HAPPY END
A la casa de Musia Tataróvich llegaba una caravana de coches. Repicaban con dulce sonido las cerraduras de los grandes maleteros. De allí se extraían paquetes, cajones, cestas empaquetadas en papeles de colores y recogidas en lazos.
Baránov, Yeselevski y Pertsóvich, sin quitarse sus relucientes corbatas, se afanaban en grupo con unos martillos. Montaban en la ancha acera una blanca cama de matrimonio que había traído en varios pedazos.
Yevséi Rubínchik llevaba, tambaleándose, una jaula hecha de hierro colado. Estaba destinada para Lolo, aunque en ella podía caber Rafael.
Arkasha Lérner iba a casa de Marusia ligero de equipaje. Le traía un billete de lotería de Nueva York comprado por un dólar. El premio que se sorteaba aquel día era de algo más de cuatro millones.
El propietario de la tienda Dnepr no era hombre de fantasías. De nuevo le trajo a Marusia un carro entero de todo tipo de delicatessen. Pero en esta ocasión el propio carro estaba bañado en plata.
Drúker se limitó a regalarle los ciento ochenta tomos de la Biblioteca Mundial de Aventuras y Ciencia Ficción.
Grigori Lemkus sacó del maletero una funda cuadrada pulimentada. En el interior se encontraba un laúd de ciprés con incrustaciones. Lemkus al entregar el instrumento aclaró:
—¡Ennoblece el alma!
Se quedó con el cheque del recibo, pronunciando la enigmática frase:
—Tax deductible[39]…
El defensor de los derechos humanos Karaváyev sorprendió a todos. Se presentó en avanzado estado etílico y de un humor siniestro. Se propuso organizar en honor a Marusia una autoinmolación personal. Quiso quemarse allí mismo, junto al ascensor de Musia.
Lograron apagarlo tirándole encima una copa de brandy francés Luamelle. Como se comprobó, la chaqueta verde sintética de Karaváyev era incombustible.
Karaváyev poco a poco se calmó y preguntó educado:
—¿Y por dentro no me podrían apagar?
Se le dio un vaso más del mismo brandy.
El periodista Natán Zaretski llegó al corazón de todos los presentes. Le regaló a Marusia un obsequio de gran valor y rareza. Una nota conspirativa del disidente Shafarévich escrita de su puño y letra. Decía así: "Lo dudo". Y le seguía una gran firma: "Shafarévich. Veinticinco de abril de mil novecientos sesenta…".
Hacia las siete, llegó a la casa de Marusia una elegantísima limusina negra. De ella bajaron entre gritos catorce hispanos apellidados González. Se trataba de Teófilo González, Jorge González, Jessica González, Cris González, P. H. R. González, Lazarillo González, Mario González, Filomeno González, Nick González, Raúl González, etc. Entre ellos había incluso un Aaron González. Es algo inevitable.
Como se supo, la limusina era el regalo de la familia al novio. Para la novia se preparaba una serenata…
La mesa estaba puesta. Las botellas estaban dispuestas para el ataque. Las orquídeas, los gladiolos y los tulipanes perdían seductores sus pétalos en un plato de porcelana con un pavo sin cortar.
Rafael llevaba esmoquin. La novia iba con un vestido blanco con volantes.
Todos los invitados sonreían. Lolo no soltaba palabrotas. Y a Liova se le notaba constantemente un caramelo tras la mejilla.
Tocaba la música. Y todos esperaban a alguien. Y yo, para ser sinceros, adivino a quién. Al autor vivo.
Y entonces aparecimos mi mujer, mi hija y yo. Y Marusia de pronto se echó a llorar. Y largo rato se estuvo secando las lágrimas con los volantes…
Aquí enmudezco. Porque no me encuentro en condiciones de hablar sobre lo bueno. Porque sólo se nos ocurre descubrir en todas partes lo ridículo y lo humillante, lo estúpido y digno de lástima… Sólo blasfemar y jurar. Y esto está mal hecho.
En una palabra, callo.