1. – ¿Recuerdas que estaba hablando en el pasillo con el profesor Clark Martin cuando pasaste tú y dijiste: «¡No me esperes a comer, pero vendré a buscarte!»? Y te fuiste corriendo con esa chica morena que habla tan bien francés y de la que has dicho que la van a becar el próximo verano. Pues Clark te contempló, mientras corrías, con una sonrisa escueta colgada del bigote: no supe interpretarla de momento, pero la comprendí en cuanto dijo: «Pronto tendrán que dar una fiestecita juntos». «¿Una fiesta? ¿De cumpleaños, quizá? El mío ya ha pasado. En cuanto al de ella…» E intenté hacerle saber, con un guiño, que ignoro el día exacto en que naciste. Pero él, después de descolgar la sonrisa, me aclaró: «No se trata de cumpleaños, entiéndame, sino de dar un estado oficial a lo de ustedes». «¿Un estado oficial?», le dije, realmente sorprendido. Y a lo mejor me notó que no contaba con aquello: me echó la mano por los hombros: «Entiéndame. Aquí nadie se mete en si dos que viven juntos han pasado por la iglesia o por la casa de un juez, o si lo hacen tras haberse probado y comprobado, o, si el juez que les ampara es su propia voluntad. Lo único que les pedimos es que nos dejen entender, de manera visible y, sobre todo, social, que viven juntos. Y, para eso, basta un party un día cualquiera, de ocho a diez como todos los parties». Sentí la tentación de decirle que sí, que lo haríamos pronto: una tentación estúpida, sabiendo que al día siguiente (es decir, hoy mismo, el día en que esto escribo) marcharías a pasar el Thanksgiving con Claire. Por eso lo que hice fue desengañar a Clark, que se quedó algo perplejo. «Mire, querido Martin: indudablemente, la señorita Ariadna y yo llevamos viviendo juntos unas cuantas semanas, en esa casa tan linda que nos alquila la Universidad a los scholars en la Isla de los Jacintos Cortados, ya sabe a qué me refiero. Pero le puedo asegurar que ella duerme en su cama y yo en la mía, y que no hay trasvases nocturnos, ni cosa semejante.» Clark abrió entonces los ojos como expresión, impropia de un inglés, de su sorpresa. «Pero, en tal caso, ¿a qué viene…?» «Querido Martin, ya sé que son ustedes propicios a respetar la libertad ajena. Pues bien, si intentan respetar la de dos que se acuestan, háganlo también con dos que no lo hacen, aunque les cueste trabajo entenderlo.» «¡Ya lo creo que me lo costará! Usted no es un extravagante sexual, o, al menos, no lo dice su fama.» «Pues quizá por eso mismo pueda vivir en amistad con una compañera que es sólo amiga, aunque no para siempre, por supuesto, eso se lo aseguro, sino sólo lo que dure el alquiler.» Martin volvió a sonreír, aunque de otra manera, una sonrisa más declarada, de esas que se comprenden sólo con ver. «Pues si es así… No seré yo quien me meta, y, desde luego, no hay razón para el party.» Seguimos hablando, después, aunque no de lo mismo, hasta que por un extremo del corredor pasó la decana Ramsay, toda estirada y encopetada, nada informal, como sabes, y Clark le chistó y se fue con ella. No sé por qué me pareció entonces entender que había venido comisionado por el comité de las cotorras para que, de la manera más discreta posible, pero también más enérgica, nos enterase de que, de un modo o de otro, dos personas que se quieren no pueden vivir juntas si la sociedad no lo autoriza, al menos ya pasado un tiempo prudencial, el de prueba. Y no necesito explicarte que, ni antes del piscolabis, ni después, me fue posible trabajar, ni siquiera recordarte, pues toda imagen y toda idea habituales habían sido desplazadas por un tumulto de meditaciones inconexas acerca de algo que jamás me había preocupado más de quince minutos, la libertad del pueblo americano, o, al menos, la de esa parte del pueblo que vive alrededor de los «campuses» (ahí tienes un latinismo sajonizado) y que reclama para sí el estatuto libérrimo del universitario. Pues no hay tal libertad, Ariadna: si queremos dormir juntos, tiene que autorizarlo la doctora Ramsay. ¿Imaginas con qué amabilidad nos llevaría, después, a cenar a su casa? (Por cierto, me han dicho que se ha traído de España unas espléndidas imágenes barrocas, desecho de algún altar desmochado. Me gustaría verlas y, sobre todo, que no las tuviera ella. Lo cual no debes entender como invitación al hurto, aunque, ¿por qué no?)
Marchamos atardecido, Ariadna, uno detrás del otro, tú delante. Te perdí en dos semáforos seguidos, te recobré y, una vez en el bosque, perseguí las luces rojas de tu coche. Fue una de esas raras ocasiones nocturnas en que, yendo contigo, el cosmos permaneció invariable, o acaso que mi fantasía no modificó las sombras: seguramente se debió a que tenía que atender al volante. Llovía un poco, agua menuda, sin fuerza. Me hubiera gustado hallar un símbolo en las ramas del limpiaparabrisas, esas patas de mosca tan monótonas, tan escasamente significativas, pero no se me ocurrió nada medianamente estimable: estaba quieto mi caletre, quizá momentáneamente seco. Al entrar en nuestra vereda, sentí el crujir de las ramas desgajadas, de las hojas muertas. Abocamos el lago, el embarcadero, nuestra cabaña. Lucía la lámpara del pórtico y el barquichuelo se meneaba un poco. ¿Quieres creer que todo lo percibí en lo que es y cómo es, y que lo hallé empobrecido? ¡Querida Ariadna, la realidad sin tropos resulta francamente insuficiente! Anoche, en aquel momento de la llegada, me sentí incapaz de rescatarla ni aun con la palabra, el único rescate ya posible.
En la travesía (¡qué voz tan ancha para distancia tan corta!) me preguntaste por las cosas del día y, sin que te las hubiera contado, me hablaste de las tuyas. La alegría te salía a los ojos, y creí ver una emoción de esperanza en el modo que tuviste de remar, más seguro que el mío, mejor acompasado. Y no dejaste de hablar ya dentro, desde tu cuarto en tanto te cambiabas, desde el fogón mientras hacías la cena. Yo te escuché y encendí la chimenea, con un cuidado especial: nunca como entonces experimenté la sensación, casi la convicción, de que estaba preparando un escenario. Llegué a disponer los troncos en ángulo ordenado como si se tratase de un decorado, acaso de los antiguos, no de estos de ahora, tan abstractos, y llegué a ver, como en telones y forillos de brocha gorda, la Isla de La Gorgona y los rincones más conocidos y transitados de nuestra fantasía: un mar y un cielo más azules que nunca, demasiado azules, las casas encaladas, algunas paredes ocre y las ventanas verdes. Si no recuerdo mal, crecía incluso un ciprés que no pasó de añadido imaginario, porque en la ciudad de La Gorgona, como recordarás, nunca crecieron cipreses ni aun en el patio del monasterio, por falta de esa mínima tierra que un ciprés necesita. Pero todo el tinglado se disolvió en el aire al alzarse las llamas, y se expandió el olor al arce, tan agradable. Viniste con la sopera en la mano, y me dijiste que habías huroneado en la despensa, y que, aunque quedaban víveres bastantes, a lo mejor me resultaban las comidas monótonas, de modo que tal vez conviniera que alguno de estos tres días me fuese por los caminos en busca de un restaurante al azar o bien a tiro fijo, y enumeraste algunos de los varios en que hemos comido bien, aunque yo no pueda precisar ahora si el buen recuerdo que guardo de ellos se debe a unas viandas bien guisadas o a que estabas conmigo. ¡Hallé tan lógica tu advertencia, te encontré tan real, tan verdadera y, al mismo tiempo, tan generosa! Porque, ¿qué otra cosa que una enorme bondad permite, cuando se vive en la esperanza del amor, pensar en las necesidades mínimas de otro, que no es precisamente el otro? Después me preguntaste si ya sabía lo que íbamos a hacer al acabar la cena, y te dije que sí. «Por vez primera, no contemplé la Historia, sino que la escuché. No es música, te lo aseguro, pero no le presté gran atención, porque buscaba sólo una palabra, que se me reiteró, eso sí, que incluso me llegó con refuerzo de timbales y de cañones, pero lo que me interesaba no era su orquestación, sino su balbuceo, y, más o menos, tengo acotados ya el lugar y la fecha. A lo mejor me equivoco, de eso no se está libre nunca; pero, no sé por qué, confío en haber acertado. En todo caso, no creo que te aburras.» Alargaste la mano y cogiste la mía. «Esta noche no busco la diversión, lo sabes.» «Ya sé. Buscas un regalo que llevarle, mañana, a Claire.» Bajaste la cabeza, ruborizada. Y yo pensé, y estuve a punto de exclamar: «¡Qué más regalo que tú!».
Mira, Ariadna; lo extraordinario no fue todo lo acontecido a nuestra vista, sino lo que pasó dentro de mí y sin testigos. ¿Será posible que no hayas advertido hasta qué punto sufría y hasta qué punto sosegué y actué a tu lado de mero narrador de un teatrillo de marionetas? Pero, ¿no fue justamente eso lo que intentaba? Varias veces observé que apartabas de las llamas la mirada y contemplabas no sé si el movimiento de mis manos o la quietud de mi perfil, y llegué a imaginar que buscabas un signo de pesar para compadecerme, o acaso lo que hallaste, el disimulo, para admirarme. Mas te aseguro que ninguno de esos sentimientos me hace feliz, aunque tampoco la indiferencia me hubiera satisfecho.
Pelabas una manzana opulenta y roja, y la monda, hecha una cinta, caía en catarata sobre el plato. Me escuchabas lo mismo que un niño un cuento. Y en el mismo momento me pregunté y no antes… (¿por qué entonces? ¿porque pelabas una manzana con naturalidad? Pero, ¿es que existe relación entre pelar una manzana y creer un cuento como lo creen los niños? Porque me pregunté precisamente por el grado de fe que pudieras prestar a mi relato de La Gorgona y sus sucesos; si por alguna razón pensabas que hubiera en él algo de cierto, o que sencillamente habías entrado en el juego como los niños, que creen en la verdad de lo que saben que es mentira. Había otras explicaciones, claro: que hubieras hallado en la historia un entretenimiento que te ayudase a soportar tardes y noches largas como las de la cabaña, largas unas y otras sin amor, o que te hubiera enternecido mi voluntad de ofrecerte una historia paralela a la de Claire y, precisamente, complementaria, algo de lo que pudiera inferirse una conclusión como ésta: «Ya ves. La fantasía puede llegar donde la ciencia no llega». Ya ves la clase de competencia de que somos capaces los intelectuales: no más guapo que él, no más viril, sino sencillamente con más labia).
2. – Te llevé con la palabra más liviana, con la voz más reposada, a aquella quinta que poseyó el señor cónsul de Inglaterra en el extremo llano del monte Cos, que no lo es en el sentido tectónico, cimas y valles, sino sólo porque, fuera de lo que encierra el muro de la finca, no hay más que esa maleza rala que se agarra para aguantar a las mismas arenas que trae el viento terral cuando sopla hacia el desierto. Muy cerca quedaba ya el Arrabal, y la finca de Algernon cae dentro de su demarcación. Pues bien pudiste verla, porque no había nadie en el jardín, que era enteramente artificial, macetas y macetas, y un arriate de pitas todo a lo largo del muro, que lo cierra por todas partes y le da un aire recoleto, que sugeriría la memoria de un convento si las varias estatuas antiguas, desnudas y las más obscenas, no lo estorbasen. Estaban puestas de modo que destacase el mármol, en templetes, bajo arcadas, si no era la de una mujer que no hay por qué tener por Venus, que, encaramada a un plinto, resaltaba contra el cielo. Tenía debajo una alberca, y también se miraba en ella, y se repetía, claro, para quien alcanzase el punto de mira conveniente. Las flores eran todas las del mediodía, de fuerte aroma: nardos, rosas, azucenas, claveles y alhelíes, que traían el aire transido, y es de suponer que la tierra de los tiestos la habría acarreado el señor de algún lugar del continente, y que la renovaría al menos cada dos años, digo. El suelo, de ladrillo rojo puesto de canto, con algunos espacios previstos para hierbas que no habían crecido. Los restos de cerámica antigua los habían colocado a lo largo de los muros, con orden a la vez decorativo y didascálico, etapas de un camino que el propietario recorrería con el amigo visitante, al que iría mostrando grandes fragmentos o piezas reconstruidas, y explicando los temas mitológicos, militares o fuertemente eróticos. ¿Recuerdas, un par de horas después, cómo reían las damas, respaldadas, defendidas y garantizadas por casi tres mil años de subsuelo? También tú las recorriste y examinaste, aunque como ya iniciada, algo semejante a esto lo tengo visto en Filadelfia, algo así lo tengo visto en París; y te ruborizaste ante algunas escenas, y llegaste a decir que creías que aquellas prácticas eran de invención moderna. «¡En tal materia, Ariadna, no hemos inventado nada, ni queda ya qué inventar! Fíjate tú, los griegos del siglo VII eran ya duchos!» Y más te dije al respecto, ya no recuerdo qué, acaso una referencia rápida a la contribución indochina al erotismo universal. Pero fue el caso que tú te divertiste con aquellos cacharros, en cuyas panzas artistas de tu raza habían tomado nota de lo visto alrededor. Me hubiera gustado saber si el bujarroncete aquél, que vendió a Ascanio el barquito en botella, te acuerdas, había estado alguna vez en el jardín del cónsul, con intención quizá de cotejar colecciones. Pero, recuerda, ya no quedaba tiempo para esas curiosidades. En seguida llegaron criados y empezaron a componer una mesa debajo de un cenador; la cubrieron de manteles de lino irlandés, loza de Francia y cristales de Venecia. La plata probablemente la había traído de su tierra el anfitrión, y al mismo tiempo que polimorfa era alusiva a objetos y prácticas sexuales variadas, muestras de la fantasía anglosajona, con algo de adornos rúnicos en la composición del conjunto y, por supuesto, de los detalles. En un momento de la conversación, algo más tarde, explicó Smith que un artífice la había hecho de encargo, aquella cubertería, para la emperatriz Catalina de Rusia, pero que se quedó con ella por muerte de la destinataria, y que después de haber pasado por un par de ilustres manos, había llegado en secreto a las del dueño actual. Las damas investigaron los rincones grabados; descubrieron entre los lazos los sexos de un bando y otro, aislados o en su sólida combinación, pero también inesperados ayuntamientos, si no tan variados como los de las cerámicas, algo más refinados, y con visible intención obscena, como procedentes que eran de ámbitos puritanos. Las damas rieron. Tú protestaste de las risas: me permito recordarte que, antes que ellas, habías examinado con verdadera curiosidad cuchillos y tenedores, y que el envés de las cucharas te levantara el rubor, pero sin pasar de ahí. Ariadna, ¡lo ignoras todo!;Y piensas, con tu escaso saber, reintegrar a Claire a la virilidad?
El primer coche llegó hacia las seis: traía dentro al vizconde de Chateaubriand y a la señora que le amaba por aquellas calendas: debió de ser de las hurtadas a la Historia, incluso a la Pequeña, porque él la presentó a todo el mundo como Marie, sin ningún aditamento, aunque en seguida sospechamos todos que bien pudiera añadírsele título o apellido rimbombante, quizá de Casa Real, por lo que de distinguida tenía, por el modo de vestir y de portarse, por el desdén nada disimulado que mostraba ante los componentes visibles, ya menudos, ya inmensos, de la realidad. A la vista de esta pareja empezaste a inquietarte y llegaste a decirme que si no era apartarse de nuestro tema, eso de prestarles atención pormenorizada, y que si no valía más prescindir de tal gente e ir al grano: te expliqué que estábamos allí más por intuición que por certeza, aunque a la intuición la hubiesen ayudado ciertos barruntos; que no solamente aquel criado gigantón que iba y venía dirigiendo se llamaba Napollione, sino que la versión francesa de tal nombre, Napoleón, se había pronunciado aquella tarde allí, y que nosotros la oiríamos al repetirse la escena, que había que tener paciencia y esperanza y que, si algo nos defraudaba, con cambiar de escenario, listo. Y sin pausa ni trámite intermedio empecé a comentarte algo del peinado de Marie, que traía lo último de la emigración como protesta contra lo último de París, pues no faltaba más que aquellos burgueses del Directorio fuesen a imponer la moda al mundo y a los leales: le caían sortijas en la frente y traía la nuca desnuda. Hablaba poco, Marie, seguramente en beneficio del vizconde, que lo hacía por tres, en un inglés de fuerte acento bretón, pero de construcción excelente (dijiste tú), que le sirvió para explicar al anfitrión que aquellos pocos días de estancia en La Gorgona eran etapa de su viaje a Tierra Santa, del que esperaba sacar extraordinarios beneficios en el orden espiritual y en el de la literatura, como que proyectaba uno de los más grandes libros cristianos del siglo, y que aquella demora en el lugar obedecía a razones sentimentales, a cuya mención Marie suspiró e inclinó la cabeza para mirar a un lagartito que corría a sus pies: operación que llevó a cabo con íntima serenidad y sin ninguna manifestación externa de terror. El lagartito continuó su camino, que fue a esconderse un momento tras el pedestal de un fauno descabezado, aunque no descapullado, y aparecer después por encima del hombro, como curioso del mundo en que se hallaba y de sus ocupantes, aunque quizá no fuese así. Chateaubriand explicó al anfitrión algo de la última moda intelectual llegada de Alemania. Y quizá haya sido entonces cuando se alzó el vuelo de las palomas, una bandada nutrida, no sé si cien o doscientas, que se escondía en alguna parte, a lo mejor detrás de la muralla, y que hizo gran ruido de alas asustadas. Quizá haya sido entonces o acaso algo más tarde, no lo sé bien, no lo recuerdo, sino sólo el rumor y el espectáculo blanco, pero también puede haber sido un sueño. Las cosas son así.
Vino después un batel de Su Majestad Británica, con marineros muy puestos, silbato en la boca y remos al aire, y en la bancada empavesada de azul con vivos blancos, los personajes de aquel drama de amor que conmovía a Inglaterra: él, la manga vacía al viento, vacío asimismo el ojo, miraba hacia la proa y la retenía a ella, tierna y estúpida, con el brazo siniestro ceñido a la cintura: el almirante victorioso y la dama pecadora, pues Nelson, ni más ni menos, y lady Hamilton. Habían avisado de la llegada con los pitos; el anfitrión corrió a una puerta que abría a un muellecico, le siguieron criados, y el vizconde y Marie, con parsimonia, esperaron a ver quiénes llegaban, sin moverse. Te empeñaste en interpretar como señal del romanticismo céltico la alborotada cabellera del vizconde, hecha para agitarse al viento, y la figura compuesta de Marie como espécimen gracioso del clasicismo decadente. ¡Ay, Ariadna, mis dotes de creador de alegorías son verdaderamente escasas, y lo único que logré entonces ver fue una princesa rubia de buena talla que se inclinaba un poco hacia un vizconde bajo! Te diré, sin embargo, porque importa saberlo, aunque hayas preferido pasar por alto algunos acontecimientos, que lo mismo el almirante que Chateaubriand y Metternich paraban con sus coimas ilustres y bellísimas en el único hotel de La Gorgona, no por único malo, sino excelente, y que allí, en tres días que llevaban, al cobijo de las murallas y con salida a ellas, una fantasía de volúmenes blancos y cactus, se habían hecho amigos, incluidas las mujeres, quizá porque no hablaban una lengua común y se entendieran por señas. Tu sobriedad nos privó de horas quizá inmortales de política y de amor, quién sabe, y de la ocasión propicia de ver sin distancia a aquellos personajes acerca de cuyos caracteres quedan ciertas dudas a los biógrafos, pues aunque son más o menos conocidas sus ideologías y bastantes de sus hechos, se ignora todo acerca de sus hábitos eróticos, y tú sabes, Ariadna, que nada define tanto a una persona como sus preferencias ante el cuerpo de otro. Tratándose de tres reaccionarios, alguno de ellos la propia Reacción, será cosa de imaginarlos practicantes de lo usual durante el siglo XVIII, que en ese aspecto fue bastante rico en fantasía y combinaciones, contra lo que pudiera esperarse de la disciplina neoclásica que lo había dominado. Bien sabes que mis aficiones personales se inclinan escasamente hacia la pornografía, pero, ¿quién se negaría a contemplar en la cama a la condesa de Lieven? Deduce que desconocimos a los personajes, pero no que se desconocieran ellos, y, ¿quién sabe?, a lo mejor, alguna de esas noches pasadas, y al encontrarse juntos en el jardín de la muralla, se habrán aproximado bastante a eso que solemos llamar cama redonda. De modo que no hubo sorpresa al ver llegar a la segunda pareja, esperada, lo mismo que las otras, como ellas anunciada. La tercera fue la del conde Metternich, también por tierra, coche cerrado, con su condesa, cisne de suave deslizamiento, que parecía bogar por un lago de aguas quietas. El cónsul de Inglaterra los fue acomodando en un rincón penumbroso, y los criados les servían bebidas frescas. Se inició entre las damas una conversación que, al parecer, consistía en el elogio de los trajes respectivos; ellos intercambiaron entretanto noticias de las últimas llegadas, todas alrededor de la República Francesa y sus conquistas, sin mesura e imprudentes: una provincia se tolera, caray, hoy por ti, mañana por mí; pero, ¡eso de conquistar en todas direcciones sin el menor comedimiento, ponía de manifiesto lo que puede esperarse del pueblo desatado cuando rompe los diques de la ambición! Metternich opinaba que la mala educación de los revolucionarios, la falta de principios, y, sobre todo, de modales, de aquellos advenedizos, explicaba el estallido del imperialismo popular, primer caso en la Historia: favorecido por la autorización a la violencia y al robo, amparados en los Grandes Principios. Pero a Chateaubriand lo que más le admiraba era la estrategia de la conquista de Italia, que, ejecutada por bandas de verdaderos descamisados, parecía concebida y dirigida por un gran general. Llegó la cuarta pareja que fue, para nuestra sorpresa, la de Agnesse y el bello Nicolás. Él parecía, como siempre, remedo de Algernon, aunque más joven y algo más frisado el frac, como quien exagera el principio del desgaste; ella había sacrificado lo francés a su veneciana lejanía, sobre todo en el peinado, y había dejado que el cabello, trenzado con algo muy brillante en que se escachizaba el sol, le cayese por la espalda: y fue la admiración de todos, que vinieron a tocárselo, ay qué lindo, ay qué suave, en francés, en inglés, y en lituano. Tú misma, Ariadna, estabas deslumbrada, y alguna vez, de reojo, miraste tus vaqueros, blancuzcos por las rodillas, y la comparación te avergonzó. La que llegó la última fue una invitada de elástica figura, sin caballero, y tapada con antifaz, si bien del resto de su cuerpo moreno no hiciese tanto misterio: se adornaba con una guirnalda de rosas frescas. El anfitrión, al presentarla, explicó que altas razones de Estado le impedían mostrar quién era, pero que él la asumía como anfitriona y que, por supuesto, salía garante de la belleza de su rostro, que se anunciaba inequívocamente seductor en las partes visibles, la barbilla fascinante, la boca enloquecedora y las orejas como caracolitos menudos de la mar. Que la identificase en seguida Nicolás no tuvo ningún mérito, pues había actuado de correveidile en los trámites de la invitación, y porque, además, aquel cuerpo lo conocía como si fuera el pavimento de su dormitorio; pero también la conoció Agnesse, por el aire, por algo de las posturas, y comentó a Nicolás en voz imperceptible la osadía de venir a aquella fiesta de la que Aldobrandini había denostado todas las horas de la mañana, y se había mordido los puños por no poder enviar contra ella a un escuadrón de policía, seguro como estaba de que la cena diplomática en honor del almirante acabaría en orgía de las que hacen clamar al cielo a las gentes de bien. Flaviarosa tenía pegada la hebra, en alemán, con Metternich y su pareja, y hablaban de la Segunda Coalición. En cuanto a Agnesse, como también sabía lenguas, pronto sirvió de trujamán entre las damas, y los piropos respectivos y recíprocos, las ingeniosas frivolidades, pasaron por sus labios, trasmudadas. Te acordarás, Ariadna, del grupo que formaban en el rincón aquel, que tenía de ocre el fondo, con azulejos y unas tanagras en la hornacina, dorada por el sol que iba a ponerse: pues el traje de Agnesse era como cosa de fuego y rubio, toda Venecia en él, y verde el de Flaviarosa, toda Toscana, con ornamentos de encaje negro, muy sutiles; Marie y la condesa iban de blanco: la una, tirando a perla, y la otra a pergamino, con un chal dorado; coincidían en el ceñidor, también de oro; lady Ha-milton se vestía de una túnica simple, azul suave, y no llevaba zapatos, sino sandalias helénicas con cintas rutilantes. Los caballeros venían de paisano, si no era el almirante, que vestía de eso, y le caía bien. ¡Lástima de sus mutilaciones, tan hermoso y tan rubio como era! Un cuarentón melancólico, la muerte más anunciada ya que presentida: un día cualquiera. Recordarás que lady Hamilton tomaba su refresco en vaso de Murano cuando sonó el estampido del cañón, y se le cayó al suelo el vaso, que se hizo trizas. Pidió perdón al cónsul con una sonrisa, pero todos miraban ya al castillo, que lo cogían de perfil, de modo que, aunque lejos, verían cómo salía a saludar el general, si bien se le escapase el efecto de la sombra cubriendo al pueblo, porque quedaban entre el horizonte y el castillo, con el sol a la popa. Había por allí un catalejo que cogió alguna dama y lo pasó luego a las otras. Nelson permaneció contemplando la figura lejana que saluda diaria a la ciudad y al mundo para que el pueblo pueda dormir tranquilo al saberse cuidado por el que no descansa. Después, el almirante abandonó el bicornio en un asiento, y comentó: «No logré que el general me recibiese. Con un pretexto u otro…». Le respondió la risa cortesana, aunque resolutiva, del cónsul. «¿Es que no sabe milord que el general está leproso?» «Una especie de leproso inmortal, ya me lo han dicho. Acaso el Gobierno de Su Majestad sepa mejor que yo a qué atenerse, pero, puesto que la escuadra republicana puede salir de Tolón un día cualquiera, me gustaría contar con alguien a quien hacer algunas confidencias.» Se escuchó algo velada la voz de Flaviarosa, en un inglés que parecía salir volando de un arpa por la parte de los graves: «Esos informes, milord, están un poco rancios. La escuadra republicana ya salió de Tolón, y parece dirigirse a Oriente». «¿Lo sabe por las palomas?», preguntó el almirante un poco irónico. «Lo sé por los pescadores, que son más de fiar.» Milord alzó el brazo y se rascó delicadamente las narices. «Si fuera cierto, tendría que abandonar ahora mismo esta reunión tan grata.» «Si milord considera que, de momento, sopla levante…» «También es cierto. ¡Oh!, la Dama Misteriosa sabe de vientos lo mismo que de política.» «Le hubiera dicho antes -continuó Flaviarosa- que nuestro general no es más inaccesible que el rey de los ingleses, a quien tengo entendido que es inútil visitar, porque allí manda el premier.» «¡Quizá tenga razón, pero el rey de Inglaterra es, por lo menos, visible de más cerca, y, con frecuencia, audible. Tiene vida privada, e incluso aventuras sentimentales, y los ingleses sabemos quién es su sastre, y todo eso.» Volvió a escucharse la risa sapientísima del cónsul: «No creo que nadie de los presentes, hecha excepción de nuestros invitados forasteros, claro está, ignore que el general Della Porta sería un bulo si no fuese un muñeco, y pido perdón a la Misteriosa Dama si acabo de descubrir un secreto de Estado». También rió Flaviarosa, más inteligentemente todavía: una risa que, además, creaba espacios. «Un secreto de Estado, sí, aunque sui generis. Si todo el mundo sabe que el general Della Porta es una ficción flagrante, todo el mundo está de acuerdo en que el secreto debe permanecer secreto, porque es un secreto útil y en él se fundamenta la seguridad de todos. El señor cónsul de Inglaterra puede, probablemente, corroborarlo.» El señor Algernon Smith había estado ayudando a Napollione en la preparación de bebidas nuevas, de modo que se aproximó al grupo con dos vasos en la mano. Era el momento en que la silueta del general, mera sombra contra un cielo turquesa, se retiraba. «Pues lo haré con mucho gusto, y llegaré a reconocer que, como ardid, no tiene igual. Incluso me atrevería a recomendarlo como sustitución del Parlamento, por lo menos en algunos países, no en Inglaterra, por supuesto, porque allá estamos bien abastecidos de fantasmas. Hemos pasado todos por el trance desagradable de la ejecución de Luis XVI. Si los reyes de Francia fueran ficticios, o no habría necesidad de ajusticiarlos o, en el caso de hacerlo, no nos causaría repugnancia.» «Pero hubieran movido igual a los ejércitos del orden contra ese pueblo regicida», intervino Metternich; «con el cuerpo de un hombre o como mera ilusión, un rey es siempre un rey». «Yo añadiría -terció Chateaubriand- que, en cierto modo, todos los reyes tienen algo de fantástico.» «Pero no fantasmal -opuso el señor Smith, ya libres de bebidas sus delicadas manos-; en cualquier caso, admiro a la persona que inventó al general Della Porta.» «Y yo le doy las gracias en su nombre», le respondió Flaviarosa. Nelson había seguido los movimientos del general hasta su desaparición en la pared ensombrecida. «Luego, ¿qué es? ¿Sólo un muñeco?» «Sobre la consistencia física de Su Excelencia, yo no puedo informarle -le dijo Flaviarosa-, pero sí le aseguro que es, por lo menos, un uniforme.» «Sí, eso ya lo he podido ver. Un uniforme, por otra parte, muy corriente.» «Como conviene a un general amado de sus tropas que comparte con ellas el frío y el calor.» «Eso, según. Las tropas aman también a los generales de uniformes deslumbrantes.» «El general Della Porta desdeña esos atuendos como apropiados para los segundones.» «Pero, en esta Isla, ¿hay ejército?» «No, almirante. No hay más que seis soldados decorativos, y hasta un par de docenas de mandos intermedios. A esos me refería.» Napollione anunció que la mesa estaba servida, y se inició la ceremonia de dar el brazo a las damas y conducirlas a sus asientos. En la mesa abundaban las fuentes más espectaculares, desde los emplumados faisanes a las langostas en gelatina, y, en cuanto a vinos, los había de todos los colores, de todas las temperaturas y de bastantes nacionalidades, a causa, seguramente, de que la posición de La Gorgona en las rutas comerciales favorecía la importación de caldos apreciados. Incluso en un rincón estaba prevista la garrafa de Porto para cuando quedasen solos los caballeros. Se iniciaron entonces diálogos parciales, y a Nicolás le costó trabajo arrancar una sola palabra a lady Hamilton: el almirante, en cambio, halló en Agnesse una buena conversadora más informada de lo que pudiera esperarse de una muchacha con tan hermosa cabellera: singularmente enterada de los asuntos de Estado en todo lo concerniente a construcciones navales. Pudo charlar con ella, mientras duró el consomé, de tiempos y de calidades, como si se tratara de un capataz del astillero, y en un momento de imprevista debilidad, admitió Nelson, complacido, que su inspección de los barcos a punto de botarse había sido satisfactoria, y Agnesse pensó que era una lástima que su asistencia a aquella cena fuese de tapadillo, pues, en caso contrario, le habría sido posible informar a Aldobrandini acerca de la opinión del almirante, y el ministro hubiera probablemente reconocido sus dotes de agente más o menos secreto. Y no pensó esto por deseo que hubiera de servir a su jefe, sino más bien de crecer en su estimación profesional. Se consoló, no obstante, al preguntar a su interlocutor por la ocasión gloriosa en que le habían arrebatado el brazo, y si era la misma en que había perdido el ojo. Lord Nelson le respondió con la acostumbrada sobriedad británica, y, por ser británico del todo, incluyó un chiste en el relato (chiste que, por desgracia, no ha pasado a la historia, a causa del olvido inmediato en que incurrió Agnesse).
Me dijiste, Ariadna, que, hasta aquel mismo momento, nada limpio y rigurosamente nuevo había salido de la cena, pues, si bien habíamos corroborado que el general Della Porta era una ficción, no parecía que de la reunión fueran a resultar consecuencias extraordinarias en el orden de lo político y de lo militar, aunque sí de lo galante, a juzgar por el cariz que iban tomando las cosas, y. sobre todo, por el trabajo a que las manos se dedicaban. «Por lo pronto -me dijiste-, conviene no perder el sentido de la historia y de sus estilos y solemnidades. Nos hallamos delante de unos personajes cuya importancia depende sobre todo del modo que tengamos de entender la situación, y que sólo alcanzan un relieve superior al mediano si ese modo es el personal y el anecdótico. Porque es evidente que, con Nelson y sin Nelson. el capitalismo inglés hubiera vencido a la Revolución Francesa, o, si lo prefieres, un pueblo liberal y marítimo a uno continental y autoritario, lo que convierte a Nelson en instrumento de ciertas entidades algo abstractas, aunque no por eso menos reales, que son las que de verdad mueven la Historia. Esto, al menos, te diría mi maestro, el doctor Wagner, de estar aquí presente, si bien estoy segura de que la anécdota le hubiera complacido también, ya que Wagner es bastante rijoso y amigo de tocarle los muslos a las alumnas. Están presentes dos caballeros de los que ya nadie se acuerda (en el caso de que hayan existido), y cuatro damas que, con cierta benevolencia y a pesar de sus nombres ilustres, podemos tratar de putas. ¿Tú piensas que de una gente así puede salir una figura tan trágica y significativa como la de Napoleón?». Pero yo me limité a darte un ligero codazo y a indicarte, con un gesto, el grupo que componían, en un ángulo, con el cónsul y con Flaviarosa enmascarada, Metternich, Chateaubriand y la condesa de Lieven. Marie se había agregado a la pareja del almirante y Agnesse, y el bello Nicolás se mantenía en su intento de obtener de lady Hamilton algo que no fueran gruñidos más o menos expresivos. En cuanto al aire, algo había acontecido, sí: como si aquellos ámbitos, de pronto, se hubieran ensanchado, y el cielo profundizase más arriba; pero no hay que alarmarse: seguramente se trataba de alteraciones en la percepción causadas por el vino. Decía en aquel momento Metternich: «La dificultad es que no sabemos contra quién peleamos. ¿Qué es la nación? ¿Qué quiere decir el pueblo en armas? Estamos acostumbrados a que la historia la conduzcan ciertas cabezas visibles, sea Cromwell, sea Federico II, pero la Francia de hoy, o permanece acéfala (y no quiero aludir a un episodio triste para todos), o su multicefalia proclamada es absolutamente incalculable. ¿A quién declarar la guerra? ¿Con quién firmar las paces? Si lo hacemos con Moreau, Hoche no se siente obligado, y ese desconocido que preside ahora el Directorio, o que al menos lo presidió hasta ayer, no llega ni a enterarse. Tenemos los mejores generales de Europa para oponer a una entidad amorfa cuyo nombre no figura en nuestro vocabulario y cuya efigie no podría trazar el dibujante más imaginativo del mundo». «Por eso -le respondió Chateaubriand- estamos procurando, de algún modo, la Restauración. Necesitamos un rey que simbolice a Francia.» «¿Y por qué no un rey fantasma? -intervino el cónsul-; daría el mismo resultado.» «Un rey fantasma no puede subsistir si no aparece incluido en una dinastía de prolongado abolengo, y eso es lo único que tenemos. La República puede destruir los retratos de los reyes y aventar sus cenizas, pero no su recuerdo.» «Conviene considerar -insistió el cónsul- que las dinastías han tenido un comienzo y que la de los Borbones no está sola en el mundo. Inglaterra, sin ir más lejos, cuenta con cuatro o cinco.» «¿Insinúa que excluyamos de Francia a la línea legítima? Es consustancial con ella.» «Los Borbones con ella, sí, pero ella con los Borbones, quizá no. El país se consustancializa con el que mande, o al menos eso dicen los que mandan.» «Aun en ese caso -opinó Metternich- carecemos de la persona adecuada. No podría ser un Orleans, Borbón al fin y al cabo, ni tampoco…» El cónsul había cuchicheado un instante con Flaviarosa: ella adelantó el busto y levantó la mano, florecida esta vez de un racimo de uvas. «El cónsul de Inglaterra acaba de tener una idea que me parece estupenda, una idea de cuya utilidad puedo dar testimonio.» El cónsul le pisó, entonces, las palabras: «Si no disponen de esa persona, invéntenla». «¿En el sentido etimológico de descubrir, o en el más popular de sacar algo de la nada?» «En este último, precisamente, pero, entiéndame bien: sacar de la nada algo que siga siendo nada al mismo tiempo que lo es todo.» Hubo un silencio, el ámbito se redujo al tamaño aproximado de una alcoba, y llegó a los oídos de todos un fragmento de la copla veneciana que estaba cantando Agnesse. Habían encendido ya las velas y las antorchas, pero Agnesse quedaba en segundo término de las luces movedizas, y la canción temblaba con las llamas. Probablemente a causa de este incidente musical, nadie rió ante la aclaración del cónsul, o a nadie preocupó demasiado, pero no fue olvidada. Te miré: te temblaban las manos y te oí decir: «¡Esta imbécil…! ¡Ocurrírsele cantar ahora!». Sucede, querida Ariadna, creo habértelo dicho alguna vez, que la Realidad no obedece en su curso imprevisible y, sobre todo, incontrolable, a las leyes del drama, menos aún a las propuestas por la filosofía de la historia, que quizá coincidan con aquéllas, o difieran. La canción de Agnesse interrumpió el desarrollo normal de una escena principalmente frivola cuyas consecuencias, a lo mejor, se perderían en el camino que va de lo posible a lo real, camino, ¡ay!, sembrado de naufragios y otras muertes. Agnesse tuvo que cantar otra canción, con voz más elevada, y únicamente después de haberla terminado se le ocurrió al cónsul decir al almirante, de modo que lo oyeran todos: «He invitado a estos caballeros a que inventemos para Francia un emperador o un caudillo». Nelson, con aquella voz aséptica de inglés bien educado que tenía, pero que jamás usó con lady Hamilton, al menos en privado, le respondió: «¿Un emperador? ¿Es que no les bastará con un sargento?». El vizconde de Chateaubriand pegó un salto en la silla «Excelencia -le dijo-, la historia de Francia exige la más alta jerarquía para sus protagonistas.» «¿Se refiere usted a Marat?», le preguntó el almirante. «No; me refiero a Guillermo, el de Hastings», le respondió Chateaubriand, y se quedó a medio sentar, galleando. Pero el marino no se mostró sensible al trompetazo del kikirikí. «¡Ah, señor vizconde, no es inoportuna referencia! Entonces fue mala suerte que el rey Haroldo no pudiera disponer de la Home Fleet a causa de no haberla todavía inventado y, sobre todo, por no tener a mano al almirante Collingwood, el cual probablemente no había aún nacido. Le aseguro que este hombre, con sólo treinta barcos medianos, se basta para defender el canal y, si me apuro, la costa entera.» «No obstante lo cual, señor almirante, Guillermo, el de Hastings, seguirá preparando invasiones, durante al menos unos siglos. Después, no se puede saber.» «En cualquier caso -intervino Metternich-, si de inventar un emperador se trata, habría que imaginarlo capaz de repetir la hazaña de Guillermo, el de Hastings.» Chateaubriand suspiró ostentosamente. «Señores, quizá los reyes de Francia que hemos llegado a conocer no hayan llevado a cabo personalmente ese tipo de hazañas, pero al menos siempre tuvieron alguien que en su nombre las acometiese. La República, en cambio, no hace más que patrocinar sargentos, y en ese sentido concede la razón a milord.» El cónsul, que se había sentado al lado de Flaviarosa, y que de nuevo había hablado con ella en voz baja, anunció que la Dama del Antifaz iba a tomar la palabra; y Flaviarosa lo hizo sin echar mucho teatro, con relativa sencillez tratándose de una italiana. Se volvieron hacia ella las cabezas: si el antifaz causaba alguna inquietud, algo así como una broma que no acaba de resolverse, la voz pastosa, musical, los tranquilizó a todos. «Caballeros, tengo la impresión, nada agradable, de que se están ustedes alejando del verdadero tema, que no es más que el de hallar un editor responsable, emperador o rey, ¿qué más da?, para esos actos tumultuarios y por lo tanto anónimos de la República Francesa; si no es el caso, ni más ni menos, que el de poner una firma a una operación bien hecha, como lo es la conquista de Italia, tan perfecta que parece concebida y ejecutada por la misma persona, y ésta, un genio de la estrategia. Pues bien, les pregunto: ¿por qué aquí mismo, y sin perder tiempo en quisicosas, no ponemos manos a la obra? Estamos juntas precisamente las personas necesarias para que todo salga bien. Alguien habló aquí de emperador: me sumo a esa persona.» «Pero, ¿y el nombre, señora? -preguntó Chateaubriand-, ¿no comprende que lo primero es un nombre que lo resuma todo, que lo explique y que lo signifique? Un nombre y una figura, naturalmente. La historia la hacen los héroes, y los héroes son, a fin de cuentas, nada más que nombre y facha, que palabra y retrato.» «¿Y a usted, siendo escritor, le apura eso?» Flaviarosa alzó la mano, levantó el brazo, y chistó al criado gigantesco. «Ven, tú, acércate.» Napollione lo hizo con algo de felino elefantiásico: había estado contemplando a Flaviarosa y había decidido considerarla la más atractiva de todas las presentes, la única entre ellas que habría catado de habérsele ofrecido la ocasión. «Sí, mi señora.» «¿Cómo te llamas?» «Napollione, señora. Napollione Buonaparte.» «¿Dónde, cuándo has nacido?» «En Ajaccio, señora, el año sesenta y nueve, hijo de Carlos y de Leticia Ramolino, buena gente, no hay más que verme.» «Gracias, Napollione, puedes ya retirarte.» Flaviarosa se volvió a los comensales: «Tenemos ya una fe de bautismo, que es ya como tener una persona. Hijo de padres conocidos. ¡Fíjense ustedes!, un pasado, una historia. ¡Un montón de páginas en blanco para genealogistas y cronistas!». Chateaubriand, tras beber unos sorbos de aquel vino helado que les servían, interrumpió: «¿Es que le suena, señora, ese espantoso nombre de Napollione para un emperador francés? Lo encuentro ordinario, de puro popular, y que yo sepa, y a pesar del señor de Barras, los franceses no han perdido el buen gusto: un nombre así, sería inmediatamente repudiado». «Por supuesto, señor vizconde; pero todo se arregla traduciéndolo al francés. ¿Qué le parece Napoleón Bonaparte?» Algo así como una brisa estremecida conmovió los corazones y los rostros. Nosotros, Ariadna, escuchamos una fanfarria lejana, un cañoneo, la voz de un violoncelo que se aleja por encima de la mar, pero seguramente fueron adiciones meramente imaginarias. «¡Napoleón Bonaparte!», dijo alguien con unción; y acaso entonces la misma brisa que los había agitado haya cogido el nombre y lo haya llevado a los confines del mundo. ¡Napoleón Bonaparte! «Reconozco que está mejor -dijo el vizconde-; pero no pretenderá usted atribuirle también la estatura de este mozo. Los franceses tenemos el instinto de lo proporcional y sabemos que el que venga jamás superará a Carlomagno.» Ahora fue la condesa de Lieven quien mostró deseos de intervenir. «Se me ocurre -dijo, una vez autorizada- que lo que los franceses necesitan es una persona a la que admirar y despreciar al mismo tiempo, que satisfaga el orgullo nacional y la necesidad de la maledicencia, alguien que reúna en su persona cualidades visiblemente contradictorias, y sólo por tratarse de un emperador advenedizo. Dejemos de momento las morales. Si ha de ser emperador, ¿por qué no hacerle bajito y algo vulgar? Les propongo la silueta de ese general-muñeco que acabamos de ver en el castillo. Va vestido de un modo parecido al de un coronel de artillería, con algo de tripa ya.» Flaviarosa rió, regocijada. «¿Es que pretenden robarnos a nuestro invicto?» «¡Solamente copiárselo, señora! Ya estoy regocijándome ante la idea de que tenga mi marido que presentarle sus cartas credenciales.» Metternich inclinó la cabeza y dejó caer los brazos: «Me siento tristemente preterido, Dorotea. ¿Qué será entonces de mí?». «¡Oh, perdón, amor mío! Quise decir mi marido y mi amante. Porque, naturalmente, ¿qué pueden hacer los verdaderos emperadores, nuestros señores, llegado el caso, sino enviar embajadas a este emperador de pega?» Chateaubriand reclamó atención por el procedimiento de golpear con el cubierto la copa ya vacía. «Les suplico que no lo tomen a broma. Algo me está diciendo en mi interior que por medio de este juego de salón, y sin quererlo quizá, hemos hallado precisamente lo que Francia necesita, eso que hará inteligible la marcha de la Revolución, y lo que puede dar al traste con ella. Marie me ha sugerido que, puesto que soy poeta… En fin, que sea yo quien le invente una biografía y un modo conveniente de ser a la Majestad Imperial de Napoleón I, al que, como es natural, habrá que imaginar etapas precedentes.» «De general de artillería -insistió la condesa-, si ha de llevar ese uniforme.»
«Un artillero que haya empezado en la Academia. Un artillero corso.» «Eso complica las cosas. Por lo pronto, la cuestión del acento. Tiene que hablar el francés con alguna deficiencia, por lo cual la gente se le ríe.» «Pero no en las narices, ¿eh? -retrucó la condesa-; los defectos menores de un hombre grande son para que los cuchicheen los currinches.» Agnesse había permanecido en silencio, interesada, divertida. De pronto, habló: «¿Y no sería cosa de que habiendo aquí varias mujeres, acordáramos entre nosotras cuál ha de ser el comportamiento amoroso de Napoleón, de quien casi ya me siento enamorada?». Lo mismo Metternich que Chateaubriand la contemplaron, y ella, como al desgaire, se alisó los cabellos. «Sí, es un aspecto imprescindible», dijo el austríaco, sin gran convicción; y el francés añadió: «Que nos corresponde inventar por entero a los varones». Pero Flaviarosa protestó: «¡No, no, no, de ninguna manera! Al general Della Porta lo inventaron los hombres, olvidaron ese detalle, y ahora el pueblo se venga atribuyéndole la violación y la muerte de todas las muchachas que desaparecen o que se suicidan. Me adhiero a la propuesta de que las damas presentes nos reunamos aparte, lleguemos a un acuerdo, y que ustedes lo acepten de antemano». «¡Con tal de que no se contradiga con el aspecto…! Porque si va a parecerse al general de aquí, así de bajo y tripudo, no será cosa de que al lado de la historia de sus conquistas militares, corra otra, paralela, de conquistas femeninas.» «Podría ser de derrotas. ¡ Un caso realmente patético! Victorioso y vencido. No está mal», sugirió Metternich. «Eso será cosa nuestra», insistió Flaviarosa mientras se levantaba. La siguieron la condesa de Lieven, Marie y Agnesse, pues lady Hamilton, que no se había enterado de nada, prefirió permanecer al lado de Nicolás, a quien ya comenzara a pellizcar los muslos.
3. – La ausencia relativa de las damas permitió al cónsul anfitrión introducir, en la velada, música. Se había oscurecido la noche, y a lo ancho del jardín resplandecían antorchas; en las mesas, las bujías, y en las puertas y corredores, las lámparas de aceite. Tampoco faltaba al cielo su acostumbrada luminaria cíclica, si bien mostrándose en su mínimo tamaño. Los que entraron en el jardín, silenciosos y un poco clericales, se acomodaron en la parte remota, sombras ya más que formas, y empezaron a cantar los oficios de Viernes Santo, según la liturgia anglicana, que en la capilla de Cristo de la Universidad de Cambridge cantan los profesores y demás escolares ese día de la Semana Santa: fue una sorpresa solemne que obligó a enmudecer a Chateaubriand, siempre locuaz, pero sensible a las sorpresas, y a reír al conde Metternich ante el contraste de aquellas melodías tan sublimes y el predominio en la decoración ambiente de los motivos clásicos y lúbricos; pero el cónsul de Inglaterra aprovechaba de esa manera las licencias a que autoriza la distancia. Lady Hamilton no se sintió conmovida, ni siquiera aludida: seguramente no había escuchado jamás aquellas músicas, y lord Nelson se limitó a sonreír y a comentar que había refrescado.
Las damas del rincón remoto tampoco parecieron afectadas, al menos de momento, por aquel añadido musical a los varios milagros de la noche, y hasta sería cosa de pensar que no se habían dado cuenta, y de entender que lo habían recibido como costumbre algo chocante de los países septentrionales, acaso equivalente a las bandurrias y mandolinas sentimentales que habían estado sonando una hora antes en el barrio de los griegos, durante el atardecer después del cañonazo: de modo que Jeremías no influyó para nada en sus ánimos. No había mesa, aunque sí luz, en el rincón: se pusieron en cuclillas y en redondo, como si fueran a mear juntas, y por algo de la irregularidad geométrica de la figura compuesta (mal compuesta), recayó en la condesa la voz cantante. Dijo con énfasis de gesto y de palabra que les correspondía inesperadamente intervenir en el futuro del mundo de un modo que todavía no se le había ocurrido a nadie, y que ella se sentía feliz de la ocasión, más o menos al modo de la madre que está en trance de parto, sentimiento que le gustaría comunicarles por ser, a su juicio, el más adecuado; de suerte que si asumía la dirección de aquel cotarro era con la seguridad de que de allí saldrían importantes decisiones que acabarían por enorgullecerlas, como los hijos guapos a sus madres, y para no perder el tiempo y empezar de una vez, concedía la palabra a la más joven: tras de lo cual las otras tres se pusieron a hablar al mismo tiempo -bla, bla, bla, bla, bla, bla-, con regular algarabía, y conmoción, seguida de vuelo, de algunas aves próximas. La condesa se vio en la necesidad de interrumpirlas y, tras afirmar que no se le había ocurrido imaginarlas a todas nacidas aproximadamente el mismo día, y que no habiendo tiempo de averiguar la hora exacta, lo cual hubiera podido dilucidar la cuestión, y ya que no convenía dejar demasiado tiempo a los caballeros solos, preguntó si alguna era soltera, y resultó que no. La condesa se llevó entonces las manos a la cabeza en ademán de asombro acreditado por los más ilustres moralistas de salón: «¡Ay, Dios mío! Pero, ¿qué pasa con los maridos en nuestro tiempo? Porque supongo que ninguna de ustedes estará casada con su cortejo de esta noche». Le respondieron que no. «Pues no sé qué orden imponer al debate, ni por quién empezar. Diría que la más inocente, pero me temo que lo sean todas en la misma medida, casi como si acabaran de nacer.» Y, después de suspirar, concluyó: «Habrá que echar a suertes». Así lo hicieron, y le correspondió a Agnesse poner los fundamentos de una biografía sentimental presumiblemente destinada a romper la cabeza a los investigadores futuros (no la de Claire, se da por sabido): la cual Agnesse comenzó diciendo que, según su modo de ver, convendría dilucidar primero si atribuirían al imaginable emperador de los franceses las mejores cualidades que cada una de ellas hubiera hallado en los hombres, o las que hubiera deseado hallar, algo así como el arquetipo viril de cada una, o si aspiraban más bien a lo contrario. Tomó entonces Flaviarosa la palabra: «Me parece enormemente atinada la observación de nuestra querida Agnesse, y, por lo que a mí se refiere, ésta será mi respuesta: toda vez que nuestros caballeros harán de ese Napoleón un héroe de los que abruman a la historia a causa sobre todo de la enorme cantidad de gente que muere por su gloria, acaso convenga compensar tanta grandeza visible con algunas pequeñeces recoletas, pues, de lo contrario, si encima de vencedor en las batallas hacemos de Napoleón un victorioso en el lecho, no va a haber quien lo resista y, sobre todo, no va a haber quien lo crea. Lo realmente humano es el desequilibrio, ¿no os parece?». Marie respondió que aquel punto de vista de Flaviarosa coincidente con lo que antes había dicho alguien, ponía de manifiesto la calidad de su experiencia de la vida, sin excluir la de los hombres, y quizá también de la cama, ésta entendida naturalmente en un sentido impersonal tirando a abstracto, y desde luego filosófico, como saltaba a la vista, y que ella, aunque no hubiera alcanzado aún tal perfección en el saber, había por su cuenta averiguado lo suyo y estaba en principio conforme, y que por lo que a ella tocaba, pedía que se atribuyese a Napoleón cierta dosis de vanidad de pavo real, mezclada con una auténtica aptitud para la farsa o, de otra manera entendido, para la representación en general, la tragedia, la comedia, la política y el amor incluidos, pero también de su propia persona en particular, y dado que su amante, el admirable vizconde, además de buen actor, solía constituirse en el centro del mundo y, lo que es más admirable todavía, en lo más importante de las alcobas en que solía dormir y amar, pedía que Napoleón, centro verdadero del mundo, según todos los presagios, ocupase en el proceso del amor, fuese nocturno o diurno, inesperado o previsto, un papel visiblemente secundario y, en cierto modo, complementario. «Estoy de acuerdo -le respondió la condesa-; pero, para que semejante sumisión a la partenaire quede justificada, convendría añadir otros detalles. No me avergüenza confesarles que la dotación viril de mi marido, el conde Cristóbal Andreiwitch de Lieven, es más bien escasa y digamos breve, y aunque a él le sirva como si fuera de formidable aspecto, de contextura pétrea, de inagotable respuesta líquida, a mí me causó siempre la impresión de que el rabo de un lagarto me andaba cosquilleando. Propongo que la dotación de nuestro héroe no pase, en su tamaño máximo, de juguetito.» Hubo risas como rotura de cristales. «Estamos sacando un retrato -observó Flaviarosa- tan verdaderamente seductor que a ninguna de nosotras se le ocurrirá jamás alardear de una aventura con ese caballero, salvo el caso de que alguna circunstancia inesperada lo aconseje o lo exija.» «Por lo que a mí respecta, lo encontraría un poco incestuoso -le respondió Marie-; al fin y al cabo me siento en cierto modo su madre, o al menos en cierta medida mínima; pero no niego que ese pecado tenga algunos atractivos, al menos desde el punto de vista de las antiguas castas reales. Yo, por ejemplo -y bajó modestamente los ojos-, jamás encontré un amante de mi rango, ni siquiera un marido, porque no tengo hermanos, y la sangre de mis primos más próximos está ya como el vino aguado.» Sobrevino un silencio embarazoso, como si todas hubieran sido acusadas de incesto. De seguir muchos minutos más, habrían tenido que suicidarse, pero la condesa sacudió la testa como alejando los molestos mosquitos, y la cuestión quedó zanjada. «¿Quién habla ahora?», preguntó. «Yo le atribuiría prácticas poco usuales -dijo Flaviarosa-. Por lo pronto, la paciencia indispensable para soportar los cuernos, aunque también el deseo de ponerlos. ¡Oh, esto por supuesto! Tal y como marcha el mundo, poner los cuernos a un marido es, como si dijéramos, la verdadera iniciación jurídica en la virilidad, la ordalía del agua y el fuego. Quizá sea por eso por lo que las casadas damos tantas facilidades, al menos ése es mi caso. Es casi seguro, pues, que, a estas alturas, el general Bonaparte (aún no pasa de general, que sepamos), cuente en su haber con dos o tres aventuras, aunque quizá también decepcionadas. Conviene que lo casemos pronto para que se le pueda hacer justicia. Después de esto, y habida cuenta de esa escasez instrumental con que le ha agraciado la condesa, no será inverosímil que el hombre se las componga con bastante habilidad en el uso de instrumentos supletorios. Y hasta ahí mi regalo.» «Pues yo -dijo la condesa con algún entusiasmo-, si alguien lo considera necesario, me siento capaz de inventar una correspondencia dirigida a cualquiera de sus esposas, en el caso de que llegue a tener más de una, con los detalles indispensables. Les aseguro que escribo el francés bastante bien, y con algunos italianismos añadidos, daré a las cartas la apetecida verosimilitud.» «Pues yo -intervino Marie, soñadora-, reconozco que hace un momento me pareció que los labios del general Bonaparte me paseaban los alrededores del ombligo, pero fue seguramente una alucinación. Lo digo por si le puede servir para alguna de las cartas, al menos como punto de partida.» Se oyó en el silencio siguiente, un suspiro de Agnesse, y la condesa le cogió la mano, como si fuera a ayudarla. «¿Le pasa algo, querida?» «No. No me sucede nada. Me limito a suspirar a causa de ese pobre Napoleón. ¡Qué especie de desgraciado estamos inventando! Hablan de amantes, hablan de esposas, hablan de cuernos, hablan de expediciones por el ombligo; pero ¿es que va a pasar por el mundo sin una pizca de amor?» «El amor es un sentimiento ínfimo para los hombres de su talla. ¡Nada menos que un emperador advenedizo! Más meritorio aún que si lo fuera hereditario.» «Pase, entonces, que no ame, ¡ pero déjenle, al menos, ser amado alguna vez! Sea el hombre que sea, sea como sea, siempre habrá una mujer que lo tenga en su corazón, al menos una. Reclamo para él ese amor, lo pongo como condición. Una mujer que le ame de veras.» Dorotea de Lieven se dejó arrebatar por una secuencia de recuerdos con los que no contaba. «¡ Existen casos! -dijo-. ¡Conocí a una condesa polaca…! Una mujer muy bella, y se había enamorado de un tipo así como este que nos va saliendo. De verdad, ¿saben?, aunque parezca increíble.» «Pues pongámosle a Napoleón, de amante y enamorada, a esa condesa polaca, pero en su decadencia ya, que será cuando más la necesite.» «Es usted muy piadosa», le dijo Flaviarosa a Agnesse, y se rieron las dos. «¿Por qué en la decadencia? -preguntó, entonces, Marie-; ¿no va a ser un héroe eternamente glorioso?» «Si lo inventásemos nosotras, quizá le conserváramos la gloria más allá de la muerte; pero los hombres siempre prefieren una historia más clásica, quiero decir, que descienda rápidamente. Un caso así, un meteoro, los deja más tranquilos.» «No sé por qué -meditó Flaviarosa- los hombres siempre están necesitados de vengarse.» «¿Y no será por nuestra culpa?», preguntó Agnesse. «No lo creo. Esas venganzas suelen obedecer a causas estrictamente profesionales. Los varones no están contentos jamás de los lugares que ocupan, salvo los reyes: me refiero a los puestos en sociedad o en el Estado, en tanto que nosotras donde nos hallamos bien o nos hallamos mal, pero nunca más arriba o más abajo, es en la cama, nuestro trono.» «Verdaderamente es usted una sentimental.» Agnesse sintió un poco de vergüenza al decirlo, pero la otra la tranquilizó: «No lo crea. Sólo una profesional de la política».
Los caballeros, entretanto, y con música de fondo, es decir, en un espacio de dimensiones infinitas favorecidas por el contrapunto, habían elaborado el retrato de un militar genial que fuera al tiempo un magistral legislador y un cauto gobernante, si bien con ciertas restricciones verbales que, aplicadas según fueron enunciadas, reducían a términos más ponderados el genio militar, el talento legislativo y la habilidad política: de semejante ejercicio imaginativo y dialéctico resultaba un Napoleón atrayente, aunque únicamente en sus líneas generales, ya que los detalles tendrían que inventarlos por su cuenta los franceses, ingleses y austríacos reunidos en una comisión prevista y de acuerdo con planes convenientemente meditados por las cancillerías con la colaboración de historiadores y poetas. Metternich, sin embargo, insistió en que el sujeto, en virtud de una mezcla de mala educación y de temperamento, fuese más impulsivo de lo conveniente, y que aunque se le concediesen cualidades excepcionales de las que le convertirían en lo que por entonces se empezaba a llamar «genio», su organización fuera de tal manera brillante y deficiente que no sólo fuese posible, al final, vencerlo con las armas tradicionales en el campo de batalla, sino con el ingenio y la cortesía en las batallas de salón. (Fue un momento, Ariadna, en que pensé en la biblioteca de Dresde.) Chateaubriand, en un inexplicable y aun hoy inexplicado rasgo de humildad, que acaso, sin embargo, formase parte de su soberbia, sugirió que se pidiese también ayuda a personas de ingenio reconocido, a cuyo cargo quedasen las anécdotas, como al pillastre de Talleyrand, que seguramente se prestaría al juego por lo que tenía de divertido y peligroso, sobre todo si se le ofrecían ganancias y se le dejaba quedar bien. «En cuanto a mí -continuó-, pienso escribir unas memorias cuyo protagonista verdadero sea Napoleón. Me considero capaz de retratarlo con el pincel más fidedigno.» «¡Un retrato en el aire!», exclamó el cónsul. Le tocó el turno a Nelson, quien puso como condición personal que el que ya desde entonces pudiera llamarse el Corso y a quien en cierto modo consideraban como una especie de corsario de la revolución fuese finalmente aniquilado por Inglaterra, o al menos por una coalición de la que correspondiese a Inglaterra el mando. «Si tanta prisa tiene de vencerla, milord, quizá esté la ocasión a mano. ¿Quién le impide decir al mundo, y, ante todo, al Gobierno de Su Graciosa Majestad, que esa escuadra zarpada de Tolón hacia el Oriente Medio la manda Bonaparte? Procure simplemente que no muera en la batalla.» Esto lo había dicho Metternich. Cuando las damas regresaron, y la condesa, como su portavoz, enumeró, con breves descripciones marginales, las cualidades amorosas y los gustos eróticos que habían considerado más idóneos al presentido y ya temido Bonaparte; sintió cada uno de los presentes (con exclusión del almirante claro, y, por supuesto, del cónsul), que un poco de ellos mismos se trasvasaba al héroe, y que lo que no era de ellos pertenecía a gente conocida: no quedaron satisfechos, pero tampoco les pareció demasiado mal. Cuchichearon al respecto el conde y el vizconde, los más afectados, con meras alusiones y referencias a maridos supuestamente implicados en los que descargaban la responsabilidad de cualquier parecido. Cuando explicó Chateaubriand a su amante que pensaba escribir sus memorias sólo para hablar en ellas de Napoleón, ella le respondió que uno puede hablar de sí mismo aunque parezca que habla de otro, y que eso precisamente es lo divertido de las memorias. «En mi caso no lo creas así -dijo el vizconde-; tengo proyectos especiales.» Nicolás, empeñado en que la inglesa llegase a comprender su opinión acerca de las diferencias climatológicas entre la Isla de La Gorgona y el Reino Unido, en demérito de este último, se supone, no se enteró de nada, salvo de que tenía cosida a pellizcos la cara exterior del muslo, y de que los pellizcos se iban aproximando a la cara interior, por la parte más alta.
4. – Estabas silenciosa, Ariadna, y con la mirada quieta. Me pareció que de aquel hogar luciente emanaba una especie de encanto que se había apoderado de ti y te retenía. Me lo pareció, pero no siempre el parecer es cierto, de modo que bien pude haberme equivocado. Sin embargo, como entonces lo creía, me alegré. Hubiera comentado lo que acabábamos de presenciar, pero me entró el temor de que así se rompiese el sortilegio y de que se te ocurriera retirarte a tu cuarto, puesto que lo fundamental, aquello que perseguías, había acontecido ya. Necesito confesarte que me sentí satisfecho de mí mismo, y llegué a creerme capaz de fascinarte en medida mayor que el propio Claire, pero fue una ilusión transitoria, rápidamente desvanecida: ya lo verás. Tenía aún en las manos, eso sí, las riendas del milagro, y me dispuse a seguir conduciéndolo, al menos mientras ardiesen en llamas azules y rojizas, tiernas y temblorosas, los leños casi consumidos. Sucedió que, de pronto, se dio por concluido el tema de Napoleón, tras algunos acuerdos acerca de la manera de continuarlo, y tomó el cónsul la palabra (después de despedir a los criados) para anunciar que lady Hamilton se disponía a representar un cuadro plástico de argumento mitológico: los colocó a todos delante de una especie de escenario enmarcado por columnas de mármol y techado de enredaderas que hundían sus raíces en barricas orondas y encaladas. Al escuchar el anuncio, lady Hamilton había emitido unos sonidos repetidos y en cierto modo articulados, algo así como «¡Oh, oh, oh, oh!», seguido de «¡Yes, yes, yes, yes, yes!», y empezó a desentenderse de Nicolás, cuyo muslo derecho descansó, finalmente. Habló al oído de Nelson, éste con Algernon, y éste con Flaviarosa, quien, sin quitarse el antifaz, ¡oh, dichoso antifaz!, anunció en italiano, en francés, en inglés y en alemán, que la dama anglosajona iba a representar el nacimiento de Venus (ella dijo Afrodita), una mañana de mayo, en algún lugar remoto del Mediterráneo Oriental. La vieron esconderse, a lady Hamilton, detrás de las enredaderas, y un poco se amparó en una de las columnas, y por la ropa que iba cayendo, los presentes adivinaban el alcance de su desnudez: hasta que su túnica verde empezó a moverse en el suelo, y a ondular en el aire, como olas de la mar tranquila, y de ellas emergió con lentitud e inocencia una figura en pelota que todos recibieron como la diosa del amor sin la menor objeción, audible al menos: aprobada en cambio con el entusiasmo de Nelson, aunque lo disimulase y tratase de resumir en una sonrisa displicente, de la mejor escuela británica. Todos mantenían la vista puesta en aquel cuerpo casi luminoso, mas no tanto que no advirtiesen cómo, en el cielo, el astro homónimo cooperaba al milagro con estremecimientos casi sonoros, y el espacio teatral cobraba así, de hecho, dimensiones de cálculo difícil. «¡Qué cara de inocente pone esa puta!», dijo, a Marie, Dorotea. «¡Es su mérito mayor!», le respondió la princesa, y fue la primera en aplaudirla. Lady Hamilton fue besuqueada por sus amigas de aquella noche cuando, vestida ya, se reintegró al grupo. Le interrogaron acerca de la emoción sentida en el momento del nacimiento pero como la respuesta excediera de sus capacidades mentales se limitó a responder «¡Excúsenme!». La gente, en general, quedó decepcionada, pero nadie lo dio a entender. Sin embargo, después de un cuchicheo breve, y como quien responde a un reto, la condesa anunció que ella y Marie representarían el conocido episodio jupiterino de Leda y el cisne, tan rico en consecuencias históricas, como es sabido, y de tantas maneras interpretado. Hubo algunos aplausos y gran expectación, sobre todo por parte de quien, como Chateaubriand, se interesaba tanto por las divinidades. Se escondieron. Salió Leda desnuda (era Marie) y se quedó en seguida adormilada en un rincón de la escena, que simulaba un jardín y al mismo tiempo, como ya queda dicho, lo era. Se oyó entonces como un solemne, aunque suave, batir de alas celestes, una verdadera música de plumas meneadas: varias constelaciones y algún astro remoto dieron cuenta también de su presencia, ¡pues no faltaba más!, agrandando hacia arriba la escena mucho más todavía, hasta escucharse música, y la condesa de Lieven entró: se servía de la túnica para imitar las alas, pero debajo de ella iba también en cueros, y era tan apropiado el movimiento de su cuello, tan acuciante la insistencia de su nariz hecha dorado pico, que Leda abrió dulcemente sus piernas y Zeus la cubrió ipso facto con su fecunda magnanimidad: aquel orgasmo trascendió el lugar y el tiempo, y, por supuesto, los personajes; los poetas del mundo celebran desde entonces la generación de Helena, así como la supremacía del amor sobre la economía como causa de las guerras, lo cual dilató a su modo, más bien intelectual, la dimensión del espacio escénico, esta vez en dirección preferentemente dialéctica. Mientras los otros aplaudían, Agnesse dijo al bello Nicolás que, tal y como se iban poniendo las cosas, y puesto que el jardín había quedado desierto de músicos y de criados, que aquello iba a acabar rodando todos por el suelo, y lo mejor que podía ocurrir era que coincidiesen las parejas: palabras que recogió la Historia y que pueden verse en las antologías de frases célebres. Abandonó entonces a Nicolás y corrió al escenario, donde representó con la ya acostumbrada participación celeste y la correspondiente amplificación espacial, la ocasión en que Danae había sido mojada por la lluvia de oro, mimada en este caso por un chal de tisú dorado que colgado previamente de la enredadera y cayendo en forma de chorro, recogía Agnesse con una mano y lo dirigía a la entrepierna; el orgasmo de Danae fue de los que hacen temblar el misterio, exactamente, quizá por deseo divino de que fuera así; no obstante, y mientras tanto, la otra mano de Agnesse contenía no se sabe si los pechos o la respiración, hasta que se desvaneció y desapareció de escena: dejó en todos la impresión, esta insistencia en las aventuras de Zeus, de que aquellas damas intentaban de algún modo, con ofrendas al arquetipo contrario, disculparse de su escasa generosidad con el emperador en proyecto. El aplauso, nutrido, se interrumpió bruscamente, cuando Flaviarosa se adelantó, majestuosa y un poco nonchalante, y dijo que iba a representarse a sí misma, puesto que el antifaz, que todavía conservaba, le había estorbado una comunicación más completa de su persona. Y así fue: se limitó a desnudarse a la vista de todos -las prendas iban cayendo alrededor, como muralla mágica- y a mostrarse, primero quieta, luego en redondo. Quizá fue la más bella, pero en conjunto, pues lady Hamilton tenía mejores ancas, mejores tetas Agnesse, la espalda más hermosa Marie y las piernas más largas la condesa. Fue también la que dio el espectáculo más lento, y después de mostrarse a los treinta y seis rumbos de la rosa, como si contemplase puestas de sol o amaneceres, empezó a vestirse con parsimonia: bragas sutiles, enaguas como el céfiro; la túnica, tan bella y bien cortada. Fue entonces, cuando Algernon, ante el asombro de todos, emitió un largo silbido, seguido de palmadas, y empezó a oírse un tamboril, tocado con los dedos, a cuyo son se enmarañó en seguida el de una flauta suave y honda, una flauta como una caricia; componían un ritmo que se insinuó como una promesa y pronto sonó como una oferta. Todos habían quedado en silencio, y hasta lord Nelson había dejado de acariciar a lady Hamilton. Aquello duró un instante. Lo que surgió en seguida no fue una llama, aunque lo pareciera, sino el cuerpo de Agnesse: quieto, los brazos levantados, y, de pronto, sacudido por el ritmo en movimiento de brazos, de pechos, de caderas, con lentitud de astro. Volvió a semejarse a la llama que nosotros, Ariadna, mirábamos bailar. Iluminaba. La miraban miradas inmóviles, pero las manos y los pies le seguían el ritmo. ¿Alguien más se arrancaría a bailar? Pues, en aquel instante mismo, se oyeron unos fuertes aleteos, como si en la pureza augusta de la noche unas criadas furiosas sacudieran alfombras: como que les obligó a todos a mirar a los aires, a tiempo que pasaban en vuelo casi rasante las Tres Ancianas Aéreas, la Vieja, la Muerta y la Tonta, Una, Dos, Tres, Bruja es; y dejaron al paso un fuerte olor a almizcle y a ancianidad perfectamente mixturado. Quienes no las conocían, se replegaron: lady Hamilton, a los brazos de su almirante; Marie, a los del vizconde; Dorotea de Lieven, a los de Metternich. Y Flaviarosa, un poco más serena y menos sorprendida, le preguntó a Algernon si también las había invitado. «Le aseguro que no, se lo aseguro», y seguía la evolución aérea del trío, que después de unas vueltas por los altos del jardín, vino a posarse en el caballete de la muralla como tres avechuchos en su rama: los ojos de asombro, los pelos lacios. Las alumbraba, no hasta los rostros, el resplandor de las antorchas, y se vio cómo venían vestidas: la Vieja, de amarillo dorado y rojo vino, el mismo traje con que la había pintado el Tiziano cuando andaba por Venecia de puta de postín, y tenía palacete propio en la Isla de San Giorgio: una maravilla de la costura prebarroca, ahora bastante deteriorado y con algún jirón en la falda; a la Muerta la habían puesto ropa de gran sarao, muy escotada, de terciopelo bordado de estrellitas de oro: sólo que al dejarle al descubierto los hombros y el arranque de las tetas, se veía que era toda de trapo; la Tonta venía de colorado, un traje como quien dice de anteayer, como que habían enterrado con él a La Traviata después de su deceso, y alguien lo había adquirido y exhumado por razones de mera hechicería: le venía algo estrecho, claro, aunque no demasiado, porque la Tonta había adelgazado mucho últimamente a causa del régimen de comidas a que su hermana la tenía sometida: como que ya el volar le empezaba a resultar dificultoso, y por eso. Enjoyadas las tres, qué caray, de lo fino y de lo bueno, grandes alhajas de cortesanas de todos los regímenes antiguos, favoritas de proceres, duchas en las discretas artes del olvido: traían esmeraldas y perlas, y cosas de ésas azules y encarnadas, en collares, en diademas, en pulseras, y alguna de esas preseas revelaba notable antigüedad, con la firma de aurífice escondida, aunque nadie supiera la procedencia, a nadie confesada por el trío, que la había olvidado. (¿No te parece, Ariadna, que acabo de gastar demasiada prosa en unos meros culos de vaso?) Las luces que las gemas devolvían parecieron tranquilizar un tanto a las sorprendidas y en un principio temerosas damas, y, por lo menos, adelantaron las cabezas para curiosear, mientras Agnesse procuraba disimularse en una sombra y Flaviarosa comprobaba la seguridad de los lazos que le sujetaban el antifaz. El cónsul se encaminó hacia ellas, y con una reverencia cortés invitó a las Hermanas Apolilladas a tomar parte en la fiesta y a descender de la tapia. Cosa curiosa, el vuelo bajo de las Hermanas había achicado el espacio antes inmensurable, el que abarcaba hasta allende las más remotas galaxias, y lo había reducido a los límites domésticos de una habitación techada, aunque, para ámbito tal, los Pájaros quedasen algo grandes: de este modo anunciaban los cielos el final de su participación en el espectáculo y dejaban el sitio a los Infiernos.
«¡Estáte quieto, hereje! -tronó la Vieja desde su altura-; ¡no osarás tocar mi ropa con tus manos diabólicas!» Se las miró el cónsul; aseguró su ignorancia de que estuvieran excomulgadas, pero garantizó, al menos, su limpieza. «¡No nos toques! ¡Nosotras solas bastamos!», y cogió a la Muerta de una mano, la Tonta hizo lo mismo por la otra parte, y en vuelo como un salto de avecilla alicorta quedaron a la altura de todos, si bien la Tonta, al caer, enganchó el borde del halda en los pinchos de las pitas: hubo que desenredársela, su hermana le gritó que si era tonta y que no se le podía llevar a ninguna parte, y después, vuelta hacia los presentes y bien alumbrado el rostro, que parecía de palo carcomido, le preguntó al cónsul que si habían interrumpido la orgía o si no había comenzado aún. «¡Señora mía, la encuentro un poco exagerada de palabra! Un grupo escasamente numeroso que se reúne a cenar y a escuchar música. Todos amigos, personas de importancia, condes, vizcondes y almirantes por lo menos, lo que se dice una cena de la high life. Por cierto, que si quiere tomar algo… porque los criados se han ido ya.» La Vieja paseó la mirada alrededor. «Desde la altura casi del cielo me llegó un olor a carne…» «En nuestra cena figuró un faisán. Ahí quedan todavía las plumas.» «Carne viva y desnuda de hembra pecadora.» «Aquí no hay hembras, sino damas.» Volvió a mirar la Vieja en torno, se demoró más en cada una. «Alguna de éstas iba en cueros: me llegó el tufo.» «No es imposible que una griega del Arrabal se haya bañado en pelota. Suelen hacerlo en noches como ésta, tan calientes. Y, claro está, a una altura tan alta, no se pueden precisar los nombres propios.» «¿No sabe, joven, que no me equivoco nunca?» «¿Es usted el papa?» «¡Hereje!»
A distancia, sin fijarse demasiado, y como resultado de los efectos de la luz, la Vieja componía una figura, por lo pronto, arrogante, y, a un segundo vistazo, de gran resultado teatral. El resplandor de las alhajas enmarcaba la vejez, y el corte de la ropa, la irregularidad del esqueleto. Por su parte, el señor Algernon Smith, únicamente un poco despeinado, pero sumiso siempre a los consejos y el buen ejemplo de su lejano amigo Brummell, de quien recibía regularmente misivas como leyes, daba la réplica a la Vieja a la misma altura de elegancia y apostura, y hasta puede decirse que el despeinado (sólo un mechón encima de la frente), colaboraba al efecto general; y en cuanto a la lengua que hablaban, la de la Vieja sonaba como había sonado en las naumaquias y otras fiestas navales de la Señoría, y, antes aun, en salones romanos especialmente favorecidos por la Curia: como un oboe que se hubiera cascado en las resonancias últimas. Por lo que al cónsul respecta, todo el mundo conocía su dominio del italiano, y admiraba las delicadezas que podía sacar a sus vocales aplicándoles la pronunciación de Oxford. De modo que, como espectáculo, y haciendo caso omiso de la Tonta y de la Muerta, que, quizá prudentemente, se habían detenido en las lindes de la luz, pero que no por eso dejaban de participar en el conjunto con su cara de Arlequín inmóvil una, con su baba de arañitas oscuras, otra; el espectáculo, digo, no resultaba mal, aunque un purista hubiera empujado hacia las sombras a la Tonta y a la Muerta. El almirante Nelson era de éstos. Su mirada avezada a lejanías marítimas, no tardó en descubrir las arañas que, a partir de los labios de muñeca, se ejercitaban en acrobacias, pendientes de su propia secreción y balanceándose en ella. Y comprendió también que aquella cara inmóvil, coloradita y mofletuda, no era de carne viva. Su mano acariciaba la pistola escondida en la faja, y tenía que reprimir el ansia de sacarla y disparar, deseos sin embargo acuciados por lady Hamilton, que decía: «¡Es horrible, esa baba de arañas! ¡Saca la pistola, y mátala!»; pero él la contenía rodeándole la cintura y acercándola un poco: con lo que aquella mano solitaria quedaba lejos del arma, y entretenida, pero volvía a soltarse: como que aquella noche la culata de nácar compitió en seducción y atractivo con el culo de la dama. Flaviarosa se había acercado a Agnesse y le sopló al oído: «Ésas vienen de espías en comisión. Es a mí a quien buscan». «Pero me encontrarán a mí, y ¿qué voy a hacer después?» «A usted no le alcanzan las leyes de la Isla, y siempre le queda el recurso de marcharse; pero yo me vería en dificultades si alguien me acusa ante el tribunal de los Doce. Ni siquiera mi padre podría ayudarme dignamente: haber venido aquí fue una insensatez, aunque me haya divertido, aunque no llegue a arrepentirme de verdad. Lo que ahora quiero es un chal.» «La condesa de Lieven tenía uno, el del chorro de oro.» «¿Para que Júpiter me deje embarazada? También me sirve un mantel. ¿Puede agenciarse uno de la mesa sin que se note mucho?» Lo hizo Agnesse discretamente. Con el mantel se cubrió Flaviarosa la cabeza y se embozó hasta el labio inferior: quedaban asediados por el blanco el negro del antifaz y el rojo de la boca; cuanto a los ojos, hundidos en la penumbra, no se veían, aunque resaltase el brillo.
«¿Por qué no me presentas a estas personas? Los caballeros son muy lucidos, y las damas parece que también, aunque unas más que otras. Esa de blanco, por ejemplo, tiene la nariz un poco grande y su cuello excede unas pulgadas de lo estrictamente necesario. No me gusta.» «La dama a quien se refiere es la embajadora en Londres del zar de Rusia.» «¿Y ese que está con ella es el embajador?» El cónsul esbozó un aspaviento. «Se sienta casualmente junto al conde de Metternich. Ya sabe usted, el primer diplomático de Viena. Gente importante toda.» De los labios de la Muerta colgaba ahora una araña algo más grande. Lady Hamilton reprimió un grito. «¡Mira, please, Horacio! ¡Mira la boca! ¿No es de verdad espantosa?» «No lo es aún, amor mío. Es una araña inofensiva.» «¡Yo gritaría si la sintiese en mi cuerpo, gritaría como si un ángel me mirase!» «No es un ángel, amor; es una araña de una especie común.» «¿Y aquélla?», la Vieja señaló a Marie. «Una princesa de incógnito, a quien custodia el señor vizconde de Chateaubriand. Tratan de restaurar a los Borbones.» «¡Ah, eso es muy bueno, ya lo creo que es bueno; pero, para lograrlo, no parece indispensable que estos señores duerman juntos. Y ese tan alto y rubio debe ser el de los barcos, ¿verdad?, ese inglés… Lo he espiado estas noches que lleva viviendo en el albergo y es un cochino, lo mismo que los otros. ¡Adúlteros, todos adúlteros!» «¿Y tú por qué no te callas, Fulvia Espartana, que no eres más que una puta resentida a fuerza de vejez? ¡Dos mil años pecando en todas las camas de Italia con todos los italianos y todos los invasores! Tú sola, tú, podías contar la Historia desde los tiempos de Julio César, la Historia vista por una profesional de la Suburra. ¡Cállate y vete con tus hermanas al diablo!» La Vieja había quedado paralizada al escuchar la perorata que Flaviarosa, con impostada voz y disimulo en las sombras, le había dirigido. «¿Quién eres tú, que eso sabes?», pudo preguntar por fin. «¡La bruja que lee en los espejos el pasado y que conoce el tuyo día por día!» «¡Esa voz la conozco!», gritó la Vieja, y apuntó hacia la sombra con el dedo siniestro, pero en aquel momento se escuchó un alarido: lo había proferido lady Hamilton al descubrir en el escote de la Muerta, emergiendo del canal, un arañón enorme, como un changurro pequeño, peludo y lento, que avanzaba hacia el cuello con despliegue de artejos vacilantes. «¡Mátala!», gritó; y el grito perforó los imaginados techos del lugar y fue a clavarse, como una flecha perdida, en cualquier blanco remoto. Esta vez el almirante sacó la pistola de la faja y disparó: la bala acertó a la Muerta a la altura del entrecejo, más o menos hacia la izquierda, y le hizo el rostro pedazos, de modo que quedó al descubierto la trascara, que no era más que el nido oscuro de los artrópodos: allí se apretujaban, mínimas y enormes, de todo, intermedias también, miles de arañas. El cráneo, sin el soporte de la porcelana, se ladeó, y el cabello de la Muerta, siempre peinado, se le desañudó y desparramó como el de una doncella a quien persigue el viento: pero éstos, Ariadna, son detalles que cuento a causa de ciertas circunstancias que te recordaré después. La Vieja había también chillado al darse cuenta del crimen: había gritado «¡Asesino!», había corrido al lado de su hermana que -mal sostenida por la Tonta, muerta de miedo-, mal se aguantaba de pie -en tanto que los otros cambiaban de lugar, separados y agrupados según nuevos principios de combinación, como la incomprensión, el temor o el deseo inaplazable de decir algo. «¡Asesino! ¡Tenías que ser inglés!», con lo que la Vieja intentó expresar, de un golpe, un sentimiento general de admiración, casi una idea, acerca de los británicos y de sus cualidades. Se arrodilló al lado de la Muerta, que se había deslizado con lentitud hasta quedar caída, e, indiferente a las arañas que le invadían la falda, le acarició la cabellera desparramada. Empezó a gimotear. Repetía el nombre de la Muerta. La Tonta hacía otro tanto. En el aire, antes limpio, flotaba el olor a pólvora. («Le aseguro, milord, que esto no lo habíamos previsto.»)
A las mujeres las dominaba el pánico a las arañas, sobre todo a la más grande, a aquella como un changurro, que debía de ser madre, abuela y antepasada común de todas las demás, y que había desaparecido al alcanzar la bala el blanco: acaso hubiera saltado, acaso se escondiera en cualquier oscuridad y desde allí acechase las carnes suculentas de las damas, brazos, piernas, escotes y el arranque de alguna nalga; acaso, después del salto, hundiese en la carne escogida sus dientes venenosos. Temiéndolo, ya lo sentían: la condesa de Lieven se llevaba sin cesar las manos a la garganta, como si las patas peludas la arañasen; Marie, más comedida, se limitaba a temblar y a disimular el temblor, pero diciendo a su vizconde: «Sería mejor que nos fuésemos»; temía, sobre todo, a las arañas pequeñas. «Pues será cosa de hacerlo»; pero el cónsul, que tenía la llave del jardín, hablaba con el almirante, manoteaba más de lo corriente en él. «Yo me subo a este plinto», se le ocurrió a Agnesse; y se instaló al lado de una estatua: fue inmediatamente imitada, de modo que las diosas quedaron duplicadas, de momento, en aquel jardín convulso. «El miedo a la sorpresa, no hay que tenerlo, porque, si llegan a las piernas, hacen cosquillas.» Lo había dicho Flaviarosa, la cual, sin embargo, se recogía la falda y dejaba al aire las pantorrillas para sentir las cosquillas mejor. «¡Asesino!» La Vieja se irguió del suelo y se encaró al almirante: el dolor o lo que fuese la había retrotraído a sus orígenes, a los tiempos remotos de su nacimiento, año equis a. de J.C., en que aún se representaba la tragedia como tal, razón del hombre contra los dioses, y ensayó en una contracción del rostro la expresión de su razón privada contra el dios Nelson, más poderoso que Poseidón, señor de los navios de tres puentes, campeón de los mares, siervo no obstante de aquella Anfitrite temblona que a la vista de las arañas desparramadas parecía haber envejecido. «¡Llevas la muerte en la cara, la tuya te llegará de bala!» Lo declamó a la perfección. El cónsul aclaró a Nelson que aquella bruja le hacía amenazas proféticas, y Nelson le respondió que lo había adivinado por los gestos. «Y tú, cónsul de Satanás, entérate! Ya se acabó la juerga. Aquí mandan las arañas. Lo invaden todo, os seguirán a la cama, les entrarán a esas mujeres por todos los agujeros, las matarán.» La Tonta se había puesto en cuclillas, y sus manos bellísimas, florecidas de seda y rosa, sus manos casi translúcidas, recogían del suelo, mezclados a las arañas, los pequeños fragmentos de porcelana, e iba recomponiendo la cara en su regazo, como un rompecabezas incompleto: mientras, lloraba: aquí un poco de nariz, más arriba una sien, la mejilla derecha, un ojo glauco, los párpados azules… «¡Y en cuanto a estas zorras…!» Agnesse y Flaviarosa se habían replegado hasta la pared. «¡Esa mosquita muerta que enseña inglés a mi sobrino! ¡La acusaré de vender al extranjero los secretos de Estado, y la condenarán a manceba del general leproso!» El cónsul se deslizó por la zona de sombra y abrió una puerta. Iniciaron las parejas el retorno, lord y lady, conde y condesa, princesa (acaso) y vizconde. «¡Y tú, la enmascarada! Antes de retirarme, te habré quitado ese antifaz!» Entonces, Flaviarosa, avanzó con manos como garfios, amenazantes. «¡Nada más que acercarte, y te patearé en el suelo y mostraré a todo el mundo esos dientes de perra que tienes en la entrepierna!» El alarido, entonces, de la Vieja, fue de los que se originan en los profundos, como los terremotos: una A muy alargada seguida de jotas penetrantes y terminada en ululantes US. Se oyó, en el silencio que sobrevino, el rodar del primer coche que se alejaba, al que siguió un pitido, y de las órdenes de marcha dadas por el almirante, repetidas por el contramaestre. «¡Abre a popa!» «¡Abre a popa!» «¡Larga!» «¡Larga!» «¡Avante!» «¡Avante!» Las diosas del jardín se habían quedado sin parejas, y las arañas manchaban los impolutos mármoles. Agnesse pidió al hermoso Nicolás, algo marchito en aquel momento, que la llevase inmediatamente al Arrabal, a la casa de un griego cuyo nombre no recordaba bien, Atanasios o Anastasios, en cualquier caso amigo del capitán Triantafillu, y Nicolás, al despedirse del cónsul, le susurró: «Ahora Ascanio me mandará ahorcar, seguramente»; pero el cónsul le palmoteo la espalda y le respondió que su casa estaba protegida por el fuero diplomático, y que lo esperaba en ella. Rodaban todos los coches, se alejaba el batel por encima de la luna. «¿Mando llamar su coche?», preguntó, a Flaviarosa, el cónsul. Ella, entonces, se quitó lentamente el antifaz y lo dejó caer. Míster Algernon Smith le hizo una reverencia y la besó en la boca. Estaban en la sombra, y se metieron aún más en ella, hasta perderse. Lució la última llama en nuestra chimenea: hermosamente azul, pero sin fuerzas; se apagó y soltó un humillo. Quedaban brasas veladas por las cenizas. Me volví y te miré, Ariadna: te habías dormido. ¡ Ya me chocaba a mí que las arañas no te hubieran obligado a chillar como a las otras!