QUIERO VOLVER A CASA
Llegó el otoño. Nuestro barrio se despertaba a duras penas del largo y bochornoso verano. Se apagaron los acondicionadores de aire. Los gordos se cambiaron los repugnantes shorts por los decentes pantalones de tergal. Las mujeres, algo más tapadas, recobraron su habitual misterio. El pesado olor a humo y gasolina se disolvió en el aroma de la hojarasca podrida.
Yo me veía con Marusia bastante a menudo. A veces tomábamos algo en un bar. Marusia se quejaba.
—¡No te lo puedes ni imaginar! Rafa y Lolo son como gemelos. En lo que se refiere a responsabilidad: cero. Hasta su léxico es casi el mismo.
—¿Sigue sin trabajar?
—¿Lolo?
—¿Cómo Lolo? Me refiero a Rafa.
Musia se echó a reír.
—Debes confundirlo con otro. Antes me imagino trabajando a Lolo que a él. Aunque, la verdad, tampoco esto es muy probable.
A Marusia le trajeron un cóctel —ginebra con limonada—, a mí un doble de vodka.
Nos sentamos en una mesa. Le pregunté a Marusia:
—¿Entonces, de qué vivís?
—No lo sé… Trabajé un mes en una oficina. Contestando a las llamadas. El dueño, naturalmente, no me dejaba en paz. Al final le propuse: "Vamos a un motel. El capricho te costará cien dólares". Y él que me contesta: "Pensaba que era usted una mujer decente". Así que le dije: "Contigo una decente no lo hace ni por un millón".
La interrumpí.
—¡Marusia, ¿sabes lo que dices?! Tú no eres una prostituta. ¿Pero de qué me hablas?
—¿Y qué me aconsejas? ¿Lavar platos en un maldito restaurante? ¿Estudiar para programadora? ¿Vender peladillas en la Ciento ocho? ¡Antes me vuelvo a casa!
—¿Adonde? ¿A Moscú?
—¡Aunque sea a Moscú! ¿Qué tiene de particular? ¿No me irán a meter en chirona? Yo no tengo nada que ver con la política…
—¿Y la libertad?
—¡Me importa un bledo la libertad! Lo que quiero es vivir en paz… Y la verdad, ¿para qué quiero la libertad si tengo a mi padre?
—Te estás pasando.
—Una persona normal es libre incluso en Moscú.
—A muchos normales has visto tú.
—Afuera tampoco abundan.
—Lo que pasa es que te has olvidado de todo. Las groserías, las mentiras…
—En Moscú al menos te las sueltan en ruso.
—¡Pues eso es lo terrible!
—En una palabra, esto no es vida. Es tonto contar con Rafa. Él es así: hoy es capaz de andar de rodillas y mañana de pronto desaparece. Se pierde Dios sabe dónde una o dos semanas. Y luego vuelve a llamar. Un día se presenta, se quita los pantalones y ¿qué veo?: los calzoncillos llenos de pomada. ¡Te lo juro! Y lo grave es que hasta los celos son inútiles. No lo comprendería. En cuanto a la moral, Lolo comparado con él es el académico Sájarov. Al menos Lolo no se va de mujeres…
Le pregunté:
—¿Y Liova?
—Liova aún es joven para ir de mujeres.
—Te he preguntado cómo le va a Liova.
—Ah, ah…. Perfecto. Todo le va fantásticamente bien. Con Rafa le va perfecto. Hasta con el papagayo, si el pajarraco está de buen humor… Como quien dice, tres almas gemelas…
Saludé con la mano a un pintor conocido. Su mujer se quedó mirando a Marusia. Se la miró como si me hubiera descubierto en dudosa compañía. Ahora empezarán las habladurías. Aunque la verdad es que lo rumores corrían ya desde hacía tiempo.
Y sin embargo aquello me estropeó el humor. Pagué y nos fuimos…
Pasó una semana. En alguna parte oí que Musia había ido a la embajada soviética. Al parecer había pedido que le dejaran regresar a casa.
Al principio, claro está, no lo creí. Pero el rumor era cada vez más insistente. Y se adornaba de todo género de detalles. En concreto, Rubínchik decía:
—Del caso se ocupa Balíev, el tercer secretario de la embajada.
Llamé a Marusia. Y le pregunto:
—¿Qué es lo que pasa?
Y ella me contesta en un tono bastante extraño:
—Si quieres, nos vemos.
—¿Dónde?
—Donde quieras, menos junto a la tienda Dnepr.
Nos encontramos en la Austin Street, compramos una libra de cerezas. Nos sentamos en la hierba junto a la iglesia presbiteriana.
Musia me dice:
—Si te ven conmigo tendrás disgustos.
—¿Te refieres a que se enterará mi mujer?
—No me refiero a tu mujer, sino a la colonia, con perdón.
—Me importa un bledo… Dime ¿es cierto que has ido a la embajada?
—Sí. ¿Y qué?
—Eso mismo, ¿y qué?
—Pues nada. Me han dicho: "Maria Fiódorovna, debe usted ganarse el perdón".
—¿Y cómo ha acabado la historia?
—Pues de ninguna manera.
—¿Qué va a venir luego?
—No lo sé. Sólo sé que quiero volver a casa. Quiero que alguien me cuide. Quiero volver con mis padres… ¿Y aquí qué tengo? Un hispano, un papagayo y la maldita libertad… A lo mejor lo que me apetece es un chucho y no un papagayo…
—El chucho —comenté— también lo tienes.
Marusia se quedó callada, me dio la espalda. Se instaló un pesado silencio. Le dije:
—¿Te has enfadado?
—¿Por qué me he de enfadar? Si te hubiera encontrado quince años antes…
—Tampoco soy tan viejo.
—Tienes mujer, un crío… Todo está claro. Y así porque sí no quiero.
—Ni yo.
—Pues más aún a mi razón. ¡Y basta sobre este tema!
—Basta.
Nos comimos las cerezas. Tiramos los huesos a la hierba.
Para romper el silencio le pregunté:
—¿Quieres contarme la historia?
Y he aquí lo que oí.
En agosto Marusia tuvo una depresión. Las causas, como suele ocurrir, eran nimias. Es sabido que la gente sufre de verdad sólo por pequeños contratiempos.
Se juntó todo. A Liova le produjo una alergia el chocolate. Rafael no aparecía desde el jueves. Lolo destrozó la jaula de turno, hecha esta vez de un alambre de cobre grueso. La factura del teléfono estaba sin pagar.
Fue entonces cuando tuvo que aparecer aquel anuncio en los periódicos. Se invitaba a todos quienes lo desearan a ver la película soviética Daúria. Patrocinaba la función nuestra misión ante la ONU. La entrada era libre. Según rumores, habría champán y bocadillos.
Musia de pronto decidió ir. Dejaría a Liova con su prima.
La sala no era grande, se estaba fresco. La película no produjo gran impresión. Cuesta asombrar a un espectador americano con un film de tiros y persecuciones.
Pero luego se agasajó a los presentes con vodka y bocadillos. El rumor referente al champán no se vio confirmado.
A Musia se le acercó un tipo bastante simpático de unos cuarenta años. Se presentó:
—Oleg Vadímovich Lóguinov.
Hablaron de cine. Luego, sobre la vida en general. Oleg Vadímovich se quejó de lo caro que era todo. Dijo que la calidad en América cuesta un ojo de la cara. "Hace poco —comentó— le he dado un ultimátum a mi jefe. O me pagaba más o me iba".
—¿Y cómo acabó la historia? —preguntó Musia.
—Llegamos a un acuerdo. Él no me subía el sueldo, y yo, a cambio, no dejaba el trabajo.
Musia se echó a reír. Oleg Vadímovich le pareció un tipo simpático. Incluso le preguntó:
—¿Por qué hay más gente malhumorada que alegre?
Lóguinov contestó:
—El mal humor es más fácil de simular.
Y luego de pronto dijo:
—¿Podría hacerle una pregunta algo privada?
—¿Es decir?
—Es decir, indiscreta… ¿Cómo es eso, estimada Maria Fiódorovna, que ha aparecido usted en Occidente?
—Por estúpida —contestó Marusia.
—Su papá es una figura de peso. Su madre un alto cargo. Usted tampoco se ganaba mal la vida. Sin contar con la pensión del hijo, que, me perdonará usted, pero eran cien rublos…
—La felicidad no está en el dinero.
—Estoy plenamente de acuerdo… Pero ¿en qué, pregunto? De la política estaba usted lejos. En lo material, no le faltaba nada. Vivía sin problemas… ¿Se le antojó ver a sus primos? Con sus recursos, hubiera podido invitarlos usted a nuestro país…
—No sé… Fui una estúpida…
—Vuelvo a estar plenamente de acuerdo. Pero, en cualquier caso, ¿cuáles son sus planes?
—¿En qué sentido?
—¿Cómo piensa vivir en adelante?
—De alguna manera.
Y en aquel momento Marusia reaccionó:
—No estoy criticando América. Me gusta vivir aquí.
—¡Y a quién no! —La apoyó el camarada Lóguinov—. ¡Es un gran país! Pero aquí nosotros, sean cuales sean nuestras convicciones, todos somos extranjeros.
Marusia asintió educada con la cabeza. Le gustó el generoso "nosotros" con el que Lóguinov metió en el mismo saco a los emigrantes y al diplomático.
—A lo mejor, les pido que me dejen volver. Voy y les digo: perdonen a esta cretina inconsciente…
Lóguinov se quedó pensativo, sonrió y dijo:
—El perdón, Maria Fiódorovna, hay que merecerlo…
Marusia se levantó y se sacudió la falda. Desde el bulevar Queens llegaba el rumor de los coches. Sobre los techos brillaba apagado un sol que se ponía. La sombra que proyectaba las torres de la iglesia presbiteriana se llenó de mosquitos.
También yo me levanté:
—Y bien, ¿cómo acabó la historia?
—Me han llamado.
—¿Quién?
—Dos tipos de la embajada soviética.
Le dije:
—Vamos, me lo cuentas por el camino. Tomamos un café en alguna parte.
Marusia se enfadó.
—¿Por qué no me invitas a un batido?
Nos metimos en un bar de la Setenta. La música retumbaba. Tuvimos que atravesar la calle e ir a un bar mejicano.
Le pregunté:
—¿Y luego qué pasó?
Musia se despidió de Lóguinov en el hall. Pensó que querría acompañarla. E incluso se preparó para un rechazo no muy enérgico. Pero Oleg Vadímovich le dijo:
—Si le parece, la llamo…
Tal vez tiene miedo de sus superiores, pensó Marusia. O no quiere hacerme una faena.
Marusia regresó a casa en metro. Se pasó una hora entera echándose en cara su inútil y estúpido arranque de sinceridad. Hasta la idea de regresar a su país entonces le pareció absurda. ¿Y si de pronto la encierran? ¿Y si la obligan a arrepentirse? A echar barro sobre América, cuando el país nada tenía que ver con el asunto…
Pasaron tres días. Marusia empezó a olvidarse de aquella estúpida conversación. Y más cuando apareció Rafa. Como siempre, contento y feliz. Le dijo que había estado en el Canadá, por un negocio, por nada más. Que hacía poco había creado y, por supuesto, encabezado una corporación dedicada a recoger silencio.
—¿Qué? —preguntó Musia.
—Silencio.
—Vaya —exclamó Musia—. Esto es algo nuevo.
Rafael gritaba:
—¡Millones! ¡Ganaré millones! ¡Ya lo verás!
—Muy a propósito. Justo acaban de llegar los recibos.
—Escúchame. Mira qué idea. En nuestra vida hay demasiado ruido. Y eso es malo para la salud. Influye en la psique. El ruido nos pone a todos nerviosos y de mal humor. Lo que la gente necesita es silencio. Así que nosotros lo vamos a recoger, conservar y vender…
—¿A peso? —preguntó Marusia.
—¿Por qué a peso? En casetes. Y de diferentes tipos. Por ejemplo, silencio número uno: Amanecer en las montañas. Y el silencio, digamos, número cinco será: Tras las delicias amorosas. Número nueve: El silencio de una excavadora rota. Número cuarenta: Silencio tras una catástrofe aérea. Etcétera.
—Habría que pagar el teléfono —dijo Musia. Pero Rafa, que no la llegó a oír, se fue a por cervezas.
Entonces la llamaron. Una voz baja pronunció:
—Le hablan de la embajada soviética…
Pausa.
—Allo. ¿Quiere que nos veamos?
—¿Dónde?
—Donde quiera. En el lugar más concurrido. ¿Qué le parece el restaurante Shanghai en el cruce de la Lexington y la Cincuenta y cuatro? El miércoles. A las tres en punto.
—¿Cómo les reconoceré?
—De ninguna manera. Nosotros daremos con usted. Oleg Vadímovich ya nos ha informado. No se preocupe. Y por favor, no se retrase. Vendremos de Washington especialmente para verla, hágase cargo.
—Ahí estaré —dijo Marusia.
Y pensó: "Aquí a algunos caballeros les cuesta gastar un dólar en el metro. Y estos vienen volando especialmente desde Washington. Es una miseria, pero resulta agradable…".
A las tres en punto estaba en la Lexington. Dos individuos la esperaban junto al restaurante. Uno bastante joven y con chaqueta deportiva. Y el segundo, en corbata y unos diez años mayor. Este fue el primero en presentarse: Balíev. El joven dijo alargando la mano: Zhora.
El restaurante estaba lleno, aunque la hora de comer hacía rato que había pasado. Zumbaba el aire acondicionado. Una joven china los acompañó hasta una mesa junto a la ventana. Les entregó a cada uno una carta de menú con dragones grabados sobre unas cubiertas violetas. Zhora se sumergió en la lectura. Balíev dijo indiferente:
—Para mí lo de siempre.
Marusia se apresuró a declarar:
—Yo no voy a comer.
—Como quiera —reaccionó Balíev.
Zhora se soliviantó:
—¡Nos ofendes, muñeca! ¡Esto son ganas de provocar! ¡Y de crear, por tanto, un foco de tensión internacional! ¿A qué viene esto? Hemos venido a charlar en una atmósfera constructiva y favorable.
En este momento Balíev lanzó irritado:
—¡Quédese callado!
Marusia tuvo la repentina impresión de que aquello era teatro, un montaje escénico para dos personajes. Zhora era el tipo alegre, deslenguado y sincero. En cambio Balíev representaba al personaje opuesto: a un tipo osco, severo y poco hablador.
Y además entre ambos se percibía cierta coordinación, como en el circo.
Zhora decía:
—No te musties, muñeca. ¡Todo irá perfecto! ¡Los bajos fondos vendrán en nuestra ayuda! ¡Occidente está condenado!
Balíev fruncía el ceño disgustado:
—No sabría decirle qué se puede hacer, Maria Fiódorovna. Las decisiones en asuntos como este se toman, por supuesto, en Moscú. Aunque en gran medida, claro está, mucho depende de nuestras, digamos, recomendaciones…
La china les trajo un té. Y entre breves reverencias se alejó en silencio. Zhora le gritó a la espalda.
—Más garbo, niña. ¡Más firme ese paso y ojo!
Por fin Balíev meneó asintiendo la cabeza:
—A ver, cuente.
—¿Qué?
—Pues todo.
—¿Qué quiere que le cuente? En casa vivía bien, en cuanto a lo material y todo lo demás. Me marché por una bobada. Y quiero, como se dice, pagar mi error… Incluso al precio de perder la libertad…
Zhora se soliviantó de nuevo:
—¡Pero ¿qué dices, muñeca?! ¿A quién meten hoy en el trullo? Ahora para que te encierren se necesitan unos méritos especiales. Digamos espionaje o algo parecido…
En este momento Balíev precisó con aire severo:
—Hay excepciones.
—¡Para los delitos de sangre! Pero Maria Fiódorovna es sencillamente una inconsciente.
—De hecho —aceptó con desgana Balíev— así es. Y no obstante, el perdón hay que merecerlo. ¿Cómo? Esto es algo de lo que hablaremos en la embajada.
—¿He de ir a la embajada?
—Y cuanto antes mejor. La esperamos todos los lunes. De una a seis. Apunte la dirección.
—Y ahora —le dijo Zhora—, ¿puedo inmortalizarla? Como quien dice, un recuerdo.
Sacó del bolsillo una máquina. Balíev se acercó un poco a Marusia. Un camarero con una bandeja humeante se quedó inmóvil a unos pasos.
¿Para que querrán la fotografía?, pensaba Marusia. ¿Como prueba? ¿Como muestra de que la operación se ha llevado a cabo con éxito? ¿Para qué? ¿Vale la pena viajar a esa maldita embajada? Habrá que ir. Aunque sea por curiosidad…
Musia viajó en el Amtrack de la seis de la mañana. Tras la ventanilla corrían ríos, montañas, bosques: todo parecía dibujado. Un paisaje matutino en el marco de una ventana. No parece un paisaje natural, pensaba Marusia, sino el decorado de la civilización…
Al llegar, paseó una hora por Washington. No vio nada especial. Y si algo le saltó a la vista fue la cantidad de andamios de construcción.
El palacete de la embajada casi no se veía entre el verdor. Parecía como si la verja tan sólo sujetara las ramas. Los barrotes estaban pintados, eran gruesos y con pinchos.
Musia se detuvo ante las puertas cerradas, llamó al timbre.
Un vestíbulo, en la pared de enfrente el escudo y una cámara de televisión…
—¡Espere!
Un sillón, una mesa, revistas Ogoniok, retratos conocidos, cortinas de raso, una nevera…
No tuvo que esperar mucho. Aparecieron tres. Zhora, el propio Balíev y un tipo con gafas bastante repulsivo (tenía la cara como un botón de ropa interior, recordaba Marusia).
Luego, unos tres minutos de absurdas formalidades:
—¿Está cansada? ¿Cómo ha llegado? ¿Una pepsi-cola?
Después Balíev se dirigió a ella:
—Le presento a Kókorev, Gordéi Borísovich.
—KGB, así es como lo llamamos —añadió Zhora.
Kókorev lo interrumpió con un gesto bastante severo:
—Preste atención, se lo ruego. Vayamos a los hechos. Una tal Maria Tataróvich abandona su patria. Después de lo cual, María Tataróvich, mire usted por dónde, pide que la dejen regresar… Uno tiene la impresión de que para algunos la patria es como si fuera una magnitud cambiante. Hoy quiero y me marcho, en cambio mañana me lo pienso mejor y vuelvo. Como si estuviéramos en una tienda de comestibles o en el mercado. Y sin embargo, no se ofenda usted, entretanto se ha cometido una vil traición. Y por consiguiente, hay una culpa que expiar. De modo que, sólo después de expiarla, ciudadana Tataróvich, se decidirá si se la deja volver. O no se le concede el permiso… Pero incluso en caso favorable, la decisión demandará, no lo olvide usted, de una condescendencia ilimitada. Pues sepa usted que hasta el humanismo socialista tiene sus límites.
—Y tanto que los tiene —afirmó convencido Zhora.
Se produjo una pausa. Se oía el aire acondicionado. La nevera se ponía a vibrar a cada momento.
Marusia preguntó insegura:
—¿Y qué me aconseja usted entonces?
Kókorev tardó en responder, pero luego dijo:
—Pues escriba algo, María Fiódorovna.
—¿Qué?
—Un artículo, una nota, o algo similar.
—¿Yo? ¿Sobre qué?
—Pues sobre todo. Exponga con detalle tal como sucedió todo. Cómo vivía usted sin problemas ni contratiempos. Cómo calaron en su mente las conversaciones con Tsejnovítser. Y cómo luego dio usted este mal paso. Cómo ahora se arrepiente de su decisión… ¿Está claro? Comparta con los demás sus ideas…
—¿Y de dónde las saco?
—¿De dónde saca qué?
—Las ideas.
—Las ideas ya se las soplo yo —intervino Zhora.
—Las ideas no son problema —coincidió Kókorev.
Balíev inesperadamente observó:
—Unos tienen ideas, otros ideólogos…
—Bien —dijo Musia—. Supongamos que escribo todo eso. ¿Y después qué?
—Después lo publicaremos. Su caso servirá de lección para los demás.
—¿Quién lo publicará? —preguntó Marusia.
—Cualquier revista. ¡Con nuestras recomendaciones! Aunque sea la Literatúrnaya gazeta.
—O el New York Times —añadió Zhora.
—Pero si yo no sé escribir.
—Hágalo como pueda. Al fin y al cabo, no son versos. Aquí lo importante son los hechos. Y si hace falta, ya lo redactaremos.
—Mujer —espetó con cara de payaso Zhora—, no te hagas de rogar y acepta.
—Se lo pediré a Dovlátov —dijo Musia.
Kókorev preguntó:
—¿A quién?
—¡No me digan que no conocen a Dovlátov! Escribe como Turguénev. Mejor incluso.
—Si es como Turguénev, ya nos conformamos —dijo Balíev.
—Manos a la obra —animó a Marusia Kókorev.
—Lo probaré…
En el bar quedábamos nosotros, un borracho con un foxterrier y una muchacha negra ensimismada. O tal vez medio frita por las drogas.
Marusia de pronto dijo:
—Invítala a champán.
Le pregunté a la muchacha:
—¿Le apetece una copa de champán?
La chica me miró perpleja. Era evidente además que yo no estaba solo. Y acto seguido, con un movimiento decidido y grosero me dio la espalda.
Mi extraña proposición al parecer no le había gustado. Incluso comprobó si tenía en su sitio su bolso marrón.
—¿Qué le habrá picado? —preguntó Marusia.
—No estás en Leningrado —le contesté.
Salimos a la calle mojada, caminamos bajo la lluvia. Los automóviles pasaban a nuestro lado como si fueran submarinos.
Había refrescado. No logramos parar un taxi hasta la sinagoga. El viejo Checker estaba impregnado de olor a ropa mojada.
Le pregunté a Marusia:
—¿Así que de verdad has decidido regresar?
—Me marcharía ahora mismo, sin pensarlo. Pero ya. Sin toda esta cháchara estúpida.
—¿Y lo del artículo?
—Por supuesto, nada. Escribo a mi madre una vez al año, e incluso en una carta hago faltas. Si me echaras una mano…
—¿Y qué más? Lo único que me faltaba: otro cargo de conciencia. ¿Y si te encierran?
—Qué mas da —dijo Musia.
Y se acercó a mi lado. Yo le dije:
—Las manos quietas, haz el favor.
—Míralo, el fino.
—No me gusta hacer el amor en los taxis. Perdona, pero esto no es para mí.
—Y más cuando les capto en ruso —intervino el taxista.
—¡Dios mío! ¡Cuánta gente decente! —gritó Musia y se apartó.
Fue entonces cuando vi en las rodillas del chófer un periódico ruso. Mecánicamente leí los titulares: "Incendiado un petrolero libio…", "Encuentro entre Schultz y los líderes antisandinistas…", "En el campeonato del mundo de fútbol…", "Conciertos de Bronislav Razudálov…".
¡No puede ser! Vuelvo a leer: "Conciertos de Bronislav Razudálov. New York, Chicago, Filadelfia, Detroit. Acompañado por el conjunto…".
Me dirigí al chófer:
—¿Me deja un momento el diario?
Marusia me preguntó:
—¿Qué hay? ¿Otro atentado contra Reagan? ¿Han declarado la guerra a los bolcheviques?
—Toma —le dije—, lee…
—¡Por Dios! —La oí—. ¡Lo único que me faltaba!