TERCERA PARTE
LA ABSOLUCIÓN

Capítulo30

El viernes, antes del amanecer, una pequeña comitiva de vehículos salió de la ciudad en dirección al este. La encabezaba la camioneta personalizada de Robbie, con Aaron Rey al volante y Carlos como copiloto. Robbie, en su asiento favorito, tomaba café, echaba un vistazo a la prensa y no le hacía mucho caso a Martha Handler, que bebía café a espuertas, mientras tomaba notas e intentaba despertarse del todo. Detrás de ellos iba el Subaru, donde además de Keith, el conductor, estaba Boyette, aferrado a su bastón, con la mirada perdida en la oscuridad. Tras el Subaru iba una camioneta con capacidad para unos ochocientos kilos, conducida por Fred Pryor. Sus pasajeros eran dos vigilantes de seguridad privados que llevaban unos años trabajando a temporadas en la protección del bufete y el domicilio de Robbie. La camioneta, que era de Fred, transportaba palas, linternas y otros utensilios. Iba seguida por otra, blanca y sin rotular, propiedad de la cadena de televisión de Slone, y conducida por un director de informativos que tenía por nombre Bryan Day y por apodo Hairspray Day, por motivos obvios. [9] Le acompañaba un cámara llamado Buck.

Los cuatro vehículos se habían reunido en el largo camino de entrada de la casa de Robbie a las cinco en punto de la mañana, y habían conseguido salir a hurtadillas, con sigilo, por calles secundarias. El bufete había recibido bastantes llamadas y correos electrónicos para convencer a Robbie de que podía haber gente curiosa por saber adónde se dirigiría el viernes.

Él había dormido cinco horas, y aun esas con somníferos. Estaba más que exhausto, pero quedaba mucho por hacer. A la salida de Lamb & Hijo, tras ver brevemente el cadáver, se había llevado a todos sus acompañantes a su casa, donde DeDe había conseguido sacar bastante comida para alimentarlos a todos. Keith y Boyette habían dormido en el sótano, en un par de sofás, mientras una criada les lavaba y planchaba la ropa.

Todos estaban agotados, pero a nadie le costó saltar de la cama.

Carlos, al móvil, escuchaba más que hablaba. Al final de la llamada dio una noticia.

– Era mi contacto en la emisora de radio. Ha habido unas cuarenta detenciones y más de veinte heridos, pero ninguna víctima mortal, lo cual es un milagro. Tienen cerrado casi todo el centro. De momento la cosa se ha calmado. Hay muchos incendios, tantos que no se pueden ni contar. Han venido camiones de bomberos de Paris, Tyler y otros sitios. Como mínimo han tirado cócteles Molotov (que se ha vuelto el arma favorita) a tres coches de la policía. También le han pegado fuego a la tribuna de prensa del campo de fútbol americano, que aún se está quemando. La mayoría de los incendios son en edificios vacíos. Por ahora no se ha quemado ninguna casa. Se rumorea que el gobernador va a enviar a más efectivos de la Guardia Nacional, aunque no hay nada confirmado.

– ¿Y si encontramos el cadáver? -preguntó Martha.

Robbie sacudió la cabeza, y reflexionó unos instantes.

– Pues entonces lo de esta noche habrá sido un juego de niños.

Habían discutido las múltiples combinaciones y preparativos para el viaje. Para asegurarse de que Boyette no se esfumara, Robbie lo quería en su camioneta, a buen recaudo, ante la atenta mirada de Aaron Rey y Fred Pryor, pero la idea de compartir durante varias horas un espacio pequeño con aquella mala bestia le resultaba insoportable. Keith no estaba dispuesto a prescindir de su Subaru, más que nada por su firme decisión de estar en Topeka el viernes a última hora de la tarde, con Boyette o sin él. Tenía tan pocas ganas como Robbie de estar sentado al lado de él, pero como ya lo había hecho antes, le aseguró a Robbie que podía volver a hacerlo.

Fred Pryor había propuesto meter a Boyette en el asiento trasero de su camioneta y apuntarlo con pistolas. En el equipo de Robbie había muchas ganas de venganza, y si era cierto que Boyette los conducía hasta el cadáver, costaría poco convencer a Fred Pryor y a Aaron Rey de que se lo llevasen a algún sitio entre los árboles y pusieran fin a sus dolores. Así lo intuía Keith, cuya presencia inspiraba respeto. No habría violencia.

La incorporación de Bryan Day había sido compleja. Robbie no se fiaba de los reporteros. Así de claro. Ahora bien, si encontraban lo que buscaban sería necesario grabarlo debidamente por alguien ajeno a su círculo. Day, como era lógico, tenía muchas ganas de acompañarlos, pero lo obligaron a aceptar toda una lista de condiciones, básicamente para impedir que informase de nada hasta que se lo indicase Robbie Flak. Si lo intentaba, él y Buck, el cámara, tendrían muchas posibilidades de recibir una paliza, un tiro o ambas cosas. Day y Buck se daban cuenta de que había mucho en juego. Las normas serían respetadas. Como Day era el director de informativos de la cadena, logró irse sin dejar ninguna pista en el estudio.

– ¿Podemos hablar? -preguntó Martha.

Llevaban media hora de camino, y al fondo el cielo se empezaba a teñir de naranja.

– No -respondió Robbie.

– Ya hace casi doce horas que se ha muerto. ¿En qué piensas?

– Estoy para el arrastre, Martha. No me funciona el cerebro. No pienso en nada.

– ¿Pues en qué pensaste al ver su cadáver?

– Muy enfermo tiene que estar el mundo para que matemos a alguien partiendo del supuesto de que tenemos derecho a matarlo. He pensado que tenía muy buen aspecto ese chico tan guapo allí dormido, sin heridas visibles ni señales de haberse resistido; sacrificado como un perro viejo por unos fanáticos y unos idiotas demasiado vagos y tontos para darse cuenta de lo que hacen. ¿Sabes qué pienso de verdad, Martha?

– Dímelo tú.

– Te lo voy a decir: estoy pensando en Vermont. Veranos frescos, nada de humedad y sin ejecuciones. Un sitio civilizado. Una cabaña al borde de un lago. Aprendería a quitar la nieve con una pala. Si lo vendo todo, y cierro el bufete, puede quedarme un millón neto. Me retiraré a Vermont y escribiré un libro.

– ¿Sobre qué?

– No tengo ni idea.

– Eso no se lo cree nadie, Robbie. Tú nunca te irás. Quizá te tomes un descanso para recobrar el aliento, pero no tardarás en encontrar otro caso, indignarte y poner una demanda, o diez. Lo harás hasta los ochenta años, y luego te sacarán de la estación en camilla.

– A los ochenta no llegaré. Voy por los cincuenta y dos y ya me siento un viejo.

– A los ochenta estarás poniendo demandas.

– No sé.

– Yo sí. Te leo el corazón.

– Ahora mismo, el corazón lo tengo partido, y lo que me apetece es no seguir adelante. Hasta el abogado más inútil podría haber salvado a Donté.

– ¿Y qué podría haber hecho de otra manera ese abogado tan inútil?

Robbie enseñó las palmas.

– Ahora no, Martha, por favor -dijo.

En el coche de detrás se pronunciaron las primeras palabras.

– ¿De verdad que asistió a la ejecución? -preguntó Boyette.

Keith bebió café y esperó un poco.

– Sí. No lo tenía planeado. Fue en el último momento. Yo no quería asistir.

– ¿Preferiría no haberlo visto?

– Muy buena pregunta, Travis.

– Gracias.

– Por un lado, me gustaría no haber visto morir a un hombre, y menos a alguien que se proclamaba inocente.

– Es inocente, o lo era.

– Intenté rezar con él, pero no quiso; dijo que no creía en Dios, aunque antes sí que había creído. Para un pastor es muy difícil estar con alguien que se va a morir y no cree en Dios, o en Cristo, o en el cielo. Yo he estado en camas de hospital, y he visto morir a feligreses míos, y siempre es reconfortante saber que a sus almas les espera un más allá glorioso. No es el caso de Donté.

– Ni el mío.

– Por otro lado, en la cámara de ejecución vi algo que debería ver todo el mundo. ¿Qué sentido tiene esconder lo que hacemos?

– ¿O sea que vería otra ejecución?

– Yo no he dicho eso, Travis.

Era una pregunta a la que Keith no podía contestar. Aún estaba asimilando lo de su primera ejecución, y no podía imaginarse la siguiente. Pocas horas antes, a falta de segundos para conciliar el anhelado sueño, se le había aparecido la imagen de Donté atado con correas a su lecho de muerte. La reprodujo otra vez a cámara lenta. Recordó haber mirado fijamente el pecho de Donté, que se levantaba un poco y luego bajaba. Arriba y abajo, de manera casi imperceptible. Hasta pararse. Acababa de ver exhalar el último suspiro a una persona. Keith sabía que la imagen jamás se le iría de la cabeza.

Al este, el cielo estaba más luminoso. Entraron en Oklahoma.

– Supongo que es mi último viaje a Texas -dijo Boyette.

A Keith no se le ocurrió nada como respuesta.

El helicóptero del gobernador aterrizó a las nueve en punto de la mañana. Dada la gran antelación con que se había avisado a los medios, que esperaban impacientes, el gobernador, Barry y Wayne discutieron a fondo los detalles del aterrizaje. Finalmente, de camino, se decidieron por el aparcamiento contiguo al campo de fútbol americano. Puestos al corriente, los medios de comunicación acudieron a toda prisa al instituto de Slone para cubrir aquella noticia de última hora. La tribuna de prensa estaba en muy mal estado, quemada y chamuscada. Aún había bomberos que limpiaban los escombros. Al salir de su helicóptero, Gilí Newton fue recibido por la policía del estado, varios coroneles de la Guardia Nacional y algunos bomberos especialmente elegidos, y también cansados. Les dio efusivamente la mano, como si fueran marines de vuelta del combate. Barry y Wayne inspeccionaron el terreno sin perder ni un segundo, y organizaron la rueda de prensa de modo que el telón de fondo fuera el campo de fútbol, y sobre todo la tribuna de prensa quemada. El gobernador iba en tejanos y botas de vaquero, sin corbata y con cazadora: un auténtico trabajador.

Con cara de preocupación, pero con el ánimo entusiasta, se puso ante las cámaras y ante los reporteros para condenar la violencia y los disturbios. Prometió proteger a los ciudadanos de Slone y anunció que traería a más efectivos de la Guardia Nacional; si hacía falta, movilizaría a toda la de Texas. Habló de la justicia, tal como se entendía en ese estado. Recurrió a ciertas dosis de provocación racial exhortando a los líderes negros a contener a los vándalos, mientras en ese sentido no decía nada sobre los alborotadores blancos. Despotricó de lo lindo, y al acabar se apartó de los micrófonos sin aceptar preguntas. Ni él, ni Barry ni Wayne tenían ganas de pronunciarse sobre el tema de Boyette.

Se pasó una hora yendo y viniendo por Slone en un coche patrulla, entre pausas para tomar café con los soldados y los policías, charlar con los vecinos y contemplar muy serio, dolorido el semblante, las ruinas de la Primera Iglesia Baptista; todo ello con las cámaras en marcha, grabándolo por la importancia del momento, pero también para futuras campañas.

Finalmente, después de cinco horas, la caravana se detuvo en una tienda al norte de Neosho, Missouri, a unos treinta kilómetros al sur de Joplin. Tras una pausa para ir al baño y tomar más café, pusieron rumbo al norte, ahora con el Subaru en cabeza, seguido de cerca por los otros vehículos.

El nerviosismo de Boyette era patente, y su tic estaba más activo. Sus dedos daban golpes en el bastón.

– Nos estamos acercando al desvío -dijo-. Es a la izquierda.

Estaban en la 59, una carretera muy transitada del condado de Newton que tenía dos carriles. Giraron a la izquierda al pie de una colina, junto a una gasolinera.

– Parece que vamos bien -decía Travis, que obviamente estaba inquieto por el sitio donde los llevaba.

Iban por una carretera de condado, con puentes sobre riachuelos, curvas muy marcadas y cuestas empinadas. La mayoría de las viviendas eran caravanas, con alguna que otra casa cuadrada de ladrillo rojo de los años cincuenta.

– Parece que vamos bien -comentó Boyette.

– ¿Y por aquí vivió usted, Travis?

– Sí, aquí mismo.

Justo después de asentir con la cabeza, Boyette empezó a frotarse las sienes. «No, por favor, otro ataque no -pensó Keith-; ahora no.» Pararon en un cruce, en medio de un pequeño asentamiento.

– Siga todo recto -dijo Boyette. Un centro comercial, con un colmado, una peluquería y un videoclub. El aparcamiento era de grava-. Parece que vamos bien.

Keith quería formular unas preguntas, pero apenas dijo nada. ¿Cuándo Nicole pasó en coche por aquí aún estaba viva, Travis? ¿O ya le había quitado la vida? ¿En qué pensaba usted hace nueve años, al pasar por aquí con esa pobre chica atada, amordazada y llena de moratones, traumatizada por un largo fin de semana de agresiones sexuales?

Doblaron a la izquierda por otra carretera, asfaltada pero más estrecha, y al cabo de casi dos kilómetros pasaron junto a una casa.

– Aquí tenía una tienda el viejo Deweese -dijo Travis-. Me imagino que no estará. Cuando yo era pequeño, ya tenía noventa años.

Se pararon en una señal de stop, delante de la tienda de Deweese.

– Una vez entré a robar aquí -comentó Travis-. Creo que no tenía más de diez años. Me metí por una ventana. Lo odiaba, al muy cabrón. Siga recto.

Keith siguió sus indicaciones sin decir nada.

– La última vez que estuve era de grava -precisó Boyette, como quien evoca un agradable recuerdo de infancia.

– ¿Y eso cuándo fue? -preguntó Keith.

– No lo sé, pastor; en mi última visita para ver a Nicole.

«Tío asqueroso», pensó Keith. La carretera tenía curvas muy pronunciadas, tanto que a veces Keith creyó que darían una vuelta completa y harían un trombo. Las tres camionetas los seguían de cerca.

– Busque un riachuelo con un puente de madera -dijo Boyette-. Parece que vamos bien. -Cien metros después del puente, volvió a hablar-: Ahora más despacio.

– Vamos a quince por hora, Travis.

Boyette miraba a su izquierda, donde la carretera estaba rodeada por una densa maleza.

– Por aquí hay un camino de grava -advirtió-. Más despacio.

Los parachoques casi se tocaban.

– Vamos, Travis, sabandija -dijo Robbie dentro de su camioneta-, no nos dejes como unos mentirosos.

Keith giró a la izquierda por un camino de grava, con robles y álamos que se enlazaban por encima, dándole sombra. Era estrecho y oscuro como un túnel.

– Es aquí -dijo Boyette, aliviado (de momento)-. Este camino sigue más o menos el riachuelo. Un poco más lejos, a la derecha, hay una zona de acampada, o la había.

Keith miró el cuentakilómetros. Condujeron casi a oscuras durante cerca de dos kilómetros, viendo de vez en cuando el agua. No había tráfico, ni sitio para que lo hubiera; tampoco señales de vida humana en las proximidades. La zona de acampada solo era una explanada con espacio para pocas tiendas y coches, y parecía abandonada. Las hierbas llegaban hasta la rodilla. Había dos mesas de picnic de madera rotas y volcadas.

– Cuando era pequeño acampábamos aquí -puntualizó Boyette.

A Keith casi le dio lástima. Intentaba recordar algo agradable y normal de su desdichada infancia.

– Creo que deberíamos parar aquí-dijo Boyette-. Ahora se lo explico.

Los cuatro vehículos frenaron. Todos se reunieron delante del Subaru. Boyette usó el bastón como puntero.

– Hay un camino de tierra que sube por aquella colina -explicó-. Desde aquí no se ve, pero está, o estaba. Solo puede subir la camioneta. Los otros vehículos tendrán que quedarse aquí.

– ¿Está muy lejos? -preguntó Robbie.

– No miré el cuentakilómetros, pero diría que a unos cuatrocientos metros.

– ¿Y qué encontraremos al llegar, Boyette? -preguntó Robbie.

Boyette se apoyó en su bastón, contemplando la maleza que tenía a sus pies.

– Es donde está la tumba, señor Flak. Es donde encontrarán a Nicole.

– Explíquenos algo de la tumba -insistió Robbie.

– Está enterrada en una caja de metal, una caja de herramientas grande que me llevé de la obra donde trabajaba. La tapa de la caja está a más de medio metro de la superficie. Como han pasado nueve años, todo está muy crecido, y será difícil de localizar, pero creo que podré acercarme. Ahora que estoy aquí me viene todo a la memoria.

Tras discutir sobre la logística, decidieron que Carlos, Martha Handler, Day, Buck y uno de los vigilantes de seguridad, que iba armado, se quedasen en la zona de acampada. El resto se apretujaría en la camioneta de Fred y asaltaría la colina con una cámara de vídeo.

– Una cosa más -dijo Boyette-: hace años, a este terreno lo llamaban «Roop's Mountain», y los dueños, la familia Roop, eran de armas tomar. No les gustaban nada los intrusos ni los cazadores, y tenían fama de echar a los que hacían acampada. Es una de las razones de que eligiese este sitio, porque sabía que estaría poco transitado. -Se produjo una pausa, en la que hizo muecas y se frotó las sienes-. Bueno, el caso es que los Roop eran muchos, o sea que me imagino que el terreno todavía será de la familia. Si nos encontramos a alguien, mejor que estemos preparados para lo peor.

– ¿Dónde viven? -preguntó Robbie con cierto nerviosismo.

Boyette señaló en otra dirección con el bastón.

– Bastante lejos. No creo que nos oigan ni nos vean.

– Vamos -dijo Robbie.

Allí estaba el fruto de lo que había empezado el lunes por la mañana con una entrevista pastoral que parecía de rutina: Keith montado en la parte trasera de una camioneta y dando brincos por la ladera de Roop's Mountain -poco más que una colina de medianas dimensiones, densamente poblada de kudzu, hiedra venenosa y bosque espeso-, con la perspectiva nada irreal de un conflicto armado con unos terratenientes que tenían malas pulgas y seguro que Hipados de meta, dentro del esfuerzo final por averiguar si Travis Boyette decía realmente la verdad. Si no encontraban los restos de Nicole, Boyette sería un falsario, Keith un tonto, y Texas acabaría de ejecutar con toda probabilidad al auténtico culpable, Donté.

Ahora bien, si encontraban el cadáver…, a Keith se le escapaba lo que pasaría. La certeza se había convertido en un concepto borroso. Aun así, estaba razonablemente seguro de que a alguna hora de esa misma noche estaría en su casa. No se imaginaba ni remotamente qué sucedería en Texas, pero estaba seguro de que él no lo vería de cerca, sino por la tele, a una distancia prudencial. Estaba bastante seguro de que los hechos causarían sensación, y probablemente fueran históricos.

Boyette iba en el asiento delantero frotándose la cabeza mientras se esforzaba por ver algo que le resultara conocido. Señaló a su derecha. (Estaba seguro de que la tumba quedaba a la derecha del camino.)

– Creo que esto me suena -dijo.

Era una zona de hierbas y arbolillos muy tupidos. Frenaron, bajaron y cogieron dos detectores de metales. Durante un cuarto de hora barrieron el denso sotobosque en busca de pistas, y esperando que sonaran los detectores. Tras ellos cojeaba Boyette, dando golpes de bastón a las hierbas, seguido por Keith y observado por todos.

– Busquen un neumático viejo, de tractor -repitió varias veces.

Sin embargo, por allí no había ningún neumático, y los detectores tampoco emitían ningún ruido. Volvieron a ocupar sus puestos en la camioneta y subieron muy despacio por la cuesta, siguiendo un camino de leñadores que no mostraba indicios de haber sido transitado durante décadas. Primer intento.

El camino desapareció. Fred Pryor hizo avanzar la camioneta unos veinte metros a través de la vegetación, haciendo muecas cada vez que las ramas y las zarzas la rascaban. Los de la parte trasera se agacharon para protegerse de los latigazos de las ramas. Justo cuando Fred estaba a punto de parar, reapareció el camino, vagamente.

– Siga -dijo Boyette.

Después se bifurcaba. Fred paró, mientras Boyette inspeccionaba la bifurcación y sacudía la cabeza. «No tiene ni idea», se dijo Fred. En la parte de atrás, Robbie miró a Keith y meneó la cabeza.

– Por aquí-dijo Boyette, señalando a la derecha.

Fred siguió aquella dirección.

El bosque se volvía más espeso, y los árboles más jóvenes, muy apretados. Como un sabueso, Boyette levantaba la mano y señalaba. Fred Pryor apagó el motor. La partida se esparció por el terreno en busca de un neumático de tractor, o lo que fuera. Una lata de cerveza hizo saltar uno de los detectores, y por unos instantes la tensión sufrió un aumento brusco. Pasó un pequeño avión, volando bajo. Todos se quedaron muy quietos, como si alguien los vigilase.

– Boyette -dijo Robbie-, ¿recuerda si la tumba está debajo de los árboles o en una zona despejada?

Parecía una pregunta razonable.

– Creo que más bien despejada -contestó Boyette-, pero en nueve años han crecido los árboles.

– Genial -masculló Robbie, antes de seguir pisoteando hierba con la mirada fija en el suelo, como si tuviera la pista perfecta a un solo paso.

– No es aquí -dijo Boyette después de media hora-. Sigamos.

Segundo intento.

Keith se encogió en la parte trasera de la camioneta. Robbie y él se miraban, como si ambos dijeran: «Hemos hecho el tonto», pero ninguno de los dos habló. No hablaban porque no había absolutamente nada que decir. Mil pensamientos les rondaban por la cabeza.

El camino giraba. En la siguiente recta, Boyette volvió a señalar.

– Es aquí -dijo, abriendo la puerta de golpe antes de que se apagase el motor.

Se lanzó a un claro de hierba que le llegaba hasta la cintura, mientras los demás lo seguían corriendo. Keith dio unos cuantos pasos y se cayó al tropezar con algo. Al ponerse en pie y limpiarse de bichos y de hierbajos, vio qué le había hecho tropezar: los restos de un neumático de tractor, prácticamente hundido en la vegetación.

– Aquí hay un neumático -anunció.

Los otros dejaron de avanzar. Boyette estaba a pocos metros.

– Vayan a por los detectores de metales -dijo.

Fred Pryor tenía uno, que en cuestión de segundos chasqueó y zumbó, con claras señales de mucha actividad. Aaron Rey sacó dos palas.

El terreno estaba lleno de pedruscos, pero la tierra era blanda y húmeda. Después de diez minutos cavando como un loco, la pala de Fred Pryor chocó con algo que sonaba claramente a metal.

– Vamos a parar un segundo -decidió Robbie.

Tanto Fred como Aaron necesitaban un respiro.

– Bueno, Boyette -dijo Robbie-, explíquenos qué vamos a encontrar.

El tic, y la pausa.

– Es una caja de metal para herramientas hidráulicas, que pesa una barbaridad, la muy jodida; casi me destrozo la espalda al arrastrarla hasta aquí. Es de color naranja, con el nombre de la empresa, R. S. McGuire and Sons, Fort Smith, Arkansas, pintado en la parte de delante. Se abre por arriba.

– ¿Y dentro?

– Ahora, solo huesos. Han pasado nueve años. -Boyette hablaba con aires de autoridad, como si no fuera su primera tumba secreta-. La ropa la tenía doblada, al lado de la cabeza. Tiene un cinturón alrededor del cuello. Debería estar intacto.

Se le apagó la voz, como si de alguna manera aquello le doliese. Durante la pausa, los otros se miraron. Luego Travis carraspeó y siguió hablando.

– Dentro de la ropa deberíamos encontrar su carnet de conducir y una tarjeta de crédito. No quise que me pillaran con eso encima.

– Describa el cinturón -dijo Robbie.

El vigilante de seguridad le pasó una cámara de vídeo.

– Negro, de unos cinco centímetros de ancho, con la hebilla redonda y plateada. Es el arma del crimen.

Siguieron cavando, mientras Robbie lo grababa con la cámara.

– Tendrá un metro y medio de largo -dijo Boyette señalando la silueta de la caja.

Ahora que su forma estaba clara, cada paletada de tierra revelaba algún detalle más. Era naranja, en efecto. Al profundizar se hizo visible el nombre «R. S. McGuire and Sons, Fort Smith, Arkansas».

– Ya está bien -dijo Robbie. Dejaron de cavar. Aaron Rey y Fred Pryor sudaban, y les costaba respirar-. No vamos a sacarla.

La caja de herramientas planteaba un claro reto, que se había hecho cada vez más evidente. La tapa superior estaba fijada con un pestillo, y este con un candado de los de combinación, de esos baratos que se encuentran en todas las ferreterías. Fred carecía de las herramientas necesarias para cortar el candado, pero no cabía duda de que al final conseguirían forzarlo. Habiendo llegado tan lejos, no se quedarían sin ver el interior. Los seis hombres, muy juntos, contemplaron la caja de herramientas naranja y el candado de combinación.

– Bueno, Travis -dijo Robbie-, ¿cuál es la combinación?

Aunque pareciera mentira, Travis sonrió, como si por fin fueran a darle la razón. Se agachó al borde de la tumba, tocó la caja como si fuera un altar y, suavemente, cogió la cerradura y sacudió la tierra. Después giró un par de veces el disco para poner el mecanismo a cero, lo giró lentamente a la derecha, hasta el 17, luego a la izquierda, hasta el 50, otra vez a la derecha, hasta el 4, y por último a la izquierda, hasta el 55. Después de un titubeo, bajó la cabeza, como si escuchase algo, y estiró con fuerza. Se oyó un suave clic, y el candado se abrió.

Robbie lo filmaba a un metro y medio de distancia. A pesar de donde estaba, y de lo que estaba haciendo, a Keith se le escapó una sonrisa.

– No lo abráis -dijo Robbie.

Pryor fue rápidamente a la camioneta, de la que trajo un paquete. Distribuyó guantes y mascarillas médicas, y cuando se los hubo puesto todo el mundo, Robbie dio la cámara a Pryor con instrucciones de que empezara a rodar. Después indicó a Aaron que bajase y abriese lentamente la tapa. Aaron lo hizo. No había ningún cadáver, solo huesos: los restos de una persona, supusieron que Nicole. Tenía las manos y los dedos entrelazados por debajo de las costillas, pero los pies estaban cerca de las rodillas, como si Boyette no hubiera tenido más remedio que doblarla para que cupiese en la caja de herramientas. En la calavera, intacta, solo faltaba un molar. Tenía una dentadura perfecta. Lo sabían por las fotos. Alrededor del cráneo había largas hebras de pelo rubio, y entre el cráneo y el hombro una tira de cuero negro, supusieron que el cinturón. Junto al cráneo, en una esquina de la caja, se veía algo que parecía ropa.

Keith cerró los ojos y rezó.

Robbie también cerró los suyos y lanzó una maldición.

Boyette retrocedió y se sentó al borde del neumático de tractor, entre las hierbas, donde empezó a frotarse la cabeza.

Mientras Fred seguía rodando, Robbie dio instrucciones a Aaron de que sacara con cuidado el rollo de ropa. Los artículos estaban intactos, si bien desgastados en algunos bordes, y con cierto número de manchas. Una blusa azul y amarilla, con algún tipo de fleco, y un agujero grande y feo, obra de los insectos o de la carne en putrefacción. Una falda blanca corta, muy manchada. Sandalias marrones. Sostén y bragas a juego, azul oscuro. Y dos tarjetas de plástico: el carnet de conducir y una MasterCard. Las cosas de Nicole fueron depositadas ordenadamente junto a su tumba.

Boyette volvió a la camioneta y se sentó en el asiento delantero, dándose un masaje en la cabeza. Robbie estuvo dando órdenes y haciendo planes durante diez minutos. Hicieron decenas de fotos, pero no tocaron nada más. Ahora era un lugar del delito, del que se ocuparían las autoridades locales.

Aaron y el vigilante de seguridad se quedaron, mientras el resto bajaba otra vez de Roop's Mountain.

Capítulo31

A las diez de la mañana, el aparcamiento de la funeraria Lamb & Hijo estaba lleno, y la calle, bordeada de coches. El cortejo fúnebre, con sus mejores galas de domingo, formaba una hilera que empezaba en la puerta principal y, en fila de a tres o de a cuatro, cruzaba el pequeño césped, seguía por la calle y daba la vuelta a la esquina. Tristes y enojados, cansados y nerviosos, no sabían muy bien qué les pasaba, ni qué estaba ocurriendo en su tranquila ciudad. Finalmente, poco antes del amanecer, habían cesado las sirenas, los petardos, los disparos y el griterío en las calles, dejando unas horas de margen para descansar, aunque nadie esperaba que la normalidad volviese a las calles, ni el viernes ni durante el fin de semana.

Habían visto por la tele el inquietante rostro de Travis Boyette; habían oído su venenosa confesión, y la creían, porque siempre habían creído a Donté. Quedaban más cosas por contar, y si era cierto que a la chica la había matado Boyette, alguien lo pagaría muy caro.

En la policía de Slone había ocho agentes negros, todos los cuales se presentaron voluntarios para la misión. Aunque la mayoría llevara muchas horas sin dormir, estaban resueltos a rendir homenaje al difunto. Despejaron la calle de delante de la funeraria y desviaron el tráfico, pero lo que más les costó fue mantener a raya a los reporteros, que eran legión: todos en su sitio detrás del cordón policial, a una manzana de distancia.

Tras abrir con llave la puerta principal, Hubert Lamb saludó a la primera tanda de asistentes y les pidió que firmasen en el libro de visitas. La multitud empezó a moverse despacio, sin prisas. Se tardaría una semana en enterrar a Donté. Habría tiempo de sobra para presentarle los debidos respetos.

Donté estaba expuesto en la sala principal, con el ataúd abierto y cubierto de flores. Al pie del féretro, encima de un trípode, había una ampliación de su foto de último año de instituto: un chico de dieciocho años con americana y corbata, bien parecido. El retrato se lo habían hecho un mes antes de la detención. Sonreía, soñando aún con jugar a fútbol americano. Sus ojos estaban llenos de esperanza y ambición.

Su familia estaba cerca del ataúd, donde llevaban una hora tocándolo, llorando y tratando de ser fuertes por los invitados.

En la zona de acampada, Robbie describió la escena a Carlos y a los demás. Bryan Day quería ir a la tumba sin dilación, y filmarlo todo antes de que llegase la policía, pero Robbie no lo veía muy claro. Discutieron, aunque los dos eran conscientes de que la decisión final correspondía a Robbie. Fred Pryor estaba llamando por su móvil, tratando de localizar al sheriff del condado de Newton. Martha Handler hablaba con Aaron por móvil y tomaba notas. De repente se oyó un grito, un grito de angustia, a la vez que Boyette se caía al suelo y empezaba a temblar intensamente. Keith se arrodilló a su lado. Los otros acudieron a ver qué pasaba, impotentes. Hubo miradas de extrañeza. Al cabo de un minuto, aproximadamente, pareció que el ataque se le fuera pasando, y se atenuaron los temblores y las sacudidas. Boyette se cogió la cabeza con las manos, gimiendo de dolor. Después pareció que se moría. Se le quedó el cuerpo flácido, completamente inmóvil. Keith esperó. Después le tocó el hombro.

– ¿Me oye, Travis? -preguntó.

Evidentemente, no lo oía. No hubo respuesta.

Keith se levantó.

– Se suele desmayar unos minutos.

– Vamos a ayudarlo a que no sufra -dijo Robbie-. Un tiro en la cabeza y listos. Cerca de aquí hay una tumba a punto de quedarse vacía.

– Vamos, Robbie -insistió Keith.

Pareció que a los demás les gustaba la idea. Se apartaron, y no tardaron mucho en encontrar otras ocupaciones. Pasaron cinco minutos. Boyette seguía sin moverse. Keith se arrodilló para tomarle el pulso. Era regular, pero débil.

– Robbie -dijo unos minutos más tarde-, creo que es grave. Está inconsciente.

– Yo no soy neurocirujano, Keith. ¿Qué quieres que haga?

– Necesita atención médica.

– Lo que necesita es un funeral, Keith. ¿Por qué no te lo llevas otra vez a Kansas, y lo entierras?

Keith se levantó y dio unos pasos hacia donde estaba Robbie.

– Eso es demasiado duro, ¿no te parece? -replicó.

– Perdona, Keith. Por si no te has dado cuenta, están pasando muchas cosas, y la salud de Boyette no forma parte de mis prioridades.

– Tampoco podemos dejar que se nos muera aquí.

– ¿Por qué no? Total, ya está prácticamente muerto, ¿no?

Boyette gruñó y sufrió una convulsión de los pies a la cabeza, como si le atravesase una réplica. Después volvió a quedarse inmóvil.

Keith tragó saliva.

– Necesita un médico -dijo.

– Está bien, pues ve a buscar uno.

Los minutos pasaban lentamente, y Boyette no reaccionaba. A los demás les daba igual. Keith barajaba la posibilidad de irse solo en su coche, pero no era capaz de desatender a un moribundo. El vigilante de seguridad lo ayudó a subir a Boyette a la parte trasera del Subaru. Fred Pryor llegó del riachuelo.

– Era el sheriff -dijo-. Al final he conseguido hablar con él y convencerlo de que va en serio, que hemos encontrado un muerto en su jurisdicción. Viene para aquí.

Mientras Keith abría la puerta de su coche, Robbie se acercó.

– Llámame al llegar a un hospital -dijo-, y ten vigilado a Boyette; seguro que las autoridades de aquí quieren hablar con él. De momento no hay ninguna investigación abierta, pero podría haberla muy pronto, sobre todo si reconoce que mató a la chica en este estado.

– Casi no tiene pulso -informó el vigilante de seguridad desde el asiento trasero.

– No pienso montar guardia, Robbie -dijo Keith-. Yo ya he terminado. Me voy. Lo dejo en el hospital, sea donde sea, y me voy pitando a Kansas.

– Tienes nuestros números de móvil. Con que nos mantengas al corriente ya está bien. Seguro que en cuanto el sheriff vea la tumba enviará a alguien a ver a Boyette.

Se dieron la mano, sin saber si volverían a verse. La muerte crea extraños vínculos. Tenían la impresión de que se conocían desde hacía años.

Cuando el Subaru desapareció en el bosque, Robbie miró el reloj. Había tardado unas seis horas en venir desde Slone y encontrar el cadáver. Si Travis Boyette no se hubiera retrasado tanto, Donté Drumm estaría vivo, y a punto de que lo absolviesen. Escupió al suelo, y en su fuero interno deseó a Boyette una muerte lenta y dolorosa.

Durante los tres cuartos de hora en coche desde la zona de acampada -incluidas como mínimo cuatro paradas para preguntar por el camino-, Boyette no se había movido, ni había hecho ningún ruido. Parecía que estaba muerto. En la entrada de urgencias, Keith explicó a un médico que Boyette tenía un tumor, pero no entró en más detalles. El médico tuvo curiosidad por saber por qué un pastor de Kansas pasaba por Joplin con un enfermo grave que no era pariente ni feligrés suyo. Keith le dijo que era una historia muy larga, y que estaría encantado de contársela cuando tuviera tiempo. Ambos sabían que nunca lo tendrían, y que la historia quedaría sin contar. Tras colocar a Boyette en una camilla, con su bastón, se lo llevaron por el pasillo para que lo examinasen. Keith lo vio desaparecer al otro lado de una puerta basculante. Después buscó asiento en la sala de espera y llamó a Dana para dar señales de vida. La incredulidad de su mujer había aumentado con cada parte informativo, a cuál más impactante. Parecía insensible a cualquier novedad. Muy bien, Keith. Sí, Keith. Claro, Keith. Ven a casa, Keith, por favor.

A continuación, llamó a Robbie, para decirle dónde estaban. Boyette seguía vivo, y lo estaban examinando. Robbie aún esperaba que llegase el sheriff. Tenía muchas ganas de dejar el lugar del crimen en manos de profesionales, aunque era consciente de que tardarían un poco.

Keith llamó a Matthew Burns.

– Hombre, Matt, buenos días -dijo alegremente al oír su voz-. Ahora estoy en Missouri, donde hace una hora hemos abierto la tumba y hemos visto los restos de Nicole Yarber. No está mal esa noticia un viernes por la mañana…

– ¿Qué otras novedades hay? ¿Cómo estaba ella?

– En los huesos, pero la identificación es terminante. Boyette dice la verdad. Se han equivocado de persona. Es increíble, Matt.

– ¿Cuándo vuelves?

– Antes de comer. No tardaré, porque Dana ya está desesperada.

– Tenemos que vernos mañana a primera hora. He visto todas las noticias, sin perderme ni un minuto, y tú no salías ni una sola vez. Tal vez hayas pasado inadvertido. Tenemos que hablar. ¿Dónde está Boyette?

– En un hospital de Joplin, creo que muñéndose. Yo estoy con él.

– Déjalo, Keith. Quizá se muera. Que se preocupen otros. Tú sube al coche y arreando.

– Es lo que pienso hacer. Me quedaré hasta que me digan algo, y luego a conducir. Kansas queda a unos minutos.

Pasó una hora. Robbie llamó a Keith para informarle de que había llegado el sheriff, y de que ahora Roop's Mountain estaba llena de policías. Dos agentes de la policía del estado iban de camino al hospital, para detener a Boyette. Keith accedió a esperarlos y a irse cuando llegasen.

– Gracias por todo, Keith -dijo Robbie.

– No ha sido suficiente.

– No, pero había que tener valor. Te has esforzado. Más no podías hacer.

– Seguimos en contacto.

Los policías del estado, Weshler y Giles, eran los dos sargentos. Después de las presentaciones, muy escuetas, preguntaron a Keith si estaba dispuesto a aclararles unas cuantas cosas. Por supuesto, cómo no. ¿Qué más se podía hacer en una sala de espera de urgencias? Era casi la una del mediodía. Compraron bocadillos en una máquina, y encontraron una mesa. Giles tomaba notas. De casi todas las preguntas se encargaba Weshler. Keith empezó por el lunes por la mañana, y desgranó los puntos culminantes de aquella semana tan inusual. A veces parecían dudar de su veracidad. Ellos no habían seguido el caso Drumm, pero desde que Boyette se había declarado públicamente culpable, y había comentado que el cadáver estaba enterrado cerca de Joplin, habían empezado a sonar los teléfonos. Entonces ellos se habían puesto al día, viendo más de una vez la cara y las declaraciones de Boyette. La aparición de un cadáver los situaba en pleno centro de una noticia que no dejaba de agrandarse.

Fueron interrumpidos por un médico, que explicó que Boyette estaba estable, descansando. Sus constantes vitales eran normales. La radiografía que le habían hecho en la cabeza confirmaba la presencia de un tumor del tamaño de un huevo. El hospital necesitaba ponerse en contacto con algún familiar. Keith trató de explicar lo poco que sabía sobre los parientes de Boyette.

– Lo único que sé es que tiene a un hermano en la cárcel, en Illinois -dijo.

– Bueno -respondió el médico, rascándose la mandíbula-, ¿cuánto tiempo quieren que nos lo quedemos?

– ¿Cuánto tendrían que quedárselo?

– Hasta mañana. Más allá de eso, no estoy seguro de que podamos ayudarlo.

– Mío no es, doctor -dijo Keith-. Yo solo lo llevo en coche.

– ¿También forma parte de esa historia tan larga?

Tanto Giles como Weshler asintieron. Keith propuso al médico que se pusiera en contacto con los médicos del hospital St. Francis de Topeka. Quizá el pequeño grupo pudiera idear algún plan para Travis Boyette.

– ¿Dónde está ahora? -preguntó Weshler.

– En una habitación pequeña de la segunda planta -contestó el médico.

– ¿Podríamos verlo?

– Ahora no. Tiene que descansar.

– ¿Y quedarnos a la puerta de la habitación? -preguntó Giles-. Tenemos previsto que se le acuse de un asesinato, y nos han ordenado que lo vigilemos.

– De aquí no va a salir.

Weshler se molestó. El doctor intuyó que era inútil discutir.

– Síganme -dijo.

– Eh, vosotros -dijo Keith cuando empezaban a alejarse-, yo puedo irme, ¿no?

Weshler miró a Giles; Giles escrutó a su compañero, y ambos miraron al doctor.

– Pues claro -dijo Weshler-, ¿por qué no?

– Es todo vuestro -dijo Keith, que ya se iba, caminando hacia atrás.

Cruzó la entrada de urgencias y apretó el paso hacia su coche, que estaba cerca, en un aparcamiento. Tras buscar seis dólares en sus menguantes reservas de dinero en efectivo, pagó al encargado y pisó el acelerador para salir a la calle. «Por fin, libre», se dijo. Nada más estimulante que mirar el asiento vacío y saber que con un poco de suerte nunca volvería a estar cerca de Travis Boyette.

A Weshler y Giles les dieron unas sillas plegables. Se apostaron en el pasillo, junto a la puerta de la habitación número ocho. Tras llamar a su superior, y ponerlo al corriente del estado de Boyette, empezaron a matar el tiempo leyendo revistas. Al otro lado de la puerta había seis camas, separadas entre sí por finas cortinas. Al fondo había una ventana grande que daba a un solar vacío y, junto a la ventana, una puerta que usaba a veces el personal de servicio.

Al cabo de un rato volvió el médico, que habló con los agentes y entró para echarle un vistazo a Boyette. Al apartar la cortina de la cama cuatro, se quedó de piedra.

Los tubos colgaban sueltos. Sobre la cama, muy bien hecha, había un bastón negro. Boyette había desaparecido.

Capítulo 32

Robbie Flak y su pequeño equipo se pasaron dos horas observando el circo. Poco después de que llegara el sheriff, y comprobase la existencia de una tumba, Roop's Mountain atrajo a toda la policía de cien kilómetros a la redonda: la local, la del estado, el forense del condado, investigadores de la policía de tráfico del estado de Missouri, y por último un experto de la científica.

Ruido de radios, gritos, y por encima de todo un helicóptero. Al saberse que Boyette se había esfumado, los policías lo insultaron como si lo conociesen de toda la vida. Robbie marcó el número del móvil de Keith, para darle la noticia. Keith le explicó lo ocurrido en el hospital. No creía que en aquellas condiciones físicas pudiera ir muy lejos. Coincidieron en que lo cogerían, más pronto que tarde.

A las dos del mediodía, Robbie se cansó de estar allí. Él ya lo había contado todo, y había contestado a mil preguntas de los investigadores. No quedaba nada que hacer. Habían encontrado a Nicole Yarber, y estaban listos para regresar a Slone, donde les esperaban muchos temas por zanjar. Bryan Day tenía imágenes suficientes para una miniserie, aunque no tendría más remedio que guardárselas durante algunas horas. Robbie informó al sheriff que se marchaban. La caravana, de la que ya no formaba parte el Subaru, fue esquivando coches hasta volver a la carretera y poner rumbo al sur. Carlos envió decenas de fotos al bufete por correo electrónico, además del vídeo. Estaban montando una presentación.

– ¿Podemos hablar? -preguntó Martha Handler después de unos minutos de camino.

– No -contestó Robbie.

– Ya has hablado con la policía. ¿Y ahora qué?

– Dejarán los restos en la caja de herramientas y se lo llevarán todo a Joplin, a un laboratorio móvil de criminología. Harán su trabajo, y luego ya veremos.

– ¿Qué buscarán?

– Bueno, primero intentarán identificar el cadáver con el historial dental, que debería ser fácil; probablemente no tarden más que unas horas. Es posible que esta noche ya digan algo.

– ¿Tienen el historial dental de Nicole?

– Yo les he dado una copia. Con anterioridad al juicio de Donté, la acusación nos dejó varias cajas de pruebas una semana antes de que seleccionásemos al jurado. El caso es que la fastidiaron, lo cual no tiene nada de raro, y que en una carpeta había unos rayos equis de los dientes de Nicole. Durante los primeros días de la investigación circulaban varias copias, y una la tenía Koffee, que nos la dio sin querer. No es que fuera gran cosa, porque en el juicio no se habló de su historial dental. Ya sabes que no había cadáver. La carpeta se la envié otra vez a Koffee un año más tarde, pero antes me hice una copia. Nunca se sabe lo que puedes necesitar.

– ¿Él sabía que te habías quedado una copia?

– No me acuerdo, pero lo dudo. Tampoco es muy importante.

– ¿No hay vulneración de la intimidad?

– Pues claro que no. ¿Qué intimidad, la de Nicole?

Martha tomaba notas, con la grabadora encendida. Robbie cerró los ojos, intentando no mostrar preocupación.

– ¿Qué más buscarán? -preguntó Martha.

Robbie frunció el ceño, pero no abrió los ojos.

– Después de nueve años es imposible establecer la causa de la muerte en un estrangulamiento. Buscarán restos de ADN, tal vez en la sangre seca, o en el pelo. Nada más; ni semen, ni piel, ni saliva, ni cerumen, ni sudor. Nada de eso aguanta tanto tiempo en un cadáver en descomposición.

– ¿El ADN es importante? Lo digo porque como sabemos quién la mató…

– Sí, lo sabemos, pero a mí me encantaría tener la prueba del ADN. Si la conseguimos, será el primer caso en toda la historia del país en que sepamos con pruebas de ADN que se ha ejecutado a un inocente. Hay unos diez casos en los que tenemos la firme sospecha de que el estado se equivocó al ejecutar al culpable, pero ninguno con pruebas biológicas claras. ¿Quieres beber algo? A mí me hace falta.

– No.

– ¿Algo de beber, Carlos?

– Sí, para mí una cerveza.

– ¿Aaron?

– Estoy conduciendo, jefe.

– Era broma.

Robbie sacó de la nevera dos cervezas, y le tendió una a Carlos. Después de echar un largo trago, volvió a cerrar los ojos.

– ¿En qué piensas? -preguntó Martha.

– En Boyette, en Travis Boyette. Nos ha faltado tan poco… Si nos hubiera dado veinticuatro horas más, podríamos haber salvado a Donté. Ahora solo quedan las secuelas.

– ¿Qué le pasará a Boyette?

– Lo acusarán de asesinato, aquí en Missouri; y si vive lo suficiente, lo encausarán.

– ¿Y en Texas? ¿También lo encausarán?

– Claro que no. No reconocerán nunca en la vida haber matado a un inocente. Koffee, Kerber, la jueza Vivían Grale, el jurado, los jueces de apelación, el gobernador… Ni uno solo de los culpables de esta farsa admitirá alguna vez haberse equivocado. Mira cómo corren. Mira cómo señalan a otros. Quizá no nieguen sus errores, pero lo que está muy claro es que no los reconocerán. Sospecho que se estarán quietecitos y escondidos hasta que pase el temporal.

– ¿Podrán?

Otro trago de la botella. Robbie sonrió a la cerveza, y se pasó la lengua por los labios.

– Nunca han enjuiciado a ningún poli por la condena de un inocente. Kerber debería ir a la cárcel, y Koffee lo mismo. Son directamente responsables de la condena de Donté, pero Koffee controla al gran jurado; es el que manda en el sistema, y así es difícil que haya algún encausamiento penal, a menos que yo pueda convencer al Departamento de Justicia de que investigue, claro. Intentarlo, claro que lo intentaré. Y aún nos quedan los tribunales civiles.

– ¿Demandas?

– ¡Por supuesto! Muchas. Demandaré a todo el mundo. Ya estoy impaciente.

– Creía que te ibas a vivir a Vermont.

– Eso quizá tenga que dejarlo para más tarde. Aún no he acabado del todo con el tema.

El viernes, a las dos del mediodía, el consejo escolar municipal de Slone celebró una reunión de emergencia. El orden del día tenía un solo punto: el partido. Estaba previsto que el equipo de Longview llegara a las cinco de la tarde, y que a las siete y media se pusiera en movimiento la pelota. La dirección y los entrenadores de Longview temían por la seguridad tanto de sus jugadores como de sus hinchas, y no les faltaba razón: ahora los disturbios de Slone recibían por sistema el calificativo de «raciales», una descripción sensacionalista tan inexacta como contagiosa.

Las llamadas amenazadoras a la comisaría de Slone y al instituto habían sido incesantes. Si intentaban jugar el partido, habría problemas, y muchos. El comisario jefe, Joe Radford, pidió al consejo que lo cancelase o que lo pospusiera. Cinco mil personas juntas, casi todas blancas, serían un blanco demasiado goloso para quienes buscaban trifulca. No menos inquietante era la perspectiva de que todas las casas de los espectadores se quedaran vacías y desprotegidas durante el partido. El entrenador reconocía que en el fondo tampoco quería jugar. Los chicos estaban demasiado inquietos; no solo eso, sino que sus mejores jugadores, negros todos ellos, hacían boicot. Su tailback estrella, Trey Glover, aún estaba en la cárcel. Ambos equipos contaban seis victorias y dos derrotas, y confiaban llegar a las finales del estado. El entrenador sabía que con un equipo blanco al cien por cien sus posibilidades eran nulas, pero no jugar equivalía a perder, lo cual le tenía tan perplejo como a todos los demás ocupantes de la sala.

El director describió la tribuna de prensa quemada, la tensión de los últimos dos días, la cancelación de clases y las amenazas telefónicas que había recibido su despacho durante todo el día. Estaba agotado, nervioso, y prácticamente suplicó al consejo que cancelase el partido.

En la reunión había un mando de la Guardia Nacional, que habría preferido estar en otro sitio. A él le parecía posible controlar la zona del estadio, y que se jugara el partido sin incidentes, pero compartía la preocupación del jefe por lo que pudiera pasar durante aquellas tres horas en el resto de la ciudad. Ante la insistencia en que se pronunciara, reconoció que lo más seguro era cancelarlo.

Entre ansias y desasosiegos, los miembros del consejo se pasaban papelitos. Para ellos, tratar de presupuestos, currículos, disciplina y otros muchos temas importantes era pura rutina, pero nunca se habían enfrentado a algo tan trascendental como anular un partido de instituto. Se presentaban a las elecciones cada cuatro años, y la perspectiva de enajenarse al electorado pesaba mucho. Si votaban a favor de la cancelación, y el equipo de Slone se veía obligado a no jugar, darían la imagen de ceder a los boicoteadores y los alborotadores. Si en cambio votaban por jugar, y pasaba algo malo, con heridos, sus adversarios les echarían la culpa.

Alguien sugirió un acuerdo, y la idea se impuso rápidamente. Una rápida serie de llamadas convirtió dicho acuerdo en realidad. En vez de jugarse aquella noche en Slone, el partido se disputaría el día siguiente, en alguna localidad próxima, sin que se concretase el lugar exacto. Longview accedió. Su entrenador, que estaba al corriente del boicot, olía sangre. La ubicación del terreno neutral se mantendría en secreto hasta dos horas antes del comienzo del partido. Tras una hora de viaje, aproximadamente, los dos equipos se enfrentarían sin espectadores y todo volvería a la normalidad. El acuerdo fue del agrado de todos salvo del primer entrenador, que apretó animosamente la mandíbula y pronosticó una victoria. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Durante toda la mañana, y parte de la tarde, la estación de trenes fue un imán para los reporteros. Era el último lugar donde había sido visto Boyette, un personaje que ahora era el centro de la atención. Su escalofriante confesión casi llevaba un día entero en el bucle de las cadenas de noticias, con la novedad de que ahora se añadía su pasado. Su pintoresco historial delictivo estaba en el candelero, y su credibilidad, en entredicho. Salían en directo expertos de todo pelaje, que emitían opiniones acerca de su infancia, su perfil y sus motivos. Un charlatán lo tachó directamente de mentiroso, y no se cansó de decir que «aquellos asquerosos» buscaban un cuarto de hora de fama y que disfrutaban torturando a las familias de las víctimas. Un ex fiscal de Texas opinó sobre la ecuanimidad del juicio y las apelaciones de Drumm, y aseguró a todos sus oyentes que el sistema funcionaba de maravilla. Evidentemente, Boyette estaba de psiquiatra.

La historia, al prolongarse, perdió cierta capacidad de impacto. Ya no estaba Boyette para añadir nuevos detalles, ni para defenderse. Tampoco estaba Robbie Flak. Los reporteros sabían que su coche no se encontraba en el bufete. ¿Adónde había ido?

Dentro de la estación, Sammie Thomas, Bonnie y Fanta adoptaron una mentalidad de asedio e intentaron trabajar, pero era imposible. Los teléfonos sonaban sin descanso, y cada hora, aproximadamente, alguno de los reporteros más osados estaba a punto de llegar hasta la puerta, antes de que se lo impidiera uno de los vigilantes de seguridad. Con el paso del tiempo, la multitud empezó a entender que Boyette no estaba dentro, ni tampoco Robbie.

Al final los reporteros se fueron, por aburrimiento, y recorrieron Slone en busca de algún incendio o pelea. En su deseo de llegar al fondo del asunto, entrevistaron a soldados de la Guardia Nacional que patrullaban por las calles, y filmaron varias veces las iglesias y edificios chamuscados. También hablaron con jóvenes negros indignados, frente a salas de billar y bares, y metieron sus micros en más de una camioneta para obtener jugosos comentarios de los vecinos que habían salido de patrulla. Después, como volvían a aburrirse, regresaron a la estación de trenes y esperaron noticias de Boyette. ¿Dónde narices estaba?

Al caer la tarde empezó una concentración en el parque Washington. La noticia circuló entre los medios de comunicación, que acudieron raudos. Su presencia atrajo a más jóvenes negros, y en poco tiempo el rap lo atronaba todo y saltaban los petardos. Era un viernes por la noche: día de cobro y de cerveza, principio del fin de semana, y momento de desfogarse un poco.

La tensión iba en aumento.

Unas cuarenta horas después de salir de la casa del pastor en compañía no deseada, Keith volvió a ella en solitario. Tras apagar el motor, se quedó un instante sentado en el coche, para situarse. Dana, que lo esperaba en la cocina, lo recibió con un abrazo y un beso.

– Pareces cansado -le dijo con dulzura.

– Estoy bien -respondió él-. Lo único que necesito es dormir toda la noche. ¿Dónde están los niños?

Los niños estaban en la mesa, comiendo raviolis, y se lanzaron encima de su padre como si llevase fuera todo un mes. Clay, el mayor, llevaba puesto su equipo de fútbol americano, listo para un partido. Tras un largo abrazo, la familia se sentó para acabar de cenar.

En el dormitorio, Keith, tras darse una ducha rápida, se vistió.

Dana lo observaba, sentada al borde de la cama.

– Aquí nadie ha hecho ningún comentario -dijo-. He hablado un par de veces con Matthew. Hemos estado mirando las noticias y llevamos horas en internet, pero tu nombre no ha salido en ningún sitio. Mil fotos, pero de ti ni rastro. La iglesia cree que has tenido que salir por alguna urgencia, o sea que por ese lado no hay sospechas. Quizá tengamos suerte.

– ¿Qué noticias hay de Slone?

– No gran cosa. Han aplazado el partido de esta noche, y han dado la noticia como si se hubiera estrellado un avión de pasajeros.

– ¿Ninguna noticia de Missouri?

– Nada.

– Ya saldrá dentro de poco. No puedo imaginarme la conmoción que habrá cuando anuncien que han encontrado el cadáver de Nicole Yarber. La ciudad explotará.

– ¿Cuándo será?

– No lo sé. No tengo claro cuáles son los planes de Robbie.

– ¿Robbie? Lo dices como si fuerais amigos de toda la vida.

– Es que lo somos. Lo conocí ayer, pero hemos hecho un largo viaje juntos.

– Estoy orgullosa de ti, Keith. Has hecho una locura, pero también has sido muy valiente.

– Yo no me siento valiente. Ahora mismo no estoy seguro de cómo me siento; más que nada, en estado de shock. Creo que aún me dura el aturdimiento. Ha sido una aventura bastante excepcional, pero hemos perdido.

– Al menos lo has intentado.

Keith se puso un jersey y se metió la camiseta por dentro del pantalón.

– Lo que espero es que cojan a Boyette. ¿Y si encuentra otra víctima?

– Vamos, Keith, se está muriendo.

– Pero se ha dejado el bastón, Dana. ¿Cómo explicas eso? Yo llevo cinco días paseándome con él, como si fuera un año, y le costaba caminar sin bastón. ¿Por qué iba a dejarlo?

– Tal vez haya pensado que con bastón lo reconocerían antes.

Keith se apretó el cinturón y lo abrochó.

– Tenía una fijación contigo, Dana. Te ha nombrado varias veces, diciendo algo así como «esa mujer tan mona que tiene».

– A mí no me preocupa Travis Boyette. Tendría que ser muy tonto para volver a Topeka.

– Cosas más tontas ha hecho. Fíjate en cuántas veces lo han detenido.

– Tenemos que irnos. El partido es a las seis y media.

– Ya tengo ganas de verlo. Necesito alguna distracción. ¿Tenemos alguna botella de vino de misa por aquí?

– Creo que sí.

– Me alegro. Necesito beber algo. Vamos a ver un poco de fútbol, y luego nos pasamos el resto de la noche poniéndonos al día.

– Quiero que me lo cuentes todo.

Capítulo 33

La reunión la organizó el juez Elias Henry, que aunque carecía de autoridad para mover a la gente un viernes por la noche, tenía una capacidad de persuasión más que suficiente. Paul Koffee y Drew Kerber llegaron puntualmente a su despacho, a las ocho de la tarde. El siguiente en llegar fue Joe Radford. Los tres se sentaron juntos en un lado de la mesa de trabajo del juez. Robbie ya llevaba media hora en la sala, en compañía de Carlos, y el ambiente estaba cargado. No hubo saludos, apretones de manos ni cumplidos. Al cabo de un momento llegó el alcalde Rooney, que se sentó a solas, lejos de la mesa.

El juez Henry, con el traje negro, la camisa blanca y la corbata naranja de siempre, empezó hablando con solemnidad.

– Ya están todos aquí. El señor Flak tiene información.

Robbie estaba sentado enfrente de Kerber, Koffee y Radford, quietos y sumisos los tres como si esperasen una sentencia de muerte.

– Hemos salido de Slone hacia las cinco de la mañana -empezó a explicar-, y hemos ido al condado de Newton, Missouri. Nos acompañaba Travis Boyette. El viaje ha durado casi seis horas. Con las indicaciones de Boyette, hemos llegado a una zona apartada del condado, primero por carreteras secundarias y luego por caminos de tierra, hasta un sitio que los de allí llaman Roop's Mountain; un sitio aislado, apartado y lleno de maleza. A ratos Boyette no se acordaba muy bien, pero al final nos ha llevado a donde dice que enterró a Nicole Yarber. -Hizo una señal con la cabeza a Carlos, que apretó una tecla de su ordenador portátil. Al fondo de la sala, en una pizarra, apareció una foto del claro lleno de hierbas. Robbie siguió hablando-. Hemos encontrado el punto exacto, y hemos empezado a cavar. -En la siguiente foto salían Aaron Rey y Fred Pryor con unas palas-. Cuando Boyette estuvo en Slone, en otoño de 1998, trabajó para una empresa de Fort Smith que se llamaba R. S. McGuire and Sons. En la parte trasera de su camioneta llevaba una caja grande de metal que había servido para guardar herramientas hidráulicas. Fue lo que usó para enterrarla. -Siguiente foto: la tapa de la caja de herramientas naranja-. El suelo no era duro. En diez o quince minutos encontramos esto. -Siguiente foto: la mitad superior de la caja de herramientas, con la inscripciónr. s. mcguire and sons-.Como ven, la caja se abría por arriba y tenía un pestillo lateral. En el pestillo había un candado de esos de combinación, que Boyette decía haber comprado en una ferretería de Springdale, Arkansas. Como se acordaba de la combinación, la abrió. -Siguiente foto: Boyette de rodillas al lado de la tumba, manipulando el candado. La cara de Koffee se puso muy pálida. Kerber tenía la frente sudada-. Al abrir la caja, encontramos esto. -Siguiente foto: el esqueleto-. Antes de abrirla, Boyette nos dijo que tenía que haber ropa doblada al lado de la cabeza. -Siguiente foto: la ropa junto al cráneo-. También nos dijo que dentro de la ropa encontraríamos el carnet de conducir y una tarjeta de crédito de Nicole, y tenía razón. -Siguiente foto: un primer plano de la MasterCard, donde se leía el nombre sin dificultades, a pesar de las manchas-. Boyette nos dijo que la mató estrangulándola con su propio cinturón, de cuero negro y con la hebilla plateada. -Siguiente foto: una tira de cuero negro parcialmente descompuesta, pero con una hebilla plateada-. Les he preparado un juego completo de las fotos, para que se las lleven a casa y las miren esta noche. En ese momento hemos llamado al sheriff del condado de Newton y hemos dejado el sitio en sus manos. -Siguiente foto: el sheriff y tres de sus ayudantes boquiabiertos ante los restos óseos-. El lugar se ha convertido enseguida en un hormiguero de policías e investigadores, y han tomado la decisión de dejar los restos en la caja y llevarla al laboratorio de criminología de Joplin, que es donde está ahora. Yo he dado a las autoridades una copia de las radiografías dentales de Nicole, una copia del mismo juego que entregaron ustedes sin darse cuenta cuando hacían truquitos con las pruebas, antes del juicio. He hablado con el laboratorio, y el caso tiene prioridad. Prevén acabar la identificación preliminar esta noche. Esperamos que nos llamen en cualquier momento. Examinarán todo el contenido de la caja de herramientas, y con algo de suerte encontrarán pruebas para los tests de ADN. No es muy probable, pero el ADN no es crucial. Está bastante claro a quién enterraron en la caja, y no hay dudas sobre la identidad del asesino. Boyette tiene un tumor mortal en el cerebro (es una de las razones de que diera la cara), y sufre ataques muy fuertes. Cuando estábamos allá se ha desmayado, y se lo han llevado a un hospital de Joplin. Se las ha arreglado para largarse del hospital sin llamar la atención, y ahora mismo nadie sabe dónde está. Se le considera sospechoso, aunque en el momento de desaparecer no estaba bajo arresto.

Durante su relato, Robbie miró fijamente a Koffee y Kerber, pero ellos eran incapaces de sostener su mirada. Koffee se pellizcaba el puente de la nariz, mientras Kerber se arrancaba pieles de las uñas. En el centro de la mesa había tres carpetas negras idénticas. Robbie las empujó con suavidad: una para Koffee, otra para Kerber y una tercera para Radford. Después siguió hablando.

– Aquí dentro hay un juego completo de fotos para cada uno de ustedes, y algunas cosillas más: la ficha de cuando arrestaron a Boyette en Slone, que demuestra que estaba aquí en el momento del asesinato. De hecho, lo tuvieron ustedes en la cárcel al mismo tiempo que a Donté. También hay una copia de su largo historial delictivo y carcelario. Está su declaración jurada, pero en el fondo no hace falta que lean eso. Es una relación detallada del rapto, las agresiones sexuales, el asesinato y el entierro, la misma historia que seguro que ya han visto unas cuantas veces por la tele. También hay una declaración jurada, firmada ayer por Joey Gamble, donde dice que mintió durante el juicio. ¿Alguna pregunta?

Silencio.

Siguió hablando.

– He decidido proceder de este modo por respeto a la familia de Nicole. Dudo que alguno de ustedes tenga agallas para ir a ver a Reeva esta noche y contarle la verdad, pero al menos tienen esa opción. Sería una pena que se enterase por terceros. Alguien tiene que explicárselo esta noche. ¿Algún comentario? ¿Algo que decir?

Silencio.

El alcalde carraspeó.

– ¿Cuándo se hará público? -preguntó en voz baja.

– He pedido a las autoridades de Missouri que se lo reserven hasta mañana. A las nueve de la mañana daré una rueda de prensa.

– Robbie, por Dios, ¿es necesario? ¿De verdad? -preguntó el alcalde.

– Llámeme señor Flak, señor alcalde; sí, es totalmente necesario. Hay que contar la verdad. Lleva nueve años enterrada por la policía y el fiscal, así que es hora de contarla, sí. Por fin quedarán en evidencia las mentiras. Después de nueve años, y de la ejecución de un inocente, el mundo se enterará de que la confesión de Donté era una falsedad, y yo explicaré los métodos brutales que usó el detective Kerber para conseguirla. Pienso describir con todo detalle las mentiras que se usaron en el juicio (la de Joey Gamble, y el chivato de la cárcel al que acorralaron Kerber y Koffee, y con quien hicieron un pacto). Describiré todas las tácticas sucias empleadas en el juicio. Probablemente tenga la oportunidad de recordarle a todo el mundo que durante el juicio el señor Koffee se acostaba con la jueza, por si alguien lo ha olvidado. Lástima que el sabueso ya no esté vivo. ¿Cómo se llamaba?

– Yogi -dijo Carlos.

– ¿Cómo se me puede haber olvidado? Lástima que el viejo Yogi no esté vivo, porque así podría enseñárselo al mundo, y volver a llamarle estúpido hijo de perra. Calculo que será una rueda de prensa larga. Están ustedes invitados. ¿Alguna pregunta? ¿Algún comentario?

Paul Koffee abrió un poco la boca, como si intentara decir algo, pero siguió en silencio. Robbie estaba lejos de haber terminado.

– Y para que sepan ustedes qué esperar de los próximos días, el lunes por la mañana presentaré como mínimo dos demandas: una aquí, en el juzgado del estado, que los identifica a ustedes como demandados, junto con el ayuntamiento, el condado y medio estado; y la otra, que presentaré en el juzgado federal, una acción de derechos civiles con una larga lista de alegaciones. También aparecerán sus nombres. Es posible que presente una o dos más, si encuentro base jurídica. Pienso ponerme en contacto con el Departamento de Justicia y solicitar una investigación. Por lo que a Usted respecta, Koffee, pienso presentar una queja al colegio de abogados del estado por violación de la ética; no es que espere que el colegio muestre gran interés, pero la maquinaria lo devorará. Quizá le convenga empezar a pensar en dimitir. En cuanto a usted, Kerber, habrá que plantear muy seriamente la jubilación anticipada. Deberían expulsarlo, pero dudo que el alcalde y el gobierno municipal tengan huevos para eso. Comisario, usted era comisario adjunto cuando esta investigación se salió de madre. También será nombrado entre los demandados, pero no lo tome como nada personal, porque voy a denunciar a todo el mundo.

El comisario se levantó despacio y fue hacia la puerta.

– ¿Se marcha, señor Radford? -preguntó el juez en un tono que no dejaba dudas de que aquella repentina salida sería vista con malos ojos.

– Mi cargo no me exige quedarme sentado escuchando a gilipollas pretenciosos como Robbie Flak -replicó el comisario.

– La reunión aún no ha acabado -dijo, muy serio, el juez Henry.

– Yo que usted me quedaría -intervino el alcalde.

El comisario decidió quedarse. Se colocó junto a la puerta.

Robbie miró fijamente a Kerber y a Koffee.

– Anoche hicieron una fiestecita junto al lago, para celebrarlo -afirmó a continuación-. Supongo que ya ha terminado.

– Siempre habíamos pensado que Drumm tuvo un cómplice -logró articular de sopetón Koffee, aunque se le apagó la voz bajo el peso de la propia absurdidad de sus palabras.

Kerber asintió rápidamente, dispuesto a lanzarse sobre cualquier teoría nueva que pudiera salvarlos.

– ¡Pero Paul, por Dios! -bramó incrédulo el juez Henry.

Robbie se reía. El alcalde se había quedado boquiabierto de sorpresa.

– ¡Genial! -exclamó Robbie-. Maravilloso, brillante. De golpe una nueva teoría que nunca se había mencionado. Una teoría sin ninguna relación con la verdad. ¡Que empiecen las mentiras! Tenemos una página web, Koffee, y mi ayudante Carlos, aquí presente, llevará la cuenta de las mentiras: las de ustedes dos, las del gobernador, las de los tribunales y quizá hasta de la buena de la jueza Grale, si es que llegamos a encontrarla. Llevan nueve años mintiendo para matar a un inocente, y ahora que sabemos la verdad, ahora que quedarán en evidencia sus mentiras, insisten justamente en lo que siempre han hecho: ¡mentir! Me da ganas de vomitar, Koffee.

– ¿Podemos irnos, señor juez? -preguntó Koffee.

– Un momento.

Sonó un teléfono. Lo cogió Carlos.

– Es del laboratorio de criminología, Robbie.

Robbie tendió la mano y lo cogió. La conversación fue breve, sin sorpresas.

– Identificación concluyente -dijo Robbie al acabar-: es Nicole.

La sala quedó en silencio, mientras pensaban en la joven.

– Señores, me preocupa la familia de Nicole -dijo finalmente el juez Henry-. ¿Cómo le damos la noticia?

Drew Kerber estaba sudoroso, como al borde de algún tipo de ataque. Él no pensaba en la familia de Nicole. Tenía mujer, la casa llena de niños, muchas deudas y una reputación. Paul Koffee no se imaginaba ni remotamente una conversación con Reeva sobre aquel pequeño giro de la situación. No, él no lo haría. Prefería huir como un cobarde que tratar con aquella mujer. En esos momentos, reconocer que habían encausado y ejecutado a un inocente superaba con mucho los límites de su imaginación.

No hubo ningún voluntario.

– Conmigo obviamente no hay que contar, señor juez -dijo Robbie-. Tengo que hacer otro viaje: a casa de los Drumm, para darles la noticia.

– ¿Señor Kerber? -preguntó el juez.

Kerber sacudió la cabeza.

– ¿Señor Koffee?

Otro tanto.

– Bueno, pues yo mismo llamaré a la madre para comunicarle la noticia.

– ¿Hasta cuándo puede esperar, señor juez? -preguntó el alcalde-. Si esto llega a la calle esta noche, que Dios nos coja confesados.

– ¿Quién está enterado, Robbie? -preguntó el juez.

– Mi bufete, los siete que estamos en la sala y las autoridades de Missouri. También nos hemos llevado a un equipo de la tele, pero no emitirán nada hasta que yo se lo diga. Ahora mismo somos pocos.

– Esperaré dos horas -dijo el juez Henry-. Queda aplazada la reunión.

Roberta Drumm estaba en su casa, con Andrea y unos cuantos amigos. La mesa y los mármoles de la cocina estaban llenos de comida: cazuelas, fuentes de pollo frito, pasteles dulces y salados… Comida suficiente para cien personas. Robbie, que se había olvidado de cenar, picó algo mientras él y Martha esperaban a que se fuesen los amigos. Roberta estaba completamente agotada. Después de un día recibiendo a invitados en la funeraria, y llorando con la mayoría de ellos, estaba emocional y físicamente en el límite.

Por eso la noticia tuvo el efecto de empeorar mucho las cosas, aunque Robbie no tenía elección. Empezó por el viaje a Missouri y acabó con la reunión en el despacho del juez Henry. El y Martha ayudaron a Andrea a acostar a Roberta, que hacía un gran esfuerzo por estar consciente. Saber que Donté estuvo a punto de ser absuelto, y antes del entierro, era demasiado.

No se oyeron sirenas hasta las once y diez de la noche. Las hicieron saltar tres rápidas llamadas al 911. La primera informaba de un incendio en un centro comercial al norte de la ciudad; alguien, obviamente, había arrojado un cóctel Molotov por el escaparate de una tienda de ropa, y un motorista había visto llamas al pasar. La segunda llamada, anónima, informaba que se estaba quemando un autobús escolar detrás de la escuela de secundaria. La tercera, la más alarmante de las tres, procedía de un sistema de alarma antiincendios de una tienda de productos para el campo cuyo dueño era Wallis Pike, el marido de Reeva. La policía y la Guardia Nacional, que ya estaban en alerta máxima, reforzaron las patrullas y la vigilancia, y por tercera noche consecutiva Slone tuvo que soportar sirenas y humo.

Mucho después de que los niños se fueran a dormir, Keith y Dana, sentados a oscuras en el cuarto de la tele, bebían vino en tazas de café. Los detalles surgían en abundancia a medida que Keith contaba su historia, recordando hechos, sonidos y olores por primera vez. Le sorprendieron algunos detalles: los jadeos de Boyette en la hierba, junto a la carretera interestatal, la flema del policía al proceder a redactar la multa por exceso de velocidad, los montones de papeles sobre la larga mesa de la sala de reuniones de Robbie, las miradas de miedo de sus empleados, el olor antiséptico de la celda de detención del pabellón de ejecuciones, el pitido en sus propios oídos al ver morir a Donté, los vaivenes del avión al sobrevolar Texas y muchas cosas más. Dana lo acribillaba a preguntas, hechas al azar, pero con perspicacia. La aventura la intrigaba tanto como a Keith, y a veces la escuchaba con incredulidad.

Ya vacía la botella, Keith se tendió en el sofá y cayó en un profundo sueño.

Capítulo 34

Con permiso del juez Henry, la rueda de prensa se celebró en la sala principal del juzgado del condado de Chester, en la calle Mayor del centro de Slone. Los planes de Robbie eran realizarla en su bufete, pero cambió de idea al darse cuenta de que la asistencia sería multitudinaria. Quería asegurarse de que cupieran absolutamente todos los reporteros, pero no estaba dispuesto a que un montón de curiosos merodeasen por su estación.

A las nueve y cuarto de la mañana, Robbie subió al podio situado frente al banco del juez Henry y contempló a la multitud. Las cámaras disparaban sin cesar. Las grabadoras se encendían para recoger palabra por palabra sus declaraciones. Robbie llevaba un terno oscuro, el mejor que tenía, y, aunque agotado, estaba en ascuas. Fue al grano sin perder tiempo.

– Buenos días, y gracias por venir -dijo-. Ayer por la mañana se encontraron los restos óseos de Nicole Yarber en una zona apartada del condado de Newton, Missouri, al sur mismo de la localidad de Joplin. Estábamos presentes algunos de mis empleados y yo, acompañando a un tal Travis Boyette. Boyette nos llevó a donde había enterrado a Nicole, hace casi nueve años, dos días después de raptarla aquí, en Slone. Anoche, gracias al historial dental, el laboratorio de criminología de Joplin hizo una identificación concluyente. Ahora están trabajando contrarreloj en el examen de los restos, y deberían terminarlo en un par de días. -Hizo una pausa y bebió un poco de agua, observando a la gente. El silencio era absoluto-. Mirad, yo no tengo prisa. Pienso entrar en bastantes detalles, y después responderé a todas vuestras preguntas.

Hizo una señal con la cabeza a Carlos, sentado cerca, con su ordenador portátil. Al lado del podio había una gran pantalla en la que apareció una foto de la tumba. Robbie se embarcó en una descripción metódica de lo que habían encontrado, ilustrándola con una sucesión de fotos. Los restos óseos no los mostró, en cumplimiento de un acuerdo con las autoridades de Missouri. Estaban tratando la zona como un lugar del crimen. Sí utilizó las fotos del carnet de conducir y la tarjeta de crédito de Nicole, y las del cinturón usado por Boyette para estrangularla. Habló de este último, y explicó su desaparición en pocas palabras. Aún no había orden de detención, así que no era prófugo.

Saltaba a la vista que Robbie disfrutaba del momento. Estaban emitiendo en directo su actuación. Tenía al público en el bolsillo, hipnotizado y sediento de detalles. No podían interrumpirlo, ni cuestionarlo en ningún punto. Era su rueda de prensa, y por fin tenía la última palabra. Aquella circunstancia era el sueño de cualquier abogado.

Durante la mañana hubo variad ocasiones en las que Robbie se explayó sobre algún tema, empezando por sus sentidas divagaciones acerca de Donté Drumm, pero el público no sucumbía al aburrimiento. Finalmente llegó al crimen, haciendo aparecer una foto de Nicole como alumna de instituto, muy guapa y con aspecto saludable.

Reeva lo estaba mirando. La habían despertado las llamadas telefónicas. En la tienda de material agrícola llevaban toda la noche en vela, apagando el incendio, que tardó poco en estar controlado y que podría haber sido mucho más grave. Era un incendio provocado, sin la menor duda; un delito cometido con certeza por gamberros negros que querían vengarse de la familia de Nicole Yarber. Wallis todavía estaba en la tienda, y Reeva se encontraba a solas.

Lloró al ver la cara de su hija, mostrada por un hombre a quien odiaba. Lloró, rabió y lo pasó mal. Estaba confusa, atormentada y presa del mayor desconcierto. La llamada telefónica de la noche anterior, la del juez Henry, había provocado un brusco aumento de su tensión arterial, por lo que tuvo que ir a urgencias. Solo faltaba el incendio para que Reeva estuviera a punto de delirar.

Al juez Henry le hizo muchas preguntas. ¿La tumba de Nicole? ¿Sus restos óseos? ¿Su ropa, su carnet de conducir, su cinturón y su tarjeta de crédito, todo en Missouri? ¿No la habían tirado al río cerca de Rush Point? Y lo peor de todo: ¿Drumm no era el asesino?

– Es verdad, señora Pike -dijo pacientemente el juez-. Todo es verdad. Lo siento. Me doy cuenta de que para usted es un shock.

¿Un shock? Reeva no podía creerlo. Se negó a creerlo durante muchas horas. Durmió poco, no comió nada, y aún buscaba a tientas las respuestas cuando, al poner la tele, vio al gallito de Flak hablando en directo de su hija por la CNN.

Fuera, en el camino de entrada, había reporteros, pero la casa estaba cerrada con llave, las cortinas corridas, las persianas bajadas, y en el porche delantero estaba un primo de Wallis con una escopeta de calibre doce. Reeva se había hartado de los medios. No tenía nada que comentar. Atrincherado en un motel al sur de la ciudad, Sean Fordyce echaba humo porque Reeva se negaba a hablar con él ante las cámaras, pero ya la había dejado una vez en ridículo.

– Pues denúncieme, Fordyce -contestó Reeva cuando él le recordó el acuerdo que tenían y el contrato firmado.

Por primera vez, al ver a Robbie Flak, se permitió pensar lo impensable: ¿y si Drumm era inocente? ¿Y si ella se había pasado los últimos nueve años odiando a quien no tenía que odiar? ¿Y si había visto morir a la persona equivocada?

¿Y el funeral? Ahora que habían encontrado a su niña, habría que enterrarla como estaba mandado. Pero la iglesia ya no existía. ¿Dónde se celebraría el funeral? Se secó la cara con un trapo húmedo y masculló algo para sus adentros.

Finalmente, Robbie llegó al tema de la confesión. En ese momento se embaló, consumido por una rabia controlada. Fue muy eficaz. El silencio de la sala era absoluto. Carlos proyectó una foto del detective Drew Kerber, mientras Robbie hacía un anuncio de gran dramatismo:

– Y aquí está el principal responsable de la condena equivocada.

Drew Kerber lo veía desde la oficina. Había pasado una noche espantosa en su casa. A la salida del despacho del juez Henry había dado una larga vuelta en coche, mientras trataba de imaginarse un final más feliz para aquella pesadilla, pero no se le ocurría ninguno. Hacia medianoche se sentó con su mujer a la mesa de la cocina y se confesó: la tumba, los huesos, la identificación, la idea innombrable de que «evidentemente» se habían equivocado de individuo… También Flak, y sus demandas, y sus amenazas de justiciero sobre una denuncia que lo seguiría hasta la tumba, a él, Kerber, que tantas probabilidades tenía de quedarse en paro, recibir autos judiciales y ser juzgado… Kerber descargó en su pobre esposa la inmensa pena que sentía, pero no le contó toda la verdad. El detective Kerber no había reconocido nunca, ni reconocería jamás, haber obtenido a la fuerza la confesión de Donté.

Como detective jefe con dieciséis años de experiencia, ganaba cincuenta y seis mil dólares al año. Tenía tres hijos adolescentes y otro de nueve años, una hipoteca, dos coches a plazos, un plan de pensiones de unos diez mil dólares y una cuenta de ahorro de ochocientos. Si lo echaban, o lo jubilaban, tendría derecho a una pequeña pensión, pero no sobreviviría económicamente. Y ya podía despedirse de seguir en la policía.

– Drew Kerber es un policía sin principios, con varias confesiones falsas a sus espaldas -dijo Robbie con vigor.

Kerber se estremeció. Estaba delante de su mesa, en un despacho pequeño cerrado con llave, completamente solo. Su mujer tenía instrucciones de apagar todas las teles de la casa, como si se pudiera esconder de algún modo la noticia a sus hijos. Tras insultar a Flak, Kerber vio horrorizado que aquella sanguijuela le explicaba al mundo entero cómo había conseguido la confesión.

La vida de Kerber se había acabado. Tal vez él personalmente se encargase del final.

Robbie pasó a hablar del juicio, y presentó a otros personajes: Paul Koffee y la jueza Vivían Grale. Fotos, por favor. Carlos las proyectó una al lado de otra en la gran pantalla, como si aún estuvieran juntos, y Robbie atacó a ambos por su relación. Se burló de la «brillante decisión de trasladar el juicio a Paris, Texas, a setenta y nueve kilómetros de aquí». Remachó que él había intentado valerosamente que la confesión no llegase a manos del jurado, mientras Koffee ponía el mismo empeño en sacarla a la luz. La jueza Grale se había puesto del lado de la acusación y de «su amante, el honorable Paul Koffee».

Paul Koffee lo contemplaba todo, indignado. Cuando vio su cara junto a la de Vivían se encontraba completamente a solas en la cabaña del lago, asistiendo a la «cobertura exclusiva en directo» del show de Robbie Flak por la cadena local. Flak despotricaba contra un jurado tan blanco como una reunión del Ku Klux Klan, porque Paul Koffee había usado sistemáticamente su derecho de veto para eliminar a los negros, y su novia en la judicatura, como era de esperar, le había seguido el juego. «Justicia al estilo de Texas», se lamentaba una y otra vez Robbie.

Al final, dejó los temas más escabrosos de la relación entre la jueza y el fiscal, y se encontró en su salsa al clamar contra la falta de pruebas. El rostro de Grale desapareció de la pantalla, y el de Koffee aumentó de tamaño. Ni pruebas tangibles, ni cadáver; solo una confesión trucada, un chivato de cárcel, un sabueso y un testigo mentiroso, de nombre Joey Gamble. Entretanto, Travis Boyette estaba libre, y seguro que no tenía ningún miedo de que lo cogieran. Con aquellos payasos…

Koffee llevaba toda la noche tratando de idear una teoría renovada que vinculase de algún modo a Donté Drumm y a Travis Boyette, pero le falló la ficción. Se sentía fatal. Le dolía la cabeza por exceso de vodka, y le latía muy deprisa el corazón, mientras hacía el esfuerzo de respirar bajo el peso insoportable de una carrera en ruinas. Estaba acabado, cosa que le preocupaba mucho más que la idea de haber ayudado a matar a un joven inocente.

Tras cebarse en el preso chivato y en el sabueso, Robbie atacó a Joey Gamble y su testimonio fraudulento. Con un sentido perfecto del tiempo, Carlos hizo aparecer la declaración jurada de Gamble, la que había firmado el jueves en Houston una hora antes de la ejecución. Las frases en las que Joey admitía haber mentido en el juicio, y haber sido el primero en insinuar que el asesino era Donté Drumm, estaban resaltadas.

Joey Gamble lo veía. Estaba en casa de su madre, en Slone. Su padre se había ido. Su madre lo necesitaba. Joey ya le había contado la verdad, que fue mal acogida. Ahora recibía el impacto de ver y oír sus infracciones en directo, de aquella manera tan alarmante. Él había supuesto que después de dar la cara sentiría cierto grado de vergüenza, pero no hasta aquel extremo.

– Joey Gamble mintió repetidamente -anunció Flak, lanzado. Joey estuvo a punto de coger el mando a distancia-. ¡Y ahora lo reconoce!

La madre de Joey estaba arriba, en su dormitorio, demasiado disgustada para quedarse con él.

– Has ayudado a matar a aquel chico -le había dicho más de una vez, como si fuera necesario recordárselo.

Robbie siguió con sus declaraciones.

– Ahora, para no hablar más de la investigación incompetente, del simulacro de juicio y de la condena injusta, me gustaría hacer algunos comentarios sobre el Tribunal Penal de Apelación de Texas. Fue el tribunal que dirimió la primera apelación de Donté en febrero de 2001, cuando aún no había aparecido el cadáver de Nicole Yarber. El tribunal hizo constar la falta de pruebas físicas durante el juicio. Se manifestó ligeramente inquieto por las mentiras del chivato de la cárcel. También dio unos cuantos mordisquitos a la confesión de Donté, pero se negó a criticar a la jueza Grale por haber permitido que la oyese el jurado. Por otra parte, al comentar el uso del testimonio del sabueso, dijo que quizá no fuera la «mejor prueba» para un juicio serio, pero en resumidas cuentas no vio nada malo en ello. La votación fue de nueve a favor de corroborar la sentencia y cero a favor de revocarla.

El presidente del tribunal, Milton Prudlowe, era uno de los espectadores de la rueda de prensa, de la que le había puesto al corriente una llamada angustiada de su pasante. Estaba con su esposa, en su pequeño apartamento de Austin, pegado a la CNN. Si era cierto que Texas había ejecutado a un inocente, Prudlowe sabía que a su tribunal le esperaría un alud de críticas feroces. Flak parecía dispuesto a encabezar el ataque.

– El jueves pasado -dijo Robbie-, exactamente a las 15.35, los abogados de Donté Drumm presentamos una solicitud de aplazamiento a la que adjuntamos un vídeo recién filmado en el que Travis Boyette confesaba la violación y el asesinato. Fue dos horas y media antes de la ejecución. Supongo que el tribunal tomó el asunto en consideración, y que ni el vídeo ni la declaración jurada causaron gran impresión en él, ya que una hora más tarde desestimó el aplazamiento y se negó a parar la ejecución. También en este caso fue por nueve a cero. -Carlos hizo aparecer oportunamente las horas y los actos del tribunal. Robbie siguió adelante-. El tribunal interrumpe sus actividades cada día a las cinco de la tarde, aunque haya una ejecución en espera. Nuestra última instancia fue la declaración jurada y la retractación de última hora de Joey Gamble. En Austin, los abogados de Donté llamaron por teléfono al secretario judicial, cuyo nombre es Emerson Pugh, y le informaron que iban de camino con la petición. Él dijo que el tribunal cerraría a las cinco, y no mentía: a las cinco y siete minutos, cuando llegaron los abogados, la puerta estaba cerrada. No se pudo tramitar la petición.

La mujer de Prudlowe lo miró con cara de pocos amigos.

– Espero que sea mentira.

A Prudlowe le habría gustado poder asegurarle que sí, que aquel abogado bocazas mentía, por supuesto, pero titubeó. Flak era demasiado astuto para hacer unas declaraciones tan comprometidas en público sin que lo respaldasen los hechos.

– Milton, dime que ese hombre está mintiendo.

– Pues mira, cariño, ahora mismo no estoy seguro.

– ¿No estás seguro? ¿Qué sentido tenía cerrar el tribunal si los abogados intentaban presentar algo?

– Pues… esto…

– Tartamudeas, Milton, señal de que te cuesta decir algo que quizá sea toda la verdad, o no. ¿Viste el vídeo de Boyette dos horas antes de la ejecución?

– Sí, me lo pasaron…

– ¡Dios mío, Milton! ¿Y por qué no lo paraste un par de días? Tú eres el presidente del tribunal, Milton; puedes hacer lo que quieras. Las ejecuciones se aplazan constantemente. ¿Por qué no les diste treinta días más, por no decir un año?

– Aquello nos pareció falso. Es un violador en serie, sin ninguna credibilidad.

– Pues ahora mismo tiene bastante más credibilidad que el Tribunal Penal de Apelación de Texas. El asesino confiesa y, como nadie lo cree, enseña el sitio exacto donde enterró el cadáver. A mí me suena muy creíble.

Robbie hizo una pausa para beber agua.

– En cuanto al gobernador, su oficina recibió una copia del vídeo de Boyette a las tres y once minutos de la tarde del jueves. No estoy seguro de que él viera el vídeo. Lo que sabemos es que a las cuatro y media dirigió la palabra a un grupo de manifestantes y negó públicamente un aplazamiento a Donté.

El gobernador estaba delante de la tele, en su despacho de la Mansión del Gobernador, vestido para una partida de golf que no llegaría a jugar, con Wayne a un lado y Barry al otro.

– ¿Es verdad? -exigió saber durante una pausa de Robbie-. ¿Teníamos el vídeo a las tres y once?

El primero en mentir fue Wayne.

– No lo sé. Estaban pasando tantas cosas… Presentaban basura a toneladas.

La segunda mentira la dijo Barry.

– Es la primera vez que lo oigo.

– ¿Cuando llegó el vídeo, lo vio alguien? -preguntó el gobernador, cuya irritación creía por momentos.

– No lo sé, jefe, pero lo averiguaremos -dijo Barry.

El gobernador no apartaba la vista de la pantalla. Le dio vueltas la cabeza al tratar de aprehender la gravedad de lo que estaba oyendo.

– Aunque ya hubiera denegado clemencia -decía Robbie-, el gobernador seguía con derecho a replanteárselo y parar la ejecución, pero no quiso.

El gobernador susurró la palabra «gilipollas».

– ¡Llegad ahora mismo hasta el fondo! -gritó a continuación.

Carlos cerró su ordenador portátil, dejando la pantalla en blanco. Robbie hojeó su libreta para cerciorarse de que lo había dicho todo. Después bajó la voz.

– En suma -dijo en tono grave-, está claro que al final lo hemos hecho. Los que estudian la pena de muerte, y los que luchamos contra ella, temíamos desde hace tiempo que llegaría el día en que ocurriría esto, en que nos daríamos cuenta de algo tan horrible como haber ejecutado a la persona equivocada, con pruebas claras y convincentes del error. No es la primera vez que se ejecuta a un inocente, pero hasta ahora las pruebas no estaban claras. En el caso de Donté no existen dudas. -Una pausa. La sala seguía en silencio-. Lo que verán durante los siguientes días será un juego patético de acusaciones mutuas, mentiras y elusión de responsabilidades. Yo acabo de darles los nombres, y algunas de las caras, de los culpables. Vayan a buscarlos, y oigan sus mentiras. Esto no tenía por qué pasar. No era un error inevitable. Ha sido un desprecio intencionado a los derechos de Donté Drumm. Que en paz descanse. Gracias.

Antes del aluvión de preguntas, Robbie se acercó a la baranda y cogió la mano de Roberta Drumm, que se levantó y fue al podio con paso rígido, acompañada por él. Bajó un poco el micrófono.

– Me llamo Roberta Drumm -dijo-. Donté era hijo mío. En este momento tengo poco que decir. Mi familia está de luto. Nos hemos quedado conmocionados, pero les ruego, suplico a la gente de esta ciudad, que pare la violencia. Basta de incendios, piedras, peleas y amenazas. Basta, por favor. Eso no sirve de nada. Estamos rabiosos, sí; estamos dolidos, sí, pero la violencia no sirve de nada. Apelo a los míos a que depongan las armas, respeten a todo el mundo y abandonen la calle. La violencia solo sirve para perjudicar el honor de mi hijo.

Robbie la acompañó de vuelta a su asiento, y sonrió a la multitud.

– Bueno -dijo-, ¿alguien quiere preguntar algo?

Capítulo 35

Matthew Burns se sumó a la familia Schroeder para desayunar tarde a base de creps y salchichas. Los niños comieron deprisa porque querían seguir jugando a la consola. Dana preparó más café y empezó a quitar la mesa. Hablaron de la rueda de prensa, de la brillantez con la que Robbie había expuesto el caso y de los conmovedores comentarios de Roberta. Matthew tenía curiosidad por Slone, por los incendios y la violencia, pero Keith apenas la había visto. El había palpado la tensión, había intuido el alcance de lo que ocurría y había oído el helicóptero en el cielo, pero de la ciudad en sí no había visto gran cosa.

Los tres se sentaron a la mesa, con café recién hecho, y hablaron sobre el descabellado viaje de Keith y el paradero de Travis Boyette. Keith, sin embargo, empezaba a cansarse de los detalles. Él tenía otras cosas en las que pensar, y Matthew estaba dispuesto a abordarlas.

– Bueno, señor asesor, ¿en qué problemas me puedo haber metido? -preguntó Keith.

– La verdad es que la ley es muy poco clara. No existe ninguna prohibición específica que impida ayudar a un delincuente convicto en su tentativa de infringir la libertad condicional. La parte del código aplicable trata sobre la obstrucción a la justicia, un paraguas enorme que abarca toda una serie de conductas que de lo contrario serían difíciles de clasificar. Sacando en coche a Boyette de esta jurisdicción, a sabiendas de que infringía su libertad condicional, infringiste la ley.

– ¿Con qué gravedad?

Matthew se encogió de hombros, hizo una mueca y removió el café con una cucharilla.

– Es un delito mayor, pero no muy grave. Tampoco es el tipo de infracción que nos exaspere.

– ¿Nos…?

– A los fiscales. La jurisdicción la tendría el fiscal del distrito, que es otra instancia. Yo pertenezco al ayuntamiento.

– ¿Un delito mayor? -preguntó Keith.

– Probablemente. Aquí, en Topeka, parece que tu viaje a Texas ha pasado inadvertido. Has conseguido esquivar a las cámaras, y yo aún no he visto tu nombre en letra impresa.

– Pero lo sabes, Matthew -dijo Dana.

– Sí, y supongo que debería informar a la policía y delatarte, pero las cosas no funcionan así. Solo podemos procesar una cantidad limitada de delitos. Nos vemos obligados a elegir. No es el tipo de infracción que pueda seducir a los fiscales.

– Pero ahora Boyette es famoso -replicó Dana-. Tarde o temprano, algún reportero de aquí retomará la noticia. Se saltó la libertad condicional, se fue a Texas y ahora hace tres días que le vemos la cara.

– Sí, pero ¿quién puede vincular a Keith y Boyette?

– Varias personas de Texas -dijo Keith.

– Es verdad, pero dudo que les importe lo que pasa aquí; además, están de nuestro lado, ¿no?

– Supongo.

– Pues eso. ¿Quién puede relacionaros? ¿Alguien te vio con Boyette?

– ¿Y el de la casa de reinserción? -preguntó Dana.

– Es una posibilidad -dijo Keith-. Fui varias veces a buscar a Boyette. Firmé en el libro de registro, y en el mostrador había un tal Rudy, creo, que sabía mi nombre.

– Pero ¿te vio salir en coche con Boyette el miércoles por la noche?

– No nos vio nadie. Era pasada la medianoche.

Matthew se encogió de hombros, satisfecho. Los tres se concentraron un momento en el café.

– Yo mismo puedo establecer la relación, Matthew -dijo Keith-. Yo era consciente de que infringía la ley al irme con Boyette, porque me lo dejaste muy claro. Tomé una decisión. En aquel momento sabía que estaba haciendo lo correcto. No me arrepiento de nada, mientras encuentren a Boyette antes de que le haga daño a otra persona; pero si no lo encuentran, y le hace daño a alguien, tendré mucho de que arrepentirme. No pienso vivir con la posibilidad de una infracción criminal colgando sobre mi cabeza. Nuestra intención es resolver el asunto ahora mismo.

Tanto Dana como Keith miraban a Matthew.

– En el fondo me lo suponía -dijo este.

– No pienso huir -dijo Keith-. Tampoco podemos vivir con la amenaza de que llame un policía a nuestra puerta. Resolvámoslo ya.

Matthew sacudió la cabeza.

– De acuerdo, pero necesitarás un abogado.

– ¿Tú mismo? -preguntó Dana.

– Un abogado defensor, de defensa penal -especificó Matthew-. ¿Yo? Ahora estoy del otro lado y, la verdad, es donde más podré ayudarte.

– ¿Hay alguna posibilidad de que Keith vaya a la cárcel? -preguntó Dana.

– Directa al grano, ¿eh? -dijo Keith, sonriendo.

Ella no sonreía; tenía los ojos empañados. Matthew estiró los brazos sobre la cabeza y apoyó los codos en la mesa.

– Lo peor que puedo imaginarme es lo siguiente. No es ninguna predicción, ¿eh? Es el peor de los casos. Si reconoces haber participado en llevarlo a Texas, prepárate para que hablen de ti. Luego, si Boyette viola a otra mujer, será el acabose. Me imagino al fiscal del distrito ensañándose contigo. Donde no te veo, en ninguna de las hipótesis, es en la cárcel. Es posible que tengas que declararte culpable, lograr la libertad condicional y pagar una pequeña multa, aunque lo dudo.

– ¿Iría a juicio y me declararía culpable ante un juez?

– Es lo que suele pasar.

Keith cogió la mano de Dana encima de la mesa. Hubo un largo momento de reflexión.

– ¿Tú qué harías, Matthew? -preguntó ella.

– Buscar un abogado, y rezar por que Boyette esté muerto o demasiado enfermo para atacar a nadie.

A mediodía, los cuarenta y un integrantes del equipo de fútbol americano del instituto de Slone se congregaron en el aparcamiento de una pequeña escuela primaria al borde de la población, donde subieron rápidamente a un autobús especial y salieron de la ciudad. Llevaban sus cosas en una furgoneta de alquiler, detrás del autobús. Una hora más tarde llegaron a Mount Pleasant, localidad de quince mil habitantes desde donde el autobús siguió a un coche de la policía hasta el campo de fútbol americano del instituto. Los jugadores se vistieron deprisa, y salieron rápidamente al campo para iniciar el calentamiento previo al partido. Se les hizo raro hacerlo sin luces ni espectadores. La seguridad era férrea. Todas las vías de acceso al campo estaban bloqueadas por la policía. Los Lobos del instituto de Longview salieron al campo pocos minutos más tarde. No hubo animadoras, grupo de música, himno nacional, oración previa al partido ni locutor. Cuando echaron la moneda al aire, el entrenador de Slone miró al otro lado del campo, a los Lobos, y se preguntó hasta dónde llegaría la escabechina. Ellos tenían a ochenta jugadores, en una plantilla negra en un setenta por ciento, como mínimo. Slone no había ganado a Longview desde la época de Donté Drumm, y hoy los Warriors no tenían ninguna posibilidad.

Los sucesos de Slone estaban teniendo repercusiones en todo el este de Texas, aunque no mucho más lejos.

La moneda dio vencedor a Slone, que eligió recibir. En el fondo daba igual, pero el entrenador de Slone quería evitar que el otro equipo marcase siete puntos de buenas a primeras. Sacó a sus atacantes al campo. Los Lobos se alinearon para sacar: diez chicos negros y un blanco al saque. Al toque del silbato, el jugador más cercano a la pelota avanzó bruscamente y la cogió. Era un movimiento que nunca había visto nadie, y durante unos segundos todo el mundo se quedó desconcertado. Luego los diez miembros negros del equipo que sacaba se quitaron los cascos y los dejaron en la hierba. Los árbitros pitaron, los entrenadores gritaron, y durante unos instantes la confusión fue total. Los otros jugadores de Longview salieron puntualmente al campo, arrojando sus cascos y sus camisetas. Los jugadores de Slone que estaban en el campo retrocedieron, incrédulos. El partido se había acabado antes de empezar.

Los jugadores negros formaron un estrecho círculo y se sentaron juntos en el medio campo, como una versión moderna de una sentada. El cuadro arbitral -cuatro blancos y dos negros- se reunió un momento, sin perder la calma. Ninguno de los seis se ofreció voluntario para tratar de coger la pelota. El entrenador de Longview se acercó al medio campo.

– ¿Qué narices pasa aquí? -dijo.

– Se ha acabado el partido, entrenador -dijo el número 71, un tackle y cocapitán de ciento cincuenta kilos.

– No vamos a jugar -dijo el número 2, el otro cocapitán.

– ¿Por qué?

– Es una protesta -dijo el número 71-. Estamos con nuestros hermanos de Slone.

El entrenador dio una patada al césped, sopesando sus opciones. Estaba claro que la situación no cambiaría, o no lo haría pronto.

– Bueno, pues para que entendáis lo que estáis haciendo, quiere decir que tendremos que rendirnos, lo cual nos saca de las finales, y probablemente nos caiga algún tipo de sanción. ¿Es eso lo que queréis?

– ¡Sí! -dijeron al unísono los cerca de sesenta jugadores.

El entrenador echó las manos hacia arriba, se fue del campo y se sentó en el banquillo. El entrenador de Slone llamó a sus jugadores fuera del campo. Los jugadores blancos observaban a los negros desde los dos márgenes. El campo estaba sembrado de camisetas y cascos verdes de los Lobos. El cuadro arbitral se retiró a observar a una zona del fondo. Para ellos el día se había acabado.

La situación tardó unos minutos en ser asimilada. Luego, en la banda de Longview, un fullback blanco de refuerzo entró en el campo, se quitó el casco y la camiseta y tomó asiento en la línea de las cuarenta yardas, cerca de sus compañeros negros de equipo. Los demás jugadores lo siguieron uno por uno, hasta que los únicos que quedaron en la banda fueron los entrenadores.

El entrenador de Slone no sabía muy bien qué hacer. Empezaba a pensar que podían haberle concedido una victoria, arrancada de milagro a una derrota segura. Justo cuando iba a decirles a sus jugadores que salieran del campo, el número 88, Denny Weeks, tight end titular e hijo de un policía de Slone, salió al campo, tiró su casco y se quitó la camiseta. Después se sentó con los jugadores de Longview, uno de los cuales le dio la mano. Los Warriors siguieron a Weeks, hasta que no quedó ninguno en la banda.

A las tres de la tarde, la oficina del gobernador emitió un comunicado de prensa. La versión final del esbozo de Barry Ringfield, reescrito por Wayne Wallcott y el propio gobernador, decía:

El gobernador Gill Newton está profundamente preocupado por los últimos acontecimientos relacionados con Donté Drumm, Las acusaciones de que esta oficina recibió una grabación en vídeo que contenía una confesión del presunto asesino justo antes de la ejecución son rotundamente falsas. El gobernador no vio el vídeo hasta ayer viernes, aproximadamente dieciséis horas después de la ejecución. El gobernador estará disponible el lunes para más comentarios.

Finalmente, la estación de trenes cerró el sábado por la tarde. Aaron Rey puso a dos vigilantes armados en la plataforma, con órdenes de amenazar a todo el que se acercase. El bufete Flak se reunió en casa de Robbie para una fiesta improvisada. Acudieron todos, junto con sus cónyuges. DeDe contrató a una empresa de cátering especializada en barbacoas, y el patio se llenó de un denso olor a costillares a la brasa. Del bar se ocupaba Fred Pryor, y corría el alcohol. Todos estaban en la caseta de la piscina, intentando relajarse. El televisor, con un partido de los Longhorns, despertaba cierto interés. Robbie trató de prohibir que se hablase del caso Drumm, pero aun así la conversación derivó hacia él. No podían evitarlo. Estaban exhaustos, derrotados, en las últimas, pero lograron relajarse. La bebida ayudó lo suyo.

Había empezado a circular la noticia del partido contra Longview. Brindaron por la sentada.

A la vez que se ocupaba del bar, Fred Pryor seguía las conversaciones policiales por su radio. En las calles de Slone reinaba una calma llamativa, que atribuyeron a la emocionada súplica de Roberta Drumm. También se habían enterado de que Roberta, Marvin, Cedric y Andrea habían ido al parque Washington para pedir a la gente que se fuera a casa y que no hubiera más violencia.

Aunque Robbie hubiera ordenado apagar todos los móviles, la llamada llegó de todos modos. La recibió Carlos, que transmitió la noticia a un público callado. Las autoridades de Joplin habían acelerado el examen, y tenían noticias interesantes: habían encontrado una muestra significativa de semen en la ropa interior de Nicole. Las pruebas de ADN la atribuían a Travis Boyette, cuya muestra de ADN figuraba en la base de datos de Missouri debido a una condena previa en dicho estado.

Había motivos de celebración y motivos de llanto. Con emociones encontradas, decidieron tomarse otra copa.

Capítulo 36

Domingo. Lo que el jueves era probable, el viernes todavía más probable y el sábado prácticamente seguro se convirtió a lo largo de la noche en una verdad abrumadora que hizo que el domingo por la mañana todo el país se despertara frente a la impactante realidad de que se había ejecutado a un inocente. Los grandes periódicos, con el New York Times y el Washington Post al frente, echaban pestes y despotricaban, llegando a la misma conclusión: ya es hora de que dejemos de matar. La noticia apareció en primera plana de ambas publicaciones, y en decenas de otras, desde Boston hasta San Francisco. La historia del caso quedó reflejada en largos artículos, y sus personajes recibieron mucha publicidad, que en el caso de Robbie igualó a la atención dedicada a Donté. Varios editoriales destemplados pedían una moratoria de las ejecuciones. Se publicaron un sinfín de artículos de opinión firmados por expertos en leyes, abogados defensores, abolicionistas de la pena de muerte, profesores, activistas religiosos e incluso un par de reclusos del corredor de la muerte, y la conclusión era siempre la misma: ahora que tenemos pruebas irrefutables de que se ha producido una ejecución errónea, lo único justo y sensato es detenerlas para siempre o, si no es posible hacerlo, como mínimo frenarlas hasta que se pueda estudiar y revisar el sistema de la pena de muerte.

En Texas, el Houston Chronicle, periódico que había ido abandonando gradualmente la pena de muerte, pero que no había llegado a pedir su abolición, dedicó toda la portada a presentar el caso a lo grande. Era una versión condensada de la rueda de prensa, con grandes fotos de Donté, Nicole y Robbie en la página uno, y unas diez más en la cinco. Los artículos -seis en total- se cebaban en los errores cometidos y despellejaban a Drew Kerber, Paul Koffee y la jueza Vivian Grale. La identidad de los malos estaba clara. Las culpas eran ineludibles. Un reportero seguía el rastro del Tribunal Penal de Apelación de Texas, y era evidente que sus miembros no tendrían donde esconderse. Su presidente, Milton Prudlowe, no estaba localizable, ni hacía comentario alguno, al igual que los ocho jueces restantes. El secretario, Emerson Pugh, se negaba a hacer declaraciones. En cambio, quien tenía mucho que decir era Cicely Avis, la abogada del Defender Group que había intentado entrar en el despacho de Pugh el jueves a las cinco y siete de la tarde. Poco a poco iban conociéndose los detalles, y era previsible que apareciesen más novedades. Otro reportero del Chronicle pisaba los talones al gobernador y de su personal, todos ellos en plena retirada, evidentemente.

Las reacciones variaban a lo largo y a lo ancho del estado. Los periódicos que por norma general tenían fama de políticamente moderados -los de Austin y San Antonio- pedían una abolición sin reservas de la pena de muerte. El periódico de Dallas pidió públicamente una moratoria. En cuanto a los periódicos firmemente alineados a la derecha, se mostraban moderados en sus editoriales, pero no podían resistirse a informar largo y tendido sobre los sucesos de Slone.

Por televisión, todos los programas de entrevistas del domingo por la mañana hallaron espacio para la noticia, aunque el tema principal siguiera siendo la campaña de las presidenciales. Por cable, Donté Drumm llevaba veinticuatro horas siendo la principal noticia, desde la rueda de prensa de Robbie, y no daba muestras de bajar al segundo puesto. Como mínimo, una de las subtramas se había considerado bastante importante como para tener su propio título: cada media hora se podía ver «La búsqueda de Travis Boyette». En internet, la noticia hacía estragos y el número de visitas que recibía era cinco veces superior a cualquier otro tema. Los bloggers en contra de la pena de muerte despotricaban sin mesura.

Por trágica que fuese, la noticia supuso un regalo descomunal para la izquierda. En la derecha, como era de prever, reinaba la calma. Quienes apoyaban la pena de muerte era difícil que cambiasen de criterio, al menos de la noche a la mañana, aunque parecía imperar la sensación general de que lo mejor en aquel momento era no decir nada. Los programas por cable y los comentaristas de emisoras de onda media de la derecha pura y dura se limitaban a ignorar la noticia.

En Slone, el domingo seguía siendo día de culto. En la Iglesia Metodista Africana Bethel, el toque de las ocho de la mañana congregó a mucha más gente de lo habitual para una serie de actos que incluían catequesis, desayuno de oración para los hombres, prácticas de coro, clases de Biblia, café con donuts, y en último término la hora de culto, que se prolongaría mucho más allá de los sesenta minutos. Unos venían con la esperanza de ver a alguno de los Drumm, preferiblemente a Roberta, y darle -en la medida de lo posible- un pésame discreto, pero la familia Drumm necesitaba descansar, y se quedó en su casa. Otros acudían por necesidad de hablar, oír los cotilleos y prestar o recibir apoyo.

Motivos al margen, cuando el reverendo Johnny Canty subió al púlpito y dio una afectuosa bienvenida a los presentes, el santuario estaba a reventar. No tardó mucho en salir el tema de Donté Drumm. Habría sido fácil agitar a los fieles y atizar el fuego, disparando contra todas las dianas a su alcance, pero no era eso lo que deseaba el reverendo Canty. Lo que hizo fue hablar de Roberta, del buen talante con que había resistido la presión, de su angustia al ver morir a Donté, de su fortaleza y de su amor a sus hijos. Habló de la sed de venganza, y de la otra mejilla que ofreció Jesús. Rezó pidiendo paciencia, tolerancia y la sensatez propia de la gente de bien como respuesta a lo ocurrido. Habló también de Martin Luther King, y de su valor al desencadenar el cambio mediante el rechazo de la violencia. Contraatacar es algo natural en el ser humano, pero el segundo golpe lleva al tercero, y al cuarto. Agradeció a sus feligreses que hubieran depuesto las armas y hubieran abandonado las calles.

La noche, en Slone, había sido de una calma sorprendente. Canty recordó a los suyos que ahora el nombre de Donté Drumm era famoso, todo un símbolo que haría cambiar las cosas.

– No lo ensuciemos con más sangre ni violencia.

Tras media hora de calentamiento, los fieles se distribuyeron por la iglesia para realizar las actividades propias de cualquier mañana de domingo.

A menos de dos kilómetros, los miembros de la Primera Iglesia Baptista empezaron a llegar para una ceremonia anómala. Seguía habiendo cinta amarilla de la policía en los escombros de su santuario, donde no habían terminado aún las pesquisas. La novedad era una gran carpa blanca en un aparcamiento, bajo la que se alineaban las sillas plegables y las mesas llenas de comida. La gente iba vestida de manera informal, y el ambiente, por lo general, era optimista. Tras un desayuno rápido, entonaron himnos, viejas melodías religiosas cuyo ritmo y letra sabían de memoria. El presidente de los diáconos habló sobre el incendio, y de algo más importante: la nueva iglesia que edificarían. Tenían un seguro, tenían fe, y si era necesario pedirían préstamos, pero de las cenizas surgiría un santuario nuevo y hermoso, todo para gloria del Señor.

Reeva no estaba presente. No había salido de su casa, y a decir verdad no se la echó mucho de menos. Sus amigos eran conscientes de cuánto sufría ahora que habían encontrado a su hija, aunque en el caso de Reeva los nueve últimos años habían sido un sufrimiento constante. Como no podía ser de otra manera, se acordaron de las vigilias junto al Red River, de las sesiones maratonianas de oración, de las filípicas interminables en la prensa y de la aceptación entusiasta de la condición de víctima, todo lo cual formaba parte de un esfuerzo por vengarse del «monstruo» de Donté Drumm. Ahora que se habían equivocado de monstruo en la ejecución, y que Reeva había disfrutado viéndolo morir, pocos feligreses de su iglesia tenían ganas de verla. Por suerte, ella tampoco quiso verlos.

El hermano Ronnie estaba sumido en la desesperación. Había presenciado sin culpa alguna el incendio de su iglesia, pero también había visto morir a Donté, no sin cierto grado de satisfacción. Algo de pecaminoso tenía que haber en ello. Él era baptista, una rama que destacaba por su creatividad en la búsqueda de nuevas versiones del pecado, y necesitaba que lo perdonasen. Así se lo dijo a su congregación: les desnudó su alma, reconociendo haberse equivocado, y les pidió que rezasen por él. Se lo veía sinceramente humillado y angustiado.

Los preparativos del funeral de Nicole seguían en marcha. El hermano Ronnie explicó que había hablado por teléfono con Reeva -la cual no aceptaba visitas-, y que ya se colgarían los detalles en la web de la iglesia cuando lo decidiera la familia. Nicole seguía en Missouri, cuyas autoridades no habían dicho cuándo la entregarían.

La carpa estaba sometida a una estrecha vigilancia. Al otro lado de la calle, en un solar que no era propiedad de la iglesia, merodeaban más de veinte reporteros, la mayoría con cámaras. De no ser por la presencia de varios policías bastante suspicaces, los reporteros habrían estado dentro de la tienda, grabando todo lo que se dijera, y molestando.

Slone nunca estuvo más dividida que aquel domingo por la mañana, pero incluso en horas tan bajas se consiguió cerrar filas. Desde el jueves, el número de reporteros y de cámaras había aumentado gradualmente, y en la ciudad todos palpaban cierto ambiente de asedio. El hombre de la calle ya no hablaba con los periodistas. «Sin comentarios», era la única respuesta de las autoridades. A los funcionarios judiciales fue imposible sonsacarles ni una sola palabra; y en algunos sitios, la policía reforzó su presencia y endureció su actitud. Cualquier reportero que intentase acercarse al domicilio de los Drumm se exponía a ser tratado sin contemplaciones. La funeraria donde reposaba Donté era un territorio estrictamente prohibido. La casa de Reeva la vigilaban varios primos y amigos, aunque también la policía andaba cerca, por si se entrometía algún payaso con cámara. En cuanto a Robbie Flak, sabía cuidarse solo de sobra, pero en su casa y en su bufete había patrullas cada hora. Por eso el domingo por la mañana los cristianos devotos que participaron en el culto de la Iglesia Metodista Africana Bethel y en el de la Primera Iglesia Baptista pudieron hacerlo sin intrusos. De ello se ocupó la policía de Slone.

En la iglesia luterana de St. Mark, el reverendo Keith Schroeder subió al púlpito y sorprendió a sus feligreses con un sermón cuyo principio fue el más trepidante de su historia.

– El jueves pasado, el estado de Texas ejecutó a un inocente. Es casi imposible que se os haya pasado por alto la noticia. La mayoría ya conocéis los hechos, pero lo que no sabéis es que el verdadero asesino estuvo aquí el domingo pasado, sentado entre nosotros. Se llama Travis Boyette, y tiene más de una condena a sus espaldas; hace unas semanas salió de la cárcel de Lansing y fue asignado a una casa de reinserción de la calle Diecisiete, aquí, en Topeka.

De los doscientos asistentes, ni uno solo parecía respirar. Quienes venían con la intención de echar una cabezadita se despertaron de golpe. A Keith lo divirtieron las miradas raras que le dirigían.

– No, no es broma -prosiguió-. Y aunque me gustaría poder decir que lo que atrajo al señor Boyette a nuestra iglesia fue su fama de ofrecer buenos sermones, lo cierto es que vino porque estaba preocupado. Estuvo en mi despacho a primera hora del lunes para hablar de sus problemas. Después viajó a Texas, y trató de impedir la ejecución de Donté Drumm, pero no pudo. Luego, de alguna manera, se escapó.

El propósito inicial de Keith había sido describir sus aventuras en Texas, pronunciando sin duda el más fascinante de los sermones habidos y por haber. A él no le daba miedo la verdad. Quería contarla. Suponía que tarde o temprano su iglesia lo averiguaría, y estaba resuelto a dar la cara. Sin embargo, Dana había sostenido que lo más sensato era esperar a haberse reunido con un abogado. Reconocer un delito sin el asesoramiento de un letrado, sobre todo de manera tan pública, parecía arriesgado. Al final se salió con la suya, y Keith se decidió por un mensaje diferente.

Como pastor, se negaba en redondo a mezclar la política y la religión. En el púlpito se había mantenido al margen de cuestiones como los derechos de los homosexuales, el aborto y la guerra. Prefería transmitir las enseñanzas de Jesús: amar al prójimo, ayudar a los menos afortunados, perdonar a los demás porque se ha sido perdonado y acatar las leyes divinas.

Ahora bien, tras presenciar la ejecución Keith era una persona distinta, o en todo caso un predicador distinto. De pronto era mucho más importante abordar la injusticia social que hacer que sus feligreses se encontrasen a gusto cada domingo. Empezaría a tratar todos los temas, siempre desde la perspectiva cristiana, no la de los políticos, y si alguien se molestaba, peor para él. Estaba cansado de jugar sobre seguro.

– ¿Jesús presenciaría una ejecución sin tratar de evitarla? -preguntó-. ¿Le parecerían bien a Jesús unas leyes que nos permiten matar a quienes han matado?

En ambos casos, la respuesta era no. Keith se pasó toda una hora explicando los motivos, en el sermón más largo de toda su carrera.

El domingo, antes de que anocheciera, Roberta Drumm salió con sus tres hijos, las parejas de estos y sus cinco nietos y caminó unas cuantas manzanas hacia el parque "Washington. Era el mismo recorrido que habían hecho el día anterior, con la misma intención. Al llegar, y encontrarse con los jóvenes reunidos en el parque, les hablaron de la muerte de Donté, en conversaciones de tú a tú, y del efecto que estaba teniendo sobre todos. El rap dejó de sonar. La gente guardó un silencio respetuoso. En un momento dado, unas cuantas personas rodearon a Roberta y escucharon cómo pedía civismo.

– Por favor -dijo Roberta con voz fuerte y elocuente, señalando algunas veces con el dedo, para mayor énfasis-, no profanéis el recuerdo de mi hijo con más sangre derramada. No quiero que se recuerde el nombre de Donté Drumm como causante de disturbios raciales en Slone. Nada de lo que hagáis aquí en la calle ayudará a nuestra gente. La violencia engendra más violencia, y al final perderemos. Por favor, marchaos a casa y abrazad a vuestras madres.

Donté Drumm ya era una leyenda para los suyos. La valentía de su madre los impulsó a marcharse a sus casas.

Capítulo37

El lunes por la mañana, el instituto de Slone no abrió sus puertas. Aunque la tensión parecía remitir, la dirección del centro y la policía seguían nerviosas. Podía haber nuevas peleas y bombas de humo, que al extenderse a la calle rompieran la frágil tregua. Los alumnos blancos estaban dispuestos a volver a clase y reintegrarse a la rutina y las actividades normales. En términos generales, lo ocurrido durante el fin de semana los había impactado, e incluso horrorizado; estaban tan estupefactos por la ejecución de Drumm como sus amigos negros, y con muchas ganas de hablar de ella e intentar dejarla atrás. En toda la ciudad se comentaba la incorporación de los jugadores blancos a la sentada del partido contra Longview, una sencilla manifestación de solidaridad que se consideraba un acto de disculpa de proporciones colosales. Se había cometido un error gigantesco, pero la culpa la tenían otros. Veámonos, démonos la mano y zanjemos el tema. A la mayoría de los alumnos negros no les seducía la idea de seguir con la violencia. Ellos tenían las mismas rutinas y actividades que sus amigos blancos, y también querían volver a la normalidad.

La dirección del instituto volvió a reunirse con el alcalde y con la policía. Una de las palabras más socorridas para describir el ambiente en Slone era «polvorín». El número de exaltados era suficiente en ambos bandos para causar problemas. Seguían grabándose llamadas anónimas. Había amenazas de violencia en cuanto reabriese el instituto, y al final se decidió que lo más seguro era esperar hasta después del funeral de Donté Drumm.

A las nueve de la mañana, el equipo de fútbol americano se reunió con sus entrenadores en el vestuario del campo. Fue una reunión a puerta cerrada a la que acudieron los veintiocho jugadores negros, así como sus compañeros blancos, sumando un total de cuarenta y uno. La idea de la reunión era de Cedric y de Marvin Drumm, ex jugadores de los Warriors (aunque a un nivel muy inferior al de su hermano). Juntos, dirigieron unas palabras al equipo. Agradecieron a los jugadores blancos la valentía de haberse unido a la protesta de los de Longview. Hablaron de su hermano con cariño, emocionados, y dijeron que no le habría parecido bien ninguna división. El equipo era el orgullo de la ciudad, y si lograba curar sus heridas habría esperanza para todos. Ambos apelaron a la unidad.

– Os pido que vengáis todos al entierro de Donté -dijo Cedric-. Será muy importante para nuestra familia, y también para el resto de nuestra comunidad.

Denny Weeks, hijo de un policía de Slone, y el primer jugador que se había quitado el casco y la camiseta para sentarse con los de Longview, pidió permiso para hablar. Colocándose frente al equipo, empezó por describir lo asqueado que estaba por la ejecución y por sus consecuencias. Tanto él como la mayoría de sus conocidos blancos siempre habían creído que Donté era culpable, y que se llevaría su merecido. ¡Qué error tan increíble! Siempre se sentiría culpable. Se disculpó por haberlo creído, y por haber estado a favor de la ejecución. Luego se emocionó, aunque intentase no perder la compostura, y acabó diciendo que esperaba que Cedric y Marvin, el resto de la familia y sus compañeros negros de equipo tuvieran fuerzas para perdonarlo. Fue la primera de varias confesiones, que convirtieron la reunión en un esfuerzo largo y fructífero de reconciliación. Formaban un equipo; un equipo con sus rencillas y sus rivalidades enconadas, pero la mayoría de los chicos habían jugado juntos desde los doce o los trece años, y se conocían mucho. No ganaban nada con dejar que se enquistase la amargura.

Las autoridades del estado aún no habían resuelto las dudas turbadoras que planteaba el empate con Longview. La previsión más extendida era que se daría por perdedores a los dos equipos, pero que la temporada seguiría con normalidad. Al calendario le quedaba un solo partido. El entrenador lo planteó en términos de todo o nada: si no eran capaces de unirse como equipo, renunciarían al último partido. Con Cedric y Marvin delante, los jugadores no tuvieron elección. No podían decirles que no a los hermanos de Donté Drumm. Al cabo de dos horas, se dieron la mano y decidieron quedar por la tarde para realizar un largo entrenamiento.

El espíritu de reconciliación no había llegado al bufete Flak, ni lo haría ya probablemente. Revigorizado por un domingo tranquilo, y enfrentado a una montaña de trabajo, Robbie exhortó a sus tropas a prepararse para un asalto en varios frentes. La prioridad número uno era el litigio civil. Robbie estaba resuelto a presentar aquel mismo día una demanda, tanto en los tribunales del estado como en los federales. La demanda al estado, alegando muerte por negligencia, sería una andanada contra el ayuntamiento de Slone, su policía, el condado, el fiscal del distrito, el estado, sus jueces, sus autoridades penitenciarias y los jueces de su tribunal de apelación. Pese a la inmunidad de que gozaban los miembros de la judicatura, Robbie pensaba denunciarlos. También denunciaría al gobernador, cuya inmunidad era absoluta. Gran parte de la demanda acabaría desmontada, y en último término desestimada, pero a él le daba igual; quería vengarse, y le encantaba la idea de poner en evidencia a los culpables, obligándolos a contratar abogados. Era un amante del litigio a puñetazo limpio, sobre todo si los daba él, y tenía a la prensa como público. Sus clientes, los Drumm, se oponían con sinceridad a que siguiera habiendo violencia por las calles, y Robbie también, pero él sabía crearla en los tribunales. El litigio se prolongaría varios años, y lo consumiría, pero confiaba en que acabaría ganando.

La demanda ante la justicia federal sería por derechos civiles, y en gran parte con los mismos acusados. En aquel caso no perdería el tiempo en demandar a los jueces y al gobernador, sino que se cebaría en el ayuntamiento de Slone, su policía y Paul Koffee. Por lo que había quedado de manifiesto, preveía un acuerdo lucrativo, pero a largo plazo. El ayuntamiento, el condado, y sobre todo sus compañías de seguros, no se expondrían jamás a que en un caso de tal notoriedad se aireasen trapos sucios delante de un jurado. Una vez al desnudo, los actos de Drew Kerber y Paul Koffee dejarían aterrados a los abogados de las aseguradoras, que cobraban lo suyo. Robbie estaba obsesionado con la venganza, pero también olía a dinero.

Entre las otras estrategias puestas sobre la mesa estaba una querella contra Paul Koffee por falta de ética profesional. En ese caso, ganar implicaba su expulsión del colegio de abogados y una nueva humillación, aunque Robbie no era demasiado optimista. También había pensado interponer una demanda ante la Comisión Estatal de Conducta Judicial contra Milton Prudlowe, el presidente del tribunal de apelación, aunque eso le llevaría más tiempo. Aún se conocían muy pocos hechos sobre las razones de no haber tramitado la instancia, aunque todo indicaba que irían surgiendo, y pronto: el Tribunal Penal de Apelación de Texas ya sufría el ataque de algo similar a un avispero de periodistas. Robbie se conformaba con quedarse sentado, viendo cómo la prensa sacaba la verdad a relucir.

Se puso en contacto con el Departamento de Justicia, en Washington. Recibió llamadas de gente que se oponía a la pena de muerte de todo el país. Conversó con reporteros. Su bufete era un caos, en el que Robbie se crecía.

El bufete en el que entraron Keith y Dana el lunes por la mañana se parecía muy poco al último que había visto Keith. El de Flak estaba lleno de gente, tensión y actividad. El de Elmo Laird era pequeño y tranquilo. El informe previo de Matthew describía a Elmo como un profesional que trabajaba a solas, un sesentón veterano de los juzgados penales que daba consejos acertados, aunque rara vez iba a juicio. Era amigo de Matthew, pero lo más importante era que jugaba al golf con el fiscal del distrito.

– Nunca había tenido un caso así -reconoció tras escuchar a Keith unos minutos.

Había hecho los deberes y, como todos los que disfrutan leyendo el periódico por la mañana, conocía lo esencial del lío que había montado el caso Drumm, allá en Texas.

– Bueno, para mí también es bastante nuevo -dijo Keith.

– No hay ninguna ley clara al respecto. Usted prestó ayuda a un hombre que estaba decidido a infringir la libertad condicional saliendo de esta jurisdicción. No es lo que se dice un delito mayor, pero podrían juzgarlo por obstrucción a la justicia.

– Hemos leído el código -intervino Dana-. Nos lo ha enviado Matthew, con unos cuantos casos de otros estados, y no hay nada claro.

– Yo no he sabido encontrar ninguno parecido en Kansas -dijo Laird-, aunque eso tampoco quiere decir nada. Si el fiscal del distrito decide actuar, diría que tiene buenos elementos. Usted lo reconoce todo, ¿no?

– Sí, claro -convino Keith.

– Pues entonces le aconsejo que nos planteemos la conformidad del imputado, y cuanto antes mejor. Boyette anda suelto. Podría volver a atacar o no; esta misma semana o nunca. A usted le beneficia llegar a un acuerdo, un buen acuerdo, antes de que Boyette se meta en nuevos líos. Si le hace daño a alguien, usted sería más culpable, y se complicaría un caso que es sencillo.

– ¿Qué es un buen acuerdo? -preguntó Keith.

– No ir a la cárcel y un tirón de orejas -dijo Elmo, encogiéndose de hombros.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– No gran cosa. Presentarse un momento en el juzgado, pagar una pequeña multa, y nada de cárcel, esto está claro.

– Esperaba que lo dijera -dijo Dana.

– Y yo, pasado un tiempo, probablemente pudiera borrar sus antecedentes penales -añadió Elmo.

– Pero quedaría constancia pública de la condena, ¿no? -preguntó Keith.

– Sí, eso ya es más preocupante. Esta mañana, aquí en Topela, ha salido Boyette en primera plana, y sospecho que se seguirá hablando de él algunos días. Es nuestro pequeño vínculo con un episodio que ha causado sensación. Si viniera husmeando un reportero, podría toparse con la condena. Bien pensado, la noticia no está mal: pastor local ayuda al verdadero asesino, y bla-bla-bla. Yo me imagino que eso salpicaría mucho a la prensa, pero dudo que el perjuicio fuera permanente. Lo más gordo se publicaría si Boyette cometiera otro delito. Entonces el fiscal ya se acaloraría un poco más, y sería más difícil tratar con él.

Keith y Dana se miraron, dudando. Era su primera visita en común a un bufete de abogados, y esperaban que fuese la última.

1Mire, señor Laird -dijo Keith-, la verdad es que no quiero tenerlo sobre mi cabeza. Soy culpable de lo que hice. Si he cometido un delito, aceptaré el castigo. Nuestra pregunta es muy sencilla: ¿ahora qué?

– Déjenme unas horas para que hable con el fiscal del distrito. Si él está dispuesto, llegaremos enseguida a un acuerdo, y no habrá más que hablar. Con algo de suerte, pasará usted inadvertido.

– ¿Cuándo podría ser eso?

Elmo se encogió de hombros nuevamente.

– Esta semana.

– ¿Y me promete que Keith no irá a la cárcel? -preguntó Dana, casi en tono de súplica.

– Prometerlo no, pero es muy poco probable. Nos vemos mañana a primera hora y lo hablamos.

Sentados en el coche, ante el bufete de Laird, Keith y Dana contemplaron el lateral del edificio.

– Me parece mentira que tú y yo estemos aquí, hablando de declararte culpable y preocupados por que te puedan meter en la cárcel -dijo ella.

– ¿A que es genial? A mí me encanta.

– ¿Cómo dices?

– Mira, Dana, tengo que decirte que, aparte de nuestra luna de miel, esta última semana ha sido la más genial de mi vida.

– Tú estás enfermo. Has pasado demasiado tiempo con Boyette.

– La verdad es que echo un poco de menos a Travis.

– Conduce, Keith. Estás perdiendo la chaveta.

Oficialmente, el gobernador estaba enfrascado en los presupuestos del estado, y tenía demasiado trabajo para hacer comentarios sobre el caso Drumm; por lo que a él respectaba, era un caso cerrado.

Extraoficialmente estaba encerrado en su despacho con Wayne y Barry, los tres aturdidos y con resaca, devorando analgésicos y rezongando sobre las decisiones a tomar. La prensa había acampado frente al edificio, hasta el punto de filmar su salida de la Mansión del Gobernador a las siete y media de la mañana, junto a su brigada de seguridad -cosa que hacía cinco días por semana-, como si ahora aquel movimiento fuera un notición. En la oficina estaban hasta arriba de llamadas, faxes, correos electrónicos, cartas, gente y hasta paquetes.

– Estamos con la mierda hasta el cuello -dijo Barry-, y la cosa empeora sin parar. Ayer, treinta y un editoriales de costa a costa, y hoy diecisiete más. A este ritmo, habrá salido uno en todos los periódicos del país. Por cable se pasan el día de cháchara. Salen expertos en cantidad, dando consejos sobre lo que hay que hacer ahora.

– ¿Y qué hay que hacer ahora? -preguntó el gobernador.

– Moratorias, moratorias. Renunciar a la pena capital, o como mínimo estudiarla a fondo.

– ¿Y las encuestas?

– Según las encuestas estamos jodidos, pero aún es demasiado pronto. Deja que pasen unos días y que se diluya el impacto, y nos meteremos otra vez en el mercado, poco a poco. Yo sospecho que perderemos unos cuantos puntos, pero calculo que al menos el sesenta y cinco por ciento sigue a favor de la inyección letal. ¿Wayne?

Wayne estaba enfrascado en su portátil, pero no perdía palabra.

– Sesenta y nueve, que sigue siendo mi número favorito.

– Ni uno ni otro -dijo el gobernador-: sesenta y siete. ¿Todos de acuerdo?

Barry y Wayne levantaron enseguida los pulgares. Ya estaba en marcha la apuesta estándar: cada uno de los tres ponía cien dólares.

El gobernador se acercó por enésima vez a su ventana favorita, pero no vio nada.

– Tengo que hablar con alguien. Aquí dentro, ignorando a la prensa, parece que me esconda.

– Es que te escondes -dijo Barry.

– Concertadme una entrevista con alguien de confianza.

– Siempre nos queda la Fox. Hace dos horas he hablado con Chuck Monahand, y estaría encantado de que charles con él. Es inofensivo, y tiene unos índices de audiencia bastante buenos.

– ¿Nos dará las preguntas con antelación?

– Pues claro. Está dispuesto a todo.

– Me gusta. ¿Wayne?

Wayne hizo crujir los nudillos con fuerza suficiente como para romperlos.

– No tan deprisa -dijo-. ¿Qué urgencia tienes? Pues claro que estás atrincherado, pero deja que amaine la tormenta. Vamos a pensar dónde estaremos dentro de una semana.

– Yo diría que aquí mismo -replicó Barry-, encerrados con llave, devanándonos los sesos para decidir qué hacemos.

– Es que es un momento tan importante… -precisó el gobernador-. Me da mucha rabia dejar que pase.

– Deja que pase -dijo Wayne-. Ahora mismo tienes mala imagen, jefe; eso no hay quien lo arregle. Lo que nos hace falta es tiempo, mucho tiempo. Yo digo que bajemos la cabeza, esquivemos las balas y dejemos que la prensa se cebe en Koffee, la poli y el tribunal de apelación. Que pase un mes. Agradable no será, pero el reloj no se parará.

– Yo digo que vayamos a la Fox -comentó Barry.

– Y yo que no -replicó Wayne-. Propongo que nos montemos una misión comercial a China y pasemos diez días fuera. Así exploramos mercados extranjeros, más salidas para los productos texanos y más puestos de trabajo para nuestra gente.

– Ya lo hice hace tres meses -protestó Newton-. Odio la comida china.

– Darías una imagen de debilidad -repuso Barry-. Escaparse justo cuando surge la mayor noticia desde el último huracán… Mala idea.

– Estoy de acuerdo. No nos vamos.

– ¿Así que puedo ir yo a China? -preguntó Wayne.

– No. ¿Qué hora es?

El gobernador llevaba un reloj de pulsera, y en el despacho había como mínimo tres relojes más. Aquella pregunta, al caer la tarde, solo podía significar una cosa. Barry se acercó al mueble bar y sacó una botella de bourbon Knob Creek.

El gobernador se sentó detrás de su gran escritorio y bebió un trago.

– ¿Cuándo tendrá lugar la siguiente ejecución? -preguntó a Wayne.

Su abogado tecleó y miró fijamente su portátil.

– Dentro de dieciséis días.

– Vaya por Dios -dijo Barry.

– ¿Quién es? -preguntó Newton.

– Drifty Tucker -contestó Wayne-. Hombre, blanco, cincuenta y un años, del condado de Panola. Mató a su mujer al pillarla en la cama con el vecino. También le disparó al vecino, ocho veces. Tuvo que recargar.

– ¿Eso es delito? -preguntó Barry.

– Para mí no -respondió Newton-. ¿No ha alegado inocencia?

– No, demencia. Pero parece que lo que le ha fastidiado es lo de recargar.

– ¿Podríamos hacer que lo suspendiese algún tribunal? -preguntó Newton-. Yo preferiría ahorrármelo.

– Lo estudiaré.

El gobernador bebió un poco más y sacudió la cabeza.

– Justo lo que nos falta ahora -masculló-: otra ejecución.

De repente, Wayne reaccionó como si le hubieran dado una bofetada.

– Fijaos en esto: Robbie Flak acaba de poner una demanda en el tribunal del estado del condado de Chester en la que cita a varios acusados, entre ellos el honorable Gilí Newton, gobernador. Cincuenta millones de dólares en concepto de daños y perjuicios por la ejecución indebida de Donté Drumm.

– No puede -dijo el gobernador.

– Pues acaba de hacerlo. Parece que ha mandado una copia por correo electrónico a todos los acusados, y a todos los periódicos del estado.

– Yo tengo inmunidad.

– Pues claro, pero te ha demandado igualmente.

Barry se sentó, y empezó a rascarse el pelo. El gobernador cerró los ojos y masculló algo para sus adentros. Wayne miraba el portátil, boquiabierto. Acababa de empeorar un día ya malo de por sí.

Capítulo38

Keith estaba sentado en su despacho de la iglesia, con las manos detrás de la cabeza, los pies descalzos encima de la mesa, la mirada en el techo y la cabeza hecha un lío por todo lo que había pasado. Durante los últimos días se había acordado un par de veces de su familia, y de los asuntos de la iglesia, pero la idea de Travis Boyette suelto por la calle siempre daba al traste con tan agradables distracciones. Se había dicho infinidad de veces que él no había ayudado a Boyette a escapar, que ya rondaba por las calles de Topeka después de cumplir su condena, y que tenía derecho a reinsertarse en la sociedad. Era Boyette quien había tomado la decisión de irse de Anchor House e infringir la libertad condicional, ya antes de convencer a Keith de que le hiciera de chófer. Aun así, Keith vivía con un nudo en el estómago, un pinchazo constante que le aseguraba que había hecho algo mal.

Para descansar de Boyette, bajó los pies de la mesa y se volvió hacia su ordenador. En el monitor salía la web del capítulo de Kansas de la AADP, Americans Against the Death Penalty. [10]Decidió apuntarse. Pagó los veinticinco dólares de cuota anual con su tarjeta de crédito: ya era uno de los tres mil miembros, y como tal tenía derecho a la newsletter, a una revista mensual con las últimas novedades y a otras actualizaciones periódicas a cargo del personal de la asociación. Se reunían una vez al año en Wichita. Ya le harían llegar los datos exactos. Era la primera organización en la que se inscribía, aparte de la Iglesia.

Buscó por curiosidad webs de grupos contrarios a la pena de muerte en Texas, y encontró muchas. Reconoció los nombres de varios grupos que había visto en las noticias de los dos últimos días. Los abolicionistas texanos estaban aprovechando al máximo la ejecución de Drumm, y actividad no faltaba. Execution Watch, Students Against the Death Penalty, Texas Network Moratorium, TALK (Texans Against Legalized Killing), Texans for Alternatives to the Death Penalty… [11]Uno de los nombres que le sonaban era Death Penalty Focus. [12] Entró en su web, y le impresionó. La cuota de socio solo era de diez dólares. Sacó su tarjeta de crédito y se inscribió. Estaba disfrutando, sin pensar en Boyette.

El mayor y más antiguo de los grupos texanos era ATeXX, acrónimo de Abolish Texas Executions. [13] Aparte de impulsar muchas publicaciones sobre el tema del castigo capital, también presionaba al poder legislativo para que adoptase sus puntos de vista, organizaba grupos de apoyo a los reclusos de ambos sexos del corredor de la muerte, recaudaba fondos para defender a los acusados de delitos castigados con la muerte y trabajaba en red con decenas de otros grupos del país, pero lo más impresionante, al menos «en opinión de Keith, era que ayudaba a ambas familias, la de las víctimas y la del condenado. ATeXX tenía mil quinientos miembros y un presupuesto anual de dos millones de dólares, y la inscripción estaba abierta a todo el que estuviera dispuesto a pagar veinticinco dólares. Keith estaba de humor, y al cabo de un momento ya formaba parte de su tercer grupo.

Sesenta dólares después tenía la sensación de ser un abolicionista acreditado.

El silencio se rompió por el pitido de su intercomunicador.

– Hay una periodista al teléfono -anunció Charlotte Junger-. Creo que deberías hablar con ella.

– ¿De dónde es?

– De Houston, y no te la quitarás de encima.

– Gracias.

Keith se puso al teléfono.

– Soy el reverendo Keith Schroeder.

– Reverendo Schroeder, me llamo Eliza Keene. Trabajo en el Houston Chronicle. -Tenía una voz dulce, y un hablar parsimonioso, con un acento nasal parecido al que Keith había oído en Slone-. Tengo unas preguntas sobre Travis Boyette.

Keith vio desfilar toda su vida ante él: titulares, polémicas, esposas, cárcel.

Su silencio fue bastante largo para convencer a la señorita Keene de que iba por buen camino.

– Muy bien -aceptó Keith.

¿Qué iba a decir? No podía mentir, negando que conocía a Boyette. Durante unas décimas de segundo se le ocurrió no hablar con ella, pero eso equivaldría a disparar más de una alarma.

– ¿Le importa que grabe nuestra conversación? -preguntó ella cortésmente.

Sí. No. Ni idea.

– Pues… no -dijo Keith.

– Mejor, así no cometo ninguna inexactitud. Un momento. -Una pausa-. Ya está encendida la grabadora.

– De acuerdo -respondió Keith, pero solo porque parecía que era necesaria alguna respuesta de su parte. Decidió ganar tiempo, mientras intentaba ordenar sus ideas-. Oiga, señorita Keene… Es que no tengo por costumbre hablar con periodistas. ¿Hay alguna manera de verificar que sea reportera del Houston Chronicle?

– ¿Tiene el ordenador encendido?

– Sí.

– Pues ahora mismo le mando mi currículo. También le mando una foto hecha delante del bufete de Robbie Flak, el jueves pasado, cuando el señor Flak y su equipo se marchaban. En la foto salen cuatro personas, una con chaqueta negra y alzacuello blanco. Me imagino que es usted.

Keith consultó el correo y abrió el archivo adjunto. Era él. Leyó el currículo por encima, a sabiendas de que no hacía falta.

– Parece buena persona -dijo Keith.

– A nosotros también nos lo pareció. ¿Es usted?

– Sí.

– ¿Presenció la ejecución de Donté Drumm?

A Keith se le secó la boca. Gruñó y carraspeó.

– ¿Por qué cree que presencié la ejecución?

– Hemos accedido al registro de la cárcel, y aparece como testigo del preso. Además, uno de los hombres que estaban de pie detrás de usted durante la ejecución era periodista, de otro periódico. Su nombre lo he encontrado yo, no él.

¿Qué habría aconsejado Elmo Laird en esa situación? Tal vez cortar la conversación. Keith no estaba seguro, pero sí impresionado. Si la señorita Keene tenía el registro de la cárcel, y una foto, ¿qué más podía haber encontrado? Le pudo la curiosidad.

– Pues entonces supongo que presencié la ejecución.

– ¿Qué hace un pastor luterano de Topeka presenciando una ejecución en Texas? -preguntó ella.

Era lo mismo que se había preguntado Keith al menos mil veces. Soltó una risa forzada.

– Es una larga historia -respondió.

– ¿Amigo de Donté Drumm?

– No.

– Travis Boyette estaba en una casa de reinserción de Topeka. Luego aparece en Slone, Texas. ¿Tiene usted idea de cómo llegó?

– Quizá.

– ¿Su coche es un Subaru marrón con matrícula de Kansas LLZ787?

– Supongo que tiene usted una copia de mis papeles.

– Sí, y uno de nuestros reporteros vio el coche en Slone. Por Slone no pasa mucha gente de Kansas. ¿Hay alguna posibilidad de que Boyette hiciera autoestop con usted?

Otra risa, esta vez sincera.

– Bueno, está bien, señorita Keene, ¿qué quiere?

– La historia, reverendo Schroeder. Entera.

– Tardaríamos horas, y ahora mismo no estoy dispuesto a dedicarle tanto tiempo.

– ¿Cuándo conoció a Travis Boyette?

– No hace ni una semana, el lunes pasado.

– ¿Y él, en ese momento, reconoció haber asesinado a Nicole Yarber?

Del secreto de confesión seguro que no quedaba nada. Boyette había retransmitido su confesión al mundo entero. No seguían en pie muchos secretos. Aun así, ciertas cosas debían quedar en la intimidad. Keith no estaba obligado a responder a la pregunta, ni a ninguna otra, todo fuera dicho. No le daba miedo la verdad; de hecho, estaba decidido a no esconderla. Si era tan fácil seguir sus huellas, pronto llamarían otros reporteros. Más valía zanjarlo de una vez.

– Lo que estoy dispuesto a decir es lo siguiente, señorita Keene. Travis Boyette visitó nuestra iglesia el domingo de la semana pasada. Como tenía ganas de hablar, volvió al día siguiente. Él confió en mí, y acabamos desplazándonos a Slone, Texas, adonde llegamos el jueves pasado, hacia mediodía. Boyette estaba decidido a impedir la ejecución, porque Donté Drumm era inocente. Salió por la tele, admitió ser el asesino e hizo las declaraciones que todos hemos visto. El señor Flak me pidió que lo acompañara a Huntsville. Yo accedí a regañadientes, y una cosa llevó a la otra; conocí a Donté, y presencié la ejecución sin haberlo previsto en absoluto. La mañana siguiente, Boyette condujo al señor Flak y otras personas, yo entre ellas, al lugar de Missouri donde había enterrado a la chica. Después se puso enfermo, y me lo llevé a un hospital de Joplin, del que logró marcharse por su propio pie. Yo me fui a mi casa en coche, y desde entonces no he tenido ningún contacto con Boyette.

La reportera digirió todo aquello en silencio.

– Reverendo Schroeder, tengo unas mil preguntas.

– Y yo llego tarde a un entrenamiento de fútbol. Buenos días.

Keith colgó, y salió rápidamente del despacho.

Fordyce – ¡A por todas! tenía una franja de sesenta minutos en la hora de mayor audiencia del lunes por la noche. El acontecimiento había recibido una publicidad descarada durante todo el fin de semana. Sean Fordyce se dirigió al mundo en directo desde Slone, Texas, donde seguía yendo de acá para allá en busca de otro incendio, o con algo de suerte un cadáver o una bomba. La primera media hora era el espectáculo de Reeva, con muchas lágrimas y ganas de que se produjera la ejecución. Salían filmaciones de Nicole bailando cuando era niña en una función, y otras en las que daba brincos al borde del campo, animando a los Warriors. También salía un clip de Donté lesionando a un jugador. Y mucha Reeva, con la entrevista posterior a la ejecución como momento estelar. No había duda de que daba una imagen tonta, casi patética, y era obvio que Fordyce la hacía caer en la trampa. Salían primeros planos de ella hablando a grito pelado, justo antes de quedarse muda al ver por primera vez el vídeo de Boyette. El momento en que este último mostraba el anillo de graduación de Nicole afectaba visiblemente a Reeva, que a partir de entonces ya no salía más. En la segunda mitad, Fordyce pasaba un popurrí de vídeos y entrevistas, y no mostraba nada que no se supiera. Era un desastre. Resultaba irónico que un charlatán tan amigo de la pena de muerte airease una exclusiva sobre la ejecución de un inocente, pero a Sean Fordyce se le pasó por alto la ironía. A él, lo único que le importaba eran los índices de audiencia.

Keith y Dana lo vieron. Durante sus caóticas horas en Slone, y con el propio frenesí del viaje, Keith no había visto nada de la familia de Nicole. Había leído sobre Reeva en internet, pero no la había oído hablar. Al menos el programa de Fordyce servía para algo. Como no había tenido trato con Reeva, pudo compadecerse de ella sin dificultad.

Llevaba horas postergando una llamada telefónica. Mientras Dana preparaba a los niños para irse a dormir, él se retiró al dormitorio y llamó a Elmo Laird. Se disculpó por molestarlo en su casa, pero la situación estaba cambiando muy deprisa, y Keith consideraba importante la llamada. Elmo le dijo que no se preocupase. Después de que Keith le explicara en detalle la conversación con Eliza Keene, Elmo dio a entender que quizá hiciera bien en preocuparse.

– Probablemente no haya sido buena idea -fue su primera respuesta.

– Es que ella ya lo sabía, señor Laird: los datos, los papeles, la foto… Lo sabía todo. Habría sonado ridículo intentar negarlo.

– No tiene ninguna obligación de hablar con la prensa, ¿sabe?

– Ya lo sé, pero no estoy huyendo de nadie. Yo hice lo que hice. La verdad está sobre la mesa.

– Me doy cuenta, pastor, pero usted me ha contratado para asesorarlo.

– Lo siento. No entiendo de legalismos. Ahora mismo, todo esto de la ley, y de sus trámites interminables, me supera.

– Claro, es lo que suele pasarles a mis clientes. Por eso me contratan.

– ¿O sea que la he fastidiado?

– No necesariamente, pero prepárese para que se arme la de Dios es Cristo, con perdón por la expresión, pastor. Yo preveo que saldrá en las noticias. No estoy seguro de que la historia de Drumm dé para muchos artículos más, pero está claro que la aparición de usted le dará un sesgo nuevo.

– Estoy hecho un lío, señor Laird. Ayúdeme. ¿En qué afectará a mi caso que salga en las noticias?

– Vamos, Keith, que lo de usted ni siquiera es un caso. No lo han acusado de nada, y es muy posible que no lo acusen nunca. Esta tarde he hablado con el fiscal del distrito; somos amigos, y aunque se ha quedado fascinado con su historia, no lo he visto impaciente por procesarlo. Tampoco es que lo haya desestimado… Mucho me temo que la clave volverá a ser Boyette. Ahora mismo, probablemente sea el prófugo más famoso del país. ¿Ha visto que hoy le han acusado por asesinato en Missouri?

– Lo he visto hace un par de horas -respondió Keith.

– Como su rostro sale en todas partes, es posible que lo cojan. A Kansas dudo que vuelva. Que se lo queden en Missouri. Si lo encierran antes de haber hecho daño a nadie, creo que el fiscal de nuestro distrito dará el asunto por zanjado.

– ¿Y la publicidad sobre mi implicación?

– Ya veremos. Aquí, muchos le admirarán por lo que hizo. A mí no me parece que haya mucho margen para criticarlo por intentar salvar a Donté Drumm, y menos sabiendo lo que sabemos. Saldremos de esta, pero no más entrevistas, por favor.

– Descuide, señor Laird.

Capítulo 39

Después de cuatro horas de sueño irregular, Keith se levantó de la cama y fue a la cocina. Echó un vistazo a la CNN, sin observar nada nuevo, y abrió su portátil para ver qué sucedía en Houston. En Chron.com había varios artículos, empezando por Robbie y sus demandas. Flak salía en una foto, con papeles en la mano, subiendo al juzgado del condado de Chester. También lo citaban in extenso, con declaraciones previsibles sobre el hecho de perseguir hasta la tumba a los culpables de la injusta muerte de Donté Drumm. Respecto a los acusados, incluido el gobernador, no había comentarios.

El siguiente artículo explicaba las reacciones de varios grupos del estado contrarios a la pena de muerte, y Keith se enorgulleció de ver que los encabezaba ATeXX. Exigían una serie de reacciones drásticas: la moratoria habitual de las ejecuciones, que se investigase a la policía de Slone, al Tribunal Penal de Apelación de Texas, al concepto de clemencia del gobernador, al propio juicio, a Paul Koffee y su oficina, etc. El plan era manifestarse el martes a mediodía ante el Capitolio del estado de Austin, la Universidad Estatal Sam Houston de Huntsville, la Universidad del Sur de Texas y unos diez centros más.

El miembro de mayor antigüedad del Senado de Texas era un abogado negro de Houston, Rodger Ebbs, personaje batallador con mucho que decir sobre el tema. Ebbs exigía que el gobernador convocase una sesión urgente de la asamblea legislativa, para que se pudiera poner en marcha una investigación oficial sobre todos los aspectos del caso Drumm. Como vicepresidente del Comité de Finanzas del Senado, Ebbs gozaba de considerable influjo sobre todos los aspectos de los presupuestos del estado. Prometió suspender el gobierno del estado si no se celebraba una sesión especial. No hubo comentarios por parte del gobernador.

De pronto salía en las noticias Drifty Tucker, la siguiente persona en el calendario de ejecuciones. La fecha prevista era el 28 de noviembre, a algo más de dos semanas vista, y su caso, que llevaba una década en letargo, atraía grandes dosis de atención.

El artículo de Eliza Keene ocupaba el cuarto lugar de la lista. Al clicar sobre él, Keith se vio en la foto, con Robbie, Aaron y Martha Handler, todos muy serios, saliendo de la estación de trenes para el viaje a Huntsville. El titular rezaba: «Un pastor de Kansas presenció la ejecución de Drumm». Keene presentaba la historia a grandes rasgos, y atribuía a Keith varias declaraciones. También ella había presenciado una ejecución, años atrás, y le intrigaba que pudiesen autorizar a alguien como testigo con tan poca antelación. En la cárcel, nadie hacía comentarios al respecto. Como era de prever, Keene se había puesto en contacto con el bufete Flak para que le dijeran unas palabras, pero no había encontrado a nadie dispuesto a hablar. Un inspector de Anchor House dijo que el reverendo Schroeder había pasado al menos dos veces durante la semana anterior, en busca de Boyette. Su firma constaba en el libro de registro. El supervisor de Boyette no decía ni pío. Aproximadamente la mitad del artículo hablaba de Keith y Boyette, y de su loca carrera hacia Texas para evitar la ejecución. Salía una foto más pequeña de este último, hecha el jueves anterior, cuando se dirigía a los reporteros. La segunda mitad del artículo daba un giro y se demoraba en los posibles problemas de Keith con la justicia. ¿Podían procesar al pastor por haber ayudado conscientemente a huir a un criminal, infringiendo así la libertad condicional? Para llegar al fondo del asunto, Keene había llamado a una serie de expertos, y citaba a un profesor de Derecho de la Universidad de Houston: «El acto en sí lo honra, pero está claro que infringe la ley. Ahora que Boyette anda suelto, sospecho que al pastor le convendría consultar a un abogado».

«Gracias, bocazas -se dijo Keith-. Ah, y según mi abogado la infracción no está tan clara. No te iría mal investigar un poco antes de salir en el periódico.»

También hablaba un abogado defensor criminalista de Houston: «Es posible que haya una infracción, pero a mí, desde una perspectiva general, este hombre me parece un héroe. Me encantaría defenderlo ante un jurado».

¿Un jurado? Elmo Laird tenía la esperanza de zanjarlo todo con una discreta autoinculpación, y un rápido tirón de orejas. Al menos así lo recordaba Keith. Para cubrir todos los puntos de vista, la señorita Keene había chateado con un ex fiscal de Texas, y lo citaba así: «Un delito es un delito, independientemente de las circunstancias. Yo no tendría ninguna benevolencia. El hecho de que sea pastor carece de importancia».

En el quinto artículo se seguía investigando ferozmente lo ocurrido en la oficina del gobernador durante las últimas horas previas a la ejecución. De momento, el equipo de periodistas no había logrado destapar a ningún miembro de dicha oficina que reconociese haber visto el vídeo en el que Boyette hacía su confesión. El correo electrónico había salido del bufete Flak a las 15.11; Robbie, obviamente, era el primero en facilitar los datos de su servidor. No así la oficina del gobernador, de la que no salía nada; sus más estrechos ayudantes, y otros que no lo eran tanto, se habían puesto de acuerdo para no decir palabra, aunque probablemente aquello no durase mucho: cuando empezaran las investigaciones, y saliesen las primeras citaciones, empezarían a echarse mutuamente las culpas.

A las seis y dos minutos de la mañana sonó el teléfono. En la identificación ponía «desconocido». Keith saltó sobre él, antes de que se despertasen Dana y los niños. Un hombre con acento muy marcado, que podía ser francés, dijo buscar al reverendo Keith Schroeder.

– ¿Y usted quién es?

– Me llamo Antoine Didier, y trabajo en Le Monde, un periódico de París. Me gustaría hablar sobre el asunto Drumm.

– Lo siento, pero no tengo nada que comentar. -Keith colgó, y esperó a que volviera a sonar. Así fue. Lo cogió y respondió de modo brusco-: Sin comentarios, señor.

Volvió a colgar. Dentro de la casa había cuatro teléfonos. Corrió a activar el no molestar en los cuatro. En el dormitorio, Dana empezaba a despertarse.

– ¿Quién llama? -preguntó, frotándose los ojos.

– Los franceses.

– ¿Los qué?

– Levántate. Quizá hoy sea un día muy largo.

Lazarus Flint era el primer guardaparques negro del este de Texas. Llevaba más de treinta años supervisando el mantenimiento de Rush Point a orillas del Red River, y hacía nueve que él y sus dos subordinados cuidaban con paciencia el lugar sagrado al que la familia y los amigos de Nicole Yarber hacían sus excursiones, y en el que realizaban sus vigilias. Los había observado durante muchos años. De vez en cuando hacían acto de presencia, y se sentaban cerca de la cruz improvisada; y ahí, sentados, lloraban y encendían velas mirando constantemente el río, el río lejano, como si les hubiera quitado a Nicole. Como si albergasen la seguridad de que era allí donde descansaba. Una vez al año, en el aniversario de la desaparición de Nicole, su madre hacía su peregrinación anual a Rush Point, siempre rodeada de cámaras, y con grandes gemidos y aspavientos. Entonces encendían más velas, llenaban de flores el pie de la cruz y traían recuerdos, toscas obras de arte y carteles con mensajes. Se iban cuando ya era de noche, y siempre, al marcharse, rezaban en la cruz.

Lazarus, que era de Slone, nunca había creído que Donté fuera culpable. A un sobrino suyo lo habían metido en la cárcel por un allanamiento de morada con el que no tenía nada que ver, y Lazarus, como la mayoría de los negros de Slone, nunca se había fiado de la policía. «Se equivocaron de persona», había dicho muchas veces desde lejos, al ver la que armaban los parientes y amigos de Nicole.

El martes a primera hora, mucho antes de que llegasen los primeros visitantes a Rush Point, aparcó la camioneta cerca del santuario y empezó a desmantelar aquellos trastos de manera lenta y metódica. Arrancó la cruz del suelo. Con el paso de los años se habían ido sucediendo varias cruces, cada una mayor que la anterior. Levantó el bloque de granito recubierto de cera donde ponían las velas. Había cuatro fotos de Nicole, dos plastificadas y las otras dos con marco de cristal. Una chica muy guapa, pensó al dejarlas en su camioneta. Una muerte horrible, pero la de Donté también lo fue. Recogió figuritas de porcelana de animadoras, tabletas de arcilla con mensajes impresos, obras de bronce sin ningún significado perceptible, desconcertantes óleos sobre tela y varios ramos de flores marchitas.

A su juicio, todo aquello no era más que basura.

«Qué desperdicio», se dijo al irse con la camioneta: de energías, de tiempo, de lágrimas, de emociones, de odio, de esperanza, de oraciones… La chica estaba a más de cinco horas de distancia, enterrada por otro en las colinas de Missouri. Nunca había estado cerca de Rush Point.

Paul Koffee entró en el despacho privado del juez Henry el martes a las doce y cuarto. Era la hora de comer, pero no se veían alimentos. El juez Henry se quedó detrás de su escritorio. Koffee se sentó en un sillón de cuero muy profundo, que ya conocía de sobra.

Koffee no había salido de su cabaña desde el viernes por la noche. Durante el lunes no había llamado a su despacho, y sus subordinados desconocían por completo su paradero. Sus dos comparecencias ante la justicia, ambas con el juez Henry, habían sido pospuestas. Se le veía demacrado, cansado y pálido, con ojeras todavía más marcadas. Su actitud jactanciosa de fiscal había desaparecido.

– ¿Cómo te va, Paul? -empezó el juez, afablemente.

– He tenido días mejores.

– No me extraña. ¿Tú y tu plantilla seguís trabajando en la teoría de que Drumm y Boyette estaban confabulados?

– Le estamos dando algunas vueltas -dijo Koffee, mirando fijamente una ventana a su izquierda.

Le costaba mirar a los ojos. Al juez Henry no.

– Tal vez pueda ayudarte, Paul. Sabes tan bien como yo, y ahora mismo como todo el mundo, que esa ridícula teoría solo es un esfuerzo enfermizo, torpe y desesperado para salvar tu culo. Escúchame, Paul: tu culo ya no hay quien lo salve; ya no te puede salvar nada, y si sales con la teoría del doble culpable tendrás que irte de la ciudad por culpa de las burlas. Lo peor es que solo servirá para crear más tensión. No colará, Paul. No insistas. No presentes nada, porque lo desestimaré inmediatamente. Olvídalo, Paul. Ahora mismo, lo mejor es que te olvides de todo lo relacionado con tu oficina.

– ¿Me estás pidiendo que dimita?

– Sí. Inmediatamente. Saldrás deshonrado de la profesión. Acéptalo, Paul. Mientras no te vayas, los negros seguirán en la calle.

– ¿Y si no quiero dimitir?

– Yo no puedo obligarte, pero puedo hacer que te arrepientas. Soy tu juez, Paul; la última palabra, en cualquier instancia y en cualquier caso, la tengo yo. Presido todos los juicios. Mientras sigas siendo el fiscal del distrito, tu oficina no conseguirá nada de mí. No presentes ni una sola moción, porque no la estudiaré; no proceses a nadie, porque lo anularé; no solicites ningún juicio, porque esa semana estaré muy ocupado. Nada, Paul, nada. Tú y tu personal no podréis hacer nada.

Koffee respiraba por la boca, mirando al juez con rostro ceñudo mientras intentaba digerir aquellas palabras.

– Eso es muy severo, señor juez.

– Si es lo que hace falta para que renuncies al cargo…

– Podría presentar una queja.

El juez Henry se rió.

– Tengo ochenta y un años, y estoy a punto de jubilarme. Me da igual.

Koffee se levantó despacio, y se acercó a una ventana. Habló de espaldas al juez.

– A mí también, Elias, si quieres que te diga la verdad. Yo solo quiero irme y descansar lejos de aquí. Solo tengo cincuenta y seis años. Aún soy bastante joven para dedicarme a otra cosa. -Se produjo una larga pausa, mientras frotaba un recuadro de cristal con el dedo-. ¡Dios mío! Parece mentira. ¿Cómo ha podido pasar?

– Por descuido de todos. Deficiente labor policial. Cuando no hay pruebas, la manera más fácil de resolver un delito es conseguir una confesión.

Koffee se volvió y dio unos pasos hacia el borde de la mesa. Tenía los ojos empañados y le temblaban las manos.

– No puedo mentir. Me encuentro fatal.

– Lo entiendo. Seguro que yo, en tus circunstancias, estaría igual.

Koffee se miró un buen rato los pies.

– Si no hay más remedio, dimito, Elias. Supongo que eso implica elecciones especiales.

– Sí, a la larga, pero te propongo una cosa: cuando dimitas, deja al frente a Grimshaw, que es tu mejor ayudante. Convoca al gran jurado y encausa a Boyette por el crimen. Cuanto antes, mejor. Es un acto de un simbolismo maravilloso: nosotros, el sistema judicial, reconocemos de facto nuestro error, y ahora tratamos de rectificarlo procesando al verdadero asesino. Reconocerlo servirá de mucho para calmar los ánimos en Slone.

Koffee asintió con la cabeza y dio la mano al juez.

El despacho de Keith en St. Mark recibió muchas llamadas a lo largo del día. Todas ellas fueron interceptadas por Charlotte Junger, que explicó que el reverendo no estaba disponible para hacer comentarios. Finalmente, a última hora de la tarde, llegó Keith. Llevaba todo el día escondido en el hospital, visitando a los enfermos, muy lejos de teléfonos y reporteros entrometidos.

A petición de Keith, Charlotte había tomado nota de toda la gente que llamaba. El reverendo la estudió, encerrado con llave en su despacho, con el teléfono desconectado. Eran reporteros de todas partes, de San Diego a Boston, y de Miami a Portland. Seis de los treinta y nueve eran de periódicos europeos, y once de Texas. Uno dijo ser de Chile, aunque Charlotte no estaba muy segura, por el acento. También habían llamado tres feligreses de St. Mark para quejarse; no les gustaba que acusaran a su pastor de haber infringido la ley, cosa que él, para colmo, parecía admitir. Otros dos feligreses llamaron para expresar su admiración y su respaldo. Con todo, la noticia aún no había llegado al periódico de la mañana de Topeka. Lo haría al día siguiente. Keith esperaba ver la misma foto por toda su ciudad natal.

Luke, su hijo de seis años, tenía un partido nocturno de fútbol, y al ser martes la familia Schroeder comió en su pizzería favorita. Los niños se acostaron a las nueve y media, y Keith y Dana a las diez. Discutieron sobre si apagar los teléfonos, pero al final estuvieron de acuerdo en desactivar elno molestar y esperar que hubiera suerte. Si llamaba un reportero, los silenciarían. A las once y doce minutos sonó el teléfono. Lo cogió rápidamente Keith, que aún estaba despierto.

– ¿Diga? -respondió.

– Pastor, pastor, ¿cómo estamos?

Era Travis Boyette. En previsión de algo tan improbable, Keith había enchufado a su teléfono una pequeña grabadora. Pulsó «Grabar».

– Hola, Travis -dijo.

Dana se puso en movimiento. Bajó velozmente de la cama, encendió una luz, cogió su móvil y empezó a marcar el número del detective Lang, a quien habían visto dos veces.

– ¿Qué ha estado haciendo? -preguntó Keith.

Dos amigos de toda la vida. Lang le había pedido que entretuviera al máximo a Boyette.

– Ir de un lado para otro. No puedo quedarme mucho tiempo en ningún sitio.

Boyette hablaba despacio, con voz pastosa.

– ¿Sigue en Missouri?

– No, qué va, de Missouri me fui antes que usted, pastor. Voy de aquí para allí.

– Se olvidó el bastón, Travis. Se lo dejó sobre la cama. ¿Por qué?

– No lo necesito. No lo he necesitado nunca. Exageré un poco. Perdóneme, pastor, por favor. Tengo un tumor, pero se me declaró hace mucho tiempo. Un meningioma, no un glioblastoma. Nivel uno. Benigno. De vez en cuando me da mala vida, el jodido, pero dudo que me mate. El bastón era un arma, pastor; lo usaba como autodefensa. Cuando vives en una casa de reinserción con una pandilla de matones, nunca sabes cuándo necesitarás un arma.

De fondo se oía música country. Probablemente estuviera en un bar cutre.

– Pero si cojeaba…

– Vamos, pastor, que algo tienes que cojear si usas bastón, ¿no le parece?

– Pues no lo sé, Travis. Hay gente que lo está buscando.

– La historia de mi vida. Nunca me encontrarán. Como nunca encontraron a Nicole. ¿Ya la han enterrado, pastor?

– No. El funeral es el jueves. El de Donté es mañana.

– Quizá vaya al de Nicole y lo vea de extranjis. ¿Qué le parece, pastor?

Una idea genial. Además de cogerlo, probablemente le dieran una paliza.

– A mí bien, Travis. Si hay un entierro es por usted. Parece lo indicado.

– ¿Cómo está esa mujer tan mona que tiene, pastor? Seguro que se divierten, usted y ella. Es una preciosidad.

– Ya vale, Travis. -Que no colgase-. ¿Ha pensado mucho en Donté Drumm?

– La verdad es que no. Deberíamos haber previsto que no nos escucharían.

– Si hubiera ido antes, lo habrían escuchado, Travis. Si hubiéramos encontrado el cadáver en primer lugar, no habría habido ejecución.

– Aún me echa la culpa, ¿eh?

– ¿A quién si no, Travis? Supongo que todavía es la víctima, ¿no?

– No sé qué soy, pero le diré una cosa, pastor: tengo que encontrar a una mujer. ¿Me entiende?

– Escúcheme, Travis: si me dice dónde está, voy a buscarlo y lo traigo a Topeka. Saldré ahora mismo. Haremos otro viajecito los dos juntos. Me da igual donde esté. Lo encerrarán aquí, y luego lo extraditarán a Missouri. Pórtese bien, por una vez; así no saldrá nadie perjudicado, Travis. Vamos, hombre.

– A mí no me gusta la cárcel, pastor. La conozco bastante para saberlo.

– Pero está cansado de hacer daño a la gente, Travis. Yo lo sé. Me lo dijo usted.

– Supongo. Tengo que irme, pastor.

– Llámeme a cualquier hora, Travis. No localizo las llamadas. Solo quiero hablar con usted.

La llamada se había cortado.

Una hora más tarde, el detective Lang estaba en casa de los Schroeder, escuchando la grabación. Habían conseguido seguir el rastro telefónico hasta el dueño de un móvil robado de Lincoln, Nebraska.

Capítulo 40

En principio, las honras fúnebres de Donté Drumm tenían que celebrarse en el santuario de la Iglesia Metodista Africana Bethel, cuyo aforo medio era de doscientas cincuenta personas; sin embargo, embutiendo sillas plegables en todos los resquicios, llenando al máximo el coro elevado y haciendo que los hombres jóvenes formasen una doble hilera contra la pared, la capacidad podía aumentar hasta trescientas cincuenta. El martes por la noche, al anunciarse que no se reanudarían las clases, hubo una serie de llamadas telefónicas y se cambiaron los planes: la ceremonia fue trasladada al gimnasio del instituto, con capacidad para dos mil personas. Se programó para la una del mediodía, justo antes del entierro de Donté, que sería sepultado en el cementerio de Greenwood, junto a su padre.

A las doce ya eran como mínimo dos mil los ocupantes del gimnasio, y había más gente fuera, esperando pacientemente el momento de entrar. El ataúd de Donté estaba en una esquina, bajo un tablero y una portería, rodeado de un profuso mar de bonitos arreglos florales. Sobre el ataúd, en una pantalla, el rostro hermoso y sonriente de Donté recibía a los que habían acudido a despedirse de él. Su familia ocupaba la primera fila, en sillas plegables, y resistió animosamente la entrada de la multitud, saludando a los amigos, abrazándose a desconocidos e intentando no perder la compostura. Al lado de las flores, un coro de la iglesia de Donté cantaba espirituales reconfortantes, a boca cerrada. Daphne Dellmore, una solterona beata que en sus tiempos había intentado infructuosamente enseñar los principios del piano a Donté Drumm, acompañaba al coro en un viejo piano vertical Baldwin. A la derecha del ataúd había un pequeño estrado, con un podio y un micrófono, y delante, en varias hileras de sillas plegables, estaban los Warriors de Slone: todos los jugadores, con sus entrenadores y preparadores. Llevaban orgullosamente sus camisetas azules. Aparte de los jugadores, había unas cuantas caras blancas diseminadas por la multitud, aunque no eran muchas.

A los medios de comunicación se los había puesto literalmente en vereda. Con Marvin Drumm como severo director, reporteros y cámaras se apretujaban en el otro extremo del edificio, debajo del tablero contrario, separados del resto por una hilera de sillas unidas con cinta amarilla de la policía. Al lado de la cinta, varios jóvenes negros corpulentos, con traje oscuro, vigilaban a los reporteros, que tenían instrucciones de no hacer el menor ruido. Cualquier incumplimiento provocaría la expulsión, y muy probablemente la fractura de una pierna en el aparcamiento. La familia estaba tan harta de los reporteros como casi toda la ciudad.

Roberta había tomado la sabia decisión de cerrar el ataúd. No quería que la última imagen de Donté fuera la de un cuerpo sin vida. Consciente de que lo vería mucha gente, prefería un Donté que sonriese.

A la una y veinte ya no cabía ni un alfiler. Las puertas del gimnasio estaban cerradas. El coro enmudeció. Subió al podio el reverendo Johnny Canty.

– Estamos aquí para celebrar una vida -dijo-, no para llorar una muerte.

Sonaba bien, y hubo muchos «amén», pero el ambiente distaba mucho del de una celebración. Se respiraba una gran pena, pero no la que causa la pérdida de una persona, sino la que nace de la rabia y la injusticia.

El primero en rezar fue el reverendo Wilbur Woods, el pastor blanco de la Primera Iglesia Metodista Unida de Slone. Cedric Drumm lo había invitado por teléfono, y él había aceptado de inmediato. Fue una hermosa oración, que hizo hincapié en el amor y el perdón, pero sobre todo en la justicia. Los oprimidos no lo serán siempre. Algún día, los culpables de las injusticias deberán hacer frente a su vez a la justicia. El reverendo Woods tenía una voz suave, pero potente, y sus palabras calmaron a la muchedumbre. Ver a un pastor blanco en el estrado, con los ojos cerrados, los brazos en alto y el alma al desnudo, a la vista de todos, aplacó muchas emociones en carne viva, aunque solo fuera de modo pasajero.

Donté nunca había hablado de su funeral. En consecuencia, fue su madre quien eligió la música, a los oradores y el orden de la ceremonia, que reflejaría la sólida fe cristiana de su familia. Aunque Donté dijera haber perdido la fe, su madre nunca lo había creído.

Cuando el coro cantó Just a Closer Walk with Thee aparecieron las primeras lágrimas; hubo más de una crisis, sonoros estallidos de emoción seguidos por llantos y lamentaciones. Una vez serenados los ánimos, siguieron dos panegíricos. El primero lo pronunció uno de los compañeros de equipo de Donté, un joven que ahora era médico en Dallas. El segundo corrió a cargo de Robbie Flak. Cuando Robbie se acercó al estrado, el público se levantó enseguida y le dedicó un aplauso contenido. Era una ceremonia religiosa. Estaba mal visto aplaudir y gritar, pero hay cosas que no pueden evitarse. Robbie se quedó un buen rato sobre el escenario, asintiendo con la cabeza, secándose las lágrimas, recibiendo la admiración de los asistentes y lamentando tener que estar donde estaba.

Para ser un hombre que llevaba varios días despotricando contra el mundo entero, y demandando a cualquier persona que se cruzaba en su camino, sus comentarios destacaron por su mansedumbre. El nunca había entendido lo del amor y el perdón. Su motor eran las represalias. Aun así, intuyó que convenía rebajar sus impulsos pugilísticos, al menos de momento, e intentar ser amable. Le costó. Habló de Donté en la cárcel, de las muchas visitas que recibía, e incluso fue capaz de hacer reír a la gente al explicar cómo había descrito Donté lo que se comía en el corredor de la muerte. También dio un toque humorístico a la lectura de dos cartas de Donté. Acabó describiendo sus últimos momentos con él.

– El último deseo de Donté -dijo- fue que algún día, cuando se supiera la verdad y se identificase al asesino de Nicole, el día en que él fuera exculpado, y su nombre quedase rehabilitado para siempre, su familia y sus amigos se reunieran delante de su tumba, en el cementerio, y celebraran una fiesta para decirle al mundo entero que Donté Drumm es inocente. ¡Donté, estamos planeando la fiesta!

Emmitt, el hijo de catorce años de Cedric, leyó una carta de la familia, una despedida larga y desgarradora, y lo hizo con una compostura pasmosa. Después de otro himno, el reverendo Canty predicó durante una hora.

Keith y Dana vieron el funeral en directo, por cable, en casa de la madre de Dana, en Lawrence, Kansas, la ciudad de su juventud. El padre de Dana ya había fallecido. Su madre se había jubilado como profesora de contabilidad de la Universidad de Kansas. Tras dejar a los niños en la escuela, Keith y Dana decidieron coger el coche y hacer una excursión fuera de la ciudad. Por la iglesia pasaban muchos reporteros, y sonaban constantemente los teléfonos. La foto de Keith, Robbie, Martha y Aaron salía en primera página del periódico de la mañana de Topeka. Keith estaba cansado de tanta atención y tantas preguntas. Para colmo, Boyette andaba por ahí con fantasías sobre su mujer, y Keith quería tenerla cerca.

Billie, su suegra, se ofreció a preparar la comida, propuesta que fue inmediatamente aceptada.

– Me parece increíble que hayas estado allí, Keith -decía todo el rato Billie mientras miraban el funeral.

– A mí también, a mí también.

Quedaba muy lejos, en la distancia y en el tiempo. Aun así, a Keith le bastaba con cerrar los ojos para oler el desinfectante con el que limpiaban la celda de detención donde había esperado Donté, y para oír cortarse la respiración de sus familiares en el momento en que, apartadas las cortinas, lo habían visto en la camilla, con los tubos en las venas.

Al ver el funeral, se le empañaron los ojos por el cálido recibimiento de que era objeto Robbie, y lloró cuando el sobrino de Donté le dijo adiós. Por primera vez desde su salida de Texas, Keith sintió el impulso de volver.

Donté recibió sepultura en la ladera de una colina larga y baja del cementerio de Greenwood, donde se enterraba a casi todos los negros de Slone. La tarde se había nublado, y hacía frío. Durante los últimos cincuenta metros, en los que el ataúd ya pesaba mucho a los portadores del féretro, llevó la delantera un grupo de tambores cuyo ritmo, regular y perfecto, resonaba en el aire húmedo. La familia siguió al ataúd hasta que fue depositado cuidadosamente en lo alto de la sepultura, momento en que tomaron asiento en unas sillas forradas de terciopelo, a pocos centímetros de la tierra recién removida. El cortejo fúnebre formó un estrecho círculo en torno al pabellón fúnebre, de color morado. El reverendo Canty pronunció unas palabras, leyó algunos pasajes de las Escrituras y se despidió por última vez de su hermano caído. Donté fue depositado al lado de su padre.

Transcurrida una hora, la gente empezó a dispersarse. Roberta y la familia se quedaron bajo el pabellón, contemplando el ataúd en el fondo de la fosa y la tierra esparcida sobre él. Robbie se quedó con ellos, como única persona ajena a la familia.

El miércoles, a las siete de la tarde, el ayuntamiento de Slone se reunió en sesión ejecutiva para hablar sobre el futuro del detective Drew Kerber, que fue informado de la reunión pero no invitado a ella. La puerta estaba cerrada con llave. Los únicos presentes eran los seis concejales, el alcalde, el fiscal de la ciudad y un secretario. El único concejal negro, de apellido Varner, empezó exigiendo que se despidiera de inmediato a Kerber y que el consistorio aprobase por unanimidad una resolución donde se condenara a sí mismo por cómo había gestionado todo lo relativo a Donté Drumm. Enseguida quedó claro que no habría unanimidad en nada. Finalmente, no sin dificultades, la corporación municipal decidió aplazar la aprobación de cualquier resolución, aunque fuese por un plazo breve. Eran temas delicados, que resolverían paso a paso.

El fiscal de la ciudad desaconsejó el despido inmediato de Kerber. De todos era sabido que el señor Flak había interpuesto una demanda colosal contra el ayuntamiento, y despedir a Kerber equivaldría a un reconocimiento de culpa.

– ¿Podríamos ofrecerle una jubilación anticipada?

– Solo lleva aquí dieciséis años. No cumple los requisitos.

– En la policía no podemos mantenerlo.

– ¿Podríamos trasladarlo un año o dos al Departamento de Parques y Recreo?

– Sería ignorar lo que hizo en el caso Drumm.

– Sí, es verdad. Hay que despedirlo.

– Por otra parte, supongo que nosotros, el ayuntamiento, tendremos pensado impugnar las acusaciones de la demanda. ¿Alegaremos en serio que no somos responsables de nada?

– Es la postura inicial de los letrados de nuestra compañía de seguros.

– Pues será cuestión de echarlos, y de buscar abogados con sentido común.

– Lo que tenemos que hacer es admitir que nuestra policía se equivocó, y llegar a un acuerdo. Cuanto antes, mejor.

– ¿Por qué estás tan seguro de que la policía se equivocó?

– ¿Tú lees la prensa? ¿Tienes televisor?

– A mí no me parece tan claro.

– Será porque nunca has sabido ver lo evidente.

– Me ofendes.

– Oféndete todo lo que quieras. Si te parece que tendríamos que defender al consistorio contra la familia Drumm, es que eres un incompetente y deberías dimitir.

– Pues mira, igual dimito.

– Genial. Y llévate a Drew Kerber.

– Kerber tiene un largo historial de mal comportamiento. No deberían haberlo contratado. Deberían haberlo expulsado hace años. Que siga donde está es culpa del ayuntamiento. Seguro que lo dicen en el juicio, ¿no?

– ¡Pues claro!

– ¿Juicio? ¿Aquí hay alguien que esté a favor de ir a juicio? Pues tendrían que hacerle un test de inteligencia.

El debate se les fue de las manos durante dos horas. A veces parecía que hablaran seis personas a la vez. Se oyeron amenazas, improperios, muchos insultos, cambios bruscos de postura, y no hubo consenso, pese al sentir general de que el ayuntamiento debería hacer todo lo posible para no ir a juicio.

Finalmente votaron: tres a favor de cesar a Kerber, y tres de esperar a ver qué pasaba. El voto de calidad correspondía al alcalde, que votó por desembarazarse de él. En el interrogatorio maratoniano cuyo fruto fue la aciaga confesión de Donté habían participado los detectives Jim Morrissey y Nick Needham, pero ambos se habían ido de Slone para incorporarse a la policía de alguna ciudad más grande. Nueve años antes, Joe Radford, el comisario, solo era comisario adjunto, y como tal apenas había intervenido en la investigación del caso Yarber. La moción por expulsarlo también a él no prosperó, porque no hubo nadie que la secundase.

Acto seguido, Varner sacó el tema del ataque con gases lacrimógenos en el parque Civitan el jueves por la noche, y exigió que la ciudad condenara su uso. Tras otra hora de acaloradas discusiones, decidieron aplazar el debate.

El miércoles, entrada la noche, las calles estaban despejadas y tranquilas. Después de una semana de manifestaciones, fiestas y, en algunos casos, conductas delictivas, los manifestantes, protestantes, guerrilleros, luchadores o como se llamasen estaban cansados. Aunque quemasen toda la ciudad, y trastornasen su ritmo de vida durante un año entero, Donté seguiría descansando plácidamente en el cementerio de Greenwood. En el parque Washington se reunieron unos cuantos a beber cerveza y escuchar música, pero ni siquiera a ellos les interesaba ya tirar piedras e insultar a la policía.

A medianoche se dieron las órdenes, y la Guardia Nacional salió de Slone con rapidez y también con sigilo.

Capítulo 41

La convocatoria del obispo llegó el jueves a primera hora por correo electrónico, y fue confirmada por una breve conversación telefónica en la que no se habló de nada importante. A las nueve de la mañana, Keith y Dana iban otra vez en coche, esta vez hacia el sudoeste por la interestatal 35, en dirección a Wichita. Mientras conducía, Keith recordó que hacía solo una semana que había hecho el mismo viaje en el mismo coche y con la misma emisora de radio, pero con un pasajero muy distinto. Al final había convencido a Dana de que Boyette estaba lo bastante loco como para seguirla. Teniendo en cuenta que lo habían detenido un sinfín de veces, no era el más habilidoso de los criminales al acecho. Mientras no lo pillasen, Keith no pensaba perder de vista a su esposa.

Keith tenía abandonado su despacho, y también la iglesia. Las obras de beneficencia de Dana, y sus agendas sin un solo hueco, habían quedado al margen. En esos momentos solo importaba la familia. Si hubieran tenido la flexibilidad y el dinero necesarios, Keith y Dana habrían cogido a los niños y habrían salido para un largo viaje. Ella estaba preocupada por su marido. Keith había presenciado un acontecimiento turbador como pocos, una tragedia que lo perseguiría siempre, y aunque le hubiera resultado del todo imposible impedirla, o intervenir en ella de algún modo, no dejaba de pesar en su conciencia. Ya le había explicado muchas veces lo sucio que se había sentido después de la ejecución, y sus ganas de irse a algún sitio y darse una buena ducha, para limpiarse de sudor, suciedad, cansancio y complicidad. No dormía, no comía, y aunque con los niños se esforzaba al máximo por seguir con las bromas y los juegos de siempre, resultaba algo forzado. Tenía una actitud distante, y con el paso de los días Dana empezaba a darse cuenta de que no conseguía superarlo. Era como si se hubiera olvidado de la iglesia. No había comentado nada de ningún sermón, ni de nada relativo al domingo siguiente. Tenía un montón de mensajes telefónicos sobre la mesa, pendientes de respuesta. Alegando migraña, había endilgado la cena del miércoles a su pastor asistente. El nunca había tenido migraña, ni se había fingido nunca enfermo, ni le había pedido nunca a nadie que fuera su sustituto en alguna situación. Cuando no leía sobre el caso Drumm, y no investigaba sobre la pena de muerte, miraba las noticias por cable, sin importarle que se repitieran una y otra vez determinados reportajes. Algo se estaba avecinando.

El obispo, que se llamaba Simón Priester, era una verdadera bola humana, un viejo enorme casado con la Iglesia, que no tenía absolutamente nada más que hacer salvo controlar bien de cerca a todos sus subordinados. Aunque no llegaba a los cincuenta y cinco años, Priester parecía mucho mayor, tanto por su aspecto como por su comportamiento. Su único pelo eran dos manchas blancas sobre las orejas. Su abdomen, grotesco y pronunciado, le colgaba burdamente por encima de las caderas. Nunca había tenido esposa que le regañase por su peso, o que se cerciorase de que sus calcetines hacían juego, o que pusiera algún remedio a las manchas de sus camisas. Hablaba despacio y en voz baja, casi siempre con las manos unidas por delante, como si esperase que todas sus palabras vinieran de lo alto. A sus espaldas lo llamaban «el Monje», por lo general de modo cariñoso, aunque no faltaban ejemplos de lo contrario. Dos veces al año -el segundo domingo de marzo y el tercero de septiembre-, el Monje insistía en pronunciar un sermón en la iglesia de St. Mark de Topeka. Era de los que aburren hasta a las piedras. Los pocos que acudían a escucharlo eran los más valientes de la grey, pero incluso a ellos tenían que persuadirlos con palabras halagüeñas Keith, Dana y el resto del personal. La escasa asistencia tenía muy preocupado al Monje por la salud de St. Mark. «Si te contase…», pensaba Keith, sin imaginarse un público más nutrido en ninguna otra iglesia de las giras del Monje.

La reunión no era urgente, aunque el primer correo electrónico empezaba así: «Querido Keith: estoy profundamente preocupado…». Simón había propuesto que comieran juntos -su pasatiempo favorito- algún día de la semana siguiente, pero Keith tenía poco más que hacer, y a decir verdad un viaje a Wichita le proporcionaría una excusa para salir de la ciudad y pasar el día con Dana.

– Seguro que ya has visto esto -dijo Simón, una vez debidamente acomodados en torno a una mesa pequeña, con café y cruasanes congelados.

Era una copia de un editorial de la edición matutina del periódico de Topeka, un texto que Keith había leído tres veces antes de que amaneciera.

– Sí -dijo Keith.

Con el Monje siempre era más seguro escatimar las palabras al máximo. Tenía una gran habilidad para coger las palabras sueltas, juntarlas y colgártelas al cuello.

– No me malinterpretes, Keith -dijo el Monje con las manos juntas, tras dar tal mordisco al cruasán que casi se lo terminó, salvo un trozo que le quedó pegado al labio inferior-. Estamos muy orgullosos de ti. ¡Qué valor! Echando todas las precauciones por la borda, corriste a una zona de guerra para salvar la vida a un hombre. La verdad es que es de lo más aleccionador.

– Gracias, Simón, pero yo no recuerdo haberme sentido tan valiente. Lo único que hice fue reaccionar.

– Claro, claro, pero debiste de pasar mucho miedo. ¿Cómo fue, Keith? La violencia, el corredor de la muerte, estar con Boyette… Debió de ser horrible.

Lo que menos le apetecía a Keith era contárselo, pero al Monje se le veía con tantas ganas…

– Vamos, Simón, ya lo has leído en el periódico -trató de protestar-. Ya sabes qué pasó.

– Dame ese gusto, Keith. ¿Qué sucedió de verdad?

Así que Keith se aburrió a sí mismo complaciendo al Monje, el cual salpicaba el relato cada quince segundos con un estupefacto «increíble», o un «vaya, vaya» acompañado por chasquidos de la lengua. En un momento dado sacudió la cabeza y se le cayó del labio el trocito de cruasán, que fue a parar al café sin que él lo advirtiera. Para aquella versión, Keith eligió como capítulo final la escalofriante llamada telefónica de Boyette.

– Vaya, vaya.

Como era típico en el Monje, empezaban por lo desagradable (el editorial), pasaban a lo placentero (el valeroso viaje de Keith hacia el sur) y viraban de golpe, una vez más, al verdadero objetivo de la reunión. Los dos primeros párrafos del editorial del periódico felicitaban a Keith por su valor, pero era un simple ejercicio de calentamiento. El resto lo reprendía por haber infringido la ley de manera consciente, aunque a los editores les costase tanto como a los abogados aclarar la naturaleza exacta de la infracción.

– Me imagino que estarás recibiendo asesoría jurídica de primera -dijo el Monje, que evidentemente tenía muchas ganas de dar su versión de tan necesarios consejos; solo faltaba que se lo pidiera Keith.

– Tengo un buen abogado.

– ¿Y…?

– Vamos, Simón, ya sabes lo que es la confidencialidad en las relaciones.

La sobrecargada columna vertebral del Monje logró erguirse.

– Por supuesto -dijo tras la reprimenda-. No quería ser indiscreto, pero este es un tema que nos interesa, Keith. Se está insinuando que podría haber una investigación criminal, que tú podrías estar metido en una buena, por decirlo de algún modo, y todas esas cosas. No es precisamente algo privado.

– Mira, Simón, yo soy culpable de algo; lo hice y punto. A mi abogado le parece que algún día quizá tenga que autoinculparme de un vago cargo de obstrucción a la justicia. Sin cárcel. Una pequeña multa. Al final se borrarían los antecedentes, y ya está.

El Monje se acabó el resto de cruasán que le había caído en el café con un mordisco salvaje, y estuvo un rato rumiando sobre el tema. Después se remojó la boca con un sorbo de café y se la limpió con una servilleta de papel.

– Supongamos que te declaras culpable de algo, Keith -dijo cuando ya no quedó rastro de nada-. ¿Qué esperarías de la Iglesia?

– Nada.

– ¿Nada?

– Tenía dos opciones, Simón: jugar sobre seguro, quedarme en Kansas y esperar que hubiera suerte, o actuar como actué. Imagínate por un momento que hubiera hecho otra cosa; que, sabiendo la verdad sobre quién había matado a la chica, hubiera sido demasiado tímido para moverme. Ejecutan a un inocente, encuentran el cadáver, y yo me paso el resto de mi vida sintiéndome culpable por no haber intentado intervenir. ¿Tú qué habrías hecho, Simón?

– Te admiramos, Keith, de verdad -repuso suavemente el Monje, esquivando por completo la pregunta-. Pero lo que nos preocupa es la idea de que intervenga la justicia; de que se acuse de un delito a uno de nuestros pastores, y de una manera muy pública.

El Monje usaba con frecuencia la primera persona del plural para remachar sus argumentos, como si todos los líderes importantes del mundo cristiano estuviesen centrados en el tema urgente que ocupaba su agenda.

– ¿Y si me declaro culpable? -preguntó Keith.

– En lo posible, habría que evitarlo.

– ¿Y si no tengo más remedio?

El Monje desplazó un poco su voluminoso cuerpo, se estiró el fofo lóbulo de la oreja izquierda y volvió a juntar las manos, como si fuera a rezar.

– Según la política de nuestro sínodo, habría que iniciar trámites disciplinarios. Lo exigiría cualquier sentencia por delito, Keith. Seguro que lo entiendes. No podemos dejar que nuestros pastores vayan a juicio con sus abogados, comparezcan ante el juez, se declaren culpables y se les aplique la sentencia, con todos los medios de comunicación alborotados; y menos en un caso así. Piensa en la Iglesia, Keith.

– ¿Cómo se me castigaría?

– Es todo prematuro, Keith. Ya lo pensaremos a su debido tiempo. Yo solo quería tener una primera conversación.

– A ver si me queda claro, Simón. Tengo muchas posibilidades de que me sancionen, suspendiéndome, dándome de baja o apartándome del sacerdocio, por haber hecho algo que a ti te parece admirable y a la Iglesia la llena de orgullo. ¿Es así?

– Sí, Keith, pero no nos precipitemos. Si puedes impedir que te procesen, evitamos el problema.

– Y todos contentos.

– Algo así. En todo caso, mantennos informados. Preferimos que nos des tú la noticia a que nos la dé el periódico.

Keith asintió, pero ya pensaba en otra cosa.

Las clases del instituto se reanudaron sin incidentes el jueves por la mañana. Al llegar, los alumnos fueron recibidos por el equipo de fútbol americano, que volvía a llevar sus camisetas. También estaban los entrenadores y las animadoras, en la entrada principal, sonriendo, dando la mano e intentando crear un clima de reconciliación. Dentro, en el vestíbulo, Roberta, Cedric, Marvin y Andrea conversaban con los alumnos y los profesores.

Nicole Yarber fue enterrada en una ceremonia privada el jueves a las cuatro de la tarde, transcurrida una semana casi exacta desde la ejecución de Donté Drumm. No hubo funeral, ni honras fúnebres formales. Reeva no se sentía con ánimos. Dos amigos íntimos le habían señalado que una ceremonia amplia y ostentosa solo estaría concurrida si se dejaba entrar a los reporteros. Por otra parte, la Primera Iglesia Baptista no tenía santuario, y la idea de que se lo prestase una confesión rival no era muy seductora.

La fuerte presencia policial mantuvo a las cámaras muy alejadas. Reeva estaba harta de aquella gente. Por primera vez en nueve años, huía de la publicidad. Ella y Wallis invitaron a cien familiares y amigos, que en muy pocos casos faltaron. Hubo algunas ausencias llamativas. Se excluyó al padre de Nicole por no haberse tomado la molestia de asistir a la ejecución, aunque, en retrospectiva, Reeva tenía que reconocer que ella también habría preferido no asistir. En el mundo de Reeva se habían complicado mucho las cosas, y en esos momentos no parecía apropiado invitar a Cliff Yarber. Más tarde se arrepentiría; no así de la exclusión de Drew Kerber y Paul Koffee, dos hombres a quienes ahora odiaba. La habían engañado, traicionado y herido tan profundamente que nunca se recuperaría.

Como artífices de la condena errónea, Kerber y Koffee tenían una lista de víctimas que no dejaba de crecer, y a la que se habían incorporado Reeva y su familia.

El hermano Ronnie, tan cansado de Reeva como de los medios de comunicación, presidió el acto con el comedimiento y la dignidad que requería la ocasión. Mientras hablaba y leía la Biblia, reparó en las caras de perplejidad y estupor de los asistentes. Todos eran blancos, y ninguno había tenido la menor duda de que los restos del ataúd de bronce situado ante ellos se los había llevado años antes el Red River. Si alguno de ellos había llegado a sentir un ápice de compasión por Donté Drumm y su familia, no se lo habían dicho a su pastor. Les había encantado la idea del castigo y de la ejecución, tanto como a él mismo. El hermano Ronnie estaba intentando hacer las paces con Dios, y hallar perdón. Se preguntó cuántos de los presentes hacían lo mismo. A pesar de todo, como no quería ofender a nadie, y menos que nadie a Reeva, su mensaje fue más positivo. Él no había conocido a Nicole, pero logró contar su vida con anécdotas que sabía a través de sus amistades. Aseguró a su público que durante todos esos años Nicole había estado en el cielo, con su Padre; y dado que en el cielo no hay tristeza, permanecía ajena al sufrimiento de los seres queridos a quienes había dejado atrás.

Un himno, un solo, otra lectura bíblica, y en menos de una hora se acabó la ceremonia. Por fin Nicole Yarber recibía la debida sepultura.

Paul Koffee esperó a que anocheciese para entrar disimuladamente en su despacho. Escribió a máquina una escueta carta de dimisión, y se la envió por correo electrónico al juez Henry, con copia al secretario del tribunal. Después redactó una explicación algo más larga para sus subordinados, y la mandó también por correo electrónico sin molestarse en revisarla. Tras meter a toda prisa en una caja el contenido del cajón central de su escritorio, cogió todos los objetos de valor que pudiera llevarse, y al cabo de una hora salió por última vez de su despacho.

Tenía el coche lleno. Iba hacia el oeste: un largo viaje, con Alaska como destino más probable. No tenía itinerario, ni planes dignos de ese nombre; tampoco ganas de volver a Slone en un futuro próximo. Lo ideal sería no volver nunca, aunque el encarnizamiento de Flak, como bien sabía, imposibilitaba esa opción. Lo obligarían a regresar para ser sometido a toda clase de insultos: arduas declaraciones que durarían varios días, probablemente una entrevista con un comité de disciplina del colegio de abogados del estado, y tal vez el suplicio de ser castigado por investigadores federales. Su futuro no era nada halagüeño. Estaba bastante seguro de que no le esperaba la cárcel, pero también era consciente de que no podría sobrevivir, ni económica ni profesionalmente.

Paul Koffee estaba en la ruina y lo sabía.

Capítulo 42

Todas las tiendas del centro comercial cerraban a las nueve de la noche. A las nueve y cuarto, Lilly Reed apagó las cajas registradoras, marcó en el reloj de fichar, encendió el sistema de alarma y cerró con llave las dos puertas de la tienda de ropa femenina de la que era gerente adjunta. Salió del centro por una puerta de servicio, y caminó rápidamente hacia su coche, un Volkswagen Beetle, aparcado en una zona reservada para empleados. Tenía prisa: su novio la esperaba en un bar deportivo, a casi un kilómetro de camino. Al abrir la puerta del coche, notó que algo se movía a sus espaldas, y oyó un paso.

– Hola, Lilly -dijo una extraña voz de hombre.

Lilly supo enseguida que tenía problemas. Al volverse, vislumbró una pistola negra, vio una cara que no olvidaría nunca e intentó gritar. Él, con una rapidez increíble, le puso una mano en la boca.

– Sube al coche -le ordenó, empujándola.

Dio un portazo, la abofeteó en la cara con gran fuerza y le metió el cañón de la pistola en la oreja izquierda.

– No hagas ruido -susurró-. Y baja la cabeza.

Lilly obedeció, casi demasiado horrorizada para moverse. Él puso el motor en marcha.

Enrico Munez llevaba media hora dormitando, mientras esperaba a que su mujer acabara el trabajo en un local familiar de la zona de restaurantes del centro comercial. Estaba aparcado entre dos coches, en una fila de vehículos vacíos. Cuando vio el ataque aún estaba adormecido, apoltronado en el asiento. El agresor apareció como por arte de magia. Sabía lo que hacía. Enseñó la pistola, pero sin agitarla. Redujo a la chica, demasiado atónita para reaccionar. En cuanto el Beetle se puso en movimiento, con el agresor al volante, Enrico reaccionó instintivamente. Encendió el motor de su camioneta, puso marcha atrás y luego aceleró en sentido contrario. Pilló al Beetle justo cuando giraba al final del pasillo y, consciente de la gravedad de la situación, no vaciló en estrellarse contra él. Logró evitar la puerta del copiloto, donde estaba la chica. Chocó contra la rueda delantera derecha. Justo después del impacto, pensó en la pistola, y se dio cuenta de que se había dejado la suya en casa. Entonces metió la mano por debajo del asiento, cogió un bate de béisbol serrado que llevaba por si las moscas y saltó sobre el Beetle. En el momento en que el hombre salía, Enrico le golpeó con el bate la parte de atrás de su lisa y reluciente cabeza. Más tarde contó a sus amigos que había sido como aplastar un melón.

El hombre se debatía en el asfalto. Enrico remató la faena con otro golpe. La pistola era de juguete, aunque parecía de verdad. Lilly estaba histérica; en conjunto, el episodio no duró ni un minuto, pero ella ya se estaba preparando para una pesadilla. Salió del coche como pudo y echó a correr. El ruido atrajo a otras personas. En cuestión de minutos llegó la seguridad del centro comercial, seguida por la policía y por una ambulancia. Tras dejar en sus manos al detenido, que aún estaba en el suelo, Enrico empezó a contar lo sucedido.

El agresor no tenía cartera, identificación ni nada en los bolsillos, salvo doscientos treinta dólares en efectivo. Se negó a decir su nombre. En el hospital, las radiografías revelaron una fisura del cráneo muy fina, debida a Enrico, y un tumor cerebral del tamaño de un huevo. Una vez hechas las curas, se quedó encerrado en una habitación. Los investigadores le tomaron las huellas, y los detectives trataron de interrogarlo, pero él, herido y sedado, no les dijo nada. Fueron varios los policías y detectives que entraron y salieron de la habitación, hasta que uno ató cabos.

– Creo que es aquel tío, Boyette -susurró.

De pronto, todos estaban de acuerdo. El hombre, sin embargo, lo negó. Dos horas más tarde reconocieron las huellas, y confirmaron su identidad.

Diez horas antes, al otro lado del mundo, dos helicópteros Black Hawk chocaban sobre el desierto cerca de Faluya, en el centro de Irak, provocando la muerte de diecinueve integrantes de una unidad texana de la Guardia Nacional. La tragedia vino al dedo al gobernador Newton. Con la aquiescencia casi eufórica de Barry y de Wayne, se convino en que el gobernador saliera enseguida para Irak e hiciera una demostración de verdadera autoridad en la guerra contra el terror. El viaje también serviría para situarlo en un escenario de mayor alcance, y para conseguir imágenes que se pudieran usar en el futuro, pero lo más importante de todo era largarse de Texas.

– Anoche cogieron a Boyette -dijo Wayne, mirando su portátil-. Asaltó a una chica a la salida de un centro comercial de Overland Park, Kansas. No hubo agresión sexual. Está encarcelado.

– ¿Estaba en Kansas? -preguntó el gobernador.

– Sí. Muy listo, el chico.

El gobernador sacudió la cabeza con incredulidad.

– Cincuenta estados, y se queda en Kansas. Qué tarado. ¿Qué se sabe de Slone?

– Toda la Guardia se ha ido de la ciudad -informó Barry-. Anoche dimitió el fiscal del distrito. Ya están enterrados todos los cadáveres. Las calles están tranquilas, y no hay incendios. Ayer empezaron otra vez las clases, sin incidentes, y esta noche juega fuera el equipo de fútbol americano, contra Lufkin. ¡Warriors, Warriors!

El gobernador cogió un informe. El portátil de Barry echaba humo. Los tres estaban demacrados, agotados, irritables y con algo de resaca. Bebían litros de café y se mordían las uñas; nunca habían pensado que un viaje a Irak podría entusiasmarlos hasta aquel extremo.

– Dentro de doce días tenemos una ejecución, señores -dijo el gobernador-. ¿Cuál es el plan?

– Lo tengo todo previsto -contestó orgulloso Wayne-. El otro día me tomé unas copas con un secretario judicial titular del tribunal de apelaciones. Ellos, obviamente, preferirían aplazar un poco la siguiente. Yo le dije que nosotros tampoco tenemos prisa. Al abogado de Drifty Tucker se le ha hecho saber que convendría que presentase algo, lo que fuera; que se invente cualquier razón disparatada para pedir el indulto y lo tramite antes de las cinco de la tarde, si puede ser. El tribunal se mostrará más interesado de lo habitual por el caso de Tucker, y dictará una orden; sin fallo adjunto, pero la ejecución quedará pospuesta hasta un futuro indeterminado. Enterrarán el caso Tucker. Lo más probable es que algún día lea él nuestras necrológicas.

– Estupendo -dijo el gobernador, sonriente-. ¿Y cuándo es la siguiente?

– No hay ninguna hasta julio, dentro de ocho meses.

– Ocho meses. Uau.

– Sí, hemos tenido suerte.

El gobernador miró a Barry.

– ¿Qué tal la mañana?

– ¿Aquí o a nivel nacional?

– Las dos cosas.

– Aquí, la gran noticia son los Black Hawks de Irak, claro, pero Drumm aún sale en primera plana. Ayer enterraron a la chica: portada en una docena de periódicos. Más editoriales. Todo el mundo quiere una moratoria. Los de la pena de muerte andan como locos. Prevén que veinticinco mil personas asistirán el domingo, aquí, a una concentración.

– ¿Dónde?

– En el Capitolio, al otro lado de la calle. Será un zoo.

– Y nosotros tan ricamente en Faluya -dijo el gobernador.

– Estoy impaciente -respondió Wayne.

– A nivel nacional -siguió explicando Barry-, más de lo mismo. La izquierda despotricando, y de la derecha poca cosa. Los gobernadores de Ohio y Pensilvania hablan abiertamente de moratorias hasta que se pueda estudiar más a fondo la pena de muerte.

– Está muy bien -masculló Newton.

– Mucho ruido de los abolicionistas, pero empieza a sonar todo igual. Exageran todos tanto, que los gritos acaban siendo monótonos.

– ¿Y las encuestas?

Barry se levantó para estirar las piernas.

– Esta mañana, a primera hora, he hablado con Wilson, y hemos perdido diez puntos sobre el tema, aunque el sesenta y uno por ciento de los votantes censados en Texas sigue estando a favor. Parece que la apuesta la he ganado yo, chicos. A pagar. La sorpresa la da la cuestión de la moratoria. El sesenta y uno por ciento quiere la pena de muerte, pero casi el cincuenta por ciento ve bien algún tipo de aplazamiento.

– Ya bajará -dijo Wayne con autoridad-. Que se les pase la conmoción. Esperad a que entren en otra casa y asesinen a una familia inocente, y veréis cómo todo el mundo se olvida de Drumm. Se olvidarán de la moratoria, y se acordarán de por qué estaban a favor de la pena de muerte.

El gobernador se levantó y fue a su ventana favorita. Abajo, en la calle, había manifestantes con pancartas, desfilando por la acera. Parecía que estuvieran en todas partes: delante de la Mansión del Gobernador, en todos los céspedes del Capitolio y frente a la entrada del tribunal de apelaciones, con pancartas que decían:cerramos a las cinco, vete a la mierda.Desde hippies mayores hasta los de Students Against the Death Penalty, cruzando todas las fronteras étnicas y sociales. Él los odiaba. No eran los suyos.

– He tomado una decisión, señores -dijo con gravedad-. Yo no estoy a favor de una moratoria, ni convocaré una sesión especial de la asamblea legislativa para debatirla. Sería dar un espectáculo. Bastante se nos viene ya encima. No nos conviene que el poder legislativo monte otro circo.

– Tenemos que informar a los medios -observó Barry.

– Preparad una declaración, y que salga cuando ya hayamos despegado para Irak.

El viernes por la tarde, Keith fue al bufete de Elmo Laird para una breve reunión. Dana no podía ir, porque estaba ocupándose de los niños, y en el fondo tampoco tenía ganas. Con Boyette en prisión preventiva, Keith estuvo dispuesto a dejarla sola, y ella necesitaba estar unas horas sin su marido.

Se estaba hablando mucho de la última agresión de Boyette y de su posterior arresto, y Keith no siempre salía bien parado. Se reprodujeron unas declaraciones del padre de Lilly, en las que decía: «Parte de la culpa la tiene aquel pastor luterano de Topeka». Era un enfoque de la noticia que iba cobrando fuerza. A la luz de los antecedentes de Boyette, la familia de Lilly Reed sentía alivio por que la agresión no hubiera ido a más, pero también rabia por que un violador profesional como él anduviera suelto y pudiera traumatizar a su hija. Las primeras noticias al respecto le daban un sesgo que hacía que se interpretase como que Keith había sacado a Boyette de la cárcel y se había escapado con él a Texas.

Elmo le explicó que había hablado con el fiscal del distrito, y que, aunque no había planes inmediatos de encausar a Keith, la situación era poco clara. No se habían tomado decisiones. Varios periodistas habían llamado al fiscal, que era el blanco de críticas.

– ¿Usted cómo lo ve? -preguntó Keith.

– El mismo plan, Keith. Seguiré hablando con el fiscal del distrito, y si él da algún paso, prepararemos un acuerdo de aceptación de culpabilidad, con multa pero sin cárcel.

– Si me declaro culpable, probablemente me espere algún tipo de medida disciplinaria por parte de la Iglesia.

– ¿Grave?

– Ahora mismo no hay nada claro.

Quedaron en verse unos días más tarde. Keith fue en coche a St. Mark, y se encerró con llave en su despacho. No tenía ni idea de cuál sería el tema del sermón del domingo, ni estaba de humor para ponerse a prepararlo. Tenía un montón de mensajes telefónicos sobre la mesa, en su mayoría de reporteros. El Monje había llamado hacía una hora. Keith se sintió en la obligación de averiguar para qué. Hablaron unos minutos, que a Keith le bastaron para captar el mensaje. La Iglesia estaba muy preocupada con la publicidad, y con la posibilidad de que uno de sus pastores tuviera que responder ante la justicia. Fue una conversación breve, que acabó con el acuerdo de que Keith iría a Wichita el jueves siguiente para otra reunión con el Monje.

Más tarde, mientras ordenaba la mesa y se preparaba para irse de fin de semana, su secretaria le avisó que tenía al teléfono a un hombre de Abolish Texas Executions. Keith se sentó y se puso al aparato. Se llamaba Terry Mueller, y era director ejecutivo de ATeXX. Empezó dando las gracias a Keith por haberse unido a la organización. Estaban encantados de tenerlo a bordo, sobre todo por su participación en el caso Drumm.

– ¿Así que usted estaba allí cuando murió? -preguntó Mueller.

Se notaba que estaba intrigado, y que quería algún detalle. Keith resumió rápidamente lo esencial de la historia, y para cambiar de tema preguntó por ATeXX y sus actividades del momento. Durante la conversación, Mueller comentó que era miembro de la Iglesia Luterana Unida de Austin.

– Es una iglesia independiente que nació hace una década a partir del sínodo de Missouri -explicó-. Está en el centro, cerca del Capitolio, y tiene una congregación muy activa. Nos encantaría que viniera a hablar alguna vez.

– Muy amable -contestó Keith.

La idea de que se interesaran por él como orador le pilló desprevenido.

Después de colgar, entró en la web de la iglesia y mató una hora. La Iglesia Luterana Unida estaba bien consolidada, con más de cuatro mil miembros, y tenía una capilla imponente, de granito rojo de Texas, idéntico al del edificio del Capitolio del estado. Era una iglesia activa en lo político y en lo social, con talleres y conferencias que iban desde cómo hacer que en Austin no durmiera nadie en la calle hasta la lucha contra la persecución de los cristianos en Indonesia.

Su pastor titular estaba a punto de jubilarse.

Capítulo 43

Los Schroeder celebraron el día de Acción de Gracias en Lawrence, con la madre de Dana. El día siguiente, a primera hora, Keith y Dana dejaron a los niños en casa de su abuela y cogieron un avión en Kansas City para Dallas, donde alquilaron un coche. En tres horas llegaron a Slone. Pasearon por la ciudad en busca de los puntos de interés: la iglesia baptista, el campo de fútbol americano (con nueva tribuna de prensa en construcción), los restos chamuscados de unos cuantos edificios vacíos, el juzgado y el bufete de Robbie, en la antigua estación de trenes. Slone parecía muy tranquila; en la calle Mayor, varias brigadas del ayuntamiento disponían los adornos de Navidad.

La primera visita de Keith, dos semanas antes, le había dejado pocos recuerdos sobre la ciudad en sí. Describió a Dana la omnipresencia del humo y el constante ulular de las sirenas, pero en retrospectiva se daba cuenta de que en su estado de shock lo había visto todo borroso. Entonces la idea de volver no había pasado ni remotamente por su cabeza. Tenía a Boyette a su cargo, había una ejecución pendiente, un cadáver que localizar y reporteros por todas partes. Era un caos, una locura, y su percepción de las cosas tenía un límite. Ahora, al conducir por las calles arboladas de la ciudad, le costó creer que Slone hubiera estado ocupada por la Guardia Nacional hacía tan poco tiempo.

El banquete empezó hacia las cinco. Como la temperatura rondaba los veinte grados, se quedaron junto a la piscina, donde Robbie había puesto mesas y sillas alquiladas para la ocasión. Estaba todo su bufete, con sus cónyuges y sus parejas. El juez Henry y su mujer llegaron temprano. El clan de los Drumm, integrado como mínimo por veinte personas -niños pequeños incluidos-, llegó en una sola tanda.

Keith se sentó al lado de Roberta. Pese a haber coincidido en la misma sala en el momento de la muerte de Donté, en realidad no se habían presentado. ¿Qué decir? Al principio la conversación fue incómoda, pero no tardó en salir el tema de los nietos. Roberta sonreía con frecuencia, aunque se notaba que pensaba en otra cosa. Dos semanas después de perder a Donté, la familia seguía de luto, aunque se esforzó mucho por disfrutar del momento. Robbie hizo un brindis, un largo tributo a la amistad y un breve recordatorio de Donté. Estaba muy agradecido a Keith y Dana por haber podido venir desde Kansas. Hubo algunos aplausos. En el seno de la familia Drumm, la loca carrera de Keith hacia el sur para impedir la ejecución ya era una leyenda. Después de que Robbie se sentara, fue el juez Henry quien se levantó y dio unos golpecitos a su copa de vino. Su brindis estuvo dedicado al valor de Roberta y su familia, y concluyó con la observación de que siempre queda algo bueno de todas las tragedias. Terminados los discursos, los camareros empezaron a servir gruesos solomillos bañados en salsa de setas, con tantos acompañamientos que a duras penas cabían en el plato. Estuvieron comiendo hasta bien entrada la noche, y aunque Roberta solo bebió té, el resto de los adultos disfrutó con el vino de calidad que había traído Robbie para la ocasión.

Keith y Dana durmieron en la habitación de invitados, y a la mañana siguiente salieron temprano a desayunar en un bar de la calle Mayor famoso por sus gofres de pacana. Después cogieron otra vez el coche. Siguiendo las indicaciones de Robbie, encontraron el cementerio de Greenwood, detrás de una iglesia, donde se acababa la ciudad. «Os será fácil encontrar la tumba -había dicho Robbie-. Solo tenéis que seguir el camino hasta que encontréis tierra fresca.» El camino era de hierba, que se veía muy pisada. Delante había un grupo de unos diez peregrinos cogidos de la mano, que rezaban en torno a la tumba. Keith y Dana fingieron buscar otras lápidas, mientras esperaban a que se fueran.

La tumba de Donté era un pulcro montón de tierra roja circundado por decenas de ramos de flores. En su lápida, de gran tamaño, ponía: «Donté Lamar Drumm, nacido el 2 de septiembre de 1980 e injustamente ejecutado por el estado de Texas el 8 de noviembre de 2007. Aquí yaceun hombre inocente». En el centro había una foto grabada en color, de veinte por veinticinco, en la que Donté aparecía con hombreras y jersey azul, a punto para salir a jugar. Keith se arrodilló junto a la lápida, cerró los ojos y rezó una larga oración. Dana miraba. Sus sentimientos eran una mezcla de pena por aquella muerte trágica, de compasión por su marido y de permanente confusión por lo que estaban haciendo.

Antes de irse, Keith fotografió rápidamente la tumba. Quería un recuerdo, algo que poner encima de su mesa.

La sala de reuniones de la estación de tren no había cambiado. Aquel sábado por la mañana, Robbie y Carlos trajinaban con carpetas y montañas de papeles desperdigados entre vasos de café de plástico y envoltorios vacíos de pastas. Robbie se lo enseñó todo a Dana, y la obsequió con una historia rimbombante que Keith había conseguido ahorrarse en su primera visita.

Se habían despedido por primera vez en el bosque de Roop's Mountain, cuando no estaban seguros de volver a verse. Ahora, dos semanas más tarde, al abrazarse, tuvieron la certeza de que no sería la última vez. Robbie volvió a dar las gracias a Keith por su heroico esfuerzo. Keith protestó, diciendo que el verdadero héroe era Robbie. Los dos estuvieron de acuerdo en que no habían hecho bastante, aun sabiendo que habían hecho todo lo posible.

Tardaron siete horas en llegar a Austin en el coche.

El domingo, cuando Keith tomó la palabra, la Iglesia Luterana Unida estaba a reventar. Contó su descabellado viaje a Slone, y luego a Huntsville, a la cámara de ejecuciones. Se explayó sobre la pena de muerte, que atacó por todos los flancos, y tuvo la clara impresión de estar predicando a conversos.

Dado que oficialmente era un sermón de prueba, la iglesia cargaba con todos los gastos del viaje. Después de la ceremonia, Keith y Dana comieron con el comité de selección de pastores y con el reverendo doctor Marcus Collins, el pastor titular, que se jubilaba entre la veneración de los suyos. Durante el almuerzo quedó claro que la iglesia estaba prendada de los Schroeder. Más tarde, en el momento de los largos adioses, el doctor Collins le susurró algo a Keith:

– Aquí estará de maravilla.

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