Clipperton

Una muñeca abandonada entre las rocas desde hace docenas de años. Se le borraron las pestañas y el color de las mejillas y los animales mordisquearon su piel de porcelana. Ella observa, lela, con las cuencas vacías de sus ojos y todo lo registra en su cráneo carcomido por la sal.

Después de que todo pasó la muñeca sigue ahí, como testigo muerto, en medio de la ebullición de los miles y miles de cangrejos que cubren la arena, que se cubren los unos a los otros en nerviosas capas móviles, siempre en torno a ella, y asediando su cabeza calva y su tronco desmembrado, asomándose por los orificios que dejaron los brazos y desapareciendo por la entrepierna rota.

El cangrejerío se agita perplejo ante esa presencia remotamente humana. Porque ella, la muñeca, junto con otras basuras indefinibles, es el único vestigio del hombre que perdura en la isla de Clipperton.

Sobre esa misma playa donde hoy reina la muñeca rodeada por su histérica corte de cangrejos, hace tiempo los niños corretearon a los pájaros bobos, las mujeres se arremangaron las faldas para mojar los tobillos en el agua y los marineros desembarcaron cestos de naranjas y de limones.

Pero todo eso fue antes de la tragedia.

Después nadie quiso ni pudo volver a Clipperton, salvo algún negociante de guano y la media docena de marinos franceses que una vez al mes desembarcan para asistir, adormecidos por la indiferencia y por los vahos soporíferos que emanan del suelo, a la rutinaria ceremonia de izar la bandera de su país. Porque Clipperton, que en sus buenas épocas fue territorio mexicano, pasó a ser propiedad de Francia, también eso, de alguna manera, como consecuencia de lo que ocurrió.

Incluidos los franceses, cuyos nombres no se conocen, son contadas las personas que a lo largo de la historia han pisado Clipperton, tan contadas que un estudio minucioso de documentos permitiría hacer, con algún margen de error, la lista de todas ellas. La mayoría sólo ha permanecido allí algunas horas, a lo sumo días, y pocas han aguantado años.

Quienes han estado allá, dicen que Clipperton es un lugar malsano, arisco. Aseguran que por sus playas ruedan restos de naufragios y que en sus aires flota el tufo de azufre de una laguna volcánica de aguas envenenadas que no toleran vida animal, ni son potables, y que queman a los hombres que se sumergen en ellas. Esa laguna, que reposa en la cuenca de un viejo cráter hundido, se extiende en el centro del atolón y ocupa casi la totalidad de sus cinco kilómetros de extensión, dejando a su alrededor, como único espacio donde el hombre puede sentar pie, un angosto anillo de tierra con playas hirsutas de coral molido y trece palmeras que el viento quiere arrancar. Agua rodeada de agua, Clipperton es poco más que eso.

Una de las razones de la soledad de Clipperton es su lejanía, otra su tamaño y su condición insignificantes. Se sabe que es tan pequeña que se puede recorrer íntegra en una sola mañana, saliendo a buen paso a las siete y volviendo al punto de partida antes del mediodía.

Se sabe también que queda en el Océano Pacífico a 10 grados, 13 minutos latitud norte y 105 grados, 26 minutos longitud oeste, y que el lugar más cercano a ella es el puerto mexicano de Acapulco, a una distancia de 511 millas náuticas, o sea 945 kilómetros. Quien imagine un mapamundi puede ubicarla en el punto de cruce de un eje que bajara de Acapulco hacia el sur y otro que partiera de San José de Costa Rica hacia el oeste, y comprobar que está en la misma posición con respecto a la línea ecuatorial que Cartagena y Maracaibo. Eso es lo que se sabe, y sin embargo algunas cartas de navegación la relegan a la incertidumbre al marcarla con la sigla «D. E.»: Doubtful Existence, existencia dudosa.

Ni siquiera su nombre es su verdadero nombre. «Clipperton» es un alias, una maniobra de distracción. Una de tantas maneras que tiene la isla de desdoblarse y de encubrirse. El verdadero, con el que fue bautizada por primera vez, entre 1519 y 1521, cuando Fernando de Magallanes la divisó de lejos, fue el nombre de Isla de la Pasión, evocador pero esquizofrénico porque encierra en sí a los contrarios: pasión significa amor y dolor, entusiasmo febril y tormento, afecto y lujuria. Cualquiera, sólo con abrir un diccionario de sinónimos, comprueba la polivalencia de la palabra. Isla de la Pasión, le puso a ese atolón del Pacífico Fernando de Magallanes, viejo navegante que de tanto recorrer tierras desconocidas aprendió a comprenderlas con sólo mirarlas.

No sólo por irrelevante y apartada permanece despoblada Clipperton, sino también y sobre todo porque ella se empeña, rabiosa, en que así sea. Durante siglos ha trabajado para convertirse en una fortaleza inexpugnable, edificando alrededor de sí misma, pólipo por pólipo, una muralla viviente de arrecifes coralinos que acecha bajo las aguas para destrozar los barcos que se acercan. Este poderoso arrecife es la única construcción cuya existencia tolera, y para librarse de las demás, atrae huracanes que arrasan lo que construya el hombre. Además mantiene en sus costas tres rompientes que vuelcan las embarcaciones menores y ahogan al que intente cruzarlas a nado. A quienes, a pesar de todos los obstáculos, logran llegar, creen domesticarla y echan raíces, la isla, traicionera, los aplasta al final con castigos como el escorbuto, el abandono y el olvido, y les cobra cada gota de felicidad con dos de angustia.

Azufre, pestes, arrecifes, rompientes, huracanes, todo eso es cierto, pero Clipperton no puede ser tan nefasta como parece, porque si lo fuera no tendría explicación este otro hecho, también cierto, históricamente irrefutable: hace tres cuartos de siglo un joven oficial del ejército mexicano, el capitán Ramón Arnaud, y su esposa, Alicia, desembarcaron recién casados, cargados de ilusiones y de enseres domésticos, con la firme decisión de poblarla con sus descendientes, y Clipperton, la iracunda, los recibió mansamente, les permitió habitarla sin apuros y vivir en ella tan felices como debieron estar Adán y Eva en el paraíso.

La adolescente Alicia encontró el lugar romántico y mágico, tal como lo había soñado, y se enamoró de sus atardeceres y de su paz. Ramón Arnaud, hasta entonces un oscuro personaje quien por su origen familiar hablaba mejor el francés que el español, llegó a sus costas buscando lavar culpas y borrar un pasado escaso en gloria, y justamente allí, en ese rincón equívoco del planeta, le fue dado protagonizar gestos de heroísmo al defender la soberanía mexicana contra enemigos reales e imaginarios, no menos terribles los segundos que los primeros.

Que el final de esta historia haya sido trágico no niega lo anterior, los cinco años de bondades que Ramón y Alicia vivieron en la Isla de la Pasión. Así que si esta no es el infierno ni es el paraíso, si no es una pasión gozosa, ni tampoco una dolorosa, entonces no le queda sino una posibilidad, Clipperton no es nada. Existencia dudosa: punto mínimo, imperceptible, a donde no se puede llegar y de donde no se puede salir. Barrida por huracanes, erosionada por las mareas, borrada de los mapas, olvidada por los hombres, extraviada en el mar, antes mexicana y ahora expropiada y ajena, trastocado su nombre, muertos hace tiempo los protagonistas de su drama. Quiere decir que no existe. Que no hay tal lugar. Ilusión a veces y otras veces pesadilla, la isla no es más que eso: sueño. Utopía.

¿O hay acaso quien pueda asegurar por experiencia lo contrario? ¿Sobrevivió alguien que recuerde, que pueda dar testimonio de que todo aquello fue real?


Ciudad de México, diciembre de 1988.

Orizaba, México, hoy.

La Pensión Loyo está en Orizaba en la calle Sur ii número 124. Es en realidad una pensión para automóviles. Un estacionamiento grande, gris como todos, con una casa al lado. A la persona que allí vive no la conozco, pero la he buscado en Manzanillo, en Ciudad de México, en Puebla. Finalmente, después de golpear puertas equivocadas, de escarbar en las guías telefónicas de las tres ciudades, de consultar con funcionarios públicos, con almirantes, buzos, beatas de iglesia, lectores del tarot e historiadores, alguien en una esquina, casi por casualidad, me ha dado esa dirección. Si es correcta, habré encontrado por fin a uno de los tres sobrevivientes de la tragedia de Clipperton.

Es. Abre la puerta la señora Alicia Arnaud viuda de Loyo, la segunda de los cuatro hijos que tuvieron el capitán Arnaud y su esposa Alicia. Tiene 77 años y no quiere recordar. No venga a alborotarme los recuerdos, dice con dulzura. Pero ella conoce, puede dar testimonio. En algún rincón de su memoria está enroscada esta historia que yo busco. Sabe en carne propia lo que pasó en ese lugar porque de niña, a principios de siglo, ella fue uno de los protagonistas.

De espaldas al estacionamiento y abierta a un patio se extiende en ele su casa fresca, de varios cuartos a pesar de que sólo vive con la empleada doméstica que desde hace años la ayuda. Las paredes están tapizadas con fotos de sus hijos -hablemos más bien del presente, me dice, mientras me las muestra- y me va paseando por primeras comuniones, matrimonios, diplomas. Luego me hace sentar a la mesa de la cocina mientras ella reparte en varias jarras la leche que su hijo mayor, ganadero, le ha traído en una cantina de la hacienda. No me hable del pasado, dice. Déjeme olvidarlo, repite, hace tanto que no hablo de Clipperton. Yo nací en esa isla en 1911, y viví allí hasta los seis o siete años, para qué le voy a contar esas viejeras.

Mientras ella dice que no y que no, Clipperton empieza a volver y va invadiendo su cocina, suavemente, poco a poco. A medida que habla, doña Alicia se entusiasma. Se le entona la voz. Se olvida de la leche.

– Los míos son todos recuerdos buenos, recuerdos alegres, qué quiere que le diga. Lo de Clipperton fue una tragedia, pero para los mayores. Los niños fuimos felices. Lo difícil nos vino después, al regreso. Pero allá no, nosotros no hubiéramos querido abandonarla nunca. A veces veíamos que los grandes lloraban y nosotros llorábamos también, un poquito y sin saber porqué, y enseguida volvíamos a lo nuestro.

»Lo nuestro era jugar, todo el santo día. Empatábamos un juego con el otro y no parábamos nunca. Al principio teníamos clases de lectura, de escritura, papá no quería que regresáramos salvajes a Orizaba. Mamá montó una escuelita donde ella hacía de maestra y los alumnos éramos los hermanitos Irra, las dos niñas Jensen, Jesusa Lacursa, nosotros los Arnaud y los demás niños que llegaron a juntarse en Clipperton. Pero después, con tanto acontecimiento, los adultos ya no pudieron ocuparse mucho de los menores. Sólo por momentos, para darnos la comida o la bendición a la noche. El resto del tiempo la pasábamos sueltos, solos, libres como animalitos. Jugando y jugando hasta que nos dormíamos de cansancio.

»Usted quiere que le hable de mi padre, pero me acuerdo poco. Había épocas en que se dejaba absorber tanto por sus obsesiones, que no nos veía aunque nos tuviera delante. Como cuando se empeñó en rescatar los tesoros del pirata Clipperton del fondo de la laguna, y durante meses no pensó en otra cosa. Otras veces su obsesión éramos nosotros, como cuando estuvo días tallando en madera unos barcos para que jugáramos. Le quedaron perfectos, unas miniaturas preciosas. Conservábamos otros juguetes traídos del continente -recuerdo bien una muñeca de porcelana a la que Altagracia Quiroz hizo una peluca con cabello de verdad, el día que todas las mujeres se cortaron el pelo- pero los barcos tallados por mi padre siempre fueron los favoritos. Los hacíamos navegar en la laguna y a veces eran de guerra, a veces de carga. Jugábamos a que naufragaban, y de los pasajeros, unos -pobres de ellos- se ahogaban. A los demás les perdonábamos la vida.

»Mi padre era severo sólo cuando nos sentábamos a la mesa. Decía que aunque estuviéramos en el fin del mundo y sólo nos vieran los cangrejos, teníamos que comer como gente decente. Claro que cuando empezaron las calamidades ya ni eso pudo exigir, y nosotros nos volvimos silvestres. Después de que pasó el huracán que barrió con todo, llevándose hasta los platos, los cubiertos y los manteles, los modales que él nos había enseñado se nos olvidaron. Para nosotros tanto mejor, más libres y más felices. Acabamos comiendo muy rápido, con las manos, a mordiscos. Los huevos de los pájaros bobos tenían la cáscara azul, y nos encantaban. Jugábamos a las comiditas, los cocinábamos en la playa, les echábamos sal.

»Mucho de nuestro tiempo lo ocupábamos con los cangrejos. Debe haber más de esos animales en Clipperton que en todo el resto del mundo. Eran tantos que casi no dejaban caminar. Si no fuera porque la casa estaba elevada, los cangrejos la habrían invadido como tenían invadida la playa, las rocas, las cuevas, todo lleno de cangrejos. Nos gustaba verlos pelear. Son unos bichos feroces, se destrozan a tarascadas. Los encerrábamos en latas y hacíamos guerras de cangrejos.

»En eso se nos iba la vida, y la nuestra era una vida feliz. Al final siempre andábamos descalzos y medio desnudos, con unos trapos que mamá nos hacía con lona de las velas. Acabamos renegridos de tanto aguantar sol, parecíamos africanos. Con los pelos muy indómitos y parados, lavándonos con agua de mar y sin jabón.

»En Clipperton los niños no supimos lo que era sufrir. Tal vez mi hermano Ramón, el mayor, sí. Yo creo que él sí se daba cuenta, a veces, de que las cosas iban mal. Ramón adoraba a mi mamá, y cuando ella lloraba, él no quería desprenderse de sus faldas.

»El día que murió papá estábamos todos parados en la playa, chicos y grandes, mirando cómo se alejaba en un bote por el mar, cuando de repente apareció la mantarraya que lo volcó. Vimos cómo se lo tragaron las olas. La mantarraya también la vimos, un animal negro, enorme, como una sombra que salió del agua. No sé si la vimos o si nos pareció que la vimos. A veces decíamos que era negra con rayas azules, otras veces que era plateada y despedía rayos.

»Es que parte del juego era inventarnos nuestras propias historias, unas de miedo, otras sobre los abuelos, a quienes casi no conocíamos, o sobre los primos, por lo que nos contaba mamá. Teníamos amigos imaginarios, todos los que queríamos, por eso nunca nos hizo falta nadie. Sobre mi papá inventamos muchas cosas, después de que murió. Nos gustaba pensar que en el fondo del mar había encontrado el tesoro hundido de los piratas y que nos había regalado las joyas y las coronas. O que se había vuelto el rey de los océanos y que andaba bajo el agua en una carroza tirada por la mantarraya. A veces decíamos que no se había muerto sino que se había ido, y que iba a volver para traernos naranjas y juguetes. Después, en la noche, no podíamos dormir del miedo de que de verdad apareciera.

»De estas cosas me acuerdo porque, después de que sucedieron, durante años se las oímos contar a mi mamá, mil veces. Siempre que nos hablaba de papá, sacaba de un cofre un collar largo de perlas grises que él le había traído del Japón, y nos dejaba tocarlo.

»Pero nada de esto es importante, son recuerdos pequeños, borrosos, no le van a servir para un libro. Mejor, si tiene tiempo, venga conmigo a la hacienda, tardamos veinte minutos en coche, y yo le muestro a mi padre.»

En la casa de su hacienda, en las afueras de Orizaba, los dos hijos ganaderos de doña Alicia Arnaud viuda de Loyo platican y descansan en el porche después de un día de trabajo. Comen tacos de nopal con chile y toman brandy Presidente con agua de Tehuacán. Frente a ellos se extiende un gran solar empedrado donde las ovejas, los cerdos y las gallinas abrevan en una pileta circular que se encuentra en el centro. La señora señala en esa dirección. En el centro de la pileta, elevado sobre un barril metálico, acompañado por la plácida chachara de sus descendientes y por el alboroto de los animales domésticos, con un puntiagudo casco prusiano en la cabeza, veo el busto en bronce del capitán Ramón Nonato Arnaud Vignon.

Prisión de Santiago Tlatelolco, Ciudad de México, 1902.

Nombres: Ramón Nonato.

Apellidos: Arnaud Vignon.

Fecha y lugar de nacimiento: Orizaba, 31 de agosto de 1879.

Padre: Ángel Miguel Arnaud (nacionalidad francesa).

Madre: Carlota Vignon (nacionalidad francesa)

Estatura: 1.70 metros.

Cabello: Castaño.

Piel: Blanca.

Frente: Grande.

Boca: Regular, con labios delgados.

Nariz: Afilada.

Señales particulares: Pequeña cicatriz en la mitad de la frente.


Así fue descrito Ramón Arnaud el 8 de julio de 1901, en la ficha de la «filiacióncontrato» que le hicieron al inicio de su accidentada carrera militar, a la edad de 22 años, al causar alta como sargento primero de caballería, en el Séptimo Regimiento del Ejército mexicano. Consta en el archivo de la Secretaría de la Defensa Nacional.

Figuran también en el expediente sus medidas antropométricas, según las cuales era un hombre de regular estatura (un metro con setenta) de pies femeninos (246 milímetros en el izquierdo), cabeza normal y manos pequeñas (hasta la punta del dedo medio, su izquierda tenía 118 milímetros de largo).

Exactamente un año después de hecho este registro, el 8 de julio de 1902, su piel blanca había adquirido un enfermo color gris ratón, su cabello castaño hervía de piojos y la pequeña cicatriz resaltaba como una cruz tallada con la uña sobre la textura cerosa de su frente grande. Estaba tirado en el camastro de su celda, en la prisión militar de Santiago Tlatelolco. Había dejado intacta la ración de frijoles refritos en el plato de peltre, y lloraba de humillación y rabia.

Un consejo de guerra había dictado su sentencia. Cinco meses y quince días de prisión por deserción del ejército y degradación a soldado raso. La noche del 20 de mayo anterior, mientras sudaba frío agazapado detrás de unos costales de maíz, esperando el momento propicio para escaparse de las barracas, había pensado con pavor en el momento en que a su pueblo natal, Orizaba, llegara la noticia: Ramón Arnaud, desertor.

Ramón Arnaud, pobre diablo, incapaz de aguantar lo que aguantaba cualquiera de los indios hambrientos y de pata al suelo que eran sus compañeros de armas en el Séptimo Regimiento. Todos ellos sobrellevaban la disciplina de perros, las patadas en el culo, el mugrero y la miseria que era la vida de la tropa. Pero él no. Y tampoco los soportaba a ellos, a sus compañeros, a quienes veía ignorantes, mal olientes, enseñando el cuero bajo los trapos sucios de su uniforme, ahogados en alcohol y marihuana.

Él, Arnaud Vignon, que por culto, por alto, por blanco y por influencias de familia había entrado directamente con el rango de sargento primero, era más mierda que toda esa mierda, y eso sería lo que iba a cuchichear -a la salida de la iglesia, en los paseos por la Alameda, a la hora del chocolate- la gente de Orizaba.

Orizaba, con su kiosko francés en medio de la plaza, con su estación de trenes estilo art-nouveau, con su palacio municipal de hierro diseñado por el mismísimo Eiffel, el de la torre, y traído de París, en partes desarmables, hasta el último tornillo. Las familias de Orizaba, de aires galicados, industriosas y prósperas, eran más allegadas al progreso impuesto a sangre y fuego por don Porfirio Díaz que a las ideas heréticas y nacionalistas del indio Benito Juárez. Como los Legrand, que hacían percales, mantas, piqués, calicós y tela de Francia en su Fábrica de Hilados Cocolapan. Los Suberbie, cuya fortuna subía como la espuma de su cerveza Moctezuma, Monsieur Chabrand, que vendía ropa fina y sedería en su tienda llamada Las Fábricas de Francia. Las damas de sociedad lucían vestidos de shantoung de seda y bordados de soutache por el paseo de la Alameda, y después recogían los bordes de las enaguas para que no se ensuciaran con excrementos humanos al atravesar cualquiera de las demás calles, utilizadas como letrinas por el pobrerío de Orizaba.

Unos años antes, las tropas de invasión habían hecho de la ciudad un cuartel casi permanente, y los caballeros de la localidad se dedicaban al pasatiempo de reconocer uniformes exóticos. Sabían distinguir a los cazadores de Vincennes por sus guerreras de paño azul oscuro; a los zuavos por sus calzones encarnados, anchos como enaguas, y sus borceguíes de cuero amarillo; a los zuavos argelinos, por su piel negra y sus turbantes blancos; a los soldados españoles del general Prim por sus trajes ligeros y sus sombreros de paja, y a sus oficiales, por sus coquetos gorritos, llamados leopoldinas.

Orizaba, condenada y llamada «La Maldita» por el resto de la nación debido a su pasado reciente de docilidad ante el dominio europeo y de deslumbramiento ante el fantástico y fantasmagórico reinado del Archiduque Maximiliano, quien fuera Emperador de México durante tres años y siete días, hasta que el indio Juárez lo mandó fusilar en el Cerro de las Campanas, para demostrar que ningún austríaco de barbas rubias gobernaría a los hombres libres de la patria azteca. Y para que quedara bien claro, después de fusilarlo lo devolvió a Europa entre un ataúd de palo de rosa, debidamente embalsamado, con los ojos de vidrio de una imagen de Santa Úrsula sustituyendo los suyos.

El francés Ángel Miguel Arnaud, padre de Ramón, cruzó el océano y echó raíces en Orizaba. Amó a su nueva tierra más que a la vieja, trabajó con tenacidad y llegó a amasar una regular fortuna. Aprovechó un subsidio de transporte que le dio el porfiriato para construir el ferrocarril urbano. Se hizo dueño de una hacienda y de una casa en la Calle Real. Fue nombrado jefe de correos de Orizaba y se convirtió así en uno de los miles de burócratas que don Porfirio sostenía, para cumplir con su lema de «alimentar al burro».

A pesar del lema, la vida de los burócratas no era fácil. Lo común era que sus salarios se atrasaran meses y que siempre estuvieran con un pie en la calle, porque perdían el puesto ante cualquier sospecha de deslealtad hacia el gobierno. Para evitar esto tenían que pertenecer al club político apropiado, donar grandes sumas para las fiestas oficiales, comprarle regalos a la amante del superior y marchar en todos los desfiles.

Ángel Miguel Arnaud comprendió estas normas y supo jugar el juego y mientras él vivió, su familia llevó una existencia decorosa, a la altura de la provinciana pompa de Orizaba. Pero cuando murió, su viuda doña Carlota Vignon -hasta ese momento una matrona despreocupada y alegre, reconocida por preparar la mejor de las mayonesas- dilapidó el dinero, según unas versiones, o cayó en manos de un albacea rapaz, según otras, con el resultado idéntico de que acabó en la ruina.

Ramón, el mayor de los hijos -por entonces un joven mitad francés, mitad mexicano de despistados ojos redondos y largas pestañas de muñeco-, quedó perplejo ante la adversidad y no supo qué hacer con su vida. Había sido educado para recibir una herencia, no para lidiar una quiebra.

Durante un tiempo fue aprendiz de boticario. Memorizó las fórmulas y los nombres de todos los medicamentos y se aficionó a hacer curaciones de primeros auxilios, hasta que el dueño de la farmacia se marchó, con todo y negocio, para la capital. Tras una época de descontrol y vagancia, Ramón optó por hacerse militar.

Si hubiera tenido dinero, se hubiera pagado la carrera de oficial en una academia militar, como cualquier hijo de blanco, y hubiera obtenido medallas, honores y comodidades. Pero al no tenerlo debió convertirse, como el resto de los mexicanos del común, en magullada carne de cuartel. Un privilegio sí le dieron como reconocimiento a su condición, y fue dejarlo saltar tres o cuatro grados para entrar como sargento primero.

Al probar las primeras cucharadas de esa sopa amarga que era la vida cuartelaria, el joven Ramón Arnaud se arrepintió, quiso virar su suerte cuando ya estaba echada y cometió el error mas grave de su vida, el que habría de marcarlo para bien y para mal por el resto de sus días.

Sucedió esa noche en las barracas, detrás de los costales de maíz, cuando pensó que mejor humillado que muerto de asco y echó a correr.

Tras desertar anduvo por la ciudad de México, escondido como un prófugo y avergonzado como un pecador. Pasó un mes deambulando por las calles sórdidas de Tepito, ocultándose en las bodegas del mercado de La Merced, esquivando los excrementos que los vecinos arrojaban por la ventana. Se refugió en los cuchitriles de las putas de la Calle del Órgano, convivió en las tabernas con bohemios suicidas y músicos ciegos, y en las esquinas se disputó las monedas con los tragafuegos, los declamadores y los cazadores de gatos.

Después vino el mal día en que lo encontraron y lo encerraron por desertor, y fue en las noches interminables y húmedas de Santiago Tlatelolco, cuando su honor hecho añicos lo atormentaba aún más que el frío de la celda o que los piojos en la cabeza, que pensó que no, que se había equivocado, que tanto mejor muerto, mil veces muerto, que una vez humillado.

En sus desvelos afiebrados evocaba las formas atroces de la muerte. Muerte por fuego, despresado y asado miembro a miembro sobre una parrilla; muerte por miasmas, lentamente tragado por un pantano gelatinoso y hediondo; muerte por agua, arrojado al mar y acosado, hasta el ahogamiento, por la sombra de una gran mantarraya negra de destellos azules.

– Con cualquiera -deliraba-. Me quedo con cualquiera de estos suplicios, y no con el deshonor.

El día en que lo dejaron libre, ya repuesto de las fiebres y habiendo recuperado el uso pleno de sus facultades mentales, hizo un compromiso sagrado. Una vez fuera de las rejas y frente a los negros muros de piedra precolombina de Santiago Tlatelolco, juró solemnemente, por la memoria de su padre, por el cariño de su madre, por los siete puñales de La Dolorosa y por la gloria de su patria, que nunca jamás, ni como hombre ni como militar, volvería a pasar por la vergüenza de otra humillación.

Ciudad de México, 1907.

El coronel de ingenieros Abelardo Avalos, padrino y protector del joven suboficial Ramón Arnaud, le puso una cita a su ahijado en Ciudad de México, para hablar con él.

– Te vas para Clipperton, Ramón. Al mando de una guarnición de once soldados.

Así no más, como quien se limpia un ojo, se lo comunicó.

Cuando oyó la palabra Clipperton, Arnaud sintió un mordisco agudo detrás de los ojos. Conocía bien ese islote perdido y podrido en la mitad del océano, porque había acompañado hasta allá un par de veces al coronel Avalos. Se le helaron las tripas, le ardió la cara, se limpió el sudor de las manos en el pantalón.

– Me están condenando al destierro -dijo a media voz apenas, consciente de que con el antecedente de su deserción, no tenía autoridad moral para chistar.

Achicado, escurrido en el asiento, casi susurrando, insistió: ya tenía 27 años, estaba grande y peludo y era apenas subteniente, irse a esa isla sería como volver a empezar, otra vez desde el principio y por tercera vez. Era mucho, le exigían demasiado. ¿Cómo no se daban cuenta de que no se merecía ese destino ruin? ¿Por qué someterlo a una tercera prueba de fuego, si la segunda la estaba pasando airosamente?

Después de cumplir su condena en Santiago Tlatelolco Arnaud se había propuesto, con terquedad de mulo, volver atrás, recorrer de nuevo sus propios pasos demostrando coraje donde antes había respondido con miedo y decisión donde antes había flaqueado. Respetaría el compromiso de honor jurado consigo mismo ante los muros negros de la prisión militar, aunque en ello le fuera la vida.

El 16 de diciembre de 1902 había vuelto a ingresar al Ejército, esta vez como simple soldado raso, en el 23 Batallón en Veracruz. Las condiciones eran más duras que las que lo quebraron cuando entró como sargento primero y sin embargo esta segunda vez aguantó. Aguantó, se rompió el lomo con resignación, la mierda se la comió con cuchara sopera y medio año después ascendió a cabo. Después a sargento segundo y otra vez a sargento primero, como había empezado la vez anterior.

En julio de 1904 lo trasladaron ya como subteniente al Décimo Batallón en Yucatán, con la orden de aplastar la insurrección del pueblo maya. Su objetivo era imposible. Tenía que acabar con una cruz que hablaba, una tal santa cruz parlante que oficiaba como supremo comandante de los indios y que los incitaba a la rebelión. Arnaud trató de cumplir. Arrasó los santuarios-fortaleza y acabó a sablazos con muchas de esas cruces, que tenían el don de la palabra no para llamar a los mayas a rezar, sino para animarlos a luchar. Pero por cada cruz que liquidaba, otras tres -sus hijas, las nuevas cruces parlantes- aparecían en su lugar, y la tarea se hacía infernal, como una pesadilla sin salida.

Como recompensa a su esfuerzo infructuoso pero sobrehumano, le restituyeron el honor perdido y lo condecoraron con la medalla al mérito y al valor.

Si el pasado había quedado atrás y ya estaba a paz y salvo con el ejército, si estaba descollando como suboficial, si hasta medalla le habían dado, ¿por qué obligarlo entonces a que nuevamente diera marcha atrás? ¿Por qué aislarlo en el rincón más insignificante del mapa?

– Además me quiero casar, padrino -Arnaud le argumentó, desesperado, al coronel Avalos.

Ya estaba el matrimonio arreglado, no podía romper ese compromiso. No quería romperlo, ya había pedido la mano, estaba enamorado y Alicia lo esperaba. Cómo explicarle a su novia que ya no, cómo justificar un nuevo fracaso ante todo Orizaba, que sabía de la próxima boda. Que por favor lo entendiera, suplicó Arnaud, que se diera cuenta de que no podía aplazar el matrimonio.

Entonces se desató el torrente patriótico y paternal de la voz del coronel Avalos. Las palabras brotaron de su boca a borbotones. Ramón Arnaud sólo registraba fragmentos, frases inconexas que entraban lentamente en sus oídos, diferidas, unos instantes después de ser pronunciadas.

– Hay cosas que están primero -discurseaba incontenible el coronel-. Es hora de pensar en grande… suelo patrio… defender ese trozo de territorio mexicano contra Francia que quiere adueñarse de él… alzarse contra la injusticia histórica… tú hablas francés y tienes las condiciones… dar la vida si es necesario… mexicanos al grito de guerra…

Arnaud escuchaba a medias a Avalos, mientras pensaba «los cabrones, me quieren mandar al quinto infierno». Pero seguía mustio, ponía suplicantes sus ojos redondos a ver si surtía efecto su cara de víctima. El efecto fue que la voz pausada y persuasiva del coronel se empezó a templar de impaciencia, vibró de golpe metálica y dejó caer, como un hacha, la amenaza:

– Si te niegas, el ejército mexicano lo considerará una segunda deserción.

– Y si acepto, padrino, será poco menos que una baja deshonrosa.

El chantaje le había disparado a Arnaud un chorro de adrenalina al cerebro, y su frase, que para su propia sorpresa le sonó contundente y viril, le dio fuerzas para continuar. «No más hacerme el pendejo, ésta la voy a pelear», se ordenó a sí mismo, y ya se iba a derramar en rabia y en prosa cuando Avalos lo frenó en seco.

– Calma, jovenazo -le dijo-. Si no lo entiendes por las malas, te lo voy a hacer entender por las buenas.

Y ahí le fue soltando las noticias alentadoras: que ese mismo día lo ascendían a teniente y que Porfirio Díaz en persona lo nombraría gobernador de la isla.

– Si te quieres casar, Ramoncito, te vas a Clipperton con tu esposa, te damos una buena licencia para arreglar eso, yo conozco a Alicia y sé que le va a gustar, te pongo a disposición lo que necesites, que no les falte nada. Es más -añadió Avalos-, dentro de una semana tú y yo partimos para el Japón en una misión especial que tiene que ver con tu nombramiento en Clipperton. Ya te explicaré, son asuntos de Estado muy delicados…

Clipperton, el Japón, teniente, gobernador… Ramón todavía no comprendía nada cuando vio que Avalos se le venía encima.

– Ya la hiciste, hijo, te felicito -oyó que le decía mientras le daba un abrazo de oso con grandes manotazos en la espalda.

Así se enteró Ramón de que al día siguiente el presidente lo mandaría a llamar para encomendarle destinada una delicada misión porque lo consideraba el hombre preciso, reconocía sus méritos, perdonaba sus pecados, lo nombraría gobernador de la isla de Clipperton y le subiría el sueldo. La sorpresa todavía aturdía a Arnaud. Lo que al principio le había sonado a castigo y a desdicha, se le convertía de golpe en la oportunidad de su vida, en la oportunidad única y dorada de transformar su vida.

Después de la cita con don Porfirio, y de despedirse de él con muchas reverencias, Ramón Arnaud salió de la lujosa y luminosa sala de billar del Castillo de Chapultepec, seguro de que por fin iba a ser un hombre feliz.

El golpeteo de su sangre en las sienes no le dejaba oír el ruido de sus propios pasos -demasiado breves para ser marciales- y tenía la sensación de que sus zapatos negros, meticulosamente lustrados esa madrugada, apenas rozaban el parquet de maderas preciosas. Por un instante tuvo temor de que el peso de la mirada del presidente sobre sus espaldas le hiciera perder el control de las piernas, se angustió ante la posibilidad de enredarse y caer, pero cuando por fin franqueó la puerta y la sintió cerrarse tras sí, pudo respirar hondo y recobró el aplomo. Miró hacia arriba, vio los querubines pintados en el techo y supo que las sonrisas de sus boquitas sonrosadas iban dirigidas a él.

Al salir del Castillo de Chapultepec, la residencia presidencial de verano, Arnaud caminó por el flamante Paseo de la Reforma sin fijarse hacia dónde, sin poder creer lo que le acababa de ocurrir y sin ver nada distinto a las dos relucientes espigas de metal prendidas a sus charreteras que ahora lo acreditaban como teniente. Iba pensando que ninguno de los transeúntes que cruzaban podía dejar de admirarlas, y no se daba cuenta de que un tremendo sol de mediodía lo cocinaba entre el paño oscuro de su uniforme de gala.

Trataba de reconstruir palabra por palabra el diálogo recién sostenido con Porfirio Díaz y repetía mentalmente cada frase diez veces, doce veces. En realidad el presidente no le había dicho nada especial; Arnaud se esforzaba por recordar con precisión. Tampoco lo había recibido en su despacho, como se había imaginado, sino que lo había paseado para arriba y para abajo, lo había tomado de acompañante en su gira de inspección de las reformas artísticas que había emprendido en el Castillo.

La verdad era que sólo le había hablado de muebles: «Preciosos candelabros de bronce, los hice traer de París», o «Este es un tocador Pompadour en caoba maciza, mire, tóquelo», o «¿Ve los diseños de la tapicería? Reproducen los juegos de la antigua Grecia. Tres mil quinientos pesos». O «¿Le gusta la sala de billar? Es estilo Reina, la mesa es Callender y las cortinas, inglesas». Esas y otras cosas así era todo lo que le había comentado el presidente, obsesionado como estaba con la remodelación de su residencia veraniega.

Unas cuadras más adelante Arnaud pudo reconstruir también sus propias respuestas: aturdidos monosílabos, impostadas exclamaciones de admiración. Volvió a sus oídos el tono exacto de su voz al pronunciar una frase, «Es de todo mi gusto, Excelencia», que había repetido varias veces ante objetos y muebles que el presidente le señalaba. «De todo mi gusto», había dicho con un timbre forzado y ahora al recordarlo, se ruborizaba un poco. ¿Qué le importaba a su Excelencia cuál era todo su gusto? Ni siquiera debía ser español correcto.

Durante la noche anterior se había preparado para decirle otras cosas, para decirle, por ejemplo, «Desde que era muy niño mi padre me relataba sus heroicas hazañas», y a la hora de la verdad sólo le habían salido «¡Ohs!» y «¡Ahs!», para colmo en falsete. Se había desvelado repasando todo lo referente a Clipperton, sus posibilidades en la exportación de guano, las mil facetas jurídicas del litigio con Francia, su importancia como posición estratégica en caso de guerra, y hubiera podido hablarle horas y horas sobre el tema a don Porfirio, lo hubiera asombrado con su conocimiento de causa, con su entusiasmo por la isla, con la firmeza de su decisión de partir hacia allá. Pero don Porfirio ni siquiera le había dado oportunidad de tocar el tema.

En realidad, el único indicio de la importante labor que le encomendaban, de la confianza depositada en él, fueron las recias palmadas en el hombro a la despedida y las palabras finales del presidente, «Suerte, hombre». Suerte, hombre, le había dicho. Seguro Su Excelencia quería decir suerte en Clipperton -elucubró Arnaud, mientras caminaba alucinado, radiante y sin rumbo por el Paseo de la Reforma. Suerte en el viaje secreto al Japón, suerte en esta difícil empresa, suerte en la defensa de nuestra soberanía nacional. ¿O no? Tal vez quería decir simplemente suerte, hombre.

Pero la inexpresividad del diálogo no tenía importancia y no opacaba la felicidad de Arnaud. Qué importaba qué le había dicho el presidente, la cosa es que lo había citado, lo significativo era el gesto, personalmente lo había recibido, a él, justamente a él, a pesar de todo a él, Ramón Arnaud. No había estado propiamente brillante en la entrevista, tenía que reconocerlo, pero eso era lo de menos. Al fin de cuentas Porfirio Díaz tampoco. Fue lo que pensó, satisfecho de sí mismo, Ramón Arnaud.

Mármoles de Carrara, lámparas de Baccarat, muebles de Enrique II o de la puta madre que lo parió, las espigas de teniente ya estaban en sus charreteras, el nombramiento estaba firmado, dentro de ocho días partiría con Avalos hacia el Japón a nombre de su gobierno, se había entrevistado en persona, cara a cara, con el mismísimo don Porfirio y viniera lo que viniera ya nadie le quitaba lo bailado.

Como por arte de magia había pasado, literalmente hablando de la noche a la mañana, de ser un pobre diablo, un proscrito, un oficialucho fracasado, un provinciano don nadie, un desertor, a ser teniente y gobernador, hombre de confianza del poder. De buenas a primeras era un privilegiado de los dioses.

– Algún día se escribirá sobre mí una página de la historia patria -declaró de repente en voz alta.

Esa noche en su habitación, mientras se desabrochaba su asfixiante guerrera de gala y aflojaba los músculos de su panza incipiente, añadió:

– Y si no se escribe nada, por lo menos ya me subieron el sueldo.

Orizaba, México, 1908.

Una fotografía sepia, tomada en un recinto interior con cortinajes de terciopelo estampado al fondo y fechada en la esquina inferior derecha «mayo de 1908» -es decir unos días antes de la boda-, muestra a Alicia como era entonces: el mentón graciosamente hendido, la piel de porcelana de su cara de muñeca, la sombra leve de sus cejas rectas, la mirada adulta de sus ojos de niña.

Seis meses le tomó tejer los dieciocho metros de encaje para su traje de novia y durante ese tiempo hizo un millón de veces -el ganchillo de crochet en una mano y en la otra el hilo de Holanda- tres puntos altos y dos puntos al aire, cerrando la vuelta por un punto bajo. Fueron los últimos seis meses en casa de sus padres, en la Calle Tercera de la Reforma número 30, en Orizaba, mientras su prometido, Ramón, estaba ausente cumpliendo misiones militares.

Ella, la novia niña, esperaba su regreso. A ratos era adulta y asistía a los cursos de preparación matrimonial, para aprender que a la hora del encuentro marital, debía cerrar los ojos y rogar «Señor, haz que no goce». O se sentaba a hacer visita con sus parientas, Dorita Rovira de Virgilio y Esther Rovira de Castillo. O a coser ropa para los pobres con Adelita, la hermana de Ramón, y con las tías de él, Trinidad Vignon, María Vignon de Aspiri y Leonor viuda de Arnaud.

A ratos era niña y corría por los corredores de su casa, sombreados por helechos, sin pisar las baldosas amarillas del suelo, sólo las azules. O sin pisar las azules, sólo las amarillas. Con sus hermanas jugaba al lobo, a ladrones y policías, a que el corredor era el mar y unos cojines, tirados por el suelo, eran tiburones. Cuando se cansaba, se sentaba en un banco bajo la palma del patio a pensar en Ramón, o en otra cosa, o a no pensar en nada. Le gustaba imaginar bodas suntuosas, amores eternos, luna de miel en una isla desierta.

En las mañanas de sol, Orizaba tenía el mismo olor tibio, agridulce y verde del trópico. Olía a musgo entre la piedra, a bestias rumiando hierba mojada, a boñiga fresca, a naranjas recién exprimidas. El olor llegaba hasta la cama de Alicia, se le metía por las narices, le entrapaba la piel y le encrespaba el pelo. A ella le entraba urgencia de salir al aire libre, al campo abierto, de largarse sola a subir y bajar -según la arrastrara su mula testaruda- por las colinas que rodeaban el pueblo.

– A dónde vas como una loca -le gritaba la mamá cuando la veía salir con la melena alborotada.

Ella no sabía a dónde iba, ella iba a cualquier parte. Corría con los pies descalzos, como las niñas indígenas, por los solares repletos de gallinas, ropa recién lavada y gladiolos rojos de las casas de los pobres.

– ¡Niña Alicia, cómpreme estos duraznos, lleve tortillas, le vendo este guajolote!

Se dejaba caer por Santa Gertrudis para ver la fábrica de yute, última novedad de Orizaba. Durante horas miraba a los 400 obreros que se agitaban como hormigas, boquiabierta tratando de entender cómo una caída de agua movía los telares, las máquinas para cardar la fibra, para coser costales, para enrollar las telas.

– El agua cae con la fuerza de 800 caballos -le decía el capataz, que cada vez que ella iba le explicaba todo, desde el principio.

– De 800 caballos -repetía Alicia y le preguntaba otra vez por los dinamos, por el sistema Pellton, por las fajillas de cobre que conducían la electricidad.

Había días en que el trotecito sonso de la mula la arrastraba lejos, hasta la fábrica de textiles de algodón de Río Blanco. Era la más grande y moderna del mundo. Trabajaban seis mil hombres, mujeres y niños. A medida que se acercaba, a Alicia se le aceleraba el corazón, se le secaba la saliva en la boca. Una vez habían ido allí con Ramón. Ella quería quedarse mirando el reloj grande que los dueños colocaron en lo alto de una torre, al frente de las construcciones. No había otro como ese en Orizaba, con sus cuatro cuadrantes transparentes que se iluminaban de noche y su estruendo de timbres y campanas al marcar la hora.

– Vámonos de aquí -dijo Ramón.

– Esperemos otro poco, que ya casi va a sonar el reloj -le pidió ella.

– Vamonos ya, que este lugar huele a sangre.

Por el camino de regreso Ramón le contó lo que nadie en Orizaba mencionaba. Le hizo jurar, besando la cruz, que no lo repetiría. Si se enteraban de que él lo decía, lo echaban del ejército.

– Hace unos años aquí hubo una huelga y fusilaron a los obreros. No sé a cuántos, pero debieron ser cientos. Un amigo mío, que trabajaba con la guardia rural, vio los cadáveres. Estaban apilados sobre dos plataformas de ferrocarril y eran tantos que no se podían contar. Entre los muertos había mujeres y niños, y también trozos sueltos. Piernas, brazos. Mi amigo me dijo que ese tren partió para Veracruz, que a los muertos los tiraron al mar y que se los comieron los tiburones.

En las tardes Orizaba se enfriaba, se apagaban los olores del aire e invadían la casa los que venían de la cocina. Olía a chocolate con canela y vainilla, caía una lluvia menudita y persistente que en el pueblo llamaban chipichipi, y su mamá y sus tías se ponían nostálgicas. En la alargada mesa del comedor Alicia las escuchaba hablar, mientras hacía sopas con pan dulce entre la taza de chocolate. Doña Petra y sus hermanas añoraban muchas cosas, pero sobre todo el día que vieron pasar de cerca las barbas doradas y partidas en dos del emperador Maximiliano y las sedas color malva de su enloquecida emperatriz.

Después del chocolate iban a la procesión. Alicia se protegía la cabeza de la llovizna con una mantilla negra y acompañaba a todas las mujeres de la familia, incluyendo las sirvientas, a sacar a pasear a la Señora de los Dolores. La rescataban de su nicho del templo de las doce vírgenes, donde agonizaba de angustia desde los tiempos de la colonia, y la llevaban en andas por las calles, demacrada y transida bajo su manto negro de terciopelo recamado con perlas barrocas.

Las noches se poblaban de fantasmas. En casa de los Rovira, la familia se acostaba temprano para oírlos pasar. A las doce en punto corría desbocada la diligencia tirada por caballos en que la muerte se llevaba a la Monja Alférez, una desdichada religiosa que recibía castigo cada 24 horas por los pecados inconfesables que cometió en vida. Luego se percibían, bajo el suelo, las pisadas y los lamentos de los soldados mexicanos que huían de los invasores franceses por túneles subterráneos que atravesaban la ciudad. Y por los resquicios de las cortinas, unos niños huérfanos y muertos, llamados chaneques, se asomaban desde la oscuridad a espiar el interior iluminado de las recámaras. Los chaneques enanos, infantiles, malos, con sus risas chiquitas y su candil en la mano.

Pero ni el llanto de la monja ni las burlas de los chaneques podían contra Alicia, porque su padre, don Félix Rovira, tenía una cama pequeña al lado de la suya en la alcoba matrimonial para que ella pudiera pasarse a medianoche cuando la despertaran los miedos.

– Papá, ya llegaron los chaneques a jalarme el pelo -le decía a don Félix y él la acompañaba hasta que se volvía a dormir. Pero quienes de verdad se habían aparecido en sus pesadillas, eran la Señora de los Dolores y las piernas y los brazos de los obreros de Río Blanco.

Tres puntos altos y uno al aire, cerrando la vuelta por un punto raso: muchas horas pasaba Alicia con sus dos hermanas tejiendo en puntada de espuma el encaje de rosas y ruiseñores de su vestido. Se sentaban las tres en un círculo cerrado, íntimo, sobre taburetes turcos. Se burlaban de la gran sábana con un ojal abierto en el centro que Alicia usaría en su noche de bodas para que Ramón no la viera desnuda. Se reían bajito, cuchicheaban, una metía el dedo por entre el ojal y le tocaba la mejilla a la otra:

– Cuclí, cuclí, ¡mira quién está detrás de ti!

Las tres muy juntas, cómplices clandestinas, tapándose la boca para que no se escaparan las carcajadas, repitiendo, como si fuera un trabalenguas, las palabras que les enseñaban a las novias en las pláticas de preparación al matrimonio, esto que hacemos, Santo Señor, no es por vicio ni es por fornicio, sino por hacer un hijo en tu santo servicio -a ver quién podía decirlo más rápido-, por hacer un servicio en tu santo fornicio. El santo vicio de tu santo hijo. Vinicio, fornijo, santo sernijio.

La madre, doña Petra, se santiguaba al oír las herejías. Luego se acercaba, se entretenía con la charla, rompía la distancia arriesgando una opinión:

– Si alguna vez, Dios no lo quiera, un hombre las va a violar y ustedes tienen una pistola al alcance de la mano, ¡péguense un tiro y mátense antes de permitir que las deshonren!

Ellas reían:

– Estás loca, mamá, mejor pegarle el tiro al hombre.

Tomaban la hebra cuatro veces y la clavaban en el arco. Se turnaban entre las tres la costura, pero Sarita tenía la puntada más apretada que Alicia y Esther la tenía más suelta, así que los ruiseñores del vestido de novia quedaban una veces grandes y picudos, otros chicos y alones, y su madre las obligaba a deshacer y repetir. Una vez comían chocolatines con licor de cereza mientras bordaban y mancharon el encaje. A escondidas de doña Petra lo lavaron con sal y agua oxigenada.

Cerraban tres bucles y hacían tres puntos al aire, mientras oían los consejos domésticos de su madre:

– Para los cólicos de estómago, acuérdate de esto. Si cuando estés en Clipperton se te acaba el Elíxir Paregórico, reemplázalo con una agüita de hueso de aguacate hervido durante quince minutos.

Ellas se reían:

– ¡Si antes que el Elíxir se van a acabar los aguacates!

Un punto al aire, cinco puntos bajos, otro punto al aire, mientras se acercaba la fecha del casamiento. Un día llegó a Orizaba un mensajero con un largo collar de perlas grises que Ramón le enviaba a su novia desde el Japón. Toda la vecindad se enteró de la noticia y pasó por la casa a conocer la alhaja. Alicia, encantada, se la puso al cuello y salió al patio a hacer vueltacanelas y marometas con los hijos de las sirvientas.

Así transcurría su vida. Bordaba su vestido blanco y aprendía a guisar arroz, ni mazacotudo ni salado, sobre la gran cocina de carbón. Cuando nadie se daba cuenta se encerraba a solas a leer y releer las cartas de su enamorado, a contestarlas con notitas sobre papel de esquela, tomándose el mayor cuidado para emparejar su letra de minúsculas redondas y de grandes y floridas mayúsculas.

Antes de escribirle repasaba las noticias, las cosas importantes que habían ocurrido en Orizaba durante su ausencia. A una india embarazada que traía tortillas y totopo para vender en el mercado la embistió una vaca que le clavó un cuerno en el vientre. La mujer gritaba y sangraba pero seguía viva y Alicia ayudó a llevarla al Hospital de Mujeres donde la salvaron, a ella y a la criatura. Otro día descubrieron y ahorcaron al sátiro del barrio Santa Anita, que violó a quince muchachas, les contagió el mal francés y las preñó a todas.

Al final Alicia descartaba esas historias porque a Ramón no le iban a interesar y se limitaba a declararle su amor, como en aquella postal en inglés, que años después de la tragedia aparecería reproducida en el libro sobre Clipperton del General Francisco L. Urquizo, y que dice exactamente así, por una cara,


Señor

Ramón Arnaud

Acapulco


Y por la otra,


I never forget you

and I love you with

all my soul, Alice.

Orizaba, junio 14 de 1908.


Una raya en tinta violeta arranca de la e de «Alice», baja hacia atrás y se enrosca en la última «a» de «Orizaba». Tres puntos bajos, repetir un espacio vacío y seis espacios rellenos, cerrar la vuelta y cortar el hilo.

Ciudad de México, hoy.

– No, no es cierto, el vestido de novia no lo bordó ella -me dice la nieta de Alicia, señora María Teresa Arnaud de Guzmán, y cita su libro de memorias familiares, La tragedia de Clipperton, escrito en México en 1982: «El traje nupcial de Alicia ha llegado de Europa, es muy elegante; por varias semanas ha estado expuesto en los aparadores de Las Fábricas de Francia. Su boda se acerca.»

– Cómo no he de saberlo yo, que conozco al milímetro la vida de mi abuela, que veo por los ojos de ella. ¿Quiere más detalles sobre ese vestido? Se lo encargaron a los señores Chabrand, dueños de la mejor tienda de Orizaba, que se llamaba Las Fábricas de Francia, y ellos telegrafiaron a París mandándolo pedir. Muchos años después, cuando yo me iba a casar -mi marido es ingeniero de aguas- dije que quería hacerlo con el traje de novia de mi abuela Alicia. Me contestaron que estaba loca, que no me iba a caber, si ella era una niña cuando contrajo matrimonio, pero yo seguía porfiada y lo saqué del baúl donde estaba guardado con naftalina. Hasta el último momento me decían no te encapriches que no te va a entrar, y sin embargo me entró como por encanto, me cerraba preciso. ¡Éramos exactamente de la misma talla, la misma cara y el mismo cuerpo, ella y yo! -dice la nieta, sentada en un sillón pesado de madera estilo colonial mexicano en la sala de su residencia de la colonia San Ángel en ciudad de México. Su pelo blanco, que denota visita reciente al salón de belleza, enmarca una cara de muñeca: perfectas las facciones, levemente hendido el mentón, luminosa la piel a pesar de los cincuenta años.

– Todos en la familia reconocen que soy idéntica a mi abuela. Hasta usted que no me conoce y que nada sabe de nosotros me ha llamado un par de veces Alicia, siendo mi nombre María Teresa. Aunque ella murió mucho tiempo antes de que yo naciera, hay entre nosotras dos un nexo profundo, más allá de lo racional. Yo no puedo dejarla olvidada. Su martirio y su valor fueron intensos, pero hoy eso no lo reconoce nadie.

A través de los ventanales interiores de su casa se ve el jardín meticulosamente cuidado. En medio de la sala, sobre una mesa, hay un florero de cerámica de Talavera y en él cinco plumas negras. Hay una cajita de cristal con varios caracoles dentro.

– Son plumas de los pájaros de Clipperton, son caracoles de las playas de Clipperton. ¿Le sorprende? Mi casa es un verdadero santuario de la isla; he guardado durante años los artículos que han aparecido sobre ella en los periódicos y revistas del mundo entero. Conservo las cartas de mi abuelo y la ropa de mi abuela. Tengo muestras de la tierra de Clipperton y de sus aguas, soy química de profesión. Eso me lo trajeron, porque yo nunca he estado allí. Desde que escribí mi libro sobre la isla me topé con mi destino, supe que mi misión en la tierra es hacer que esa historia, que es mi propia historia, se conozca. El libro lo vendo aquí en mi casa o en la oficina de mi esposo, que es, como le dije, ingeniero de aguas. Todas las semanas doy conferencias sobre Clipperton. Me invita la Armada, tengo amigos allá. Cada conferencia es para mí un enorme desgaste psicológico, emocional, porque a medida que hablo revivo la tragedia, la vivo en carne propia. Llego a mi casa pesando uno o dos kilos menos, tengo que guardar cama un par de días para reponerme.

En ese momento su esposo desciende por las escaleras. Es un hombre bajo, de gafas, y lleva la gabardina colgada del brazo. Sale para su oficina, saluda con cortesía y la mira a ella con ternura, con admiración. Luego se retira.

– ¿Vio cómo me mira? Me colabora en todo, ha sido el más grande difusor de mi libro, pero a veces se preocupa porque piensa que voy demasiado lejos. Aterriza mujer, me dice, vuelve a la realidad. Y yo le digo que mi realidad no es esta, mi vida no está aquí sino en Clipperton, porque por esa isla vivo y muero.

María Teresa sale hacia la cocina a traer café. Sobre la pared del comedor hay un gran retrato de ella, las manos sobre el regazo, vestido strapless de muselina blanca que deja al descubierto los hombros igualmente blancos, mirando de frente sin sonreír. Sobre un aparador de caoba, en un marco de plata, una foto de su abuela Alicia. Son, realmente, muy parecidas.

Entra María Teresa con el café sobre una bandeja. A diferencia del vestido del cuadro, el que lleva ahora es rigurosamente cerrado hasta el cuello y hasta las muñecas, color morado semana santa. No tiene puesto ningún anillo, pero sí unos aretes de oro, vistosos, y una cruz también de oro sobre el pecho.

– La gente dice que soy porfirista, como lo fue mi abuelo, que peleó en el ejército federal de Porfirio Díaz. Es verdad que añoro el pasado y que la política de ahora no me interesa. Pero no soy retardataria. Qué paradojas arrastra cada quién. Mire, mi abuelo que en realidad era francés, hijo de franceses, entregó su vida porque México no perdiera una porción de su suelo, y hoy, después de muchas vueltas, ese trozo de patria está justamente en manos de Francia. Por eso, porque su sangre está de por medio, mi familia no tiene descanso, no podrá tenerlo hasta que Clipperton vuelva a ser mexicana.

El portón de su casa tiene a los dos lados vidrieras color ámbar. Iluminada por la luz que pasa a través de ellas, María Teresa Arnaud de Guzmán se despide, y advierte:

– ¿Así que usted se va a meter con Clipperton? ¿Quiere de veras seguirle el rastro a su tragedia? ¿Quiere honestamente comprender todo el amor, todo el abandono que hubo en esa roca inhóspita en medio del Pacífico? Tenga cuidado, oiga lo que le digo. Clipperton no siempre se llamó Clipperton, su nombre originario fue Isla de la Pasión, y quien la bautizó así supo bien por qué lo hacía. Quien se mete con ella sufre. Detrás de ella hay un mar de dolor.

La señora María Teresa de Guzmán, nieta de los Arnaud de Orizaba, sale a despedirme a la puerta de su residencia de la colonia San Ángel. Se para al lado de la vidriera. La luz que se filtra le da un tono extraño, alabastrino a su piel. Dice todavía unas palabras más.

– Le aclaro una última cosa: mi abuela y sus hermanas sí bordaron en los meses anteriores al matrimonio, le dedicaron muchas horas a eso. Pero no un vestido de encaje, eso no. Bordaron los blancos para la casa de la isla, sábanas, toallas, manteles, servilletas. Bordaron hasta la famosa sábana santa, con ojal y todo, que se usaba entonces para consumar el matrimonio. Hicieron verdaderos primores y les pusieron las iniciales de la novia, A. R. de A. De ahí viene su confusión. Por cosas como esa mi padre y yo no queremos que nadie distinto a nosotros mismos cuente nuestra historia. Hablan de lo que no saben, difunden versiones que no son.

Orizaba, hoy.

Sentada en la cocina de la Pensión Loyo, Alicia Arnaud recuerda el collar de perlas grises que su padre le envió a su madre desde el Japón:

– Recuerdo a mi mamá con su collar puesto. Le gustaba acariciarlo mientras hablaba de papá, mientras nos contaba todo lo que había pasado. No sé quién lo tenga ahora. Cuando ella murió, a nosotros nos recogió la tía Adela Arnaud, hermana de mi padre. Si no hubiera sido por ella, habríamos ido a parar a un asilo. Nunca supimos qué fue de las cosas de mamá, de las que dejó cuando murió. No sé quién pueda tener ese collar, pero lo recuerdo como si lo estuviera viendo.

En medio de la historia de Clipperton, el collar de perlas grises, además de su peso afectivo, cobra también cierta significación política: es el único testimonio que queda del viaje de Ramón Arnaud al Japón. Que se sepa, él no le comentó a nadie el propósito de dicho viaje, ni dejó informes escritos.

– Nunca supimos a qué fue. Yo creo que no le contó ni a mi mamá -dice Alicia Arnaud viuda de Loyo.

El propio Porfirio Díaz le había encomendado la misión, y se había tomado el trabajo de entrevistarse personalmente con él. El viaje se llevó a cabo en 1907, inmediatamente después de que Arnaud fuera designado gobernador de Clipperton. Por esa época las relaciones entre Japón y México se fortalecían. En la ciudad de México las japonerías se pusieron de moda, cundió el furor del yudo, los poetas compusieron odas al bambú y las señoras compraron sombrillas y abanicos de seda.

Mucho se hablaba por entonces de un tratado secreto entre México y el Japón. Se decía que Japón le declararía la guerra a los norteamericanos para asegurarse la supremacía sobre el Pacífico y que México sería su aliado. Es posible que dentro de ese acuerdo, Clipperton, por su ubicación, fuera un punto estratégico. Por otro lado, es posible también que el muy mentado tratado secreto entre México y Japón no fuera más que un chisme. Es decir, una maniobra de distracción del gobierno alemán, que buscaba matar dos pájaros de un tiro, enfrentando entre sí a sus dos principales enemigos, Estados Unidos y Japón. Regar la historia del plan siniestro para tomarse el Pacífico fomentaba la paranoia del «peligro amarillo» que atormentaba a los Estados Unidos.

O sea que puede haber otra explicación factible: que Arnaud hablara poco de su viaje, y que no dejara registro de éste, no por el carácter secreto y trascendental de su contenido histórico, sino por todo lo contrario. Simplemente por la banalidad del episodio. Por ejemplo, pudo ser que Ramón fuera a Tokio en calidad de traductor para asuntos de diplomacia formal. O a llevarle al emperador del Japón una porcelana de Sèvres como regalo de Porfirio Díaz. Y que Clipperton nunca fuera punto estratégico para nadie, salvo para los pájaros que depositaban allí su guano.

Fuera decisiva o nimia, esa ficha del rompecabezas se ha perdido irremediablemente. No se sabe nada de lo que fue a hacer el teniente Ramón Arnaud al Japón, salvo por una sola cosa: desde allá le envió un collar de perlas grises a su prometida.

Orizaba, 1908.

El día 24 de junio amanecía tibio en el atrio del Templo Parroquial y un sol recién nacido secaba las lajas de piedra encharcadas por la lluvia nocturna. El vapor que se desprendía del suelo, las brumas de la madrugada y el incienso que de tanto en tanto se escapaba del interior desdibujaban la fachada de la antigua iglesia de la plaza, dándole un contorno movedizo y lechoso.

A las seis y cinco apareció Alicia, flotando en la espuma blanca de su vestido de novia y arrastrando una nube de tul. Del brazo de su padre, se encaminó desde la reja de fierro hasta la puerta de entrada y luego, escalón por escalón y paso a paso, hasta el altar mayor. Allí la esperaba Ramón, empacado en su uniforme de gala. A su lado, la figura más sólida, más voluminosa, de su madre doña Carlota, ataviada de negro.

Alicia quedó encandilada por los miles de cirios prendidos, por las llamitas que se multiplicaban en la lámina de oro de los tallados altares de cedro. La asaltó la abrumadora presencia de las flores. Los santos, los nichos, las naves y los rincones, los bordes de los bancos, el púlpito, la iglesia entera reventaba de flores. Toda la gama de los colores y los olores, acaparando el aire disponible. Se sintió ahogada, se mareó un poco, cerró los ojos, dejó que el oxígeno le entrara despacio, se concentró en el olor. A pesar del incienso, pudo discriminar la dulzura de los jazmines, el tinte ácido de las margaritas, el vaho adormecedor de las gardenias, el aliento doméstico de las rosas, y muy escondido, casi imperceptible, el encanto venenoso de las orquídeas.

La atmósfera recargada la envolvía, la atontaba, la apartaba de la realidad.

Abrió los ojos y respiró profundo, y poco a poco pudo enfocar las imágenes borrosas. Se fijó en una, la del extraño que estaba rígidamente parado a su lado. Lo miró con asombro, como si viera por primera vez su fino bigote, sus pestañas de muñeco, sus redondos ojos absortos, su pelo disciplinado con brillantina y partido en dos por una raya precisa. Él, Ramón, el extraño con quien viviría por el resto de sus días, volteó a mirarla y le sonrió. A pesar de provenir de esa cara ajena, la sonrisa fue cálida y familiar, y a Alicia le devolvió el contacto con la vida.

«Lo conozco poco pero lo quiero», pensó Alicia, ya repuesta de los ahogos, y se ocupó en arreglar el velo de tul en torno a sus pies. En realidad se conocían desde niños y habían sido novios desde adolescentes, pero no habían tenido oportunidad de estar solos, de conversar a sus anchas hasta quedarse sin tema, de tocarse, de acercarse, de escudriñar los rincones y los vericuetos del alma del otro. En el transcurso de los últimos siete años Ramón había estado ausente, cumpliendo con sus deberes militares. Una o dos veces por año obtenía licencia para ir a Orizaba, y esas visitas, que podían durar unos días o unas semanas, las dedicaba a dormir todas las siestas atrasadas, a dejarse alimentar y consentir por su mamá y a cortejar a su novia.

Un noviazgo en Orizaba -pueblo santurrón y retorcido, lleno de chismes y de miedos- no era mucho más que sobremesas en familia, ramos de rosas, partidas de croquet, besos en la mano y paseos por la Alameda. Hay testimonio, por ejemplo, de que cuando la relación se formalizó y se hizo pública, los dos enamorados empezaron a salir tomados del brazo, a pasear. Así consta en un manuscrito inédito hecho por un paisano y amigo de la familia de Alicia, don Antonio Díaz Meléndez, titulado Orizaba de mis recuerdos.

En él no se habla de las calles con montes de basura donde husmeaban los cerdos, de las oscuras sacristías donde los curas exorcizaban a golpes a los epilépticos ni de las esquinas céntricas que los pobres utilizaban como retrete. Pero sí se mencionan, con nostalgia, las perdidas bellezas de Orizaba, los prados bien cuidados y los frescos árboles de la Alameda, la fuente con juegos de agua, las familias distinguidas reunidas los domingos en el kiosko de la plaza central, después de asistir a la misa de once, para escuchar el vals Sobre las olas, interpretado por la Banda Militar Municipal. Don Antonio relata que un buen domingo, en medio de las retretas y del plácido ir y venir, vio acercarse a una muchacha hermosa, «tocada con un elegante sombrero, vestida hasta la orilla de una reluciente bota de charol, con un discreto escote como la moda de aquellos días imponía. Era la señorita Alicia Rovira del brazo de un apuesto militar a quien me presentó como su novio. Era el capitán Arnaud, a quien por primera y última vez vi, dejándome grata impresión su amena conversación y las atenciones que como enamorado le prodigaba a la simpática Alicia».

Una vez mientras caminaban así, emperifollados y compuestos, unos cuantos pasos adelante de sus padres, hermanos y primos, Alicia paró en seco y le dijo a Ramón:

– Yo quisiera que además de enamorados y esposos, un día pudiéramos ser amigos, tú y yo.

Ramón la miró sorprendido. Estuvo callado un rato y después le contestó:

– Yo también quisiera. Pero eso será cuando vivamos solos. Por ahora, frente a tanto público, a duras penas podemos ser novios de folletín.

Llegó el momento de acordar fecha para la boda e iniciar los preparativos. Ramón ya no era ni niño decente pero sin dinero, ni militar pero deshonrado y desertor. Ya tenía carrera y futuro -extraño y azaroso, pero futuro al fin- para ofrecerle a su prometida, así que una noche venteada fue a pedir su mano. Llegó con su madre, doña Carlota, a casa de Félix Rovira y de su esposa Petra, los padres de Alicia, quienes los atendieron con jerez y aceitunas. Don Félix se deshizo en galanterías y chistes finos y fue pomposo y cortés al brindar por el próximo enlace. Nadie supo que tenía los ojos hinchados y la nariz colorada porque durante las horas anteriores a la visita se había encerrado en su biblioteca a desahogarse en una rabieta de despecho, que había llorado y que había tirado al suelo, en medio de un arranque de celos paternos, tomo tras tomo, buena parte de la Enciclopedia británica.

Se mandaron imprimir las participaciones y las invitaciones en cartulina color té. Se programó un desayuno para después de la boda con chocolate a la francesa, longaniza y morcilla preparadas por don Félix, que era gallego, y canapés surtidos, con la famosa mayonesa de doña Carlota.

Había llegado el día, y ahora la ceremonia del matrimonio se acercaba a su fin sin más contratiempos que la sensación colectiva de falta de aire. Alicia seguía todos los detalles y los registraba en su memoria, donde quedarían grabados para siempre: el gran brillante de doña Carlota, que Ramón había engastado en la argolla de compromiso y que ahora disparaba diminutos arcoiris desde su mano de niña; el peso en los lóbulos de sus orejas de los aretes compañeros al anillo; las hostias de la comunión sostenidas por los dedos regordetes del sacerdote; la nostálgica expresión en la cara de su padre, que todos, menos Alicia, interpretaron simplemente como emoción; el timbre agudísimo, suprahumano, de la voz que desde el coro entonaba el Avemaría; la sonrisa beatífica de Ramón, que soñaba con reponer el ayuno con las morcillas y el chocolate. Y por encima de todo, impregnándolo todo, el olor denso, compacto, que despedían las flores.

En el momento culminante, el de la bendición final, Alicia miró las plumas negras del prominente sombrero de su suegra. Le molestaron, le parecieron señal de mal augurio, y contrajo involuntariamente la cara en un mohín. Como si hubiera oído lo que pensaba, Ramón se agachó hacia ella y le susurró:

– Le advertí a mamá que no se pusiera ese gorro de pajarraco, porque te iba a asustar.

Orizaba, hoy.

Vengo a Orizaba a buscar vestigios de aquella boda. Es una pequeña ciudad, opaca y sin gracia. En la Pensión Loyo -casa de doña Alicia Arnaud viuda de Loyo- encuentro una de las participaciones. Impresa en cartulina color té, doblada en cuatro, trae su mensaje por partida doble, según se acostumbra:


Félix Rovira y Petra G. de Rovira

participan a Ud. el próximo

enlace de su hija Alicia

con el Sr. Ramón Arnaud


Carlota Vignon vda. de Arnaud

participa a Ud. el próximo enlace

de su hijo Ramón con la Srita.

Alicia Rovira


Según los biógrafos de los Arnaud (la nieta, María Teresa Arnaud de Guzmán y el general, Francisco Urquizo), la boda se celebró el 24 de junio. Sin embargo, la tarjeta de invitación contradice ese dato: «…tiene el agrado de invitarlo a la ceremonia eclesiástica que tendrá verificación el 24 del actual», dice, y aparece fechada en «Orizaba, julio de 1908». Se casaron, pues, en julio, y no en junio. No es la primera vez que el calendario de sus vidas se confunde, ni será la última ocasión en que el tiempo los enrede en jugarretas.

En su manuscrito Orizaba de mis Recuerdos, don Antonio Díaz Meléndez dice que tras la ceremonia religiosa «se dirigieron al Hotel Francia en donde se sirvió el acostumbrado chocolate de bodas».

Vengo a conocer este hotel, que todavía existe. Por entonces fue, según me dicen, el centro social más prestigioso de la ciudad. Hoy es una ruina. El letrero que lo presenta como Gran Hotel de France tiene varias letras caídas, están a medio desprender los azulejos que cubren las paredes y sus cincuenta y nueve habitaciones están indefinidamente cerradas, «por reparaciones». De sus épocas de grandeza sólo queda como recuerdo un achacoso huésped, un español que llegó a México huyendo de alguna guerra, se hospedó allí desde entonces y la administración no pudo deshacerse de él cuando clausuró el hotel, así que todavía deambula por sus balcones ya sin barandas y por sus patios de fuentes secas, maldiciendo de la humedad y de la artritis.

Sin embargo, a pesar del tiempo y de los destrozos, en el Gran Hotel de France aún se pueden percibir huellas de la boda de Ramón y Alicia. Han quedado impresas en el espacioso salón donde fue el comedor, en medio de los andamios que sostienen vigas carcomidas, de las manchas verdes que devoran paredes, de los maltratados restos de vitrales art-nouveau. Cada vez que el viento se cuela, hace flotar los fantasmas de aquella fiesta de matrimonio: levanta blancas polvaredas de escombros que bien pudieron ser chubascos de arroz, azúcares de pastel, velos de novia…

Pero no. Parece que aquí también hay un error. A pesar de lo que asegura don Antonio, es improbable que el desayuno se haya llevado a cabo en el hotel. Al menos la nieta dice otra cosa en su libro. Ella sostiene que fue en casa de los padres de Alicia.

Conociendo a Orizaba no como era entonces, sino como es hoy día, Ramón y Alicia resultan inconcebibles, inimaginable su bucólico noviazgo. Trato de visualizarlos cruzando estas calles congestionadas de automóviles y envenenadas de contaminación, y parándose en las actuales aceras -estrechas, sin árboles y con alcantarillas destapadas- a saludar a los amigos, a hacerle venias a los conocidos y a sonreírle a los extraños. Quiero, y no puedo, verlos tomando el té, modosos y solemnes, en la rechinante mediocridad del hotel Alvear, recientemente construido, con sus dos estrellas, su lobby de espejos esmerilados, sus muebles de peluche sintético y el letrero que reza «Aceptamos Diners y American Express».

Ramón y Alicia, pálidos y antiguos, en ese anodino amago de ciudad que es la Orizaba de hoy… No quiero imaginarlos al toparse, en medio de los autobuses que rugen por la Avenida Oriente, justo enfrente a la tienda Te-Ca, «Primera Boutique de Herramientas», con un discreto monumento donado hace cinco años por el Club de Leones.

El monumento tiene en la parte superior el busto en bronce de un oficial mexicano con casco prusiano, y sobre el costado una patética placa que representa a ese mismo oficial, ahora de cuerpo entero, agarrando de la mano a una mujer y tres niños, los cinco al borde de un mar arrebatado y bajo nubes tormentosas, descalzos y con la ropa en jirones. Debajo, en una placa más pequeña, ellos habrían leído estupefactos sus propios nombres y conocido la fatalidad de su destino, tal como aparece registrado en la inscripción:


Capitán Ramón Arnaud Vignon

quien en compañía de su esposa, la heroína

Alicia Rovira, exponente de las virtudes de

la mujer mexicana, mantuvo la soberanía

de México en la Isla de la Pasión hasta

perder la vida el 7 de octubre de 1914.

Clipperton, 1917.

H. P. Perril, capitán del cañonero norteamericano U.S.S. Yorktown, nunca en su vida había tenido que ver con Clipperton. No sentía curiosidad por ese sitio. Por el contrario, le suscitaba un profundo desinterés y hasta una vaga sensación de malestar. Sin embargo, pese a su voluntad, la isla se le convertiría en un lugar señalado. Llegó, desde su base naval en California, por una casualidad en la ruta, y una veleidad del destino hizo que llegara, además, en el momento preciso. Ni un minuto antes, ni un minuto después.

Él mismo, de su puño y letra, quiso dejar constancia de esa historia, que consideró sin par en su larga vida de marino y que, según le comentaría a los suyos al volver a su casa en California, «llevaba a Robinson Crusoe atado al mástil». Quería decir que las desventuras del náufrago legendario parecían un primer capítulo de las que él, con sus propios ojos, había visto padecer a las víctimas de Clipperton.

Cuando todo hubo terminado, el capitán dedicó entera la noche del 18 de julio de 1917 a relatar con exactitud los hechos recién acaecidos. Le había tocado en suerte ser testigo y actor, juez y parte. Se quedó despierto en su camarote hasta la madrugada, escribiéndole una larga carta a su esposa Charlotte. Cada tanto hacía pausas y se quedaba absorto en la frialdad metálica con que la luna se reflejaba en el mar. Debía domar el tumulto de los recuerdos de ese día, para que al registrarlos no atropellaran su prosa medida y precisa. «Pues bien -le decía a su mujer- esta noche tengo algo verdaderamente interesante para contarte».

Veinticuatro horas antes hubiera asegurado que de un recorrido tedioso como el que estaba haciendo por aguas mexicanas, sólo perdurarían unas cuantas líneas rutinarias en la bitácora. Y sin embargo habían ocurrido cosas extrañas. Tan extrañas que al inconmovible capitán Perril le habían llegado al corazón, y hacían que le temblara la mano cuando le escribía a Charlotte: «… es algo que yo recordaré mientras permanezca vivo. Confío poder relatártelo a ti de tal manera que tú y los niños también lo valoren».

Estaba dispuesto a contarle todo a su esposa, en detalle. Pero le suplicaba paciencia. Le recomendaba que leyera sin premura, porque el meollo no vendría sino hasta más tarde: «Con el fin de que yo pueda desarrollar mi relato en el debido orden cronológico, voy a cubrir primero los aspectos menos importantes.» Por no hacer caótica una historia ya de por sí confusa, no podía abordar lo central todavía. Más adelante. Si ella tenía paciencia para esperar.

Océano Pacífico, 1908.

Alicia miró de reojo su reflejo en la claraboya y no le gustó lo que vio. Dos días antes, en el momento de embarcar, su largo pelo castaño se sostenía en una moña alta con un bucle relleno que le enmarcaba horizontalmente la frente. Era un peinado adulto y anticuado que rechinaba contra su cara de niña, pero ella, que opinaba otra cosa, se lamentaba porque se había zafado con el viento. Sobre sus hombros caían los mechones, sin orden y apelmazados de sal. Unas ojeras azules como las que había tenido cuando le dio la rubéola oscurecían su piel luminosa. Sus facciones, mínimas y perfectas, se engrosaban y distorsionaban al repetirse en la concavidad del cristal.

El 27 de agosto -un mes después del matrimonio- Ramón y ella habían zarpado hacia Clipperton a bordo del Corrigan II, un buque de gran calado, cañonero de la armada mexicana. Abajo, en las bodegas, iba la parafernalia necesaria para convertir esa isla estéril en un lugar habitable: costales de tierra negra para hacer una huerta y semillas de verduras; un enorme abastecimiento de grano y frutas, incluyendo varias gruesas de cítricos; herramientas; telas y máquinas de coser; fusiles, machetes y otras armas; una bandera mexicana de seda verde, blanca y roja y con el escudo bordado por las monjas con hilos de plata; cerdos y gallinas; kilos de carne cecina de Oaxaca; medicamentos y tratados de primeros auxilios; plantas en macetas; carbón y otros combustibles; cuadros y fotografías de familia; un recibidor austríaco; mecedoras de mimbre hechas en Acapulco; una mandolina; un fonógrafo y los discos de moda; el juego de cepillos de plata y crin de caballo para el pelo de Alicia; un par de canarios en su jaula; golosinas, libros y periódicos, y en un baúl de cuero, cuidadosamente empacado con bolitas de naftalina, el vestido de novia con sus dieciocho metros de encaje.

Junto con la pareja viajaban los once soldados que conformarían la guarnición bajo el mando de Arnaud, acompañados por hijos y soldaderas. Para todos ellos había sido destinado un espacio reducido y bochornoso al lado de la sala de máquinas, donde sus jergones sólo cabían si se extendían uno contra otro. Antes de que los atacara el mal que los descompuso a todos, se encerraron allí, en la penumbra, a apostar su última paga a los albures de los dados y las barajas.

Alrededor de ellos, las soldaderas revoloteaban como gallinas. Sudorosas, gritonas, recias de pellejo, de melena brava, oliendo a humo y a almizcle de hembra. Todas, jóvenes y viejas, se igualaban en una misma edad indescifrable. Con sus voces curtidas -de corneta, de tiple cómica, de ganso- enhebraban rezos con blasfemias, arrullos y ternuras con maldiciones y groserías. A codazo limpio se peleaban por un lugar para descargar sus únicas pertenencias sobre esta tierra: un atado de sarapes y trapos, un metate para moler el maíz y una olla para cocer los fríjoles. Habían subido al barco detrás de sus hombres -de sus Juanes- sin saber a dónde se dirigían. Pero antes se habían tomado, como siempre, unos tragos de agua hervida con pólvora. Era lo que les daba la resignación y el coraje para corretear por los campos de batalla sin otra preocupación que tener lista la comida de sus machos cuando terminara la balacera.

Comparado con el hueco donde viajaban los subalternos, el pequeño camarote de los Arnaud era un lujo. Tenía dos literas, jarra, palangana y espejo para el aseo, y contaba con comodidades que en un barco de guerra son exclusivas del capitán, como perchero y mesa de trabajo. Alicia pasó allí las primeras horas encantada, arreglándolo como si fuera una casa de muñecas. Era su primer viaje marítimo y Ramón le aconsejó tomar precauciones contra el mareo, como comer sólo pescado blanco sin condimentos, atole y agua de limón. A pesar de eso, el tercer día durmió hasta tarde y se despertó desasosegada, ahogada por el encierro del camarote. Hacía horas Ramón no estaba allí. Ella se apresuró a levantase y a salir, subió por la escalinata que conducía a cubierta y fue en algún punto del trayecto cuando la sorprendió su mal semblante reflejado en una claraboya.

Cuando por fin salió a la luz del día encontró un horizonte encapotado y tan cercano que parecía tocarse con la mano. Entre el agua y el cielo sólo quedaba para los hombres una franja estrecha, donde se concentraba una temperatura de altos hornos. La brisa había parado caprichosamente en seco y unas olas pequeñas pero bruscas, malintencionadas, sacudían el barco sin clemencia. Un olor inconfundible asaltó sus narices. Era acre y orgánico. Era olor a vómito. El mareo había cundido, como bautizo implacable para ese grupo de gente que por primera vez se aventuraba en el mar. Alicia vio soldados, soldaderas y niños que deambulaban transparentes y desencajados, y en medio de la visión desoladora, oyó de nuevo, por centésima vez durante la travesía, la voz infantil que repetía la cantinela inverosímil:

– Sol, solecito, caliéntame un poquito, por hoy por mañana, por toda la semana, sol, solecito…

El calor endemoniado rajaba los cráneos y el maderamen haciendo que en las cabezas de la gente zumbara la fiebre y que en el piso de la embarcación fuera posible freír un huevo. Sin embargo el niño había canturreado justamente eso todo el viaje, sol solecito caliéntame un poquito, sentado sobre una banca, los ojos inmensos mirando a ningún lado, calado hasta las orejas el bonete marinero de piqué blanco, bamboleando en el aire los botines color chocolate rabiosamente amarrados con largos cordones.

En la quietud del aire hirviente su vocesita de ave retumbaba llenándolo todo. Era un suplicio mínimo pero sostenido, como la gota de agua sobre la cabeza de un preso. Alicia quiso alejarse y en cambio se sentó cerca, como atada por una pequeña fatalidad, y se dedicó a repasar las formas de hacerlo callar. Como si eso fuera lo decisivo, como si en ese niño con botines y bonete, exactamente en su voz, más precisamente en el peculiar timbre de su voz, estuviera el epicentro del calor, del mareo colectivo, de la sofocante sensación de malestar. ¿De quién sería hijo? ¿Dónde estaría su padre, para que le pegara un tirón de orejas? Con los nervios crispados y el humor hirsuto, Alicia concibió formas crueles de callarlo. Se acordó de unos pellizcos que le daban a ella las monjas del colegio, sor Carola o sor Asunta, que aparecían como sombras y de repente, sin saber cuándo, ahí estaba el dolor en el brazo, agudo y breve como picotazo de gallina. Nunca pellizcaría a ese niño, pero amansaba sus nervios imaginando que sí lo haría.

Sintiendo que también su organismo llegaba al límite de la resistencia, Alicia se inclinó sobre la borda. Buscaba un viento improbable que le despejara el vahído de la boca del estómago. Se puso a mirar el océano Pacífico. Hervía denso y gris, y soltaba un tibio vaho de sopa. «Si lo sigo mirando me descompongo yo también», se dijo, y volvió la espalda para no ver las espumas y los borbollones del agua espesa. Se percató entonces de la presencia de su esposo a unos metros de distancia.

El capitán [1] del ejército mexicano Ramón Arnaud se doblaba penosamente sobre la borda sacudido por las arcadas, arrojando al mar los últimos líquidos amarillos de su estómago. No era un marino, era un militar, un lobo de tierra firme. Los rudos años de tropel por los cuarteles lo habían hecho resistente a las calamidades terrenales, pero no sabía cómo defenderse de los embates del mar. Seguía vomitando aunque ya lo había arrojado todo y en cada espasmo conocía un rincón del infierno, cuando sus entrañas pugnaban por salirse y sentía que iba a quedar dado vuelta, como un guante. Su uniforme de dril estaba manchado y desabrochado y su rostro, empapado de sudor frío. Sin embargo su pelo, inmovilizado por la brillantina y ajeno a las violentas sacudidas del resto del cuerpo, permanecía ordenado y marcial sobre su cabeza, perfectamente recta y nítida la raya al centro. Ella lo vio atildado a pesar de su descompostura, solemne en medio de su desolación. «No se despeina ni cuando vomita», pensó Alicia, y se le fue el mal humor.

En ese momento, milagrosas ráfagas de viento fresco empezaban a barrer la cubierta y a golpearle la cara a los estragados pasajeros. El aire limpio, sano, les renovaba los pulmones y les sedaba el estómago, calmándoles la moridera. Una gaviota sobrevoló sonsamente el barco, anunciando la cercanía de tierra. Como por encanto las aguas se aquietaron y el mar, recuperando su estado líquido, brilló liso y dorado. La colectiva pesadilla intestinal se disipó, y el niño de la voz de pájaro hizo silencio.

Hombres y mujeres alzaron la cabeza y la vieron a distancia: ante sus ojos aparecía, blanca, refulgente y yerma, la silueta de la isla de Clipperton. Era el día 30 de agosto de 1908.

Clipperton, 1917.

En la mañana del 18 de julio de 1917, el capitán norteamericano H. P. Perril vio la isla de Clipperton por primera, y también por última vez. Jamás puso pie en ella, pero la observó detenidamente con un catalejo desde su barco, el U.S.S. Yorktown. La recorrió en circuito completo -por fuera de la barrera de arrecifes, a prudente distancia de ellos- exactamente en una hora, y constató que tenía alrededor de cinco millas (ocho kilómetros) a la redonda. «La isla de Clipperton -escribió- es un atolón peligroso, bajo, de aproximadamente dos millas (3.2 kilómetros) de diámetro.»

Un atolón es una asombrosa formación anular, con agua en el centro y agua alrededor. Un anillo de tierra con una laguna en medio, en medio, a su vez, del océano. En algún momento de su prehistoria, Clipperton habría sido una montaña volcánica rodeada por una poderosa corona de arrecifes coralinos. La montaña se fue hundiendo, desapareció bajo las aguas y sólo subsistió, sobresaliendo del nivel del mar, la hermética muralla de arrecifes. En lo que antes fue el volcán, en el espacio de su cráter, quedó una laguna dulcisalobre de efervescencias azufrosas emanadas del corazón del planeta.

Continúa el capitán: «(La isla) tiene una prominente roca de 62 pies (18.6 metros) de alto sobre su costa suroriental, que parece, a primera vista, una vela de barco, y al acercársele más, un inmenso castillo. Esta roca puede ser divisada desde una distancia de 12 a 15 millas, pero en tiempo nublado ni la roca ni la isla misma pueden ser vistas sino hasta que están muy cerca.

»Las rompientes sobre su lado oriental no proporcionan suficiente advertencia como para que una nave pueda alterar su curso y evitarlas. Está bordeada por un arrecife coralino continuo sobre el cual el mar rompe pesadamente y sin interrupción, a veces cubriendo la isla. Los tiburones nadan alrededor. Durante la temporada de lluvias, chorros de agua brotan en el costado suroccidental.

»Mientras la circundábamos, vi más gaviotas, peces voladores y mariposas que las que había visto nunca antes en una extensión semejante», comenta Perril, asombrado ante este lugar carente de toda vegetación, sin una brizna de pasto que suavizara la hostilidad de sus rocas y, sin embargo, rodeado por una inusual y alarmante proliferación de animales. «Hay millones de pájaros alrededor, y los depósitos de guano son objeto de explotación comercial. Se ha establecido una colonia desde hace algunos años para encargarse de una planta de fosfato que se construyó. […] La isla está cubierta por una capa de guano de varios pies. No cabe duda de que los pájaros la han habitado durante siglos.»

Nueve años antes, desde la cubierta de otro barco, el Corrigan II, los Arnaud contemplaron, llenos de expectativas, la que para ellos era una tierra prometida. Pese a la distancia en el tiempo y al diferente color del cristal con que miraron, debieron verla similar a como la percibió H.P. Perril, el capitán norteamericano que llegó hasta ella por azar.

Clipperton, 1908.

Un puñado de niños y mujeres los contemplaban desde la orilla. Alicia los miró desde la barcaza y los encontró muy abatidos, muy abandonados bajo el calor. Sus pieles morenas aguantaban resecas y renegridas el rigor del sol, y la blanca resolana borraba del todo los colores ya difusos de la poca ropa que tenían encima. Los pájaros bobos les revoloteaban alrededor, caminaban por encima de sus pies, y ellos los espantaban con un pesado movimiento del brazo o una patada perezosa.

El pequeño universo desteñido que tenía delante reverberaba y se consumía en una lenta combustión. Alicia vio cómo el agua del mar estallaba contra los arrecifes y caía sobre las rocas, las palmeras enclenques y los seres humanos, aposándose en sus resquicios, arrugas y concavidades. El sol la evaporaba enseguida y todo quedaba cubierto por un espejo de sal, brillante, enceguecedor. Chispas de espuma caían sobre esas gentes transformándolas en lentas estatuas de sal. Sólo en sus ojos, en el ansia afiebrada de su mirada, descubrió Alicia la expectativa, contenida pero feroz, de la llegada del barco.

Unos metros adelante de las mujeres y los niños, media docena de soldados formaba en posición de firmes, con aporreados uniformes de dril, grandes sombreros de paja en la cabeza y huaraches en los pies. También ellos se veían adormecidos y desteñidos, como soldaditos de plomo derritiéndose al sol. «Todos parecen náufragos -pensó Alicia con desazón-. Algún día seré yo la que vea llegar un barco y ponga cara de Juan Diego cuando se le apareció la Virgen de Guadalupe.»

Dos figuras masculinas se destacaban del grupo. La de un uniformado de apariencia joven, de mediana estatura, que era el único que se veía vital, milagrosamente fresco dentro de su camisa limpia, y la de un hombrón robusto, rabiosamente rubio, con una sola ceja espesa que se extendía desde una sien hasta la otra sin fraccionarse sobre la nariz. En el centro de la escena, sobre un mástil afianzado en una base de cemento, aleteaba con desgano una bandera nacional, tan desvaída que parecía una sábana que se secara al viento.

El Corrigan II había anclado a cierta distancia de la isla para no encallar en los arrecifes, y sus tripulantes y pasajeros desembarcaron en barcazas de fondo plano. La primera sensación de Alicia al poner pie en tierra firme fue molesta y poco firme: sus zapatos se hundieron en el guano, verdinegro y gelatinoso.

Más perceptiva ahora a los vahos nauseabundos que venían de la laguna que a las vibraciones proféticas que la sacudían momentos antes, frunció su naricita fina y comentó:

– Huele a coles podridas.

Ramón salió de golpe del ensimismamiento en que lo había hundido el mareo, como si ese penetrante olor a coles hubiera obrado en él igual que la sal de amoníaco en los desmayados. Recordando el papel que tenía que desempeñar, recuperó el color, la compostura y los bríos, y con aire de mandatario saludó uno por uno a los integrantes del silencioso comité de recepción, incluyendo a los niños, con un enérgico apretón de manos. Inmediatamente convocó a sus hombres y ordenó improvisar una ceremonia de saludo a la bandera. Su primer acto de gobierno sería reemplazar la que había por la otra, flamante, que habían bordado las monjas.

Mientras los soldados se tardaban buscándola entre las decenas de cajas de madera del equipaje, los Arnaud se pararon aparte con el oficial de aspecto juvenil y el rubio robusto. El primero era el teniente Secundino Ángel Cardona, quien desde hacía seis meses permanecía en Clipperton, designado como segundo de Ramón. Había viajado a la isla antes que este, al mando de seis hombres, a adelantar las instalaciones necesarias para la llegada de Alicia y de la guarnición.

Cardona era un tipo bien parecido, peinado como guapo de barrio. Sonreía de frente con una impecable hilera de dientes y ni sus orejas, un tanto prominentes, ni uno que otro agujero de viruelas, alcanzaban a afearlo.

El rubio era un alemán de 28 años, Gustavo Schultz, representante de la compañía inglesa de guano, The Pacific Phosphate Co. Ltd. Hacía cuatro años estaba instalado en Clipperton encargándose del procesamiento y la exportación del producto, y al mando de un número de trabajadores que oscilaba entre 15, en los mejores tiempos, y dos o tres en los peores. Debajo de la ruda cortina de las cejas, sus ojos eran dulces. Sonreía mansamente mientras se balanceaba sobre la enorme plataforma de sus pies, y parecía esperar a que el recién llegado tomara la palabra.

Arnaud sabía que una de las razones por las cuales él había sido designado en Clipperton, era su conocimiento de varios idiomas. Los necesitaría, más que para el litigio internacional -del cual se encargaban los diplomáticos en Europa- para la comunicación con los representantes de la compañía de guano y la fiscalización, a nombre del gobierno mexicano, de sus actividades. Por eso saludó a Schultz en un esforzado inglés, cuidando al máximo el acento.

Schultz lo interrumpió con una ruidosa carcajada. Luego, en una incomprensible y apelmazada mezcla de alemán, inglés, italiano y español, dijo algo sobre unas palmeras y volvió a reírse con gran satisfacción. Ramón se calló, desconcertado, y el teniente Cardona se apresuró a explicarle:

– No se preocupe, capitán, a este gringo nadie le entiende nada, ni siquiera su mujer, ni sus empleados. Aquí ha vivido con puros extranjeros. Sus hombres son todos italianos y no ha aprendido español. Tiene tal revoltijo de idiomas en la cabeza que parece la viva Torre de Babel. Pero es trabajador y lleva bien los libros de la compañía, y al menos los números los escribe en cristiano, así que por ese lado nos enteramos de lo que está pasando. El cuento de las palmeras lo repite cada vez que uno se lo encuentra, y es que según parece, él mismo las trajo y las sembró, aquellas que usted ve allá -Cardona señaló con el índice hacia un grupo de diez o doce palmeras, las únicas en toda la isla. Schultz miraba a Cardona y asentía entre complacido y alelado a lo que este decía, como si tampoco él entendiera nada de lo que hablaban los demás.

Llegaron con la bandera. La tropa recién desembarcada formó al lado de la que ya estaba allí, y uno de los soldados nuevos, que parecía no tener ni 14 años, antes de enrolarse se ganaba la vida de mariachi y ahora hacía las veces de corneta, dio el toque de atención.

– ¡Pelotón! ¡Armen… armas! -gritó Arnaud, tratando de revivir con su voz a esos seres ausentes que tenía delante.

Tras varios golpes desacompasados de fierros, las bayonetas quedaron encajadas en las bocas de los fusiles. La bandera se elevó, reluciendo al sol el verde, el blanco y el rojo, y el águila pareció picotear a la serpiente. El corneta adolescente ejecutó un himno nacional sorprendentemente entonado. Con voz tímida, como aspirada hacia adentro, los demás cantaron: «Piensa, oh patria querida, que el cielo un soldado en cada hijo te dio…»

Arnaud quiso conmoverse pero sólo logró preocupase. «¿Estos son los hijos de la patria? -pensó-. «Más parecen hijos de la tristeza.» Miró con detenimiento lo que había a su alrededor: una treintena de personas medio desnudas, un cangrejal, un depósito de caca de pájaro y un cacho de roca. Eso era todo.

«Esto es territorio mexicano y yo soy el gobernador -pensó, invadido por un sentimiento a mitad de camino entre el ridículo y el orgullo-. Es poca cosa, pero será poca cosa mexicana mientras yo viva. Que me manden a todo el ejército francés si quieren, que a mí de aquí no me sacan. Me dan hasta por debajo de la lengua, pero no me sacan.»

Ahora sí estaba conmovido. Con los ojos húmedos, atropelló las palabras de un discurso de ocasión y gritó tres veces vivas a México. Así cerró el acto de toma de posesión territorial sobre la isla de Clipperton, que antes se llamara Isla de la Pasión. Terminada la ceremonia y tras dejar órdenes para el desembarco de la carga, Arnaud inició con Cardona un recorrido de inspección. Primero llevarían a Alicia a la casa, después supervisarían las obras y finalmente se reunirían en la cabaña de Schultz, quien se había despedido insistiendo en el tema de las palmeras y pronunciando varias veces, desde lo profundo de su garganta, la palabra trago.

– Quiere decir que nos invita a un brindis -aclaró el teniente.

Caminaron hacia el suroeste de la isla, donde habitarían los Arnaud. En el trayecto pasaron por los galpones que servían de depósitos de guano, por las habitaciones de los trabajadores, por las barracas de los soldados. Eran construcciones rudimentarias que a duras penas se tenían en pie y escasamente defendían de la intemperie. Alrededor había tinajas de agualluvias, basuras, perros y unos cuantos cerdos flacos que perseguían a los cangrejos para comérselos.

Un aire de miseria lo impregnaba todo. Por eso la sorpresa de Alicia fue grande cuando vio, a lo lejos, solitaria, la que sería su casa. Se trataba de una estupenda construcción de un piso y techo de dos aguas, enteramente hecha en madera de pino pulida y lacada, de cara a un trozo despejado de playa y elevada metro y medio sobre vigas que la mantenían a salvo de las mareas y de los cangrejos. Un amplio corredor con barandas la circundaba por los cuatro costados y adentro las habitaciones, luminosas y ventiladas, se comunicaban entre sí, y cada una tenía puerta al corredor. Todas eran espaciosas salvo una, que habría de convertirse en el refugio predilecto de Alicia: un pequeño gabinete anexo al dormitorio matrimonial, con un ventanal de vidrios de colores que miraba al mar.

No era ninguna mansión, pero parecía un lujo asiático en medio de lo demás. No había en aquella casa nada que no funcionara, nada librado a la improvisación: cada cosa había sido hecha con el mayor cuidado y perfección. Había pertenecido al anterior representante de la compañía de guano, un inglés que regresó a Europa cuando fue reemplazado por el alemán Schultz. Sibarita y maniático, se llamaba Arthur James Brander, y había aceptado ese cargo al otro lado del planeta con la condición de que le permitieran llevar desde San Francisco la mejor casa prefabricada y le pagaran el pasaje a su mucamo filipino, un sirviente devoto que lo dejaba ganar al ajedrez y que aun en Clipperton le servía, todas las tardes a las cinco en punto, el té con muffins recién horneados.

El inglés había hecho levantar la casa en el único lugar de la isla donde el opaco y gris Pacífico mostraba traslúcidos tonos ultramarinos, y donde no sofocaban los malsanos olores de la laguna porque los alejaba el soplo de los vientos alisios. Carpintero experto, el propio Brander había complementado la estructura básica con detalles y refinamientos, como anaqueles empotrados y postigos tallados para las ventanas. En el corredor que daba hacia el levante había guindado una hamaca traída de Nicaragua, en la que se acomodaba, con un auténtico whisky escocés en la mano, a contemplar los amaneceres. Al otro lado, en el corredor que daba al poniente, disfrutaba de otra hamaca, otro scotch y los atardeceres.

En menos de una hora, las cajas y baúles con la parafernalia de los Arnaud invadieron los corredores de la casa de Brander. Durante los días siguientes Ramón vio, desolado, cómo Alicia iba y venía con frenesí de hormiga, con agilidad de ardilla, llevando y trayendo cosas y colocándolas en lugares que nada tenían que ver con la meticulosa planificación que él había elaborado.

Ella ordenaba descargar macetas de geranios en el lugar donde él había calculado que se debía construir el corral, ponía camas y colchones donde él quería el comedor, guardaba tejidos y bordados en los cajones de su escritorio, instalaba gallinas y patos donde él había diseñado el depósito de herramientas, almacenaba mermeladas y conservas en las repisas que él tenía reservadas para los medicamentos.

– Detente un instante, mujer -le suplicaba-. Tomémonos un té de tila, que es sedante, mientras le ponemos racionalidad a este delirio.

Ella se sentaba a su lado, sudorosa, lo escuchaba inquieta y a los cinco minutos se paraba de nuevo a vaciar baúles, colgar cortinas, sembrar lechugas. Ordenaba descargar la pianola, la colocaba en un rincón, en otro, se arrepentía, ordenaba que se la llevaran de nuevo.

– Haces y deshaces, te mueves y te agotas, pero no piensas -le dijo Ramón al tercer día de verla ajetrearse sin parar ni para comer ni para dormir.

– Y tú piensas y dices, indicas y ordenas, pero no haces -le respondió ella, y así inauguraron una discusión que habrían de repetir cientos de veces, palabras más, palabras menos, durante los años que convivieron en la isla.

Cuando ya habían desempacado casi todo y estaban próximos a terminar de montar la casa, del fondo de un baúl, junto con otras piezas de lino, salió la sábana santa con todo y su ojal en el centro. Lejos de Orizaba, de doña Carlota, de los diez mandamientos y de los siete sacramentos, Alicia se había olvidado por completo de su existencia. Ahora que aparecía le produjo remordimientos, pero pensó que sería absurdo empezar a usarla a esas alturas, después de tantas noches de prescindir de ella.

Tuvo el impulso de regalarla a las soldaderas, y se arrepintió considerando lo finamente bordada que estaba. Al final se decidió por utilizarla en el comedor, de mantel para las grandes ocasiones, colocando como centro de mesa un pesado faisán para disimular el agujero.

Clipperton, 1908.

Después de permanecer tres días anclado al otro lado de la barrera de arrecifes, permitiendo con mansedumbre que las rompientes lo sacudieran a su antojo, el Corrigan II zarpó de nuevo hacia Acapulco, ya aliviado de su carga. Ramón Arnaud lo miró partir desde el muelle. El compromiso de caballeros que con él había hecho su superior y consejero, el coronel Avalos, era que cada dos meses, cada tres a lo sumo, sin falta ni demora, ese u otro barco de la armada mexicana, llamado El Demócrata, llegaría a Clipperton para suplirlos de todo lo necesario para la supervivencia.

Se sabía que de la isla, ese pedrusco ocioso y estéril, no podrían obtener mucho más que cangrejos, sal y agua podrida. El barco sería el cordón umbilical que los mantendría con vida. El único vínculo con un mundo que ahora, a medida que el Corrigan II se alejaba, Ramón iba sintiendo cada vez más inalcanzable, más perdido detrás de los muros de agua.

Cuando el barco se le borró de la vista, Ramón se dio cuenta de que se sentía ofendido, lastimado, solo como un perro. El nombramiento de gobernador, el ascenso a capitán, la entrevista con Porfirio Díaz, le parecían ahora pajaritos de colores que adornaban la realidad escueta: lo habían abandonado a su suerte en el último sitio que escogería si le dieran la libertad de hacerlo.

La vieja sensación de que le cobraban sus faltas demasiado caras recorrió otra vez, como un ratón, todos los vericuetos de su cerebro. Ese rencor era experto en los trayectos de su laberinto encefálico, porque él lo había entrenado durante todos los días y todas las noches de su reclusión en Santiago Tlatelolco. Durante cada hora de su reclutamiento como soldado raso. Era un rencor tan cercano a él, tan conocido y casero, que no había dejado de cultivarlo un solo minuto de su vida, pensó Ramón, y se sorprendió ante esa verdad.

Desde niño había convivido con la mala espina de que alguien, algún ser poderoso y abstracto, lo castigaba, se ensañaba con él. En este momento, en el muelle de Clipperton, el castigo adquiría la forma de una antigua y perdida palabra en inglés, derivada del español. Era un compuesto de seis letras, desconocido para él hasta hacía unos días, y que sin embargo, ahora lo tenía claro, desde siempre había marcado su destino. Ese vocablo cabalístico era maroon, degeneración de cimaroon -a su vez derivado de «cimarrón»- y, por algún juego de asociaciones lógicas, designaba la pena capital que los piratas ingleses del Caribe aplicaban a los traidores: los abandonaban en un islote desierto, en la mitad del mar, sin otra cosa que unas gotas de agua en una botella y una pistola, cargada con una bala, para cuando el suplicio y la agonía se hicieran insoportables.

Maroon, se repetía Arnaud fascinado con el sonido, maroon, y una pegajosa hipocondría lo iba arrastrando. Parado solo frente al Pacífico, no oponía resistencia. Un viento caliente se le enredaba en las pestañas, le zumbaba en las orejas, le hacía aletear el paño de sol sobre la nuca. Una fila infinita de olas resignadas e idénticas venían a reventarse contra la madera bajo sus pies, y él las miraba hipnotizado y se dejaba arrullar por su rumor monótono: maroon, susurraban, maroon.

Estaba cómodamente instalado en la melancolía, sin intenciones de moverse de allí, cuando vio a Alicia, a lo lejos, tratando de cargar un barril dos veces más pesado que ella por la empinada escalerilla que subía a su casa. Avanzaba dos escalones y la gravedad la hacía retroceder tres, pero ella volvía a empezar sin inmutarse. Ramón pensó que el ahínco que su mujer le ponía a la tarea era un contrasentido que desafiaba la densidad del calor, que sus bríos inútiles rompían la relajante quietud que se imponía a todo lo demás. La adivinó absorta en su esfuerzo imposible, la piel de porcelana de su cara cubierta por gotitas de sudor, ajena por completo al barco que se iba, a los rencores y presentimientos que a él lo ahogaban, a la crueldad de los piratas del Caribe y de la raza humana en general. «¿Por qué se obstinará en no dejar que los soldados hagan esos oficios? ¿Cómo no comprenderá que en un día nefasto como hoy no hay que ocuparse de cosas como barriles?», pensó con desasosiego Ramón, y corrió a ayudarla.

Cuando llegó, ella ya había logrado subir su carga hasta el porche.

Comenzaron a pasar los días. No sólo se había ido el Corrigan II, dejándolos librados a la buena de Dios, sino que a cien metros de distancia del lugar donde había estado anclado se asomaba, ese sí para siempre, el Kinkora. O su espectro. O los desechos que quedaban de él. Era un navío japonés que años antes, en una noche ciega, no vio la isla y cayó en su trampa, abalanzándose sobre ella como si no existiera. Clipperton lo esperó agazapada, invisible, lo atrapó en sus arrecifes y le desgarró el casco con la afilada fiereza de sus corales.

Arnaud, obsesionado por la presencia sombría y permanente del Kinkora, por cuyo maderamen destrozado pasaba el viento silbando tristes tonadas de naufragio, tomó la decisión de desmantelarlo tabla a tabla. No soportaba más la energía negra que le llegaba desde sus restos, haciéndole estallar la cabeza y doler las muelas. Sacaría de la costa ese monumento a la derrota y neutralizaría su influencia, utilizando los materiales rescatables en la construcción de viviendas decentes para los soldados.

Como solía sucederle, Ramón había pasado de golpe y sin aviso de la depresión a la euforia, y durante los días siguientes, él y sus hombres se entregaron con furor a la tarea, y de la carcomida madera del Kinkora -una vez pulida y purificada- salió una casita para cada soldado, con su lámpara de petróleo, su brasero de carbón y su cisterna para almacenar agua de lluvia.

Mientras el teniente Cardona y los otros se ocupaban de los oficios de albañilería y carpintería, Arnaud se dedicó a resolver un problema que los mortificaba: los cangrejos, que pululaban sin respetar ningún lugar -ni las ollas de la sopa, ni los baúles de ropa ni las cunas de los niños-, caían también dentro de los tanques, morían ahí y sus pequeños cadáveres contaminaban el agua pura. Ramón diseñó trampas y fortalezas, y tras varios intentos fracasados de ponerle barreras a la tosudez del cangrejerío, por fin salió una mañana del galpón de las herramientas con unas ingeniosas tapas de madera y doble reja que cumplieron el propósito.

A pesar de que el calor apretaba hasta el delirio y las brisas eran ariscas, Arnaud y sus gentes de Clipperton siguieron imbuidos en el frenesí de la construcción. A las casas de los soldados siguió la instalación de una vía decauville traída de Acapulco. Trabajaron mano a mano con Schultz y sus obreros, y pusieron a funcionar un tren como de juguete que arrastraba su hilera de vagoncitos destapados por unos rieles tendidos desde las blandas montañas de guano, al norte de la isla, hasta los depósitos donde lo secaban y procesaban, al lado del muelle, sobre el costado oriental.

Luego vino la reconstrucción del faro, sobre la cima de la gran roca del sur. Existía uno antiguo, de mecanismo anacrónico y estropeado, que Arnaud remozó con lentes y mecheros nuevos, utilizando la vieja base. Hizo colocar seis tramos de escalera, de diez escalones cada uno, para civilizar el ascenso hasta el faro, que antes era una faena suicida por lo liso y escarpado de la roca. Llenó el tanque de aceite y una noche de miles de estrellas y ninguna luna, encendió las farolas.

Abajo, hombres, mujeres y niños se sentaron en la playa en un silencio místico. En el centro habían prendido una hoguera para espantar los mosquitos y a su alrededor habían hecho pabellones con los fusiles, parándolos apoyados entre sí, de tres en tres, de cuatro en cuatro. Vieron cómo se encendía el gran foco de luz y se quedaron allí varias horas, siguiendo hipnotizados con los ojos la ronda de los rayos pálidos. Algo acababa de cambiar. Ya no eran un punto perdido en la nada. Ahora ofrecían un testimonio de sí mismos ante el mundo: su faro, el faro de Clipperton, como una velita titilando en medio de la infinita oscuridad del cielo y del océano.

Esa noche, al pie del faro prendido, el teniente Arnaud dio la orden perentoria de que nunca lo dejaran apagar, y allí mismo nombró guarda-faros a uno de sus hombres de confianza, un soldado de raza negra, del estado de Colima, llamado Victoriano Álvarez. Para que éste pudiera atender su tarea con el desvelo que requería, le asignó por morada una pequeña cabaña construida en la base de la gran roca y guarecida por ésta; en realidad una cueva dentro de la roca, adaptada por dentro y con fachada de cabaña, que los soldados llamaban «la guarida del faro».

Vivir allí significaría para Victoriano Álvarez estar aislado de sus compañeros, pero en compensación, el nombramiento lo revestía de una importancia especial, de una aureola casi sacerdotal. Él sería el hombre de la luz, el guía de las embarcaciones perdidas, el contacto de Clipperton con lo que estaba más allá.

Las semanas siguientes también fueron de fajina. Se reforzó el muelle y se construyeron salinas en los acantilados bajos para mantener una permanente provisión de sal. Se hicieron corrales, para que los cerdos y las gallinas no deambularan sueltos y se fijó una reglamentación estricta según la cual los humanos, mayores y menores, tenían que hacer sus necesidades fisiológicas en las letrinas, y no como antes, en cualquier parte donde les vinieran los apremios.

En relación con la comida de la tropa, Ramón puso fin a la anarquía del sálvese quien pueda estableciendo una tienda de abastecimiento. Estrictamente controlada por él, allí se distribuían raciones proporcionales, según el tamaño de cada familia, de maíz, fríjol, chile pasilla, arroz, café, harina, cereales y carne seca. Los sábados en la mañana los soldados recibían su paga, y como no tenían cantinas donde gastarla, podían permitirse el lujo de comprar en la tienda inclusive artículos que, dadas las condiciones, eran suntuarios, como jabón, condimentos y cerveza. Los robos de abastecimientos, que al principio abundaron, se frenaron con los castigos severos que impuso Arnaud, y que iban desde azotes, en los casos graves, hasta excavación de zanjas a rayo de sol.

Al lado de la tienda, Ramón montó una farmacia dotada de material quirúrgico, desinfectantes y remedios. Guiado por los diccionarios de medicina que había traído del continente, él personalmente se convirtió primero en farmaceuta, después, cuando cobró confianza, en médico, y finalmente, cuando las circunstancias se lo impusieron, en cirujano. Desde niño había tenido un interés morboso por las heridas, los accidentes y las enfermedades, que de grande, cuando se desempeñó como ayudante de farmaceuta en Orizaba, se le transformó en pasión por las curaciones y los medicamentos. Clipperton le brindó la oportunidad de ejercer una profesión que le habría gustado estudiar y no había podido.

Los primeros meses no pasó de recetar colutorios de azul de metileno para las irritaciones de garganta, toques de violeta de genciana para los rasguños, lavativas de sulfato de magnesia para el dolor de estómago, polvos de ipecacuana para purgar. Sabía que la arándula vertiginosa, conocida como agua zafia, si se administraba bien era incomparable para combatir la acidez, la falta de apetito estomacal y de apetito sexual. Sin embargo, si el paciente se excedía en la cantidad de gotas, moría en cuestión de horas, con los labios amoratados y ampollados. El agua zafia venía en frasquitos azules que Ramón mantenía bien guardados bajo llave, dadas sus propiedades letales.

Cuando se presentaban casos de mordeduras de cangrejo y quemaduras de aguamala, hacía traer a algún niño que orinaba sobre la piel afectada. Para los resfriados comunes, frotaba el torso con glicerina caliente y luego lo envolvía con tiras de papel. A medida que la glicerina se enfriaba se endurecía bajo el papel y el agripado debía permanecer tieso y enrollado, como una momia, durante horas. Más adelante se ocupó también de heridas serias: pleitos a cuchilladas entre hombres que se volvían irascibles y desesperados con el encierro insular, o descalabros entre soldaderas que se fajaban por celos. Así aprendió Ramón los primeros auxilios y se fue entrenando para lo que le tocaría lidiar meses después: partos, pestes y muertes.

El cultivo de la huerta se convirtió en un ritual. En medio del pequeño paisaje calcinado de Clipperton, los cien metros cuadrados de tierra negra, húmeda, punteada de brotes verdes, era un espejismo. La desyerbaban y rociaban con la ternura con que se cuida a un primogénito, y por las tardes, antes de que oscureciera, todos, aun los que estaban dedicados a otros trabajos, pasaban un rato a observar los progresos. Se paraban, por grupos, al lado de los surcos, opinaban alarmados sobre un gusano en las hojas de la col o aplaudían las mechas verdes de las zanahorias que empezaban a despuntar. Esa costumbre cotidiana hizo que la vera de la huerta se convirtiera en lugar de congregación y entrara a cumplir las funciones de la plaza central de un pueblo.

Los soldados vivían entregados a cultivar verduras, a tallar sillas, a cuidar cerdos, a contar bultos de guano, y la disciplina militar estaba reducida a su mínima expresión. Saludo a la bandera y orden cerrado a la madrugada, limpieza de armas y uniformes, y ejercicios en el limitado espacio disponible. La práctica de darle la vuelta a la isla al trote se suspendió porque los trozos de coral molían botas y guaraches y no tenían cómo reponerlos. La defensa se limitaba a turnos rotatorios de guardia, diurnos y nocturnos, desde el faro, y el orden en la colonia era vigilado por brigadas de dos o tres hombres que hacían la ronda. Inquieto por eso, Ramón le comentaba a su asistente, Secundino Ángel Cardona:

– Más que una guarnición militar, esto parece una comuna de artesanos.

– No se preocupe, capitán -le respondía el teniente Cardona-, que aquí la verdadera defensa corre por cuenta de los corales. Si se acerca un barco enemigo con intenciones de invadir, lo más probable es que se haga leña contra los arrecifes. Si pasa la barrera, lo quemamos a balazos desde el faro hasta que se nos acabe el parque, que es escaso. Si a pesar de todo desembarcan, los enfrentamos cuerpo a cuerpo. Y si son muchos, pues nos lleva la tiznada.

– Aunque suene ridículo ese es el único plan de combate posible -comentaba Arnaud-. Tienes razón, a ese asunto no hay más vueltas que darle.

Así transcurría la vida, llevadera y completa, dentro de ese universo del tamaño de un centavo. El trabajo intenso daba resultados y el bienestar se medía en cosas simples. La parte habitada de la isla ya no parecía un tugurio, ni un cagadero, y la primera cosecha de la huerta se festejó con una ensalada que se repartió entre todos. Era de lechuga, cebolla, rábanos y nabos, y estaba aderezada con una mayonesa preparada por Arnaud, quien heredó la fórmula de doña Carlota.

La rutina que llevaban era un remedo de civilización y la monotonía apacible que reinaba se parecía a la felicidad. Una sola expectativa, una sola fe, unía a todos los habitantes: la llegada del barco. Habían pasado dos meses desde su partida y aún no asomaba, pero todavía no había reales motivos de alarma porque estaba fijado un tercer mes de margen.

Una tarde, mientras hacían cuentas en la cabaña de Gustavo Schultz, este profirió una de sus frases impenetrables, en medio de la cual Arnaud captó con claridad un nombre que le puso la carne de gallina: el de Robinson Crusoe.

– Dile al alemán que no venga con comparaciones ociosas -le dijo al teniente Cardona, para que éste, con muecas y mímica, le transmitiera a Schultz-. Lo único que ese hombre tenía al llegar a su isla era un cuchillo, una pipa y una caja de tabaco, mientras aquí la pasamos más cómodos que la reina de Saba.

Y concluyó, sin gota de convicción pero con una notoria agresividad que le alteró la voz:

– Dile además que no se olvide que a diferencia de Crusoe, nosotros estamos en éstas por nuestra propia voluntad.

Secundino Cardona no entendió por qué su superior se tomaba tan a pecho el comentario del alemán.

Clipperton, 1908.

Octubre tampoco trajo el barco, y en cambio llegó con unas lluvias arrasadoras que amenazaron con borrar la endeble existencia de Clipperton. Durante lo grueso de los aguaceros, las partes más bajas de la isla quedaban cubiertas por el mar durante horas, o días enteros, las partes más altas se convertían en promontorios de tierra incomunicados entre sí.

Suspendidas las tareas militares y casi todos los oficios comunales por causa de las lluvias, cada quien se replegó en el interior de su casa para invernar. El agua los acorralaba desde el cielo y desde el mar. La laguna, desbordada, despedía un olor más putrefacto que la pata de Santa Ana, las polillas se criaban gordas y anidaban hasta en el pelo, había que dormir entre sábanas a medio secar y la piel se volvía musgosa de humedad.

Durante el tiempo que pasaron en encierro forzado, Ramón repartía sus horas de trabajo entre la lectura afiebrada de una serie de libros y documentos sobre el pirata Clipperton que había encontrado en la biblioteca abandonada por Brander, y la elaboración de largos y detallados informes, que nunca nadie habría de leer, sobre la producción de guano y sobre el desempeño de su propia función en la isla.

Mientras tanto, Alicia bordaba prodigios en docenas de sábanas y manteles que nunca llegarían a usar, porque ya tenían suficientes para el transcurso de toda la vida. Se sentaba en una silla ratona al lado del vitral de colores del gabinete contiguo al dormitorio y mientras sus dedos expertos hacían solos la labor, a ella se le iban las horas mirando cómo el mar revuelto por la tormenta se volvía gélido a través del vidrio azul, frenético a través del amarillo, lento, casi muerto, a través del verde, nocturno y ultramundano a través del violeta.

Ramón se obsesionó con la idea de que el aislamiento, más la falta de noticias de Orizaba, hiciera decaer el ánimo de su mujer. El suyo propio, aunque no quisiera reconocerlo, ya estaba bajo el nivel del suelo. Lo torturaba el recuerdo del bienestar que habían dejado atrás y que ya empezaban a archivar en la memoria como sorda añoranza de tiempos idos. No eran tanto las grandes pérdidas las que más lo atormentaban, sino otras pequeñas: cosas antes insignificantes y ahora inalcanzables que no paraban de escarbar en su nostalgia con garritas de ratón. Como el olor a ropa limpia secándose al sol o el placer de fumarse un buen habano, el filo frío y preciso de una barbera Solingen rasurando la mejilla, la frescura de un vaso de agua de tamarindo tomado a la sombra, la voz de su mamá contando anécdotas sobre las infidelidades del emperador Maximiliano y las frigideces de la emperatriz Carlota.

Un día el capitán Arnaud no se pudo contener más, estalló delante de Alicia y no paró de hablar hasta que le salió de adentro toda la amarga cantaleta:

– No podemos seguir pensando que la vida está en otra parte, o que ya la vivimos y que ahora no nos queda más que recordar. La vida no puede ser sólo ver caer agua, chingados, ver caer agua y más agua y esperar un barco que nunca llega y contar hasta los granos de arroz que cada uno se come. O pelear contra un enemigo que no aparece y escribir informes sobre la mierda de los pájaros. Una cosa es cumplir como militar y otra distinta es tener vocación de mormón. O de imbécil. Uno tiene derecho a tratarse bien, maldita sea. Uno tiene derecho a divertirse, a darse un gustazo de vez en cuando: comer hasta hartarse, hacer ruido, emborracharse… ¡Hasta conversar con amigos ya parece un lujo! Quiero volver a platicar con la gente, aunque sea con ese alemán cabrón al que no le entiendo un cuerno…

Entonces, como único paliativo posible, Ramón se inventó e institucionalizó las veladas de los viernes. Eran unas tertulias que se celebraban en su casa, cada ocho días en la noche, con la intención de recobrar, aunque fuera artificialmente y por un rato a la semana, algo del bienestar perdido. Los invitados eran el teniente Cardona y su mujer Tirsa Rendón, una muchacha morena, maciza de carnes, oblicua de ojos y de carácter irreductible. Y Gustavo Schultz con su familia adoptiva, que estaba compuesta por una mulatona de curvas repletas llamada Daría Pinzón -a quien el alemán se había traído desde la isla del Socorro, urgido de mujer después de pasar un año solo en Clipperton- y por la hija de Daría, una niña de doce años, silenciosa y asexuada, que recibía el nombre de Jesusa y el apellido Lacursa, heredado nadie sabía de quién.

A diferencia de la mesura franciscana de los demás días, los viernes se preparaba una cantidad fantástica de mole, de tacos de huitlacoche, frijoles negros refritos, morcillas, carne cecina y café oscuro. Mientras los demás disfrutaban cada bocado como si fuera el único y nunca volvieran a probar otro, Schultz lo ingería todo entero y con los ojos cerrados: según creían entenderle, opinaba que había que ser mexicano para poder comer tanta comida de color negro. Comentario que Ramón Arnaud nunca le perdonaría.

Después de la cena, Arnaud sacaba su mandolina. Alicia quería que cambiara ese instrumento por la guitarra o algún otro. La mandolina le parecía más bien femenina con sus incrustaciones de nácar y su timbre agudo, y la veía ridícula con tanta clavija y tanto perendengue. Pero Ramón no se daba por aludido y le ponía a su interpretación los bríos de un cosaco que doma un potro y la seriedad de un virtuoso que ejecuta un concierto en el primer violín.

Luego cantaba el teniente Cardona y le daba gusto a Alicia con canciones alguna vez de moda en los salones de la capital, como la Gatita blanca y otra sobre unas violetas cortadas a la hora del crepúsculo.

Cardona aterciopelaba el tono, cantaba, encantaba, seducía, pasaba de bajo a tenor a medida que se calentaba con el alcohol. Los tragos le ponían un brillo raro en las pupilas y en la voz un tono maduro y aguardientoso de don Juan, de tinieblo, de parrandero profesional. Se olvidaba de trinos y morisquetas, de gatitas blancas, de violetas y de salones de la capital y se dejaba venir, a pleno pulmón, con una catarata de coplas plebeyas y arrabaleras. Como las de la desgraciada emperatriz de México, que regresó a Europa tras perder la corona y el juicio: «La chusma de las cruces gritando se alborota. Dicen que mientras el viento tu embarcación azota: adiós, Mamá Carlota, adiós mi tierno amor.»

Hacían sonar la pianola y la emprendían con bailes de polkas, valses, danzones y jarabes, y ya cerca del amanecer, se dedicaban a juegos de parqués, dominó o cartas que terminaban a los gritos cuando se descubrían las trampas de Daría Pinzón.

Los festejos de los viernes se hicieron costumbre y se repitieron religiosamente, hasta cuando vino el huracán que arrancó la pianola de su rincón y la estampó contra las rocas, hizo girar en espiral la mandolina, junto con cocos, gallinas y trozos de madera y, finalmente, la dejó flotando en el mar.

Eso sería después. Por ahora, y en contra de los temores de Ramón, a su mujer se la veía cada día más feliz. Pero no gracias a las veladas nocturnas. Lo que sucedía, en realidad, era que las lluvias le habían dado a Alicia el pretexto para absorberse en el que para ella era el mejor de los mundos posibles: la soledad, meticulosamente compartida con Ramón, dentro de la complicidad de las cuatro paredes de su casa. En medio de sus carencias, Clipperton les brindaba una oportunidad que Orizaba seguramente les habría negado, la de volverse grandes amigos y amantes.

Dispusieron del tiempo y de la intimidad necesarias para amarse hasta alcanzar la maestría, y después de muchos fracasos y desencuentros, descifraron la ciencia exacta del placer mutuo. Acompasaron el caos de sus impulsos al ritmo del latido conjunto de sus sangres, ablandaron su moral de granito, se acostumbraron a la desnudez, se hicieron más hábiles y menos tímidos, rezaron menos y se rieron más. «Señor, haz que no goce, ¡Señor!, por favor, haz que no goce», rogaba inútilmente Alicia cuando sentía que subía, eléctrica, inevitable, la ola de felicidad que le sacudía el cuerpo.

Protegidos por las espesas cortinas de agua celebraron el ritual diario de amarse, como en tarjeta postal, en la hamaca del balcón del oriente entre los rosicleres del amanecer, y en la del poniente entre los reflejos dorados del atardecer.

Las favorables transformaciones físicas que el desabastecimiento -debido a la demora del barco- impuso en el aspecto físico de los dos, ayudaron en parte activa este estallido de pasión. Uno de los primeros artículos que se agotaron en Clipperton fue la gomina, lo cual obligó a Ramón a olvidarse de su rígido peinado de muñeco de ventrílocuo y a dejar en libertad sus bigotitos finos y tiesos, que se transformaron en un mostacho sensual y abundante. Además, lejos de los banquetes imperiales que le servía doña Carlota, se le fueron la papada y la panza que habían empezado a redondearle la figura.

A su vez, a Alicia se le terminaron los pomos de talcos de arroz, y al dejar de usarlos, su transparente piel de muñeca cobró un aspecto más humano. Abandonó la compostura de maniquí y la dureza del corset y las crinolinas, y su silueta menuda recuperó la elasticidad infantil que había dejado perdida en las colinas de Orizaba. Se le fueron extraviando una a una las horquillas de pelo hasta que tuvo que desistir de las moñas anticuadas y dejárselo suelto, como melena de leona.

El sol bravo de los meses anteriores había cambiado la blancura fantasmal de sus cuerpos por un saludable tono tostado, y una vez utilizada la última gota de leche de magnesia, que untada bajo el brazo mitigaba el humor de las axilas, descubrieron el atractivo de su natural olor animal.

Fue también por esa época, que después Alicia recordaría como la más feliz de su vida, cuando se engarzaron en una interminable conversación que día tras día, durante muchos años, retomarían compulsivamente y que no habría de interrumpirse ni con la muerte de Ramón, pues aun después Alicia la continuaría ella sola, diciendo su parte en los diálogos y repitiendo la respuesta que, según sabía de memoria, habría dado él.

En ese diálogo infinito que se enroscaba sobre sí mismo, como un ocho o una serpiente, recitaban con todos los acentos, en contrapunto o a dúo, las intensidades, contrariedades, motivos y exigencias de su amor. Inventariaban lo bueno y lo malo de todas y cada una de las personas que conocían; tejían y destejían proyectos para el futuro; repasaban lo cotidiano y escarbaban en lo trascendental; evaluaban los momentos pasados y presentes de su vida en este mundo y se confesaban temores y expectativas frente a la del más allá.

A veces, en medio de la placidez de una tarde arrullada por el aguacero, algún comentario suelto disparaba el gatillo de la pelea conyugal. Como cuando Alicia opinaba que doña Carlota había malgastado el capital de los Arnaud, o Ramón sugería que don Félix Rovira era un padre celoso y dominante. Entonces se soltaban de las manos, se acaloraban y se montaban en un enfurecido río de palabras que los llevaba, sin saber cuándo, a agredirse con saña, a gritarse los defectos a la cara, a odiarse como gallos de riña. El momento culminante estaba invariablemente marcado por la explosión de viejos quistes de celos que cada uno albergaba, sin confesarlo, en algún rincón de su hígado.

Ramón la acusaba de poner ojos de ternera degollada cuando el teniente Cardona cantaba, los viernes por la noche:

– ¿Tú crees que no me doy cuenta de que prefieres bailar las polkas con él? -le preguntaba con la indignación de quien increpa al asesino de su anciana madre.

Alicia le juraba por Dios que no, que reconocía que Cardona sí cantaba y bailaba como los ángeles pero que eso no quería decir. Le ronroneaba que él era el único en su vida, se agazapaba a su lado suave y cariñosa como una gata y de golpe, como Ramón siguiera ofendido e indiferente, la gatita se transformaba en tigra. De sus ojos salían amarillos destellos de ira y escupía las palabras apretando los dientes:

– ¿Y tú qué me dices de la tal por cual de la Pinzón? -se refería a la moza de Schultz-. ¿No se te van los ojos detrás de sus nalgas cuando pasa por la enfermería, para encontrarte solo, con el pretexto ridículo de que le cures un dolor de cabeza?

– No es un pretexto, la pobre sufre de unas terribles migrañas, y además no me gusta su culo -se defendía Ramón. Ahora el gatito era él, y Alicia la indiferente.

Así quedaba roto el equilibrio perfecto anterior a la discusión, hecho pedazos y regado por el piso su amor eterno, destruidas sus vidas y llevadas por la desventura. Alicia corría al dormitorio a ahogarse en llanto y Ramón se encerraba en su oficina. Cuando se cansaban de rumiar el despecho y de azotarse con los celos, cuando el odio bajaba como la espuma de una leche hervida que se retira del fuego, buscaban alguna disculpa para encontrarse de nuevo, se abrazaban en la felicidad rotunda de la reconciliación y así no más, sin transiciones ni desarrollos lógicos, quedaba restituido el orden cósmico, los agravios se iban a un lugar donde nunca existieron y todo volvía a ser igual que antes.

Como recuerdo de la tragedia quedaban los párpados hinchados de Alicia, que Ramón atendía con compresas de té. Hasta que otra tarde tranquila, unas semanas después, un comentario perdido volvía a disparar el gatillo y la pelea conyugal se desataba de nuevo, torrencial como la lluvia, y cumplía con su función definida y decisiva: le devolvía la emotividad gastada y le renovaba el brillo a un diálogo tan largo, que de otra manera se hubiera repetido como el rollo de la Gatita blanca en la pianola.

Los resultados de tanto encierro no se hicieron esperar. Como el calendario era un objeto inútil en el tiempo inmóvil de Clipperton, a Alicia se le había esfumado la noción de las fechas. Lunes era sinónimo de jueves o de domingo, y septiembre, octubre o noviembre eran más o menos la misma cosa. Sin embargo, a principios de diciembre cayó en cuenta de que hacía tiempo no tenía que lavar los linos de su sangre menstrual, y cuando se miró al espejo comprobó que se le había borrado la cintura.

La noticia del embarazo desató en Ramón una ansiedad descontrolada por la demora, ya incomprensible, del barco. Diciembre era el cuarto mes desde que los había dejado allí, y eso no tenía explicación y estaba fuera de toda planificación. Las lluvias habían erosionado la tierra de la huerta y empezaban a sufrir de escasez de cítricos y verduras. Él temía que los atacara un mal terrible, propio de náufragos y marinos, sobre el cual se había documentado en los libros de medicina: el escorbuto. No quería sembrar el pánico sin necesidad y por eso ni mencionaba la palabra, pero cuando hablaba con alguno trataba de mirarle con disimulo las encías para ver si las tenía negras, lo cual significaría la aparición de los primeros síntomas.

Pero sobre todas las cosas, a Ramón lo atormentaba la idea de que su mujer tuviera complicaciones en el parto y que no pudieran resolverlas por incomunicación con el continente. En sus frecuentes noches de insomnio llegó a delirar con la obsesión de que los abandonaran y les naciera en la isla una criatura salvaje. Lo único que por momentos le espantaba el moscardón zumbador de la angustia eran las sesiones amorosas, que no se interrumpieron, y la certeza que iba creciendo en él, a medida que leía y releía los escritos sobre Clipperton, de que un fabuloso tesoro había sido abandonado por el pirata en algún lugar del atolón, que tendría que ser, deducía Arnaud, la laguna o la gran roca del sur.

A pesar de estos atenuantes, los demás le notaron la serenidad perdida en la aparición de un leve tic nervioso que le arrugaba la comisura izquierda de los labios y se le hacía cada vez más frecuente y marcado, hasta que estuvo acompañado por un instantáneo parpadeo del ojo del mismo lado.

– Deja de hacer tanta mueca, que la cosa todavía no está de vida o muerte -le repetía Alicia-. Ya vendrá el bendito barco.

Por fin una tarde, cuando conversaban en el gabinete, vieron a través del vitral -amarilla, roja, violeta- a Tirsa Rendón de Cardona. Venía gritando y chorreando agua, para avisarles que llegaba un barco. Todos corrieron al muelle donde se pararon bajo las ráfagas de lluvia, con el corazón palpitándoles en la garganta, a esperar que tomara forma la silueta gaseosa que trataba de acercarse por entre la rabia de las olas.

No era El Demócrata ni el Corrigan II, sino el barco de la compañía norteamericana de guano, que cumplía con su visita anual para recoger el producto. Traía regalos exquisitos de Brander para Schultz, su sucesor en el cargo: botellas de champaña francesa, amaretto de Sarona, cajas de dátiles, aceite de oliva andaluz, frascos de cerezas marrasquino y enlatados de jamón danés.

Pero traía también noticias que les acabaron de tirar los ánimos al suelo: The Pacific Phosphate Co. Ltd. ya no tenía demasiado interés en Clipperton, porque había encontrado abundantes depósitos inexplotados de guano en islas más cercanas y de acceso menos arriesgado. Por tanto, anunciaba que disminuiría la frecuencia de sus viajes al atolón, pero le solicitaba a Schultz que permaneciera allí unos meses más, como teniente de su concesión, mientras quedaba definitivamente liquidada esa planta y lo trasladaban a otra.

De la garganta de Schultz brotó un sartal incomprensible de groserías, y el tic facial de Ramón aumentó a dos o tres contracciones por segundo.

Isla de Clipperton, 1705.

Entonces todavía no se llamaba así. Al inicio del siglo XVIII se creía que esa isla no tenía ningún nombre, porque no lo merecía. Sólo los entendidos en rutas marítimas y cartografías sabían que Fernando de Magallanes, al navegar cerca de ella, le había puesto el sonoro y desolado nombre de Isla de la Pasión.

En 1705, el corsario inglés John Clipperton llegó a ella por primera vez. Dicen que su nave, la Cinq-Ports, no llevaba en su único mástil la consabida bandera de los piratas, negra con una calavera cruzada por dos tibias, sino una de orgulloso rojo bermellón, con un jabalí alado. Alado o rampante, o la dos cosas, sobre eso no hay certeza.

Sorteó milagrosamente los arrecifes de la isla, que habían destrozado -y destrozarían en los siglos que vendrían después- tantas otras embarcaciones. Unos dicen que fue porque la isla reconoció el pabellón del hombre que sería su amo y se doblegó, dejándolo pasar. Otros afirman que la explicación está en la naturaleza de la embarcación: esbelta y veloz, de poco calado, baja de borda y estrecha de eslora.

Hay algo seguro: su nombre, la Cinco-Puertos, era un homenaje a la antiquísima cofradía de filibusteros a la cual pertenecía su capitán: la Unión de los Cinco Puertos (Hastings, Romney, Hythe, Douvres y Sandwich, viejos bastiones de la costa sudeste de Inglaterra). Resucitados los piratas, ahora en América y a expensas de los galeones españoles, la Unión de los Cinco Puertos también volvía a la vida, y junto con ella otras -como la de Los Hermanos de la Costa o la de Los Mendigos del Mar- para agrupar y proteger a los corsarios de la Isla de la Tortuga.

El capitán John Clipperton llegó al atolón que hoy lleva su nombre, un día que surcaba aguas desconocidas, apartadas de las rutas habituales de los navíos. Se cuenta que andaba buscando una roca, o un banco de arena a flor de agua, para abandonar a la muerte a un traidor, a un violador del juramento de obediencia. Maroon, había gritado la tripulación de la Cinco-Puertos exigiendo castigo para el culpable, y maroon se haría, para ejecutar la justicia del mar.

Clipperton, el cruel, famoso por el rigor de sus sanciones, divisó la silueta de ese islote que nunca antes había explorado y dio la orden de acercarse y de preparar al condenado. Cuentan que con piedad de negrero y humor de puñalero, le dijo al miserable unas palabras sarcásticas de consuelo y que le entregó -según le correspondía por la ley del maroon- una botella de agua dulce, una pistola y una sola bala.

Pero al cruzar los arrecifes y contemplar de cerca la costa, Clipperton encontró mucho más de lo que buscaba. Descubrió el lugar perfecto, no para matar al traidor, sino para refugiarse él mismo. Era la guarida que necesitaba.

Dicen los tratados de piratería que el filibustero no siente apego por su barco. Lo despoja de las tallas de madera, de los muebles suntuosos, de todo lo que le aumente peso y le reste velocidad, porque sólo busca un vehículo ágil y dócil que le permita asaltar a sus presas. El filibustero está dispuesto a desprenderse de su embarcación, sin sentimentalismo, y a sustituirla cada vez que logra capturar una mejor.

No sucede lo mismo con su madriguera. En tierras habitadas y regentadas el pirata no es más que un prófugo, un criminal que pierde la libertad y la vida. Por eso cuando encuentra una tierra de nadie, donde pueda reinar como amo y señor, lo mismo que en el océano, la cuida y la conserva, entrañablemente. Es una arteria vital la que lo liga a su escondrijo.

Henri Keppel, certero cazador de piratas, sabía de qué hablaba cuando dijo que los transgresores del mar, lo mismo que las arañas, abundan donde hay recodos y grietas. Y la isla que encontró John Clipperton, llena de recodos y de grietas, era un rincón apropiado para guarecer arañas y piratas.

Tan pronto lo vio, John Clipperton lo decidió: ese lugar sería su escondite. Oculto y hostil, estaba rodeado por afilados corales que se clavarían como colmillos en otras naves que trataran de acercarse, mientras que él y sus hombres podrían camuflarse entre sus ensenadas.

Allí, donde nadie lo encontraría, donde nadie lo buscaría siquiera, instauró su reino en la sombra y la llamó así: isla de Clipperton. No porque eso fuera un nombre, sino porque definía un acto de posesión. Su isla, la de John Clipperton, filibustero y amotinado, merodeador solitario, hombre de muchas agallas, pocos amores y ninguna fe. Tal vez nunca supo que el lugar ya se llamaba Isla de la Pasión, y si lo supo, debió sonarle a sensiblería de ibéricos y desdeñó el dato.

Otra característica hacía del atolón el lugar exacto: su ubicación. Es hecho documentado que desde hacía años, John Clipperton centraba sus esfuerzos en un blanco apetecible: la Nao de China, también conocida como Flota de la Plata. Sus galeones, cargados con trescientas toneladas de mercancías preciosas que llevaban desde Manila hasta Acapulco, y otras trescientas al regreso, desde Acapulco hasta Manila, atravesaban el Pacífico por la ruta descubierta por fray Andrés de Urdaneta, y pasaban, sin saberlo, a pocas millas de la Isla de la Pasión.

De venida, la Nao de China traía damascos, tejidos y muselinas, medias y mantones, vajillas de porcelana de la dinastía Ching, té, canela, clavo, pimienta, nuez moscada, azafrán, lacas y biombos. De ida -cuando las corrientes marinas la acercaban aún más a la isla- llevaba lingotes y ornamentos de oro y plata. Además de café, cacao, vainilla, azúcar, grana, tabaco, añil, henequén, bayetas y sombreros de palma. A veces transportaba también pasajeros secuestrables -funcionarios, frailes, damas de alcurnia, militares- cuyo rescate se podía negociar desde la Isla de la Tortuga.

Atacar la Nao de China era una aventura temeraria. Para protegerse del acecho de los corsarios, su comitiva estaba compuesta por cuatro barcos -dos galeones y dos pataches- que tenían el doble carácter de mercantes y de guerra. Iban armados hasta los dientes con cañones de cobre, un artillero para cada pieza y un arsenal para la tripulación. Abordarlos era una tarea para suicidas. O para expertos, como el capitán John Clipperton.

Emboscado en su avanzada, mascando tabaco americano y escupiendo salivajos amargos, Clipperton los esperaba, al acecho, durante días y noches. Cuando su olfato le indicaba el momento justo -dicen que oliscaba en el aire la presencia de metales preciosos a varias leguas de distancia-, se precipitaba al abordaje cortándole la ruta al convoy.

Su isla siempre lo albergó al regreso del asalto, y a sus playas negras volvió unas veces abrumado y herido, con la nave destrozada y la tripulación mermada, y otras veces dando alaridos de victoria, con la Cinco-Puertos lenta y remolona por el peso del botín. Una vez con el tesoro en tierra, la orgía del reparto se hacía entre ríos de alcohol. Meticulosamente equitativo con sus hombres, distribuía las piezas de oro en cantidades iguales para todos, incluyéndose a sí mismo, y sólo se reservaba, como privilegio de capitán, la mejor pieza de orfebrería. Solía escoger pesados cálices barrocos, recamados de piedras preciosas. Más que por su valor, lo hacía para darse gusto cometiendo el sacrilegio de beber en ellos agua de coco mezclada con ron antillano.

Sobre sus ropas roídas por el mar y sus pellejos tiesos de salmuera, los lobos de Clipperton se ponían las camisas de seda y las casacas labradas que arrancaban a sus víctimas. Se recargaban de pelucas, de joyas, de perfumes y de encajes, y adornados así, como altares en domingo de Pascua, daban inicio a la celebración.

A veces, raras veces, traían mujeres del continente, que raptaban en los burdeles, en las cárceles o en los orfelinatos. Eran putas piojosas y bestiales que los lidiaban sin ternura, pero que al final de los retozos -cuando las reblandecía la morriña de la madrugada- despedían un tibio vaho materno que arrullaba y consolaba.

Pero lo usual eran festines de hombres solos. Jugaban a la pistola, tapando con burletes las ventanas y resquicios de una habitación para dejarla a oscuras. Un hombre se sentaba en medio, en el suelo, y colocaba dos pistolas delante. Los demás se atropellaban a tientas por las tinieblas y como podían se agazapaban en los rincones. Alguien daba la señal y el hombre del medio cogía las pistolas, las cruzaba, las disparaba. Hasta el otro día no se enteraban de quiénes habían muerto.

Cocían abundante bastimento y se embutían de carne de puerco, de ave, de tortuga. Bebían hasta reventar y en las brumas de la borrachera, infantiles y salvajes, se arrojaban la comida por la cabeza, se bañaban unos a otros en vino, se reían, se tiraban de las orejas, se pellizcaban, se pinchaban con las dagas, vomitaban, lloraban, caían por tierra sobre un charco de sus propios orines y allí se dormían. Al otro día, la isla de Clipperton los veía despertar maltrechos y hediondos, con la garganta estragada por la sed, y deambular por sus playas, sumidos en la duradera tristeza que seguía a sus brutales arrebatos de alegría.

De los botines capturados no queda sino el recuerdo. Todo el oro que John Clipperton y sus corsarios llevaron al escondite de la isla, así como entró, volvió a salir. Nadie enterró allí tesoros, porque ahorrar dinero y acrecentar hacienda no es preocupación de hombres que cada día se sorprenden de amanecer vivos.

No hubo entre ellos quien tuviera ni la paciencia ni la voluntad de acumularlos, y menos que nadie John Clipperton, ostentoso, adicto al juego y botarate, quien se preciaba de haber derrochado, blanca a blanca y sin remordimientos, una inmensa fortuna.

De eso daban fe los habitantes de La Tortuga, que lo vieron llegar cierta mañana, en la Cinco-Puertos, cargado de lingotes, rehenes y sacos de mercancías; lo vieron negociarlo todo ese mismo día por sumas fabulosas; lo vieron a la noche pavonearse por tabernas y casas de lenocinio, donde gastó a troche y moche, presumió de tahur y alardeó ruidosamente de convites y limosnas. Y al amanecer lo vieron tirado en una esquina, durmiendo satisfecho la vinolencia, mientras un mendigo malamente mutilado le limpiaba de la bolsa las últimas monedas, los últimos vestigios del botín.

Clipperton, 1908-1909.

La Navidad transcurrió silenciosa en Clipperton. En la noche de Año Nuevo el cielo se abrió en cataratas sobre la isla y la gente, que andaba taciturna, se acostó a dormir temprano y se cubrió la cabeza con las cobijas para no deslumbrarse con los fogonazos de los relámpagos. En la casa de los Arnaud se reunieron los invitados de los viernes y se dieron un banquete con las conservas y los licores enviados por Brander. Pero los brindis de las doce de la noche salieron lacónicos y los abrazos fueron lacrimosos: el barco que no llegaba y el sentimiento de abandono les aplastaban los ánimos.

La verdadera fiesta la celebraron el dos de enero, día en que por fin llegó El Demócrata con abastecimientos, personal de relevo, sacos de tierra para la huerta, cartas de las familias y noticias de México. Los cuarenta y cuatro adultos y niños que constituían en ese momento la población de Clipperton, más el capitán, los diecinueve marineros y los seis pasajeros de El Demócrata, comieron, bailaron y bebieron toda la noche, reunidos en un galpón de depósito de guano que se encontraba vacío.

Ramón, ávido de conocer las noticias sobre México, se sentó aparte con Diógenes Mayorga, el capitán del barco, quien se derramó en explicaciones burocráticas sobre los motivos de su demora en llegar a la isla, y luego puso una alargada cara de circunstancias:

– Las cosas en el país se están poniendo feas -dijo.

Contó que don Porfirio -a los ochenta años de vida y treinta de poder- se preparaba para su sexta reelección, y que de repente le habían comenzado a salir enemigos hasta de debajo de las piedras. Se hacían llamar los «antireeleccionistas» y el nombre de su caudillo era Madero. Francisco Madero.

– El tal Madero es un chaparrito con barba de pera, heredero de una de las cinco fortunas más grandes del país. Los porfiristas le dicen «El Loco» porque se dedica al espiritismo y a la ciencia astral. Se cree médium y habla con los espíritus. Yo lo que digo es que será loco, pero que es muy peligroso, porque tiene a la raza alborotada con la consigna de que ya basta de don Porfirio y de su tiranía.

– ¿Habla con los espíritus? -preguntó Ramón incrédulo, abriendo muy redondos los ojos.

– Eso se dice, gobernador. Que se comunica a diario con un hermanito suyo, de nombre Raúl, un angelito que se quemó vivo a los cuatro años con el querosene de una lámpara. Gentes bien informadas cuentan que el espíritu de Raulito tomó posesión de su hermano Francisco y que le dicta lo que debe hacer. Que a pesar de ser el alma de un inocente, es muy entendida en política. Debe ser que como murió con tanto padecimiento, se hizo visionario en la otra vida. Dicen que Madero obedece al pie de la letra lo que quiera mandar el difuntito. ¿Y qué cree que le ordena? Pues que sea abstemio, que no fume, que reparta su fortuna entre los pobres, que cure a los enfermos, que observe la abstinencia carnal… Y Francisco Madero cumple con todo ese mandato.

– Más que un revoltoso parece un santo, ese Madero -comentó Arnaud-. ¿Y qué daño puede hacer un hombre así?

– Pues hasta ahí no le haría mal a nadie. Lo grave es que el espíritu del difuntito resultó revolucionario: dizque le ordenó a su hermano que se dedicara a hacer campaña contra la reelección de don Porfirio. Madero, que no se atreve a desobedecer al niño, porque le teme a sus poderes sobrenaturales, cumplió la orden y escribió un libro incendiario, que se ha vendido como pan caliente.

Arnaud oía sin chistar y el capitán de El Demócrata continuaba, sin parar ni para tomar aire, montando unas palabras sobre las otras. Le dijo que el libro de Madero, según le constaba porque él personalmente lo había leído, llamaba a sabotear la reelección del año siguiente. Que hablaba de la fundación de un partido contra el presidente.

– Le aseguro, gobernador, que ese maldito partido ya tiene muchos adeptos. Todos los descontentos, los resentidos y los malagradecidos lo siguen. Francisco Madero se ha vuelto el caudillo de los que creen que ya estuvo bueno con treinta años de poder, y que a sus ochenta don Porfirio está mejor para envolverse en la mortaja que para ceñirse la banda presidencial.

Inquieto por las asombrosas novedades, pero sin poder creerlas del todo, Ramón se retiró de la fiesta, que recién comenzaba, y caminó por la oscuridad hacia su despacho.

En el trayecto se topó con algunos de sus hombres, que se acurrucaban a la luz de un candil para leer las cartas enviadas por sus familiares.

– ¿Qué novedades hay por su casa, soldado?

– Puras cosas malas, mi capitán. Mi madre que está enferma se quedó sola, porque a mis hermanos les dio por insurreccionarse y se unieron a la bola…

– ¿Y por la suya, cabo?

– Pues parecido, mi capitán. Dice mi tío que los peones de la hacienda donde trabaja se quieren ir con los rebeldes. Dice que a lo mejor se va él también.

Arnaud se encerró solo en su despacho y prendió la lámpara de querosene. Quería leer los diarios y las revistas que su superior, el coronel Avalos, había seleccionado para él y le había enviado en El Demócrata. Devoró página a página todos los ejemplares de El Imparcial, buscando trazas del descontento, indicios de la conmoción nacional, rastros de los «antireeleccionistas», o de Madero, o de su hermanito. No encontró ni una sola palabra. Ni siquiera se los mencionaba por ningún lado. Las noticias sólo hablaban de la inauguración de otro puente o de otro tramo del ferrocarril, de las recepciones en honor de algún embajador extranjero, de la condecoración impuesta a don Porfirio por el emperador del Japón.

Arnaud tuvo que revisar las fechas para cerciorarse de que no le habían enviado los diarios de uno o dos años atrás. No; eran números recientes, apenas de los dos meses anteriores. Y sin embargo le parecía recordar todo lo que decían como si ya lo hubiera leído, muchas veces, exactamente igual. Lo único novedoso que encontró, y que recortó para su archivo, fue un artículo extenso sobre la influencia del frío en el carácter de los rusos, otro sobre los hormigueros en forma de montículo y un último sobre la ciencia botánica en Manchuria.

A grandes pasos volvió al galpón de la fiesta, se mezcló entre la gente, tocó la mandolina con más ímpetu que nunca y bailó tan desacompasado como siempre. Cuando Alicia se le acercó a preguntarle por qué estaba tan eufórico, él la sorprendió con su respuesta, que fue más bien una arenga:

– Es que en México no pasa nada. Todo está bien. Como siempre, todo está perfectamente bien. Si el capitán Mayorga dice otra cosa, es porque el que delira y está loco es él. Al viejo Porfirio no lo tumban de su trono ni con dinamita. Y mientras a él no le quiten el puesto, a mí no me quitan el mío. El viejo zorro estará muy viejo pero sigue siendo muy zorro, y todavía se los traga enteros a todos. Aguanta seis reelecciones, y diez, y doce. ¡Qué Francisco Madero ni qué niño muerto!

La última tormenta había caído la noche del Año Nuevo. Después se aplacó la histeria de las aguas y se neutralizó la tensión eléctrica del aire, y el cielo, que durante el invierno los había asfixiado como un techo de cartón, volvió a ser etéreo y a cobrar altura.

Con la llegada del barco y bajo las vibraciones de los soles de enero, Clipperton resucitó y sus habitantes reaparecieron como si despertaran de una siesta húmeda y pesada. Otra vez se vio un desenfreno de actividad por todos los rincones de la isla.

Gustavo Schultz hizo trabajar el doble a sus empleados y trabajó el triple él mismo. Reparó todos los desperfectos que las lluvias habían causado en la vía decauville, repletó los depósitos vacíos con toneladas de guano y pasó en limpio sus libros de contabilidad. En dos semanas tenía todo funcionando otra vez como un relojito suizo. Era como si no hubiera registrado la orden de la compañía de empezar a desmontar las instalaciones, o como si hubiera interpretado justamente lo contrario, que Clipperton era el lugar estratégico para sus planes futuros. Nadie le preguntó por qué hacía lo que hacía, seguros de antemano de que no le entenderían la respuesta. Alicia, sin embargo, creyó intuirla:

– A su manera, a Schultz le pasa lo mismo que a todos nosotros -le comentó a Ramón-. Simplemente no quiere reconocer que lo que ha hecho aquí no sirve para nada.

La obsesión por encontrar el tesoro de Clipperton tomó posesión del alma y del cuerpo de Arnaud, y él, a su vez, contagió del delirio a Cardona y a los demás hombres de la guarnición. Determinaron empezar la búsqueda por la laguna, para lo cual improvisaron un traje de buzo y remendaron como pudieron una escafandra arruinada que les había dejado el capitán de El Demócrata. Atravesando la espesura milenaria del agua, descendieron hasta un mundo oscuro y escurridizo, donde experimentaron la sensación de enterrarse vivos. Siempre habían creído que no existían peces en la laguna: nunca nadie había pescado ninguno. Sin embargo, en lo más hondo pudieron verlos. Eran tímidas criaturas antediluvianas, grandes como focas y acorazadas con gruesas escamas, que acechaban desde las grutas o se parapetaban detrás de nubes de limo volcánico. Los hombres se convencieron de que estos monstruos, únicos habitantes y conocedores de las profundidades, podían llevarlos hasta el lugar donde se ocultaba el tesoro, y más de una vez se quedaron atascados en los túneles de roca subacuática tratando de rastrearlos.

Tuvieron que desistir del propósito al cabo de un par de meses. No habían encontrado nada distinto a vieja basura desleída, y aunque se empecinaban en seguir buscando, no pudieron hacerlo porque la densa concentración salina y azufrosa les había quemado los ojos y corroído la piel. Ni la escafandra, ni el traje improvisado de buzo, habían resultado protección suficiente contra esas aguas hediondas, que tenían el poder de podrir todo lo que entraba en contacto con ellas.

Abandonaron la laguna pero continuaron la exploración en la gran roca del sur. La escalaron por los costados aferrándose a sus bordes filosos, y buscaron en todas sus cuevas y resquicios. Descubrieron que era hueca el día que encontraron, cerca de la cima, un agujero que al principio confundieron con una madriguera y que resultó ser la entrada a su gran concavidad vacía. Se descolgaron con sogas en su interior, seguros de haber dado por fin con el escondite de las riquezas del pirata Clipperton.

Por el orificio de arriba penetraba un chorro cónico de luz solar, atravesado en todos sentidos por el vuelo ciego de miles de murciélagos. En la oscuridad del resto del recinto se condensaba un olor agrio y untuoso, a almizcle de animal encerrado, secretado por las glándulas de los murciélagos, o de los escuerzos que se apiñaban unos sobre otros, gordos y amorfos, en el fondo. En ese reconcentrado reino de pequeños animales negros el silencio era tan definitivo que zumbaba en los oídos. Hasta allí no llegaba el soplo del viento ni el ruido del mar.

Mientras la fiebre del oro tenía a los hombres buscando joyas y monedas antiguas hasta en la panza de los sapos, las mujeres se ocupaban de limpiar la resaca dejada por las tormentas, agitando plumeros, escobas, trapeadores, escobetas, lejía y jabones. Pese a su preñez, Alicia se puso a la cabeza de las brigadas de limpieza y se mostró más activa que nunca.

No sentía náuseas, no sufría de sueño ni depresiones y sus caprichos de embarazada se atenían a las limitaciones de la isla: a todas horas sentía la apremiante necesidad de tomar agua de coco y le gustaba quedarse sola largos ratos en el rincón menos arisco de la playa, sentada al borde del agua, sintiendo cómo las olas, después de hacerse espuma contra las rocas, venían mansamente a acariciarle la panza.

Doña Juana, la comadrona, le había hecho la prueba de la aguja, la del centímetro y la de la taza de café, y, según todas, le nacería una niña. Lo mismo decía Ramón, basándose en datos que traían sus libros de medicina sobre el tamaño y la inclinación de la barriga.

Contra toda evidencia, Alicia estaba segura de que no. Como si pudiera ver en su propio interior, sabía que la criatura que le crecía dentro era un niño. Sabía aún más: el color exacto del pelo y de los ojos y la forma completamente redonda de la cabeza. Estaba segura de que se llamaría Ramón, que sería un muchachito corto de estatura y dulce de carácter y que, por obra de extraños vasos comunicantes, sus alegrías y sus tristezas fluctuarían milimétricamente acordes con las de ella, desde ya y aun durante varios años después de su nacimiento.

Según los cálculos de Ramón, el barco tendría que volver en mayo, lo cual les daría el tiempo necesario para viajar a Orizaba. Así el parto -que sería en junio- y el primer mes de crianza, estarían debidamente atendidos por los médicos y por la familia.

– Este niño va a nacer en Clipperton -le aseguraba Alicia.

– Te he dicho mil veces que no digas eso -contestaba él-. El coronel Avalos me ha garantizado, bajo su palabra de honor, que esta vez no habrá demora. Él sabe que el parto está pendiente y no va a fallarnos.

– Entonces no entiendo qué es lo que va a pasar -insistía ella-, pero yo sé que este niño va a nacer en Clipperton.

La presencia cada vez más tangible de su propio hijo hizo que, por primera vez, Alicia se percatara de la existencia de otros niños en la isla. Antes los había visto sin verlos y ahora estaban allí, como si de repente hubieran salido del mar, de distintas edades y colores, correteando entre los cangrejos y los pájaros bobos. Fue cuando tomó la decisión de poner a funcionar la escuela y de dedicarle la mayor parte de su tiempo. En la playa, al lado de la casa de Brander, levantaron un pequeño tambo sin paredes y con techo de hojas de palmera, y allí sentaron a los niños -nueve en total- alrededor de una mesa larga. La mayor tenía doce años y era Jesusa Lacursa, la hija de Daría Pinzón. Dentro de poco el menor habría de ser un niño menudito y dulce de carácter, siempre prendido a las faldas de su madre, llamado Ramón Arnaud, hijo.

Por esa época las mujeres empezaron a dejar de lado las envidias y los chismes y a tejer entre ellas un estrecho círculo de solidaridad, una logia femenina que ya nunca habría de romperse y que, años después, les permitiría sobrevivir durante los tiempos aciagos en que pasarían por el infierno.

No fueron las tareas domésticas lo que más las unió, ni la escuela, ni el taller de costuras y bordados. Fue el cuidado colectivo de su pelo, que llegó a convertirse en un ritual semanal. Todas, sin excepción -Alicia, Tirsa, doña Juana la partera y las soldaderas- tenían unas cabelleras espléndidas, que les llegaban a la cintura, y que nunca, desde la infancia, habían sido cortadas. Salvo los despuntes de rigor del día de San Juan, cuando la influencia de la luna atraía la sabia del pelo hacia las raíces y se podían emparejar los extremos sin quitarle vida a la melena.

Cada miércoles a la madrugada se reunían en los lavaderos y se enjuagaban el pelo con agua de lluvia serenada en ollas de barro. Contra el sol que lo aclaraba, se echaban chile y hierbas aromáticas para renegrearlo, y contra el mar que lo resecaba, se untaban un emplasto de huevos de pájaro bobo. Para fortalecerlo, se hacían masajes con Tricófero de Barry o con aceite de víbora, y para aromatizarlo, lo rociaban con unas gotas de vainilla. Lo enjuagaban de nuevo, se envolvían un rebozo en la cabeza, sacaban las sillas al sol y se sentaban a dejarlo secar. Luego se lo cepillaban con escobetilla, las unas a las otras, durante horas, y después, con peines de madera o de hueso, se lo tiraban con fuerza hacia atrás, hasta quedar con los ojos oblicuos como las orientales, y se lo peinaban en trenzas de tres o de cuatro gajos que ataban con listones de colores. El día de San Juan se lo despuntaban, cuidando de recoger en una bolsita las puntas del cabello cortado, para guardarlo debajo de la almohada [2].

Durante las largas sesiones de cuidado del cabello había tiempo de sobra para conversar. Se platicaba de partos y de abortos, de amores y de engaños, se relataban sagas familiares, se recordaban batallas de otros tiempos, historias de otros batallones.

Hacia el mes de abril, cuando empezaron a aparecer docenas de aletas negras en las aguas próximas a los arrecifes, el tema de los tiburones se hizo recurrente y obsesivo y desplazó a los demás. Las mujeres se rapaban la palabra para contarse historias de anteriores habitantes de la isla que habían muerto destrozados por tiburones. Como los nueve pescadores que salieron de madrugada en un planchón, de los cuales lo único que regresó fue una enorme mancha de sangre en el agua, que se arrastró hasta la arena de la playa, donde quedó indeleble. O como el gringo empleado de la compañía de guano que era afeminado, y que un día en que se tostaba la piel cerca de la orilla, perdió las nalgas de un mordisco.

– Así lo castigó mi Dios, quitándole la parte por donde pecaba -decía, santiguándose, la señora Juana.

Mientras hablaban, veían a la distancia los destellos metálicos que despedían los lomos de los tiburones, oían el ruido de sus aletas cortando el agua como navajas de afeitar, creían detectar en el aire el aliento fétido que salía de sus gargantas. Por las noches soñaban pesadillas de colmillos y mutilaciones, de marimantas que raptaban niños, de escualos que obligaban a las mujeres a maridarse con ellos, o que salían del mar con forma humana para hacer crueldades.

Era los miércoles por la mañana, cuando estaban juntas y se cepillaban el pelo, que las mujeres conjuraban el miedo contándose estas historias, que hasta ese momento sólo eran recuerdos dudosos y sueños horribles, pero irreales.

Clipperton, 1909.

Alicia se desplazaba por el agua tibia, que se descorría a su paso en cortinas de un azul muy transparente. El contacto con el agua era lento y era grato. Se sentía bien en ese mundo cálido, azul y transparente de paredes líquidas. A muchos metros sobre su cabeza veía la superficie lisa y refulgente como una lámina de plata. El sol, que golpeaba desde arriba el lomo del agua, lo platinaba, lo metalizaba, lo hacía parecer, visto desde abajo, por el revés, como un espejo atravesado por rayos de luz y de calor.

Hasta sus oídos llegaba el sonido sedante de un continuo borbollar. Como un hervor de marmita en la estufa, Alicia sentía el cosquilleo de burbujas que subían por su garganta, efervescentes en sus oídos, acariciando sus tímpanos. El pulso del mar, rítmico y manso, la mecía y la acompañaba como el latido del corazón de un animal enorme, un animal invisible y protector, una fiera poderosa y mansa. Alicia se desplazaba por el fondo y veía, muy arriba, a la distancia, la superficie brillante. Pero sabía que no necesitaba alcanzarla, que no debía salir a flote. Caminaba bajo el agua sin urgencia, sin acosos, sin ahogos. Su respiración era serena y era profunda, sus pulmones se llenaban del aliento cálido del gran animal. Su corazón latía al unísono con el de la bestia. Todo estaba bien, todo transparente. Todo sereno y seguro.

Todo estaba bien, salvo una inquietud, una sospecha. Alicia intuía que desde alguna parte la acechaban sombras dañinas. Sombras oscuras y frías como piedras, como piedras pesadas y vivas que rehuían los rayos solares y que la rondaban en círculo. Merodeaban, esperaban agazapadas, aguardaban su oportunidad, dañadas, dañinas.

Pero ella sabía también que ahora no podrían acercársele. Que no llegarían hasta ella mientras permaneciera sumergida, mientras no asomara la cabeza al otro lado de la lámina luminosa. No la tocarían si estaba protegida por la vigilia del animal, por los focos submarinos de luz tibia, por la complicidad del agua poderosa y mansa.

Se hubiera quedado para siempre en la placidez sin tiempo y sin fatiga de ese gran lecho acuático, pero pese a su voluntad se fue despertando, suavemente. Se vio a sí misma entre su cama, más que acostada, sentada bajo su enorme panza y recostada contra los almohadones que le facilitaban la respiración. Tardó varios segundos en comprender que la sensación tibia y húmeda de su piel era el agua de su propia fuente, que se había roto poco antes, anunciando la proximidad del parto. Minutos después empezó a sentir los dolores.

Hasta unas semanas antes, Ramón todavía confiaba en la llegada del barco que los llevaría a México a tiempo. Mientras anduvo en el frenesí de la búsqueda del tesoro, estuvo demasiado ocupado para obsesionarse con la demora.

Pero todos los esfuerzos por encontrar las míticas riquezas del pirata Clipperton habían sido estériles. Después del chasco que se llevaron buscando en la laguna, fallaron también en la gran roca del sur. La recorrieron centímetro a centímetro, por dentro y por fuera, y al cabo de dos semanas sólo habían encontrado fósiles y líquenes, caracoles antiguos, hongos gigantes, piedras de lava. Los hombres maldijeron, se hicieron un amuleto con algún fósil, con alguna concha de nácar y fueron abandonando el propósito, uno a uno.

Primero desertaron los que siempre habían sido escépticos frente al cuento del tesoro y habían colaborado sólo por disciplina. Después los que habían tenido dudas. Días más tarde los entusiastas que sí habían confiado, en seguida los que fueran fanáticos convencidos, y por último Arnaud, para quien el asunto se había convertido en un problema de honor. Todos quedaron exhaustos, con un sabor a fracaso en la boca y con las manos plagadas de verrugas y los ojos hirviendo de orzuelos, de tanto impregnarse de orines de murciélago y leche de sapo.

Cuando llegó el mes de junio el panorama era crítico: habían perdido el tiempo buscando el tesoro, Alicia entraba al noveno mes de embarazo y el barco completaba el quinto de tardanza. Ramón vio con rencor que la vieja historia de la ansiedad, de la taquicardia, de las noches en vela haciendo y descartando hipótesis, de rogar al cielo y de maldecir al coronel Avalos, se repetía una vez más, idéntica, inútil, y desistió de caer nuevamente en ese juego. Si llegaba el barco, santo y bueno; si no, se arreglarían sin él. Al menos mientras pudieran. Mientras no se murieran. Se aplicó sanguijuelas para que le chuparan la bilis envenenada y la mala sangre, cambió los tratados de piratería por los libros de medicina y se dedicó a prepararse para atender personalmente el nacimiento de su hijo. Doña Juana, la mujer de Jesús Neri, el más viejo de sus soldados, era experimentada como curandera y como partera, y podría ayudarlo.

La madrugada en que Alicia se despertó empapada por el líquido amniótico, Ramón sacó del armario los objetos que tenía preparados y desinfectados y los ordenó pulcramente sobre la mesa de luz, al pie de la cama. Eran trapos blancos hervidos durante horas, jabón antiséptico, alcohol, tijeras y pinzas, listones limpios para amarrar el cordón umbilical, dos palanganas grandes, agujas e hilo de tripa, para coser en caso de desgarramiento. Palpando y escuchando por el fetoscopio, Ramón Arnaud determinó que la criatura se encontraba bien y que su posición era la adecuada. Hizo que Alicia se acostara sobre sábanas limpias, le acomodó los almohadones, le acercó una gran jarra de agua fresca, abrió todas las ventanas para que entrara el aire, bajó las persianas de madera para dejar la habitación en penumbra y se sentó al lado de su mujer, a esperar el nacimiento de su hijo. Doña Juana también aguardaba el momento en que la llamaran para entrar a ayudar.

Fue una espera larga, de más de diez horas. Los dolores venían intermitentes y sacudían a Alicia por ráfagas, fuertes como descargas de electricidad. Después se alejaban, como la marea, dejando su cuerpo en un laxo reposo y su mente perdida en un limbo donde se borraban las referencias al mundo concreto. Hasta que de nuevo el dolor la devolvía bruscamente a la realidad, tensaba todas las fibras de su cuerpo, la sacudía con ondas ardientes que se disparaban desde su centro más hondo hacia sus dos párpados y cada una de sus veinte uñas, para replegarse luego, recorriendo el camino inverso y disolviéndose otra vez en el sosiego y la distensión.

Entre contracción y contracción, Ramón renovaba el agua de la jarra, le acariciaba el pelo, la abanicaba para que se mantuviera fresca. A veces mataban los minutos con juegos de damas, o de cartas, que se interrumpían cuando aparecían las punzadas. Cuando éstas se aceleraron hasta hacerse una sola con interrupciones breves, y el dolor triplicó su intensidad, los dos supieron que el momento había llegado.

Alicia dio rienda suelta a un impulso más telúrico que humano que se desató en su interior y que copó todos sus sentidos. El dolor, aunque en su punto máximo, pasó a segundo plano, convirtiéndose en una sensación débil, sin importancia, ante la potencia del esfuerzo. También el miedo y la incertidumbre de las horas anteriores quedaron borrados ante una gloriosa voluntad de poder, ante una fe ciega en su propia fuerza, que brotaba monumental. Tras el último envión, tremendo y definitivo, Alicia Rovira se perdió en la misma borrachera que marea a un dios cuando acaba de ejercer su mejor don, el de crear la vida.

Ramón contemplaba entre maravillado y aterrado, con las tripas revueltas y el corazón en vilo, ese acto violentísimo y sangriento que es la procreación. Vio aparecer la cabeza, que se asomó hasta la altura de la frente, e inmediatamente volvió a hundirse. Al tercer intento salió completa, mojada y gelatinosa, y Ramón pudo tomarla entre sus dos manos. Vio la cara diminuta que se fruncía en una fea mueca de adulto, y sin tener que jalar, sintió cómo detrás de la cabeza se deslizaba hacia afuera el resto del cuerpo, rápido y resbaloso como una lagartija. Contó cinco deditos en cada mano, cinco en cada pie, y comprobó que las facciones del rostro, aunque retorcidas por el esfuerzo del llanto, estaban perfectas.

Era hombre, tal como había pronosticado Alicia.

– Es un varón -le anunció-. Es un hermoso varón.

Con habilidad y mano cierta, como si ya lo hubiera hecho muchas veces, y con ayuda de Juana, que se afanaba llevando y trayendo trapos y agua hervida, Ramón cortó y cosió, extrajo residuos y limpió restos. Antes de entregarle el niño a la doña para que lo revisara y lo lavara, se detuvo a contemplarlo unos instantes.

– Un marcianito -pensó-. Un marcianito asustado que acaba de llegar de un viaje agotador.

Luego se tendió a descansar en la cama al lado de Alicia, y la señora Juana les alcanzó al recién nacido. Ya limpio y envuelto en un ropón de lino blanco, menos estremecido y menos amoratado, tenía más apariencia de criatura de este mundo. Desde el fondo de su cansancio, Alicia lo miró con amor y con angustia, con demasiado amor y demasiada angustia, como miran a sus crías todas las mujeres, las osas, las tigras, las gatas recién paridas.

En una sola cosa me equivoqué -dijo-. No tiene la cabeza redonda, la tiene puntuda, como el gorro de un enano.

Pero tampoco en eso se había equivocado. Al rato de estar afuera y una vez repuesta de la lucha por atravesar el estrecho tracto, la cabeza del niño, de contextura todavía maleable, perdió la terminación en pico y quedó más redonda que un ovillo de lana.

Ramón descorrió una de las persianas. Por la ventana abierta vieron la bóveda del cielo, alta y limpia, de un azul magnífico. Alicia recordó su sueño. Una imagen instantánea en su cerebro volvió a mostrarle el paradisíaco mundo submarino de cuando dormía, y se alegró de estar despierta.

«En este momento, la vida también es grata y es perfecta», pensó.

Vio a Ramón y al niño, los dos dormidos. Sintió el leve ruido de su respiración tranquila y también ella se dejó arrastrar por la duermevela.

Horas, o minutos, después, gritos que venían del exterior los despertaron, sobresaltándolos. Afuera mucha gente lloraba, llamaba a voces, corría sin concierto. Abrieron los ojos y notaron que el rectángulo iluminado y estático de cielo azul que se veía por la ventana, se había oscurecido, se había puesto en movimiento, pasaba del rosa al violeta, y del violeta a un vino tinto voraz que se lo tragaba todo. Había llegado el anochecer. Los gritos se sentían cada vez más agudos, cada vez más cerca.

Ramón se apresuró hacia la puerta de la casa, bajó de un salto torpe, todavía sonámbulo, la escalerilla del porche, atravesó un círculo de gente que se abrió para dejarlo pasar, y en el centro vio, tendido en el suelo, bañado en coágulos de su propia sangre, los restos de un hombre. Era el cadáver de Jesús Neri, el marido de Juana la partera, un soldado viejo que llevaba en Clipperton más tiempo que los demás. Todos a la vez, todos a los gritos, le contaron a Arnaud lo sucedido. Las versiones no coincidían, se contradecían, cada quien tenía una visión de los hechos.

El viejo estaba metido hasta la cintura entre el mar, metido hasta el cuello en el mar. Estaba al lado del muelle, no, no tan cerca, estaba a diez metros del muelle. Descargaba de su chalupa unos barriles que había transportado por agua desde otro lugar de la isla. Cargaba en su chalupa unos barriles que iba a llevar desde allí a otro lugar. Esos cinco barriles que contenían querosene. Querosene no, agua dulce, el viejo quería llevar agua potable desde el muelle hasta su casa. De pronto lo vieron manotear como un loco. El primero que lo vio fue Victoriano; la que primero lo vio fue la mujer de Faustino; fueron unos niños que empezaron a gritar.

Entre el agua el viejo se hundía, reaparecía, se veían su cabeza, su espalda, sus brazos, ya no se veían. Lo está picando una mantarraya, gritó Victoriano; aguamalas habrán de ser, chilló la mujer de Faustino. Los niños gritaron. Cinco hombres, cuatro, seis -tres hombres y dos mujeres- se acercaron corriendo por el muelle. Lo vieron defendiéndose a mordiscos, a patadas, de las sombras negras que lo atacaban. Lo vieron indefenso, rendido, poniendo cara de perdón, de dolor, de súplica. A palazos los hombres espantaron la manada de tiburones. Eran tres tiburones; eran dos tiburones y una barracuda; era un sólo tiburón inmenso; eran seis: cinco negros y uno blanco. El agua ya estaba roja de sangre cuando los ahuyentaron. Pedro alcanzó a arponear a uno, Pedro casi alcanza a arponear a uno. Rescataron lo que quedaba de Jesús. Cuando lo sacaron ya estaba muerto. Cuando lo sacaron todavía estaba vivo. Tendido sobre el muelle jadeó un rato, le rezó a la Virgen de Guadalupe, llamó a su mujer, Juana. Tendido en el muelle no dijo nada, sólo se murió sin decir nada. Intentó incorporarse con lo que le quedaba de cuerpo, le vino una bocanada de sangre, se murió. Primero se murió y enseguida la sangre se le escapó por las heridas, por la nariz, por la boca. Luego lo colocaron sobre una manta, lo llevaron hasta la entrada de la casa grande, y llamaron al capitán Arnaud.

Ramón veía perplejo tanto destrozo, tanta miseria de ese hombre deshecho, tanta tristeza de ese cuerpo vuelto un guiñapo. No atinaba a hacer otra cosa que quedarse parado, mirando. Había desaparecido su eficiencia de aprendiz de médico, se había esfumado su autoridad de gobernador, había perdido la capacidad de reaccionar. Sólo podía permanecer allí parado, y mirar. Tenía demasiado fresco el impacto del parto y las dos imágenes se yuxtaponían, se mezclaban, lo aturdían. Al lado del cadáver, sentada en cuclillas, doña Juana lloraba quedito, parejo, sin aspavientos ni lágrimas, resignada a la muerte desde siempre.

La voz del teniente Cardona rompió la hipnosis colectiva que producía la contemplación del cadáver.

– Hay que enterrarlo -dijo.

– Hay que enterrarlo -repitió mecánicamente Ramón-. Y hay que buscar un cementerio.

La escasa capa de tierra de Clipperton hacía casi imposible enterrar al hombre. Taparlo con paladas de guano sería insalubre y sacrilego, y cavar una fosa en la roca sería una tarea demasiado ardua. Alguien sugirió que lo tiraran al agua, pero la idea de que los tiburones acabaran de devorarlo horrorizó a Ramón. Si fuera marino y hubiera muerto en alta mar, tal vez habrían podido hacerlo, pero el viejo Jesús era soldado y había muerto a dos pasos de la tierra.

Las mujeres espantaban a los cerdos que se enloquecían por husmear y a los moscos que se arremolinaban sobre la sangre seca. Se empezaba a sentir en el aire la rápida descomposición del cadáver bajo el calor de ese anochecer sin viento. Era necesaria una solución rápida. Después de recorrer varios lugares, Arnaud se decidió por un rincón de la playa, cerca de la torre del faro, hasta donde no llegaba el agua. El amontonamiento y el endurecimiento de la arena en ese sitio permitirían cavar un hueco suficientemente hondo. Allí inaugurarían el cementerio.

A Jesús Neri, o lo que quedaba de él, lo amortajaron, lo guardaron entre una caja cuadrada de madera de pino, de las que traían alimentos en el barco, y lo enterraron bajo una cruz de palo. A falta de flores, sobre su tumba pusieron hojas de palma. Doña Juana ya no lloraba, nada más aullaba suavecito, rítmico, parejo. Arnaud pronunció algunas palabras:

– Este día, 29 de junio de 1909, la vida y la muerte visitaron a Clipperton por primera vez desde que estamos aquí -dijo.

Ciudad de México, hoy.

Busco huellas de la vida que llevó el teniente Secundino Ángel Cardona Mayorga. De la vida que llevó y que lo condujo, al final, a Clipperton. He encontrado una fotografía suya, que tengo sobre mi escritorio. También un documento invaluable para seguirle los pasos, el dossier completo de su expediente militar, desde que entra al servicio hasta que muere.

La fotografía, hecha en un estudio de pueblo, tiene como telón de fondo unas desvaídas cortinas de brocado y adelante una mesita redonda. Sobre ella están el chacó y la mano derecha del teniente, las yemas de los dedos rozando apenas la superficie. La mano izquierda sostiene por el mango un sable cuya punta se apoya contra el piso. Bajo el uniforme militar de guerrera larga, con doble fila de botones dorados y cinturón ancho, se ve a un hombre bien parecido y bien parado: marcial pero con desenfado, sin rigidez. Con coquetería, tal vez; con socarronería.

Debe tener veinte años. Detrás de la mirada seductora y del uniforme de gala, se delata un origen humilde, indígena. Es un joven demasiado seguro de sí mismo para ser tan joven, para ser de origen humilde.

Tiene abundante pelo negro peinado hacia atrás, es moreno, de nariz recta, mandíbula cuadrada, ojos aindiados que no miran hacia la cámara sino un poco hacia la izquierda. Sus facciones son gratas, bien formadas, con excepción de las orejas, dos medios círculos prominentes. Pese a la pulcritud premeditada de su porte, sus botas están rucias de polvo. Son botas que han trotado caminos y que están bien plantadas sobre la tierra.

El expediente militar consiste en un centenar de informes escritos a mano, en diferentes caligrafías, firmados por los diversos superiores de Cardona. No desmienten el aspecto de lechuguino de los bajos fondos que el teniente muestra en la fotografía. Por el contrario.

El niño Secundino Ángel nació el 1 de julio de 1887 en el estado de Chiapas, en las goteras de la ciudad de San Cristóbal, un enclave colonial que ejercía dominio sobre un extenso territorio indio. Sus casas, todas pintadas de azul en homenaje a la Virgen María, estaban ocupadas por licenciados y clérigos de raza blanca. En sus calles de piedra los indígenas comerciaban, se ofrecían a los enganchadores de mano de obra, se emborrachaban tomando alcohol y éter hasta caer al suelo dormidos, o desmayados, o muertos.

En medio del montón de indios chamulas sentados entre el barro y el estiércol de la plaza, el niño Secundino era uno más, canijo, percudido, invisible, prendido a las naguas de lana oscura de su madre, Gregoria Mayorga.

No era más que un niño más, con agobios y resignaciones de adulto, cuando subía y bajaba montañas cargando leña detrás de su padre, que se llamaba Rodolfo Cardona y era un indio chamula como los otros: macizo, de pelos bravos, de ojos dóciles. Su vestido era una túnica corta que dejaba al aire las piernas, un manto de piel de carnero sobre los hombros, un pañuelo blanco enrollado en la cabeza. Vestía a imagen y semejanza del patrón de los chamulas, san Juan Bautista, según era la usanza bíblica de esas montañas, donde los santos imponían la moda. No sólo los chamulas iban por el mundo con los atavíos del Bautista; también los pedranos usaban a diario la capa, el morral y la túnica de san Pedro, y los huistecos el manto y los calzones bombachos del arcángel san Miguel.

Como su padre Rodolfo y su madre Gregoria, el niño Secundino era analfabeta y no hablaba español. A los doce años ya sabía en cambio lidiar hambre, aguantar soledad y tragar miedo, y decidió irse solo de esa tierra donde la vida de un adulto no valía nada y la de un niño menos. No tanto que decidió irse como que el camino lo fue alejando, y paso a paso dejó atrás las cabañas de barro, los carneros y los cerdos, las parcelas de tierra roja. Atravesó los bosques espesos de pinos y ocotes y cuando llegó hasta lo que desde su casa se veía como un horizonte de montañas azules, se encontró ante las puertas del cuartel. Era el Batallón Guardia Nacional. El niño Secundino se atrevió a entrar, se paró en una esquina de las caballerizas y como no hablaba sino lengua tzeltal, no le dijo nada a nadie. Simplemente esperó horas, hasta que alguien se percató de su presencia y lo reclutó como voluntario.

En el cuartel acabó de crecer y aprendió el español, la lectura y la escritura. Aprendió también a tocar dianas, silencios y retretas, y a los trece ya era corneta. Tal vez porque se había criado en un pueblo fabricante de mandolinas y tambores, la música se le daba y cantar le parecía fácil. Todo lo demás se le dificultaba. Según los informes de sus superiores, era un muchacho «refractario» al aprendizaje y rebelde para la disciplina. Pero la música no, ese era su don. En los ratos libres debió pasar de la corneta a la guitarra, y de los toques militares a las canciones de amor. Cuando cantaba ganaba presencia, cobraba estatura, perdía timidez. Dejaba de ser uno más.

Además era guapo y aprendió a peinarse modosito, a tusarse el bigote y a mirar de esa manera medio risueña, medio con sueño, como si no viera lo que estaba mirando. Descubrió las ventajas de su voz y de su facha, se despercudió de miserias y tristezas y por ahí fue encontrando la veta para hacerse persona. Se volvió enamorado y aventurero, listo que se hace el tonto, parrandero y buscapleitos.

A los 17 años lo trasladaron al Batallón de Seguridad Pública de Tuxtla Gutiérrez. Ya no era un adolescente sino casi un hombre, ya no era un indio pero tampoco era un blanco. Había cambiado la túnica del Bautista por el uniforme de soldado, era bilingüe, sabía enamorar muchachas indígenas y también señoritas mestizas. Además conocía las normas de ortografía y trazaba una letra firme y pomposa que le permitió emplearse como escribano de la Jefatura Política de la misma población donde prestaba servicio. Se había convertido en el indio que habla español, el que hace de intermediario entre las autoridades indígenas y las autoridades locales. Secundino Ángel Cardona ya ni era uno de los suyos, ni era uno de los otros. Pero tenía a favor su voz, su aspecto, astucia de desclasado y una inteligencia práctica, afilada en el infortunio, que él ocultaba para atravesar la vida sin comprometerse con nada ni con nadie. Sin esperar recompensas y eludiendo castigos.

Mal que bien, mal que mal, hizo una carrera militar. Fue soldado de primera clase, sargento segundo, sargento primero y subteniente de infantería de auxiliares. Después marchó a Yucatán, a la guerra contra los indios mayas, insurreccionados contra la dominación blanca. Allí descubrió que sus días de pobreza con sus padres y sus noches en las barracas pringosas de los soldados no eran, como había creído, el último escalón de la miseria, sino apenas el penúltimo. Fue en el Primer Batallón, de campaña en las selvas de Yucatán, donde Secundino Ángel y sus compañeros de tropa conocieron el sótano oscuro de la condición humana.

Se enterraron en un laberinto de pantanos sin salida, derrotados de antemano por el desconcierto, por el paludismo, la lepra de monte, el calor y las serpientes, mientras sus enemigos conocían la selva como la palma de la mano y acechaban emboscados, inmunes a miasmas y ponzoñas.

Se movían con pesadez paquidérmica de ejército regular, mientras el adversario los acosaba con tácticas de guerrilla. Veían la guerra como una misión maldita, como una obligación detestable, mientras los mayas estaban en lo suyo, en su guerra santa, y peleaban con la convicción de las fieras acorraladas, que saben que si no matan, se mueren.

A veces las tripas de los soldados se reventaban al tomar el agua de un pozo envenenado por los indios. A veces caían en trampas de espinas que habían sido conservadas dentro del cadáver en descomposición de un zorro, y que al clavarse en la carne producían llagas incurables. Otras veces sus cuerpos eran destrozados por granadas prehistóricas, hechas en cuero crudo de toro y amarradas con cuerdas de henequén. Pero también podía suceder que los barrieran las ráfagas fosforescentes de modernos fusiles LeeEnfields, proporcionados a los rebeldes por los ingleses de Belice.

Ellos, los soldados del ejército mexicano, estaban metidos en el último círculo del infierno, sujetos a las órdenes burocráticas de algún general ausente, mientras sus enemigos, los herederos de los mayas, guerreaban por designio divino y recibían las instrucciones de combate de una santa cruz parlante que custodiaban en un santuario-fortaleza. No había manera de ganarles.

Por alguna acción que los informes militares no precisan, o tal vez simplemente por haber aguantado en Yucatán, el subteniente Cardona recibió del gobernador del estado una medalla al valor y al mérito. Fue el único premio que obtuvo en su vida.

Los castigos, en cambio, le llovieron. De regreso de Yucatán, en el Primer Batallón con sede en Puebla, lo atacaron la rebeldía y la indisciplina y el paso por el calabozo se volvió parte de su rutina. Así consta en su expediente, recargado de advertencias y sanciones: estuvo 15 días en la prisión militar Santiago Tlatelolco por faltar dos días seguidos al servicio; quedó arrestado en la sala de banderas por concurrir a la parada sin pistola; luego otros 15 días por irrespetuoso. Después pasó preso 15 días por insultar a un oficial y «forzarlo a la riña». Por ese incidente recibió una amonestación que equivalía al paso previo a la expulsión del ejército. Cardona no se dio por aludido.

Se volvió alcohólico. Se ponía unas borracheras apocalípticas y hacía todo lo que no se atrevía estando sobrio. Golpeaba al amigo, abrazaba al enemigo, irrespetaba al superior, violaba a la mujer del inferior, destrozaba su guitarra, vomitaba su guerrera, se cagaba en su destino.

Que no vinieran a exigirle ahora que no tomara, si de niño lo habían alimentado con aguardiente. Cuando a su madre la atacaban unas convulsiones que la dejaban rígida, el curandero la embriagaba para espantarle el mal. Cuando su padre vendía en el mercado los sombreros de paja que fabricaba, se iba a una cantina de San Cristóbal y se llenaba de aguardiente. Ensopado en babas, olvidado de su cuerpo, se elevaba en un viaje aurista y astral hacia mundos lejanos y mejores. Lo encontraban cuatro o cinco días después con expresión beatífica dentro de su raído traje de santo, desplomado en el nicho de una zanja del camino.

El mismo Secundino, de pequeño, supo lo que era la felicidad agridulce de la borrachera, cuando en las fiestas le pasaban la jicara de aguardiente y le adornaban la cabeza con un gorro de piel de mono.

– Ponte alegre, mi niño -le decían-. Hoy que es fiesta, ponte alegre y baila y salta como un monito.

A los 28 años de edad lo echaron del ejército. Adulto pero no maduro, ni indio ni blanco, ni peón de campo ni bicho urbano, ajeno a los civiles y expulsado por los militares, Cardona se quedó sin un lugar en este mundo.

Al año siguiente pasó una solicitud al ministerio de Guerra y Marina pidiendo el reingreso, bajo observación de conducta. La respuesta fue contundente: «No es apto.» Por abusivo con sus inferiores, por igualado con sus superiores, porque «procediendo de la clase de la tropa, se habituó al roce con ella, del cual no prescinde». Por si no quedara claro, el oficial firmante añadió al final de la página: «Dígase al interesado que no insista.»

Pero Cardona insistió. Durante tres años había probado suerte en diversos oficios, como empleado del señor Enrique Perret, dueño de una tipografía ubicada en Espíritu Santo número 3 de Ciudad de México; como dependiente del señor Steffan, dueño de una papelería en Coliseo Viejo número 14, de la misma ciudad; como cobrador de la compañía Roger Heymans; como maestro de obras del señor Enrique Schultz. A todos sus patrones les pidió cartas de recomendación, y las anexó a una nueva petición de reingreso. Le volvieron a decir que no.

Entre las mañas de Cardona estaban las de esperar con serenidad de santo, insistir con tenacidad de mendigo y saltarse instancias para llegar directamente a la jerarquía superior. Durante todo un año se dedicó a recoger cartas que hablaran bien de él, pero esta vez lo hizo por lo alto. Consiguió la del mayor de Caballería Guillermo Pontones; la del mayor de Infantería Félix C. Manjarrez; la del inspector de Policía E. Castillo Corzo, quien dijo conocerlo como persona honorable. Y una última carta, que debió ser la decisiva, firmada por el general Enrique Mondragón, que aseguraba que «este señor ha mejorado mucho su conducta y merece por tanto ser empleado nuevamente en el ejército».

Finalmente la secretaría de Guerra y Marina, por agotamiento de la paciencia, o por presiones de arriba, desautorizó sus resoluciones anteriores y autorizó la readmisión de Cardona en el ejército, en el 27 Batallón que se encontraba en la campaña de Sonora. Lo enviaron a guerrear contra los indios yaquis y después lo destinaron a las minas de Cananea. Sus viejos vicios reaparecieron y volvieron a sumarse los días de arresto: 9 en la sala de banderas por faltas de atención al superior, 9 más por entrar a una cantina con uniforme, 15 días por faltas en el servicio, otros 12 por lo mismo, 10 días sin que se especifique el motivo, 10 por faltar a la fajina de la leña y no presentarse a las listas de seis, de retreta y de diana, un mes en la prisión militar de Tokin por faltas graves contra la mujer de un corneta, otro mes más porque estando arrestado, pidió permiso para ir a orinar y burló el arresto, 8 días por no presentarse a diana, 8 días por no concurrir a instrucción, 8 días por faltas en el servicio, otros 8 por lo mismo, 30 días por lesiones inferidas a un soldado, un mes por maltrato a la mujer de otro soldado, un mes por escándalo en la vía pública.

Sus superiores desistieron de los arrestos porque no surtían efecto en él y optaron por enviarlo a misiones de alto riesgo, como la campaña contra los rebeldes del estado de Guerrero. Luego lo ascendieron a teniente por su conducta audaz en varios tiroteos, pero como seguía tomando, lo relegaron a destacamentos indeseables. Primero fue a parar a un arrejunte de lisiados, perdidos y lúmpenes que llamaban el Batallón de «Sueltos», y después fue literalmente almacenado, como material de cuarta, en el Depósito de Jefes y Oficiales.

De ese depósito lo rescataron para enviarlo a la isla de Clipperton. Estando allí fue ascendido a capitán segundo. Pero Secundino Ángel Cardona nunca llegó a enterarse de esta noticia.

Ciudad de México, 1911.

En diciembre de 1911 llegaba otra vez a Clipperton El Demócrata. Hacía siete meses lo esperaban, en condiciones durísimas, pero de alguna manera durante los últimos dos años los habitantes de la isla se habían hecho a la idea de que la periodicidad real para el arribo de los barcos no era cada tres meses, sino aproximadamente cada seis.

Durante ese período había nacido la segunda hija de Ramón y Alicia. Como al primogénito le habían puesto el nombre del padre, a ésta le pusieron el nombre de la madre y la vieron crecer saludable y alegre, como si más allá de Clipperton no existiera más tierra ni cielo, como si no hubiera mejor comida que un filete de tiburón ni juguete más divertido que las caracolas y los cangrejos.

Si Ramoncito era un niño apegado a sus padres y abrumado por las preocupaciones de los adultos, Alicia, la chiquita, resultó el polo opuesto. Desde que aprendió a usar sus piernas, a los once meses, salió corriendo y organizó su mundo propio entre los corales, entre la arena, entre los charcos de barro. Era una proeza dormirla en una cama o mantenerla quieta bajo techo.

Con el paso de los años -de muchos años- esta niñita se convertiría en Alicia Arnaud viuda de Loyo, la anciana encantadora que vierte la leche en jarras y evoca recuerdos felices, sentada a la mesa de su cocina en la Pensión Loyo, de Orizaba.

El día que llegó El Demócrata le entregaron a Ramón una carta de su madre, doña Carlota. Estaba fechada en Orizaba, en diciembre de 1910, así que traía un año entero de retraso. Antes de hacer cualquier otra cosa, Ramón se encerró a leerla.

Era inusualmente pormenorizada y larga, y rebosaba optimismo y buen humor. La señora le contaba a su hijo sobre las fiestas del centenario de la independencia, que se habían celebrado en la capital en el mes de septiembre de 1910. Ella había sido invitada a asistir, a través de amistades que conservaba en el gobierno. El centenario había coincidido con el cumpleaños del general Porfirio Díaz, y el anciano presidente, que llegaba a los ochenta, había resuelto echar la casa por la ventana para la doble celebración. Las fiestas serían las más espléndidas que su pobre país hubiera visto jamás. Durante un mes entero correría el pan y abundaría el circo.

¿Que había quienes pretendían correrlo con sublevaciones y revueltas? Él se encargaría de demostrar que aún tenía las riendas, y bien sujetas. ¿Que decían que estaba viejo y cascado, que por todo lloraba como un niño de pecho, que se había vuelto sordo como una tapia y caprichoso como una embarazada? ¿Que nadie se lo aguantaba por cascarrabias y que había perdido la memoria al punto de no acordarse ni de su segundo apellido? Ya les demostraría Porfirio Díaz que conservaba sus huevos, íntegros y bien puestos. Ya se enterarían todos los falsarios y aprendices de usurpadores quién era el auténtico «Patriota sin paralelo», el «Príncipe de la Paz», el «Estadista del Mundo», el «Creador de la Riqueza», el «Padre de su Pueblo». Ya se enterarían.

Doña Carlota quedó deslumbrada cuando lo vio, asomado al balcón del zócalo, reluciente su pecho como un árbol de navidad, o como un cielo estrellado, con los cientos de medallas que cargaba prendidas al uniforme.

«Es de ver y no creer -le comentaba a su hijo en la carta-. El viejo entre más viejo, más apuesto y hasta más blanco se vuelve. Yo lo recuerdo en su juventud, cuando parecía lo que es, un indio mixteco. Ahora parece todo un gentleman. El poder y el dinero blanquean a la gente.»

Doña Carlota había lucido sus altas plumas negras en la cabeza para asistir a la gran procesión alegórica, durante la cual todos los personajes, pasados y recientes, de la historia de México, habían recorrido el Paseo de la Reforma. Abría el desfile un Moctezuma semidesnudo pero más emplumado aún que la viuda de Arnaud, y lo cerraba una versión rejuvenecida y estilizada del propio don Porfirio.

Detrás del desfile había partido el cortejo de visitantes invitados, primero los del extranjero, después los de provincia. Entre estos iba, oronda y rotunda, la matrona Carlota de Orizaba. Boquiabierta contempló la ciudad capital, recamada de arcos florales, luces artificiales, banderas, brocados y colgaduras. Sólo caras hermosas y trajes finos veía por todos lados, y se percató de que los guardias ahuyentaban de la zona asfaltada a sus habitantes naturales: los léperos, los sifilíticos, las prostitutas y los mutilados.

El gran baile de gala, al cual también tuvo oportunidad de asistir, resultó más fantástico y fastuoso de lo que su imaginación se hubiera atrevido nunca a soñar. Allí estuvo parada -buena moza, cándida y maravillada como una Cenicienta rolliza y envejecida- en medio del palacio principesco, de los ciento cincuenta músicos de la orquesta, de los quinientos lacayos que escanciaron veinte furgones enteros de champaña francesa, de las treinta mil luces que adornaban el cielo raso, de las incontables docenas de rosas que atiborraban los salones.

«Es una pena que no estés aquí, disfrutando de toda la grandeza de estos momentos -le escribió a Ramón-. Este es el lugar para un joven oficial como tú. Aquí encontrarías un futuro brillante, al servicio del general Díaz. Aunque digan que me entrometo, te repito que me envenena la sangre pensar que estás enterrando inútilmente tu vida en esa isla.»

Con ese comentario doña Carlota dio en la tecla, como siempre que se trataba de poner a funcionar la compleja maquinaria de culpas, remordimientos y resentimientos que Ramón tenía montada dentro de su cabeza. Pero esta vez fue sólo por unos minutos.

Arnaud dobló cuidadosamente la carta, la besó y se la guardó en un bolsillo. Acto seguido, salió al muelle a recibir al capitán de El Demócrata, Diógenes Mayorga, a quien la última vez había visto nervioso y desencajado por las noticias que traía de México. Esta vez Mayorga lucía sereno, seguro de sí mismo. Exhalaba un aire parecido a la petulancia o a la superioridad. Sin ninguna prisa empezó a rendirle a Arnaud el informe de las novedades, y al mismo tiempo se hurgaba minuciosamente los dientes. Abría mucho la boca e interrumpía sus frases por la mitad, para observar -con curiosidad, casi con orgullo- las pequeñas partículas que salían engarzadas en la punta del palillo.

– Ustedes deben ser los únicos mexicanos que no se han enterado -dijo-. Ya cayó Porfirio Díaz.

– ¿Cómo? -gritó Arnaud, y sus ojos redondos se desorbitaron.

– Como lo oye. Cayó el viejo Porfirio. Huyó en un barco a París y allá debe estar, cuidándose la próstata.

– No es posible, no entiendo, cómo me va a decir eso -la voz de Arnaud se atropellaba, destemplada-. Usted está mal de noticias, mire esta carta, aquí dice que el general Díaz está más fuerte que nunca, que demostró todo su poder en la celebración de su cumpleaños, que fue un acontecimiento…

– Ah, sí -lo interrumpió Mayorga-. La fiesta esa. Fue el último pataleo del ahorcado.

– ¿Y quién pudo haber derrocado al general Díaz?

– Cómo que quién. Pues Francisco Indalecio Madero.

– ¿Madero? ¿El chaparrito de la barba de pera? ¿El loco que invocaba espíritus?

– Pues ni tan chaparrito ni tan loco -dijo Mayorga, hundiendo la punta del palillo entre el colmillo y la muela del lado-. Ahora es el presidente constitucional de México. ¿No le conté la vez pasada que había una guerra? Pues la ganó Madero. Todos estamos con él.

– No entiendo nada. ¿Cómo puede estar usted con él? ¿Acaso no derrotó a Porfirio Díaz y al ejército nuestro? Por lo menos eso es lo que usted mismo dice. ¿Ve cómo se contradice? Al fin ese tal presidente Madero qué es, ¿amigo o enemigo?

– Haga un esfuercito, capitán Arnaud, a ver si por fin comprende -dijo Mayorga sin perder la calma y mirando a Ramón con una desafiante sonrisa de medio lado-. Antes era enemigo, pero ahora que ganó, es amigo. Prometió que no va a desmontar al ejército federal, y se ve que no es hombre de rencores, porque nos va a mantener a todos los oficiales en nuestros puestos.

– Qué guerra tan rara -comentó suavemente Arnaud, más bien para sí mismo.

Esa noche Ramón y Alicia no pegaron los ojos. Hora tras hora conversaron, discutieron, barajaron y descartaron posibilidades, pelearon, hicieron las paces, y hacia el amanecer se pusieron de acuerdo en que toda la familia partiría ese mismo día para México, en el viaje de regreso de El Demócrata. Tenían que enterarse personalmente de la situación. Averiguar cuál era el interés del actual gobierno frente a Clipperton.

– No creo que vayamos a encontrarnos con nada bueno -le susurró Ramón a Alicia durante el interminable desvelo-. Cada vez estoy más convencido de que esta islita no era más que un capricho personal de don Porfirio. El nuevo presidente no debe saber ni dónde coños está.

Pocas horas más tarde partían con sus dos hijos rumbo a Acapulco, después de empacar cuatro cosas entre una maleta y de dejarle a Cardona las instrucciones para que se hiciera cargo hasta el regreso de Arnaud.

Durante la travesía, el capitán Mayorga les había dicho:

– ¿Quieren ir a visitar a sus familias a Orizaba? Mejor olvídense. No se puede transitar con niños por las carreteras de México. Si no los atracan los cuatreros, los emboscan los revolucionarios, y eso es peor. A ustedes los matan, y a los huerfanitos los enrolan y se los llevan con ellos.

Arnaud no creía ni una palabra de lo que oía. No quería confiar en lo que decía Mayorga, pero tampoco lo podía contradecir. Era como si éste viniera de otra era, del futuro, y hablara de un planeta que Ramón ya no conocía.

Tres días después, tras pisar suelo mexicano, se enteraron, de un solo golpe, de que el coronel Avalos, el amigo y protector de Ramón, ni estaba más a cargo de Clipperton ni se encontraba en Acapulco, de que doña Petra, la madre de Alicia, había muerto, y de que su padre, don Félix Rovira, había abandonado Orizaba y residía ahora en el puerto de Salina Cruz, donde desempeñaba un alto cargo en la Cervecería Moctezuma.

Esta última era la única buena de las noticias, porque desde Acapulco era fácil llegar por mar hasta Salina Cruz, donde encontraron, en efecto, a don Félix. Los sorprendió verlo rejuvenecido, entusiasta, primaveral, luciendo traje y zapatos blancos y gorra al estilo marinero. Con un nieto en cada rodilla, fumando su pipa con una mano y con la otra acariciándole el pelo a Alicia, les habló con fervor de la democracia y de Francisco Madero, a quien había conocido personalmente en Orizaba durante una multitudinaria manifestación de apoyo.

– No quiero ofenderte, Ramón, yo sé que tú apreciabas a Porfirio Díaz -le dijo don Félix-. Pero, honestamente hablando, ese era un grandísimo bandido. Yo creo que ahora sí estamos en buenas manos.

– Yo no soy un político, suegro -le contestó Ramón-. Soy un militar, y estoy con quien esté en el ejercito federal.

Alicia y los niños permanecieron con don Félix, en Salina Cruz, mientras Ramón emprendía una agotadora peregrinación a la capital para averiguar sobre su suerte y la de su isla. Ese era un asunto viejo, de la administración pasada. Nadie, en las oficinas de México, lo recordaba, y a nadie le importaba. Así que durante varios meses tuvo que quedarse dormido en cien salas de espera, darle explicaciones a cien funcionarios, firmar cien solicitudes, pelearse con cien burócratas.

Mientras tanto el país se desbocaba, frenaba en seco, se salía de madre, encontraba su destino, lo perdía, volvía a encontrarlo y volvía a perderlo, al ritmo del galope vertiginoso de Pancho Villa y sus guerreros Dorados en el norte, del avance cauteloso de Emiliano Zapata y sus campesinos sin tierra en el sur, de los pasos en silencio del general Victoriano Huerta y su logia de traidores en la capital.

Ramón, hombre de obsesiones e ideas fijas, estaba demasiado absorto en su propio problema para darse cuenta cabal del remolino de acontecimientos que se precipitaba a su alrededor. Después de mucho batallar, logró encontrar, tapados de polvo y arrinconados en el último archivo, unos papeles que le concernían. Se trataba de un acta firmada por Porfirio Díaz algunos años antes de huir de México, según la cual el gobierno francés y el gobierno mexicano -a petición de este último- solicitaban el arbitraje de Víctor Manuel III, rey de Italia, en el litigio sobre la soberanía de la isla de Clipperton, y se comprometían solemnemente a acatar su fallo.

Con esto en la mano, Arnaud obtuvo finalmente una entrevista con el Secretario de Guerra y Marina del gobierno de Madero, quien le firmó todas las autorizaciones necesarias para seguir desempeñando su cargo y para seguir contando con el apoyo logístico enviado por barco desde Acapulco.

Mientras tanto Alicia, embarazada por tercera vez, se aproximaba a la fecha de dar a luz y se trasladó a la ciudad de México, con don Félix y los dos niños, para encontrarse allí con Ramón. Se instalaron en tres habitaciones amplias y confortables de un hotel ubicado en pleno centro, el de San Agustín. Contrataron para su servicio particular a una de las camareras del hotel, llamada Altagracia Quiroz. Se trataba de una muchacha de 14 años nacida en Yautepec, Morelos, y arrastrada a la capital por los desquicios de la revolución. Andaba vestida como las demás camareras del hotel, con delantal de percal blanco y pañuelo rojo atado al cuello. A pesar de su nombre, Altagracia no tenía una gota de gracia. Era robusta como un tronco y cilindrica como otro, chata de narices y baja de estatura. A cambio de tanta cosa fea, la naturaleza le había dado un tesoro: una mata salvaje de pelo endrino, lustroso, que le llegaba hasta los tobillos. «Tienes el cabello igual a la Virgen de Guadalupe», le decía, de pequeña, su madre. Pero a ella no le gustaba su pelo y no le llevaba suelto. Siempre se lo ataba en trenzas y chongos. De tener algo de La Guadalupana, hubiera preferido mil veces sus naricitas respingadas, sus pies rosados o sus ojos milagrosos.

La señora Arnaud le pidió que cuidara de los dos niños mayores mientras ella se ocupaba del nacimiento y la crianza del tercero, y le ofreció un sueldo de diez pesos mensuales, que era el doble de lo que recibía en el hotel. Altagracia aceptó y de ahí en adelante unió indisolublemente su vida a la de esa familia que hasta el día anterior no conocía. Sin saberlo, había pactado su tragedia con el destino, a cambio de diez pesos mensuales.

Días después llegaba al mundo Olga, la única de los cuatro hijos del matrimonio Arnaud que no habría de nacer en Clipperton. Tal vez fue por eso que la isla no la marcó, como a sus hermanos, a pesar de los años que debió vivir en ella. Tal vez sea por eso que en su vida adulta la señora Olga Arnaud Rovira, tercera hija de Ramón y Alicia, nacida en el Hotel San Agustín de la ciudad de México, se haya negado siempre a hablar de Clipperton, o a rememorar esa etapa de su vida, con propios o con extraños.

Una tarde de febrero del año de 1913, Ramón iba por la calle camino a su hotel, y no pudo llegar. Se lo impidieron los francotiradores apostados en los techos, las balas perdidas que silbaban en todas direcciones, los cadáveres hacinados en las esquinas, los incendios que bloqueaban las calles, las casas que se venían abajo alcanzadas por cañonazos, los cordones de soldados que impedían el paso. Como pudo, averiguó lo que sucedía: el general Victoriano Huerta quería derrocar al presidente Madero y la ciudad estaba en guerra.

Por primera vez desde que había vuelto a pisar el continente, Arnaud vio de frente la realidad. Se tropezó de narices contra el dilema: El ejército estaba dividido, y soldados con el mismo uniforme se mataban los unos a los otros. ¿Con qué bando debía estar? ¿Tenía la obligación de defender al gobierno o el deber de apoyar a los golpistas? No supo responderse a sí mismo pero comprendió que tampoco le importaba. Era demasiado tarde para hacer cualquiera de las dos cosas.

Durante diez días y diez noches rodó hacia donde lo empujaron las estampidas de la masa. Deambuló pegándose a las paredes para salvar su pellejo, ayudando a los heridos que se le colgaban del hombro como si fueran borrachos, tratando de sacar algo en limpio de las versiones y contraversiones que corrían de boca en boca. Y sobre todo intentando desesperadamente volver al hotel, para saber de la suerte de lo suyos.

Por fin lo logró. Irrumpió en las habitaciones de su familia con la mirada extraviada, la ropa renegrida y en jirones, los pelos disparados como los de un loco. Su mujer y su suegro lo abrazaron muy fuerte, muy largo. Él empezó a caminar de una esquina a otra de la recámara a zancadas, como una fiera enjaulada, mientras vomitaba palabras. Sin orden ni concierto, a los gritos, les fue contando lo que había visto, lo que había oído:

– El presidente de Estados Unidos mandó decir que ya estaba bueno de revoluciones, y que si México no ponía un gobierno mejor, sus barcos de guerra nos iban a invadir, con cuatro mil marines. Al hermano del presidente Madero le sacaron los dos ojos, el bueno y el postizo, con la punta de un sable. A los hombres leales a Madero los fusilaron. Al presidente lo apresaron, lo obligaron a dimitir y después lo asesinaron. El embajador norteamericano, Henry Lane Wilson, fue la mano oculta detrás de todo lo que pasó. Dicen que sólo le faltó apretar personalmente el gatillo de la pistola que mató a Madero. Ahora el que tiene el poder es el general Huerta, que es amigo de los gringos…

– No sé -respondió Ramón, seguro de lo que decía-. No pienso nada. Pienso que ésta no es mi guerra.

– Entonces vamonos ya -le pidió ella, con un tono suplicante que él nunca antes le había oído-. Por favor, volvamos a casa. Clipperton es un paraíso comparado con el resto de México.

Ramón no contestó enseguida. Se sacó del bolsillo de la camisa la reciente orden que había obtenido del Ministerio de Guerra y Marina, y con la punta del papel rozó la nariz de su mujer.

– Hay que esperar, encanto -le dijo-. Esta hojita la firmó el gobierno anterior. Ahora falta ver si el de Huerta la ratifica…

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