El último hombre

Colima, hoy.

Colima es una ciudad pequeña, blanca, tranquila, con palmeras, con el mismo aire, ritmo y aspecto de tantas ciudades que dan al mar. Pero Colima está lejos del mar: a dos horas, tierra adentro, del puerto de Manzanillo, sobre el Pacífico. Me encuentro en las afueras, en la estación de autobuses. Hace mucho calor y no tengo una dirección precisa a dónde dirigirme. Vine a buscar el pasado de Victoriano Álvarez, el negro, y los datos que conozco de su vida fuera de Clipperton son pobres: que nació aquí, que se fue joven para no volver nunca y que no dejó hijos. Nada más. Tomo un taxi y le pido que me lleve al zócalo, porque en el centro de las ciudades se conservan, como en formol, las historias viejas. Camino por las calles que bordean la plaza, que ha cambiado poco desde principios de siglo. El calor zumba y pienso que sería más fácil encontrar una aguja en un pajar. Setenta y un años después de su muerte, ¿quién va a saber algo del soldado desconocido? ¿Quién va a recordar al menos memorable de los mexicanos?

En el Portal Medellín hay un lugar que tiene cara de haber visto pasar varias generaciones de colimenses. Es una tienda con un enorme y curtido mostrador de madera oscura. Afuera tiene una placa que dice, «Aquí es la vieja, acreditada y prestigiada Casa Ceballos, 1893». Adentro se vende de todo, desde herramientas hasta ropa interior. El dueño, don Carlos Ceballos, heredó el negocio hace más de cincuenta años. Es un caballero culto y gentil, de los de tiempos mejores. Le cuento lo que busco y le pido ayuda, y me dice que regrese por la tarde, que va a citar un grupo de personas que pueden tener información.

Horas después, don Carlos ha reunido en el Hotel Ceballos -contiguo a la tienda- a varios amigos y contemporáneos suyos. Son notables, historiadores y periodistas de la ciudad.

– ¿De apellido Álvarez, de Colima, de raza negra? -me preguntan-. Sólo hay una familia con esas características: la descendencia ilegítima de nuestro procer, el general Manuel Álvarez, primer gobernador del Estado.

– Pero los Álvarez de Colima -me aclaran- no son negros puros, son mulatos.

En el centro de la plaza de Villa Alvarez, está el abuelo paterno del soldado Victoriano Álvarez; el general Manuel Álvarez, esculpido en bronce, amo y señor de la villa, parado en su pedestal. En el salón de sesiones del Ayuntamiento de Colima está otra vez, en un cuadro al óleo, con su nombre escrito en letras de oro. Es un hombre corpulento, de facciones afiladas. Es blanco como la leche.

En la esquina de las calles 5 de Mayo y Venustiano Carranza quedan los restos de la que fue su casa, una construcción colonial de un solo piso. La fachada se mantiene en pie pero el interior se fue derrumbando, por partes, con los temblores que sacudieron a Colima. La base de las paredes subsiste y permite ver, como en un plano, lo que fueron los patios, la cocina, las habitaciones y los salones. En toda la parte de adelante, sobre la calle, vivía la familia: el general con sus sucesivas esposas -enviudó tres veces y se casó cuatro- y sus muchos hijos.

En la parte de atrás, alrededor del último patio, vivía la servidumbre: peones, mucamas, cocineras, palafreneros. El general, gran patriarca y semental, dejaba hijos por donde pasaba. Por las buenas o por las malas, ninguna hembra se le escapaba. Al patio de atrás se colaba por las noches, a escondidas y a la carrera, para revolcar a las jóvenes, meterle mano a las viejas y hacerle el amor a una criada negra, llamada Aleja, que le fue fiel toda la vida.

Sus esposas fueron pasajeras, tres de ellas por muerte durante el parto. Pero Aleja no. Aleja permanecía, no moría en los partos y tuvo incontables hijos. A algunos el general los reconoció y les dio su apellido, y constituyeron su descendencia ilegítima y mulata. Entre ellos Victoriano Álvarez, padre de Victoriano, el de Clipperton.

Al general Álvarez lo nombraron gobernador el 15 de julio de 1857, y un mes y una semana más tarde, mientras dormía la siesta, sus enemigos políticos se amotinaron en la plaza vociferando «religión y fueros». El general se despertó malhumorado, se encabronó todavía más cuando le comunicaron la noticia, se calzó las pistolas, se montó al caballo y sin esperar a sus seguidores se fue a la plaza volando del coraje, a sofocar, él solo, la revuelta. No acabó de cruzar la esquina cuando lo recibieron a plomo y le encajaron un tiro en pleno corazón. La familia fue a la iglesia, a pedir que como a todo cristiano que moría violentamente y sin auxilios espirituales, se los dieran post mortem, le impartieran la absolución y lo sepultaran en camposanto. El cura párroco se negó a hacerlo, porque el general -un liberal de hueso colorado- había sido excomulgado por jurar la Constitución Federal. Finalmente el señor cura accedió, a cambio de dos mil pesos y de que le dejaran azotar el cadáver hasta sacarle los demonios. Después del balazo que le causó la muerte, el general Álvarez tuvo que aguantar una fuetera, y entonces sí pudo bajar, tranquilo, al sepulcro.

Su cuarta mujer, Panchita Córdoba, quedó viuda joven y contrajo matrimonio de nuevo con Filomeno Bravo. El bello Filomeno, el hombre con fama de ser el mejor parecido de México, mantuvo en la casona la tradición de macho y padrote del general difunto. Sus ojos azules y sus barbas doradas eran sólo comparables a las del propio Emperador Maximiliano, lo cual le sirvió de pasaporte para llegar hasta la cama de la propia Emperatriz Carlota. De ahí para abajo, no hubo mujer que no fuera suya. Era mañoso y recursivo para enamorarlas y engañarlas a todas. Una tarde recogió a una linda desconocida, vestida de rojo, la llevó en la grupa de su caballo a las afueras del pueblo y la amó en el campo abierto. Lo vieron los vecinos que pasaron por ahí. Antes de que le llegara el cuento a Panchita, su mujer, Filomeno corrió a su casa, le ordenó que se pusiera un vestido rojo, la llevó en la grupa de su caballo a las afueras del pueblo, y la amó en el campo abierto. Así, cuando le vinieran a contar ella pensaría, inocente y feliz, «la linda desconocida del vestido rojo era yo».

Una vez, siendo presidente, llegó a Colima el gran Benito -el indio-, y estuvo a punto de ser fusilado por un pelotón comandado por el bello Filomeno -el rubio-. Este le perdonó la vida y Benito Juárez, agradecido, le entregó una tarjeta en la que escribió: «Reciprocidad en la vida». Otro día fue Filomeno el que cayó preso, en Zacatecas. Cuando lo iban a fusilar, mostró la tarjeta, «Reciprocidad en la vida», y lo dejaron ir. Años después lo mataron, también de un tiro en el corazón como al general Álvarez, y los de Colima le inventaron un epitafio: «La paz de ‹ilomeno es el respeto del culo ajeno.»

Un nieto del general Manuel Álvarez, Miguel Álvarez García, también fue gobernador, y una bisnieta, Griselda Álvarez Ponce de León, fue gobernadora. La riqueza y la pompa acompañaron a los Álvarez por varias generaciones. Al menos a los Álvarez blancos y legítimos, los de la parte de adelante de la casa.

A Victoriano el mulato, nieto de la negra Aleja y del general, le tocó la suerte de los que se criaron en el patio trasero. Aprendió la historia familiar por los chismes de las sirvientas. Fue testigo invisible y mudo de los éxitos económicos, las contiendas políticas y las aventuras militares de su abuelo, sus tíos, sus primos y sus hermanos blancos. Y espió, por entre las rendijas, sus conquistas y sus atropellos amorosos. Hasta que se aburrió de comerse con los ojos a las mujeres que ellos poseían, se hastió de las hazañas que ellos protagonizaban, se cansó de admirar y envidiar las vidas que ellos llevaban. Quiso vivir la propia, se enlistó como soldado en el ejército y fue a parar a la isla de Clipperton.

Clipperton, 1915.

El planchón que llevaba a Arnaud y a Cardona se deslizó hacia una zona de neblina verde y se hizo irreal, como un recuerdo. Desde la playa las mujeres y los niños lo seguían con los ojos. Veían cómo se alejaba con dificultad hacia los arrecifes, cómo iba y venía, frágil y vacilante, sobre un mar contradictorio y traicionero. El esfuerzo de los dos hombres que remaban lo hacía avanzar, y las olas lo obligaban a retroceder. Se alejaba, se empequeñecía, se oscurecía, volvía a acercarse, se aclaraba, se perdía otra vez. Desde la playa las mujeres lo mantenían a flote con la fuerza de sus ojos, lo salvaban con sus ruegos a la santa de Cabora, lo atraían hacia la orilla con el poder del pensamiento. Cuando la imagen se hizo más borrosa, ellas se metieron entre el agua hasta las rodillas, para acercársele, para retenerlo, para rescatarlo.

– ¿Alcanzarán el barco? -le preguntó Alicia a Tirsa. Las enaguas empapadas se les enredaban en las piernas y tenían que agarrarse de los brazos de la otra para mantenerse de pie contra las olas y el viento-. Di que sí, por favor, di que sí.

– Yo no veo barco.

– Pero Rosalía lo ve. Y Ramón estaba seguro…

– No hay barco, Alicia. Gritémosles que vuelvan.

– Tal vez esté detrás de la niebla, tal vez lo alcancen. Tirsa…

– No hay nada y tú lo sabes. Ayúdame a gritar.

Gritaron juntas, gritaron todas, gritaron los niños, y el ruido del mar se tragó las voces.

El planchón se acercaba al arrecife y se sacudía con violencia. Se montaba en la cresta de las olas, subía muy alto, luego caía y las mujeres no podían verlo, hasta que aparecía de nuevo, flotando en los vapores verdes o jineteando las moles de agua. Una gran ola negra lo arrastró hacia atrás, hacia la playa.

– ¡Vuelven! ¡Nos oyeron y van a volver!

– Sí, vienen hacia acá.

Las mujeres gritaban hasta que el ardor les cerraba la garganta, espesándoles la voz. Hablaban todas a la vez, maldecían, rezaban, se contradecían. Otra ola agarró al planchón y lo tiró contra las rocas.

Alicia se tapó los ojos con las manos:

– Dime si pasaron el arrecife -suplicó.

– No los veo. ¡Sí los veo! Ahí están…

– ¿Los ves?

– Sí, allá.

– Bendito sea el cielo… ¿Están bien?

– Creo que sí. Pero mira eso… mira esa mancha que sale del agua…

– Una mancha negra…

– Es una mantarraya. ¡Los ataca una mantarraya!

– Cállate, Rosalía, son sólo rocas. Tirsa, ¿los ves?

– Sólo veo sombras.

– Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea…

– Deja de rezar, Alta, y ocúpate de los niños.

Los siete niños se habían olvidado del planchón, y chapoteaban, tranquilos, entre el agua.

– Les digo que es una mantarraya. ¡Los volcó una mantarraya!

– Abre los ojos, Alicia, ayúdame a mirar.

– No los veo. ¡Se hundieron! ¿Alguien los ve?

– ¡Allá van, allá van, yo veo a mi papá!

– ¡Cállense, niños!

– Mi papá está luchando contra una mantarraya.

– ¡Que se callen! ¿No se dan cuenta? Altagracia, te digo que saques a los niños del agua. Tirsa ¿tú los ves?

– No, Alicia, no los veo.

– Altagracia, ¿tú los ves?

– No, señora.

– Rosalía, alguien, cómo es posible que nadie vea nada…

– ¡Santo Cristo! Se los tragó el mar.

– ¡Cállate tú también! Ven, Tirsa, acompáñame -Alicia se metió más en el agua. Ramoncito se le prendió al cuello.

– Vete, niño, salte a la playa.

– No.

– Vete niño, que te ahogas y que me ahogas a mí. ¡Alguien que se lleve a este niño!

Altagracia arrancó a Ramoncito, que daba alaridos, y lo jaló hacia afuera. El resto del grupo se alejó también. Se quedaron solas Alicia y Tirsa y avanzaron mar adentro, hasta que sus pies no tocaron fondo. Se quedaron flotando, tragando agua cada vez que las olas les pasaban sobre la cabeza.

– Tirsa, ¿los ves?

– No, hace rato no los veo. Veo aletas de tiburones.

– ¿Tiburones? ¡Se los tragaron los tiburones!

– Espera. Mejor vamos a buscarlos por la playa, tal vez regresaron por otro lado.

Se salieron del agua. Los niños corrían, empapados, entrechocando los dientes de frío.

– Alta, tú te quedas con los niños. Quítales la ropa, para que se sequen. Las demás, vamos a buscar a Ramón y a Cardona. Rosalía y Francisca, vayan por ese lado. Tirsa y yo vamos por este.

El resto de la mañana caminaron por entre el coral molido, bordeando la orilla. A veces alguna veía algo, se metían al agua, llamaban a voces y luego salían, para seguir caminando. A media tarde los pies les sangraban, heridos por el coral. A veces se cruzaban con las otras:

– ¿Los vieron?

– Nada.

– Sigan buscando. Busquen hasta que los encuentren.

Se cruzaban con Altagracia y los niños. Ramoncito corría detrás de su mamá y se le prendía a las piernas.

– Ahora no, niño.

Ramoncito lloraba, no se quería soltar.

– Alta, llévate este niño. Dales algo de comer, que deben tener hambre.

– ¿Qué les doy?

– Lo que encuentres.

– No hay pescado.

– Dales huevos. Dales agua, que tienen sed. Vístelos, que tienen frío.

– Toda la ropa está mojada.

– Entonces prende fuego. Suéltame, Ramón, ayuda a Alta a prender el fuego.

– ¿Y papá? Yo sé dónde está papá.

– ¿Dónde?

– En la casa. Ya llegó.

– ¿Cómo sabes?

– Yo sé.

Alicia corrió hacia la casa. El niño corrió detrás de ella, y Altagracia detrás del niño. Cuando llegaron, encontraron el lugar vacío.

– ¿La señora no tenía un lente para mirar de lejos? -preguntó Altagracia.

– Ramón se lo dio a los holandeses.

– Si ellos pudieron llegar a Acapulco, a lo mejor el señor también puede.

– ¿En esas tablas? No digas tonterías. Toma este niñito, Alta. Juega con él, duérmelo, dale de comer, haz algo, pero sácamelo de encima, que tengo que encontrar a Ramón.

Alicia y Tirsa corrieron hacia la roca del sur. Viéndolas alejarse, Ramoncito gritaba, se ahogaba en llantos y en hipos, mientras los otros niños jugaban a la gallina ciega. Las dos mujeres ascendieron hasta el faro y miraron en todas direcciones, hasta que les dolieron los ojos. La neblina se había tupido y era un velo impenetrable que rasgaban, de vez en cuando, las aletas filosas de los tiburones. Cuando oscureció las dos mujeres aún estaban arriba, en medio de un remolino helado de vientos, y al amanecer seguían ahí, con los ojos prendidos del horizonte. El sol nacía con fuerza, despejando la niebla fantasmal, y el mar se despertaba amarillo, rosa y naranja, sin un solo punto oscuro que opacara su brillo limpio.

Los días que siguieron fueron iguales. Alicia se envolvió los pies lastimados en trapos para defenderlos de los corales y vagó por las playas, sin parar, en una agitación agónica y sin sentido. De vez en cuando decía, al pasar:

– Alta, los niños tienen hambre. Dales de comer.

– ¿Qué les doy, señora?

– Lo que puedas.

O:

– Alta, está muy tarde. Duerme a esos niñitos.

– No se dejan, señora.

– Entonces déjalos un rato más.

Ella misma no se acostaba a ninguna hora. Vagaba por la isla, como un alma en pena, mirando hacia el mar. Ramoncito trotaba detrás, lloriqueando y moqueando.

– Mamá, yo sé dónde está papá.

– No inventes cosas, niño.

Al tercer día, con los pies ampollados, Alicia se sentó en un rincón de la cocina y no se pudo mover más. Se quedó ahí, callada, ausente, hipnotizada, hasta que Rosalía llegó anunciando que había visto el planchón, enterrado en la arena, hacia el norte. Olvidándose de sus pies Alicia voló hasta allá, siempre con su hijo detrás. El planchón estaba, pero los hombres no. Ni señales de ellos.

– Tirsa, ¿tú crees que están muertos?

– Sí.

Alicia Arnaud se tendió en la playa, como si hubiera decidido quedarse a vivir ahí para siempre. Más que tristeza de viuda, sentía despecho de novia abandonada. Se consumía en rabietas doloridas y se desgarraba en ataques de celos. La suya era una pena rencorosa, como la de una mujer a quien el amante deja por otra, como la de un hombre traicionado por sus amigos, y era una pena ansiosa, que no daba descanso, como la de una mujer que quiere que el amante regrese, como la de un hombre que espera que le pidan perdón. Irse y dejarla era eso, una traición de Ramón. Si volvía se lo echaría en cara: ¿a quién se le ocurre morirse de esa manera, tan absurda, tan gratuita, y dejarla sola? Si volvía, le diría: ¿no pensaste en tus hijos, cuando te arriesgaste así? Si volvía… si volvía lo perdonaría. Lo abrazaría, lo adoraría, le secaría los pies con el pelo. Si volvía… Tal vez volviera, seguro volvería: Alicia levantaba la cabeza para mirar al mar.

El resto del mundo no existía para ella. No veía, no oía, no entendía, no tocaba la comida que le llevaban. No se percataba de la presencia de Ramoncito, que se le encaramaba en los hombros, la jalaba de los brazos, le revoloteaba alrededor, sin parar nunca de hablarle.

– Mamá, mira este caracol, mamá, me duele aquí. ¿Mamá? ¿Te cuento un cuento? Mamá, hace un rato vi a papá. ¿Te hago un collar con este caracol?

Alicia no decía nada, como si estuviera muy lejos y no quisiera regresar. El niño atrapó un cangrejo y se puso a jugar con él. Tenía los ojitos fieros, saltones, el carapacho rojo con puntos blancos. Abría y cerraba las tenazas, tenía pelos en las patas y antenas en la cabeza. Se quería escapar, corría hacia atrás, hacia los lados. Con un tronco, Ramoncito le bloqueaba el camino. Con un palito lo chuzaba, lo hostigaba con un pie.

– ¿Mamá? Mira este monstruo marino, mamá.

El animal sufría, se enfurecía, se enloquecía, era fascinante en su desesperación. El niño acercó mucho la cara para observarlo.

El alarido y la carita ensangrentada arrancaron a Alicia del hueco sin fondo de su soledad. El cangrejo había mordido a Ramón en el labio, abriéndoselo en dos. Ella alzó al niño y corrió con él en brazos hacia la casa.

– ¿Viste, mamá? El monstruo marino era furioso.

Ella lo apretaba, le besaba el pelo, los ojos, le pedía perdón.

– Perdón, hijo, perdón, perdón, fue culpa mía, fue por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…

Una vez en la casa Alicia lavó la herida, sacó un costurero del baúl de sus pertenencias queridas y enhebró una aguja con el último trozo de hilo que le quedaba. Una hebra resistente, larga, azul.

– ¿Dónde está Tirsa? -le preguntó a Altagracia.

– Está lejos, señora. ¿Se la llamo?

– No hay tiempo. Alta, sujeta al niño.

Alicia respiró hondo, dominó el temblor de la mano, sacó valor de donde no tenía y cosió la herida, puntada a puntada, con la aguja y el hilo azul. Cuando terminó, acostó a su hijo y le acarició la cabeza mucho rato, hasta que lo dejó dormido. Después llamó a las demás mujeres. Llegaron las cinco: Tirsa, Altagracia, Benita Pérez, viuda del soldado Arnulfo Pérez, Francisca, la que era novia de Pedrito Carvajal, y Rosalía, mujer de todos y de ninguno. Alicia las miró -estaban desgreñadas, flacas, con la ropa hecha andrajos- y pensó que habían envejecido un decenio. «Así debo estar yo también -pensó-. Como una bruja. Si Ramón volviera, lo mataría del susto.» Las hizo sentar y les habló.

– Aquí se murieron los hombres -dijo-. Pero nosotras seguimos vivas. Están vivos los niños, y hay que alimentarlos. No va a ser fácil. Hay que trabajar duro, así que se acabó el duelo. Basta de llorar por los maridos, porque tenemos que cuidar a los hijos.

En esa misma reunión, que fue la primera que Alicia encabezó, quedó prohibido el uso de las faldas.

– Nada de trapos que estorben -dijo-. Hay que aprender a pescar.

Repartió los pantalones que quedaban de recuerdo de los hombres. Los cortaron por encima de la rodilla y se los ajustaron a la cintura con trozos de cabuya. Llevaban siete años viviendo en una isla y no sabían pescar: conseguir la comida había sido tarea masculina. A partir de ese día, trabajaron en el mar desde el amanecer. Colocaban trampas entre los corales, se esforzaban con redes, cañas y anzuelos, arrojaban palos puntudos contra todo lo que se movía bajo el agua. Horas después se tiraban en la playa, insoladas, derrengadas de cansancio y desmoralizadas por tanto esfuerzo inútil. La primera semana pasaron hambre; sólo consiguieron un par de anguilas, un pulpo y una raya pequeña.

Fueron los niños los que descubrieron la forma fácil de pescar. Un día, cuando las mujeres volvieron del mar con las manos vacías, efncontraron a los niños sentados alrededor de media docena de sardinas que coleaban, vivitas.

– ¿Quién les dio eso?

– Nadie. Se lo quitamos a los pájaros.

Vieron a los niños, dorados y elásticos, dispararse en desbandada por la playa. Cuando un pájaro bobo se clavaba de pico en el agua y sacaba un pez, lo correteaban, zigzagueando, haciendo gambetas, se lanzaban, lo atrapaban y lo sacudían de las patas, hasta que soltaba la presa. Luego regresaban, radiantes, con el pescado brillando en la mano. Ellas se reían -era lindo verlos correr y era cómico verlos zarandear a los pajarracos- y lo intentaban también, pero no podían. No tenían la agilidad de sus hijos. Alicia y Francisca salieron detrás del mismo pájaro, se enredaron la una en la otra y rodaron por el suelo. El ave levantó vuelo, Alicia se alcanzó a parar, se le tiró encima, se quedó con unas plumas en la mano y cayó otra vez. Ahí tendida, con los niños gritando y aplaudiendo alrededor, comprendió lo que un minuto antes le habría parecido inconcebible. Se dio cuenta de que todavía, a pesar de todo, podía estar feliz. Le dio vergüenza con Ramón, se levantó enseguida y se sacudió la arena del pelo. Esa noche prendieron una hoguera a la orilla del mar, y tostaron más pescado del que pudieron comer.

Con el tiempo perfeccionaron otros métodos prácticos de pescar. El mejor era tenderse boca abajo en el muelle, con el palo puntiagudo en ristre, y esperar que un pez grande viniera a refugiarse debajo. Por entre las tablas rotas es fácil sorprenderlo y arponearlo. Así consiguieron sierra, róbalo, pez tigre y pez tortilla. Alicia volvió a desempeñar su papel de maestra de escuela, y los niños y las demás mujeres tuvieron que asistir diariamente a sus clases. En vez de lápiz y papel, escribían y sumaban con palitos sobre la arena. Como todos los libros se habían perdido, los textos de lectura eran los cuadernos de contabilidad de la compañía de guano y unos viejos recortes de periódico que hablaban de la invasión a Veracruz. Conjugaban verbos en inglés y en francés, aprendían religión, modales y urbanidad.

Hacía mucho, Ramón había suplido la falta de calendario con rayas hechas con cuchillos sobre la baranda de su casa. Tras su muerte, Alicia se olvidó por completo de marcar los días. Ahora quiso retomar la cuenta, pero no tenía una noción precisa del tiempo transcurrido. Ella opinaba que era un mes, y Tirsa creía que veinticinco días. Se transaron por la mitad, y marcaron 28 rayas.

– No sé qué será en el resto del mundo -sentenció Alicia- pero aquí es martes, 24 de junio de 1915.

Entre la escuela, el cuidado de los niños y el intenso ejercicio físico para mantenerse vivas, iban sorteando los días, uno a uno, sin tiempo para pensar en el que quedaba atrás ni en el que venía después. Así, sin darse cuenta, iban domando la pesadilla en que estaban metidas, y haciéndola llevadera.

Eso era durante el día. Pero las noches caían abrumadoras, aplastándolas con el regreso de todos los temores y las penas. Bajo la luz fría de las estrellas la conversación se estiraba, triste, hasta el amanecer. Los niños, ateridos de miedo, se prendían a las mujeres y no se dormían si no era sobre su regazo. A pesar del cansancio, tampoco ellas conciliaban el sueño. En la oscuridad los recuerdos pesaban tanto que el pasado se hacía presente, y los muertos iban volviendo, primero uno y después otro, hasta que llenaban la casa y los vivos tenían que acurrucarse en los rincones para dejarles espacio.

Volvían a sonar los quejidos de los flagelantes y el llanto de los hermanitos Irra, fulminados por el escorbuto. Aparecían Jesús Neri, mordido por tiburones, y Juana, su mujer, despidiendo malos olores. Había visitas gratas, como la de Ramón y Cardona, que conversaban sobre su propia muerte. Sus voces salían de la negrura, como en las épocas felices en que se acompañaban al anochecer:

– Ramón, te digo que no hay barco.

– No lo ves, Secundino, pero ahí está, plateado, iluminado, esperándonos.

– No es un barco, Ramón, es la mantarraya que nos mató.

– No fue mantarraya, Secundino, sino tiburones.

Alicia, que durante el día tenía clara y asumida la muerte de Ramón, de noche se dejaba confundir por estas apariciones y con frecuencia se sentaba bajo la luna, a mirar al mar y a esperar su regreso. Ni siquiera Tirsa -la dura, la que no sabía de poesías ni creía en el más allá- se escapaba de ese ensueño colectivo, donde los vivos cohabitaban con los muertos.

– Anoche vino Secundino a consolarme -le dijo una vez a Alicia.

– ¿Qué te dijo?

– Que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.

– Tiene razón.

Las almas de Pedrito Carvajal, Arnulfo Pérez, Faustino Almazán y los otros soldados entraban a la medianoche por los agujeros del techo, extendían en el suelo un sarape gris, echaban albures, tomaban sotol y llenaban la casa de gritos.

– Aflojen el dinero, que tengo el rey y la sota.

– Pues te los metes por el cuatro letras, porque aquí viene el as de copas.

Además de los muertos, estaban los espantos. Cada quien aportaba los suyos, los de su pueblo natal y los que había recibido en herencia de sus seres queridos. Las mujeres empezaban hablando de ellos por matar el rato, por recordar miedos perdidos de la niñez. Pero la desolación de las noches de Clipperton era caldo de cultivo para que todo espectro se corporizara. Alicia hizo aparecer unos enanos muertos llamados chaneques, una Señora de los Dolores, atravesada por siete puñales, y una pobre desgraciada, la Monja Alférez, a quien la muerte ya no se llevaba en un coche tirado por caballos, como en Orizaba, sino en el barco del Holandés Errante. Tirsa cargaba con todos los que le había dejado Cardona, traídos a Clipperton desde la tierra de los chamulas. El que más llegó a aterrarles fue el Yalambequet, esqueleto volador que se colaba a las casas a robarse las almas, y que anunciaba su presencia con los truenos, que eran el golpeteo de sus huesos en el aire.

– Ahí va el Yalambequet. Dios tenga piedad de nosotros -aprendieron a decir las mujeres y los niños cuando había tempestad, y cuando no también, por si acaso llegaba sin avisar.

Veían a la Llorona -hermosa y fosforescente, cargada de lirios y con el cuerpo desnudo cubierto con un rebozo- que pasaba aullando por la pérdida de sus hijos, y les rozaba la cara con su cabellera larga. Veían a doña Carlota, la madre de Ramón, que se aparecía con un largo camisón blanco y con su gorro de plumas negras, a quejarse de lo descuidados y desnutridos que estaban sus nietos. También veían con frecuencia a una dama de marrón, silenciosa y amable, a quien ninguna había conocido antes. La misma Clipperton tenía sus fantasmas propios, como Fernando de Magallanes, el navegante que le puso el nombre de Isla de la Pasión por los muchos sufrimientos y enfermedades que padeció su tripulación cuando le pasó cerca. O como el pirata John Clipperton, que volvió a refugiarse en su guarida favorita para revivir antiguas orgías, y que desvelaba a las mujeres con ruidos de copas que caían al suelo, risas de putas y choque de sables.

Las aguas del mar se llenaron de barcos fantasmas. Al del Holandés Errante se sumaron uno negro con las velas en cruz y otro que vagaba envuelto en llamas, y se extendió la creencia de que el que había engañado a Arnaud y a Cardona era el Mary Celeste, el barco de las calamidades, que atraía la muerte y la mala suerte como el imán al hierro.

Las apariciones sobrenaturales fueron aumentando en cantidad y en calidad, y dejaron de ser individuales para volverse colectivas. Noche tras noche se producía una disminución de la temperatura, durante la cual una muchedumbre de espíritus partía de la roca del sur y emprendía una peregrinación circunvalar por la isla llevando antorchas encendidas, rezando, arrastrando cadenas y dejando tras sí cartas y mensajes para los vivos. Eran las almas de todos los que habían muerto en Clipperton, desde los condenados que los piratas sometieron a la ley del maroon, hasta el marino holandés ahogado camino a Acapulco. Las primeras veces las mujeres corrían a encerrarse en la casa y se cubrían la cabeza con los brazos, para no ver el río de luces ni oír el tumtum de las pisadas. Después se animaron a salir al balcón y esperaron de rodillas a que la marcha de antorchas pasara por delante. Al día siguiente madrugaban a recoger los mensajes del más allá, y si contenían órdenes, o deseos, los cumplían al pie de la letra. No tardó en llegar el día en que las vivas se sumaron al deambular nocturno de las ánimas. Contra la voluntad de Alicia y de Tirsa, que se oponían, Francisca, Benita y Rosalía, y a veces Altagracia, marchaban toda la noche detrás de sus muertos y amanecían demacradas, con aspecto de ánimas ellas mismas y sin arrestos para emprender el trabajo cotidiano.

Los espíritus se volvieron caprichosos y exigentes y el cumplimiento de sus órdenes ocupó el tiempo de los vivos. Pidieron altares de piedra, ceremonias, ofrendas de comida y hasta bienes imposibles de conseguir en la isla, como cigarrillos y ramos de cempaxuchitl, la flor color fuego que alimenta el hambre insaciable que los atormenta en la tumba. La isla cobró el aspecto de un santuario primitivo. Por todos lados se veían altares de piedra con platos de comida, amarillentas fotografías de los difuntos y restos de sus pertenencias: un sombrero de paja, un guarache, una navaja de afeitar, un pañuelo, una estampa de la Virgen.

Una noche Tirsa y Alicia se quedaron solas en la casa con todos los niños, mientras las demás marchaban en la procesión. Tirsa le contó a Alicia que había descubierto que Benita y Francisca se flagelaban y se ponían cilicios, apretándose los muslos con viejos cabos de soga.

– Esto no puede seguir así -dijo Alicia-, lo único que nos falta es enterrarnos vivas las unas a las otras.

Acordaron ser drásticas -con ellas mismas y con las demás-, y cortar el delirio por lo sano como única medida de salvación. Se despidieron para siempre de las almas de Ramón y de Secundino, explicándoles la situación, y redactaron cinco mandamientos. Juraron hacerlos respetar hasta que volviera la normalidad y la cordura, así tuvieran que aplicar penas y sanciones a las que se resistieran a obedecer. Los grabaron con cuchillo, con grandes letras, sobre la pared de la casa, y cuando las otras regresaron, de madrugada, se sorprendieron al leer este pentálogo:


Primero: Queda terminantemente prohibido rezar, levantar altares y hacer sacrificios.

Segundo: Sólo existen las cosas que vemos y las personas que podemos tocar. Las demás serán desterradas de Clipperton para siempre. Queda prohibido el trato con los muertos.

Tercero: Nadie sale de la casa por la noche, a menos que sea para una tarea corta y tenga permiso. Las horas de la noche son para descansar y para acompañar y proteger a los niños.

Cuarto: Nadie puede asustar a un niño, ni meterle en la cabeza cosas que no son.

Quinto: La que viole cualquiera de estas leyes, de palabra o de obra, será expulsada de la casa, separada de sus hijos y condenada a vivir en aislamiento.


Alicia y Tirsa recorrieron la isla derrumbando altares y quemando ídolos y fetiches. La autoridad moral de Alicia y su personalidad impositiva, la fuerza física y el valor de Tirsa, y la alianza indestructible entre ellas dos, fueron la garantía para dejar atrás esa época lúgubre en que los muertos invadieron Clipperton y convirtieron a los vivos en sus esclavos.

A pesar de ser la cabeza de la lucha contra la amenaza de lo incorpóreo, Alicia empezó a experimentar cosas extrañas, presencias inexplicables. Sentía que se debilitaba, y que era algo, dentro de ella, lo que le robaba las fuerzas; algo que acaparaba el alimento que ella comía, que chupaba el líquido cuando saciaba su sed. Alguien que ahogaba el aire que ella respiraba y se robaba la sangre de su corazón. Le parecía que tenía una fuerza adentro, más pequeña pero más poderosa, que vivía y crecía a expensas de su energía, que se robustecía a medida que agotaba su organismo, de por sí mermado por la desnutrición y la fatiga.

A los dos meses de que a su marido se lo tragara el mar, Alicia comprendió lo que le pasaba. Era obvio y sencillo y si no lo había entendido antes, era por el miedo pánico de aceptarlo. Llamó a Tirsa.

– Estoy embarazada -le dijo.

– Es increíble -contestó Tirsa-. No había querido decírtelo porque no estaba segura, pero creo que yo también.

Esa noche, escondida en la cocina, Alicia lloró lo que no había podido llorar con la muerte de Ramón, y violando su propia ley volvió a hablar con él, después de largo rato de no hacerlo.

– Muchas veces te pedí que regresaras -le dijo-, pero no así. Necesitaba tu compañía y tu protección, y mira lo que me mandas en reemplazo tuyo: un hijo más.

Altagracia se dio cuenta de lo que le sucedía y se le acercó para consolarla.

– No se preocupe, señora, que a mí me van a recoger pronto, y yo me la llevo a usted, y a todas -le dijo.

– ¿Y a ti quién te va a recoger?

– Es un secreto.

– No me vengas con cuentos de muertos, porque está prohibido.

– No es un muerto, es un vivo.

– ¡Un vivo! Dime quién es.

– El alemán.

– ¿Schultz?

– Él. Me prometió que venía por mí.

– Deja de soñar, niña. Estás peor que las que creen en fantasmas.

– El va a venir, porque me lo prometió.

– Te lo prometió porque estaba loco.

– Loco no estaba, estaba solo, y yo lo curé.

– Ya basta, sólo te falta hacerle un altar a tu santo güero y rezarle para que te haga el milagro.

– No es milagro, señora, es sólo que me quiere.

– Hace más de un año se fue, y no ha venido.

– Pero me anda buscando, yo sé.

– Lo debieron encerrar en un manicomio.

– Pues entonces se va a escapar para venir por mí.

– Está bien, piensa lo que quieras. Tal vez tengas razón. Mejor sigue creyendo en el amor de tu alemán, ya que tienes la suerte de que está vivo. Agárrate de su recuerdo para que la tristeza no te enteque, como a nosotras.

Ciudad de México, hoy.

Hay varias circunstancias confusas en torno a la muerte del capitán Ramón Arnaud y del teniente Secundino Ángel Cardona.

La primera es la fecha exacta: el día, el mes y el año en que sucedió.

La segunda tiene que ver con el tipo de pez que volteó su planchón, o que los remató cuando cayeron al agua: ¿Existió, realmente? Si existió, ¿fue una mantarraya o fueron tiburones?

La tercera, más compleja, se relaciona con la embarcación que apareció ese día en el horizonte, detrás de la cual partieron los dos hombres. ¿Era un barco real? ¿Era, por el contrario, una ficción producida por la angustia de un hombre, o nacida del deseo colectivo de los sobrevivientes de Clipperton?

Los cuatro testimonios directos que he encontrado sobre el episodio son contradictorios, y no despejan los interrogantes. Al contrario.

Primero: Carta de la enfermera María Noriega, esposa legítima del teniente Cardona, fechada en julio de 1940, en la que reclama su pensión de viuda al gobierno mexicano:


Sr. General de División

Lázaro Cárdenas

Palacio Nacional

Presente

Soy viuda del Teniente de Infantería Secundino Ángel Cardona, quien por orden de la Secretaría de Guerra y Marina salió del puerto de Acapulco con un destacamento del 13 Batallón de Infantería a las órdenes del capitán Ramón Arnaud, a bordo del vapor nacional Corrigan II.

Mi extinto esposo antes de salir del puerto, me informó que su estancia en la isla de Clipperton, a la cual se dirigían, sólo duraría un año; pero ese término se cumplió y mi esposo jamás volvió a verme, quedando abandonada con mis hijos y sin recursos, y esperando inquieta y aprisionando en mi corazón la alegría de volverlo a ver.

Pero la desgracia o el destino así lo quiso de tenernos alejados para siempre. Al amanecer del día 4 de mayo del año 1915 avistaron un barco de vela que navegaba de oriente a occidente y al noreste de la isla, por lo que el capitán Arnaud y mi esposo, con la esperanza de salvarse, se hicieron a la mar en una barca de remos que improvisaron para seguir al barco sin lograr su intento, y hundiéndose en el mar.

Las personas que habían quedado en la isla, seguían febrilmente con la vista la marcha del barco fugitivo, que se alejaba más y más, y observaban con ansiedad y desaliento los desesperados esfuerzos del minúsculo botecillo, que se iba quedando atrás, sin lograr ser advertido. La embarcación al fin se perdió en el horizonte; sólo se veía el bote que bogaba difícilmente, perdiéndose en un jirón de nubes. Al disiparse éstas pudo verse que el bote había desaparecido, se lo había tragado el mar (…).

Su atenta y segura servidora, María Noriega Vda. de Cardona.


Segundo: Bitácora del capitán norteamericano H. P. Perril, del cañonero U. S. S. Yorktown. Está fechada el miércoles 17 de julio de 1917, y el capitán Perril había oído ese mismo día el relato de los hechos de boca de un testigo presencial.


La mente del capitán Arnaud se desequilibró de tanto elucubrar sobre la situación desesperada de todos ellos, pues se consideraba el responsable de que las cosas estuvieran así.

Un día, imaginando que veía un barco a corta distancia de la orilla, obligó a sus hombres a abordar una lancha con el propósito de que remaran y lo llevaran hasta él, para pedir ayuda. Los hombres se negaban a ceder ante el capricho del capitán, sabiendo bien que el barco existía sólo en su imaginación. Finalmente obedecieron y se arrojaron en el bote a la pesada marejada.

Muy poco después, a través de sus binóculos, la señora de Arnaud vio que el bote se volteaba, y los vio desaparecer en el mar, que estaba repleto de tiburones.


Tercero: Relato hecho en 1982 por Ramón Arnaud Rovira, el hijo mayor del capitán Arnaud, quien debía tener seis o siete años en el momento de la muerte de su padre:


Un día de finales de mayo de 1915, (…)mi hermanita Alicia entró corriendo y dirigiéndose a mi padre decía: ¡Papá, un barco! (…). En efecto, una pequeña figura se divisaba por el noroeste. (…) La figura se hacía cada vez más clara, su ruta era de noroeste hacia sureste. Todos corrimos al muelle (…) Había pasado una hora más o menos desde que lo vimos y ya estaba frente a nosotros, sus destellos grises como el acero nos indicaban su posición, el sol lo iluminaba completamente.

A pesar de todos nuestros alborotos, el navío parecía no detenerse, seguía tranquilamente su ruta, ignorándonos. (…)

– ¡El barco se marcha! ¿Por qué? No es posible, Señor, ¡Ten piedad! ¡No nos abandones! -gritaba mi madre desconsolada. (…)

La marea empezaba a subir amenazadora. A esa hora ya era muy peligroso el mar y nuestra lancha no estaba en perfectas condiciones. El viento ya era fuerte. La barca luchaba contra la fuerza de las olas. Mientras, el buque seguía su camino. (…)

De pronto, una mole enorme los volteó, ¡era un gigantesco animal marino, supongo que una mantarraya que volcó la canoa! [4].


Cuarto: Versión del general Francisco Urquizo, escrita en 1954 y documentada en los anales y archivos del ejército mexicano:


El capitán Arnaud está tocando ya los límites de la locura…

Era el día 5 de octubre de aquel año de 1916.

Amanecía un día claro, apacible, con un sol deslumbrante (…). El vigía del faro dio el aviso de que en el horizonte parecía distinguirse la silueta de un navío.

Todo el mundo subió a la torre con la ávida esperanza de confirmar el aviso.

Era cierto. No era una cosa de espejismo ni de ilusión. Un barco se dibujaba muy lejano. Podría llevar el rumbo de la isla o pasar de largo frente a ella, pero ahí estaba.

Arnaud creyó perder el juicio; aquella era la oportunidad, la única oportunidad de liberar a su gente, y ante el temor de que el barco siguiera su ruta sin pasar por la isla, se dispuso a salir a su encuentro, cortando el camino que se adivinaba iba a seguir.

Abordaron la única lancha que había y se lanzaron al mar bogando con toda la fuerza de su ánimo. Llevaba una larga vara con un trapo blanco para hacer señales.

La nerviosidad, la desesperación, la esperanza, les daban fuerzas a los hombres para remar sin desmayo.

Desde la torre del farallón, Alicia, sus hijos y las mujeres que quedaban, veían alejarse a la lancha y mentalmente oraban por el buen éxito de la empresa.

¡Que los vieran, Señor! ¡Que los vieran! (…)

Imposible.

Estaba escrito.

Aquel día 5 de octubre de 1915 fue fatal. (…)

Vieron con ansia, con desesperación, los que observaban, que de pronto la lancha inesperadamente se detenía y que había lucha a bordo de ella.

Una gran mancha negruzca aprisionaba a la débil embarcación y los remos de los hombres golpeaban furiosamente contra ella.

¡Era una mantarraya!

Fue cosa de instantes. Pudo más el monstruo marino que los débiles hombres y su barquichuelo. Viró la navecilla con rapidez y se hundió. Los hombres no aparecieron más. (…)

El mar estaba tranquilo como si nada hubiera pasado. La silueta del barco, indiferente, siguió su camino [5].

Acapulco, hoy.

Vengo a Acapulco a averiguar lo que pasó con Gustavo Schultz a partir del momento en que abandonó Clipperton, en el cañonero Cleveland de la armada norteamericana. En un diario de 1935 encuentro el primer dato, la punta del ovillo para desenredar la historia: El alemán nunca regresó a su tierra natal.

Después de que el capitán Ramón Arnaud lo echó de la isla, Schultz se quedó a vivir por el resto de sus días, que fueron largos, en el puerto mexicano de Acapulco. ¿Qué lo ató a un país que no sólo no era suyo, sino que además se descoyuntaba en la barbarie de una revolución? Una sola cosa: un compromiso de sangre. Un juramento hecho a gritos desde la costa de Clipperton, minutos antes de zarpar, a la mujer que amaba y que contra su voluntad dejaba atrás. Con las greñas rubias alborotadas por el viento y una expresión borrascosa en sus ojos de loco, le había prometido a Altagracia Quiroz que no descansaría hasta rescatarla, que se casaría con ella y que la haría feliz. Y si se quedó en México, fue para acometer la tarea imposible de cumplirle la promesa.

He averiguado la dirección de una de las casas donde vivió, aquí en Acapulco. Es un solar amplio, con una construcción de bahareque, en el barrio tradicional de La Pocita. Converso con los vecinos viejos del lugar, los que oyeron hablar de él y recuerdan su nombre. Les pregunto si llegó loco, si alguna vez estuvo enfermo de la cabeza.

– Loco no, nunca -me contestan-. El señor Schultz fue un prohombre aquí, en Acapulco. Una persona querida y respetada, porque él fue quien trajo el agua potable al puerto. El primer acueducto se le debió a él. ¿Ya visitó la Casa del Agua? Hoy es un lugar turístico, pero fue su hogar durante años. Primero vivió en esta colonia, en esta casa, y después, cuando trajo el agua, se fue para allá.

En la Casa del Agua aún se conservan los tanques, las bombas y los equipos hidráulicos que trajo Gustavo Schultz y que él mismo instaló y puso a funcionar, seguramente con la misma meticulosidad acuciosa con que se ocupó de la vía decauville, en Clipperton.

Unos años después se nacionalizó mexicano y aceptó un cargo público, que desempeñó con honradez y con tenacidad teutónica: la capitanía del puerto.

– ¿Tuvo hijos? -le pregunto a la gente.

Me contestan que no, pero que en un orfanato adoptó a un niño mexicano, recién nacido, a quien dio su nombre y apellido.

Busco ahora a Gustavo Schultz, ese hijo adoptivo, donde me dicen que trabaja. Es dueño de un expendio de pollos en el Mercado Central de Alimentos de Acapulco. Los pasadizos están recién lavados a baldados de agua con desinfectante. Me pierdo por entre laberintos donde se apiñan todos los colores y todos los olores. Paso por las piñatas rechinantes, en forma de estrella, de barco, de toro. Paso por los mangos y las chirimoyas, las cincuenta y ocho especies de chiles, los Niños Dioses con coronas, mantos y tronos, los puestos de las costureras remendonas que esperan clientes frente a máquinas de coser antediluvianas. Circulo por entre elotes, camotes y nopales, por entre las mesas con butacos para sentarse a comer tacos, las flautas y las burritas que fríen cocineras veloces y sudorosas. Veo el huitlacoche y la variedad inverosímil de setas y hongos, me ofrecen sarapes a rayas, paliacates para el cuello y huipiles bordados a mano. Quieren que compre papel picado, calaveras de caramelo y flores de cempaxuchitl para los muertos. Flores de calabaza para la sopa y flores de Jamaica para el agua fresca. Atravieso los puestos de carne, empujando con el hombro piernas de res y cabezas de carnero. Llego por fin a los pollos.

Cuelgan de las patas en hilera, apretujados unos contra otros, feos y desplumados, y sus ojos muertos miran con hostilidad. Hay miles de pollos en más de 200 expendios, y por lo menos un vendedor en cada expendio. Voy de puesto en puesto, preguntando: «¿Usted es Gustavo Schultz, o lo conoce?»

– Él tenía su negocio aquí, pero hace unos tres años murió. Su hijo, que se llama igual que él, vive en Chilpancingo, Guerrero.

Gustavo Schultz el alemán, Gustavo Schultz su hijo, Gustavo Schultz su nieto. Busco en la guía telefónica de Chilpancingo, hago una llamada de larga distancia y converso con el último de los Schultz, el único de los tres que sobrevive. Su voz suena joven, y me dice que trabaja en política. A su abuelo lo recuerda muy rubio, muy blanco, de cejas espesas. Dice que ni su padre, ni él, que son morenos, se le parecen físicamente, porque sus lazos no eran de sangre. Confiesa que no conoce detalles del drama de Clipperton porque a la familia no le gusta recordar ese pasado doloroso.

No es más lo que me puede informar, reconoce, pero para no defraudarme me lee, por la bocina, una entrevista que guarda desde hace años. Fue hecha a su abuelo por el periodista Hernán Rosales y publicada en el diario El Universal, el 14 de mayo de 1935. Se trata de un relato en el que Schultz cuenta más sobre los demás que sobre sí mismo. El nieto lee con dificultad porque, según me aclara, las hojas del periódico ya están amarillas y borrosas. Por el teléfono me llega la historia del primer Gustavo Schultz, parcamente contada por él mismo.

Relata que en 1904, a los 24 años de edad, sin pensarlo dos veces, se embarcó en San Francisco hacia un lugar que nunca antes había oído nombrar, la isla de Clipperton. Allí trabajaría como representante de una compañía inglesa de fosfatos. Al llegar, el islote despoblado y yermo lo llenó de melancolía: «Llevaba yo una vida como la de Robinson Crusoe.» Urgido de ver y tocar algo vivo y verde, hizo un viaje en velero desde Clipperton hasta la isla del Socorro, en el archipiélago de Revillagigedo, y de allá trajo trece cocoteros tiernos y 40 toneladas de tierra donde sembrarlos. Como no sólo de cocos vive el hombre, también importó compañía: una mujer joven, de nombre Daría Pinzón, y la hija de esta, Jesusa Lacursa.

De vuelta en Clipperton convivió con la mujer y vio crecer las palmeras que plantó, hizo trabajar a sus empleados como negros y trabajó él mismo como una bestia de carga. «Me encariñé con mi vida en ese desierto marino», cuenta. Sobre sus conflictos con Ramón Arnaud y sus días de violencia y de locura, Gustavo Schultz prefiere callar. Sobre la aparición de Altagracia Quiroz, confiesa: «Su presencia animó mi gran tristeza.»

Se refiere a la llegada del capitán Williams a Clipperton y da por sentado que si aceptó viajar a México en el Cleveland, fue por su propia voluntad, y no obligado por nadie. Una vez en el continente Schultz recuperó la razón, si es verdad que alguna vez la había perdido, y se dedicó a buscar la manera de recuperar a Altagracia. En medio de la revolución que sacudía al país ella era una hoja más en la tormenta, y estaba tan perdida como tantos otros mexicanos. Llegar hasta Clipperton no era fácil, porque no se podía improvisar el viaje en un barco pequeño. Había que contar con la colaboración de algún gobierno que quisiera disponer de una embarcación grande con el solo fin de socorrer a los náufragos. Y en plena guerra, mientras morían miles de personas, una expedición para rescatar soldados del bando enemigo, no estaba en el orden de prioridades del gobierno mexicano.

Pero Gustavo Schultz no olvidó su promesa. Al contrario, el propósito de cumplirla se le convirtió en una obsesión que no le daba tregua. Regularmente hacía viajes a distintos lados para indagar por Altagracia Quiroz ante las autoridades reglamentarias y las rebeldes, ante los gobiernos depuestos y los electos. Relata, en la entrevista, que pasó un año de despacho en despacho y de dependencia en dependencia, repitiendo inútilmente su petición ante burócratas que se la solicitaban por escrito y la enterraban en los archivos, o que se ahorraban el protocolo y le cerraban de una vez la puerta en las narices. Convencido de que en los puertos del Pacífico había agotado todas las instancias en junio de 1915 fue a Veratruz, sobre el Atlántico, a hablar con un funcionario de quien le habían dado buenas referencias como persona humanitaria y desinteresada. Se llamaba Hilario Rodríguez Malpica. Era un señor amable que oyó toda la historia, se preocupó por la suerte de los náufragos y nombró a Schultz comisionado para ir a Clipperton a rescatarlos. Durante días movieron contactos en el alto gobierno y recurrieron a influencias en la armada, hasta que lograron trazar un plan. Gustavo Schultz viajaría a Salina Cruz, puerto del Pacífico, y de ahí partiría hacia la isla en un barco llamado el Corrigan III.

Por fin tenía asegurado el apoyo del gobierno, la ayuda de la marina, el nombramiento de comisionado, el dinero para el viaje, la tripulación necesaria, la fecha de partida. Tal vez no le faltaba ni el ramo de rosas para entregarle a su prometida a la hora del reencuentro. «Pero la fatalidad -dice Schultz- hizo que al llegar a Salina Cruz encontrara al Corrigan III encallado en el muelle.»

Como fue imposible reparar el Corrigan III -único barco disponible-, el viaje se desmontó y el alemán tuvo que volver a empezar de cero. Sus esfuerzos se prolongaron dos años más, sin resultados, y en enero de 1917 viajó de nuevo a Veracruz, a visitar al único hombre que lo había escuchado. Esta vez, sin embargo, hasta Rodríguez Malpica lo desalentó:

– Yo le recomiendo, señor Schultz, que no viva más de ilusiones. Mire las cosas con pesimismo. Lamento decirle esto, porque lo considero mi amigo. Pero usted tiene que reconocer que ya deben estar muertos. Su Altagracia Quiroz, y todos los demás, están muertos.

– Se equivoca, amigo. Yo le puedo jurar que esa mujer está viva y que se va a casar conmigo. Algún día. Además tengo la certeza de que ese día no está lejos. Usted, que se ha portado bien conmigo, va a ser el padrino de la boda.

Clipperton, 1915-1916.

Con un trapo atado al cabo de un palo -hacía mucho no tenían escobas- Alicia sacaba la arena de la casa. Esa tarea, que había acometido todos los días durante siete años, la obsesionaba aun ahora, que vivían en medio de escombros. El esfuerzo la agotó y tuvo que sentarse a descansar. En el pasado, cada vez que quedaba embarazada la invadían una alegría y una fortaleza que no le cabían en el cuerpo. Esta vez no. La desnutrición hacía estragos en ella. Andaba alicaída y avejentada, y se le había avinagrado el carácter. La atormentaba pensar en la competencia con su propia criatura por las escasas sustancias nutritivas que entraban en su organismo. Para darse cuenta de que el niño resentía la carencia aún más que ella, sólo tenía que mirar el tamaño de su panza, que a los cinco meses de gestación no alcanzaba el volumen de sus hermanos a los tres.

A Tirsa Rendón no le iba mejor. Con un mes menos que Alicia, también a ella el embarazo la estaba secando. Tirsa la brava, la fuerte, la que conseguía, ella sola, tres cuartas partes de toda la comida que consumían, le cedía el lugar a una Tirsa distante y apagada, que disimulaba su infinita fatiga con una fachada de indiferencia.

Alicia se levantó para terminar el oficio. Cada vez que barría una habitación, entraban los niños corriendo y la dejaban igual que antes.

– Me canso más si me pongo a regañarlos -decía- que volviendo a barrer.

Entró al cuarto pequeño contiguo a su dormitorio. En el lugar del vitral de colores, se abría ahora un gran hueco que dejaba pasar el viento. En vez de la silla ratona, volada por el huracán, había una caja de madera, donde se sentó. Abrió el baúl de sus cosas queridas. Sacó el uniforme de gala de Ramón: su guerrera de paño con doble abotonadura, charreteras y espigas todavía doradas, su chacó -aplastado de medio lado y con el galón desprendido-, su espada, sus botas negras. Sacó el vestido de novia con sus dieciocho metros de encaje y una docena de manteles y sábanas, entre ellas, la sábana santa de la noche de bodas. Dos trajecitos de marinero que habían sido de sus hijos mayores y que podrían quedarle bien a los menores. Alguna ropa suya, sin estrenar, comprada en la capital en su último -y único- viaje a México. Cuidadosamente envuelta en papel de seda envejecía una pastilla, a medio usar, de jabón Ivory. La sacó, la oliscó y la volvió a envolver. En un marco de plata con el vidrio roto sonreía una fotografía de su padre, de joven, vestido de blanco. Soltó la cinta de seda que ataba un enorme fajo de billetes y los contó: eran cuatro mil doscientos pesos, todo el dinero ahorrado con Ramón. Sacó su cepillo de mango de plata, se soltó el pelo y lo cepilló, por primera vez en meses. Se le caía a manotadas, y formó una bola con el que quedó enredado en las cerdas.

– Cuando llegue Tirsa -habló sola- voy a decirle que mañana mismo nos cortamos el pelo. La melena ya no nos sirve para nada y en cambio se está chupando el calcio y el hierro de los bebés.

Abrió su joyero. Adentro estaban el anillo y los zarcillos de diamantes, un prendedor de zafiros, varias argollas y cadenas de oro y unas ramitas de coral negro que los niños sacaron del mar para regalarle. En el fondo encontró lo que buscaba: el collar de perlas grises que Ramón le trajo del Japón. Se lo puso y lo acarició largo rato, como si quisiera grabarse, en la yema de los dedos, hasta las mínimas irregularidades de cada perla.

Dobló todo y lo acomodó de nuevo en el baúl, menos las sábanas y manteles. Los necesitaba para taparse por la noche, secarse después del baño, vestir a los niños y cortar pañales para los que venían en camino. Se quitó la batola tosca, de vela de barco, que tenía puesta, y se envolvió la sábana santa en el cuerpo, como túnica. Cerró bien el baúl y lo arrastró hasta el balcón, descansando de trecho en trecho. Cuando logró colocarlo en el borde, le pegó un empujón. El baúl cayó metro y medio y se clavó en la arena. Ella bajó luego y estuvo el resto de la mañana cavándole un hoyo alrededor.

Ramoncito vino a ayudarla.

– ¿Qué haces, mamá?

– Entierro este baúl.

– ¿Para qué?

– Para que no se dañe lo que hay dentro.

– ¿Y qué hay dentro?

– La ropa y el dinero que voy a necesitar el día que nos rescaten.

– ¿Nos van a rescatar?

– Tal vez.

– Yo no me quiero ir. ¿Tú sí?

– Yo sí.

– ¿Por qué, es mejor en otro lado?

– Mucho mejor. Tal vez.

– ¿Y para qué necesitas ropa el día que nos rescaten?

– Para no dar lástima.

– ¿A mí también me guardaste ropa?

– No, a ti no. La que tenías te queda pequeña.

– ¿Entonces yo voy a dar lástima?

– No. Te voy a comprar un vestido nuevo apenas desembarquemos. Y zapatos.

– No me gustan los zapatos.

– Allá te van a gustar.

– No me gusta allá. No me quiero ir.

Las demás mujeres andaban por el acantilado. Todos los días se descolgaban por los escalones de la roca escarpada, sacándole el quite a las olas, para arrancar calamares, ostras y langostinos. Tirsa, la más hábil para ese oficio, ya no podía hacerlo y se limitaba a dirigirlas desde arriba. Alicia oyó sus voces.

– Se acercan -le dijo a Ramón- acabemos de enterrar esto rápido. Vuelven temprano, debieron encontrar mucha pesca.

Venían en estampida, desbocadas como potros, y no traían nada de comer. Se pararon alrededor de Alicia, sin decir nada. Las vio sofocadas, desencajadas, con ojos de espanto.

– ¿Qué fue, por Dios? ¿Alguna se cayó?

– No, señora.

– ¿Qué pasó? ¿Por qué no me dicen qué pasa?

– Porque nos reprende si le decimos, señora.

– ¡Los niños! ¿Algo malo con los niños?

– No, con los niños nada. Es que en el acantilado vimos… vimos a Lucifer.

– ¿Vamos a empezar otra vez con eso? -ladró Alicia, sin disimular la furia.

Llegó Tirsa, que venía rezagada.

– Es cierto, Alicia -dijo-. Esta vez lo vi yo también.

– ¿Viste al demonio? ¿Tú también? -había más ironía que sorpresa en la voz de Alicia.

– Sí -dijo Tirsa-. Yo también. No sé si era el demonio, pero era alguien bien horrible.

Todas se soltaron a hablar a la vez: era alto, grandote, muy negro, con los pelos parados y rojos, era peludo por todo el cuerpo, era peludo sólo por la espalda, los ojos echaban fuego, no, los ojos eran humanos pero la boca era de bestia. Caminaba en cuatro patas, pero la cara era de hombre, no caminaba en cuatro, sólo en tres, sea lo que sea en dos patas, como la gente, no caminaba. Tenía la piel oscura, reseca, tenía piel con escamas, como las iguanas. Olía fétido, antes de que apareciera en lo alto del acantilado sintieron su hedor, como a muerto. Iba desnudo y sus partes eran las del demonio, o por lo menos muy grandes, en cualquier caso macho sí era, de eso no cabía duda.

– Demonio seguro que no es -sentenció Alicia-. Así que es hombre, o es bestia. O no es nada, como tantos espectros que han rondado por aquí.

– Es bestia -dijeron unas.

– Es hombre -dijeron las otras.

– ¿No será un náufrago, que llegó? -preguntó Alicia.

– Pues si es náufrago -contestó Tirsa- debe llevar años viviendo en el fondo del mar.

Decidieron que un grupo, armado de palos y con Tirsa a la cabeza, daría una vuelta a la isla. Recorrerían los lugares por los que no se asomaban desde que habían limitado a lo indispensable su radio de acción.

– Mejor no vayamos hoy, que ya es tarde y nos agarra la noche -pidió Benita.

– Sí -dijo Tirsa-. Mejor mañana, con luz.

– Mejor nunca -dijo Alicia-. No lo busquemos, esperemos a que aparezca. No hay prisa, hasta ahora no nos ha hecho mal.

Durmieron intranquilas, aunque esa noche nada apareció. Al amanecer, Alicia las llamó a la playa. Cuando llegaron, encontraron que Tirsa tenía dos cuchillos de cocina y los afilaba con una piedra.

– ¿Vamos a cazar a ese demonio que vimos? -preguntaron.

– No. No vamos a cazar ningún demonio. Nos vamos a cortar el pelo -anunció Alicia- porque nos estorba para trabajar. Además ya no tenemos cómo cuidarlo, y andamos con unas greñas que meten miedo. Esto ya lo hemos discutido muchas veces entre todas, está decidido hace tiempo y es la hora de hacerlo. ¿Cuál es la primera voluntaria?

Pasó Rosalía, después Benita y Francisca. Alicia y Tirsa agarraban los largos mechones, los trasquilaban apenas por debajo de las orejas y los tiraban en un solo montón, que parecía un animal dormido y lanudo. Luego Alicia se lo cortó a Tirsa, y Tirsa a Alicia. Alguna trajo el trozo de espejo, se miraron con las melenas cortas y se rieron.

– ¿A ver cómo quedaste? -le dijo Francisca a Benita-. A que así no consigues novio.

– Y a quién querías que consiguiera, ¿al monstruo del acantilado?

– Yo estoy esperando a que este niño crezca para casarme con él -dijo Rosalía, alzando a Ramoncito y dándole besos ruidosos en la cara-. Y de aquí a que crezca, voy a tener el pelo largo otra vez.

– Ya estamos todas pelonas -dijo Alicia-. Alta, faltas tú.

– Yo no, señora, yo no me lo corto.

– Vamos, que no comes suficiente para ti y para tu pelo.

– No, señora, no puedo… porque al alemán le gusta.

– Sea pues. Esta muchachita está loca de amor.

Las niñas llegaron corriendo con la muñeca de porcelana, andrajosa y aporreada.

– ¡Alta! ¡Altita! Hazle una peluca de verdad -le pidieron-, que ella está aburrida de andar pelona.

– Pelona, manca, tuerta… Esta pobre no tiene arreglo -dijo Alta, y escogió el mejor mechón para hacer la peluca.

En la tarde Benita se apartó del grupo para ir a salar pescado. Regresó jadeando, con la cara encendida.

– Señora -le dijo a Alicia- apareció el monstruo. Es… Es Victoriano Álvarez.

– ¿Qué dices? -Victoriano Álvarez murió hace meses.

– No, señora, no murió.

– Pero qué estás diciendo, si lo mató el escorbuto.

– No lo mató. Lo desfiguró, pero no lo mató.

– Sería otra aparición. ¿Lo tocaste?

– Me tocó él a mí, y bien que me tocó.

Benita contó que estaba cortando el pescado en lonjas y quitándole las espinas cuando sintió un olor feo que se le atascaba en las narices. Pensó que la laguna estaba arrebatada, o que tal vez quedaba algún cadáver sin enterrar. El monstruo se le acercó, sin hacer ruido, por la espalda. Cuando ella se dio cuenta, pegó un respingo y un grito y él le dijo que no se asustara, que era Victoriano.

– ¿Victoriano Álvarez? ¿Estás muerto? -había preguntado Benita, a media voz apenas.

– Estuve casi muerto, pero resucité yo sólo.

Ella observó al ser de ultratumba que tenía delante y reconoció un parecido remoto con el guardafaros, con el negro entero y macizo de otros tiempos. Las piernas se le habían curvado y plagado de forúnculos y para sostenerse en pie necesitaba apoyarse en un palo. Tenía la piel manchada como una hiena, la pelambre de la cabeza se le disparaba roja, como una llamarada, y a lo largo del espinazo le crecían mechas tiesas y entorchadas, como sacacorchos. Tenía los ojos saltones de los batracios y las encías hipertrofiadas, sin dientes.

– ¿Por qué estás tan feo, Victoriano? -preguntó Benita.

– Así me dejaron la enfermedad y el hambre.

Dijo que estuvo muchos días muerto en su hamaca, en la guarida del faro. Que durante la ausencia de su alma los cangrejos invadieron la cabaña. Cuando despertó, pudo comérselos con sólo estirar la mano y eso lo salvó, porque la debilidad no le permitía moverse. Para calmar la sed, se arrastro por el suelo y se tiró boca arriba bajo la lluvia. Como pasaba el tiempo y no había señales de otros humanos, creyó que todos habían muerto y que era el único sobreviviente. Recuperó algo de fuerza y cazó y comió pájaro bobo, crudo, apestoso a yodo, baboso. Como no podía pararse se quedaba ahí, quieto como una piedra, y esperaba horas a que un pájaro se acercara para pegarle el manotón. Mucho después pudo ponerse de pie. Con la ayuda de una vara daba un paso, dos pasos, se caía. Reptaba de vuelta a la hamaca y se quedaba acostado hasta recuperar el aliento para volver a intentar. Pasaron días y noches y logró meterse al mar y pescar, a lanzadas de fusil con bayoneta calada. Empezó a tener indicios de que no estaba solo, a sospechar que alguien más vivía, y cada vez llegó un poco más lejos, para buscar. Dijo que el dolor de las piernas lo atormentaba y que caminar era un calvario. Hacía dos semanas las había descubierto a ellas, a las mujeres, y las espió, de sol a sol, sin que lo vieran. Supo que los demás hombres estaban muertos: supo que el último varón, en la isla de Clipperton, era él.

– ¿Por qué no pediste ayuda? -le preguntó Benita.

– Cuando la pedí, quisieron matarme.

Victoriano le contó de la golpiza con que le molieron los huesos el día del entierro de los Irra.

– Los que te golpearon ya están muertos -dijo la mujer-. Ven conmigo a la casa, que la señora Alicia y las demás te van a recibir bien.

El negro aceptó, y por el camino sacó un cuchillo y la chuzó con la punta en la garganta.

– Primero quiero mujer, así que tiéndete -contó Benita que le ordenó Victoriano.

– ¡María Santísima! ¿Y tú qué hiciste? -le preguntó Alicia consternada.

– Pues tenderme, señora, qué otra cosa -respondió Benita, sin entrar en explicaciones-. Ahora está aquí, a la vuelta, esperando a que usted le autorice a entrar.

Alicia mandó que lo llamaran. Primero les llegó su tufo de perdonado por la muerte, y cuando cruzó la puerta, se encontraron frente a frente con el propio monstruo del acantilado. Era cierto: el escorbuto, el reumatismo y el raquitismo habían convertido a Victoriano Álvarez en un esperpento. De todas maneras se alegraron de verlo y al rato se acostumbraron a su nuevo aspecto. Aunque estuviera en estado tan lamentable, era bueno tener un hombre a su lado.

– Estás mal, pero estás vivo, Victoriano -le dijo Alicia.

– Pero no gracias a ustedes.

– Nosotras tampoco estamos vivas gracias a ti. Pero no es hora de recriminaciones. Podemos ayudarte y tú puedes ayudarnos. Si te comportas. Lo que hiciste con Benita fue un abuso, una maldad. Si quieres convivir con nosotras, eso no debe repetirse nunca jamás.

– Necesitaba mujer, después de tanta soledad.

– La próxima vez le preguntas si quiere estar contigo.

– ¿Y si no quiere?

– Pues te aguantas las ganas, como hacemos nosotras.

Le trajeron comida y él volvió a contar la historia de su lucha por sobrevivir.

– Al fin quedamos nosotras y tú -le dijo Alicia-. No es raro, las mujeres y los negros somos las dos razas más resistentes del planeta.

– Y ustedes se volvieron negras.

– Pues sí, mira no más, si estamos renegras, como tú. El sol nos puso a todos iguales.

– El sol y las penas, señora, que son las que más curten.

– Si las penas negrean, Victoriano, debemos tener el alma como un carbón.

Cuando se despidió para volver al faro, le dieron una de las sábanas, una cuchara y otras cosas que pidió prestadas. Lo vieron poco en los días que siguieron. Sabían que a veces pasaba cerca, porque detectaban su olor a tumba y porque aprendieron a reconocer el crepitar de sus huesos y el ruido de sus pasos encogidos. Alicia y Tirsa sospechaban que el propósito de sus viajes era encontrarse, a escondidas, con Benita. De tanto en tanto aparecía por la casa, trayendo mariscos o pescado. Ellas le daban de comer y él se sentaba por ahí, sin decir nada, a rumiar la comida con su boca chimuela. Cuando conseguían, le daban algún remedio para sus males. Aceite extraído del hígado de un bacalao, que bien frotado calentaba el cuerpo y aliviaba el reumatismo. O pasta de concha de nácar para las cicatrices viejas, que le escocían, según se quejaba.

Una noche se hizo tarde y Benita no llegó a la casa. Anduvieron por los alrededores llamándola y no respondió. Se imaginaron que estaría en la guarida del faro y fueron a buscarla. Las recibió Victoriano, atravesado en la puerta para impedirles la entrada.

– Venimos por Benita.

– Ella está conmigo, y de aquí no se la llevan.

– Benita ¿quieres quedarte? -gritó Alicia.

– Sí, señora, yo me quedo -salió de adentro la voz.

No volvieron a toparse con ninguno de los dos en varias semanas, hasta una mañana en que sacaban camarón del acantilado. Fue Rosalía la que encontró el cadáver de Benita. Tenía la cabeza abierta, y marcas en todo el cuerpo.

– ¡Se desbarrancó y se descalabró, la pobre!

– ¿Qué tiene en el cuerpo? ¿Tanta marca roja?

– Son besos de Judas…

– La chuparon los pulpos…

– No -dijo Tirsa, lenta y sombría-. La golpeó Victoriano y la mató. Y va a venir a llevarse otra.

Esa misma noche lo sintieron acercarse, invisible por entre la oscuridad. Cuando el aire se puso rancio y se oyó crujir de tibias y fémures, Alicia y Tirsa le salieron al encuentro, echando por delante sus panzas de embarazadas.

– Eres un asesino, y a la casa no entras.

– Entro donde quiero, porque ahora yo soy el gobernador.

Se descorrió la cortina de nubes que tapaba a la luna, cayó del cielo una luz lechosa y pudieron verle la facha pendenciera de pirata lépero, de guerrillero zarrapastroso: llevaba tres puñales en la cintura, el fusil en bandolera y un garrote empuñado.

– ¿Por qué la mataste?

– La maté por igualada y por ociosa. Váyanlo sabiendo: ahora yo soy el gobernador, yo mando, todas las mujeres son mías y hacen lo que yo quiero. A ustedes dos me las llevo después de que hayan parido.

– Vas a pagar tus crímenes, Victoriano -amenazó Alicia.

– Ay, señora, quién me los va a cobrar, ¿usted?

– La justicia, cuando vengan por nosotros.

– No van a venir, y si vienen, antes las mato a todas, para que no haya quien cuente. Si no quieren una paliza ya mismo, se me quitan del medio porque voy a entrar.

Las empujó con un trancazo de su brazo zurdo, se metió a la casa, agarró a Altagracia, la zamarreó, la tumbó y la arrastró del pelo. De su largo pelo endrino, tan azul y reluciente.

– A esta me la llevo conmigo -dijo- para que me cocine y me quiera.

Se alejó, meciéndose dolorosamente sobre sus piernas temblonas y cargando a Altagracia en el hombro. Ella se dejó llevar como si fuera un costal de harina, cerrando los ojos, los oídos y el entendimiento para no ver, ni oír, ni sentir. Su pelo caía hasta el suelo y lo barría, dejando una estela por entre piedrecitas y caracoles.

Horas más tarde se adelantaba el parto de Alicia. Le nació un niño sietemesino, etéreo y frágil como un suspiro y con una cara tan angelical que creyeron que no tardaría en volver al cielo. Para que no se quedara a mitad de camino, penando en el purgatorio, lo bautizaron inmediatamente con agua en la cabeza y sal en la boca, y le pusieron el nombre del padre de Ramón, Ángel Miguel. Alicia no pudo alimentarlo.

– La angustia no te deja bajar la leche -le dijo Tirsa.

Lo mantuvieron vivo a cucharaditas de agua de coco con clara de huevo de pájaro, hasta que vino el parto de Tirsa. Tuvo una niña que se llamó Guadalupe Cardona, grande y resistente, y Tirsa les dio el pecho a los dos. Ni una ni otro quedaban satisfechos y la vida se les iba en llorar, Lupe con alaridos llenos, vigorosos, y el niño con gorjeos de pajarito enfermo. Pero ni una ni otro quisieron morirse y ambos se aferraron a la vida, a plena conciencia.

Alicia y Tirsa sabían que les había llegado la hora de enfrentar a Victoriano. Armas tenían -algunas pistolas y viejas carabinas de dotación- pero municiones no. Se habían agotado hacía años.

– Es como tener madre, pero muerta -comentó Tirsa.

A pesar de la debilidad, el negro seguía siendo un hombre poderoso y un tirador certero, la adversidad lo había vuelto malo, cruel y fiero, y enfrentársele era para ellas como desafiar una montaña.

– Sea como sea, tenemos que matarlo. Es nuestra obligación -opinaba Tirsa, y de ahí no la sacaba nadie.

– Nuestra única obligación es permanecer vivas, por nuestros hijos -le respondía Alicia, y de ahí tampoco la sacaba nadie.

El desacuerdo y el miedo las paralizaban, y aunque las agobiaba la certeza de que para Altagracia cada minuto podía ser el último, se pasaban las noches discutiendo qué hacer y no hacían nada. Finalmente se transaron por una fórmula intermedia. Intentarían matarlo, pero sin exponerse a que las matara.

– Veneno -dijo Alicia, y corrió a rebuscar entre los frascos que quedaban de la farmacia de Ramón. La mayoría estaban rotos, vacíos o secos, pero la botella azul que buscaba estaba intacta. Nunca había sido siquiera destapada. Se conservaba hasta la etiqueta con el nombre «Agua Zafia (Arándula Vertiginosa)», un letrero en rojo que rezaba «Puede ser letal» y las indicaciones de empleo, de puño y letra de Arnaud: «Una gota disuelta en medio vaso de agua y tomada después de la comida cura la acidez, dos, a las once, estimulan el apetito, cinco constituyen un afrodisíaco notable, diez gotas tomadas diariamente son un gran tónico cardíaco y alargan la vida, treinta gotas, tomadas de un tirón, la ponen en peligro, dos cucharadas de agua zafia matan a cualquiera.» [6]

Necesitaban la complicidad de Altagracia y buscaron la manera de comunicarse con ella sin que Victoriano se percatara. Descubrieron que podían hacerlo temprano en la mañana, a la hora en que el negro dormía más profundamente. A Altagracia la encontraron encerrada dentro de sí misma; resguardada, amurallada e intocable en la fortaleza de sus sueños.

– ¿Te lastima mucho? -le preguntaron en voz baja, para no despertar al hombre.

– Lastima mi cuerpo, no más -respondió-, porque mi cabeza siempre piensa en quien me quiere, y se va, con él, muy lejos de aquí.

– A ti te salva el recuerdo del alemán -le dijo Alicia- y a nosotras nos vas a salvar tú.

Le entregaron un caldo de pescado, espeso y cargado, con dos cucharadas grandes de agua zafia diluidas adentro. Le explicaron que tenía que hacérselo tomar para que se muriera. Que no lo fuera a probar ella, ni un solo sorbo. Que le dijera que lo había preparado especialmente para él.

– No me va a creer -protestó Altagracia- porque no le cocino ni cuando me zurra para que lo haga.

La convencieron, la abrazaron, le echaron la bendición y se devolvieron. Durante dos días estuvieron sin noticias, ni de Altagracia ni de Victoriano, y se atormentaban barajando posibilidades:

– Sólo debió tragarse la dosis de afrodisíaco y ahora viene y nos viola a todas.

– O la dosis de alargar la vida y ya no lo truena ni un rayo.

– O el veneno le abrió el apetito y quiere más caldo…

Al tercer día apareció, iracundo como una fiera y más demacrado y horrendo que de costumbre, porque, según gruñó, se tomó el caldo y vomitó setenta y dos horas seguidas. Les pegó a todas, las zarandeó del pelo, les quitó las carabinas, las pistolas, las herramientas y hasta los cuchillos de cocina, para que no pudieran usarlos en contra suya.

– Así que querían matarme, hijas de puta. Las voy a matar yo a ustedes y me quedo con sus hijas, que están más tiernas, y les enseño desde pequeñas a quererme y a no traicionarme por la espalda.

Un día Alicia se levantó decidida. No tenía descanso desde que Victoriano había amenazado a las niñas. Tenía que cumplir con su deber, aunque su deber fuera cometer un acto atroz. De madrugada, les dio el desayuno a sus hijos. Envolvió a Ángel en un rebozo y se lo colgó a la espalda, como le habían enseñado las otras, agarró a Ramón de la mano y llamó a Alicia y a Olga.

– ¿A dónde vamos, mamá?

– A la roca del sur.

Los niños se entusiasmaron, acordándose del tiempo en que su papá los llevaba de excursión. Ahora su mamá lo hacía con frecuencia, pero no era igual. Llegaban hasta la cumbre de la roca, y ella se paraba al borde del abismo, sin decir una palabra. No les mostraba las estrellas, como él, ni les hablaba de la dirección en que soplan los vientos. Nada más se estaba quieta, perdida en sus pensamientos, mientras ellos jugaban. Hasta que decía, de repente, «Volvamos, niños, que se acabó el paseo», y no valía rogarle que se quedaran un rato más, ni pedirle que bajaran por el agujero hasta el fondo de la roca. Pero no importaba: también iban contentos.

Las niñas corrieron delante y Alicia tuvo que trotar para alcanzarlas. Cuando se acercaron al lugar, con el sol ya alto, les ordenó, como siempre, hacer silencio para no despertar a Victoriano, y caminar agachados para que no los viera si se despertaba. Ellos obedecieron divertidos, nerviosos, con los ojos brillantes, tapándose la risa con la mano.

Alicia escalaba con el chiquito a cuestas, pero pesaba tan poco que no lo sentía. Su hijo mayor la guiaba, le indicaba dónde apoyar el pie. Ella temblaba, porque estaba decidida a hacer lo que otras veces no se había atrevido. Ahora era distinto, porque el tiempo se agotaba. Era ya o nunca; después sería demasiado tarde.

Las niñas trepaban descalzas por el risco, agarrándose de los resquicios de la roca, morenas y desnudas, ágiles y eléctricas, como los monos.

Cuando alcanzaron la cima, Alicia miró hacia abajo y se le encogió el corazón. «Esto es una locura horrible» -pensó-. Otras veces se había parado allí mismo, había repasado la escena en su cabeza, la había ensayado mentalmente para no fallar a la hora de la hora. Noche tras noche se preparaba para este momento. Pero ahora que era definitivo y no había vuelta atrás era distinto a todo lo previsto, aun en los vuelos más oscuros de su imaginación. La roca era más hostil, más inclemente. La altura, que le había parecido tolerable, se abría como una boca negra, sobrecogedora y abismal. Durarían siglos en caer al fondo, se golpearían en el trayecto, se destrozarían el cuerpo antes de llegar al agua. No morirían enseguida, como calculaba, sino que descenderían despacio por entre la bruma, y los niños tendrían tiempo para pensar, para darse cuenta de lo que pasaba, para sentir pánico, para llamarla a gritos, para pedirle ayuda, para no perdonarla por toda la eternidad. «Nada, esta vez también nos devolvemos por donde vinimos», dijo Alicia, pero se acordó de Victoriano. De su amenaza de matarla a ellas y violar a las niñas. Si tocaba a las criaturas, si las maltrataba, ¿se lo perdonaría a sí misma? ¿Se lo perdonaría Ramón? «Me tiro con mis hijos, no queda otra.»

Se dio cuenta entonces de que ellos no se iban a quedar quietos, esperando a que los empujara. Iban a correr, a escabullirse, a defenderse, y tendría que perseguirlos. Antes no se le había ocurrido, tal vez porque nunca había sido en serio. Los había imaginado agarrados de su mano y saltando con ella al vacío, inconscientes, adormecidos, cansados de vivir, resignados, entregándose a la muerte con docilidad. Pero los seres que tenía al frente, jugando y brincando, bullían de vida, eran la vida misma, y se aferrarían a ella con una energía todopoderosa, imposible de quebrar. «Perdóname, Dios mío, por pensar en una atrocidad tan absurda. Lo que tengo que hacer es matar al negro.» Se sintió fuerte y decidida. Tenía el sable de Ramón escondido. Lo haría. Tirsa y ella matarían al negro. ¿Podrían? ¿Les serviría de algo ese sable enorme y oxidado? No, no podrían. Lo más probable era que el negro las matara primero, y que los niños quedaran en sus manos. «No hay ninguna otra salida -pensó-. Hoy no hay regreso.»

La sorprendió el volumen de su propio dolor. Aunque en el fondo de su alma sabía, o quería saber, que esta vez tampoco saltarían, sufría como si fueran a hacerlo. Creía que ya había sentido todo el dolor que un ser humano puede resistir, que lo conocía al derecho y al revés, que era un territorio familiar y sin sorpresas. Pero el de ahora era cien veces, mil veces peor que todo el anterior. Se espantó al ver la intensidad de la angustia que su corazón podía aguantar sin reventarse.

Los niños encontraron el agujero que daba al interior de la roca, por el que años atrás habían descendido Ramón y sus hombres buscando el tesoro.

– ¡Mira mamá, cuánto murciélago!

– ¡Ven mamá, que son bien asquerosos los sapos!

– Mamá, ayúdame a agarrar uno, mamá.

Alicia comprendió, de pronto, que eran niños felices. Muchas veces los había visto hacer lo mismo, decir lo mismo, jugar igual, y no se había dado cuenta. Ahora lo veía claro: esos años que para ella habían sido tragedia, para ellos eran simplemente la vida. No tenían otra para comparar, no añoraban nada. Como las otras veces, se convenció de que debía bajarse caminando de la roca, volver a su casa, olvidarse de soluciones demenciales. ¿Cómo iba a matar ella a sus hijos, si ni el hambre ni Victoriano habían podido hacerlo todavía? Imposible. Absurdo. Atroz. No lo haría. Por ningún motivo lo haría. El dolor disminuyó y la dejó respirar de nuevo, le vino un repentino amor por la vida, y ver a los niños vivos, a pesar de todo vivos, la puso feliz.

Casi les dice, como en ocasiones anteriores, «Volvamos, niños, que se acabó el paseo». Pero se acordó de los tres años que llevaban abandonados, sin remedio ni esperanza. Pasarían así tres más, y tres nueve y tres doce y tres quince. Se le atragantaron las palabras en la garganta y no dijo nada. Mejor sería saltar de una buena vez.

Se decidía, se asomaba al abismo, miraba a los niños, se arrepentía, los abrazaba, se decidía, agonizaba en la duda, ya no le daba más el corazón. El sol aún no llegaba a la mitad del cielo, y sobre el mar se extendía una capa de neblina verde.

Detrás de la neblina, sobre el horizonte, Alicia advirtió un resplandor. Un relumbrar de puntos brillantes, móviles, que titilaban, se apagaban, ahora estaban, ahora no. Como cuando de niña, en Orizaba, se asomaba a su ventana y veía en el cielo, muy alto y muy lejos, los fuegos artificiales con que el pueblo vecino celebraba las fiestas de su santo patrón. Pero estos estallaban bajito, a ras del agua.

– Lo que me faltaba -dijo-. Un barco fantasma…

Sintió mareo y escalofríos en todo el cuerpo.

– Ay Ramón, no me hagas esto. No me mandes visiones a mí también, que bien cara nos costó la tuya.

Se frotó los ojos, se mordió los labios, y los puntos seguían ahí. Se compactaban, se volvían una masa sólida.

– Ay Ramón, no te burles, ahora no. Sácame ese fantasma de los ojos y mándame fuerzas para saltar, antes de que vuelva a acobardarme el dolor.

Los niños, perdidos en su mundo, alborotaban, se le prendían a las piernas, la jalaban. Como siempre, querían meterse entre la roca, querían cazar un sapo, querían saber si los murciélagos fumaban. Ella permanecía inanimada, sorda, muda y lela, sin despertarse de la alucinación. Aquella cosa gris avanzaba hacia la isla, atravesando las olas y dispersando la neblina.

– ¡Ramoncito! -llamó a su hijo-. Ven acá. Dime qué ves allá. Pero no mientas, no inventes. Sólo dime qué ves.

– Un barco, mamá.

Ahí estaba, frente a ellos, en el mar. Metálico y contundente, idéntico al que apareció reflejado en las pupilas de su marido, horas antes de su muerte.

– Hazle señas, hijo -se arriesgó a decir Alicia, con una voz débil y quebradiza, como de vidrio.

El niño agitó los brazos. Alicia no se atrevía, no quería caer en la trampa. Toda ella permanecía inmóvil, salvo su corazón, que galopaba. No haría señas. No gritaría pidiéndole auxilio a un espectro. Era sólo un sueño, y tenía que despertar. Ya que todo estaba perdido, al menos conservaría la razón. Recordó su propia ley: no existe sino lo que podemos tocar. Aquel barco era intangible, no existía. Ramoncito chillaba:

– ¡Aquí estamos! ¡Aquííííííí!

Las dos niñas vinieron a averiguar qué pasaba y enloquecieron cuando vieron el barco. Ramón se quitó el pedazo de tela que le servía de taparrabos y lo agitó. Las niñas lo imitaron. Se dejaron llevar por el delirio. Corrían en todas direcciones, pedían socorro, sacudían los trapos como posesos.

– ¡Auxilio! -Alicia se sorprendió al oír su propia voz.

Ese primer grito fue una puerta que se abrió en su garganta, permitiendo que saliera toda la esperanza contenida en años de tragársela entera y guardarla adentro. Ahora ella también corría, gritaba, se reía, rezaba, besaba a los niños.

– Este sí es de verdad, Ramón, ¡Este sí es de verdad! -repetía mirando hacia arriba, más para convencerse a sí misma que para informarle a su marido.

El barco estaba más cerca y pudo ver su insignia: era de bandera norteamericana. Una punzada de pánico la petrificó: ¿Y si no los veía, y se devolvía? No era mexicano y por tanto era probable que se limitara a pasar de largo. A menos que lograran detenerlo.

– ¡Gritemos fuerte, que nos oigan! -le ordenó a los niños, y ella misma puso su alma en cada grito.

En el furor de la algarabía, Alicia se arrancó la sábana santa, que llevaba envuelta alrededor del cuerpo. Desnuda como sus hijos, con Ángel a las espaldas, gloriosa y resplandeciente de ganas de vivir, batió en el aire la gran tela blanca.

– Sirve para algo, trapo -mandó- ¡Haz que nos vean!

Cañonero U.S.S. Yorktown, altamar, 1916.

A las seis y cuarto de la mañana del miércoles 18 de julio, en medio de una oscuridad que hacía pensar que la noche aún no terminaba, el capitán H. P. Perril se asomó al puente de mando. Lo aturdió una cortina lechosa y en un primer instante no supo si era la niebla que aparecía ante su cara, o las nebulosas dentro de su propia cabeza a medio despertar. Nadie había podido dormir bien a bordo del Yorktown por el exceso de movimiento y el calor sofocante. Varios de los hombres lo habían intentado acostándose al aire libre sobre la cubierta, pero unos chubascos indecisos y recurrentes los habían forzado a volver adentro. El propio capitán sólo había logrado atrapar un sueño desleído hacia la cuatro de la mañana, que se había vuelto profundo poco antes de que lo despertaran, como todos los días, a las seis.

Lentamente se fue conectando con el mundo: del suroeste soplaba un fuerte viento, y un mar desasosegado los sacudía sin perdón y sin ritmo. Le preguntó al timonel si podía ver algo y éste le contestó que sólo la niebla. La falta de visibilidad duró hasta las nueve y cincuenta de la mañana, cuando el vigía gritó que divisaba tierra.

– Ese muchacho tiene ojo de águila -comentó Perril, forzando inútilmente la vista.

Debieron pasar quince minutos antes de que pudiera atisbar una sombra gris en la distancia. A medida que se acercaban a ella, la sombra se oscureció adquiriendo primero la forma elevada de una vela de barco, y después, la de un castillo. Era Clipperton, sin duda. Era la gran roca que, según las descripciones, la isla tenía sobre su costa suroriental. El capitán Perril sintió un leve malestar. Ni él, ni sus hombres, tenían deseos de llegar allí. Pero antes de zarpar de San Francisco, el almirante Fullam, comandante en jefe de la Flota del Pacífico de los Estados Unidos, les había comunicado que tendrían que incluirla en el itinerario. Estaban en medio de la guerra mundial y corrían rumores de que los alemanes, aprovechando la relación tensa entre el gobierno mexicano y el norteamericano, habían instalado estaciones de radio o bases para submarinos a lo largo de la costa pacífica de México. El cañonero Yorktown tendría que hacer un minucioso recorrido de inspección.

Era una monótona labor de rutina y la tripulación estaba ansiosa por entrar en acción, así que recibió la noticia con desgano. Antes de que el cañonero abandonara tierra firme, fijaron uno a uno los puntos que tocaría durante el trayecto. El almirante Fullam colocó su cuadrante sobre el mapa y trazó una coordenada desde Honolulú hasta Panamá. Clipperton quedaba justo sobre la raya.

El capitán Perril protestó.

– Le voy a pedir una tontería, almirante. Usted sabe que a los hombres no les gusta pasar por esa isla. Son caprichos, desde luego, pero si hubiera manera de evadirla, sería mejor.

– Lo siento, capitán, no hay manera. Alcanza a estar dentro de nuestra área de operaciones -fue explícito Fullam, sabiendo a qué se refería Perril. Era uno de esos lugares que los marinos consideran de mal agüero, en parte por las dificultades que presentan para la navegación, en parte por superstición. En el caso de Clipperton las dos cosas parecían fundamentadas, porque el número de naufragios en torno a ella era extrañamente elevado.

El recorrido había sido, en efecto, lento y tedioso, y tal como habían previsto, los rumores no eran más que rumores y no habían encontrado ni el rastro de un solo alemán. Hombre de hechos concretos, el capitán Perril tenía la incómoda sensación de andar cazando brujas. Para rematar, ahora tendrían que pasar por Clipperton. Cuando Perril leyó los informes desfavorables que traían sus instrucciones de navegación sobre el acceso a ese lugar, se convenció de que no le convenía intentarlo a no ser a plena luz del día.

Por esa razón, la tarde del lunes 16 de julio redujo la velocidad calculando llegar a la isla el miércoles, cuando despuntara la mañana. El martes a las 8 p.m. enrutó el cañonero levemente hacia el este, de tal manera que, prolongando ese rumbo durante toda la noche, amanecerían ubicados a cinco millas del costado oriental de la isla. Sin embargo, la borrasca nocturna alteró un tanto los planes y a las seis de la mañana del miércoles no se encontraron, como esperaban, frente a Clipperton. Tampoco a las siete ni a las ocho, y el capitán Perril, convencido de que ya la habían dejado atrás, sintió cierto alivio y tomó la decisión de no volverse para buscarla. De ahí su malestar a las nueve y cincuenta, cuando a pesar de todo Clipperton emergió de la bruma saliéndole al encuentro.

Se había topado con ella más por azar que por voluntad, o en cualquier caso más por la voluntad de la isla que por la suya propia. A pesar de ser anglosajón y pragmático, el capitán Perril no dejó de inquietarse ante la idea de que ese lugar indeseable lo había atraído hacia su lado. A pesar de todo, el Yorktown se acercó a su costa sin ninguna dificultad. Navegaron alrededor del atolón mientras Perril observaba por el catalejo, sin encontrar nada anormal. Por el contrario, se decepcionó porque todo lo que vio era pequeño, yermo, quieto, insignificante. Nada que estuviera a la altura de la leyenda negra. Lo único vivo eran unas personas que se despedían con pañuelos. Nada fuera de la rutina. Un rato después la gente seguía agitando los pañuelos, y al capitán le pareció distinguir niños, y tal vez mujeres, que corrían por la playa diciendo adiós.

– Qué largo se despiden -pensó Perril- no deben tener nada que hacer.

Dio por cumplida la misión e iba a dar la orden de alejarse cuando algo lo detuvo. Nada específico, sólo un impulso, el aleteo de una intuición. Ordenó al segundo al mando, el teniente Kerr, que se preparara para desembarcar. Kerr lo miró sorprendido. El desembarque, que tendrían que hacer en un bote, era riesgoso por lo pesado del oleaje, y aparentemente no había nada que lo justificara. Perril captó su desconcierto y trató de formular una explicación.

– Quiero saber si ese faro que veo allá funciona -dijo sin convicción. El sargento Kerr asintió con la cabeza pero la expresión desconcertada de su cara no cambió.

Tasco, hoy.

Busco a Altagracia Quiroz, la camarera del Hotel San Agustín que partió hacia Clipperton como niñera de los hijos del matrimonio Arnaud. Me entero de que murió el año pasado, muy anciana, pero encuentro a una prima hermana suya que la trató mucho y la conoció bien. Se llama Guillermina Yamadá, nació de padre japonés y madre mexicana y vive en el pueblo de Taxco. Es alta y esbelta, tiene manos alargadas y aristocráticas y unas ojeras profundas debajo de sus ojos orientales.

La entrevisto el 5 de julio de 1988, un día antes de las elecciones presidenciales. México entero está tapizado de afiches electorales y las caras de los candidatos asaltan desde todos los muros y al voltear todas las esquinas. Al margen del barullo electoral, el lugar donde ella vive podría ser una tarjeta postal para turistas. Es una casita de balcones y buganvilias que se aprieta contra otras en una calle estrecha y empinada: el número 9 de Benito Juárez, a pocos metros del zócalo de Taxco.

Guillermina tiene modales lentos y distantes y pide excusas por su falta de memoria. Explica que tras la muerte de su marido sufrió un ataque cerebral que le borró de la mente todo el pasado. Nunca logró reponerse y se olvida también del presente, dice, y sus hijas tienen que ayudarla a encontrar las cosas porque no sabe dónde las deja.

Al principio, cuando Altagracia regresó de Clipperton, ellas dos fueron como madre e hija, por la diferencia de edades: Altagracia nació en 1901 y Guillermina en 1918. Pero después, con el tiempo, se hicieron amigas y confidentes.

Le pido que me cuente cómo fue la vida de Altagracia a su regreso de Clipperton:

– Dígame, doña Guillermina, ¿su prima hermana se casó?

– Sí, claro que se casó, con un hombre que se llamaba… Usted no me va a creer…

– Sí le creo. Ya me lo confirmaron antes. Se llamaba Gustavo Schultz, y era el representante de la compañía extranjera de guano en Clipperton.

– Eso mismo. Dígame si no es increíble. La historia de amor de ellos dos es como una telenovela.

– ¿Me la cuenta?

Guillermina recuerda más de lo que cree recordar, es más lúcida de lo que dice ser, y en medio de las disculpas por la debilidad de su mente me habla de su prima hermana, de la mujer que la cuidó como a una hija y que más adelante sería su íntima amiga, la señora Altagracia Quiroz de Schultz.

– Alta murió hace un año, yo la acompañé a morir. Para pagarle lo que le debía, porque ella a mí me acompañó a vivir. Durante años las dos conversamos mucho, pero al final la pobre hilvanaba puras incoherencias. Murió muy ida de la cabeza, por los golpes que le dio el negro de Clipperton. A ella la lesionó de por vida. Le quedó un tumor que nunca le pudieron operar y que la fue enloqueciendo. Al final desvariaba, pero sólo al final, cuando ya estaba vieja. Antes no. Antes sólo le daban ataques de olvido de vez en cuando. En esas ocasiones se desesperaba, se le borraba todo, pero después se aliviaba y recuperaba el ritmo de su vida.

»Altagracia debió sufrir allá en la isla -dice su prima, su ahijada, su amiga, la señora Guillermina-, porque ese hombre las torturaba con mucha maldad. Era lo que llaman un sádico. Después ella nunca pudo tener hijos con su marido el alemán, y eso también fue producto de los daños que le hizo el negro, que la violaba y era perverso. Los golpes en la cabeza se los daba a todas. Las agarraba del pelo, de las trenzas, y las arrastraba por el suelo. Alta tenía el cabello más largo y hermoso que he visto en mi vida. Pero usted está equivocada cuando dice que todas las mujeres se cortaron el pelo en Clipperton porque les estorbaba para trabajar, para hacer los oficios de hombre a que las obligó la vida. No les estorbaba, porque se lo entretejían con cordones y las trenzas se ataban arriba. Esa no fue la razón. Ellas se cortaron el pelo para que el negro no las zamarreara más, para que no las dejara tontas a punta de jalones.»

– Entonces se cortaron el pelo para salvar la cabeza.

– ¡Así es! Alta me platicaba que ese Victoriano Álvarez era tan maligno, que en él se encerraba el maleficio de que los barcos no se acercaran a la isla. Ellas sabían que era él quien las mantenía aisladas y que mientras viviera, ese embrujo no podría romperse y perduraría sobre Clipperton. Por eso, y porque las golpeaba y abusaba de ellas, querían matarlo. Altagracia me contó que una vez, cuando ya no aguantaban más, prepararon una mermelada con veneno y se la dieron para asesinarlo. El se dio cuenta del engaño y ese día por poco las muertas son ellas. La ira lo volvió una bestia enloquecida, peor de lo que era siempre. Las agarró del pelo, a una por una, y las golpeó hasta dejarlas tendidas. Fue después de eso que ellas decidieron cortarse las trenzas.

– ¿Quisieron envenenarlo con mermelada? -le pregunto- ¿No fue con caldo?

– Con mermelada.

– ¿De dónde sacaban la fruta y el azúcar?

– No sé, pero Alta contaba que había sido con mermelada. La mala suerte de mi prima empezó desde que se encontró con la señora Alicia Arnaud, en un hotel de la ciudad de México. Esa señora, que ya había tenido sus tres primeros hijos, buscaba una niñera para llevarse a la isla y se dio cuenta de que Alta, que trabajaba como camarera en ese lugar, era una persona educada que estaba allí por las dificultades que la revolución le había traído a su familia. A la familia nuestra. El padre de Alta era maestro de escuela y le había enseñado a escribir con buena ortografía, buena caligrafía. Ellos vivían en Yautepec, Morelos, zona del guerrillero Emiliano Zapata, donde estaban muy alebrestados los campesinos. Los Quiroz ya venían huyendo de los desórdenes cuando un tiroteo casi los acaba. Alta se salvó porque un soldado que pasó galopando a su lado la subió al caballo y la sacó de allí. Ella nunca supo de qué bando era ese hombre que la salvó. Después de abandonar la casa la familia se deshizo, cada quien tomó su camino y Alta debió ganarse la vida como pudo en la capital. Aceptó el ofrecimiento de los señores Arnaud y cuando ellos volvieron a Clipperton, los acompañó. Supongo que lo hizo porque era la mejor oportunidad que se le presentaba. En ese momento tenía 14 años y ganaba un sueldo de cinco pesos mensuales. Los Arnaud ofrecieron pagarle diez y le prometieron que sólo estaría en la isla cuatro meses, que regresaría en el próximo barco. Lo del sueldo doble se lo pudieron cumplir, lo del regreso a los cuatro meses, eso sí que no.

»Alicia y Altagracia estuvieron unidas en la desgracia. La una era la señora y la otra la empleada, pero el destino las trató, o mejor digo, las maltrató por igual. Las dos fueron forzadas a ser amantes del negro Victoriano, como todas las demás mujeres de Clipperton. Ninguna se salvó de eso. Él era el rey y ellas sus esclavas; bajo su tiranía no había distingos.

»Pero quien mucho sufre se gana el cielo, y eso le pasó a Altagracia. El cielo en la tierra, porque cuando volvió de la isla se encontró con el alemán, que nunca había dejado de buscarla, y se casaron. A ella le cupo la suerte de tener un marido que la adoró, que se radicó en México no más para estar con ella y que se dedicó a mimarla. La llevó a vivir a la Casa del Agua, en Acapulco, y como la trataba como a una princesa, las gentes acabaron llamándola "la princesa de la Casa del Agua".

»Schultz puso a su disposición tres sirvientes y un jardinero, para que ella no trabajara nunca más. De los barcos que llegaban cargados de mercancías, le compraba los mejores vestidos y los zapatos más caros. A ella, que durante tanto tiempo anduvo en harapos y descalza en Clipperton. Si antes sufrió hambre, él le dio toda la comida que quiso. Casi siempre comida alemana, eso sí, como salchichas y repollo, que era lo único que a él le gustaba, pero ella se escondía en la cocina a preparar mole o chiles rellenos y los compartía con los tres sirvientes y el jardinero.

»Él, el alemán Gustavo Schultz, se convirtió en el extranjero más querido de Acapulco, porque fue quien llevó el agua potable al puerto. También sería para compensarla a ella, que tanta sed había padecido y tanto sorbo de agua salada había tenido que tragar cuando no caían las lluvias.

»Yo siempre me he preguntado por qué Altita -su marido la llamaba así- despertó un amor tan grande en un extranjero. Por su manera de ser, no hay otra explicación. Ella era de temperamento dulce pero resistente, y a él le gustó verla siempre alegre a pesar de lo que había sufrido. No era bonita. Más bien digamos que era fea. Lo único que tenía precioso era el pelo. El pelo era fuera de lo común, pero todo lo demás era vulgar. Era gruesa, chaparra, de rasgos anchos, y me acuerdo sobre todo de sus manos regordetas -dice Guillermina, mirando con nostalgia las suyas, tan finas y largas, y sonríe cuando le digo que los nombres están trastocados, que ella debió llamarse Altagracia y su prima Guillermina, y no al revés.

»Alta me repitió muchas veces su historia en Clipperton, sin rencor, sin pena. Ya no le importaba el pasado triste porque su presente era bueno. Sólo lo contaba porque le gustaba recordar. Murió de vejez, loquita pero contenta. Su vida fue como un cuento de hadas, sufrida pero con un matrimonio feliz al final. Más no le puedo contar yo a usted, porque me dio un ataque cerebral que me borró la memoria» dice, una vez más, Guillermina Yamadá, y retuerce con angustia sus bellas manos.

Clipperton, 1916.

Jugándose su última carta contra la muerte, Alicia subió hasta el faro para hacerle señales al barco que se acercaba. Oyó voces que venían de abajo, de la playa. Eran las demás mujeres, que ya lo habían visto también y se agitaban, frenéticas, pidiéndole auxilio. «Si todas lo vemos -pensó- entonces debe ser de verdad». Mientras gritaba y sacudía la sábana, el rescate se dibujó en su cabeza como una posibilidad real. Su padre, Orizaba, una escuela para los niños y tantos fantasmas que habían pasado a hacer parte de un deseo perdido de pronto volvían a adquirir carne y hueso. Nadie podría impedir que ese barco llegara hasta la orilla. Sólo quedaba rogar que el tiempo se acelerara para precipitar el final sin tener que pasar por el medio, por la espera que quemaba la garganta, por la ansiedad que ardía en los ojos. Esta vez nadie podría impedirlo, bastaba con estirar la mano para tocar la salvación. Nadie lo impediría. Nadie.

Salvo Victoriano Álvarez. Como un zopilote que pasa volando y golpea con el ala, a Alicia la sacudió el recuerdo del negro y su promesa de matarlas antes de que las rescataran, para que no pudieran delatarlo.

Se dejó ir cuesta abajo, sin fijarse dónde apoyaba los pies, sin parar de correr mientras se envolvía el cuerpo en la sábana, poniéndose de pie enseguida cada vez que se caía, sin sentir las lastimaduras que le hacían las rocas en los tobillos, en las pantorrillas, en las rodillas. Llegó hasta el lugar donde estaban los tres niños, se desamarró a Ángel de la espalda, lo colocó en un lugar seguro y le dijo a su hijo Ramón:

– Aquí te quedas, vigilando al pequeño y a tus hermanos. Tal vez nos salvemos, pero tenemos que hacer las cosas con cuidado. Júrame, Ramoncito, que no se mueven hasta que vuelva.

Siguió bajando sin esperar la respuesta del niño. «Siempre subo este risco llena de razones para no vivir más, y vuelvo a bajarlo llena de razones para seguir viviendo», fue lo que se le ocurrió pensar mientras descendía mitad corriendo, mitad rodando. Divisó a Tirsa, que quería prender un fuego en la playa, seguramente para hacer señales, y la llamó con la voz sorda, sin atreverse a gritar. La guarida de Victoriano estaba al otro lado de la roca, allí estaría si seguía dormido, y temía que el viento le llevara voces que lo despertaran.

– Tirsa -le dijo cuando estuvo a su lado-, hay que matar a Victoriano. Ahora sí, antes de que él nos mate a nosotras.

– Ya no se atreve, ese barco está demasiado cerca.

– Sí se atreve, porque está loco. Nos fusila, como prometió y después se esconde, o se va él solo. Vamos, que no hay tiempo.

– ¿Y con qué lo matamos?

– Tengo enterrado el sable de Ramón, al lado de la casa…

– Ni hablar, no nos sirve. Tiene que ser algo que se pueda ocultar, para que no lo vea. Mejor le damos por la cabeza con una roca.

Escogieron una piedra mediana, filosa, puntuda. Se acercaron a la guarida del faro y llamaron a Victoriano. Tirsa escondía la roca detrás de su cuerpo, Alicia se escondía detrás de Tirsa, se escuchaba el tic-tac arrítmico de sus sangres y todo era irreal, como una pesadilla soñada por otro. Nadie contestó y volvieron a llamar. Apareció Altagracia y dijo que el hombre no estaba. Ella no había visto barco, ni oído gritos, ni estaba al tanto de nada.

– ¿Se habrá enterado Victoriano? -le preguntó Alicia.

– Él tampoco, seguro que no. Hace un rato agarró sus arpones y caminó hacia el norte, para pescar.

– Vamos a matarlo, Alta, ¿nos ayudas?

– ¿Y cómo?

– Como sea.

– Pero mírese las piernas, señora Alicia, le sangran. Mejor láveselas primero, y tranquilícese. Si la ve tan nerviosa, le va a oler la mala intención.

– Es cierto -dijo Tirsa-, para matarlo, tenemos que engañarlo. Esto hay que pensarlo mejor.

– No queda tiempo de pensar nada. Hay que ir y golpearlo, y ya -Alicia no quiso hablar más y siguió camino-. Si ustedes no vienen, yo voy sola.

Tirsa la agarró del brazo.

– ¿Quieres que nos suicidemos en el último momento? Calma, Alicia, y cabeza fría. Tú lo enamoras y yo lo mato.

– ¿Yo lo enamoro? ¿En cinco minutos? ¿Cómo quieres?

– Le dices que te casas con él, o que está muy guapo, o que te de un besito. Le dices lo que te venga en gana: Tú lo distraes mientras yo le pego.

– Se fue desarmado. Los cuchillos y las armas las encerró con candado antes de salir, pero esto lo dejó tirado -dijo Altagracia, y le dio el mazo con que Victoriano rompía los cocos.

Acordaron que si iban a hablarle de amor, Altagracia no debía acompañarlas. Que lo encarara Alicia y que Tirsa llegara después, a escondidas, por detrás. Que Altagracia fuera a bajar a los niños del barranco -le ordenó Alicia- antes de que se despeñaran.

Tirsa se amarró una cuerda a la cintura para sujetarse el mazo por la espalda y Alicia se enjuagó las piernas con agua de mar y se arregló el pelo con las manos. Mientras caminaban hacia el norte discutían cómo le llegaban: juntas, separadas, juntas, separadas. Juntas. Avanzaron la una al lado de la otra hasta que lo vieron, a veinte metros sentado en la playa, con sus mechas rojas de mazorca, su piel cacariza y sus piernas retorcidas por el reumatismo. Disminuyeron el paso, se agarraron de la mano, se dieron un apretón, se soltaron y se fueron acercando.

– Nos va a descubrir porque me va a temblar la voz cuando le hable -susurró Alicia.

– A ti no te va a temblar la voz para hablarle y a mí no me va a temblar la mano para golpearlo. Todos estos meses nos hemos portado como idiotas. Es la hora de hacer las cosas, y de hacerlas bien.

Victoriano, que ponía carnada en unos anzuelos, levantó la cabeza cuando las sintió venir.

– Qué le digo, Tirsa… -preguntó Alicia por entre los dientes.

– Cualquier cosa, ya no importa. ¡Órale! ¡Ahora!

– ¡Victoriano! -grito Alicia- Quiero hablar contigo.

– Hable no más, señora.

– ¿No me invitas a sentarme?

– Desde cuándo pide permiso para sentarse en el suelo…

– Es que es algo importante, Victoriano.

– Siéntese, entonces -el negro hizo con el brazo un ademán pomposo, señalando la arena.

– Vengo a decirte que me quiero casar contigo.

– ¿Que se quiere qué?

– Que me quiero casar contigo.

– Eso sí está bueno. Hasta ayer estábamos en que nos matábamos, y hoy estamos en que nos casamos.

– Así es, Victoriano. Hemos pensado, Tirsa y yo, que ya que vamos a vivir toda la vida en esta isla, más vale que lo hagamos como gente civilizada, que acabemos esta guerra entre nosotras y tú. Mejor dicho, que arreglemos todo por las buenas.

– Y qué es lo que hay que arreglar…

Alicia creyó notar que su propuesta no tenía acogida. Se sintió fea, vieja, desarreglada, pensó que nadie querría casarse con ella así. Mejor intentarlo por otro lado.

– Pues… tú quieres ser el gobernador, ¿no?

– Yo ya soy el gobernador.

– No es cierto, eres un tirano y nos dominas a golpes, pero no tienes autoridad sobre nadie. Yo, en cambio, sí soy gobernadora, porque a mi marido le dio ese título Porfirio Díaz.

– Porfirio Díaz ya se murió.

– Y mi marido también, y tanta gente, pero eso no cambia nada. Si tú y yo nos casamos, todos te van a reconocer como el gobernador, y a mí como la gobernadora. Así podemos manejar la isla en paz, como Dios manda, y no por la violencia, que es malo para los niños, y para todos.

– ¿El que se casa con gobernadora se vuelve gobernador?

– Así es, como el que se casa con reina, que se vuelve rey.

– Eso me gusta, ser gobernador legítimo, como mi abuelo.

– Como cuál abuelo…

– Mi abuelo, el general Manuel Álvarez. Ese sí era un gobernador de verdad, de todo el estado de Colima. No como el capitán Arnaud, que lo nombraron gobernador de esta isla de mierda.

– No es tan mala, ¿no ves que nos la quieren quitar los franceses? Y los norteamericanos. Hasta los japoneses le tienen ganas, por algo será.

– Pues sí. Quién sabe por qué será. Pero lo que no entiendo es por qué antes tanto odio de usted conmigo, y ahora tanto amor.

– Ya te dije. Porque si vamos a vivir aquí el resto de la vida, más vale que sea en paz.

– Y para qué me voy a casar con usted. No se ofenda, señora: está muy bonita y muy hembra. Anda medio flaca, pero aguanta, y yo le agradezco la deferencia. Lo que le quiero decir es que cuando la necesite voy y me la llevo para mi casa sin pedirle permiso, y ya está. Así hacía mi abuelo, así hago yo.

– Pero así no te voy a querer nunca.

– Y si me caso, ¿no me va a dar más caldo envenenado?

– No. Ya se acabó el veneno.

Tirsa, que se había sentado frente a Victoriano, se puso de pie, cuidando de no mostrarle la espalda.

– No confío. Todo eso me suena mal -dijo Victoriano, y Tirsa, al oírlo, se volvió a sentar.

En el océano, del otro lado de la isla, el capitán Perril observaba con sus binóculos, desde el puente de mando del Yorktown, la forma extraña en que se comportaban las mujeres y los niños que les hacían señas. Era demasiado apremiante, demasiado exaltada para ser simplemente un saludo. Hizo llamar al sargento Kerr, que preparaba el bote para bajar a tierra en compañía de dos bluejackets.

– Sargento -le dijo, tendiéndole los binóculos-. Observe. Esa gente está en problemas. Es posible que tengan alguna emergencia. Será mejor que lleve también al doctor Ross, por si necesitan un cirujano.

Kerr, Ross y los dos bluejackets se alejaron en el bote. Eran las doce de la mañana. Intentaron aproximarse a la costa atravesando una marejada demasiado pesada y el capitán Perril, que no los perdía de vista, temió que fueran arrollados por las olas y ordenó que les transmitieran la señal de regresar.

En la playa Altagracia, Rosalía y Francisca, con la vida pendiente de un hilo, veían acercarse el bote con los cuatro hombres adentro y gesticulaban para animarlo, para apurarlo, para atraerlo. Por instrucciones de Alicia, que les había advertido que si gritaban alertaban a Victoriano, sus aspavientos eran desesperados pero silenciosos, como los de un mimo. De repente, cuando sólo le faltaban unos metros para atravesar la barrera de arrecifes, lo vieron darse media vuelta y alejarse. Volvía al cañonero. ¿Era posible que las abandonara así? ¿Qué clase de broma abominable era acercarse tanto para después marcharse, dejándolas? ¿Iban a morir al fin, estando a un paso de la vida? Las mujeres le dieron rienda suelta a la histeria, gritaron, lloraron, rogaron, se metieron al mar, quisieron volar, nadar, correr para alcanzarlo. Pero la pesadilla no paraba, no había manera de detenerla. El bote llegó al lado del cañonero y los hombres que lo ocupaban subieron a bordo. Todas los vieron: no era un espejismo. El único espejismo era la posibilidad de salvación. No había sido más que otra burla sangrienta, como la que llevó a la tumba al capitán Arnaud y al teniente Cardona. Las mujeres dejaron de gritar. Se quedaron entre el agua calladas, vacías por dentro, de repente muertas, esperando que el fantasma desapareciera de su vista. El cañonero se puso en movimiento. Lo vieron avanzar hacia el noroeste y esperaron a que se lo tragara la niebla verde.

El sargento Kerr subió hasta el puente de mando y discutió de nuevo todo el procedimiento con el capitán Perril. Acordaron volver a intentar el desembarco más al noroeste, por donde las aguas parecían menos agresivas.

Sentado en la playa, turbado y perplejo por la conversación y ajeno a lo que ocurría del otro lado, Victoriano Álvarez engarzaba nerviosamente carnadas en los anzuelos y trataba de adivinar qué había detrás de las palabras de Alicia Arnaud.

– A mí me parece bien lo que usted propone, señora -decía-. Que seamos esposos, que yo sea gobernador y usted gobernadora, que las cosas marchen por las buenas. Lo que no entiendo es por qué ahora, si usted no quiso que fuera así desde el principio.

– Yo siempre fui amable contigo.

– Sí, fue amable con un inferior. Pero como hombre nunca quiso tratarme.

– Yo tenía a mi esposo, Victoriano, y lo quería mucho.

– Pero después quedó viuda, y tampoco.

– Después vino el parto, y además, tenía que vivir mi duelo.

– Y qué, ¿ya lo vivió?

– Creo que sí.

Alicia vio que Tirsa se paraba, que se alejaba, que movía las manos detrás de la espalda. La adivinó zafando el mazo que tenía sujeto con la cuerda. Hizo un esfuerzo sobrehumano por no seguirla con las pupilas, para que Victoriano no volteara hacia atrás.

– Y sus hijos, ¿me aceptarán como padre? -preguntó el hombre.

Alicia había empezado a temblar y la saliva y las palabras se le secaron en la boca.

– Si los tratas bien, sí -al presentir que la sombra de Tirsa se acercaba la tensión le estragó la voz.

«Si la miro ahora -supo Alicia- Victoriano la mata.» Pero sus ojos no le obedecieron, se movieron solos, las pupilas se dilataron y se clavaron en el mazo que Tirsa elevaba sobre la cabeza de los pelos rojos. En el gesto de la mujer Victoriano vio reflejada su propia muerte. La reconoció enseguida: muchas veces la había tenido delante. Una vez más quiso eludirla y trató de escurrirse de donde estaba. Se tiró hacia un lado pero sus piernas enfermas le respondieron con lentitud. El movimiento resultó torpe, la huida inconclusa, y el mazo, que ya descendía, alcanzó a golpearlo en la nuca. Quedó aturdido una eterna fracción de segundo, reaccionó, recuperó los reflejos, avivó el instinto y estiró la mano buscando uno de los arpones. Tirsa retrocedía, sorprendida ante su intento fallido, y Alicia contemplaba la escena embotada y anulada, como si ella hubiera recibido el golpe. Quiso salir corriendo, pero se contuvo. Vio a Victoriano esgrimir el arpón, apuntarle a Tirsa entre los dos ojos y la vio a ella flexionar las piernas, recuperar la posición, esperar la ofensiva protegiéndose con el mazo. «Si no hago algo, la atraviesa» pensó Alicia, y se le tiró al hombre por el costado, lejos de la punta del arpón. Un brazo negro se enroscó en torno a su cuello y apretó. Ella sintió el infarto en los pulmones pero tomó conciencia de su boca, la abrió y la cerró, hincó los dientes, los clavó hasta la raíz, reconoció el sabor a sangre, centró en el mordisco toda su fuerza y toda su voluntad y supo que pasara lo que pasara no iba a soltar. Tirsa aprovechó el instante para volver a levantar el mazo, lo dejó caer sin saber dónde y oyó que Victoriano rugía. Ella se rió, de repente fascinada con la comprobación de su propia fuerza.

– Ahora sí te mato, Victoriano -le dijo sin ira, casi alegre-. Para que aprendas a no andarte chingando mujeres.

Con seguridad y precisión, sin prisa, sin asco ni remordimiento, descargó el mazazo en el centro exacto de la cabeza y escuchó un ruido seco, apagado, discreto, como el de los cocos cuando los parte el machete.

– Suéltalo ya -le dijo Tirsa a Alicia, que seguía mordiendo-. Está muerto.

Alicia tuvo que hacer un esfuerzo para aflojar las mandíbulas que se encalambraban, rígidas, como soldadas de tanto apretar. Desenterró los dientes, se sacó el brazo inerte de encima y se paró al lado de la otra mujer. El cuerpo que yacía en el suelo se estremeció en un estertor, los huesos cloquearon y los ojos se voltearon, blancos. Tirsa agarró el arpón, tomó impulso y lo clavó, hondo, en el pecho del cadáver.

– ¡Ya basta! ¿Para qué haces eso? -gritó Alicia.

– Por si acaso.

– Es suficiente. Vamos, que perdemos el barco.

– ¿Y a este lo dejamos ahí tirado, sin enterrar?

– Que se lo lleve el mar, cuando suba.

Se alejaron corriendo a lo que les daban las piernas, pasaron la roca del sur, llegaron a la playita donde habían dejado a las mujeres y no encontraron a nadie. El barco tampoco se veía. Lejos, hacia el norte, divisaron movimiento, se fueron hacia allá y llegaron justo en el momento en que los cuatro hombres del bote pisaban tierra.

– ¿Nos pueden llevar en su barco? -les preguntó Alicia, mitad en inglés, mitad en español, mientras estiraba la mano para saludarlos-. Mucho gusto, soy Alicia Rovira de Arnaud. A Acapulco, o a Salina Cruz, ¿nos pueden llevar, por favor? Estos son mis hijos y estas mis amigas, y los hijos de ellas. Somos cinco mujeres y nueve niños. Hace ocho años estamos aquí, y ya queremos volver a casa.

El sargento Kerr, que las miraba alucinado como si estuviera ante extraterrestres, asintió con la cabeza y les indicó que se podían subir al bote.

– Permítanos una hora -pidió Alicia- just one hour, please, para recoger nuestras pertenencias.

Se dispersaron y Alicia se fue a su casa y desenterró el baúl. Sacó la pastilla de jabón Ivory, metió a sus cuatro hijos entre una tinaja de agualluvia y les lavó el pelo, la cara, el cuerpo. A Olga la vistió con el traje marinero que había sido de Ramoncito, y a este y a la niña mayor les puso unas camisas de mujer, de organza bordada, que les llegaban a las rodillas. Los peinó, los sentó en un lugar donde no se ensuciaran y les ordenó no moverse de allí mientras ella se arreglaba.

Llamó a Tirsa, que correteaba a los dos únicos cerdos sobrevivientes para llevárselos, y le dijo que tenía suficiente ropa guardada para ambas.

– No, Alicia. Gracias, nunca me vestí así y me vería rara.

– ¿Y no crees que te ves rara con esa bata de vela, tan burda que se para sola?

– Al menos así me veo como lo que soy.

Alicia se tomó todo el tiempo del mundo para bañarse. Cubrió cada centímetro de su cuerpo con la espuma blanca del jabón Ivory y luego se enjuagó a jarradas, sintiendo cómo el agua helada le sacaba de encima la costra de angustia vieja y de recuerdos muertos, y la sangre salpicada y seca de Victoriano Álvarez. Se secó minuciosamente, cuidando que no le quedara ninguna humedad. De un estuche para uñas sacó una varita de naranjo, resguardada de inundaciones y huracanes durante años, se removió la cutícula en cada uno de los dedos y cuando le pareció que sus manos estaban aceptables, se colocó en el anular de la izquierda la argolla de matrimonio y el anillo de diamantes. Contempló largamente su cara en el pedazo de espejo buscando reconocer, en alguno de los ángulos, las facciones perfectas de la mujer que había sido. Se puso los zarcillos en las orejas y se entretuvo un rato con los destellos violeta que los brillantes despedían al sol. Se colocó un corset de ojales de cobre adornado con galón de satén, y cuando quiso ajustárselo al torso vio lo mucho que le sobraba y se dio cuenta de todos los kilos que había perdido. Escogió una blusa de seda color rosmarino, plisada por el frente, de cuello alto y mangas abullonadas sobre los hombros, cerrada con una larga hilera de botones pequeños. Se estremeció al contacto fresco de la seda con su piel y abrochó los botones detenidamente, uno a uno, experimentando placer cuando se deslizaban por entre el hojal. Se colgó al cuello el collar de perlas grises, fijándose que el broche quedara hacia adelante, sobre el pecho, para que luciera. Sacó del baúl una falda de tafetán liso y negro, larga hasta el piso. Se recogió el pelo corto debajo de un sombrero de paja trenzada con floretones de muselina rosa pálida, que inclinó hacia adelante, hacia atrás, hacia uno y otro lado, hasta que le encontró la posición precisa, la que más le sentaba a la cara.

Para terminar se metió el gran fajo de billetes en el bolsillo, alzó a Ángel, agarró a sus otros tres hijos de la mano, y así vestidos, descalzos los cinco, se dirigieron al bote. Alicia le solicitó al sargento Kerr ayuda de los marineros para traer su baúl.

– Bueno -dijo el sargento- si es uno solo.

Tirsa y Altagracia ya estaban a bordo con los demás niños, un barril lleno de objetos y los dos cerdos. Llegaron Rosalía y Francisca, se pararon frente a Alicia y clavaron los ojos en el suelo.

– Súbanse, que ya estamos listos para partir -las apuró ella.

– No, señora. Nosotras no nos vamos. Nosotras nos quedamos.

– ¿Cómo?

– Aquí quedan nuestros muertos, y no podemos dejarlos.

– A nuestros muertos -dijo Alicia- se los llevó el viento y se los tragó el mar, y a estas alturas deben estar volando sobre el África o navegando por Europa. Así que rápido, vamonos.

Los bluejackets se echaron al hombro los niños, las mujeres y el baúl, los subieron al bote y remaron hacia el Yorktown. Eran las cuatro de la tarde cuando se alejaron de Clipperton.

Desde el mar, el sargento Kerr miraba el islote vacío, pelado, inhóspito, desapacible, y se preguntaba cómo habría hecho esa gente para permanecer ahí tantos años sin morir de soledad y de tedio. Vio restos de chozas miserables, un triste cementerio con media docena de cruces caídas, una laguna malsana, un peñón arisco y desangelado y un poco de basura arrumada en la playa, entre la que distinguió el caparazón de un barco hundido, un viejo colchón molido como la suela de un mendigo, trapos raídos y el cuerpo maltrecho de una muñeca calva. Alicia también tenía los ojos en Clipperton, pero ante ella espejeaba, recargado de alegrías y dolores, el escenario donde había transcurrido su vida. Se despidió de las invisibles casas de madera con balcones frescos donde resonaban diálogos de amor que su memoria podía repetir enteros; de los mansos monstruos prehistóricos del fondo de la laguna; de las cuevas que ocultaron del cielo a los enfermos podridos por el escorbuto; de los cálices magníficos que los piratas ingleses enterraron después de profanarlos con ron de Jamaica; de la roca viva que acunaba los huesos de seres odiados o queridos; de los manteles y sábanas bordados con primor en vísperas de la boda; de las paredes protectoras contra la furia de los vendavales; de los despojos del barco fantasma que había traído a los doce holandeses; de la muñeca de porcelana de sus hijas; del colchón de lana de borrego donde fueron engendrados y traídos al mundo sus hijos. De la risa seductora de Secundino Ángel Cardona y de la batalla heroica y violenta que su esposo, el capitán Ramón Arnaud, había librado contra nadie, hasta entregar la vida.

Desde el puente de mando, el capitán Perril, que estaba alarmado por la demora del bote, se llevó la sorpresa del siglo cuando vio que las mujeres y los niños de la isla se subían a él, y tuvo que dominar la curiosidad durante veinte minutos, hasta cuando llegó el sargento Kerr, le explicó la presencia de los visitantes, le contó lo que había podido entender de su trágica historia y le transmitió su petición de ser llevados hasta Salina Cruz.

Perril los hizo subir a bordo, les dio calurosamente la bienvenida, les obsequió cajas de bombones, ordenó que los alojaran en el cuarto de guardia, que tenía facilidades sanitarias, y él personalmente dispuso un menú que les pareciera sabroso pero que fuera adecuado para sus estómagos desacostumbrados a las grasas y a los condimentos. Cerca de dos horas después, los náufragos fueron conducidos al comedor, donde los niños captaron la atención de todos los marineros, que se deshicieron en chistes y monerías, con el sólo resultado de que los hacían llorar y correr a refugiarse detrás de sus mamas. Les sirvieron pechugas de pollo a la Maryland, puré de papas, ensalada de verduras, leche y manzanas.

Después de la comida, el capitán Perril llevó a Alicia a su camarote, para hacerle el interrogatorio de rigor con la ayuda del doctor Ross, que hablaba algo de español.

– ¿Puedo servirle un licor? -le preguntó para romper el hielo, y ella contestó que no.

– Me gustaría saber en qué fecha estamos -pidió Alicia.

Le respondieron que era miércoles, 18 de julio de 1917.

– Qué extraño -comentó ella-, nosotras estábamos en lunes 16 de julio de 1916. Nos equivocamos sólo por dos días, pero nos tragamos un año entero. No entiendo cómo pudo pasar eso.

– No se preocupe -le dijo Perril-, si sus cuentas dan 1916, entonces estamos en 1916. Es un número que me gusta.

Le preguntaron nombres, fechas, hechos y motivos. Averiguaron cómo, cuándo, quién y por qué. Ella contestó con la mayor precisión posible, en un inglés aprendido en la adolescencia con las monjas, que hasta ese momento sólo le había servido para escribirle cartas de amor a Ramón. Perril anotó todos los datos y cuando terminó, quiso saber si ella aceptaría acompañarlo a tomar aire fresco en la cubierta, aprovechando que la noche estaba agradable. El doctor Ross se retiró, argumentando que ya no necesitaban su traducción para entenderse.

Una vez frente al mar, recibiendo la brisa nocturna en la cara, el capitán Perril quiso manifestarle a Alicia Arnaud la profunda simpatía que sentía con su desventura y su admiración por la forma valerosa como había sacado adelante las vidas de adultos y niños. Armó esas y otras frases en la cabeza, las tuvo en la punta de la lengua pero no pudo pronunciarlas. Se sorprendió al verse inseguro y tímido frente a la presencia de esa mujer vestida a la antigua, que -pensó- seguía siendo hermosa, a pesar de todo.

– ¿No tiene algún capricho? -atinó a decir Perril-. Me gustaría mucho poder complacerla, después de tantos años de privaciones.

Ella lo pensó un momento y le dijo que sí, que quería jugo de naranja. El capitán ordenó que le trajeran un gran vaso, y mientras se lo tomaba, Alicia le comentó que si lo hubieran tenido en la isla, se habrían salvado muchas vidas. Eso dio lugar a que le contara el episodio del escorbuto, después él la puso en antecedentes sobre la guerra mundial, ella le habló del negro Victoriano, él de la insurrección de la población rusa, ella le explicó cómo cazaban pájaros bobos, él le relató la muerte del emperador Francisco José I, y sin darse cuenta a qué horas, se enfrascaron en una conversación que duró hasta la una de la mañana y que suspendieron porque arreció el frío en cubierta. Antes de entrar, el capitán le confesó los resquemores que había tenido esa mañana para acercarse a Clipperton.

– Los arrecifes sumergidos -le comentó- hacen que la navegación en esas aguas sea un asunto quisquilloso. Me alegro de que ya estemos lejos de ese lugar.

– Yo en cambio ya empecé a sentir nostalgia -le dijo ella, sonriendo.

Mientras la acompañaba hasta la cabina de guardia, donde dormían desde temprano las otras mujeres y los niños, Perril le preguntó:

– Dígame, señora Arnaud, ¿fueron un infierno estos nueve años?

Ella lo meditó a conciencia, sopesó lo bueno y lo malo y le respondió con honestidad.

– Fueron llevaderos, gracias, capitán.

Después de desearle felices sueños en la primera noche de su nueva vida, Perril se dirigió a la cabina de comunicaciones y permaneció hasta las tres de la mañana con el operario, tratando de hacerle llegar un radiograma al cónsul británico en Acapulco -que también actuaba como encargado de los asuntos norteamericanos- avisándole de su arribo, cuatro días más tarde, al puerto de Salina Cruz, con los náufragos rescatados en la isla de Clipperton. Cuando lo logró se retiró a su camarote, y como no podía dormir, hizo algunas anotaciones sueltas en su diario personal:


La viuda del capitán, señora de Arnaud, es la única persona de raza blanca. Tiene sólo 29 años, y aunque parece mayor, sigue siendo una bella mujer. Es muy inteligente, y esto se nota en su conversación. Ciertamente tiene que serlo, de otro modo no hubiera podido sacarlos con bien de las duras pruebas que debieron atravesar. Su ropa está muy pasada de moda, pero es de excelente calidad, y lleva puestos unos espléndidos diamantes que hablan de épocas más afortunadas. Me mostró los billetes que ha acumulado y protegido, y con los que pretende defenderse a su regreso. No tuve fuerzas para confesarle que aunque hubieran representado una fortuna en tiempos del general Huerta ahora su valor era casi nulo. Fuera de ella y de sus hijos, todos los demás son indios, pero a primera vista creí que eran negros, por lo oscura que se ha vuelto su piel. El doctor Ross los examinó y me informó que los encontraba a todos razonablemente bien de salud. Me contó además que había estado conversando con las mujeres, y que se había enterado de que cuando nuestro bote, tras el primer intento fallido de llegar hasta la isla, se había devuelto hacia el barco, ellas habían sentido tal desesperación, que habían pensado en matar a los niños, para suicidarse después, dejándose ahogar por el mar. La que parece más resuelta y de personalidad más enérgica es Tirsa Rendón, la viuda del teniente de la guarnición. Tan pronto llegó, pidió prestada la máquina de coser de la intendencia, y sin perder tiempo, se puso a fabricar prendas de dril para los niños.

Estos son muy tímidos, pero muy curiosos. Todo les parece extraño, y quieren verlo y tocarlo. Lloraron cuando los bluejackets los trasbordaron al cañonero, porque creyeron que los separarían de sus madres, que todavía estaban en el bote. Los hombres mostraron gran interés por esos niños y les regalaron varias cajas de caramelos, aunque los pequeños no tienen idea de qué cosa son. Me entretuve mirando a una muchachita india que trataba de quitarle la tapa a una caja de marshmallows. Cuando lo logró, fue hasta la borda, tiró los dulces, uno por uno al mar, volvió a tapar la caja, y se mostró satisfecha con su nuevo juguete, que puso en el suelo para que rodara hacia adelante y hacia atrás, con el movimiento del barco. Durante la comida, los menores no quisieron probar bocado de lo que les sirvieron, porque, según les oí decir, reclamaban su «bobo». Se referían a unas gaviotas que comían habitualmente en la isla. Las mujeres, en cambio, dijeron que aspiran a no tener que comer más gaviotas mientras estén vivas. Trajeron a bordo con ellas dos cerdos desamparados, los dos cerdos más flacos que he visto jamás. Los hombres comentan que parecen la pareja original salida del Arca de Noé, y aunque ellas los ofrecieron para la comida, ninguno se anima a sacrificarlos. Sería una crueldad que perdieran la vida recién salvados, después de tan ardua lucha por sobrevivir.


A las cuatro de la madrugada el capitán Perril cerró su cuaderno de anotaciones y se quedó dormido. Dos horas después fue despertado por el operario del radio, quien le comunicó que había recibido respuesta del cónsul inglés. Este anunciaba que acudiría personalmente a recibir a los sobrevivientes y que ya había notificado a algunos de los familiares, que se habían mantenido en permanente contacto con él durante años como parte de sus gestiones para lograr el rescate.

El domingo 21 de julio, a las cinco y veinte de la tarde, el cañonero Yorktown anclaba en el puerto mexicano de Salina Cruz. Tres hombres esperaban parados en el muelle: el cónsul británico, el padre de Alicia, don Félix Rovira, y el alemán Gustavo Schultz. El capitán Perril ordenó que hicieran pasar al señor Rovira hasta su camarote, donde lo esperaba su hija. Esa noche, en su diario, escribió que los vio abrazarse con tal emoción que a él, por primera vez en años, se le salieron las lágrimas. Que se sentaron el uno junto al otro, en silencio, mirándose a los ojos, conmocionados y fuertemente agarrados de las manos. Perril anotó también que los dejó solos en el camarote y que cuando regresó, media hora más tarde, seguían en la misma posición en que los había dejado, y aún no habían podido decirse la primera palabra.

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