1.- Tú me pediste fuego, y, al dártelo, agarraste al desgaire mi muñeca y cerraste los ojos. ¿O no fue esa noche que pienso, sino otra, más que real, soñada? Con esto de que todo suceda al mismo tiempo, empiezo a armarme bastante confusión, y ya no sé lo que fue antes, ni lo que vino después, conforme con el cómputo ordinario. De que había salido la luna no tengo duda, porque recuerdo la claridad del bosque. Y también de lo que estábamos hablando, últimas nuevas de Claire: esa revolución que pretenden organizar algunos estudiantes, sus adictos, un número pequeño que no consigue arrastrar al resto, porque la gente razona así: «¿Vamos a meternos en jaleos, apenas el curso comenzado, a causa de un señor que dice que Napoleón no existió nunca?». La mayor parte de ellos ignora quién fue Napoleón, quizá no estén muy seguros de quién fue Abraham Lincoln: saben que a uno y otro se les han levantado enormes monumentos, y no se suele acumular la piedra y darle después forma solemne para memorial de un fantasma; no es, al menos, lo frecuente. Tú deplorabas la superficialidad con que los jóvenes resuelven las cuestiones que les atañen, a lo que te respondí que, superficialidad acaso, pero que la relación del asunto con los jóvenes no la veía por ningún lado, pues, en efecto, si se aceptara con unanimidad que Napoleón no ha existido, algo cambiaría en los papeles y en algunas conciencias; se organizarían inmediatamente simposios, congresos y seminarios para ver de llenar el vacío resultante: como quien dice, hallarle a Napoleón un sucedáneo, si no un sustituto, o concluir que el vacío ya no tiene remedio y que la explicación de la historia hay que buscarla en otras direcciones: cosas de este jaez se pueden ir inventando durante un tiempo infinito, pero llegaríamos siempre a la conclusión de que el mundo seguiría como está y las personas, una a una, lo mismo: razonamiento obvio que no deja de decepcionarte, puesto que tú habías supuesto (¿por tu cuenta?, ¿sin la complicidad de Claire?) que, después de la revelación, no quedaría títere con cabeza en el universo mundo, y que ahí estaba la causa (más o menos) de la esperada mutación de la especie que va a resolverlo todo, o que al menos pondrá la primera piedra de las resoluciones definitivas. Cuando se sabe lo que tú sabes, y se tiene imaginación, la utopía está a la vuelta de cada repliegue (o arruga) del espíritu. Y a mí me gustaría saber, o al menos sospechar, qué papel os correspondería, en ese mundo mudado por tus sueños, a Claire y a ti: ¿pareja capital de la humanidad futura, en la que las operaciones propias de la generación se hubieran sustituido por técnicas más evolucionadas, y en las que al mismo tiempo se hubiera logrado alcanzar la autonomía del erotismo y la superación de ciertas condiciones en nuestro mundo aun hoy indispensables? Me refiero, con eso del erotismo autónomo, a la posibilidad (remota) por algunos deseada desde hace muchos siglos, pero siempre actualizada por éste o por el otro, de que el erotismo se puede ejercitar sin la cooperación del cuerpo, eso que se contiene falsamente en la proposición «¡Te quiero con toda mi alma!», que no has escuchado aún, pero que a lo mejor la escuchas un día de estos, aunque colmada de verdad, y no por sublimación, sino como último recurso. Esperaba mi cuerpo la llamada del tuyo, esa voz involuntaria a la que tiendo desde que estoy contigo, y que tengo por mucho más verdadera que la voz de tu alma, esa engañifa que cree llamar a Claire. Me habías tomado de la mano, repito, aunque con pretexto válido, y estábamos más juntos que otras veces, no sé por qué. Al día siguiente no teníamos trabajo: por eso habíamos prolongado la estancia en la veranda. Dijiste algo acerca del silencio, o que el bosque se había callado, y de repente, sin que viniera a cuento, empezaste a contar que, con las nieves, los ciervos se acercaban a las orillas del lago, venidos de sus montañas, y que tú les habías visto mordisquear las hojas verdes que quedaban en los altos matorrales; y recuerdo que lo contaste muy bien, porque me quedó la imagen de los ciervos alzando la cabeza muy estirado el cuello y los cuernos echados hacia atrás, que casi les rozaban la grupa. Entonces, algo así como unos grandes pajarracos pasaron a nuestro lado en vuelo rápido, fungando, y tú, sorprendida y tardía, manoteaste en el aire contra un temor que ya había pasado, aunque reapareció en seguida, esta vez sin tanta prisa: los cuerpos alargados, pesadotes, de pájaros con faldas. Tú te agarraste a mí, quiero decir que te abrazaste temblando, y me preguntaste qué era aquello: porque sumaban tres los cuerpos, sin alas visibles, deslizantes como las gaviotas. A la tercera pasada te pude responder, y no sin reírme, aunque sin soltarte, antes bien apretándote más: «¿No las recuerdas? -te dije-; son las Hermanas Fatídicas, llámalas Parcas o Gracias, Aglae, Talía y Eufrosina, que nos hacen el honor de esta visita». Te apartaste de mí con brusquedad, y tu voz, de temblona, se hizo dura. «No te burles…»; pero en aquel mismo instante los pájaros reaparecieron, tan próximos que tú, de nuevo agarrada a mí, pudiste ver los ojos de la Vieja, de la Muerta y de la Tonta clavados en nosotros, y oíste, como yo, que la voz de la Vieja nos gritaba: «¡Soltaros de ese abrazo, cochinos!», lo cual fue repetido por la Tonta unos segundos después, cuando ya habían pasado. Tú habías enclavijado los dedos de tus manos rozándome la nuca, porque las piernas no te aguantaban. Me suplicaste, casi desmayada, que te llevase adentro y que cerrase bien las puertas y las ventanas. Cuando te tuve ya acostada, cuando te hice beber un poco de licor, mi cuerpo se interponía entre tus ojos y las tres caras horribles que fisgaban detrás de los cristales. Al acercarme a cerrar las maderas, a correr las cortinas, a amontonar entre ellas y nosotros cuanto fuese menester, pude oír que seguían gritando, quizá increpándonos por un pecado supuesto, y que cerrábamos a cal y canto para que no pudieran vernos. Tú ya te habías repuesto, ignorabas que habían estado mirando, y no se te ocurrió que aquellos ruidos que siguieron, como de aves torpes en la luz, eran sus cuerpos, que tropezaban buscando un agujero al que aplicar los ojos, acaso por riguroso turno de antigüedad. Habías llorado y te sequé las lágrimas. «Se me pasó el miedo, pero el absurdo lo tengo aquí clavado», y tu mano vaciló entre la frente y el corazón. «¿Cómo es posible?» «Nuestros mundos se interfieren -te respondí- del modo que nosotros irrumpimos en el suyo…» Te pasaste la mano por los ojos, me rogaste que apartase un poco la luz y que me sentase al borde de la cama. «Pero, ¿por qué aquí, por qué a nosotros?» Te cogí entonces la mano: «Te invito a que las sigamos, si no estás fatigada. Esta noche u otra cualquiera de la Isla. Quedamos ante su casa: han abierto el balcón, dentro está oscuro. Todavía flota en el aire la claridad difusa, la última: el sol ha caído, el tráfago del puerto, su ruido, hace tiempo que cesó: es la hora de las tabernas y de las mandolinas. Si te fijas en aquel rincón de aquella calle, donde se juntan dos sombras, y que una de ellas pretende desligarse, y la otra retenerla; si te acercas y escuchas, reconocerás el diálogo como mil veces repetido, miles de años de decirse lo mismo esas sombras u otras: «Es tarde ya. Me voy». «Espera todavía. Aún no es de noche.» («¿No escuchas el ruiseñor?» «No. Ésa es la alondra.») Lo que aquí en la Isla modifica la rutina, es lo que sigue: «¡Es que van a llegar ellas…!». «¡No llegarán aún! ¡Con luz no pueden!» En el balcón abierto asoma, terrosa, la jeta de la Tonta, que huele el aire, que saca el brazo y lo mantiene quieto. La voz de la Vieja le pregunta si hace fresco; la Tonta responde que sí, y que habrá que ponerle una toquilla a la Muerta. Enfrente, en la Señoría, unos criados con antorchas encienden los faroles: cuando el último alumbra – ¡son treinta y tres a lo largo de la fachada!-, las Gracias salen pitando por los espacios urbanos, y nada más salir toman altura para quedar fuera del ámbito alumbrado. Hoy han volado una detrás de otra, en fila india, y la mantienen, pero su vuelo adopta varias figuras, según les pete o según esté la noche. Si las designamos a cada una con la inicial de su nombre, he aquí los órdenes o modos que tienen de volar:
Verás que son combinaciones ternarias, las únicas posibles. Verás que Talía va siempre en medio: así, las manos de sus hermanas la sostienen. Hay quien afirma que las varias figuras carecen de finalidad práctica, que no pasan de mero ejercicio estético, o, si acaso, matemático; pero no falta quien sostenga que depende del viento, de su duración y de su fuerza. Las escasas veces que llueve en la Isla, las Hermanas quedan detrás de los cristales, y esa noche los amantes se sienten libres, y los esposos abren las ventanas de las alcobas, y hasta los solitarios se regocijan: nueve meses después suelen nacer muchos niños. Fíjate cómo pasan y repasan delante de aquella ventana, cómo se posan en el alféizar como si fueran aves, cómo dejan caer un papelito: mañana el marido o la mujer leerán algo parecido a esto: «¡Cochinos! ¡Ya lo habéis hecho tres veces esta semana!». Recorren todas las casas de la ciudad, todas las calles, todos los recovecos. La gente se aplasta contra el pavimento, se emboza en las sombras; los despiertos en el lecho simulan sueños de muerte, mientras, ocultas, las manos se oprimen y se prometen. Cuando se han alejado las Parcas, un movimiento tímido precede al furor apresurado con que se quiere recuperar el tiempo. La Vieja dicta a la Tonta lo que van averiguando, nombres de las personas, qué hacían cuando las sorprendieron, y la Tonta escribe sin dejar de volar, en un largo papel que lleva en la mano: cuando escribe, la Muerta, agarrada únicamente a la Vieja, queda en desequilibrio y como colgada, pero no llega a caer, porque la Tonta es rápida escribiendo, y pronto recompone el equilibrio. Son como aves de presa: ascienden, escrutan y caen en picado sobre el conejo incauto: «¡Cochinos!». «¿Y si vuelven?» «¡Malo será que vuelvan!» A veces sí, las Hermanas repiten la ronda, pero, en cualquier caso, antes que el alba despierte, abandonan el aire y entran en un cuartucho de la Señoría, donde un funcionario de guardia recibe las denuncias y las apunta en ese enorme libro de tapas negras: nombre de los pecadores, delito, cuantía de la multa, o pasar a los jueces el tanto de culpa.
Si has seguido con atención el vuelo de las Hermanas, habrás visto cómo se detuvieron un momento en la terraza de la viuda Fulcanelli; que la Muerta y la Tonta quedaron en la ventana, y que la Vieja penetró en el interior de la casa, como que se acercó al lecho de Agnesse y le espió el sueño, y después hizo un mohín -que en su cara fue mueca de incomprensión y de indiferencia. Al regresar a casa, al repasar frente a la Señoría, advierten que Ascanio Aldobrandini, abierto el mirador, contempla las estrellas. La Vieja pregunta a la Tonta: «¿Qué hará a estas horas despierto nuestro sobrino? ¿No te parece raro?». La Tonta debió de repetirlo en voz demasiado alta, porque Ascanio la oyó y cerró. A la tercera ronda, Ascanio ya no estaba.
«La poesía -dijiste entonces- es un amontonamiento de nubes que se pintan de gris y de púrpura y que te impiden ver al sol caer en el horizonte. Lo que yo necesito es una explicación racional de por qué esos fantasmas han venido a espiarnos, me han mirado con esos ojos muertos, me han insultado.» Tuve que responderte: «Es muy posible que la explicación que requieres se pueda recabar de Claire: él entiende de todo». Tú, entonces, te volviste hacia la pared: «Vete ya, por favor; cuida de que las puertas y las ventanas queden cerradas».
Así se estropeó una noche que pudo ser hermosa, decisiva quizá para esta historia nuestra; o al menos así llegué a creerlo, a juzgar por los síntomas. No es imposible, sin embargo, que haya sufrido una alucinación, o tal vez ni aun eso, sino los simples, los habituales efectos de la luna. Estaba alunado y me hice ilusiones: eso fue todo. A pesar de lo cual, y ante la evidencia de esa visita de las Tres Parcas Volantes, no me queda otro remedio que admitir la realidad de algo, aunque sea en este caso, y paradójicamente, de lo irreal. Me abona tu testimonio, que también viste y sufriste la presencia inquisitiva y horripilante de esas Guardianas de la Castidad Universal. Pero me avergüenzo de mi incapacidad mental como única causa de que te hayas ido a dormir sin una explicación suficiente. ¿De dónde podría sacarla? ¿En qué teologías, en qué matemáticas, en qué parapsicologías hallarla? Sin embargo, de ti para mí y viceversa, únicos testigos y víctimas de la aparición, únicos afectados por esa interferencia de dos mundos, ¿por qué no resignarnos con su mera certidumbre, por qué empeñarnos en explicar lo inexplicable? No se corporeizan de ese modo las imágenes soñadas, menos aún las inventadas, y la palabra no basta para prestarles peso y figura. Si vinieron a la Isla, a la nuestra, es porque han existido y porque existen aún al modo como existe lo pasado: en eso no me engañó Cagliostro. No es imposible, sin embargo, que, personajes de una historia, irrumpan en otra que no es la suya. Acontecimientos de esa clase se dan a veces, más acaso de lo que fuera menester. Ciertas oscuridades, ciertos absurdos de la realidad no deben de tener otro origen. Sin ir más lejos, lo nuestro… Iba cada cual por su camino, con su destino a cuestas, bueno o malo, protagonistas de nuestras propias historias, sin otra cosa en común que la amistad de Claire. Y un día, sin pensarlo, entraste por mi puerta, que fue lo mismo que entrar en mi vida y asentarte en ella quién sabe si para siempre. Cierta parte al menos de nuestros destinos la vivimos en común, la estamos viviendo todavía. ¿Por qué? Yo no pertenecía a tu historia, no tenía en ella papel, menos aún éste sin esperanza de quien espera amor con la mirada.
Bueno. Dejémoslo correr. Ahora duermes, o quizá no duermas, quizá busquen tus ojos un punto en la oscuridad -quiero decir, una solución para tu vida. He deseado, he tenido la tentación de acercarme y llamar quedo, pero no me atreví. Sentado en tu sillón, pitillo tras pitillo en la mano, miré las llamas, dulcemente tiernas, apenas por encima de la brasa, y mirándolas, me dejé empujar por la curiosidad de contemplar a Agnesse, no dormida, según la habíamos dejado cuando Eufrosina osó curiosear en su alcoba, sino unas horas antes, cuando se quedó sola y pudo pensar en sí. Vi a la viuda Fulcanelli cómo la despedía, un besito en la frente y tuteándola ya; cómo ella cerraba la puerta y echaba el cerrojo… Entonces se volvió. Sin esperarlo, se halló delante de un espejo en el que pudo verse casi entera: un espejo grande, profundo, de ancho marco labrado en madera oscura. Miró, pero no se miraba, sino que intentaba ver más allá de su propia figura, en un fondo todavía turbio, pero sonoro: lo que le había llegado, lo que había llamado su atención contra su voluntad (porque estaba cansada, porque tenía sueño y hubiera de mejor gana dejado para otro día la curiosidad de los espejos), era precisamente un murmullo como de voces que no podía eludir, que crecían ya y la envolvían: sin poder, sin embargo, saber lo que decían porque hablaban dos lenguas en dos lenguas mezcladas y sin ningún orden: hasta que enmudeció la más extraña (una especie de susurro con música de violines, de una mujer contralto), y la otra, la inglesa, de un varón, comenzó a recitar unos versos de los que en un principio sólo le llegó la melodía, pero cuyas palabras fue comprendiendo a trozos: se quedó arrimada a la puerta, cerró los ojos: como una caricia del viento y hablaban de amor, y sus palabras, en oleadas, eran tan precisas, sus imágenes tan fuertes, que removían la sangre… Corrió al espejo, se agarró a los lados del marco, hundió en el fondo remoto la mirada: vio figuras confusas y mezcladas; a cualquiera de nosotros nos hubiera parecido un negativo cinematográfico varias veces impreso. Era algo así como cuerpos y acciones transparentes que permiten la vista de cuerpos y acciones semejantes: lo cual no era nuevo para Agnesse, le había sucedido muchas veces, sabía que tras unos días de acostumbrarse, los podría discernir, ordenar y entender (o acaso entender primero y ordenar después. En cualquier caso, siempre existía una relación, de ida o vuelta, entre el orden y el entendimiento). Pero la curiosidad de saber quiénes eran y por qué estaban allí no le pudo dar tregua, de modo que abrió la puerta y llamó a la viuda Fulcanelli: una, dos veces, hasta tres. La casa era grande; las voces la recorrieron y despertaron los ecos dormidos en todos los rincones, hasta que el nombre de Marietta quedó multiplicado; hasta que se escuchó, lejana, la respuesta. Acudía la viuda en ropa de dormir y con una palmatoria en la mano; le precedió un resplandor que ahuyentaba las sombras del largo pasillo: «¿Qué te sucede, criatura? ¿Tienes miedo? ¿O es que has visto volar unos pájaros grandes?».
Me temo, querida Ariadna, que en esta ocasión, sólo en ésta, no me queda otro remedio que corregirte -no a ti, por supuesto, sino a la imagen que me has dado de Agnesse: quien, según tú, tembló y pareció acoquinada en un momento de la situación, ya no recuerdo cuál. Estuve viéndola mientras llegaba la viuda; unos minutos antes, la había dominado el deseo que aquellos versos oídos engendraban; ahora, en este momento, parece otra, y el cambio es tan patente que considero justo concederle unas palabras. Esta Agnesse de ahora, la que espera esa luz vacilante que avanza, se ha recobrado; de su cara, de su pecho, ha desaparecido cualquier temblor erótico, y se la ve enormemente digna y segura: tanto, que me asombra, que ando buscando en mis recuerdos algo a quien compararla, y sólo encuentro el de algunas princesas de Sajonia-Coburgo-Gotha, feas y anticuadas, pero majestuosas, y el de una cómica española a la que vi una noche en un papel de emperatriz. La propia Marietta, al levantar la palmatoria e iluminarle el rostro, se sorprende de no hallarla medrosa, y admira la elegancia, la quietud de la silueta blanca que se apoya en un quicio. «No tengo miedo, no, y no he visto ninguno de esos pájaros. Pero quiero que me explique algo, o que me lo cuente.» La empuja hacia el sofá, la sienta. «Dígame, Marietta, ¿quién vivió en estas habitaciones antes que yo? ¿Una mujer, un hombre, los dos acaso?»
Las habitaciones de Marietta consisten en un salón y una alcoba. En el salón la vela alumbra una sillería blanca y dorada, una consola y su espejo, que es ese de cuyo fondo emergen voces y ritmos; cuadros de barcos, dos grabados ingleses y unas alfombras persas que recubren el mármol; más al fondo, en la penumbra, se ve algo así como una cómoda, como un par de sillones, como una vitrina, aunque no en sus detalles. En la alcoba hay un lecho con dosel, verdaderos juguetes, dosel y lecho, encajes y caoba, sedas blancas y rojas, y una enorme corona allá arriba que sostiene el lucido armatoste. Algunas sillas, un par de armarios, y en todas las superficies que puedan soportarlos, cachivaches menudos de remoto origen: de jade, de marfil, laqueados en rojo y oro…
«¿Por qué me lo preguntas?» Marietta no recuerda haberse referido al huésped anterior, y le sorprende que le hagan la pregunta ahora, a tales horas, ya acostada. «¿Es que te ha hablado alguien de sir Ronald?» «¡Oh, no, no me habló nadie porque con nadie hablé, salvo con el señor ministro, quien, por supuesto…» «Pues él, mejor que nadie…» Crecía el pábilo de la vela y la llama bailaba: Marietta la espabiló con los dedos, «…por causa de él se marchó.» «¿Es un poeta, ese sir Ronald?» «¿Le conoces?» «Sólo he oído hablar de él, y no mucho. Sir Ronald… ¿cómo?» «Sidney. Sir Ronald Sidney, un caballero como sólo saben serlo los ingleses cuando dan en caballeros.» «¿Casado?» «Pues no lo sé… quizá en su tierra. Aquí vivía solo. Un año largo.» Agnesse respiró y alzó los brazos. «Hubo una mujer, además, y no una vez, sino muchas. Fueron dos que se amaban.» Marietta había bajado la cabeza, y respondió con un suspiro: «Sí, Inés». «¿Inés?» «Él la llamaba Agnes, porque así se dice en Inglaterra, creo, pero ella no era inglesa ni italiana. La habían traído de muy lejos, creo que del Brasil. Aún no sabemos, nadie lo sabrá ya, si robada o casada. Es una historia que ya se empieza a olvidar. ¡Con todo lo que pasa!»
Marietta se levantó; se asomó a una ventana, escuchó el aire de la noche: llegó, perdida, una voz que quizá fuese un grito, y hacia la parte del muelle una campana reiterada anunció que un barco abría. Marietta lo cerró todo y explicó: «A lo mejor vienen ellas y escuchan». «¿Ellas? ¿Quiénes?» «Las tías de Ascanio. Ahora no me preguntes más; si no, se me olvida la historia con el miedo.» Volvió a escuchar: por el pasillo vinieron rumores, no de gente, menos de pajarracos: esos perdidos de cada noche, los pasos de los muertos que no quieren marchar, las maderas que crujen y liberan espíritus sutiles, los recuerdos de palabras que se dijeron, de gritos gritados, de gemidos y ayes de gozo y de dolor, todo eso que se queda en el aire, que se mezcla y compone esa música confusa en que también participan, cuando cuadra, los ratones. Por esa música podemos deducir, de noche, si los pasillos son largos, si son altos los techos, y, con cierta frecuencia, el tiempo que hace que el rumor se formó: con los pasos, los ayes, los gemidos, las voces y los crujidos de las maderas. Lo del ratón que corre es lo actual. «A Inés la trajo en un viaje uno que mandaba una corbeta de comercio, muy gallardo él, demasiado conquistador. Iba a Brasil y volvía cargado de maderas preciosas. A Inés la metió en el barco, y tuvo que dar muerte a un marinero que se la quiso disputar. Dijo que se había casado, pero un día llegó a la Isla un hombre que le buscó; él tuvo que huir, perseguido, y no se supo más de él: quizá lo hayan matado, pero de eso hubiera habido nuevas. Los marineros, en los puertos, lo saben todo, y de este capitán de corbeta se murmura que aún anda huyendo de su perseguidor, que sería un hermano de Inés, o su padre o quizá, su marido, ¿quién sabe?» Aquí se interrumpió Marietta, y con el pretexto de traer algo de beber, salió con la palmatoria. Agnesse corrió al espejo, levantó la luz para alumbrarlo, pero no vio más que sombras confusas, ni oyó más que los roces de las sombras. Marietta volvía con una botella y copas; las llenó de un vino como topacio, ofreció a Agnesse: «Pues Inés quedó sola, más bien abandonada, en una casa vacía, y sin que nadie se atreviera a socorrerla, porque hay almas a quienes no conmueven las desgracias, más que las suyas propias, o las de alguien que les atañe de cerca, todo lo más. Se supo que Inés empezó a pasar hambre; se supo porque intentó vender una pieza de esas que tenemos todas, de las traídas de Oriente y que son la codicia de las burguesas. La mujer del comodoro Ricoveri me lo dijo, y también a la viuda De Imola, y entre las tres buscamos la manera de ayudar a la muchacha, que estaba en mucho peligro, porque era bonita de verdad, de una belleza que no se ve por aquí, un moreno distinto, como con oro, con los ojos verdes, y un cuerpo delgado y elástico que no sé a qué compararlo, si no es precisamente al tuyo, que debe ser así, salvo el color. Tú también eres morena, y tienes los ojos claros, pero tu pelo es rojizo, y el de ella rubio como el de uno de esos marineros del Norte que a veces desembarcan y parece que el sol no les deja ver las cosas; pero a Inés no le sucedía así, porque su tierra es de las de mucho sol, aunque también de mucha lluvia, según nos explicó. Pues acordamos que viniera a comer cada día a una de nuestras casas, como invitada de honor, al menos mientras no regresaba Antonio, que ése es el nombre de su raptor, o de su marido, y así fue, y cuando le tocó el turno de venir a esta casa, yo se lo dije a sir Ronald, que no le hiciera el desaire de comer solo ese día, sino que nos acompañase, para lo cual abrí el comedor de gala, el que te mostré esta mañana y tiene los muebles y los espejos velados. Pues fue verla sir Ronald, a Inés, y enamorarse de ella, y yo no sé a qué acuerdos llegaron, que él iba a su casa y pasaba allí muchas noches, y otras era ella la que venía aquí con precaución y disimulo, no sé si por capricho o antojo o como una travesura. Sir Ronald me pidió permiso para traerla, que no se metieron en casa sin más ni más; ya te lo dije, era todo un caballero, y yo, ¿qué iba a hacer ante un amor como aquél, un verdadero amor de locos? ¿Echarle? No sabes lo simpática que era, esta Inés, y lo buena. Hubiera sido pecado cualquier severidad, y, después de todo, que dos se amasen, ¿iba a trastornar el mundo? Pero una noche los descubrieron, ahí mismo, en la terraza, las tías de Ascanio, y le fueron con el cuento al ministro, que lo era ya, porque esto sucedió a poco de la revolución ganada. A sir Ronald lo expulsó de la Isla. ¡Un hombre tan cortés y tan inteligente, al que quería todo el mundo…! Y oí que eran tan bonitos sus versos…». Se detuvo. Había mantenido las manos recogidas en el regazo, y ahora las abría, un ademán de explicación o de resumen, no se sabe. Agnesse, anhelante, esperaba. Después preguntó: «¿Y ella? ¿Qué fue de ella?». Marietta cerró los brazos hasta juntar las manos como si fuese a orar. «¿Quién lo sabe? No se la volvió a ver. Hay quien dice… Pero, no, no, no puede ser. ¡Una persona tan bella y tan sensible, daba miedo tocarla, como si fuese un cristal de caramelo…!» «¿Qué es lo que no puede ser?» Marietta escuchó otra vez el aire, con insistencia; tomó nota de todos los rumores… Y, en voz muy baja: «Hay quien dice que Ascanio la encerró en el castillo a solas con Galvano. El general no tiene mujer, y está leproso, ¿comprendes? Dicen que a veces se le oye gemir, detrás de sus muros de piedra, y pedir a voces un cuerpo de mujer, aunque sea muerta». Agnesse se tapó el rostro con las manos. «Pues eso mismo se dice de algunas otras mozas que desaparecieron. Y que es tanto el horror que sienten después de dormir con él, que todas se suicidan. En el castillo hay pozos que no se sabe adonde van, si a la mar o al infierno.» Agnesse miraba el fondo del salón, a la parte sin luz. «Y, esas tías de Ascanio, ¿quiénes son?», Marietta de un soplo apagó la vela, y apagó también la otra, la de Agnesse. Así oscuro el salón, abrió un ventanal que daba a la terraza. Cogió a Agnesse de la mano y se la llevó en silencio. «Aquí, en este rincón. Y no hables.» Esperaron. Agnesse, a ratos, temblaba. La noche estaba plateada, y contra el cielo claro se veían las siluetas de torres y campanarios. Marietta acercó los labios al oído de Agnesse. «Mira, allí, por encima de aquellas terrazas.» «No veo nada.» «Fíjate bien. La torre del Podestá. A la derecha. Aquellos bultos que vuelan.» «¿Es que son brujas?» «¡Ay, contra las brujas hay conjuros y otra clase de remedios! Pero éstas son verdaderos demonios.» Se la volvió a llevar al salón, cerró otra vez las puertas, y mientras buscaba el avío de encender, le fue contando a Agnesse la historia de las Tres Gracias, llamadas también las Parcas, las Hermanas Funestas, los Endriagos, y otras muchas lindezas, que resumía Marietta en las Tres Viejas Putas. A Agnesse, lo que más asco le dio fue la Muerta, y lo de que en vez de baba le salía de la boca, por la comisura izquierda, el hilo de una telaraña (como es sabido). Arcaica.
«Y de los versos de sir Ronald, ¿no quedó nada?» «Algunos papeles dejó, que yo guardo por cariño, todo borrones y tachaduras.» «¡Si me dejase verlos…!» Marietta los trajo, un cartapacio de esbozos; y, después de acostarse, mientras duró la bujía, los fue leyendo Agnesse, a veces descifrando, y cuando se quedó a oscuras, la vela extinta, tenía el cuerpo encendido como si llevase luz, y le bailaba en la memoria un ritmo desconocido y hermoso. Tuvo que abrir un poco la ventana, de acalorada, y se durmió después: no se enteró de que la Vieja había estado a verla, la había mirado con ojos como lámparas de miedo, y se había encogido de hombros antes de reanudar el vuelo. «¡Bah, otra mujer bonita!»; que fue lo que repitió, en seguida, la Tonta.
2- – Salimos pronto, escasa todavía la luz. La alborada empieza a retrasarse, y, al levantarnos, la noche aún se columpia encima del estanque. Estabas tal vez enfurruñada: hablaste apenas. Ya nos habíamos alejado bastante cuando dijiste (¿Me dijiste? No parecía contar demasiado para ti, pero fue uno de mis errores), cuando dijiste que tenías que volar a Pittsburg, este fin de semana, a causa de una cita con un médico, que te recibiría excepcionalmente en sábado. No te pregunté por qué, o si estabas enferma: se me ocurrió entonces que obedecías, una más, a esa orden que os grita a las mujeres, desde el techo de los autobuses, que visitéis al ginecólogo al menos cada seis meses. Y te respondí que bueno, que procuraría aprovechar la soledad y tener algún cuento a tu regreso. «Hoy mismo, si nos da tiempo… Esta noche…», me respondiste: «¿No me preguntas para qué voy al médico?». «Confío en que haya razones. A las mujeres, según entiendo, os conviene no descuidar ciertas guardias.» Sonreiste. «La doctora Wagner, a quien voy a visitar, es un psiquiatra.» Casi salté del asiento: y te endilgué una larga requisitoria acerca de esa manía de los norteamericanos de visitar al psiquiatra como si fuera el dentista. «Así andan todos, aquejados de complejos que mejor les sería olvidar. Es como andar hurgando en las heridas, para que no cicatricen.» Iba a continuar pero me interrumpiste: «Yo no estoy enferma», y recalcaste el yo. Entonces, sólo entonces, comprendí que el sujeto de la consulta es Claire, y tomé tu confesión (también por alusiones puede uno confesarse) como permiso tácito para tratar abiertamente de ese tema que yo me había vedado de manera consciente y deliberada, aunque subyaciera, a veces con bastante claridad, a nuestras variaciones sobre un tema de amor dolido: en este cuaderno hallarás, desde el principio, referencias concretas para quien, como tú, está al cabo de la calle. Lo pensé sin embargo antes de responderte, no me dejé llevar por la alegría del muro derribado, y cuando me decidí, busqué palabras delicadas. Sí, no ignoro que los de tu generación habláis con libertad, y yo lo hago también; pero cualquier materia que pueda verdaderamente lastimarte, cualquier pregunta que implique necesariamente una irrupción en esa parte de tu intimidad donde duele, me la prohibo. Me has contado, quizá demasiado pronto, tus perplejidades eróticas de adolescente, las experiencias y las decepciones: me limité a escucharte, y si alguna vez te di un consejo, fue porque me lo habías pedido. Y si tratándose de Claire hemos hablado con más franqueza (paradójicamente, ¿verdad?), a lo de esta mañana no se había llegado, aunque cada uno de nosotros supiéramos que el otro sabe… Y no por falta de ganas, al menos por mi parte, me lo puedes creer. Te he visto tantas veces sufriendo, te he escuchado el relato de momentos tan incomprensibles e inaceptables para una muchacha normal, y tú lo eres, que estuve a punto de gritarte, de agarrarte por los hombros y sacudirte: «Pero, ¿no ves que es una aberración querer como tú quieres a un impotente? ¿No te das cuenta de que el juego que trae contigo, más que de amor, es de burla? Tenía que habértelo confesado: merecería, entonces, mi respeto. No haberlo hecho, continuar contigo en este tira y afloja, usarte como mujer para todo menos para lo que se usa una mujer, lo encuentro más ofensivo que un insulto, porque lo es de hecho, no de palabra, y si algunas veces he hablado de él de una manera hiriente y despectiva, a eso se debe. Fueras otra mujer, y me dolería lo mismo ver a un hombre que posee todas las gracias viriles menos la fundamental, que sabe fascinar y fascina, y se queda ahí, en la barrera, y se conforma como un narciso con verse rodeado de muchachas que lo adoran, pero cuyo mayor placer, cuya satisfacción más honda es la de saber que entre todas ellas, hay una que le ama de verdad. ¡Ay, Ariadna, en eso se originan sus orgasmos mentales! Y como no puede quedar con su satisfacción a solas, como un tenorio de pueblo, escogió a un amigo confidente para decirle que le habías besado en la boca… ¡Fue en ese mismo momento cuando comprendí lo que le sucedía! Por eso no olvidé el cuento, ni sus circunstancias, ni la expresión especial de picaro conquistador. Un hombre normal no necesita que otro sepa que una muchachita le ha besado. ¡Pues arreglados estábamos! Llegué a pensar en cierto infantilismo, pero no, no lo padece Claire, cuarenta años largos, casado una vez, y divorciado, ahora ya sabemos por qué. Yo, entonces, lo ignoraba, pero no podía creer que un sujeto tan atractivo, a quien escuchan las alumnas como embobadas, a quien se entregaría de buen grado la mayor parte de ellas, careciera de experiencia… Acerté al suponer que, para un varón impotente, que una mujer como tú le hubiera besado en la boca, era una buena victoria de la que hay que enterar al mundo. Ocultó que, tras el beso, hubieras quedado defraudada… Tampoco lo confesaste tú, pero lo sé, como otras ocasiones que me has permitido adivinar».
Semejante requilorio nunca llegué a decírtelo. Ni siquiera esta mañana, que hubiera habido razón y pretexto. Estuve a punto de empezarlo, pero pensé, y no creo haberme equivocado, que su contenido ya lo damos por supuesto desde hace meses, exactamente desde que me contaste lo del verano antepasado, en París, cuando estuviste con gripe, y él te cuidó muy animoso, y perdió por ti horas de archivos y bibliotecas; que te llevó a cenar a restaurantes íntimos y recogidos, con clientela de enamorados, y te hizo desear ser enlazada por la cintura como aquellas parejas, y no tenerte con la mesa por medio, hablándote de sus investigaciones… Aunque esto, mira, tenía su razón de ser: siempre te quiso conquistar con la potencia de su inteligencia, ya que no con otra clase de poderes. Y no es que desapruebe el que un hombre como Claire despliegue ante una mujer como tú las maravillas de su mente, a condición, claro está, de que, de regreso a la Ciudad Universitaria, te bese en el parque Montsouris para llevarte a la cama después en la Casa de los Estados Unidos, donde ambos habitabais. Me contaste con cierta melancolía que en el parque, esa u otra noche, con luna, lago, aire tibio y soledad, te explicó ce por be los episodios del asedio alemán en la guerra del setenta que tenían que ver con aquel barrio. Está muy informado en los detalles.
Lo que te respondí, pues, fue esto: «¿Y esperas de esa doctora un diagnóstico satisfactorio sin que haya examinado al paciente?». «Hay una descripción y una pregunta posibles. Lo que voy a contarle, lo sabes más o menos. Luego le preguntaré si es posible que una mujer, paciente, sacrificadamente, llegue a curar lo que estoy segura de que es curable. Claire y su madre tuvieron relaciones anormales: ella era eso que llaman una madre castradora. Deseo, creo poder deshacer el mal que le hizo a Claire.» Y te volviste a mí con rabia, como si respondieras a una objeción que yo no había formulado, que ni siquiera había pensado: «Para eso estamos las mujeres, ¿no? ¡Para eso somos como somos y tenemos lo que tenemos!».
Tardé esta vez también en responderte, y habíamos caminado algunas millas más; se veían ya las torres de la universidad, cuando te dije: «En cualquier caso, y espero coincidir en esto con tu doctora, será menester, será de todo punto indispensable, que para alcanzar eso que te propones, Claire confiese antes…». Me cogiste de la mano. ¿Por qué? «¡Ése es mi gran temor, que no sea capaz…! Pero yo le forzaré. Eso lo quiero consultar también, si en vista de que él se escurre, debo yo tomar la iniciativa.» Me atacó de repente cierta tristeza, la convicción súbita (inexplicable: no soy psicólogo, no conozco a Claire como tú) de que vas a fracasar. «Pues no pienses más en eso -te dije- no te obsesiones. Tu estado de ansiedad no es el más adecuado para llevar a cabo lo que intentas. Llegaría a recomendarte, no ya la libertad, sino la misma frialdad… Una frialdad metódica -añadí, riendo- y, como si dijéramos, de mera superficie. Porque lo que está debajo ya sé que no hay quien lo enfríe…» Habíamos llegado ya al campus. Nos mantuvimos en silencio hasta alcanzar la puerta. Allí te dije: «Si lo quieres, si estás con el ánimo dispuesto, esta noche te contaré lo que le sucedió a Agnesse en casa de la viuda, con la primera aparición de sir Ronald Sidney en la historia, y también ciertas noticias acerca de una mujer insospechada, Inés de nombre, brasileña. Sir Ronald la llamaba Agnes». «¿Otra Inés más? ¿No serán muchas?» Habías reído. «La historia, Ariadna, es la historia, y no olvides que la primera edición de las Melodías eróticas está dedicada a Agnes, no a Agnesse, como las demás. Hasta ahora se tuvo por la simple modificación del mismo nombre al pasar del inglés al italiano. ¿No estaremos equivocados? ¿Y no iremos a descubrir un secreto literario?» Nos separamos: tenías que continuar, tenías que adquirir el pasaje para el vuelo de mañana.
Encontré en la puerta un mensaje de Janine Baker, para comer juntos, si podía ser. No sé si la conoces: una muchacha judía de quien se dice que si un niño entrase en su laboratorio y mezclase los potingues de sus matraces y de sus tubos de ensayo, podría resultar del revoltillo una raza de monstruos que arrojase a los hombres de la tierra para suicidarse, los monstruos, luego. Solemos encontrarnos en algunas fiestas, donde las mujeres rodean a su marido y se lo llevan a un rincón, y allí lo mantienen protegido de una muralla de halagos, de sonrisas, de complacencias, porque dicen que Conrad Baker es el profesor más guapo de la universidad, y él lo sabe: inexplicablemente casado con esa judía genial, que puede que lo sea, lo de genial, pero también lo de judía; y los hombres, en las fiestas, la dejan sola, porque temen su inteligencia y se sienten incómodos debajo de su mirada: aun los más tolerantes de los humanistas, el propio Claire, no saben cómo portarse en su presencia. A Claire le oí decir, cierta vez que acaso bromease: «El que se acueste con la doctora Baker corre el riesgo de que le salgan de debajo de la cama, miríadas de homúnculos como gnomos, de esos que ella produce en serie; pero yo, la verdad, prefiero los de mi bosque, que no nacieron en probetas y me dan más confianza». Janine y yo hemos llegado a ser amigos, probablemente porque soy el que se sienta a su lado cuando los demás la dejan, porque a veces nos miramos y confirmamos nuestro acuerdo en algo en lo que los demás disienten, porque he llegado a mostrarle mi compasión por su soledad, que ella se niega a reconocer. Amo sobre todo sus ojos, jamás he visto nada semejante en fuerza y en belleza, de un azul violeta tierno y a la vez fulgurante, en los que se concentra y se te mete en el alma una inteligencia que parece arder como un amor, y que quizá, efectivamente, arda; dos punzadas azules que clavan al silencio las alas desplegadas del que escucha. Janine Baker no es feliz, y a veces habla conmigo.
3. – «No pasaré a recogerte. Iré directamente a la Isla.» Fue la primera vez que recorrí solo el camino: primero Western Road arriba y adelante; después, las vereditas entre los bosques, casi vacías y oscuras, la noche se iba echando encima. Me perdí un par de veces, de puro distraído, por esas soledades y esa hondura en que me iba metiendo, árboles y árboles, el color apagado, las mil lenguas dejando oír su murmurio, yo empeñado en convencerme de que no eran más que coniferas y otras especies similares, reserva forestal destinada a papel de propaganda impresa: ellas hablando cada vez más claro, cada vez más quedo: detenía el coche y escuchaba: oía entonces el silencio; pero si escuchaba un poco más, llegaban y me envolvían esas palabras a las que temo, que no quieren decir nada, pero que me arrebatan como una espiral de viento y me levantan… ¿hasta dónde pueden llevarme? Las metamorfosis del miedo son siempre incalculables. Como que alcancé el lago ya en los umbrales del delirio, trémulo e indeciso para llevar el coche por la senda segura, atraído como me encontraba por otras sendas de destino incierto. ¿Sabes que nuestra lucecita del portal, tan mínima y poética, envuelta en un halo de neblina, me devolvió a lo real, me permitió dejar el coche en buen lugar, elegir la mejor de las barcas y remar con la proa puesta a lo que me parecía un lugar de salvación? Lo iluminé todo, creo que llegué a hacer conjuros y, por supuesto, una taza de té. Sólo entonces pude encender la lumbre, y como cosa natural me senté ante ella: en un principio, atraído por las llamas que empezaban. Después, ya crecidas, se me ocurrió que la historia de ayer bien podía completarla. Estoy seguro de que lo hizo Agnesse, comida como estaba de la curiosidad: de que preguntó y averiguó sobre la vida de sir Ronald y sobre la muerte de Inés. Son acontecimientos que nosotros también debemos conocer, pero los procedimientos al alcance de cada cual no son los mismos, ni obligan a trámites idénticos: pues los dejamos, de momento. Además, se me subió a la cabeza, como se sube un furor, la quemazón de conocer al poeta, de escucharlo, y cuando aún no lo había decidido, me llegó de no sé dónde la ocurrencia de colocarlo ante sus propios versos, esos cuyos fragmentos había escuchado Agnesse y acaso haya seguido escuchando, y cuando casi estaba decidido, una involuntaria necesidad de juego me sugirió la posibilidad de mostrarle sus propios versos antes de haberlos escrito: yo, al entrar en el tiempo de sir Ronald, no abandono el mío, y yo, en mi tiempo, poseo un ejemplar de las Melodías eróticas. No sé si recuerdas las condiciones que Cagliostro me anunció para esta clase de entrevistas: penetrar en un sueño, convertirse en ingrediente de él. La persona así visitada lo olvidará, el suceso carecerá de consecuencias ulteriores, porque no nos es dado (insistió Cagliostro) modificar la historia con nuestras intervenciones. (Ya sé que te disgusta el método, que lo encuentras muy poco convincente. A mí me pasa igual. Pero, ¿piensas que alguno de los conocidos o de los no inventados aún, sirva para ir al pasado y entrar en la conciencia de nadie? Todos son convencionales, los míos como los de los profetas. Creer o no creer en ellos es cosa de la voluntad. Esa que has puesto en el trabajo de Claire, ¿por qué no la pones en mi juego? ¿Crees que el resultado sería muy distinto? La ciencia por un lado, la magia por el otro, nos llevarán a la misma conclusión. Pero la ciencia no ha descubierto todavía a esa mujer, Inés, que a lo mejor, casi con toda seguridad inspiró las Melodías eróticas. Empiezo a sospechar que Agnesse fue una impostora. ¿No crees que eso solo basta para justificarme? ¡Anda, no frunzas el ceño y ven a jugar conmigo!)
Fue seductor como un pecado, fue una placentera tentación, fue al mismo tiempo una atractiva experiencia intelectual a la que me entregué con los sentidos espabilados, alertas a los matices y a los pequeños detalles. No tardé mucho en encontrar, en el tumulto de la historia, la mañana del día en que la viuda Fulcanelli había invitado a comer a Inés: había niebla y sir Ronald dormía el sueño de la madrugada. Me demoré unos minutos en curiosear, la habitación era la misma del dosel: sus objetos, los papeles en que escribía, los pocos libros. Pude leer el comienzo de una novela fantástica, de las que Ronald tituló Robadas al diablo, que iba publicando en revistas inglesas, y de las que vivía desde su escapatoria. Ésta, titulada Bajo el halda de Martina, no debió de terminarla, porque no aparece en ninguna de las colecciones conocidas, pero las imágenes que en aquel momento ocupaban su sueño me mostraron que seguía pensando en ella, aun dormido: claro que en el sueño tales imágenes no aparecían en orden, sino en tumulto y vaivén, a otras ajenas mezcladas, pero formando un conjunto como un mundo, cerrado y compacto, por cuya superficie no se podía penetrar: hasta que cambió de postura, el durmiente, en la cama; en aquella fluencia se hizo una especie de grieta, y pude dejarme resbalar hasta un ámbito del espíritu infinito, radiante de luz dorada, pero vacío, ya que mi intromisión había ahuyentado, o destruido, o diluido en átomos fugaces, el torbellino acabado de contemplar. Pero no desapareció: fue como cuando el matón irrumpe en el corro de los niños, que se escapan, pero no se pierden de vista, sino que, alejados, esperan la sazón de reunirse otra vez, de recomponer el grupo. Lo que sucedió con aquellas imágenes del sueño de sir Ronald fue que regresaron a la luz y al vacío, aunque ordenándose de distinta manera, porque formaron una calle que, no puedo explicar por qué, supe en seguida que estaba en Edimburgo; en ella una taberna. Me dejé atraer y deslumbrar por el olor a whisky viejo, por el color de grabado antiguo. Yo me había sentado, y esperaba a sir Ronald: apareció en seguida y se instaló con seguridad en su propio sueño. Me miró o tuvo conciencia de mí como la cosa más natural del mundo. ¿No lo encuentras curioso? Algo tan inesperado y al mismo tiempo tan absurdo como mi presencia en sueño ajeno, quedó inmediatamente justificado, incorporado a las imágenes propias, creación de la mente dormida: como que llegué a mirarme y a no verme, aun a sabiendas de estar allí; acaso solamente voz. O ni eso. (Entonces, ¿qué?) Imagino que la realidad indudable de mi intromisión se había acomodado a un esquema general según los modos de sir Ronald para inventar historias de misterio. No lo tomes a broma, Ariadna; durante el tiempo que duró aquel sueño, no pude evitar mi propia consideración como espíritu sutil, aunque relativamente bien informado acerca de ciertas cumbres de la poesía. El tomo que llevaba conmigo, Erotic Melodies, es una de esas admirables ediciones marcadas con tres coronas, ricas en notas y en bibliografía; lo dejé encima de la mesa antes de que sir Ronald se sentase, y él, aunque lo vio, respondió primeramente al mozo que le preguntaba, un poco por rutina, lo que quería tomar. Dijo que té. «Lo acostumbrado, señor, era, hasta ayer, cierto whisky que le tenemos reservado. El señor se rió siempre del té y de los ingleses que lo toman.» «Sí, eso era hasta ayer, pero, ahora, lo que apacigua mis entrañas es un poco de té.» «Entonces, señor, ¿tanto han cambiado las cosas en tan pocas horas?» «Sí, Martín; desde ayer han pasado algunos años y bastantes dolores por este mi perplejo corazón. Tú, la taberna, el whisky, no sois más que recuerdos.» Mientras el camarero se alejaba, empujé hacia el poeta el volumen de los versos, tan delicado y gracioso, color de hueso, letras verdes y azules de una caligrafía romántica, y complicados garabatos de añadidura. Lo recogió y miró, se sonrió, hizo un mohín de sorpresa y empezó a pasar páginas, sin detenerse mucho, como quien lee sólo dos o tres versos al azar; después se volvió hacia mí. «¿Por qué me trae esto? No son míos, los versos, no los reconozco.» «¿Podrían, por lo menos, llegar a serlo?» «Pues no sé… Ahora todo es posible… Me doy cuenta de que duermo y de que estoy soñando y acaso esos poemas que me presenta responden al deseo secreto de volver a la poesía, quizá también al amor. Secreto, muy secreto. Pero, como usted sabe, siempre se sueñan disparates, y todo esto es uno de ellos, alguien a quien no veo pero que habla y me muestra unos versos que aún no fueron escritos.» Se calzó las antiparras y se puso a leer: esta vez el primer poema, con detenimiento, mirándome a veces y con cierto interés. Me atreví a preguntarle si le gustaba. «Sí. Son buenos versos, son versos excelentes, y los escucho como una música que hubiera deseado oír, pero no viniendo de fuera, como ahora, sino de mi corazón. De haber permanecido fiel a la poesía, hubiera alcanzado esta clase de perfección, que, lo reconozco, aguardaba al final de mi camino como la meta a que estaba destinado. Porque la perfección, como usted debe saber, como muy poca gente sabe, no es la misma para todos, sino que a cada cual le corresponde la suya, a Shakespeare, a Donne o a mí. Pero yo me detuve antes de tiempo.» Volvió a leer el poema. «Además -continuó- esto nada tiene que ver conmigo, salvo el estilo. Se refiere, eso sí, al último de mis poemas; incluso cita un verso, pero habla de amor, y yo no estoy enamorado.» «¿Y si estuviera a punto…?» «¿De amar? Carezco de esa disposición de ánimo que, al apetecerlo, lo facilita, y el amor, por otra parte, no me dejó muy buen recuerdo, aunque al principio no me haya tratado mal: fue el último el que me zarandeó, usted conoce la historia, y me arrojó a la cuneta: por eso estoy aquí, en la Isla, como un enfermo y como un vencido. Pero es cosa distinta, lo de antes y lo que pudiera ser ahora o, más exactamente, lo que ya no puede ser. Cuando se es joven, el sexo empuja y deslumbra, y se acaba por amar el objeto deseado: porque se le quiere poseer, porque se le ha poseído ya y el recuerdo sostiene la esperanza. Ahora, el deseo no llama a mi corazón desencantado: todos los días contemplo con bastante indiferencia a las muchachas bonitas, que las hay, no tiene usted más que llegarse al Mercado o al paseo de la calle Real, a eso de las doce: jamás se me ocurrió amar a alguna de ellas, menos aún desearla. En cualquier caso y en mi situación, el amor sería previo al deseo, y hasta podría vivir sin él, y esa clase de amor ya no me importa. Quizás, enamorado, volviese a desear: y sólo así…» Repasó, segunda vez, el libro, ahora rápidamente. «Hay versos como relámpagos», dijo, casi para sí, en un momento. Le sugerí que se detuviese en el poema III y que lo leyese en voz alta. Lo hizo, y yo creí estar escuchando a Claire, la voz de Claire, su entonación; después se quitó las antiparras y me miró francamente, como si me interrogase. Le expliqué que se tenía por un poema muy bello, pero muy pocos estaban de acuerdo con su pensamiento. «Yo tampoco lo estoy -me respondió-; no creo en Dios, pero no soy supersticioso. El poema, en el fondo, propone sustituir la teología por una demonología. Viene a decir que si Dios existiese, todo andaría en orden por el mundo y por el Cosmos, así los astros como las conciencias; pero que en la falta de Dios se origina el desconcierto. No dice si Dios no está porque se fue o porque no estuvo nunca, pero podemos pasar por alto ese descuido, por cuanto no varía el resultado. Al no estar Dios, las fuerzas cósmicas son libres, se desbarajustan, se enmarañan, trasladan sus efectos más allá de los ámbitos propios, trastornan la realidad. Si existe una misión para las estrellas, será la de ornamentar el cielo, y sostener al mismo tiempo el equilibrio universal. ¿Por qué, entonces, influyen en los destinos? ¿Y por qué ha de constar escrita nuestra suerte en las rayas de la mano? Alguien que conocía esas fuerzas y sabía aprovecharlas mostró a María Antonieta su ejecución en la guillotina, y la hizo morir dos veces. En resumen: que el poeta cita algunas supersticiones, y asegura creer en todas porque son evidentes, cosa que Dios jamás fue, aunque debiera haberlo sido.» Se quedó meditando. «Es un poema bonito. El poeta lo escribió porque, de pronto, algo sonó en su vida, no como Libertad, sino como Destino. Así, se explica.» «¿Piensa usted que, en situación similar, lo escribiría?» «Ya le dije que no. Mi alma quedó vacía de creencias, y tampoco creo en nada de eso que inventaron los hombres en el nombre de Dios o para sustituirlo: de la Justicia abajo, todo son meras palabras. En cuanto al Destino, el mío me trae días tan iguales que su monotonía no puede conmoverme hasta el punto de obligarme a aceptar una nueva metafísica. No creo, finalmente, en los demonios, aunque escriba acerca de ellos, porque lo que hago en realidad es inventarlos.» Le rogué que se detuviese en el poema XXII, tantas veces recitado por Claire en mi presencia: habla de una miniatura de velero encerrado en un frasco, y se pregunta si, ya que le han dado proa para partir las olas, velas para llenarse del ímpetu del viento, por qué le han encerrado entre paredes de vidrio que le tienen inmóvil en un mar dé escayola pintada. «Este poema, dijo sir Ronald, hubiera podido ocurrírseme, a condición de haber sabido a tiempo que existen esos barcos metidos en botellas: pero le juro que jamás he visto uno, ni me llegaron noticias de su invención, que será cosa linda. Pero yo, insisto, los desconozco. Y le advierto que aquí, en La Gorgona, en el barrio de los griegos, están los mejores constructores de navios del mundo, y algunos hay que los hacen en miniatura, aunque no tan pequeños que puedan caber en este frasco. En cualquier caso, se trata de un sentimiento juvenil, que es cuando el impulso arrastra y la ley frena. Me pregunté muchas veces lo mismo que el poeta, y acabé por no hacer caso ninguno de la ley. ¿Sabe usted? Yo me había casado con una mujer bella, cuya opinión sobre el uso de los cuerpos no coincidía con mi deseo: yo quería que los nuestros viviesen la exaltación del amor; ella no desnudaba el suyo, considerado únicamente como receptáculo legal de mis excedentes vitales, de los cuales, si acaso, nos nacería un hijo: que nació, pero es cuestión aparte. Yo buscaba en la dicha la aprobación de Dios; ella la veía en el posible, en el ansiado enriquecimiento. Yo invocaba, en mi auxilio, a la vida: ella, a los representantes de la Iglesia Reformada Escocesa, que le imponían sus leyes tristes. No me quedé como el barco, sino que rompí los vidrios y dejé que los vientos me alejasen. Pero eso ya pasó. Ahora ya no hay ley que me embarace, pues si es cierto que prohiben todavía dar muerte a otro, salvo cuando se cuenta con autorización del Estado o se hace en nombre de una gran idea, la verdad es que no deseo matar a nadie, de modo que es como si no hubiera botella.» «Cuando escribió usted este poema, estaba enamorado», le dije. Se echó a reír. «¿Debo entender que la pared del frasco representa a esa ley natural que me veta, del amor, aquella plenitud y aquellos ardores de no hace más de un año? Si es así, el sentimiento que informa ese poema no lo reconozco como mío. Se puede protestar contra la tiranía, no contra la realidad del propio cuerpo. Eso lo hacen las personas vulgares; un poeta debe asumir su ser y todo lo que en él se engendra.» «¿Piensa que será poético quejarse de que la amada se haya negado al placer?» A sir Ronald pareció dejarle algo perplejo y quizá incómodo, ese brinco inesperado y brusco de un tema a otro, el paso de un sentimiento a otro enteramente distinto. Toda vez que yo no estaba, que no pasaba de voz, no podía mirarme; por eso miró el libro: como a una persona. «Si es poético o no, no puedo resolverlo ahora, porque cuando mis manos llamaban inútilmente al cuerpo de lady Carolina, todavía no era más que poeta en ciernes, de los que sólo ven la superficie; versificaba según la moda, pero jamás se me hubiera ocurrido poner en verso mi decepción. La cual, evidentemente, existió, ése es otro cantar, y una de las razones por las que la he abandonado (suspiró), a lady Carolina, hermosa y profundamente imbécil…» «¿Quiere leer -le dije entonces- el poema XXI?» Lo hizo; creo que lo leyó dos veces. Es aquel en que el poeta, ante la negativa del cuerpo amado a sentir, se pregunta por qué no quieren sonar las cuerdas de la guitarra, por qué no quieren cantar su canto acostumbrado las estrellas, por qué enmudece el cuerpo; y en un momento del poema, hacia el final, hay unos cuantos versos en los que el cuerpo, la guitarra y las estrellas parecen ser la misma cosa, las mismas sensaciones y sus músicas: tiene fama el pasaje de confuso, y por supuesto, de panteísta. No se lo pareció, sin embargo, a sir Ronald. Y lo que halló de mayor interés fue precisamente esa incertidumbre o fusión en un ser único de estrellas, guitarra y cuerpo. «Lo que voy a decirle puede usted relacionarlo, si le parece, con esos otros versos de la superstición y de Dios: pues, si, en efecto, no existiera el Señor, es indudable la unidad del cosmos, y de alguna manera todos somos todo y estamos en todos. Mas, en cualquier caso, la tendencia del amor a complicar el universo, a implicarlo en su movimiento y en su vida, parecería una tendencia natural de lo que es de por sí también cósmico y terrible. No sé si usted conoce lo que dijo un poeta español al referirse a Dios, que acababa de pasar por un jardín: que sólo con su presencia había revestido a las cosas de la belleza divina. Todos lo hemos sentido, y ese poeta con el que sueño, ese mismo yo ignorado, al parecer lo cree y lo siente todavía: un hombre para el que el cuerpo de la amada es el puente por el que se une a la totalidad, y la interposición de la guitarra, si en un momento del poema parece que va a servir de intermediario, después se advierte claramente que la trae a cuento porque, para el poeta, también es música el amor. ¿Se fija usted? Música que puede ser pitagórica; el cosmos involucrado, el ritmo universal… En todo caso, trascendencia. Le hubiera gustado a Donne, y yo mismo reconozco que ese entendimiento del amor como música infinita es una buena idea, si bien implica el riesgo de pasarse la vida dirigiendo un monótono concierto para coño y orquesta. [3] Desmesurado, siempre desmesurado. Me acuso de haberlo sido, me acuso de no importarme volver a serlo. Tuvieron que venir los franceses para poner las cosas en orden, y, sobre todo, a limitarlas. Los franceses, amigo mío, le cortaron las alas a ese amor vocado al vuelo demasiado alto, y lo redujeron a una cuestión de alcoba, cuyos muros no traspasa jamás. El cuerpo es una cosa que goza, que se ensucia y que se hastía. ¡No hay estrellas, ni siquiera guitarras!: cama, y fatiga al final. ¿No le desilusiona lo que piensan los franceses?» Se quedó un poco pensativo, acaso un poco triste, como si algunos recuerdos se hubieran embarullado en la meditación. Entonces aproveché su silencio para pedirle que, como prueba final, leyera el poema XXVII, aquel que empieza: «¡Imbéciles!», increpando no se sabe a quién (la crítica no ha logrado aclararlo). Y después dice más o menos, esto que resumo aquí: «He gozado el más bello orgasmo de mi vida, y mi niña lo gozaba también. ¿Quién dice que cada cuerpo es la muralla del otro? Porque yo sentí lo que sentía ella, ella lo mío, y ambos el mundo entero palpitar, goce que circuló por los cuerpos y por los astros como sangre universal y compartida. Ahora lo cuento con los versos más bellos de mi lengua: necesitaría vivir otra vida encima de la mía para que este placer fuera suficientemente recordado, para que estos versos fueran suficientemente dichos. ¿Tendrá memoria la muerte?, ¿tendrá labios?». Quedó callado, y luego dijo en francés: «Que c'est beau, le poéme!», pero se echó a reír. «Insensata utopía, vanidad, ganas que tiene este poeta admirable de que le crean un corredor olímpico. Y pase el deseo de que los versos se sigan recitando, porque son estupendos; pero ¿de veras un orgasmo puede ser tan glorioso que merezca el recuerdo perdurable del que lo ha experimentado? ¡Si todos son iguales! Los hombres padecemos la insufrible repetición de ese placer que nos gobierna y que nos decepciona. ¡Si acaso, las mujeres…!» Releyó, sin embargo, el poema, y se detuvo en los versos finales: los repitió, no una vez, sino cinco, diez, y no con entusiasmo o desdén, sino maquinalmente, al tiempo que empezó a llenarse la taberna de seres incongruentes, de objetos locos: en la carreta de la guillotina, cuarenta maniquíes de ambos sexos se mostraban maniatados, bien visibles las señales que la cuchilla había dejado en sus gargantas, recompuestas después inútilmente. Un ángel vestido de clown y su equiponcio con manto y corona reales, el cuerpo de pipas pegoteadas de melón, tomaban unos vasos de cerveza como grandes amigos en una esquina, mientras en la calle el cortejo esperaba al rey y la farándula al clown. Había guerreros de especies raras que traían en sus lanzas, ensartados, a guerreros de especies usuales; un niño perdido en el bosque pregunta por la puerta que lleva al Jardín de las Manzanas Mortales y también por los grandes pasadizos, que poco a poco suplantan las paredes de la taberna, como si éstas hubieran caído y dejasen al descubierto las entrañas de todos los misterios: del cielo, del infierno y del palacio de los sultanes turcos: si bien resulta que odaliscas a millares sustituyen a los genízaros, armadas de sus armas, y viven en perpetua conspiración de serrallo para poner cada una en el trono a su propio hijo antes de que vengan a cegarlo, de modo que no acaban nunca de degollar sultanitos. De animales no había tantos, y los que había, de los inexistentes, aunque garantizados por la tradición oral y la iconografía, como el unicornio, y de los especialmente descubiertos por sir Ronald en sus safaris por su propia cabeza, como el famoso tentempié, un elefante sin patas ni trompa, con cabeza de chorlito, que siempre anda rodando por imposibilidad de mantenerse erguido, y de ahí su nombre. La espada parlante daba un mitin, no logré averiguar si político o profético, subida al primer rellano de la escalera, y la flauta voladora se tocaba a sí misma deambulando por rincones aéreos. Había muchísimas cosas más: heterogéneas, brillantes y, algunas, terribles, como una boca dentada que lo engullía todo, fuese o no comestible, después de devorarlo; pero no las recuerdo bien, mira tú, con lo bonito que hubiera estado redactar un catálogo de todas ellas y proponerlo a la gente para que se enterase de lo que el mundo necesita, y no esas bobadas inútiles que nos ofrecen los escaparates. En medio de esa baraúnda, sir Ronald permanece tranquilo, repitiendo los versos, pero con aire cogitativo. «Me pregunto -dijo por fin- por qué apareció usted en mi sueño, por qué me trajo esos versos que no recuerdo ya. ¿Será que algo en mi interior no se siente satisfecho de que ahora invente monstruos y misterios? No puedo responderme, no lo sé… En todo caso, yo no soy un imbécil.» El cuerpo de sir Ronald dio una vuelta en la cama, y yo salí de su sueño, desierto de repente como si un viento fuerte hubiese barrido sus figuras: el mismo viento, seguramente, que sacudía las ventanas de la cabaña y batía contra los vidrios montones de hojas secas.
Me hubiera gustado continuar; escuchar a sir Ronald al cabo de este mismo día, cuando Inés acaba de marcharse; pero en ese momento se oyó la bocina de tu coche.
4. – Me quedó, de aquella conversación, de aquella experiencia increíble cuanto inverosímil y, sin embargo, cierta, una satisfacción interna, como una sensación de plenitud y triunfo comparable, sin embargo, a la del montañero que consigue escalar la parte ardua de la cumbre imposible, y desde allá arriba contempla las dificultades y la inutilidad de su proeza: ¡Inútil sobre todo, perfectamente poética, como un verso en el que se dijera, palabras escogidas y candentes, lo que se puede decir en prosa y lo que en último término no es indispensable que se diga! Escrutaba tu rostro, al relatártelo, y descubría en él, contradictorios, el interés y la repulsa. Y en tu inmediato comentario pasaste casi por alto el tema para alargarte en algo a mi juicio secundario y de valor melodramático: lo de las chicas entregadas, según lo que contara la viuda Fulcanelli, a las inmensas soledades del castillo para ser encontradas por la Carroña Viviente, para servirle, Inés entre ellas, de amantes transitorias. ¿Cuántas veces? ¿Podrían sobrevivir a la primera? Imaginabas la cara carcomida mirada con los ojos de espanto y muerte de Inés, puro grito ya, inútil el pataleo, cuando ya una mano que iba dejando pedazos de sus dedos la sofaldeaba. Y me dijiste que te gustaría entrar en el castillo y ver de cerca al Héroe, amparada, como estabas, por la invisibilidad y el siglo y pico de distancia. «Yo no me fiaría en tu caso. ¿No nos han visitado las Hermanas Siniestras? Un frenesí de amor puede dar a los ojos de Galvano el poder de descubrirte, invisible y futura.» Lo tomaste por broma: hiciste bien.
Hubo que echar leña al fuego: contemplándolo yo, se había amortiguado. Y, mientras las llamas se crecían, me contaste no sé qué de tu vida aquella tarde, y una conversación telefónica con Claire, que te encargó buscarle una fotocopia del artículo de Spencer y te habló de su próximo viaje, un día de éstos, a Wisconsin, a tratar con Norman Leeds. Me preguntaste quiénes eran, ese Leeds y ese Spencer; te respondí que lo ignoraba, y que probablemente se trataría de gente de relieve intelectual escaso, respuesta con la que sólo dilataré unas horas tu ignorancia de la situación verdadera de Claire: porque, mañana, cuando regreses, ya habrás leído el artículo de Spencer, ya sabrás a qué atenerte. ¡Ah! Conseguí, sin embargo, que esta noche buscases en mis fantasmagorías distracción, como se busca en el cine. Y que, al final, me dijeses, satisfecha, «¡Hasta mañana!».
Puestas así las cosas, todo fue fácil; y, la crítica olvidada, te di a elegir entre la contemplación y el vuelo. Me preguntaste si podríamos competir con las Hermanas Hermosas; te respondí que, a nuestro modo, somos inimitables, como ellas: pero que, al mismo tiempo, no somos imitadores, ni de aves ni de brujas, y podemos volar según nuestro propio estilo, nada espectacular, sencillo y práctico únicamente: un salto, de la mano, y al espacio… y cuando te lo decía, ya habíamos traspasado las llamas, ya recorríamos cielos diáfanos en demanda de la Isla, que apuntaba a lo lejos, casi al borde del crepúsculo por la parte más oscura: lo natural viniendo como veníamos de occidente. Lamenté que la hora nos impidiese contemplar a Galvano en una de sus apoteosis vespertinas, porque, efectivamente, a nuestra llegada, la gente se disgregaba de la plaza, y había quedado desierta la terraza del castillo de su inquilino habitual: de modo que tuvimos que buscarlo. «Lo encontraremos en un rincón, tomando el fresco de la tarde, que está pesada.» Y así empezó la recorrida de terrazas, el husmeo en recovecos, el fisgoneo en torrecillas y poternas, aquí, no; allí, tampoco: se habrá metido dentro. Y nos hallamos sin querer en un enorme corredor de tracería gótica, que nos llevó a un salón vastísimo, eminente de bóvedas, y a otros algo menores, con ventanales, sin ellos, cuadrados, redondos, alargados, sencillos, complicados, claros, misteriosos: todos desnudos, todos de piedras tan precisas que podrían contarse: sin un mueble, sin un rincón de cascote amontonado, como acabados de barrer. Escaleras visibles o escondidas, grandiosas o menores, a veces voladas como estructuras audaces e inservibles (¿adonde conducirían semejantes manierismos?), y una galería de arcos abierta a la mar, enrojecidos ahora por la luz de poniente. Vacío, sin huella de hombre, sin ruido. ¿Dónde estará el general? Sin un rumor que orientase, rastreaban las narices huellas posibles de hedor, pero en el aire olía el salobre marino. De gritos de mujeres, por descontado, nada. Y al encontrarnos, indecisos ya y desorientados, ante las escaleras descendentes, las que llevan a las mazmorras y cámaras de tortura, nos miramos. «Ahí no puede estar», dijiste, Ariadna, dando una prueba más de tu sentido común. Y yo, propenso, como siempre, al disparate, te respondí preguntando: «¿Y crees que estará en alguna parte?». Temías encontrar en las mazmorras cuerpos muertos de hembras aterradas -dijiste; y yo te respondí que eso era lo que íbamos buscando, aunque también la fuente del terror. «No me atrevo, no quiero.» Y volviste la mirada a la mar, entonces de un hermoso color violeta, como si quisieras que sus sales te lustraran los ojos del mismo presentimiento de la carroña. Y así quedamos hasta que nos llamó, de repente, la atención, la luz de unas ventanas; entramos en un salón de holgada latitud, en cuyo testero se enfilaba una serie larga de vitrinas alumbradas, veinte o treinta quizá: acercados a ellas, vimos que en cada una lucía, con su uniforme, un maniquí, como esos que se ven en los museos militares, caras con el bigote, cabezas con la peluca, según la moda. Eran, lo comprendimos, los uniformes de los Grandes Comodoros que habían gobernado la Isla como Podestades, y su talasocracia como Almirantes: un marbete por vitrina informaba del nombre y de las fechas correspondientes: acceso al almirantazgo y a la muerte. La última vitrina, la destinada a De Risi, la habían dejado vacía de titular y de atuendo. ¡Y qué derroche de oros y de escarlatas, qué reverberación de condecoraciones y escarapelas, qué belleza de empuñaduras en las espadas, qué variedad de plumas en los sombreros! Un repaso metódico, desde el primero al último, permitía asistir a la evolución de los calzones y las casacas, hasta llegar a la última, la más bella de todas, que ya no era tal, sino frac engalonado, oro y rojo sobre azul, ceñido a un maniquí juncal en actitud castrense, el cuerpo hacia adelante, el brazo diestro en alto, empuñado el acero fulminante; y decía el marbete: «El almirante Botafogo en la batalla de las Islas Espóradas (Kos), el siete de septiembre de 1796». ¡Menuda gallardía, la de aquel artefacto! Le habían puesto el mirar tan fiero, que tú casi escuchaste el estampido de las andanadas.
Comentabas la elegancia de aquellos trajes: las palabras textuales se me fueron, pero quedó sentado que te gustaban, y que también deplorabas la vulgaridad del corte, la pobreza, de los nuestros actuales. ¿Qué tal te sentaría el miriñaque, en vez de aquellos blue-jeans que vestías? ¿Y a mi salero viril una de aquellas casaquitas, aunque verde manzana? En esto estábamos, broma va, broma viene, imaginándonos en el París del Consulado y no en el Estado de Nueva York, año el que sea tras el acceso a la luna, cuando oímos un ruido, ¡el primero desde que habíamos violado el secreto del castillo, desde que lo habíamos recorrido en busca o persecución de alguien, quizá de un hombre, quizá sólo de un fantasma, en todo caso de un personaje histórico! (Se puede leer en los libros de texto, Gobierno del general Della Porta, de tal año a tal año.) Oímos el ruido, el de unos goznes que se lamentan largamente, con un aullido tan delgado que pudiera también ser el ay de un lento orgasmo. ¡Hay quien se expresa de tan raras maneras! Y, allá, en el fondo de la estancia, contra el vano de la enorme puerta abierta, se perfiló una sombra, en seguida una mera silueta, en cuyo movimiento se advirtió, de repente, cierto desequilibrio a la derecha: la cojera de Ascanio, pudimos comprobar, cuando se hubo acercado a las vitrinas. Inmóviles nosotros; tú, Ariadna, estupefacta, ¿quién podía contar con aquella visita, ajena a nuestras intenciones tanto como a nuestras voluntades? Asistimos a la contemplación de aquellos uniformes, en éste más que en aquél, tiempo sin prisa en cada uno, toda una vida en el último: hasta que finalmente se despojó Ascanio de su casaca civil, se encasquetó la del almirante Botafogo, y después de completar con bicornio y espada aquella metamorfosis, se encaminó tranquilamente a un espejo de cuerpo en el que no habíamos parado mientes: un encuadre de barco, palos, mástiles y velas, y justamente delante, la bitácora, lo redimían de la vulgaridad especular para entregarlo a más nobles funciones. Ascanio Aldobrandini, trasmudado él sabría en quién o en qué, se situó ante el espejo, inclinó el torso, alzó la espada, y con voz redonda y fuerte, silabeando, exclamó: «¡Al abordaje!»
«¡ Al – a – bor – da – je!»
todo el imperio del mundo cargado como un acento en la última sílaba, que ascendía por ello un semitono, que se alzaba en el aire con curva de parábola, y que de todo el material sonoro que constituía aquella orden, fue lo único en subsistir al prolongarse indefinidamente por los salones, por las crujías, por los largos corredores, hasta salir por las ojivas y perderse ondulante sobre la mar: estruendo de vendaval en las jarcias, tableteo graneado de la fusilería. Comentaste, Ariadna: «¡Va a despertar al general!». Porque ambos habíamos pensado que Della Porta dormía.
5. – Desde aquella rotonda recoleta, con un eje estrellado para que los cañones de antaño (hogaño son más sutiles) pudiesen amenazar todos los puntos del abanico del horizonte, se veía un pedazo de mar hacia abajo y un pedazo de luna hacia arriba, y más bien se adivinaba, o suponía, el círculo remoto en que el cielo y la mar juntaban sus materias. Te gustó el escondrijo, a cobijo del viento, y en él te acomodaste (es un decir) y yo a tus pies, más o menos según lo acostumbrado en la cabaña remota: a la que no querías regresar, de momento, porque el lugar y las vistas hubieran atraído acaso a tu memoria el recuerdo de días felices. (¿Es que lo fueron los tuyos, en la infancia, alguna vez? ¿No habré pecado de tópico retórico?) Pues por ésa o por otra razón, nos quedamos allí, en espíritu y voz, y me dijiste que no entendías bien lo que acababas de ver, aquella operación de disfrazarse Ascanio de almirante, sin por qué ni para qué inmediatamente comprensibles: aquella metamorfosis que únicamente explicaban la locura o cierta clase larvada (diríamos latente) de estupidez, si no de infantilismo: pues a nadie con dos dedos de frente se le ocurriría una explicación distinta que fuese por igual satisfactoria, salvo si consistía en unir en el mismo revoltijo, quiero decir, en la persona de un niño estúpido, las razones apuntadas. Te respondí que nos hallábamos ante un hecho real e indiscutible, visto y testificado por entrambos, que había durado un buen rato, lo que tarda en llevarse a cabo algo tan complicado como un abordaje en alta mar, con sus fases de iniciación, culminación y victoria, reflejadas en las posturas, en los movimientos, en las voces de Aldobrandini, «¡Fuego a babor! ¡Adelante la infantería!», y que una vez concluido, había permitido a su protagonista abandonar las ropas profesionales, recobrar las civiles y regresar renqueando un poquito a sus lugares corrientes de habitación: no en el castillo, por supuesto, ya que habíamos oído claramente la cascabelería de su calesa calle abajo. Era, pues, evidente, y a lo evidente no conviene remejerle las tripas, menos aún buscar en ellas un mensaje, sino dejarlo en su ser, y ahí está: Ascanio Aldobrandini se viste de almirante y dirige batallas; lo hace además con frecuencia, pues lo que vimos revela un regular entrenamiento. Si acaso, este descubrimiento involuntario debería provocarnos a mayor simpatía hacia el interesado, por quien hasta ahora no sentíamos ninguna, al menos yo, lo reconozco: pues un sujeto con imaginación tan viva no puede reducirse a los límites sabidos de un tiranuelo local obsesionado por la sexualidad. ¿No crees que convendrá investigar sus intimidades, siempre con la esperanza de descubrir algo más que lo redima de una opinión tan radical como la nuestra? No debe de ser de las llanas su conciencia, sino de las abruptas, y estoy seguro de que se nos mostraría una inteligencia viva y una fantasía mediana que hubieran dado más de sí si no fuera por ese bloque instalado en el mismo centro donde se encierra lo indiscutible y lo irreductible: habría que remontarse a los tiempos del colegio, allá en Napóles, cuando el padre jesuíta los despertaba a maitines, no para rezarlos, sino para recordar a los muchachos que habían de morir, y que no se durmieran a pierna suelta. Allí también habían aprendido que el camino derecho que va al infierno arranca del pitilín, y que si quieres salvarte, hijo mío, haz lo que te mando. «¡ Pero eso nada tiene que ver con el disfraz y el abordaje!», casi me gritaste. «En efecto: no se relacionan, sino que coexisten, pero el mero hecho de coexistir ya es significativo.» Esta última parte de mi razonamiento, si es que puede llamarse así, no debió de parecerte digna de ser considerada, puesto que, como si nada hubiéramos dicho, me objetaste que si los hombres se hubieran mantenido en la mera y gratuita contemplación de los hechos evidentes, como yo proponía, permaneceríamos aún en lo más remoto de la prehistoria; a lo que yo te aduje que probablemente me hubiera traído sin cuidado, y que si te interesaba la experiencia, podíamos retroceder unos cuantos millones de años, lo mismo que lo habíamos hecho un par de siglos, y sin abandonar el lugar en que nos encontrábamos (la Isla, por supuesto, no el castillo), ver qué pasaba y hasta qué punto era satisfactorio. Pero que si el viaje no te apetecía, toda vez que tampoco nos pondríamos de acuerdo acerca de lo visto y lo sabido, pues yo estaba bastante lejos de considerar a Ascanio un estúpido, menos aun un niño, y tú rechazabas cualquier clase de discusión que pudiera consistir en algo más que en la reiteración sistemática y monótona de los mismos argumentos (que es en lo que consisten las verdaderas disputas, de las que el acuerdo queda excluido por definición), lo mismo por mi parte que por la tuya, te invité a una visita a Agnesse Contarini, cuya casa caía por allí cerca, terrazas y balcones a la capa de las torres, y ver si averiguábamos algo entretenido: para tentarte más, añadí que como día de visita podíamos elegir el siguiente a la llegada, y, para momento, el de quedarse sola, o más exactamente, a solas con sus espejos. Esto no pareció disgustarte. Volamos otra vez, pues, no como Francesca y Paolo, o, al menos como suelen pintarlos, desnudos y abrazados, sino cogidos de la mano y distanciados, tú un poco más delante. (Recordé a la pareja de los amantes precitos únicamente por el vuelo; las demás circunstancias variaban, y cualquier referencia a las grullas o a los estorninos hubiera estado fuera de lugar. Pero, aquí, en este cuaderno de mis confesiones, en el que sin querer voy retratándome, ¿no quedaría bien un par de versos del pasaje, asegurado el texto y como reforzado por algo tan inmarchitable y de universal reputación como el aludido Canto Quinto? Yo elegiría este terceto:
Intesi, che a cosi fatto tormento
enno dannati i peccator carnali
che la ragion sommettono al talento.
Que es lo que estoy haciendo yo, Ariadna, en medida alarmante, y tú otro tanto, empeñada en amar a un alquimista del verbo y tergiversador de la historia, maestro en fuegos artificiales, mas para el caso y como quien dice eunuco.)
Contemplamos a Agnesse a través de los cristales. No sé por qué me parece que, de pronto, te deslumhraron más los muebles de la sala, y lo que de la alcoba dejaba ver la penumbra, que la belleza de Agnesse, el pelo suelto ya, verdadera llamarada que le caía por los hombros y la espalda y no me extraña la distracción, pues mujeres bonitas las sigue habiendo (tú lo eres tanto como Agnesse, cabello endrino el tuyo, no rojizo); pero, en cambio, los muebles, ¡qué pobreza de color, de línea y de material la de los nuestros! Pues salones como éste, el de la Isla, a patadas. Conviene sin embargo recordar que un buen conjunto difícilmente alcanza a protagonizar una historia como la que perseguimos, y que lo que nos importaba realmente era Agnesse. Tenía frente al espejo puesto un asiento, pero ella deambulaba aún, como quien da los últimos toques a un escenario. Llegó el momento de apagar las bujías, menos una, que fue cuando nosotros entramos y quedamos instalados mismo detrás del sillón, con ánimo de verla y al espejo juntamente, en la creencia quizá de que nos sería dado asistir como espectadores a lo mismo que ella se disponía a contemplar, y, al momento, así lo pareció, porque sentarse ella e iluminarse el espejo en su interior fue cosa de un instante, y recordé la sesión de brujería de Cagliostro, aquella que te conté, y la misma operación; pero así como Cagliostro me permitió ver (¿te acuerdas?) mi propio nacimiento, de lo que Agnesse miraba no nos llegaba nada; y así te dije que, o nos marchábamos, o intentábamos meternos en su conciencia e instalarnos allí, más o menos como yo había hecho aquella misma mañana con sir Ronald. ¡Qué modo de mirarme, entonces, Ariadna, qué escasa fe en mi poder y en mi sabiduría, siendo así que los estabas experimentando! ¿No comprendes, te dije, que lo mismo que estamos aquí, que hemos entrado en un castillo que ya no existe, podemos irrumpir en una intimidad y explorarla? ¡Cuanto más si se trata solamente de ver y de escuchar! «No lo dudo (fueron tus palabras), y porque no lo dudo es precisamente por lo que voy a quedarme fuera mientras tú investigas. Lo planeado en otro tiempo, lo esperado, recuerda lo del roble y el haya, era que esa mujer creciese en mi interior, y de haber sido posible yo lo hubiera aceptado, porque estaba dispuesta a hacerlo; pero tú me propones lo contrario, que el haya sea yo, y eso me da miedo. ¿Quién te asegura que, si entro, vuelva a salir? Los juegos que traemos, o que te traes tú, deben de ser peligrosos, y no sé por qué me temo qua andamos vulnerando algunas leyes antiguas y terribles, que ofendamos a un dios desconocido que acabe por tomar venganza. Entra, pues, si lo quieres: yo me quedaré fuera, y no en casa de la viuda Fulcanelli, donde creemos estar, sino en nuestra misma cabaña, donde seguramente estamos de verdad y de donde no debemos salir.» Y te desvaneciste, Ariadna, como una imagen soñada. ¡Quién sabe si lo eras! No pude, pues, replicarte, pero pongo ahora aquí lo que te hubiera dicho entonces: por de pronto lo de tu miedo. Siempre lo da jugar con fuego, y nosotros lo venimos haciendo como francotiradores; pero debes saber que investigaciones como las nuestras se llevan a cabo en los laboratorios, donde ya se ha logrado que un sujeto repita palabras de otro, muerto hace siglos, y no registradas por la historia: pues nada menos que un coloquio amoroso entre Alcibíades y Sócrates, desconocido, ¡claro!, por Platón. Es por lo tanto inevitable que a nuestros métodos positivistas sucedan esos otros, que consistirán seguramente en verdaderos chapuzones en el pasado, aunque provistos de instrumentales que de momento ignoro: con seguridad, sistemas de captación y sistemas de protección, y podemos suponer que estarán al alcance de contados especialistas, y, éstos, de moralidad probada; porque, ¿te imaginas a la gente buscando enloquecida, como un tesoro en el fondo del tiempo, las orgías de la Torre de Neslè o las de Catalina de Rusia? Admito, por lo tanto, que te dé miedo entrar en el alma de Agnesse, a ti, que estuviste a punto de admitirla como inquilina de la tuya; lo admito, porque no estás protegida. Yo mismo temí que algo de lo que hay allí dentro se cerrara sobre ti como las hojas de esas plantas devoradoras sobre el insecto incauto, ya sabes cuáles digo. Te dejé ir. Cuando abriste los ojos en la cabaña, yo había entrado ya en la conciencia de Agnesse, y aunque nada más llegar allí me di cuenta de la inmensa riqueza de lo que me rodeaba, y de que me hallaba como en una especie de almacén inmenso donde las cosas no estuvieran quietas y ordenadas, sino moviéndose revueltas (como en cualquier otra conciencia, por lo demás), a lo que atendí fue a lo que llegaba por los oídos y por los ojos, lo que Agnesse veía del mundo más allá del espejo y lo que oía. No muy claro de momento, no muy preciso, y más bien fragmentario, pero lo suficientemente duradero como para distinguir a la muchacha brasileña cenando muy comedida mientras hablaba Marietta Fulcanelli y mientras sir Ronald Sidney se la comía con los ojos. La color de la piel mostraba que en su ascendencia y en proporción no muy marcada, había participado alguna sangre negra, con lo que se perfeccionaba una tonalidad de cutis que, sin aquella colaboración remota, jamás se habría alcanzado. Por lo demás, sus maneras revelaban una excelente educación, y musitaba el inglés con dulces dengues tropicales, no con la rotundidad de la viuda Fulcanelli, que parecía el galope de un caballo. Marietta le llamaba, a Inés, señorita Bragança. ¿Pertenecía acaso a alguna rama secundaria de la familia real, o había mentido acerca de su nombre? De momento no me pareció importante, pero sí el que sir Ronald ya le llamase Agnes.
Confieso que no llegué a interesarme por lo que estaba viendo y oyendo: una situación social, eso que los ingleses llaman una ocasión, en que se repetía un triángulo asaz sabido, descrito y relatado, si bien con disfraces nuevos los personajes: Celestina, muy empingorotada en la sociedad isleña, aunque su clase, por el momento, estuviese en declive; pero las vajillas, los espejos, la plata y aquellas lámparas rutilantes hablaban de un pasado espléndido del que sobrevivían la cortesía y la tolerancia. Calixto, cuarentón y embelesado, se conducía como si fuese Inés la primera mujer de su vida, dubitante y torpón como lo están en este caso todos los avezados. La señorita Inés de Braganca, en quien el coqueteo era la naturaleza misma y el amor el único destino, la ocupación única, se movía como el pez en el agua, aquello era lo suyo. Y como los trámites no ofrecían grandes variaciones de lo conocido, pensé que me había equivocado de noche, y que para tan poca ganancia no valía la pena haberse embarcado en un proceso tan barroco como aquél, un tercero interpuesto para alcanzar el conocimiento de una realidad remota: y me extraña que tú, Ariadna, tan perspicaz, no lo hayas advertido y no me lo hayas echado en cara: pues no hubiera tenido más remedio que admitirlo, aunque, ¿quién sabe si los métodos de investigar el pasado que se están fraguando, esos de los que ya te hablé, sean lo mismo de complicados y retorcidos? Uno nunca sabe lo que el devanar del tiempo aportará al abrirse. De modo que la cena transcurrió sin novedades, salvo que al final, puestos de pie y sin hablar, sólo mirándose, los tres se echaron a reír, que yo no sé si sería el modo que tuvieron de decirse: «¡Estamos todos de acuerdo!», o cosa así; y lo que siguió tampoco trajo sorpresas, sino lo usual, y al acabar la velada, sir Ronald se ofreció a llevar a casa a la señorita, quien por cierto había cantado con buena voz unas canciones muy tristes de su tierra, y ella lo aceptó, de modo que, al marchar, salieron de lo acotado por el espejo, se hurtaron a su registro, y Agnesse se fue a la cama después de decidir que a la noche siguiente volvería a buscar los restos o testimonios, aunque fueran fragmentarios, de las etapas de aquel amor que parecía ya haberse iniciado, salvo que hubiera consistido no más que en putañeo favorecido por la viuda y sin otra intención que sacar a Inés del apuro en que se hallaba: como quien dice, que pudiera seguir viviendo, aunque a costa de la literatura inglesa. La personalidad de Inés no llegó a interesarme, no sé por qué, mira, uno tiene sus limitaciones, y, en materia de mujeres, más. A lo mejor me equivoqué, pero te advierto, en cambio, que, como profesional de la historia literaria, considero un triunfo personal este descubrimiento de que Agnes-Agnesse son efectivamente dos, y no una sola, como habíamos creído, como se viene diciendo desde hace más de un siglo; pero esto no me obliga a investigar en la biografía de Inés hasta el punto de llegar a conclusiones indiscutibles acerca del episodio de su desaparición, si fue en los brazos del general leproso, o facturada como un fardo para su tierra por la ira puritana de Aldobrandini: ¡allá los especialistas! Por Agnesse, en cambio, siento una atracción mayor, ahora que estoy convencido de que es una impostora (por cierto, espero un día de éstos recibir la última edición de su correspondencia, con nuevos hallazgos que según dice el anuncio arrojan nueva luz sobre sus relaciones con sir Ronald: ya te hablaré de ellas). De modo que la dejé que se acostara, y te aseguro que lo hice limpiamente, sin curiosear desnudeces, y salí a la terraza, aunque con voluntad de hacerlo un tiempo antes, justamente la noche a cuyos prolegómenos acababa de asistir, y cuyo final, la soledad de sir Ronald, se me había ocurrido, en aquel mismo momento, presenciar. Sir Ronald estaba allí, efectivamente, solo, y algo volaba cerca.
Te aseguro que las Sisters Cochambrosas, navegantes en trío del cielo de la Isla, consideradas como espectáculo, valen la pena, y todo cuanto se haya dicho de águilas y cóndores, y hasta de las modestas garzas reales, sumado, les viene corto, porque se auna en ellas la majestad y la eficacia, la seguridad y la elegancia. Reconozco que, de cerca, pierden todo atractivo, porque son horrorosas; porque al ceder velocidad, las faldas caen y pingan; pero, en el aire y rápidas, ¡hay que ver a qué giros se entregan, en qué ascensiones y descensos se deleitan, qué peligrosamente rozan las torres, las chimeneas, los muros de las terrazas! Fondeaban en el puerto cuarenta barcos, acaso más, las velas recogidas, los mástiles meciéndose con la resaca: pues las Tres Gracias circularon entre las vergas, las jarcias y los cables como tres gaviotas, y espiaron con prosa de chacota e insultos súbitos las licencias eróticas que los marineros rubios se tomaban con las muchachas morenas: sin poder delatarlos, eso sí, porque aún estamos bajo el Antiguo Régimen. Pasaron y repasaron por encima de sir Ronald, una de ellas le chistó, y alguna de las veces la Vieja dijo, o, al menos, lo repitió la Tonta: «¿Qué hará el inglés a estas horas, en una noche como ésta? Porque el claror puede alunarlo y dar con eso trabajo a Marietta». Llegaron a detenerse, a posarse en el múrete como palomas en el alero, y a contemplar, mudas, el silencio del poeta, quien acabó por espantarlas como se espanta a las moscas, fu, fu, si no fue que añadió: «¡Largaros de mi vista, putas!», lo cual no les sonó muy bien a las hermanas, pues si es lo cierto que levantaron el vuelo, lo es también que salieron refunfuñando, tachándolo de hereje, y que a ver quién era él para tratarlas así, que la Vieja se había acostado con los hombres más hermosos de Occidente ab urbe condita, año más, año menos, y que ninguno se había atrevido a semejante cosa. ¡Pues no faltaba más! Vistas en el parapeto, Ariadna, como lechuzas en fila, eran más feas que a través de los vidrios: el rostro de la Vieja oscila entre el caballo tísico y el galgo viejo; el de la Tonta, mezcla la blancura inhumana de la cal a la dureza y rigidez de una concha de tortuga. La Muerta, por su parte, tiene la cara de porcelana, sí, pero como la de una joven que hubiera envejecido sin perder la juventud, o, al menos, su señal, de purititas arrugas; y en el cabello de estopa pululaban arrenrrenes:
Arrenrén, arrenrén,
abre las alas y vete a Belén.
¡Pluf! Y se marchaban todos.
Era una noche de ésas, azul y tibia, algo de luna y un vapor de niebla en el horizonte. Contra el cielo se recortaba la silueta del castillo: hacia él parecía mirar sir Ronald. Sentí la tentación de interrogarle, como había hecho aquella mañana, verdadera segunda parte de la conversación de que ya tienes noticia, y aunque acerca del método no estuviera instruido, le hablé con el pensamiento, que parecía lo adecuado, pues él no me veía; ¡si supieras qué bien se me dan esas telepatías!; le sugerí una pregunta como si se la hiciera él mismo, y él se la respondiera: un poco artificioso, de acuerdo, pero no lo podía hacer de otra manera. Le pregunté si se sentía atraído por el misterio. «Ahí no lo hay», respondió; y esperé de momento que se refiriese de algún modo al general leproso, sin darme cuenta de que, a aquella altura de la historia, el general aún no había aparecido. «¿Por qué lo mira, entonces?» «Porque, hasta hace un momento, el rostro de una mujer aparecía como colgado de la neblina. El aire lo disolvió, y la luz de la luna me privó de su presencia.» «¿Una mujer antaño amada y ahora recordada? ¿Esa a cuyo odio se dedican las Melodías latinas?» «Es el de una muchacha que no quiero amar, que me asusta pensarlo, pero a la que amo ya sin duda.» «Todavía esta mañana rechazaba usted la idea misma de otro amor.» «Esta mañana no había visto a Agnes, ni siquiera la sospechaba: ninguna de esas señales de que hablan los creyentes en el Destino me previno, aunque no sea imposible que me hayan salido al paso sin saber yo interpretarlas. ¿El vuelo de las aves? ¿Las entrañas sangrientas de una bestia? Si las aves volaron siniestras, si del vientre del buey salieron voces de aviso, no las vi, no las oí. Aunque me hubieran gritado, aunque las aves volasen alrededor de mi cabeza, aunque me mirasen como esas brujas que acabo de espantar y que ahora remontan hasta el cerco de la luna, yo lo habría creído indicios de otra cosa, de que alguien tramaba mi muerte, o de que la muerte iba a llegar, inesperada. Y si en vez de señales fuesen declaraciones, palabras de ángeles, que no hablan por señas, y me hubieran dicho: "¡Anda con ojo, que vas a enamorarte!", yo me habría reído de los ángeles. Cuando Marietta me enteró de que iba a venir una invitada extranjera, se me ocurrió que pudiera ser espía del Foreing Office, no sé, con el encargo de curiosear en mi tedio, o de enterarse por socaliñas de si me entiendo o no con los franceses, que preocupa mucho al Gabinete. Hoy al mediodía, Marietta me dijo: "¡Es una muchacha encantadora! ¡Ya verá cómo le gusta!". Sonreí a Marietta, pero de buena gana le hubiera dicho que la princesa brasileña se fuera a todos los diablos. "Señor, para honrarla como se merece he preparado cena en el comedor de gala. ¡Ya sabe que no lo abro desde la muerte de mi marido!": estuve a punto de responderle que me dolía la cabeza y que esta noche prefería no cenar. Ningún presentimiento me detuvo cuando Marietta vino a avisarme de que la mesa estaba servida, y de que me esperaban. Había terminado, pocos momentos antes, un capítulo de la historia que escribo, en la que un hombre se burla del Destino como un torero español de la muerte con cuernos, aunque al final acabe por enterarse de que su destino inexorable consiste precisamente en eso, en burlarlo: después de lo de hoy, no sé qué curso dar a mi relato, si dejarlo como está y admitir que me reconozco en él… ¿y no sería precisamente el aviso?, o ser fiel a mí mismo y hacer que su héroe triunfe. Entré en el comedor, resplandeciente de bujías y de plata. Me llamó la atención, sobre todo, el gran espejo veneciano, apaisado, que luce encima del aparador, enfrente de su pareja, al otro lado; mate y apagado, sin embargo profundo. Cuando entré me pareció que un animal, que se asomaba a él, huía como un pez de las honduras que se retira a su sima. Del animal percibí la silueta y la mirada, persistente en el haz del espejo después de haberse marchado, pero pensé inmediatamente que no había salido aún de mis imaginaciones, y que el pez y la mirada venían de mi interior, que eran mías. Cosas más reales me solicitaron. " ¡ Oh, sir Ronald, mírela bien, aquí está nuestra joven amiga!" Quien, con traje a la última moda de París, el costado de la falda abierto, me hacía una reverencia muy poco pronunciada, lo que queda de las antiguas reverencias después de la revolución. ¡Pues mira, qué te vas a creer! ¡También soy un caballero y eso de los saludos no me causa embarazo, aunque los míos, por su estilo, resulten algo anteriores a la guillotina! Y le hago mi reverencia, y no me explico por qué, de pronto, los tres nos echamos a reír, aunque yo haya enmudecido antes que ellas, porque la risa de Agnes era como la puerta abierta a una isla de coral contra la que batiera, furioso y delicado, el oleaje. Y también sucedió que la risa y la persona entera me pareciesen conocidas, no por haberlas tratado o encontrado, sino porque las esperaban sin saberlo. Y otra cosa aún más extraña, me aconteció en aquel instante, y fue que se me descubrió en el centro de la conciencia así como un lugar recóndito y cerrado del que salían sin embargo los recuerdos de una esperanza y el ritmo de una canción nueva. Acabo de escribir un poema. Hace tiempo que no escribía un solo verso: éste empezó a mecerse en mi espíritu a partir del momento en que de ese lugar o cosa o idea oscura o no sé qué brotaba en oleadas una música, a la que se acomodaban mis palabras, que, por cierto, me parecieron dictadas o escuchadas, no sacadas de mí. ¡Y, sin embargo, son mías, expresan mi emoción y mi temor! Los movimientos, las sonrisas, las palabras de Agnes fueron como un programa llevado a cabo con el único propósito de embrujarme; no obstante, nada de artificioso había en ellas, sino por el contrario, la naturalidad, la espontaneidad de esas violetas que encuentro a veces en la juntura de las rocas, cuando paseo a la vista del mar. Lo que sí, sentía en la nuca la mirada del animal que había vuelto a la superficie del espejo y que se reflejaba vagamente en el frontero, el que yo podía ver sólo con levantar los ojos; pero no lo hacía, porque los de Agnes me los tenían sujetos; me gustaría saber qué hacía aquel animal allí, y por qué así me miraba. ¿Sabe de su existencia Marietta? ¡Oh, de qué modo involucro dos mundos que no tienen relación! Este espejo sin duda está vacío de monstruos, está vacío incluso de huellas de las moscas, porque Marietta lo mantiene cubierto todo el año con un tul entre azulado y verdoso. Estoy un poco trastornado y tengo que recobrarme: como que me encuentro distinto, súbitamente cambiado. Una vez, en Florencia, una mujer hermosa y muy inteligente me contó que su hijo de meses lloraba por la noche, y que con sacarlo de la cuna y arrimarlo a su cuerpo, el niño se calmaba; hasta una vez en que la rechazó, furioso, y las siguientes, también. Pocos días después, aquella mujer supo que estaba embarazada. ¡El cambio lo había advertido el niño de meses casi un minuto después de haberse producido! Pues algo tan radical y tan rápido acaba de sucederme. Pasada ya la cena, cuando la viuda Fulcanelli salió a preparar el café, ¡qué modo tuvo Agnes de sentarse a mi lado, de recoger las piernas en el diván, de cubrir las rodillas con el halda! Me miró con una sonrisa leve, se quedó de pronto seria, y me dijo con voz tenue: " ¡Me gusta usted, señor!". Y se echó a reír, otra vez, a carcajadas, como si meterme la mano en el corazón v apretármelo fuese cosa de risa. La entrada de Marietta con el café torció el desarrollo normal de aquella escena, la condujo a la trivialidad de un cumplido y de una conversación vulgar. Tuve que repartir mi atención entre lo que escuchaba y lo que veía, entre las respuestas a palabras cualesquiera y la contemplación de un cuerpo que hablaba por sí mismo: el mensaje que Agnes quería enviarme, más allá acaso que su misma voluntad, y al que yo, a mi vez, debía y deseaba responder. Contaba nada más que con miradas y manos: a ellas confié mi respuesta, que no puedo reducir a palabras, ni siquiera "amor" las resume, porque en ellas se incluye mi estupor ante el descubrimiento de que esta súbita tensión hacia una muchacha inesperada no es sino el resultado de una más larga espera de amor, espera más antigua de lo que yo mismo puedo recordar -quizá llegue hasta mi juventud, quizás algunas de sus ansias sean las mismas con las que contemplé la vez primera a Carolina-; que me ha acompañado siempre y que conmigo quizá envejezca. Pensé con dolor que Agnes aparece un poco tarde, y que esta noche ha comenzado una historia nueva cuyos monótonos aunque ardientes capítulos consistirán tal vez en el deseo silencioso y ávido de un hombre que contempla a una mujer que vive.»