horas para la ejecución. Del vídeo no le dirían nada.

A las tres y media, los miembros del bufete Flak se sentaron de nuevo en torno a la mesa de reuniones. No se echaba a nadie en falta, ni siquiera a Keith, a quien, aunque estaba muy cansado, le resultaba inverosímil haber conseguido entrada para aquel circo. El y el juez Henry se sentaron apartados de la mesa, contra una pared. Aaron Rey y Fred Pryor leían la prensa en la otra punta de la sala. Travis Boyette seguía vivo, descansando a oscuras en el sofá de Robbie.

Ya iba siendo hora de que Robbie saliese para Huntsville, y se le notaba la tensión. Pero aún no se podía ir; la «petición Boyette» había revigorizado al equipo, infundiéndole nuevas esperanzas.

Robbie fue tachando cosas de una lista; en un bloc amarillo, como siempre. Sammie Thomas y Bonnie harían el seguimiento de la «petición Boyette» en el tribunal de apelación, además de seguir presionando a la oficina del gobernador sobre la suspensión de la pena capital. Gilí Newton aún no se había decantado por el sí o por el no. Solía esperar hasta el último momento. Le encantaba el dramatismo, y ser el centro de atención. De seguir la alegación de demencia, que aún estaba en el Distrito Quinto judicial, en Nueva Orleans, se ocuparía Carlos. Si se la denegaban, apelarían ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Fred Pryor se quedaría en el bufete, cuidando a Boyette, que no parecía tener intenciones de marcharse, aunque nadie supiera qué hacer con él. Aaron Rey acompañaría a Robbie a Huntsville, como siempre. También iría Martha Handler, para observar y tomar nota. Robbie daba órdenes a grito pelado, contestaba preguntas y arbitraba conflictos. De repente miró al reverendo.

– Keith -dijo-, ¿podrías venir a Huntsville con nosotros?

El reverendo tardó unos segundos en poder hablar.

– ¿Por qué, Robbie? -consiguió preguntar.

– Le podrías hacer falta a Donté.

Se quedó boquiabierto, sin palabras. Todos estaban en silencio, mirándolo.

– Ha ido a la iglesia desde muy pequeño -insistió Robbie-, pero ahora reniega de la religión. En su jurado había cinco baptistas, dos de la iglesia de Pentecostés y uno de la de Cristo. Los otros supongo que estarían perdidos. Desde hace unos años, se ha convencido de que la razón de que esté en el corredor de la muerte son los cristianos blancos. No quiere saber nada de su Dios. Yo veo difícil que cambie de postura, pero es posible que al final de todo se alegre de poder rezar con alguien.

Lo que quería Keith era una buena cama en un motel limpio, y dormir doce horas, pero como religioso no podía negarse. Asintió lentamente.

– De acuerdo.

– Muy bien. Saldremos dentro de cinco minutos.

Keith cerró los ojos y se frotó las sienes, diciéndose a sí mismo: «Pero ¿qué hago aquí, Dios mío? Ayúdame».

Fred Pryor se levantó bruscamente de su silla, con el móvil a una distancia prudencial, como si estuviese al rojo vivo.

– ¡Caray! -dijo en voz alta-. Es Joey Gamble. Quiere firmar la declaración y retractarse de su testimonio.

– ¿Está al teléfono? -inquirió Robbie.

– No, es un mensaje de texto. ¿Lo llamo?

– ¡Pues claro! -replicó Robbie.

Pryor se acercó al centro de la mesa y apretó los botones del interfono. El teléfono sonó varias veces, sin que nadie se moviera. Por fin, alguien respondió tímidamente:

– ¿Diga?

– Joey, soy Fred Pryor. Te llamo de Slone. Acabo de oír tu mensaje. ¿Qué narices pasa?

– Pues que quiero que me ayude, señor Pryor. Estoy muy angustiado.

– Si tú estás angustiado, imagínate Donté. Le quedan dos horas y media de vida y tú te despiertas ahora con ganas de ayudar.

– Estoy muy desorientado -dijo Joey.

Robbie se inclinó, tomando el mando.

– Joey, soy Robbie Flak. ¿Te acuerdas de mí?

– Sí, claro.

– ¿Dónde estás?

– En Mission Bend, en mi piso.

– ¿Estás dispuesto a firmar una declaración en la que admitas que mentiste en el juicio de Donté?

– Sí -dijo Joey sin vacilar.

Robbie cerró los ojos y bajó la cabeza. La mesa se llenó de puñetazos silenciosos, rezos rápidos de gratitud y muchas sonrisas cansadas.

– Muy bien, pues te explico el plan. En Houston hay una abogada que se llama Agnes Tanner. Tiene el bufete en el centro, en Clay Street. ¿Conoces la ciudad?

– Supongo.

– ¿Sabrías localizar un bufete del centro?

– Tengo mis dudas. No sé si debería coger el coche.

– ¿Estás borracho?

– Borracho no, pero he bebido.

Robbie miró instintivamente su reloj. Aún no eran ni las cuatro, y a Joey ya le costaba hablar.

– Coge un taxi, Joey. Ya te lo pagaré. Es crucial que llegues lo antes posible al bufete de Tanner. Enviaremos una declaración jurada por correo electrónico. Tú la firmas, y nosotros la presentamos en Austin. ¿Te ves capaz de hacerlo, Joey?

– Lo intentaré.

– Es lo mínimo que puedes hacer, Joey. Ahora mismo Donté está en la celda de detención de Huntsville, a diez metros de la salita donde matan a la gente, y tus mentiras han ayudado a que esté donde está.

– Lo siento mucho.

La voz de Joey temblaba.

– El bufete está en el 118 de Clay Street. ¿Lo has pillado, Joey?

– Creo que sí.

– Pues vete para allá. Los papeles te estarán esperando. No hay ni un minuto que perder, ¿lo entiendes, Joey?

– Está bien, está bien.

– Llámanos dentro de diez minutos.

– Tranquilo.

Después de colgar, Robbie vociferó unas cuantas órdenes, y todos se pusieron en marcha.

– Vamos, Keith -dijo al ir hacia la puerta.

Subieron a la camioneta. Martha Handler tuvo que correr para no quedarse atrás en el momento en que Aaron Rey salía pitando. Robbie llamó a Agnes Tanner a Houston, y le confirmó con urgencia los detalles.

Keith se inclinó para mirar a Aaron por el retrovisor.

– Alguien ha dicho que Huntsville queda a tres horas en coche.

– Sí -respondió Aaron-, pero nosotros no vamos en coche.

El aeropuerto municipal de Slone estaba a unos tres kilómetros al este de la ciudad. Tenía una sola pista, de oeste a este, dos hangares pequeños, la típica colección de Cessnas viejos alineados en la pista y un bloque metálico que era la terminal. Aparcaron, cruzaron corriendo el pequeño vestíbulo y, tras saludar con la cabeza al mozo de detrás del mostrador, salieron a la pista, donde los esperaba un reluciente bimotor King Air, propiedad de un abogado rico, amigo de Robbie y gran amante de los aviones, que los hizo subir a bordo, cerró la portezuela, les pidió que se abrocharan los cinturones, hizo lo propio y empezó a accionar interruptores.

Keith llevaba varias horas sin hablar con su mujer, y todo ocurría tan deprisa que no sabía muy bien por dónde empezar. Dana contestó a la primera, como si hubiera estado contemplando el móvil. Los motores se pusieron en marcha. De repente había mucho ruido en la cabina, que temblaba.

– ¿Dónde estás? -preguntó Dana.

– En un avión, saliendo de Slone para Huntsville con el fin de conocer a Donté Drumm.

– Casi no te oigo. ¿De quién es el avión?

– De un amigo de Robbie Flak. Oye, Dana, yo tampoco te oigo. Ya te llamaré cuando aterricemos en Huntsville.

– Ten cuidado, Keith, por favor.

– Te quiero.

Keith estaba sentado hacia delante, con las rodillas casi pegadas a las de Martha Handler. Vio que el piloto hacía las últimas comprobaciones durante el trayecto hasta la pista de despegue. Tanto Robbie como Martha y Aaron hablaban por teléfono. A Keith le pareció mentira que pudieran sostener una conversación con semejante estruendo. Al final de la pista, el King Air giró ciento ochenta grados y quedó mirando al oeste. El piloto dio potencia a los motores. El avión temblaba cada vez más, como si fuera a explotar.

– ¡Agarraos! -gritó el piloto al soltar los frenos.

Zarandeados, los cuatro pasajeros cerraron los ojos a la vez, y en cuestión de segundos estaban en el aire. Se oyó el impacto del tren de aterrizaje al replegarse, pero Keith no tenía ni idea de qué oía. En plena confusión, cayó en la cuenta de que nunca había volado en un avión pequeño.

Tampoco había estado nunca en Texas, ni había hecho de chófer para un violador y asesino en serie, ni había oído su escalofriante confesión, ni había asistido al caos de un bufete de abogados que intentaba salvar a un inocente, ni se había pasado cuatro días sin apenas dormir, ni le habían multado por exceso de velocidad en Oklahoma, ni había accedido a rezar con un hombre pocos minutos antes de su muerte.

Sobrevolaron Slone a dos mil pies, en ascenso. De la algodonera, que aún estaba incendiada, brotaba un humo denso, que iba formando una nube.

Keith volvió a cerrar los ojos, e intentó convencerse de que estaba donde estaba y hacía lo que hacía. Pero no lo logró. Rezó, y pidió a Dios que lo tomase de la mano y lo guiase, porque él no tenía ni idea de lo que había que hacer. Dio las gracias a Dios por aquella situación tan peculiar, reconociendo que solo podía deberse a la intervención divina. A cinco mil pies, con la barbilla apoyada en el pecho, el cansancio, finalmente, pudo más que él.

Normalmente, el bourbon era Knob Creek, pero en ocasiones especiales sacaban del cajón el bueno de verdad. Un chupito de Pappy Van Winkle para cada uno. Al beber, los tres hicieron ruido con los labios. Era un poco temprano para empezar, pero el gobernador había dicho que necesitaba un trago a palo seco, y Barry y Wayne nunca se negaban. Iban sin americana, arremangados, con la corbata floja: hombres ocupados, con muchas cosas en que pensar. De pie en un rincón, junto a la cajonera, bebían mirando la manifestación en un pequeño televisor. Abriendo una ventana habrían oído el ruido. Se sucedían oradores, a cual más prolijo en sus ataques a la pena de muerte, al racismo y al sistema judicial texano. Se usaba a mansalva la expresión «linchamiento judicial». De momento, todos los oradores habían exigido que el gobernador detuviese la ejecución. El equipo de seguridad del Capitolio calculaba una asistencia de diez mil personas.

A espaldas del gobernador, Barry y Wayne se miraron nerviosos. Si la multitud veía el vídeo, habría disturbios. ¿Le decían algo? No; quizá más tarde.

– Gilí, tenemos que tomar una decisión sobre la Guardia Nacional -dijo Barry.

– ¿Qué está pasando en Slone?

– Hasta hace media hora habían incendiado dos iglesias, una blanca y otra negra. Ahora se está quemando un edificio abandonado. Esta mañana han suspendido las clases en el instituto a causa de las peleas. Los negros se están manifestando, y van buscando guerra por la calle. Han reventado el cristal trasero de un coche de la policía con un ladrillo, pero de momento no ha habido más violencia. El alcalde tiene miedo; según él, después de la ejecución la ciudad podría explotar.

– ¿Quién está disponible?

– Se está preparando la unidad de Tyler, que podría desplegarse en una hora. Seiscientos guardias. Debería ser suficiente.

– Pues adelante, y convocad una rueda de prensa.

Barry salió del despacho a toda prisa. Wayne bebió otro sorbo.

– Gilí -dijo sin vacilar-, ¿no nos tendríamos que plantear al menos lo de los treinta días de aplazamiento? Para que todo se enfríe un poco.

– ¡Qué va! No podemos dar marcha atrás solo porque los negros se hayan molestado. Si damos señales de debilidad, la próxima vez harán más ruido. Si esperamos treinta días, volverán a empezar con toda esta mierda. Yo ni me inmuto. Ya me conoces.

– De acuerdo, de acuerdo. Solo quería comentártelo.

– Pues no vuelvas a hacerlo.

– Bueno.

– Aquí está -dijo el gobernador, acercándose al televisor.

El reverendo Jeremiah Mays fue aclamado al subir al podio. Era el radical negro que más se hacía oír en el país, y tenía el don de incrustarse -sin saber muy bien cómo- en todos los conflictos o episodios que tuvieran tintes raciales. Con las manos en alto, pidió silencio y se embarcó en una florida oración en la que rogaba a Dios todopoderoso que volviera la vista hacia las pobres almas erradas que administraban el estado de Texas, les abriera los ojos, les infundiese sabiduría y les tocara el corazón, a fin de que se pudiera poner coto a tamaña injusticia. Solicitó la intervención divina, un milagro en rescate de su hermano Donté Drumm.

Cuando Barry volvió, sus manos temblaban ostensiblemente al llenar los vasos de chupito.

– Ya está bien de tonterías -dijo el gobernador. Pulsó el botón de silencio-. Lo quiero ver una vez más.

Ya «lo» habían visto varias veces juntos, y a cada visionado se les borraban los últimos residuos de incertidumbre. Fueron al otro lado del despacho, donde había un segundo televisor. Barry cogió el mando a distancia.

Donté Drumm, 23 de diciembre de 1998. Estaba situado frente a la cámara, con una lata de Coca-Cola y un donut intacto sobre la mesa. No se veía a nadie más. Estaba apagado, cansado y temeroso. Hablaba con voz lenta y monocorde, sin mirar directamente a la cámara.

– Se te han leído tus derechos según la ley Miranda. ¿Correcto? -dijo la voz en off del detective Drew Kerber.

– Sí.

– Y esta declaración la haces por tu propia voluntad, sin ningún tipo de amenaza ni promesa, ¿verdad?

– Verdad.

– Bueno, pues explícanos qué pasó el viernes 4 de diciembre por la noche, hace diecinueve días.

Donté se apoyó en los codos, como si fuera a desmayarse, y se quedó mirando un punto de la mesa, al que se dirigió al hablar.

– Bueno, Nicole y yo habíamos estado haciendo el tonto sin que nadie lo supiera, acostándonos juntos y pasándolo bien.

– ¿Desde cuándo?

– Tres o cuatro meses. Ella a mí me gustaba, y yo a ella también. La cosa se empezaba a poner seria, y ella tuvo miedo de que los demás se enterasen. Nos empezamos a pelear; ella quería romper, pero yo no. Creo que estaba enamorado. Luego ya no quiso verme, y me puse como un loco. Solo pensaba en ella, en lo estupenda que era. La quería más que nada en el mundo. Estaba obsesionado. Estaba loco; no soportaba la idea de que pudiera tenerla otro, así que el viernes por la noche fui a buscarla. Sabía a qué sitios le gustaba ir. Vi su coche en el centro comercial, en el lado este del centro.

– Perdona, Donté, pero creo que antes has dicho que su coche estaba aparcado en el lado oeste del centro comercial.

– Sí, eso, el oeste. Estuve esperando un buen rato.

– ¿Conducías una camioneta Ford verde de tus padres?

– Exacto. Serían sobre las diez del viernes por la noche,y…

– Perdona, Donté -dijo Kerber-, pero antes has dicho que ya iban para las once.

– Sí, eso, las once.

– Sigue. Estabas en la camioneta verde, buscando a Nicole, y viste su coche.

– Sí, eso, tenía muchas ganas de verla. Total, que íbamos buscando su coche y…

– Perdona, Donté, pero acabas de decir «íbamos», y antes has dicho…

– Sí, íbamos Torrey Pickett y yo…

– Pero antes has dicho que ibas solo, y que a Torrey lo dejaste en casa de su madre.

– Sí, eso; lo siento. Exacto, en casa de su madre. Total, que iba yo solo por el centro comercial, y al ver el coche de ella aparqué y me quedé esperando. Cuando salió Nicole, vi que estaba sola. Hablamos un minuto. Le pedí que subiera, y se montó en la camioneta. La habíamos usado un par de veces, cuando salíamos a escondidas. Total, que hablamos mientras yo conducía. Nos disgustamos los dos. Ella estaba decidida a romper, y yo a seguir. Hablamos de fugarnos, de salir de Texas e ir a California, donde no nos molestaría nadie, ¿de acuerdo?, pero ella no quería escucharme. Se puso a llorar, y me hizo llorar a mí. Aparcamos detrás de la iglesia de Shiloh, en Travis Road, uno de nuestros sitios favoritos. Yo le dije que quería que nos acostásemos una última vez. Al principio no pareció que la idea le disgustase. Empezamos a enrollarnos. Luego ella se apartó y dijo que ya estaba bien, que no, que quería volver porque sus amigas estarían buscándola, pero yo ya no podía parar. Empezó a empujarme, y yo me enfadé, me enfadé de verdad; de repente la odié porque me rechazaba, porque no podía tenerla. Siendo blanco habría podido, pero como soy negro no doy la talla, ¿sabe? Nos empezamos a pelear, y en un momento dado ella se dio cuenta de que yo no pararía. No se resistió, pero tampoco se entregó. Al acabar se enfadó, pero de verdad; me dio una bofetada, y me dijo que la había violado. Entonces pasó algo; me dio un ataque, o no sé qué, pero el caso es que me volví loco. Aún la tenía debajo, y… mmm… le pegué, varias veces; me parecía mentira que estuviera dando golpes a aquella cara tan bonita, pero si no podía tenerla yo, entonces nadie podría tenerla. Me dio un ataque de rabia, como si fuera un salvaje, y sin darme cuenta le agarré el cuello con las dos manos. Empecé a sacudir, una y otra vez, hasta que se quedó inmóvil. Estaba todo muy quieto. Al recuperar el juicio me quedé mirándola, y en un momento dado me di cuenta de que no respiraba. [Donté bebió el primer y único trago de la lata de Coca-Cola.] Empecé a conducir, sin tener ni idea de adónde iba. Esperaba que Nicole se despertase, pero no se despertó. Yo la llamaba, pero no contestaba. Supongo que me dio pánico. No sabía la hora que era. Fui hacia al norte, y al darme cuenta de que salía el sol volví a tener pánico. Vi un cartel del Red River. Yo iba por la carretera 344, y…

– Perdona, Donté, pero antes has dicho que era la 244.

– Sí, eso, la 244. Me acerqué al puente. Aún era de noche. No se veía ningún faro, ni se oía nada. La saqué de la parte trasera de la camioneta y la eché al río. Al oírla chocar con el agua, sentí náuseas. Recuerdo que me pasé todo el viaje de vuelta llorando.

El gobernador se acercó al televisor y lo apagó.

– Chicos, a mí no me hace falta ver nada más.

Los tres se arreglaron las corbatas, se abrocharon los puños, se pusieron las americanas y salieron del despacho. En el pasillo los recibió un destacamento de seguridad reforzado para la ocasión. Subieron por la escalera hasta el nivel de la calle y caminaron deprisa hacia el Capitolio, donde esperaron sin ser vistos por la multitud a que el reverendo Jeremiah Mays pusiera término a su soflama incendiaria. Su despedida, en la que prometió venganza, fue aclamada por la muchedumbre. Cuando de pronto apareció en el podio el gobernador, los ánimos sufrieron un cambio radical. Al principio los presentes quedaron confundidos, pero al oír las palabras «Soy Gilí Newton, gobernador del gran estado de Texas» lo sepultaron en un alud de abucheos.

– Gracias por venir -vociferó él como respuesta-, y expresar el derecho de reunión que os confiere la Primera Enmienda. Que Dios bendiga a América. -Abucheos aún más fuertes-. Lo que hace grande a nuestro país es nuestro amor a la democracia, el mejor sistema del mundo. -Sonoros abucheos a la democracia-. Hoy estáis aquí reunidos porque creéis que Donté Drumm es inocente; pues bien, yo he venido a deciros que no lo es. Se le condenó en un juicio justo. Tuvo un buen abogado, y confesó el crimen. -Los abucheos y silbidos ya no cesaban, y Newton se vio obligado a gritar por el micrófono-. Su caso lo han revisado decenas de jueces de cinco tribunales distintos, estatales y federales, y todas las sentencias contra él han sido unánimes.

Cuando el vocerío ya era demasiado fuerte para continuar, Newton se irguió y sonrió con suficiencia: un hombre con poder frente a otros hombres desprovistos de él. Un gesto con la cabeza fue el acuse de recibo del odio que le tenían. Cuando el ruido remitió ligeramente, Newton se acercó al micrófono y, con todo el dramatismo el que fue capaz, y con plena conciencia de que sus palabras serían reproducidas en todas las noticias vespertinas y nocturnas de Texas, dijo:

– Me niego a conceder el indulto a Donté Drumm. Es un monstruo. ¡Es culpable!

La multitud se adelantó con un nuevo clamor. Antes de irse, el gobernador saludó con la mano a las cámaras. Su equipo de seguridad lo rodeó y se lo llevó a un lugar seguro. Tras él fueron Barry y Wayne, que no pudieron disimular una sonrisa. Su jefe acababa de coronar otro espléndido número circense, que sin la menor duda le haría ganar todas las elecciones venideras.

Capítulo 24

La última comida, el último paseo, las últimas declaraciones. Donté nunca había entendido la importancia de aquellos detalles finales. ¿A qué venía tanta fascinación por lo que consumía un hombre justo antes de morir? Ni que los alimentos consolasen, o fortaleciesen el cuerpo, o pospusieran lo inevitable… Pronto, tanto la comida como los órganos serían barridos e incinerados. ¿De qué servía aquello? Tras décadas de dar rancho a un hombre, ¿a qué venía mimarlo con algo que pudiera disfrutar, justo antes de matarlo?

Recordaba vagamente los primeros tiempos en el corredor de la muerte, y su horror a lo que le pedían que comiese. A él lo había criado una mujer que valoraba la cocina y disfrutaba con ella, y aunque a Roberta se le fuera la mano con las grasas y la harina, también tenía huerto propio y era cuidadosa con los alimentos que tenían ingredientes procesados. Le encantaba usar hierbas, especias y pimientos, y sus pollos y carnes eran ricos en sazón. Supuestamente, la primera comida servida a Donté en el corredor de la muerte era un tajo de cerdo, totalmente desprovisto de sabor. Perdió el apetito la primera semana, y no volvió a recuperarlo.

Ahora, al final, esperaban que pidiera un festín, y agradeciese aquel único y último favor. Por tonto que pudiera parecer, prácticamente todos los condenados pensaban mucho su última comida. Tenían tan poco en que pensar… Donté ya había decidido días atrás que no quería que le sirviesen nada remotamente parecido a los platos que le preparaba su madre en otros tiempos, así que pidió una pizza de pepperoni y un vaso de zarzaparrilla. Se lo trajeron a las cuatro, en un carrito que dos vigilantes empujaron hasta la celda de detención. Se fueron sin que Donté les dirigiera la palabra. Llevaba toda la tarde dando cabezaditas, en espera de la pizza y de su abogado; de un milagro, aunque a las cuatro de la tarde ya lo daba por perdido.

En el pasillo, justo al otro lado de los barrotes, su público observaba en silencio: un celador, un funcionario judicial y el capellán que había intentado hablar con él dos veces, las mismas que Donté había rechazado la ayuda espiritual que le ofrecía. Sin estar muy seguro de por qué lo observaban tan atentamente, Donté supuso que era para evitar un suicidio. No estaba muy claro cómo podía matarse en aquella celda de detención. De haber querido, se habría suicidado hacía meses. Ahora se arrepentía de no haberlo hecho. Así ya no existiría, y su madre no lo vería morir.

Para un paladar neutralizado por pan blanco insípido, compota de manzana sosa y una interminable sucesión de carnes inidentificables, la pizza le resultó sorprendentemente deliciosa. Se la comió despacio.

Ben Jeter se acercó a los barrotes.

– ¿Qué tal la pizza, Donté? -preguntó.

Donté no miró al celador.

– Muy buena -dijo en voz baja.

– ¿Necesitas algo más?

Sacudió la cabeza. Necesito muchas cosas, muchacho, pero ninguna que tú puedes darme; y si pudieras, no me la darías, qué narices. Déjame en paz.

– Creo que está a punto de llegar tu abogado.

Donté asintió y cogió otro trozo de pizza.

A las 16.21, el tribunal de apelación del Distrito Quinto, con sede en Nueva Orleans, rechazó la petición de indulto por trastorno mental de Donté. El bufete de abogados Flak solicitó inmediatamente al Tribunal Supremo de Estados Unidos una providencia de remisión, es decir, que el tribunal atendiese la apelación y estudiase el valor de la solicitud. En caso de respuesta positiva, la ejecución se detendría y pasaría algún tiempo mientras la polvareda se asentaba y se tramitaban los papeles; en caso de respuesta negativa, la reclamación quedaría tan muerta como -con toda probabilidad- el reclamante. Ya no quedaban más instancias a las que apelar.

En Washington, en la sede del Tribunal Supremo, el «secretario de muertes» -como se le llamaba- recibió electrónicamente la solicitud, que distribuyó a las oficinas de los nueve jueces.

Sobre la petición Boyette, pendiente de que la resolviese el Tribunal Penal de Apelación de Texas, no se sabía nada.

Cuando el King Air tocó tierra en Huntsville, Robbie llamó al bufete, donde lo informaron del fallo adverso del Distrito Quinto. Joey Gamble todavía no había encontrado el bufete de Agnes Tanner en Houston. El gobernador había rechazado espectacularmente la suspensión de la pena. En esos momentos no había nuevos incendios en Slone, aunque la Guardia Nacional estaba en camino; una llamada deprimente, aunque Robbie no esperaba mucho más.

Él, Aaron, Martha y Keith subieron a un monovolumen conducido por un investigador que ya había colaborado antes con Robbie. Salieron disparados. La cárcel quedaba a un cuarto de hora. Keith llamó a Dana e intentó explicarle lo que le estaba pasando, pero la explicación se complicó, y había más personas escuchando. Dana, perpleja-por decirlo suavemente-, tenía la seguridad de que su marido cometía una estupidez.

Keith prometió llamarla en breve. Aaron telefoneó al bufete, y habló con Fred Pryor. Boyette estaba levantado, y caminaba, aunque despacio. Se quejaba de no haber hablado con ningún periodista. Se había creído que le contaría a todo el mundo su versión, pero no parecía haber nadie con ganas de escucharlo. Robbie andaba loco, tratando de localizar sin éxito a Joey Gamble. Martha Handler llenaba páginas de apuntes, como siempre.

A las cuatro y media, Milton Prudlowe, presidente del Tribunal Penal de Apelación de Texas, convocó a este último por teleconferencia para dirimir la petición Boyette en el caso de Donté Drumm. Boyette no había impresionado al tribunal. Según el parecer general, lo que buscaba era publicidad, y tenía graves problemas de credibilidad. Tras un breve debate, Prudlowe llamó a votar, y el resultado fue unánime: ni un solo juez votó a favor de conceder el indulto a Donté Drumm. El secretario del tribunal mandó la decisión por correo electrónico a la oficina del fiscal general (donde se combatían las apelaciones de Donté), a Wayne Wallcott (el abogado del gobernador) y al bufete de Robbie Flak.

Cuando Robbie recibió la llamada de Carlos, el monovolumen casi había llegado a la cárcel. Aunque había recordado durante toda la tarde que el indulto era improbable, se lo tomó muy mal.

– ¡Hijos de puta! -espetó-. No han creído a Boyette. Desestimado, desestimado, desestimado, y asilos nueve. Hijos de puta.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Keith.

– Corriendo al Tribunal Supremo. Que vean ellos a Boyette, y a rezar por un milagro. Se nos están acabando las oportunidades.

– ¿Han dado alguna razón? -preguntó Martha.

– No, no hace falta. El problema es que nosotros nos morimos de ganas de creer a Boyette, y a ellos, los nueve elegidos, no les interesa creerlo. Creer a Boyette trastocaría el sistema. Perdonad, es que tengo que llamar a Agnes Tanner. Seguro que Gamble está en un club de strippers pillando una curda mientras se lo camela una bailarina.

No fue cuestión de strippers, paradas ni rodeos; solo de equivocarse un par de veces de camino. Joey entró en el bufete de Agnes Tanner a las cinco menos veinte, y la encontró esperándolo en la puerta. Era una abogada dura, especialista en divorcios, que de vez en cuando, casi por aburrimiento, se ofrecía voluntaria para defender a un condenado a muerte. Conocía mucho a Robbie, aunque llevaban un año sin hablar.

Tenía la declaración en las manos. Después de un tenso saludo, llevó a Joey a una pequeña sala de reuniones. Tenía ganas de preguntarle de dónde venía, por qué había tardado tanto, si estaba borracho y si se daba cuenta de que se les acababa el tiempo; también por qué había mentido nueve años atrás, y desde entonces no había movido un dedo. Tenía ganas de someterlo a una hora de interrogatorio, pero no había tiempo; además, según Robbie era un chico temperamental e imprevisible.

– O lo lees, o te explico yo lo que pone -dijo agitando la declaración.

Joey se sentó en una silla, con la cara en las manos.

– Explíquemelo -dijo.

– Sale tu nombre, dirección y todo el rollo. Pone que en tal y cual fecha de octubre de 1999 testificaste en el juicio de Donté Drumm, que tu testimonio fue básico para el fiscal y que en ese testimonio le dijiste al jurado que la noche de la desaparición de Nicole, más o menos a la misma hora, viste que en el aparcamiento donde estaba estacionado el coche de ella pasaba una camioneta Ford verde sospechosa, que el conductor parecía un hombre negro y que la camioneta era muy semejante a la de Donté Drumm. Hay muchos más detalles, pero no tenemos tiempo. ¿Me sigues, Joey?

– Sí.

Se tapaba los ojos. Parecía que lloraba.

– Ahora te retractas de dicho testimonio, y juras que no es verdad. Estás diciendo que mentiste en el juicio. ¿Lo has pillado, Joey?

Movió afirmativamente la cabeza.

– Luego pone que fuiste tú quien hizo al detective Kerber la llamada anónima en la que le informabas de que el asesino era Donté Drumm. Otro montón de detalles, pero te los ahorro. Creo que lo entiendes, ¿no, Joey?

Se destapó la cara y se secó las lágrimas.

– Hace mucho tiempo que lo llevo encima -dijo.

– Pues arréglalo, Joey. -Tanner estampó la declaración sobre la mesa y acercó un bolígrafo a Joey-. Página cinco, abajo a la derecha. Deprisa.

Gamble firmó la declaración, que una vez autenticada se escaneó y mandó por correo electrónico a la oficina del Defender Group en Austin. Agnes Tanner esperó la confirmación, pero el mensaje rebotó. Llamó por teléfono a un abogado del Defender Group: no lo habían recibido. Tenían problemas con el servidor de internet. Agnes lo mandó otra vez, y tampoco lo recibieron. Pegó cuatro gritos a un secretario, que empezó a mandar las cinco páginas por fax.

Joey, a quien de pronto no hacían caso, salió del bufete sin que nadie se fijara en él. Había esperado que al menos alguien le diera las gracias.

A la cárcel de Huntsville la llaman la Unidad de las Paredes. Es la cárcel más antigua de Texas, y está construida a la antigua, con paredes altas y gruesas de ladrillo que justifican su apodo. Entre los reclusos de su accidentada historia hay varios forajidos y pistoleros que en su día gozaron de gran fama. Su cámara de ejecuciones se ha usado para ajusticiar a más hombres y mujeres que en cualquier otro estado. La Unidad de las Paredes está orgullosa de su historia. Se ha conservado un bloque de las celdas más antiguas, que permite retroceder en el pasado. Se pueden concertar visitas.

Robbie ya había estado allí dos veces, siempre con prisa, agobio y nulo interés por la historia de la Unidad de las Paredes. Al cruzar la puerta, él y Keith fueron recibidos por Ben Jeter, que logró sonreír.

– Hola, señor Flak -dijo.

– Hola, director -contestó Robbie muy serio, aferrado al maletín-. Le presento al consejero espiritual de Donté, el reverendo Keith Schroeder.

El director les estrechó la mano con cautela.

– No tenía constancia de que Drumm tuviera un consejero espiritual.

– Pues ahora lo tiene.

– Está bien. Denme algún documento.

Le entregaron sus permisos de conducir, que él dio a un vigilante, detrás de un mostrador.

– Síganme -dijo.

Jeter llevaba once años al frente de la Unidad de las Paredes, y le correspondían todas «las ejecuciones, deber que aceptaba sin haberlo pedido, como una parte más de su trabajo. Se caracterizaba por el distanciamiento y la profesionalidad. Los movimientos eran siempre precisos, y los detalles se seguían sin ninguna variación. Texas era tan eficaz administrando la muerte que venían funcionarios de prisiones de otros estados para que los asesorasen; y si alguien podía enseñarles con exactitud el procedimiento era Ben Jeter.

Había preguntado a doscientos noventa y ocho hombres y tres mujeres si querían hacer alguna declaración final. Un cuarto de hora más tarde, los había declarado a todos muertos.

– ¿Y las apelaciones? -inquirió mientras precedía un paso a Robbie y dos a Keith, todavía aturdido.

Iban lanzados por un pasillo con fotos desvaídas, en blanco y negro, de antiguos directores y gobernadores muertos.

– No tiene buena pinta -dijo Robbie-. Un par de globos en el aire, pero poca cosa.

– ¿O sea que prevé que empezaremos a las seis?

– No lo sé -contestó Robbie, con pocas ganas de hablar.

«Empezar a las seis», se dijo Keith. Como quien coge un vuelo, o espera que empiece un partido.

Se pararon frente a una puerta. Jeter aplicó una tarjeta, y la puerta se abrió. Entraron, y seis metros más adelante penetraron en el pabellón de ejecuciones. A Keith le latía con fuerza el corazón, y estaba tan mareado que necesitaba sentarse. Dentro vio barrotes, hileras de barrotes en un bloque de celdas poco iluminado. Había celadores, dos hombres con trajes baratos y el director, todos con la mirada en la celda de detención.

– Donté, ha venido tu abogado -anunció Jeter como si le hiciera un regalo.

Donté se levantó y sonrió. La puerta se deslizó con un ruido metálico. Donté dio un paso. Robbie lo agarró, lo abrazó y le susurró algo al oído. Donté estrechó a su abogado: su primer contacto humano de verdad en casi una década. Al separarse, los dos lloraban.

Al lado de la celda de detención estaba la de visitas, un espacio idéntico a excepción de una pared de cristal detrás de los barrotes, que otorgaba intimidad a la última reunión entre abogado y cliente. El reglamento permitía una hora de visita. La mayoría de los condenados reservaban algunos minutos para su última oración con el capellán de la cárcel. Según el reglamento, la hora de visita era de cuatro a cinco, y al final el recluso se quedaba solo. Aunque era muy puntilloso con las normas, el director Jeter sabía cuándo tenía que flexibilizarlas. También sabía que Donté Drumm había sido un preso modelo, a diferencia de muchos, y eso en su oficio era muy importante.

Dio unos golpecitos en su reloj.

– Son las cinco menos cuarto, señor Flak; tiene sesenta minutos.

– Gracias.

Donté entró en la celda de visitas y se sentó al borde de la cama. Después entró Robbie, que lo hizo en un taburete. Un vigilante cerró la puerta de cristal y volvió a poner los barrotes en su sitio.

Estaban solos, con las rodillas en contacto. Robbie puso una mano en el hombro de Donté, y se esforzó por no perder la compostura. Le había costado mucho decidir si le hablaba de Boyette o no. Por un lado, Donté probablemente ya hubiera aceptado lo inevitable, y con una sola hora por delante estaba preparado para lo que viniera después. Desde luego, se le veía sereno. ¿De qué servía alterarlo con una historia nueva y disparatada? Por otro lado, quizá se alegrase de saber que al final se sabría la verdad. Sería rehabilitado, aunque fuese de manera póstuma. La verdad, sin embargo, distaba de estar clara, así que Robbie decidió no mencionar a Boyette.

– Gracias por venir, Robbie -susurró Donté.

– Te prometí que estaría aquí hasta el final. Siento no haber podido impedirlo, Donté; lo siento de verdad.

– Venga, Robbie, has hecho todo lo que has podido. Seguís luchando, ¿verdad?

– ¡Por supuesto! Todavía circulan algunas apelaciones de última hora, o sea que hay posibilidades.

– ¿Como cuántas, Robbie?

– Alguna. Joey Gamble ha reconocido que mintió en el juicio. Anoche se emborrachó en un club de strippers, y lo admitió todo. Nosotros lo grabamos en secreto, y esta mañana hemos cursado una petición, aunque el tribunal la ha desestimado. Luego, hacia las tres y media de esta tarde, Joey se ha puesto en contacto con nosotros, y dice que quiere reconocerlo.

La única reacción de Donté fue sacudir un poco la cabeza, en un gesto de incredulidad.

– Estamos intentando cursar otra petición, que incluye su declaración jurada, y eso nos da alguna posibilidad.

Susurraban, tan inclinados que sus cabezas casi se tocaban. Había tanto y tan poco que decir… Robbie estaba resentido con el sistema, rabioso hasta extremos violentos y agobiado por no haber tenido éxito en la defensa de Donté, pero en aquel momento la tristeza era lo que predominaba en él.

Para Donté, la breve estancia en la celda de detención tuvo efectos desorientadores. Delante, a menos de diez metros, había una puerta que llevaba a la muerte, y que él prefería no abrir. Detrás quedaba el corredor de la muerte y una vida exasperante de aislamiento en una celda que prefería no ver nunca más. Se creía preparado para la puerta, pero no lo estaba. Tampoco tenía ganas de volver a ver Polunsky.

– No te flageles, Robbie, no pasa nada.

Keith salió con permiso e intentó respirar. El lunes por la mañana había nevado en Topeka; ahora, en Texas, la temperatura parecía superar los veinticinco grados. Se apoyó en una valla y contempló la alambrada que tenía encima.

Llamó a Dana y le explicó dónde estaba, qué hacía y qué pensaba. Dana parecía tan estupefacta como él.

Resuelto lo de Drumm, el juez Milton Prudlowe salió de su despacho y se dio prisa en llegar al Rolling Creek Country Club, en el centro-oeste de Austin. A las cinco tenía un partido de tenis con un contribuyente de primera a sus campañas, las pasadas y las futuras. Mientras conducía, sonó su móvil. El secretario del tribunal le informó que habían recibido una llamada del Defender Group, y de que se fraguaba una nueva petición.

– ¿Usted qué hora tiene? -quiso saber Prudlowe.

– Las cuatro cuarenta y nueve.

– Me agotan tantas chorradas -dijo Prudlowe-. Cerramos a las cinco. Lo sabe todo el mundo.

– Sí, señor -dijo el secretario, que conocía perfectamente la mala opinión del juez Prudlowe sobre las avemarías de última hora que arrojaban abogados defensores desesperados.

Los casos se arrastran durante años con poca actividad, y de pronto, cuando faltan pocas horas, van los abogados y se ponen las pilas.

– ¿Tienes alguna idea de lo que piden? -preguntó Prudlowe.

– Creo que es lo mismo que han presentado esta mañana: un testigo presencial que se retracta. Tienen problemas informáticos.

– ¡Vaya, qué original! Cerramos a las cinco. Yo a las cinco quiero la puerta cerrada, ni un minuto más tarde. ¿Me explico?

– Sí, señor.

A las cinco menos cuarto, Cicely Avis y dos técnicos legales salieron de las oficinas del Defender Group con la petición y la declaración jurada de Gamble, en doce copias. Mientras sorteaban el tráfico, Cicely llamó al secretario para avisar de que estaban en camino. Él le comunicó que las oficinas cerrarían a las cinco, la hora normal en días laborables.

– Es que tenemos una petición con una declaración jurada del único testigo presencial del juicio -insistió ella.

– Creo que ya la hemos visto -dijo el secretario.

– ¡No, qué va! Esta es jurada.

– Acabo de hablar con el presidente. Cerramos a las cinco.

– ¡Pero si solo llegaremos unos minutos tarde!

– Cerramos a las cinco.

Sentado junto a una ventana de la sala de reuniones, con el bastón en las rodillas, Travis Boyette asistía al caótico desfile de gente enloquecida que se hablaba a gritos. Otro que miraba era Fred Pryor, cerca de él.

Como no entendía nada, Boyette se levantó y se acercó a la mesa.

– ¿Alguien puede decirme qué pasa? -preguntó.

– Sí, que estamos perdiendo -replicó Carlos.

– ¿Y mi declaración? ¿Alguien me escucha?

– La respuesta es que no. Al tribunal no le ha impresionado.

– ¿Creen que miento?

– Sí, Travis, creen que mientes. Lo siento. Nosotros te creemos, pero no tenemos voz ni voto.

– Quiero hablar con la prensa.

– Creo que están ocupados con los incendios.

Sammie Thomas miró su portátil, anotó algo y se lo dio a Boyette.

– Tenga, el número de móvil de uno de los idiotas de la tele local. -Señaló una mesa, cerca del televisor-. Aquello es un teléfono. Haga lo que quiera, señor Boyette.

Travis arrastró los pies hasta el teléfono, marcó los números y esperó, observado por Sammie, Carlos, Bonnie y Fred Pryor.

Se quedó mirando al suelo, con el teléfono en la mano. Luego dio un respingo.

– ¿Oiga? ¿Es Garrett? Ah, de acuerdo. Mire, me llamo Travis Boyette y estoy en el bufete de Robbie Flak. Estuve implicado en el asesinato de Nicole Yarber, y me gustaría salir en directo y confesar. -Una pausa. El tic-. Quiero confesar que asesiné a la chica. Donté Drumm no tuvo nada que ver. -Pausa. Nuevo tic-. Sí, quiero decirlo en directo; esto y otras muchas cosas.

Los demás casi oían temblar de emoción la voz de Garrett. ¡Qué noticia!

– Conforme -dijo Boyette. Colgó y paseó la mirada por la sala de reuniones-. Llegarán en diez minutos.

– Fred -dijo Sammie-, ¿por qué no te lo llevas a la parte delantera, cerca de la plataforma, y buscas un buen sitio?

– Si quiero puedo irme, ¿no? -preguntó Boyette-. No tengo que quedarme aquí.

– Por lo que a mí respecta, es usted libre -respondió Sammie-. Haga lo que quiera. La verdad es que no me importa.

Boyette y Pryor salieron de la sala de reuniones y esperaron fuera de la estación de trenes.

Carlos cogió la llamada de Cicely Avis, que le explicó que al llegar al juzgado a las 17.07 se habían encontrado cerradas las puertas y las oficinas. Al llamar por teléfono al secretario, este le había dicho que no estaba en el trabajo, sino en el coche, de camino a casa.

La última petición de Donté no llegaría a tramitarse.

Según el registro del club, el juez Milton Prudlowe y su invitado jugaron al tenis en la pista ocho durante una hora, a partir de las 17.00.

Capítulo 25

La cabaña de Paul Koffee estaba a orillas de un pequeño lago, a unos quince kilómetros al sur de Slone; la tenía desde hacía años, y la usaba como refugio, escondite y para ir de pesca. También la había empleado como nido de amor durante su aventura con la jueza Vivian Grale, desafortunado episodio cuyo fruto -un divorcio muy reñido- había estado a punto de arrebatarle la cabaña. En vez de eso, su ex mujer se había quedado con la casa.

El jueves, después de comer, salió de su despacho y fue en coche a la cabaña. La ciudad era un polvorín que empezaba a dar sensación de peligro; el teléfono sonaba a todas horas, y en su oficina no había nadie que hiciera el menor esfuerzo por parecer productivo. Huyendo del frenesí, llegó enseguida a la paz del campo, donde se preparó para la fiesta que había organizado la semana anterior: metió la cerveza en hielo, surtió el bar, hizo arreglillos en la cabaña y esperó a sus invitados. Empezaron a llegar antes de las cinco de la tarde; la mayoría habían salido pronto del trabajo, y todos querían beber algo. Se reunieron en una plataforma, casi al borde del agua: abogados jubilados y en activo, dos ayudantes de fiscal del despacho de Koffee, un investigador y amigos varios, vinculados prácticamente todos con la justicia.

También estaban Drew Kerber y otro detective. Todos querían hablar con Kerber, el policía que había resuelto el caso. Sin su hábil interrogatorio de Donté Drumm, no habría condena. Suyo era el mérito de encontrar a los sabuesos que habían reconocido el rastro de Nicole en la camioneta Ford verde, y el de manipular hábilmente a un chivato de la cárcel hasta obtener una confesión más de su sospechoso: trabajo policial serio, del bueno. El caso Drumm suponía un momento de gloria para Kerber, que estaba decidido a saborear sus instantes finales.

No por ello se desatendía a Paul Koffee, que no iba a ser menos. Le faltaban pocos años para jubilarse. Ahora tendría algo de lo que presumir en su vejez. Enfrentados a la feroz defensa orquestada por Robbie Flak y su equipo, Koffee y sus chicos habían luchado sin descanso, por la justicia y por Nicole. El hecho de que Koffee hubiera conseguido su preciada condena a muerte sin haber encontrado el cadáver era una razón de más para jactarse.

El alcohol limó tensiones, y todos se partieron de risa al oír cómo su querido gobernador se había enzarzado a gritos con la chusma negra y llamado monstruo a Drumm. Menor fue el bullicio cuando Koffee describió la petición, cursada no hacía ni dos horas, en la que un chiflado decía ser el asesino. Pero añadió que podían estar tranquilos, pues no había nada que temer: el tribunal de apelación ya había denegado el indulto. Solo quedaba una apelación pendiente, falsa («Como todas, qué leches»), aunque condenada a no prosperar en el Tribunal Supremo. Koffee tuvo el placer de asegurar a sus invitados que la justicia estaba a punto de vencer.

Intercambiaron anécdotas sobre los incendios de las iglesias, el de la algodonera, la manifestación del parque Civitan y la llegada de la caballería. Se esperaba a la Guardia Nacional a las seis de la tarde. No faltaron opiniones sobre si su presencia era necesaria o no.

Koffee hacía barbacoa, con pechugas y patas de pollo acompañadas de una salsa espesa, pero anunció que el plato estrella de la noche serían Drumm sticks.[8] Las risas resonaron por el lago.

También está en Huntsville la Universidad Estatal Sam Houston, cuyo número de alumnos asciende a mil seiscientos: ochenta y uno por ciento blancos, doce por ciento negros, seis por ciento hispanos y uno por ciento de otras etnias.

El jueves, a última hora de la tarde, muchos alumnos negros fueron hacia la cárcel, que quedaba en el centro de Huntsville, a unas ocho manzanas. Aunque la operación Desvío había fracasado en su tentativa de bloquear las carreteras, sí había conseguido armar un poco de jaleo. Las calles adyacentes a la cárcel estaban tomadas por la policía del estado y la municipal. Las autoridades preveían problemas, y en torno a la Unidad de las Paredes las medidas eran de alta seguridad.

Los estudiantes negros se reunieron a tres manzanas de la cárcel y empezaron a hacer ruido. Al salir del pabellón de ejecuciones para hablar por teléfono, Robbie oyó a lo lejos un coro organizado de mil voces.

– ¡Donté! ¡Donté!

Él solo veía los muros exteriores y el perímetro de tela metálica del pabellón de ejecuciones, pero se dio cuenta de que estaban cerca.

¿Qué más daba? Ya era demasiado tarde para manifestaciones y desfiles. Escuchó un segundo antes de llamar al bufete. Sammie Thomas le soltó la respuesta a bocajarro.

– No nos han dejado tramitar la petición de Gamble. Han cerrado las puertas a las cinco en punto, Robbie, y nosotros hemos llegado siete minutos más tarde. De hecho, sabían que íbamos.

El primer impulso de Robbie fue estampar el teléfono contra el muro de ladrillo más cercano y verlo hacerse mil pedazos, pero estaba demasiado atónito para moverse.

– El Defender Group ha llamado al secretario pocos minutos antes de las cinco -añadió Sammie-. Ya estaban en el coche, yendo a toda pastilla para tramitar la petición. El secretario ha dicho que era una lástima, pero que había hablado con Prudlowe y las oficinas cerraban a las cinco. ¿Me oyes, Robbie?

– Sí. No. Sigue.

– Lo único que queda es la providencia de remisión que hemos solicitado al Supremo. Aún no han dicho nada.

Robbie intentó calmarse, apoyado en la tela metálica. De nada serviría enrabietarse. Mañana ya podría tirar cosas, y decir palabrotas, y quizá presentar alguna demanda. Ahora tenía que pensar.

– Yo del Tribunal Supremo no espero ninguna ayuda. ¿Y tú? -preguntó.

– No, la verdad es que no.

– Pues entonces casi hemos llegado al final.

– Sí, Robbie, por aquí es la sensación que se tiene.

– ¿Sabes qué, Sammie? Solo necesitábamos veinticuatro horas. Si Travis Boyette y Joey Gamble nos hubieran dado veinticuatro horas, podríamos haber impedido esta barbaridad, y habría muchas posibilidades de que Donté saliera algún día de aquí. Veinticuatro horas.

– Estoy de acuerdo; y hablando de Boyette, ahora mismo está fuera, esperando a un equipo de televisión. Los ha llamado él, no nosotros, aunque yo le he dado el número. Quiere hablar.

– Pues que hable, coño. Que se lo diga a todo el mundo, a mí ya me da igual. ¿Carlos tiene el vídeo listo?

– Creo que sí.

– Pues que suelte la bomba. Quiero que ahora mismo reciban el vídeo todos los periódicos y las televisiones importantes del estado. Vamos a hacer todo el ruido que podamos. Si nos estrellamos, que sea a lo grande.

– Oído, jefe.

Robbie escuchó un instante los cánticos lejanos, con la mirada fija en el teléfono. ¿A quién podía llamar? ¿Había alguien en el mundo que pudiera ayudarlo?

Al cerrarse a sus espaldas los barrotes de metal, Keith se estremeció. No era la primera vez que iba a una cárcel, pero sí la primera que lo encerraban en una celda. Le costaba respirar, y se le hizo un nudo en el estómago, pero había rezado para tener fuerzas. Una oración muy corta: Dios, por favor, dame valor y sabiduría, y luego sácame de aquí, por favor.

Cuando Keith entró en la celda de visitas, Donté no se levantó, pero sí sonrió y le tendió la mano. Su apretón fue blando y pasivo.

– Soy Keith Schroeder -dijo, sentándose en el taburete con la espalda en la pared y los zapatos a pocos centímetros de los de Donté.

– Me ha dicho Robbie que es usted un buen tipo -respondió Donté.

Pareció fijarse en el alzacuellos, como si buscase la confirmación de estar en presencia de un clérigo.

Keith se quedó sin voz, pensando qué decir. Un solemne «¿Cómo estás?» parecía risible. ¿Qué se le dice a un joven que en menos de una hora estará muerto, cuya muerte es segura aunque se podría evitar?

Se le habla de la muerte.

– Robbie me ha dicho que no has querido hablar con el capellán de la cárcel -dijo.

– Trabaja para el sistema. El sistema lleva nueve años persiguiéndome, y pronto tendrá lo que quiere. Por eso yo no hago concesiones al sistema.

«Tiene toda la lógica del mundo», pensó Keith. Donté estaba más erguido, con los brazos cruzados, como si agradeciese un buen debate sobre religión, fe, Dios, el cielo, el infierno o cualquier otro tema que quisiera abordar Keith.

– No es usted de Texas, ¿verdad? -preguntó.

– De Kansas.

– Por el acento. ¿Usted cree que el estado tiene derecho a matar a alguien?

– No.

– ¿Cree que a Jesús le parecería bien matar a presos como castigo?

– Claro que no.

– ¿«No matarás» vale para todo el mundo, o es que a Moisés se le olvidó eximir de esta obligación a los gobiernos y sus instituciones?

– El gobierno es de la gente. El mandamiento vale para todo el mundo.

Donté sonrió y se relajó un poco.

– De acuerdo, aprobado. Podemos hablar. ¿En qué piensa?

Keith respiró con algo menos de dificultad, contento de haber superado el examen de ingreso. En parte había esperado encontrarse a un joven no del todo en sus cabales, pero se equivocaba. La afirmación de Robbie de que el corredor de la muerte había enloquecido a Donté parecía errónea.

Siguió adelante.

– Robbie me ha dicho que has tenido una educación religiosa, que te bautizaron de pequeño, que tenías mucha fe y que tus padres eran muy devotos.

– Todo eso es verdad. Yo estaba cerca de Dios, señor Schroeder, hasta que Dios me abandonó.

– Llámame Keith, por favor. Me acuerdo de un artículo sobre un hombre que estuvo justo aquí, en esta celda; se llamaba Darrell Clark, un chico del oeste de Texas, creo que de Midland. Mató a unos cuantos en un enfrentamiento relacionado con las drogas, y después de condenarlo lo mandaron al corredor de la muerte, en la unidad antigua, la de Ellis. Estando en el corredor de la muerte, alguien le dio una Biblia, y otro le explicó un testimonio sobre el cristianismo. Clark se hizo cristiano, y se acercó mucho a Dios. Se le agotaron las apelaciones, y quedó fijada la fecha de su ejecución. Y aceptó el final. Tenía ganas de morir, porque sabía el momento exacto en el que entraría en el reino de los cielos. No se me ocurre ninguna historia comparable a la de Darrell Clark.

– ¿Y qué me quieres decir con eso?

– Pues que estás a punto de morir, y que sabes cuándo será. Eso lo sabe muy poca gente. Aunque los soldados en combate se sientan como muertos, siempre tienen posibilidades de sobrevivir. Supongo que las víctimas de crímenes horribles saben que les queda poco, pero lo saben con tan poca antelación… En cambio, tú conoces la fecha desde hace meses. Ahora que se acerca la hora, no es un mal momento para reconciliarse con Dios.

– Ya conocía la leyenda de Darrell Clark. Sus últimas palabras fueron estas: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»; Lucas, 23, versículo 46, las últimas palabras de Jesús antes de morir en la cruz, al menos según san Lucas. Pero te olvidas de algo, Keith: Clark mató a tres personas, como si fuera una ejecución, y desde que lo condenaron no dijo nunca en serio que fuera inocente. Él era culpable; yo no. Clark se merecía un castigo; no la pena de muerte, pero sí la cadena perpetua. Yo soy inocente.

– Sí, es verdad, pero la muerte es la muerte, y al final lo único que importa es tu relación con Dios.

– Vaya, intentas convencerme de que en el último minuto vuelva corriendo a Dios y me olvide de los últimos nueve años.

– ¿Le echas a Dios la culpa de los últimos nueve años?

– Sí. A mí me ha pasado lo siguiente, Keith. Tenía dieciocho años, y era cristiano de toda la vida. Seguía participando en la iglesia, pero también hacía lo que la mayoría de los chavales: nada malo, pero cuando creces en un hogar tan estricto como el mío siempre te rebelas un poco, qué caray. Yo era buen alumno; lo del fútbol lo había dejado, pero no traficaba con drogas ni pegaba a nadie. Tampoco rondaba por las calles. Tenía ganas de entrar en la universidad. De repente, por alguna razón que supongo que nunca entenderé, un rayo me golpeó en la cabeza. Luego llevaba esposas, y estaba en la cárcel. Mi foto salía en las portadas. Me declararon culpable mucho antes del juicio. Doce blancos, la mayoría baptistas de bien, determinaron mi destino. El fiscal era metodista, y la jueza, presbiteriana, o al menos salían sus nombres en algún registro de la iglesia; estaban enrollados, aunque debilidades carnales supongo que las tenemos todos. O casi todos. Estaban enrollados, pero fingieron darme un juicio justo. Los del jurado eran un montón de paletos. Recuerdo que durante el juicio, al mirarles la cara mientras me condenaban a muerte (caras duras, implacables, cristianas), pensé: «No adoramos al mismo Dios». Y es verdad. ¿Cómo puede ser que Dios permita que los suyos maten tan a menudo? Contéstame, por favor.

– Los hijos de Dios se equivocan con frecuencia, Donté, pero el que no se equivoca nunca es Dios. No puedes echarle la culpa a él.

Se le pasaron las ganas de discutir. Volvió a sentir el peso del momento. Donté apoyó los codos en las rodillas, y bajó la cabeza.

– Yo era un fiel servidor, Keith, y mira qué recibo a cambio.

Robbie se acercó por fuera, y se quedó junto a la celda de visitas. A Keith se le había acabado el tiempo.

– ¿Quieres rezar conmigo, Donté?

– ¿Por qué? Ya recé durante los tres primeros años de cárcel, y lo único que pasó fue que las cosas empeoraron. Aunque hubiese rezado diez veces al día, seguiría aquí sentado, hablando contigo.

– Está bien. ¿Te importa que rece?

– Como quieras.

Keith cerró los ojos. En aquellas circunstancias -la mirada fija de Donté, la espera nerviosa de Robbie, el tictac cada vez más estruendoso del reloj-, le costaba rezar. Pidió a Dios que diera fuerza y valor a Donté, y que se apiadase de su alma. Amén.

Al acabar, se levantó y dio una palmada en el hombro a Donté. Seguía sin creer que le faltaba menos de una hora para morir.

– Gracias por venir -dijo Donté.

– Ha sido un honor conocerte, Donté.

Volvieron a darse la mano. Luego un ruido metálico y se abrió la puerta. Keith salió y entró Robbie. El reloj de la pared -el único importante, en realidad- marcaba las 17.34.

La ejecución inminente de alguien que proclamaba su inocencia suscitaba poco interés en los medios de comunicación nacionales. Ya era un lugar común. En cambio, el «ojo por ojo» que había atizado los incendios de iglesias en vísperas de la ejecución despertó el instinto de unos cuantos productores. Los tumultos en el instituto echaron algo más de leña al fuego, pero la posibilidad de disturbios raciales… eso ya era demasiado bueno para ignorarlo. Solo faltaba el dramatismo de la Guardia Nacional para que, al caer la tarde, Slone fuera un hormiguero de vistosas camionetas de televisión -llegadas desde Dallas, Houston y otras ciudades-, que en la mayoría de los casos transmitían en directo para canales en abierto y de pago. Cuando corrió la voz de que un hombre que se presentaba como el verdadero asesino quería confesar ante las cámaras, la estación de trenes se convirtió instantáneamente en un imán para los medios de comunicación. Con Fred Pryor al frente de todo -o como mínimo intentando mantener el orden-, Travis Boyette se colocó en el último escalón del andén y miró a los reporteros y a las cámaras. Lo apuntaron con micrófonos, como si se tratara de bayonetas. A su derecha, Fred llegó a empujar físicamente a algún reportero.

– ¡Silencio! -les gritó, antes de hacerle una señal con la cabeza a Travis-. Adelante.

Travis estaba rígido como un ciervo ante los faros de un coche, pero tragó saliva y se lanzó.

– Me llamo Travis Boyette, y maté a Nicole Yarber. Donté Drumm no tuvo nada que ver con el asesinato. Lo hice yo solo. La rapté, la violé varias veces y la estrangulé hasta matarla. Luego me desprendí de su cadáver, que no está en el Red River.

– ¿Dónde está?

– En Missouri, donde lo dejé.

– ¿Por qué lo hizo?

– Porque no lo puedo evitar. He violado a otras mujeres, a muchas. A veces me han pillado, y otras no.

Aquello fue una sorpresa para los reporteros. La siguiente pregunta tardó unos segundos.

– ¿O sea que es un violador convicto?

– Pues sí. Con cuatro o cinco condenas.

– ¿Es de Slone?

– No, pero vivía aquí cuando maté a Nicole.

– ¿La conocía?

Dana Schroeder llevaba dos horas inmóvil en el cuarto de la tele, pegada a la CNN en espera de nuevas noticias sobre Slone. De momento habían emitido dos reportajes, dos flashes sobre la agitación y la Guardia Nacional, y Dana había visto hacer el ridículo al gobernador, pero la noticia iba cobrando fuerza.

– Aquí está -dijo en voz alta al ver la cara de Travis Boyette en la pantalla.

Su marido estaba en el corredor de la muerte, consolando al hombre condenado por el asesinato, y ella contemplando a quien lo había cometido de verdad.

Joey Gamble se encontraba en un bar, el primero que había visto al salir del bufete de Agnes Tanner. Estaba borracho, pero consciente de lo que ocurría. Había dos televisores colgados del techo, uno en cada punta del local. En el primero estaba sintonizado SportsCenter, y en el segundo la CNN. Al ver el reportaje sobre Slone, se acercó más al aparato y oyó hablar a Boyette sobre la muerte de Nicole.

– Hijo de puta -masculló.

El encargado lo miró, extrañado.

Luego, sin embargo, Joey se sintió a gusto consigo mismo. Al final había dicho la verdad, y ahora salía a la palestra el auténtico asesino. Donté se salvaría. Pidió otra cerveza.

El juez Elias Henry estaba sentado con su esposa en el cuarto de la tele de su casa, que no quedaba lejos del parque Civitan. Tenían las puertas cerradas con llave, y las escopetas de caza cargadas y a punto. Cada diez minutos pasaba un coche de la policía. Un helicóptero lo vigilaba todo desde arriba. El aire olía mucho a humo, procedente de los petardos del parque y de los edificios destruidos. Se oía gritar a la gente. Durante la tarde no habían hecho más que aumentar los incansables tambores, el rap a todo volumen y los cantos estridentes. El juez y la señora Henry se habían planteado pasar la noche fuera. Tenían un hijo en Tyler, a una hora de camino. Él les aconsejaba huir, aunque solo fuera un par de horas. Pero al final habían decidido quedarse, más que nada porque eso habían hecho los vecinos, y en grupo eran más fuertes. Durante una charla con el juez, el comisario le había asegurado con cierto nerviosismo que la situación estaba controlada.

Tenían encendido el televisor: otra última hora desde Slone. El juez cogió el mando a distancia y subió el volumen. Apareció el hombre a quien había visto en el vídeo hacía menos de tres horas. Travis Boyette hablaba y daba detalles, con la mirada fija en un racimo de micrófonos.

– ¿Conocía a la chica? -preguntó un reportero.

– Personalmente no, pero la había seguido. Sabía quién era, una animadora. La elegí.

– ¿Cómo la raptó?

– Encontré su coche, aparqué al lado y esperé a que saliera del centro comercial. Usé una pistola, y ella no discutió. Ya lo había hecho otras veces.

– ¿Lo han condenado alguna vez en Texas?

– No. Pero sí en Missouri, Kansas, Oklahoma y Arkansas. Puede comprobar los registros, si quiere. Estoy diciendo la verdad, y la verdad es que el crimen lo cometí yo, no Donté Drumm.

– ¿Por qué confiesa ahora y no un año antes?

– Debería haberlo hecho, pero supuse que al final los tribunales de aquí se darían cuenta de que se habían equivocado. Acababa de salir de la cárcel, en Kansas, y hace unos días vi en el periódico que se estaban preparando para ejecutar a Drumm. Me sorprendió, y aquí estoy.

– Ahora mismo, la ejecución solo puede impedirla el gobernador. ¿Qué le diría usted?

– Le diría que está a punto de matar a un inocente. Si me da veinticuatro horas, le llevaré hasta el cadáver de Nicole Yarber. Solo veinticuatro horas, señor gobernador.

El juez Henry se rascó el mentón con los nudillos.

– La noche ya era mala, pero acaba de empeorar -dijo.

Barry y Wayne estaban en el despacho del gobernador, viendo a Boyette por la CNN. El gobernador estaba en el pasillo, donde era entrevistado por quinta o sexta vez desde su valeroso enfrentamiento con los exaltados.

– Más vale que vayamos a buscarlo -dijo Wayne.

– Ya voy yo. Tú mira esto.

Cinco minutos más tarde, el gobernador volvió a ver las imágenes de Boyette.

– Es evidente que está loco -espetó al cabo de unos segundos-. ¿Dónde está el bourbon?

Llenaron los vasos, y entre sorbos de licor oyeron hablar a Boyette sobre el cadáver.

– ¿Cómo mató a Nicole?

Estrangulándola con su propio cinturón, uno negro, de cuero, con la hebilla redonda y plateada, que aún le rodeaba el cuello. Boyette metió la mano por debajo de su camisa, sacó un anillo y lo puso delante de las cámaras.

– Es de Nicole. Lo tengo desde la noche en que me la llevé. Salen sus iniciales y todo.

– ¿Cómo se desprendió del cadáver?

– Digamos que está enterrado.

– ¿A qué distancia de aquí?

– No sé, cinco o seis horas. Repito que si el gobernador nos diera veinticuatro horas lo podríamos encontrar. Así se demostraría que digo la verdad.

– ¿Quién es este tipo? -preguntó el gobernador.

– Un violador en serie con unos antecedentes que resultan interminables.

– Parece mentira que siempre consigan presentarse justo antes de la ejecución -dijo Newton-. Probablemente cobre de Flak.

Los tres se rieron, nerviosos.

Las risas de los invitados a la reunión del lago se interrumpieron cuando uno de ellos pasó junto a un televisor, dentro de la cabaña, y vio lo que ocurría. Rápidamente entraron todos, y treinta personas se aglomeraron frente a la pequeña pantalla. Nadie decía nada. Era como si no respirasen, mientras Boyette, totalmente dispuesto a responder cualquier pregunta sin rodeos, hablaba sin cesar.

– ¿Conoces de algo a este tipo, Paul? -preguntó uno de los abogados jubilados.

Paul sacudió la cabeza.

– Está en el bufete de Flak, la estación de trenes.

– Otra vez Robbie con sus trucos.

Ni una sola sonrisa, mueca burlona o risa forzada. Cuando Boyette sacó el anillo de Nicole, y lo enseñó tranquilamente a las cámaras, una ola de miedo pasó por la cabaña, y Paul Koffee buscó una silla.

La noticia no llegó a todos los oídos. En la cárcel, Reeva y los suyos estaban reunidos en un pequeño despacho, donde esperaban ser llevados en furgón hasta la cámara de ejecuciones. No estaba lejos la familia de Donté, que también esperaba. Durante la hora siguiente, los dos grupos de testigos se encontrarían a muy poca distancia, aunque escrupulosamente separados. A las seis menos veinte se hizo subir a los familiares de la víctima a un furgón blanco de la cárcel, sin identificar, que los llevó al pabellón de ejecuciones en un trayecto que duraba menos de diez minutos. Una vez allí, cruzando una puerta sin rótulo, accedieron a una salita cuadrada, de unos cuatro metros por cuatro. No había sillas, ni bancos. Tampoco había nada en las paredes. Tenían delante una cortina cerrada. Les habían dicho que la cámara de ejecuciones propiamente dicha estaba al otro lado. A las seis menos cuarto, la familia Drumm hizo el mismo recorrido y entró en su sala de testigos por otra puerta. Las dos salas de testigos eran contiguas. Una tos persistente se podía oír al otro lado.

Esperaron.

Capítulo 26

A las seis menos veinte, el Tribunal Supremo de Estados Unidos desestimó, por cinco votos contra cuatro, la alegación de demencia de Donté. Diez minutos más tarde, por otros cinco votos contra cuatro, denegó la providencia de remisión de la petición Boyette. Robbie respondió al teléfono fuera de la celda de detención. Apagó el móvil y se aproximó al director de la cárcel.

– Ya está. No hay más apelaciones -susurró.

Jeter asintió, muy serio.

– Tiene dos minutos -dijo.

– Gracias.

Robbie entró otra vez en la celda de detención y dio la noticia a Donté. Ya no había nada más que hacer. La lucha se había acabado. Donté cerró los ojos y respiró profundamente, tratando de asimilar la realidad. Hasta ese momento siempre había existido una esperanza, por lejana, remota e improbable que fuera.

A continuación tragó saliva, logró sonreír y se acercó un poco más a Robbie. Tenían las rodillas en contacto, y las cabezas a pocos centímetros.

– Oye, Robbie, ¿tú crees que pillarán alguna vez al que mató a Nicole?

Robbie volvió a tener ganas de hablarle de Boyette, pero la conclusión de aquella historia aún quedaba muy lejos. La verdad distaba mucho de estar clara.

– No lo sé, Donté. No puedo predecirlo. ¿Por qué?

– Voy a decirte lo que tienes que hacer, Robbie. Si no lo encuentran nunca, la gente siempre pensará que lo hice yo, pero si lo encuentran, tienes que prometerme que limpiarás mi nombre. ¿Me lo prometes, Robbie? Me da igual lo que tardes, pero tienes que limpiar mi nombre.

– Lo haré, Donté.

– Tengo la visión de que algún día mi madre y mis hermanos estarán al lado de mi tumba, celebrando que soy inocente. ¿A que será genial, Robbie?

– Yo también estaré allí, Donté.

– Montad una gran fiesta en el propio cementerio. Invitad a todos mis amigos, armadla bien gorda y que se entere todo el mundo de que Donté es inocente. ¿Lo harás, Robbie?

– Te doy mi palabra.

– Será genial.

Robbie cogió lentamente las dos manos de Donté y se las apretó.

– Tengo que irme, grandullón. No sé qué decir, salvo que para mí ha sido un honor ser tu abogado. Te he creído desde el primer día, y hoy te creo todavía más. Siempre he sabido que eras inocente, y odio a los hijos de puta que hacen que ocurra todo esto. Seguiré luchando, Donté. Te lo prometo.

Sus frentes se tocaron.

– Gracias por todo, Robbie -dijo Donté-. No te preocupes.

– Nunca te olvidaré.

– Cuida de mi madre, ¿de acuerdo, Robbie?

– Ya sabes que lo haré.

Se levantaron y se dieron un abrazo, largo, doloroso, al que ninguno de los dos quería poner fin. Ben Jeter esperaba al lado de la puerta. Al final, Robbie salió de la celda de detención y fue a la otra punta del corto pasillo, donde Keith, sentado en una silla plegable, rezaba con fervor. Robbie se sentó a su lado y empezó a llorar.

Ben Jeter preguntó por última vez a Donté si quería ver al capellán. No, no quería. El pasillo empezó a llenarse de vigilantes de uniforme, mozos altos y sanos, de cara seria y brazos gruesos: habían llegado los refuerzos, por si el recluso se negaba a ir pacíficamente a la cámara de ejecuciones. En unos instantes de ajetreo, todo quedó lleno de gente.

Jeter se acercó a Robbie.

– Vámonos -dijo.

Robbie se levantó despacio, dio un paso y se paró a mirar a Keith.

– Vamos, Keith -dijo.

Keith miró hacia arriba inexpresivamente, sin saber muy bien dónde estaba, con la seguridad de que pronto se acabaría su pequeña pesadilla y se despertaría en la cama, con Dana.

– ¿Qué?

Robbie lo cogió del brazo y le dio un tirón.

– Vamos, es la hora de asistir a la ejecución.

– Pero…

– El director ha dado su permiso. -Otro tirón-. Al ser el consejero espiritual del condenado, cumples los requisitos para ser testigo.

– Creo que no, Robbie. Oye, no, prefiero esperar…

La discusión divirtió a varios de los vigilantes. Keith era consciente de sus sonrisitas, pero no le importaron.

– Vamos -dijo Robbie, arrastrando al clérigo-. Hazlo por Donté. Qué coño, hazlo por mí. Tú vives en Kansas, uno de los estados que aún tiene la pena de muerte. Ven a ver un poco de democracia en acción.

Keith se movía, y todo era borroso. Dejando atrás a las filas de vigilantes, y la celda de detención donde Donté miraba el suelo mientras volvían a esposarlo, llegaron a una puerta estrecha y sin letrero en la que Keith no se había fijado antes. Se abrió, y se cerró a su paso. Estaban en una habitación pequeña y cuadrada, con una iluminación tenue. Finalmente Robbie lo soltó y se acercó a la familia Drumm para repartir abrazos.

– Se acabaron las apelaciones -comunicó en voz baja-. Ya no hay nada que hacer.

Fueron los diez minutos más largos de la extensa carrera de Gilí Newton como funcionario. Desde las seis menos diez hasta las seis, vaciló como nunca. Por un lado -literalmente uno de los de su despacho-, Wayne insistía cada vez más en los treinta días de aplazamiento, alegando que la ejecución se podía posponer solo esos días mientras se asentaba la polvareda y se investigaban las afirmaciones del payaso de Boyette. Si decía la verdad, y se lograba hallar el cadáver, el gobernador sería un héroe; si resultaba ser un fiasco, como sospechaban ellos, Drumm viviría treinta días más antes de recibir la inyección letal. Políticamente, no habría daños a largo plazo. El único perjuicio se produciría si ignoraban a Boyette, ejecutaban a Drumm y aparecía el cadáver justo donde los llevase Boyette, cosa que sería fatal, y no solo para Drumm.

El clima era tan tenso que no se acordaban del bourbon.

Del otro lado, Barry alegaba que una marcha atrás, del tipo que fuera, solo sería una demostración de debilidad, sobre todo a la luz de la actuación del gobernador hacía menos de tres horas, ante los manifestantes. Las ejecuciones atraen a todo tipo de personas que buscan la atención, sobre todo si son ejecuciones de relieve. Boyette era un ejemplo perfecto. Saltaba a la vista que buscaba los focos, su cuarto de hora de escenario, y por ello permitir que desbaratase una ejecución con todas las de la ley era un error desde el punto de vista jurídico y aún más desde el político. Drumm había confesado ser el asesino, repetía Barry una y otra vez. No dejemos que empañe la verdad un pervertido en serie. ¡Había sido un juicio justo! ¡Las apelaciones, todas las apelaciones, habían confirmado la sentencia!

Wayne replicó que había que jugar sobre seguro. Solo treinta días. Quizá averiguasen algo nuevo sobre el caso.

Barry le rebatió diciendo que ya habían pasado nueve años, tiempo más que suficiente.

– ¿Hay algún periodista fuera? -preguntó Newton.

– Sí, claro -dijo Barry-. Llevan todo el día rondando.

– Que hagan cola.

El último paseo fue corto: unos diez metros desde la celda de detención hasta la cámara de ejecuciones, por un camino bordeado todo él de vigilantes, algunos de los cuales miraban con el rabillo del ojo para ver la cara del muerto, mientras otros no apartaban la vista del suelo, como centinelas de un paso solitario. De un condenado se podían esperar tres caras: la más habitual era el ceño muy fruncido y los ojos muy abiertos, con una expresión de miedo e incredulidad; la segunda más frecuente era de rendición pasiva, con los ojos entreabiertos, como si las sustancias químicas ya estuvieran haciendo su efecto; la tercera, la menos habitual, era una expresión de rabia, la de alguien que, si tuviera un arma, se cargaría a todos los vigilantes a su alcance. Donté Drumm no se resistió, cosa que raramente ocurre. Con dos vigilantes sujetándolo por los codos, caminó con expresión serena, mirando al suelo. Ni estaba dispuesto a dejar que sus carceleros vieran el miedo que sentía, ni quería reconocer en modo alguno su presencia.

Para una sala tan famosa, la cámara de ejecuciones de Texas destaca por lo pequeña que es: una caja casi cuadrada de unos cuatro metros de anchura y de profundidad, con el techo bajo y una camilla metálica permanente en el centro, adornada para cada ocasión con sábanas blancas limpias. La camilla ocupa toda la sala.

La falta de espacio dejó atónito a Donté. En cuanto se sentó al borde de la camilla, acudieron raudos cuatro vigilantes que le giraron las piernas, se las extendieron y sujetaron metódicamente su cuerpo con cinco gruesas correas de cuero: una en el pecho, otra en el abdomen, otra en la entrepierna, otra en los muslos y otra en las pantorrillas. Los brazos se los colocaron sobre unas extensiones, en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto al cuerpo, y se los fijaron con más correas de cuero. Mientras lo preparaban, Donté cerró los ojos y escuchó y percibió el urgente trajín que le envolvía. Se oían gruñidos, y alguna palabra, pero eran hombres que conocían su trabajo. Era la última etapa de la cadena de montaje del sistema, cuyos operarios tenían experiencia.

Después de tensar todas las correas, los vigilantes se retiraron, y se acercó un técnico sanitario que olía a antiséptico.

– Voy a buscar la vena, primero en el brazo izquierdo y luego en el derecho -dijo-. ¿Lo ha entendido?

– No faltaría más -replicó Donté, abriendo los ojos.

El técnico le estaba haciendo fricciones de alcohol en el brazo. ¿Para impedir una infección? Qué atento. Tenía detrás una ventana oscura, y debajo una abertura por la que salían hacia la camilla dos tubos de mal agüero. A la derecha de Donté, lo observaba todo atentamente el director, viva imagen de la autoridad. Detrás del director había dos ventanas idénticas (las salas de testigos), cerradas con cortinas. De haber querido, y si no lo hubieran impedido las malditas correas, Donté podría haber alargado el brazo hasta tocar la más cercana de las dos.

Los tubos ya estaban en su sitio, uno en cada brazo, aunque solo utilizarían uno. El segundo era de refuerzo, por si acaso.

A las 17.59, el gobernador Gilí Newton se apresuró a colocarse ante las tres cámaras situadas fuera de su despacho, y dijo sin notas:

– Me reafirmo en mi negativa a un aplazamiento. Donté Drumm confesó este crimen atroz, y debe pagar el precio. Hace ocho años tuvo un juicio justo por un jurado popular; su caso lo han revisado cinco tribunales distintos y decenas de jueces, y todos han confirmado la sentencia. Sus protestas de inocencia no tienen credibilidad, como no la tiene esta intentona sensacionalista de última hora con la que sus abogados pretenden sacarse de la manga a un nuevo asesino. El sistema judicial de Texas no puede ser secuestrado por un criminal ávido de atención y por un abogado que, en su desesperación, estaría dispuesto a decir cualquier cosa. Que Dios bendiga a Texas.

Volvió a su despacho, sin prestarse a ningún turno de preguntas.

Bruscamente se abrieron las cortinas, y Roberta Drumm estuvo a punto de desmayarse al ver a su hijo pequeño fuertemente atado a la camilla, con tubos en los brazos. Se tapó la boca con las manos, sofocando un grito, y si no la hubieran sostenido Cedric y Marvin se habría caído al suelo. Nadie pudo sustraerse al impacto. Se juntaron aún más. Robbie se sumó a la piña, como muestra de apoyo.

Keith estaba demasiado impresionado para moverse. Se quedó a un par de metros. Tenía detrás a unos cuantos desconocidos, testigos que en algún momento habían entrado y que se acercaban poco a poco para ver mejor. Era jueves, el segundo de noviembre. En esos momentos, en la sacristía de la iglesia luterana de St. Mark, la clase bíblica para mujeres proseguía su estudio del Evangelio según San Lucas y, una vez finalizado, cenarían pasta en la cocina. Keith, Dana y los niños siempre estaban invitados a la cena, y solían ir. Keith echaba muchísimo de menos a su iglesia y a su familia. No supo muy bien por qué pensaba en ello al contemplar la oscurísima cabeza de Donté Drumm, en marcado contraste con la camisa blanca y las sábanas inmaculadas. Las correas de cuero eran de color marrón claro. Roberta sollozaba ruidosamente; Robbie murmuraba, y los testigos desconocidos de detrás de Keith se apretujaban para ver mejor. Tuvo ganas de gritar. Estaba cansado de rezar; de todos modos, sus oraciones no servían para nada.

Se preguntó si habría sentido otra cosa en caso de que Donté fuera culpable, pero lo dudó. Seguro que la culpabilidad habría mermado en algo su compasión por el joven, pero a medida que los preliminares iban avanzando le impresionaron la frialdad, la eficacia despiadada y la pulcritud aséptica de todo el proceso. Se parecía al sacrificio de un perro viejo, de un caballo cojo o de una rata de laboratorio. ¿Quién nos da derecho a matar, exactamente? Si está mal matar, ¿por qué lo tenemos permitido? Al mirar fijamente a Donté, Keith supo que jamás se le borraría aquella imagen. Y supo que él nunca sería el mismo.

También Robbie miraba a Donté (en el lado derecho de su cara), pensando en todo lo que habría cambiado. En cualquier juicio, el abogado toma una serie de decisiones inmediatas, y él las había revivido todas. Habría contratado a otro testigo pericial, habría llamado a testificar a otras personas, habría moderado su actitud hacia el juez y habría sido más amable con el jurado. Siempre se lo reprocharía, aunque no lo hiciese nadie más. No había podido salvar a un inocente. Era un peso demasiado grande. También estaba a punto de dejar atrás toda una etapa de su vida. Dudó que algún día pudiera ser el mismo.

En la estancia contigua, Reeva lloraba al ver tendido boca arriba al asesino de su hija, desvalido, desahuciado, esperando respirar por última vez e irse al infierno. Su muerte -rápida y más bien agradable- no era nada en comparación con la de Nicole. Reeva quería más sufrimiento, más dolor del que estaba a punto de presenciar. Wallis le prestaba el apoyo de un brazo en el hombro. Los dos hijos de Reeva la sostenían. Quien no estaba presente era el padre biológico de Nicole, algo que ella jamás le perdonaría.

Donté se giró mucho a la derecha, hasta que vio enfocarse la imagen de su madre. Entonces sonrió y levantó los pulgares, antes de volver a acostarse y cerrar los ojos.

A las 18.01, el director de la cárcel se acercó a una mesa y cogió un teléfono que tenía línea directa con la fiscalía general de Austin. Le informaron que todos los recursos de apelación habían sido desestimados, y que no había motivos para detener la ejecución. Jeter colgó el auricular y descolgó otro, idéntico al primero. Tenía línea directa con la oficina del gobernador. El mensaje fue el mismo: luz verde en todos los aspectos. A las 18.06 se acercó a la camilla.

– Señor Drumm -dijo-, ¿desea hacer alguna declaración?

– Sí -respondió Donté.

El director levantó una mano hacia el techo, cogió un pequeño micrófono y lo colocó a treinta centímetros del rostro de Donté.

– Adelante -dijo.

Había cables que lo conectaban a un pequeño altavoz en cada sala de testigos.

Donté carraspeó y se quedó mirando el micrófono.

– Quiero a mi madre y a mi padre -dijo-, y me entristece mucho que mi padre muriese sin haber podido despedirnos. El estado de Texas no me permitió asistir a su entierro. Cedric, Marvin, Andrea: os quiero. Ya nos encontraremos. Siento haberos hecho pasar por todo esto, pero no ha sido culpa mía. Robbie: te quiero, chico. Eres el mejor. A la familia de Nicole Yarber: siento muchísimo lo que le pasó. Era una chica encantadora, y espero que encuentren algún día al que la mató. Supongo que entonces tendréis que volver y hacer otra vez lo mismo.

Cerró los ojos para hacer una pausa.

– ¡Soy inocente! -gritó-. ¡El estado de Texas me ha perseguido nueve años por un crimen que no cometí! Nunca toqué a Nicole Yarber, ni sé quién la mató. -Respiró, abrió los ojos y prosiguió-: Al detective Drew Kerber, a Paul Koffee, a la jueza Grale, a todos los fanáticos del jurado, a los cegatos de los tribunales de apelaciones y al gobernador Newton: se acerca el día del Juicio. Cuando encuentren al auténtico asesino, os perseguiré desde la tumba.

Se volvió y miró a su madre.

– Adiós, mamá. Te quiero.

Tras unos segundos de silencio, Ben Jeter empujó el micrófono hacia el techo, dio un paso atrás y le hizo una señal con la cabeza al farmacéutico sin rostro que estaba escondido detrás de la ventana negra de la izquierda de la camilla. Dio comienzo la inyección letal: tres dosis distintas, administradas en rápida sucesión. Cada una de ellas ya era mortal por sí misma. La primera era de tiopental sódico, un sedante muy potente. Donté cerró los ojos, para no volver a abrirlos. Dos minutos después, una dosis de bromuro de pancuronio, un relajante muscular, detuvo su respiración. La tercera inyección era de cloruro de potasio, y le paró el corazón.

Con tantas correas de cuero era difícil ver cuándo se detenía la respiración de Donté, pero en todo caso se detuvo. A las 18.19 apareció el técnico sanitario y examinó el cadáver con un estetoscopio. Hizo una señal con la cabeza al director, que a las 18.21 anunció que Donté Drumm estaba muerto.

Capítulo 27

Se cerraron las cortinas. La cámara de ejecuciones desapareció.

Reeva abrazó a Wallis, y Wallis a Reeva, y ambos a sus hijos. Se abrió la puerta de su sala de testigos, y un funcionario de prisiones les hizo cruzarla a toda prisa. Dos minutos después de que se anunciara la muerte, Reeva y su familia estaban otra vez en el furgón, que se los llevó con una eficacia sorprendente. Después de que se fueran, la familia Drumm fue acompañada por otra puerta, pero siguiendo la misma ruta.

Robbie y Keith se quedaron a solas durante unos segundos en la sala de testigos. Robbie tenía los ojos empañados y la cara pálida. Estaba completamente vencido, exhausto, pero al mismo tiempo buscaba a alguien a quien enfrentarse.

– ¿Te alegras de haberlo visto? -preguntó.

– No.

– Yo tampoco.

En la estación de trenes, la noticia de la muerte de Donté fue recibida en silencio. Estaban demasiado estupefactos para hablar. En la sala de reuniones contemplaban el televisor y oían las palabras, pero seguían sin dar crédito a que el milagro se les hubiera escapado de las manos. Tres horas antes, solo tres, estaban trabajando como locos en las peticiones Boyette y Gamble, dos regalos de última hora caídos del cielo, que tan prometedores parecían; pero el Tribunal Penal de Apelación de Texas había desestimado la de Boyette, y a la de Gamble le había dado literalmente con la puerta en las narices.

Ahora Donté estaba muerto.

Sammie Thomas lloraba silenciosamente en un rincón. Carlos y Bonnie miraban fijamente la pantalla, como si la noticia pudiera tener un final feliz. Travis Boyette se frotaba la cabeza, encorvado, mientras Fred Pryor lo observaba. Estaban preocupados por Robbie.

De repente, Boyette se levantó.

– No entiendo nada -dijo-. ¿Qué ha pasado? No me han escuchado. Lo que explico es la verdad.

– Has llegado tarde, Boyette -replicó Carlos.

– Con nueve años de retraso -dijo Sammie-. Te pasas nueve años rascándote la barriga, encantado de que otro cumpla condena por ti, y de repente, cuando faltan cinco horas, te presentas y esperas que te escuche todo el mundo.

Carlos se acercó a Boyette, señalándolo con el dedo.

– Solo necesitábamos veinticuatro horas, Boyette. Si hubieras llegado ayer, podríamos haber buscado el cadáver; y encontrando el cadáver no habría habido ejecución. No la habría habido porque se habían equivocado de culpable. Y se habían equivocado de culpable porque son idiotas, pero también porque tú eres demasiado cobarde para dar la cara. Donté está muerto por tu culpa, Boyette.

Boyette se puso muy rojo. Quiso coger su bastón, pero Fred Pryor, más rápido, le cogió la mano y miró a Carlos.

– Tranquilos. Que se calme todo el mundo.

Sammie echó un vistazo a su móvil, que estaba sonando.

– Es Robbie -dijo.

Carlos se dio la vuelta. Boyette se sentó, con Pryor al lado. Tras escuchar unos minutos, Sammie dejó el teléfono y se secó una lágrima.

– Para variar, los medios no se han equivocado -dijo-. Está muerto. Dice que ha sido fuerte hasta el final, que ha proclamado su inocencia y que ha estado muy convincente. Ahora Robbie está saliendo de la cárcel. Cogerán un avión de vuelta y estarán aquí hacia las ocho. Le gustaría que lo esperásemos.

Hizo una pausa, y se secó otra vez las lágrimas.

Justo después de que la Guardia Nacional se desplegase por las inmediaciones de los parques Civitan (en la parte blanca) y Washington (en la negra), llegó la noticia de que habían ejecutado a Donté. En el parque Civitan, la multitud no había dejado de crecer durante toda la tarde, ocupando cada vez más espacio, y después fue avanzando y comenzó a empujar a la Guardia Nacional. Los soldados fueron objeto de provocaciones, palabrotas e insultos, y llegó a caer alguna piedra, pero la violencia latente no llegó a estallar. Oscurecía, y casi nadie dudaba de que la situación se deterioraría por la noche. En el parque Washington, la multitud era de edad más avanzada, y se componía esencialmente de vecinos. Los más jóvenes y belicosos cruzaron la ciudad dirigiéndose hacia allí donde había más posibilidades de disturbios.

Las casas se cerraron a cal y canto, y empezaron los turnos de vigilancia en los porches, con las armas a punto. Los centinelas redoblaron sus patrullas en todas las iglesias de Slone.

A unos quince kilómetros al sur, en la cabaña, reinaba un ambiente mucho más festivo. Juntos frente al televisor, con nuevas copas en la mano, todos acogieron la confirmación de la muerte con sonrisas de suficiencia. Paul Koffee brindó por Drew Kerber, y Drew Kerber por Paul Koffee. Los vasos entrechocaban. El titubeo desazonador que habían sentido con lo de Boyette quedó rápidamente en el olvido. Por lo menos de momento.

Al final se había impuesto la justicia.

Jeter acompañó a Robbie y Keith hasta la entrada de la cárcel, les dio la mano y se despidió. Robbie le dio las gracias por haber sido tan atento. Keith no sabía muy bien si darle las gracias o insultarle -su autorización de último minuto de Keith como testigo había desembocado en una experiencia horrible-, aunque, fiel a su manera de ser, acabó manteniendo los modales. Al cruzar la puerta principal vieron de dónde procedía el ruido. A tres manzanas a la derecha, más allá de un muro de policías locales y del estado, había una aglomeración de estudiantes que gritaban, agitando pancartas en medio de una calle acordonada. Detrás había una retención de tráfico. Una oleada de coches había intentado llegar a la cárcel, y al ver que no se podía pasar, los conductores se habían limitado a salir y unirse a la multitud. La operación Desvío había planeado taponar la cárcel a base de gente y de vehículos, y se estaba cumpliendo su objetivo. No se había alcanzado la meta de impedir la ejecución, pero al menos se había movilizado a los defensores de Donté, que se hacían oír.

Aaron Rey, que esperaba en la acera, llamó por señas a Keith y Robbie.

– Hemos encontrado una vía de escape -dijo-. Esto está a punto de explotar.

Corrieron al monovolumen, que se puso en marcha. El conductor empezó a cruzar una callejuela tras otra, esquivando coches aparcados y a estudiantes furiosos. Martha Handler escrutaba el rostro de Robbie, que no la miró en ningún momento.

– ¿Podemos hablar? -preguntó ella.

Robbie sacudió la cabeza. Keith también. Los dos cerraron los ojos.

El contrato lo tenía una funeraria de Huntsville. Dentro de la Unidad de las Paredes, donde no podía verlo nadie, estaba uno de sus coches fúnebres, que cuando ya no quedaron testigos ni autoridades en el pabellón de ejecuciones cruzó la misma puerta por donde habían entrado y salido los furgones. Sacaron una camilla plegable, la extendieron y la llevaron rodando al interior de la cámara de ejecuciones, donde fue arrimada a la camilla en la que yacía inmóvil Donté, ya sin correas. Le habían quitado los tubos, que volvían a estar enrollados en la habitación oscura donde el farmacéutico, tan invisible como antes, cumplimentaba los formularios. Al contar hasta tres, cuatro vigilantes levantaron suavemente el cadáver y lo depositaron en la camilla plegable, donde volvió a quedar sujeto con correas, aunque algo más sueltas que la vez anterior. Le echaron encima una manta, propiedad de la funeraria, y cuando todo estuvo en su sitio empujaron la camilla hacia el coche fúnebre. Veinte minutos después de que se certificara la defunción, el cadáver salió de la Unidad de las Paredes por un recorrido distinto, a fin de esquivar a los manifestantes y a las cámaras.

Al llegar a la funeraria, el cadáver fue llevado a una sala de preparación. Allí lo esperaban Hubert Lamb y su hijo Alvin, dueños de la funeraria Lamb & Hijo de Slone, Texas, que al llegar a esta última localidad procederían a embalsamarlo en la misma mesa donde cinco años antes habían preparado a Riley Drumm. La diferencia era que Riley, en el momento de su defunción, era un hombre mayor, de cincuenta y cinco años, con el cuerpo encogido y deteriorado, y su muerte entraba dentro de lo previsto. Se podía explicar. La de su hijo no.

Como hombres que trataban con la muerte, y que manipulaban cadáveres constantemente, los Lamb creían haberlo visto todo, pero los impactó ver a Donté plácidamente tumbado en la camilla, con cara de satisfacción y el cuerpo intacto de un joven de veintisiete años. Lo conocían desde pequeño. Lo habían jaleado en el campo de fútbol, y le vaticinaban una larga y gloriosa trayectoria, como todo Slone. Después de su detención, habían participado en los susurros y las habladurías del resto de la ciudad. Su confesión los había dejado atónitos, y su retractación los había convencido enseguida. En aquel lado de la ciudad nadie se fiaba de la policía de Slone, y menos del detective Kerber. Al chico le habían tendido una trampa; lo habían hecho confesar a golpes, como en los viejos tiempos. Los Lamb habían asistido contrariados a su juicio y condena por un jurado blanco, y cuando ya estaba en la cárcel conservaban cierta esperanza -compartida con el resto de la ciudad- de que apareciese el cadáver de la joven, o la propia joven.

Con ayuda de dos empleados, levantaron a Donté de la camilla y lo depositaron suavemente en un bonito ataúd de roble, elegido el lunes por su madre. Roberta había dejado un poco de dinero a cuenta -tenía un seguro de entierro-, que los Lamb tenían pensado devolverle si al final no hacía falta el ataúd. Ellos se habrían alegrado de no tener que usarlo. Habían rezado por no estar donde estaban en aquel momento, por no recoger el cadáver, llevarlo a Slone y prepararlo para un velatorio, servicio fúnebre y entierro de lo más doloroso.

Los cuatro hombres cargaron con dificultad el ataúd en el coche fúnebre de Lamb & Hijo, y a las 19.02 Donté salió de Huntsville rumbo a su ciudad natal.

El plato de Fordyce – ¡A por todas! ocupaba la pequeña «sala de baile» de un motel barato perteneciente a una cadena, justo en el límite de Huntsville. Mientras preparaban para las cámaras a Reeva y Wallis, sentados en sillas de director, Sean Fordyce se paseaba de un lado a otro con la exaltación que lo caracterizaba. Acababa de llegar en avión de una ejecución en Florida, y aunque estuviera en Huntsville de milagro, se alegraba mucho, porque el caso de Nicole Yarber se había convertido en uno de los mejores de su vida. Durante la charla previa, mientras los técnicos trabajaban como posesos en el sonido, la iluminación, el maquillaje y el guión, Fordyce se dio cuenta de que Reeva aún no estaba al corriente de la aparición de Travis Boyette. La noticia la había pillado dentro de la cárcel, mientras se preparaba para el gran momento. Siguiendo su intuición, decidió no contárselo. Se lo reservaría para otro momento.

La entrevista posterior a la ejecución era la parte más dramática del programa. Si los abordabas a los pocos minutos de haber visto morir al cabrón, eran capaces de decir cualquier cosa. Fordyce gritó a un técnico, insultó a un cámara y bramó que estaba listo para empezar. Un último toque de polvos en la frente, y un cambio instantáneo de actitud al mirar a la cámara, sonreír y convertirse en un hombre de lo más compasivo. Con la cinta en marcha, explicó dónde estaba, dio la fecha y hora, subrayó la gravedad del momento y se acercó a Reeva.

– Ya se ha acabado, Reeva -dijo-. Cuéntanos qué has visto.

Reeva, con un kleenex en cada mano -desde la comida había gastado una caja entera-, se secó los ojos.

– Le he visto a él -dijo-. Por primera vez en ocho años he visto al hombre que mató a mi hija. Le he mirado a los ojos, pero él a mí no.

Hablaba con fuerza, sin venirse abajo, al menos de momento.

– ¿Qué ha dicho?

– Ha dicho que lo sentía, lo cual se agradece.

Fordyce se acercó un poco más, frunciendo el ceño.

– ¿Ha dicho que sentía haber matado a Nicole?

– Algo así-dijo ella.

Wallis, sin embargo, sacudió la cabeza y lanzó una mirada a su mujer.

– ¿No está de acuerdo, señor Pike?

– Ha dicho que sentía lo ocurrido, no que se arrepintiera de algo -rezongó Wallis.

– ¿Estás seguro? -le espetó Reeva a su marido.

– Estoy seguro.

– Pues eso no es lo que he oído yo.

– Cuéntenos cómo ha sido la ejecución y la muerte -le rogó Fordyce.

Reeva, que aún estaba enfadada con Wallis, sacudió la cabeza y se sonó con un kleenex.

– Demasiado fácil. Se ha dormido y ya está. Cuando han abierto las cortinas, ya estaba encima de la camilla, con todas las correas, y se le veía muy tranquilo. Ha hecho su última declaración y ha cerrado los ojos. Nosotros no hemos visto nada de nada, ninguna señal de que le hubieran administrado los fármacos ni nada. Se ha dormido y ya está.

– ¿Y usted pensaba en Nicole, y en lo horrible que debió de ser su muerte?

– ¡Sí, exacto! Ay, Dios mío… Mi pobre niña… Sufrió tanto… Un horror…

La voz de Reeva se quebró. La cámara hizo un zoom aún más pronunciado.

– ¿Ha tenido ganas de que él sufriera? -preguntó Fordyce, pinchándola, azuzándola.

Reeva asintió enérgicamente, con los ojos cerrados.

– ¿Qué ha cambiado, señor Pike? -preguntó Fordyce a Wallis-. ¿Qué significa esto para su familia?

Wallis reflexionó unos instantes.

– Significa mucho saber que está muerto -se lanzó Reeva mientras él reflexionaba-, y que lo han castigado. Yo creo que esta noche dormiré mejor.

– ¿Ha dicho que se consideraba inocente?

– Sí, sí-contestó Reeva, que por un momento dejó de llorar-. El mismo rollo que oímos desde hace años. «¡Soy inocente!» Pues ahora está muerto. Es lo único que puedo decir.

– ¿Se le ha ocurrido alguna vez que pudiera ser inocente, que a Nicole pudiera haberla matado otra persona?

– No, ni un segundo. El monstruo confesó.

Fordyce se apartó un poco.

– ¿Le suena de algo el nombre de Travis Boyette?

Cara de perplejidad.

– ¿Quién?

– Travis Boyette. Esta tarde, a las cinco y media, ha salido por la tele de Slone diciendo que él es el asesino.

– Tonterías.

– Aquí está la grabación -dijo Fordyce, señalando una pantalla de veinte pulgadas situada a su derecha.

Apareció inmediatamente el vídeo de Travis Boyette. El volumen estaba alto, y en el resto del plato reinaba el más absoluto silencio. Mientras Boyette hablaba, Reeva lo miraba atentamente, ceñuda, casi burlona. Sacudió la cabeza. Un idiota, un falsario. Ella sabía quién era el asesino. Sin embargo, en el momento en que Boyette sacó el anillo de graduación y lo enseñó ante las cámaras, diciendo que lo tenía desde hacía nueve años, Reeva palideció y se quedó boquiabierta, con los hombros caídos.

Aunque Sean Fordyce fuera un defensor acalorado de la pena de muerte, coincidía con la mayoría de sus colegas del amarillismo televisivo en no dejar nunca que la ideología fuera en detrimento de una historia sensacionalista. La posibilidad de que acabaran de ejecutar a un inocente supondría un duro golpe contra la pena de muerte, de ello no cabía duda, pero a Fordyce le daba completamente igual. Él tenía en sus manos la noticia más candente del momento -número dos en la página inicial de la CNN-, y pensaba exprimirla al máximo.

Por otro lado, no veía ningún inconveniente en tender una trampa a su propia invitada; no era la primera vez, ni -en aras del dramatismo- sería la última.

Boyette desapareció de la pantalla.

– ¿Ha visto el anillo, Reeva? -tronó Fordyce.

Parecía que Reeva acabara de ver un fantasma. Luego se rehízo, y se acordó de que lo estaban filmando todo.

– Sí -logró decir.

– ¿Y es el de Nicole?

– Bueno, vaya usted a saber. ¿Quién es ese tipo? ¿De dónde sale?

– Un violador en serie con una lista de antecedentes interminable. Eso es lo que es.

– Pues vaya. ¿Quién lo va a creer?

– ¿O sea que usted no lo cree, Reeva?

– Claro que no. -Sin embargo, ya no le quedaban lágrimas ni fuerza. Se la veía confusa, desorientada y muy cansada. Cuando Fordyce se disponía a hacerle otra pregunta, ella le dijo-: Sean, ha sido un día muy largo. Nos vamos a casa.

– Claro, Reeva, no faltaba más. Solo una pregunta: ahora que ha visto una ejecución, ¿cree que deberían televisarlas?

Reeva se arrancó el micro de la chaqueta y se levantó de un salto.

– Vamos, Wallis. Estoy cansada.

Se había acabado la entrevista. Reeva, Wallis y sus dos hijos salieron del motel, seguidos por el hermano Ronnie. Se apretujaron en la furgoneta de la iglesia y se fueron a Slone.

En el aeropuerto, Keith llamó a Dana para ponerla al día de su viajecito. Ahora estaba en caída libre, sin la menor idea de adónde iba, ni un recuerdo claro de dónde había estado. Cuando explicó a Dana suavemente que acababa de asistir a la ejecución, ella se quedó sin palabras. Tampoco Keith las tenía. Dana le preguntó si estaba bien. Él contestó que no, en absoluto.

El King Air despegó a las siete y cinco, y no tardó en meterse entre nubarrones. Daba tantos bandazos como un camión viejo en una carretera llena de baches. «Turbulencias moderadas», había anunciado el piloto en el momento de embarcar. Entre el ruido de los motores, la sensación de vaivén y el caos visual y mental de las dos últimas horas, a Keith no le costó mucho cerrar los ojos y refugiarse en su burbuja.

También Robbie se encerró en sí mismo. Inclinado hacia delante, con los codos en las rodillas, la mano en la barbilla y los ojos cerrados, se abstrajo en recuerdos dolorosos. Martha Handler quería hablar, tomar notas y captar al máximo la densidad del momento, pero no había nadie a quien entrevistar. Aaron Rey miraba nerviosamente por la ventanilla, como si esperase que se rompiera un ala.

A cinco mil pies, el vuelo se suavizó un poco, y el ruido de la cabina disminuyó. Robbie se reclinó en su asiento y sonrió a Martha.

– ¿Cuáles han sido sus últimas palabras? -preguntó ella.

– Que quiere a su madre y que es inocente.

– ¿Ya está?

– Es bastante. Hay una web sobre el corredor de la muerte en Texas, una web oficial donde cuelgan todas las últimas declaraciones. Mañana a mediodía estará la de Donté. Ha sido muy bonito. Ha insultado a los malos: Kerber, Koffee, la jueza Grale, el gobernador… Precioso, precioso de verdad.

– ¿O sea que ha luchado hasta el final?

– Luchar no podía, pero no ha cedido ni un centímetro.

El coche era un Buick viejo, propiedad de una anciana viuda, Nadine Snyderwine, y estaba aparcado frente a su modesto hogar, en una plataforma de cemento, al pie de un roble sauce. La señora Snyderwine lo cogía a lo sumo tres veces por semana, y era consciente de que le quedaban pocos días como conductora, porque ya no tenía buena vista. Nunca había trabajado fuera de casa, ni conocía a mucha gente, ni había provocado a nadie. Eligieron su coche porque era accesible, pero sobre todo porque estaba aparcado en una calle oscura y poco transitada, en una parte muy blanca de la ciudad. El Buick no estaba cerrado con llave; de todos modos, habría dado igual. Abrieron la puerta del lado del conductor, encendieron un cóctel Molotov y lo arrojaron dentro. Después los pirómanos desaparecieron en la noche sin dejar rastro. Un vecino vio un coche incendiado, y la llamada al 911 quedó registrada a las 19.28.

Si existía alguna posibilidad de un cortocircuito en el Buick, de una combustión espontánea del vehículo, quedó descartada a las 19.36, hora de la segunda llamada al 911. Otro coche incendiado, un Volvo familiar aparcado en una calle a medio camino entre el juzgado y el parque Civitan. Cinco camiones de bomberos ululaban de punta a punta de la ciudad, por el camino que les abría la policía. Las sirenas recibieron los aplausos de la multitud reunida en el parque, que iba creciendo a medida que avanzaba la noche, pero aparte de consumo de alcohol y posesión de marihuana entre menores no se cometían delitos. De momento. Si acaso, alteración del orden público, pero, dada la tensión del momento, la policía prefería no entrar en el parque para aguar la fiesta. Los ánimos beligerantes de la multitud se alimentaban con la noticia de la muerte de Donté, con las declaraciones de Travis Boyette, con el rap airado que escupían los equipos de los coches y con algo de droga y alcohol.

La policía lo observaba todo, valorando sus opciones. Formando piña con la Guardia Nacional, urdía su estrategia. Un paso equivocado podía provocar una reacción imprevisible, más que nada porque a aquellas alturas la multitud carecía de un auténtico líder, y no sabía adónde la llevaría la noche. Aproximadamente cada media hora, algún payaso encendía una traca, y durante unas décimas de segundo los policías y la Guardia Nacional se quedaban muy quietos, intentando distinguir si eran disparos. De momento, solo tracas.

La tercera llamada quedó registrada a las 19.40, y fue la más alarmante de las tres. De hecho, cuando el comisario jefe recibió los datos, se planteó la posibilidad de salir pitando de la ciudad. Al oeste de Slone, el aparcamiento de grava del bar de Big Louie estaba tan lleno como todos los jueves por la noche, que era cuando se iniciaba extraoficialmente el fin de semana. Para que empezara la marcha, Louie proponía toda una serie de ofertas en las copas, y los chavales respondían con entusiasmo. Prácticamente todos los vehículos aparcados frente al edificio de metal barato eran camionetas, Ford y Chevrolet, al cincuenta por ciento. Los pirómanos eligieron una de cada marca, reventaron los cristales, lanzaron los cócteles y desaparecieron en la oscuridad. A un cliente que llegó tarde en camioneta le pareció ver a «un par de chicos negros» que se iban corriendo, agachados, muy sospechosos. Pero no estaba cerca, ni les vio la cara; de hecho, ni siquiera estaba seguro de que fueran negros.

Al salir en estampida, y ver brotar llamas de las dos furgonetas, todos corrieron en busca de las suyas, y como huían del fuego como locos, cada uno por su cuenta, se organizó un lío enorme, poco menos que un concurso destinado a destrozar coches. Muchos de ellos, que obviamente ya no tenían sed, sino unas ganas enormes de llegar a casa, cerrar las puertas con llave y cargar las armas de fuego, se marcharon. Cada camioneta de las del bar de Big Louie tenía como mínimo una pistola debajo del asiento o en la guantera, y en muchos casos escopetas de caza en la parrilla de la luna trasera.

No era ese el mejor grupo al que buscar las pulgas. Si le quemas a alguien la camioneta, tendrá ganas de guerra.

Capítulo 28

A las ocho ya no quedaban patas de pollo, se había consumido demasiado alcohol y la mayoría de los invitados de Koffee estaban impacientes por volver a la ciudad y enterarse de la gravedad de la situación. Los equipos de televisión iban de un lado para otro, tratando de seguir el ritmo a los pirómanos, y fueron los incendios los que, en definitiva, pusieron fin a la celebración que tenía lugar en el lago. Drew Kerber se quedó, matando el tiempo en espera de que se fuera todo el mundo.

– Tenemos que hablar -le dijo a Paul Koffee, abriendo otra cerveza.

Se acercaron al borde del estrecho embarcadero, lo más lejos posible de la cabaña, aunque no quedara nadie. También Koffee tenía una botella de cerveza. Apoyados en la baranda, miraron el agua a sus pies.

Kerber escupió y bebió un traguito de cerveza.

– ¿A ti te preocupa ese tal Boyette? -preguntó.

Koffee se mostró sorprendido, o al menos lo intentó.

– No, pero es evidente que a ti sí.

Otro trago largo y lento de cerveza.

– De niño, yo vivía en Dentón -dijo Kerber-, y en el barrio había unos cuantos Boyette. Tenía un amigo que se llamaba Ted Boyette. Acabamos juntos el instituto. Luego entró en el ejército y desapareció. Oí que se había metido en líos, pero cambié de casa, acabé aquí y ya no me acordé más de él. Bueno, ya sabes lo que pasa con los amigos de la infancia: nunca te olvidas del todo, pero tampoco los ves. El caso es que en enero de 1999 (me acuerdo del mes porque es cuando encerramos a Drumm) estaba en comisaría cuando algunos de los chicos se empezaron a reír de un chorizo al que habían pillado en una camioneta robada. Consultaron su ficha: lo habían condenado tres veces por agresión sexual. Fichado por delitos sexuales en tres estados, y solo tenía treinta y cinco años. Los polis se preguntaban cuál era el récord, quién era el pervertido fichado en mayor número de estados. Alguien quiso saber cómo se llamaba, y otro dijo: «T. Boyette». Yo no abrí la boca, pero tuve curiosidad por saber si era el chico de nuestro barrio. Consulté su ficha policial y vi que se llamaba Travis, pero seguí teniendo curiosidad. Un par de días más tarde, lo llevaron al juzgado para que compareciera un momento ante el juez. Yo no quería que me viese, para no incomodarlo si resultaba ser mi viejo amigo. En la sala había mucha gente; costaba poco pasar inadvertido, pero no era él: era Travis Boyette, el mismo que ahora está en la ciudad. Lo he reconocido nada más verlo en la tele, por la cabeza rapada y el tatuaje en la izquierda del cuello. Estuvo aquí, Paul, en Slone; en la cárcel, aproximadamente cuando desapareció la chica.

Koffee reflexionó intensamente por espacio de unos segundos.

– De acuerdo -dijo-, supongamos que estuvo aquí. Eso no quiere decir que sea verdad que la mató.

– ¿Y si dice la verdad?

– ¡No lo preguntarás en serio!

– Sígueme la corriente, Paul. ¿Y si la dice? ¿Y si Boyette cuenta la verdad? ¿Y si es cierto que tiene el anillo de la chica? ¿Y si Boyette los lleva hasta el cadáver? ¿Entonces qué, Paul? Ayúdame, el abogado eres tú.

– Me estoy quedando alucinado.

– ¿Nos podrían acusar?

– ¿De qué?

– ¿Homicidio, por ejemplo?

– ¿Estás borracho, Kerber?

– He bebido demasiado.

– Pues duerme aquí, y no cojas el coche. ¿Por qué no estás en la ciudad, con todos los demás polis?

– Soy detective, no poli de calle; y me gustaría no quedarme sin trabajo, Paul. Hipotéticamente, ¿qué pasaría si Boyette estuviera diciendo la verdad?

Koffee se acabó la botella y la tiró al lago. Después encendió un cigarrillo y exhaló un largo rastro de humo.

– No pasaría nada. Tenemos inmunidad. Como yo controlo al gran jurado, también puedo controlar a quién se acusa de qué. Nunca ha habido ningún caso de detective o fiscal acusados por una mala condena. Somos el sistema, Kerber. Podrían demandarnos en un tribunal civil, pero tampoco es muy probable. Además, el ayuntamiento nos tiene asegurados. Así que no te preocupes, porque estamos muy protegidos.

– ¿A mí me despedirían?

– No, porque te perjudicaría a ti y al ayuntamiento en la demanda civil, pero probablemente te ofreciesen una jubilación anticipada. Ya se ocuparía de ti el ayuntamiento.

– ¿O sea que no nos pasará nada?

– Nada. Y haz el favor de callarte, ¿de acuerdo?

Kerber sonrió, respiró hondo y se bebió otro largo trago.

– Solo era curiosidad -dijo-. Nada más. No es que me preocupe de verdad.

– Pues lo parecía.

Estuvieron unos instantes contemplando el agua, ensimismados, pero pensando en lo mismo.

– Boyette estuvo encarcelado aquí -dijo finalmente Koffee-, en libertad condicional de otro estado, ¿no?

– Sí, creo que de Oklahoma, o puede que de Arkansas.

– Entonces, ¿cómo se escapó?

– No me acuerdo de todo, pero ya consultaré el expediente mañana por la mañana. Parece que pagó la fianza y desapareció. Yo no tenía nada que ver con el caso, y en cuanto vi que era otro Boyette, me olvidé. Hasta hoy.

Otra pausa en la conversación.

– Tranquilo, Kerber -dijo Koffee-. Tú construiste bien la acusación; él tuvo un juicio justo, y todos los tribunales refrendaron su culpabilidad. ¿Qué más podemos esperar? El sistema ha funcionado. ¡Caramba, Drew, el chico confesó!

– Pues claro, pero yo me he preguntado muchas veces qué habría pasado sin la confesión.

– No te preocupará la confesión, ¿verdad?

– No, no. Seguí las reglas al pie de la letra.

– Oye, Drew, no le des más vueltas, eso se ha acabado; se ha acabado del todo. Es demasiado tarde para cuestionar lo que hicimos. El chico va de camino a casa en una caja.

El aeropuerto de Slone estaba cerrado. El piloto encendió las luces de aterrizaje por señal de radio, desde sus controles, y no hubo sobresaltos al tocar la pista. Rodaron hasta la pequeña terminal, y en cuanto se pararon las hélices salieron rápidamente del avión. Robbie dio las gracias al piloto, y prometió llamarlo. El piloto le dio el pésame. Cuando subieron a la camioneta, Aaron ya había hablado por teléfono con Carlos y estaba informado de todo.

– Hay incendios por toda la ciudad -dijo-. Están quemando coches. Carlos dice que en el aparcamiento del bufete hay tres equipos de televisión. Quieren hablar contigo, Robbie, y ver otra vez a Boyette.

– ¿Por qué no queman las furgonetas de la tele? -preguntó Robbie.

– ¿Piensas hablar con ellos?

– No lo sé. Que esperen. ¿Qué hace Boyette?

– Ver la tele. Carlos dice que está cabreado porque no le hicieron ni caso, y se niega a contar nada más a los reporteros.

– ¿Me harás el favor de no dejar que lo mate si lo ataco con un bate de béisbol?

– No -dijo Aaron.

Al entrar en el término municipal, los cuatro se esforzaron en buscar señales de disturbios. Aaron evitaba las calles principales, y también las del centro. Al cabo de unos minutos llegaron a la estación de tren. Todas las luces estaban encendidas, y el aparcamiento, lleno, con tres camionetas de la tele, efectivamente. Cuando Robbie salió, lo esperaban los reporteros. Él les preguntó educadamente de dónde eran y qué querían. Uno de los equipos era de Slone, otro de un canal de Dallas y el otro de Tyler. Había varios reporteros de prensa, incluido uno de Houston. Robbie les propuso un trato: si él organizaba una rueda de prensa fuera, en el andén, y respondía a sus preguntas, ¿se irían de una vez por todas? Les recordó que estaban en una propiedad privada, y que en cualquier momento podían pedirles que se fueran. Ellos aceptaron el trato. Nadie rechistó.

– ¿Qué pasa con Travis Boyette? -preguntó un reportero.

– Yo no soy responsable del señor Boyette -respondió Robbie-. Tengo entendido que sigue dentro, y que no quiere decir nada más. Voy a hablar con él, a ver qué intenciones tiene.

– Gracias, señor Flak.

– Vuelvo dentro de media hora.

Subió por la escalera, seguido por Keith, Aaron y Martha. Al entrar en la sala de reuniones, y ver a Carlos, Bonnie, Sammie Thomas, Kristi Hinze, Fanta y Fred Pryor, las emociones se desbordaron, con abrazos, palabras de pésame y lágrimas.

– ¿Dónde está Boyette? -preguntó Robbie.

Fred Pryor señaló la puerta cerrada de un pequeño despacho.

– Muy bien. Que no salga. Vamos a la mesa de reuniones. Quiero explicarlo mientras aún lo tengo fresco. Quizá quiera ayudarme el reverendo Keith, que también estaba. Ha pasado un rato con Donté y lo ha visto morir.

Keith ya estaba sentado en una silla, contra la pared, exhausto, sin fuerzas y hecho polvo. Lo miraron con incredulidad. Él asintió sin sonreír.

Robbie se quitó la americana y se aflojó la corbata. Bonnie trajo una bandeja de bocadillos, que le puso delante. Aaron cogió uno, al igual que Martha. Keith los rechazó por señas. Había perdido el apetito. Cuando estuvieron todos listos, Robbie empezó a hablar.

– Ha estado muy valiente, pero esperaba un milagro en el último minuto. Supongo que todos lo esperan.

Y, como un profesor de historia de tercero, les explicó la última hora de la vida de Donté. Al final, todos lloraban otra vez.

Empezaron a llover piedras, que en algunos casos eran arrojadas por adolescentes escondidos detrás de grupos de otros adolescentes, y en otros por personas invisibles. Las piedras caían por Walter Street, donde la policía y la Guardia Nacional formaban una línea defensiva. La primera lesión le tocó a un policía de Slone, que recibió una pedrada en la boca y, para regocijo de la multitud, se cayó al suelo. Ver caerse a un policía motivó nuevos lanzamientos de piedras. Ahora sí que explotaba el parque Civitan. Un sargento de la policía tomó la decisión de dispersar a la gente, y amenazó por megáfono con realizar detenciones si no se marchaban. Se produjo una reacción airada, con nuevos lanzamientos de piedras y escombros. La multitud se burlaba de la policía y de los soldados, y les lanzaba palabras malsonantes y amenazas, sin dar muestras de acatar la orden. Policías y soldados, con cascos y escudos, formaron una barrera, cruzaron la calle y penetraron en el parque. Varios estudiantes -entre ellos Trey Glover, el tailback que había sido el primer cabecilla de la manifestación- se adelantaron con las manos tendidas, ofreciéndose voluntariamente a ser detenidos. Mientras Trey era esposado, una piedra rebotó en el casco del policía que lo estaba arrestando. El agente gritó, dijo unas cuantas palabrotas y, olvidándose de Trey, salió en persecución del chico que había tirado la piedra. Algunos manifestantes se dispersaron y corrieron por las calles, pero la mayoría de ellos persistieron en la lucha, arrojando todo lo que encontraban. Las casetas de uno de los campos de béisbol eran de bloques de hormigón, perfectos para ser desmenuzados y para lanzar los trozos a los uniformados de ambos sexos. Un estudiante envolvió un palo con una traca, encendió la mecha y lo tiró todo contra la barrera policial. Las explosiones hicieron que los policías y soldados rompieran filas y se pusieran a cubierto. La multitud estaba enfervorizada. Desde algún punto de detrás de la barrera cayó del cielo un cóctel Molotov, que aterrizó en el techo de un coche de la policía vacío y sin identificar, aparcado al borde de Walter Street. Las llamas se propagaron con rapidez, prendiendo en la gasolina derramada por todo el vehículo. El resultado fue otra salva de gritos por parte de la multitud, que jaleaba, presa del delirio. Al caldearse los ánimos, llegó una furgoneta de la tele. La reportera, una rubia circunspecta que debería haber seguido presentando el tiempo, se apeó como pudo micro en mano, pero se encontró con un policía enfadado que le exigió volver a la furgoneta y salir pitando. La furgoneta, pintada de blanco, con grandes letras rojas y amarillas, era un blanco fácil, y pocos segundos después de que frenase ya la acribillaban con piedras y escombros. De pronto, el cogote de la reportera recibió el impacto de un trozo afilado de hormigón, que le hizo un buen tajo y la dejó inconsciente. Más hurras y obscenidades. Mucha sangre. El cámara la arrastró a un lugar seguro, mientras la policía pedía una ambulancia. Para mayor diversión y frenesí, empezaron a tirar bombas de humo a la policía y a los soldados, y fue entonces cuando se tomó la decisión de contraatacar con gases lacrimógenos. El lanzamiento de los primeros botes hizo cundir el pánico entre la multitud, que empezó a dispersarse. La gente se escapaba corriendo por el barrio. En las calles adyacentes al parque Civitan, los vecinos habían salido al porche para escuchar el caos y ver si había señales de movimiento o disturbios. Con las mujeres y los niños dentro, a salvo, montaban guardia con sus escopetas y rifles, en espera de que apareciese algún negro. Cuando Hermán Grist, del 1485 de Benton Street, vio ir por el medio de la calle a tres negros jóvenes, desde el porche disparó dos tiros de escopeta al aire, y les gritó que volvieran a su parte de la ciudad. Los chicos se fueron corriendo. Los disparos reverberaron en la noche, como grave señal de que las patrullas vecinales habían entrado en la reyerta. Por suerte, Grist no volvió a disparar.

La multitud seguía dispersándose, mientras algunos arrojaban piedras en plena retirada. A las nueve de la noche el parque estaba controlado, y la policía y los soldados caminaban entre los escombros: latas y botellas vacías, envases de comida rápida, colillas, envoltorios de petardos y basura como para llenar todo un vertedero. De las dos casetas de béisbol no quedaba nada salvo los bancos de metal. Habían forzado el puesto de comida y bebida, pero no había nada que llevarse. El rastro de los gases lacrimógenos había dejado varios vehículos abandonados, entre ellos el todoterreno de Trey Glover. Este, y una docena más, ya estaban en la cárcel. Cuatro se habían dejado detener, y al resto los habían pillado. También había varias personas en el hospital, a causa de los gases lacrimógenos, y tres policías heridos, aparte de la reportera.

El parque estaba impregnado del olor penetrante de los gases. Cerca, sobre los campos de deporte, flotaba una nube gris, causada por las bombas de humo. Parecía un campo de batalla, pero sin bajas.

El hecho de que la manifestación se hubiera dispersado implicaba que en aquel momento había sobre un millar de negros airados que vagaban por Slone sin la menor intención de irse a sus casas ni de hacer nada constructivo. Estaban indignados por que la policía había recurrido a los gases lacrimógenos. Habían crecido viendo los vídeos en blanco y negro de los perros de Selma, las mangueras de Birmingham y el gas lacrimógeno de Watts. Aquella lucha épica formaba parte de su educación, de su ADN; era un capítulo glorificado de su historia, y de repente ellos estaban en la calle, manifestándose, luchando y siendo gaseados, igual que sus antepasados. No tenían ninguna intención de detener la lucha. Si los polis querían jugar sucio, allá ellos.

El alcalde, Harris Rooney, supervisaba el deterioro de la situación de su pequeña ciudad desde la comisaría, convertida en el centro de mando. Él y el comisario jefe, Joe Radford, habían tomado la decisión de dispersar a la gente en el parque Civitan para despejar la zona, y habían estado de acuerdo en el uso de gases lacrimógenos. Ahora, por radio y por móvil, llegaban partes de que los manifestantes recorrían la ciudad en pandillas, rompiendo ventanas, amenazando a gritos a los conductores que pasaban, tirando piedras y escombros y comportándose como gamberros.

A las nueve y cuarto, Rooney llamó al reverendo Johnny Canty, pastor de la Iglesia Metodista Africana Bethel, con quien ya se había reunido el martes. Entonces el reverendo Canty le había rogado al alcalde que intercediese ante el gobernador en defensa de un aplazamiento de la ejecución, y el alcalde se había negado. Rooney no conocía al gobernador, ni tenía la menor influencia sobre él; además, con Gilí Newton era una pérdida de tiempo suplicar la suspensión de una pena de muerte. Canty había advertido al alcalde del riesgo de disturbios si tenía lugar la ejecución de Donté. El alcalde lo había tomado con escepticismo.

Ahora, todo el escepticismo se había convertido en miedo.

Se puso al teléfono la señora Canty, que explicó que su marido no estaba en casa, sino en la funeraria, aguardando el regreso de la familia Drumm. Dio al alcalde un número de móvil. Al final contestó el reverendo Canty.

– Hombre, señor alcalde, buenas noches -dijo suavemente, con su voz sonora de predicador-. ¿Cómo va todo?

– Ahora mismo la cosa está muy animada, reverendo. ¿Y usted qué tal?

– He tenido días mejores. Estamos aquí, en la funeraria, esperando a que vuelva la familia con el cadáver, o sea que ahora mismo no es que esté muy bien. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Tenía usted razón sobre los disturbios, reverendo. Me arrepiento de no haberlo creído. Debería haberle hecho caso, pero no se lo hice. Ahora parece que la cosa va de mal en peor. Ha habido ocho incendios, creo, unos diez arrestos y media docena de heridos, y no hay motivos para prever que esas cifras no vayan en aumento. Se ha dispersado a la multitud del parque Civitan, pero la del parque Washington crece por momentos. No me sorprendería que pronto matasen a alguien.

– Ya han matado a alguien, señor alcalde. Yo estoy esperando el cadáver.

– Lo siento.

– ¿Para qué me llamaba, señor alcalde?

– Usted es un líder muy respetado en su comunidad. Es el pastor de los Drumm. Me gustaría que fuera al parque Washington e hiciera un llamamiento a la calma. A usted lo escucharán. Esta violencia y estos disturbios no conducen a nada.

– Le haré una pregunta, señor alcalde: ¿su policía ha usado gases lacrimógenos contra los chicos del parque Civitan? Acabo de oír el rumor hace unos minutos.

– Pues sí. Se ha considerado necesario.

– No, no era necesario; ha sido un error garrafal. Gaseando a nuestros chicos, la policía ha empeorado aún más la situación. Ahora no espere que yo vaya corriendo a arreglar lo que han estropeado ustedes. Buenas noches.

La llamada se cortó.

Robbie, con Aaron Rey a un lado y Fred Pryor al otro, respondía preguntas delante de los micrófonos y las cámaras de televisión. Explicó que Travis Boyette seguía en el edificio, pero que no quería hablar con nadie. Un reportero le pidió permiso para entrar en el bufete y entrevistar a Boyette. Solo si quiere que lo detengan, y tal vez que le peguen un tiro, fue la brusca respuesta de Robbie. No se acerque al edificio. Le preguntaron por la última comida de Donté Drumm, la visita, las declaraciones y todo eso. ¿Quiénes habían sido los testigos? ¿Algún contacto con la familia de la víctima? Preguntas inútiles, en opinión de Robbie, aunque en esos momentos parecía que nada tenía valor.

Después de veinte minutos les dio las gracias, y ellos a él. Robbie les pidió que se fuesen y que no volvieran. En caso de que Boyette cambiara de opinión y quisiera hablar, él, Robbie, le daría un teléfono y un número.

Keith presenció la rueda de prensa desde un punto oscuro del andén, fuera del bufete pero dentro de la galería. Mientras hablaba por teléfono con Dana, y le explicaba lo sucedido ese día, ella, de repente, le dijo que en la tele salía Robbie Flak. Dana tenía puestas las noticias por cable, y ahí estaba Flak, en directo desde Slone, Texas.

– Yo estoy detrás, en la sombra, a unos quince metros -dijo Keith, bajando la voz.

– Se le ve cansado -comentó ella-; cansado y no sé si un poco loco.

– Las dos cosas. El cansancio va y viene, pero sospecho que loco siempre lo está un poco.

– Parece un hombre desesperado.

– Está para que lo encierren, pero debajo de la superficie hay una persona tierna.

– ¿Dónde está Boyette?

– En una habitación, dentro del edificio, con un televisor y algo de comer. Prefiere no salir. Mejor. Esta gente conocía a Donté, y lo quería. Por aquí Boyette no tiene amigos.

– Hace unos minutos han enseñado los incendios y han hablado con el alcalde. Parecía un poco nervioso. ¿Tú estás a salvo, Keith?

– Sí, claro. Oigo sirenas a lo lejos, pero no se acercan.

– Ten cuidado, por favor.

– No te preocupes, estoy bien.

– Bien no estás; estás hecho polvo, y se te nota. Duerme un poco. ¿Cuándo volverás?

– Tengo la intención de salir por la mañana.

– ¿Y Boyette? ¿El también volverá?

– De eso no hemos hablado.

Capítulo29

En Slone había tres funerarias: dos para los blancos -de gama alta y baja- y una para los negros. En algunos aspectos importantes de la vida se había alcanzado la integración (educación, política, empleo y actividad comercial), pero en otros nunca se produciría, porque en el fondo no lo deseaba ninguna de las dos razas. La misa dominical estaba segregada por propia voluntad de los interesados. Algunos negros, pocos, iban a las grandes iglesias blancas de la ciudad, donde eran bien recibidos. Todavía eran menos los blancos a quienes se podía encontrar en las iglesias negras, donde se los trataba como a todo el mundo. Pero la gran mayoría se quedaba con los suyos, y en eso tenía poco que ver el fanatismo; más bien era cuestión de tradición y de preferencias. Para el domingo por la mañana, los blancos preferían un ritual más ordenado y comedido: una primera oración a las once, Seguida por algo de música bonita; luego un buen sermón, sin aspavientos, y a las doce todos a la calle, no más tarde de las doce y diez, eso nunca, porque para entonces se morían de hambre. En las iglesias negras el tiempo no era tan importante. El espíritu fluía con mayor libertad, dando pie a un estilo de culto más espontáneo. Nunca se oía el toque de las doce. A menudo comían allí mismo, a la hora que fuese, y nadie tenía prisa por marcharse.

¡Y qué distinto era morir! Para enterrar a una persona negra nunca había prisa, mientras que los blancos solían querer zanjar el asunto como máximo en tres días. En la funeraria negra había mayor actividad, con más visitas, velatorios más largos y despedidas también más largas. Lamb & Hijo tenía a sus espaldas varias décadas de digno servicio a su parte de la ciudad. Cuando llegó el coche fúnebre, pocos minutos después de las diez de la noche, lo esperaba una solemne multitud en el césped que había delante de la pequeña capilla. Mudos, cabizbajos y cariacontecidos, vieron cómo Hubert y Alvin abrían la puerta trasera del coche y daban indicaciones a los portadores del féretro -ocho amigos de Donté, casi todos antiguos jugadores de los Slone Warriors-, que tras llevar el ataúd algunos metros, siguiendo a Hubert Lamb, se metieron por una puerta lateral. La funeraria estaba cerrada. No abriría hasta la mañana siguiente, cuando Donté estuviera debidamente preparado, y listo para que lo vieran.

A lo lejos aullaban las sirenas. El ambiente era tenso y cargado, lleno de humo y miedo. Quienes no daban problemas estaba claro que los esperaban.

Entró en el aparcamiento un vehículo que estacionó junto al coche fúnebre. Roberta Drumm salió con Marvin, Cedric y Andrea, y los cuatro caminaron lentamente hacia la entrada principal, donde los recibieron sus amigos. Hubo abrazos, susurros y lágrimas. Al final, la familia entró, pero los amigos no se fueron. Apareció otro coche, que aparcó cerca del de la funeraria. Era Robbie, con Aaron Rey. Pasando al lado de la gente, entraron por la puerta lateral. Robbie se reunió con la familia en el salón. Sentados juntos, se abrazaron y lloraron como si llevaran meses sin verse. Pocas horas antes habían visto morir a Donté, pero ahora aquel momento y aquel lugar estaban muy, muy lejos.

Durante el viaje de regreso desde Huntsville, la familia Drumm había escuchado la radio, y había hablado por los móviles. Preguntaron a Robbie por el tal Boyette, y él les dio todos los datos que tenía. Por otra parte, sabían que en Slone la situación era desastrosa, y preveían que empeorase. Roberta dijo varias veces que quería que cesara la violencia. Robbie le aseguró que eso no estaba en sus manos. La situación se había descontrolado.

Hubert Lamb entró en la sala.

– Roberta -dijo-, Donté está preparado.

Entró sola en la sala de preparación y cerró la puerta con pestillo. Su hermoso niño yacía en una mesa estrecha, cubierta provisionalmente con sábanas blancas. Llevaba la misma ropa con la que lo habían matado: una camisa blanca barata, unos chinos gastados y unos zapatos de saldo, cortesía del estado de Texas. Roberta le puso suavemente las manos en las mejillas, y le besó la cara: la frente, los labios, la nariz, la barbilla… Lo besó repetidas veces, mientras las lágrimas caían como la lluvia. No lo había tocado en ocho años; su último abrazo, rápido y furtivo, se remontaba a cuando se lo habían llevado de la sala de vistas, el día en que lo habían sentenciado a muerte. Mientras lloraba, recordó la indecible angustia de ver cómo se lo llevaban a rastras, haciendo ruido con las cadenas de las piernas, rodeado de policías gordos, como si pudiera matar a alguien más; y la dureza y suficiencia de los semblantes de los fiscales, del jurado y de la jueza, orgullosos de su labor.

«Te quiero, mamá», le había dicho él por encima del hombro, antes de cruzar la puerta a empujones.

Tenía la piel ni fría ni caliente. Roberta tocó la pequeña cicatriz de debajo de la barbilla, pequeño premio de consolación de una pelea de barrio a pedradas que había perdido a los ocho años. La primera de muchas. Había sido un niño de armas tomar, y más aún con las provocaciones constantes de Cedric, su hermano mayor; de armas tomar, pero dulce. Le tocó el lóbulo de la oreja derecha, donde apenas se veía el diminuto agujero. A los quince se había comprado un pendiente, un pequeño brillante falso que llevaba cuando salía con los amigos. En cambio, a su padre se lo escondía. Riley le habría castigado.

Su hermoso niño, tan plácidamente tumbado, y tan sano. Muerto, pero no enfermo. Muerto, pero no herido. Muerto, pero no lisiado. Al examinar sus brazos, no encontró ni rastro de los pinchazos de las inyecciones. No había indicios de que lo hubieran matado. Nada externo. Parecía descansar, en espera de que le administrasen el siguiente fármaco: un fármaco que lo despertaría y le permitiría volver a casa con su madre.

Tenía las piernas rectas, y los brazos pegados al cuerpo. Hubert Lamb había dicho que no tardaría en ponerse rígido, así que no había tiempo que perder. Sacó de su bolso un pañuelo de papel, para secarse las mejillas, y unas tijeras para cortar la ropa de preso. Podría haber desabrochado la camisa, pero lo que hizo fue cortarla, primero por delante y después por las mangas, para retirarla pedazo a pedazo, dejando caer los jirones al suelo. Aún corrían lágrimas por sus mejillas, pero ahora cantaba en voz baja: una antigua canción gospel, Take my hand, precious Lord. Se paró a frotar la barriga plana, el pecho suave y los hombros, sorprendida de que se hubiera encogido tanto dentro de la cárcel. Nada quedaba del atleta vigoroso, que había sido sustituido por un preso roto. En la cárcel se había muerto lentamente.

Desabrochó el cinturón barato de tela y, por si fuera poco, lo cortó por la mitad, dejándolo caer en el montón. Mañana, cuando estuviera sola, quemaría los jirones de la cárcel en el jardín de su casa, en una ceremonia privada a la que solo asistiría ella. Deshizo los cordones de aquellos zapatos tan horribles, los quitó y retiró los calcetines blancos de algodón. Tocó las cicatrices del tobillo izquierdo, recordatorios permanentes de la lesión que había puesto fin a su carrera como jugador. Cortó los chinos, siguiendo las costuras con cuidado, de abajo arriba, y luego, delicadamente, la entrepierna. De sus tres hijos, el mejor vestido era Cedric, un obseso por la ropa dispuesto a tener dos trabajos a media jornada para poder comprarse mejores marcas. Donté prefería llevar tejanos y jersey, y todo le quedaba bien; todo menos los monos que llevaban los presos en la cárcel. Roberta fue cortando, y dejando caer los retales del chino en el montón. De vez en cuando paraba para secarse las mejillas con el dorso de la mano, pero tenía que darse prisa. El cadáver se estaba poniendo rígido. Se acercó a una pila y abrió el grifo.

Los calzoncillos, tipo bóxer, eran blancos y demasiado grandes. Los recortó como una costurera y se los quitó. El montón ya estaba completo. Donté, desnudo, se iba del mundo tal como había llegado. Roberta echó jabón líquido en la pila, removió el agua, ajustó la temperatura y cerró el grifo. Después mojó un trapo y empezó a bañar a su hijo. Le lavó los genitales, preguntándose cuánto nietos le habría dado. A Donté le encantaban las chicas, y él a ellas. Le lavó con cuidado el pecho, los brazos, el cuello y la cara, secándolos a medida que se los limpiaba.

Finalizado el baño, pasó a la última parte de sus preparativos, la más difícil. Antes de que la familia saliera para Huntsville, Cedric había pasado por la funeraria con un traje nuevo, comprado y arreglado por Roberta. Estaba colgado en una pared, con una camisa blanca nueva y una corbata dorada muy elegante. Supuso que lo más difícil serían la camisa y la chaqueta, y lo más fácil de manipular los pantalones y los zapatos. Tenía razón. Ahora los brazos de Donté ya no se doblaban. Le deslizó con cuidado la camisa por el brazo derecho, y luego, suavemente, colocó a Donté sobre su lado izquierdo. Pasó la camisa por detrás, volvió a acostarlo, se la encajó en el brazo izquierdo y abrochó rápidamente los botones. Luego hizo lo mismo con la americana, gris oscuro, de mezcla de lana, y al envolverle en ella se paró un segundo para darle un beso en la mejilla. Donté tenía las piernas rígidas. Metódicamente, centímetro a centímetro, fue subiendo unos calzoncillos bóxer de algodón negro, talla L, demasiado grandes; debería haber comprado una M. Con los pantalones tardó bastante. Estiraba suavemente hacia los lados, e hizo un esfuerzo al levantar un momento a Donté por la cintura para acabar la tarea. Una vez que los pantalones estuvieron por la cintura, metió el faldón, cerró la cremallera, pasó un cinturón y lo abrochó. Los pies estaban rígidos, y no había manera de doblar los tobillos. Los calcetines le plantearon más dificultades de lo previsto. Los zapatos eran los negros, de piel y con cordones, que se ponía Donté en su adolescencia para ir a la iglesia.

Los había cogido de su armario, el que Donté compartía con Marvin cuando eran pequeños, y que después de la boda de su hermano se había quedado para él solo. Ahora hacía nueve años que no lo tocaba prácticamente nadie. Roberta lo limpió, quitó el polvo de la ropa, mató los insectos y lo dejó todo más o menos en orden. Horas antes, al sacar los zapatos, se había quedado mucho tiempo delante de la puerta, preguntándose: ¿y ahora qué?

Después de que arrestaron a Donté, Roberta había vivido varios años con la ferviente esperanza de que algún día lo soltarían; un día glorioso, en que la pesadilla llegaría a su fin y él volvería a casa. Dormiría en su cama, comería lo que le hiciera su madre, haría la siesta en el sofá y utilizaría las cosas de su armario. Un día, algún juez o abogado, o cualquier otra persona enzarzada en el impenetrable laberinto del sistema judicial, descubriría la verdad. Entonces llegaría la llamada telefónica del cielo, y ellos lo celebrarían. Sin embargo, las apelaciones habían seguido su curso sin que se obrara ningún milagro, y con el lento paso de los años se habían desvanecido las esperanzas de Donté y también las de muchos otros. Las camisas, tejanos, jerséis y zapatos del armario ya no se usarían nunca; y ella no sabía qué hacer con ellos.

Se dijo que ya tendría tiempo de pensarlo.

Ató los cordones, ajustó los calcetines y bajó el dobladillo de los pantalones. Ahora que estaba vestido, ella ya podía relajarse. Cedric había hecho un nudo de corbata perfecto. Lo pasó por la cabeza, y al conseguir meterlo por debajo del cuello apretó el nudo y toqueteó la corbata hasta que estuviera perfecta. Después de varios retoques, y tras alisar algunas arrugas de los pantalones, retrocedió para admirar su obra. Qué joven tan guapo. Traje gris, camisa blanca y corbata dorada. Había elegido bien.

Se inclinó para darle otro beso. Levántate, Donté, que hay que ir a la iglesia. Allá encontrarás mujer, y tendrás diez hijos. Deprisa, que te has perdido muchas cosas. Por favor. Venga, a lucir tu traje nuevo tan bonito. Vamos, date prisa.

Roberta era consciente de los aspectos más truculentos de la muerte, del embalsamamiento, los fluidos y demás, y sabía que dentro de pocas horas el señor Lamb y su hijo calentarían el cuerpo, quitarían la ropa y procederían a sus indescriptibles tareas. Por eso deseaba tanto aquellos momentos, escasos pero de un valor incalculable, con su hijo, mientras siguiera entero, intacto.

Mañana haría los planes del entierro y se ocuparía de los otros detalles. Sería fuerte y valiente. Ahora quería estar a solas con su hijo, para sufrir, tener partido el corazón y llorar a lágrima viva, como cualquier madre.

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