Maroon

Clipperton, 1914.

El océano que rodea a Clipperton es denso y oscuro. Lo conmueven profundas corrientes marinas y está recargado de plancton y otras sustancias que lo enmarañan y lo enturbian. Cuando Ramón y Alicia Arnaud lograron sortear las dificultades y retornar de México, ya empezado el año de 1914, fue tanta la alegría por estar de nuevo en su isla, que se dedicaron a explorar los rincones que aún no conocían. Descubrieron entonces que bordeando la barrera de arrecifes, bajo la superficie opaca y hostil del agua, pululaba un universo luminoso y múltiple. A barlovento resultaba imposible explorarlo: las enormes olas que reventaban contra los arrecifes hubieran arrastrado al humano que se atreviera. Pero se podía a sotavento, donde el mar se alejaba con la voluntad ya quebrantada por el choque contra el cuerpo rocoso de la isla.

Con la ayuda de la vieja escafandra, Ramón y Alicia espiaron los secretos de esas murallas monumentales, formadas por millones de minúsculos pólipos coralinos que se apiñaban unos contra otros dándole respiración, voluntad y movimiento al arrecife. Nunca acababan de sorprenderse de los caprichos y los barroquismos de la construcción, que se extendía en forma de ramas de árbol, de setos, de sombrillas, coliflores, cuernos de alce, cuernos de ciervo, espinas, arandelas, encajes y flecos.

Fuera del agua, sobre la tierra, el sol requemaba y blanqueaba lo que tocaba. Salvo los cangrejos, cuyos caparazones eran de un rojo brillante, lo demás era mate, incoloro. Todo era pardo: la roca, la arena, el mar, los alcatraces. Todo se incorporaba en una monotonía desteñida, en un camuflaje de tonalidades café con vetas pálidas. Como en una fotografía velada por exceso de luz, los elementos y los animales se refundían los unos entre los otros y era imposible distinguir sus contornos no delineados.

Bajo la superficie, en cambio, el color del universo era otro. Contra el fondo oscuro centelleaban puntos y explosiones en violetas fosforescentes, azules de metileno, verdes neón, malvas traslúcidos y dorados tornasolados. Las texturas rígidas y resecas del exterior se ablandaban y se esponjaban haciéndose orgánicas, babosas. Por las grietas y galerías de la roca se asomaban huéspedes alucinantes: manojos de deditos infantiles color rosa, hígados hinchados con cabelleras electrizadas, tubérculos transparentes de ojos luminosos, criaturas con brazos elásticos que agarraban delicadamente la comida para llevársela a la boca.

Alicia y Ramón se dejaban llevar por el ritmo sin tiempo del mundo submarino. Porfirio Díaz, Francisco Madero, doña Carlota, ellos mismos, la historia y la cotidianidad, se evaporaban como fantasmas fugaces ante la realidad eterna de los calamares que ejecutaban danzas lentas de amor y de muerte; de las piedras que al alba se despertaban hambrientas y devoraban a sus víctimas, ya fueran sardinas o trasatlánticos hundidos; de los paseos adormilados del solitario mero, el dulce gigante de las profundidades.

Los plácidos días de los Arnaud se hubieran seguido deslizando sin más vaivén que el de la pleamar y la bajamar, si la madrugada del 28 de febrero no los hubiera despertado con un calor apelmazado y sofocante, como una toalla húmeda sobre la nariz y la boca.

Hacia las cinco de la mañana, Ramón se libró de una patada de las sábanas que lo cubrían y empezó a revolverse inquieto entre su cama.

– Lo malo del mar es que hace demasiado ruido. A todas horas, día y noche, hace ruido. Ya me olvidé de cómo era el silencio. Añoro el silencio -murmuró entre gallos y media noche. Se dio vuelta para uno y otro lado, acomodó su almohada y trató de dormir un poco más. No pudo-. Debo haber amanecido irascible -continuó-. Hasta el sonido de las olas, siempre tan grato, hoy me está sacando de quicio.

– El que está irascible no eres tú, es el mar. Está haciendo más ruido que nunca -le dijo Alicia, y se levantó de la cama para observar por la ventana. En el cielo, un amanecer enfermizo se abría paso sin ninguna convicción. Bajo la luz apocada, el lecho del océano se extendía en una quietud absoluta. El agua inmóvil se veía gris, gruesa y arrugada, como la piel de un elefante.

– Lo más extraño es que está quieto -comentó Alicia, perpleja, cuando vio el mar-. Ruge como una fiera, pero está quieto como un muerto.

Desde hacía algún tiempo habían adquirido la costumbre de hacer el amor a esas horas, casi sin proponérselo, dejándose llevar por las energías que se despiertan solas después de una noche de reposo. Esa mañana lo intentaron, sin resultados. Había algo en el aire que volvía sus cuerpos de trapo, paralizando sus impulsos antes de que nacieran.

– No puedo -dijo Ramón, sentándose en la cama para aspirar una bocanada de aire-. Me ahogo.

– Yo tampoco puedo -dijo ella-. Yo también me ahogo.

Un clima sucio, pegajoso, hizo que antes de terminar de vestirse, ya tuvieran las ropas húmedas de sudor. Ramón salió al corredor para mirar el barómetro. Encontró que marcaba demasiado bajo y pensó que se habría descompuesto. Se fijó en la hora. Ya eran las seis y veinte de la mañana y sin embargo la escasa luz del cielo no había aumentado desde las cinco, como si la densidad de la atmósfera le impidiera descender hasta la tierra.

– Qué chingados está pasando -dijo en voz alta, pero no oyó sus propias palabras porque se las tragó el ruido que provenía del mar. Caminó por la playa hacia las barracas de los soldados buscando al teniente Cardona, y se lo topó a mitad de camino.

– El gringo Schultz opina que se aproxima un huracán -le anunció Cardona-. Dice que hay que prepararse, porque viene fuerte.

– No es gringo, es alemán.

– Viene siendo lo mismo, ¿no?

– En todo caso qué sabe ese alemán de huracanes -gruñó con disgusto Arnaud, justo en el momento en que una tenue línea, despelucada y nebulosa, empezaba a perfilarse en el horizonte, a duras penas por encima del nivel del agua. Ni el capitán Arnaud ni el teniente Cardona alcanzaron a percibirla.

Hasta cerca del mediodía se esforzaron por vencer la flojera y la pesadez que los invadía, para dedicarse a sus tareas de costumbre. Por donde pasaban, veían a la gente postrada: los niños silenciosos, las mujeres inactivas y ausentes, los soldados lentos y malhumorados. Hasta los animales domésticos aparecían aquí y allá, tirados en el suelo al desgaire, como si se hubieran dejado caer de cualquier manera.

Ramón Arnaud miró a su alrededor y le comentó a Cardona:

– ¿Y los cangrejos? ¿Y los pájaros bobos? Siempre hay que estar sacándoselos de encima, y hoy no he visto ni uno solo desde que amaneció.

– Quién sabe dónde se escondieron -respondió el teniente.

A pesar de que ya había transcurrido toda la mañana, aún no se había hecho de día. Se filtraba una luz tímida y artificial que no acababa de despejar la oscuridad, y el sol, que se adivinaba detenido en una misma posición en el cielo, se tragaba los minutos, anulando el tiempo.

Arnaud fue hasta la tienda de abastos y dispuso de algunos bultos de alimento. Sin poner ningún énfasis en su voz, como si se tratara de una conversación de rutina, le dio indicaciones al teniente Cardona:

– Haz que congreguen a todas las mujeres y los niños en la huerta, para que esperen ahí, sin dispersarse, hasta ver qué pasa. Que los cuenten bien, para que no falte ninguno. ¿Dónde crees que quede más protegida la gente, en el galpón de guano vecino al muelle?

– Es correcto -respondió Cardona, arrastrando la erre con energía castrense-. Es la edificación más sólida que hay por aquí.

– Además está bien levantada sobre pilones, y no se la lleva el diablo si se inunda la isla. Haz que trasladen allá este rancho y unos barriles de agua potable, y encárgate de que resguarden ahí también a los animales domésticos.

– Cada oveja con su pareja, como en el Arca de Noé -opinó, con una sonrisa infantil, el teniente, a quien la perspectiva de una gran conmoción parecía excitar y divertir.

Mientras Cardona y los soldados encerraban cerdos, gallinas y perros en una corraleja improvisada en un rincón del galpón, Arnaud se dirigió hacia el faro para hablar con el encargado, el negro Victoriano Álvarez.

– Prenda el faro, Victoriano -le ordenó- y manténgalo prendido sea lo que sea. Si la cosa se pone gruesa amárrese a la roca, haga lo que pueda, pero no me deje apagar el faro.

Ramón Arnaud volvió a donde estaban Cardona y los demás hombres a tiempo para ver cómo una repentina ráfaga de viento azotaba las palmeras, doblando su tronco casi en ángulo recto y volteándoles bruscamente las hojas hacia arriba, como si fueran señoritas y les quisiera arrancar el pelo.

– ¡Mírenlo! ¡El huracán! -gritó Cardona, señalando en esa dirección-. ¡Ahí llega ya!

– Pues que venga si quiere -dijo Arnaud-. Que pase lo que tenga que pasar pero de una buena vez, porque esta calma chicha nos está volviendo locos.

El súbito ventarrón se desvaneció y las palmeras recuperaron la compostura, pero la raya oscura que hasta hacía un momento permanecía en el horizonte recorrió en unos instantes la mitad del trecho que la separaba de Clipperton, dejando ver su aureola volátil de hojas y objetos suspendidos y sacudidos en el aire.

– Ya es hora de que las mujeres y los niños se encierren en el galpón -gritó Arnaud-. Que no salgan de ahí hasta que no pase la tormenta.

Como si al mencionar la palabra, Arnaud la hubiera convocado, la tormenta se desencadenó con ferocidad sobre ellos. Al recibir el golpe de los chorros de agua, la realidad pareció recobrar vida y los acontecimientos -hasta ese momento contenidos- se vinieron encima con tal violencia que, pese a la expectativa, los tomó por sorpresa.

Parado a la entrada del galpón de guano -que había sido construido a conciencia por Schultz en las buenas épocas de la compañía-, Ramón ayudó a entrar a las mujeres, que traían los hijos prendidos de las enaguas y cargaban canastos repletos de sarapes, trapos, escapularios, estampas de santos, ollas, metates: todo lo que en esta vida merecía ser salvado del diluvio.

En medio del grupo, Ramón vio venir a su esposa y a sus hijos. Ramoncito se le acercó corriendo, abriendo mucho los ojos redondos, idénticos a los suyos, y chorreando agua de las pestañas. Él lo levantó y abrazó con fuerza la mínima estructura de sus huesos, fina y frágil como la de un pollo.

– Papá -le gritó el niño al oído-, los caballos alados se volvieron locos y se arrancaron a galopar por el cielo.

– ¿Quién te dijo eso?

– Doña Juana me lo dijo, y es la verdad.

El pelo suelto y empapado se le pegaba a Alicia contra la cara y el cuerpo. Con un brazo sostenía a Olga, recién nacida, y con el otro arrastraba un gran baúl, con la ayuda de Altagracia Quiroz, que lo empujaba desde atrás.

Ramón se apresuró a dejar en el suelo a su hijo y a levantar el baúl.

– Tú siempre haciendo disparates en los momentos más inoportunos -le dijo a Alicia, pero ella no entendió nada.

– ¿Qué dices?

– Que qué diablos llevas ahí.

– Mi vestido de novia, mi ropa buena y mis joyas -respondió Alicia, gritando.

– ¿Para qué los quieres ahora?

– Lo único que me falta es que esto también se lo lleve el viento -dijo ella sin forzar ya la voz, más para sí misma que para Ramón.

Él colocó el baúl adentro de la construcción y corrió de nuevo afuera para levantar a una mujer a la que el vendaval había hecho caer en los ríos de agua que surcaban la isla. No supo cómo ni por dónde agarró a la señora, una inasible masa mojada y blanda que se aferraba a sus piernas haciéndolo caer a él también, pero finalmente pudo arrastrarla por el fango y depositarla bajo techo. Entonces Arnaud miró hacia el fondo del galpón, y en medio de la penumbra y de la confusión que había adentro, distinguió la silueta de Alicia, que acomodaba al bebé en una carretilla de las que estaban almacenadas.

Al verla, Arnaud sintió un nudo apretado en el gaznate, y tuvo que contenerse para no acercarse a ayudarla, a secarle el pelo con una toalla, a decirle «no te preocupes, que no va a pasar nada». O tal vez, más bien, a pedirle a ella que le diera ropa seca, a oírle decir a ella «no te preocupes, que no pasa nada», a ampararse en su regazo y a quedarse ahí, quieto y escondido, huyendo del viento y del problema inmanejable que le había caído sobre los hombros.

Lo que tengo que hacer es buscar a mis hombres, pensó, como despertándose, y le hizo a Alicia con la mano un adiós que ella no vio.

Para cumplir con su deber se alejó del galpón, agarrándose de las paredes de las casas vecinas y sin saber exactamente hacia dónde tenía que ir. Invertía toda su capacidad física y mental en no dejarse arrastrar por los elementos, cuando un objeto filudo, proyectado por el vendaval, lo alcanzó en la frente y lo derribó hacia atrás. Quedó tendido en el suelo, con los ojos enceguecidos y la mente copada por un dolor ardiente que le recorría todas las esquinas del cerebro. Después de un rato de estar así, con la cabeza en blanco, el primer recuerdo que se le cruzó fue el de Gustavo Schultz.

«Dónde estará el alemán -pensó-, a ver si me dice cuándo va a terminar esto.»

Trató de incorporarse pero el dolor de la herida se hizo intolerable y no se lo permitió. Sintió el fluir tibio de su sangre que se aposaba en su ojo derecho y después goteaba perezosamente al suelo. Se arrastró como pudo hasta el pie de un muro para guarecerse un poco y allí se quedó tendido, mirando el mundo que se transformaba y se ensombrecía a su alrededor.

Vio un punto intermitente de luz en el cielo oscuro y supo que el negro Victoriano estaba cumpliendo con su tarea en el faro. Vio nubes que se deshilachaban y se desintegraban al atravesar el cielo en una sucesión desbocada. Vio a su lado una viga clavada en el suelo que vibraba compulsivamente, aguantando el embate del viento que quería arrancarla de cuajo. Vio láminas de zinc, sillas, maderos, pasar disparados y rasantes para ir a estrellarse a la distancia. Giró lentamente su aturdida cabeza para mirar hacia el mar, y en su lugar vio verdaderas montañas de agua sólida que se abalanzaban sobre la isla, amenazando con devorarla. Se percató de que el calor que lo había atormentado toda la mañana había desaparecido, y de que ahora las rachas de viento helado contra su ropa empapada estremecían su cuerpo con escalofríos.

«Tengo que moverme de aquí -pensó-, aquí me voy a ahogar, me voy a congelar, me voy a morir. Tengo que hacer algo, porque de esta no vamos a salir vivos. ¿Dónde estarán los demás? ¿Dónde estará el alemán, para preguntarle qué se puede hacer?»

Decidió concederle unos minutos más de reposo a su frente abierta, y fue entonces cuando vio venir un objeto grande e impreciso que rodaba haciendo un estrépito destemplado.

«-¡Es la pianola! -se dijo Ramón-. Toda mi casa se debe haber volado por la ventana.»

Ese mal presagio fue el estímulo que necesitó para ponerse de pie. Lo primero que hizo fue acercarse al galpón donde se encontraban las mujeres y los niños y sintió alivio al verlo resistiendo entero la arremetida del huracán. El esfuerzo por incorporarse le produjo náuseas, a pesar de lo cual intentó caminar en dirección a su casa, con la idea de reforzar las puertas y las ventanas.

Iba clavando los dedos en las rocas, en los troncos de las palmeras, en lo que encontrara a mano, para poder avanzar. El cuerpo le pesaba como un costal de piedras, la herida de la sien le latía como un cronómetro y el viento, que le había desgarrado la camisa, terminó por arrancársela del todo. Le tomaba una eternidad conquistar cada metro de terreno.

Logró llegar hasta un punto desde el cual divisó su casa y en ese momento cayó en cuenta de la verdadera dimensión de la catástrofe. Rápidamente desistió de su idea de reforzar las puertas y las ventanas. Inclusive sintió vergüenza de sí mismo por haber albergado un propósito tan infantil, cuando se percató de que el huracán entraba a su casa por el gran boquete dejado por el techo, que se había volado entero.

Toda suerte de objetos salían disparados de allí, como si desde el interior una comparsa de locos furiosos los estuvieran arrojando por los aires. Ramón contempló con resignación cómo se iban perdiendo, una a una, las pertenencias entrañables, las que los habían acompañado durante los últimos años, pero se dejó llevar por la amargura cuando vio sus informes y sus libros, que revolaban por el cielo haciendo cabriolas, como ringletes de papel.

«Aquí no hay nada que hacer -pensó-. Voy a buscar a los demás.»

Miró en todas direcciones sin saber dónde encontrarlos. En medio del desastre que lo rodeaba, distinguió, en el sur, la luz del faro.

«Para allá debieron irse -pensó-. A lo mejor se refugiaron en la guarida.»

Guiado por la luz, trató de dirigirse hacia ese lugar. Se desgañitaba llamando, pero nadie lo oía. La ventisca le llenaba de arena los ojos y los remolinos lo arrastraban de un lado para el otro, contra su voluntad, como si fuera un pelele. Tenía la cabeza malherida y el cuerpo golpeado de arriba a abajo, y lo peor, estaba solo, aislado a la fuerza de los de su especie. Ramón Arnaud se sintió personalmente agredido, vilipendiado en lo hondo de su ser.

De pronto, cuando estaba a punto de doblegarse, se rebeló contra tanta humillación. Una oleada de coraje le calentó la sangre y le devolvió el control sobre su propio cuerpo. Se paró, desafiante, de cara al viento, se sacó el cinturón de los pantalones y empezó a azotar el aire, iracundo, poseso. Tiraba correazos demenciales a diestra y siniestra mientras le gritaba al huracán, con toda la fuerza de sus pulmones:

– ¡Maldito seas, cabrón, ¿qué es lo que tienes contra mí? ¿Ah? ¿Qué es lo que quieres, que acabe contigo a correazos? ¡Te doy cinco minutos, malparido de mierda, te doy cinco minutos para que te largues de aquí!

Olas gigantes y rabiosas, que echaban espumarajos por la cresta, se dejaban caer encima de Clipperton, avanzaban sobre ella y salían al otro lado sin dejarse perturbar por el mínimo obstáculo que la isla significaba en el vértigo de su carrera a través del océano.

Ramón Arnaud vociferaba, se agarraba los pantalones con una mano y con la otra le descargaba latigazos a la nada, cuando una de estas moles de agua lo alcanzó, lo levantó en vilo y lo proyectó a varios metros de distancia, lanzándolo contra el costado de la gran roca del sur. Después se retiró, dejándolo abandonado en uno de los peldaños de la piedra.

Arnaud tosió y vomitó parte del agua que había tragado. Cuando pudo volver a respirar intentó escalar hacia una posición más elevada, previendo la llegada de una próxima ola que lo estampara contra la roca. Esta vez había corrido con suerte y por razones que no se explicaba, el aterrizaje había sido benévolo, pero a la siguiente embestida de la marea podía quedar incrustado, como tantos miles de fósiles que habían encontrado allí su lugar eterno.

Mientras tanto, en el galpón vecino al muelle, las mujeres, los niños y los animales pasaban las horas más o menos a salvo de la naturaleza desquiciada. Al principio se habían dedicado a tapar, con tablas y otros materiales que encontraron a mano, las ranuras y huecos por donde se colaban el agua y el viento. Hecho esto de la mejor manera posible, se habían arrimado hacia el centro del galpón, apretándose las unas contra las otras en un círculo que cada vez se estrechaba más. Habían permanecido largo rato calladas, aturdidas por el ruido insoportable del techo -que vibraba y crujía amenazando con desprenderse en cualquier momento- y de los llantos de los niños, que se desataron en una competencia por ver cuál gritaba más fuerte.

Alguna de ellas había comenzado a rezar las letanías de la santa cruz, y las demás la fueron siguiendo:

– Si a la hora de mi muerte el demonio me tentare, tu patrocinio me ampare porque el día de la santa cruz dije mil veces Jesús, Jesús, Jesús, Jesús…

Jesús, Jesús, Jesús, sin pausa ni resuello, hasta llegar a cien; Jesús, Jesús, en un murmullo infinito y sordo que con la repetición se volvía susje, susje, jesús, jesús, jesús, jesús, quesus, quesus. Alguien iba contando y al llegar a cien interrumpía con la plegaria, si a la hora de mi muerte el demonio me tentare, y de nuevo el río apagado de voces pronunciaba otros cien Jesuses que sonaban como cascajo que rueda, como lluvia que cae, que casi no sonaban, inaudibles bajo el gran clamor de la tormenta.

No era el día de la santa cruz -hacía mucho que en Clipperton las fechas no contaban para nadie- pero en cambio todo parecía indicar que había llegado «la hora de la muerte». Porque el día de la santa cruz dije mil veces Jesús, Jesús, Jesús…, repetía Alicia, pero en realidad pensaba en Ramón y se angustiaba por su ausencia. Llevaban mucho tiempo juntos en el reducido espacio de la isla, donde, aunque quisieran, no podían alejarse más de quinientos metros el uno del otro. Ahora el peligro los apartaba y Alicia se dejaba ganar por una ansiedad como la que no sentía desde sus años de adolescente cuando esperaba a su novio durante meses en el patio de la casa paterna en Orizaba, atormentada por la duda de si algún día iría a volver. Sosteniendo sobre las piernas a Olga, su hija recién nacida, que estaba empapada en orines y que lloraba con una potencia sorprendente para su tamaño, Alicia susurraba Jesús, Jesús, Jesús. Pero lo que pensaba era Ramón, Ramón, Ramón.

Al otro lado de la isla, bajo el cielo siniestro, Ramón se agarraba de la roca como una mosca. Estaba ya al borde del agotamiento físico y del delirio mental cuando creyó oír una voz que no era la suya. Un lamento, tal vez, o un grito. Provenía de abajo, de la oscuridad, débil y entrecortada. Pensó en descender hacia ella pero se dijo que el lugar debía estar a merced de los arrebatos de la marea. Fuera lo que fuera tendría que acercarse. Era arriesgado, pensó, y sería mejor desentumecer sus músculos rígidos antes de intentarlo. Después de estirar cada uno de sus miembros, que a duras penas le respondían, logró bajar un par de metros. No veía a nadie pero la voz le llegaba ahora más apremiante, y a veces le sonaba humana, y a veces no.

– ¿Será alguien que necesita ayuda? -dudó- ¿O será el viento, que silba para engañarme? O una sirena. Alguna desgraciada sirena que quiere que me muera.

Como para despejar sus sospechas, las palabras sonaron suficientemente nítidas:

– Soy yo, Ramón. Ayúdame.

Era la voz del teniente Cardona.

– ¿Eres tú, Cardona?

– Soy yo, Ramón, aquí, a tu derecha.

– ¿Estás ahí, Cardona?

– Aquí, entre los escombros.

– ¿Tú me ves a mí?

– Sí, sí te veo. A tu derecha, Ramón.

– ¿Dónde?

– Debajo de estos palos.

– No te veo, pero te oigo perfectamente.

– Es que ya paró el viento.

Recién entonces se dio cuenta Ramón de que, en efecto, el viento se había cortado en seco y que lo que un segundo antes era furia, ruido y caos, se había transformado abruptamente en quietud, suspenso y silencio. El mar había vuelto a su lecho y se replegaba sobre sí mismo, como si tuviera en el fondo un gran sifón destapado que se lo estuviera chupando. Más que apaciguarse, el aire parecía haberse ausentado, dejando en su lugar una sustancia densa y tibia que se negaba a penetrar por la nariz.

Había algo falso y pavoroso en la repentina inmovilidad.

Ramón se acercó a una concavidad que configuraba la roca hacia su base, en el punto en que formaba ángulo con la playa. Su contorno de nicho, de receptáculo, había hecho que el huracán acumulara allí cosas arrancadas de otras partes. A tientas y a ciegas Ramón empezó a escarbar, escuchando la respiración pesada del teniente, que provenía de debajo de toda la basura.

– Cuidado -dijo Cardona-, tengo la pierna atrapada por algo que pesa mucho.

Ramón vislumbró el bulto oscuro de la cabeza y el tronco del teniente, al fondo, en una burbuja de espacio entre los escombros. Pudo ver su pierna izquierda retorcida en una postura imposible y aprisionada por una viga grande, a su vez trabada por otra serie de objetos, indefinibles en la negrura.

– Esa pierna -dijo Ramón- la debes tener hecha polvo.

– Ayúdame a quitarme esto de encima.

Ramón puso toda su fuerza y su empeño en mover la viga y no logró desplazarla ni un centímetro.

– Lo que no entiendo -dijo- es cómo te enterraste aquí.

– Yo tampoco entiendo. Mejor dicho záfame primero, y después te explico.

– Espera. Tal vez si me apoyo contra algo.

Ramón lo intentó de nuevo, haciendo palanca con su espalda contra una de las paredes de la roca, y tampoco pudo. Estuvo un buen rato forcejeando con el único resultado de que al desacomodar los escombros la viga hacía más presión sobre la pierna de Cardona, quien varias veces estuvo a punto de perder el conocimiento.

– Para, para, Ramón, no le hagas más que me estás matando. En la faltriquera tengo cigarrillos, fumémonos uno antes de seguir.

Ramón los buscó y los encontró.

– No es posible -dijo-, están secos.

– Milagro.

También había cerillos, y el capitán Arnaud encendió uno. Era tan absoluta la parálisis del viento, que la llamita ardió sin que tuviera que protegerla con la mano. Cuando acercó la luz hacia Cardona, para prenderle el cigarrillo, Ramón le vio por fin la cara. Era una cara desconocida. El gesto de dolor y de desamparo convertía al teniente en otro hombre, como si quien estuviera ahí fuera su hermano mayor, un hermano parecido, pero viejo y triste.

– Híjole, mano, estás pálido -le dijo Arnaud.

– Tal vez este sea el último cigarrillo que nos fumemos juntos -susurró Cardona, mientras sentía cómo el humo que aspiraba le llegaba hasta el alma.

– No, quedan tres más, y por suerte también están secos -contestó Ramón.

– Lo que te digo es que esto es el ojo del huracán. ¿Te das cuenta? Dentro de poco vuelve a empezar el viento y la jarana. Esta cueva se va a tapar de agua, y tú vas a estar afuera, y yo adentro.

– No, Secundino, ni madres. O los dos vivos, o los dos muertos.

Arnaud volvió a hacer esfuerzos en la oscuridad, ahora con más desesperación que antes. Después de un rato había logrado remover muchos de los deshechos menores, pero la viga seguía férreamente atascada en la roca, sujetando la pierna de Cardona. Éste se quejaba de vez en cuando, con la voz cada vez más perdida.

Entonces empezaron a percibir otra vez el ruido. Primero tenue, como el palpitar de un corazón desacompasado, después obsesivo, como un redoble lejano de tambores. Suaves rachas de viento les refrescaron las frentes, empapadas en sudor.

– Es él -dijo Cardona-. Ya viene otra vez.

– Todavía nos queda tiempo, y esta viga ya casi cede, vas a ver.

– No es cierto. Mejor fumemos otro chicote, y vuelves a empezar cuando te repongas.

Ramón aceptó, porque había llegado al límite de sus energías y a la convicción de que jamás podría mover la viga.

– ¿Alguna vez te conté -preguntó Cardona- que allá en San Cristóbal de las Casas el aire es dulce y livianito, y siempre huele a madera recién talada?

– Sí. Me lo contaste muchas veces.

– Es verdad. Bueno, ya vete, Ramón, que aquí no hay nada qué hacer. Ni modo.

– No, hermano, no me voy. Tú cuéntame lo del aire de San Cristóbal mientras yo liquido aquí este asunto. Aguántate el dolor, Cardona, porque voy a moler la viga a patadas, y vas a ver todas las estrellas de la Vía Láctea.

Arnaud estiró su cuerpo sobre el del teniente, ocupando el único espacio que quedaba libre en la cavidad de la roca. Encogió las piernas, las apoyó contra la viga y empujó con todas las fuerzas de su maltrecho organismo.

Cardona pegó un aullido, y Ramón paró.

– No más -suplicó el teniente-, lo que estás moliendo es mi pierna, y a la viga no le haces ni mella. Si voy a morir que sea en paz, y no martirizado como un santo.

– Aguanta, te dije. Te advierto que te voy a sacar de aquí, con pierna o sin pierna.

– Como las lagartijas -susurró Cardona con el último hilo de voz-, que abandonan la cola para salvarse.

– Qué maña la tuya, esa de andar poniendo a los animales de ejemplo.

Ramón volvió a repetir la maniobra y ya sentía que la cabeza se le nublaba por el esfuerzo, cuando la primera ola irrumpió con violencia en la cueva, cubriéndolos a ellos, taponándoles las narices y los pulmones, queriendo reventar su corazón y sus oídos, dejándolos sumergidos, ahogados, por un tiempo que pareció eterno. Qué lástima, nos morimos, pensó Ramón Arnaud.

Pero no se murieron. La ola se retiró con la misma fiereza con que había penetrado, tirando de sus cuerpos hacia afuera y succionando los escombros. Entonces sucedió: no fueron más que partículas de centímetro, pero Secundino Ángel Cardona sintió que la fuerza centrífuga del agua movía la viga, aliviando la presión.

– ¡Ahora es cuando! -gritó, escupiendo salmuera, y de un jalón despiadado liberó su pierna y se arrastró hacia la boca de la cueva.

Ramón Arnaud salió detrás de él.

Ciudad de México, hoy.

La fotografía de Tirsa Rendón de Cardona fue tomada después de que toda la historia de Clipperton terminó, y en ella aparecen claramente marcados los estragos de una tragedia.

A la mujer la enfocaron de lejos, en medio de un grupo de personas, y sólo se alcanza a ver su cara. Tiene el pelo muy lacio y lo lleva toscamente recortado, en redondo, con un fleco sobre la frente que se va alargando a los costados, para pasar a duras penas por debajo de las orejas. Eso, más el hecho de que su piel, de por sí oscura, está retostada por el sol, más su aspecto levemente masculino, le dan una apariencia similar a la de ciertos indígenas del Amazonas. Lo cual no quiere decir que sea una mujer fea. El suyo es un rostro atractivo, hurañamente hermoso, que sobresale entre los demás.

Lo que obliga al observador a fijarse en él, son los ojos. El contraste entre la intensidad del blanco del ojo y el negro mate de la pupila, la madurez de la mirada, la arrogancia de la ceja izquierda caída y la derecha arqueada. En el momento en que esta fotografía fue tomada, Tirsa tenía un aspecto duro y primitivo, pero no ingenuo. A ella no la tomaron por sorpresa, ni en la foto ni en la vida, ni tampoco en la estrecha cercanía de la muerte. Se la ve sola en medio de los demás, desafiante, ruda, como un indígena de las selvas del Amazonas, sobreviviente de masacres y depredaciones, solitario, desafiante, rudo. Como un indígena que todo lo hubiera visto y sabido, que se hubiera dado mañas para burlar a sus enemigos, que hubiera vivido y muerto y estuviera ya de vuelta.

En los diversos documentos que existen sobre la tragedia de Clipperton -el de María Teresa Arnaud de Guzmán, el del general Francisco Urquizo, el del capitán H.P. Perril- aparece una explícita mención a Tirsa. Se la reconoce como la esposa del teniente Secundino Ángel Cardona, y se la nombra, por consiguiente, Tirsa Rendón de Cardona.

En el expediente militar del teniente aparece una carta firmada de puño y letra por él mismo, en la cual hace referencia a su esposa. Solicita que se le entregue a ella, en la capital de la república, 15 pesos semanales, deducibles de su paga. Sin embargo, el nombre de la esposa que aquí aparece no es, como podría esperarse, Tirsa Rendón de Cardona. Es María Noriega de Cardona. O Tirsa Rendón no se llamaba en realidad así, sino María Noriega, o Tirsa Rendón no era la legítima esposa de Secundino Cardona.

La última variante es la correcta, según se constata en el grupo de papeles que aparece al final del dossier del teniente. Entre ellos hay una carta varios años posterior (posterior inclusive a la muerte de Cardona), en la cual «María Noriega viuda de Cardona», quien dice ser enfermera del Puerto Central de Socorros y tener dos hijos, reclama al presidente de México la pensión correspondiente a su difunto esposo. La confusión de identidad entre las dos mujeres queda patente en la respuesta que la viuda recibe: «Dígase a la señora María Noriega que envíe copia del acta de matrimonio con el extinto capitán Secundino Ángel Cardona, en virtud de que en la investigación que practicó esta secretaría con respecto al último destacamento en la isla Clipperton, aparece como señora de dicho oficial Teresa Rendón, quien rindió testimonio de los hechos allí acaecidos.»

María Noriega debió enviar el acta de matrimonio que le solicitaban, y fue a ella a quien se le concedió la pensión, con lo cual queda comprobada la legitimidad de su vínculo. Pero también queda comprobado que la mujer que convivió con Secundino Cardona hasta el final de sus días no fue su esposa, sino la mencionada «Teresa Rendón», una tergiversación del nombre de Tirsa Rendón.

Finalmente los hechos están claros. Secundino Ángel Cardona contrajo matrimonio con la enfermera María Noriega, de la cual tuvo dos hijos. Los avatares de la vida militar lo llevaron a abandonarla y en algún punto impreciso de sus muchas correrías se enganchó con Tirsa, quien lo siguió de ahí en adelante, hasta Clipperton. Tirsa Rendón debió ser, entonces, como las demás mujeres de los soldados de Clipperton, una soldadera.

Clipperton, 1914.

Bajo las latas del galpón de guano se amortiguaba y se hacía más tolerable el ruido de la tormenta, que afuera fustigaba a la isla con sus últimos, fatigados coletazos. Hombres, mujeres y niños aguardaban en vela que el amanecer, que empezaba a despuntar, despejara el cielo y acabara de amansar el frenesí del mar y de los vientos.

Un silbido vibraba, apenas audible, en el aturdido laberinto de los oídos de todos ellos. Era un tono incisivo y femenino, como producido por una soprano, una sirena de barco o una sirena de mar. Un do de pecho que flotaba intermitente en el aire enrarecido del galpón, presente sólo en los intervalos en que se silenciaban las latas del techo. Era un llamado, una urgencia; pero también era un sonido improbable e irreal que los sobrevivientes de Clipperton percibían sin oírlo, y a nadie se le ocurrió preguntar de dónde podía provenir. Era simplemente uno más entre tantos fenómenos incomprensibles e inmanejables que el huracán había traído consigo.

En un rincón, el teniente Cardona yacía tendido sobre un jergón, cubierto por una manta gruesa. Una sonrisa agridulce le ladeaba la boca y dejaba ver sus dientes blancos de indio chamula. El dolor agónico de su pierna dislocada y astillada ronroneaba sordo bajo el efecto de las inyecciones de morfina que le había aplicado el capitán Arnaud. Acurrucada a su lado, su mujer, Tirsa Rendón, exprimía los paños que se entrapaban con su sudor, abundante como si todo el elemento líquido de su cuerpo se le saliera por la frente, por las axilas, por la espalda. Como si el hombre quisiera morirse de deshidratación.

También Cardona, desde su borrachera de debilidad y de estupefacientes, desde la frontera entre esta vida y las otras, oía el timbre ultramundano y soñaba que mujeres de pechos amables y voces de querubín le aliviaban el padecimiento cantándole al oído canciones de cuna.

Unas horas antes, cuando el huracán todavía tronaba con toda la furia, el capitán y el teniente habían hecho su aparición fantasmal en el galpón. Llegaron de la noche pavorosa desnudos y exhaustos, como Moisés salvado de las aguas, y ateridos de espanto. Si lograron atravesar la isla, contrariando la decisión aniquiladora de la naturaleza, fue haciendo acopio de las reservas postumas de su energía y posponiendo paso a paso la muerte con una última, salvadora gota de adrenalina.

Entre los dos habían arrastrado la pierna deshecha de Cardona como si fuera un tercer individuo, un moribundo pesado e hinchado que quisieran rescatar de la tormenta. Al llegar al refugio, Arnaud había luchado por recomponer ese amasijo de hueso y sangre, primero echando mano de los instrumentos de su botiquín de primeros auxilios y después, cuando éstos resultaron insuficientes, de las herramientas de trabajo almacenadas en el galpón.

Mientras Cardona pegaba aullidos y alucinaba con sirenas, Arnaud forcejeaba con pinzas y palancas para volver a encajar el fémur en la cadera, para enderezar la rodilla que miraba hacia abajo, para darle forma humana a esa materia orgánica desgarrada y desplazada.

Poco hubiera logrado sin contar con la pasmosa sangre fría y la fortaleza machorra de Tirsa Rendón. Untada de sangre como una carnicera o una sacerdotisa, ella lo asistió minuto a minuto sin ascos ni desmayos, ayudándolo a desenredar tendones, a jalar huesos y a remendar pellejo, con hilo y aguja, como quien borda carpetas en punto de cruz.

Cuando llegó el límite de su cansancio y de su reducida capacidad de cirujano, Arnaud entablilló y vendó, y entonces sí, pero no antes, abrazó a Alicia, besó a sus hijos, se quitó la ropa escasa y empapada que aún le quedaba encima y se arropó con un pesado mantel de encaje de bolillo de Brujas que su mujer había protegido entre el baúl. Envuelto en el género blanco, como un héroe trágico, llamó lista y contó a los presentes: once hombres, diez mujeres y nueve niños. Milagrosamente, de los mexicanos no faltaba ninguno, salvo Victoriano Álvarez, que debía estar en la guarida del faro. Varios tenían contusiones y heridas, pero con excepción de la pierna de Secundino Cardona, nada era de gravedad.

El único extranjero que aún no había abandonado la isla, Gustavo Schultz, estaba ausente. Temprano en la mañana del día anterior, el teniente Cardona lo había encontrado observando el cielo. Había señalado con el índice hacia arriba y había pronosticado:

– Huracán.

El teniente recordaba esa última imagen de su figura voluminosa bajo la luz negra del amanecer. Nadie sabía más de él.

– Tal vez está muerto… -dijo alguien.

Pero Ramón Arnaud tenía el convencimiento de que no era así, y se le encendieron las mejillas de rencor al pensar que el alemán, en vez de dar una mano, de aportar a la seguridad de la colectividad, se había cortado por su cuenta para guarecerse solo, con su moza, entre las sólidas paredes de su casa. Arnaud se lo imaginó en ese momento, seco, caliente y profundamente dormido entre su cama, y sintió algo parecido al odio.

La familia Arnaud se congregó en una pequeña montonera. Interrumpidos por los bramidos moribundos del huracán, por los crujidos del techo, los llantos de los niños y el ruido nervioso de los animales asustados, Ramón y Alicia se rapaban la palabra para contarse el uno al otro los sucesos de las horas pasadas, hilvanando en una sola las dos historia retaceadas, intermitentes como mensajes telegráficos. Cada tres palabras, Ramoncito, que quería enterarse de todo sin perder una coma, intervenía para preguntar qué pasó, con qué te lastimaste, dónde te caíste, quién fue, por qué fue, cómo fue.

– ¡Alguien golpea! -dijo una voz.

Abrieron la puerta del galpón y entraron chorros de agua, y en medio del agua, Daría Pinzón y su hija Jesusa Lacursa.

– ¿Dónde está Schultz? -las interrogó Arnaud, ya no tan seguro de conocer la respuesta.

– Está loco -contestó Daría Pinzón.

– No te pregunto cómo está, sino dónde.

– Está por ahí, loco como una cabra. Mientras su casa se vuela, él ha pasado toda la noche afuera, bregando a defender el trencito y la maquinaria, y todos esos cachivaches inútiles que la Compañía dejó tirados. A él también, a él también lo abandonaron en esta isla, pero no le importa. Y a mí que me lleve el viento, que tampoco le importa. El sólo cuida los intereses de la Compañía, como si fueran sus hijos -decía Daría, al borde de un ataque de nervios, y no podía dejar de hablar-. Está loco, créeme, capitán, ese gringo está loco. A él lo trajeron a Clipperton a despachar guano, y él quiere despachar guano aunque no haya guano, ni Clipperton, ni Compañía…

– Ya cállate, Daría -le dijo suavemente Arnaud-. Ve a que te den un café caliente y búscate un lugar para ti y tu hija.

Las mujeres habían prendido hogueras y echaban gordas de harina al fuego. Con una guitarra bien afinada alguien cantaba un corrido extraño, que contaba la historia de una cucaracha que tenía dificultades para caminar. Varios hombres echaban albures sobre un sarape gris de tropa, absortos en lo suyo, como si nada hubiera pasado y nada fuera a pasar. Cada tanto se escuchaban sus gritos, que pregonaban las cartas destapadas:

– Dos, para el reumatismo y la tos.

– Cinco-bijas ni calzones duermen hembras y varones.

– Cuatr-eros desalmados han robado mis ganados.

– Seis-ieron las hembras bellas para acostarse con ellas.

Mientras tanto, el silbato agudo seguía penetrando por entre las averías del techo sin que nadie lo oyera, sutil y diluido pero implacable, como una lejanísima trompeta del juicio final.

La cola del huracán se disipó con la aparición del sol, y la gente salió del galpón despacio, con cautela, como animales tímidos que después del invierno abandonan la madriguera, cegados por la luz y atontados aún por la siesta demasiado larga. Arnaud encabezó una procesión espontánea y sonámbula que recorrió la isla, en religioso silencio, sin comentar una sola palabra del panorama que se presentaba ante sus ojos. La huerta y su tierra negra, las construcciones, el muelle, cualquier rastro de civilización, todo el trabajo humano realizado durante años, había desaparecido de allí.

También había desaparecido el guano. Habían sido arrastradas al mar las toneladas de caca que varias generaciones de pájaros habían depositado en tierra durante siglos. Despejada y libre de esa capa verdinegra y blanda que la recubría íntegra como una segunda naturaleza, la roca viva en que estaba tallada Clipperton exhibía su despiadada blancura de hueso. El cielo y el mar irradiaban una calma gloriosa, una paz sin estrenar, y Clipperton se extendía en la mitad del universo, limpia y vacía, virginal, como en el primer día de la creación. Los cangrejos y los pájaros bobos habían vuelto a surgir, por decenas, por centenas, como si durante su ausencia hubieran triplicado su número. Ahora pululaban por la roca pelada seguros de sí mismos, altaneros, amos y señores del territorio reconquistado.

Los hombres caminaron hacia el sur y vieron el faro, intacto, en la cumbre de la gran roca.

– Por lo menos eso quedó -dijo Ramón Arnaud, con una voz de anciano que no era la suya.

El negro Victoriano Alvarez les salió al encuentro. El color de su piel se había apagado en un gris ceniciento, pero sus ojos irradiaban con una fosforescencia anormal.

– ¿Alguna novedad, soldado? -le preguntó Arnaud, y frunció el bigote ante lo absurdo de su frase en esas circunstancias.

– ¡Sí, mi capitán! -fue la respuesta que obtuvo.- Venga y la ve usted mismo.

Todos siguieron a Victoriano hasta la entrada de la guarida del faro. El negro abrió la puerta de un empujón y el capitán Arnaud penetró en el interior. Tras unos segundos, sus pupilas se adaptaron a la penumbra del lugar. Entonces los vio.

Allí, recostados unos contra los otros, dormidos, con los pelos dorados como tallas de altar colonial, había nueve hombres, una mujer y dos niños. Aunque estaban tendidos, era fácil adivinar la gran estatura de los adultos. Los varones tenían barbas amarillas y largas de profeta, y la piel de la mujer era tan transparente que permitía seguir, como en un mapa, el recorrido de las venas color lila por sus brazos y sus piernas.

Arnaud contempló incrédulo a esos seres misteriosos caídos del aire, aparecidos de la nada. Como los dioses blancos anunciados en las antiguas profecías de los aztecas. Pero sus ropas mojadas y el cansancio de sus cuerpos desgonzados no les daban un aspecto divino. Al contrario. Su aire desolado y solitario era inconfundiblemente humano.

– Y estos, ¿de dónde salieron? -atinó a decir Arnaud, después de observarlos un rato.

– No hablan cristiano -le respondió Victoriano- pero allá naufragó su barco.

El negro señaló hacia el mar y Arnaud vio, a una milla de distancia de la playa, una goleta de tres palos, ladeada y hundida casi por completo en el agua. Era tal la mansedumbre y la placidez que esa mañana mostraba el Pacífico, que la nave parecía haberse reclinado para dormir, como sus tripulantes.

– Toda la noche sentí la sirena de ese barco errando por la tormenta -dijo el soldado-. Uuuuuuu, uuuuuuu, gemía como un ánima en pena. A mí me erizaba los pelos. Uuuuuuu, sonaba triste, así bien agudo, uuuuuuu. Yo creía que era La Llorona que se había largado a chillar por nuestra desgracia.

Al oír a Victoriano, la memoria de Arnaud le devolvió el recuerdo de ese sonido angustioso que durante horas le había entrado por un oído y le había salido por el otro, sin que su cerebro quisiera registrarlo.

– Según se ve, se perdieron en el huracán -siguió diciendo Victoriano Alvarez- y se acercaron a Clipperton atraídos por la luz del faro. Es lo que yo interpreto, mi capitán, aunque de lo que hablan, nada comprendo. Seguro pensaron que aquí encontrarían refugio. Seguro eso mismo fue. Y pasó lo que tenía que pasar: que se hicieron mierda contra el arrecife. Cuando se les hundió el barco, ellos se mantuvieron a flote en la oscuridad, agarrando a las criaturas para que no se ahogaran. Tal vez así pasó. Debieron estar el resto de la noche prendidos de tablas como monitos, y esta madrugada nadaron hasta la orilla. Ahí fue que los vi y los ayudé a salir. Pero mejor será que cuando se despierten, ellos mismos le cuenten la historia, capitán. A usted, señor, que conoce tantas lenguas y puede entenderles.

Ramón Arnaud sintió compasión por ese grupo de extraños rubios que tenía tendidos a sus pies, más desmayados que dormidos.

– El destino es juguetón -dijo por fin, demasiado perplejo y fatigado para ponerle dramatismo a su voz-. De un solo golpe nos quita la comida y nos da doce bocas más para alimentar.

Ciudad de México, hoy.

Pensando en Tirsa Rendón, leo novelas viejas y documentos de principios de siglo para averiguar sobre las soldaderas. No es mucho lo que hay sobre ellas. Eran las perras de la guerra. Mitad heroínas y mitad putas, marchaban detrás de la tropa siguiendo a sus Juanes, ellos a caballo, ellas a pie.

Podían dormir con un hombre por un par de pesos y a la mañana siguiente abandonarlo, caprichosas y escurridizas en sus amores. O podían serle leales hasta la muerte; hacerse matar por alcanzarle un sorbo de agua; robar o pelear a cuchilladas por conseguir una gallina para darle de comer. Eran las hembras de la tropa, las hijas de la vida dura. Embarradas, harapientas y ebrias como sus Juanes. Tiernas y corajudas como ellos.

Sus oficios eran múltiples e indispensables. Sin ellas los soldados se hubieran muerto de hambre, de mugre, de soledad. Siempre alborotando, siempre gritando, cargaban en la cabeza las ánforas de agua, las maletas y los tasajos de carne. A la orilla de los ríos lavaban sus enaguas y los uniformes de sus hombres. En las noches entraban a los cuarteles o a los campamentos y entre hogueras y humaredas hacían fritangas de gallo, de guajolote, cocían caldo de grasa, echaban al fuego gordas de harina. Se tendían a dormir en el suelo, bajo los sarapes, entrelazadas de piernas con los soldados. En los amaneceres helados cantaban corridos y mañanitas con sus voces penetrantes y entibiaban el aire con el vaho del café hirviente. Luego recogían sus trapos y sus trastes y se marchaban, al grito de los oficiales:

– ¡Fuera esas viejas!

Ellas eran, además, las encargadas de rezar: rezaban por los soldados vivos para que no murieran y por los muertos para que no padecieran en el infierno. Más que de Cristos o de espíritus, eran devotas de Teresita Urrea, la santa de Cabora, una virgen viviente de Chihuahua, epiléptica, catatónica y milagrosa, que bendecía las carabinas para que cada bala que tiraran fuera un muerto. Las soldaderas se protegían bajo su Gran Poder y llevaban colgando entre los pechos escapularios con trozos de las pobres ropas de Teresita, con mechones de sus sagrados cabellos. Cuando un soldado moría, eran ellas las que lo lloraban: con sentimiento, a los alaridos cuando el muerto era un ser querido; con desgano, por cumplir con la rutina, cuando era un desconocido.

Ellas eran las encargadas de saquear. Después de las batallas, cuando la victoria era de los suyos, las soldaderas entraban a saco a los pueblos vencidos, a los ranchos abandonados. Pisando heridos, pateando cadáveres, ellas allanaban, incendiaban, robaban y regresaban manchadas de sangre, tiznadas de humo y borrachas de triunfo, cargando con el botín.

Eran expertas contrabandistas. Entre los corpiños, entre los pañales de sus niños, entre las tortillas de maíz, sabían esconder las hojas de la yerba marihuana. Burlaban los controles y las requisas del cuartel para entregársela a sus hombres. Ellas eran las portadoras de la yerba santa, de la yerbita libertaria, única cosa buena y verdadera en medio de las tristezas y flaquezas de la tropa combatiente.

Y ellas eran, también, la prensa de la juanada. Adentro los hombres, recluidos y aislados, de poco se enteraban. Nada oían como no fueran los gritos de los oficiales, nada veían como no fuera su propia miseria, nada querían, como no fuera cumplir el tiempo para salir de allí. Lo que pudiera pasar en el resto del universo era materia que no penetraba tras los muros del cuartel. Las soldaderas, en cambio, entraban y salían, conversaban con el tendero que conocía los chismes del lugar, con el ferrocarrilero que traía noticias de lejos, con la amante del general, que paraba oreja para escuchar los planes de sus superiores. Por sus viejas se enteraban los de la tropa si su batallón tendría que pelear o si tendría que viajar. Gracias a ellas no se olvidaban de que afuera todavía existía el mundo.

Dado el caso también peleaban, si les caía la oportunidad. Cuando su hombre moría ellas heredaban el caballo, se fajaban las cananas y empuñaban el fusil.

Tirsa Rendón, la mujer del teniente Cardona, fue una de ellas. Una soldadera.

Un día se conocieron, cuando la vida militar los juntó por los rumbos de Yucatán, o por los caminos de Cananea. A lo mejor celebraron un matrimonio de urgencia, de amor y de conveniencia, tal como el que relata -con estas mismas palabras pero con otros protagonistas- el general Urquizo [3], quien supo de esas cosas en sus años de tropero.

La joven Tirsa y el guapo Cardona no se habían visto nunca antes. Por azar quedaron juntos en la misma banca del tren, un día de traslado de tropas. El destino los apretujó el uno contra el otro en medio del vagón repleto de soldados, soldaderas y animales. Se respiraba un aire espeso de sudores, patas sucias, correajes, aceite de fusiles, comida guardada entre los bolsillos, pedos y eructos.

Los sacudones del tren los fueron acercando hasta que ella acabó casi sentada encima de él. A los dos les gustó el roce mutuo de sus pieles. Se sentían gratos el olor y el calor del otro cuerpo. Tal vez él se fijó en los ojos de ella, muy blancos en lo blanco y muy negros en lo negro, y tal vez ella reparó en la sonrisa de él.

Después de un coqueteo breve y brusco se produjo la ceremonia, lo que el general Urquizo llamó un «matrimonio a lo puro militar»:

– ¿Cómo te llamas, chata?

– Tirsa Rendón, ¿y tú?

– Secundino Cardona.

– ¿Arreglados?

– Arreglados.

– Venga esa mano.

– Ahí está.

Clipperton, 1914.

– ¡Se están matando, se están matando!

Las mujeres llegaron corriendo y gritando con alboroto de aves de corral, aleteando como gallinas y cacareando como guajolotes.

– ¡Se están matandooooo!

– ¿Quiénes? ¿Quiénes se están matando? -Arnaud, que estaba volviendo a techar su casa, brincó de un andamio al suelo-. ¡Alguna que deje de gritar y me diga quiénes se están matando!

Pero las mujeres ya corrían hacia el norte, y él tuvo que correr detrás. Alicia lo siguió.

Al acercarse a la casa de Schultz oyeron los insultos, los golpes, los alaridos. Después vieron al alemán y a su mujer, Daría Pinzón, ambos desnudos como vinieron al mundo, agarrados y tirando a matarse, como dos perros rabiosos. El hombre, que gruñía y echaba espumarajos por la boca, trincaba a la mujer por las mechas y le daba nalgadas con su mano enorme. Ella berreaba y arañaba al alemán, le arrancaba el cuero a dentelladas. Él parecía no enterarse y seguía poniéndole las nalgas coloradas a tortazos. Ella recuperó terreno y agarró al alemán de los testículos, con las dos manos, con toda su fuerza, dispuesta a no soltar la presa hasta el día del juicio final. El aulló como una loba en celo y tras varios intentos inútiles de sacarse a Daría de encima, finalmente la arrojó lejos de un empujón que la mandó rodando, como una bola de carne y pelo, por entre los corales.

Paradas alrededor en círculo, las mujeres observaban el espectáculo, animando a una y otra parte:

– Cápalo, Daría, ¡cápalo por cabrón!

– ¡Dale a esa bruja, gringo, para que aprenda a no ponerte los cuernos!

Arnaud, que había agarrado un palo, aprovechó el instante, se le fue a Schultz y le descerrajó un trancazo por la cabeza. Schultz se desplomó como una montaña de cera que se derrite. Ramón, que había caído de rodillas, no alcanzaba a ponerse en pie cuando recibió encima todo el volumen de Daría Pinzón, que se le tiró en plancha, aplastándolo contra el piso con el peso de sus ancas de yegua.

– Tú no te metas, capitán -le gritaba-, esto es una pelea entre mi macho y yo.

Arnaud logró darle la vuelta y encaramársele por la espalda y después de un forcejeo le trincó un brazo atrás y la inmovilizó, apoyándole las rodillas contra los hombros.

– Sí me meto -le dijo jadeando-. Esto es un problema de orden público.

– El gringo está loco, capitán. Quería matarme.

– Calla, que tú también eres una maldita. Ve a vestirte, desvergonzada, y tráeme una soga para amarrar a Schultz, ahora que duerme.

Las mujeres se dispersaron. Daría volvió, cubierta a medias con una manta y trayendo la soga. Arnaud maniató a Schultz, que yacía sin sentido, y le pasó varias veces la soga por el cuerpo, apretando con bríos, hasta dejarlo bien envuelto y amarrado como un tamal. Después lo arrastró hasta la entrada de su casa y lo ató a una viga. El alemán abrió los ojos y miró a su alrededor. Intentó incorporarse, pero las ataduras no se lo permitieron.

Alicia, que había contemplado la escena de lejos, trajo una jícara con agua y se la alcanzó a Arnaud. Este bebió y luego se la puso al alemán en los labios. Schultz tomó un sorbo, otro, y el tercero se lo escupió a Arnaud en los ojos.

– Bestia -le dijo éste, y le volteó la cara de un bofetón.

– Más agua -pidió Schultz.

– ¿Qué?

– Más agua.

– Aprende de una puñetera vez a decir por favor.

– Por favor.

– Bueno, pero te advierto que si me escupes, te reviento la boca y te vuelo los dientes.

– No.

Arnaud le acercó la jícara y Schultz tomó varios tragos.

– Ahí te dejo al gringo, capitán -dijo Daría-. Tú verás qué haces con él. Consigúete otra que lo atienda. Yo me largo de aquí.

– Ah, sí. ¿Tú te largas de aquí? Y me quieres decir cómo, ¿caminando sobre las aguas, como Nuestro Señor Jesucristo?

– Eso es problema mío -contestó la mujer, y se alejó caminando rápido, como si tuviera a dónde ir.

– Deja de bambolear el culo, Daría Pinzón, que por coqueta andas enloqueciendo a los hombres -le gritó Arnaud.

– ¿Ves? -saltó Alicia-. ¿No te lo dije? Esa perdida te muestra el culo… ¿Ahora sí lo reconoces? ¡Cuántas veces te lo dije y tú lo negabas! Dime, Ramón, ¡cuántas veces te lo dije!

– Lo que se dijo antes del huracán no vale. Ahora hay que reorganizarlo todo -contestó Arnaud, y se sacó de encima, como pudo, la vieja discusión conyugal.

No era el primer incidente que se presentaba con Schultz. Todos los días ocurría algo similar, y Arnaud creía que Daría Pinzón estaba en lo cierto; el alemán había perdido la cabeza. Para empezar, la había emprendido contra lo poco que la tormenta había respetado de los vagones y la vía decauville. Con el mismo ahínco con que la había instalado y reparado mil veces, se dedicó ahora a arrancar los rieles y a lanzarlos, como jabalinas, al mar. Cuando se cansó de destruir objetos, arremetió indistintamente contra hombres, mujeres, animales y náufragos. Sobre todo contra estos últimos, que fueron el objetivo central de su violenta irritabilidad.

Alicia tenía su propia interpretación.

– Ese pobre hombre es una máquina de trabajo -decía-. Le quitaron el oficio y no sabe qué hacer con toda la energía que se le pudre adentro.

Daría Pinzón, en cambio, le echaba la culpa a la disminución de la comida.

– Los blancos están acostumbrados a comer mucho -explicaba- y el hambre los vuelve locos. Schultz odia a los náufragos porque por culpa de ellos comemos menos.

La culpa no es de ellos sino del huracán -corregía Arnaud, que no quería que se regara el repudio contra los recién llegados.

– Es lo mismo -replicaba Daría-. Náufragos y huracán, huracán y náufragos. Ambos llegaron al tiempo, y ahora pasamos hambre.

En efecto, se había echado a perder gran parte de la comida. Pero no toda, como había temido Arnaud en un principio. Muchos bultos de grano se empaparon y se pudrieron. De la huerta, sus verduras y sus frutas, no quedó ni el recuerdo, y el mar arrastró con latas y otras provisiones. Se habían quedado sin leche, azúcar, harina y café pero aún quedaba carne seca, maíz, enlatados y fríjoles, en cantidad suficiente para permitir la subsistencia de la población antigua y de la nueva durante dos o tres meses. Con la condición de que se racionara con avaricia calvinista y austeridad franciscana. La situación era de hambre, pero no de vida o muerte, salvo por la dramática carencia de vitamina c. Podían aguantar -los alentaba Arnaud- hasta la siguiente visita del Demócrata o del Corrigan II.

Los náufragos resultaron ser holandeses, aunque su malograda goleta -la Nokomis- tenía bandera norteamericana. El capitán era un viejo lobo de mar llamado Jens Jensen, con quien Arnaud pudo comunicarse en inglés. Se enteró de que Jensen comerciaba con diversos productos agrícolas y que transportaba la carga que se presentara de un lado al otro del mundo. La noche del huracán, la Nokomis navegaba de Costa Rica hacia San Francisco, y el relato de cómo sus tripulantes habían sobrevivido no difería mucho de lo imaginado por Victoriano Álvarez.

La mujer de Jensen se llamaba Mary, como la Virgen, y se paseaba, transparente y angelical, por la playa áspera de Clipperton, con la mirada perdida en el más allá. Las hijas de la pareja eran Mary, de seis años, y Emma, de cuatro, y a pesar de ser albas y áureas como su madre, se integraron a la caza de cangrejos por los acantilados y a los otros juegos terrenales de los demás niños.

Los doce holandeses eran gente de paz y buenos modales. Pese al lamentable estado físico en que llegaron a Clipperton, agradecieron la hospitalidad poniéndose a trabajar, desde el primer momento, en la tarea de levantar de nuevo aquellas edificaciones que no habían quedado pulverizadas sin remedio. Rescataron medicamentos y alguna ropa de su barco y lo pusieron todo a disposición del capitán Arnaud. Colaboraban en lo que podían y no pedían más de lo que les daban. Desguazaron los restos de la Nokomis y utilizaron la madera en la reconstrucción de la isla. Pero aunque no quisieran fastidiar, el tiempo pasaba y ellos seguían ahí y comían. Tan parcamente como los demás, pero comían, y eso, ante los ojos de la gente hambreada, era lo peor que podían hacer.

Una noche Tirsa Rendón le llevó la comida a Secundino Cardona, que se recuperaba con altibajos después de haberse salvado de milagro, gracias a su fortaleza de mulo, a las curaciones de Arnaud y a los rezos y sacrificios que Tirsa le ofrecía a la santa de Cabora. Lo ayudó a sentarse recostándolo contra la pared, y le entregó un plato repleto de fríjoles con tortillas.

– En medio de todo tienes suerte -le dijo-. Por ser el herido eres el único que come ración completa. A los demás nos toca una tercera parte de esto.

– Es sensato. Si no, vamos a morir pronto de inanición.

– Los otros no piensan así. Andan diciendo que los oficiales y los extranjeros comen y la tropa no.

– Dile a Ramón que desde mañana me mande a mí lo mismo que a los demás.

– Ya tuvo una pelea por eso. Se enteró que murmuraban que tú eras el consentido. Que andabas de holgazán mientras ellos trabajaban, y que comías el triple.

– Hijos de la chingada.

– Eso mismo les dijo Arnaud, que ya no se cuida con las palabras. Antes era elegante para hablar, y ahora anda boquisucio como una verdulera, maldiciendo y mentando madres al que se le cruce por delante. Los otros no se le quedan atrás. Si tú vieras, la gente parece otra. Como si a todos los hubiera orinado el diablo. Victoriano es el que más protesta y es el que manda la bola de alborotados. Anoche alguien reventó el candado de la puerta de la farmacia, donde están guardadas las reservas de comida, y se llevó un poco de latas.

– Qué suerte podrida. Salimos de la lucha contra el huracán, y ya estamos metidos en la guerra de las latas. ¿Y tú quién crees que lo hizo?

– Quién sabe. El que lo hizo dejó un letrero pintado en la pared que decía «Por el bien del pueblo», y firmó «La Mano que Aprieta».

– Ahora sí se armó la grande.

– Así es. A la madrugada se dio cuenta Arnaud y había que verlo durante el orden cerrado, echando fuego por los ojos. Ordenó requisa general y dijo que al que le encontrara las latas, lo iba a moler a fuete. Dijo que le advertía a la tal Mano que Aprieta, que él personalmente, con las dos manos que le dio Dios, le iba a apretar los huevos hasta que entregara el último grano de arroz. Para que se dejara de andar robando y haciéndose el gracioso con letreros en las paredes.

– ¿«La Mano que Aprieta»? Pues sí es gracioso, de verdad. ¿Y al fin encontraron algo?

– No encontraron nada. Unas mujeres dicen que el responsable es el negro Victoriano y otras juran por la cruz que fue el gringo.

– ¿Schultz?

– Él mismo.

– No es gringo, es alemán.

– ¿Y no es igual?

– No sabes geografía.

– Bueno, gringo o alemán, la cosa es que anda hecho el Patas. En la revuelta de los morenos contra Arnaud y los demás blancos, Schultz se puso del lado de los morenos.

– Ah, vida cruel. Y yo que soy moreno me pongo del lado de los blancos.

– Schultz anda de compinche de Victoriano. Al negro, Arnaud lo calla de un par de gritos, pero al alemán no lo calla nadie. Dice que es civil y que se limpia el trasero con la disciplina militar. Que a él no lo manda nadie. Que si por él fuera, empujaría a los holandeses al mar, para que se largaran por donde vinieron.

– ¿Y cómo es que ahora le entienden lo que habla?

– No le entienden, sino que el negro Victoriano les traduce. A lo mejor el alemán sólo está rezando avemarias, y el negro lo interpreta como le conviene. Quién sabe.

La animadversión contra los holandeses crecía como una marea negra. Las gentes de Clipperton cerraban los ojos cuando pasaban por el lugar donde estaba hundida la Nokomis para no ver sus restos. Cerraban los ojos frente al capitán Jensen, para no mirarlo a la cara. Alicia sospechaba que el problema iba más allá de la escasez de comida, y así se lo comentó a Ramón.

– Aquí hay algo más -le dijo-. No sólo los odian: les tienen un miedo pánico.

El miedo surgía por las noches, en las barracas semiderruidas de los soldados. Una historia corría de boca en boca desvelando de terror a hombres, mujeres y niños. No se supo quién la contó primero, pero todos la repetían como si la hubieran vivido y creían en ella como si fuera el credo. Era la historia de un capitán holandés cuya nave quedó atrapada en medio de una tormenta. La tripulación gritaba y rogaba que buscaran refugio pero el capitán, enloquecido de soberbia, se negó, causándoles la muerte. Por eso recibió una condena, que es recorrer los mares durante toda la eternidad, siempre en medio de tempestades atroces. Se convirtió en el Holandés Errante. Su único alimento es el hierro al rojo vivo y su única bebida, la hiél. Sólo puede bajar a tierra una vez cada siete años, y donde llega, trae la ira divina y la muerte para todos los que ven su nave espectral.

Los hombres de Clipperton ataban cabos, sacaban cuentas y todo coincidía, todo contribuía a atizar su temor. Atravesaban el año 14, y 14 era múltiplo de siete: era la fecha del regreso del Holandés. La Nokomis había traído el huracán y el hambre: eran los castigos de Dios. Jens Jensen era el Holandés Errante en persona: todos estaban condenados.

Arnaud hacía lo posible por tranquilizar los ánimos.

– ¿Qué problema nos hacemos? -les decía a los soldados que al alba salían a formar, pálidos y trasnochados, al toque de diana-. Si el Holandés Errante come hierro y bebe hiél, tanto mejor. No va a acabar con nuestra comida.

Era inútil. Los habitantes de Clipperton habían cambiado de carácter. Ahora eran más recelosos, doblemente astutos, peleoneros como nunca, ventajosos y egoístas. También cambiaron físicamente: cobraron un aspecto irremediable de damnificados por la vida, de mendigos de la naturaleza, del cual ya no habrían de redimirse jamás. En los niños se notó la transformación más que en nadie. El huracán les rompió las amarras a la civilización, y en 24 horas involucionaron 24 siglos. Dada la situación de emergencia en que quedó la isla, los adultos se fueron olvidando de bañarlos y de vestirlos, de regularles el horario, de enseñarles y de corregirlos, y cuando se dieron cuenta, sus propios hijos se habían convertido en una manada arisca de criaturas semisalvajes y desnudas que correteaban por las rocas sin importarles si era de día o de noche, que se comían el pescado crudo y que entraban y salían del mar con naturalidad de anfibios.

Los animales domésticos, liberados de rejas y corrales, volvieron a vagar a su antojo por la isla, mostrencos. Como ya no recibían alimento ni cuidado del hombre, se volvieron desplumados, pelones y canijos. Para sobrevivir, se olvidaron del comportamiento propio de sus especies. Aguzaron el instinto cazador, y había que ver a los perros y a los gallos atacando cangrejos para devorarlos. Las mujeres colocaron a los niños de pecho en lugares altos, por temor a que los cerdos los mordisquearan. Hasta en sus costumbres reproductivas los animales se volvieron extravagantes, y hubo quien asegura que algunas gallinas se aparearon con pájaros bobos.

Si los seres vivos cambiaron, el entorno también. Los holandeses se aplicaron al oficio de reparación con tal empeño, que en pocas semanas la casa de los Arnaud, parte de las barracas, el muelle y algunos depósitos estaban nuevamente en pie. Pero no podían hacer milagros, y Clipperton reedificada parecía una caricatura de sí misma. Ahora las casas eran mamarrachos levantados a parches, retazos y remiendos, y se sostenían con una pequeña parte de los materiales que habían tenido originalmente. Por dentro estaban vacías, sin otra cosa que las llenara que el olor podrido de la laguna, y por fuera eran chuecas, tambaleantes. Todo en la isla quedó disminuido y empobrecido, atrapado en un nostálgico aire de tugurio.

Después de la pelea entre Schultz y Daría, Arnaud le aplicaba al alemán inyecciones de sedante como para tumbar elefantes, y hacía que le diluyeran, en el agua potable, cucharadas soperas de extracto de pasiflora. Con todo, Schultz sólo permanecía calmado mientras dormía, y cuando abría el ojo destrozaba lo que tuviera a su alcance. Una vez fue un cerdo que se acercó a husmear y que murió con el cráneo aplastado de un puñetazo. Otras veces fueron gallinas. La mujer del sargento Irra contó que el alemán había intentado degollar a uno de sus hijos, pero eso no lo creyó nadie, porque la mujer de Irra tenía fama de embustera y porque en el fondo todos sabían que Schultz no era un asesino.

Una noche rompió la soga que lo ataba a su casa y se apareció por las barracas, desnudo y vociferante, causando más terror que el abominable hombre de las nieves. Lo atraparon, lo doparon y en vez de soga, le ataron una cadena al cuello. Arnaud dio la orden de que todas las mañanas lo soltaran de la viga y que tres hombres, sujetando bien la cadena, lo sacaran a pasear. Con el tiempo, todos se desentendieron de esa tarea peligrosa y agotadora, y Schultz permaneció atado día y noche.

Al cabo de un mes se había vuelto otra vez manso y pasaba las horas girando alrededor de la viga repitiendo las mismas palabras:

– Me aburro, me aburro y me aburro. Me aburro, me aburro y me aburro…

Entonces le acercaron una cama para que no durmiera en el suelo y los soldados que lo alimentaban pudieron llevarle el agua y la comida en recipientes y platos sin temor a que les rompiera la cabeza con ellos. Le notaron síntomas de mejoría, y decidieron encomendarle a una mujer la tarea de asearlo, cuidarlo y alimentarlo.

Daría Pinzón no quiso saber nada del asunto. A ella no la asustaban los cuentos de los holandeses errantes, y se había arreglado con uno gordo y lunarejo llamado Halvorsen. A su hija Jesusa, que ya era púber, la acomodó con uno langaruto y narizón de nombre Knowles.

La escogida para el oficio de cuidar de Gustavo Schultz fue Altagracia Quiroz.

Altagracia era la muchachita que los Arnaud habían contratado el año anterior en el Hotel San Agustín de la ciudad de México, para que los ayudara con los niños. Se había venido con ellos a Clipperton seducida por la propuesta de doblar su sueldo, y por el entusiasmo de conocer el mar.

Estaba arrepentida. El mar no le había parecido gran cosa, y en la isla se le acumulaban los billetes del sueldo sin que le sirvieran para nada. Tenía 14 años, era fea y bajita, pero tenía lindo el pelo. Sólo que nadie lo sabía, porque nunca lo mostraba.

Durante las primeras semanas trabajaba tan duro al servicio de la señora Arnaud, que no le quedaba un minuto para respirar. Correteaba detrás de los niños, regaba la huerta, lavaba, almidonaba y planchaba las camisas, brillaba la plata, ayudaba en la cocina moliendo maíz y fregando trastes. Después del huracán las cosas cambiaron. Los niños ya no se dejaban cuidar, no quedó almidón para la ropa, ni huerta para regar, ni plata para brillar, y en medio de la escasez que apretaba a Clipperton, lo único que sobraba era el tiempo.

Altagracia se armó de esponjas, cepillos y cubetas de agua y se acercó, paso a paso, a la cabaña de Schultz. Lo vio parado con su cadena al cuello, solitario, doblegado y percudido de mugre, como un gran oso blanco en cautiverio, y enseguida le perdió el miedo.

– Cúchito, cúchito -le dijo mientras se le arrimaba, como si llamara a un animal doméstico.

Schultz le gruñó un poco pero aceptó el trozo de tocino que ella le tendía y la dejó acercar. Con cautela, ella le pasó la esponja por la espalda hasta que la costra de suciedad cedió. Cada vez que él gruñía ella le daba tocino, hasta que pudo terminar una labor de aseo más o menos aceptable. Luego lo ayudó a ponerse un pantalón roñoso que encontró tirado en un rincón, y que fue la primera prenda de vestir que Schultz usó en el tiempo de su locura. Después le alcanzó café humeante y pescado frito. Él se comió el pescado y derramó el café en el suelo. Ella barrió alrededor de la cama, escogió las camisas menos rotas y se marchó.

Al día siguiente volvió con las camisas remendadas, lavadas y planchadas, y como la mañana despuntaba fría, prendió fuego para calentar el agua de las cubetas. El alemán reaccionó tan bien ante el agua tibia que se dejó lavar las greñas. Altagracia lo hizo con todo cuidado, masajeándole la cabeza con las yemas de los dedos, como hacía con los niños Arnaud. También se dejó cortar las uñas de las manos, que ya tenía encarnadas y entorchadas como garfios, pero gruñó molesto cuando ella trató de podarle las garras de los pies.

En pocas semanas hicieron grandes avances. El se dejaba peinar, acicalar y hasta perfumar, y ella se entretenía como si jugara con un muñeco. Aprendió a no llevarle comida de color negro porque él la rechazaba, y a conseguirle de contrabando uno que otro trago de mezcal. Le lustró las botas, le zurció las medias, le refregó los grandes dientes amarillos con escobilla y bicarbonato. Lo sacaba a hacer ejercicio, y él se dejaba llevar de la cadena como un perro faldero.

Día a día la sesión de limpieza y alimentación se fue haciendo más preciosista y prolongada. Al principio duraba de seis a seis y media de la mañana, y llegó a durar de seis de la mañana a seis de la tarde. Altagracia llegaba cuando recién aclaraba, y regresaba a la casa de los Arnaud cuando empezaba a oscurecer. Cuando partía, el alemán se quedaba sentado en su cama, atado a su viga, jugando solitarios de ajedrez, poniendo en orden la contabilidad de la Pacific Phosphate, mirando las estrellas y esperando el regreso de ella al amanecer.

Él la llamaba Alta, o Altita, y ella le decía Güero, le decía Alemán o Gringo. Él bregaba a enseñarle a jugar ajedrez, ella quería enseñarle a hablar castellano.

– Caballa -le decía él, mostrando la ficha de madera.

– Caballa tú. Esto se llama caballo.

– Caballa tú también. Así no se mueve esa ficha.

– ¿Y cómo es que antes nada se te entendía, y ahora, de pronto, te dio por hablar como la gente?

– Porque ahora me dio la gana, y antes no.

Era verdad. Por primera vez en su larga estadía en América, Gustavo Schultz sentía el deseo y la necesidad de comunicarse con alguien.

– ¿Y cómo es que antes estabas loco y ahora no?

– Antes no estaba loco y ahora tampoco.

Había desaparecido su agresividad. Sin embargo, mantenía la cadena atada al cuello y cuando se acercaba alguien distinto a Altagracia, emitía rugidos y estrellaba algún plato contra el suelo.

– Voy a pedir que te quiten esa cadena de fiera -le dijo ella.

– No pidas nada. Si me quitan la cadena y me declaran cuerdo, no te dejan venir más.

– Voy a contarles que hablas la lengua castellana.

– No cuentes nada. Con ellos no quiero hablar.

La pasión les nació suavemente, sin exabruptos. La sintieron llegar una vez que a ella se le desató el rebozo que siempre se envolvía en la cabeza, y el pelo, liberado, le cayó hasta los tobillos. Era un metro y medio de seda natural, una catarata, una noche negra, un animal reluciente con vida propia. Schultz no podía creer lo que veía. Se animó a tocarlo y apartó un mechón, como quien mete la mano en un cofre de piedras preciosas.

– Este es el tesoro del pirata Clipperton -dijo-. Tanto que lo buscaron ellos y lo encontré yo.

– Son puras mechas negras, como todas. Mejor tu pelo, que es güero.

– No sabes lo que tienes en la cabeza, niña.

– A que tú no sabes hacer trenzas.

– A que sí.

Ella era virgen y él la desvirgó con delicadeza y sin apremio, y a partir de entonces se dedicó a enseñarle a hacer el amor, con la misma paciencia y sabiduría con que le enseñaba a jugar ajedrez.

Habían pasado tres meses desde el huracán y el barco de la armada mexicana cumplía dos de retraso. El capitán Jens Jensen, que se había aferrado a las garantías de Arnaud de que su ejército los socorrería, llegó a la conclusión de que era descabellado y suicida seguir esperando. Entre más lo pensaba más se convencía, y se dio cuenta de que tendría que haberse dado cuenta tiempo atrás, al propio día siguiente de su llegada forzosa a Clipperton.

Le pidió permiso a Arnaud para reparar un bote de remos.

Era una embarcación de tres metros de largo que podía dar cabida a cuatro hombres. Le improvisó un mástil y una vela y la dotó de cuatro remos. Cuando estuvo lista, le comunicó a Arnaud su decisión de enviar a un grupo de sus marinos -los cuatro mejores- hacia la costa mexicana, a pedir ayuda.

– Los manda a la muerte -le dijo Arnaud.

– Tal vez no -contestó Jensen.

– Se van a reventar contra los arrecifes. Van a errar sin rumbo. La oscuridad de las noches va a ser una pesadilla. Se van a quedar sin agua y sin alimentos. Los van a acosar los tiburones…

– Capitán Arnaud, usted es un militar y desconfía del mar. Yo soy un marino y no puedo permanecer en tierra, de brazos cruzados, abusando de su hospitalidad y poniendo en riesgo la vida de su gente y de la mía.

– Espere un poco más. El barco no puede tardar más de quince días, Dios mediante.

– Usted lo ha dicho: Dios mediante. Con todo respeto por sus creencias, yo prefiero confiar en mis hombres.

– Pues entonces que Dios los proteja, con todo respeto por sus hombres.

Al día siguiente, 4 de junio, el segundo teniente Hansen y los marineros Oliver, Henrikson y Miller partían hacia México en el pequeño velero, con algunos instrumentos de navegación que les prestó Arnaud y con agua y comida para doce días.

Toda la población de Clipperton -salvo Gustavo Schultz y Altagracia Quiroz, que viajaban por otros universos- se paró en el muelle para verlos partir.

U.S.S. Cleveland. Alternar, rumbo a Acapulco, 1914.

1. El 21 de junio, hacia las tres de la tarde, estando el Cleveland anclado en el puerto de Acapulco, se acercó un pequeño barco a cargo de L. Hansen, segundo teniente de la goleta norteamericana Nokomis. Estaba tripulado por dos hombres más. Habían partido de la isla de Clipperton 17 días antes. Llegaron en lamentables condiciones físicas, y el segundo teniente reportó haber perdido a un tercer hombre durante la travesía. Reportó así mismo que la Nokomis, de San Francisco, bajo el mando del capitán Jens Jensen, naufragó en Clipperton en la madrugada del 28 de febrero de 1914, con la siguiente tripulación: el capitán Jens Jensen, su esposa y dos hijos; el primer teniente C. Halvorsen, el segundo teniente L. Hansen; los marineros J. Oliver, H. Henrikson, J. Halvorsen y W. Miller, el grumete H. Brown y el cocinero H. Knowles. Dijo que cuando él abandonó la isla, los que se quedaron tenían comida para unos 17 días más.

2. En vista de este informe consideré que era urgente asistirlos, y partí hacia Clipperton a las 9:30 de la mañana siguiente. Previamente notifiqué al vicecónsul británico y a los agentes londinenses de la Pacific Phosphate Co. Ltd., quienes le enviaron 200 bultos de abastecimientos a su representante en Clipperton y a la guarnición del ejército mexicano allí apostada, la cual consistía en dos oficiales, once hombres y sus respectivas familias. El Cleveland llegó a la isla el día 25 a las 11:00 de la mañana.

3. Durante las horas de la tarde, recibí a bordo del Cleveland a las personas mencionadas en el primer párrafo, junto con el representante de la Pacific Phosphate Co. Ltd., señor G. Schultz, su mujer y su hija. Una particularidad llamó mi atención respecto al señor Schultz, ciudadano alemán, quien durante varios años había permanecido en la isla como representante de dicha compañía. Las relaciones entre esta persona y el comandante de la isla habían llegado a tal nivel de antagonismo, que el comandante me informó que, en su opinión, el señor Schultz había enloquecido. A su vez, las opiniones del señor Schultz sobre el comandante mexicano eran bastante agrias. Por tanto consideré prudente llevar al señor Schultz y a su familia a Acapulco.

4. A las 3:20 de la tarde se arrimó un bote mexicano, bajo el mando del capitán de puerto, Ramón Arnaud Vignon. Firmó la entrega de los 200 bultos de abastecimientos. El capitán del puerto abandonó el Cleveland a las 3:55.


Firmado,

Capitán W. Williams

U.S.S. Cleveland, isla de Clipperton, 1914.

El 25 de junio, Ramón Arnaud comía pescado con su mujer y sus hijos cuando divisó un barco en el horizonte. Le produjo la misma conmoción que un ser amado ausente que regresa, porque creyó que era de la armada mexicana. ¡Por fin llegaban a cumplirle! ¿Dónde estaba el capitán Jensen? Ramón ya sabía lo que le diría. Le diría «¿No era mejor esperar? Los míos no podían fallarme…»

De golpe Alicia vio a su marido pasar del júbilo a la postración, y adquirir el color sebáceo de los cirios: Había caído en cuenta de su confusión. Había visto la bandera norteamericana en la embarcación que se acercaba. Era el U.S.S. Cleveland, que se hacía presente para atender el s.o.s. de los tripulantes de la Nokomis.

A pesar de las muchas misivas que Arnaud había enviado a sus superiores a través de los cuatro holandeses, no era su gente la que acudía. Era la gente de Jensen. Este había tenido razón al desconfiar y actuar por su cuenta, pensó con amargura Ramón Arnaud.

Lo golpeó tan fuerte el desencanto que se quedó sentado, sin mover un dedo, mientras los demás se precipitaban al muelle, y siguió así una hora entera, mientras el buque anclaba al otro lado de las rompientes, mientras llegaba a tierra un bote con dos emisarios, y hasta que un soldado le entregó una nota del capitán del Cleveland, junto con una carta enviada desde México.

La nota del capitán -llamado Williams- aclaraba que venía con el único propósito de llevarse a los náufragos de la Nokomis, averiguar por el alemán Gustavo Schultz, entregar provisiones y ofrecer ayuda. La carta era de su suegro, don Félix Rovira, y estaba dirigida a Alicia. Ella la leyó en voz alta:


Niña adorada:


No podía ser más grande mi alegría. Sobra decir que desde ya voy a estar esperándote, así tenga que pasar una semana parado en el puerto.

Por fin se ha de cumplir lo que he soñado durante cada uno de los días de cada uno de estos años. Volveré a verte -a tí, a Ramón y a mis nietos- y a estar con Ustedes, ya sin el temor y el agobio de una nueva partida.

Busqué al coronel Avalos para ponerlo al tanto de las urgencias de Ustedes, pero ya no está en Acapulco. Lo trasladaron y no pude averiguar a dónde. El comandante de la zona es ahora el coronel Luis Griviera, quien reconoció que por el acoso de los rebeldes no está en condiciones de mandar barcos a Clipperton. Dijo que lo mejor sería que Ustedes regresaran en el Cleveland, aprovechando la voluntad de su capitán de prestar ese servicio. La impresión que me hizo el coronel Griviera es que está demasiado ocupado en salvar su pellejo, para preocuparse por el de los demás.

Tampoco he podido hablar personalmente con los tres marinos holandeses que llegaron a este puerto con noticias de Ustedes, pero sé que reportaron que en la isla quedaban provisiones para tres o cuatro días más. Yo le ruego a Dios que no se terminen antes de que lleguen las cajas enviadas por el cónsul británico.

Te escribo a toda prisa, pues hace apenas dos días me comunicaron las novedades. Viajé inmediatamente de Salina Cruz a Acapulco, y las gestiones que te refiero no me han dejado un minuto libre. El barco norteamericano que te lleva esta misiva y que ha prometido traerlos a este puerto, zarpa en unos minutos.

Por ese motivo no te comento nada sobre la situación que atraviesa nuestra patria. Ya nos sobrará tiempo para ello (aunque parece que el tiempo no basta para comprender tantos y tan caóticos acontecimientos).

Te envío, sí, recortes de los diarios sobre la invasión norteamericana por Veracruz. Es algo que tiene indignado al país, y me atrevería a decir que al continente. Creo que a Ramón le conviene estar informado sobre esto, dado que estarán Ustedes navegando con miembros de la armada del país invasor. Sobre las intenciones personales del capitán Williams, creo que son humanitarias y honestas. Sea como sea, considero que es de suma urgencia que regresen con él, pues las posibilidades de que viaje a Clipperton un barco mexicano, se ven remotas en las actuales circunstancias.

Mi corazón sacará fuerzas de donde no tiene para esperar los días que faltan para tu regreso.


Tu padre


– Un momento -dijo Ramón cuando ella terminó la lectura-. Vamos por partes, que no entiendo nada. Le escribí a las autoridades, y contesta tu papá. Pido que me manden un barco mexicano, y llega uno gringo. ¡¿Invasión a Veracruz?! Dame los recortes.

Se devoraron los diarios enviados por don Félix y lograron sacar en claro que el general Huerta seguía oficialmente en el poder, sin el apoyo del país que estaba en manos de los revolucionarios, y sin el apoyo de los norteamericanos, que habían invadido el puerto de Veracruz. Los acontecimientos se habían precipitado el 7 de abril. En Tampico, un oficial y siete hombres del crucero norteamericano Dolphin desembarcaron para comprar combustibles. Al pisar tierra fueron arrestados por funcionarios de Huerta. Dos horas más tarde un general mexicano los dejó libres, lamentando el error y pidiendo disculpas. El presidente Wilson exigió que en señal de desagravio los mexicanos izaran la bandera norteamericana y la saludaran con una salva de 21 cañonazos. El general Huerta contestó: México haría la salva de honor, si los Estados Unidos honraban de la misma manera la bandera mexicana. Dándose por ofendido, Wilson ordenó una intervención armada que tenía preparada de tiempo atrás, y envió su flota a aguas mexicanas. El 21 de abril, los marines ocupaban la aduana de Veracruz. Los cadetes de la Academia Naval resistieron durante doce horas, y el 22 de abril, tras la muerte de 126 patriotas, cayó la plaza. Miles de mexicanos, por todo el país, se ofrecían como voluntarios al ejército huertista para ir a pelear contra el invasor. A su vez, las fuerzas revolucionarias de Venustiano Carranza, que tenían bajo control más de la mitad del territorio, también condenaron la intervención extranjera.

– ¿De dónde saca tu papá que nos vamos a ir en ese barco?

– Da por descontado que los barcos mexicanos no van a volver.

– ¿Cómo no van a volver? A mí nadie me ha dado la orden de que me retire de aquí…

– No te dan la orden de que te retires, y tampoco te dan la orden de que te quedes. La verdad, Ramón, yo creo que les da igual. Con el desorden que tienen adentro no se deben acordar de que existimos.

– Norteamérica invade, México entero resiste, ¿y yo voy a entregarles Clipperton sin que tengan que echar un tiro? ¿Eso me pides?

– Yo no te pido nada. Yo nunca te he pedido nada -a Alicia se le quebró la voz, y empezó a llorar. Al principio fue un llanto discreto, que ella interrumpía para limpiarse ojos y narices con un pañuelo. Pero el hipo y las lágrimas cobraron una dinámica propia, imposible de controlar.

– Llora, no más -le dijo Arnaud-. Suelta de una vez estos seis años de quejas atrasadas.

Por fin ella pudo volver a hablar.

– Nunca te he pedido que nos vayamos, y no te lo voy a pedir ahora. Pero por qué no te das cuenta que me da tristeza pensar en mi papá parado en el puerto, esperándonos. Cómo quieres que no se me parta el corazón cuando veo que esas criaturas que corren por ahí, mal educadas y mal alimentadas, son mis propios hijos. Cómo quieres que no piense que desaprovechar esta última oportunidad de partir sería quedarnos aquí para siempre y morirnos…

Alicia hubiera querido hablar durante horas, protestar, maldecir su suerte, decirle a su marido todo lo que no le había dicho en seis años de matrimonio y de vida en la isla. Pero el capitán Jens Jensen se acercaba. Se había afeitado y peinado, y Arnaud se sintió intimidado por su aire recobrado de hijo de la civilización.

– Cállate, querida, que ahí viene Jensen -la interrumpió-. Dile que no estoy. No quiero hablar con él mientras no sepa qué debo hacer.

– ¿Y si pregunta dónde estás? -Alicia todavía sollozaba, y tenía los ojos rojos y las narices congestionadas.

– Dile que en un baile de gala. O en las carreras de caballos.

– Y a mí, ¿que me vea así, llorando? -le gritó a Ramón, que le había dado la espalda y se alejaba-. ¡Pues sí, que Jensen me vea, que todos me vean llorando! ¡Yo ya me aburrí de jugar a que soy feliz!

Arnaud se escapó por detrás de la casa y caminó a zancadas por la playa, sobre la alfombra roja y movediza de cangrejos. A cada paso aplastaba varios, y el crujido crocante de sus caparazones se le incrustaba en los nervios. El tic de la comisura de los labios se le disparó, y a intervalos regulares su cara se contraía en una mueca involuntaria.

Trataba de pensar, necesitaba entender y su inteligencia no le respondía. Se había parado, como un reloj que se queda sin cuerda. ¿Sería la situación tan drástica como la pintaba su suegro? ¿Sería blanca o negra la disyuntiva -o irse ya o quedarse para siempre- o habría matices que la angustia de padre le impedía ver a don Félix? ¿Sería inminente la caída de Huerta y el colapso del ejército federal? Don Félix siempre había sido partidario de los alzados y eso lo llevaba a darles más importancia de la que realmente tenían. ¿O tendría razón esta vez? Por otro lado, la invasión extranjera cambiaba las cosas, tenía que cambiar todo, las diferencias internas se acabarían ante la amenaza de afuera. ¿O no? Ese Carranza le daría tregua al general Huerta mientras combatían juntos al invasor. ¿O no se la daría? Si derrotaban al ejército federal, a su ejército, ¿qué se quedaba él, Ramón Arnaud, haciendo en Clipperton? ¿Por qué tenía que quedarse, cuando Avalos y los demás se desbandaban? Por otro lado, son las ratas las que abandonan el barco cuando se hunde… Arnaud no tenía información, la cabeza le patinaba, le funcionaba en seco, trataba de intuir, necesitaba adivinar, leía y releía la carta y los diarios, buscando y rebuscando detrás de cada frase, de cada palabra, para encontrar una solución.

Mil imágenes se le cruzaban en el cerebro, recalentándole la masa encefálica hasta la desesperación. Pero había dos más agudas, más insistentes, que prevalecían sobre las demás. Eran contradictorias, irreconciliables; alguna de las dos tendría que desplazar a la otra porque ambas no le cabían dentro y si seguían en pugna la cabeza le iba a estallar, como los cangrejos que pisaba.

Una le mostraba a Alicia llorando y a sus hijos abandonados, salvajes, famélicos y enfermos.

– No me puedo quedar -decía en voz alta-. No me puedo quedar.

En la otra aparecía él mismo, años atrás, frente a los muros negros de la prisión de Santiago Tlatelolco, haciendo un juramento de honor: «La próxima vez no me dejo quebrar. Venga lo que venga, la próxima vez aguanto. Mejor muerto que humillado, mil veces mejor muerto.»

– No me puedo ir -se contradecía a sí mismo-. No me puedo ir.

Se fue a ver a Cardona. Lo encontró parado en el galpón, intentando dar los primeros pasos con la ayuda de unos palos que hacían las veces de muletas.

– Siéntate, Cardona. Y piensa bien lo que te voy a decir.

– Llegó un buque gringo a socorrer a los holandeses, ¿verdad? -le preguntó el teniente.

– Sí.

– Entonces los cuatro de la barca lograron llegar hasta Acapulco…

– Sí, pero no todos. Sólo tres. Uno se quedó por el camino.

– Les salió barato. ¿Y cuál fue el infeliz?

– Todavía no sé.

– Otro holandés que va a vagar por ahí, comiendo hierro ardiente y tomando hiél…

– Que en paz descanse.

– Oye, Ramón, ¿tú si crees que descansa alguien que muere así, sin cristiana sepultura? No me gustaría flotar en el agua por toda la eternidad…

– Quién sabe. Pero el asunto grave es otro. Secundino. Escucha esto.

Ramón le leyó la carta de su suegro, y después las noticias sobre la invasión. Cardona no musitó palabra, hasta el final.

– ¿Veintiún cañonazos querían? Cómo no. Enseguida. No más que esperen tantito…

– El capitán del Clevelandofrece llevarnos a Acapulco a nosotros también. Ya sabes lo que opina mi suegro, que si no es ahora, cuándo. Por otro lado los que nos rescatan aquí, son los mismos que invaden allá. No es fácil decidir, y vengo a pedir tu opinión.

Cardona se rascó la cabeza.

– ¿Qué pasará si nos vamos? Espera… quiero decir por unos días, para hacer contacto con el coronel Avalos, o con alguien que nos diga cómo viene la mano, que nos informe qué planes hay… Es que así como estamos damos grima, mano. Esto parece un orfelinato…

– ¿Y si esta maniobra es una trampa del enemigo?

– Más parece una trampa de los amigos… Además, de cual de los enemigos, ¿de los gringos, o de los franceses? ¿No es contra los franceses que peleamos por no perder esta isla?

– Según se ve, ahora es contra los gringos que peleamos por no perder todo México… No sé, Cardona -dijo Ramón, enderezando la espalda y ahuecando la voz-, yo siento que quedarnos es un compromiso de sangre con los ciento veintiséis valientes de Veracruz.

– Pues sí -Cardona meditó un rato-. Claro que a Veracruz la invadieron y a Clipperton no la ha invadido nadie…

– Pero no sabemos lo que pueda pasar.

– Pues sí… Claro que si pasa, no es mucho lo que podemos hacer.

– Podemos morir por la patria, como los de Veracruz.

– Ah vida perra…

– Pues sí, podía ser mejor.

Se quedaron largo rato en silencio, hasta que Arnaud se puso de pie.

– Quiero aclararte -dijo- que a ti tu condición de herido grave te coloca en una sitúación especial, muy distinta de la mía. Aquí no podemos atenderte debidamente y estás en todo el derecho de marcharte a que te curen como toca. Si te vas, no le fallas a México, ni al honor militar, ni a mí, ni a nadie.

El teniente Cardona no lo pensó dos veces.

– ¿Te acuerdas lo que dijiste entre la cueva, cuando el huracán? -preguntó-. O los dos vivos, o los dos muertos. Eso fue lo que dijiste. Valió entonces, vale ahora. Si tú te quedas, yo me quedo.

– Venga esa mano.

– Venga.

– Tengo que buscar a Alicia -dijo Arnaud, caminando hacia la puerta-. Nunca se había quejado, y hoy que lo hizo, la dejé hablándole a las paredes.

En ese momento irrumpió el sargento Irra. Había buscado a Arnaud por toda la isla. Le informó que el capitán del Cleveland quería ver al jefe del puerto, para entregarle los abastecimientos. Que decía traer órdenes del cónsul inglés de llevar a Acapulco a Gustavo Schultz, si esa era su voluntad. Que Jens Jensen y los holandeses querían despedirse.

Ocúpate tú de ir al Cleveland por las provisiones -le dijo Arnaud a Cardona- y dile a su capitán que más tarde paso a hacerle la visita protocolaria.

– Apenas puedo caminar, Ramón.

– Haz que te lleven alzado.

– Digo yo, ¿y no será importante que vayas tú? ¿En qué idioma quieres que me comunique?

– Arréglatelas. Yo tengo que hablar con Alicia, aunque se caiga el mundo.

– ¿Y qué hacemos con Schultz, mi capitán? -preguntó Irra, que esperaba órdenes-. ¿Lo soltamos, o lo llevamos amarrado?

– Suéltelo, Irra, a ver qué pasa. Si está muy nervioso, triplíquele la dosis de pasiflora, pero asegúrese de que suba al Cleveland-dijo Arnaud, y no se ocupó más del asunto.

Al otro lado de Clipperton, Gustavo Schultz y Altagracia Quiroz no vieron llegar barco, ni se enteraron de nada. Todo permanecía inmutable, idéntico a sí mismo, dentro de la burbuja hermética en que se encerraban los dos. En medio de su locura, Schultz había tenido la lucidez de entender que esa niñita dulce y fea era pretexto suficiente para reconciliarse con la razón y para aferrarse a la realidad, y gracias a ella no se sentía solo, por primera vez en toda su vida.

Ese día el baño de agua tibia duró dos horas y, según el ritual que habían establecido, concluyó en el acto del amor. El alemán tenía a Altagracia tendida a su lado, la cabeza de ella sobre su brazo, y se apaciguaba a la sombra de su mata de pelo.

– Pelo a pelo, voy a contar todo tu pelo -le decía- y cada día lo vuelvo a contar, para asegurarme de que no falte ninguno.

Su corazón estaba plácido, su cuerpo distensionado, y el soplo fresco de los vientos alisios dispersaba los restos de su vieja angustia.

– ¡El loco está violando a la niña!

El grito energúmeno del sargento rompió en mil pedazos la calma bondadosa del aire. Antes de que Schultz pudiera levantarse, Irra y otros tres hombres le cayeron encima, aporreándolo a puños y cachiporrazos.

– ¡Gringo asqueroso, suelta a la muchacha! -le decían.

Altagracia se asustó como un animalito y se refugió en la cabaña. Por entre las rendijas de la pared vio cómo le ataban las manos y se lo llevaban a empujones, tirándolo de la cadena.

Ella se sobrepuso al miedo y corrió detrás.

– ¿A dónde lo llevan?

– Vino un barco por él. Hoy se va muy al carajo, el loco.

– Así no lo lleves, Irra -rogó ella-, al menos déjalo que se vista. ¿No respetas a un ser humano?

– Este humano es más salvaje que las bestias.

– Bestias salvajes ustedes -murmuró ella, y mientras los soldados forcejeaban para arrastrar al alemán, ella le puso como pudo un pantalón y una camisa.

Schultz rugía con una furia desgarrada y ciega. Todos oyeron sus gritos, que retumbaron por los acantilados, pero sólo Altagracia oyó un crujido leve, seco, que se le escapó del pecho, como un suspiro.

– Te quebraron el alma, güero -le dijo.

Al otro lado de la isla, Ramón Arnaud encontró a su mujer. Ya no lloraba. Escoba en mano, barría el destartalado porche de su casa.

– ¿Por qué barres? -le preguntó.

– Porque ya sé lo que vas a decidir. Y si hemos de seguir viviendo en este lugar, más vale que esté limpio.

– Ven, quiero que entiendas algo.

Se sentaron en el suelo, en la terraza del oriente, donde alguna vez había pendido la hamaca de contemplar el amanecer.

– Alicia, ¿te acuerdas que en otra ocasión te dije que no hacía nada porque sentía que no era mi guerra? Bueno, ahora siento que sí, que ésta sí es mi guerra. Todavía no sé si debemos irnos o debemos quedarnos, lo único que sé es que esta guerra tengo que pelearla.

En el muelle Arnaud encontró a Cardona, que cojeaba por entre montañas de cajas de madera, llevando la contabilidad en un cuaderno.

– Son 200 cajas, Ramón -gritó, entusiasmado, el teniente-. Hay carne cecina, pan seco, chorizos, manteca, café, lo que quieras, como para bandearnos tres meses más.

– Eso nos da margen para decidir si nos quedamos o nos vamos.

– Lo que no pude entender es quién mandó esta comida, y para quién.

– ¿Quién va a ser? El ejército mexicano, por supuesto, para nosotros.

– Creo que no, Ramón. Hasta donde llega mi inglés, es del cónsul británico para Gustavo Schultz.

– Pues que la deje de herencia. ¿Hay cítricos? -preguntó Arnaud.

– No he visto.

– Mala cosa.

Arnaud se montó al bote e hizo que lo llevaran hasta el Cleveland. Aún no sabía qué iba a decir, y por el camino no pudo pensar en nada. A las 3:20 subió a bordo y fue recibido por el capitán Williams en su gabinete particular, contiguo a su camarote. Era un recinto interior, pequeño, enchapado en cedro, impregnado de olor a madera y tabaco fino. Sobre la mesa de trabajo había plumas y tintero y un aparato de diseño tan novedoso, que a Arnaud le costó trabajo captar que se trataba de una máquina de escribir. Los muebles, escuetos pero bien abullonados, eran de un velour vinotinto apenas desgastado por el uso, un tapete persa cubría el piso, una lámpara de cobre y cristal opalino suplía la luz natural, en un rincón había un baúl de cuero repujado y en el de enfrente, fuera de uso y tapada de libros, una pesada estufa de hierro.

El propio capitán Williams tenía un físico más apropiado para este ambiente íntimo y confortable que para la dureza impersonal del resto de su barco de guerra. Era un hombre de edad, pálido y pulcro como si no lo hubiera tocado un rayo de sol o una brisa marina. Usaba anteojos de aro muy fino y olía discretamente a agua de colonia. Invitó a Arnaud a sentarse y le ofreció una copa de cognac y una taza de café.

Mientras intercambiaban saludos protocolarios, la mano de Arnaud palpaba el velour, el cuero, el cristal tibio de la copa, y su nariz olfateaba la madera, la colonia, el tabaco, como si su cuerpo quisiera recuperar la memoria de texturas y olores olvidados. Empezaba a invadirlo una molesta nostalgia de mundos mejores. Se sintió sucio, despeinado y maloliente, y le entró una necesidad irracional de salirse de allí. Había demorado lo más posible esta entrevista porque sabía que lo pondría en condiciones desfavorables. Ahora llevaba dos minutos escasos y, a pesar de la amabilidad de Williams, no deseaba alargar el encuentro un segundo más de lo indispensable.

Arnaud agradeció las cajas de abastecimientos, y Williams preguntó por Gustavo Schultz. Ramón, que se había olvidado por completo del alemán, explicó que ya lo traían, que había sufrido serios desequilibrios mentales, que era un hombre extraño, que estaba alterado y que había considerado conveniente aplicarle un sedante antes de su partida. Habló mal de Schultz, dijo muchas palabras, utilizó demasiados adjetivos y se arrepintió al ver la expresión impávida e imparcial con que lo escuchaba Williams.

Leyendo los nombres en un papel, Williams le dijo que el teniente Cardona le había informado que las señoras Daría y Jesusa -ya a bordo- viajarían en calidad de esposa e hija del señor Schultz.

– Así es, son su esposa y su hija -contestó enfático Arnaud, y un segundo después cayó en cuenta de su error. Entendió el sentido de la pregunta de Williams cuando imaginó, con tanta nitidez como si las estuviera viendo, a las dos mujeres subiendo al barco abrazadas a sus dos novios holandeses. A Arnaud se le encendió la cara.

– Bueno, más o menos -balbuceó, y no atinó a dar otra explicación.

– No se preocupe, capitán, yo entiendo -le dijo Williams-, era sólo una pregunta burocrática.

El golpe de Daría y Jesusa, con el que no contaba, dejaba a Ramón mal parado, de entrada. Y sabía que lo peor no había pasado aún. En tono abiertamente cordial, Williams le reiteró su ofrecimiento de llevarlo a México junto con su familia y los demás habitantes de Clipperton. Jensen le había contado de su hospitalidad y su generositiad a pesar de los apremios. A quien así se comportaba-dijo Williams-, había que pagarle con la misma moneda.

– Le agradezco enormemente -dijo Arnaud- pero no he recibido órdenes de mis superiores de abandonar mi puesto.

– Sus superiores no están en condiciones de darse órdenes ni a sí mismos -le respondió, con una sonrisa benévola, el capitán Williams-. El ejército federal está en desbandada…

Arnaud sintió el dedo en la llaga. Su disgusto fue evidente, y Williams se retractó.

– Es sólo una opinión personal, por supuesto -dijo-. No la tome a mal.

Ramón Arnaud se demoró en contestar, para poder pensar y sopesar cada una de sus palabras. Por fin habló:

– La situación de orden público hace las cosas difíciles para el general Huerta, y la invasión arbitraria de su país hace las cosas difíciles para mi país. Son dos razones poderosas para no abandonar mi puesto.

– Todo ha cambiado desde que usted está aquí. Todo. No es sólo la situación interna de México, es sobre todo la guerra.

– ¿Se refiere a la guerra entre mi país y su país?

– No, capitán Arnaud. Me refiero a la guerra que está por estallar entre una mitad del mundo y la otra mitad. Supongo que usted estará al tanto -le contestó Williams, al tiempo que le ofrecía un tabaco cubano-. ¿Desea uno?

A Ramón se le hundió el piso bajo los pies. La noticia lo sacudió y lo atontó como el estallido de una granada. Era demasiado. ¿De qué guerra le hablaban? ¿De cuál mundo? ¿Por qué iba a estallar? ¿Con cuál de las dos mitades estaría México? Se moría de ansiedad por saber, y el corazón se le desbocó en el pecho como un caballo enloquecido. Tuvo que hacer acopio de todo su orgullo de militar, de toda su fuerza de voluntad, para mentir:

– Por supuesto, capitán Williams. Estoy perfectamente al tanto de la inminencia de la guerra. Pero eso no afecta mi decisión.

Su propia frase le retumbó en el cerebro: «Pero eso no afecta mi decisión.» Arnaud sintió que cerraba la última puerta, que se suicidaba, que condenaba a muerte a sus hombres, a su mujer, a sus hijos. Pero aguantó, sin retractarse. Con el rabillo del ojo miró el tabaco cubano que le ofrecía Williams. Era un Flor de Lobeto, perfumado y magnífico. Hacía meses no veía uno. Hubiera dado un dedo meñique a cambio de ese habano. Pero mintió:

– Habano no, gracias, acabo de fumarme uno.

– Como usted quiera -oyó decir al otro.

El tiempo se derretía en la cabeza de Arnaud y los minutos se estiraban con una elasticidad gomosa, odiosa, insoportable, Como… usted… quiera… Entre palabra y palabra transcurría un siglo y mientras tanto la única posibilidad de supervivencia se disolvía, se escapaba, subía despacito al cielo, como el humo del tabaco que había encendido Williams.

De pronto el tiempo se aceleró de nuevo. En el fondo del estómago del capitán mexicano se despertó un súbito cosquilleo, unas ganas irrefrenables de vivir, que le hicieron decir:

– Sin embargo, capitán Williams, como se trata de una cuestión que también afecta a mis soldados, yo le pido tiempo para consultarla con ellos, antes de darle la respuesta definitiva.

– Por supuesto, capitán. Medítelo y consúltelo.

Williams tiró de la leontina y miró la hora en su reloj de bolsillo.

– Puedo zarpar dentro de una hora, sin inconveniente -dijo.

Se despidieron. En la cubierta Ramón encontró a Jens Jensen, a su esposa Mary, que estaba más evaporada que nunca, y a los demás holandeses. Se abrazaron y se desearon suerte.

En el bote de remos, de vuelta hacia el muelle, Arnaud respiró hondo, se relajó en su banca, sonrió levemente y pensó: «Hay una invasión, una guerra civil y una guerra mundial, y yo estoy aquí en Babia, resolviendo si los huevos de pájaro bobo quedan mejor fritos o revueltos.»

Eran las 3:55 de la tarde. Antes de las 4:55 tendría que tomar la decisión más seria de su vida.

Al bajar a tierra le comentó a Cardona:

– Estalló la guerra mundial. O está por estallar. No me preguntes más porque no sé, no averigüé. No quise darle el gustazo al gringo reconociendo que no sabía. Ya nos dirán, cuando llegue un barco mexicano.

– Si esperamos tanto, de una sola vez nos vamos a enterar de quiénes la declararon y quiénes la ganaron.

Arnaud y Cardona fueron a llamar al resto de la gente y minutos después llegaba al muelle el sargento Irra, llevando del brazo a Gustavo Schultz.

Medio sonámbulo, medio ebrio por la dosis triple de pasiflora, el alemán se debatía en un mundo borroso, tornasolado y huidizo. A través de velos y neblinas intuía que algo nefasto estaba a punto de sucederle, pero no atinaba a precisar qué. Hasta su propia agonía se le difuminaba en un vago sentimiento sin nombre. Su cabeza giraba, se detenía, se precipitaba, caía en picada en un doloroso y confuso viaje hacia lo hondo. Sus pies avanzaban a tropezones, su boca decía incoherencias, sus manos golpeaban torpemente al sargento Irra.

Detrás de ellos trotaba Altagracia Quiroz. Apenas la vio, Schultz encajó las piezas sueltas de su delirio. De un golpe violento se sacó de encima a Irra, se abrazó a Altagracia, y aunque no pudo dominar su lengua dormida y pastosa, le pidió con palabras que le salieron de muy adentro:

– Vente conmigo, Altita.

– No puedo irme, güero. Ojalá pudiera. Vine con la señora Alicia, y tengo que acompañarla.

El sargento Irra se repuso, volvió a sujetar a Schultz y de un empujón lo tiró entre el bote de remos, donde lo esperaban dos soldados para llevarlo al Cleveland.

El bote se alejaba. Schultz desafió la borrachera y el vaivén de las olas y logró ponerse de pie.

– Volveré por ti, Altagracia -gritó-. Te lo juro. Te juro que te saco de aquí y me caso contigo. ¡Te lo juro!

El mar estaba gris, el cielo violeta, y la muchacha se había quedado sola en el muelle. Oyó las palabras del alemán, y para despedirse de él, se soltó el rebozo de la cabeza. El pelo cayó hasta el suelo, relumbró bajo el sol de la tarde y ondeó suavemente al viento, como una bandera negra.

Mientras tanto, Ramón Arnaud ordenaba que la tropa interrumpiera la fajina para formarse en la plaza -el lugar ahora baldío que había sido huerta- con armas y uniformes completos. Pedro Carvajal, el corneta jovencito, tocó reunión y los hombres acudieron.

– Pelotón, ¡Armen… armas! -gritó Cardona. A su lado, Arnaud observaba.

Parados en ese peladero inhóspito y áspero estaban los diez hombres que constituían su guarnición. El que tenía guaraches no tenía camisa, el que tenía carabina no tenía sable, el que tenía cananas las llevaba sin cartuchos. Sólo les quedaban los despojos del huracán. Alrededor de ellos, paradas en semicírculo, las mujeres miraban, con los niños alzados. Eran el aporreado público del aporreado espectáculo.

– ¡Presenten… armas!

Cantaron el himno nacional e izaron la bandera nueva, la bandera bordada por las monjas. Cuando se elevó en el aire, Arnaud la vio tan deshilachada y desteñida como la anterior. Se habían borrado el rojo y el verde, así que la franja blanca del medio se extendía hasta los extremos. Sin águila y sin serpiente, no era más que una sábana extendida al sol.

«Nos llevó la que nos trajo -pensó Ramón, contemplando a su gente-. Parecemos fantasmas, y encima pertenecemos a un ejército que ya no existe». ¿Con qué argumentos iba a convencerlos de que siguieran aguantando, de que no se rajaran? Más grave aún, ¿con qué argumentos iba a convencerse a sí mismo? Se concentró en la tortura de sus noches de prisión, en su arrepentimiento ante los muros negros de Tlatelolco, y a medida que revivía en su boca el sabor de la humillación, iba encontrando los argumentos que buscaba.

Empezó el discurso con timidez. De las derrotas de su ejército no les dijo mucho, por no desmoralizarlos, y de la guerra mundial no les dijo nada, por no aturdirlos. Ganó cadencia al hacerles el recuento histórico de las invasiones extranjeras y las resistencias nacionales, se entusiasmó y subió el tono cuando les informó de los sucesos de Veracruz, le vibraron las vocales al hablarles de la defensa de Clipperton, y cuando se dio cuenta, los tenía a todos rabiando de emoción y llorando de coraje.

– Como homenaje a los caídos en la lucha contra el invasor norteamericano -anunció en la apoteosis de la arenga- vamos a hacer la salva de veintiún descargas que quería el presidente Wilson. Pero que sea para saludar a nuestra propia bandera, carajo. ¡La bandera mexicana!

Cardona se le acercó y le habló al oído:

– Veintiún descargas es mucho, mano. Se nos agota el parque…

– Bueno, pues. Diez.

– ¿Cinco?

– Van a ser sólo cinco descargas -gritó Arnaud-. ¡Pero que sean con cojones, para que se oigan hasta Washington!

– ¡Y hasta París! -metió la cuña Cardona, que no se olvidaba de la bronca con los franceses.

Más o menos al unísono, los diez fusiles dispararon cinco veces. Tronaron los cincuenta tiros y se enrareció el cielo con el humero de la pólvora. Las narices picaban y los ojos ardían, y en parte por eso, en parte por sentimiento, todos -hasta las mujeres y los niños- terminaron llorando.

«Estos ya son míos», pensó Ramón. Les explicó las posibilidades e imposibilidades de sobrevivir en la isla, el significado militar y político de quedarse, las ventajas personales de irse, y les comunicó el ofrecimiento del capitán del Cleveland de llevarlos a todos, junto con sus familias, a Acapulco.

– El que quiera irse, tiene mi autorización para hacerlo -dijo para terminar-. En estas circunstancias confusas, yo no puedo disponer de sus vidas exigiéndoles que se queden.

Les dio un receso para pensarlo y discutirlo con sus mujeres. Se dispersaron. Cada quien se fue por su lado, con su familia. De vez en cuando alguno circulaba de corrillo en corrillo. Se oían cuchicheos, risas, llantos, discusiones. Algunos volvieron a la plaza antes de que sonara el toque de reunión. Cuando estuvieron formados, Arnaud los llamó a lista para que comunicaran, uno por uno, su decisión.

– Soldado Rodríguez, Silverio.

– Soldado Juárez, Dionisio.

– Soldado Pérez, Arnulfo.

– Soldado Mejía, Constancio.

– Soldado Almazán, Faustino.

– Soldado Carvajal, Pedro.

– Soldado Alvarez, Victoriano.

– Cabo Lara, Felipe.

– Sargento Irra, Agustín.

– Teniente Cardona, Secundino.

Uno por uno, los diez dieron un paso al frente, y dijeron su respuesta. Después de que habló el último, Arnaud llamó a romper filas.

A las cuatro y cincuenta de la tarde, cinco minutos antes de que se cumpliera el plazo acordado, el bote de remos hacía entrega de un mensaje en el Cleveland.

«Capitán Williams: En nombre del ejército mexicano, de mi guarnición y del mío propio, le agradezco la valiosa ayuda prestada. Estando, como estamos, en tiempos de guerra, su actitud es un digno ejemplo de caballerosidad entre combatientes. Rechazamos cordialmente su ofrecimiento de llevarnos a Acapulco. Mis hombres y yo, junto con nuestras esposas e hijos, permaneceremos aquí mientras no recibamos órdenes superiores de hacer lo contrario. Firmado, capitán Ramón Arnaud Vignon, gobernador de la isla de Clipperton, territorio de la soberana República de México. Clipperton, 25 de junio de 1914.»

En la isla, sentado sobre el tronco inclinado de una palmera, Arnaud seguía sin saber si lo correcto hubiera sido irse o quedarse. Pero ya no le importaba. Fuera lo que fuera acababa de vivir el mejor día de su vida, el que lo hacía un hombre digno y memorable, y su reino ya no era de este mundo.

Vio al Cleveland alejarse y compadeció al capitán Williams con su bienestar chiquito y artificial de agua de colonia, muebles de veloury copas de cognac. El capitán Williams, respaldado por la seguridad fácil de su barco poderoso. Ramón pensó que no lo envidiaba -o al menos que no lo envidiaba mucho- porque el verdadero príncipe, el dandi, el chingón, era él, Ramón Arnaud. Su decisión de quedarse lo hacía sentir satisfecho, pleno, grande, y la lealtad de su gente -de Alicia, de Cardona, de sus hombres- lo convertían en un gigante. No a todo el mundo le ofrecía la suerte la oportunidad de jugarse el todo por el todo en una prueba máxima, de someter a examen el temple de cada una de las fibras de su cuerpo, de colocar la vida sobre el filo de la navaja, por honor y por valor.

A él sí. Y esta vez él, Ramón Arnaud, había cumplido. Era un príncipe, era un guerrero, un dandi, un chingón. Su vieja culpa por la deserción estaba lavada, sus cuentas con el destino saldadas, y por fin había logrado ponerse al día con su propio orgullo. Aquel habano, el Flor de Lobeto, era lo único que le habría hecho falta en ese momento para tocar el cielo con la mano.

Cuando el U.S.S. Clevelanddesapareció en el horizonte, Ramón Arnaud era un hombre en paz.

Clipperton, 1915.

Ramón Arnaud tuvo una pesadilla a la hora de la siesta: soñó que comía ratones.

Por ese entonces había poco que hacer en Clipperton, salvo sobrevivir, y eso dejaba tiempo de sobra para dormir. Había transcurrido casi un año desde la visita del Cleveland, el último barco que pasó por la isla, y la gente se había olvidado de todo, hasta de esperar. Asumieron su condición de náufragos con una resignación cristiana que fue tomando visos de hedonismo pagano a medida que descubrieron las ventajas del aislamiento, el encanto de la soledad y las mil posibilidades del ocio.

Una de ellas era el ensimismamiento profundo y placentero de una larga siesta sin sobresaltos. Después del rancho del mediodía, hombres, mujeres y niños se tendían en sus jergones o en sus hamacas, y era tal la quietud y el silencio durante esa primera mitad de la tarde, que más que hora de la siesta parecía una segunda noche. La iniciativa del corneta Carvajal de tocar diana a las cuatro de la tarde para despertar a la tropa, tal como se hacía al amanecer, ayudó al cambio cronológico en la mentalidad de todos. En el lapso de 24 horas vivían dos días cortos y dos noches largas, pasaban diez horas despiertos y catorce horas dormidos.

Ramón soñó que comía ratones y se despertó con náuseas y sabor a podrido en la boca. Se levantó, se paró frente al espejo roto que colgaba de la pared y se vio las encías negras.

– Me lleva la tristeza -dijo-. Me dio escorbuto.

Era una enfermedad mortal y maldita, como las bíblicas, y durante años Ramón había temido que llegara el día en que arrasara con Clipperton. Era el mal de los que pasan mucho tiempo sin comer frutas y verduras frescas, privándose de ácido ascórbico. Era el castigo de los marinos y de los náufragos, que morían masivamente cuando los atacaba. Por sus lecturas exhaustivas y obsesivas sobre el tema, Ramón sabía que sus consecuencias eran devastadoras. Vasco da Gama había salido de Portugal hacia la India con quinientos hombres y antes de dos años el escorbuto le había robado la mitad. Fernando de Magallanes también lo padeció cuando quedó aislado tres meses y veinte días comiendo sólo harina, aserrín y ratas. La armada británica, que contaba con mil setecientos hombres durante la revolución norteamericana, había perdido mil doscientos en acción, cuarenta y dos mil por deserción y dieciocho mil por cuenta del escorbuto.

Ramón llevaba siete años tratando de detectar la aparición de los síntomas en los demás, pero nunca sospechó que él mismo pudiera ser la primera víctima. Acercándose mucho al trozo de espejo, se examinó cuidadosamente la boca. Tenía las encías crecidas, magulladas, y en la inferior, del lado izquierdo, se descubrió un diminuto grano de pus.

– Ya empecé a podrirme -dijo, y se echó la bendición.

Justo ahora tenía que caerle la plaga. Justo ahora, cuando por fin estaba tranquilo. Contra toda evidencia, contra toda probabilidad, ese año, vivido en el abandono, había sido un buen año. Ahora se daba cuenta de ello. De sed no habían sufrido. Con frecuencia tenían periodos de lluvia y como el huracán no había destruido las cisternas, recogían agua en abundancia y la almacenaban para las épocas de sequía. Al contrario de lo que suele suceder con los náufragos, a los de Clipperton, si el agua los amenazaba, era por exceso y no por defecto, cuando caían aguaceros torrenciales que los inundaban, y, si se descuidaban, los barrían. Por falta de comida no habían sufrido demasiado tampoco. Aprendieron a pescar y a alimentarse casi exclusivamente del mar y administraron los abastecimientos entregados por el capitán Williams con cuentagotas, estirándolos a lo largo de los meses. Ramón se pudo dedicar a cocinar, que siempre había sido uno de sus pasatiempos favoritos. Perfeccionó hasta el refinamiento algunas recetas, como cocido de cangreja y caracoles en leche de coco, cebiche de camarones y guiso de tortuga en tinta de calamar. Guardaba como un tesoro unas cuantas latas de aceite de oliva, y para las ocasiones especiales lo batía con yemas de huevo y hacía mayonesa para acompañar la langosta.

Cuando se terminó el querosene con que prendían las lámparas y el faro, el combustible les cayó del cielo -o del mar- en el organismo de una ballena muerta que llegó arrastrada por la marea, a descansar en paz a las playas de Clipperton. Exploraron y desguazaron esa montaña marina y obtuvieron cuero, carne y varios barriles de un aceite negro, espeso y apestoso que daba una delicada y límpida llama dorada.

Fue incluso una época de revelaciones, en la que Ramón Arnaud aprendió a ser padre. Descubrió a sus hijos: por primera vez en su vida tomó conciencia cabal de la existencia de esas tres criaturas, que en medio de la adversidad crecían espontáneamente y sin tropiezos, como un elemento más de la naturaleza. Pasaba días enteros con ellos excursionando por la isla, trepando por la roca del sur o enseñándoles a nadar. Con maderas finas de la Nokomis y del Kinkora les fabricó barcos en miniatura, a imagen y semejanza de los reales. Iban a la laguna y se les hacía noche poniéndolos a navegar. Les hablaba de la ubicación de las estrellas y del nombre de los vientos, y como ellos se aburrían rápido de oírlo, se quedaba callado mirándolos jugar.

Ramón, Alicia, Tirsa y Cardona se juntaban todos los días al anochecer, para no estar solos en el momento difícil en que la oscuridad se tragaba la isla de un solo bocado.

– Si al menos tuviera mi mandolina -se lamentaba Arnaud.

– Era lo único que nos faltaba -le contestaba Alicia.

– Canta, Secundino -pedía Tirsa.

– Ya no puedo. La sal me secó la voz.

Los cuatro se acompañaban sin verse las caras, repitiendo los mismos diálogos, y para no dejarse abrumar por la extensa negrura estrechaban un poco más el círculo de una amistad templada a prueba de todo, desde las molestias mezquinas de la cotidianidad hasta los grandes trastornos de las catástrofes.

Echaban de menos a México y a sus familias, pero con una nostalgia cada vez más abstracta y difusa. Llegaba el día en que hasta los recuerdos más tenaces se caían de maduros y desaparecían. Ramón pasó por una época en que no hablaba sino de las virtudes de su madre. Los postres que le horneaba, las historias que le contaba, los masajes que le daba para distensionarle los músculos de la espalda. Cuando notó que fatigaba a los demás con el tema, pasó por un período de leer y releer sus cartas. Después escribió poemas sobre su amor filial, como este soneto recopilado por el general Urquizo en su biografía de los Arnaud:


Es una anciana cuya mirada

es mi delirio, mi sugestión.

Ella es la virgen inmaculada

a quien adora mi corazón.


Su obsesión llegó tan lejos, que Alicia dejó de llamarlo por su nombre. «Esto es para el hijo de doña Carlota», decía, «Ahí viene el hijo de doña Carlota». Hasta que una noche, estando acostados, oyeron ruidos y Ramón se levantó a inspeccionar la casa vacía. Al rato volvió a la cama.

– Era mamá -anunció-. Estaba en la cocina.

– ¿Cómo?

– Que era mamá, te digo.

– Ramón, tú estás loco…

– No, no es que yo esté loco, es que ella está muerta. Ayer murió, y vino a decírmelo.

Después de eso nunca más se la oyeron mencionar.

Así había transcurrido el último año, sin grandes penas ni glorías. En medio de sus incontables carencias, Ramón y Alicia se encontraban casi bien, se sentían casi felices.

Hasta que llegó el escorbuto. En el pasado, la hipocondría de Ramón lo había hecho pensar infinidad de veces en su propia muerte. Era dado a mortificarse con ella por anticipado y a imaginarla en sus variantes más atroces. Disimulaba mal cierta fobia al fuego y al agua, que le nacía del vago presentimiento de que acabaría quemado o ahogado. Pero nunca, ni en los peores momentos de autocompasión, llegó a creer que moriría por falta de un limón. «Mi reino por un limón» pensó.

Su organismo había resentido la falta de vegetales. Jugo de limón era todo lo que necesitaba ahora para curarse; unas cuantas gotas amargas, cáusticas, purificadoras, que entraran en su cuerpo y quemaran la podredumbre que ya estaba dentro y que no tardaría en asomarse por los poros. Ramón se desplomó en la cama y empezó a murmurar, primero en voz baja, como una letanía, y cada vez más fuerte:

– Limones, naranjas, toronjas, pomelos. ¡Limones, naranjas, toronjas, pomelos! Limones, naranjas, coles de Bruselas, berros, pimientos verdes, moras. ¡Rábanos y perejil! ¡Muchos rábanos y mucho perejil! Remolachas, setas, ciruelas, tomates, cocos… ¡Coco, coco, coco, coco!

Coco si tenían. Era el único alimento vegetal que producía la isla desde que se erosionó la tierra de la huerta. Los cocos serían su salvación, la fuente de ácido ascórbico indispensable para impedir su muerte. Posiblemente para impedir la muerte de todos los habitantes de la isla.

Se vistió con unos pantalones raídos y un poncho confeccionado por las mujeres con restos de vela de barco. Se subió a un planchón y atravesó la laguna, remando en línea recta. Llegó al lugar donde estaban las trece palmeras. Hasta ese momentó, cada vez que alguien se antojaba de coco, iba por uno. Simplemente estaban ahí, como el pescado o los cangrejos, y no era sino estirar la mano y agarrarlos.

Ramón recogió los que estaban en el suelo y los subió al planchón. Hizo cuentas: en el estado de raquitismo en que se encontraban, las palmeras podían producir unos cinco cocos semanales, que serían milimétricamente repartidos entre los veintiún adultos y los nueve niños. Buscó al sargento Irra y le dio una orden perentoria, que lo dejó sorprendido.

– Sargento, usted queda responsable de estas palmeras. Haga que les monten guardia las veinticuatro horas. Que nadie toque los cocos. Si algún coco llega a faltar, la responsabilidad es suya.

Se alejó, se sentó en una roca, abrió uno con un machete y se bebió el agua. Durante los dos días siguientes trató de controlar la hinchazón de sus encías con frecuentes aplicaciones de yodo. Sin embargo le crecieron más, impidiéndole comer. No había querido confesarle su problema a nadie, pero Alicia lo descubrió.

– Qué andas comiendo, que el aliento te huele a pantano -le preguntó.

Él tuvo que confesarle la verdad. Acordaron guardar el secreto, para no alarmar a la gente. Se aislaron de los demás y se dedicaron a intentar una curación. Limpiaban las pústulas que le aparecían en la boca con los desinfectantes que habían quedado de la farmacia -azul de metileno, violeta de genciana, yodo, agua oxigenada- a veces uno por uno, a veces mezclándolos todos en una sustancia viscosa y vomitiva. Como Ramón no podía mascar, Alicia le preparaba el pescado en papilla y le maceraba pulpa de coco. Al cabo de una semana los adelantos eran visibles.

– Yo creí que de esta enfermedad no se curaba nadie, pero parece que sí -decía Ramón, sin atreverse todavía a admitir el milagro.

– Dios te oiga.

O Dios lo oyó, o el coco surtió efecto y Ramón se recuperó. Reiniciaron su escueta rutina como si nada hubiera ocurrido, pero mantuvieron el control sobre los cocos y almacenaron varias docenas bajo llave. Volvieron a juntarse con Tirsa y Cardona al anochecer.

– El negro Victoriano está otra vez rebelde -se oyó, en la oscuridad, la voz del teniente.

– ¿Otra vez alborotando a la gente?

– No, ahora le dio por no hacer nada. Ni siquiera quiere prender el faro. Tuve que decirle a Pedrito Carvajal que se encargara, porque al negro no hay quien lo mueva de la hamaca. No valen amenazas. Dice que lo fusilemos si queremos, pero que sea ahí tendido, que no lo hagamos parar.

– ¿No estará enfermo? -preguntó Alicia.

– No se le ve nada raro. Parece pura pereza.

Los dos hombres caminaron hasta la guarida del faro para ver a Victoriano. Tan pronto Arnaud franqueó la puerta reconoció el olor: era el mismo que hacía unos días despedía su propio cuerpo. El interior estaba oscuro como boca de lobo. Arnaud tanteó las paredes para orientarse, y las encontró húmedas. Rezumaban el vaho malsano de la enfermedad.

– ¿Victoriano?

– Mande.

– Soy yo, Arnaud.

– Mande, capitán.

Sus rodillas tropezaron contra la hamaca que pendía en diagonal, de una esquina a otra. Tirado en ella, encontró al hombre.

– Me duele todo el cuerpo -le oyeron decir-. Yo creo que me dio el reumatismo. Hasta en los dientes me dio el reumatismo, porque se me están cayendo.

Ramón no necesitó verlo. Oyó la respiración exhausta y pudo imaginar los cardenales en la piel y las pústulas en la boca. A la madrugada volvió, le hizo las curaciones, le embutió una papilla de coco y le encomendó a la mujer del sargento Irra que lo cuidara.

Victoriano Álvarez se quejó todo el día, a la noche dio alaridos y amaneció transformado en un Cristo. Tenía la piel azul y cubierta de llagas como si lo hubieran destrozado a golpes, le sangraban las encías y la boca le hervía de pus. El chisme se regó por la isla. La gente acudió al faro a mirarlo y se agolpó en la puerta de la cabaña, sin quitarle los ojos de encima. Los niños se colaron y formaron un círculo alrededor de su hamaca.

Días después, Ramón los convocó a todos frente al cuarto que había sido farmacia y les ordenó hacer fila en calzoncillos, para revisarlos. Encontró los signos en una mujer. Era la compañera de Irra, que había estado cuidando a Victoriano.

De boca en boca circuló el rumor de que era una peste contagiosa y que Victoriano Álvarez se la prendía a los que se le acercaban. Arnaud hizo lo posible por aclarar las cosas. Citó a reuniones colectivas y explicó las características de la enfermedad, sus síntomas y sus causas. Dijo hasta el cansancio que no se transmitía y trató de persuadirlos dibujando en el suelo, con un palo, chuecos croquis del organismo humano, para explicar sus funciones y sus fallas. Pese a sus esfuerzos no convenció a ninguno. No quisieron grabarse el nombre «escorbuto», sino que hablaban de «la peste». La Peste, decían, y pronunciaban la palabra con un fatalismo más fuerte que cualquier expectativa de curación. Tampoco creyeron el cuento de los cítricos: el mal se contagiaba, y esa era la única verdad que estaban dispuestos a aceptar. Además, necesitaban un culpable más tangible que un limón o una naranja, cosas demasiado inocentes para absorber la responsabilidad.

En su trayectoria secreta, antes de hacerse evidente, la enfermedad alteraba los humores del cuerpo -fermentaba la sangre, agriaba la bilis y envenenaba la flema- sacando a flote pasiones oscuras. La primera que afloró fue el racismo, y Victoriano Alvarez fue el chivo expiatorio. Lo odiaron desde el fondo de sus entrañas, lo maldijeron por negro, lo proscribieron por contagioso y exigieron que fuera encerrado en cuarentena. Nadie lo quiso cuidar. Ni asomarse por la roca, siquiera a encender el faro. Ramón accedió a aislarlo, en parte para no exacerbar los ánimos más de lo que estaban, en parte por temor a que acabaran linchando a la víctima escogida.

En los días que siguieron, muchos se pusieron amarillos como japoneses y se vieron atacados por una pereza insolente y malhumorada que hacía imposible manejarlos o someterlos a la disciplina. Ramón supo cómo interpretarlo: eran las primeras señales de la enfermedad, que se extendía colectivamente. Se dedicó, con Cardona, a levantar de nuevo la farmacia. Hizo un inventario de las escasas medicinas que quedaban, puso a las mujeres a lavar trapos y a hervirlos, y en el depósito que una vez había sido saqueado por La Mano que Aprieta siguió acumulando cocos, tras reforzar las trancas y los candados. Hizo que todos, sin excepción, recibieran una ración de coco con la comida.

El escorbuto se propagó con una velocidad implacable y proliferaron las ronchas, las pústulas, las manchas y los hematomas. Las mujeres y los niños eran los menos afectados; la enfermedad se encarnizaba con particular virulencia contra los hombres.

Los enclenques cocoteros no daban más de sí y las porciones de coco se redujeron a un tamaño risible. Ramón hizo que se rayara la pulpa y se mezclara con pescado, y que se rindiera la leche con agua de lluvia. Pero aún así, el remedio no alcanzaba. En la desesperación, a Tirsa Rendón se le ocurrió utilizar también las cascaras. Hicieron el ensayo de hervirlas en una olla grande y prepararon una infusión, que de ahí en adelante repartieron, con cucharón, en los tazones de peltre. Como el sabor era repulsivo, la gente se negaba a tomárselo y Ramón declaró su ingestión obligatoria bajo amenaza de castigo.

Los soldados creyeron que se había vuelto loco.

– Mi capitán Arnaud le echa la culpa de todo a las naranjas y quiere curarnos la moridera con agüita de coco.

Como nadie quiso ocuparse de Victoriano, que agonizaba, Alicia, que seguía sana, se ofreció de voluntaria y se responsabilizó de él. El negro era un despojo humano. Apestaba, supuraba y no podía levantarse de la hamaca ni para aliviar sus necesidades. Haciendo de tripas corazón y conteniendo las náuseas, ella lo alimentaba y procuraba mitigarle el sufrimiento en lo poco que podía. Una vez, durante el aseo, levantó el sarape sucio que lo cubría. El cuerpo del hombre estaba desnudo, devastado y cadavérico, pero entre sus piernas, en plena erección y gozando de buena salud, Alicia vio un miembro viril de gran tamaño. La sorpresa la fulminó. Soltó el sarape y buscó la cara de Victoriano, como esperando una explicación. Lo que encontró fue unos ojos que la miraron sin vergüenza, más bien divertidos. Se quedó paralizada un instante y después dio un paso atrás. Victoriano la agarró de una mano y trató de retenerla pero ella se zafó y salió en estampida, como si la hubiera tocado Lucifer en persona. No paró de correr hasta que encontró a Ramón, en la enfermería, al otro lado de la isla.

– Yo no cuido más a Victoriano -le dijo, ahogada por el susto y la carrera-. Que lo haga un hombre.

– ¿Por qué?

Ella no se atrevió a decir la verdad.

– Porque pesa mucho y no puedo moverlo.

Alicia jamás volvió a la guarida del faro, y en medio de los muchos enfermos que tenía que atender, Ramón no se acordó más de Victoriano Álvarez. El negro quedó abandonado en su choza, rumiando venganzas y viendo cómo el cuerpo se le corrompía, pedazo a pedazo.

El escorbuto avanzaba. Los granos y las pústulas reventaron en llagas que crecieron, se infectaron y en los peores casos se plagaron de gusanos. Los desinfectantes se terminaron y en su ausencia Ramón recurrió a un viejo método para cauterizar. Tomó como ayudante a Tirsa Cardona, la mujer de la sangre fría, y entre los dos repletaban las heridas de pólvora, les introducían una mecha y las hacían quemar.

La época de lluvias se precipitó de un solo golpe y el agua cayó a baldazos, como queriendo lavar los miasmas de la peste. Las inundaciones forzaron a la gente a dispersarse y cada enfermo quedó aislado, librado a su propio horror.

Una madrugada de tormenta golpearon en la casa de los Arnaud. Alicia se levantó a abrir y se topó de frente con un monstruo. Le tomó un instante comprender que lo que tenía delante era la mujer de Irra. Se le habían caído los dientes y la cara amoratada ya no tenía facciones. Las encías le habían crecido hasta alcanzar dimensiones inverosímiles. De la cueva absurda que era su boca salía un aire rancio que Alicia reconoció: era el hedor de la muerte.

– Vengo a preguntar dónde puedo sepultar a mis dos hijos -farfulló-. Se murieron anoche.

El entierro se haría por la tarde, al lado de la tumba de Jesús Neri, el primer muerto de Clipperton, el soldado viejo comido por los tiburones. Pero antes de la hora señalada la mujer de Irra también murió. Guardaron su cuerpo en una sola caja con los de sus hijos, y una procesión triste y andrajosa se arrastró bajo el diluvio, con los tres muertos a cuestas, hacia el cementerio, al lado de la roca del sur. Llevaban los ojos clavados en el piso. No se miraban a las caras: era duro ver el desastre propio reflejado en los demás. No hubo ceremonia, ni militar ni religiosa, porque no les dieron las fuerzas. Los enfermos las agotaban sólo con tenerse en pie, y los sanos cavando en la piedra con el agua azotándoles la espalda.

A los muertos se los tragó el hoyo y los vivos desaparecieron bajo la lluvia. Sólo un grupo pequeño de hombres permaneció al lado de la tumba acompañando al sargento Irra, que acababa de enterrar a toda su familia. Sin hablar se pusieron de acuerdo. Caminaron despacio hasta la guarida del faro, con una sola decisión y una sola voluntad. Encontraron a Victoriano Álvarez tirado en la hamaca, todavía vivo, y lo golpearon hasta que lo sintieron muerto. «Se hizo justicia», escribieron después sobre el piso de tierra de la cabaña.

Desde que enviudó, doña Juana la partera, la mujer de Jesús Neri, se había convertido en una vieja huraña y ermitaña, en una gitana enloquecida y prehistórica. No tenía dónele vivir -nadie recordaba si su casa se había desplomado sola, si la había soplado el huracán o se la habían llevado las inundaciones- y deambulaba de acá para allá con sus corotos a cuestas. La vida a la intemperie la encogió, la arrugó y la ennegreció, como una uva pasa. De día hablaba sola y de noche se arrullaba a sí misma, como si fuera su propia criatura. Los demás se olvidaron de ella y sólo le decían, cuando le pasaban por el lado, «buenas, doña Juana», o «muy buenas, doña Juana».

– Cuáles buenas ni cuáles buenas -contestaba sin que la escucharan-. No hay sino malas y pésimas.

Cuando el escorbuto estaba a punto de liquidarlos, se acordaron de ella.

– ¡La partera nos puede curar!

Fueron a buscarla al pie de la laguna, al nicho de escombros y basuras que le servía de refugio, y ella se asomó cubierta de harapos. Se paró en un montículo de piedras, y habló del demonio. Clipperton vivía en el pecado, como Sodoma y Gomorra -dijo- y la peste era el castigo de Dios. Hombres y mujeres convivían sin vínculo sagrado y los niños crecían sin bautizar. Ella los curaría -les prometió- si antes se ponían en paz con sus conciencias. Le quedó fácil convencerlos. Ella misma ofició ceremonias de matrimonio, bendiciendo patéticas parejas de novios devorados por la enfermedad. Celebró bautismos colectivos, haciendo que los catecúmenos se metieran hasta las rodillas entre la laguna y rociándoles la cabeza con el agua podrida. Su indumentaria de sacerdotisa se hizo imponente. A los trapos que colgaban les añadió pieles de animales muertos y se coronó la cabeza con una vieja pantalla de seda, con borlas alrededor. A la punta de un palo largo ató una muñeca de porcelana y lo utilizó como báculo.

Como a pesar del arrepentimiento, de los sacramentos y de los rezos sus fieles se retorcían de dolor, la partera complementó la mística con la medicina. Preparó brebajes con plumas de guajolote, caparazones de erizo, orines de murciélago y leche de escuerzos, y aplicó sanguijuelas, ventosas y cataplasmas de guano. Los enfermos dejaron de ir a la farmacia a recibir su diaria ración de coco, y se establecieron definitivamente a orillas de la laguna, en torno a la choza de la partera, donde pasaban el día y la noche entre lamentos y agonías, plegarias y procesiones.

El número de muertos aumentó y como los vivos se impacientaban porque el milagro de la curación tardaba, la partera renovó el repertorio de sus evangelios. Les dijo que el aire estaba envenenado y les ordenó encender hogueras para limpiarlo, y mantenerlas vivas con las pertenencias de los muertos. En el fuego purificador se quemaron escapularios, peinetas, enaguas, camisas, cartas de amor y juguetes: los últimos recuerdos de las familias, los pocos objetos amables que aún perduraban, los mínimos rastros de un mundo anterior.

Pero nadie se curaba; todos empeoraban. La piel se les caía en escamas y quedaban en carne viva. Se debilitaban sus defensas y los atacaban las demás enfermedades: la anemia, la fiebre reumática, la bronquitis, la leucemia, la diarrea y la depresión moral.

Los fieles perdían la paciencia.

– Vieja embustera, si no nos curas, te ahogamos en la laguna -le gritaron un día, en medio de una de sus ceremonias.

Entonces ella pidió sacrificios. Dijo que las culpas eran tan grandes, que sólo podían ser lavadas con sangre. Le obedecieron y echaron a la hoguera las crías de una cerda recién parida, y se formó una cofradía de flagelantes que recorrieron la isla fustigándose los hombros.

Los flagelantes, encabezados por el sargento Irra, se castigaban a sí mismos y castigaban lo que había a su alrededor. Débiles y dolientes como estaban, formaban una lastimosa horda de vándalos y depredadores. Su estandarte fue un manojo de cabelleras arrancadas a los cadáveres, su lema, Viva la Muerte, y su himno, el Salve Regina, Emperatriz del Cielo. Con los mismos fuetes y garrotes con que se rompían la carne, acabaron con los animales y las construcciones, destruyeron los tanques de agua y saquearon el exiguo depósito de comida. Hubieran macheteado las palmeras, si Ramón y Cardona no los alejan a tiros de carabina.

Mientras Arnaud mantuvo el control, los entierros se hicieron en el cementerio. Pero cuando Clipperton se volvió tierra de nadie, cada quien le cavó el hueco a los suyos donde buenamente pudo. La isla quedó sembrada de tumbas. A veces -las menos- una cruz de palo, o un montón de piedras, anunciaba su presencia. Al final, cuando los vivos fueron menos que los muertos y no dieron abasto, arrojaron los cadáveres a la laguna o al mar.

La autoridad de Arnaud se había desplomado. Frente a la influencia mágica y mística de doña Juana, nada podía él, con sus voces de mando y sus agüitas de coco. En un último intento de poner orden al delirio, caminó hasta la laguna, decidido a encarar a la vieja.

– No eres ni sacerdote, ni médico, ni nada -le gritó, en presencia de sus seguidores-. No eres más que una vieja loca, y te prohíbo que sigas enloqueciendo a los demás.

– Tú ya no mandas, Arnaud -respondió ella-. Y yo tampoco. Aquí manda la muerte. Vete a morir en paz, y deja que cada quien muera como quiera.

Ramón se alejó del lugar sin decir una palabra más y se resignó a replegarse en su casa con su familia, con Altagracia, Tirsa, Cardona, tres viudas con sus hijos y un huérfano de padre y madre. La isla se dividió en dos dominios -la colonia de la partera, y la casa de los Arnaud- que cada vez tuvieron menos que ver entre sí hasta que llegaron a ignorarse, como si los separara el océano.

Los de la casa montaban guardia día y noche para evitar los ataques de los flagelantes, y contra toda esperanza seguían comiendo coco y tomando té de cascaras. Ya ni el propio Ramón lo hacía por convicción, sino como expresión irracional del último gramo de voluntad de vivir.

Por entre las cortinas de agua que no cesaban de caer, llegaban hasta la casa señales del otro lado. Lamentos de los moribundos, humos de las hogueras, himnos de los flagelantes. Cada noche se oían un poco más débiles, un poco más irreales, como voces de ultratumba que se alejan. Como ecos de una pesadilla cuando se está a punto de despertar.

Las lluvias pararon de golpe. El cielo cambió su piel, como las serpientes, por una nueva. Limpia, inocente y azul. Los Arnaud y sus tres hijos, los Cardona y demás habitantes de la casa estaban vivos. Además, estaban sanos. Eran los únicos sobrevivientes de la isla de Clipperton.

– Santo coco bendito -dijo Ramón, y salió con sus hijos a la playa, a recibir el sol en la cara.

Clipperton, 1915.

– Secundino… ¡ahí va un barco! -dijo una mañana, gris y tranquila, Ramón Arnaud.

Todo estaba en paz, salvo el mar. En medio de la quietud perezosa del cielo y de la tierra, el agua convulsionaba en olas febriles que reventaban contra los arrecifes.

Ramón Arnaud y Secundino Cardona llevaban horas sentados en la playa, matando el tiempo. El hedor de la muerte, que no se dispersaba del todo, les llegaba de tanto en tanto, sin que ellos lo percibieran. Se habían habituado a sentir en las narices su cosquilleo pútrido y dulzón, y no recordaban a qué olía el aire puro. Unas semanas atrás, cuando pararon las lluvias, habían ido hasta la colina de la partera, y no encontraron sino cadáveres. Entre ambos los amontonaron en una pira y les prendieron fuego. Sacrificaron unos cerdos que merodeaban cometiendo antropofagias, y también los quemaron, porque no querían comer animal que hubiera probado carne humana. Después se alejaron de allí, y no volvieron nunca más.

La muerte había convertido la isla en un lugar contaminado y profano y los sobrevivientes se limitaban a habitar los alrededores de la casa de Arnaud, el único punto impoluto. Hasta del faro se olvidaron por no ir hasta allá, y sólo se alejaban una vez al día, para recoger los cocos. Lo poco que tenían, lo tenían a mano, y conservaban el reflejo de andar juntos, en un grupo compacto como si el que se apartara corriera más riesgos que los demás. Como si aún rondara el espíritu de la peste, o de la desgracia. Estaban vivos, pero la muerte les había pasado demasiado cerca, marcándolos. Se volvieron miedosos y supersticiosos, y en sus mentes volvió a crecer el dios de otros tiempos. El dios único, todopoderoso, magnífico, principio y fin de todas las cosas: el barco que los iba a rescatar.

Tirados en la playa, frente a la casa, los dos hombres apostaban al pan y quesito: cuando se retiraban las olas, a tal velocidad que por un instante dejaban el agua lisa como una tela templada, le arrojaban piedras al sesgo, para hacerlas rebotar varias veces sobre la superficie. Cardona siempre ganaba. Sus piedras rebotaban cuatro y cinco veces; las de Arnaud, dos o tres.

– ¡Barco, barco! -gritó, de repente, Ramón.

– Cómo así -se sobresaltó Cardona- ¿Cuál barco?

– Ya no lo veo, pero te juro que lo vi.

Los dos se pararon y observaron, con la mano de visera, contra el resplandor del sol.

– ¡Ahí va otra vez! -dijo de repente Arnaud-. ¡Es bien grande! Míralo, ¡cómo no lo ves! Navega de oriente a occidente…

– Pues yo no veo ni madres… ¿Y viene para acá?

– Creo que no… ¡Se aleja el maldito! -Arnaud sonaba fuera de sí-. ¡Prendamos una hoguera, Cardona! Hagámosle señales de humo.

– Bueno, pero yo no veo barco -dijo Cardona, y fue a prender fuego. Alicia, Tirsa y las otras mujeres llegaron, atraídas por el escándalo.

– Traigan trapos, tablas, lo que haya para quemar -les pidió Cardona-. Vamos a hacerle señales a un barco.

– ¿A cuál barco?

– A uno que ve Ramón.

Arnaud, que se había alejado, volvió corriendo. El corazón se le salía por las venas y tartamudeaba de excitación.

– ¡Ahora sí estoy seguro! -gritó-. Ahí pasa un barco, como saber que hay Dios.

– Habla en serio, Ramón, no seas payaso -dijo Cardona.

– Vamos, Cardona, no perdamos tiempo con hogueras, vamos a seguirlo en el planchón.

– ¿En el planchón? -ahora el que gritaba era el teniente-. ¿En esas cuatro tablas amarradas? En eso no podríamos seguir un barco, ni aunque existiera.

– Todavía está lejos. Si le salimos en línea recta, le cortamos el paso. ¡Vamos, que lo perdemos! ¡Es ahora o nunca!

– Mejor sigamos con la hoguera, Ramón…

– ¿Estás loco? ¡Se va a ir un barco, nuestra única esperanza de vida, y tú quieres quemar trapos!

– Es que no veo barco… y meterse en ese mar está cabrón.

– ¡Ya!

– Espera, mano, que nos vamos a morir…

– Nadie se va a morir, y menos ahora. ¡Si nos ve, estamos salvados!

– Con perdón, ¿no estarás viendo el barco fantasma del Holandés Errante?

– La putísima madre que te parió, Cardona. ¡Eres más terco que una mula, más bruto que un indio chamula!

– Sin insultar, que no será para tanto.

– Retiro lo dicho, pero ¡trae los remos, por lo que más quieras!

El teniente Cardona trajo los remos.

– Aquí están, pero yo francamente no veo ningún barco. Yo no sé, Ramón, les pregunté a Alicia y a Tirsa y ellas dicen que no lo ven tampoco.

– No les hagas caso. Las mujeres ven bien de cerca pero mal de lejos.

– Y tú estás viendo con los ojos de la fe…

– No me vengas con sermones. Nos van a ver y nos van a rescatar. Nos salvamos, Secundino. ¡Vamos ya!

– Pero es que el mar está bravísimo, hermano…

– No le hace. ¡Vamos!

– Pero es que mira el mar, ¡está asesino!

– No se hable más -dijo el capitán Arnaud, ya calmado y en tono definitivo-. Nos vamos en el planchón, y eso es una orden. ¿Qué pasó con las mujeres? ¿Dónde está la hoguera? -volvió a elevar la voz-. ¿Qué se creyeron todos, que era para mañana?

Las mujeres traían basura para prender el fuego y miraban el horizonte. Se movían sin convicción, como autómatas.

– ¿No me cree nadie, no? -preguntó Arnaud-. Ya van a ver. ¡Vamos, Cardona!

Los dos hombres reforzaron apresuradamente las ataduras del planchón.

– Está listo -anunció Arnaud.

– Ay, Jesucristo. Ahora sí te chiflaste, Ramón. Está bien, voy contigo, pero conste que no veo barco. Todo sea por aquello de los dos vivos, o los dos…

– Los dos vivos o los dos vivos -lo interrumpió Arnaud-. Todos vivos, hermanito… Se acabó la pena negra.

Ramón se acercó a su mujer.

– Ya vuelvo -le dijo-. Prepara a los niños, porque hoy nos vamos. ¿Me oyes, Alicia? Hoy sí. Vamos a buscar a tu padre, a poner a los niños en una escuela. Tú vas a vivir la vida que te mereces.

– No entiendo -dijo ella, con la voz estrangulada.

– Es fácil de entender. Una vez quise quedarme y lo hice por México. Pero ahora quiero irme. Quiero irme por ti.

– Pero en qué…

– Pues en ese barco, ¡míralo!

Ramón hablaba con convicción, poniendo fervor en sus palabras, y Alicia, que no había visto el barco, pudo verlo por fin. Metálico, contundente y cercano. En el fondo de las pupilas de su marido.

Él le dio un beso rápido en la frente y se fue hacia el mar, arrastrando el planchón. Alicia permaneció rígida y callada, cataléptica por la angustia.

Mientras rengueaba por la playa tratando de alcanzar a Arnaud, Secundino Ángel Cardona se volvió a mirar a Tirsa.

– ¡Adiós, chula! -le gritó-. ¡Hasta siempre!

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