23:35
Suzanne corrió rampa abajo de vuelta a Stod. Por el camino pasó junto a paseantes nocturnos a los que no prestó atención. Su única preocupación en ese momento era regresar al Gebler, recoger sus pertenencias y desaparecer. Necesitaba la seguridad de la frontera checoslovaca y el castillo Loukov, al menos hasta que Loring y Fellner pudieran resolver aquel asunto entre ellos.
La repentina aparición de Knoll había vuelto a sorprenderla con la guardia baja. Ese hijo de puta tenía determinación, había que reconocérselo. Decidió no subestimarlo una tercera vez. Si Knoll estaba en Stod era mejor salir del país.
Llegó hasta la calle al final de la rampa y corrió hacia el hotel.
Gracias a Dios que había empaquetado antes sus cosas. Todo estaba listo para marcharse, ya que su plan había sido salir de allí una vez que se hubiera encargado de Alfred Grumer. En su camino había menos farolas encendidas que a la ida, aunque la entrada del Gebler sí estaba bien iluminada. Entró en el vestíbulo. El recepcionista de noche que había detrás del mostrador estaba tecleando algo en el ordenador y no llegó a levantar la mirada. Una vez arriba, se echó la bolsa de viaje al hombro y dejó algunos euros sobre la cama. Más que suficiente para cubrir la factura. No había tiempo para salidas formales.
Se detuvo un momento para recobrar el aliento. Quizá Knoll no supiera dónde se alojaba. Stod era una ciudad grande, con muchísimos albergues y hoteles. No, decidió. Lo sabría y lo más probable es que en ese mismo momento se dirigiera hacia allí. Pensó en la terraza de la abadía. Knoll buscaba a quien fuera que estuviera también en la iglesia y esa otra presencia también le preocupaba a ella. Pero no era ella la que le había clavado un puñal a Grumer en el pecho. Cualquier posible testigo sería más un problema para Knoll que para ella.
Sacó de la bolsa de viaje un cargador relleno para la Sauer y lo encajó en el arma, que después guardó en el bolsillo. Una vez abajo, recorrió rápidamente el vestíbulo y salió por la puerta principal. Miró a derecha e izquierda. Knoll se encontraba a unos cien metros y avanzaba directamente en su dirección. Cuando la divisó, empezó a correr. Ella salió disparada por una callejuela desierta y dobló una esquina. Siguió corriendo y dobló dos esquinas más. Quizá lograra perder a Knoll en aquel laberinto de edificios venerables de aspecto similar.
Se detuvo. Respiraba con dificultad.
Le llegó el eco de unos pasos.
Se acercaban.
En su dirección.
El aliento de Knoll se condensaba en el aire seco. Su llegada parecía cronometrada. Unos instantes más y le pondría las manos encima a aquella perra.
Dobló una esquina y se detuvo.
Solo silencio.
Interesante.
Aferró la cz y avanzó con cautela. El día anterior había estudiado aquella parte de la ciudad vieja en un plano obtenido en la oficina de turismo. Los edificios formaban manzanas interrumpidas por angostas calles adoquinadas y callejuelas aún más estrechas. Por todas partes se veían tejados de gran inclinación, ventanas abuhardilladas y arcadas adornadas con criaturas mitológicas. No era difícil perderse en aquella madriguera en la que todas las calles parecían iguales. Pero él sabía exactamente dónde estaba estacionado el Porsche de Danzer. Lo había encontrado el día anterior, en una misión de reconocimiento, pues sabía que tendría cerca un medio rápido de transporte.
Así que se dirigió en esa dirección, la misma hacia la que se habían encaminado desde el principio los pasos.
Se detuvo en seco.
De nuevo, solo silencio.
Ya no se oía el sonido de las suelas sobre los adoquines.
Avanzó con sumo cuidado y se asomó por una esquina. La calle era una línea recta y el único fulgor que rompía la oscuridad se encontraba en su extremo más alejado. A medio camino se veía una intersección. La calle de la derecha se extendía unos treinta metros y moría en lo que parecía la parte trasera de un establecimiento comercial. Justo a la derecha se encontraba un pequeño contenedor negro de basura y a la izquierda un bmw estacionado. Se trataba más de una callejuela que de una calle. Se acercó hasta allí y comprobó el coche. Cerrado. Levantó la tapa del contenedor. Vacío, excepto por algunos periódicos y bolsas de basura que olían a pescado podrido. Lo intentó con los picaportes del edificio. Cerrados.
Regresó a la calle principal con la pistola en la mano y viró hacia la derecha.
Suzanne esperó cinco minutos completos antes de salir arrastrándose de debajo del bmw. Se había podido esconder allí gracias a su pequeño tamaño. Sin embargo, por si acaso, había tenido la pistola de nueve milímetros en la mano. Knoll no había mirado debajo, al parecer satisfecho con que las puertas del coche estuvieran cerradas y la callejuela vacía.
Recuperó la bolsa de viaje del contenedor, donde la había escondido debajo de algunos periódicos. Un penetrante olor a pescado acompañó a la bolsa de cuero. Se guardó la Sauer y decidió usar otro camino para llegar a su coche. Quizá incluso tuviera que dejar aquel maldito trasto y alquilar otro por la mañana. Siempre podía regresar más tarde y recuperar el Porsche cuando todo se hubiera tranquilizado. El trabajo de un adquisidor era hacer lo que su empleador deseaba. Aunque Loring le había dicho que se encargara del asunto a su discreción, la situación con Knoll y el riesgo de llamar la atención estaban saliéndose de madre. Además, matar a su oponente se estaba demostrando mucho más difícil de lo que en un principio había imaginado.
Se detuvo en la callejuela, antes de llegar a la intersección, y escuchó durante algunos segundos.
No oyó paso alguno.
Se asomó y, en vez de volver a la derecha, como Knoll, tomó la izquierda.
Desde un umbral a oscuras surgió un puño que le golpeó en la frente. Su cabeza salió disparada hacia atrás antes de rebotar. El dolor la paralizó momentáneamente y una mano se cerró alrededor de su garganta. La levantaron del suelo antes de estamparla contra una pared húmeda de piedra. Una enfermiza sonrisa dominaba el rostro nórdico de Christian Knoll.
– ¿De verdad me crees tan imbécil? -dijo Knoll a unos centímetros de su cara.
– Vamos, Christian. ¿No podemos resolver esto? Mantengo lo que te dije en la abadía. Volvamos a tu habitación. ¿Te acuerdas de Francia? Fue bastante divertido.
– ¿Qué es tan importante como para que tengas que matarme? -Cerró aún más su presa.
– Si te lo digo, ¿me dejarás marchar?
– No estoy de humor, Suzanne. Tengo órdenes de hacer lo que me plazca y creo que sabes lo que me place.
Tengo que conseguir tiempo, pensó ella.
– ¿Quién estaba en la iglesia?
– Los Cutler. Parece que siguen muy interesados. ¿Me haces el favor de iluminarme al respecto?
– ¿Y yo qué sé lo que quieren?
– Creo que sabes mucho más de lo que estás dispuesta a admitir. – Apretó aún más.
– Vale, vale, Christian. Se trata de la Habitación de Ámbar.
– ¿Qué pasa con ella?
– En esa cámara es donde Hitler la escondió. Tenía que asegurarme de ello, por eso estoy aquí.
– ¿Asegurarte de qué?
– Ya conoces el interés de Loring. La está buscando, igual que Fellner. Disponemos de información que vosotros desconocéis.
– ¿Como cuál?
– Sabes que no puedo decírtelo. Esto no es justo.
– ¿Lo justo es volarme por los aires? ¿Qué está pasando, Suzanne? Esta no es una misión ordinaria.
– Te propongo un trato. Volvamos a tu habitación. Hablaremos después. Te lo prometo.
– Ahora mismo no me siento muy amoroso.
Pero las palabras tuvieron el efecto deseado. La mano alrededor de su garganta se relajó lo suficiente como para que Suzanne pudiera darse la vuelta y, al alejarse de la pared, propinarle un fuerte rodillazo en la entrepierna.
Knoll se desplomó por el dolor.
Ella volvió a patearlo entre las piernas, clavándole el tacón de la bota en las manos, con las que trataba de protegerse. Su adversario cayó al empedrado y Suzanne aprovechó para escapar corriendo.
Una agonía cegadora castigaba la entrepierna de Knoll. Las lágrimas se le agolpaban en los ojos. Aquella puta había vuelto a hacerlo. Era rápida como una gata. Se había relajado solo un segundo para reafirmar su presa. Pero no había necesitado más para golpear.
Mierda.
Levantó la vista y vio a Danzer desaparecer calle abajo. El dolor era terrible. Le costaba respirar, pero probablemente pudiera dispararle una vez. Buscó la pistola en el bolsillo, pero se detuvo.
No hacía falta.
Al día siguiente se ocuparía de ella.
Miércoles, 21 de mayo, 1:30
Rachel abrió los ojos. La cabeza le palpitaba por el dolor. Tenía el estómago revuelto, como si se hubiera mareado a bordo de un barco. Su jersey olía a vómito. Le dolía la barbilla. Trazó con cuidado el rastro de sangre y recordó el pinchazo del cuchillo.
Sobre ella había un hombre vestido con la casulla parda de un monje. Su rostro era viejo y arrugado, y la miraba atentamente a través de unos ojos acuosos. Ella estaba apoyada contra la pared, en el pasillo en el que Knoll la había atacado.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó al hombre.
– Díganoslo usted -dijo Wayland McKoy.
Rachel miró más allá del monje y trató de enfocar la mirada.
– No puedo verlo, McKoy.
El hombretón se acercó.
– ¿Dónde está Paul?
– Aquí está; sigue fuera de combate. Le han dado un golpe muy feo en la cabeza. ¿Está usted bien?
– Sí. Pero tengo un dolor de cabeza espantoso.
– No me extraña. Los monjes oyeron algunos disparos en la iglesia. Encontraron a Grumer y después a ustedes dos. Las llaves de su habitación los llevaron al Garni y yo vine corriendo.
– Necesitamos un médico.
– Este monje es médico. Dice que su cabeza está bien. No hay brecha.
– ¿Qué hay de Grumer? -preguntó.
– Le estará dando el coñazo al diablo, probablemente.
– Fueron Knoll y la mujer. Grumer vino aquí para verse de nuevo con ella y Knoll lo mató.
– Ese hijo de puta tiene lo que se merecía. ¿Hay algún motivo por el que no me invitaran ustedes?
Rachel se masajeó la cabeza.
– Tiene suerte de que no lo hiciéramos.
Paul gimió a unos metros de distancia. Ella se arrastró por el suelo de piedra. El estómago empezó a calmársele.
– Paul, ¿estás bien?
Paul se estaba frotando el lado izquierdo de la cabeza.
– ¿Qué ha sucedido?
– Knoll nos estaba esperando.
Rachel se acercó a él y le examinó la cabeza.
– ¿Cómo se ha hecho ese corte? -pregunto McKoy a Rachel.
– No es importante.
– Mire, señora, tengo arriba un alemán muerto y a la policía haciéndome mil preguntas. Ustedes dos aparecen desparramados por el suelo y va y me dice que no es importante. ¿Qué cojones está pasando aquí?
– Tenemos que llamar al inspector Pannik -dijo Paul.
– Estoy de acuerdo.
– Ejem, disculpen. Hola, ¿se acuerdan de mí? -dijo McKoy.
El monje ofreció a Rachel un paño húmedo. Ella lo colocó en la sien de Paul. La tela se empapó de sangre.
– Creo que te ha hecho un corte.
Paul llevó una mano al mentón de ella.
– ¿Qué te ha pasado?
Decidió ser sincera.
– Una advertencia. Knoll me dijo que nos volviéramos a casa y nos olvidáramos de todo esto.
McKoy se inclinó sobre ellos.
– ¿Olvidarse de qué?
– No lo sabemos -respondió ella-. Lo único que tenemos claro es que esa mujer mató a Chapaev y que Knoll mató a mi padre.
– ¿Cómo sabe eso?
Le contó lo que había sucedido.
– No pude oír todo lo que Grumer y la mujer hablaron en la iglesia -explicó Paul-. Solo algunas cosas sueltas. Pero un comentario, creo que de Grumer, mencionaba la Habitación de Ámbar.
McKoy negó con la cabeza.
– Nunca soñé siquiera con que las cosas llegaran tan lejos. ¿Pero qué coño he hecho?
– ¿A qué se refiere con «hecho»? -preguntó Paul.
McKoy permaneció en silencio.
– Responda -demandó Rachel.
Pero McKoy no soltó prenda.
McKoy se encontraba en la cámara subterránea. Su mente era un torbellino de aprensión. Miró los tres transportes oxidados. Volvió lentamente la cabeza hacia la antigua pared de piedra, en busca de un mensaje. Un viejo cliché, «si las paredes pudieran hablar», no dejaba de darle vueltas por la cabeza. ¿Podían aquellos muros contarle más de lo que ya sabía? ¿O más de lo que ya sospechaba? ¿Le explicarían por qué los alemanes habían introducido tres valiosos camiones en las profundidades de una montaña, para después dinamitar la única salida? ¿O no habían sido los alemanes los que habían sellado la cámara? ¿Podrían describir cómo un industrial checo había alcanzado la caverna años después, había robado su contenido y después había volado la entrada para sellarla? O quizá no supieran nada de nada. Silenciosas como las voces que a lo largo de los años habían tratado de abrir un camino, solo para encontrar la senda que conducía a la muerte.
Oyó pasos que se acercaban a su espalda desde la apertura de la galería exterior. La otra salida de la cámara seguía sellada por rocas y escombros y sus hombres aún no habían comenzado a excavar. No lo harían, como pronto, hasta el día siguiente. Consultó el reloj y vio que eran casi las once de la mañana. Se volvió para ver a Paul y Rachel Cutler aparecer de entre las sombras.
– No los esperaba tan pronto. ¿Qué tal esas cabezas?
– Queremos respuestas, McKoy. Basta de largas -respondió Paul-. Estamos en esto nos guste o no, o le guste a usted o no. Ayer estuvo preguntándose qué había hecho. ¿A qué se refería?
– Así que no piensan seguir el consejo de Knoll y regresar a casa.
– ¿Deberíamos? -preguntó Rachel.
– Dígamelo usted, jueza.
– Deje de dar vueltas -terció Paul-. ¿Qué está sucediendo?
– Vengan aquí. -Cruzaron la cámara y se dirigieron hacia uno de los esqueletos embebidos en la arena-. No queda mucho de las ropas de estos tipos, pero por los restos los uniformes parecen de la Segunda Guerra Mundial. No hay duda de que el patrón de camuflaje es el de los marines estadounidenses. -Se agachó y señaló-. Esta vaina es la de una bayoneta M4, la empleada por la infantería de los Estados Unidos durante la guerra. No estoy seguro, pero creo que la cartuchera es francesa. Los alemanes no vestían uniformes americanos ni usaban equipo francés. Sin embargo, después de la guerra toda clase de fuerzas militares y paramilitares comenzaron a tirar de material estadounidense. La Legión Extranjera francesa. El ejército nacional griego. La infantería holandesa. -Señaló al otro lado de la cámara-. Uno de los esqueletos de ahí viste pantalones y botas sin bolsillos. Los soviets húngaros vestían así después de la guerra. La ropa. Los camiones vacíos. Y la cartera que encontró usted es el remache.
– ¿Qué remache? -preguntó Paul.
– Este lugar fue robado.
– ¿Cómo puede saber lo que llevaban estos hombres? -preguntó Rachel.
– Contrariamente a lo que puedan pensar, no soy un palurdo retrasado de Carolina del Norte. Soy un apasionado de la historia militar, que también es parte de mi preparación para estas excavaciones. Sé que tengo razón. Lo presentí el lunes. Esta cámara fue expoliada después de la guerra. No hay duda alguna. Estos pobres hombres eran ex militares, militares en activo o trabajadores vestidos con excedentes del ejército. Los abatieron una vez terminado el trabajo.
– Entonces, ¿todo lo que hizo con Grumer era teatro? -preguntó Rachel.
– Cono, no. Yo quería que esto estuviera lleno de obras, pero después de aquel primer vistazo el lunes, supe que teníamos un escenario expoliado. Simplemente no comprendí hasta ahora hasta qué punto había sido expoliado.
Paul señaló la arena.
– Ese es el cadáver de las letras. -Se inclinó y volvió a trazar la «O», la «I» y la «C» en la arena, separando las letras en la medida que lo recordaba-. Era más o menos así.
McKoy sacó las fotografías de Grumer del bolsillo.
Paul añadió entonces tres letras más («L», «R» y «N») entre los espacios y cambió la «C» por una «G». La palabra se convirtió en «LORING».
– Qué hijo de puta -dijo McKoy mientras comparaba la fotografía con el suelo-. Creo que tiene usted razón, Cutler.
– ¿Qué te hizo pensar en eso? -le preguntó Rachel.
– No se veía bien. Podría ser una «G» inconclusa. En cualquier caso, el nombre encaja. Tu padre llegaba a nombrarlo en una de sus cartas. -Paul sacó del bolsillo una hoja doblada-. La volví a leer hace poco.
McKoy estudió el párrafo manuscrito. Hacia la mitad, su atención se centró en el nombre de Loring.
Yancy me telefoneó la noche anterior al accidente. Había logrado localizar al viejo que tú mencionabas y cuyo hermano trabajaba en la hacienda Loring. Tenías razón. Nunca debería haberle pedido a Yancy que siguiera indagando mientras estaba en Italia.
McKoy lo miró a los ojos.
– ¿Cree que sus padres eran el blanco de esa bomba?
– Ya no sé qué pensar. -Paul señaló la arena-. Anoche, Grumer habló sobre Loring. Karol habló sobre él. Puede que incluso este pobre hombre estuviera hablando de él. Lo único que sé es que Knoll mató al padre de Rachel y que la mujer mató a Chapaev.
– Déjenme enseñarles algo -dijo McKoy. Los condujo hasta un mapa que había extendido cerca de uno de los tubos fluorescentes-. Esta mañana he realizado algunas lecturas con la brújula. La galería sellada se dirige hacia el nordeste. -Se inclinó y señaló-. Este es un mapa de la zona de 1943. Antes había una carretera pavimentada que corría paralela a la base de la montaña, en dirección nordeste.
Paul y Rachel se acuclillaron junto al mapa.
– Yo apostaría a que esos camiones llegaron aquí a través de la otra entrada sellada, por medio de esa carretera. Habrían necesitado una superficie compactada. Son demasiado pesados para el barro y la arena.
– ¿Cree lo que Grumer dijo anoche? -preguntó Rachel.
– ¿Que la Habitación de Ámbar estuvo aquí? No me cabe la menor duda.
– ¿Cómo puede estar tan seguro? -preguntó Paul.
– Mi hipótesis es que esta cámara no fue sellada por los nazis, sino por quien la saqueó después de la guerra. Los alemanes hubieran querido recuperar los paneles de ámbar pasado un tiempo. No tiene sentido cerrar las entradas a base de explosivos. Pero el tipo que vino aquí en los años cincuenta… Ese hijo de puta no querría que nadie supiera lo que había encontrado. De modo que asesinó a sus ayudantes y derrumbó la galería. El que nosotros encontráramos esto fue algo fortuito, gracias al radar de tierra. El que lográramos llegar, lo mismo.
Rachel pareció comprender.
– Menuda potra.
– Es probable que los alemanes y el saqueador ni siquiera supieran que otra galería pasaba tan cerca de la cámara. Como ha dicho usted, no fue más que chiripa por nuestra parte, mientras buscábamos vagones de tren llenos de obras de arte.
– ¿Llegaban vías férreas a estas montañas? -preguntó Paul.
– Ya le digo. Así metían y sacaban municiones.
Rachel se enderezó y miró los camiones.
– Entonces, ¿podría ser este el lugar que mi padre decía querer visitar?
– Bien podría serlo -respondió McKoy.
– Volvamos a la pregunta original, McKoy. ¿A qué se refería con eso de «lo que he hecho»? -insistió Paul.
McKoy se incorporó.
– La verdad es que no tengo ni puta idea de quiénes son, pero por algún motivo confío en ustedes. Volvamos a la caseta y les hablaré de ello.
Paul observó el sol del mediodía, que proyectaba un matiz polvoriento a través de las sucias ventanas de la caseta.
– ¿Cuánto saben acerca de Hermann Göring? -preguntó McKoy.
– Lo que echan en el canal de Historia -respondió Paul.
McKoy sonrió.
– Era el nazi número dos. Pero Hitler ordenó finalmente su arresto en abril de 1945, gracias a Martin Bormann. El convenció al Führer de que Göring pretendía organizar un golpe para hacerse con el poder. Bormann y Göring nunca se llevaron bien. De modo que Hitler lo tildó de traidor, lo despojó de sus títulos y lo arrestó. Los americanos lo encontraron justo al fin de la guerra, cuando se hicieron con el control del sur de Alemania.
»Mientras estuvo preso, ala espera de los juicios por crímenes de guerra, fue sometido a numerosos interrogatorios. Las conversaciones fueron reunidas en lo que llegó a conocerse como los Informes Compilados de Interrogatorios, que durante años se consideraron documentos secretos.
– ¿Por qué? -quiso saber Rachel-. Tienen más pinta de ser un documento histórico que uno secreto. La guerra ya había terminado.
McKoy les explicó que existían dos buenas razones para que los Aliados suprimieran los informes. La primera fue la avalancha de peticiones de restitución de obras de arte que se produjo tras el fin de la guerra. Muchas eran dudosas o directamente falsas. Ningún gobierno disponía ni del tiempo ni del dinero para investigar a fondo y procesar los cientos de miles de reclamaciones. Los ICI no hubieran hecho más que amplificar dichas demandas. La segunda razón era más pragmática. Se asumió de forma general que todo el mundo, exceptuados unos pocos corruptos, se habían resistido noblemente al terror nazi. Pero los ICI revelaban cómo muchos tratantes de arte franceses, holandeses y belgas se habían beneficiado de los invasores suministrando obras para el proyecto Sonderauftrag Linz, el Museo de Arte Mundial de Hitler. La supresión de los informes evitaba los problemas que este hecho hubiera causado a muchos.
»Göring trató de lograr la primera opción sobre el botín de guerra antes de que los ladrones de Hitler llegaran a cualquier país conquistado. Hitler quería purgar el mundo de lo que consideraba arte decadente: Picasso, Van Gogh, Matisse, Nolde, Gauguin y Grosz. Göring reconocía un valor en estas obras maestras.
– ¿Qué tiene todo esto que ver con la Habitación de Ámbar? -preguntó Paul.
– La primera esposa de Göring fue una condesa sueca, Karin von Kantzow. Esta visitó el Palacio de Catalina en Leningrado, antes de la guerra, y le encantó la Habitación de Ámbar. Cuando murió en 1931, Göring la enterró en Suecia, pero los comunistas profanaron la tumba. De modo que construyó al norte de Berlín un lugar llamado Kafinhall y allí, en un inmenso mausoleo, depositó su cuerpo. Se trataba de un lugar estrafalario y vulgar, más de cuarenta mil hectáreas que se extendían hacia el norte hasta el Mar Báltico y al este hasta Polonia. Göring quería duplicar la Habitación de Ámbar en su memoria, de modo que construyó una cámara de exactamente diez por diez metros, preparada para recibir los paneles.
– ¿Cómo ha sabido eso? -preguntó Rachel.
– Los ICI contenían entrevistas con Alfred Rosenberg, cabecilla del ERR, el departamento creado por Hitler para supervisar el saqueo de Europa. Rosenberg habló repetidamente de la obsesión de Göring respecto a la Habitación de Ámbar.
McKoy describió entonces la feroz competencia entre Göring y Hitler por obtener obras de arte. El gusto del Führer reflejaba la filosofía nazi: cuanto más al este se encontraba el punto de origen de una obra, menos valía.
– Hitler no tenía interés alguno en el arte ruso. Consideraba que toda esa nación estaba formada por subhumanos. Pero no consideraba rusa la Habitación de Ámbar. Federico Guillermo I, rey de Prusia, le había dado el ámbar a Pedro el Grande. Por tanto, la reliquia era alemana y su regreso a suelo alemán fue considerado un asunto de importancia cultural.
»El propio Hitler ordenó la evacuación de los paneles desde Königsberg en 1945. Pero Erich Koch, el gobernador provincial prusiano, era leal a Göring. Y aquí está el meollo. Josef Loring y Koch estaban conectados. Koch necesitaba desesperadamente material bruto y fábricas eficientes para cumplir con las cuotas que Berlín imponía a todos los gobernadores provinciales. Loring trabajó con los nazis abriendo minas familiares, fundiciones y fábricas para el esfuerzo de guerra alemán. Para mejorar su apuesta, sin embargo, también trabajó con el espionaje soviético. Esto podría explicar por qué le resultó tan sencillo prosperar bajo el gobierno soviético que se impuso en Checoslovaquia tras la guerra.
– ¿Cómo ha descubierto todo eso? -preguntó Paul.
McKoy se dirigió hacia un maletín de cuero que se encontraba ladeado sobre una mesa de trabajo. Sacó de él unas páginas grapadas y se las entregó.
– Vaya a la cuarta página. He marcado los párrafos. Léalos.
Paul hojeó hasta encontrar los fragmentos señalados.
Entrevistas con varios contemporáneos de Koch y Josef Loring confirman que los dos se reunieron a menudo. Loring fue un importante contribuyente financiero de Koch y mantenía al gobernador alemán con un nivel de vida suntuoso. ¿Condujo esta relación a alguna información acerca de la Habitación de Ámbar, o incluso acerca de su obtención real? La respuesta es complicada. Si Loring poseía información acerca de los paneles, o los paneles mismos, parece que los soviéticos no sabían nada.
Muy poco después del fin de la guerra, en mayo de 1945, el Gobierno soviético organizó la búsqueda de los paneles de ámbar. Alfred Rohde, director de las colecciones de arte de Königsberg para Hitler, se convirtió en su primera fuente de información. Rohde sentía un gusto apasionado por el ámbar y dijo a los investigadores soviéticos que los cajones con los paneles seguían en el palacio de Königsberg cuando él abandonó el edificio el 5 de abril de 1945. Rohde mostró a los investigadores la sala quemada en la que según él habían estado almacenados los cajones. Aún quedaban allí restos de madera dorada y bisagras de cobre (piezas de las que se creía que formaban parte de las puertas originales de la Habitación de Ámbar). La conclusión de la destrucción se hacía inevitable y se consideró aquel asunto cerrado. Entonces, en marzo de 1946, Anatoly Kuchumov, encargado de los palacios en Pushkin, visitó Königsberg. Allí, entre las mismas ruinas, encontró restos hechos pedazos de los mosaicos florentinos pertenecientes a la Habitación de Ámbar.
Kuchumov tenía la firme creencia de que, mientras que algunas partes de la habitación habían ardido, la cámara en sí se había salvado. Ordenó una nueva búsqueda.
Para entonces Ronde ya había muerto. El y su esposa murieron el mismo día en que recibieron la orden de presentarse para una nueva ronda de interrogatorios soviéticos. Resulta interesante el hecho de que el médico que firmó el certificado de muerte de Rohde desapareció aquel mismo día. Llegados a ese punto, el ministerio soviético de Seguridad Estatal tomó las riendas de la investigación junto con la Comisión Estatal Extraordinaria, que prosiguió su búsqueda hasta casi 1960.
Pocos son los que aceptan la conclusión de que los paneles de ámbar se perdieron en Königsberg. Muchos expertos se cuestionan la veracidad de que los mosaicos hubieran sido destruidos. Los alemanes sabían ser muy astutos cuando era necesario y, dadas las personalidades y el precio que había en juego, todo es posible. Además, dados los intensos esfuerzos de Josef Loring durante la posguerra en la ciudad en la región de Harz, su pasión por el ámbar y los recursos y fondos ilimitados a su disposición, quizá sí encontrara el ámbar. Las entrevistas con los herederos de habitantes locales indican que Loring visitó a menudo la región de Harz a la busca de minas, siempre con el conocimiento y aquiescencia del Gobierno soviético. Un hombre llegó a afirmar que Loring trabajaba con la hipótesis de que los paneles hubieran sido llevados hacia el oeste, hacia el interior de Alemania, una vez sacados en camiones de Königsberg, y que su destino último era el sur, las minas austríacas o los Alpes, pero que los camiones fueron desviados por la cercanía de los ejércitos soviético y americano. Las mejores estimaciones consideran que participaron tres camiones. Sin embargo, no ha podido confirmarse nada.
Josef Loring murió en 1967. Su hijo, Ernst, heredó la fortuna familiar. Ninguno de los dos ha hablado públicamente jamás acerca de la Habitación de Ámbar.
– ¿Lo sabía? -dijo Paul-. ¿Todo lo sucedido el lunes y ayer fue una actuación? ¿Desde el principio buscaba la Habitación de Ámbar?
– ¿Por qué creen que les dejé quedarse? Dos extraños que aparecen de la nada… ¿Se creen que hubiera perdido dos segundos con ustedes si lo primero que salió de sus labios no hubiera «ido «estamos buscando la Habitación de Ámbar» y «quién es Josef Loring»?
– Que le den por culo, McKoy -dijo Paul; sorprendido por su propio lenguaje. No recordaba haber dicho nada así, o en tal profusión como en aquellos últimos días. Al parecer, ese palurdo de Carolina el Norte podía con él.
– ¿Quién ha escrito esto? -preguntó Rachel, señalando el papel.
– Rafal Dolinski, un periodista polaco. Trabajó mucho siguiendo la pista de la Habitación de Ámbar. En mi opinión, llegó a obsesionarse con el asunto. Cuando estuve aquí hace tres años vino a hablar conmigo. Fue él quien me metió el ámbar en la cabeza. Se había documentado mucho y estaba escribiendo un artículo para no sé qué revista europea. Esperaba poder conseguir una entrevista con Loring para atraer la atención de un editor. Envió a Loring una copia de todo esto, junto con una solicitud para hablar con él. El checo ni siquiera respondió, pero un mes después Dolinski apareció muerto. -McKoy miró directamente a Rachel-. Saltó por los aires en una mina cerca de Warthberg.
– Joder, McKoy -dijo Paul-. Sabía todo esto y no nos dijo nada. Y ahora Grumer está muerto.
– A Grumer que le den. Era un hijo de puta codicioso y embustero. Él solo se mató al venderse. Ese no es mi problema. No le conté nada de todo esto a propósito. Pero algo me decía que esta era la cámara correcta. Desde las lecturas del radar. Podía tratarse de un vagón, pero de no ser así, bien podrían ser los tres camiones con la Habitación de Ámbar dentro. Cuando vi aquellos malditos trastos el lunes, esperando en la oscuridad, creí que me había tocado el premio gordo.
– Así que engañó a los inversores para tener la oportunidad de descubrir si era verdad -dijo Paul.
– Supuse que, fuera lo que fuera, ellos gafaban. O cuadros o ámbar. ¿Qué más les da a ellos?
– Es un actor estupendo -dijo Rachel-. A mí me engañó.
– Mi reacción al ver los camiones vacíos no fue ninguna actuación. Esperaba que mi apuesta se viera recompensada y que a los inversores no les importara un pequeño cambio en el botín- Rezaba para que Dolinski estuviera equivocado y que Loring, o algún otro, no los hubiera llegado a encontrar. Pero cuando vi la otra entrada sellada y las cajas vacías supe que estaba de mierda hasta el cuello.
– Y sigue con la mierda hasta el cuello -le recordó Paul.
McKoy sacudió la cabeza.
– Piense en ello, Cutler. Aquí está pasando algo. Este no es un agujero seco. Esa cámara de ahí no debía ser descubierta. Nosotros nos topamos con ellas, gracias a la bendita tecnología moderna. Y ahora, de repente, aparece alguien enormemente interesado en lo que estamos haciendo y que tanto Karol Borya como Chapaev conocían. Lo bastante interesado como para matarlos. Quizá lo bastante como para matar a sus padres.
Paul perforó a McKoy con la mirada.
– Dolinski me habló de que eran muchos los buscadores del ámbar que habían terminado muertos. Es algo que sucede desde después de la guerra. Algo escalofriante. Pues él bien podría haberse unido a la lista.
Paul no discutió aquel punto. McKoy tenía razón. Estaba sucediendo algo importante relacionado con la Habitación de Ámbar. ¿Qué otra cosa podía ser? Las coincidencias eran demasiado numerosas.
– Asumiendo que tenga usted razón, ¿qué hacemos ahora? -preguntó al fin Rachel con una voz que indicaba resignación.
La respuesta de McKoy fue rápida.
– Voy a ir a la República Checa para hablar con Ernst Loring. Creo que ya es hora de alguien lo haga.
– Nosotros también vamos -dijo Paul.
– ¿Cómo dices? -preguntó Rachel.
– Tienes toda la razón. Tu padre y los míos podrían haber muerto por esto. Hemos llegado muy lejos y tengo intención de seguir hasta el final.
Rachel le lanzó una mirada de curiosidad. ¿Estaba descubriendo un lado nuevo en él? Algo que nunca antes había visto. Una determinación que se ocultaba bajo una gruesa cáscara de calma controlada. Quizá fuera así. Sin duda, Paul estaba descubriendo cosas acerca de sí mismo. La experiencia de la noche anterior lo había espoleado. La emoción de la huida de Knoll. El terror de colgar de un balcón, a cientos de metros sobre un río alemán. Habían tenido suerte de escapar con poco más que un par de chichones. Pero ahora él estaba decidido a descubrir lo que había sucedido a Karol Borya, a sus padres y a Chapaev.
– Paul -dijo Rachel-, no quiero que vuelva a suceder nada como lo de anoche. Es una locura. Tenemos dos hijos. Recuerda lo que intentaste decirme la semana pasada en Warthberg. Ahora estoy de acuerdo contigo. Volvamos a casa.
Paul le clavó la mirada.
– Vete. No voy a detenerte.
Lo cortante de su propio tono y la rapidez de la respuesta lo pusieron nervioso. Recordó haber pronunciado palabras similares tres años atrás, cuando ella le dijo que iba a solicitar el divorcio. Una bravuconada del momento. Palabras que pretendían dañarla. La prueba de que él podía controlar la situación. En esta ocasión, las palabras eran algo más. Pensaba ir a la República Checa y ella podía acompañarlo o volverse a casa. Esta vez era cierto que le daba igual.
– No sé si ha pensado algo, señoría… -dijo McKoy de repente.
Rachel lo miró.
– Su padre conservó las cartas de Chapaev y copió las que él había enviado. ¿Por qué? ¿Y por qué dejárselas a usted para que las encontrara? Si de verdad no quería que usted se involucrara, las habría quemado y se hubiera llevado el maldito secreto a la tumba. No lo conocí, pero no me cuesta pensar como él. En el pasado fue un buscador de tesoros. Quería que la cámara fuera encontrada, de existir la menor posibilidad de ello. Solo podía confiarle la información a usted. Sí, es verdad, se hizo la picha un lío para enviar su mensaje, pero este sigue siendo alto y claro: «Ve a buscarla, Rachel».
Paul pensó que tenía razón. Aquello era exactamente lo que Borya había hecho. Hasta entonces no lo había considerado.
Rachel sonrió.
– Creo que mi padre se hubiera llevado muy bien con usted, McKoy. ¿Cuándo nos marchamos?
– Mañana. Antes tengo que encargarme de los socios, para conseguir un poco más de tiempo.
Nebra, Alemania
14:10
Knoll estaba sentado en el silencio de una diminuta habitación de hotel, pensando en die Retter der Verlorenen Antiquitaten, los recuperadores de antigüedades perdidas. En su mayoría se trataba de industriales, pero había dos financieros, un barón terrateniente y un doctor entre sus miembros actuales. Hombres con poco que hacer salvo recorrer el mundo en busca de tesoros perdidos. En su mayoría eran coleccionistas privados bien conocidos, de intereses diversos: los viejos maestros, arte contemporáneo, impresionista, africano, Victoriano, surrealista, neolítico. La diversidad era lo que hacía interesante aquel club. También definía territorios específicos en los que el adquisidor de cada miembro concentraba sus esfuerzos. La mayoría de las veces no se cruzaban las fronteras de estos territorios. En ocasiones, los miembros se ponían en contacto para intentar localizar más rápidamente el mismo objeto. Era una carrera por la adquisición y el reto estaba en encontrar lo que se creía perdido para siempre. Resumiendo, el club era una vía de escape, un modo de que hombres ricos aventaran un espíritu competitivo que rara vez conocía límites.
No había nada de malo en ello. El tampoco conocía límites y así le gustaban las cosas.
Pensó en la reunión del mes anterior.
Las reuniones del club se celebraban por rotación en la casa de los miembros, lo que los llevaba desde Copenhague hasta Nápoles. Era costumbre que en cada reunión se revelara una nueva pieza, preferiblemente un hallazgo del adquisidor del anfitrión. En ocasiones eso no era posible y otros miembros ofrecían sus piezas, pero Knoll sabía lo importante que era para ellos poder mostrar algo nuevo cuando les llegaba el turno. Fellner disfrutaba especialmente con esta atención. Igual que Loring. No era más que otra faceta de su intensa competición.
El mes pasado había sido el turno de Fellner. Los nueve miembros se habían reunido en Burg Herz, pero solo seis de los adquisidores habían podido asistir. Aquello no era extraño, ya que las búsquedas tenían prioridad sobre la cortesía de asistir a la presentación de los hallazgos de sus colegas. Pero una ausencia también podía deberse a los celos. Y ese era exactamente el motivo, asumió Knoll, por el que Suzanne Danzer se había saltado el acontecimiento. Él planeaba devolverle la cortesía y boicotear el castillo Loukov. Era una pena, ya que Loring y él se llevaban bien. Muchas veces Loring lo había recompensado con regalos por adquisiciones que terminaban en la colección privada del checo. Los miembros del club agasajaban habitualmente a los demás adquisidores y así multiplicaban por nueve el par de ojos que recorría el mundo a la busca de tesoros que ellos consideraban particularmente atractivos. Era frecuente que los miembros se intercambiaran o vendieran piezas. Las subastas también estaban a la orden del día. Los artículos de interés colectivo se subastaban en la reunión mensual como un modo de obtener fondos de adquisiciones sin un interés personal particular, pero sin sacar los tesoros del entorno del grupo.
Todo era ordenado, civilizado.
Entonces, ¿por qué Suzanne Danzer estaba tan dispuesta a cambiar las reglas?
¿Por qué intentaba matarlo?
Una llamada a la puerta interrumpió sus pensamientos. Llevaba esperando casi dos horas después de conducir desde Stod hasta Nebra, una diminuta aldea a medio camino de Burg Herz. Se levantó y abrió la puerta. Monika entró inmediatamente, acompañada por el aroma de limones dulces. Knoll cerró tras ella y echó la llave.
Ella lo miró de arriba abajo.
– ¿Has tenido una noche movida, Christian?
– No estoy de humor.
Ella se desplomó en la cama y levantó una pierna, exponiendo la entrepierna de sus vaqueros.
– Para eso tampoco -dijo Knoll. Aún le dolían los testículos por las patadas de Danzer, aunque no quería contárselo.
– ¿Por qué era necesario que viniera hasta aquí para verme contigo? – preguntó Monika-. ¿Y por qué no debía saberlo mi padre?
Knoll le contó lo que había sucedido en la abadía, le habló de Grumer y de la persecución por Stod. Omitió el enfrentamiento final en la calle.
– Danzer se escapó antes de que pudiera alcanzarla, pero mencionó la Habitación de Ámbar. Dijo que la cámara de la montaña era aquella en la que Hitler había escondido los paneles en 1945.
– ¿La crees?
Knoll se había pasado todo el día considerando aquello.
– Sí.
– ¿Por qué no fuiste tras ella?
– No era necesario. Ha vuelto al castillo Loukov.
– ¿Cómo lo sabes?
– Ya son años de lucha.
– Loring volvió a llamar ayer por la mañana. Mi padre hizo lo que le pediste y le dijo que no sabíamos nada de ti.
– Lo que explica por qué Danzer se mostraba tan abiertamente en Stod.
Monika lo estudiaba con atención.
– ¿Qué piensas hacer?
– Quiero permiso para invadir el castillo Loukov. Quiero ir a la reserva de Loring.
– Ya sabes lo que diría mi padre.
Sí, lo sabía. Las reglas del club prohibían expresamente que un miembro invadiera la privacidad de otro. Tras la presentación de una pieza, su destino no era asunto de nadie. El elemento que vinculaba el secreto colectivo era el mero conocimiento que cada uno tenía de los demás. Las reglas también prohibían la revelación de fuentes, salvo que el miembro adquisidor deseara hacerlo. El secreto protegía no solo al miembro, sino también al adquisidor, lo que aseguraba que una fuente de información pudiera ser empleada de nuevo sin interferencias. La santidad de las respectivas haciendas era una regla inviolable, cuya ruptura exigía la expulsión instantánea.
– ¿Qué es lo que pasa? -dijo-. ¿Te falta nervio? ¿No estabas ahora tú al mando?
– Tengo que saber por qué, Christian.
– Esto va mucho más allá de una simple adquisición. Loring ya ha violado las reglas del club al ordenar a Danzer que me mate. Más de una vez, debería añadir. Quiero saber por qué y creo que la respuesta está en Volary.
Esperaba haberla valorado correctamente. Monika era orgullosa y arrogante. Parecía evidente que se había sentido molesta por la usurpación que su padre había forzado el día anterior. Aquella furia debería nublar su buen juicio. No quedó defraudado.
– Claro que sí, joder. Yo también quiero saber qué están haciendo esa furcia y ese viejo chocho. Papá cree que nos lo estamos imaginando todo, que no es más que una especie de malentendido. Quería hablar con Loring, decirle la verdad, pero lo convencí para que no lo hiciera. A ello.
Knoll vio la mirada ansiosa en sus ojos. Para ella, la competición era un afrodisíaco.
– Voy para allá hoy mismo. Sugiero que no haya más contactos hasta que haya entrado y salido. Incluso estoy dispuesto a aceptar las culpas, si me pescan. Actuaba por mi cuenta y tú no sabías nada.
Monika sonrió.
– Cuan noble, caballero mío. Ahora ven aquí y demuéstrame cuánto me has echado de menos.
Paul vio a Fritz Pannik entrar en el comedor del Garni y dirigirse directamente hacia la mesa que él y Rachel ocupaban. El inspector se sentó y les contó lo que sabía hasta entonces.
– Hemos comprobado los hoteles y descubierto que un hombre que encaja con la descripción de Knoll se registró enfrente, en el Christinenhof. Una mujer, que por la descripción podría ser Suzanne, estuvo registrada en el Gebler, unas puertas más abajo.
– ¿Sabe algo más acerca de Knoll? -preguntó Paul.
Pannik negó con la cabeza.
– Por desgracia, es un enigma. La Interpol no tiene nada en sus archivos y sin una identificación por huellas dactilares no hay modo realista de descubrir nada más. No sabemos nada de su pasado, ni siquiera de su residencia. La mención a un apartamento en Viena que hizo a Frau Cutler es ciertamente falsa. Lo comprobé, para asegurarme. Pero nada sugiere que Knoll viva en Austria.
– Debe de tener pasaporte -indicó Rachel.
– Varios, probablemente, con diversos nombres falsos. Un hombre como este no registraría su verdadera identidad ante ningún gobierno.
– ¿Y la mujer? -preguntó Rachel.
– Sobre ella sabemos todavía menos. La escena del crimen de Chapaev estaba limpia. Murió por un balazo de nueve milímetros a corta distancia. Eso sugiere un grado de insensibilidad importante.
Paul le habló a Pannik acerca de los recuperadores de antigüedades perdidas y la teoría de Grumer sobre Knoll y la mujer.
– Nunca había oído nada de una organización así. Sin embargo, el nombre de Loring me resulta familiar. Sus fundiciones fabrican las mejores armas cortas de Europa. También es un importante productor de acero. Es uno de los industriales más destacados del este europeo.
– Vamos a visitar a Ernst -dijo Rachel.
Pannik inclinó la cabeza en su dirección.
– ¿Y cuál es el motivo de su visita?
Le contaron lo que McKoy había dicho acerca de Rafal Dolinski y la Habitación de Ámbar.
– McKoy cree que sabe algo acerca de los paneles y quizá algo acerca de mi padre, Chapaev y…
– ¿Los padres de Herr Cutler? -terminó Pannik.
– Quizá -dijo Paul.
– Discúlpenme, pero ¿no creen que de este asunto deberían encargarse las autoridades apropiadas? Los riesgos parecen estar disparándose.
– La vida está llena de riesgos -dijo Paul.
– Algunos merece la pena asumirlos. Otros son una estupidez.
– Nosotros creemos que merece la pena -replicó Rachel.
– La policía checa no es la más cooperativa que conozco -les advirtió Pannik-. Yo asumiría que Loring dispone de contactos suficientes en el Ministerio de Justicia como para dificultar cualquier investigación oficial, solo para empezar. Aunque la República Checa ya no es comunista, quedan restos de su secretismo. Nuestro departamento se ha encontrado con retrasos frecuentes en las solicitudes oficiales de información, mucho más de lo que consideramos razonable.
– ¿Quiere que actuemos como sus ojos y oídos? -preguntó Rachel.
– No crea que no lo he pensado. Son ustedes ciudadanos privados en una misión puramente personal. Si por casualidad descubren lo suficiente como para permitirme iniciar acciones oficiales…, mucho mejor.
– ¿No decía que estábamos asumiendo demasiados riesgos? -protestó Paul.
La mirada de Pannik era fría.
– Y es que es así, Herr Cutler.
Suzanne se encontraba en el balcón que sobresalía de su dormitorio. El sol de la tarde ardía con un color naranja sanguinolento y le calentaba suavemente la piel. En el castillo Loukov se sentía segura, viva. La hacienda se extendía muchos kilómetros y en el pasado había sido el dominio de príncipes bohemios. Los bosques habían sido cotos de caza donde los ciervos y jabalíes quedaban reservados para la clase dirigente. Antaño los bosques habían estado salpicados de aldeas, lugares en los que canteros, carpinteros, albañiles y herreros vivían mientras trabajaban en el castillo. Se tardaron doscientos años en erigir las murallas, pero a los Aliados les llevó menos de una hora demolerlas a bombazos. Pese a todo, la familia Loring lo había reconstruido y aquella nueva encarnación era igual de magnificente que la original.
Miró por encima de las copas agitadas de los árboles. Su punto de observación estaba orientado hacia el sureste y una leve brisa le refrescaba la cara. Todas las aldeas habían desaparecido, reemplazadas por casas y cabañas aisladas, residencias en las que el servicio de los Loring había residido desde hacía generaciones. Siempre se había proporcionado vivienda a los mayordomos, jardineros, doncellas, cocineros y chóferes. Sumaban unos cincuenta en total y sus respectivas familias habitaban aquellas tierras de forma perpetua. Sus hijos simplemente heredaban el trabajo. Los Loring eran generosos y leales con sus ayudantes y la vida más allá del castillo Loukov era por lo general brutal, de modo que no costaba entender que los empleados sirvieran de por vida.
El padre de Suzanne había sido una de aquellas personas, un dedicado historiador del arte con una vena indomable. Se convirtió en el segundo adquisidor de Ernst un año antes de que ella naciera. Su madre había muerto súbitamente cuando ella tenía solo tres años. Tanto Loring como su padre hablaban de su madre a menudo y siempre de forma elogiosa. Al parecer había sido una dama adorable. Mientras su padre recorría el mundo en busca de tesoros, su madre educaba a los dos hijos de Loring. Eran mucho mayores que Suzanne y nunca se había sentido cercana a ellos, y para cuando ella llegó a la adolescencia ya se habían marchado a la universidad. Ninguno de los dos sabía nada del club, o de las actividades de su padre. Aquel era un secreto que compartían únicamente ella y su benefactor.
El amor que Suzanne sentía por el arte siempre la había hecho especial a ojos de Loring. La oferta para que sucediera a su padre llegó el día después del entierro. Suzanne se sintió sorprendida. Atónita. Insegura. Pero Loring no albergaba dudas acerca de su inteligencia y su resolución, y aquella inquebrantable confianza fue la que la inspiró una y otra vez para triunfar. Mas ahora, sola bajo el sol, comprendió que a lo largo de los últimos días había asumido muchísimos, demasiados riesgos. Christian Knoll no era un hombre al que pudiera tomarse a la ligera y era bien consciente de los intentos que ella había realizado para matarlo. Dos veces se había burlado de él. Una en la mina, la otra con la patada en la entrepierna. Nunca antes sus misiones habían alcanzado aquel nivel. Se sentía incómoda con la escalada, aunque comprendía la necesidad. Pese a todo, aquel asunto requería una conclusión. Loring tenía que hablar con Franz Fellner para alcanzar algún tipo de compromiso.
Alguien llamó a la puerta.
Regresó al dormitorio y abrió. Era uno de los mayordomos.
– Pan Loring si preje vás vidêt. Va studovnê.
Loring quería verla en su estudio.
Bien. Ella también tenía que hablar con él.
El estudio se encontraba dos plantas más abajo, en el extremo noroeste de la planta baja del castillo. Suzanne siempre lo había considerado la habitación de un cazador, ya que las paredes estaban cubiertas de astas y cuernos, y el techo decorado con los animales heráldicos de los reyes de Bohemia. Un inmenso cuadro al óleo del siglo xvii dominaba una pared y mostraba mosquetes, bolsas de caza, lanzas y cuernos de pólvora con asombroso realismo.
Loring ya se había acomodado en el sofá cuando ella entró.
– Ven aquí, hija mía -dijo en checo.
Se sentó junto a él.
– He pensado largo y tendido acerca de lo que me has dicho antes, y tienes razón. Es necesario hacer algo. La caverna de Stod es sin duda el lugar. Creí que nunca sería encontrado, pero parece que así ha sido.
– ¿Cómo puedes estar seguro?
– No puedo. Pero por las pocas cosas que mi padre me contó antes de morir, el lugar parece ser el auténtico. Los camiones, los cuerpos, la entrada sellada…
– Ese rastro ha vuelto a enfriarse -aclaró Suzanne.
– ¿Tú crees, cariño?
La mente analítica de la adquisidora se puso en funcionamiento.
– Grumer, Borya y Chapaev están muertos. Los Cutler son unos aficionados. Y aunque Rachel Cutler sobreviviera a la mina, ¿qué más da? No sabe más que lo que aparecía en las cartas de su padre, que no es mucho. Referencias pasajeras que podemos obviar.
– Decías que su marido estaba en Stod, en el hotel, con el grupo de McKoy.
– Sí, pero ningún rastro llega hasta aquí. Los aficionados no realizarán muchos progresos, como siempre ha sucedido.
– Fellner, Monika y Christian no son aficionados. Temo que hayamos estimulado demasiado su curiosidad.
Suzanne sabía de las conversaciones que Fellner había tenido con Loring a lo largo de los últimos días, conversaciones en las que aquel había mentido aparentemente al asegurar que desconocía el paradero de Knoll.
– Estoy de acuerdo. Esos tres están planeando algo. Pero puedes resolver el asunto con Pan Fellner cara a cara.
Loring se levantó del sofá.
– Esto es tan difícil, drahá… Me quedan muy pocos años.
– No pienso escuchar tonterías como esas -dijo ella rápidamente-. Tienes buena salud. Te quedan muchos años productivos por delante.
– Tengo setenta y siete. Seamos realistas.
A Suzanne le preocupaba la idea de que él muriera. Su madre había muerto cuando ella era demasiado joven como para sufrir. El dolor por la muerte de su padre fue bastante real y el recuerdo seguía siendo nítido. La pérdida del otro padre que había tenido en la vida sería más difícil.
– Mis dos hijos son buenos hombres. Llevan bien los negocios de la familia y cuando yo ya no esté todo eso les pertenecerá. Es su derecho de nacimiento. -Loring la miró-. El dinero es transparente. Obtenerlo provoca un claro cosquilleo. Pero si se invierte y maneja cuidadosamente, simplemente se rehace a sí mismo. Poca habilidad se necesita para perpetuar los millones en moneda contante y sonante. Esta familia sirve como demostración de ello. El grueso de nuestra fortuna se creó hace doscientos años y simplemente ha ido pasando de generación en generación.
– Creo que subestimas el valor que tú y tu padre tuvisteis en la difícil gestión durante las dos guerras mundiales.
– La política interfiere en ocasiones, pero siempre habrá refugios en los que invertir la moneda con seguridad. Para nosotros, fue América.
Loring regresó al sofá y se sentó en el borde.
Olía a tabaco amargo, como toda la habitación.
– El arte, sin embargo, drahá, es mucho más fluido. Cambia a medida que nosotros cambiamos, se adapta como nosotros lo hacemos. Lo que hace quinientos años era una obra maestra podría ser despreciado hoy.
»Pero, sorprendentemente, algunas formas de arte perduran durante milenios. Eso, querida mía, es lo que me excita. Tú comprendes esa excitación. La aprecias. Y debido a ello has sido la mayor alegría de mi vida. Aunque mi sangre no corra por tus venas, sí lo hace mi espíritu. No hay duda de que eres mi hija del alma.
Suzanne siempre lo había sentido así. La esposa de Loring había muerto hacía casi veinte años. No fue nada repentino ni inesperado. Un doloroso enfrentamiento contra el cáncer se la había llevado poco a poco. Sus hijos se habían marchado hacía décadas. Tenía pocos placeres aparte de su arte, la jardinería y la ebanistería. Pero sus articulaciones cansadas y los músculos atrofiados limitaban seriamente esas actividades. Aunque poseía miles de millones, residía en un castillo fortaleza y su nombre era reconocido en toda Europa, en gran medida ella era lo único que le quedaba a aquel anciano.
– Siempre me he visto como tu hija.
– Cuando yo ya no esté, quiero que tengas el castillo Loukov.
Suzanne guardó silencio.
– También te voy a legar ciento cincuenta millones de euros para que mantengas la hacienda, además de toda mi colección de arte, la pública y la privada. Por supuesto, solo tú y yo conocemos el alcance de la colección privada. También he dejado instrucciones para que heredes mi puesto en el club. Es mío y tengo derecho a hacer con él lo que me plazca. Quiero que mi silla la ocupes tú.
Aquellas palabras la conmocionaron. Se esforzó por hablar.
– ¿Qué hay de tus hijos? Son tus herederos legítimos.
– Y serán quienes reciban el grueso de mi riqueza. Esta hacienda, mis obras de arte y el dinero ni se acercan a cuanto poseo. Ya he discutido esto con ellos dos y ninguno ha puesto objeción alguna.
– No sé qué decir.
– Di que me harás sentir orgulloso y que todo esto seguirá adelante.
– De eso no hay duda.
Loring sonrió y le apretó suavemente la mano.
– Siempre me has hecho sentir orgulloso. Eres una buena hija. Ahora, sin embargo, debemos hacer una última cosa para garantizar la seguridad de aquello por lo que hemos trabajado tan duro.
Suzanne comprendió. Lo había sabido desde la mañana. No había más que un modo de resolver su problema.
Loring se puso en pie, se acercó al escritorio y marcó lentamente un número de teléfono. Se realizó la conexión con Burg Herz.
– Franz, ¿qué tal estamos hoy?
Se produjo una pausa mientras Fellner hablaba al otro extremo de la línea. Loring tenía el rostro contraído. Suzanne sabía que aquello le resultaba muy difícil. Fellner no era solo su competidor, sino también un amigo de muchos años.
Pero aquello era necesario.
– Necesito hablar contigo, Franz. Es de vital importancia… No, me gustaría enviarte mi avión para que habláramos esta noche. Por desgracia, no tengo modo de dejar el país. Puedo tener el avión allí en una hora y devolverte a casa para la medianoche. Sí, por favor, trae a Monika, esto también la concierne. Y a Christian… Oh, ¿todavía no sabes nada de él? Qué pena. Tendrás el avión en tu aeródromo para las cinco y media. Nos vemos enseguida.
Loring colgó y lanzó un suspiro.
– Es una lástima. Franz insiste en mantener la charada hasta el final.
Praga, República Checa
18:50
El elegante reactor dorado y gris rodó por la pista de aterrizaje hasta detenerse. Los motores comenzaron a disminuir sus revoluciones. Suzanne aguardaba junto a Loring, bajo las pálidas luces de la noche, mientras unos operarios acercaban la escalerilla de metal a la puerta abierta. Franz Fellner salió el primero, vestido con traje oscuro y corbata. Monika apareció tras él con un jersey blanco de cuello alto, un blazer ajustado azul marino y unos vaqueros ceñidos. Típico, pensó Suzanne. Una vil mezcolanza de castidad y sexualidad. Y aunque Monika Fellner acababa de salir de un reactor privado multimillonario en uno de los principales aeropuertos metropolitanos de Europa, su rostro reflejaba el desprecio de alguien que visita los barrios bajos.
Suzanne solo era dos años menor que ella, que hacía dos años había empezado a asistir a las reuniones del club, sin pretender ocultar en ningún momento que algún día sucedería a su padre. Todo le había resultado siempre muy sencillo.
La vida de Suzanne había sido radicalmente diferente.
Aunque había crecido en la hacienda Loring, siempre se había esperado de ella que trabajara duro, que estudiara duro, que robara duro. Se había preguntado muchas veces si Knoll no sería un factor de división entre ellas. Monika había dejado claro muchas veces que consideraba a Christian de su exclusiva propiedad. Hasta hacía unas pocas horas, cuando Loring le había dicho que el castillo Loukov sería algún día suyo, Suzanne nunca había considerado una vida como la de Monika Fellner. Pero esa realidad estaba ahora al alcance de su mano y no podía sino preguntarse qué pensaría la querida Monika de saber que pronto sería su igual.
Loring se acercó y dio la mano a Fellner. Después abrazó a Monika y le dio un leve beso en la mejilla. Fellner saludó a Suzanne con una sonrisa y un educado asentimiento, lo adecuado en un miembro del club que se dirigía a un adquisidor.
El trayecto hasta el castillo Loukov en el Mercedes de Loring fue agradable y relativamente tranquilo. Se habló de política y de negocios. La cena los esperaba en el comedor cuando llegaron. Mientras se servía el segundo plato, Fellner preguntó en alemán:
– ¿Qué era tan urgente, Ernst, que teníamos que hablarlo esta misma noche?
Suzanne reparó en que, hasta entonces, Loring había mantenido un talante amistoso y había hablado de temas intrascendentes para que sus invitados se sintieran cómodos. Enfrentado a la pregunta, lanzó un suspiro.
– Es por el asunto de Christian y Suzanne.
Monika lanzó a Suzanne una mirada que esta ya había visto antes y que había llegado a detestar.
– Sé que Christian resultó ileso en la explosión de la mina -dijo Loring-. Y como estoy seguro de que ya sabes, Suzanne fue la causante de dicha explosión.
Fellner depositó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa y miró a su anfitrión.
– Los dos somos conscientes de ello.
– Pero repetidamente me has dicho durante los dos últimos días que no sabías nada sobre el paradero de Christian.
– Para ser francos, no consideré que esa información fuera de tu incumbencia. Y al mismo tiempo no dejaba de preguntarme: ¿por qué tanto interés? -El tono de Fellner se había agriado. Parecía que ya no había necesidad de mantener las apariencias.
– Sé de la visita que Christian hizo a San Petersburgo hace dos semanas. De hecho, fue esa visita la que comenzó todo esto.
– Sabemos que ustedes pagaban al encargado. -El tono de Monika era brusco, más aún que el de su padre.
– Te lo voy a repetir, Ernst. ¿A qué viene esta visita? -preguntó Fellner.
– La Habitación de Ámbar -respondió lentamente Loring.
– ¿Qué pasa con ella?
– Termina tu cena. Después hablaremos.
– Para serte sincero, no tengo hambre. Me has hecho volar sin previo aviso trescientos kilómetros para hablar, de modo que hablemos.
Loring plegó su servilleta.
– Muy bien, Franz. Acompañadme Monika y tú.
Suzanne los siguió mientras Loring guiaba a sus invitados a través del laberinto que era la planta baja del castillo. Los amplios pasillos daban a habitaciones adornadas con obras de arte y antigüedades de valor incalculable. Aquella era la colección pública de Loring, el resultado de seis décadas de adquisición personal, y otras diez anteriores por parte de su padre, su abuelo y su bisabuelo. Algunos de los objetos más valiosos del mundo descansaban en las cámaras cercanas. La extensión completa de aquella colección solo la conocían Suzanne y su empleador, y estaba protegida por gruesas murallas de piedra y el anonimato de una hacienda rural emplazada en un país del antiguo bloque comunista.
Pronto, todo aquello le pertenecería a ella.
– Estoy a punto de romper una de nuestras reglas sagradas -dijo Loring-. Como demostración de mi buena fe, tengo intención de mostraros mi colección privada.
– ¿Es necesario? -preguntó Fellner.
– Creo que sí.
Atravesaron el estudio de Loring y prosiguieron por un largo pasillo hasta una habitación solitaria que se abría al final. Se trataba de un estrecho rectángulo coronado por una bóveda aristada cuyos murales representaban el zodíaco y a los apóstoles. Un enorme horno de cerámica ocupaba una esquina. En una pared se alineaban expositores de nogal, piezas del siglo xvii con incrustaciones de marfil africano. Los anaqueles de cristal estaban rebosantes de porcelana de los siglos xvi y xvii. Fellner y Monika dedicaron un momento a admirar algunas de las piezas.
– La Habitación Románica -dijo Loring-. No sé si alguno de los dos había estado antes aquí.
– Yo no -respondió Fellner.
– Yo tampoco.
– Aquí guardo la mayoría de mi cristalería preciosa. -Loring señaló el horno de cerámica-. Solo es decorativo, el aire procede de ahí. -Señaló una reja en el suelo-. Máquinas especiales para mantener el aire, como sin duda también utilizaréis vosotros.
Fellner asintió.
– Suzanne -llamó Loring.
Esta se colocó delante de uno de los expositores de madera, el cuarto en una línea de seis, y dijo lentamente y con voz grave:
– «Un incidente cotidiano del que resulta una confusión cotidiana.»
El mueble y una sección de la pared rotaron entonces alrededor de un eje central y se detuvieron a mitad de camino, creando una entrada a cada lado.
– Se activa con mi voz y con la de Suzanne. Algunos miembros del servicio saben de esta cámara. Por supuesto, es necesario realizar limpieza de vez en cuando. Pero, como estoy seguro de que sucede con tu gente, Franz, la mía es absolutamente leal y jamás ha hablado de esto fuera de estos muros. Pese a todo, por seguridad, cambiamos la contraseña todas las semanas.
– La de esta semana es interesante -dijo Fellner-. De Kafka, creo. La primera frase de Una confusión cotidiana. Muy apropiada.
Loring sonrió.
– Debemos ser leales a nuestros escritores bohemios.
Suzanne se hizo a un lado para permitir que Fellner y Monika entraran primero. Monika lo hizo apartándola y lanzándole una mirada de gélido disgusto. Después la propia Suzanne siguió a Loring. La espaciosa cámara que había al otro lado estaba ocupada por más expositores, cuadros y tapices.
– Estoy seguro de que vosotros disponéis de instalaciones similares – dijo Loring a Fellner-. Aquí se condensan más de doscientos años de coleccionismo. Los últimos cuarenta, dentro del club.
Fellner y Monika recorrieron todos los expositores.
– Hay piezas maravillosas -admitió Fellner-. Muy impresionante. Recuerdo muchas de ellas de las reuniones. Pero Ernst, te has guardado bastantes cosas. -Se encontraba frente a un cráneo ennegrecido encerrado en cristal-. ¿El hombre de Pekín?
– Está en poder de nuestra familia desde la guerra.
– Creo recordar que se había perdido en China, durante su transporte a los Estados Unidos.
Loring asintió.
– Mi padre lo obtuvo del ladrón que se lo había robado a los marines encargados.
– Asombroso. Esta pieza remonta nuestro linaje medio millón de años. Los chinos y los americanos matarían por recuperarlo. Pero aquí está, en medio de la Bohemia. Vivimos tiempos extraños.
– Eso es bien cierto, viejo amigo. Bien cierto. -Loring señaló las puertas dobles que se encontraban en el extremo de la larga cámara-. Ahí, Franz.
Fellner se dirigió hacia la pareja de altas puertas esmaltadas. Estaban pintadas de blanco, con molduras doradas. Monika siguió a su padre.
– Vamos, abrid -los animó Loring.
Suzanne reparó en que, por una vez, Monika no abría la boca.
Fellner asió los picaportes de bronce y empujó las puertas hacia dentro.
– Madre de Dios -dijo mientras entraba en una cámara brillantemente iluminada.
La habitación era perfectamente cuadrada, el techo alto y abovedado, decorado con un mural de vivos colores. Un mosaico de ámbar del color del güisqui dividía tres de las cuatro paredes en paneles claramente definidos. Unas pilastras espejadas separaban cada panel. Las molduras de ámbar creaban un efecto de revestido de madera entre los paneles más esbeltos de la zona superior y los más cortos y rectangulares que había abajo. Tulipas, rosas, cabezas esculpidas, figurillas, conchas, flores, monogramas, rocallas, pergaminos y guirnaldas, todos tallados en ámbar, surgían de las paredes. La cresta de los Romanov, un bajorrelieve ambarino del águila bicéfala de los zares rusos, decoraba muchos de los paneles inferiores. Algunas molduras doradas se extendían como vides por los bordes superiores y sobre los tres juegos de puertas dobles. El espacio entre y sobre los paneles superiores quedaba cubierto por tallas de querubines y bustos femeninos, que también adornaban el dintel de puertas y ventanas. Las pilastras espejadas alojaban candelabros dorados con velas eléctricas encendidas. El suelo era un parqué resplandeciente, de manufactura tan intrincada como las paredes de ámbar, y cuya superficie pulimentada reflejaba las bombillas como soles distantes.
Loring entró.
– Está exactamente igual que en el Palacio de Catalina. Diez por diez metros, con un techo de siete metros y medio.
Monika había mantenido el control mejor que su padre.
– ¿A esto venían todos los juegos con Christian?
– Os estabais acercando demasiado. Se ha mantenido en secreto durante más de cincuenta años, y no iba a permitir una escalada que podía terminar con la intervención de los gobiernos ruso y alemán. No hay ni que decir cuál sería su reacción.
Fellner cruzó hasta la esquina más alejada de la cámara, admirando la maravillosa mesa de ámbar encajada en la unión de dos paneles inferiores. Después se acercó a uno de los mosaicos florentinos. La piedra coloreada estaba pulimentada y enmarcada en bronce dorado.
– Nunca llegué a creer las historias. Una aseguraba que los soviéticos habían salvado los mosaicos antes de la llegada de los nazis al Palacio de
Catalina. Otra decía que se habían encontrado los restos entre las ruinas de Königsberg y que los bombardeos de 1945 los habían reducido a cenizas.
– La primera historia es falsa. Los soviéticos no fueron capaces de salvar los cuatro mosaicos. Trataron de desmantelar uno de los paneles de ámbar superiores, pero se descompuso. Decidieron dejar el resto, incluidos los mosaicos. Sin embargo, la segunda historia sí es cierta. Fue una ilusión planeada por Hitler.
– ¿A qué te refieres?
– Hitler sabía que Göring quería los paneles de ámbar. También era consciente de la lealtad que Erich Koch profesaba a Göring. Por eso el Führer ordenó personalmente el traslado de los paneles de Königsberg y envió un destacamento especial de las SS para realizar la transferencia, en caso de que Göring presentara dificultades. Qué extraña la relación entre estos dos. Una completa desconfianza mutua acompañada de una total dependencia. Solo al final, cuando Bormann logró socavar a Göring, se volvió Hitler contra él.
Monika se dirigió hacia las ventanas, que consistían en tres juegos de veinte paños cada uno. Llegaban desde el suelo hasta media altura y cada una estaba coronada por una media luna. Las hojas inferiores eran en realidad puertas dobles talladas de forma que semejaran ventanas. Tras los paneles se veía luz y lo que parecía un jardín.
Loring reparó en su interés.
– La habitación esta totalmente encerrada entre muros de piedra. El espacio no es visible siquiera desde el exterior. Encargué que pintaran un mural y perfeccionamos la luz hasta obtener la ilusión de estar en el exterior. La sala original se abría al gran patio del Palacio de Catalina, de modo que escogí un ambiente del siglo xix, en concreto de cuando se amplió el patio y se cerró con una verja. -Loring se acercó a Monika-. La reproducción de la forja es exacta. La hierba, arbustos y flores se realizaron usando como modelo algunos dibujos contemporáneos a lápiz. Es un trabajo bastante notable. Es como estar en la segunda planta del palacio. ¿Puedes imaginarte los desfiles militares que se sucedían con frecuencia, o a los nobles que se deleitaban por la noche, mientras una banda tocaba a lo lejos?
– Muy ingenioso. -Monika se volvió hacia la Habitación de Ámbar-. ¿Cómo han podido reproducir los paneles con tal exactitud? El verano pasado estuve en San Petersburgo y visité el Palacio de Catalina. La Habitación de Ámbar restaurada estaba casi concluida. Ya tenían las molduras, resaltes, las ventanas, las puertas y muchos de los paneles. Es un buen trabajo, pero no hay comparación.
Loring se dirigió al centro de la sala.
– Es muy sencillo, cariño: la gran mayoría de lo que ves es el original, no una reproducción. ¿Conoces la historia?
– En parte -dijo Monika.
– Entonces seguramente sabrás que los paneles se encontraban en un estado deplorable cuando los nazis los robaron en 1941. Los artesanos prusianos originales habían unido el ámbar a los tableros de roble con una tosca masilla de cera de abeja y savia. Conservar intacto el ámbar en tales condiciones es como tratar de preservar un vaso de agua durante doscientos años. Por mucho cuidado que se tenga, el agua terminará derramándose o se evaporará. Aquí sucede lo mismo. El roble se expandió y se contrajo durante dos siglos, y en algunas partes se pudrió. La calefacción con hornos secos, la mala ventilación y el clima húmedo de los alrededores de Tsarskoe Selo no hicieron sino empeorar las cosas. El roble variaba con las estaciones, la masilla terminó por cuartearse y el ámbar empezó a desprenderse. Casi el treinta por ciento había desaparecido cuando llegaron los nazis. Otro diez por ciento se perdió durante el robo. Cuando mi padre los encontró, los paneles se encontraban en un estado lamentable.
– Siempre pensé que Josef sabía más de lo que reconocía -dijo Fellner.
– No te puedes imaginar la decepción de mi padre cuando por fin dio con ellos. Se había pasado siete años buscando, imaginando su belleza, recordando la majestad que había contemplado al verlos en San Petersburgo, antes de la Revolución Rusa.
– Estaban en esa caverna de Stod, ¿no? -preguntó Monika.
– Correcto, querida. En esos tres camiones alemanes estaban los cajones. Mi padre los encontró en el verano de 1952.
– ¿Pero cómo? -preguntó Fellner-. Los rusos no dejaban de buscarlos, al igual que muchos coleccionistas privados. Entonces todos querían la Habitación de Ámbar y nadie creía que hubiera sido destruida. Josef estaba bajo el yugo comunista. ¿Cómo pudo lograr una hazaña tal? Y lo que es más importante, ¿cómo logró mantenerla en secreto?
– Mi padre estaba muy cerca de Erich Koch. El gobernador prusiano le confió que Hitler quería llevar los paneles al sur, fuera de la Unión Soviética ocupada, antes de que llegara el Ejército Rojo. Koch era léala Göring, pero no idiota. Cuando Hitler ordenó la evacuación obedeció y, al principio, no le dijo nada a Göring. Pero los paneles solo llegaron hasta la región de Harz, donde fueron escondidos en las montañas. Koch termino por decírselo todo a su amigo, pero ni siquiera él sabía exactamente dónde estaban escondidos. Göring localizó a cuatro soldados del destacamento de evacuación. Se rumoreó que los había torturado, pero que no le habían dicho nada acerca del paradero de los paneles. -Loring sacudió la cabeza-. Hacia el final de la guerra, Göring estaba bastante mal de la cabeza. Koch le tenía un miedo cerval y ese fue uno de los motivos de que dispersara en Königsberg piezas de la Habitación de Ámbar: bisagras de puertas, picaportes de bronce, teselas de los mosaicos… De ese modo quería telegrafiar un falso mensaje de destrucción no solo a los soviéticos, sino también a Göring. Pero esos mosaicos eran reproducciones en las que los alemanes llevaban trabajando desde 1941.
– Nunca acepté la historia de que el ámbar había ardido en los bombardeos de Königsberg -dijo Fellner-. Toda la ciudad habría olido a cigarro de incienso.
Loring soltó una risita.
– Es cierto. Nunca entendí cómo nadie había reparado en ello. En ningún informe sobre el bombardeo se hacía mención alguna de olores extraños. Imaginad veinte toneladas de ámbar quemadas lentamente. Su olor se habría extendido a lo largo de kilómetros y habría persistido varios días.
Monika acarició con cuidado una de las paredes pulimentadas.
– Carece de la fría pomposidad de la piedra. Es casi cálido al tacto. Y mucho más oscuro de lo que imaginaba. Desde luego, es más oscuro que los paneles restaurados en el Palacio de Catalina.
– El ámbar se oscurece con el tiempo -dijo su padre-. Aunque se corte en rebanadas, se pula y se vuelva a pegar, sigue envejeciendo. La Habitación de Ámbar del siglo xviii sería mucho más brillante que esta de hoy en día.
Loring asintió.
– Y aunque las piezas de estos paneles tengan millones de años, son tan frágiles como el cristal, e igual de caprichosas. Eso es lo que hace este tesoro aún más sorprendente.
– Resplandece -dijo Fellner-. Es como estar en el sol. Brillo sin calor.
– Como en los originales, aquí el ámbar está forrado con una lámina de plata. La luz se refleja.
– ¿A qué te refieres con «como en los originales»? -preguntó Fellner.
– Como he dicho, mi padre quedó decepcionado cuando entró en la cámara y encontró el ámbar. El roble se había podrido y casi todas las piezas se habían desprendido. Lo recuperó todo cuidadosamente y obtuvo copias de las fotografías que los soviéticos habían realizado en la cámara antes de la guerra. Igual que los actuales restauradores en Tsarskoe Selo, mi padre usó esas imágenes para reconstruir los paneles. La única diferencia es que él poseía el ámbar original.
– ¿Dónde encontró a los artesanos? -preguntó Monika-. Creo recordar que el conocimiento sobre el manejo del ámbar se perdió en la guerra. La mayoría de los viejos maestros no sobrevivió.
Loring asintió.
– Algunos sobrevivieron gracias a Koch. Göring pretendía crear una sala idéntica a la original y dio instrucciones a Koch de que encerrara a dichos artesanos para ponerlos a salvo. Mi padre pudo localizar a muchos antes del fin de la guerra. Después les ofreció una buena vida a ellos y a lo que quedara de sus familias. La mayoría aceptó y vivió aquí en reclusión, reconstruyendo esta obra maestra pieza a pieza, paso a paso. Muchos de sus descendientes aún residen aquí y mantienen esta cámara.
– ¿No es arriesgado? -preguntó Fellner.
– En absoluto. Todos esos hombres y sus familias son leales. La vida en la antigua Checoslovaquia era difícil. Brutal. Todos ellos estaban agradecidos por la generosidad que los Loring les demostraban. Lo único que les pedíamos era su mejor trabajo y su discreción. Llevó casi diez años completar lo que veis aquí. Por suerte, los soviéticos insistieron en entrenar a sus artistas en la escuela realista, de modo que se trataba de restauradores competentes.
Fellner señaló las paredes.
– Pese a todo, completar esto debe de haber costado una fortuna.
Loring asintió.
– Mi padre compró en el mercado libre el ámbar que necesitaba para las piezas que fue necesario reemplazar. Resultó muy caro, incluso en los años cincuenta. También empleó algunas técnicas modernas en la reconstrucción. Los nuevos paneles no son de roble, sino piezas de pino, fresno y roble encoladas. Permiten la dilatación y además se añadió una barrera de vapor entre el ámbar y la madera. La Habitación de Ámbar no solo ha sido restaurada por completo, sino que además perdurará.
Suzanne permanecía en silencio cerca de las puertas y observaba a Fellner con atención. El viejo alemán estaba francamente atónito. A ella le maravillaba lo que hacía falta para impresionar a un hombre como Franz Fellner, un multimillonario con una colección de arte capaz de rivalizar con cualquier museo del mundo. Pero entendía su pasmo, pues recordaba cómo se había sentido ella al ver por primera vez la cámara.
Fellner señaló.
– ¿Adonde conducen los otros dos juegos de puertas?
– Esta habitación es en realidad el centro de mi galería privada. Tapiamos los laterales y colocamos las puertas y ventanas exactamente como en el original. Pero en vez de las salas del Palacio de Catalina, estas puertas conducen a mis otras zonas privadas.
– ¿Cuánto lleva aquí todo esto?
– Cincuenta años.
– Es increíble que haya sido capaz de ocultarlo -dijo Monika-. Los soviéticos no son fáciles de engañar.
– Durante la guerra, mi padre cultivó buenas relaciones tanto con los soviéticos como con los alemanes. Checoslovaquia era una ruta conveniente para que los nazis canalizaran su dinero y su oro hacia Suiza. Nuestra familia ayudó en muchas de esas transferencias. Después de la guerra, los soviéticos disfrutaron de la misma cortesía. El precio del favor era la libertad para hacer lo que quisiéramos.
Fellner sonrió.
– Puedo imaginarlo. Los soviéticos no podían permitirse que informaras a americanos y británicos de lo que pasaba.
– Hay un viejo refrán ruso que dice: «Si no fuera por lo malo, no sería bueno». Se refiere a la tendencia irónica que el arte ruso tiene de surgir de los períodos turbulentos. Pero también explica cómo se hizo posible todo esto.
Suzanne vio cómo Fellner y Monika se acercaban a las vitrinas que, a la altura del pecho, ocupaban dos de las paredes de ámbar. Dentro había diversos objetos: un ajedrez del siglo xvii con todos los trebejos, un samovar y un frasco del xviii, un neceser de mujer, un reloj de arena, cucharas, medallones y cajas ornadas. Todo ello de ámbar elaborado, como les explicó Loring, por artesanos de Königsberg y Gdansk.
– Son piezas preciosas -dijo Monika.
– Como en la kunstkammer de tiempos de Pedro el Grande, guardo mis objetos de ámbar en mi sala de curiosidades. La mayoría fueron obtenidas por Suzanne o por su padre. No son de exposición pública. Botín de guerra.
El anciano se volvió hacia Suzanne y sonrió. Después miró a sus invitados.
– ¿Vamos a mi estudio, donde podamos sentarnos y hablar?
Suzanne se sentó aparte de Monika, Fellner y Loring. Prefería observar desde un lado y conceder a su jefe el momento del triunfo. Se acababa de retirar un mayordomo después de servir café, brandy y tarta.
– Siempre me he preguntado por las lealtades de Josef -dijo Fellner-. Sobrevivió a la guerra de forma notable.
– Mi padre odiaba a los nazis -respondió Loring-. Sus fundiciones y fábricas quedaron a su disposición, pero le resultaba sencillo forjar metal débil o producir balas que se oxidaban, o armas a las que no les sentaba bien el frío. Fue un juego peligroso. Los nazis eran unos fanáticos de la calidad, pero las relaciones con Koch lo ayudaron. Raramente se le cuestionó nada. Sabía que los alemanes perderían la guerra y predijo la ocupación del este de Europa por parte soviética. Por tanto, trabajó de forma encubierta desde el principio con el espionaje soviético.
– No lo sabía -dijo Fellner.
Loring asintió.
– Era un patriota bohemio. Trabajaba a su modo. Después de la guerra, los soviéticos le estaban muy agradecidos. También lo necesitaban, de modo que lo dejaron en paz. Yo fui capaz de mantener esa situación. Esta familia ha trabajado junto a todos los regímenes checoslovacos desde 1945. Mi padre tenía razón respecto a los soviéticos. Y también Hitler, debería añadir.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Monika.
Loring juntó los dedos de las manos en el regazo.
– Hitler siempre había creído que los americanos y los británicos se unirían a él en una guerra contra Stalin. Los soviéticos eran el verdadero enemigo de Alemania y creía que Churchill y Roosevelt eran de la misma opinión. Por eso ocultó tanto dinero y obras de arte. Pretendía recuperar todo una vez que los Aliados se unieran a él en una nueva alianza para acabar con la urss. No hay ni que decir que estaba loco, pero la historia ha demostrado acertada gran parte de su visión. Cuando Berlín quedó bloqueado por los soviéticos en 1948, Estados Unidos, Inglaterra y Alemania se unieron inmediatamente contra los soviéticos.
– Stalin asustaba a todo el mundo -dijo Fellner-. Más aún que Hitler. Asesinó a sesenta millones de personas, frente a los diez de Hitler. Todos respiramos más tranquilos cuando murió en 1953.
Se produjo un momento de silencio.
– Asumo que Christian os informó de los esqueletos encontrados en la caverna de Stod -dijo Loring.
Fellner asintió.
– Trabajaron en el sitio. Eran extranjeros contratados en Egipto. La galería de entrada era enorme y solo se había dinamitado la entrada exterior para crear una débil barrera. Mi padre la encontró, despejó la entrada y sacó los maltrechos paneles. Después selló la cámara con los cuerpos dentro.
– ¿Los mató él?
– En persona. Mientras dormían.
– Y desde entonces han estado matando gente -intervino Monika.
Loring la miró.
– Nuestros adquisidores se aseguraban de que el secreto permaneciera a salvo. Tengo que decir que nos sorprendió la ferocidad y determinación con que la gente ha estado buscando. Muchos se obsesionaron con los paneles de ámbar. Periódicamente filtrábamos pistas falsas, rumores para que los investigadores apuntaran en la dirección equivocada. Quizá recordéis un artículo en el Rabochaya Tribuna de hace algunos años. Informaba de que la inteligencia militar soviética había localizado los paneles en una mina, cerca de una vieja base de tanques en la Alemania Oriental, a unos doscientos cincuenta kilómetros al sureste de Berlín.
– Tengo ese artículo -dijo Fellner.
– Pues es todo falso. Suzanne organizó la filtración para que llegara a los oídos adecuados. Nuestra esperanza era que la mayoría de la gente usara el sentido común y abandonara la búsqueda.
Fellner negó con la cabeza.
– Demasiado valioso. Demasiado intrigante. El atractivo es casi embriagador.
– Lo entiendo a la perfección. Muchas veces entro en la habitación y simplemente me siento y la observo. El ámbar resulta casi terapéutico.
– Y de un valor incalculable -añadió Monika.
– Cierto, querida. Una vez leí algo sobre el botín de guerra, sobre las reliquias elaboradas con piedras preciosas y metal. El escritor postulaba que nunca podrían sobrevivir intactas a una guerra, pues sus partes valían mucho más separadas que juntas. Un comentarista, creo que del London Times, escribió que el destino de la Habitación de Ámbar bien podría haber sido ese. Concluía que solo piezas tales como libros y cuadros, cuya configuración total era más importante que los materiales brutos empleados en su elaboración, sobrevivirían a una guerra.
– ¿Le ayudaste tú con ese postulado? -preguntó Fellner.
Loring levantó su café de la mesa y sonrió.
– Fue idea del escritor. Pero nosotros nos aseguramos de que el artículo recibiera toda la difusión posible.
– Entonces, ¿qué sucedió? -preguntó Monika-. ¿Por qué fue necesario matar a toda esa gente?
– Al principio no teníamos elección. Alfred Rohde había supervisado la carga de los cajones en Königsberg y conocía su destino último. El idiota se lo dijo a su mujer, de modo que mi padre los eliminó a ambos antes de que se lo dijeran a los soviéticos. Para entonces, Stalin ya había creado una comisión de investigación. El engaño nazi en el palacio de Königsberg no frenó a los soviéticos ni dos segundos. Creían que los paneles aún existían y los buscaron removiendo hasta la última piedra.
– Pero Koch sobrevivió a la guerra y habló con los soviéticos -dijo Fellner.
– Eso es cierto. Pero financiamos su defensa legal hasta el día de su muerte. Después de que los polacos lo condenaran por crímenes de guerra, lo único que lo protegía del cadalso era el veto soviético. Estos creían que él sabía dónde se ocultaba la Habitación de Ámbar. La verdad es que Koch solo sabía que los camiones habían dejado Königsberg en dirección oeste, para luego virar hacia el sur. Desconocía por completo lo que había sucedido después. Fue sugerencia nuestra que incitara a los soviéticos con la posibilidad de encontrar los paneles. Hasta los años sesenta no se avinieron por fin a nuestras condiciones: le perdonarían la vida a cambio de la información. Pero a aquellas alturas era muy sencillo echarle la culpa de todo al tiempo transcurrido. El Königsberg de hoy en día es muy distinto del que existía durante la guerra.
– De modo que, pagando la asistencia legal de Koch, os asegurasteis su lealtad. Nunca traicionaría a su única fuente de ingresos ni jugaría su comodín, ya que no había razón alguna para confiar en que los soviéticos cumplieran su palabra.
Loring sonrió.
– Exactamente, viejo amigo. Además, el gesto nos mantuvo en contacto constante con la única persona viva de la que sabíamos que podía proporcionar alguna información significativa acerca de la situación de los paneles.
– Y que además sería difícil de matar sin atraer atenciones indebidas.
Loring asintió.
– Afortunadamente, Koch cooperó y nunca reveló nada.
– ¿Y los otros? -preguntó Monika.
– En ocasiones, alguno se acercaba y se hacía necesario preparar algún accidente. A veces nos olvidábamos de las precauciones y simplemente los matábamos, en especial cuando el tiempo resultaba esencial. Mi padre concibió la «maldición de la Habitación de Ámbar» y filtró la historia a un periodista. Como suele ser típico en la prensa, y perdóname la insolencia, Franz, la frase prendió como la pólvora. Dio buenos titulares.
– ¿Y Karol Borya y Danya Chapaev? -preguntó Monika.
– Esos dos fueron los más problemáticos de todos, aunque hasta hace muy poco no comprendí hasta qué punto. Estaban muy cerca de la verdad. De hecho, bien podrían haberse topado con la misma información que nosotros encontramos tras la guerra. Por alguna razón se la guardaron para ellos, quizá para proteger lo que consideraban que debía ser secreto. Parece que el odio hacia el sistema soviético contribuyó a su actitud.
«Sabíamos de Borya por su trabajo con la Comisión Extraordinaria. Al final, emigró a los Estados Unidos y desapareció. El nombre de Chapaev también nos resultaba familiar, pero se evaporó en Europa. Como ninguno parecía ser un peligro, los dejamos en paz. Hasta, por supuesto, la reciente intervención de Christian.
– Y ahora guardarán silencio para siempre -dijo Monika.
– Tú habrías hecho exactamente lo mismo, querida.
Suzanne vio cómo Monika se encrespaba ante la reprensión de Loring. Pero tenía razón. Aquella perra no dudaría en matar a su propio padre para proteger sus inconfesables intereses.
Loring rompió la tensión.
– Descubrimos el paradero de Borya hará unos siete años, por accidente. Su hija estaba casada con un hombre llamado Paul Cutler. El padre de Cutler era un amante del arte estadounidense. A lo largo de varios años, este Cutler realizó indagaciones por toda Europa acerca de la Habitación de Ámbar. De algún modo logró rastrear a un familiar de uno de los hombres que habían trabajado aquí, en la construcción del duplicado. Ahora sabemos que fue Chapaev quien proporcionó el nombre a Borya y que Borya pidió a Cutler que investigara. Hace seis años, estas pesquisas llegaron a un punto que nos obligó a actuar. Hubo una explosión en un avión. Gracias a la laxitud de las autoridades policiales italianas, y a algunas contribuciones bien distribuidas, la explosión fue atribuida a terroristas.
– ¿Obra de Suzanne? -preguntó Monika.
Loring asintió.
– Está bastante dotada en ese apartado.
– ¿Trabaja para vosotros el encargado de San Petersburgo? -preguntó Fellner.
– Por supuesto. Los soviéticos, pese a su gran ineficacia, tienen una desagradable tendencia a ponerlo todo por escrito. Existen literalmente millones de páginas de registros, ningún modo de saber lo que contienen y ningún medio eficiente para revisarlos. La única forma de evitar que alguien curioso se tope con algo interesante es pagar a los responsables de su cuidado para que estén atentos.
Loring se terminó el café y dejó a un lado la copa y el platillo de porcelana. Miró directamente a Fellner.
– Franz, te estoy contando todo esto como muestra de buena fe. Por desgracia, permití que la presente situación se me escapara de las manos. El intento de Suzanne por matar a Christian y su enfrentamiento de ayer en Stod son un ejemplo de a qué podría llegar todo esto. Podríamos atraer atenciones indeseadas sobre nosotros, por no hablar del club. Había pensado que, si supieras la verdad, podríamos detener este duelo. No hay nada que encontrar en lo referente a la Habitación de Ámbar. Lamento lo sucedido con Christian. Sé bien que Suzanne no quería hacerlo. Actuó siguiendo mis órdenes, unas órdenes que en su momento consideré necesarias.
– Yo también lamento lo que ha sucedido, Ernst. No voy a mentir y a decir que me alegro de que tengas los paneles. Los quería yo. Pero una parte de mí se alegra de que estén intactos y a salvo. Siempre temí que los soviéticos los localizaran. No son mejores que los gitanos a la hora de preservar un tesoro.
– Mi padre y yo pensábamos igual. Los soviéticos permitieron un deterioro tal del ámbar que es casi una bendición que los alemanes lo robaran. ¿Quién sabe lo que habría sucedido si el futuro de la Habitación de Ámbar hubiera estado en manos de Stalin o de Jruschev? Los comunistas estaban mucho más preocupados por la construcción de bombas que por la preservación de la herencia.
– ¿Está proponiendo una especie de tregua? -preguntó Monika.
Suzanne casi sonrió ante la impaciencia de aquella zorra. Pobrecita. En su futuro no se vislumbraba el descubrimiento de la Habitación de Ámbar.
– Eso es exactamente lo que deseo. -Loring se volvió-. Suzanne, si me haces el favor…
Ella se levantó y se dirigió hacia la esquina más alejada del estudio. Dos cajas de pino descansaban sobre el suelo de parqué. Las llevó cogidas por unas asas de cuerda hasta el asiento que ocupaba Franz Fellner.
– Los dos bronces que tanto has admirado todos estos años -explicó Loring.
Suzanne abrió la tapa de una de las cajas. Fellner levantó la vasija del lecho de viruta de cedro y la admiró bajo la luz. Suzanne conocía bien las piezas. Siglo x. Ella misma las había liberado de un hombre de Nueva Delhi que las había robado en una aldea del sur de la India. Todavía se encontraban entre los objetos perdidos más codiciados por aquel país, pero llevaban cinco años a buen recaudo en el castillo Loukov.
– Suzanne y Christian pelearon duro por conseguirlas -dijo Loring.
Fellner asintió.
– Otra batalla perdida.
– Ahora son tuyas. Es una disculpa por lo sucedido.
– Herr Loring, perdóneme -dijo Monika en voz baja-. Pero yo soy ahora la que toma las decisiones relativas al club. Los bronces antiguos son interesantes, pero a mí no me entusiasman del mismo modo. Me estoy preguntando cuál sería el mejor modo de resolver este asunto. La Habitación de Ámbar ha sido durante mucho tiempo uno de los premios más buscados. ¿Se va a hablar de todo esto a los demás miembros?
Loring frunció el ceño.
– Preferiría que el asunto quedara entre nosotros. El secreto ha permanecido a salvo mucho tiempo y cuantos menos lo conozcan, mejor. Sin embargo, dadas las circunstancias, me plegaría a tu decisión, querida. Confío en que los demás miembros mantengan la información en secreto, como es el caso de todas las demás adquisiciones.
Monika se recostó en su silla y sonrió, al parecer satisfecha con la concesión.
– Hay otro asunto que quería tratar -dijo entonces Loring, esta vez dirigiéndose específicamente a Monika-. Como ya ha sucedido con tu padre y contigo, aquí las cosas también cambiarán, antes o después. He dejado instrucciones en mi testamento para que, cuando yo no esté,
Suzanne herede este castillo, mis colecciones y mi puesto en el club. También le he legado dinero suficiente para encargarse de forma adecuada de cualquier necesidad.
Suzanne disfrutó de la mirada de asombro y derrota que invadió el rostro de Monika.
– Será el primer adquisidor que alcanza la posición de miembro. Es todo un logro, ¿no creéis?
Ni Fellner ni Monika dijeron nada. El anciano parecía cautivado por la pieza de bronce.
– Ernst -dijo tras depositar la vasija en su caja-, considero el asunto zanjado. Es lamentable que las cosas se hayan deteriorado de este modo, pero ahora lo comprendo. Creo que yo hubiera hecho lo mismo que tú, dadas las circunstancias. Suzanne, tienes mis felicitaciones.
La adquisidora agradeció el gesto con un asentimiento.
– Respecto a cómo comunicárselo a los miembros, déjeme considerar la situación -dijo Monika-. Para la reunión de junio tendré una respuesta para ustedes sobre el modo de proceder.
– Eso es todo lo que puede pedir un hombre viejo, querida. Esperaré tu decisión. -Loring miró a Fellner-. Muy bien. ¿Queréis quedaros esta noche?
– Creo que será mejor que regresemos a Burg Herz. Por la mañana tengo asuntos pendientes. Pero te puedo asegurar que el viaje ha merecido todas las molestias. Sin embargo, antes de irnos… ¿podría ver una última vez la Habitación de Ámbar?
– Por supuesto, viejo amigo. Por supuesto.
El camino de vuelta al aeropuerto Ruzyné de Praga fue silencioso. Fellner y Monika se sentaban en el asiento trasero del Mercedes. Loring ocupaba el del pasajero, junto a Suzanne. Varias veces Suzanne miró a Monika a través del espejo retrovisor. La muy zorra mantenía una expresión tensa. Era evidente que no la había gustado que los dos varones hubieran dominado la conversación. Franz Fellner, desde luego, no era un hombre que fuera a soltar fácilmente las riendas del poder y Monika no era de las mujeres a las que les gustara compartir nada.
– Debo pedirle disculpas, Herr Loring -dijo Monika a medio camino.
El aludido se volvió hacia ella.
– ¿Por qué, querida?
– Por mi brusquedad.
– En absoluto. Recuerdo la época en que mi padre me entregó su puesto en el club. A él, como a tu padre, le costó mucho dejarlo. Pero si te sirve de consuelo, al final se retiró por completo.
– Mi hija es impaciente. Como lo era su madre -dijo Fellner.
– Como eres tú, Franz.
Fellner lanzó una risita.
– Quizá.
– Supongo que le hablaréis a Christian de todo esto -dijo Loring a su colega.
– De inmediato.
– ¿Dónde está?
– Pues, sinceramente, no lo sé. -Fellner se volvió hacia Monika-. ¿Y tú, liebling?
– No, padre. No sé nada de él.
Llegaron al aeropuerto un poco antes de la medianoche. El reactor de Loring esperaba ya en la pista, repostado y listo para partir. Suzanne se detuvo junto al aparato. Los cuatro salieron del coche y Suzanne abrió el maletero. El piloto del avión bajó las escalerillas metálicas del reactor. Suzanne señaló las dos cajas de pino, que el piloto sacó y llevó hasta una compuerta de carga abierta.
– Las piezas están muy bien empaquetadas -dijo Loring por encima del estruendo de los motores-. Deberían llegar en perfecto estado.
Suzanne entregó un sobre a Loring.
– Aquí van unos papeles de registro que he preparado. Están certificados por el ministerio. Serán útiles si a los oficiales de aduanas les da por investigar al aterrizar.
Fellner se lo guardó en el bolsillo.
– No suelo tener inspecciones.
Loring sonrió.
– Ya lo supongo. -Se volvió hacia Monika y le dio un abrazo-. Me alegro de verte, querida. Espero con ansiedad nuestros duelos en el futuro, como sin duda lo hará Suzanne.
Monika asintió y besó el aire sobre las mejillas de Loring. Suzanne guardó silencio. Conocía bien su papel. El trabajo de un adquisidor era actuar, no hablar. Un día sería miembro del club y esperaba que entonces su propio adquisidor se comportara de un modo similar. Monika le dirigió una mirada rápida y desconcertante antes de subir las escalerillas. Fellner y Loring se dieron la mano antes de que el primero subiera al avión. El piloto cerró las compuertas de carga, subió a bordo y cerró el portón tras él.
Suzanne y Loring aguardaron mientras el reactor se dirigía hacia la pista, rodeados por el aire caliente de los motores. Después se subieron al Mercedes y se marcharon. Justo en la salida del aeropuerto, Suzanne detuvo el coche a un lado de la carretera.
El elegante reactor recorrió la pista a toda velocidad y se elevó hacia el despejado cielo nocturno. La distancia enmascaraba cualquier sonido. Tres aviones comerciales rodaban por la pista. Dos llegaban y uno se preparaba para partir.
Se quedaron sentados, con el cuello inclinado hacia arriba y hacia la derecha.
– Es una lástima, drahá -susurró Loring.
– Al menos han tenido una velada agradable. Herr Fellner estaba entusiasmado con la Habitación de Ámbar.
– Me alegro de que haya podido verla.
El reactor se desvaneció en el cielo occidental. La altitud hizo invisibles sus luces de posición.
– ¿Has devuelto los bronces a los expositores? -preguntó Loring.
Ella asintió.
– ¿Las cajas de pino van bien cargadas?
– Por supuesto.
– ¿Cómo funciona el mecanismo?
– Un interruptor de presión, sensible a la altitud.
– ¿Y el compuesto?
– Potente.
– ¿Cuándo?
Suzanne consultó su reloj y calculó velocidad y tiempo. Según la velocidad de ascenso del reactor, alcanzaría los cinco mil pies justo…
A lo lejos, un brillante destello amarillo inundó el cielo durante un instante, como una estrella convertida en nova, cuando los explosivos que había colocado en las cajas de pino prendieron el combustible del reactor y desintegraron cualquier rastro de Fellner, Monika y los dos pilotos.
La luz se apagó.
La mirada de Loring permaneció clavada en la distancia, en el punto de la explosión.
– Qué lástima. Un avión de seis millones de dólares. -Se volvió lentamente hacia ella-. Pero es el precio que hay que pagar por tu futuro.
Jueves, 22 de mayo, 8:50
Knoll estacionó en el bosque, aproximadamente a medio kilómetro de la autopista. El Peugeot negro era de alquiler y lo había obtenido el día anterior en Nuremberg. Había pasado la noche a algunos kilómetros al oeste, en un pintoresco pueblo checoslovaco, con la intención de dormir bien, pues sabía que aquel día y su noche iban a ser arduos. Había tomado un desayuno ligero en una pequeña cafetería y se había marchado rápido para que nadie pudiera recordar nada acerca de él. Sin duda, Loring tenía ojos y oídos en toda aquella parte de la Bohemia.
Conocía bien la geografía local. En realidad ya se encontraba en territorio de Loring, pues la antigua hacienda familiar se extendía muchos kilómetros en todas direcciones. El castillo estaba situado hacia la esquina noroeste de la heredad, rodeado por densos bosques de abedules, hayas y chopos. La región de Sumava, al suroeste de Checoslovaquia, era una importante fuente maderera, pero los Loring nunca habían tenido necesidad de comercializar sus bosques.
Sacó la mochila del maletero y comenzó la caminata hacia el norte. Veinte minutos más tarde apareció el castillo Loukov. La fortaleza se encontraba encaramada sobre una elevación rocosa, muy por encima de las copas de los árboles, a menos de un kilómetro de distancia. Al oeste, el fangoso río Orlik se abría paso hacia el sur. Aquel punto ventajoso le ofrecía una vista muy clara de la entrada oriental del complejo, la empleada por los vehículos, y del portón occidental, usado en exclusiva por el personal y los camiones de entrega de mercancías.
El castillo resultaba impresionante. Un variado conjunto de torres y edificios se alzaba hacia el cielo tras las murallas rectangulares. Conocía bien su disposición. Las plantas inferiores eran principalmente salones de ceremonias y salas públicas de exquisita decoración, mientras que las superiores estaban tomadas por los dormitorios y otras zonas habitables. En algún sitio, oculta entre las estructuras de piedra, se encontraba una cámara con la colección privada, similar a la que Fellner y los otros siete miembros poseían. El truco estaba en dar con ella y descubrir el modo de entrar. Tenía una idea bastante aproximada de dónde se encontraría ese espacio, una conclusión a la que había llegado durante una de las reuniones del club mediante el estudio de la arquitectura. Pero tendría que buscar de todos modos. Y rápido. Antes de la mañana.
La decisión de Monika de permitir la invasión no lo había sorprendido. Haría lo que fuera para demostrar que ella tenía el control. Fellner había sido bueno con él, pero Monika iba a ser aún mejor. El anciano no viviría eternamente. Y aunque lo echaría de menos, las posibilidades que se le presentaban con Monika resultaban casi embriagadoras. Ella era dura, pero vulnerable. Estaba convencido de que podría dominarla y de que, al hacerlo, dominaría la fortuna que ella iba a heredar. Sí, era un juego peligroso, pero merecía la pena correr ese riesgo. El que Monika fuera incapaz de amar era una buena ayuda. Lo mismo le sucedía a él. Formaban una pareja perfecta. La lujuria y el poder eran todo el pegamento que necesitaban para que su vínculo fuera permanente.
Se quitó la mochila y buscó los prismáticos. Desde la seguridad de un denso grupo de álamos estudió el castillo de arriba abajo. El cielo azul delineaba a la perfección su silueta. Su mirada se desvió hacia el este. Dos coches ascendían la empinada carretera en dirección al castillo.
Coches de policía.
Interesante.
Suzanne puso un bollo de canela recién horneado en el plato de porcelana y añadió un poco de mermelada de frambuesa. Se sentó a la mesa en la que ya se encontraba Loring. Aquella sala era uno de los comedores más pequeños del castillo, reservado para la familia. Una de las paredes de alabastro estaba ocupada por expositores de roble llenos de copas del Renacimiento. Otra estaba cubierta por incrustaciones de piedras semipreciosas de Bohemia que delineaban iconos de santos checoslovacos. Ella y Loring desayunaban solos, como hacían todas las mañanas cuando ella estaba en casa.
– La prensa de Praga abre con la explosión -dijo Loring. Dobló el periódico y lo depositó sobre la mesa-. El artículo no propone teorías, solo indica que el avión explotó poco después del despegue y que todos sus ocupantes murieron. Sí nombran a Fellner, a Monika y a los pilotos.
Suzanne bebió un poco de café.
– Lo siento por Pan Fellner. Era un hombre respetable. Pero que Monika tenga buen viaje. Habría terminado siendo la destrucción de todos nosotros. Sus temeridades no tardarían en ser un problema.
– Creo que tienes razón, drahá.
Suzanne saboreó el bollo caliente.
– ¿Y van a acabar ya las muertes?
– Eso espero, desde luego.
– Es una parte de mi trabajo con la que no disfruto.
– Y me alegro de que así sea.
– ¿Disfrutaba mi padre con ello?
Loring la miró.
– ¿A qué viene eso?
– Anoche estuve pensando en él. Era muy cariñoso conmigo. Nunca sospeché que poseyera tales capacidades.
– Cariño, tu padre hacía lo que resultaba necesario. Como tú. Sois muy parecidos. Estaría orgulloso de ti.
Pero, en ese momento, ella no se sentía muy orgullosa de sí misma. El asesinato de Chapaev y de todos los demás… ¿Permanecerían las imágenes siempre en su mente? Temía que sí. ¿Y qué había de su propia maternidad? Siempre la había imaginado como parte de su futuro, pero tras el día anterior, quizá fuera necesario ajustar esa ambición. Las posibilidades que se abrían ahora eran infinitas y emocionantes. El hecho de que mucha gente hubiera muerto para hacerlas posibles era lamentable, pero no podía comerse la cabeza con ello. Ya no más. Era el momento de avanzar y al diablo la conciencia.
Entró un mayordomo que cruzó el suelo de terrazo hasta detenerse junto a la puerta. Loring levantó la mirada.
– Señor, la policía está aquí y desea hablar con usted.
Suzanne miró a su empleador y sonrió.
– Te debo cien coronas.
La noche anterior, al regresar de Praga, él había apostado a que la policía aparecería en el castillo antes de las diez. Eran las diez menos veinte.
– Hazlos pasar.
Unos momentos después, cuatro hombres uniformados entraron raudos en el comedor.
– Pan Loring -dijo en checo el que parecía llevar la voz cantante-, nos alegramos de que se encuentre usted bien. El accidente de su reactor ha sido una tragedia.
Loring se levantó de la mesa y se dirigió hacia ellos.
– Estamos todos conmocionados. Anoche invitamos a Herr Fellner y su hija a cenar, y los dos pilotos llevaban muchos años con nosotros. Sus familias viven aquí. Ahora marchaba a visitar a sus viudas. Es espantoso.
– Disculpe las molestias, pero necesitábamos hacerle algunas preguntas. En particular, por qué podría haber sucedido esto.
Loring se encogió de hombros.
– No sabría decir. Solo que mis oficinas llevan varias semanas informando de amenazas contra mi persona. Una de mis empresas está considerando una expansión por el Oriente Medio. Llevamos un tiempo desarrollando negociaciones públicas allí. Al parecer, los responsables de las amenazas telefónicas no deseaban mí presencia corporativa en sus países. Informamos de estas amenazas a los saudíes y no puedo sino asumir que todo esto está relacionado. No se me ocurre otra cosa. Nunca imaginé que tuviera enemigos tan violentos.
– ¿Dispone de alguna información acerca de estas llamadas?
Loring asintió.
– Mi secretario personal está más que familiarizado con ellas. Le he dado instrucciones para que esté hoy en Praga, a su disposición.
– Mis superiores quieren que me asegure de que lleguemos al fondo de lo sucedido. Mientras tanto, ¿cree que es conveniente que siga aquí, sin protección?
– Estas murallas me proporcionan una gran seguridad y todos los empleados están alerta. Todo está bien.
– De acuerdo, Pan Loring. Por favor, no olvide que nos tiene aquí si nos necesita.
Los policías se retiraron y Loring regresó a la mesa.
– ¿Impresiones?
– No tienen motivo para no aceptar tus explicaciones. Tus contactos en el Ministerio de Justicia te vendrán bien.
– Llamaré más tarde para agradecerles la visita y ofrecer mi completa cooperación.
– Debes llamar personalmente a los miembros del club. Y dejar clara tu pesadumbre.
– Cierto, cierto. Me encargaré ahora mismo.
Paul conducía el Land Rover. Rachel estaba sentada delante y McKoy detrás. El hombretón llevaba en silencio casi todo el camino desde Stod. La autobahn los había llevado hasta Nuremberg. A partir de allí, una serie de autovías de dos carriles recorría la frontera alemana hacia el suroeste de la antigua Checoslovaquia.
El terreno se había ido tornando progresivamente boscoso y elevado, y el paisaje quedaba salpicado de vez en cuando por lagos y campos de cereal. Al consultar antes el mapa de carreteras para determinar la ruta más corta hacia el este, Paul había reparado en Ceské Budejovice, la localidad más grande de la región, y recordó un informe de la cnn sobre su cerveza Buvar, más conocida por su nombre alemán, Budweiser. La compañía estadounidense del mismo nombre había tratado en vano de comprar su tocaya, pero los habitantes habían rechazado una y otra vez los millones ofrecidos, al tiempo que recordaban que llevaban produciendo cerveza muchos siglos antes de que los Estados Unidos existieran siquiera.
La ruta hacia Checoslovaquia los llevó por una serie de pintorescos pueblos medievales, en su mayoría adornados con un castillo en lo alto o unos almenajes de gruesa piedra. Las direcciones del amigable encargado de una tienda ajustaron su ruta y no eran las dos todavía cuando Rachel divisó el castillo Loukov.
La aristocrática fortaleza estaba encaramada sobre un promontorio rocoso que dominaba un bosque muy denso. Dos torres poligonales y tres redondeadas se alzaban sobre una muralla exterior de piedra salpicada de relucientes ventanas con maineles y oscuras aspilleras. La silueta grisácea estaba rodeada por casetones y bastiones semicirculares, y por todas partes se elevaban chimeneas hacia el cielo. Una bandera roja, blanca y azul ondeaba bajo la leve brisa de la tarde. Dos barras gruesas y un triángulo. Paul reconoció la bandera nacional checa.
– Casi te esperas que salgan a recibirte caballeros con armadura montados en sus caballos -dijo Rachel.
– Ese hijo de su puta madre sabe vivir -dijo McKoy-. Loring ya me cae bien.
Paul condujo el Rover por una empinada carretera hacia lo que parecía ser la puerta principal. Unas enormes puertas de roble reforzadas con bandas metálicas aguardaban abiertas de par en par, revelando un patio pavimentado. Los edificios estaban rodeados de coloridos rosales y otras flores primaverales. Paul detuvo el coche y todos bajaron. Un Porsche gris metálico aguardaba junto a un Mercedes de color crema.
– El muy cabrón también sabe conducir -dijo McKoy.
– ¿Cuál será la puerta principal? -se preguntó Paul.
Seis puertas diferentes se abrían al patio desde los distintos edificios. Paul dedicó un momento a estudiar las ventanas abuhardilladas, los aleros en punta y la estructura de madera, que formaba complejos patrones. Una interesante combinación arquitectónica de gótico y barroco, prueba, asumió, de una construcción dilatada y de múltiples influencias humanas.
McKoy señaló.
– Yo creo que es esa puerta de ahí -dijo.
La puerta arqueada de roble estaba enmarcada en pilastras de piedra y en el frontón se veía grabado un elaborado escudo de armas. McKoy se acercó y golpeó una aldaba de metal bruñido. Un mayordomo abrió la puerta y McKoy explicó educadamente quiénes eran y el motivo por el que estaban allí. Cinco minutos después se encontraban sentados en una exuberante sala. Cabezas de ciervos, jabalíes y cornamentas sobresalían de las paredes. Un fuego ardía en un enorme hogar de granito y el alargado espacio estaba suavemente iluminado, además de por el fuego, por unas lámparas de vidrio coloreado. Unos recios pilares de madera soportaban un techo decorado con estuco y parte de las paredes estaba adornada con cuadros al óleo. Paul inspeccionó los lienzos. Dos Rubens, un Durero y un Van Dyck. Increíble. Lo que daría el High Museum por poder exponer uno solo…
El hombre que entró silenciosamente a través de las puertas dobles se acercaba a los ochenta. Era alto, con el cabello de un color gris apagado, y la perilla desvaída que le cubría el cuello y el mentón raleaba con la edad. Poseía un rostro hermoso que, para alguien de una riqueza y una estatura tan evidentes, no dejaba un recuerdo indeleble. Paul pensó que quizá la máscara no mostrara de forma intencionada emoción alguna.
– Buenas tardes. Soy Ernst Loring. Normalmente no acepto a nadie que carezca de invitación previa, pero mi mayordomo me ha explicado su situación y, debo confesarlo, me ha dejado intrigado. -El anciano hablaba un inglés claro.
McKoy se presentó y le ofreció la mano. Loring la aceptó.
– Me alegro de conocerlo al fin. Llevo años leyendo acerca de usted.
Loring sonrió. El gesto pareció elegante y esperado.
– No debe creer nada de lo que lea u oiga. Me temo que a la prensa le gusta presentarme como mucho más interesante de lo que soy en realidad.
Paul dio un paso adelante y se presentó a sí mismo y a Rachel.
– Es un placer conocerlos a los dos -dijo Loring-. ¿Por qué no nos sentamos? Ya nos están preparando algo para tomar.
Todos se sentaron en los sillones neogóticos y en el sofá, que estaban orientados hacia la chimenea. Loring miró a McKoy.
– El mayordomo mencionó algo sobre una excavación el Alemania. El otro día leí un artículo al respecto. Sin duda debe requerir su constante atención. ¿Cómo es que están aquí y no allí?
– Porque allí no hay una mierda que encontrar.
La expresión de Loring delató curiosidad, nada más. McKoy habló a su anfitrión acerca de la excavación, los tres camiones, los cinco cuerpos y las letras en la arena. Mostró a Loring las fotografías que Alfred Grumer había tomado, junto con una más que él había sacado el día anterior, después de que Paul trazara las demás letras hasta formar «loring».
– ¿Tiene alguna explicación de por qué ese tipo moribundo escribió su nombre en la arena? -preguntó McKoy.
– No hay indicación de que lo hiciera. Como ha dicho, todo es mera especulación por su parte.
Paul guardaba silencio, satisfecho con que McKoy dirigiera la carga. Él valoraba las reacciones del checo. Aparentemente, Rachel también estudiaba al anciano y lo hacía con la expresión con que observaba al jurado durante un juicio.
– Sin embargo -dijo Loring-, entiendo que puedan pensar eso. Las pocas letras originales son bastante consistentes.
McKoy capturó la mirada de Loring con la suya.
– Pan Loring, déjeme ir al grano. La Habitación de Ámbar estaba en esa cámara y creo que usted o su padre estuvieron allí. Si conserva usted o no los paneles, ¿quién sabe? Pero pienso que sí llegaron a tenerlos.
– Aunque poseyera tal tesoro, ¿por qué lo admitiría abiertamente ante ustedes?
– No, no lo haría. Pero podría no gustarle que entregara toda esta información a la prensa. He firmado varios acuerdos de producción con agencias de noticias de todo el mundo. La excavación es un desastre evidente, pero esta información es la clase de dinamita que podría permitirme devolver al menos parte de lo que debo a los inversores. Supongo que a los rusos también les interesará mucho. Por lo que he oído, pueden ser, digamos, persistentes en la recuperación de tesoros perdidos…
– ¿Y pensó usted que podría estar dispuesto a pagar por el silencio?
Paul estaba estupefacto. ¿Extorsión? No tenía ni idea de que McKoy había acudido a Checoslovaquia para chantajear a Loring. Al parecer, Rachel era de su opinión.
– Espere, McKoy -dijo ella levantando la voz-. Nunca se habló para nada de extorsión.
– No queremos tener parte en esto -la apoyó Paul.
McKoy no pareció preocuparse.
– Ustedes dos deben seguir con el programa. Lo he pensado durante el camino. Este tío no va a llevarlos a ver la Habitación de Ámbar aunque la tenga. Pero Grumer está muerto. Y tenemos otros cinco muertos en Stod. Sus padres, el suyo, Chapaev, todos muertos. Hay cadáveres por todas partes. -McKoy perforó a Loring con la mirada-. Y creo que este hijo de puta sabe mucho más que la mierda que admite.
Una vena palpitaba en la sien del anciano.
– Es de una grosería extraordinaria para ser un invitado, Pan McKoy. ¿Ha venido a mi casa a acusarme de asesinato y robo? -La voz era firme, pero calmada.
– Yo no le he acusado de nada. Pero sabe mucho más de lo que está dispuesto a admitir. Su nombre lleva años ligado a la Habitación de Ámbar.
– Rumores.
– Rafal Dolinski -respondió McKoy.
Loring guardó silencio.
– Era un periodista polaco que se puso en contacto con usted hace tres años. Le envió el borrador de un artículo en el que estaba trabajando. Un buen tipo. Un hombre estupendo. Muy decidido. Unas semanas después voló por los aires en una mina. ¿Lo recuerda?
– No sé nada de eso.
– Una mina cerca de aquella en la que la jueza Cutler, aquí presente, estuvo a punto de palmar. Y eso si no es la misma.
– He leído algo acerca de esa explosión de hace unos días. Entonces no se me ocurrió conexión alguna.
– Desde luego -respondió McKoy-. Creo que a la prensa le van a encantar todas estas conjeturas. Piense en ello, Loring. Tiene todo el aroma de una gran historia: financiero internacional, tesoro perdido, nazis, asesinatos. Por no mencionar a los alemanes. Si encontró usted la Habitación de Ámbar en su territorio, sin duda querrán recuperarla. Sería una excelente arma negociadora con los rusos.
Paul sintió la necesidad de intervenir.
– Señor Loring, quiero que sepa usted que Rachel y yo no sabíamos nada de esto cuando aceptamos venir aquí. Nuestra única preocupación es descubrir algo acerca de la Habitación de Ámbar, satisfacer la curiosidad generada por el padre de Rachel, nada más. Yo soy abogado y ella jueza. Nunca tomaríamos parte en un chantaje.
– No necesitan explicarse -replicó Loring, que se volvió hacia McKoy-. Quizá tenga usted razón: las especulaciones pueden ser un problema. Vivimos en un mundo en el que la percepción es mucho más importante que la realidad. Me tomaré esta situación más como una forma de seguro que como un chantaje. -Una sonrisa curvó los finos labios del anciano.
– Tómesela como le apetezca. Lo único que quiero yo es que me pague. Tengo un grave problema de liquidez y un montón de cosas que contar a un montón de gente. El precio del silencio aumenta a cada minuto que pasa.
La expresión de Rachel se endureció. Paul supuso que estaba a punto de explotar. McKoy no le había gustado desde el principio. Había sospechado de sus modales arrogantes y le había preocupado que las actividades de ellos se mezclaran con las de él. Paul casi podía oírlo: había sido él quien los había metido en aquel follón y era él quien debía resolverlo.
– ¿Podría hacer una sugerencia? -ofreció Loring.
– Por favor -respondió Paul con la esperanza de que se impusiera una cierta cordura.
– Me gustaría tener algo de tiempo para pensar en esta situación. Sin duda, no habrán pensado regresar ahora a Stod. Quédense a pasar la noche. Cenaremos juntos y después seguiremos hablando.
– Eso sería maravilloso -respondió McKoy rápidamente-. Ya estábamos pensando en buscar alguna habitación por la zona.
– Excelente. Haré que los mayordomos metan sus cosas.
Suzanne abrió la puerta del dormitorio.
– Pan Loring quiere verla en la Habitación de los Antepasados -le dijo en checo un mayordomo-. Debe utilizar usted los pasillos traseros. Evitar los salones principales.
– ¿Dijo por qué?
– Tenemos invitados para la noche. Podría estar relacionado con ellos.
– Gracias. Bajaré inmediatamente.
Cerró la puerta. Qué extraño: los pasillos traseros. El castillo estaba cruzado por pasadizos secretos que la aristocracia habían empleado en el pasado como medio de escape y que ahora usaba el personal al servicio del castillo. Su habitación estaba hacia la parte trasera del complejo, más allá de los salones principales y las zonas vivideras, a medio camino de la cocina y las áreas de trabajo, pasado el punto en que comenzaban los pasadizos secretos.
Salió del dormitorio y bajó dos plantas. La entrada más cercana de los pasillos ocultos se encontraba en una pequeña salita de la planta baja. Se acercó a una pared forrada de madera. Unas intrincadas molduras enmarcaban unas planchas exquisitamente teñidas de nogal libre de nudos. Sobre el hogar gótico encontró el interruptor, que estaba camuflado como parte de la decoración en forma de pergamino. Una sección de la pared junto a la chimenea se abrió como un resorte. Entró en el pasadizo y cerró el panel.
Aquella ruta laberíntica consistía en un pasaje angosto en el que apenas si cabía una persona y que viraba constantemente en ángulos rectos. Cada cierto trecho aparecía resaltada en la piedra la silueta de una puerta que conducía a un pasillo o una sala. Suzanne había jugado allí de niña a ser una princesa bohemia que huía de los invasores infieles que habían atravesado las murallas del castillo. Estaba bien familiarizada con su disposición.
La Habitación de los Antepasados carecía de entrada al laberinto, pero la Sala Azul era el punto más cercano. Loring llamaba así a aquel espacio por sus colgaduras de cuero azul ribeteadas de dorado. Salió y se quedó junto a la puerta tratando de oír sonidos procedentes del pasillo. Al no escuchar nada, salió rápidamente al corredor, corrió y entró con premura en la Habitación de los Antepasados, cerrando la puerta tras ella.
Loring estaba de pie, en una zona semicircular que hacía las veces de mirador, junto a unos ventanales de cristal plomado. En la pared, sobre dos leones tallados en la piedra, se encontraba el escudo de armas de la familia. Servían como adorno los retratos de Josef Loring y los de los demás antepasados.
– Parece que la providencia ha tenido a bien ofrecernos un regalo -dijo. Le habló acerca de Wayland McKoy y los Cutler.
Suzanne enarcó una ceja.
– Ese McKoy tiene temple.
– Más de lo que te imaginas. No pretende obtener dinero alguno. Imagino que me estaba poniendo a prueba para ver mi reacción. Es más astuto de lo que quiere dejar traslucir a su interlocutor. No ha venido por dinero. Ha venido a encontrar la Habitación de Ámbar. Probablemente quisiera que los invitara a quedarse.
– Entonces, ¿por qué lo has hecho?
Loring juntó las manos tras la espalda y se acercó al viejo retrato al óleo de su padre. La mirada tranquila y compleja de su padre lo observó. En la imagen, unos mechones blancos caían sobre el ceño fruncido. Su mirada era la de un hombre enigmático que dominaba su época y que de algún modo esperaba lo mismo de sus hijos.
– Mis hermanos y hermanas no sobrevivieron a la guerra-dijo Loring en voz baja-. Siempre he creído que se trataba de una señal. Yo no fui el primogénito. Nada de esto estaba destinado a ser mío.
Suzanne ya sabía eso, así que se preguntó si Loring no estaría hablando al cuadro, quizá terminando una conversación que él y su padre habían comenzado décadas atrás. Su propio padre le había hablad o acerca del viejo Josef. Acerca de lo exigente, implacable y difícil que podía llegar a ser. Esperaría mucho de su último hijo superviviente.
– Mi hermano tenía que haber heredado. Sin embargo, fui yo quien recibió la responsabilidad. Los últimos treinta años han sido difíciles. Muy difíciles, de hecho.
– Pero has sobrevivido. De hecho, has prosperado.
Loring se volvió hacia ella.
– ¿No será otra señal de la providencia? -Se acercó a ella-. Mi padre me legó un dilema. Por una parte me entregó un tesoro de belleza inimaginable: la Habitación de Ámbar. Por otro, me veo obligado constantemente a enfrentarme a los desafíos de esta posesión. En sus tiempos las cosas eran muy distintas. Vivir tras el Telón de Acero tenía la ventaja de poder matar a quien se quisiera. El único deseo de mi padre era que todo esto quedara en la familia. Le daba una especial importancia a esto. Tú eres de la familia, drahá, tanto como lo son los hijos de mi sangre. Eres mi hija del alma.
El anciano la miró durante largo rato y le acarició la mejilla con la mano.
– Desde este momento hasta la noche permanece en tu cuarto, fuera de las zonas comunes. Ya te diré más tarde lo que debemos hacer.
Knoll avanzaba a través del bosque, que era denso sin resultar intransitable. Redujo el tiempo escogiendo una ruta abierta bajo el follaje, siguiendo las sendas definidas y desviándose solo al final, para que su acercamiento último resultara desapercibido.
La noche recién caída se presentaba fresca y seca, y prometía hacerse mucho más fría a medida que pasaran las horas. El sol poniente desaparecía por el oeste, aunque sus rayos aún perforaban las hojas primaverales para dejar un fulgor apagado. Los gorriones piaban en lo alto. Pensó en Italia, hacía dos semanas, cuando tuvo que recorrer otro bosque hacia otro castillo. Otra búsqueda. Aquel viaje había terminado con dos muertes. Se preguntó qué le depararía la misión de aquella noche.
El camino consistía en un ascenso constante hacia el promontorio rocoso que formaba la cimentación de las murallas del castillo. Había sido paciente toda la tarde y había esperado en un hayedo, a un kilómetro al sur. Había visto llegar y marcharse los dos coches de policía a primera hora de la mañana, y desde entonces se había preguntado qué asuntos tendrían con Loring. Después, a media tarde, un Land Rover había entrado por la puerta principal y no había salido. Quizá hubiera llevado invitados. Distracciones que podrían mantener ocupados a Loring y a Suzanne lo suficiente como para enmascarar su breve visita, como había esperado que sucediera con la prostituta italiana que estaba visitando a Pietro Caproni. De momento no sabía siquiera si Danzer estaba allí, ya que no había visto entrar ni salir su Porsche. Asumió que estaba dentro.
¿Dónde iba a estar si no?
Detuvo su avance a unos treinta metros de la entrada oeste. Una puerta aparecía bajo una inmensa torre circular. El recio telón de piedra se elevaba veinte metros, liso y desprovisto de más abertura que alguna aspillera ocasional. Los contrafuertes que sobresalían en la base se elevaban inclinados, una innovación medieval que proporcionaba resistencia y ayudaba a que las rocas y proyectiles arrojados desde arriba rebotaran hacia los atacantes. Knoll pensó en su utilidad para un invasor moderno. Mucho había cambiado en cuatrocientos años.
Revisó las murallas desde la base hacia arriba. En las plantas superiores había ventanas rectangulares con rejas de hierro. Sin duda, en tiempos medievales el trabajo de la torre sería defender la entrada posterior. Pero su altura y tamaño también parecían proporcionar una adecuada transición entre la irregular línea de cubierta y las alas adyacentes. Estaba familiarizado con la entrada a causa de las reuniones del club. La usaba principalmente el personal. Más allá se abría una zona pavimentada sin conexión con el resto del castillo y que permitía a los vehículos dar la vuelta.
Necesitaba entrar rápida y silenciosamente. Estudió la pesada puerta de madera reforzada con hierro ennegrecido. Casi sin duda estaría cerrada con llave, pero no protegida por una alarma. Sabía que Loring, como Fellner, no disponía de una seguridad demasiado férrea. La vastedad del castillo, unida a su remota localización, eran mucho más eficaces que cualquier otro sistema. Además, nadie aparte de los miembros del club y sus adquisidores sabía nada de lo que en realidad se ocultaba en las casas de aquellos coleccionistas.
Observó protegido por los densos arbustos y reparó en una rendija negra en el borde de la puerta. Corrió rápidamente hacia ella y descubrió que la puerta estaba abierta. La empujó y esta reveló un pasillo de medio punto. Hacía trescientos años, aquella entrada se habría usado para transportar cañones fuera o para permitir la salida de los defensores. El oscuro pasadizo viraba dos veces. Una a la izquierda, otra a la derecha. Sabía que se trataba de un mecanismo de defensa para frenar a los invasores. Dos rastrillos, uno a medio camino de la rampa y otro al final, podían emplearse para desviar al enemigo.
Otra de las obligaciones para el anfitrión mensual de la reunión del club era proporcionar alojamiento para la noche a miembros y adquisidores, de ser así solicitado. La heredad de Loring disponía de camas más que suficientes para alojarlos a todos. El ambiente histórico era probablemente el motivo por el que la mayoría aceptaba la hospitalidad de Loring. Knoll había permanecido muchas veces en el castillo y recordaba que el anfitrión les había explicado una vez su historia, el modo en que su familia llevaba casi quinientos años defendiendo las murallas. En aquel mismo pasillo se habían librado batallas a vida o muerte. También recordaba las discusiones acerca de la existencia de pasadizos secretos. Tras el bombardeo, durante la reconstrucción, se habían creado cámaras para permitir un modo sencillo de refrescar y calentar las muchas habitaciones, además de proporcionar agua corriente y electricidad a salas que en el pasado solo se habían calentado con chimeneas. Recordaba especialmente una de las puertas secretas que se abrían en el estudio de Loring. El anciano se la había mostrado una noche a sus invitados. El castillo estaba cosido de un lado a otro por un laberinto de aquellos pasadizos. El Burg Herz de Fellner era similar, pues se trataba de una innovación arquitectónica habitual en las fortalezas de los siglos xv y xvi.
Recorrió sigilosamente el oscuro camino y se detuvo al final de una entrada inclinada. Delante lo esperaba un pequeño patio interior. Lo rodeaban edificios de cinco épocas. El más alejado era una de las torres circulares del castillo. Desde su planta baja llegaba el sonido de voces, ollas y cazuelas al entrechocar. El aroma de la carne asada se mezclaba con el potente hedor procedente de los contenedores de basura que había al lado. Las cajas rotas de verduras y frutas se apilaban, junto con otras cajas mojadas de cartón, como si fueran bloques de construcción. El patio estaba limpio, pero sin duda se trataba de las laboriosas entrañas de aquel inmenso escenario: las cocinas, establos, sala de guardia, despensa y salazón de antaño, hoy el lugar donde los empleados se aseguraban de que el resto del lugar permaneciera inmaculado.
Se pegó a las sombras.
Las ventanas abundaban en las plantas superiores, cada una de las cuales podía ocultar un par de ojos que lo descubriera y diera la alarma. Necesitaba entrar sin levantar sospechas. Llevaba el estilete oculto en el brazo derecho, bajo una chaqueta de algodón. El regalo de Loring, la cz-75b, estaba asegurado en la sobaquera y en el bolsillo llevaba dos cargadores de repuesto. Cuarenta y cinco balas en total. Pero lo último que quería era esa clase de problema.
Se agazapó y avanzó a rastras los últimos metros, pegado siempre a la muralla de piedra. Superó el borde de la muralla y descendió hasta una estrecha pasarela. Corrió entonces hacia la puerta que se encontraba a diez metros de distancia. Probó el picaporte. Abierta. Entró. Lo recibió de inmediato el olor de productos frescos y el aire húmedo.
Se encontraba en un corto pasillo que se abría a una habitación a oscuras. Un grueso soporte octogonal de roble sostenía un techo bajo de vigas. Una pared quedaba dominada por un hogar apagado. El aire era gélido y el interior estaba atestado de cajas apiladas. Parecía tratarse de una vieja alacena que ahora se empleaba como almacén. Dos puertas conducían fuera. Una directamente enfrente, otra a la izquierda. Al recordar los sonidos y olores del exterior, concluyó que la puerta de la izquierda conduciría con toda probabilidad a la cocina. Necesitaba dirigirse hacia el este, de modo que escogió la puerta que tenía delante y pasó a otra sala.
Estaba a punto de proseguir su avance cuando oyó voces y movimiento procedente de la esquina que tenía delante. Regresó rápidamente al almacén. En vez de salir, decidió ocultarse tras uno de los muros formados por las cajas. La única luz artificial era una bombilla desnuda y suspendida de la viga central. Esperaba que las voces estuvieran meramente de paso; no quería matar, ni siquiera herir a ningún miembro del servicio. Bastante grave era ya lo que estaba haciendo, como para empeorar la vergüenza de Fellner con violencia.
Pero no dejaría de hacer lo que considerara necesario.
Se encogió tras una pila de cajones y apoyó la espalda contra la pared de piedra. Pudo echar un vistazo, gracias a la irregularidad de las pilas de material. El silencio quedaba roto únicamente por una mosca atrapada que zumbaba contra las ventanas.
La puerta se abrió.
– Necesitamos pepinos y perejil. Y si ves esas latas de melocotón, también -dijo una voz de hombre en checo.
Por suerte, ninguno de los dos tiró de la cadena que encendía la luz del techo, pues confiaban en la luz del ocaso que se filtraba por las sucias ventanas.
– Aquí -dijo el otro hombre.
Los dos se dirigieron al lado opuesto de la habitación. Knoll oyó cómo echaban al suelo una caja de cartón y abrían la tapa.
– ¿Sigue contrariado Pan Loring?
Knoll echó un vistazo. Uno de los hombres vestía el uniforme requerido a todo el personal de Loring: pantalones marrones, camisa blanca y corbata negra estrecha. El otro llevaba el conjunto de chaqueta de mayordomo del servicio. Loring presumía a menudo de que él mismo había diseñado aquellos uniformes.
– Él y Pani Danzer se han pasado el día muy callados. La policía ha venido esta mañana para hacer preguntas y presentar sus condolencias. Pobres Pan Fellner y su hija… ¿La viste anoche? Era toda una belleza.
– Yo les serví bebidas y pastel en el estudio, después de la cena. Ella era deliciosa. Y rica. Qué desperdicio. ¿Tiene alguna idea la policía de lo que sucedió?
– Ne. El avión simplemente explotó cuando volvían a Alemania. Todos los ocupantes murieron.
Las palabras golpearon a Knoll en la cara. ¿Había oído bien? ¿Habían muerto Fellner y Monika?
Lo inundó la rabia.
Había explotado un avión con Monika y Fellner a bordo. Solo una explicación tenía sentido. Ernst Loring había ordenado aquella acción y Suzanne había sido el mecanismo. Danzer y Loring habían ido a por él y habían fracasado, de modo que habían matado al anciano y a Monika. ¿Pero por qué? ¿Qué estaba sucediendo? Sintió ganas de extraer el estilete, apartar los cajones y hacer pedazos a aquellos dos hombres, para vengar con su sangre la de sus antiguos empleadores. ¿Pero de qué le valdría eso? Se obligó a calmarse. A respirar lentamente. Necesitaba respuestas. Necesitaba saber por qué. Se alegró de estar allí. La razón de todo lo ocurrido, de todo lo que podía ocurrir, se encontraba dentro de las antiguas murallas que lo rodeaban.
– Coge esas cajas y vamos -dijo uno de los hombres.
Los dos se marcharon en dirección a la cocina y todo quedó de nuevo en silencio. Salió de su escondite tras las cajas. Tenía los brazos en tensión y las piernas le cosquilleaban. ¿Era eso emoción? ¿Pesar? No se creía capaz de tales cosas. ¿O se trataba más bien de la oportunidad perdida con Monika? ¿O del hecho de que de repente se había quedado sin trabajo y que su vida planeada había quedado patas arriba? Expulsó aquella sensación de su cerebro y salió del almacén a través del pasillo interior. Viró a izquierda y derecha hasta que encontró una escalera espiral. Su conocimiento de la geografía del castillo le indicaba que debía subir al menos dos plantas antes de llegar a lo que se consideraba la planta principal.
Se detuvo al llegar arriba. Una hilera de ventanas emplomadas se abría a otro patio. Al otro lado del mismo, en la planta superior de la torre rectangular que se alzaba frente a él, a través de unas ventanas aparentemente abiertas para dejar pasar el aire nocturno, vio a una mujer. Su cuerpo caminaba de un lado a otro. La situación de la habitación era similar a la de su propio dormitorio en Burg Herz. Silenciosa. Apartada de las zonas principales. Pero segura. De repente, la mujer se colocó frente al rectángulo abierto, extendió los brazos y cerró las ventanas hacia dentro.
Vio claramente el rostro aniñado y los ojos traviesos.
Suzanne Danzer.
Bien.
Knoll logró entrar a los pasillos ocultos más fácilmente de lo que había esperado. Había esperado oculto tras una puerta entreabierta hasta que había visto que una sirvienta abría un panel oculto en uno de los pasillos de la planta baja. Supuso que se encontraba en el ala sur del edificio occidental. Necesitaba cruzar hacia el bastión más alejado y dirigirse hacia el nordeste, donde se hallaban las salas públicas.
Entró en el pasadizo y avanzó rápidamente, con la esperanza de no toparse con más miembros del servicio. Las horas tardías parecían disminuir las probabilidades de que eso sucediera. Los únicos que se desplazaban ahora eran las doncellas, que se aseguraban de que se satisficieran todas las necesidades de los invitados para pasar la noche. El húmedo pasillo estaba repleto de conductos de aire, tuberías de agua y tubos eléctricos. El camino lo iluminaban bombillas desnudas.
Subió tres escaleras espirales y se encontró en lo que creía el ala norte. Las paredes estaban cubiertas de diminutos orificios situados en nichos y protegidos por chapas de plomo. A medida que avanzaba abrió algunos para espiar las diversas habitaciones. Aquellas mirillas eran otro residuo del pasado, un anacronismo de una época en la que los ojos y los oídos eran el único modo de obtener información. Ahora no eran más que señales adecuadas para saber dónde se encontraba uno, o una deliciosa oportunidad para un voyeur.
Se detuvo en otra mirilla y descorrió la chapa de plomo. Reconoció la habitación Carolotta por la hermosa cama y el escritorio. Loring había bautizado aquel espacio en honor de la amante del rey Luís I de Baviera y su retrato adornaba la pared que tenía enfrente. Se preguntó qué elemento de la decoración ocultaría aquel orificio. Probablemente las tallas de madera, recordó, pues en una ocasión le había sido asignado aquel dormitorio.
Siguió adelante.
De repente, a través de la piedra oyó la vibración de unas voces. Buscó una mirilla. Tras dar con ella, echó un vistazo y pudo ver la figura de Rachel Cutler de pie, en medio de una habitación muy bien iluminada. El pelo húmedo y su cuerpo desnudo estaban envueltos con toallas marrones.
Knoll se detuvo.
– Ya te dije que McKoy planeaba algo -dijo Rachel.
Paul estaba sentado frente a un escritorio de palisandro barnizado. Él y Rachel compartían una habitación de la cuarta planta del castillo. A McKoy se le había asignado otra más abajo. El mayordomo que les había subido la bolsa de viaje les había explicado que aquel cuarto era conocido como la Cámara Nupcial, en honor de un retrato del siglo xvii que mostraba a una pareja con trajes alegóricos, y que colgaba sobre la gran cama. Era una pieza espaciosa y dotada de baño privado, oportunidad que Rachel había aprovechado para darse un breve baño y prepararse para la cena que, según Loring, se serviría a las seis.
– No me siento cómodo con todo esto. Imagino que Loring no será un hombre al que se pueda tomar a la ligera. Especialmente si hablamos de chantaje.
Rachel se quitó la toalla de la cabeza y regresó al baño para secarse el pelo con un secador de mano.
Paul estudió uno de los cuadros que colgaban de las paredes. Se trataba de una figura parcial de san Pedro penitente. Un Da Cortona, o tal vez un Reni. Italiano del siglo xviii, si recordaba bien. Caro, en caso de que fuera posible encontrarlo siquiera fuera de un museo. El lienzo parecía original. Por lo poco que sabía de porcelana, las figuras que descansaban en los saledizos de las paredes, a ambos lados del cuadro, eran Riemenschneider. Alemanas, del siglo xv, y de un valor incalculable. En el camino hacia el dormitorio habían visto más cuadros, así como tapices y esculturas. Qué no daría la gente del museo de Atlanta por exponer una simple fracción de aquellas piezas.
El secador se apagó. Rachel salió del baño, pasándose los dedos por el pelo rojizo.
– Como en un hotel -dijo-. Gel, champú y secador.
– Salvo que la habitación está decorada con obras de arte que valen millones.
– Todo eso es original.
– Por lo que sé.
– Paul, tenemos que hacer algo acerca de McKoy. Esto está yendo demasiado lejos.
– Estoy de acuerdo. Pero Loring me preocupa. No es para nada lo que esperaba.
– Has visto demasiadas películas de James Bond. No es más que un viejo rico amante del arte.
– Se tomó la amenaza de McKoy con demasiada calma, en mi opinión.
– ¿Debemos llamar a Pannik para hacerle saber que nos vamos a quedar aquí?
– No creo que haga falta. Ya veremos cómo se desarrollan las cosas. Pero voto por marcharnos de aquí mañana.
– No pienso poner reparos al respecto.
Rachel se quitó la toalla y se puso unas bragas. El la observaba desde la silla y trataba de permanecer impasible.
– No es justo -dijo.
– ¿El qué?
– Que te pongas a bailar desnuda.
Rachel se puso el sujetador, se acercó a él y se sentó en su regazo.
– Lo del martes por la noche te lo dije en serio. Quiero intentarlo otra vez.
Paul contempló a la Reina de Hielo, semidesnuda en sus brazos.
– Nunca he dejado de quererte, Paul. No sé qué sucedió. Creo que mi orgullo y mi furia lo desbarataron todo. Llegué a un punto en el que me sentía asfixiada. No es nada que hicieras tú. Fue culpa mía. Desde que obtuve el estrado, algo sucedió. No sabría explicártelo.
Rachel tenía razón. Sus problemas habían aumentado desde que ella juró su cargo. Quizá, el hecho de que todo el mundo se pasara el día diciéndole «sí, señora» y «señoría» resultara difícil de olvidar en casa. Pero para él era Rachel Bates, una mujer a la que amaba, no un tótem al que respetar o un conducto hacia la sabiduría de Salomón. Él le rebatía, le decía lo que tenía que hacer y se quejaba cuando ella no lo hacía. Quizá, pasado un tiempo, el marcado contraste entre sus dos mundos se hiciera difícil de delinear. Tanto que ella, al final, había decidido librarse de uno de los lados en conflicto.
– La muerte de papá y todo esto me han hecho ver las cosas con claridad. Toda la familia de mis padres murió en la guerra. No tengo más que a María y a Brent… Y a ti.
Paul la miró fijamente.
– Lo digo en serio. Eres mi familia, Paul. Hace tres años cometí un gran error. Me equivoqué.
Paul comprendió lo difícil que le estaba resultando decir aquellas palabras, pero necesitaba saber.
– ¿Y cómo es eso?
– El martes por la noche… La aventura en la abadía, colgar así del balcón, basta para hacer entrar en razón al más pintado. Viniste aquí porque creías que yo estaba en peligro y arriesgaste mucho por mí. Yo no debería ser tan difícil. No te lo mereces. Lo único que querías era un poco de paz, tranquilidad y consistencia. Y yo lo único que hacía era poner las cosas más difíciles.
Paul pensó en Christian Knoll. Aunque Rachel nunca lo había admitido, se sentía atraída por él. Podía sentirlo. Pero Knoll la había abandonado para que muriera. Quizá aquel acto hubiera servido para que su mente analítica recordara que no todo era lo que aparentaba. Su ex marido incluido. Qué demonios. La quería. Quería recuperarla. Era el momento de decidir o de callarse.
La besó.
Knoll observó cómo los Cutler se abrazaban, excitado por la visión de Rachel Cutler medio desnuda. Durante el viaje juntos desde Munich hasta Kehlheim, ya había llegado a la conclusión de que a ella todavía le preocupaba su ex marido. Probablemente aquel fuera el motivo de que lo rechazara en Warthberg. Sin duda se trataba de una mujer atractiva. Pecho muy abundante, cadera estrecha, entrepierna incitadora. Quiso poseerla en la mina y esa era su intención justo antes de que Danzer se inmiscuyera con la explosión. ¿Por qué no rectificar la situación aquella noche? ¿Tenía ya alguna importancia? Fellner y Monika estaban muertos. Él se había quedado sin trabajo. Ninguno de los demás miembros del club querría contratarlo después de lo que estaba a punto de hacer.
Una llamada a la puerta de la habitación captó su atención.
Observó a través de la mirilla.
– ¿Quién es? -preguntó Paul.
– McKoy.
Rachel dio un brinco, recogió sus ropas y se ocultó en el dormitorio. Paul se levantó y abrió la puerta. McKoy pasó, vestido con unos pantalones de pana verde y una camisa de rayas. En los grandes pies llevaba unos botines marrones.
– Un atuendo informal, McKoy -dijo.
– Tengo el esmoquin en la tintorería.
Paul cerró la puerta.
– ¿Qué estaba haciendo con Loring?
McKoy se encaró con él.
– Anímese, letrado, estaba intentado alterar un poco a ese viejo chocho.
– Entonces, ¿qué estaba haciendo?
– Sí, McKoy, ¿de qué iba todo eso? -preguntó Rachel mientras salía del baño. Iba vestida con unos vaqueros plisados y un jersey ajustado de cuello alto.
McKoy la miró de arriba abajo.
– Viste muy bien, su señoría.
– Vaya al grano -protestó ella.
– El grano era ver si el hombre soltaba prenda, cosa que hizo. Lo presioné para ver de qué está hecho. Venga, hombre. Si no tuviera nada que ver en el asunto, nos habría dicho: «sayonara, váyanse a tomar por saco». Tal como se le pusieron las cosas, perdió el culo para que nos quedáramos a pasar la noche.
– ¿No hablaba en serio? -preguntó Paul.
– Cutler, sé que ustedes dos me consideran una mierda de las ciénagas, pero tengo valores. Bueno, sí, la mayor parte del tiempo andan un poco sueltos, pero por ahí están. Ese Loring… o sabe algo o quiere saberlo. En cualquier caso, está lo bastante interesado como para hacernos pasar aquí la noche.
– ¿Cree que es parte de ese club del que hablaba Grumer? -preguntó Paul.
– Espero que no -respondió Rachel-. Eso podría significar que Knoll y esa mujer andan por aquí.
A McKoy no parecía preocuparle aquello.
– Es una posibilidad que habrá que aceptar. Tengo buenas vibraciones. Y también un montón de inversores esperándome en Alemania, así que necesito respuestas. Apuesto lo que sea a que ese viejo hijo de puta las tiene.
– ¿Cuánto tiempo podrá su gente contener la curiosidad de los socios? -preguntó Rachel.
– Un par de días. Como mucho. Mañana por la mañana empiezan a trabajar en el otro túnel, pero les dije que se lo tomaran con calma. Personalmente, creo que es una pérdida de tiempo.
– ¿Cómo debemos enfrentarnos a esta cena? -preguntó Rachel.
– Es muy sencillo: cómase lo que le pongan, bébase sus licores y encienda la aspiradora de información. Debemos obtener más de lo que demos, ¿entendido?
Rachel sonrió.
– Sí, entendido.
La cena resultó cordial. Loring dirigió una agradable conversación acerca de arte y política. Paul se sentía fascinado por el alcance de los conocimientos de aquel hombre. McKoy presentó su mejor humor. Aceptó la hospitalidad de Loring y le dedicó toda suerte de elogios a propósito de la comida. Paul lo observaba todo cuidadosamente y reparó en el intenso interés que Rachel sentía por McKoy. Parecía que estuviera esperando a que él cruzara la línea.
Tras el postre, Loring los guió por una visita a la amplia planta baja del castillo. La decoración parecía una mezcla de mobiliario holandés, relojes franceses y candelabros rusos. Paul se fijó en el énfasis en el clasicismo, junto con las imágenes claras y realistas de todas las tallas. En conjunto se trataba de una composición bien equilibrada y plásticamente perfecta. Los artesanos sin duda conocían su oficio.
Cada espacio tenía un nombre. La Cámara Walderdorff. La Habitación Molsberg. La Sala Verde. El Cuarto de las Brujas. Todas estaban decoradas con muebles antiguos (originales en su mayoría, les explicó Loring) y obras de arte, hasta tal punto que Paul tuvo problemas para abarcarlo todo, y deseó que hubiera allí dos encargados del museo para que le explicaran las cosas. En lo que Loring denominó Habitación de los Antepasados, el anciano se detuvo junto a un óleo de su padre.
– Mi padre descendía de un largo linaje. Sorprendentemente, siempre por el lado paterno. Por tanto, siempre ha habido varones Loring para heredar. Ese es uno de los motivos por los que hemos dominado este lugar durante quinientos años.
– ¿Y qué hay de la época comunista? -preguntó Rachel.
– Incluso entonces, querida. Mi familia aprendió a adaptarse. No había más opción. Adaptarse o morir.
– Es decir, que trabajaron ustedes para los comunistas -dijo McKoy.
– ¿Y qué otra cosa podíamos hacer, Pan McKoy?
McKoy no respondió y se limitó a devolver su atención al retrato de Josef Loring.
– ¿Estaba interesado su padre en la Habitación de Ámbar?
– Mucho.
– ¿Había visto la original en Leningrado antes de la guerra?
– De hecho, mi padre vio la sala antes de la Revolución Rusa. Era un gran amante del ámbar, como sin duda ustedes ya saben.
– ¿Por qué no nos dejamos de chorradas, Loring?
Paul se encogió ante la repentina intensidad de la voz de McKoy. ¿Era genuina, o se trataba de más juegos?
– Tengo un agujero en una montaña a ciento cincuenta kilómetros de aquí y cuya excavación me ha costado un millón de dólares. Lo único que he obtenido por mis desvelos han sido tres camiones y cinco esqueletos. Déjeme decirle lo que pienso.
Loring se sentó en una de las sillas de cuero.
– Por favor…
McKoy aceptó un vaso de clarete de un mayordomo con una bandeja.
– Dolinski me contó una historia acerca de un tren que abandonó la Rusia ocupada allá por el 1 de mayo de 1945. Se supone que a bordo viajaba la Habitación de Ámbar, embalada en cajas. Algunos testigos aseguraban que las cajas se descargaron en Checoslovaquia, desde donde supuestamente fueron transportadas en camión hacia el sur. Una versión dice que fueron almacenadas en un bunker subterráneo empleado por el mariscal de campo Von Schórner, comandante del ejército alemán. Otra asegura que se dirigieron hacia el oeste, hacia Alemania. Una tercera dice que hacia el este, hacia Polonia. ¿Cuál es la correcta?
– Yo también he oído esas historias. Pero si no recuerdo mal, ese bunker fue revisado de arriba abajo por los soviéticos. Allí no encontraron nada, de modo que esa opción queda eliminada. Respecto a la versión oriental, la de Polonia, la pongo en duda.
– ¿Cómo es eso? -preguntó McKoy mientras se sentaba.
Paul permaneció de pie, con Rachel a su lado. Resultaba interesante ver el duelo de aquellos dos hombres. McKoy se había encargado de los socios con habilidad y en ese momento se comportaba con la misma astucia. Parecía saber por intuición cuándo presionar y cuándo liberar la presión.
– Los polacos carecen del cerebro y de los recursos para albergar un tesoro así -dijo Loring-. Alguien lo habría descubierto ya, sin lugar a dudas.
– Me suena usted muy prejuicioso -señaló McKoy.
– En absoluto. Es un hecho. A lo largo de la historia, los polacos nunca han sido capaces de unirse durante mucho tiempo bajo una misma bandera. Son gregarios, no líderes.
– Entonces, ¿apuesta usted por Alemania, el camino occidental?
– Yo no apuesto nada, Pan McKoy. Solo que, de las tres que usted me ha presentado, la occidental parece la más probable.
Rachel se sentó.
– Señor Loring…
– Por favor, querida. Llámeme Ernst.
– De acuerdo…, Ernst. Grumer estaba convencido de que Knoll y la mujer que mató a Chapaev trabajaban para los miembros de un club. El los llamaba «recuperadores de antigüedades perdidas». Se supone que Knoll y la mujer eran adquisidores: robaban obras de arte que ya habían sido robadas y los miembros competían los unos contra los otros por encontrar nuevas piezas.
– Parece intrigante. Pero puedo asegurarle que yo no soy miembro de ninguna organización así. Como puede ver, mi hogar está lleno de obras de arte. Soy un coleccionista público y muestro abiertamente mis tesoros.
– ¿Y qué hay del ámbar? De eso no hemos visto mucho -terció McKoy.
– Tengo varias piezas muy hermosas. ¿Quiere verlas?
– Ya le digo.
Loring salió de la Habitación de los Antepasados y los guió por un pasillo enrevesado hacia zonas más profundas del castillo. La sala en la que por fin entraron se trataba de un pequeño cuadrado sin ventanas. Loring encendió un interruptor encajado en la piedra, lo que iluminó los expositores de madera que se alineaban en las paredes. Paul recorrió las vitrinas y reconoció de inmediato vasijas Vermeyen, cristal de Bohemia y orfebrería Mair. Todas las piezas tenían más de trescientos años y estaban en perfectas condiciones. Dos de los expositores estaban ocupados exclusivamente por ámbar. Entre la colección había un cofrecito, un tablero de ajedrez con sus piezas, un cofre de dos pisos, cajitas para rape, una bacinillas de afeitado, una jabonera y un cepillo para enjabonarse.
– En su mayoría son del siglo xviii -explicó Loring-. Todas proceden de los talleres de Tsarskoe Selo. Los maestros que trabajaron estas bellezas tallaron los paneles de la Habitación de Ámbar.
– Nunca había visto nada igual -dijo Paul.
– Estoy bastante orgulloso de esta colección. Cada pieza me ha costado una fortuna. Pero, desgraciadamente, no dispongo de la Habitación de Ámbar para hacerles compañía, por mucho que me gustara.
– ¿Por qué será que no le creo? -preguntó McKoy.
– Francamente, Pan McKoy, nada me importa si me cree o no. La pregunta más importante es cómo va a demostrar usted lo contrario. Viene a mi casa a realizar toda clase de acusaciones infundadas, me amenaza con colocarme frente a los medios de comunicación de todo el mundo, y resulta que no tiene para sustentar sus alegaciones nada más que una fotografía trucada de unas letras en la arena, así como los farfullos de un académico comido por la codicia.
– No recuerdo haber comentado que Grumer fuera un académico – dijo McKoy.
– Y no lo ha hecho. Pero conozco a Herr Doktor. Poseía una reputación que yo no tacharía de envidiable.
Paul percibió un cambio en el tono de Loring. Había dejado de ser congenial y conciliatorio. Ahora las palabras eran lentas e intencionadas, su significado claro. Parecía que a aquel hombre se le estaba agotando la paciencia.
McKoy no parecía impresionado.
– Yo creía, Pan Loring, que un hombre de su cuna y su experiencia sería capaz de manejar a alguien tan tosco como yo.
Loring sonrió.
– Su franqueza resulta refrescante. No sucede muy a menudo que un hombre me hable como usted lo hace.
– ¿Ha pensado acerca de mi oferta de esta tarde?
– Para serle sincero, sí lo he hecho. ¿Solucionaría un millón de dólares americanos su problema de inversión?
– Tres millones me vendrían mejor.
– Entonces supongo que se conformará con dos sin necesidad de más regateos.
– Supone bien.
Loring rió entre dientes.
– Pan McKoy, somos muy parecidos.
Viernes, 23 de mayo, 2:15
Paul despertó. Había tenido problemas para dormir desde que Rachel y él se habían retirado poco antes de la medianoche. Ella estaba a su lado, dormida como un tronco. No roncaba, pero sí tenía la respiración profunda que él recordaba. Volvió a pensar en Loring y McKoy. Aquel viejo había soltado sin más problemas dos millones de dólares. Quizá McKoy tuviera razón. Loring ocultaba algo cuya protección bien valía aquel dinero. ¿Pero el qué? ¿La Habitación de Ámbar? La idea resultaba un tanto fantasiosa. Imaginó a los nazis desgajando los paneles de las paredes del palacio, el viaje en camión por la Unión Soviética, el nuevo desmantelamiento y transporte hacia Alemania, cuatro años más tarde. ¿En qué estado se encontrarían ahora? ¿Tendrían algún valor, aparte del material bruto con el que elaborar otras obras de arte? ¿Qué había leído en los artículos de Borya? Que los paneles constaban de cien mil piezas de ámbar. Sin duda, aquel material tendría un valor en el mercado libre. Quizá se tratara de eso. Loring había encontrado el ámbar y lo había vendido, obteniendo lo suficiente como para compensar el silencio al respecto con dos millones de dólares.
Se levantó de la cama y buscó a tientas la camisa y los pantalones que había dejado sobre una silla. Se los puso, pero no así los zapatos: descalzo haría menos ruido. No iba a conseguir dormirse con facilidad y tenía ganas de volver a ver las salas de exposición de la planta baja. La cantidad de piezas había resultado abrumadora y difícil de aprehender. Esperaba que a Loring no le importara una pequeña visita privada.
Lanzó una mirada a Rachel. Estaba enroscada bajo la colcha, su cuerpo desnudo cubierto únicamente por una de las camisas de él. Hacía dos horas habían hecho el amor por primera vez en casi cuatro años.
Paul todavía sentía la intensidad entre ellos. Su cuerpo se había visto sacudido por la liberación de unas emociones que pensaba que nunca más volvería a experimentar. ¿Podrían de verdad arreglar las cosas? Dios sabía lo mucho que él lo deseaba. Las dos últimas semanas habían sido ciertamente agridulces. El padre de Rachel había muerto, pero quizá de aquella tragedia quedara restaurada la familia Cutler. Esperaba no ser simplemente algo con lo que rellenar un vacío. Las palabras de Rachel acerca de que formaba parte de su familia seguían resonando en su mente. Se preguntó por qué estaba tan suspicaz. Quizá a causa de la patada en el estómago que había sufrido tres años atrás. Era posible que estuviera escudando su corazón para protegerlo ante otro golpe demoledor.
Abrió lentamente la puerta y salió al pasillo. Unos apliques con bombillas incandescentes proporcionaban una iluminación suave. No se oía ni un alma. Se dirigió hacia una gruesa barandilla de piedra y miró el vestíbulo, cuatro plantas más abajo, un espacio de mármol iluminado por una serie de lámparas de mesa. Una enorme lámpara de cristal apagada colgaba hasta la tercera planta.
Siguió una alfombra hasta una escalera de piedra que en ángulo recto llegaba hasta la planta baja. Descalzo y en silencio se movió por el castillo, recorrió amplios pasillos y cruzó el salón hacia una serie de espaciosas habitaciones en las que se exponían las piezas. No se encontró con ninguna puerta cerrada con llave.
Entró en el Cuarto de las Brujas, que, como Loring les había explicado antes, era donde antaño se celebraba la corte de estos seres. Se acercó a una serie de gabinetes de ébano y encendió las pequeñas luces halógenas. Reliquias de la época romana se alineaban en las estanterías: estatuillas, estandartes, platos, vasijas, lámparas, campanas, herramientas. También había algunas diosas exquisitamente talladas. Reconoció a Victoria, el símbolo romano de la victoria, con una corona y una hoja de palma en las manos extendidas, para ofrecer una elección.
Del pasillo llegó un ruido repentino. No muy fuerte. Como si algo se arrastrara por la alfombra. Sin embargo, en aquel silencio resonó de forma preocupante.
Miró rápidamente hacia la izquierda, hacia el umbral abierto, y se quedó completamente quieto. Apenas respiraba. ¿Eran pasos, o simplemente el asentamiento nocturno de un edificio con siglos de antigüedad? Alzó la mirada y apagó con cuidado la luz de los expositores. Los gabinetes quedaron a oscuras. Se arrastró hacia un sofá y se agazapó detrás.
Oyó otro sonido. Un paso. Sin duda. Había alguien en el pasillo. Se encogió cuanto pudo tras su escondite y esperó, rezando para que quien fuera siguiera su camino. Quizá no era más que uno de los empleados haciendo las obligatorias rondas.
Una sombra cubrió el umbral iluminado. Paul miró por encima del sofá.
Wayland McKoy pasó de largo.
Debería haberlo sabido. Se levantó y se dirigió de puntillas hacia la puerta. McKoy se encontraba a unos metros y se dirigía a una sala al final del pasillo, la llamada Habitación Románica, en la que no habían llegado a entrar.
– ¿No podía dormir? -preguntó.
McKoy dio un respingo y se volvió con presteza.
– Joder, Cutler. Se me han puesto los huevos de corbata. -El hombretón vestía unos vaqueros y un jersey.
Paul señaló los pies desnudos de McKoy.
– Empezamos a pensar igual. Es para preocuparse.
– Un poco de «palurdismo» no le hará ningún daño, abogado de ciudad.
Se ocultaron en las sombras de la Habitación de las Brujas y hablaron entre susurros.
– ¿También siente curiosidad?
– Qué le voy a decir. Dos millones, la hostia. Loring se tiró a por ello como las moscas a la mierda.
– ¿Qué sabrá?
– No lo sé. Pero es algo. El problema es que este Louvre bohemio está tan lleno de basura que bien podríamos no llegar a encontrarlo.
– Podríamos perdernos en este laberinto.
De repente, algo resonó en el pasillo. El sonido del metal contra la piedra. Paul y McKoy inclinaron la cabeza; llegaba por la izquierda. Desde la Habitación Románica vieron un pálido rectángulo amarillo de luz.
– Voto por ir a mirar -dijo McKoy.
– ¿Por qué no? Ya que hemos llegado hasta aquí…
McKoy abrió camino por la alfombra del pasillo. Se detuvieron en seco ante la puerta abierta de la Habitación Románica.
– Joder, mierda -dijo Paul.
Knoll había visto a través de la mirilla cómo Paul Cutler se ponía la ropa y se escabullía. Rachel Cutler no había oído salir a su ex marido y seguía profundamente dormida bajo las mantas. Él llevaba horas esperando antes de hacer su movimiento, para permitir que todos se retiraran a dormir. Planeaba empezar con los Cutler, seguir con McKoy y después pasar a Loring y Danzer. Disfrutaría especialmente con los dos últimos y saborearía el momento de su muerte, la compensación por el asesinato de Fellner y Monika. Pero la repentina partida de Paul Cutler había creado un problema. Por lo que Rachel había descrito, su ex marido no era un tipo precisamente intrépido. Pero allí estaba, aventurándose descalzo en medio de la noche. Desde luego, no se dirigía a la cocina a tomar un tentempié nocturno. Lo más probable es que fuera a fisgar. Tendría que encargarse de él más tarde.
Después de Rachel.
Se deslizó por el pasadizo, siguiendo el rastro de bombillas. Encontró la primera salida y activó el cierre de muelle. Una losa de piedra se abrió y salió a uno de los dormitorios vacíos de la cuarta planta. Se dirigió hacia la puerta del pasillo y se apresuró en dirección al cuarto en el que dormía Rachel Cutler.
Entró y cerró la puerta tras él.
Se acercó a la chimenea renacentista y localizó el interruptor disimulado como un trozo de la moldura dorada. No había entrado desde el pasadizo secreto por miedo a hacer demasiado ruido, pero bien podría necesitar realizar una salida apresurada. Pulsó el interruptor y dejó la puerta escondida medio abierta.
Se acercó cuidadosamente hacia la cama.
Rachel Cutler seguía durmiendo pacíficamente.
Knoll hizo un movimiento con el brazo derecho y esperó a que el estilete se deslizara hasta la palma de su mano.
– Es una puta puerta secreta -dijo McKoy.
Paul no había visto nunca algo así. Las viejas películas y las novelas proclamaban su existencia, pero allí, delante de sus ojos, a diez metros, una sección de la pared se había abierto a través de un pivote central. Uno de los expositores de madera estaba fijado firmemente a la sección móvil y un metro a cada lado permitían la entrada a una habitación iluminada.
McKoy dio un paso adelante.
Paul lo sujetó.
– ¿Está loco?
– Eche cuentas, Cutler. Se supone que debemos entrar.
– ¿A qué se refiere?
– Me refiero a que nuestro anfitrión no se la ha dejado abierta por accidente. No lo defraudemos.
Paul creía que seguir adelante era una insensatez. Ya había forzado las cosas bajando allí y no estaba en absoluto seguro de querer seguir las cosas hasta su conclusión. Quizá debería volver arriba con Rachel. Pero la curiosidad pudo con él.
De modo que siguió a McKoy.
En la sala que se abría al otro lado vieron más expositores alineados a lo largo de las paredes y en el centro. Paul recorrió asombrado aquel laberinto. Estatuas y bustos de Anticox. Tallas de Egipto y Oriente Medio. Grabados mayas. Joyería antigua. Un par de cuadros le llamaron la atención: un Rembrandt del siglo XVII, del que sabía que había sido robado en un museo alemán hacía treinta años, y un Bellini robado en Italia más o menos en la misma época. Ambos estaban entre los tesoros más buscados del mundo. Recordó el seminario que al respecto se había ofrecido en el High Museum.
– McKoy, estas cosas son robadas.
– ¿Cómo lo sabe?
Paul se detuvo frente a un expositor que le llegaba al pecho y que mostraba un cráneo oscurecido sobre un pedestal de cristal.
– Este es el Hombre de Pekín. Nadie lo ha visto desde la Segunda Guerra Mundial. Y esos dos cuadros de ahí son indudablemente robados. Mierda. Grumer tenía razón. Loring es parte de ese club.
– Cálmese, Cutler. Eso no lo sabemos. Puede que ese tipo simplemente tenga una pequeña colección privada. No saquemos conclusiones precipitadas.
Paul se quedó mirando unas puertas dobles abiertas, lacadas en blanco. Divisó las paredes formadas por mosaicos del color del güisqui. Empezó a avanzar, seguido por McKoy. Llegaron al umbral y quedaron atónitos.
– Joder… -susurró McKoy.
Paul contempló la Habitación de Ámbar.
– Lo ha clavado.
El espectáculo visual quedó roto por las dos personas que entraron a través de las otras puertas dobles abiertas a la derecha. Una era Loring. La otra, la mujer rubia de Stod, Suzanne. Los dos llevaban pistolas.
– Veo que han aceptado mi invitación -los saludó Loring.
McKoy se envaró.
– No queríamos defraudarlo.
Loring señaló con el arma.
– ¿Qué piensan de mi tesoro?
McKoy dio un paso más adelante. La mujer empuñó con más fuerza la pistola y levantó el cañón.
– Mantenga la calma, señorita. Solo quería admirar la artesanía. – McKoy se acercó a las paredes de ámbar.
Paul se volvió hacia la mujer a la que Knoll había llamado Suzanne.
– Encontró a Chapaev a través de mí, ¿no?
– Sí, señor Cutler. La información me resultó de suma utilidad.
– ¿Y mató a ese pobre hombre por esto?
– No, Pan Cutler -terció Loring-. Lo mató por mí.
Loring y la mujer permanecían apartados, en uno de los lados de aquella cámara de diez por diez metros. Existían puertas dobles en tres de las paredes y ventanas en la cuarta, aunque Paul supuso que eran falsas. Era evidente que aquella era una cámara interior. McKoy siguió admirando el ámbar, masajeando su suavidad. De no ser por la gravedad de su situación, Paul habría estado igualmente fascinado. Pero no muchos legalizadores de testamentos se las veían en un castillo checoslovaco con dos pistolas semiautomáticas apuntando hacia ellos. Desde luego, la universidad no lo había preparado para ello.
– Encárgate -dijo Loring a Suzanne en voz baja.
La mujer salió. Loring se quedó en la sala, con la pistola apuntada. McKoy se acercó a Paul.
– Esperaremos aquí, caballeros, hasta que Suzanne traiga a la otra Cutler.
McKoy se acercó a su compañero.
– ¿Qué cojones hacemos ahora? -susurró Paul.
– ¿Y yo qué coño sé?
Knoll apartó lentamente la colcha y se metió en la cama. Se acercó a Rachel y empezó a masajearle suavemente los pechos. Ella respondió a sus caricias suspirando levemente, aún medio dormida. Knoll permitió que su mano le recorriera todo el cuerpo y descubrió que bajo la camisa estaba totalmente desnuda. Rachel se dio la vuelta y se acercó a él.
– Paul… -susurró.
Él le cerró la mano alrededor de la garganta, le dio la vuelta para ponerla de espaldas y se colocó encima. Los ojos de Rachel se abrieron con espanto. Knoll le llevó el estilete a la garganta y tanteó con cuidado la herida que le había abierto el martes por la noche.
– Debería haber seguido mi consejo.
– ¿Dónde está Paul? -consiguió decir ella.
– En mi poder.
Ella empezó a pelear. Knoll apretó el canto de la hoja contra la garganta.
– Estése quieta, Frau Cutler, o dirigiré el estilete hacia su piel. ¿Me entiende?
Ella se detuvo.
Knoll señaló con la cabeza el panel abierto y relajó levemente su presa para permitirle mirar.
– Está ahí.
Volvió a asegurar la mano sobre la garganta y bajó el cuchillo hacia la camisa, donde se dedicó a arrancar los botones uno a uno. Después apartó los faldones. El pecho desnudo de ella sufrió un espasmo. Knoll trazó el contorno de cada uno de los pezones con la punta del cuchillo.
– La he visto antes desde detrás de la pared. Es usted una amante… intensa.
Rachel le escupió en la cara.
Knoll le propinó un revés.
– Puta insolente… Su padre hizo lo mismo y mire lo que le sucedió.
Le asestó un puñetazo en el estómago y oyó cómo Rachel se quedaba sin aliento. Le golpeó una vez más en cara, esta vez con el puño. La mano regresó a la garganta. Rachel cerró los ojos, aturdida. Knoll le pellizcó las mejillas y le sacudió la cabeza de un lado a otro.
– ¿Lo ama? ¿Por qué arriesga su vida? Imagine que es usted una puta y que el precio de mi placer es… una vida. No será desagradable.
– ¿Dónde… está… Paul?
Knoll negó con la cabeza.
– Cuánta testarudez… Canalice toda esa furia en la pasión y su Paul verá un nuevo amanecer.
La entrepierna le palpitaba, lista para la acción. Devolvió el cuchillo a la barbilla y apretó.
– De acuerdo -dijo ella al fin.
Knoll titubeó.
– Voy a quitar el cuchillo. Pero muévase un milímetro y la mataré. Y después lo mataré a él.
Bajó lentamente la mano y el cuchillo. Se desabrochó el cinturón y estaba a punto de bajarse los pantalones cuando Rachel gritó.
– ¿Cómo consiguió los paneles, Loring? -preguntó McKoy.
– Un regalo del cielo.
McKoy soltó una risita. Paul estaba impresionado por la calma que demostraba el hombretón. Se alegró de que alguien mantuviera el control. Él estaba muerto de miedo.
– Imagino que su plan es usar esa pistola en algún momento. Así que honre a un hombre condenado y responda algunas preguntas.
– Tenía razón antes -contestó Loring-. Los camiones dejaron Königsberg en 1945 con los paneles. Al final fueron cargados en un tren. Ese tren se detuvo en Checoslovaquia. Mi padre intentó hacerse con ellos, pero no lo consiguió. El mariscal de campo Von Schórner era leal a Hitler y no pudo comprarlo. Von Schórner ordenó que los cajones fueran transportados en camión hacia el oeste, hacia Alemania. Tenían que haber llegado a Baviera, pero no pasaron de Stod.
– ¿Mi caverna?
– Correcto. Mi padre encontró los paneles siete años después de la guerra.
– ¿Y mató a sus ayudantes?
– Una decisión empresarial necesaria.
– ¿Rafal Dolinski fue otra decisión empresarial necesaria?
– Su amigo reportero se puso en contacto conmigo y me proporcionó una copia de su artículo. Demasiado informativo para su propio bien.
– ¿Y qué hay de Borya y de Chapaev? -preguntó Paul.
– Muchos han buscado lo que tienen ante ustedes, Pan Cutler. ¿No está de acuerdo en que es un tesoro por el que merece la pena morir?
– ¿Mis padres incluidos?
– Descubrimos las indagaciones de su padre por toda Europa, pero al encontrar a ese italiano se acercó demasiado. Aquella fue nuestra primera y única ruptura del secreto. Suzanne se encargó tanto del italiano como de sus padres. Por desgracia, otra decisión empresarial necesaria.
Paul se lanzó contra el anciano. El arma se elevó y apuntó. McKoy agarró a Paul por el hombro.
– Cálmese, supermán. De nada sirve que se deje meter una bala en el cuerpo.
Paul forcejeó para liberarse.
– Retorcerle el puto cuello sí que va a servir. -La furia lo consumía. Nunca se había creído capaz de una ira tal. Quería matar a Loring sin importarle las consecuencias y disfrutar de cada segundo de tormento de aquel hijo de perra. McKoy lo empujó hacia el otro extremo de la estancia.
Loring se dirigió hacia la pared de ámbar opuesta. McKoy le daba la espalda al anciano cuando le susurró a Paul:
– Cálmese. Haga lo que yo haga.
Suzanne encendió una lámpara de techo y la luz bañó el vestíbulo y la escalera. No había peligro de que el personal interfiriera con las actividades nocturnas. Loring les había dado instrucciones específicas de que nadie entrara en el ala principal después de aquella medianoche. Ella ya había pensado en el modo de disponer de los cuerpos y había decidido enterrarlos a los tres en los bosques fuera del castillo, antes de que amaneciera. Subió lentamente las escaleras hasta llegar al desembarco de la cuarta planta, con la pistola en la mano. De repente, un grito perforó el silencio desde la Cámara Nupcial. Suzanne corrió por el pasillo, pasó junto a la balaustrada abierta y se lanzó a por la puerta de roble.
Intentó abrirla. Cerrada con llave.
Otro grito llegó desde el interior.
Suzanne realizó dos disparos contra la vieja cerradura. La madera se astilló. Dio una patada a la puerta. Otra. Un nuevo disparo. Una tercera patada abrió la puerta hacia dentro. En la cámara en penumbra vio a Christian Knoll en la cama, con Rachel Cutler forcejeando debajo de él.
Knoll la vio y propinó un fuerte golpe a Rachel en la cara. Después buscó algo en la cama. Suzanne vio el estilete aparecer en su mano. Apuntó la pistola y disparó, pero Knoll rodó hacia un lado de la cama y la bala no acertó su objetivo. Suzanne reparó en el panel abierto junto a la chimenea. El muy hijo de puta había estado usando los pasadizos. Se arrojó al suelo y se protegió detrás de una silla, pues ya sabía lo que iba a suceder. El estilete surcó la oscuridad y perforó la tapicería, fallando por meros centímetros. Suzanne disparó dos veces más en su dirección. Le respondieron cuatro disparos silenciados que destrozaron el respaldo de la silla. Knoll estaba armado. Y demasiado cerca. Le disparó una vez más y se arrastró hacia la puerta abierta de la habitación, desde donde salió al pasillo. Dos disparos de Knoll rebotaron en la jamba. Una vez fuera, Suzanne se incorporó y echó a correr.
– Tengo que llegar hasta Rachel -susurró Paul, que aún hervía.
McKoy seguía dando la espalda a Loring.
– Salga de aquí cuando yo actúe.
– Tiene una pistola.
– Apuesto lo que sea a que ese hijo de puta no dispara aquí. No va a arriesgarse a agujerear el ámbar.
– No cuente con…
Antes de que Paul pudiera preguntar qué pretendía hacer, el hombretón se volvió hacia Loring.
– Supongo que ya puedo olvidarme de mis dos millones, ¿no? Desgraciadamente. Pero ha sido un alarde de audacia por su parte. Me viene por parte de madre. Trabajó en los campos de pepinos en el este de Carolina del Norte. No dejaba que nadie le tocara los cojones.
– Qué entrañable.
McKoy se acercó un poco.
¿Qué le hace pensar que nadie sabe dónde estamos?
Loring se encogió de hombros.
– Es un riesgo que estoy dispuesto a asumir.
– Mi gente sabe dónde estoy.
Loring sonrió.
– Lo dudo, Pan McKoy.
– ¿Qué le parecería llegar a un acuerdo?
– No me interesa.
De repente, McKoy se arrojó a por Loring y cruzó los tres metros que los separaban lo mas rápido que permitía su cuerpo grueso. Cuando el anciano disparó, McKoy se encogió y gritó:
– ¡Váyase, Cutler!
Paul corrió hacia las puertas dobles que salían de la Habitación de Ámbar, pero echó un instante la vista atrás para ver cómo McKoy se desplomaba sobre el parque y Loring reajustaba su puntería. Paul salió de un salto de la cámara, rodó sobre el suelo de piedra, se incorporó y corrió por la galería a oscuras, hasta la apertura que daba a la Habitación Románica.
Esperaba que Loring lo siguiera y que le disparara a él, pero desde luego no tendría problemas para dejar atrás a aquel viejo.
McKoy se había dejado disparar para que él escapara. Nunca se le había ocurrido que alguien fuera realmente capaz de algo así. Aquello solo sucedía en las películas. Pero lo último que vio antes de salir de la cámara fue al hombretón tendido en el suelo.
Apartó aquella idea de su mente y se concentró en Rachel mientras corría por el pasillo, hacia la escalera.
Knoll oyó a Suzanne salir al pasillo. Cruzó la habitación y recuperó el cuchillo. Después se dirigió hacia la puerta y se arriesgó a echar un vistazo. Danzer se encontraba a unos veinte metros y corría hacia la escalera. Knoll afianzó los pies y le arrojó el estilete perfectamente equilibrado. Alcanzó a Danzer en el muslo izquierdo. La afiladísima hoja se hundió en la carne hasta el mango.
Suzanne dejó escapar un grito y cayó sobre la alfombra, consumida por el dolor.
– Esta vez no, Suzanne -dijo él con calma.
Se aproximó a ella.
La mujer se aferraba la parte trasera del muslo, del que manaba la sangre en abundancia. Suzanne intentó dar la vuelta hacia la pistola y apuntar, pero Knoll le arrebató al instante la cz-75b de una patada.
La pistola aterrizó lejos de ella.
Knoll le pisó el cuello y la inmovilizó contra el suelo. La apuntó con su propia pistola.
– Se acabaron los juegos y la diversión -dijo.
Danzer tanteó y trató de cerrar la palma alrededor del mango del estilete, pero su rival le pateó la cara con la suela del zapato.
Le disparó dos veces en la cabeza y la mujer dejó de moverse.
– Por Monika -susurró.
Entonces arrancó el cuchillo del muslo del cadáver y limpió la hoja con la ropa de su enemiga. Encontró la pistola de Danzer y regresó al dormitorio, dispuesto a terminar lo que había empezado.
McKoy intentó levantarse y enfocar la mirada, pero no era capaz. La Habitación de Ámbar daba vueltas a su alrededor. Tenía las piernas flojas y sentía mareos. Perdía la conciencia a ojos vista. Nunca se había imaginado una muerte así, rodeado por un tesoro que valía millones, incapaz de hacer nada de nada.
Se había equivocado respecto a Loring. No había habido peligro para el ámbar. La bala estaba simplemente alojada en su cuerpo. Esperaba que Paul Cutler consiguiera escapar. Intentó levantarse. Se acercaban pasos desde la galería exterior, en su dirección. Se derrumbó sobre el parqué y se quedó quieto. Abrió el ojo izquierdo y logró ver una imagen borrosa de Ernst Loring, que entraba de nuevo en la Habitación de Ámbar con la pistola todavía en la mano. McKoy trató de quedarse totalmente quieto, para conservar las pocas fuerzas que le quedaban.
Inspiró lenta y profundamente y esperó a que Loring se acercara. El viejo tanteó cuidadosamente la pierna izquierda de McKoy con el zapato, al parecer para comprobar si ya estaba muerto. El americano contuvo el aliento y logró mantener el cuerpo rígido. Comenzó a darle vueltas la cabeza por la falta de oxígeno, combinada con la pérdida de sangre.
Necesitaba que ese hijo de puta se acercara más.
Loring dio dos pasos hacia delante.
De repente, McKoy barrió las piernas del anciano con el brazo, al tiempo que el dolor le abrasaba el hombro y el pecho. De la herida salió un chorro de sangre, pero trató de aguantar lo suficiente para terminar el trabajo.
Loring cayó al suelo y el impacto le hizo soltar la pistola. La mano derecha de McKoy se cerró alrededor del cuello. La imagen de Loring atónito ante la situación aparecía y desaparecía ante él. Tenía que apresurarse.
– Salude al diablo de mi parte -susurró.
Con sus últimas fuerzas, estranguló a Ernst Loring hasta la muerte.
Después fue él quien se rindió a las tinieblas.
Paul atravesó el laberinto de pasillos de la planta baja y se lanzó hacia la escalera que subía hasta el piso de su habitación. Justo antes de entrar en el vestíbulo iluminado, oyó dos disparos procedentes de arriba.
Se detuvo.
Aquello era una locura. La mujer estaba armada. Él no. ¿Pero a quién estaba disparando? ¿A Rachel? McKoy había recibido un disparo para que él pudiera escapar. Parecía que ahora era su turno.
Corrió escaleras arriba, salvando los escalones de dos en dos.
Knoll dejó caer los pantalones. Matar a Danzer había sido un aperitivo satisfactorio. Rachel yacía despatarrada sobre la cama, aún aturdida por el puñetazo. Knoll arrojó la pistola al suelo y empuñó el estilete. Se acercó a la cama, le separó delicadamente las piernas y pasó la lengua por el interior del muslo. Ella no se resistió. Aquello iba a estar bien. Rachel, que al parecer seguía confusa, gimió levemente y respondió a la caricia. Knoll devolvió el estilete a la vaina bajo su manga derecha. Estaba confusa y dócil. No necesitaría el cuchillo. Le agarró los glúteos con las manos y devolvió la lengua a la entrepierna.
– Oh, Paul… -susurró ella.
– Ya le dije que no sería desagradable -dijo él.
Se levantó y se preparó para montarla.
Paul viró en el descansillo de la cuarta planta y acometió el último tramo de escaleras. Estaba cansado y le dolían las piernas, pero Rachel estaba allí arriba y lo necesitaba. Al llegar vio el cuerpo de Suzanne, con la cara destrozada por dos orificios de bala. La visión resultaba repulsiva, pero pensó en Chapaev y en sus padres y no sintió más que satisfacción. Entonces un pensamiento electrificó su cerebro.
¿Quién demonios la había matado?
¿Rachel?
Un gemido resonó en el pasillo.
Y después su nombre.
Se acercó con cuidado a la habitación. La puerta estaba abierta y la bisagra superior parecía arrancada de la jamba. Se asomó a la penumbra. Sus ojos se ajustaron. Había un hombre en la cama y Rachel estaba debajo.
Christian Knoll.
Paul enloqueció y cruzó la habitación a toda prisa, para entonces catapultarse hacia Knoll. El impulso los hizo rodar a ambos por la cama y caer al suelo. Paul aterrizó sobre el hombro derecho, el mismo en el que ya se había hecho daño el martes por la noche en Stod. El dolor recorrió su brazo. Knoll era más grande y más experimentado, pero él estaba furioso más allá de toda medida. Lanzó el puño y la nariz de Knoll se hizo pedazos. El asesino chilló, pero pivotó y utilizó las piernas para proyectar a Paul sobre él. Knoll se lanzó hacia delante y se apartó rodando, antes de saltar y asestar un fuerte puñetazo a Paul en el pecho, que se atragantó con su propia saliva y trató de recuperar el aliento.
Knoll se incorporó y lo levantó del suelo. Entonces le propinó un puñetazo en la mandíbula y lo hizo trastabillar hacia el centro de la habitación. Paul se sentía confuso y trataba de enfocar el mobiliario y a aquel hombre alto que se acercaba a él, y que no dejaba de dar vueltas. Tenía cuarenta y un años y aquella era su primera pelea de verdad. Pensó en lo extraña que era la sensación de recibir golpes. De repente, la imagen del trasero desnudo de Knoll sobre Rachel inundó su mente. Trató de mantener el equilibrio, cogió aliento y se lanzó hacia delante, solo para recibir un nuevo puñetazo, esta vez en el estómago.
Maldición. Estaba perdiendo la pelea.
Knoll lo agarró del pelo.
– Ha interrumpido usted mis placenteras actividades y no me gusta que me interrumpan. ¿Ha visto a Fraulein Danzer cuando venía hacia aquí? Ella también me interrumpió.
– Que lo folien, Knoll.
– Qué desafiante. Y qué valiente. Pero qué débil.
Knoll lo soltó y volvió a golpearlo. Paul empezó a sangrar por la nariz. El impulso del golpe lo hizo trastabillar por el umbral abierto y acabó en el pasillo. Tenía problemas para ver con el ojo derecho.
No resistiría mucho más.
Rachel era vagamente consciente de que estaba sucediendo algo, pero todo resultaba demasiado confuso. Le había parecido que Paul le estaba haciendo el amor, pero de repente se encontró oyendo una pelea y veía cuerpos volando por toda la habitación. Entonces se oyó una voz.
Se levantó.
Ante ella, apareció la cara de Paul y luego otra.
Knoll.
Paul estaba vestido, pero Knoll estaba desnudo de cintura para abajo. Trató de asimilar la información y sacar algún sentido de lo que al principio parecía imposible.
Entonces escuchó la voz de Knoll.
– Ha interrumpido usted mis placenteras actividades y no me gusta que me interrumpan. ¿Ha visto a Fraulein Danzer cuando venía hacia aquí? Ella también me interrumpió.
– Que lo folien, Knoll.
– Qué desafiante. Y qué valiente. Pero qué débil.
Entonces Knoll golpeó a Paul en la cara. La sangre manó en abundancia y Paul salió volando hasta el pasillo. Knoll lo siguió. Ella intentó levantarse de la cama, pero se desplomó sobre el suelo. Se arrastró lentamente por el parqué, en dirección a la puerta. Por el camino se topó con unos pantalones, un zapato y algo duro.
Tanteó. Había dos pistolas. Las ignoró y siguió arrastrándose. En el umbral, se puso como pudo en pie.
Knoll avanzaba hacia Paul.
Paul compendió que aquel era el fin. Apenas podía respirar debido a los golpes en el pecho. Sentía presión en los pulmones, probablemente porque tendría varias costillas rotas. Le dolía la cara más allá de lo que creía posible y tenía dificultades para enfocar la visión. Knoll no hacía más que jugar con él. No era rival para un profesional. Trató de ponerse en pie apoyándose en la balaustrada, una barandilla similar a aquella de la abadía, de la que había colgado el martes por la noche sobre Stod. Miró cuatro plantas más abajo y sintió ganas de vomitar. El resplandor de la lámpara de cristal le ardía en los ojos y parpadeó. De repente tiraron de él hacia atrás y le dieron la vuelta. Lo saludó el rostro sonriente de Knoll.
– ¿Ya ha tenido bastante, Cutler?
Paul no podía pensar en otra cosa que en escupirle en la cara. El alemán saltó hacia atrás y después acometió y le clavó el puño en el estómago.
Escupió saliva y sangre mientras intentaba recuperar aire. Knoll le propinó otro golpe en el cuello y lo derribó al suelo. El asesino se agachó para volver a ponerlo en pie. Paul tenía las piernas de goma. Knoll lo apoyó contra la barandilla, dio un paso atrás y giró el brazo derecho.
Apareció un cuchillo.
Rachel observó con la mirada borrosa cómo Knoll destrozaba a Paul. Quería ayudar, pero apenas si tenía fuerzas para mantenerse en pie. Le dolía la cara y la hinchazón en la mejilla derecha comenzaba a afectar a su visión. La cabeza le palpitaba. Todo estaba borroso y daba vueltas. Sentía el estómago como si se encontrara en un bote de remos, en aguas tempestuosas.
Paul se desplomó. Knoll lo recogió y volvió a ponerlo en pie. De repente pensó en las dos pistolas y regresó tambaleante al dormitorio. Tanteó por el suelo hasta que las encontró y después regresó al umbral.
Knoll se había apartado de Paul y le daba la espalda a ella. Un cuchillo apareció en la mano del alemán y Rachel supo que solo tenía un segundo para reaccionar. Knoll avanzó hacia Paul y levantó la hoja. Ella apuntó el arma y, por primera vez en su vida, apretó un gatillo. La bala abandonó el cañón no con un estallido, sino con el chasquido apagado, similar al de un globo al explotar en una de las fiestas de cumpleaños de los niños.
El proyectil alcanzó a Knoll en la espalda.
El asesino trastabilló y se volvió, y entonces avanzó hacia ella con el cuchillo.
Rachel volvió a disparar. El retroceso estuvo a punto de hacerle soltar la pistola, pero la aferró con fuerza.
Y volvió a disparar.
Y otra vez.
Las balas impactaban en el pecho de Knoll. Rachel pensó en lo que debía de haber sucedido en el dormitorio y bajó la pistola, tras lo que realizó tres disparos más contra la entrepierna expuesta. Knoll gritó, pero de algún modo logró mantenerse en pie. Bajó la mirada hacia la sangre que manaba de las heridas. Trastabilló en dirección a la balaustrada. Rachel estaba a punto de disparar de nuevo cuando Paul se lanzó de repente hacia delante para empujar al alemán medio desnudo hacia el vacío que daba al vestíbulo, cuatro plantas más abajo. Ella se acercó corriendo a la barandilla para ver cómo el cuerpo de Knoll topaba con la lámpara y arrancaba la enorme araña de cristal del techo. Entre chispas azules, Knoll y la lámpara de vidrio se precipitaron hacia el suelo de mármol. El impacto del cuerpo quedó acompañado por el sonido de los cristales rotos, que siguieron tintineando sobre el suelo como el aplauso que no termina de morir tras el clímax de una sinfonía.
Y entonces se hizo un silencio absoluto.
Knoll había quedado inmóvil.
Rachel miró a Paul.
– ¿Estás bien?
Paul no respondió, pero la rodeó con el brazo. Ella le acarició cuidadosamente la cara.
– ¿Duele tanto como parece? -preguntó.
– Joder que si duele.
– ¿Dónde está McKoy?
Paul inspiró profundamente.
– Recibió un disparo… para que pudiera venir a ayudarte. Lo último que vi fue… Estaba sangrando en la Habitación de Ámbar.
– ¿La Habitación de Ámbar?
– Es una larga historia. Ahora no.
– Creo que voy a tener que retirar todas las cosas desagradables que dije de ese enorme necio.
– Pues ya puede ir empezando -dijo de repente una voz desde abajo.
Rachel miró por la barandilla. McKoy apareció tambaleante en la penumbra del vestíbulo, sujetándose el hombro derecho ensangrentado.
– ¿Quién es? -preguntó señalando el cuerpo.
– El hijo de puta que mató a mi padre -respondió Rachel.
– Parece que han igualado la cuenta. ¿Dónde está la mujer?
– Muerta -dijo Paul.
– Pues que se vaya a tomar por culo.
– ¿Dónde está Loring? -preguntó Paul.
– He estrangulado a ese hijo de puta.
Paul se encogió por el dolor.
– Pues que se vaya a tomar por culo. ¿Está bien?
– No es nada que no pueda arreglar un buen cirujano.
Paul logró mostrar una débil sonrisa y miró a Rachel.
– Creo que ese tipo empieza a caerme bien.
Ella volvió a sonreír.
– A mí también.