Atlanta, Georgia Martes, 6 de mayo, el presente, 10:35
La jueza Rachel Cutler echó un vistazo por encima de sus gafas de pasta. El letrado había vuelto a decirlo, y esta vez no iba a dejar pasar el comentario.
– ¿Puede repetírmelo, letrado?
– He dicho que la defensa quiere la nulidad del procedimiento.
– No. Antes de eso. ¿Qué es lo que ha dicho?
– He dicho «sí, señor».
– Por si no lo había notado, no soy un señor.
– Completamente cierto, su señoría. Discúlpeme.
– Lo ha hecho cuatro veces esta mañana. He ido anotando cada una de las ocasiones.
El abogado se encogió de hombros.
– Parece un asunto de poca relevancia. ¿Por qué se ha tomado su señoría la molestia de llevar la cuenta de un simple lapsus línguae?
Aquel hijo de perra impertinente incluso se permitió una sonrisa. La jueza se irguió sobre su sillón y lo perforó con la mirada. Pero de inmediato comprendió lo que T. Marcus Nettles pretendía hacer, de modo que no respondió.
– Mi cliente está siendo juzgado por asalto con agravantes, jueza. Pero el tribunal parece más preocupado por el modo en que me dirijo a usted que por el asunto del abuso policial.
Rachel echó un vistazo al jurado, y después a la mesa de la defensa. El ayudante del fiscal del distrito del condado de Fulton se sentaba impasible, aparentemente satisfecho con que su oponente estuviera cavando su propia tumba. Resultaba obvio que aquel joven abogado no comprendía lo que Nettles intentaba.
– Tiene usted toda la razón, letrado -dijo-. Es un asunto insustancial. Proceda.
Se recostó en su silla y percibió la momentánea mirada enojada de Nettles. Una expresión propia del cazador al comprobar que ha errado el tiro.
– ¿Qué hay acerca de mi petición de nulidad del procedimiento? – preguntó Nettles.
– Denegada. Sigamos. Continúe con su exposición.
Rachel vio que el presidente del jurado se incorporaba y emitía un veredicto de culpabilidad. Las deliberaciones habían durado menos de veinte minutos.
– Su señoría -dijo Nettles mientras se ponía en pie-, solicito una investigación previa a la sentencia.
– Denegada.
– Solicito una cancelación provisional de la sentencia.
– Denegada.
Nettles pareció reparar en el error que había cometido anteriormente.
– Solicito que este tribunal se recuse a sí mismo.
– ¿Sobre qué base?
– Prejuicios.
– ¿Hacia qué o quién?
– Hacia mí y hacia mi cliente.
– Explíquese.
– Este tribunal se ha mostrado prejuicioso.
– ¿Cómo?
– Con su demostración de esta mañana, acerca del uso inadvertido de «señor» por mi parte.
– Creo recordar, letrado, que admití que se trataba de un asunto sin importancia.
– Sí, lo hizo. Pero nuestra conversación se produjo con el jurado presente, por lo que el daño ya estaba hecho.
– No recuerdo que de nuestra conversación se derivara ninguna protesta ni solicitud de nulidad del procedimiento.
Nettles guardó silencio. La jueza lanzó una mirada al ayudante del fiscal del distrito.
– ¿Cuál es la posición del Estado?
– El Estado se opone a la moción. El tribunal ha sido justo.
Rachel reprimió una sonrisa. Al menos, aquel joven abogado se sabía la respuesta correcta.
– La moción de recusación queda denegada. -Se quedó mirando al defensor, un joven blanco de pelo desaliñado y la cara picada por la viruela-. Que se levante el acusado. -Así lo hizo-. Barry King, ha sido encontrado culpable del delito de asalto con agravantes. Por tanto, este tribunal lo condena a cumplir una sentencia de veinte años en prisión. El alguacil se hará cargo de la custodia del acusado.
Dicho esto, la jueza se levantó y se encaminó hacia la puerta forrada de roble que conducía a su despacho.
– Señor Nettles, ¿podría hablar un momento con usted? -El ayudante del fiscal del distrito se levantó y se dirigió hacia ella-. A solas.
Nettles dejó a su cliente, que en ese momento estaba siendo esposado, y la acompañó a su despacho.
– Cierre la puerta, por favor. -La jueza se bajó la cremallera de la toga, pero no se la quitó. Se colocó detrás de su escritorio-. Buen intento, letrado.
– ¿Cuál de ellos?
– El primero, cuando pensó que aquel ataque con el «señor» y «señora» iba a hacerme saltar. Con su defensa de tres al cuarto le estaban dando por todas partes, de modo que pensó que, si me hacía perder los papeles, conseguiría la nulidad del procedimiento.
El se encogió de hombros.
– Hay que hacer todo lo posible.
– Lo que hay que hacer es mostrar respeto hacia el tribunal y no llamar «señor» a una jueza. Pero usted persistió. Y de forma deliberada.
– Acaba usted de sentenciar a mi cliente a veinte años sin el beneficio de una vista previa a la sentencia. Si eso no es prejuicio, ¿qué lo es?
Rachel se sentó entonces, sin ofrecer asiento al abogado.
– No necesitaba una vista. Hace dos años condené a King por agresión con agravantes. Seis meses en la cárcel y otros seis en régimen condicional. Lo recuerdo. Esta vez cogió un bate de béisbol y le abrió la cabeza a un hombre. Ha agotado mis escasas reservas de paciencia.
– Debería haberse recusado. Toda esa información ha nublado su juicio.
– ¿De veras? Tenga en cuenta que la investigación previa a la sentencia por la que clamaba hubiera revelado todo eso. No hice más que ahorrarle el problema de esperar lo inevitable.
– Es usted una puta y una ramera.
– Eso va a costarle cien dólares. A pagar ahora mismo. Junto con otros cien por el numerito en la sala.
– Tengo derecho a una vista antes de que me condene por desacato.
– Es cierto. Pero créame que no le conviene. No ayudará en nada a esa imagen chovinista que tanto se esfuerza por mostrarnos.
El abogado no respondió y Rachel pudo sentir cómo la caldera comenzaba a bullir. Nettles era un hombre grueso y con papada, reputado por su tenacidad. Sin duda, no estaba acostumbrado a recibir órdenes de una mujer.
– Y cada vez que pretenda montar otro numerito en mi sala con ese culo gordo, le costará otros cien dólares.
El abogado dio un paso hacia la mesa y sacó un fajo de billetes del que extrajo dos billetes de cien dólares nuevos, con el retrato hinchado de Ben Franklin. Depositó ambos sobre la mesa, antes de desdoblar tres más.
– Que la follen.
Cayó un billete.
– Que la follen.
Cayó el segundo.
– Que la follen.
El tercer Ben Franklin terminó sobre la mesa.
Rachel se puso la toga, regresó a la sala y subió los tres escalones que la conducían al asiento de roble que llevaba ocupando cuatro años. El reloj al otro extremo de la sala marcaba las dos menos cuarto de la tarde. Se preguntó durante cuánto tiempo conservaría el privilegio de ser jueza. Aquel era año electoral. El período de habilitación había terminado dos semanas atrás, y le habían salido dos oponentes para las primarias de julio. Se oían comentarios acerca de gente que pensaba entrar en la carrera, sí, pero hasta las cinco menos diez de la tarde del viernes no había aparecido nadie para depositar la fianza de cuatro mil dólares necesaria para participar. Lo que podía haber sido una sencilla elección sin oposición había evolucionado hasta tornarse un largo verano de discursos y recaudación de fondos. Ninguna de las dos actividades resultaba placentera.
En aquel momento no necesitaba más problemas. Tenía la agenda atestada, y cada día que pasaba se le acumulaban más casos. Sin embargo, aquel día quedó acortado por el rápido veredicto en el estado de Georgia contra Barry King. Menos de media hora de deliberación era muy poco tiempo, se mirara como se mirara. Resultaba evidente que los miembros del jurado no se habían sentido impresionados por las artimañas teatrales de T. Marcus Nettles.
Disponía de la tarde libre, de modo que decidió dedicarla a tareas atrasadas no relacionadas con los asuntos que la habían tenido durante dos semanas ocupada con juicios. Había sido una serie de procesos bastante productiva: cuatro condenas, seis declaraciones de culpabilidad y una absolución. Once causas criminales fuera del camino, lo que hacía espacio para la nueva tanda que, según su secretaria, le llevaría por la mañana el encargado del reparto.
El Fulton County Daily Report valoraba todos los años a los jueces del tribunal superior. Durante los últimos tres años Rachel había permanecido cerca de la cima, pues disponía de los casos más rápidamente que la mayoría de sus colegas, con una proporción de correcciones en los tribunales de apelación de solo el dos por ciento. No estaba mal tener razón en el noventa y ocho por ciento de las ocasiones.
Se acomodó en su sillón y observó cómo pasaba el desfile vespertino. Los abogados entraban y salían, algunos acompañados por clientes necesitados de un divorcio definitivo o la firma de un juez. Otros buscaban la resolución de asuntos en causas civiles pendientes de juicio. En resumen, unas cuarenta cuestiones diferentes. Para cuando volvió a echar una ojeada al reloj de la pared de enfrente, ya eran las cuatro y cuarto de la tarde y no quedaban más que dos asuntos pendientes. El primero era una adopción, unas cuestiones con las que realmente disfrutaba. El muchacho, de siete años, le recordaba a Brent, su propio hijo, que tenía la misma edad. El último asunto era un sencillo cambio de nombre en el que el peticionario no estaba representado por letrado alguno. Rachel había dejado aquello intencionadamente para el final, con la esperanza de que para entonces la sala estuviera vacía.
El secretario le entregó el informe.
La jueza se quedó mirando al viejo, vestido con una chaqueta beis de tweed y unos pantalones marrones, de pie ante la mesa de los abogados.
– ¿Cuál es su nombre completo? -le preguntó.
– Karl Bates. -Su voz cansada tenía acento del este de Europa.
– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo en el condado de Fulton?
– Cuarenta y seis años.
– ¿No nació usted en este país?
– No. Procedo de Bielorrusia.
– ¿Y es usted ciudadano estadounidense?
Él asintió.
– Soy un hombre anciano. Ochenta y tres. He pasado aquí casi la mitad de mi vida.
Ni la pregunta ni la respuesta eran relevantes para la petición, pero ni el pasante ni el secretario del juzgado dijeron nada. Por su expresión, parecían comprender la situación.
– Mis padres, hermanos y hermanas… fueron todos asesinados por nazis. Muchos murieron en Bielorrusia. Éramos rusos blancos. Gente muy orgullosa. Después de la guerra, cuando soviéticos se anexionaron nuestras tierras, no quedamos muchos. Stalin era peor que Hitler. Un loco. Un carnicero. Cuando él llegó, a mí ya no me quedaba nada en mi antiguo hogar, de modo que marché. Este país era la tierra de las promesas, ¿no?
– ¿Era usted ciudadano ruso?
– Creo que designación correcta era ciudadano soviético. -Negó con la cabeza-. Aunque yo nunca me consideré soviético.
– ¿Sirvió durante la guerra?
– Solo por necesidad. La Gran Guerra Patriótica, la llamaba Stalin. Fui teniente. Me capturaron y me enviaron a Mauthausen. Dieciséis meses en un campo de concentración.
– Y cuando llegó aquí, ¿a qué se dedicó?
– Orfebrería.
– Ha solicitado usted a este tribunal un cambio de nombre. ¿Por qué desea ser conocido como Karol Borya?
– Es mi nombre de nacimiento. Mi padre me llamó Karol, que significa «voluntad fuerte». Fui el más joven de seis y casi morí al nacer. Cuando llegué a este país pensé que debía proteger mi identidad. En la Unión Soviética trabajé para comisión gubernamental. Odiaba a los comunistas. Ellos arruinaron mi patria y yo denuncié. Stalin envió muchos hombres de campo a cárceles siberianas. Pensé que mi familia sufriría. Muy pocos podían marchar entonces. Pero antes de morir quiero recuperar herencia.
– ¿Está usted enfermo?
– No. Pero me pregunto cuánto aguantará este cuerpo cansado.
Rachel miró al anciano que tenía delante, encogido por la edad, pero aun así distinguido. Sus ojos eran inescrutables y profundos, el cabello completamente blanco, la voz grave y enigmática.
– Tiene un aspecto estupendo para alguien de su edad.
El sonrió.
– ¿Pretende usar este cambio de nombre para defraudar, evadir una causa judicial u ocultarse de algún acreedor?
– Jamás.
– Entonces le concedo su petición. Volverá usted a ser Karl Borya.
Firmó la orden adjunta a la petición y entregó el informe al secretario. Se levantó del estrado y se acercó al anciano, por cuyas mejillas arrugadas caían las lágrimas. Rachel también estaba al borde del llanto.
– Te quiero, papá -le dijo en voz baja mientras lo abrazaba.
16:50
Paul Cutler se levantó del sillón de roble y se dirigió al tribunal. Su paciencia de abogado se estaba acabando.
– Su señoría, la herencia no discute los servicios del peticionario. Lo único que discutimos es la cantidad que intenta cobrar por ellos. Doce mil trescientos dólares se nos antoja muchísimo dinero por pintar una casa.
– Era una casa muy grande -indicó el abogado del acreedor.
– Ya debe serlo -añadió el juez de legalización.
– La casa tiene ciento ochenta y cinco metros cuadrados -siguió Paul-. No hay en ella nada fuera de lo ordinario. El trabajo de pintura debió ser rutinario por fuerza. El peticionario no tiene derecho a recibir la cantidad solicitada.
– Señoría, el finado contrató con mi cliente la pintura completa de su casa, y ese es el trabajo que él realizó.
– Lo que el peticionario hizo, señoría, fue aprovecharse de un anciano de setenta y tres años. No realizó servicios por valor de doce mil trescientos dólares.
– El finado prometió a mi cliente una bonificación si terminaba en menos de una semana, cosa que hizo.
Paul no podía creerse que el otro abogado intentara colar sus argumentos sin echarse a reír.
– Eso resulta de lo más conveniente, sobre todo si consideramos que la única persona capaz de contradecir esa promesa ha muerto. La conclusión es que nuestro bufete es el ejecutor designado de la herencia, y que en buena conciencia no pensamos satisfacer esta factura.
– ¿Quieren ir a juicio? -preguntó a la otra parte el ceñudo juez.
El abogado del acreedor se inclinó hacia delante y susurró algo al oído del pintor, un hombre más joven y claramente incómodo con su traje marrón de poliéster y su corbata.
– No, señor. Quizá un compromiso. Siete mil quinientos.
Paul no se amilanó.
– Mil doscientos cincuenta. Ni un centavo más. Hemos llamado a otro pintor para que supervise el trabajo realizado. Por lo que se me ha dicho, tenemos una buena base para presentar demanda por un trabajo de mala calidad. Además, parece que la pintura se ha aguado. Por lo que a mí respecta, que decida un jurado. -Miró al otro abogado-. Yo gano doscientos veinte dólares por cada hora que estemos discutiendo, letrado, así que puede tardar lo que desee.
El otro abogado ni siquiera lo consultó con su cliente.
– Carecemos de los recursos para litigar en este asunto, de modo que no tenemos más opción que aceptar la oferta de la herencia.
– Ya te digo. Maldito extorsionista… -musitó Paul con el tono justo para que el otro abogado pudiera oírlo mientras recogían sus papeles.
– Solicite una orden, señor Cutler -dijo el juez.
Paul abandonó rápidamente la sala de audiencias y recorrió los pasillos de la división de legalización del condado de Fulton. Se encontraba tres plantas por debajo de la mélange del tribunal superior, y era un mundo aparte. Nada de sensacionales asesinatos, litigios de altos vuelos o enconados divorcios. Testamentos, representaciones y custodias conformaban su limitada jurisdicción, asuntos mundanos, aburridos, con pruebas que solían consistir en recuerdos diluidos e historias de alianzas, tanto reales como imaginarias. Un reciente estatuto estatal, cuyo borrador Paul había ayudado a redactar, permitía la celebración de juicios en determinados supuestos, y en ocasiones un litigante se acogía a esta posibilidad. Pero en gran medida los asuntos eran atendidos por jueces estables y de cierta edad, antiguos abogados que en el pasado habían recorrido aquellas mismas salas en busca de cartas testamentarias.
Desde que la Universidad de Georgia lo sacara al mundo con un doctorado en Derecho, el trabajo de legalización se había convertido en la especialidad de Paul. No entró directamente en la escuela de Derecho desde la universidad, ya que había sido sumariamente rechazado por las veintidós en las que solicitó plaza. Su padre estaba destrozado. Durante tres años Paul trabajó en el Georgia Citizens Bank, en el departamento de legalización y representación, como pasante glorificado. La experiencia supuso una motivación suficiente para volver a probar suerte con el examen de ingreso en la escuela de Derecho. Al final fueron tres las facultades que lo admitieron, y una pasantía de tres años cristalizó tras su graduación en un trabajo en Pridgen & Woodworth. Ahora, trece años después, era socio parcial de la compañía y tenía la experiencia suficiente en el departamento de legalización y representación como para ser el siguiente en la lista para convertirse en socio de pleno derecho y hacerse con las riendas de su sección.
Volvió una esquina y se dirigió hacia las puertas dobles que había al otro extremo del pasillo.
El día había sido una locura. La moción del pintor llevaba programada más de una semana, pero justo después del almuerzo su oficina había recibido una llamada del abogado de otro acreedor para que atendiera otra audiencia organizada a toda prisa. En principio se había programado para las cuatro y media de la tarde, pero el abogado de la otra parte no había aparecido, de modo que él se había marchado a una sala de audiencias adyacente para ocuparse del intento de robo del pintor.
Abrió las puertas de golpe y recorrió el pasillo central de la sala de juicios, vacía en ese momento.
– ¿Se sabe algo ya de Marcus Nettles? -preguntó a la secretaria que había en el otro extremo.
Una sonrisa arrugó el rostro de la mujer.
– Desde luego.
– Son casi las cinco. ¿Dónde está?
– Ha recibido una invitación del departamento del sheriff. Lo último que sé de él es que lo tienen en una celda.
Paul dejó caer el maletín sobre la mesa de roble.
– Estás de guasa.
– No. La tuvo con tu ex esta mañana.
– ¿Con Rachel?
La secretaria asintió.
– Se rumorea que se pasó de listo con ella en el despacho. Le pagó trescientos dólares y la mandó tres veces donde puedes imaginarte.
Las puertas de la sala se abrieron para dejar paso a T. Marcus Nettles. Su traje beis de Neiman Marcus estaba arrugado, la corbata Gucci mal colocada, los zapatos italianos sucios y llenos de rozaduras.
– Ya era hora, Marcus. ¿Qué ha pasado?
– Esa perra a la que llamabas esposa me ha metido en un calabozo y allí me ha tenido desde esta mañana. -La voz de barítono era tensa-. Dime,
Paul, ¿es de verdad una mujer, o una especie de híbrido con huevos entre esas piernas tan largas?
Paul se dispuso a contestarle, pero prefirió dejarlo pasar.
– Se me echa encima, delante del jurado, por llamarla «señor»…
– Cuatro veces, por lo que he oído -dijo la secretaria.
– Sí. Probablemente. Después de intentar conseguir la nulidad del procedimiento, que debería haberme concedido, le echa a mi cliente veinte años sin una audiencia previa. Después pretende darme lecciones de ética. No necesito gilipolleces de esas, en especial de una zorra listilla. Te juro que voy a meter dinero en la campaña de sus oponentes. Un montón de dinero. Pienso librarme de este problema el segundo jueves de julio.
Paul ya había oído suficiente.
– ¿Estás preparado para discutir este asunto?
Nettles depositó su maletín sobre la mesa.
– ¿Por qué no? Llegué a imaginarme que me pasaría toda la noche en esa celda. Parece que la muy puta tiene corazón y todo.
– Ya es suficiente, Marcus -respondió Paul con una voz más firme de lo que había pretendido.
Nettles entrecerró los ojos y lo taladró con una mirada feroz que parecía leerle el pensamiento.
– ¿Y a ti qué coño te importa? ¿Cuánto lleváis divorciados, tres años? Debe de sacarte un buen pellizco todos los meses con la excusa de la manutención.
Paul guardó silencio.
– No me jodas -siguió Nettles-. Todavía te mola, ¿eh?
– ¿Podemos proceder?
– Qué hijo de puta, claro que te mola. -Nettles sacudió la cabeza bulbosa.
Se dirigió hacia la otra mesa y se preparó para la vista. La secretaria se levantó de su silla para ir a por el juez. Paul se alegró de que se marchara. Los rumores de tribunales se extendían como la pólvora.
Nettles acomodó su corpulencia en el asiento.
– Paul, chaval, acepta un consejo de un pentaperdedor: una vez que te libras de ellas, asegúrate de haberte librado de ellas.
17:45
Karol Borya tomó el camino de entrada de su casa y estacionó el Oldsmobile. Tenía ochenta y un años y se sentía feliz de poder seguir conduciendo. Su vista era asombrosamente buena y su coordinación, aunque algo lenta, resultó lo bastante adecuada para que el Estado le renovara el permiso. No conducía demasiado, ni demasiado lejos. A la verdulería, en ocasiones al centro comercial, y a casa de Rachel al menos dos veces por semana. Aquel día solo se había aventurado seis kilómetros y medio hasta la estación del marta, donde tomó un tren hacia el centro que lo llevó al juzgado, para su audiencia de cambio de nombre.
Llevaba casi cuarenta años viviendo al nordeste del condado de Fulton, mucho antes de la explosión de Atlanta hacia el norte. Las colinas de arcilla roja, antaño boscosas y cuyo desagüe había terminado en el cercano río Chattahoochee, habían sido invadidas por el desarrollo comercial y por urbanizaciones residenciales para gente acomodada, por apartamentos y carreteras. Varios millones de personas vivían y trabajaban a su alrededor, y a lo largo de ese tiempo Atlanta había logrado las designaciones de «metrópoli» y «anfitriona olímpica».
Se acercó a la calle y comprobó el buzón que había en la acera. La noche resultaba inusualmente cálida para aquellas alturas de mayo, lo que convenía a sus articulaciones artríticas, que parecían sentir la llegada del otoño y sencillamente detestaban el invierno. Se dirigió entonces hacia la casa y reparó en que los aleros necesitaban una mano de pintura.
Había vendido sus tierras originales hacía veinticuatro años, lo que le había proporcionado dinero suficiente para pagarse una casa nueva. Aquella urbanización era entonces uno de los planes urbanísticos más recientes,
y la calle había evolucionado desde entonces hasta convertirse en un agradable rincón bajo la cobertura de los árboles. Su adorada esposa, Maya, murió dos años después de que acabaran la casa. El cáncer se la llevó muy rápido. Demasiado- Apenas si tuvo tiempo para despedirse de ella. Rachel contaba entonces catorce años y era una chica valiente; él tenía cincuenta y siete, y estaba muerto de miedo. La idea de envejecer solo lo aterraba. Pero Rachel siempre estuvo cerca de él. Había sido muy afortunado por tener una hija tan buena. Su única hija.
Entró en la casa caminando con pesadez, y pocos minutos después la puerta trasera se abrió de golpe y sus dos nietos entraron en tromba en la cocina. Nunca llamaban, y él tampoco cerraba con llave. Brent tenía siete años, Marla seis. Los dos lo abrazaron. Rachel entró tras ellos.
– Abuelo, abuelo, ¿dónde está Lucy? -preguntó Marla.
– Dormida en su sitio. ¿Dónde si no? -El animal se había colado en el patio trasero hacia cuatro años, para no marcharse ya.
Los niños salieron disparados hacia la parte delantera de la casa.
Rachel abrió la puerta del refrigerador y sacó una jarra de té.
– Te pusiste un poco emotivo en el juzgado.
– Ya sé que hablé demasiado, pero me acordé de mi padre. Ojalá hubieras conocido. Trabajaba campos todos los días. Un zarista. Leal hasta el fin. Odiaba comunistas. -Se quedó un momento pensativo-. Estaba pensando… No tengo ninguna fotografía de él.
– Pero vuelves a tener su nombre.
– Y por eso te doy gracias, querida. ¿Descubriste dónde estaba Paul?
– Lo comprobó mi secretaria. Estaba liado en el tribunal de legalización y no pudo llegar.
– ¿Cómo le va?
Ella bebió un sorbo de té.
– Bien, supongo.
Borya estudió a su hija. Se parecía muchísimo a su difunta esposa. Piel blanca como una perla, pelo castaño rojizo lleno de rizos, ojos castaños y perspicaces que irradiaban la mirada autoritaria de una mujer al cargo. Y era lista. Quizá demasiado lista para su propio bien.
– ¿Cómo te va a ti? -preguntó.
– Tirando. Como siempre.
– ¿Estás segura, hija? -Karol había notado cambios últimamente. Falta de dirección, una cierta distancia y fragilidad. Una dubitación ante la vida que a él le resultaba perturbadora.
– No te preocupes por mí, papá. Estaré bien.
– ¿Sigue sin haber pretendientes? -No sabía de ningún hombre en los tres años que habían pasado desde el divorcio.
– Como si tuviera tiempo. Lo único que hago es trabajar y cuidar de esos dos. Por no hablar de ti.
– Me preocupas -se vio obligado a decir su padre.
– No tienes por qué.
Pero apartó la mirada mientras respondía. Quizá ella misma no lo tuviera tan claro.
– No es agradable envejecer solo.
Rachel pareció captar el mensaje.
– Tú no estás solo.
– No hablo de mí, ya sabes.
Rachel se acercó al fregadero y limpió el vaso. Él decidió no seguir presionando y encendió el televisor que había sobre la encimera. Aún estaba sintonizada la cadena cnn Headline News, de aquella mañana. Bajó el volumen y se sintió en la necesidad de decir:
– El divorcio está mal.
Ella lo cortó con una de sus miradas patentadas.
– ¿Vas a empezar a leerme la cartilla?
– Trágate orgullo. Deberíais intentarlo de nuevo.
– Paul no quiere.
El le sostuvo la mirada.
– Los dos sois muy orgullosos. Piensa en mis nietos.
– Eso hacía cuando me divorcié. No hacíamos más que discutir. Ya lo sabes.
Él negó con la cabeza.
– Testaruda, como tu madre. – ¿O en realidad se parecía más a él? Era difícil decirlo.
Rachel se secó las manos con un trapo de cocina.
– Paul se acercará hacia las siete para recoger a los chicos. Él los llevará a casa.
– ¿Adonde vas?
– A recaudar fondos para la campaña. Va a ser un verano muy complicado, y no es que tenga ganas precisamente de que llegue.
Borya se concentró en el televisor y vio cordilleras, laderas empinadas y terrenos escarpados. El paisaje le resultó instantáneamente familiar. Un texto en la esquina inferior izquierda rezaba «Stod, Alemania». Subió el volumen.
«… millonario contratista Wayland McKoy piensa que esta región, en el centro de Alemania, aún podría ocultar tesoros nazis. Su expedición comienza la semana que viene en las montañas Harz, localizadas en la antigua República Democrática Alemana. Solo recientemente se ha podido acceder a estos lugares, gracias a la caída del comunismo y a la reunificación de las dos Alemanias.» La pantalla cambió para mostrar una pequeña imagen de cuevas en laderas boscosas. «Se cree que, durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial en Europa, el botín nazi fue ocultado de forma apresurada en los cientos de túneles que horadan estas antiguas montañas. Algunas de estas cavernas también fueron empleadas como depósitos de munición, lo que complica la búsqueda y hace más peligrosa la aventura. De hecho, más de veinte personas han perdido la vida en esta región desde el final de la guerra, en su intento de localizar los supuestos tesoros.»
Rachel se acercó a él y le dio un beso en la mejilla.
– Tengo que irme.
Él apartó la vista del televisor.
– ¿Paul estará aquí a las siete?
Su hija asintió y se dirigió hacia la puerta.
El volvió a fijar de inmediato la mirada en la pantalla.
Borya esperó hasta la siguiente media hora, con la esperanza de que Headline News repitiera algunas de las noticias. Tuvo suerte. Al final del bloque de las seis y media volvió a aparecer el mismo reportaje sobre la expedición de Wayland McKoy a las montañas Harz, en busca de los tesoros nazis.
Seguía pensando en aquella información veinte minutos más tarde, cuando llegó Paul. Para entonces estaba en la salita, con un mapa de carreteras de Alemania desplegado sobre la mesa de café. Lo había comprado en el centro comercial hacía algunos años para reemplazar el de la National Geographic, que había usado durante décadas, pero que ya había quedado muy anticuado.
– ¿Dónde están los niños? -preguntó Paul.
– Regando el jardín.
– ¿Estás seguro de que tu jardín estará a salvo?
Borya sonrió.
– Han sido días secos. No pueden hacer mal.
Paul se desplomó sobre una butaca, se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó el botón del cuello.
– ¿Te ha contado tu hija que esta mañana ha metido a un abogado en el calabozo?
El viejo no levantó la mirada del mapa.
– ¿Se lo merecía?
– Probablemente. Pero ella está en pleno proceso de reelección y ese tipo no es alguien con quien convenga meterse. Un día de estos, ese temperamento suyo la va a meter en líos.
Borya miró a su ex yerno.
– Igualito que mi Maya. En un momento se volvía medio loca.
– Y no hace caso a lo que le diga nadie.
– Eso también sacó de su madre.
Paul sonrió.
– No lo dudo. -Señaló el mapa-. ¿Qué estás haciendo?
– Comprobar algo. Salió en cnn. Un individuo asegura que en las montañas Harz aún hay obras de arte.
– Esta mañana, el usa Today sacaba algo acerca de eso. Me llamó la atención. Un tipo llamado McKoy, de Carolina del Norte. Yo creía que la gente ya se habría olvidado de todo eso del legado nazi. Cincuenta años en una mina húmeda es mucho tiempo para un supuesto lienzo de trescientos años. De ser cierto, sería todo un milagro que no fuera ya poco más que una masa de moho.
Borya arrugó el ceño.
– Todo lo bueno ya se encontró o se perdió para siempre.
– Supongo que tú lo sabrás todo al respecto.
El viejo asintió.
– Un poco de experiencia, sí. -Intentó ocultar su verdadero interés, aunque en realidad era incapaz de sacárselo de la cabeza-. ¿Podrías comprarme un ejemplar de ese diario usa?
– No hace falta, tengo el mío en el coche. Voy a por él.
Paul salió por la puerta delantera justo cuando la trasera se abría y los dos niños entraban trotando en la salita.
– Ya ha llegado vuestro padre -le dijo a Marla.
Paul regresó y le entregó el periódico.
– ¿Habéis ahogado los tomates? -les preguntó.
La niña rió.
– No, papá. -Tiró del brazo de Paul-. Ven a ver el huerto del abuelo.
Paul miró a Borya y sonrió.
– Enseguida vuelvo. El artículo ese andará en la página cuatro o cinco, creo.
Borya esperó hasta que se marcharon por la cocina antes de encontrar el artículo y leer con suma atención cada palabra.
¿Quedan tesoros alemanes?
Por Fran Downing, redacción
Cincuenta y dos años han transcurrido desde que los convoyes nazis recorrieron las montañas Harz en dirección a los túneles específicamente excavados para ocultar obras de arte y otros objetos de valor del Reich. En un principio las cavernas se emplearon como emplazamientos de fabricación de armas y depósito de municiones, pero en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en perfectos repositorios para los tesoros nacionales saqueados.
Hace dos años, Wayland McKoy organizó una expedición hacia las cavernas Heimkehl, cerca de Uftrugen, Alemania, en busca de dos vagones de ferrocarril supuestamente enterrados bajo toneladas de yeso. McKoy encontró estos vagones, junto con varias obras maestras de la pintura por las que los gobiernos francés y holandés pagaron una cuantiosa suma al descubridor.
Esta vez McKoy, un constructor de Carolina del Norte, promotor inmobiliario y aficionado a la búsqueda de tesoros, espera lograr un botín aún mayor. En el pasado ha formado parte de cuatro expediciones, y alberga la esperanza de que esta última, que dará comienzo la semana que viene, alcance el mayor éxito de todas.
«Piense en ello. Estamos en 1945. Por un lado, llegan los rusos y por el otro, los americanos. Eres el conservador de un museo berlinés lleno de obras de arte robadas en todos los países invadidos. Te quedan muy pocas horas. ¿Qué metes en el tren que sale de la ciudad? Obviamente, las cosas más valiosas.»
McKoy cuenta que un tren así abandonó Berlín en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Se dirigió hacia el sur, hacia el centro de Alemania, hacia las montañas Harz. No existe registro alguno de su destino, pero McKoy tiene la esperanza de que su cargamento se encuentre en unas cavernas que no fueron descubiertas hasta el pasado otoño. Las entrevistas celebradas con familiares de los soldados alemanes que ayudaron a cargar el tren han convencido al explorador de su existencia. A principios de año, McKoy un radar capaz de penetrar el terreno para registrar las nuevas cavernas.
«Ahí hay algo», asegura McKoy. «Y sin duda es lo bastante grande como para ser vagones de tren o cajones de almacenamiento.»
McKoy ya se ha procurado un permiso de excavación, expedido por las autoridades alemanas. Se encuentra especialmente emocionado ante la perspectiva de registrar este nuevo emplazamiento, ya que, hasta donde alcanzan sus datos, nadie ha excavado nunca en esta área. La región, que formaba parte de la antigua Alemania Oriental, ha estado vedada durante muchas décadas. Las actuales leyes alemanas señalan que McKoy solo puede conservar una pequeña parte de todo aquello que no sea reclamado por su legítimo propietario, pero esto no lo detiene. «Es emocionante. Qué demonios, quién sabe: ¡la Habitación de Ámbar bien podría estar escondida bajo toda esa roca.»!
Las excavaciones serán lentas y difíciles. Excavadoras y bulldozer podrían dañar los tesoros, de modo que McKoy se verá obligado a taladrar orificios en la roca y después romperla por procedimientos químicos.
«Se trata de un proceso penoso y peligroso, pero compensa el esfuerzo», asegura. «Los nazis obligaron a los prisioneros a cavar cientos de cavernas, donde almacenaron munición para ponerla a salvo de los bombardeos. Aun así, incluso las cuevas empleadas como repositorios de obras de arte fueron atacadas varias veces. El truco está en dar con la cueva correcta y entrar de forma segura.»
El material de McKoy, siete empleados y un equipo de televisión ya lo esperan en Alemania. Él planea llegar al lugar a lo largo del fin de semana. El coste de la operación, que asciende a casi un millón de dólares, está siendo sufragado por inversores privados que esperan hacer dinero con la expedición.
«En ese suelo hay algo», asegura McKoy. «Estoy convencido. Alguien encontrará antes o después todos esos tesoros. ¿Por qué no yo?»
Borya levantó la mirada del periódico. Madre de Dios todopoderoso. ¿Era cierto aquello? De ser así, ¿qué podía hacerse al respecto? Él era un hombre viejo. Para ser realistas, no había mucho que pudiera intentar.
Se abrió entonces la puerta trasera y Paul entró en la salita. Dejó el periódico sobre la mesilla de café.
– ¿Sigues interesado en todo eso de las obras de arte? -preguntó Paul.
– Los hábitos de toda una vida.
– Excavar en esas montañas debe de resultar bastante emocionante. Los alemanes las usaban como cámaras acorazadas. Vete a saber qué quedará allí.
– Este McKoy menciona la Habitación de Ámbar. -Negó con la cabeza-. Otro hombre a la busca de paneles perdidos.
Paul sonrió.
– La atracción del tesoro. Les encanta a los de los especiales de televisión.
– Yo vi una vez los paneles de ámbar -dijo Borya, rindiéndose a su necesidad de hablar-. Tomé un tren de Minsk a Leningrado. Comunistas habían convertido el Palacio de Catalina en un museo. Vi la habitación en toda su gloria. -Gesticuló con las manos-. Cien metros cuadrados. Paredes de ámbar. Como gigante rompecabezas. Toda la madera hermosamente tallada y dorada. Asombroso.
– He leído al respeto. Eran muchos los que la consideraban la octava maravilla del mundo.
– Era como entrar en cuento de hadas. El ámbar era duro y resplandeciente como la piedra, pero no frío como el mármol. Más como madera. Limón, el tono del güisqui, cereza… Colores cálidos. Como estar en el sol. Increíble lo que los viejos maestros podían hacer. Figuras talladas, flores, conchas. Intrincadísimos pergaminos. Toneladas de ámbar, todo trabajado a mano. Nunca antes nadie había hecho algo así.
– ¿Cuándo robaron los nazis los paneles? ¿En 1941?
Borya asintió.
– Criminales, hijos de mala madre… Saquearon la habitación. Desde 1945 no se la ha vuelto a ver. -Se estaba enfadando al pensar en ello y se daba cuenta de que ya había hablado demasiado, de modo que cambió de tema-. ¿Has dicho que mi Rachel metió en calabozo a un abogado?
Paul se recostó en la silla y cruzó los tobillos sobre una otomana.
– La Reina de Hielo ataca de nuevo. Así es como la llaman en los juzgados. -Lanzó un suspiro-. Todos se creen que, como estamos divorciados, no me molesta.
– ¿Y te molesta?
– Me temo que sí.
– ¿Quieres a mi Rachel?
– Y a mis chicos. El apartamento está demasiado silencioso. Echo de menos a los tres, Karl. O debería decir Karol. Me va a costar un poco acostumbrarme.
– A los dos.
– Siento no haber podido estar hoy. Pospusieron mi audiencia. Era con el abogado al que Rachel encarceló.
– Te agradezco la ayuda con petición.
– Ha sido un placer.
– ¿Sabes? -dijo Borya guiñando un ojo-. Desde divorcio no se ha visto con ningún hombre. Quizá por eso esté tan gruñona… -Paul se enderezó de forma evidente. Creía haber entendido bien lo que su ex suegro pretendía-. Dice estar demasiado ocupada. Pero no sé.
Sin embargo, Paul no mordió el anzuelo y se limitó a sentarse en silencio. Borya devolvió la atención al mapa. Después de unos momentos dijo:
– Los Braves juegan en TBS.
Paul se inclinó para coger el mando a distancia y encendió el televisor.
Borya no volvió a mencionar a Rachel, pero a lo largo del partido no dejó de mirar el mapa. Un contorno verde claro delineaba las montañas Harz, que se alzaban de norte a sur antes de doblar hacia el este, desaparecida ya la antigua frontera entre las dos Alemanias- Las localidades aparecían marcadas en negro. Göttingen. Münden. Osterdode. Warthberg. Stod. Las cuevas y túneles no aparecían marcados, pero él sabía que estarían allí. Por centenares.
¿Pero dónde se encontraría la cueva correcta?
A esas alturas era difícil de decir.
¿Seguía Wayland McKoy la pista adecuada?
22:25
Paul cogió a Marla en brazos y la llevó cuidadosamente dentro de la casa. Brent caminaba detrás, entre bostezos. Siempre lo asaltaba una sensación extraña al entrar. Él y Rachel habían comprado aquella casa de ladrillo de estilo colonial de dos plantas justo después de casarse, hacía diez años. Cuando llegó el divorcio, siete años después, él se marchó voluntariamente. La titularidad de la vivienda seguía a nombre de los dos y, lo que resultaba interesante, Rachel insistía en que él tuviera una llave. Pero Paul la usaba muy poco y siempre con el conocimiento previo de ella, pues el párrafo vii del acuerdo definitivo decretaba que de ella eran el uso y disfrute exclusivos, y él respetaba la privacidad de su ex mujer, por mucho que en ocasiones le doliera.
Subió las escaleras hasta la primera planta y depositó a Marla en la cama. Los dos niños se habían bañado en casa de su abuelo. La desvistió y le puso uno de sus pijamas de La Bella y la Bestia. Había llevado dos veces a los chicos a ver aquella película de Disney. Le dio un beso de buenas noches y le acarició el pelo hasta que se quedó profundamente dormida. Después de meter a Brent en la cama, se dirigió abajo.
El salón y la cocina estaban hechos un desastre. No era nada inusual. Una mujer acudía dos veces a la semana, ya que Rachel no era conocida por su tendencia al orden. Aquella era una de sus diferencias. El era una persona perfectamente ordenada. No se trataba de una compulsión, sino de simple disciplina. Le molestaba la desorganización, no podía evitarlo. A Rachel no parecía importarle ver ropa por el suelo, juguetes tirados por todas partes y el fregadero lleno de platos sucios.
Rachel Bates había sido un enigma desde el principio. Inteligente, extravertida, asertiva pero cautivadora. Que ella se sintiera atraída por él resultaba toda una sorpresa, ya que las mujeres nunca habían sido su punto fuerte. Había tenido un par de amigas duraderas en la universidad y una relación que podía considerarse seria en la escuela de Derecho, pero Rachel lo había hechizado. Por qué, nunca llegó a entenderlo de verdad. Su lengua afilada y sus modales bruscos podían herir, aunque no decía en serio el noventa por ciento de las barbaridades que soltaba. Al menos eso era lo que Paul se repetía una y otra vez para excusar la insensibilidad de su mujer. Él era acomodadizo. Demasiado acomodadizo. Le resultaba mucho menos problemático limitarse a ignorarla que aceptar sus desafíos. Pero en ocasiones tenía la sensación de que lo que ella quería era que la retara.
¿Acaso la defraudó al dar un paso atrás, al dejarle salirse con la suya?
Era difícil asegurarlo.
Se dirigió hacia la entrada de la casa e intentó aclararse la cabeza, pero cada habitación lo asaltaba con recuerdos. La consola de caoba con el fósil encima la habían encontrado en Chattanooga, un fin de semana que habían pasado buscando antigüedades. El sofá color crema en el que se habían sentado tantas noches a ver la televisión. El aparador de cristal con las cabañas liliputienses, que ambos habían coleccionado con pasión y que muchas Navidades se habían convertido en sus recíprocos regalos. Incluso el olor evocaba ternura, aquella fragancia que parecían poseer las casas… El aroma de la vida, de su vida, un olor tamizado por la criba del tiempo.
Pasó al recibidor y reparó en que allí seguía su fotografía con los niños. Se preguntó cuántas divorciadas conservaban a la vista de todo el mundo una fotografía de veinticinco por treinta de su ex. Y cuántas insistían en que este conservara una llave de la casa. Incluso disponían todavía de alguna inversión conjunta, que él administraba por ambos.
El silencio quedó roto por el sonido de una llave en la cerradura de la puerta principal.
Un segundo después, la puerta se abrió y Rachel entró en la casa.
– ¿Algún problema con los niños? -preguntó.
– Ninguno.
Paul se fijó en la chaqueta negra ceñida en la cintura y en la falda ajustada por encima de la rodilla. Unas piernas largas y esbeltas conducían hasta los zapatos de tacón bajo. El cabello castaño rojizo caía escalonado hasta los hombros, que apenas llegaba a rozar. De cada uno de los lóbulos pendía un ojo de tigre verde bordeado en plata, a juego con sus ojos. Parecía cansada.
– Siento no haber llegado al cambio de nombre -dijo-, pero tu numerito con Marcus Nettles retrasó las cosas en el tribunal de legalización.
– Es un hijo de puta sexista.
– Eres jueza, Rachel, no la salvadora del mundo. ¿No puedes ser un poquito más diplomática?
Ella arrojó el bolso y las llaves sobre una mesilla. Su mirada era dura como el mármol. Paul ya conocía esa expresión.
– ¿Y qué pretendes que haga? Ese gordo hijo de perra empieza a soltar billetes de cien sobre mi mesa mientras me dice que me folien. Se merecía pasar unas cuantas horas entre rejas.
– ¿Es necesario que te pruebes constantemente?
– No eres mi guardián, Paul.
– Pues alguien tendrá que serlo. Tienes una elección a la vuelta de la esquina. Y dos oponentes muy fuertes, y esta es tu primera legislatura. Nettles ya está hablando de soltarle una pasta a los dos. Lo que, todo sea dicho, puede permitirse. No te conviene esa clase de problemas.
– Que le den a Nettles.
En la anterior ocasión Paul se había encargado de la obtención de fondos, de la publicidad y de cortejar a la gente necesaria para lograr la aprobación, atraer a la prensa y asegurar votos. Se preguntó quién se haría cargo esa vez de la campaña. La organización no era el punto fuerte de Rachel. De momento no le había pedido ayuda, y tampoco lo esperaba.
– Puedes perder, ¿lo sabes?
– No necesito una lección de política.
– ¿Y qué necesitas, Rachel?
– Nada que a ti te interese. Estamos divorciados, ¿lo recuerdas?
Paul se acordó de las palabras de su ex suegro.
– ¿Y tú? Ya llevamos tres años separados. ¿Te has visto con alguien en todo este tiempo?
– Eso tampoco es de tu incumbencia.
– Puede que no, pero parece que yo soy el único a quien le importa.
Rachel se acercó a él.
– ¿Qué se supone que significa eso?
– La Reina de Hielo. Así es como te llaman en los juzgados.
– Hago mi trabajo. La última vez que el Daily Report publicó estadísticas, yo estaba la primera, por delante de todos los jueces del condado.
– ¿Eso es lo único que te importa, la velocidad con que sacas adelante los casos?
– Los jueces no pueden permitirse tener amigos. O te acusan de parcial o te odian por no serlo. Prefiero ser la Reina de Hielo.
Era tarde y Paul no tenía ganas de discutir. Pasó a su lado en su camino hacia la puerta de la calle.
– Un día podrías necesitar un amigo. De ser tú, yo no quemaría todos los puentes.
Abrió la puerta.
– Tú no eres yo -dijo ella.
– Gracias a Dios.
Y se marchó.
Nordeste de Italia
Miércoles, 7 de mayo, 1:34
Su uniforme oscuro, guantes de cuero negro y zapatillas como el carbón se fundían con la noche. Incluso el pelo muy corto y teñido de castaño, las cejas del mismo tono y la piel bronceada lo ayudaban, pues las dos semanas que acababa de pasar en el norte de África habían oscurecido su rostro nórdico.
A su alrededor se elevaban unos picos descarnados, un anfiteatro mellado apenas distinguible contra el cielo tenebroso. La luna llena flotaba al este. Un frío primaveral se aferraba al aire fresco, vivo, diferente. Las montañas devolvían el eco retumbante de un trueno lejano.
Hojas y pajas amortiguaban cada uno de sus pasos, y el sotomonte bajo los árboles enjutos era ralo. La luz de la luna se filtraba entre el follaje y resaltaba una senda iridiscente. Eligió sus pasos cuidadosamente y resistió las ganas de usar la pequeña linterna. Su mirada aguzada estaba constantemente alerta.
La localidad de Pont Saint Martin se encontraba diez kilómetros hacia el sur. El único camino hacia el norte era una serpenteante carretera de dos carriles que, tras cuarenta kilómetros, llegaba hasta la frontera austríaca, y más allá hasta Innsbruck. El bmw que había alquilado el día anterior en el aeropuerto de Venecia esperaba un kilómetro más atrás, entre los árboles. Después de terminar con sus asuntos planeaba conducir hacia el norte, hasta Innsbruck, donde al día siguiente, a las ocho y treinta y cinco de la mañana, un vuelo de Austrian Airlines lo llevaría a San Petersburgo. Allí lo esperaban nuevos negocios.
Lo rodeaba el silencio. No había campanas de iglesia tañendo, ni coches que recorrieran rugiendo la autostrada. Solo venerables robles, abetos y alerces que salpicaban las laderas montañosas. Los helechos, musgos y flores silvestres alfombraban las oscuras cavidades. No resultaba difícil entender por qué Da Vinci había incluido los Dolomitas como fondo de su Mona Lisa.
El bosque llegó a su fin. Ante él se extendía una pradera herbosa de lirios anaranjados. El château, al que se llegaba por un camino empedrado que terminaba en forma de herradura, se erigía al otro extremo. El edificio tenía dos plantas y sus muros de ladrillo rojo estaban decorados con grandes losas grises en forma de rombo. Recordaba las piedras de su visita anterior, hacía dos meses. Eran sin duda obra de albañiles que habían aprendido el oficio de sus padres y abuelos.
En ninguna de las aproximadamente cuarenta ventanas abuhardilladas vio luz alguna. La puerta principal, de roble, también estaba a oscuras. No había verjas, ni perros, ni guardias. Tampoco alarmas. Solo una apartada hacienda rural en los Alpes italianos, propiedad de un solitario industrial que llevaba semirretirado casi una década.
El visitante sabía que Pietro Caproni, el dueño del château, dormía en la segunda planta, en una serie de estancias que conformaban la suite principal. Caproni vivía solo, si se exceptuaba a los tres miembros del servicio que acudían diariamente allí desde Pont Saint Martin. Pero aquella noche tenía visita. El Mercedes de color crema estacionado en el exterior probablemente siguiera caliente a causa del viaje desde Venecia. Su invitada era una de tantas trabajadoras de alto nivel que en ocasiones acudían a pasar la noche o el fin de semana, y que a cambio de su trabajo recibían una buena suma de un hombre que podía permitirse el precio del placer. La subrepticia excursión de aquella noche se había hecho coincidir con la visita de la mujer, de la que esperaba que fuera distracción suficiente como para cubrir una entrada y una salida rápidas.
La grava crujía a cada paso que daba. Cruzó el camino de entrada y rodeó el château hasta alcanzar la esquina nordeste. Un jardín elegante conducía hacía una veranda de piedra. Hierro forjado italiano separaba las mesas y sillas de la hierba. Un juego de puertas francesas daba a la casa, pero ambos picaportes estaban cerrados con llave. El visitante giró el brazo derecho: un estilete se liberó de su funda y se deslizó por el antebrazo, hasta que la empuñadura de jade estuvo firmemente sujeta en su palma enguantada. La vaina de cuero era de su propia invención, y había sido diseñada especialmente para poder disponer rápidamente del arma.
Clavó la hoja en la jamba de madera. Con un giro de muñeca, la cerradura cedió. Volvió a asegurar el estilete dentro la manga.
Pasó al salón abovedado y cerró cuidadosamente la puerta de cristal. Le gustaba aquella decoración neoclásica. Dos bronces etruscos adornaban la pared opuesta a la entrada, bajo un cuadro, Paisaje de Pompeya, del que sabía que era un artículo de coleccionista. Un par de bibliothèques del siglo xviii abrazaban dos columnas corintias. Los anaqueles estaban atestados de antiguos volúmenes. De la última visita recordaba el estupendo ejemplar de la Storia d’Italia de Guicciardini y los treinta tomos del Teatro Francese. El valor de cualquiera de estas obras resultaba incalculable. Sorteó los muebles a oscuras, pasó entre columnas y se detuvo en el vestíbulo para escuchar los ruidos procedentes de la planta superior. No se oía nada. Anduvo de puntillas sobre el suelo de mármol de patrones circulares, con cuidado de no arrastrar las suelas de caucho para que no rechinaran. Pinturas napolitanas adornaban unos paneles de falso mármol. Unas vigas de castaño sostenían el techo a oscuras, dos plantas más arriba.
Entró en el salón.
El objeto de su búsqueda yacía inocente sobre una mesa de ébano. Una fosforera. Fabergé. De plata y oro, con un lacado traslúcido de color rojo fresa sobre un fondo de cintas entrelazadas. El borde de oro estaba decorado con puntas de hoja, y el cierre era de zafiro y cabujón. Se podía ver una leyenda en caracteres cirílicos: «N. R. 1901». Nicolás Romanov. Nicolás II. El último zar de Rusia.
Extrajo un saquito de fieltro de su bolsillo trasero y cogió la caja.
La sala quedó de repente inundada de luz, lanzas incandescentes que le quemaban los ojos, proyectadas desde el candelabro del techo. El intruso entrecerró los ojos y se volvió. Pietro Caproni se encontraba en la arcada que conducía al vestíbulo, con una pistola en la mano derecha.
– Buona sera, signor Knoll. Me preguntaba cuándo regresaría.
El aludido trató de recuperar la visión y respondió en italiano:
– No sabía que estuviera esperando mi visita.
Caproni entró en el salón. Era un hombre bajo y de pecho ancho, de unos cincuenta años, con el cabello innaturalmente moreno. Llevaba puesta una bata azul marino atada en la cintura. Las piernas y los pies estaban desnudos.
– Su caracterización de la anterior visita no resistió el menor escrutinio. Christian Knoll, historiador del arte y académico. En serio, fue bien sencillo verificarlo.
La visión del intruso empezó a adaptarse a la luz. Estiró la mano hacia la caja, pero cuando la pistola de Caproni se elevó un poco, levantó las manos en una parodia de rendición.
– Solo quería tocar la caja.
– Adelante. Lentamente.
El intruso levantó el tesoro.
– El Gobierno ruso lleva buscando esto desde la guerra. Pertenecía al mismísimo Nicolás. Fue robada en Peterhof, a las afueras de Leningrado, hacia 1944. Un soldado que quería llevarse un recuerdo de su paso por Rusia. Pero menudo recuerdo… Uno totalmente único. Hoy en día, en el mercado libre debe de valer unos cuarenta mil dólares americanos. Eso si alguien fuera lo bastante estúpido como para venderla. Creo que el término que usan los rusos para describir cosas como esta es «hermoso botín».
– Estoy convencido de que, tras su liberación de esta noche, hubiera encontrado rápidamente el camino hasta Rusia.
El intruso sonrió.
– Los rusos no son mejores que los ladrones. Solo quieren recuperarlos tesoros para venderlos. He oído que tienen problemas de liquidez. El problema del comunismo, al parecer.
– Siento curiosidad. ¿Qué lo ha traído aquí?
– Una fotografía de esta habitación en la que se veía la fosforera. Así que vine y me hice pasar por profesor de historia del arte.
– ¿Determinó la autenticidad por su breve visita de hace dos meses?
– Soy un experto en estas cosas. Particularmente Fabergé. -Depositó la caja en su sitio-. Debería haber aceptado mi oferta de compra.
– Demasiado baja, incluso para un «hermoso botín». Además, la pieza tiene un valor sentimental. Mi padre fue el soldado que se llevó el… recuerdo, como tan apropiadamente lo ha descrito.
– ¿Y usted lo exhibe con tal naturalidad?
– Después de cincuenta años, asumí que ya no interesaba a nadie.
– Debería tener cuidado con los visitantes y con las fotografías.
Caproni se encogió de hombros.
– Viene muy poca gente.
– ¿Solo las signorinas? ¿Como la que está ahora arriba?
– Y a ninguna de ellas le interesan estas cosas.
– ¿Solo los euros?
– Y el placer.
El intruso sonrió y acarició de nuevo la caja, con aparente despreocupación.
– Es usted un hombre con medios, signor Caproni. Esta villa es como un museo. El tapiz Aubusson que hay en esa pared es de un valor incalculable. Los dos capriccios romanos son, sin duda, piezas valiosas. Hof, creo. ¿Siglo xix?
– Muy bien, signor Knoll. Estoy impresionado.
– Seguro que puede desprenderse de esta fosforera.
– No me gustan los ladrones, signor Knoll. Y, como le dije durante su última visita, la pieza no está en venta. -Caproni hizo un gesto con el arma-. Ahora debe marcharse.
El intruso permaneció inmóvil.
– Menudo dilema. No hay duda de que usted no puede involucrar a la policía. Después de todo, posee una valiosa reliquia que el Gobierno ruso insistiría en recuperar, y que fue robada por su padre. ¿Qué otras cosas en esta casa encajan en tal categoría? Habría preguntas, interrogatorios, publicidad… Sus amigos de Roma le serían de poca ayuda, ya que para entonces todos lo habrían tildado de ladrón.
– Suerte tiene, signor Knoll, de que no pueda acudir a las autoridades.
El intruso se estiró con aparente despreocupación y retorció el brazo derecho. Fue un gesto que pasó desapercibido y que quedó en parte oculto por el muslo. Knoll vio cómo la mirada de Caproni permanecía fija en la caja que él sostenía en la mano izquierda. El estilete se liberó de su funda y descendió lentamente por la manga hasta terminar en la palma derecha.
– ¿No desea reconsiderarlo, signor Caproni?
– No. -Caproni se retiró hacia el vestíbulo y volvió a hacer un gesto con la pistola-. Por aquí, signor Knoll.
Este aferró con fuerza la empuñadura con los dedos y realizó un giro de muñeca. Con ese mero gesto, la hoja salió disparada por la estancia y atravesó el pecho desnudo del italiano, en la uve hirsuta formada por la bata. El hombre sufrió un espasmo, miró la empuñadura y se desplomó hacia delante, al tiempo que la pistola rebotaba con estrépito sobre el suelo.
El intruso metió rápidamente la fosforera en el saquito de fieltro y se colocó sobre el cuerpo. Extrajo el estilete y comprobó el pulso. Nada. Sorprendente. Había muerto rápido.
Aunque su puntería había sido perfecta.
Limpió la sangre en la bata, devolvió la hoja a su vaina y subió las escaleras hasta la primera planta. Más paneles de falso mármol cubrían el pasillo superior, interrumpidos de forma periódica por puertas forradas de madera, todas las cuales estaban cerradas. Avanzó con ligereza y se dirigió hacia la parte trasera de la casa. Al final del pasillo lo esperaba otra puerta cerrada.
Giró el picaporte y entró.
Un par de columnas de mármol definían una alcoba que albergaba una enorme cama con dosel. Sobre la mesilla de noche había encendida una lámpara de poca potencia, cuya luz quedaba absorbida por una sinfonía de paneles de nogal y cuero. No había duda de que aquel era el dormitorio de un hombre acaudalado.
La mujer sentada en el borde de la cama estaba desnuda. Su espectacular melena pelirroja servía como marco de unos pechos piramidales y unos exquisitos ojos con forma de almendra. Daba caladas a un delgado cigarrillo negro y dorado, y se limitó a lanzarle una mirada desconcertada.
– ¿Y tú quién eres? -preguntó en italiano, con voz baja.
– Un amigo del signor Caproni. -Entró en el dormitorio y cerró la puerta con naturalidad.
Ella se terminó el cigarrillo, se incorporó y se acercó con pasos intencionadamente largos. Sus piernas eran delgadas.
– Vistes de un modo extraño para ser un amigo suyo. A mí me pareces más un allanador.
– Y a ti no parece importarte.
Ella se encogió de hombros.
– Los hombres extraños son lo mío. Sus necesidades son las mismas que las de todos los demás. -Lo contempló lentamente, de arriba abajo-. Tu mirada tiene un brillo ruin. Alemán, ¿no?
El no respondió.
La mujer le masajeó las manos a través de los guantes de cuero.
– Poderoso. -Recorrió el pecho y los hombros-. Músculos. -Estaba ya muy cerca de él, y los pezones erectos le rozaban el torso-. ¿Dónde está el signore?
– Entretenido. Me sugirió que podría disfrutar de tu compañía.
Ella lo miró con ojos ansiosos.
– ¿Tienes las capacidades del signore?
– ¿Te refieres a las monetarias?
Ella sonrió.
– A ambas.
Estrechó a la prostituta entre sus brazos.
– Ya veremos.
San Petersburgo, Rusia
10:50
El taxi se detuvo con un frenazo y Knoll salió a un atestado Nevsky Prospekt tras pagar al conductor con dos billetes de veinte dólares. Se preguntó qué le había sucedido al rublo, que en esos momentos no valía mucho más que el dinero del Monopoly. Hacía años que el Gobierno ruso había proscrito abiertamente el uso de los dólares so pena de cárcel, pero al taxista no pareció importarle y demandó ansiosamente los billetes, que puso a buen recaudo en su bolsillo antes de alejar el taxi de la acera.
Su vuelo desde Innsbruck había aterrizado en el aeropuerto Pulkovo hacía una hora. La fosforera la había enviado por la noche a Alemania, junto con una nota acerca de su éxito en el norte de Italia. Pero antes de que también él regresara a Alemania, tenía un trabajo más pendiente.
El prospekt estaba lleno de gente y de coches. Estudió la cúpula verde de la catedral Kazan, al otro lado de la calle, y se dio la vuelta para observar la aguja dorada del distante Almirantazgo, parcialmente oculta por la bruma matutina. Imaginó el pasado del bulevar, cuando todo el tráfico era el tirado por caballos y las prostitutas arrestadas durante la noche barrían el adoquinado. ¿Qué pensaría ahora Pedro el Grande de su «viuda de Europa»? Grandes almacenes, cines, restaurantes, museos, tiendas, estudios de arte y cafeterías se alineaban en aquella concurrida ruta de cinco kilómetros. Neones resplandecientes y elaborados quioscos vendían de todo, desde libros hasta helados, y anunciaban el rápido avance del capitalismo. ¿Cómo lo había descrito Somersert Maugham?: «Triste, sórdido y ruinoso».
Pues ya no era así, pensó.
Y ese cambio era la razón de que pudiera siquiera viajar a San Petersburgo. Hacía muy poco que se había extendido a los extranjeros el privilegio de revisar los antiguos registros soviéticos. Ya había realizado dos viajes ese mismo año (uno hacía seis meses y otro hacía dos), ambos al mismo depósito de la ciudad, el edificio en el que ahora entraba por tercera vez.
Tenía cinco plantas y una fachada de piedra tosca y tallada, ennegrecida por el humo de los tubos de escape. El Commercial Bank de San Petersburgo operaba como filial en una zona de la planta baja, y el área restante del nivel estaba ocupada por Aeroflot, la compañía aérea de bandera de Rusia. Desde la primera planta hasta la tercera, así como en la quinta, se podían encontrar austeras oficinas gubernamentales: el Departamento de Visados y Registro de Ciudadanos Extranjeros, Control de Exportaciones y el Ministerio Regional de Agricultura. La cuarta planta estaba dedicada exclusivamente a la depositaría de registros. Era una de las muchas repartidas por todo el país, un lugar donde los restos de setenta y cinco años de comunismo podían ser almacenados y estudiados de forma segura.
Mediante el Comité Ruso de Documentación, Yeltsin había abierto a todo el mundo el acceso a los documentos, como un modo de que los estudiosos predicaran el mensaje anticomunista del ex presidente. En realidad se trató de una maniobra astuta. No había así necesidad de purgar las filas, superpoblar los gulags o reescribir la historia, como Jruschev y Brezhnev habían hecho. No hacía falta más que dar a los historiadores la oportunidad de desvelar la multitud de atrocidades, saqueos y espionajes, secretos ocultos durante décadas bajo toneladas de papel putrefacto y tinta en vías de desaparición. Sus eventuales escritos serían propaganda más que suficiente para servir adecuadamente a las necesidades del Estado.
Subió las escaleras de hierro negro hasta la cuarta planta. Eran estrechas, al estilo soviético, lo que indicaba a los entendidos como él que aquel edificio era posterior a la Revolución. Una llamada desde Italia el día anterior le había informado de que la depositaría estaría abierta hasta las cinco de la tarde. Había visitado aquella y otras cuatro en el sur de Rusia, pero esta resultaba única porque disponía de fotocopiadora.
En la cuarta planta, una puerta de madera que había conocido tiempos mejores se abrió a un espacio atestado en el que la pintura verde de las paredes se pelaba por falta de ventilación. No había techo en sí, sino tuberías y conductos de asbesto que se entrecruzaban bajo el frágil hormigón que formaba el forjado de la quinta planta. Sin duda era un lugar extraño para alojar documentos que se suponían valiosísimos.
Avanzó sobre el solado desastrado y se dirigió hacia una mesa solitaria. Lo esperaba el mismo encargado de cabello castaño y escaso y expresión equina. En su última visita había concluido que aquel individuo era un involucionado, un nuevo burócrata ruso que se lamentaba por su situación. Típico. Apenas había diferencias con su versión soviética.
– Dobriy den -dijo, sin dejar de añadir una sonrisa.
– Buen día -respondió el encargado.
– Necesito estudiar los archivos -indicó Knoll en ruso.
– ¿Cuáles? -Una irritante sonrisa acompañó aquella pregunta, la misma que recordaba de dos meses atrás.
– Estoy seguro de que me recuerda.
– Su cara me resultaba familiar. Los documentos de la Comisión, ¿correcto?
El intento de apaciguamiento del burócrata resultó infructuoso.
– Da. Los documentos de la Comisión.
– ¿Quiere que se los traiga?
– Nyet. Sé dónde están. Pero gracias por su amabilidad.
Knoll se disculpó y desapareció entre las estanterías metálicas cuajadas de cajas de cartón en descomposición. El aire estancado tenía un fuerte olor a polvo y humedad. Sabía que a su alrededor había muchos registros, bastantes de ellos llegados desde el cercano Hermitage, en su mayoría procedentes del incendio que hacía años se había cebado en la Academia de las Ciencias local. Recordaba bien el incidente: «el Chernóbil de la cultura», había denominado el suceso la prensa soviética. Pero él se preguntaba cuánto no habría de intencionado en aquel desastre. En la urss, las cosas siempre tenían una conveniente tendencia a desaparecer en el momento justo, y la Rusia reformada no resultaba demasiado diferente.
Revisó los estantes intentando recordar dónde había dejado el trabajo la última vez. Revisar completamente cualquier registro podía convertirse en un trabajo de años, pero recordaba dos cajas en particular. En su última visita se había quedado sin tiempo antes de llegar a ellas, ya que la depositaría había cerrado pronto debido al Día Internacional de la Mujer.
Encontró ambas cajas y las sacó desrizándolas de sus estantes, para después depositarlas sobre una de las mesas de madera. Cada una tenía un metro cuadrado aproximadamente, y eran pesadas: quizá pesaran veinticinco o treinta kilogramos. El encargado seguía sentado en la parte delantera de la depositaría. Knoll se dio cuenta de que aquel imbécil impertinente no tardaría en acercarse para tomar nota de sus nuevos intereses.
La etiqueta en cirílico que adornaba la parte superior de ambas cajas rezaba: «Comisión estatal extraordinaria sobre el registro e investigación de los crímenes de los ocupantes germano-fascistas y sus cómplices, y del daño causado por ellos a los ciudadanos, granjas colectivas, organizaciones públicas, empresas estatales e instituciones de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas».
Conocía bien aquella comisión. Había sido creada en 1942 para resolver problemas relacionados con la ocupación nazi, y al final había terminado por encargarse desde la investigación de los campos de concentración liberados por el Ejército Rojo hasta la tasación de los tesoros artísticos expoliados en los museos soviéticos. Hacia 1945, la comisión había evolucionado y se había convertido en el principal proveedor de prisioneros y supuestos traidores para los gulags. Fue uno de los inventos de Stalin, un modo de mantener el control que llegó a emplear a miles de personas y que encuadraba a investigadores de campo que buscaban en la Europa occidental, el norte de África y Suramérica obras de arte expoliadas por los alemanes.
Knoll se acomodó en una silla metálica y comenzó a pasar, una por una, las páginas de la primera caja. Se trataba de un trabajo lento debido al volumen y a las interminables diatribas en ruso y cirílico. En resumen, aquella primera caja resultó frustrante, ya que en su mayoría se trataba de sumarios de diversas investigaciones de la comisión. Dos largas horas pasaron sin que hallara nada de interés. Comenzó a trabajar con la segunda caja, que contenía más resúmenes. Hacia la mitad se topó con un taco de informes de campo realizados por los investigadores. Adquisidores como él, pero pagados por Stalin y a las órdenes exclusivas del Gobierno soviético.
Revisó cuidadosamente esos documentos, uno por uno.
En muchos casos se trataba de narraciones sin importancia acerca de búsquedas fallidas y viajes frustrantes. Aunque había también algunos éxitos, y estas recuperaciones quedaban resaltadas con el idioma triunfalista. El Place de la Concorde de Degas. Dos hermanas de Gauguin. El último cuadro de Van Gogh, La casa blanca de noche. Incluso reconoció el nombre de los investigadores. Sergei Telegin. Boris Zernov. Pyotr Sabsal. Maxim Voloshin. En otras depositarías había leído otros informes de campo redactados por ellos. La caja contenía aproximadamente un centenar de informes, todos probablemente olvidados, de poco uso en aquellos tiempos excepto para los pocos que todavía seguían buscando.
Transcurrió una hora más durante la que el encargado se acercó tres veces con la pretensión de ayudar.
Knoll lo había rechazado en todas las ocasiones, ansioso por que aquel hombrecillo irritante se ocupase de sus propios asuntos. Cerca de las cinco de la tarde halló una nota dirigida a Nikolai Shvernik, el despiadado acólito de Stalin que había encabezado la Comisión Extraordinaria. Pero aquel memorando no era como los demás. Carecía del sello oficial de la comisión y se trataba de un manuscrito personal, fechado el 26 de noviembre de 1946. La tinta negra sobre papel cebolla prácticamente había desaparecido:
Camarada Shvernik,
Espero que este mensaje lo encuentre a usted con plena salud. He visitado Donnersberg, pero no pude localizar ninguno de los manuscritos de Goethe que creíamos allí. Las indagaciones, por supuesto discretas, revelaron que anteriores investigadores soviéticos podrían haber retirado los artículos en el mes de noviembre de 1945. Sugiero una nueva comprobación de los inventarios de Zagorsk. Ayer me encontré con Ýxo. Informa de actividad por parte de Loring. Las sospechas de usted parecen correctas. Las minas Harz fueron visitadas repetidamente por varios equipos de operarios, pero no se empleó a ningún obrero local. Todos ellos fueron llevados y devueltos por Loring. La yantarnaya komnata podría haber sido encontrada y retirada. Es imposible decirlo en este momento. Ýxo sigue pistas adicionales en Bohemia, y le informará a usted directamente a lo largo de la semana.
Danya Chapaev
Unidas con un sujetapapeles a la hoja había dos páginas más recientes, ambas fotocopias. Se trataba de memorandos informativos de la kgb fechados en el mes de marzo de hacía siete años. Le resultaba extraño que estuviesen allí, metidos de forma inopinada entre originales de hacía más de cincuenta años. Leyó la primera nota, mecanografiada en cirílico:
Se confirma que Ýxo es Karol Borya, empleado en el pasado por la Comisión, 1946-1958. Emigrado a los Estados Unidos, 1958, con permiso gubernamental. Nombre cambiado a Karl Bates. Dirección actual: 959 Stokeswood Avenue. Atlanta, Georgia (condado de Fulton), EE.UU. Contacto realizado. Niega cualquier información acerca de la yantarnaya komnata posterior a 1958. No ha sido posible localizar a Danya Chapaev. Borya asegura desconocer su paradero. Solicitamos instrucciones adicionales respecto al modo de proceder.
Reconocía el nombre de Danya Chapaev. Hacía cinco años había buscado a aquel viejo ruso, pero había sido incapaz de dar con él. Era el único de los buscadores supervivientes a los que no había entrevistado. Ahora parecía haber otro más, Karol Borya, alias Karl Bates. Un apodo extraño. A los rusos parecían encantarles los nombres en clave. ¿Era una cuestión de seguridad, o simple querencia? Resultaba difícil de decir. Había visto referencias como Lobo, Oso Negro, Águila y Vista Aguzada, pero ¿Ýxo? «Oídos». Aquel nombre era único.
Dio la vuelta a la segunda hoja, otro memorando de la kgb mecanografiado en cirílico, y que en este caso contenía más información acerca de Karol Borya. Aquel hombre tendría ahora ochenta y tres años. De oficio orfebre, jubilado. Su mujer había muerto hacía un cuarto de siglo. Tenía una hija, casada, que vivía en Atlanta, Georgia, y un nieto. Sí, se trataba de información con siete años de antigüedad, pero seguía siendo mucho más que lo que él sabía de Karol Borya.
Volvió a revisar el documento de 1946, en particular la referencia a Loring. Era ya la segunda ocasión en que había visto aquel nombre entre los informes. No podía tratarse de Ernst Loring. Demasiado joven. Era más probable que hiciera referencia a su padre, Josef. Se iba haciendo con el tiempo más evidente que la familia Loring también llevaba mucho tras la pista. Quizá aquel viaje a San Petersburgo hubiera merecido la pena. Dos referencias directas a la yantarnaya komnata, raras en los documentos soviéticos, e información totalmente novedosa.
Un nuevo rastro.
«Oídos.»
– ¿Acabará pronto?
Levantó la mirada. El encargado lo estaba observando. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí de pie aquel hijo de mala madre.
– Ya son las cinco pasadas -dijo el hombre.
– No me había dado cuenta. Terminaré enseguida.
La mirada del encargado se posó en la página que tenía en la mano, con la esperanza de poder comprobar de qué se trataba. Knoll dejó con gesto despreocupado la hoja sobre la mesa y la tapó con la mano. El otro pareció captar el mensaje y regresó a su escritorio.
Knoll levantó las hojas.
Resultaba interesante que la kgb hubiera estado buscando a dos antiguos miembros de la Comisión Extraordinaria hacía muy pocos años. Pensaba que la búsqueda de la yantarnaya komnata había concluido a mediados de los años setenta. En cualquier caso, aquella era la afirmación oficial. En los años ochenta solo había encontrado algunas referencias aisladas al respecto. Nada reciente… hasta entonces. Los rusos no se rendían, eso tenía que concedérselo. Aunque, considerando el premio, no le costaba entenderlo. Él tampoco se rendía. Llevaba los últimos ocho años siguiendo rastros. Había entrevistado a ancianos de memoria frágil y boca cerrada. Boris Zernov, Pyotr Sabsal. Maxim Voloshin. Buscadores como él, todos a la caza del mismo premio. Pero ninguno de ellos sabía nada. Quizá Karol Borya fuera diferente. Quizá él supiera dónde se hallaba Danya Chapaev. Esperaba que ambos siguieran vivos. Desde luego, merecía la pena realizar un viaje a Estados Unidos para comprobarlo. Había estado una vez en Atlanta, durante las olimpiadas. Un lugar cálido y húmedo, aunque impresionante.
Buscó al encargado con la mirada. Aquel hombre retorcido se encontraba al otro lado de las estanterías, y parecía ocupado colocando carpetas en su sitio. Knoll dobló rápidamente las tres hojas y se las guardó en el bolsillo. No tenía intención de dejar nada al alcance de otra mente inquisitiva. Devolvió las dos cajas a la estantería y se dirigió hacia la salida. El encargado lo esperaba con la puerta abierta.
– Dobriy den -le dijo él al salir.
– Buenos días tenga usted.
La puerta se cerró con llave inmediatamente a su espalda. Knoll imaginó que aquel estúpido no tardaría en informar de la visita, y sin duda en pocos días recibiría una propina por su atención. Daba igual. Él se sentía satisfecho. Extático. Tenía una nueva pista. Quizá se tratara de algo definitivo. El comienzo de una nueva línea de investigación. Quizá incluso lograra una recuperación.
La recuperación.
Bajó las escaleras con las palabras del memorando aún resonando en sus oídos.
La yantarnaya komnata.
La Habitación de Ámbar.
Burg Herz, Alemania
19:54
Knoll miró por la ventana. Su dormitorio ocupaba la zona superior del torreón oeste del castillo. La ciudadela pertenecía a su empleador, Franz Fellner. Se trataba de una reproducción del siglo xix cuyo original los franceses habían incendiado y destruido hasta los cimientos durante su asalto a Alemania en 1689.
Burg Herz, «Castillo Corazón», resultaba un nombre adecuado, ya que la fortaleza se hallaba situada casi en el centro de la Alemania reunificada. Martin, el padre de Franz, había adquirido el edificio y el bosque circundante después de la Primera Guerra Mundial, cuando su anterior propietario se equivocó en sus previsiones y apoyó al kaiser. El cuarto de Knoll, el que había sido su hogar durante los últimos once años, había servido en el pasado como aposento del mayordomo jefe. Era espacioso y apartado, y contaba con baño propio. Las vistas se extendían kilómetros y kilómetros y abarcaban praderas herbosas, los altos boscosos del Rothaar y el fangoso Eder, que fluía hacia el este en dirección a Kassel. El mayordomo jefe había atendido a Martin Fellner todos los días de los últimos veinte años de vida de este, y de hecho no había sobrevivido más que una semana a su señor. Knoll había oído las habladurías que aseguraban que habían sido algo más que empleador y empleado, pero él nunca había dado demasiado pábulo a los rumores.
Estaba cansado. Los dos últimos meses habían resultado realmente agotadores. Un largo viaje a África y después una carrera a través de Italia, para terminar en Rusia. Había pasado mucha agua bajo el puente desde el apartamento de tres piezas en un bloque de protección oficial a treinta kilómetros al norte de Munich, su hogar hasta que cumplió diecinueve años. Su padre era un trabajador fabril y su madre, profesora de música. Los recuerdos de su madre siempre le evocaban ternura. Era griega y su padre la había conocido durante la guerra. Knoll siempre la había llamado por su nombre de pila, Amara, que significaba «imperecedera», una perfecta descripción. De ella había heredado el ceño marcado, la nariz recta y la insaciable curiosidad. La buena mujer también había forjado en él la pasión por aprender y lo había llamado Christian, pues era una devota creyente.
Su padre lo convirtió en un hombre, pero ese estúpido amargado también le había impartido la enseñanza de la furia. Jakob Knoll luchó en el ejército de Hitler como un nazi fervoroso. Apoyó al Reich hasta el final. Era un hombre muy difícil de querer, aunque igualmente difícil resultaba ignorarlo.
Se apartó de la ventana y echó un vistazo a la mesilla de noche que había junto a su cama.
Encima descansaba un ejemplar de Hitler’s Willing Executioners. El volumen le había llamado la atención dos meses atrás. Era uno de los muchísimos libros que se habían publicado recientemente acerca de la psique del pueblo alemán durante la guerra. ¿Cómo tantos habían consentido a tan pocos tamaña barbarie? ¿Habían sido cómplices de buen grado, como el escritor sugería? No resultaba fácil de decir respecto de nadie, pero con su padre no cabía duda. Odiaba con suma facilidad. Para él, el odio era como una droga. ¿Cómo era aquella cita de Hitler que repetía con frecuencia?«Yo marcho por el camino que la Providencia me dicta, con la confianza de un sonámbulo.»
Y eso era exactamente lo que Hitler había hecho, hasta el mismísimo final. Del mismo modo, Jakob Knoll tuvo una muerte amarga doce años después de que Amara sucumbiera a la diabetes.
Knoll contaba dieciocho años y se encontraba solo cuando su cociente intelectual, propio de un genio, le abrió las puertas de la Universidad de Munich. Siempre le habían interesado las humanidades, y durante su último año consiguió una beca de Historia del Arte en la Universidad de Cambridge. Recordó con agrado el verano en que se relacionó brevemente con simpatizantes neonazis. En aquellos tiempos no eran grupos tan visibles como lo serían después, proscritos como estaban por el Gobierno alemán. Pero su visión única del mundo no le había resultado interesante. Ni entonces ni ahora. Tampoco el odio. Ambos resultaban contraproducentes y poco provechosos.
Sobre todo, dada la atracción que sentía por las mujeres de color.
Solo cursó un año en Cambridge antes de dejarlo y conseguir un empleo como mediador en Nordstern Fine Art Insurance Limited. Recordó lo rápido que se había hecho un nombre al recuperar un cuadro de un maestro holandés que se creía perdido para siempre. Los ladrones llamaron y exigieron un rescate de veinte millones a cambio de no quemar el lienzo. Aún podía ver la mueca de espanto de sus superiores cuando dijo llanamente a los delincuentes que le prendieran fuego. Pero no lo hicieron. Él sabía que no se atreverían. Y un mes más tarde recuperó la pintura cuando los malhechores, desesperados, trataron de vendérsela a su legítimo propietario.
Con la misma facilidad llegaron posteriores éxitos.
Trescientos millones de dólares en viejos cuadros robados del fondo de un museo de Boston. La recuperación de un Jean-Baptiste Oudry de doce millones de dólares, robado en el norte de Inglaterra a un coleccionista privado. Dos magníficos Turners sustraídos de la Tate Gallery de Londres, y localizados en un cochambroso apartamento parisino.
Había conocido a Franz Fellner once años atrás, cuando Nordstern lo despachó para elaborar un inventario de la colección de Fellner. Como cualquier coleccionista cuidadoso, este había asegurado sus activos artísticos conocidos, aquellos que en ocasiones aparecían en revistas especializadas de arte europeas o americanas, siendo la publicidad un modo de labrarse un nombre para sí y de espolear a los tratantes del mercado negro para que le presentaran sus tesoros más valiosos. Fellner se lo arrebató a Nordstern con un salario generoso, una habitación en Burg Herz y la emoción de robar a los ladrones algunas de las más grandes creaciones de la humanidad. Poseía un talento especial para buscar, y disfrutaba inmensamente del reto que representaba encontrar cosas que los demás trataban de ocultar con el máximo de los celos. Las mujeres con las que se cruzaba resultaban igualmente atrayentes. Pero lo que lo excitaba en particular era matar. ¿Se trataba, quizá, del legado de su padre? No era fácil de decir. ¿Era un enfermo? ¿Un depravado? ¿Acaso le importaba? No. La vida era maravillosa.
Absolutamente maravillosa.
Se alejó de la ventana y entró en el cuarto de baño. El ventanuco circular sobre el inodoro estaba abierto, y un fresco aire nocturno limpiaba los azulejos de la humedad provocada por la ducha que se había dado hacía poco. Se estudió en el espejo. El tinte castaño que había utilizado durante las dos últimas semanas había desaparecido y su cabello volvía a ser rubio. Los disfraces no eran su punto fuerte, pero consideraba que, dadas las circunstancias, el cambio de aspecto había sido un movimiento inteligente. Se había afeitado mientras se duchaba y su rostro moreno estaba terso y despejado. Aún exhibía un aire de confianza, la imagen de un hombre directo, con gustos y convicciones firmes. Se echó un poco de colonia por el cuello y se secó la piel con una toalla, antes de ponerse la chaqueta para la cena.
Comenzó a sonar el teléfono que había sobre la mesilla de la habitación exterior. Cruzó el dormitorio y respondió antes del tercer timbrazo.
– Estoy esperando -dijo la voz femenina.
– ¿La paciencia no es una de tus virtudes?
– Más bien no.
– Voy para allá.
Descendió la escalera de caracol. El angosto camino de piedra se retorcía en el sentido de las agujas del reloj, copiando un diseño medieval que obligaba a los espadachines invasores diestros a enfrentarse no solo a los defensores del castillo, sino también al obstáculo del torreón central. El complejo era inmenso. Ocho enormes torres con estructura de madera vista acomodaban más de cien habitaciones. Ventanas abuhardilladas con maineles daban vida al exterior y proporcionaban unas exquisitas vistas de los ricos valles boscosos. Las torres estaban agrupadas en un octógono que rodeaba un amplio patio interior. Cuatro salas los conectaban, y los edificios estaban coronados por empinadas cubiertas de pizarra que servían como indicador de la crudeza del invierno alemán.
Llegó al desembarco de la escalera y siguió una serie de pasillos forrados de pizarra, en dirección a la capilla. Sobre él se alzaban las bóvedas de medio punto, y el camino quedaba amenizado por segures, lanzas, picas, yelmos con visera y cotas de malla, todo ello piezas de coleccionista. El personalmente había comprado a una mujer de Luxemburgo la armadura más grande, un caballero completo que medía casi dos metros cuarenta. Tapices flamencos originales adornaban los muros. La iluminación era suave e indirecta, y las habitaciones cálidas y secas.
Una puerta arqueada al final del corredor se abría a un claustro. La cruzó y llegó, acompañado por una corriente de aire, hasta un umbral flanqueado por columnas. Vigilaban sus pasos tres rostros de piedra tallados en la fachada del castillo. Eran restos de la estructura original del siglo xvii y se desconocía su identidad, aunque cierta leyenda proclamaba que se trataba del maestro constructor del castillo y de dos ayudantes, y que los tres hombres habían sido asesinados y emparedados en la piedra, de modo que nunca jamás pudieran volver a construir una estructura similar.
Se dirigió a la capilla de santo Tomás. Un nombre interesante, ya que no solo era el de un monje agustino que había fundado siete siglos atrás un monasterio cercano, sino también el del viejo mayordomo jefe de Martin Fellner.
Empujó hacia dentro la pesada puerta de roble.
La mujer se encontraba en el pasillo central, detrás de una rejilla dorada que separaba el recibidor de seis bancos de roble. Tras ella, unos apliques incandescentes iluminaban un altar rococó negro y dorado, al tiempo que la envolvían a ella en sombras. Las pequeñas ventanas circulares de vidrio grueso que había a izquierda y derecha estaban a oscuras. Los símbolos heráldicos de los caballeros del castillo representados en la vidriera se alzaban insulsos, a la espera de ser revividos por el sol matutino. Poco culto se celebraba allí. La capilla se había convertido en una exposición de relicarios de oro, la colección de Fellner, que pasaba por ser una de las más extensas del mundo y que rivalizaba con la mayoría de las catedrales europeas.
Sonrió a su anfitriona.
Monika Fellner tenía treinta y cuatro años y era la hija mayor de su empleador. La piel que cubría su cuerpo alto y esbelto tenía el tinte oscuro de su madre, una libanesa a la que su padre había amado apasionadamente cuarenta años atrás. Pero el viejo Martin no quedó muy impresionado por la esposa que su hijo había elegido y terminó por forzar el divorcio y devolver a la mujer al Líbano, dejando atrás a los dos hijos. Knoll pensaba a menudo que la actitud fría, calculada y casi intocable de Monika era el resultado del rechazo de su madre, pero no era algo de lo que ella hablara ni sobre lo que él preguntara nunca. La mujer se alzaba orgullosa, como siempre, y sus rizos oscuros y enmarañados caían con despreocupación. En sus labios se dibujaba un asomo de sonrisa. Vestía una chaqueta gris pardo de brocado y una falda ceñida de gasa cuya raja subía por los muslos delgados y bien formados. Era la única heredera de la fortuna Fellner, merced a la prematura muerte de su hermano mayor dos años atrás. Su nombre significaba «devota de Dios». Aunque era cualquier cosa menos eso.
– Cierra -dijo ella.
Knoll bajó la palanca.
Monika se dirigió hacia él. Sus tacones resonaron con fuerza sobre el antiguo suelo de mármol. Se encontraron en la puerta abierta en la celosía. Justo debajo de ella estaba la tumba de su abuelo, «Martin Fellner 1868-1941» tallado sobre el mármol gris y pulimentado. El último deseo del viejo había sido ser enterrado en el castillo que tanto amaba. Ninguna esposa lo había acompañado en la muerte. A su lado yacía el anciano mayordomo, en cuya tumba también se veía la correspondiente inscripción de piedra.
Monika reparó en que Knoll miraba hacía el suelo.
– Pobre abuelo… Tan fuerte en los negocios y tan débil de espíritu. En aquella época debía de ser toda una putada ser marica.
– Quizá sea genético.
– Lo dudo. Aunque debo decir que, en ocasiones, una mujer puede representar una diversión interesante.
– A tu padre no le gustaría oír eso.
– No creo que ahora mismo le importara demasiado. Es contigo con quien está enfadado. Tiene un ejemplar de un periódico de Roma. Hay un artículo en primera plana acerca de la muerte de Pietro Caproni.
– Pero también tiene la fosforera.
Ella sonrió.
– ¿Crees que el éxito lo compensa todo?
– He llegado a descubrir que se trata del mejor seguro contra la pérdida del empleo.
– En tu nota de ayer no decías nada de haber matado a Caproni.
– Me pareció un detalle poco importante.
– Solo tú considerarías como poco importante una puñalada en el pecho. Papá quiere hablar contigo. Está esperando.
– Ya me lo imaginaba.
– No pareces preocupado.
– ¿Debería estarlo?
Ella le dedicó una mirada severa.
– Eres un auténtico hijo de puta, Christian.
Este reparó en que Monika carecía del aura de sofisticación de su padre, pero que en dos aspectos eran muy similares: ambos eran fríos y decididos. Los periódicos la relacionaban con un hombre tras otro, y se preguntaban quién conseguiría hacerse al fin con ella y con la fortuna correspondiente, pero Knoll sabía que nadie podría jamás llegar a controlarla. Fellner había pasado los últimos años preparándola meticulosamente para el día en que tuviera que tomar el relevo de su imperio de comunicaciones y de su pasión por el coleccionismo. Un día que sin duda no tardaría en llegar. Había sido educada fuera de Alemania, en Inglaterra y los Estados Unidos, y en el proceso había conseguido una lengua todavía más afilada y una actitud todavía más avasalladora. Su riqueza y el hecho de ser el ojo derecho de su padre tampoco había ayudado a endulzar su personalidad.
Monika extendió el brazo y le palpó la manga derecha.
– ¿Esta noche no llevas el estilete?
– ¿Lo necesito?
Ella se acercó más.
– Puedo ser bastante peligrosa.
Lo rodeó con los brazos. Sus bocas se fundieron y la lengua de ella buscó con ansia. A Knoll le gustaba su sabor, y paladeaba la pasión que ella ofrecía libremente. Al apartarse, Monika le mordió con fuerza el labio inferior. Knoll saboreó su propia sangre.
– Sí, puedes serlo -dijo mientras se limpiaba la herida con un pañuelo.
Monika le desabrochó el pantalón.
– Creía haber oído que Herr Fellner estaba esperando.
– Hay tiempo de sobra -respondió ella mientras lo empujaba hacia el suelo, directamente encima de la tumba de su abuelo-. Y no llevo ropa interior.
Knoll siguió a Monika por la planta baja del castillo en dirección a la sala de colecciones. El espacio consumía la mayor parte de la torre noroeste y estaba dividido en una sala pública, donde Fellner mostraba sus notables piezas legales, y otra secreta, donde solo él, el propio Fellner y Monika se aventuraban.
Entraron en la sala pública y Monika cerró tras ellos las pesadas puertas de madera. Los expositores iluminados se disponían en hileras como los soldados en revista, y exhibían diversos objetos preciosos. Cuadros y tapices se alineaban en las paredes. El techo estaba adornado con frescos que representaban a Moisés al dar la ley al pueblo, la construcción de Babel y la traducción del septuagésimo.
La entrada al estudio privado de Fellner se encontraba en el muro norte. Pasaron y Monika cruzó el suelo de parqué hasta una hilera de estanterías de roble grabado y forrado con pan de oro, en un estilo barroco y recargado. Sabía que todos aquellos volúmenes eran piezas de coleccionista. Fellner adoraba los libros. Su Beda Venerabilis del siglo ix era la pieza más antigua en su poder, y probablemente la más valiosa. Knoll había tenido la suerte hacía unos años de encontrar aquel tesoro en el refectorio de una parroquia francesa. El párroco se había separado gustoso de él a cambio de una modesta contribución tanto para la iglesia como para sí mismo. Monika sacó del bolsillo de la chaqueta un mando a distancia negro y pulsó el botón. La estantería central giró lentamente sobre su eje y una luz blanca se derramó desde la estancia que poco a poco quedaba a la vista. Franz Fellner se encontraba en medio de un espacio ciego y alargado, una galería ingeniosamente oculta entre la unión de dos grandes salones. Unos techos altos y la forma oblonga del castillo proporcionaban un camuflaje arquitectónico adicional. Los gruesos muros de piedra estaban acústicamente aislados, y un mecanismo especial filtraba el aire.
Allí había más expositores dispuestos en hileras ordenadas, todos ellos iluminados por medio de luces halógenas cuidadosamente colocadas. Knoll se abrió camino entre los expositores mientras admiraba algunas de las adquisiciones. Una escultura de jade que él mismo había robado de una colección privada en México, lo que no resultaba un problema porque el supuesto propietario la había robado a su vez del Museo Municipal de Jalapa. Varias figurillas africanas, esquimales y japonesas obtenidas en un apartamento en Bélgica, botín de guerra que se creía destruido hacía ya tiempo. Se sentía especialmente orgulloso de la escultura de Gauguin de la izquierda, una pieza exquisita que había liberado de las garras de un ladrón en París.
Las paredes estaban adornadas con cuadros. Un autorretrato de Picasso. La Sagrada Familia de Correggio. El Retrato de una dama de Botticelli. El Retrato de Maximiliano I de Durero. Todos ellos originales que se creían perdidos para siempre.
El muro de piedra restante estaba cubierto por dos enormes tapices de Gobelin saqueados por Hermann Göring durante la guerra, recuperados de otro supuesto propietario hacía dos décadas y aún buscados intensamente por el Gobierno austríaco.
Fellner se encontraba de pie, tras un expositor de cristal que albergaba un mosaico del siglo xiii en el que se mostraba al papa Alejandro VI. Knoll sabía que se trataba de una de las piezas favoritas del viejo. Junto a él estaba el expositor con la fosforera de Fabergé. Una diminuta luz halógena iluminaba el esmaltado, de color rojo fresa. Era evidente que Fellner había pulimentado la pieza. Sabía que a su empleador le gustaba preparar personalmente cada uno de los tesoros, ya que así evitaba que ojos extraños vieran sus adquisiciones.
Se trataba de un hombre delgado de facciones aguileñas, con un rostro irregular del color del hormigón y sentimientos a juego. Llevaba unas gafas con montura de alambre que enmarcaban los ojos suspicaces. Knoll había pensado en muchas ocasiones que, sin duda, aquella cara había sido en el pasado la de un brillante idealista. Ahora mostraba la palidez de un hombre que se acercaba a los ochenta y que había creado un imperio a partir de revistas, periódicos, radios y televisiones, pero que había perdido interés en la obtención de dinero una vez superada la marca del multimillonario. Su naturaleza competitiva estaba canalizada en esos momentos hacia otros menesteres más privados. Actividades en las que los hombres con muchísimo dinero y un temple sin límites podían sobresalir.
Fellner tomó con un gesto brusco un ejemplar del International Daily News de lo alto del expositor y lo extendió hacia Knoll.
– ¿Quiere explicarme por qué era esto necesario? -La ronquera de la voz delataba un millón de cigarrillos.
Knoll sabía que el periódico era una de las posesiones corporativas de Fellner, y que un ordenador situado en el estudio exterior recibía diariamente artículos procedentes de todo el mundo. Sin duda, la muerte de un industrial italiano adinerado atraería la atención del viejo. El artículo se encontraba en la parte inferior de la primera página.
Pietro Caproni, de 58 años, fundador de Due Mori Industries, fue encontrado ayer en su hacienda en el norte de Italia con una puñalada mortal en el pecho. También se encontró el cadáver apuñalado de Carmela Terza, de 27 años, residente en Venecia, según la identificación realizada en el lugar de los hechos. La policía halló pruebas de una entrada forzada a través de una de las puertas de la planta baja, aunque aún no se ha podido determinar si se produjo algún robo en la mansión. Caproni había abandonado ya el timón de Due Mori, el conglomerado que llegó a convertir en uno de los principales productores de lana y cerámica de Italia. Permanecía activo como accionista mayoritario y asesor, y su muerte deja un gran vacío en la compañía.
Fellner interrumpió su lectura.
– Ya hemos tenido antes esta discusión. Se le ha advertido que se dedique a sus peculiaridades en su tiempo libre.
– Fue necesario, Herr Fellner.
– Matar nunca es necesario si se hace el trabajo correctamente.
Knoll echó una mirada a Monika, que observaba la escena con aparente satisfacción.
– El signor Caproni se entrometió en mi cometido. Me estaba esperando. Había sospechado ya desde mi primera visita. Visita que realicé, por si no lo recuerda, debido a la insistencia de usted.
Fellner pareció comprender inmediatamente el mensaje, y su expresión se suavizó. Knoll conocía muy bien a su jefe.
– El signore Caproni no estaba dispuesto a compartir la fosforera sin lucha. No tuve otra opción, ya que concluí que usted deseaba la pieza de todos modos. La única alternativa era marcharme sin ella y arriesgarnos a ser descubiertos.
– ¿El signore no le ofreció la oportunidad de marcharse? Después de todo, bien podría haber llamado a la policía.
Knoll pensó que una mentira sería mejor que la verdad.
– Lo que el signore quería en realidad era dispararme. Estaba armado.
– El periódico no menciona ese hecho -indicó Fellner.
– Buena prueba de la poca fiabilidad de la prensa -respondió Knoll con una sonrisa.
– ¿Y qué hay de la puta? -intervino Monika-. ¿También ella estaba armada?
Knoll se volvió hacia ella.
– No sabía que albergara tales simpatías hacia las mujeres trabajadoras. Ella conocía los riesgos, no tengo la menor duda, cuando convino en relacionarse con un hombre como Caproni.
Monika se acercó a él.
– ¿Te la follaste?
– Por supuesto.
La mirada de la mujer estalló en llamas, pero no dijo nada. Sus celos resultaban casi tan jocosos como sorprendentes. Fellner medió entre ambos, conciliador como era su costumbre.
– Christian, consiguió usted la fosforera. Se lo agradezco. Pero las muertes no hacen sino llamar la atención. Y eso es lo último que deseamos. ¿Y si consiguen rastrear su adn mediante el semen?
– No había más semen que el del signore. El mío acabó en el estómago de la mujer.
– ¿Y qué hay de las huellas?
– Llevaba guantes.
– Sé que es usted precavido y le estoy agradecido por ello. Pero soy un hombre mayor que no desea más que legar a mi hija cuanto he acumulado. No quiero que ninguno de nosotros termine entre rejas. ¿Ha quedado claro?
Fellner parecía exasperado. Ya habían tenido antes aquella discusión y Knoll detestaba sinceramente defraudarlo. Su empleador se había portado bien con él y había compartido de forma generosa la riqueza que meticulosamente habían acumulado. En muchos aspectos, era más su padre de lo que nunca había sido Jakob Knoll. Aunque Monika distaba mucho de ser su hermana.
Reparó en la mirada de ella. No había duda de que la conversación acerca del sexo y la muerte la excitaba. Era más que probable que lo visitara más tarde.
– ¿Qué descubrió en San Petersburgo? -preguntó por fin Fellner.
Knoll le informó acerca de las referencias a la yantarnaya komnata y entonces les mostró las hojas que había robado en los archivos.
– Resulta interesante que los rusos sigan inquiriendo acerca de la Habitación de Ámbar, incluso de forma tan reciente. Sin embargo, ese Karol Borya, Ýxo, es un dato nuevo.
– ¿«Oídos»? -Fellner hablaba ruso a la perfección-. Un extraño apelativo.
Knoll asintió.
– Creo que merece la pena realizar una visita a Atlanta. Quizá Ýxo siga vivo. Podría saber dónde está Chapaev. Es el único a quien no encontré hace cinco años.
– Creo que la referencia a Loring también lo corrobora -admitió Fellner-. Ya se ha topado dos veces con su nombre. Parece ser que los soviéticos estaban muy interesados en lo que Loring estaba haciendo.
Knoll conocía la historia. La familia Loring controlaba el mercado del acero y las armas en la Europa oriental. Ernst Loring era el principal rival de Fellner en la adquisición de tesoros. Era checo, el hijo de Josef Loring, y exudaba un aire de superioridad que llevaba cultivando desde su juventud. Como Pietro Caproni, sin duda se trataba de un hombre acostumbrado a salirse con la suya.
– Josef era un hombre muy decidido. Ernst, por desgracia, no heredó el carácter de su padre. Me da que pensar. Siempre ha habido algo que me ha preocupado respecto a él, esa irritante cordialidad que cree que yo acepto de buen grado. -Fellner se volvió hacia su hija-. ¿Qué te parece, liebling? ¿Debería marcharse Christian a América?
La expresión de Monika se endureció. En aquellos momentos era cuando más se parecía a su padre. Inescrutable. Reservada. Furtiva. No había duda de que en los años venideros lograría que el anciano se sintiese orgulloso.
– Quiero la Habitación de Ámbar.
– Y yo la quiero para ti, liebling. Llevo cuarenta años buscándola, pero nada. Absolutamente nada. Nunca he entendido cómo tantas toneladas de ámbar pudieron simplemente… desaparecer. -Fellner se volvió hacia Knoll-. Vaya a Atlanta, Christian. Encuentre a Karl Borya, a ese Ýxo. Compruebe qué es lo que sabe.
– Sabe usted que si Borya está muerto nos hemos quedado sin pistas. He consultado las depositarías en Rusia. Solo la de San Petersburgo contiene alguna información relevante.
Fellner asintió.
– Sin duda, el encargado de San Petersburgo está a sueldo de alguien. Volvió a prestar atención. Por eso me llevé las hojas.
– Lo que resultó inteligente. Estoy seguro de que Loring y yo no somos los únicos interesados en la yantarnaya komnata. Qué descubrimiento sería ese, Christian. Casi darían ganas de contárselo a todo el mundo.
– Casi. Pero el Gobierno ruso exigiría su devolución y de ser encontrada aquí, sin duda los alemanes la confiscarían. Se trataría de una excelente arma en la negociación sobre la devolución de los tesoros que los soviéticos se llevaron.
– Por eso debemos encontrarla nosotros -replicó Fellner.
Knoll lo miró fijamente.
– Por no mencionar la bonificación prometida…
El anciano rió entre dientes.
– Bien cierto, Christian. No lo he olvidado.
– ¿Una bonificación, papá?
– Diez millones de euros. Es una promesa de hace muchos años.
– Y yo la honraré -dejó claro Monika.
Vaya que si la honrarás, pensó Knoll.
Fellner se alejó del expositor.
– Ernst Loring estará con toda probabilidad buscando la Habitación de Ámbar. Bien podría ser el benefactor de ese tecnócrata de San Petersburgo. De ser así, ya sabe de la existencia de Borya. No debe retrasarse, Christian. Es necesario que vaya un paso por delante.
– Eso pretendo.
– ¿Puede manejar a Suzanne? -inquirió el viejo con una sonrisa maliciosa-. Se pondrá agresiva.
Knoll notó cómo Monika se encrespaba claramente ante aquella mención. Suzanne Danzer trabajaba para Ernst Loring. Poseía una vasta educación y una determinación que la llevaba a matar de ser necesario. Hacía solo dos meses había competido con Knoll en una carrera por el suroeste de Francia en busca de un par de coronas nupciales rusas del siglo xix. Más «hermoso botín» oculto durante décadas por los furtivos. Danzer había ganado la carrera. Había dado con las coronas enjoyadas en poder de una anciana de los Pirineos, cerca de la frontera española. Su marido las había liberado de un colaborador nazi después de la guerra. Danzer había sido implacable en la obtención del premio, un rasgo que Knoll admiraba profundamente.
– No esperaría menos de ella -dijo.
Fellner le ofreció la mano.
– Buena caza, Christian.
Este aceptó el gesto y se volvió para marcharse por donde había llegado. Un rectángulo vacío apareció en la piedra cuando la estantería que había al otro lado se abrió de nuevo.
– Y mantenme informada -le advirtió Monika.
Woodstock, Inglaterra
22:45
Suzanne Danzer se incorporó sobre la almohada. El joven veinteañero dormía como un tronco a su lado. Dedicó un momento a estudiar su esbelta desnudez. El joven proyectaba la seguridad de un caballo de exposición. Qué placer había sido tirárselo.
Se levantó de la cama y avanzó por el crepitante suelo de tarima. El dormitorio estaba a oscuras y se encontraba en la tercera planta de una mansión del siglo xvi, una hacienda propiedad de Audrey Whiddon. La anciana había servido durante tres legislaturas en la Cámara de los Comunes y había terminado por obtener el título de lady. Entonces aprovechó para comprar la mansión en la subasta que siguió al impago, por parte del anterior propietario, de la pequeña hipoteca. La vieja Whiddon visitaba el lugar en ocasiones, pero su principal residente era ahora Jeremy, su único nieto.
Qué sencillo había sido engancharse a Jeremy. Era un joven alocado e impetuoso, más interesado en la cerveza y el sexo que en las finanzas y el beneficio. Había pasado dos años en Oxford y ya había sido expulsado dos veces por sus deficiencias académicas. La anciana lo amaba con pasión y empleaba cuantas influencias aún conservaba para lograr su readmisión, con la esperanza de que no hubiese nuevas decepciones. Pero Jeremy parecía incapaz de aclimatarse.
Suzanne llevaba casi dos años buscando la última cajita de rapé. La colección original constaba de cuatro piezas. Había una de oro con un mosaico en la tapa. Otra era ovalada y estaba bordeada por bayas de color rojo y verde traslúcido. La tercera había sido tallada en piedra y tenía monturas de plata. Por último, había una caja turca lacada y adornada con una escena del Cuerno Dorado. Todas ellas habían sido creadas en el siglo xix por el mismo maestro artesano (su marca distintiva aparecía siempre en la parte inferior) y durante la Segunda Guerra Mundial habían sido sustraídas de una colección privada en Bélgica.
Se las creía perdidas, fundidas para obtener su oro y arrancarles las joyas, pues tal era el destino de muchos objetos preciosos. Pero una de ellas había aparecido cinco años atrás en una casa de subastas londinense. Suzanne estaba presente y la había comprado. Su empleador, Ernst Loring, se sentía fascinado por la intrincada artesanía de las cajitas de rapé antiguas y poseía una amplia colección. Algunas piezas eran legítimas, adquiridas en el mercado abierto, pero en su mayoría habían sido obtenidas con subterfugios de gente como Audrey Whiddon. La caja comprada en la subasta había generado una batalla judicial con los herederos del propietario original. Los representantes legales de Loring habían ganado al final, pero la lucha había sido costosa y pública, y Loring no tenía la menor gana de repetir la experiencia. De modo que la obtención de las tres restantes fue delegada en su subrepticia representante.
Suzanne había encontrado la segunda en Holanda y la tercera en Finlandia. La cuarta había aparecido inesperadamente cuando Jeremy intentó venderla a otra casa de subastas sin el conocimiento de su abuela. El avispado anticuario había reconocido la pieza y, sabiendo que no podría venderla, obtuvo su beneficio cuando Suzanne le pagó diez mil libras a cambio de su paradero. Poseía contactos similares repartidos por casas de subastas de todo el mundo, gente que mantenía los ojos abiertos ante la aparición de tesoros robados; cosas que no podrían manejar legalmente, pero que podían venderse sin dificultad.
Terminó de arreglarse y peinarse.
Engañar a Jeremy había sido pan comido. Como siempre, sus rasgos de modelo, sus enormes ojos azules y su cuerpo esbelto le habían servido bien. Estas características enmascaraban una calma controlada y le hacían parecer algo que no era, algo que no había por qué temer, algo fácil de dominar y contener. Los hombres se sentían cómodos junto a ella, que había aprendido que la belleza podía ser un arma mucho más efectiva que las balas y los cuchillos.
Salió de puntillas del dormitorio y bajó la escalera de madera, cuidándose de reducir en lo posible los crujidos. Unos delicados estarcidos isabelinos decoraban las altísimas paredes. En el pasado se había imaginado que viviría en un sitio similar, con un marido e hijos. Pero eso había sido antes de que su padre le enseñara el valor de la independencia y el precio de la dedicación. También él había trabajado para Ernst Loring y había soñado con el día en que compraría su propia mansión. Pero nunca llegó a hacer realidad sus ambiciones, pues había muerto hacía once años en un accidente de avión. Ella tenía entonces veinticinco años y acababa de salir de la universidad, pero Loring no lo dudó un instante y de inmediato permitió que Suzanne sucediera a su padre. Aprendió los trucos del oficio y descubrió pronto que ella, como su padre, poseían una habilidad instintiva para la búsqueda. Y que disfrutaba enormemente con la cacería.
Bajó la escalera, atravesó el comedor y entró en la sala de música, forrada en roble. Las ventanas que enmarcaban los jardines estaban a oscuras y los albos techos jacobitas guardaban silencio. Se acercó a la mesa y cogió la cajita de rapé.
La número cuatro.
Estaba elaborada con oro de dieciocho quilates y la tapa con bisagras había sido lacada en plein y mostraba la fecundación de Dánae por parte de Júpiter mediante una lluvia de oro. Acercó la cajita y contempló la imagen de la fofa Dánae. ¿Cómo habían podido considerar alguna vez los hombres atractiva tal obesidad? Pero al parecer así había sido, ya que consideraban necesario fantasear con que sus dioses deseaban a tales bolas de grasa. Dio la vuelta a la cajita y trazó las iniciales con la uña.
«B. N.».
El artesano.
Sacó un paño del bolsillo de sus vaqueros. La cajita, que medía menos de diez centímetros de lado, desapareció entre sus pliegues escarlata. Se metió el paquete en el bolsillo y atravesó la planta baja camino a la biblioteca.
Criarse en la hacienda Loring había tenido ventajas evidentes. Una buena casa, los mejores tutores, acceso al arte y a la cultura. Loring se aseguraba de que la familia Danzer estuviera bien atendida. Pero el aislamiento en el castillo Loukov la había privado de sus amigos de la infancia. Su madre murió cuando ella contaba tres años y su padre viajaba constantemente. Fue con Loring con quien pasaba el tiempo y los libros se convirtieron en sus compañeros de confianza. Una vez había leído que los chinos otorgaban a los libros el poder de proteger contra los malos espíritus. Para ella, así había sido. Las historias se convirtieron en su vía de escape, en especial la literatura inglesa. Las tragedias de Marlowe sobre reyes y potentados, la poesía de Dryden, los ensayos de Locke, los cuentos de Chaucer, la Morte d’Arthur de Malory.
Antes, cuando Jeremy le había enseñado la planta baja, había reparado en un libro concreto de la biblioteca. De forma inocente había sacado el volumen encuadernado en cuero de la estantería y había encontrado en el interior el inesperado y llamativo ex libris con la esvástica, y la inscripción que rezaba: «Ex libris Adolf Hitler». Dos mil de los libros de Hitler, todos ellos pertenecientes a su biblioteca personal, habían sido evacuados apresuradamente desde Berchtesgaden y habían sido almacenados en una mina de sal cercana, apenas unos días antes del fin de la guerra. Los soldados americanos los encontraron y los volúmenes acabaron siendo catalogados en la Biblioteca del Congreso. Sin embargo, algunos fueron robados antes de que esto sucediera. A lo largo de los años ya habían aparecido algunos. Loring no poseía ninguno, pues no deseaba nada que le recordara el horror del nazismo. Sin embargo, sí conocía a algunos coleccionistas que lo querrían.
Sacó el libro de la estantería. Loring se sentiría complacido con aquel regalo inesperado.
Se volvió para marcharse.
Jeremy se encontraba en el umbral a oscuras, desnudo.
– ¿Es el mismo que estabas mirando antes? -preguntó-. Mi abuela tiene tantos libros que no echará uno de menos.
Ella se acercó y decidió rápidamente emplear su mejor arma.
– Esta noche me lo he pasado muy bien.
– Yo también. No has respondido mi pregunta.
Ella hizo un gesto con el libro.
– Sí. Es el mismo.
– ¿Lo necesitas?
– Así es.
– ¿Volverás?
Una pregunta extraña si se consideraba la situación, pero Suzanne comprendió lo que él quería en realidad. Así que alargó la mano y lo agarró por donde sabía que él no podría resistir. Jeremy respondió de inmediato a sus caricias.
– Quizá -dijo ella.
– Te vi en la sala de música. No serás una de esas mujeres que acaban de salir de un matrimonio horrible, ¿no?
– ¿Qué más da, Jeremy? Te divertiste. -Siguió acariciándolo-. Y ahora también te estás divirtiendo, ¿no es así?
Él lanzó un suspiro.
– Además, todo lo que hay aquí es de tu abuela. ¿Qué más te da?
– No me importa.
Ella relajó la presión y el miembro se puso en posición de firmes. Suzanne lo besó suavemente en los labios.
– Estoy segura de que volveremos a vernos.
Pasó a su lado y se dirigió hacia la puerta principal.
– De no haber cedido, ¿me hubieras hecho daño con tal de conseguir el libro y la caja?
Suzanne se dio la vuelta. Resultaba interesante que alguien tan inmaduro respecto a las realidades de la vida fuera lo bastante perspicaz como para comprender la profundidad de los deseos que la movían.
– ¿Tú qué crees?
Jeremy pareció meditar seriamente la cuestión. Quizá fuera el esfuerzo mental más intenso que había realizado en mucho tiempo.
– Que me alegro de haber follado contigo.
Volary, República Checa
Viernes, 9 de mayo, 14:45
Suzanne dirigió bruscamente el Porsche hacia la derecha y los amortiguadores y la dirección del 911 Speedster trazaron la cerrada curva. Hacía un rato había retirado la capota de fibra de vidrio para que el aire de la tarde jugara con su pelo cortado en escalón. Había dejado el coche estacionado en el aeropuerto Ruzynè y los ciento veinte kilómetros entre Praga y el suroeste de la Bohemia se recorrían fácilmente en una hora. El coche era un regalo de Loring, una bonificación materializada dos años atrás tras una temporada especialmente productiva en adquisiciones. Gris metalizado, interior de cuero negro y alfombras de terciopelo. Solo se habían producido ciento cincuenta vehículos de aquel modelo. El suyo tenía una insignia dorada en el salpicadero: «Drahá». «Pequeña», el apodo que Loring le había dado en su niñez.
Suzanne había oído y leído las historias y artículos sobre Ernst Loring. La mayoría lo mostraba como un hombre temible, amenazador y despectivo, con la energía de un fanático y la moral de un déspota. No andaban muy lejos de la realidad. Pero también tenía otra cara. La que ella conocía, amaba y respetaba.
La hacienda de Loring ocupaba ciento veinte hectáreas del suroeste checo, a pocos kilómetros de la frontera con Alemania. La familia había florecido bajo el régimen comunista, pues sus fábricas y minas en Chomutov, Most y Teplice habían sido vitales para la supuesta autosuficiencia de Checoslovaquia. A ella siempre le había hecho gracia el que las minas de uranio de la familia, al norte de Jáchymov y a cargo de prisioneros políticos (el índice de muertes entre los trabajadores se acercaba al cien por cien) fueran consideradas oficialmente irrelevantes por el nuevo gobierno. Parecía del mismo modo poco interesante el que, después de años de lluvia acida, las Montañas Tristes se hubieran transformado en inquietantes cementerios de árboles putrefactos. Era una mera nota al pie el que Teplice, antaño próspera localidad turística cerca de la frontera polaca, fuera reconocida más por la escasa esperanza de vida de sus habitantes que por sus terapéuticas aguas tibias. Suzanne había reparado hacía tiempo en que no había fotografías de la región en los hermosos libros de imágenes que los comerciantes vendían, en las afueras del castillo Praga, a los millones de visitantes que recibían todos los años. El norte de la República Checa era un yermo. Un recordatorio. En el pasado una necesidad, ahora algo que era mejor olvidar. Pero se trataba de un lugar del que Ernst Loring se beneficiaba y la razón por la que vivía en el sur.
La Revolución de Terciopelo de 1989 había asegurado la caída de los comunistas. Tres años después se produjo el divorcio entre Eslovaquia y la República Checa, que se repartieron apresuradamente los restos del país. Loring se benefició de ambos acontecimientos y se alió rápidamente con Havel y con el nuevo gobierno de la República Checa, un nombre al que consideraba digno, pero falto de potencia. Suzanne conocía sus opiniones acerca de los cambios. Sabía que sus fábricas y fundiciones eran más demandadas que nunca. Aunque había crecido en el comunismo, Loring era un verdadero capitalista. Su padre, Josef, y su abuelo antes que él, habían sido capitalistas.
¿Cómo era aquello que decía constantemente?: «Todos los movimientos políticos necesitan acero y carbón». Loring suministraba ambos productos a cambio de protección, libertad y un beneficio más que razonable.
La mansión apareció de repente en el horizonte. El castillo Loukov. El hrad de un antiguo caballero, puntal de una tierra formidable que miraba a las rápidas aguas del Orlík. Había sido construido en el estilo borgoñés cisterciense y sus cimientos se habían tendido ya en el siglo xv, aunque no se había terminado hasta mediados del xvii. Una triple grada de piedra y capiteles de hoja cubrían los altísimos muros. Las almenas cubiertas de hiedra estaban salpicadas de miradores. La cubierta de teja anaranjada resplandecía bajo el sol del mediodía.
Un incendio había arrasado todo el complejo durante la Segunda Guerra Mundial. Los nazis lo habían confiscado como cuartel general en la zona y los Aliados terminaron por bombardearlo. Pero Josef Loring luchó por recuperar su propiedad y se alió con los rusos que liberaron la región en su camino hacia Berlín. Tras la guerra, el mayor de los Loring resucitó su imperio industrial y se expandió, y cuando murió lo legó todo a Ernst, el único hijo que le quedaba. Fue un movimiento con el que el Gobierno estuvo totalmente de acuerdo.
«Siempre hay demanda de hombres listos y trabajadores», le había dicho muchas veces Ernst a Suzanne.
Redujo a tercera. El motor del Porsche rugió y obligó a las ruedas a aferrarse al pavimento seco. El vehículo recorría la ondulante y angosta carretera de asfalto negro, flanqueada por un bosque cerrado. Se detuvo ante la puerta principal del castillo. El espacio que en el pasado había albergado los carruajes de caballos y rechazado a los agresores había sido ampliado y pavimentado para admitir coches.
Loring se encontraba en el patio, vestido de manera informal. Llevaba guantes de trabajo negros y aparentaba cuidar de sus plantas en flor. Era alto y anguloso, con un pecho sorprendentemente plano y una gran fortaleza para un hombre de casi ochenta años. A lo largo de la pasada década Suzanne había visto cómo su cabello rubio ceniza se apagaba hasta adoptar un gris deslustrado. Una barba del mismo color cubría el mentón y el cuello arrugado. La jardinería siempre había sido una de sus obsesiones. Los invernaderos más allá de los muros estaban atestados de plantas exóticas del mundo entero.
– Dobriy den, cariño -la saludó Loring en checo.
Ella estacionó y salió del Porsche tras coger su bolsa de viaje del asiento del pasajero.
Loring se limpió el polvo de los guantes con varias palmadas y se acercó a ella.
– Espero que hayas tenido buena caza.
Ella sacó del coche una pequeña caja de cartón. Ni las aduanas de Londres ni las de Praga habían puesto reparos tras explicarles que aquellas cosas las había comprado en la tienda de regalos de la Abadía de Westminster por menos de treinta libras. Incluso les mostró un recibo, ya que se había detenido en esa misma tienda de camino al aeropuerto para comprar una reproducción barata que había tirado a una papelera del mismo aeropuerto.
Loring se quitó los guantes y levantó la tapa. Estudió la caja para rapé bajo la luz de la tarde.
– Muy hermosa -susurró-. Perfecta.
Suzanne metió la mano en su bolsa y extrajo el libro.
– ¿Qué es eso? -preguntó él.
– Una sorpresa.
Loring devolvió el tesoro de oro a la caja de cartón y tomó con ansia el volumen. Abrió la cubierta y se maravilló ante el ex libris.
– Drahá, me has sorprendido. Qué maravilloso regalo.
– Lo reconocí al instante y pensé que te gustaría.
– Sin duda podemos venderlo o cambiarlo. A Herr Greimel le encantan estos libros y a mí me encantaría poseer un cuadro que él tiene.
– Sabía que te gustaría.
– Seguro que esto llama la atención de Christian, ¿eh? Ya verás qué revelación va a ser durante nuestro próximo encuentro.
– Y la de Franz Fellner.
Él negó con la cabeza.
– Ya no. Creo que se va a encargar Monika. Parece que está tomando el control de todo. Poco a poco, pero con paso firme.
– Puta arrogante…
– Cierto. Pero no es ninguna idiota. Hace poco hablé con ella largo y tendido. Es un poco impaciente y ansiosa. Parece haber heredado el espíritu de su padre, que no su cerebro. ¿Pero quién sabe? Es joven, quizá aprenda. Estoy convencido de que Franz le enseñará.
– ¿Y qué hay de mi benefactor? ¿Tiene algún plan similar respecto a su jubilación?
Loring sonrió.
– ¿Y qué iba a hacer yo?
Ella señaló las plantas.
– ¿La jardinería?
– No creo. Lo que hacemos es de lo más reconstituyente. El coleccionismo está lleno de emociones. Soy como un niño en Navidad.
Tomó sus dos tesoros y la acompañó al interior del taller de carpintería, que ocupaba la planta baja de un edificio anejo al patio.
– He recibido una llamada de San Petersburgo-dijo Loring-. Christian ha vuelto a visitar la depositaría. En la Comisión de registros. Es evidente que Fellner no se rinde.
– ¿Encontró algo?
– Es difícil decirlo. Ese oficinista imbécil ya debería haber revisado las cajas, pero dudo que sea así. Dice que le llevará años. Parece mucho más interesado en recibir su dinero que en trabajar. Pero sí pudo ver que Knoll había descubierto una referencia sobre Karol Borya.
Suzanne comprendió lo que aquello significaba.
– No entiendo esta obsesión de Fellner -dijo Loring-. Hay tantas cosas a la espera de que las encuentren… La Virgen y el niño de Bellini, desaparecido desde la guerra. Qué magnífico hallazgo sería. El Cordero Místico del altar de Van Eyck. Los doce viejos maestros robados en el museo Treves en el 68. Y esas obras impresionistas que desaparecieron en Florencia… De esas ni siquiera hay fotografías para su identificación. ¿A quién no le encantaría hacerse siquiera con una de ellas?
– Pero la Habitación de Ámbar está en lo alto de la lista de todo coleccionista -respondió ella.
– Cierto, pero ese precisamente parece ser el problema.
– ¿Crees que Christian intentará encontrar a Borya?
– Sin duda. Borya y Chapaev son los dos únicos buscadores que quedan con vida. Knoll no encontró a Chapaev hace cinco años. Probablemente tenga la esperanza de que Borya conozca su paradero. A Fellner le encantaría que la Habitación de Ámbar fuera el primer descubrimiento de Monika. No me cabe la menor duda de que enviará a Knoll a América, al menos para intentar dar con Borya.
– ¿Pero no es un callejón sin salida, un punto muerto?
– Exacto. Literalmente. Pero solo de ser necesario. Esperamos que Borya siga sabiendo cerrar la boca. Quizá ya haya muerto, al fin. Debe de andar cerca de los noventa. Ve a Georgia, pero mantente a un lado a no ser que te veas obligada a actuar.
La recorrió un escalofrío. Era maravilloso volver a enfrentarse a Knoll. Su último encuentro en Francia había sido muy tonificante y el sexo posterior memorable. Era un oponente de valía. Pero también peligroso. Eso hacía la aventura todavía más excitante.
– Cuidado con Christian, cariño. No te acerques demasiado. Es posible que tengas que hacer algunas cosas desagradables. Déjaselo a Monika. Están hechos el uno para el otro.
Suzanne dio un leve beso en la mejilla al anciano.
– No te preocupes. Tu Drahá no te defraudará.
Atlanta, Georgia
Sábado, 10 de mayo, 18:50
Karol Borya se acomodó en la otomana y volvió a leer el artículo que siempre consultaba cuando necesitaba recordar los detalles. Había aparecido en octubre de 1972, en Internacional Art Review. Lo había encontrado en uno de sus habituales viajes al centro, a la biblioteca de la Georgia State University. Fuera de Alemania y Rusia, los medios habían mostrado poco interés en la Habitación de Ámbar. Desde la guerra apenas si se habían impreso veinte reseñas en inglés, en su mayoría refritos de hechos históricos o una reflexión sobre la teoría más reciente del momento acerca de lo que podría haber sucedido. Le encantaba el modo en que comenzaba el artículo, una cita de Robert Browning que desde su primera lectura estaba subrayada con tinta azul: «De repente, como sucede con las cosas extrañas, desapareció».
Aquella observación era de particular relevancia al hablar de la Habitación de Ámbar. No se la había visto desde 1945 y su historia estaba marcada por los conflictos políticos, la muerte y la intriga.
La idea procedía de Federico I de Prusia, un hombre complicado que había vendido su voto como elector del regente del Sacro Imperio Romano Germánico para asegurarse una corona hereditaria propia. En 1701 encargó la construcción de unos paneles de ámbar para un estudio en su palacio de Charlottenburg. Federico se divertía todos los días con sus trebejos de ajedrez, sus candelabros y sus lámparas, todo ello elaborado en ámbar. Bebía cerveza en jarras de ámbar y fumaba en pipas cuya boquilla era del mismo material. ¿Por qué no un estudio forrado del suelo al techo con paneles tallados de ámbar? De modo que encargó al arquitecto de su corte, Andreas Schülter, que construyera tamaña maravilla.
El contrato original recayó en Gottfried Wolffram, pero en 1707 Ernst Schact y Gottfried Turau reemplazaron al danés. Schact y Turau trabajaron a lo largo de cuatro años, buscando meticulosamente por toda la costa báltica ámbar para joyería. Aquella región llevaba siglos produciendo toneladas de dicha sustancia, tanta que Federico había llegado a instruir destacamentos enteros de soldados en su obtención. Con el tiempo se rebanaron todos los toscos pedazos hasta conseguir láminas no más gruesas de cinco milímetros, que fueron después pulimentadas y calentadas para alterar su color. Después, las piezas fueron dispuestas como un rompecabezas hasta crear un mosaico sobre paneles decorados con motivos florales, rollos de pergamino y símbolos heráldicos. Cada panel incluía un relieve del escudo de armas prusiano, un águila coronada de perfil, y estaba forrado de plata por el otro lado para aumentar su brillo.
La cámara se completó parcialmente en 1712 y fue entonces cuando Pedro el Grande de Rusia la visitó y admiró su factura. Un año más tarde, Federico I murió y fue sucedido por su hijo, Federico Guillermo I. Como es el caso muchas veces, Federico Guillermo odiaba todo cuanto su padre amaba. Como no albergaba deseo alguno de gastar más dinero de la Corona en el capricho de su progenitor, ordenó que los paneles de ámbar fueran desmantelados y embalados.
En 1716, Federico Guillermo firmó una alianza rusoprusiana con Pedro el Grande contra Suecia. Para conmemorar el tratado, los paneles de ámbar fueron ceremoniosamente ofrecidos a Pedro y transportados a San Petersburgo el enero siguiente. Pedro, más preocupado con la construcción de la armada rusa que con el coleccionismo de arte, se limitó a almacenarlos. Pero, en señal de gratitud, devolvió el cumplido con doscientos cuarenta y ocho soldados, un torno y una copa de vino tallada por él mismo. Incluidos entre los soldados había cincuenta y cinco de sus más altos guardias, en reconocimiento a la pasión que el rey prusiano sentía hacia los guerreros altos.
Treinta años pasaron antes de que la emperatriz Isabel, la hija de Pedro, pidiera a Rastrelli, su arquitecto de la corte, que mostrara los paneles en un estudio del Palacio de Invierno en San Petersburgo. En 1755 ordenó que fueran transportados al palacio de verano de Tsarskoe Selo, a cincuenta Kilómetros al sur de San Petersburgo, y que fueran instalados en lo que llegaría a conocerse como el Palacio de Catalina.
Allí fue donde se perfeccionó la Habitación de Ámbar.
A lo largo de los siguientes veinte años, a los treinta y seis metros cuadrados de paneles de ámbar originales se añadieron cuarenta y ocho más, en su mayoría decorados con el blasón de los Romanov y elaborados motivos. Esta ampliación se hizo necesaria porque las paredes de diez metros de altura del Palacio de Catalina eran mucho más altas que la cámara original. El rey prusiano incluso contribuyó a la creación con el envío de otro panel, este con un bajorrelieve del águila bicéfala de los zares rusos. En definitiva se labraron ochenta y seis metros cuadrados de ámbar. Las paredes terminadas estaban salpicadas de delicadas figurillas, motivos florales, tulipanes, rosas, conchas marinas, monogramas y rocallas, todo ello en resplandecientes tonos pardos, rojizos, amarillos y anaranjados. Rastrelli enmarcó cada uno de los paneles en un cartouche de boiserie de estilo Luis xv que los separaba verticalmente en parejas de estrechas pilastras espejadas y adornadas con candelabros de bronce, todo ello dorado, para fundirse con el ámbar.
El centro de cuatro de los paneles estaba salpicado con exquisitos mosaicos florentinos elaborados en jaspe y ágata, y enmarcados en bronce bruñido. Se añadió un mural a modo de techo, junto con una intrincada tarima grabada de roble, arce, sándalo, palisandro, nogal y caoba, tan magnífica en sí misma como las paredes que la rodeaban.
Cinco maestros de Königsberg habían trabajado hasta 1770, año en que la cámara fue declarada terminada. La emperatriz Isabel estaba tan encantada que usaba a menudo aquel espacio para impresionar a los embajadores extranjeros. También sirvió como kunstkammer, un gabinete de curiosidades para ella y para los zares posteriores, el lugar en que se mostraban los tesoros reales. Para 1765 eran setenta los objetos de ámbar que decoraban la estancia: cofres, candelabros, cajas de rapé, fuentes, cuchillos, tenedores, crucifijos y tabernáculos. El último añadido se produjo en 1913: una corona de ámbar sobre un cojín, una pieza adquirida por el zar Nicolás ii.
Increíblemente, los paneles sobrevivieron intactos a ciento setenta años y a la revolución bolchevique. Se realizaron tareas de restauración en 1760, 1810, 1830, 1870, 1918, 1935 y 1938. Se había programado una extensa restauración en los años cuarenta del siglo xx, pero el 22 de junio de 1941 las tropas alemanas invadieron la Unión Soviética. Para el 14 de julio, el ejército de Hitler había tomado Bielorrusia, la mayor parte de Letonia, Lituania y Ucrania, y había alcanzado el río Liga, apenas a ciento cincuenta kilómetros de Leningrado. El 17 de septiembre, las tropas nazis tomaron Tsarskoe Selo y los palacios que lo rodeaban, incluido el de Catalina, que bajo el régimen comunista se había transformado en museo estatal.
En los días anteriores a su captura, los oficiales del museo enviaron apresuradamente todos los objetos pequeños de la Habitación de Ámbar hacia la Rusia oriental, aunque no fueron capaces de desmontar los paneles.
En un esfuerzo por ocultarlos se camuflaron detrás de un papel pintado, pero aquella treta no engañó a nadie. Hitler ordenó a Erich Koch, gauleiter de Prusia Oriental, que devolviera la Habitación de Ámbar a Königsberg, donde según el Führer debía estar en justicia. Seis hombres tardaron treinta y seis horas en desmantelar los paneles, y veinte toneladas de ámbar fueron meticulosamente embaladas en cajas y enviadas al oeste en un convoy de camiones y trenes, donde terminaron por ser reinstaladas en el castillo de Königsberg, junto con una vasta colección de arte prusiano. Un artículo periodístico alemán fechado en 1942 proclamaba que el acontecimiento significaba «el regreso a su verdadero hogar, el auténtico lugar de origen y origen único del ámbar». Se repartieron postales con fotografías del tesoro restaurado. La exhibición se convirtió en el más popular de todos los espectáculos museísticos de la Alemania nazi.
El primer bombardeo aliado sobre Königsberg se produjo en agosto de 1944. Algunas de las pilastras espejadas y unos cuantos de los paneles de ámbar más pequeños resultaron dañados. Lo que sucedió después es incierto. En algún momento entre enero y abril de 1945, a medida que el ejército soviético se acercaba a la ciudad, Koch ordenó que los paneles fueran embalados y escondidos en el sótano del restaurante Blutgericht. El último documento alemán que hacía mención de la Habitación de Ámbar estaba fechado el 12 de enero de 1945, e indicaba que los paneles estaban siendo embalados para su transporte a Sajonia. En algún momento, Alfred Rohde, el custodio de la cámara, supervisó la carga de las cajas en un convoy de camiones. Dichas cajas fueron vistas por última vez el 6 de abril de 1945, cuando abandonaron Königsberg por carretera.
Borya dejó el artículo a un lado.
Cada vez que leía aquellas palabras, su mente regresaba a la primera línea: «De repente, como sucede con las cosas extrañas, desapareció».
Cuan cierto.
Se quedó un momento pensativo y empezó a hojear el documento que tenía en el regazo. Contenía copias de otros artículos que había ido reuniendo a lo largo de los años. Echó un vistazo por encima a algunos de ellos y los detalles empezaron a regresar a su memoria. Era bueno recordar.
Hasta cierto punto.
Se levantó de la otomana y salió al patio para cerrar el agua. Su jardín estival resplandecía tras el riego. Había aguantado todo el día con la esperanza de que lloviera, pero hasta entonces la primavera había sido seca. Lucy observaba desde el patio, enderezada, y estudiaba con ojos felinos cada uno de sus movimientos. Karol sabía que no le gustaba la hierba, en especial cuando estaba húmeda, ya que desde que se había convertido en gata de interior se había vuelto muy celosa de su pelaje.
Karol recogió la carpeta.
– Vamos, gatita, vamos adentro.
La gata lo siguió por la puerta a oscuras y entraron en la cocina. Borya dejó la carpeta en la encimera, junto a su cena, un filete con beicon marinado en teriyaki. Estaba a punto de empezar a cocer un poco de maíz cuando sonó el timbre de la puerta.
Salió de la cocina arrastrando los pies y se dirigió hacia la entrada principal de la casa. Lucy le seguía los pasos. Echó un vistazo por la mirilla y vio a un hombre vestido con un traje oscuro, camisa blanca y corbata de rayas. Probablemente fuera otro testigo de Jehová o un mormón. A menudo aparecían a esas horas y le gustaba charlar con ellos.
Abrió la puerta.
– ¿Karl Bates? ¿Antiguamente conocido como Karol Borya?
La pregunta lo cogió desprevenido y sus ojos lo traicionaron respondiendo afirmativamente.
– Soy Christian Knoll -dijo el extraño.
Teñía sus palabras un leve acento alemán que le produjo un rechazo inmediato. Le presentó sin ofrecérsela una tarjeta comercial que reiteraba el nombre en letras negras resaltadas y bajo el que se podía leer: «Proveedor de antigüedades perdidas». La dirección y el número de teléfono eran de Munich, Alemania. Borya estudió al visitante. Mediados los cuarenta, ancho de hombros, pelo rubio ondulado, piel morena y ajada por los elementos. Los ojos grises dominaban un rostro gélido… que exigía total atención.
– ¿Qué quiere de mí, señor Knoll?
– ¿Puedo pasar? -inquirió el visitante con un gesto mientras volvía a guardarse la tarjeta.
– Depende.
– Quiero hablar acerca de la Habitación de Ámbar.
Borya pensó en protestar, pero se lo pensó mejor. En realidad, llevaba años esperando una visita.
Knoll lo siguió a la salita. Ambos se sentaron. Lucy se acercó furtivamente para investigar antes de acomodarse en una silla cercana.
– ¿Trabaja para los rusos? -preguntó Borya.
Knoll negó con la cabeza.
– Podría mentirle y decirle que sí, pero no. Soy empleado de un coleccionista privado que busca la Habitación de Ámbar. Hace poco supe por medio de documentos de la era soviética de su nombre y dirección, parece que en el pasado se dedicó usted a una búsqueda similar a la mía.
Borya asintió.
– Hace mucho tiempo.
Knoll deslizó una mano dentro de la chaqueta y sacó tres hojas dobladas.
– Encontré estas referencias en los registros soviéticos. Se refieren a usted como Ýxo.
Borya revisó los papeles. Habían pasado décadas desde la última vez que leyó en cirílico.
– Era mi nombre en Mauthausen.
– ¿Fue prisionero?
– Durante muchos meses. -Se levantó la manga derecha y señaló su tatuaje-. «10901». He intentado quitármelo, pero no he sido capaz. Artesanía alemana.
Knoll señaló los papeles.
– ¿Qué sabe usted de Danya Chapaev?
Borya notó con interés que Knoll ignoraba por completo la pulla que le había lanzado.
– Danya era mi compañero. Formamos un equipo hasta que me marché.
– ¿Cómo llegó usted a trabajar para la comisión?
Borya miró atentamente a su visitante mientras debatía si debía o no responder. Hacía décadas que no hablaba de aquella época. Solo Maya lo había sabido todo, pero aquella información había muerto con ella hacía años. Rachel sabía lo suficiente como para comprender y no olvidar nunca. ¿Debía hablar de ello? ¿Por qué no? Era un viejo que vivía ya con tiempo prestado. ¿Qué importaba ya?
– Después del campo de exterminio regresé a Bielorrusia, pero mi patria había desaparecido. Los alemanes fueron como las langostas. Mi familia había muerto. La comisión parecía un buen modo de ayudar en la reconstrucción.
– He estudiado con suma atención a la comisión. Una organización muy interesante. Los nazis saquearon mucho, pero los soviéticos los superaron con creces en ese aspecto. Los soldados parecían contentarse con lujos mundanos como bicicletas y relojes. Sin embargo, los oficiales enviaban a casa vagones y aviones cargados de obras de arte, porcelana y joyería. La comisión parecía ser la principal saqueadora. Creo que se apropió de millones de piezas.
Borya negó desafiante con la cabeza.
– No saqueo. Los alemanes destruyen tierra, hogares, fábricas, ciudades. Matan a millones. Entonces los soviéticos lo vieron como reparación.
– ¿Y ahora? -Parecía que Knoll había advertido su titubeo.
– Lo admito. Saqueo. Comunistas son peor que nazis. Es increíble cómo el tiempo abre los ojos.
Knoll parecía satisfecho con aquella concesión.
– La comisión se convirtió en una parodia, ¿no cree usted? Terminó ayudando a Stalin a mandar millones a los gulags.
– Por eso me marché.
– ¿Sigue vivo Chapaev?
La pregunta llegó veloz. Inesperada. Sin duda pretendía obtener una respuesta igualmente presurosa. Borya casi sonrió. Knoll sabía lo que se hada.
– No tengo ni idea. Desde que me marché no he visto a Danya. La kgb vino hace años. Checheno apestoso. Le dije la misma cosa.
– Fue entonces muy valiente, señor Bates. A la kgb no hay que tomarla tan a la ligera.
– Los años me hacen valiente. ¿Qué iba a hacer? ¿Matar a un viejo? Esos días terminaron, Herr Knoll.
El cambio de señor a Herr había sido intencionado, pero de nuevo Knoll no reaccionó. De hecho, el alemán se negó a cambiar de tema.
– Me he entrevistado con muchos de los antiguos buscadores. Telegin. Zernov. Voloshin. Nunca logré dar con Chapaev. De usted ni siquiera había oído hablar hasta hace unos pocos días.
– ¿Otros no me mencionaron?
– De haberlo hecho, hubiera venido antes.
Lo que no resultaba sorprendente. Igual que él, todos ellos habían aprendido bien la importancia de mantener la boca cerrada.
– Conozco la historia de la comisión -dijo Knoll-. Contrataba buscadores que recorrieran Alemania y la Europa del Este en busca de obras de arte. Fue una carrera contra el ejército por el derecho al saqueo. Pero logró un gran éxito y llegó a hacerse con el oro de Troya, el Altar de Pérgamo, la Sistine Madonna de Rafael y toda la colección del Museo de Dresde, por lo que tengo entendido.
Borya asintió.
– Muchas, muchas cosas.
– Por lo que tengo entendido, solo ahora algunos de estos objetos comienzan a ver la luz del día. En su mayoría llevan décadas escondidos en castillos o cámaras selladas.
– Leo historias. Glasnost. -Borya decidió ir al grano-. ¿Cree que sé dónde está la Habitación de Ámbar?
– No. De ser así ya la hubiera encontrado.
– Quizá sea mejor que permanezca perdida.
Knoll negó con la cabeza.
– Alguien con su pasado, amante de las bellas artes, nunca hubiera permitido que una pieza maestra de tal categoría resultara destruida por el tiempo y los elementos.
– El ámbar dura siempre.
– Pero no la forma que se le da. El barniz de almáciga del siglo xviii no es tan eficaz.
– Tiene razón. Esos paneles hallados hoy serían como rompecabezas recién sacados de la caja.
– Mi empleador está dispuesto a financiar el ensamblado de ese rompecabezas.
– ¿Quién es su empleador?
El visitante sonrió.
– No puedo decirlo. Es una persona que prefiere el anonimato. Como bien sabe usted, el mundo del coleccionismo es un lugar traicionero para los que asoman la cabeza.
– Buscan un gran premio. Habitación de Ámbar no se ha visto en más de cincuenta años.
– Pero imagine, Herr Bates, disculpe, señor Bates…
– Llámeme Borya.
– Muy bien, señor Borya. Imagine la cámara restaurada hasta recobrar su antigua gloria. Qué espectáculo sería… Ahora mismo no existen más que unas pocas fotografías en color, junto con algunas en blanco y negro que desde luego no hacen justicia a su hermosura.
– Vi una de esas fotografías durante búsqueda. También vi la cámara antes de la guerra. Realmente majestuosa. Ninguna foto podría capturar. Triste, sí, pero parece perdida para siempre.
– Mi empleador se niega a creerlo.
– Existen buenas pruebas de que paneles fueron destruidos cuando Königsberg fue arrasada por los bombarderos en 1944. Hay quienes creen están en el fondo del Báltico. Yo investigué Wilhelm Gustloff. Nueve mil quinientos muertos cuando los soviéticos lo mandaron a pique. Algunos dicen que Habitación de Ámbar estaba en la sentina. Fueron en camión de Königsberg a Danzig, luego se cargaron camino a Hamburgo.
Knoll cambió de posición en la silla.
– Yo también investigué el Gustloff Las evidencias resultan, siendo generosos, contradictorias. Para ser francos, la historia más creíble que he seguido es la de que los paneles fueron sacados de Königsberg por los nazis y enviados a una mina cerca de Göttingen, junto con munición diversa. Cuando los británicos ocuparon la zona en 1945 explosionaron la mina. Pero, como sucede en todas las demás versiones, existen muchas ambigüedades.
– Algunos incluso aseguran americanos encuentran y transportan por el Atlántico.
– Sí, también lo he oído. Y una versión que propone que los soviéticos llegaron a encontrar los paneles y que los escondieron en algún lugar desconocido para cualquiera que ocupe el poder en estos momentos. Dado el inmenso volumen de todo lo saqueado, resulta perfectamente posible. Pero no probable, dado el valor de este tesoro y el gran deseo de recuperarlo.
El visitante parecía conocer muy bien aquel asunto. Borya había releído antes todas esas teorías. Se quedó contemplando aquel rostro granítico, pero en los ojos del alemán no se traslucía nada de lo que estuviera pensando. Borya recordó lo mucho que había tenido que practicar él para erigir una barrera así de forma discreta.
– ¿No le preocupa la maldición?
Knoll sonrió.
– He oído sobre ella. Pero tales cosas son para los sensacionalistas y los mal informados.
– Qué grosero he sido -dijo Borya de repente-. ¿Quiere algo de beber?
– Me encantaría -respondió Knoll.
– Vuelvo enseguida. -Señaló a la gata, que dormía en la silla-. Lucy le hará compañía.
Se dirigió a la cocina y dedicó una última mirada a su visitante antes de abrir la puerta basculante. Llenó dos vasos con hielo y sirvió un poco de té. También metió el filete, que aún se estaba marinando, en el refrigerador. Lo cierto era que ya no tenía hambre. Su mente corría a toda velocidad, como en los viejos tiempos. Miró la carpeta con los artículos, que seguía sobre la encimera.
– ¿Señor Borya? -lo llamó Knoll.
La voz llegó acompañada por el sonido de pasos. Quizá fuera conveniente que no viera los artículos. Abrió rápidamente el congelador y deslizó la carpeta dentro de la bandeja superior, donde se hacía el hielo. Cerró justo en el momento en que Knoll empujaba la puerta y entraba en la cocina.
– ¿Sí, Herr Knoll?
– ¿Podría pasar al baño?
– En el pasillo, nada más salir del salón.
– Gracias.
No creía ni por un momento que Knoll necesitara usar el baño. Lo más probable es que tuviera que cambiar la cinta de una grabadora de bolsillo sin preocuparse por interrupciones, o usar la excusa para echar un vistazo por la casa. Se trataba de un truco que él mismo había usado muchas veces en el pasado. El alemán se estaba volviendo molesto. Decidió divertirse un poco. Del armarito que había junto al fregadero sacó el laxante que sus viejos intestinos le obligaban a tomar al menos dos veces por semana. Vertió algunos de los insípidos granos en uno de los vasos y lo sacudió un poco. Ese hijo de puta iba a necesitar un cuarto de baño, pero esta vez de verdad.
Llevó los vasos fríos al salón. Knoll regresó y aceptó el té, que bebió con grandes tragos.
– Excelente -dijo-. Té helado. Toda una bebida americana.
– Nos enorgullecemos de ello.
– ¿Nos? ¿Se considera estadounidense?
– Llevo aquí muchos años. Ahora es mi hogar.
– ¿No vuelve a ser independiente Bielorrusia?
– Sus dirigentes no son mejores que soviéticos. Suspendieron la constitución.
– ¿No otorgó el pueblo bielorruso esos poderes a su presidente?
– Bielorrusia es provincia de Rusia, no independiente de verdad. Tarda uno siglos en sacudirse la esclavitud.
– Parece que no le caen bien ni los alemanes ni los comunistas.
Borya se estaba cansando de aquella conversación y empezó a recordar lo mucho que odiaba a los germanos.
– Dieciséis meses en campo de exterminio cambian el corazón.
Knoll apuró el té. Los cubitos de hielo tintinearon cuando depositó el vaso sobre la mesilla.
– Alemanes y comunistas asolaron Bielorrusia y Rusia. Los nazis usaron Palacio de Catalina como barracones y después para practicar tiro. Visité tras la guerra. Poco queda de belleza regia. ¿No intentaron alemanes destruir la cultura rusa? Bombardearon y arrasaron palacios para enseñar una lección.
– Yo no soy nazi, señor Borya, de modo que no puedo responder su pregunta.
Se produjo un momento de tenso silencio.
– ¿Por qué no bajamos los guantes? -preguntó Knoll al fin-. ¿Encontró la Habitación de Ámbar?
– Como dije, habitación perdida para siempre.
– ¿Por qué será que no le creo?
Borya se encogió de hombros.
– Soy hombre viejo. Moriré pronto. No hay razón para mentir.
– Pues me permito dudar de esta última observación, señor Borya.
Karol miró a Knoll a los ojos.
– Voy a contarle una historia. Quizá le ayude con búsqueda. Meses antes de caída de Mauthausen, Göring visitó el campamento. Me obligó a ayudar a torturar a cuatro alemanes. Los hizo atar a estacas, desnudos, congelados. Les echamos agua hasta morir.
– ¿Con qué propósito?
– Göring quería das Bernstein-zimmer. Los cuatro hombres estaban entre los que evacuaron paneles de ámbar de Königsberg, antes de invasión rusa. Göring quería Habitación de Ámbar, pero Hitler se adelantó.
– ¿Reveló alguna información alguno de los soldados?
– Nada. Solo gritaron «Mein Führer» hasta morir congelados. Aún veo en sueños sus caras congeladas. A veces. Extraño, Herr Knoll, pero en cierto modo debo vida a un alemán.
– ¿Cómo es eso?
– Si uno de ellos haber hablado, Göring hubiera atado a mí y hubiera matado de igual modo. -Se había cansado de recordar. Quería que aquel cabrón se marchara de su casa antes de que el laxante hiciera efecto-. Odio a los alemanes, Herr Knoll. Odio a los comunistas. No dije nada a kgb. No diré nada a usted. Ahora váyase.
Knoll pareció comprender que cualquier otra pregunta sería inútil y se incorporó.
– Muy bien, señor Borya. Que no se diga que lo he presionado. Le deseo una buena noche.
Se dirigieron hacia el vestíbulo y Karol abrió la puerta principal. Knoll salió, se volvió y le ofreció la mano. Se trataba de un gesto despreocupado, que parecía más surgido de la educación que del deber.
– Ha sido un placer, señor Borya.
Este volvió a recordar al soldado alemán, Mathias, desnudo bajo una temperatura intolerable y el modo en que había respondido a Göring.
Escupió en la mano que se le tendía.
Knoll guardó silencio y tardó algunos segundos en reaccionar. Por fin, con calma, el alemán sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se limpió el esputo mientras la puerta se le cerraba en las narices.
21:35
Borya volvió a revisar el artículo de la revista International Art Review y encontró la sección que recordaba.
… Alfred Rohde, el hombre que supervisó la evacuación de la Habitación de Ámbar desde Königsberg, fue rápidamente detenido después de la guerra y convocado ante las autoridades soviéticas. La denominada Comisión Estatal Extraordinaria para el Daño Causado por los Invasores Fascistas Alemanes buscaba la cámara y quería respuestas. Pero Rohde y su mujer aparecieron muertos la mañana en que deberían haber declarado. La causa oficial fue la disentería, lo que resultaba plausible porque en aquellos tiempos de agua contaminada las epidemias campaban a sus anchas, pero se especuló mucho con que habían sido asesinados para proteger la ubicación de la Habitación de Ámbar.
Aquel mismo día desapareció el doctor Paul Erdmann, el médico que había firmado el certificado de muerte de los Rohde.
Erich Koch, representante personal de Hitler en Prusia, terminó por ser arrestado y juzgado por los polacos por crímenes de guerra. Fue condenado a muerte en 1946, pero su ejecución se pospuso una y otra vez a petición de las autoridades soviéticas. Existía la creencia generalizada de que Koch era el único hombre vivo que conocía el paradero real de los cajones que habían abandonado Königsberg en 1945. Paradójicamente, la supervivencia de Koch dependía de que no revelara esta ubicación, ya que no había motivo para pensar que los soviéticos volverían a intervenir en su favor una vez que la Habitación de Ámbar estuviera en sus manos.
En 1965, los abogados de Koch obtuvieron al fin de los soviéticos garantías de que se anularía la sentencia de muerte una vez que revelara la información. Koch anunció entonces que las cajas habían sido emparedadas en un bunker a las afueras de Königsberg, pero se declaró incapaz de recordar el lugar exacto como resultado de la reconstrucción que después de la guerra habían llevado a cabo los rusos. Se fue a la tumba sin llegar a revelar el paradero de los paneles.
En las décadas siguientes, tres periodistas de la Alemania del Este murieron misteriosamente mientras buscaban la Habitación de Ámbar. El primero de ellos se precipitó por la columna de una mina de sal abandonada en Austria, un lugar del que se rumoreaba que era un repositorio de botín de los nazis. Los otros dos fueron atropellados por sendos conductores que se dieron a la fuga. George Stein, un investigador alemán que llevaba mucho tiempo tratando de dar con el paradero de la cámara, fue encontrado muerto. Al parecer, se había suicidado. Estos acontecimientos dieron pábulo a las habladurías acerca de una maldición asociada con la Habitación de Ámbar, lo que volvió aún más intrigante la búsqueda del tesoro.
Estaba en la planta superior, en lo que había sido la habitación de Rachel. Ahora albergaba un estudio donde Karol guardaba sus libros y papeles. Había un antiguo escritorio, un armario de roble y un sillón en el que le gustaba sentarse a leer. Cuatro estanterías de nogal alojaban novelas, tratados históricos y literatura clásica.
Había subido después de cenar, aún pensando en Christian Knoll, y había encontrado más artículos en uno de los armarios. En su mayoría eran piezas escuetas y mal documentadas, sin información real alguna. Lo demás seguía en el congelador. Necesitaba bajar a por ellos, pero no tenía ganas de subir de nuevo las escaleras.
Por lo general, las noticias de periódicos y revistas acerca de la Habitación de Ámbar resultaban contradictorias. Unas aseguraban que los paneles desaparecieron en enero de 1945, otras que en abril. ¿Partieron en camiones, por tren o por barco? Distintos escritores ofrecían distintas perspectivas. Un relato señalaba que los soviéticos habían torpedeado el Wilhelm Gustolffy lo habían enviado al fondo del Báltico con los paneles dentro, y otro mencionaba que el barco había sido bombardeado desde el aire. Uno estaba seguro de que setenta y dos cajones partieron de Königsberg, el siguiente rebajaba la cuenta a veintiséis y un tercero a dieciocho. Varios artículos estaban convencidos de que los paneles ardieron en Königsberg durante el bombardeo. Otro había seguido pistas que implicaban que la cámara había viajado subrepticiamente hasta Estados Unidos a través del Atlántico. Era difícil extraer nada de utilidad y ninguno de los artículos llegaba a mencionar siquiera sus fuentes de información. Podía tratarse de rumores de segunda mano. O de tercera. O peor aún, de pura especulación.
Solo uno de aquellos artículos, el de una publicación desconocida, The Military Historian, se hacía eco de la historia de un tren que había abandonado la Rusia ocupada allá por el primero de mayo de 1945, con la Habitación de Ámbar embalada supuestamente a bordo. Los informes de testigos aseguraban que las cajas habían sido descargadas en la diminuta localidad checoslovaca de Týnecnad-Sázavou. Allí habrían sido supuestamente transportadas en camión hacia el sur y almacenadas en un bunker subterráneo que albergaba el cuartel general del mariscal de campo Von Schörner, comandante del ejército alemán, un millón de hombres que seguían resistiendo en Checoslovaquia. Pero el artículo señalaba que los soviéticos habían realizado una excavación en el bunker en 1989 sin encontrar nada.
Aquello estaba muy cerca de la verdad, pensó. Muy, muy cerca.
Hacía siete años, la primera vez que leyó el artículo, se preguntó por su fuente, e incluso intentó ponerse en contacto con su autor, mas sin éxito. Ahora, un hombre llamado Wayland McKoy estaba horadando las montañas Harz, en las cercanías de Stod, Alemania. ¿Seguía la pista correcta? Lo único claro era que la búsqueda de la Habitación de Ámbar se había cobrado vidas. Lo que les había sucedido a Alfred Rohde y a Erich Koch era historia documentada. Así lo eran las demás muertes y desapariciones. ¿Coincidencia? Quizá. Pero él no estaba tan seguro. En especial después de lo que había sucedido hacía nueve años. Cómo olvidarlo. El recuerdo lo acosaba cada vez que miraba a Paul Cutler. Y se había preguntado muchas veces si no se añadirían dos nombres más a la lista de bajas.
Desde el salón llegó un chirrido.
No era un sonido propio de una casa vacía.
Levantó la mirada y esperó ver a Lucy entrar en la habitación, pero no veía a la gata por ninguna parte. Dejó a un lado los artículos y se incorporó. Se dirigió hacia el pasillo de la planta alta y miró hacia abajo sobre la barandilla de roble. Las luces que custodiaban la puerta principal a ambos lados estaban a oscuras. La planta baja solo estaba iluminada por una lámpara del salón. Arriba también estaba a oscuras, salvo por la lámpara de suelo del estudio. Justo delante de él, la puerta del dormitorio estaba abierta. La habitación se encontraba a oscuras, silenciosa.
– ¿Lucy? ¿Lucy?
La gata no respondió. Escuchó con atención. No oía nada más. Todo parecía tranquilo. Se volvió y empezó a caminar de vuelta al estudio. De repente, alguien se abalanzó hacia él desde atrás, saliendo del dormitorio. Antes de que Borya pudiera reaccionar, un fuerte brazo le rodeó el cuello y lo levantó del suelo. Pudo oler el látex de las manos enguantadas.
– Können wir reden mehr, Ýxo.
Era la voz de su visitante, Christian Knoll. Tradujo con facilidad.
«Ahora vamos a seguir hablando, Oídos».
Knoll le apretó la garganta con fuerza y se quedó sin aliento.
– Maldito ruso miserable. Escupirme la mano… ¿Quién cojones te crees que eres? He matado por menos que eso.
Borya no respondió, ya que toda una vida de experiencia le recomendaba guardar silencio.
– Ahora vas a decirme lo que quiero saber, viejo, o te mataré.
Borya recordó unas palabras similares pronunciadas cincuenta y dos años atrás. Göring informaba a los soldados desnudos de cuál seria su destino justo antes de empezar a verter el agua. ¿Qué es lo que había respondido el soldado alemán, Mathias?
«Es un honor enfrentarte abiertamente a tu captor.»
Sí, lo seguía siendo.
– Sabes dónde está Chapaev, ¿a que sí?
Borya trató de negar con la cabeza.
Knoll apretó todavía más su presa.
– Sabes dónde se encuentra das Bernstein-zimmer, ¿no es así?
Estaba a punto de perder el conocimiento. Knoll aflojó un poco y el aire inundó los pulmones del anciano.
– No soy alguien a quien se deba tomar a la ligera. He recorrido un largo camino para obtener información.
– No diré nada.
– ¿Estás seguro? Antes dijiste que te quedaba poco tiempo. Pues ahora es menos aún del que te imaginabas. ¿Y qué hay de tu hija? Y de tu nieto… ¿No te apetece pasar algunos años más con ellos?
Así era, pero no lo bastante como para ser amedrentado por un alemán.
– Váyase a la puta mierda, Herr Knoll.
Su frágil cuerpo fue arrojado sobre las escaleras. Intentó gritar, pero antes de reunir el aliento necesario golpeó la barandilla con la cabeza y empezó a rodar sin control escalones abajo. Algo se quebró. Creyó perder la conciencia durante un momento. El dolor le abrasó el espinazo. Al final aterrizó de espaldas sobre el suelo. Lo consumía un dolor agónico en la mitad superior del cuerpo. No sentía las piernas. El techo comenzó a dar vueltas. Oyó que Knoll empezaba a bajar las escaleras y por fin lo vio agacharse y levantarle la cabeza tirando del pelo. Qué irónico. Le debía la vida a un alemán y un alemán sería quien se la quitara.
– Diez millones de euros son diez millones de euros. Pero no permito que me escupa un puto ruso de mierda.
Borya trató de reunir saliva suficiente para escupirle de nuevo, pero tenía la boca seca y la mandíbula paralizada.
Knoll le rodeó el cuello con el brazo.
Suzanne Danzer observó a través de la ventana y oyó claramente cómo Knoll partía el cuello del anciano. Vio cómo el cuerpo quedaba laxo, con la cabeza vuelta en un ángulo antinatural.
Después, Knoll arrojó el cuerpo a un lado y le propinó una patada en el pecho.
Había logrado capturar el rastro de su rival esa mañana, después de llegar a Atlanta en un vuelo procedente de Praga. Las acciones del alemán habían sido previsibles hasta ese momento. Lo había localizado mientras Knoll realizaba una misión de exploración del vecindario. Cualquier adquisidor competente estudiaba siempre el escenario antes de actuar, para asegurarse de que la pista seguida no se tratara de una trampa.
Y si algo era Knoll, era bueno en su trabajo.
El alemán se había quedado casi todo el día en el centro, en su hotel, y ella lo había seguido durante su primera visita a Borya. Pero en vez de regresar al hotel, Knoll había esperado en un coche, a tres manzanas de la casa, y tras oscurecer había rehecho sus pasos. Suzanne lo había visto entrar por la puerta trasera, que aparentemente estaba cerrada sin llave porque el picaporte había funcionado al primer intento.
Resultaba evidente que el viejo no se había mostrado colaborador. El temperamento de Knoll era legendario. Había arrojado a Borya por las escaleras con el gesto despreocupado que uno usaría para tirar un papel a la papelera y luego le había quebrado el cuello con aparente placer. Suzanne respetaba los talentos de su adversario y sabía del estilete que ocultaba en el antebrazo, y de su habilidad y disposición para emplearlo.
Pero ella tampoco carecía de talentos.
Knoll se incorporó y miró a su alrededor.
La posición ventajosa ofrecía a Suzanne una visión clara. Vestía un mono negro y un gorro del mismo color que ocultaba su cabello rubio y la ayudaba a fundirse con la noche. La habitación a la que se abría la ventana, un vestíbulo de entrada, estaba a oscuras.
¿Habría sentido su presencia?
Suzanne se encogió bajo el alféizar y se ocultó entre los altos acebos que rodeaban la casa, cuidándose de las hojas espinosas. La noche era cálida. El sudor le cubría la frente en el borde elástico del gorro. Se retiró con cautela y vio cómo Knoll desaparecía escaleras arriba. Regresó seis minutos más tarde con las manos vacías, la chaqueta de nuevo alisada, la corbata perfecta. Lo vio inclinarse y comprobar el pulso de Borya, tras lo que se dirigió hacia la parte trasera de la casa. Unos segundos más tarde, Suzanne oyó que una puerta se abría y cerraba.
Aguardó diez minutos antes de arrastrarse hacia la zona posterior. Con las manos enguantadas, accionó el picaporte y entró. El olor del antiséptico y de la vejez inundaba el aire. Atravesó la cocina y se dirigió hacia el vestíbulo.
Cuando llegó al comedor, un gato se cruzó de repente en su camino. Se detuvo con el corazón a punto de salírsele del pecho y maldijo a la criatura.
Inspiró profundamente y entró en el salón.
La decoración no había cambiado desde su última visita, tres años atrás. El mismo sofá tapizado a mano y de color arena, el reloj de péndulo en la pared, las lámparas de hierro Cambridge. Al principio le habían intrigado las litografías de la pared. Se había preguntado si alguna sería original, pero una inspección cuidadosa le había revelado en su anterior visita que todas eran copias. Se había colado una noche tras marcharse Borya, pero su búsqueda no había revelado más información sobre la Habitación de Ámbar que algunos recortes de revistas y periódicos. Nada de valor. Si Karol Borya conocía algo interesante acerca de la cámara, desde luego no lo había puesto por escrito, o al menos no conservaba esa información en la casa.
Pasó junto al cuerpo tendido y subió las escaleras. Otra inspección rápida en el estudio no reveló más que Borya parecía haber estado leyendo recientemente información acerca de la Habitación de Ámbar. Había varios artículos sobre la misma silla marrón claro que recordaba.
Volvió abajo sigilosamente.
El anciano yacía boca abajo. Le buscó el pulso. Nada.
Bien.
Knoll le había ahorrado el esfuerzo.
Domingo, 11 de mayo, 8:35
Rachel giró el volante para embocar el camino de entrada a la casa de su padre. El cielo de aquella mañana de mediados de mayo era de un azul incitador. La puerta del garaje estaba levantada y el Oldsmobile descansaba fuera. Su carrocería marrón estaba salpicada por el rocío. Aquella visión resultaba extraña, ya que su padre solía estacionar el coche dentro.
La casa había cambiado poco desde su niñez. Ladrillo rojo, alero blanco, cubierta de pizarra negra. Las magnolias y cornejos delante, plantados hacía ya veinte años, cuando llegó la familia, ahora se elevaban altos y frondosos junto a los acebos y enebros que rodeaban las fachadas principal y laterales. Los postigos mostraban su edad y el añublo avanzaba lentamente por el ladrillo. El exterior necesitaba atención. Decidió hablar al respecto de ello con su padre.
Detuvo el coche y los chicos salieron disparados hacia la puerta trasera.
Rachel comprobó el coche de su padre. No estaba cerrado con llave. Sacudió la cabeza. Aquel hombre se negaba a cerrar nada. El Constitution del día estaba en el camino de entrada. Se acercó a él y lo recogió, antes de recorrer el camino de hormigón hacia la zona trasera. María y Brent estaban en el patio, llamando a Lucy.
La puerta de la cocina tampoco tenía la llave echada. La luz sobre el fregadero estaba encendida. Su padre era totalmente despistado con las llaves, pero se obsesionaba con las luces y solo las encendía cuando era absolutamente necesario. No había duda de que antes de irse a dormir la habría apagado.
– ¿Papá? ¿Estás ahí? -llamó-. ¿Cuántas veces tengo que decirte que eches la llave de la puerta?
Los chicos llamaron a Lucy antes de abrir la puerta basculante y dirigirse hacia el comedor y la salita.
– ¿Papá? -Su voz se hacía cada vez más fuerte.
María regresó corriendo a la cocina.
– El abu está dormido en el suelo.
– ¿Qué quieres decir?
– Que está dormido en el suelo, junto a las escaleras.
Rachel llegó corriendo al vestíbulo. El extraño ángulo del cuello le indicó al instante que no estaba dormido.
– Bienvenido al High Museum of Art -decía el recepcionista a cada una de las personas que atravesaban las amplias puertas de cristal-. Bienvenido, bienvenida. -La gente pasaba en ordenada fila a través del torno. Paul aguardaba su turno.
– Buenos días, señor Cutler -dijo el hombre-. No tenía por qué esperar. ¿Por qué no se ha acercado?
– Eso no sería justo, señor Braun.
– Ser miembro del Consejo debería tener algún privilegio, ¿no cree?
Paul sonrió.
– Puede ser. ¿Me está esperando un reportero? Había quedado con él a las diez.
– Sí. Lleva desde la hora de apertura en la galería principal.
Paul se dirigió hacia allí. Sus zapatos de cuero repicaban contra el terrazo resplandeciente. El atrio de cuatro plantas estaba abierto hasta el techo y unas rampas semicirculares se ceñían a las altísimas paredes. La gente subía y bajaba por ellas sin cesar, y en el aire flotaba un constante murmullo de fondo.
Paul no concebía mejor modo de pasar una mañana de domingo que visitar el museo. Nunca le había gustado acudir a los servicios religiosos. No es que no fuera creyente, pero admirar los logros reales del nombre le parecía más satisfactorio que cavilar acerca de un ser omnipotente. Rachel era de la misma opinión. Paul se preguntaba a menudo si aquella relajada actitud hacia la religión afectaría a María y a Brent. Quizá los chicos necesitaran verse expuestos a ciertas ideas, había dicho él una vez. Pero Rachel no estuvo de acuerdo. «Que saquen sus propias ideas a su debido tiempo.» Ella tenía firmes ideas contrarias a la religión.
Otra más de sus discusiones.
Llegó a la galería principal, cuyos lienzos eran una emocionante muestra de lo que esperaba en el resto del edificio. El periodista, un hombre delgaducho y de aspecto nervioso, barba desarreglada y la bolsa de una cámara colgada al hombro derecho, se encontraba frente a un gran óleo.
– ¿Es usted Gale Blazek?
El joven se volvió y asintió.
– Paul Cutler. -Se dieron la mano y Paul señaló la pintura-. Encantador, ¿no cree?
– Tengo entendido que es el último de Del Sarto -respondió el reportero.
Paul asintió.
– Tuvimos la suerte de que un coleccionista privado nos lo prestara durante una temporada, junto con otros lienzos estupendos. Están en la segunda planta, con los demás italianos de los siglos xiv y xviii.
– Los visitaré antes de marcharme.
Paul se fijó en el enorme reloj de pared. Las diez y cuarto de la mañana.
– Siento haberme retrasado. ¿Por qué no damos un paseo mientras me hace sus preguntas?
El hombre sonrió y sacó una minigrabadora de la mochila. Empezaron a caminar por la amplia galería.
– Pues me gustaría ir al grano. ¿Cuánto tiempo lleva en el Consejo del museo? -preguntó el reportero.
– Hace ya nueve años.
– ¿Es usted coleccionista?
Paul sonrió.
– En absoluto. Solo poseo algunos óleos pequeños y alguna acuarela. Nada importante.
– Me han contado que su talento está en la organización. La administración tiene una gran opinión de usted.
– Me encanta el trabajo de voluntariado. Este lugar es muy especial para mí.
Un ruidoso grupo de adolescentes llegó en tromba desde la entreplanta.
– ¿Ha recibido alguna educación artística?
Paul negó con la cabeza.
– Lo cierto es que no. Saqué una licenciatura en Ciencias Políticas en Emory y realicé algunos cursos de postgrado en Historia del Arte. Pero entonces descubrí a qué se dedican en realidad los historiadores del arte y me metí en Derecho. -Se dejó el asunto de que no fuera aceptado al primer intento. No era cuestión de vanidad: pensaba que, después de trece años, el asunto ya no tenía la menor importancia.
Rodearon a dos mujeres que admiraban un lienzo de María Magdalena.
– ¿Qué edad tiene? -preguntó el reportero.
– Cuarenta y uno.
– ¿Casado?
– Divorciado.
– Como yo. ¿Qué tal lo lleva?
Paul se encogió de hombros. No tenía el menor sentido realizar comentarios al respecto durante una entrevista grabada.
– Lo llevo.
En realidad, el divorcio significaba un austero apartamento de dos dormitorios y cenas en soledad o con socios profesionales, salvo por las dos noches a la semana en que comía con los niños. Su vida social se limitaba a las actividades del Colegio de Abogados, único motivo por el que servía en tantos comités, algo que ocupaba su tiempo libre y los fines de semana en que no tenía a los niños. Rachel no ponía problemas con las visitas. Podía ir siempre que quisiera, en realidad. Pero Paul no quería interferir en la relación de ella con los chicos y comprendía la importancia de seguir con coherencia el programa establecido.
– ¿Querría describirse?
– ¿Disculpe?
– Es algo que pido a toda la gente a la que entrevisto. Se hacen el perfil mucho mejor que yo. ¿Quién va a conocerlo mejor que usted mismo?
– Cuando el administrador me pidió que le concediera esta entrevista y le enseñara el lugar, supuse que se trataba de un artículo acerca del museo, no de mí.
– Y así es. Saldrá en la revista Constitution del domingo que viene. Pero el editor también quiere algunos recuadros laterales con información sobre la gente clave. Sobre las personalidades que se esconden tras las exposiciones.
– ¿Y qué hay de los encargados?
– El administrador dice que es usted un verdadero puntal. Alguien en quien puede confiar ciegamente.
Paul se detuvo. ¿Cómo podía describirse? ¿Uno setenta y ocho de estatura, pelo y ojos castaños, con el cuerpo de quien corre cinco kilómetros diarios? No.
– ¿Qué tal un tipo con una cara normal, un cuerpo normal y una Personalidad normal? Alguien en quien confiar. La clase de tipo con quien te gustaría estar si te vieras atrapado en una trinchera.
– ¿La clase de tipo que se asegura de que tus posesiones se repartan como corresponde cuando ya no estás?
Paul no había hecho comentario alguno acerca de su trabajo como legalizador de testamentos. Era evidente que el reportero había hecho los deberes.
– Algo así.
– Ha mencionado las trincheras. ¿Ha estado en el ejército?
– La llamada a filas me pilló demasiado joven. Post Vietnam y todo eso.
– ¿Cuánto tiempo lleva ejerciendo?
– Como sabe que soy abogado legalizador, asumo que también sabe cuánto tiempo llevo en esta profesión.
– La verdad es que se me olvidó preguntarlo.
Una respuesta honesta. Bien.
– Llevo ya trece años en Pridgen & Woodworth.
– Sus colegas hablan muy bien de usted. Hablé con ellos el viernes.
Paul enarcó una ceja asombrado.
– Nadie me lo ha comentado.
– Les pedí que no lo hicieran. Al menos hasta después de hoy. Quería que nuestra charla fuera espontánea.
Llegaron más visitantes. La galería empezaba a llenarse y a resultar ruidosa.
– ¿Por qué no vamos a la Galería Edward? Hay menos gente. Tenemos expuestas algunas esculturas excelentes.
Abrió el camino por la entreplanta. La luz del sol caía sobre las pasarelas desde los amplios y gruesos ventanales que se abrían en el edificio, blanco como la porcelana. La pared norte estaba ocupada por un gigantesco dibujo a tinta. Desde la cafetería abierta les llegaba el aroma del café y las almendras.
– Es magnífico -dijo el reportero mientras echaba un vistazo alrededor-. ¿Cómo lo denominó el New York Times? ¿«El mejor museo que ninguna ciudad haya construido en una generación»?
– Nos sentimos muy complacidos con el entusiasmo del periódico. Nos ayudó a llenar las paredes. Después de aquello, los donantes empezaron a sentirse cómodos con nosotros.
Delante de ellos, en el centro del atrio, se alzaba un monolito de granito rojo pulimentado. Paul se dirigió instintivamente hacia él. Nunca pasaba por allí sin detenerse un momento. El periodista lo siguió. En la piedra había grabada una lista con veintinueve nombres. Su mirada siempre se dirigía hacia el centro.
YANCY CUTLER
4 de junio de 1936 – 23 de octubre de 1998
Jurista abnegado
Mecenas de las artes
Amigo del museo
MARLENE CUTLER
14 de mayo de 1938 – 23 de octubre de 1998
Esposa devota
Mecenas de las artes
Amiga del museo
– Su padre era miembro del Consejo, ¿no? -preguntó el joven.
– Sirvió durante treinta años. Ayudó a conseguir los fondos para el edificio. Mi madre también participó de forma activa.
Guardó silencio, reverente como siempre. Era el único monumento que existía en recuerdo de sus padres. El avión había estallado mar adentro. Veintinueve personas muertas. Todo el Consejo de dirección del museo, sus cónyuges y varios empleados. No se encontró ningún cuerpo. Tampoco hubo más explicación del suceso que una escueta conclusión de las autoridades italianas sobre la responsabilidad de un grupo terrorista separatista. Se presumía que el objetivo del atentado era el ministro italiano de Cultura, que se encontraba a bordo. Yancy y Marlene Cutler simplemente estaban en el lugar equivocado, en el momento equivocado.
– Eran buenas personas -dijo Paul-. Todos los echamos de menos.
Se volvió para guiar al reportero hacia la Galería Edwards, pero una guardia se dirigía hacia ellos desde el atrio.
– Señor Cutler, espere, por favor. -La mujer se acercó apresuradamente con expresión preocupada-. Acabamos de recibir una llamada para usted. Lo siento mucho. Su ex suegro ha muerto.
Atlanta, Georgia
Martes, 13 de mayo
Karol Borya fue enterrado a las once de una mañana de primavera encapotada y fría, impropia de mayo. El funeral fue muy concurrido. Paul ofició la ceremonia y presentó a tres viejos amigos de Borya, que ofrecieron conmovedores discursos. Después, también él pronunció algunas palabras.
Rachel estaba sentada delante, con María y Brent a su lado. Presidía el mitrado de la Iglesia ortodoxa de St. Methodius, de la que Karol era parroquiano. Fue una ceremonia pausada, bañada en lágrimas y acompañada por las interpretaciones que el coro hizo de la música de Chaikovski y Rachmaninov. El enterramiento se produjo en el cementerio ortodoxo adyacente a la iglesia, una tierra ondulada de arcilla roja y hierba que recibía la sombra de numerosos sicómoros. Cuando el ataúd fue introducido en la fosa, las palabras del sacerdote resonaron con el poder de la verdad: «Polvo eres y en polvo te convertirás».
Aunque Borya había adoptado por completo la cultura norteamericana, siempre había conservado una conexión religiosa con su patria y se había adherido de forma estricta a la doctrina ortodoxa. Paul no recordaba a su ex suegro como un hombre especialmente devoto, solo como alguien que creía solemnemente, y que había convertido esa creencia en una vida bondadosa. El anciano había mencionado muchas veces que le gustaría ser enterrado en Bielorrusia, entre los bosques de abedules, las tierras pantanosas y las colinas cubiertas de lino azul. Sus padres, hermanos y hermanas yacían en fosas comunes cuya localización exacta había muerto junto a los oficiales de las SS y los soldados alemanes que los habían asesinado. Paul pensó en hablar con alguien del Departamento de Estado sobre la posibilidad de un entierro en el extranjero, pero Rachel rechazó la idea y dijo que quería tener cerca a su padre y a su madre. También insistió en que la reunión posterior al funeral tuviera lugar en su propia casa y, durante más de dos horas, más de setenta personas no dejaron de entrar y salir. Los vecinos proporcionaron la comida y la bebida. Rachel habló educadamente con todo el mundo, aceptó las condolencias y expresó su agradecimiento.
Paul la observaba con atención. Parecía estar soportándolo bien. Alrededor de las dos de la tarde, desapareció en la planta alta. La encontró en el dormitorio que ambos habían compartido, sola. Hacía algún tiempo ya que no había pisado aquel cuarto.
– ¿Estás bien? -le preguntó.
Ella estaba sentada al borde de la cama con dosel y miraba la alfombra. Tenía los ojos hinchados de llorar. Paul se acercó.
– Sabía que este día tenía que llegar -dijo-. Ahora que los dos se han ido… Recuerdo cuando murió mamá. Creí que iba a ser el fin del mundo. No alcanzaba a entender por qué se la habían llevado.
Paul se había preguntado a menudo cuál era el origen de la actitud antirreligiosa de ella: resentimiento hacia un dios supuestamente misericordioso que privaba de forma tan cruel a una muchacha de su madre. Paul quería decírselo, consolarla, explicarle que la quería y que nunca dejaría de quererla. Pero se quedó quieto y luchó por contener las lágrimas.
– Mamá me leía constantemente. Es raro, pero lo que más recuerdo de ella es su voz. Su voz, tan amable. Y las historias que contaba… Apolo y Dafne. Las batallas de Perseo. Jasón y Medea. A los demás niños les contaban cuentos de hadas. -Sonrió débilmente-. A mí me contaban mitología.
Aquel comentario había supuesto una de las raras ocasiones en que ella mencionaba algo concreto sobre su niñez. No era un tema que a ella le gustara y en el pasado ya le había dejado claro que consideraba una intrusión cualquier pregunta al respecto.
– ¿Por eso lees a los chicos esa clase de cosas?
Rachel se limpió las lágrimas de la mejilla y asintió.
– Tu padre era un buen hombre. Lo quería mucho.
– Aunque lo nuestro no funcionara, siempre te vio como a un hijo. Me dijo que siempre sería así. -Lo miró-. Su mayor deseo era que volviéramos a estar juntos.
Y también lo era el de él, pero Paul no dijo nada.
– Tú y yo no hacíamos más que pelear -dijo Rachel-. Somos dos personas tercas.
Paul sintió la necesidad de responder ante aquello.
– No era lo único que hacíamos.
Rachel se encogió de hombros.
– En casa siempre fuiste el optimista.
Paul reparó en la fotografía familiar que había sobre la cómoda. Se la habían sacado un año antes del divorcio. ÉL Rachel y los niños. También había una fotografía de la boda, similar a la de abajo.
– Siento lo del otro martes por la noche -dijo ella-. Lo que dije cuando te marchaste. Ya sabes cómo me funciona la boca.
– No debería haberme entrometido. Lo que sucediera con Nettles no es asunto mío.
– No, tienes razón. Me excedí en mi reacción con él. Este temperamento no deja de meterme en líos. -Se limpió algunas lágrimas-. Tengo mucho que hacer. Este verano va a ser complicado. No había pensado en una carrera con oposición. Y ahora esto.
Paul no quiso poner voz a lo evidente: si fuera un poco más diplomática, quizá los abogados que se presentaban ante ella no se sintieran tan amenazados.
– Oye, ¿podrías encargarte tú de la herencia de papá? Yo ahora mismo no me veo con fuerzas.
Paul se acercó y le dio un débil apretón en el hombro. Ella no se resistió al gesto.
– Claro.
Rachel levantó la mano hacia la de él. Era la primera vez que se tocaban en muchos meses.
– Confío en ti. Sé que harás las cosas bien. Él hubiera querido que te encargaras tú de todo. Te respetaba.
Retiró la mano.
Paul hizo lo propio y empezó a pensar como un abogado. Necesitaba cualquier cosa para apartar su mente de aquella situación.
– ¿Sabes dónde puede estar su testamento?
– Mira por la casa. Probablemente esté en el estudio. O podría estar en el banco, en su caja de seguridad. No lo sé. Tengo la llave.
Se acercó al aparador. ¿La Reina de Hielo? No para él. Paul recordó su primer encuentro, doce años atrás, en una reunión del Colegio de Abogados de Atlanta. Él era entonces un callado socio de primer año en Pridgen & Woodworth. Ella, una agresiva ayudanta del fiscal del distrito. Salieron durante dos años antes de que ella sugiriera al fin la posibilidad de casarse. Al principio habían sido felices y los años pasaron rápidamente. ¿Qué salió mal? ¿Por qué no podían las cosas volver a ser como antes? Quizá ella tuviera razón. Quizá estuvieran mejor como amigos que como amantes.
Pero esperaba que no fuera así.
Aceptó la llave de la caja de seguridad que ella le ofrecía.
– No te preocupes, Rach. Yo me encargaré de todo.
Dejó la casa de Rachel y se dirigió directamente hacia la de Karol Borya. Tardó menos de media hora en atravesar una combinación de bulevares comerciales atestados y caóticas calles vecinales.
Estacionó en el camino de entrada de la casa y vio el Oldsmobile de Borya en el garaje. Rachel le había dado la llave de la casa y abrió la puerta principal. Su mirada se vio atraída de inmediato hacia el suelo del vestíbulo y después hacia la barandilla de la escalera; algunos de sus barrotes se habían partido y otros sobresalían en ángulos extraños. Los escalones de roble no mostraban señal alguna de impacto, pero la policía había dicho que el anciano se había golpeado con uno y que después había caído dando tumbos hasta morir. Su viejo cuello de ochenta y un años se había roto en el proceso. La autopsia confirmó las heridas y la causa aparente.
Un trágico accidente.
Allí de pie, rodeado por el silencio y la quietud, se vio atravesado por una extraña combinación de arrepentimiento y tristeza. Siempre había disfrutado al acudir a aquella casa a hablar de arte y de los Braves. Ahora el anciano se había marchado. Otro vínculo más con Rachel que quedaba roto. Pero también era un amigo el que había partido. Borya había sido como un padre para él. Se habían acercado especialmente después de la muerte de sus padres. Borya y su consuegro habían sido buenos amigos, unidos como estaban por el mundo del arte. Recordó a los dos hombres y se le encogió el corazón.
Hombres buenos que habían desaparecido para siempre.
Decidió seguir el consejo de Rachel y mirar primero arriba, en el estudio. Sabía que el testamento existía. Él mismo había realizado el borrador hacía algunos años y dudaba que Borya lo hubiera llevado a cualquier otro abogado para modificar la redacción. Sin duda había un ejemplar en la empresa, en el archivo de jubilados, y de ser necesario, podría usar ese. Pero el original superaría mucho más rápidamente todos los trámites legales.
Subió las escaleras y registró el estudio. Había artículos de revistas sobre el sillón y algunos dispersos por la alfombra. Hojeó las páginas. Todos ellos estaban relacionados con la Habitación de Ámbar. Borya había hablado muchas veces de aquella reliquia a lo largo de los años y a Paul le habían parecido las palabras de un ruso blanco que añoraba ver el tesoro restaurado en el Palacio de Catalina. Sin embargo, no había llegado a comprender la intensidad del interés de aquel hombre, que aparentemente lo había llevado a coleccionar artículos y recortes que en algunos casos se remontaban treinta años en el tiempo.
Revisó los cajones del escritorio y los archivadores, pero no encontró el testamento.
Miró en las estanterías. A Borya le encantaba leer. Homero, Hugo, Poe y Tolstoi se alineaban en las estanterías, junto a un volumen de cuentos de hadas rusos, un ejemplar de las Histories de Churchill y otro encuadernado en cuero de las Metamorfosis de Ovidio. Parecía que también le gustaban los escritores sureños, ya que las obras de Flannery O’Connor y Katherine Anne Porter formaban parte de su colección.
Su mirada se vio atraída hacia el banderín en la pared. El anciano lo había comprado en un quiosco de Centennial Park, durante las olimpiadas. Un caballero plateado a lomos de un caballo sobre sus cuartos traseros, el hombre con la espada desenvainada y una cruz dorada de seis puntas adornando el escudo. El campo era de color rojo sangre, el símbolo del valor y el coraje según había dicho Borya, bordeado en blanco para encarnar la libertad y la pureza. Se trataba del emblema nacional de Bielorrusia, un desafiante icono de determinación.
El propio Borya era muy similar.
Le habían encantado las olimpiadas. Habían acudido a varias competiciones y allí estuvieron cuando Bielorrusia ganó la medalla en remo femenino. Su nación se hizo con otras catorce medallas (seis de plata y ocho de bronce en disco, heptatlón, gimnasia y lucha) y Borya se sintió orgulloso de todas y cada una de ellas. Aunque era estadounidense por osmosis, no había duda de que su suegro seguía siendo un ruso blanco de corazón.
Paul volvió abajo y registró cuidadosamente los cajones y armarios, aunque no dio con lo que buscaba. El mapa de Alemania seguía desplegado sobre la mesilla de café. Allí estaba también el USA Today que le había dado a Borya.
Se dirigió hacia la cocina y la registró con la extraña esperanza de que allí hubiera guardado los papeles importantes. Una vez se había hecho cargo del caso de una mujer que guardaba el testamento en el congelador, así que en un acceso absurdo abrió las puertas dobles del refrigerador. Le sorprendió ver una carpeta junto a la máquina del hielo.
La sacó y la abrió. Estaba muy fría.
Más artículos acerca de la Habitación de Ámbar. Algunos se remontaban a los años 40 y 50, pero había otros de hacía apenas dos años. Se preguntó qué estarían haciendo en el congelador. Decidió que en aquel momento era más importante dar con el testamento, de modo que se quedó con la carpeta y se dirigió al banco.
El cartel que anunciaba el Georgia Citizens Bank en Carr Boulevard marcaba las tres y veintitrés de la tarde cuando entró en el estacionamiento atestado. Desde que había trabajado allí antes de entrar en Derecho, siempre había tenido cuenta en el banco.
El director, un hombre ratonil con cada vez menos pelo, se negó en un primer momento a acceder a la caja de seguridad de Borya. Después de una rápida llamada telefónica a su despacho, la secretaria de Paul envió por fax una carta de representación que Paul firmó, con lo que atestiguaba que era el encargado de la herencia del fallecido Karol Borya. La carta pareció satisfacer al director. Al menos, en caso de que apareciera un heredero quejándose por encontrar vacía la caja de seguridad, tendría algo que enseñarle.
La ley de Georgia incluía una provisión específica que permitía a los representantes de herencias acceder a las cajas de seguridad con el fin de buscar testamentos. Paul había hecho uso de dicha ley en numerosas ocasiones y casi todos los directores de sucursal estaban familiarizados con la provisión. Sin embargo, de vez en cuando surgía alguna dificultad.
El hombre lo condujo hasta la cámara y las hileras de casilleros de acero inoxidable. La posesión de la llave número cuarenta y cinco pareció confirmar la autenticidad de todo el procedimiento. Paul sabía que la ley requería que el director se quedara, revisara los contenidos y anotase con exactitud quién se llevaba qué. Abrió la caja y deslizó el estrecho rectángulo con el chirrido del metal contra el metal.
Dentro había un único fajo de papeles unido con goma elástica. Uno de los documentos tenía pastas azules y Paul reconoció de inmediato el testamento que había escrito hacía años. Junto a él había más de una decena de sobres blancos. Los revisó por encima. Todas eran cartas de un tal Danya Chapaev dirigidas a Borya. Plegadas cuidadosamente, en el fajo había también copias de cartas de Borya dirigidas a Chapaev. Todas las misivas estaban escritas en inglés. El último documento era un sobre blanco liso, sellado, con el nombre de Rachel escrito con tinta azul.
– Las cartas y este sobre están unidos al testamento. Es evidente que el señor Borya pretendía que se trataran como una unidad. No hay nada más en la caja. Me lo llevo todo.
– Se nos ha instruido que en situaciones así solo debemos desprendernos del testamento.
– Todo estaba en un único paquete. Estos sobres pueden estar relacionados con el testamento. La ley estipula que puedo llevármelos.
El director titubeó.
– Tendré que llamar al despacho legal general para que me den el visto bueno.
– ¿Qué problema hay? No hay queja posible. Yo escribí este testamento. Sé lo que dice. La única heredera del señor Borya era su hija. Yo estoy aquí en su nombre.
– Da igual, tengo que consultarlo con nuestro abogado.
Paul ya se había cansado.
– Hágalo. Dígale a Cathy Holden que Paul Cutler está en su banco aguantando las gilipolleces de alguien que demuestra a todas luces desconocer la ley. Dígale que si tengo que ir al juzgado a conseguir una orden que me permita llevarme lo que podría coger ahora mismo, el banco tendrá que compensarme los doscientos veinte dólares la hora que pienso exigir por las molestias.
El director pareció considerar aquellas palabras.
– ¿Conoce a nuestra consejera general?
– Antes trabajaba para ella.
El director ponderó su predicamento en silencio.
– Lléveselos -dijo por fin-. Pero firme aquí.
Danya,
Cómo me duele el corazón todos los días por lo que le ha sucedido a Yancy Cutler. Qué buen hombre fue y su esposa qué buena mujer. Los demás pasajeros de ese avión eran también buena gente. Buena gente que no debería morir ni tan violenta ni tan repentinamente. Mi yerno sufre profundamente y me consume pensar que yo podría ser el responsable. Yancy me telefoneó la noche anterior al accidente. Había logrado localizar al viejo que tú mencionabas y cuyo hermano trabajaba en la hacienda Loring. Tenías razón. Nunca debería haber pedido a Yancy que siguiera indagando mientras estaba en Italia. No estuvo bien involucrar a otros. Esa carga descansa sobre mis hombros y sobre los tuyos. ¿Pero por qué hemos sobrevivido nosotros? ¿No saben dónde estamos? ¿Lo que sabemos? Quizá ya no representemos una amenaza. Solo aquellos que hacen preguntas y se acercan demasiado llaman su atención. Quizá la indiferencia sea mucho mejor que la curiosidad. Han pasado tantos años ya que la Habitación de Ámbar parece más un recuerdo que una de las maravillas del mundo. ¿A alguien le sigue importando, acaso? Cuídate mucho, Danya. Mantente en contacto.
Karol
Danya,
Hoy ha venido la kgb. Un gordo checheno que olía a alcantarilla. Me ha dicho que encontró mi nombre en los registros de la Comisión. Yo pensaba que el rastro sería demasiado antiguo y demasiado frío va como para poder seguirlo. Pero me equivocaba. Ten cuidado. Me preguntó si seguías vivo. Le dije lo de siempre. Creo que somos los dos únicos que quedamos entre los viejos. Tantos amigos muertos ya… Qué triste. Puede que tengas razón. Nada de cartas, por si acaso. Especialmente ahora que saben dónde me encuentro. Mi hija está a punto de dar a luz. Mi segundo nieto. Una niña, me han dicho. Ciencia moderna. Prefería cómo era antes, cuando se mantenía la duda hasta el final. Pero una niñita estaría muy bien. Mi nieto es toda una alegría. Espero que los tuyos estén bien. Cuídate, viejo amigo.
Karol
Querido Karol,
El recorte adjunto pertenece al periódico de Bonn. Yeltsin ha llegado a Alemania proclamando que sabe dónde está escondida la Habitación de Ámbar. Los periódicos y revistas se pusieron patas arriba con el anuncio. ¿Ha llegado hasta el otro lado del océano? Asegura que unos estudiosos han descubierto la información en los viejos registros soviéticos. La Comisión Extraordinaria para los Crímenes contra Rusia, nos llamó Yeltsin. ¡Ja! Lo único que consiguió ese estúpido fue sacar quinientos millones de marcos en ayudas a Bonn y después pidió disculpas y dijo que los registros no hacían referencia a la Habitación de Ámbar, sino a otros tesoros robados en Leningrado. Más mierda rusa. Rusos, soviéticos, nazis… Son todos iguales. El discurso actual sobre la restauración de la herencia rusa no es más que propaganda. Lo que hacen es vender nuestra herencia. Los periódicos se llenan todos los días con noticias sobre la venta de cuadros, esculturas y joyas. Están vendiendo nuestra historia de cualquier manera. Debemos mantener a salvo los paneles. Se acabaron las cartas, al menos durante un tiempo. Te agradezco la fotografía de tu nieta. Qué alegría debe procurarte… Salud, amigo mío.
Danya
Danya,
Espero que esta carta te encuentre con buena salud. Ha pasado demasiado desde la última vez que te escribí. He pensado que después de tres años es probable que sea seguro. No ha habido más visitas y he encontrado muy pocas informaciones referentes a los paneles. Desde nuestra última comunicación, mi hija y su marido se han divorciado. Se quieren, pero simplemente son incapaces de vivir juntos. Mis nietos están bien. Espero que los tuyos también lo estén. Los dos somos viejos. Sería bonito aventurarse y ver si los paneles siguen realmente ahí. Pero ninguno de los dos es capaz de acometer el viaje. Además, podría seguir siendo peligroso. Alguien aguardaba al acecho cuando Yancy Cutler estuvo haciendo preguntas acerca de Loring. Sé en lo más profundo que esa bomba no iba dirigida a un ministro italiano. Sigo doliéndome por los Cutler. Ya han muerto muchos buscando la Habitación de Ámbar. Quizá debería permanecer perdida. No importa. Ninguno de los dos podrá seguir protegiéndola mucho tiempo. Buena salud, viejo amigo.
Karol
Rachel,
Mi preciado tesoro. Mi única hija. Tu padre descansa ya en paz con tu madre. Sin duda estaremos juntos, ya que un Dios misericordioso no negaría a dos personas que se aman la posibilidad de vivir en dicha eterna. Me he decidido a escribir esta nota para decirte lo que probablemente debería haberte dicho en vida. Siempre has sabido de mi pasado, has conocido lo que hice para los soviéticos antes de emigrar. Robé obras de arte. No era más que un ladrón, aunque sancionado y animado por Stalin. En aquellos tiempos lo justificaba todo con mi odio hacia los nazis, pero estaba equivocado. Robamos muchas cosas a mucha gente en nombre de supuestas reparaciones. Lo que buscamos con más ahínco fue la Habitación de Ámbar. Nuestra por herencia, robada por los invasores. Las cartas adjuntas a esta nota narran parte de la historia de nuestra búsqueda. Mi viejo amigo Danya y yo hemos buscado muchísimo. ¿Que si la encontramos? Quizá. Ninguno de los dos llegó a ir al lugar para comprobarlo. En aquellos días había demasiados ojos atentos y, para cuando logramos estrechar el cerco, los dos comprendíamos ya que los soviéticos eran mucho peores que los alemanes. De modo que la dejamos en paz. Danya y yo juramos no revelar jamás lo que sabíamos, o quizá lo que creíamos saber. Solo cuando Yancy se ofreció voluntario para realizar discretas indagaciones, y así comprobar una información que yo había considerado creíble en el pasado, comencé a investigar de nuevo. Yancy estaba indagando durante su último viaje a Italia. El que la explosión del avión sea o no achacable a esta cuestión es algo que bien podría no llegar a saberse nunca. Lo único que sé es que la búsqueda de la Habitación de Ámbar ha demostrado ser peligrosa. Quizá el peligro proceda de aquellos que Danya y yo sospechamos. Quizá no. Hace años que no sé nada de mi viejo camarada. La última carta que le envié no tuvo respuesta. Quizá esté también aquí conmigo. Mi preciosa Maya. Mi querido Danya. Buenos compañeros para la eternidad. Espero que tardes muchos, muchos años en unirte a nosotros, mi amor. Que tengas una buena vida. Que tengas éxito. Cuida de María y de Brent. Los quiero muchísimo. Estoy orgulloso de ti. Sé buena. Quizá podrías dar a Paul otra oportunidad. Pero nunca, absolutamente nunca te entrometas con la Habitación de Ámbar. Recuerda la historia de Faetón y las lágrimas de las Helíades. Aprende de su ambición y su desdicha. Quizá algún día los paneles sean encontrados. Yo espero que no. No se deberían confiar tesoros tales a los políticos. Hay que dejarlos en su tumba. Dile a Paul que lo lamento mucho. Te quiero.
18:34
El corazón de Paul latía desbocado mientras Rachel leía la nota de despedida de su padre con lágrimas en los ojos. Podía sentir su dolor. Era difícil distinguir dónde terminaba el de él y comenzaba el de ella.
– Escribía con mucha elegancia… -dijo Rachel.
Él estaba de acuerdo.
– Aprendió muy bien el inglés y leía constantemente. Sabía mucho más que yo sobre verbos adjetivados y gramática, y… Creo que hablaba como lo hacía de forma consciente, para no alejarse demasiado de su herencia. Pobre papá.
Rachel llevaba el pelo castaño rojizo recogido en una coleta. No se había maquillado y vestía un albornoz blanco sobre un pijama de franela. Todos los invitados se habían marchado por fin de la casa. Los niños estaban en su respectivo cuarto, aún conmocionados por las emociones de la jornada. Lucy correteaba por el salón.
– ¿Has leído todas estas cartas? -preguntó Rachel.
Paul asintió.
– Cuando salí del banco. Fui directamente a casa de tu padre para recoger todo lo demás.
Estaban sentados en el comedor. Su viejo comedor. Las dos carpetas con artículos sobre la Habitación de Ámbar, un mapa de Alemania, el USA Today, el testamento, todas las cartas y la nota para Rachel estaban repartidas sobre la mesa. Paul le había explicado todo lo que había encontrado y dónde. También le habló del artículo del USA Today que su padre le había pedido específicamente el martes y de sus preguntas acerca de Wayland McKoy.
– Papá estaba viendo algo sobre eso en la cnn cuando le dejé a los niños. Recuerdo el nombre. -Rachel se estremeció en la silla-. ¿Qué hacía esa carpeta metida en el congelador? No es algo propio de él. ¿Qué está sucediendo, Paul?
– No lo sé. Pero es evidente que Karol estaba interesado en la Habitación de Ámbar. -Señaló la última nota de Borya-. ¿A qué se refiere con eso de Faetón y las lágrimas de las Helíades?
– Es otra historia que mamá me contaba cuando era pequeña. Faetón era el hijo mortal de Helios, el dios del Sol. A mí me fascinaba. A papá le encantaba la mitología. Decía que esas fantasías fueron una de las cosas que le permitieron sobrevivir a Mauthausen. -Revisó los recortes y fotografías, y estudió alguno de ellos con atención-. Se creía responsable por lo que les sucedió a tus padres y a los demás en aquel avión. No lo entiendo.
Tampoco Paul lo comprendía. Y no había pensado en mucho más desde hacía dos horas.
– ¿No estaban tus padres en Italia por asuntos del museo?
– Estaba todo el Consejo. El viaje pretendía asegurar el préstamo de algunas obras por parte de varios museos italianos.
– Papá parecía pensar que había alguna conexión.
Paul también recordaba algo de lo escrito por Borya: «Nunca debería haberle pedido a Yancy que siguiera indagando mientras estaba en Italia».
¿A qué se referiría con «siguiera»?
– ¿Es que no quieres saber lo que sucedió? -preguntó de repente Rachel, elevando la voz.
A Paul nunca le había gustado ese tono y tampoco le gustó entonces.
– Yo no he dicho eso. Pero ya han pasado seis años y sería prácticamente imposible descubrir nada. Dios mío, Rachel, ni siquiera se hallaron los cuerpos.
– Paul, ¿cabe la posibilidad de que tus padres fueran asesinados y no quieres saber nada al respecto?
Impetuosa y testaruda. ¿Qué había dicho Karol? «Eso también sacó de su madre.» Cierto.
– Tampoco he dicho eso. Pero no hay nada práctico que podamos hacer.
– Podemos encontrar a Danya Chapaev.
– ¿A qué te refieres?
– Chapaev. Podría seguir vivo. -Miró en los sobres las direcciones del remitente-. Kehlheim no puede ser muy difícil de encontrar.
– Está en el sur de Alemania, en Baviera. Lo encontré en el mapa.
– ¿Ya lo has buscado?
– No es que fuera muy difícil. Karol lo había rodeado con un círculo.
Rachel desplegó el mapa y lo comprobó.
– Papá decía que sabían algo acerca de la Habitación de Ámbar, pero que nunca llegaron a comprobarlo en persona. Quizá Chapaev pueda decirnos de qué se trataba.
Paul no daba crédito a lo que acababa de oír.
– ¿Pero no has leído lo que ha escrito tu padre? Te ha dicho que te olvides de la Habitación de Ámbar. Si algo quería que no hicieras, es precisamente buscar a Chapaev.
– Chapaev podría saber más acerca de lo que les sucedió a tus padres.
– Soy abogado, Rachel, no investigador internacional.
– Muy bien. Pues llevemos el caso a la policía. Ellos pueden investigarlo.
– Eso es mucho más práctico que tu primera sugerencia. Pero sigue tratándose de un rastro de varios años.
Ella endureció el semblante.
– Espero sinceramente que María y Brent no hereden tu complacencia. Prefiero pensar que ellos sí querrían saber lo sucedido si un avión saltara por los aires contigo y conmigo dentro.
Rachel sabía exactamente qué botones pulsar. Aquella era una de las cosas que menos soportaba de ella.
– ¿Has leído esos artículos? -preguntó Paul-. La gente muere al buscar la Habitación de Ámbar. Quizá también mis padres. Quizá no. Pero una cosa es segura: tu padre no quería que te involucraras. Estás completamente fuera de tu elemento. Tus conocimientos de arte caben en un dedal.
– Junto con tus arrestos.
Paul le clavó la mirada con dureza, se mordió la lengua y trató de ser comprensivo. Rachel había enterrado a su padre esa misma mañana. Sin embargo, una palabra no dejaba de retumbar dentro de su cerebro.
Perra.
Inspiró profundamente.
– Tu segunda sugerencia es la más práctica -repitió en voz baja-. ¿Por qué no dejamos que la policía se encargue de esto? Entiendo lo disgustada que estás. Pero, Rachel, la muerte de Karol fue un accidente.
– El problema, Paul, es que de no ser así habría que añadir a mi padre a la lista de bajas, junto con los tuyos. -Lo taladró con una de las miradas patentadas que tantas veces Paul había tenido que soportar-. ¿Sigues queriendo ir por la vía práctica?
Miércoles 14 de mayo, 10:25
Rachel se obligó a salir de la cama y vestir a los niños. Después los dejó en el colegio y se dirigió, reacia, al juzgado. No pisaba el despacho desde el pasado viernes, pues se había tomado libres el lunes y el martes.
Su secretaria le facilitó las cosas cuanto pudo a lo largo de la mañana, redirigiendo llamadas y rechazando visitantes, abogados y otros jueces. En principio, aquella semana había sido reservada para juicios civiles con jurado, pero todos habían sido pospuestos apresuradamente. Hacía una hora, Rachel había llamado al Departamento de Policía de Atlanta y había solicitado la visita a su despacho de algún agente de Homicidios. No era la jueza más popular entre los miembros del cuerpo. Al principio todos parecieron asumir que, como en el pasado había sido una fiscal batalladora, como jueza sería favorable a la policía. Pero sus decisiones, de tener que etiquetarse de algún modo, tendían a decantarse a favor de las defensas. «Liberal» era el término que les gustaba usar a la prensa y a la Fraternal Orden de la Policía. «Traidora» era el epíteto que, por lo que le habían dicho, empleaban muchos detectives de narcóticos por lo bajo. Pero a ella no le importaba. La Constitución estaba allí para proteger a la gente. Se suponía que la policía debía actuar dentro de sus límites, no fuera de ellos. Su trabajo como jueza era asegurarse de que no se tomaran atajos. ¿Cuántas veces había predicado su padre: «Cuando el Gobierno se enfrenta a la ley, la tiranía no anda lejos»?
Y si alguien sabía de esas cosas, era él.
– Jueza Cutler-dijo su secretaria a través del interfono. La mayoría de las veces se trataban simplemente como Rachel y Sami. Solo cuando había alguien más presente se dirigía a ella como «jueza»-. Está aquí el teniente Barlow de la policía de Atlanta, como respuesta a su llamada.
Rachel se limpió rápidamente los ojos con un pañuelo. La fotografía de su padre sobre el aparador le había arrancado más lágrimas. Se puso en pie y se alisó la falda de algodón y la blusa.
La puerta forrada se abrió para dejar paso a un hombre delgado y con el pelo negro y ondulado. Este cerró la puerta tras él y se presentó como Mike Barlow, asignado a la división de Homicidios.
Rachel recobró su compostura judicial y le ofreció asiento.
– Le agradezco que haya venido, teniente.
– No hay problema. El departamento siempre trata de agradar a las togas.
Aunque Rachel lo dudaba: el tono era cordial hasta lo irritante, rayano en lo condescendiente.
– Tras su llamada, consulté el informe sobre la muerte de su padre. Lamento su pérdida. Parece uno de esos accidentes que suceden en ocasiones.
– Mi padre era bastante independiente. Seguía conduciendo. No tenía problemas reales de salud y durante años subió y bajó esas escaleras sin problemas.
– ¿Adonde quiere llegar?
Aquel tono le gustaba cada vez menos.
– Dígamelo usted.
– Jueza, entiendo el mensaje. Pero no veo nada que sugiera juego sucio.
– Sobrevivió a los campos de concentración de los nazis, teniente. Sabía subir una escalera.
Barlow no parecía persuadido.
– El informe no indica que se echara nada en falta. Su cartera estaba en el aparador. El televisor, la cadena de música y el vídeo seguían allí. Ambas puertas estaban cerradas sin llave. No hay evidencia alguna de que se forzaran las entradas. ¿Dónde está el ladrón?
– Mi padre nunca cerraba las puertas con llave.
– Pues eso no es muy inteligente, aunque tampoco parece que haya contribuido a su muerte. Mire, es cierto que, en ocasiones, la falta de pruebas de robo puede llegar a implicar un asesinato, pero nada sugiere que hubiera nadie siquiera cerca en el momento de la muerte.
Rachel sintió curiosidad.
– ¿Registró su gente la casa?
– Me han dicho que echaron un vistazo, tampoco muy exhaustivo. No parecía haber necesidad. Me tiene intrigado: ¿cuál cree usted que sería el motivo del asesinato? ¿Su padre tenía enemigos?
Rachel no respondió, sino que contraatacó con otra pregunta:
– ¿Qué dijo el médico forense?
– Cuello roto. Causado por la caída. No hay evidencias de otros traumatismos, salvo los golpes en brazos y piernas provocados por la caída. Repito, jueza: ¿qué le hace pensar que la muerte de su padre fuera otra cosa que accidental?
Rachel consideró la posibilidad de hablarle de la carpeta en el congelador, de Danya Chapaev, de la Habitación de Ámbar y de los padres de Paul. Pero aquel imbécil arrogante ni siquiera se sentía cómodo estando allí y ella sonaba como una fanática de las conspiraciones. El policía tenía razón. No había prueba alguna de que su padre hubiera sido empujado escaleras abajo. Nada que relacionara su muerte con ninguna «maldición de la Habitación de Ámbar», como sugería uno de los artículos. ¿Qué más daba que a su padre le interesara aquel tema? Le encantaba el arte. En el pasado se había convertido en su trabajo diario. ¿Qué importancia tenía que estuviera leyendo artículos en su estudio, que ocultara algunos más en el congelador, que tuviera un mapa de Alemania desplegado en la salita y que se sintiera sumamente interesado en un hombre que se dirigía a Alemania para excavar en grutas olvidadas? De ahí al asesinato había un salto muy grande. Quizá Paul tuviera razón. Decidió no seguir ese camino con aquel hombre.
– Nada, teniente. Tiene usted toda la razón. No fue más que una trágica caída. Gracias por acercarse.
Rachel, sentada en su despacho, se sentía deprimida y recordaba el día en que, cuando ella contaba dieciséis años, su padre le habló por primera vez de Mauthausen, de cómo los rusos y los holandeses trabajaban en la cantera subiendo toneladas de piedra por una larga serie de angostos escalones hasta el campamento, donde otros prisioneros la cincelaban para obtener ladrillos.
Sin embargo, los judíos no tenían tanta suerte. Todos los días, algunos eran arrojados por el acantilado hacia la cantera por simple deporte. Sus gritos resonaban mientras volaban por los aires y los guardias apostaban por el número de veces que rebotarían la carne y los huesos antes de quedar silenciados por la muerte. Su padre le explicó que las SS acabaron por abolir esta práctica porque interrumpía los trabajos.
«No porque estuvieran matando a la gente», recordó Rachel, «sino porque afectaba negativamente al trabajo».
Su padre lloró aquel día, una de las pocas veces que le había visto hacerlo, y ella tampoco pudo controlarse. Su madre le había hablado acerca de las experiencias de guerra de su padre y de lo que había hecho después, pero el apenas mencionaba aquella época. Rachel siempre había sabido del tatuaje difuminado en el antebrazo derecho y se había preguntado qué significaba.
«Nos obligaban a chocarnos contra la valla electrificada. Algunos lo hacían voluntariamente, cansados de la tortura. Otros eran fusilados o ahorcados, o recibían una inyección en el corazón. El gas llegó después.»
Recordó haberle preguntado cuántos habían muerto en Mauthausen. Él le dijo sin asomo de dudas que el sesenta por ciento de los doscientos mil reclusos no llegaron a salir. Él llegó en abril de 1944. Los judíos húngaros aparecieron poco después y hasta el último de ellos murió como las ovejas» en el matadero. Él mismo había ayudado a transportar los cadáveres desde la cámara de gas hasta el horno crematorio, un ritual diario, rutinario, como sacar la basura, en palabras de los guardias. Rachel recordó cómo le habló de una noche en particular, hacia el final, en que Hermann Goring llegó al campamento vestido con un uniforme gris perla.
«El mal ambulante», lo había llamado.
Göring había ordenado el asesinato de cuatro alemanes y su padre había sido uno de los responsables de verter agua sobre sus cuerpos desnudos hasta que murieron congelados. Göring permaneció todo el tiempo impasible, frotando una pieza de ámbar mientras los interrogaba acerca de la habitación. De todo el horror que había vivido en Mauthausen, le había dicho su padre, aquella noche con Göring fue la que lo acompañaría siempre.
La que decidiría su rumbo en la vida.
Después de la guerra fue enviado a entrevistar a Göring en prisión, durante los juicios de Nuremberg.
«¿Te recordaba?», le había preguntado ella.
«Mi rostro en Mauthausen no significaba nada para él».
Pero Göring sí recordaba la noche de tortura y dijo que había admirado en gran medida a los soldados por resistir. La superioridad alemana, la raza, le aseguró. El amor que Rachel sentía por su padre se multiplicó por diez después de oírlo por fin hablar de Mauthausen. Karol Borya había soportado cosas inimaginables y su mera supervivencia era toda una hazaña. Pero era la supervivencia con la cordura intacta lo que parecía poco menos que un milagro.
Sentada en el silencio de su despacho, Rachel lloró. Aquel hombre maravilloso se había marchado. Su voz permanecería silenciosa para siempre; su amor solo sería un recuerdo. Por primera vez en su vida estaba sola. Toda la familia de sus padres había perecido en la guerra o resultaba imposible acceder a ella, perdida por Bielorrusia, completos extraños en realidad, unidos a ella únicamente por los genes. Solo quedaban sus dos hijos. Recordó cómo había terminado aquella conversación acerca de Mauthausen, veinticuatro años atrás.
«Papá, ¿llegaste a encontrar la Habitación de Ámbar?».
Él la miró con ojos afligidos. Rachel se preguntó entonces, y lo hacía ahora, si había algo que quisiera decirle. Algo que ella necesitara saber. O que quizá debiera no saber. No podía asegurarlo. Sus palabras no la ayudaron a aclarar la cuestión.
«No, mi amor.»
Pero su tono le recordó a las ocasiones en que le aseguró que existían Papá Noel, los Reyes Magos y el Ratoncito Pérez. Palabras huecas que simplemente había que pronunciar. Ahora, después de leer las cartas que su padre y Danya Chapaev se habían cruzado y la nota manuscrita, Rachel estaba convencida de que allí se ocultaba mucho más. Su padre guardaba un secreto y, al parecer, desde hacía años.
Pero había muerto.
Solo quedaba uno vivo.
Danya Chapaev.
Y ella sabía lo que debía hacer.
Salió del ascensor en la planta veintitrés y se dirigió hacia las puertas forradas con el cartel que rezaba «Pridgen & Woodworth». El bufete ocupaba por completo las plantas veintitrés y veinticuatro de aquel rascacielos del centro. La división testamentaría se encontraba abajo.
Paul había empezado a trabajar allí nada más acabar la carrera. Ella había estado primero en la oficina del fiscal del distrito y después en otro bufete de Atlanta. Se conocieron once meses más tarde y se casaron dos años después. El cortejo había sido como todo lo que hacía Paul, que nunca tenía prisa pomada. Cuidadoso. Calculado. Temeroso de arriesgarse, de lanzarse a la piscina, de cometer un fallo. Había sido ella la que había propuesto el matrimonio y él había aceptado de inmediato.
Era un hombre atractivo, siempre lo había sido. No era ni duro ni audaz, solo atractivo de un modo ordinario. Y era honesto. Además de ser fiel hasta el fanatismo. Pero su inasequible dedicación a la tradición se había ido tornando fastidiosa con el tiempo. ¿Por qué no variar la cena de los domingos de vez en cuando? Filete, patatas, maíz, guisantes, rollos y té helado. Todos los domingos, durante años. No es que Paul lo exigiese, pero repetir las mismas cosas una y otra vez lo satisfacía. Al principio a ella le había gustado aquella previsibilidad. Resultaba reconfortante. Era un valor conocido que estabilizaba su propio mundo.
Hacia el final, se había convertido en un auténtico coñazo.
¿Pero por qué?
¿Tan mala era la rutina?
Paúl era un hombre bueno, decente, de éxito. Estaba orgullosa de él, aunque raramente lo había expresado. Era el siguiente en la línea para dirigir el departamento testamentario. No estaba mal en un hombre de cuarenta y un años que había necesitado dos intentos para entrar en la carrera de Derecho. Pero Paul conocía las leyes que le correspondían. No estudiaba otra cosa y se concentraba hasta en el más ínfimo de sus detalles, llegando a servir en comités legislativos. Era un experto reconocido en la materia y Pridgen & Woodworth le pagaba una buena suma para evitar que otro bufete se lo arrebatara. La firma gestionaba miles de herencias, muchas de ellas cuantiosas, y Rachel sabía que la mayoría habían llegado gracias a la reputación de Paul Cutler, conocido en todo el estado.
Atravesó las puertas y recorrió el dédalo de pasillos hasta el despacho de Paul. Había llamado antes de salir de su despacho, de modo que la esperaba. Entró directamente y cerró la puerta tras ella.
– Me marcho a Alemania -anunció.
– ¿Para encontrar a Chapaev? Probablemente esté muerto. Ni siquiera respondió a la última carta de tu padre.
– Hay algo que necesito hacer.
Paul se levantó de su butaca.
– ¿Por qué siempre tienes que estar haciendo algo?
– Papá sabía dónde estaba la Habitación de Ámbar. Le debo comprobar si es cierto.
– ¿Le debes? -Paul había empezado a elevar el tono-. Lo que le debes es honrar su última voluntad, que establecía que te mantuvieras alejada de todo ello. Si es que hay un ello, por cierto. Mierda, Rachel, tienes cuarenta años. ¿Cuándo vas a crecer?
Ella permaneció sorprendentemente calmada, teniendo en cuenta lo mal que le sentaban aquellos sermones.
– No quiero pelear, Paul. Necesito que cuides de los niños. ¿Podrás encargarte?
– Qué típico, Rachel. Tírate al vacío. Haz lo primero que se te pase por la cabeza. No pienses. Tú hazlo.
– ¿Cuidarás de los chicos?
– Si dijera que no, ¿te quedarías?
– Llamaría a tu hermano.
Paul volvió a sentarse. Su expresión era de rendición.
– Puedes quedarte en casa -le dijo ella-. Será más sencillo para los chavales. Aún están un poco agitados con lo de papá.
– Y lo estarían más si supieran lo que iba a hacer su madre. ¿Y te has olvidado de las elecciones, por cierto? Quedan menos de ocho semanas y tienes a dos rivales dejándose el culo para ganarte, y ahora con el dinero de Marcus Nettles.
– Que le den a las elecciones. Que se quede Nettles con el puto juzgado. Esto es más importante.
– ¿Qué es más importante? Ni siquiera sabemos de qué estamos hablando. ¿Y qué hay de tus causas pendientes? ¿Te crees que puedes levantarte y marcharte?
Rachel le concedió dos puntos por el buen intento, pero aquello no iba a desanimarla.
– El jefe del juzgado lo ha entendido. Le dije que necesitaba algún tiempo para reponerme. Hace dos años que no me cojo vacaciones. Me deben muchos días.
Paul negó con la cabeza.
– Te largas a Baviera a la absurda búsqueda de un hombre que probablemente esté muerto, para buscar algo que probablemente se haya perdido para siempre. No eres la primera en buscar la Habitación de Ámbar. Hay gente que ha dedicado toda su vida a buscarla, sin obtener resultado.
Ella no pensaba ceder.
– Papá sabía algo importante. Lo siento. Este Chapaev podría saberlo también.
– Estás soñando.
– Y tú eres patético.
Lamentó al instante tanto las palabras como el tono. No había necesidad de herirlo.
– Voy a ignorar eso porque sé que estás muy afectada -dijo él lentamente.
– Me marcho mañana por la noche en un vuelo a Munich. Necesito una copia de las cartas de mi padre y de los artículos de su archivo.
– Te los llevaré de vuelta a casa. -Su voz traslucía una absoluta resignación.
– Te llamaré desde Alemania para decirte dónde me alojo. -Se dirigió hacia la puerta-. Mañana tienes que recoger a los niños en la guardería.
– Rachel…
Ella se detuvo, pero no se volvió.
– Ten cuidado.
Abrió la puerta y se marchó.