Epílogo de la carta y final de las interpolaciones

1. – Hoy pasé el tiempo haciendo la maleta y el bulto de los libros. También llené una caja bien acondicionada con los varios cacharros que vinieron conmigo, y el equipaje quedó listo hacia las doce y poco. Fuera, nevaba, y en la sala de estar, frente a nuestros sillones, lucía, última vez acaso, el fuego, no sé si llamarlo ahora telón de nuestro teatrillo, aunque lo nombre así con ánimo distinto, con ya desanimado ánimo. Lo de la nieve, ya sabes, no empezó hoy, sino el día mismo de Thanksgiving, cuando tú te marchabas, toda contenta, Jesús, qué prisa tenías y cómo con tanta prisa lo retrasabas todo y tenías que hacerlo otra vez: que si las cosas del bolso, que si el paquete misterioso que le llevabas a Claire, que si la última visita al espejo y el último retoque: por cierto que aquel día, no te lo dije entonces, no me gustó lo que llevabas puesto, aquellos colorines americanos. Te hubiera convencido de que una tez tan morena como la tuya, una tez mediterránea, no pide precisamente esos azules y rosas que hacen felices a las señoras de por aquí. ¡Las veces que nos habremos reído, recuérdalo, de la doctora Rice y de sus trajes de fiesta! Pero callé, y me alegré un poquito pensando que semejante combinación de falda, suéter y foulard (por fortuna el abrigo era oscuro) no pasaba de ser un homenaje a la memoria y a la presencia inmortal de la madre de Claire, que habrá vestido también de esa manera. ¡Oh, me dejaría cortar la mano a que la madre de Claire, el domingo de Pascua, se ponía los mismos colores y se encasquetaba un sombrero rematado de lilas, o quizá de violetas, para asistir a los oficios en la iglesita normanda de su pueblo! Yo no sé si pensar que semejante sacrificio de tu sencillez habrá sido consciente o involuntario, pero no hay duda de que influyó tu deseo de gustar, ¿verdad? A Claire, por supuesto, nunca a mí.

Pues ya estaban las maletas hechas, y los paquetes, cuando alguien silbó fuerte desde la orilla del lago, fuerte y muy repetido: uno de esos silbidos largos, inconfundibles, de apremio y dése usted prisa, de modo que salí a ver qué era, y vi en el embarcadero una pareja de jóvenes con coche, un chico y una chica, que me gritaron, silabeando, que eran los nuevos inquilinos de la cabaña, y que si hacía el favor de pasarles la barca. Tuve que hacerlo. Se presentaron no recuerdo con qué nombres. Ella, una de esas muchachas preciosas al exterior como las naranjas de California; él, un poco impetuoso. Saltaron de la barca. Sin esperarme, mientras yo la amarraba, se metieron por todos los rincones y después de haber curioseado, me preguntaron si me marchaba ya. «Mi alquiler se extingue a las doce de la noche, y son las tres de la tarde.» Entonces él me confesó, o quizá solamente me informó, mientras ella arreglaba los visillos de tu cuarto y alteraba la posición de los muebles, que habían proyectado pasar una tarde íntima de amor y porro, y que si no me marchaba aún, que al menos les dejase ocupar una de las habitaciones. Le respondí que no. Intentaba gastar el resto de las horas en el remate de este cuaderno, y no podría hacerlo con el rumor lejano de una orgía modesta. Al caballero no le pareció bien. «Estaremos aquí a las doce en punto.» «Y yo me marcharé cuando falte un minuto. «Fue puntual: al atracar mi barca cargada al embarcadero, allí esperaban los dos, manchados de la nieve los gorritos de estambre; ella, muy colorada. Ni me saludaron, ni yo, por supuesto, les deseé felicidad. Saqué del barquichuelo el equipaje; ellos se embarcaron y se fueron. Quizá haya oído reír. La noche les pertenecía a su modo; al mío, también me pertenecía a mí. (De que te cuente esto ahora, anticipadamente, puedes deducir que, durante aquellas horas, no escribí ni una sola palabra en estas páginas. Vinieron a estorbarme aquellos dos; aun habiéndome dejado solo las horas de la tarde, su paso y sus palabras habían desbaratado mi intimidad, la habían sustituido por horas de desconcierto. Me había golpeado, sobre todo, la vulgaridad de la pareja: como que él llegó a decirme en voz no demasiado baja. «Es que queríamos joder, mi chica y yo».)

Ahora estoy en mi habitación antigua, en la casa de Claire, en la que tú estuviste tantas veces, en la que has hablado tanto, y llorado. Como voy a marchar pronto, ya la contemplo con nostalgia anticipada, ya vivo con la tristeza del que le ha dicho adiós. Me interrumpo, levanto la cabeza, queda en el aire la mano con la pluma, y dejo que la mirada transite por lugares y cosas, tu asiento junto al mío y el rincón en que te refugiabas cuando venías silenciosa y un poco enfurruñada: acomodada en el suelo, con los brazos cruzados sujetabas las piernas debajo de las rodillas, y estabas a lo mejor una hora con los ojos cerrados, pero tu pensamiento se espejeaba en el rostro, a ratos sonriente, a ratos apenado. Si yo no fuera un intelectual, podría entregarme al sentimiento sin reflexión y sin crítica; al serlo, se me recuerda que a esto que estoy sintiendo se le llama fetichismo, la adoración de los objetos que otro usó, la devoción por los lugares en que vivió, ¡casi la mitad del amor! Es como si uno inmediatamente quedase descalificado, ¿verdad? Fetichismo. ¡Qué mal suena! Pero es sólo la palabra: el sentimiento es dulce y apaciguador, y, además, penetrante. Estás en estas cosas y en estos sitios y no puedo permanecer indiferente, aunque lo piense, aunque luego reflexione. Fetichismo o no, ¿qué nos importa?

Y celoso, celoso ya de un fantasma, de un recuerdo, de una ocasión, de un error. Aquel día de Thanksgiving, después de que te fuiste, quise permanecer indiferente, como si hubieras ido a dar tus cursos un día de esos en que yo no tengo clase, en que sabía entretener la espera con el trabajo o simplemente explorando la Isla. Acaso fuese que comenzó a nevar, la nieve nuevecita, inesperada y sin embargo lógica, y yo me quedé algún tiempo a la ventana, viendo cómo caía y esperando que ya ese día, el primero, vinieran los cervatos de cornamenta mínima en busca de hojas tiernas, olvidados por el invierno. Sin embargo, semejante esperanza, y otras que le sucedieron, no pasó de subterfugio para ahuyentar temores insistentes, imágenes recurrentes, que me traían hasta mi soledad el salón de Claire y me hacían casi presente y testigo. Lo veía, lo oía todo. Era cada vez distinto, pero con el único final de que Claire te llevaba en brazos delante del retrato de su madre como delante del ídolo, y te alzaba como una ofrenda desnuda. Y a mí me parecía oír que decía, en aquel su buen inglés: «Con ella he triunfado de ti», pero también «A ti la sacrifico».

Creo que fue hacia la media tarde cuando se me acordaron la otra Isla y sus historias pendientes; pero en seguida desalojó el recuerdo, lo confinó a las habituales nieblas, la convicción de que no las necesitabas ya (como tampoco yo), de que habías tomado de ellas y de mí cuanto habías menester. Le contaste a Claire la escena en la quinta del cónsul, de la que salió inventado Napoleón, y Claire, primero sonrió y dijo algo como esto: «¡Mira qué amable! Aunque, claro, esa ocurrencia carece de valor científico y casi de interés. Cosas como ésa también yo las había imaginado; pero las descarté por insuficientes. ¿No comprendes, Ariadna, que sólo una escena a lo Shakespeare puede suplir con gracia a eso que aún ignoramos? Es evidente que la invención de nuestro amigo dista mucho de ser shakespeariana». ¡Y eso que no le habías contado la intervención final de las Hermanas Sagradas, porque estabas dormida cuando llegaron! Lo hubiera considerado, seguramente, poco respetuoso. (Pero esto que acabo de contarte no sé si es cierto; forma parte de mis suposiciones. ¡Y pensar que no sabré jamás lo que te dijo de verdad Claire, ni si se dignó decir algo! A lo mejor, al empezar tú el relato, hizo un gesto de asco delicado y sugirió que dejaras la cuestión para más tarde.)

Sin embargo, y sólo como refugio personal o como escapatoria, pensé en el cuento, busqué en las llamas su continuación, y no por encontrarlo indispensable, el subterfugio ígneo, sino por fidelidad a lo que había sido rito y ceremonia. Y lo primero que se me presentó fue la sombra de la Vieja, plantada delante de Ascanio, en el enorme despacho de la Señoría, lleno de recuadros y fantasmas solemnes: le pedía a su sobrino nada menos que un decreto o bando en que se proclamase que La Muerta sería sepultada con honores de gran comodoro, y que la llevarían a la catedral en un armón de artillería, con la carrera cubierta por marineros armados y veintiún cañonazos de ordenanza. «¡Pero, estás loca! Si no tenemos marineros. ¿Cómo van a cubrir la carrera y mucho menos armados? Además, sería escandaloso para las cancillerías, un escándalo sobre todo en los despachos del imperio, tan cuidadoso siempre del protocolo, tan exigente; y los ingleses, no digamos. Existen unas leyes que rigen los ceremoniales, y tu hermana no es una princesa de sangre, lo que hubiera podido justificar el armón y los honores. Tendrás que resignarte a un entierro privado.» La Vieja estuvo a punto de rasgar las vestiduras. «¡Un entierro privado! ¡Mi hermana un entierro privado! ¡Ella, que fue más que princesa y más que reina, más que emperatriz y que papisa, por haber sido todas esas cosas juntas! ¿En qué piensas, Ascanio? ¿Es que has perdido el sentido de la decencia familiar?» Pero Ascanio se limitó a rogarle que no le diera la lata, porque estaba muy ocupado; que inventase otra clase de entierro, todo lo suntuoso que se le apeteciera, incluso con cohetes y bengalas si lo creía mejor, pero que no rozase en absoluto la vida oficial. Aquella mañana, Ascanio estaba de mal humor, estaba de un humor de perros, porque La Vieja, antes de pedirle honores de princesa reinante para La Muerta, le había relatado la presentida orgía en la quinta del cónsul, y había denunciado a Agnesse como oficiante en la ceremonia de la pelota viva. «¡Te aseguro que habían estado desnudas! ¡Mi olfato reconoce a la legua la carne de mujer! ¡Desnudas, las muy zorras! ¡Y una había que no le vi la cara, pero tendrías que preguntar a tu esposa dónde estuvo esta noche!» Y lo curioso era que a Ascanio no le había inquietado gran cosa lo hecho por su mujer aquella noche, ni dónde ni con quién había estado: pero saber a Agnesse presente en la cena del cónsul le había partido en dos mitades el corazón, de arriba abajo precisamente, y le había metido en el cerebro algo así como una nube oscura que le impedía entender, pero que desataba su furia. No obstante, en medio de la congoja, se preguntaba y no encontraba respuestas: ¿Qué relaciones tenía Agnesse con el cónsul? ¿Formaba parte de su harén acaso?, ¿O no era más que una agente del Foreing Office introducida en su despacho para espiarlo? Guando se fue La Vieja, rezongando, Ascanio entró en el despacho vacío de Agnesse, y la ausencia evidente le sacudió el alma, y fue seguramente en aquel instante cuando se complicó con los astros y con los meteoros el dolor que sentía, hasta mudarlo en un dolor cósmico, de modo que las punzadas sentidas en mitad del corazón repercutían sin duda alguna en Casiopea y alteraban la dirección del viento. Al mismo tiempo, sus suspiros, al igual que sus órdenes, resonaban bajo la bóveda pintada por los mejores maestros del XVIII: «¡ Que vaya inmediatamente un coche a casa de la viuda Fulcanelli y traiga a la señorita!». El coche regresó de vacío, con el recado de que la señorita no había vuelto a casa aquella noche. «¡Que traigan a la viuda Fulcanelli!» Cuando Marietta estuvo delante de él, medrosa pero digna, se limitó a contarle que, un poco antes de amanecer, ya rayaban las rosas en el oriente, había llegado un carruaje ante la puerta, y que un hombre al que no conocía le había traído una nota de Agnesse, de puño y letra, con la súplica de que entregase al dador sus cosas metidas en el baúl, sin olvidar papel ni horquilla. Y eso era todo. «¡Sin más explicaciones, señor ministro, y no porque yo no las pidiera! El hombre aquel era mudo.» «¿Tú sabes, Marietta, que puedo hacer que te torturen hasta que confieses lo que sabes?» «¡Puedes enviarme al potro, donde seguramente moriré, pero no me sacarán una palabra más porque no la hay!» A Ascanio le pareció que Marietta no mentía, y la despidió diciéndole que, de momento, habían terminado, y que ya hablarían más tarde, y a continuación llamó a los jefes de las distintas policías, la del Estado, la secreta y la suya personal, y les encomendó que buscasen a Agnesse casa por casa, sin excluir, por supuesto, la del cónsul de Inglaterra, respetable señor y amigo, al que desde luego pedía disculpas por las molestias; y todo esto lo hacía Ascanio dando voces, viniendo, yendo, y quedándose quieto, con muestras harto evidentes y fácilmente interpretables de haber perdido la mesura y quizá también la calma, con lo que se desconcertó el personal de la Señoría, qué le sucederá, qué le habrá sucedido, y la noticia del alboroto le llegó a Flaviarosa cuando, bastante tarde, apareció en su despacho, con huellas en los ojos de haber dormido poco, pero tranquila y segura como una reina algo viciosa. El primer gulipa a mano le refirió que Su Excelencia andaba a aquellas horas levantado de tono, que no hacía más que gritar, y que ninguna oficina funcionaba, porque a las órdenes sucedían las contraórdenes, y a los síes los noes. Flaviarosa despachó unos asuntos sin importancia, le puso unas letras a míster Algernon Smith pidiéndole disculpas por las molestias que la policía iba seguramente a causarle, si es que ella no llegaba a tiempo para evitarlo, y con calma se dirigió al gran salón de su marido, donde Ascanio, después del paroxismo y del clamor al cielo, había caído en una especie de melancolía silenciosa y a veces gimoteante. Vio a Flaviarosa, y no se meneó hasta que ella le dijo: «No busques más a esa muchacha, porque ha huido». Entonces, dio un salto Ascanio y agarró a su mujer con fuerza por los hombros. «¿Quién le ayudó a escapar? ¿fuiste tú?» «No, no fui yo porque no tuve ocasión, pero, de haberla tenido, lo hubiera hecho. Mi policía me informó de su marcha esta madrugada, en un patache griego, sin que se sepa el rumbo. Llevó con ella lo suyo.» Ascanio cayó de golpe en la poltrona y empezó a lamentarse: «¡Agnesse, Agnesse, se me ha escapado mi amor, me ha dejado sin vida!» y más cosas así, incoherentes, hasta que Flaviarosa, con voz bastante conmovida, le explicó que él tenía la culpa, que Agnesse había huido de puro miedo, después de que las brujas la habían descubierto en la quinta del cónsul. «Y tú, ¿cómo lo sabes?» «¡Lo sabe toda la ciudad y no se habla de otra cosa!» «Pero, ¿y qué tenía ella que hacer en la quinta del cónsul?» «¡Divertirse, nada más que divertirse!Bueno y también dormir con alguien, supongo. No se te ocurrió jamás que una muchacha joven necesita de algunas expansiones. La gente tiene su corazón.» Ascanio, entonces, se levantó y confesó a su esposa, con la voz temblona y los ojos en lo más alto del techo: «Yo la amaba, ¿comprendes? La amaba con el alma, la amaba como nunca te amé, la amaba más que a mi vida y más que a todo lo que hay en el mundo». «Sí, pero se te olvidó acostarte con ella.» «¡Ella y yo somos casados, Flaviarosa! ¡Y mi conciencia no me permitía…!» «La conciencia de Agnesse no coincidió con la tuya, ésa es la explicación.» «Yo la hubiera adorado en silencio hasta el fin de mi vida. Le hubiera dado poder, dinero.» Flaviarosa se encogió de hombros. «Agnesse prefería un poco de felicidad». «¿Es el placer a lo que te refieres?» «Naturalmente, a ese placer hasta ahora indispensable para ser dichoso.» «De saberlo, también se lo hubiera dado.» Al todopoderoso Aldobrandini le acometió en aquel mismo momento algo así como un hipo. Volvió a sentarse y escondió la cabeza entre las manos. Por el temblor comprendió Flaviarosa que lloraba. Le acarició el cabello y le dijo: «Ya no tiene remedio. Si quieres algo de mí, estaré en mi despacho».

Al llegar a este instante de la escena, una humareda de tronco que ardía mal, ocultó el salón de la Señoría donde Ascanio escondía su debilidad, y cuando el humo se disipó, lo que vi fue la procesión de las Tres Sillas de Manos, la del medio vacía y con crespones negros, que salían de casa y que, pasado el palacio, torcían por una calleja estrecha y se metían por los sombríos vericuetos de la antigua judería. Llegaron a una casa con un gran patio en el que se veían estatuas grandes y pequeñas, ya de diosas paganas, ya de santas cristianas, en mármol blanco y en madera. No había nadie a la vista, pero la Vieja, sin descender de la silla, silbó metiéndose los dedos en la boca, silbó como si fuera el comandante de un navio, y a aquella orden alguien obedeció, porque primero vino un hombre que parecía criado y lo era, y después otro hombre que también parecía criado y que no lo era, y a este último encargó la Vieja la mascarilla de la Muerta, la delantera de una cara en escayola, con colores en el rostro y en los labios, aquéllos más de manzana, éstos de sangre, como habían sido en vida de porcelana, y así las cejas, y asado las pestañas, y de este azul profundo los ojos entreabiertos. El escultor la había escuchado en silencio, y cuando hubo concluido la Vieja su descripción de la cara apetecida, el escultor le advirtió que muy bien, que lo haría en seguida, pero que no encontraba nada apropiados aquellos colorines para la máscara de alguien a quien iban a enterrar, pues si se la contemplaba con ellos, la tomarían por viva, y nadie sentiría compasión y menos aún indignación; pero que si la pintaba con la palidez de la muerte, otra cosa sería, conmovedora, dramática y patética. La Vieja le preguntó a su hermana que qué le parecía, y antes de que la Tonta pudiera dar su opinión, agradeció al escultor su advertencia y le otorgó carta blanca verbal para que le preparase un rostro lo más convincente posible, sin importarle la estética por la que el escultor se inclinase, y que lo quería para pronto, puesto que aquella misma tarde proyectaba abrir la capilla ardiente, para lo cual requería aquel rostro, sin el que el resto de la cara, con tantas arañas dentro, hacía feo. El escultor aseguró que tardaría pocas horas, porque con el calor se secarían muy pronto la escayola y la pintura, y que contase con él para la caída del sol. «¡ Ay, si es así, te pagaremos en oro! Una moneda por lo menos, o quizá dos, ya se verá.» Después, Las Tres Sillas de Manos se marcharon. La Tonta, muy contenta de que su hermana volviera a tener cara.


2- – Si vuelves unas páginas atrás, puedes hallar, al final de un capítulo, la imagen, quizá sólo mención, o, no sé bien, una alusión, en la que anuncio tu regreso: resultó aquella anticipación que hice de tu futuro, aquel atrevimiento contra el Destino del que intenté sacar seguridades y obtuve únicamente perplejidad, que es lo que hace la profecía, aumentar la inquietud, acierte o no. Esa tarde de Thanksgiving, aquel anochecer más bien, mientras en mi cabeza daba vueltas lo que podía estar siendo y lo que estaba pasando, se me roló el viento del temor, ya lo sabes, eso del sentimiento es tan veleidoso como el tiempo que hace, y hallé un poco de sosiego, una esquinita de esperanza, en el recuerdo de lo que antes había averiguado, aquella escena inventada enteramente por mi deseo, al final de la cual fracasaba tu amor, impotente contra la evidente limitación, aunque invencible, de Claire. Me entretuve, cansado; os contemplé, en un dúo culminante de melodrama, con la nieve cadente como fondo, imágenes fugaces apenas columbradas, y me quedaron, de aquella fantasía, en el recuerdo, tus manos involuntariamente implorantes, y el mirar desdeñoso del semimacho demasiado inteligente. Lo encontraba tan lógico, aquel desenlace soñado, que lo acepté sin indignarme, como se acepta el resultado fatal de una ecuación. Pero, entiéndelo bien, no pienses, no creas nunca que alcancé semejante seguridad después de un razonamiento más o menos implacable, sino sólo dejando que las imágenes, antes entristecedoras, vivieran solas, como si fueran ellas mismas Claire y tú. Cómo tú y Claire vivían, y yo, mero testigo. Pero, entiéndelo bien, antes y después iban guiadas por algún sentimiento mío, empujadas por él hacia el final apetecido y tranquilizador: y no hay que asombrarse: después del sufrimiento, mi corazón apetecía el descanso.

De modo que me quedé sorprendido, primero, cuando apareciste ante la puerta sin avisar con el claxon desde la orilla, cuando golpeaste fuera y dijiste: «Soy yo, ábreme»; y, después, cuando al abrir, vi tu rostro inexpresivo, quieto, que me miraba como a un muerto, y oí tu voz que decía: «No me preguntes nada, déjame» y me apartaste con suavidad decidida, y marchaste a tu cuarto. Cerraste la puerta, no el pasador (al menos no lo oí), y te dejaste caer en la cama (su ruido pude escucharlo). Yo, de pie, arrimado a alguna parte, la puerta acaso, o la pared, no sabía qué hacer ante este modo de tu llegada, que yo no había previsto, que no estaba preparado para recibir. Y, después de todo, lo pienso ahora, lo veo claro, ¿qué soy yo para ti? Uno al que has encontrado, lejos él de su raíz, tú de la tuya, puro presente ambos, más o menos; alguien que tiene puesta la vida en el recuerdo sin compartir y en la lejanía, y del que, al encontrarlo, al meterlo en tu vida, te llega una apariencia que te roza, que incide acaso en la tuya, pero que no puede alcanzar, así, sencillamente, esa brasa candente, aunque quizá velada por la ceniza, en que reside y se resume lo que eres. Gente como nosotros, así, emigrantes casualmente reunidos, pueden ir a la cama una noche de orgía o de tedio, acaso también de soledad; pueden, como nosotros, charlar incansablemente y contarse algunas cosas, verdaderas o simplemente soñadas. Las que tú me contaste, por ejemplo; pero, ¿qué puedo reconstruir de ti, si no son relámpagos remotos que se escaparon en alguna conversación? Lo mismo que tú de mí. Sí, lo comprendo: para que te sentases a mi lado, para que llorases junto a mí, para que el relato de lo acontecido entre Claire y tú te dejase tranquila y recobrada, hubiera sido necesario saber mucho más el uno del otro, saberlo todo, ser para el otro sin secretos -o bien esa amistad más bien imaginaria, más bien idealizada, yo no sé si existe fuera de las novelas, una amistad así, que te hubiera llevado a contarme, sin previa explicación, como lo natural, como lo necesario, ese episodio de tu historia. ¡Y pienso ahora, muchos días después, cuando empiezo a sosegarme, que si lo de Claire no hubiera fracasado, que si te hubieras quedado con él, seríais del mismo modo casi dos desconocidos que cohabitan e incluso creen amarse, pero se ignoran y seguirán ignorándose! Peor aún: Claire representó contigo, durante más de dos años, un papel tras el que disimulaba yo no sé qué, acaso tú tampoco, fuera de su sabida deficiencia. Intentaba ligarte para siempre a una mentira artística, a una máscara hermosa, a un personaje literariamente irreprochable. Pero, ¿no llevaría a fatigarte que te dijera siempre «¡Te quiero!» con versos de su abuelo o de cualquier otro poeta? Voy pensando que su incapacidad es algo más que amorosa; que no puede tampoco decir sus sentimientos con sus palabras propias porque no siente: ya es mucho que te diga lo que piensa.

Todo esto, Ariadna, ahora se me ocurre. Aquella noche no podía pensar. Te sabía tan cerca, dolorida, desventurada, y no hacía más que preguntarme por qué, si yo era tu remedio, no lo buscabas. Fíjate bien, Ariadna: esperaba algo similar a esto: abrir tú la puerta, quedar en ella a contraluz, estampa de la desolación desmelenada; llamarme por mi nombre y pedirme que entre. Y una vez juntos, no decirnos palabra (todo queda supuesto); pero el modo de llorar que tienes en mi hombro me anuncia que al fin has comprendido. Después de aquella noche, elucubré que hubiera debido suceder justamente lo contrario: abrir yo tu puerta, quedar en ella (y no a contraluz, porque el salón estaba a oscuras) y decirte que no llorases más. Una solución y otra, no sé cuál de ellas más desatinada, partían del supuesto, de mi convicción inquebrantable, pero muy pronto quebrantada, de que te habías equivocado enamorándote de Claire, y de que al comprender tu error te volverías a mí, o, más exactamente, vendrías, después de haber comprendido, así, de golpe, como una revelación o un estallido, mi amor inmenso, etc. Ya ves el tiempo que ha pasado: pues admito que no me hayas amado jamás y que no hayas podido amarme, y que si una vez estuvimos a punto de besarnos, fue únicamente el efecto de ciertas circunstancias que no comprometían tu corazón. Hubiera sido un error el habernos besado aquella noche, el habernos dejado arrastrar… Lo impidieron, ¿recuerdas? las Hermanas Siniestras.

Pasé la noche ante tu puerta, de pie o sentado. Jamás la hubiera abierto, porque supe siempre respetar la voluntad ajena, y eso fue lo que me tuvo quieto y silencioso. Yo no sé si, hacia la madrugada, hubo un momento en que quedé traspuesto. Oí ruido en tu cuarto, volví a esperar, adiviné que preparabas tu maleta y me escondí. Saliste, después, sin hacer ruido: te vi, desde mi ventana a oscuras, ir al embarcadero, entrar en el esquife y bogar hasta la otra orilla. También oí el motor de tu coche, que tardó en encenderse, frío como estaba de aquella noche de nieve. Y me quedé sentado, con el mirar perdido en los árboles blancos, en la profundidad oscura de los árboles. En aquel momento supe que nuestra historia había terminado.

Los relatos de amor, Ariadna, deberían contarlos sólo las mujeres, porque en su corazón está siempre la clave, y en el nuestro la pasión que no entiende e imagina. ¡Lo que tú podrías escribir, leído este cuaderno, y cómo quedaría en claro lo que ahora no lo es! Añadirías nada más que un par de páginas escuetas, pero explícitas, de las que se podría inferir que la única razón de que no me hayas amado es que no me has amado, eso tan simple que yo complico con las galaxias remotas y con el desconocible secreto de la vida. El mundo recupera el orden alterado cuando el amor del varón halla correspondencia; ante el no, el mundo se desconcierta, todo queda fuera de lugar, y una incomprensión general acompaña al sentimiento decepcionado. Tendemos (debes saberlo, tú, que leíste bastante poesía) a involucrar el universo y a los dioses en el fracaso sentimental, a dar dimensiones cósmicas a lo que no va más allá de las paredes de una alcoba (recuerda lo que decía alguna vez sir Ronald Sidney). Admito que esta carencia del sentido de la proporción, que este desplazamiento de la realidad hacia los mundos inventados, haya engendrado excelente poesía; pero, ¿no convendría tener en cuenta el otro punto de vista, ese que reduce la pasión a sus límites y lo expresa con palabras sencillas y suficientes? Acabo de mentar un par de páginas. ¿No bastaría una frase breve para que lo nuestro quedase perfectamente explicado por lo que a ti respecta?: «¿Por qué lo iba a querer, si no me gusta?».

No recuerdo haberte dicho (y si no lo hago hoy, no lo haré nunca. Aunque, ¿es de verdad indispensable que lo haga alguna vez?); no recuerdo haberte dicho que, con frecuencia, en nuestras charlas demasiado intelectuales, a ver quién chafa a quién, en que hasta la elementalidad de un culo femenino más o menos columbrado la sometíamos a uno de esos procesos tan elevados en que la física se muda en poesía, y ésta en palabras, le tengo asegurado a Claire, como verdad tomada de la experiencia y no mera excogitación, que un varón sólo a través del cuerpo de una mujer puede alcanzar el meollo de lo real. No se lo echaba a la cara, así, como el que arroja un insulto, sino al hablar, por ejemplo, de ese famoso escritor del que sabemos por las murmuraciones, del que podemos colegir por lo que encubre su prosa, que no cató fembra en la vida, ni al modo recto, ni de ninguna de las oblicuas maneras, y que no ha aspirado, el pobre, ese perfume ácido de una muchacha en sazón. Y para chafar a Claire, para que no tuviera réplica que darme, solía traer en mi pro algunos versos de su tatarabuelo, que ése sí que alcanzó lo real hasta saciarse, y por todas las vías. Pues ahora mismo, en este instante de inesperada clarividencia en lo que al amor respecta, empiezo a dudar de mis antiguas convicciones, de las más hondas, y a pensar que con estas metafísicas solemos enmascarar cierto incurable romanticismo, nosotros, los nada románticos por exceso de seso, y que lo que se conoce a través del cuerpo armado no es más que el cuerpo mismo, y nunca en lo que es o lo que tiene, sino en meras insuficientes aproximaciones, pues anda cada cual tan metido en lo suyo que no percibe lo que palpita debajo. Lo cual se me ha ocurrido, así, de pronto, y sin pensar si es cierto o no, como el que acepta que le desgajen de un solo golpe todas las ramas de un árbol: así quedó desnudo de adherencias mi sentimiento hacia ti, necesidad de comunicación y compañía, nada más: lo que uno puede alcanzar del otro cuando no pide peras al olmo, lo que va a ser difícil que alcance de otro árbol. Pero es tarea de dos, ésta de comunicarse y acompañarse, y yo estoy solo. Aunque no lo tome por la tremenda (cuando se pasa de los cuarenta, las ocurrencias de suicidio suelen considerarse muy fríamente), no ignoro que detrás de ese trabajo febril al que pienso integrarme, pero al que acaso no me entregue; detrás de esos honores y de esos triunfos profesionales que intentaré conseguir, pero que acaso no consiga y que tal vez no busque, la soledad y el tedio conquisten cada día parcelitas del alma, como células el cáncer sigiloso. Me voy a entretener con otras chicas, acaso llegue a gustarme alguna de ésas que ponen todas sus ansias en ser amantes del profesor. No niego la posibilidad de haberme equivocado, y acaso haya imaginado en ti lo que no había. ¡Oh, la imaginación influye mucho en el amor! Pero, así o de otra manera, no llegaré a encontrar lo que ya creí tener.

Y se acabó. Podría seguir escribiéndote, mera repetición con variantes. Dejémoslo.

Y por si un día quieres reconstruir el sueño que inventé para ti o que te ayudé a soñar, la patraña con que quise sacarte de ti misma y arrebatarte a quien te poseía, voy a contarte el final. Me gustaría hacerte previamente una advertencia, o, mejor, ponerte en la pista de un secreto que ante todo te atañe. ¿Cómo no te diste cuenta de que la historia comete anacronismos? Porque la condesa de Lieven encontró a Metternich no recuerdo ahora si en Carlsbad o en Aquisgrán, se conocieron en Carlsbad y se acostaron en Aquisgrán, o al revés, pero, en todo caso, hacia la época de los grandes Congresos, quiero decir, doce o catorce años más tarde del tiempo en que mi historia transcurre; y también, en un momento dado, se dice que la Tonta traía puesto el traje de amortajar a La Traviata, cuando esa dama de las camelias coloradas vivió al menos medio siglo después. No lo hemos discutido, ya no tendremos ocasión de hacerlo, pero debe de ser la consecuencia de mi punto de partida, es a saber, que la historia es simultánea y todo anda revuelto, y se contagia todo y se carece de la seguridad que daba la historia sucesiva, tan ordenada en años, décadas y siglos. De no ser así, ¿qué más da la presencia de Dorotea en La Gorgona o que la Vieja tenga más de dos mil años? El año, el tiempo, el pasado, son mera convención: recurre a los espejos de Agnesse.

Pero si ahora te acomodas junto a mí por vez postrera, y no a mirar espejos, sino a las llamas prendidas del fuego, verás de nuevo nuestra Isla Gorgona, ahora en su conjunto, irregular y nítida, en mitad de la mar rutilante. Algunas velas, una fragata lejana, esa escuna que va a entrar en la ría. La verdad es que nada de eso nos importa, en el supuesto (aleatorio) de que nos importe algo. Pero, por si acaso, te invito a fisgar un poco en el palacio de Las Tres Gracias, a quienes alguien llama también Las Tres Doncellas, cuya fachada luce gala de luto. No me preguntes por el día en que estamos, porque lo ignoro. Desde luego no es el siguiente al pistoletazo de Nelson. Ha pasado algún tiempo, el requerido por el sinfín de detalles y de condiciones que la Vieja ha exigido para enterrar a su hermana. Hubo que traer, ya verás para qué, mendigos de Calabria y violinistas de Nápoles. Hubo que enviar a Florencia un equipo especializado en robo con fractura para sacar de un palacio cuyo nombre no consta cierto traje de damasco usado en el día de su boda por una funesta princesa. Hubo que traer maderas olorosas del Oriente para la confección del ataúd. Hubo que… Finalmente, se organizó el velorio a gusto de la Vieja con la aprobación expresa de la Tonta, que llegó a opinar: «Nuestra hermana está muy guapa, y da gusto morir así. Quiero que la quites a ella y me pongas en su sitio», y porque la Vieja le dijo que no, y que dejara de desear sandeces, pasó tres días llorando.

El catafalco que ves no son más que cajones disimulados, como todos los catafalcos; pero el terciopelo negro, bordado y blasonado, que lo cubre, ya figuró en el funeral del papa Alejandro VI, quedó en herencia a la Vieja por servicios prestados, con unas dosis de ponzoña de añadidura. Se había frisado un poco, el terciopelo, con los siglos, por la parte de las dobleces, pero, a fuerza de cepillo, quedó bastante bien, y, además, como decía la Vieja, y con razón, su mismo deterioro acreditaba su remota prosapia. Los candelabros eran un poco más recientes, de bronce pesado, con amorcillos trepando por rosales y vides y enviándose besos de descarado misticismo, obras atribuidas al Bernini en un momento de ebriedad. Cuanto a la alfombra, había venido de Persia un par de siglos antes. Pero eso carece de relieve en el conjunto; no resalta, como en seguida se advierte. Lo que atrae, lo que ha solicitado tu atención desde el momento de entrar en el salón tan triste y tan lujoso, fue el rostro de la Muerta (Talía, no lo olvides). Por lo pronto, el escultor se había esmerado, había puesto en la máscara suficiente talento. Como no le habían dado retrato que copiar, ni siquiera una idea, él había hojeado antiguos grabados y dibujos, y había acabado por elegir la bellísima cara de una doncella pintada seguramente por el Guardi con ocasión de un deceso, a la que había añadido por su cuenta unas arrugas apenas perceptibles en las esquinas de los ojos y de los labios, sólo por haber oído alguna vez que la Muerta, igual que sus hermanas, contaba siglos. La puso blanca, claro, pero de una blancura opalescente, casi cristal, y para el rojo de los labios imaginó la palidez de una guindilla (en esto, desde luego, no fue demasiado original, pero tampoco se le pueden pedir filigranas a un modesto escultor isleño). Añadió unas sombras muy leves, y el consabido violeta a las ojeras. Cuando a la Vieja le llegó aquella máscara, al momento no reconoció en ella a su hermana muerta, pero como el rostro de porcelana quebrada por el inglés tampoco representaba con toda exactitud la verdadera cara de la Muerta (de quien algunos aseguran que no existió jamás, y que fue una convención tácitamente aceptada a lo largo de los siglos, como se aceptó después la de Napoleón), dijo que bien, que se le parecía mucho, y sin dilaciones ella misma la instaló en el lugar adecuado, completó con ella la figura, vestida del ropón florentino (un primor de damasco rosado), yacente en el ataúd. No faltaba más que encender los blandones y mandó que lo hicieran. Y ya empezaba a entrar la gente que hacía cola a la puerta del palacio para los pésames y las visitas a la difunta, cuando se le ocurrió a la Vieja una novedad con la que completar, diríase perfeccionar, la leyenda de su hermana inexistente, y fue escribir en un largo y retorcido pergamino, con grandes letras de fuego, estas palabras:

Talía murió virgen

Y las puso ella misma a la cabecera del armatoste, casi tapando el Crucifijo: Entonces se enorgulleció de su obra y pensó sin atreverse a reconocerlo que, en el fondo, valía la pena que hubieran matado a la Muerta, pues así tenía un pretexto para organizar aquel magnífico espectáculo y poner en circulación aquella especie de la virginidad mantenida a través de tantas encarnaciones, que de ser cierto o, al menos, de ser creído, daría al acontecimiento en su conjunto un tono de solemnidad trascendente que (sobre todo si se lo proponía Ascanio) bien pudiera acabar con la beatificación de Talía como punto de arranque: pues, ¿no era una víctima de la intransigencia protestante? Y lo que después pudiera suceder no se atrevía a imaginarlo, pero su mero presentimiento la escalofriaba de gozo. Todo esto sucedía un par de semanas antes de ese momento elegido por nuestra curiosidad. El velorio había durado tanto porque los encargos hechos a la Península no los daban cumplidos, fuera porque en Nápoles hubiera pocos violines, fuera porque en Calabria los mendigos temieran que se intentase engañarlos y venderlos como esclavos a algún pachá de Oriente. Por fin lograron reunir ochenta. De violinistas, veinticinco, y costó caro: llevaban ya cuatro días ensayando el Misserere de Butarelli, que, por voluntad de la Vieja, habían de tocar durante el sepelio, siendo cantado por los niños de coro de la catedral latina (que ensayaban también). De este Butarelli, La Vieja hizo saber a las visitas que había amado a la Muerta en su mocedad (en la del mozo, pues la Muerta no había sido joven jamás), y que había compuesto una ópera en su honor, pero que, al sobrevenir alguna de sus muertes, quizá la cuarta o la quinta, el desesperado amante había utilizado los materiales sonoros de la ópera para componer una Elegía, que se cantó en la plaza con asistencia de príncipes y otros melómanos, y aquel tremendo Misserere, timbales a las puertas del infierno, para usar en los entierros previsibles de la Muerta.

La apertura del velorio tuvo una solemnidad de llantos muy loada por la asistencia: el de la Vieja era intenso y silencioso; el de la Tonta, aparatoso y chillón como de plañidera profesional. La Vieja, a veces, quedaba muda y transida, y después de un pedazo así, en que parecía que el alma le hubiese emigrado tras de la de su hermana, hipaba de repente y dejaba rodar las lágrimas calientes. Los chillidos de la Tonta subían y bajaban, y en alguna ocasión fueron tan fuertes que la Vieja dijo a un ujier cercano: «Decirle a esa tonta que se calle, que no la aguanto más», pero esto es seguramente una calumnia. Acaso lo sea también la especie de que, detrás de las orejas de la Muerta, vigilaban unos ojos petrificados en azabache como de dos arañas tremendas.

El sepelio se organizó a la caída de la tarde, y empezó a caminar cuando ya se ponía el sol, con la interrupción obligada de escuchar las trompetas vespertinas y contemplar allá arriba la figura envarada del General, padre leproso de la patria, merced a cuyo cuidado la gente de La Gorgona podía enterrarse como le viniera en gana. ¡ Pues no faltaba más! Arrancó la primera la cruz alzada con los ciriales consabidos, llevados por tres monagos de buena talla, sobrepelliz blanco y sotana negra, y detrás, cuarenta a cada lado de la calle y un gran espacio en medio, los ochenta mendigos con los hachones lucientes en las manos, ni uno cojo, ni uno manco, ni uno solo corcovado, mendigos como flores, lo mejor del mercado de mendigos, y las ochenta llamitas temblorosas y levemente rojizas, como un párpado múltiple en el crepúsculo creciente, y así marchaban, lentos y hermosos en su miseria: quizás fuesen también mendigos milenarios, trimilenarios, los ciudadanos libres que habían votado la cicuta para Sócrates y se veían ahora en aquella calamidad, libres aún, pero pobres. ¡Pues menuda Historia podía hacerse a cuenta de ellos, sólo con preguntarles uno a uno! Pero acaso llegase a fatigarte, a ti, Ariadna, que eres de la profesión. De modo que voy a detenerme unos instantes en decirte lo que son Las Cuatro Torres. Eso no lo has visto en tu tierra, menos aun aquí, en USA, donde el melodrama funerario prefiere otros materiales. Las Cuatro Torres son esas cuatro varas llevadas por cuatro porteadores, muy pesadas, como que se requieren para poder cargarlas esas cuatro correas que pendiendo del cuello reposan en las barrigas, y allí, en un agujero ad hoc, se enganchan los árboles o mástiles, quiero decir las varas, hacia cuya mitad, y hasta arriba, salen en orden de simetría esas tulipas moradas que ves, todas de vidrio afamado, hasta cuarenta en cada torre, cada tulipa con su vela y todas las velas encendidas, fíjate tú, tantas llamas moradas, tanto temblor de oraciones en lo alto, como breves castillos de luz que se movieran. Van situadas en las esquinas del féretro, un poco apartadas de él, naturalmente, para no tropezar, y alumbran si no a la Muerta (a la que llevan destapada, asómbrate, destapada para que todo el mundo le diga adiós a la belleza lánguida de su escayola), al menos a su nombre y su recuerdo, según la costumbre seguida sabe Dios dónde con las mozas que mueren con el virgo en la entrepierna. Destapada, te dije, y las manitas en cruz, y el cabello sin lazo y arrastrando, así como lo oyes, arrastrando, porque esos que la conducen, lacayos con libreas de luto y plata, peluca blanca, en vez de cargarla en hombros, la llevan de la mano, como ves, en unas parihuelas transversales en que reposa el féretro, y así la Muerta queda a la altura necesaria para que un palmo de su cabello arrastre y barra humildemente el pavimento. ¡Da escalofríos verlo…! ¿Verdad? Un cabello tan lindo, tan leonado, de ondas tan generosas, obra maestra de sabe Dios qué peluquera…! ¡Él solo hubiera hecho feliz a un amante, de haber existido alguna vez la Muerta y haberse dejado amar! ¿Dices que Butarelli? ¡A saber si no es una invención de la Vieja, a saber si escribió alguna vez el Misserere, a saber…! Todo lo cual contradice a lo que llevo dicho. De acuerdo, pero no olvides que esas contradicciones jamás dejarán de serlo a causa de la extravagante y diría extraviada sensibilidad de los investigadores, que nunca se fijan más que en cuestiones secundarias.

Pues en seguida venía el clero: tres curas revestidos, y hasta cuarenta más, en dos filas de veinte, de blanco y negro, y eran los que cantaban, cuando el coro y los violines enmudecían, una canción litúrgica que la gente traduce con su habitual maldad en los términos siguientes:

Por la calle de Muertos arriba,

se va ganando la vida.

Treinta piastras entre tres

tocan a diez,

y si fueran cuarenta

saldría mejor la cuenta.

Te moriste, te jodiste,

yo también me moriré,

per in sécula seculorum,

amén.

A estos latines los acompañaba la voz acatarrada de un fagot, que tocaba un sujeto gordo con un lobanillo reluciente debajo de la oreja izquierda, un lobanillo muy visible, un sujeto que a veces escupía con bastante descaro algo más de lo exigido por el oficio.

Los violinistas seguían en pelotón cerrado, después de los niños de coro, también en grupo, y lo que tocaban y cantaban, ese Misserere que nadie conocía más que la Vieja: una música profunda y triste, más apta para contrabajos que para violines, pero tocada por violines, al fin y al cabo, y se parecía bastante a lo que años después fue la Marcha Fúnebre, de Chopin (quien a lo mejor, se inspiró en el tal Butarelli, o a lo mejor lo plagió, ¡vaya usted a saber!). ¡Pon-pon-porón-pon-porón-porón-porón! Era verdaderamente chocante, después de los gorigoris salidos de voces arrastradas y carraspeantes, escuchar la aparición solemne y levantada del Misserere: por los violines, por los castrati, por las aves en vuelo, por las olas marinas, por los vientos, por todos los ruidos que venían del muelle, de poleas, de vergas, de obenques, y por todos los sones de la tierra sonora. Era estremecedor, la gente se estremecía, y Michaela le dijo a Guillermina que corriese al balcón a escuchar aquel entierro tan bonito. Desde luego resultaba fascinante, y fascinaban a los espectadores, en el ámbito cada vez más nocturno, cada vez más oscuro, el temblor de la cera quemada, el perfume del incienso que se expendía en el aire como una invasión de gloria, humo va, humo viene, y el ritmo marcado por la banda de tambores que tocaban a cajas destempladas cuando el clero, cuando el arte descansaban. Y, por último, las tres sillas de manos, esta vez de laca negra incrustada de marfil, ocupando la calle:


A T E


la del medio vacía y de luto. Y, después…

Lo que venía después pudo verse porque Ascanio Aldobrandini, gobernante en cierto modo ilustrado, o, por lo menos, partidario de mejoras ciudadanas, había dotado de enormes, de broncíneas farolas, alimentadas a costa del erario público, la antigua avenida del Temple, hoy ya del General, de modo que se pasaba por la calle de noche como si fuera el alba, o casi. Así fue dado ver lo que venía después, la larga, la interminable procesión de los artrópodos, de uno en fondo, a partir del palanquín de la Muerta y como si de él cayesen: de mayor a menor, hasta las ínfimas arañas casi invisibles, ésas que se introducen en la piel debajo de las uñas de los pies, y matan. Las habían traído de los cuatro confines, africanas peludas, tropicales de América escamosas, de la Insulindia largas, de los bosques indostánicos esféricas; unas arañas amarillas criadas en el techo del mundo, del que solían colgar, en el alto Tibet, a costa del Dhalai Lama y para su diversión; y otras, bigotudas y con una especie de coleta que se crían libremente en las pululantes aguas del Yan tsé-Kiang y dicen que se alimentan de niños vivos, pero que discriminan entre los chinos y los de otra ralea: arañas colaboracionistas de imperios raciales. Vinieron las del Polo Norte, que de puro congeladas parecen de vidrio blanco, y las de la tundra, entre moradas y verdes, achatadas y de patas larguísimas. Y estaban las volantes de Tomboctú, que iban a saltos porque no aguantan en tierra mucho tiempo, y ese extraño animal del Yucatán, estilizado y tantas veces pintado y esculpido durante las civilizaciones sucesivas del maíz, del centeno y de la torta enchilada, que no se sabe muy bien si es araña o serpiente, pero que al participar de ambas naturalezas, lo mismo concurre a las reuniones de los reptiles que a las de los artrópodos. Estaban todas las arañas posibles, ya no recuerdo más nombres, y no hacen falta más. Y la gente, al principio, tuvo miedo, pero, al verlas con tal orden y tan simétrico respeto, obedientes al incienso y al tambor, quedaron poco a poco más tranquilas, y aun hubo quien se atrevió a observarlas de cerca, miradas de insectólogo curioso. Lo importante del caso fue que, de motu proprio, al entrar el cortejo en la catedral, quedaron las arañas fuera, en su lugar descanso, hasta que sopló un viento inesperado, un viento como si fuera justiciero o vengador, en el momento mismo en que el coro cantaba aquello de

et in peccatu concepit me mater mea [4]

y se las llevó a todas con su fuerza imparable, hasta ese lugar remoto e ignorado en que van a parar los vientos, así los impetuosos como los delicados, y donde se amontonan las cosas que arrebatan: un verdadero rastro, es aquel rincón del mundo, por lo que es dado imaginar. Y me pondría, Ariadna, a contarle lo que allí hay, en cosas, en personas y en ensueños, y cómo es, si no fuera por respeto a las leyes de la epistolografía, que aconsejan no desviarse por los posibles afluentes. Pero, ya ves: bastó esta digresión mínima, esta distracción inapreciable, para que el espectáculo del sepelio se desvaneciese y no quedase de él más que el reguero de cera al borde de la calle. Pero fue un inusitado entierro, ¿verdad?, un verdadero primor: el que la Muerta merecía, por supuesto. Aún escucho en el recuerdo a los clérigos, a los cantores, a los violinistas, al viento y a las aves, que habían enmudecido.


3. – No te marches aún. Deja que te retenga un poco más, y que te hable. ¿No ves que todavía lucen las llamas, y lucirán? Por el hecho de que se haya suspendido la visión del entierro así, de repente, solo porque el viento haya soplado, no vayas a pensar que también yo he dejado de inventar. Lo que sucede, después de un breve lapso de silencio cerebral, no sabes cómo se queda de oscuro, de profundo, más bien de vacío, es que han mutado las imágenes igual que cuando cambia el escenario en el teatro, y tras el primer acto viene el segundo, con un paisaje distinto. No puedo asegurarte si lo que ahora vamos a ver sucedió exactamente pasado el entierro o antes, pero me inclino a creer que haya sobrevenido, aquella cólera de Ascanio, quizás después de haberle dejado solo con Flavia-rosa, en aquella mañana, ¿recuerdas?, en que sintió compasión por él y le acarició el cabello: era que Agnesse había desaparecido. Ascanio se levantó lentamente, alzó los brazos, cerró los puños y envió al espacio inmenso de los cielos una espantosa blasfemia que hizo temblar el eje de la esfera y provocó cataclismos en cadena en lugares remotos. Me resisto, ya ves, a repetirla, ni siquiera como fidelidad a la Historia, por miedo de que nos suceda algo. Lanzó con voz tonante una blasfemia, y la gente que oía sin quererlo se echó a temblar, porque Ascanio no había blasfemado nunca, y lo que es más grave, no había dado pie jamás a que pensase nadie que acabaría un día por hacerlo, en vista de lo cual los cogió a todos de susto, a quienes escuchaban y al mismo aire. «¡Ha blasfemado!», dijeron los hombres a los hombres y las piedras a las piedras, y cuando llegó la noticia a Flaviarosa, quedó como de un paralís y dijo algo así como esto, o lo pensó: «¡Nunca creí que la quisiera tanto!». Nosotros tampoco lo hubiéramos creído, Ariadna, por falta de antecedentes. Las noticias al respecto fueron escasas, no por mi culpa. Llegamos a saber que sí, que la amaba, pero ignorando la manera y el grado de intensidad, sobre todo de intensidad, y el trabajo que le costaba no llevarla a la cama. Y ahora resulta que la quería tanto, que el dolor le llevó a blasfemar, lo último que se podía esperar de él, protesta contra la voluntad del cielo, y es de suponer que la blasfemia había que interpretarla además como indicio de que Ascanio dimitía de todo, lo primero del miedo a los infiernos; que lo arrojaba todo por la borda y que se quedaba solo con esta soledad del amor sin esperanza. «¡Que me traigan en seguida al obispo! -clamó después-. ¡Que me lo traigan maniatado, si es menester!», y algún esbirro en pareja salió corriendo en busca del obispo, sin otra precaución que llevar también un coche: porque haría muy feo, pese a todo, que el obispo viniera maniatado por la calle.

Y mientras el obispo llega, Ariadna, que aún tardará un poco, porque el palacio queda pasada la catedral, aquella casa tan linda que parece pensada por Bramante, mira hacia el otro lado de la mar, contempla ese patache que acaba de arribar al puerto de Palermo y que atraca al muelle tranquilamente, sencilla la maniobra. No tendrás dificultad en reconocer a Agnesse en esa muchacha que se sienta en la bancada de popa, cerquita del timón; si insistimos en observarla, veremos cómo el patrón del barco se acerca y la saluda; cómo ella le da las gracias con expresiones para el capitán Triantafilu; cómo trasladan al muelle el equipaje de Agnesse, y cómo ella misma recorre sin ayuda la pasarela y queda en el muelle, contemplada por los marineros del patache, por los ociosos, por algún pescador, y por ese caballero inglés, maduro ya, que la descubre de lejos, que la examina, que se aproxima cuando ella se ha sentado en su baúl, y que interpreta como inmensamente desolado, como dubitativo y sobre todo desalentador, su gesto y su ademán. «No soy un desconocido, signorina. Me llamo sir Ronald Sidney.» Y ella de un salto le mira con estupefacción, con súbita alegría con imparable llanto; parece sin embargo que en tales lágrimas fuera a realizar la metáfora tópica que las convierte en gemas, aunque no perlas, sino más bien diamantes, por las chispas de luz del arcoiris que el sol les arrancaba. Se echó en sus brazos y respondió: «¡Es milagroso, señor, es increíble!» y recitó en inglés el primer verso de la melodía tercera, el que le vino a las mientes. Y sir Ronald, impecable, la recibió en su pecho, besó su frente (quizás como exploración), y respondió a un verso con otro verso, aquel de la melodía VII que dice, más o menos: «¿Qué viento fue el que movió tu nave hacia mi corazón? ¿Qué buscas a mi lado?». A Agnesse le pareció, entonces, que la mejor respuesta era besarle en la boca. De modo que con esto atamos un cabo más, y finiquito. El resto de la historia de Agnesse y de sir Ronald es lo que se conoce, más o menos; corregida en el detalle de que no fue sir Ronald quien se sentó en el baúl, corregida en algún detalle más, hay varios eruditos empeñados en despojar el idilio de las mentiras y adherencias acumuladas por Agnesse en su correspondencia: no creía la verdad suficiente y procuró completarla. Aunque con esto no acuso a Agnesse: cuando se sepa toda la verdad del encuentro y de todo lo demás, una vez cotejada con la mentira, ésta será probablemente más importante y, sobre todo, más verosímil.

Pues ahí tienes ya al obispo, y sin maniatar, porque no opuso resistencia a la orden del ministro. Se limitó a que le acompañase su secretario y familiar, ese clérigo espigado y de verdosa tez como las aceitunas napolitanas, al que alguna vez hemos entrevisto, ése que parece una espingarda y tiene el mirar tenebroso. ¿Sabes que es la mismísima persona a quien yo había prometido en Nueva York una visita, el conde Cagliostro, José Bálsamo, Gran Maestre Universal de Rosa-Cruz y por tanto poseedor del secreto de la inmortalidad, o, por lo menos, de la vida longa, pues subsiste? Lo habíamos olvidado, como tantas cosas más. ¡Ay, Agnesse, no se debe escribir una carta de amor cuando se tiene que inventar una novela! Ahora no queda tiempo para contarte las razones por las que está disfrazado de cura y en función de familiar del obispo de La Gorgona, pero puedo al menos aclararte que todo se relaciona con el tesoro del Temple, que nadie sabe si está debajo del castillo, o en las mazmorras de un convento, o en una gruta excavada en las rocas del mar.

Los habían dejado en la antesala, cerca del ventanal, y ellos, silenciosos, contemplaban la ría y sus afanes, la descarga del bergantín que había llegado, la carga de la goleta que iba a zarpar. El obispo señaló las velas de un brik-barca que enfilaba la bocana, y el familiar le respondió que eran hermosas. El Obispo comentó: «A lo mejor, parte para las Indias Occidentales». «Ahora todo el mundo quiere marchar a las Indias Occidentales. Dicen que allí se es libre.» El obispo suspiró, el familiar siguió con la mirada las velas. Abrieron una puerta detrás: ellos no se movieron. Una voz advirtió que Su Excelencia esperaba, y ellos entraron en el despacho de Ascanio, el obispo delante, el familiar pisándole los talones, reverencia va, reverencia viene, los sombreros en la mano, las capas recogidas. Y sonrisas desde lejos. Ascanio quedaba al fondo, detrás de la mesa enorme, de los papeles, del Crucifijo de marfil: de pie, tranquilo ya, como quien se ha desahogado haciendo barbaridades, si bien las suyas no hubieran alcanzado las de Aquiles en cólera, ni las de Orlando en furia, sino que todo se le había ido en palabras, aunque, ¡caray! Los eclesiásticos se aproximaron con pasitos, con modales de eclesiásticos, y volvieron a saludar ya más cerca, con reverencias asimismo eclesiásticas, e iban a sentarse a la manera eclesiástica, pero como el ministro no mandó que lo hicieran, se sintieron de pronto desairados, sobre todo el obispo, con el cuerpo doblado ya y el gran culo episcopal encima del asiento; pero no llegaron a romper la compostura eclesiástica. El familiar resolvió la situación rogando a Su Ilustrísima que se sentase, y el ministro no se atrevió a prohibirlo, pero quedó de pie, de manera que el familiar no tuvo más remedio que imitarle. Sin embargo, quien quedaba en la posición peor fue el obispo: lo comprendió al sentirse interrogado, interpelado, desde arriba, desde la posición más fuerte, por la voz, por la mirada, por el ademán de Ascanio. «Señor obispo, hace ya tiempo que se envió a Roma un propio con una carta.» «Roma, señor ministro, es cauta en las respuestas, y por supuesto, demorada. En Roma no se acostumbra a improvisar.» «Señor obispo, Roma actuará como eterna que es, pero la vida de los hombres acaba pronto, y necesitan de soluciones rápidas.» «Las respuestas de Roma, señor ministro, sientan doctrina, Su Excelencia no lo ignora. Tienen que redactarlas escrupulosamente fundamentadas.» «Y en buen latín, ya lo sé; en el mejor latín posible, para que no haya dudas. Pero, señor obispo, por esperar la respuesta de Roma perdí a la mujer que amaba.» «Señor ministro, ante cuestiones de doctrina, Roma no puede tener en cuenta los casos particulares más que como lo que son. En su nombre, sin embargo, deploro pérdida tal, y recomiendo a Su Excelencia resignación cristiana.» «Señor obispo, usted, lo mismo que yo, ha contemplado a los hermosos dioses antiguos, a los llamados falsos, esos que no existieron nunca, tan vivos como nosotros mismos. A partir de aquel día, yo no sé si usted dejó de creer en la Iglesia, pero puedo asegurarle que todos cuantos los vieron han perdido la fe, si no fueron los griegos, si acaso, que esos hallaron a tiempo el modo de creer en los viejos y al mismo tiempo en el nuevo, pero lo hallaron también para seguir pecando sin miedo a condenarse.» «Reconozco, señor ministro, que la situación es confusa, y lamento no disponer aún de medios para aclararla. Pero un día dirá Roma la última palabra…» «Cuando ya todos hayan muerto, ¿verdad?» El obispo ocultó modestamente la sonrisa: «Muy posible, señor ministro. La fecha de la muerte es un misterio insondable». «Salvo en el caso de los condenados, que de ésos se conoce la hora en punto.» «¡Pero Dios se apiadará de ellos, como de todos nosotros!» Ascanio le respondió a esto último con un mohín de la boca que lo mismo quería declarar conformidad que indiferencia. «Pues yo, señor obispo, no sé qué pensará hacer la gente de este pueblo, ni me importa, porque pronto dejaré de meterme en eso, pero sé lo que voy a hacer yo. Por lo pronto, entraré en el convento de las Clarisas y violaré a unas cuantas novicias de cuya hermosura se hace lenguas la gente: con absoluta tranquilidad de conciencia, porque no es pecado. Los dioses lo autorizan con su ejemplo». El obispo representó con bastante habilidad la escena del espanto. «¿Será capaz, señor ministro, de ultrajar de ese modo a las novias del Señor?» «Señor obispo, hemos visto a Poseidón y Anfitrite amarse impunemente encima de las aguas…» «Podían ser demonios, señor ministro. ¡Las tretas del Maligno son imprevisibles y absolutamente originales! Me atrevo a pensar que la respuesta de Roma, cuando llegue…» «No la puedo esperar, señor obispo. El hambre de mi revancha no admite tregua. Fui casto por temor al infierno y perdí la ocasión de ser feliz. Ahora pienso cobrarme, al menos, en placer. No necesito decir que expulsaré de la Isla a los clérigos, a los frailes y, con el mayor respeto, a Su Ilustrísima. Y que enviaré un embajador a la República Francesa.» El obispo pegó un salto en el asiento, absolutamente sincero, y el terror se le pintó en el gesto. «¡Señor ministro, no hará eso! ¡A la República Francesa, no! Señor ministro, ¿se da cuenta de lo que pesan esas palabras de Libertad, Igualdad y Fraternidad? En ese mundo de ateos ni usted ni yo tendremos sitio.» «Yo sí, señor obispo. Convocaré un Parlamento, haremos una Constitución…» «¡El acabóse, señor ministro, el acabóse!» El obispo miraba compungido un poco más arriba del Crucifijo que tanto miedo había puesto en el alma de Agnesse, tiempo atrás, el día de su llegada; miraba hacia un punto neutro en el que acaso estuviera el remedio de la catástrofe. Y sobrevino un silencio suspirado tras del cual se esperaban, de una parte o de otra, palabras levantadas, definitivas, tajantes. Pero el que tajó fue el brazo escuálido, fue la mano larga y oscura de Cagliostro. Interpuso, brazo y mano, entre las Dos Espadas y dijo: «Me parece, señor obispo, señor ministro, que el punto de partida es un error. Si se me permitiera decir unas palabras, acaso lograríamos ver claro y llegar a un acuerdo». Ascanio le sonrió: «Mi decisión está tomada, pero para que no se diga…». Cagliostro le hizo una breve reverencia. «No esperaba otra cosa de la cortesía proverbial de Su Excelencia, de la que se hacen lenguas hasta los condenados a muerte. Pues bien, quiero ser breve y claro. Acaso el señor obispo, acaso el señor ministro, no hayan jamás oído hablar de Messmer.» El ministro y el obispo se miraron. «No. No oí jamás ese nombre.» «Ni yo tampoco.» «¡Desventajas de no viajar, excelentísimos señores! El doctor Messmer ha demostrado a satisfacción de la Academia Francesa, hace ya lustros, cuando en París vivían reyes y reinas, la existencia de ciertos fluidos naturales capaces de provocar en las personas estados que llamaremos de sugestión, pero también de hipnotismo, que es la palabra apropiada: Hacer ver lo que no existe, por ejemplo, y que el sujeto lo crea.» «¿Va usted a decirnos que he visto a Anfitrite y a Poseidón porque estábamos sugestionados?» «A eso aspiro, Excelencia, pero no con palabras. El efecto de esos fluidos puede operar sobre personas aisladas, pero también sobre colectividades, y hacerles ver…» Esta vez fue el obispo quien interrumpió con lujo de aspavientos: «¡Pero es una herejía, padre! Si lo admitimos, ¿quién va a creer en milagros? Todo el mundo dirá que son casos de sugestión colectiva». «Todavía no sabemos lo que dirá la gente, ni siquiera lo que dirá la Iglesia cuando llegue el caso. Me limito a proponer a Su Excelencia que nos conceda una tregua… digamos de un par de días. Pudiera suceder que una nueva situación inexplicable sobreviniera; tengo, al menos, mis motivos fundados para esperarlo, a causa de ciertas señas en los vuelos de las aves y en los cercos de la luna… En fin, como la cosa es urgente, no da tiempo a entrar en grandes explicaciones, que, de ser necesarias, se darán después. Pero suplico a Su Excelencia que aplace por unos días, dos o tres, el asalto al convento y la violación de las novicias, en la que, de todos modos, tardaría algún tiempo. Si después de lo que suceda no se queda satisfecho, el propio señor obispo le franqueará las puertas del cenobio.» El obispo miró al familiar con sorpresa y algo de incomprensión. «Sí, Ilustrísima, me tomo la libertad de hacer esa promesa, que es también compromiso, en la seguridad de que las puertas de Santa Clara permanecerán cerradas a la lujuria, como lo están ahora.» «¿Tanta fe tiene usted en sí mismo?», le preguntó el ministro; y esperó la respuesta con la misma ansiedad que el eclesiástico. «En mí, ninguna. Pero en la ciencia y en quienes la poseen…» El señor obispo se estremeció y, al mirar a los ojos de Ascanio, advirtió algo que podía interpretarse como una coincidencia. «¿No huele eso a azufre?» «Si es ésa la última palabra de la autoridad eclesiástica, entonces, señores, podemos ir paseando ya hasta el convento de Santa Clara.» El obispo cruzó las manos e inclinó la cabeza. «¡Confío en el Señor, confío en el Señor!» Una pareja de palomas había venido volando hasta el alféizar del ventanal. Eran grises y buchonas. El macho buscaba el pico de la hembra, la hembra lo dejaba buscar. Caía el sol vertical del mediodía y el aire sofocaba. Ascanio Aldobrandini ofreció a los clérigos unas copas de vino frío. Ellos las aceptaron. Al levantar la suya, el obispo observó que en las oscuras pupilas de Cagliostro, navegaban solemnes tres navios de guerra.


4. – Aparecieron las fragatas francesas hacia las diez y media de la mañana, un martes de calor, con calima y regular visibilidad; pero como a los centinelas y vigías de las cofas los habían escogido entre la gente de más agudo mirar, y se ayudaban, como parece obvio, de catalejos, fueron muy pronto descubiertas. Los barcos eran cuatro, y traían rumbo NNO-SSO, como quien dice enfilada la Isla. Los partes sucesivos las fueron describiendo como de alto porte, bien armadas, abanderadas con la tricolor, y la última de ellas (navegaban en columna), con flámula de almirante, aunque, siendo como eran de la república, ¡qué almirante sería! Los modelos no eran de los modernos: barcos de Nantes, del tiempo de El collar de la Reina, semejantes a él. No hubieran resistido, desde luego, un encuentro con los que estaban en gradas; pero los que estaban en gradas estaban en gradas y no se podía contar con ellos. Lo primero que se le ocurrió a la gente fue que toda vez que la escuadra inglesa había zarpado para el Oriente en seguimiento del general Napoleón, que andaba haciendo de Alejandro por aquellas lejanías, las fragatas vendrían a apoderarse de los barcos en gradas a punto de entregar a los ingleses, lo cual sería al mismo tiempo que una operación naval brillante, un buen refuerzo para la escuadra republicana y un quebranto para la Home Fleet. Esto se pensaba en el muelle, se pensaba en alta voz, lo pensaba todo dios, y bastaba como explicación en tanto que las fragatas navegaban con su elegancia habitual, un poco oronda y un tanto anticuada, pero, ¡caray!, elegancia al cabo, aunque de peluquín. Y se pensaba también, aunque en voz no tan alta, en el salón de juntas de la Señoría, rococó sobre gótico, reunidos ya los Doce ante lo Inesperado y lo Inevitable, ante lo que para ellos pudiera ser el final de la Historia, acabóse y catástrofe a un tiempo. El viejo Della Croce, al que habían traído al consejo en carro de ruedas por considerar que su clarividente inteligencia no estaría de más en la reunión, llegó a decir que encontraba inexplicable aquel descuido de Inglaterra, que le iba a costar un aliado y unos barcos imprescindibles, y que la única pérdida del aliado podía compensarse, mas no la de los barcos. «Tiene que haber una salida.» «¿Una salida? Lo único que resolvería la situación serían cuatro navios de tres puentes, o, al menos, otras cuatro fragatas, y el valor de sus dotaciones.» Ascanio comentó que aquello eran ganas de fantasear, y que él se limitaba a confiar en el general Galvano, salvador de la patria en todas las ocasiones, y, ¿por qué no en aquélla? Los demás le escucharon estupefactos, si no fue Flaviarosa, que empezó a temer algo, o a sospecharlo. Pero no sabía qué.

Las fragatas se habían acercado. Se veían ya, desde cualquier azotea, y no digamos torre o campanario, los cañones apuntar desde las panzas oscuras de los costados, y, con anteojos, la chusma caminar por cubierta, los oficiales de derrota en sus puestos, y unas gentes de gran copete que discutían en el castillo de popa de la nao capitana. Se pudo también ver la maniobra de arriar el velamen y dejar sólo el trapo indispensable para mantenerse al pairo (corría una brisa tenue). De la fragata mayor desatracó un bote que arbolaba bandera de parlamento. Un marinero, en la proa, pedía permiso para entrar en el puerto. Se deliberó rápidamente, en el Consejo, y hubo cierta conformidad en que se le permitiese atracar. La gente dejó de tener miedo todo el tiempo que tardó el bote en llegar hasta el muelle. Saltó a tierra un oficial, muy bien trajeado y con faja tricolor. Solicitó el estatuto de los mensajeros. Le fue concedido, y unos funcionarios le acompañaron hasta la Señoría. Le recibió el Consejo, con mesura y afectando indiferencia. El oficial, que habló en francés, se portó correctamente (como que parecía un señorito), y dijo que su almirante, en nombre de la República y, sobre todo, del general Bonaparte, recién nombrado primer cónsul, indicaba a la Señoría la conveniencia de permitir que el personal especializado que traían a bordo (en el caso de que el de la Isla no quisiera prestarse al trabajo) botase los navios ingleses y se les autorizase luego a llevarlos a remolque con una mínima tripulación que también venía a bordo. Flaviarosa, la única que hablaba francés de aquella gente del Consejo, después de haber deliberado, le preguntó al oficial si no sabían que el Gobierno de La Gorgona no era beligerante, que aquellos barcos eran la prenda de un negocio, y que si se los dejaban arrebatar, Inglaterra no pagaría una piastra por ellos, lo cual sería la ruina de la Isla; a lo que respondió el oficial, muy galante, con lujo de sonrisas y de reverencias dedicadas indudablemente a la belleza de Flaviarosa, aquella mañana despampanante, que comprendía tales razones, pero que la República Francesa se hallaba en guerra, y aquel atraco a fragata armada era, sin duda, un ardid pero de los legítimos, de los autorizados por las leyes antiguas; que, por supuesto, se le había ocurrido al general Bonaparte, a cuya mención se cuadró y saludó militarmente; y que lo más que podía hacer la República era comprometerse a pagarlos en el momento en que sus finanzas mejorasen. «Luego, si nos negamos, ¿debemos esperar que los navios nos sean arrebatados por la fuerza?» «Nuestro plan, madame, consiste en destruir, primero y como aviso, las defensas del puerto, y si después de aniquiladas la ciudad no se rinde, bombardear la ciudad.» «¿Usted sabe, teniente, que esta Isla fue tradicionalmente inexpugnable?» «Eso tengo entendido, madame, pero parece que ha dejado de serlo. Yo mismo me comprometería a apoderarme de ella con una sola fragata.» «¿En tan poco estima nuestro valor?» «¡Oh, madame, de ningún modo! Estimo en lo que vale el valor de los gorgoneses, pero también la eficacia de sus anticuadas fortalezas.» Flaviarosa iba traduciendo a los vejestorios del Consejo las palabras del oficial. Ascanio dijo: «¡Pídele un plazo!», y Flaviarosa lo hizo. El oficial le respondió que el tiempo requerido para volver al barco y traer la respuesta del almirante. «¡Sólo una hora!» «¡Quizá algo menos!»

Se había agolpado la gente delante de la Señoría, y abrieron calle para que el oficial pasase, siempre escoltado de un par de funcionarios. «¡Nos van a asar vivos!», gritaba un cobarde; y otro decía: «¡Como cuando entraron los turcos en el seiscientos nueve! ¡Se llevaron para sus harenes a todos los jóvenes, muchachos y muchachas, que quedaron con vida!». «Los franceses no tienen harenes.» «Pero sí ejércitos en guerra, que necesitan soldados y putas de acompañamiento.» «Los tiempos han cambiado… Se deja que disparen el primer cañonazo, para quedar con color, y en seguida, bandera blanca.» «Pero, ¿y si caes a la primera?» Pero este caso de cobardía fue más bien aislado, y lo que cundió en la Isla, agitada sobre todo por el clero, que veía en los franceses el demonio, fue el espíritu de resistencia. Hubo unanimidad en la vocación de sacrificio, y hasta las monjas de Santa Clara (debidamente autorizadas, eso sí) salieron del monasterio y se apuntaron para aprender a tirar.

Lo que entonces aconteció fue una cosa curiosa, nunca suficientemente explicada acaso porque sea inexplicable, y pocas veces creída porque es inverosímil, además de increíble, pero de eso no se infiere que no haya sucedido. Protagonistas y testigos jamás fueron demasiado explícitos al respecto, y la documentación pertinente es escasa y ambigua, por no decir escasamente inteligible. No es cosa, claro, de traer aquí los textos, entre otras razones porque en su mayor parte se han perdido, pero no estaría de más, sin embargo, acudir como en otra ocasión, a los inaccesibles, a los secretísimos archivos del Foreing Office. El sentido práctico de los ingleses les aconsejó siempre escribir las cosas claras, salvo algunos poetas, y los informes diplomáticos lo son sin excepción, aunque vayan cifrados. El del cónsul, míster Algernon Smith, está fechado pocos días después: si la cosa fue un martes, el viernes que le sigue. Consta de un larguísimo preámbulo marcadamente teórico y, a ratos, teológico, en el que medita acerca de lo maravilloso y de lo milagroso, conceptos, según él, equiparables e incluso equivalentes, si bien el uno afecta a lo pagano y el otro a lo cristiano; o, dicho de otra manera, a lo laico y a lo sacro, más o menos. Y se pregunta si lo que va a contar, por haber acaecido dentro de la era cristiana y en territorio acotado por la obediencia de Roma, debe llamarlo propiamente milagro, aun a sabiendas de que el uso de tal concepto resultará por lo menos incómodo, y quizá shocking, a los señores obispos de la Cámara Alta. «Reconozco no obstante que lo de "maravilla" resulta insuficiente -escribe míster Smith-; me inclinaría, en todo caso, por el "milagro profano", con la intención de que semejante coyunda de significaciones exprese que se mantiene lo de milagroso, pero excluyendo cuanto de religioso puede haber en un milagro.» Personalmente me inclino a creer que míster Smith acertó con las palabras y con la explicación. Lo que después del preámbulo y de otros largos razonamientos contó, se reduce a pocas líneas, las suficientes: «Me encontraba en mi cuarto de trabajo. Se me había apagado la pipa. Me levanté para pedir que me trajeran fuego, y, al hacerlo, me di cuenta de que aquella estancia no era mi cuarto de trabajo habitual, en la casa de la Calle de los Cretenses en que acostumbro a vivir, sino la cabina de un oficial de barco, y yo mismo había cambiado, mi traje al menos, pues estaba vestido de teniente de navio de la marina británica. Mi primer sentimieno fue de desasosiego, ya que la equivalencia en la Marina del grado de comandante que alcancé con el ejército de su Graciosa Majestad es el de capitán de corbeta; pero pronto la conciencia entera de lo que de verdad acontecía me aconsejó dejar para más tarde aquella pequeñez. Abrí lo que creía una ventana y me hallé encima de la mar, asomado al costado de un buque con las olas a escasas yardas de mi barbilla. Salí, y me saludaron marineros de uniforme. Me tropecé con un contramaestre: "Venía a buscarle de parte del comandante". Le seguí. El comandante en cuestión no era otro que Ascanio Aldobrandini, primer ministro y tirano de la Isla. No llevaba uniforme. Estaba en la cámara del barco, rodeado de cachivaches náuticos entre los que se movía con entera naturalidad. Otros oficiales esperaban sus órdenes. Las que dio se referían a la batalla inminente. Hice algunas preguntas, y pude saber que el barco a bordo del cual me hallaba, era la misma Gorgona, trasmudada en navio de tres puentes, con todos sus habitantes de dotación. Nos hallábamos a pocas millas de una escuadra francesa con la que el encuentro bélico era inevitable. El al parecer comandante Aldobrandini, que nunca me había dado muestras de simpatía, me saludó con gran amabilidad y me mandó sentar. Lo hice después de cuadrarme».

A míster Algernon Smith, la metamorfosis le había sorprendido, le había extrañado y no acertaba a explicársela; pero para los ciudadanos de La Gorgona en general y para los griegos en particular, aquella conversión súbita de la Isla era la cosa más natural del mundo, lo que las circunstancias exigían, lo que no podía ser de otra manera, y el cambio de la población en dotación no era más que un aspecto particular, la consecuencia de una operación de cambio de más envergadura, aunque lógica, necesaria, y, sobre todo, esperable. ¿No llevaban diciendo los poetas desde Homero, que La Gorgona era un bajel navegando unas veces bajo la luna clara y otras al pairo del rosado crepúsculo? ¿No se tenían todos sus habitantes vivos, no se habían tenido todos los muertos, por marinos en tierra de una navegación interminable y con bastantes sospechas de calma chicha, a juzgar por lo poco que se movía el barco? Pues, ¿qué tenía de raro que, de una vez, quién sabe si para siempre, se realizase la elemental metáfora y fuera la Isla de verdad un buque, el de guerra que requería la situación? ¡Pues ahí estaba la respuesta! Los viejos dioses protectores de la Isla, o váyase a saber quién, habían operado la metamorfosis oportunamente: de la Isla, de sus gentes. Y todos habían pasado de un estado a otro con naturalidad, como quien pasa el puente de todos los días sobre el río que le vio nacer. Yo era tendero y ahora soy contramaestre de cargo. ¿Y yo, que era monja de Santa Clara? ¡Ay, tú, hermanita, o madrecita, o lo que seas, te quitas en seguida las tocas, te pones el gorro frigio, y bajas al tercer puente con toda la comunidad, donde un condestable os enseñará las piezas que debéis atender, y la manera! Las monjas bajan corriendo al tercer puente, escuchan las instrucciones, se arriman a la culata del cañón respectivo, y sin sorpresa dejan que unos pajes enciendan las mechas que sus manos aguantan. El cabo de cañón es feroz y de grandes bigotes, y dice a la monja que ya hablaremos después de la batalla. Cada cabo de cañón a cada monja. «Y cuando veas enfrente el costado del buque enemigo, y a la chusma asomada a las poternas, pónles la higa y llámales hijos de puta.»

El comandante le dijo a míster Smith que el enemigo estaba cerca y que iban a celebrar el último Consejo antes de la batalla. Había desplegado encima de la mesa una carta, y señaló las respectivas posiciones: «Ahí, ellos. Aquí, nosotros. Acaban de traerme un parte en el que dicen que el enemigo se sitúa en fila. Son cuatro contra uno. Cualquiera que sea nuestro rumbo, el enemigo maniobrará para rodearnos y estorbarnos los movimientos, pero eso les obliga a usar únicamente los cañones de una banda, en tanto que nosotros podremos disparar a babor y a estribor. Nuestro tiempo de carga es menor que el que tarda cada barco en virar y presentarnos el otro costado, hasta tal punto que está en nuestras manos y en nuesra puntería impedírselo. Tengo entera confianza en nuestros artilleros, especialmente en las monjas de Santa Clara, que sirven ellas solas el tercer puente por la banda de estribor. ¿Tiene algo que objetar nuestro oficial invitado, míster Algernon Smith?». Y al mismo tiempo ofrecía al mencionado, con una franca sonrisa de corte enteramente vaticano, un polvo de rapé. «Pues mire Su Excelencia, señor ministro, lo que pienso a la vista de la situación: por lo pronto, yo no soy estratega, ni táctico, en materia naval, pero lo que se me ocurre es que la capacidad de fuego de un navio de tres puentes, aun de esos tan perfectos que construyen ustedes para nosotros, no alcanza a la de cuatro fragatas juntas; pero si a causa de una maniobra bien llevada las fragatas rodean al navio, éste se puede considerar derrotado, por mucho que las fragatas tarden en virar, a estribor las de babor, a babor las de estribor. De modo que si se trata de rendir, al final, el navio, por razones que a mí no se me alcanzan; si se trata de llevar a cabo un simulacro de batalla y no una batalla verdadera, pienso que lo mejor será que nadie dispare un solo tiro, y así se ahorrarán víctimas.» Aldobrandini quedó un momento en silencio, y después dijo: «Es asombrosa la coincidencia de ese punto de vista que acaba de mostrar el señor cónsul, con el mío propio: como que parecen pensados por el mismo cerebro. Pero sucede, míster Smith, que nuestros caletres respectivos pertenecen al montón y funcionan con la lógica corriente, siempre por debajo de los cerebros geniales, que tienen otra visión de la realidad y se valen de otra lógica. Quiero decirles, señores, que el general Galvano della Porta navega con nosotros abordo de este barco, en uno de cuyos lugares secretos esconde su gloriosa podredumbre. De él recibo las órdenes, a él obedezco». El cónsul de Inglaterra hizo un gesto, o de disgusto, o de incompleto entendimiento, y respondió: «Me gustaría, señor ministro, que no diera a mis palabras más alcance del que tienen, pero me permito recordarle que el general Della Porta es un genio de la estrategia militar, no de la naval, que se sepa, y según tengo entendido, yo, que serví en el ejército de Su Majestad Británica y que alcancé en él el grado de comandante, no es lo mismo el planteamiento de una batalla en la tierra que encima de las olas. Por lo pronto, en tierra se apunta mejor». «Ése fue, míster Smith, mi propio punto de vista, y no puedo estar seguro de que el general haya reído al escuchármelo, pues no creo que tenga labios para reír, pero algo así como el ruido de una matraca se oyó. Y me dijo que me limitase a hacerle caso y que recibiría instrucciones sucesivas. Hasta ahora, señores, la orden es navegar en línea contra la escuadra enemiga, y partir por la mitad la fila. Ya se me dirá el momento en que debo disparar.» Todo el mundo sintió que desde un lugar ignorado, pero cercano, los ojos del general Galvano, aún no comidos del mal, les contemplaban, y a ese lugar ignoto hicieron una señal de asentimiento. El ministro les mandó retirarse y cada cual a su puesto, míster Smith fue el último. Le preguntó a Ascanio si sabía nadar. «Pues mire, no, no sé nadar. Nunca creí que pudiera hacerme falta.» «Pues yo nado muy bien, señor ministro. Recuérdelo.» Salió a cubierta, míster Smith. Una brisa ligera empujaba el navio, cuyo velamen se desplegaba airoso en aquella soledad del mar, culminante la tarde, la luz como inmóvil y cuajada, algo cernida por una niebla sutil. Se asomó a la amurada y escupió a barlovento: el aire le devolvió la saliva. Míster Smith, una vez limpio, sonrió.

Por lo pronto, aquel navio potente llevaba escrito el nombre de La Gorgona en varios sitios del casco; pero, además, la bandera no dejaba lugar a dudas. Era un barco bonito, caray, daba gusto mirarlo: de tamaño mayor que los corrientes, como copiado a escala superior, y el módulo de las proporciones más correspondía a gigantes que a hombres, quizá a gigantes por la estatura moral tan sólo, lo cual no dejaba sin embargo de causar incomodidades, sobre todo al subir y bajar las escaleras; pero la gente lo recorría con entusiasmo tal que no se daba cuenta de aquellas dificultades. Los mástiles eran finos y cimbreantes, y el color de las velas tiraba un poco a rosado, aunque acaso se debiera el color a algún efecto óptico, pues no se sabe que un velamen rosado se haya usado jamás, al menos en navios de guerra. Estaban las maderas con el barniz reciente, relucían los bronces, y la campana del puente parecía sonar por vez primera, aunque no así la trompeta, algo cascada como pudo oírse en seguida, cuando tocó a babor y estribor de guardia. Hubo carreras, saltos y algún que otro encontronazo, pero en menos que canta un gallo quedó todo el mundo en su puesto. Otra vez ¡tararí!, y los tambores: como un eco se oyó en seguida, a bordo de las fragatas francesas, un toque similar. El choque era inminente. Desde el puente de mando, la bocina llevó hasta los rincones del barco, hasta las lejanías de las bodegas y de los sollados, la voz de Aldobrandini: «Ciudadanos de La Gorgona, el general Della Porta espera que cada uno cumpla con su deber». Le respondió un ¡Hurra! proferido por varios miles de gorjas. «Ciudadanos de La Gorgona, no os importe morir; hombre o mujer, tocan a seis por puesto.» La abadesa de las monjitas de Santa Clara advirtió que, en reserva y de pie, esperaban las madres de San Bernardo, con su abadesa al frente, y no le hizo ninguna gracia que a sus posibles muertas les fuesen a sustituir aquellas cursis. «Ciudadanos de La Gorgona, que todo el mundo obedezca, y la victoria será nuestra.» Después, Aldobrandini ordenó que enviasen al almirante enemigo el siguiente mensaje: «Tirez les premiers, messieurs les français». E hizo un saludo con el sombrero de copa (cuando debiera haberlo hecho con la espada, como mandan el honor y la costumbre. Mas, ¡oh!, Aldobrandini carecía del derecho a llevar espada, por lo cual durante toda su vida, había advertido que le faltaba algo del lado izquierdo). Desde un punto lejano, pero visible, un almirante le devolvió el saludo. Pero no se escuchó la voz de mando, ni un solo cañonazo atronó la mar tranquila. La Gorgona hendía las aguas azules, partía en dos las ondas menudas y juguetonas: apuntaba aquella proa afilada al espacio libre entre el Redoutable y el Republique. Las banderas francesas transmitían mensajes urgentes, órdenes inapelables. Las dos fragatas centrales mantuvieron la posición y el rumbo; las de las alas maniobraron hasta situarse detrás, en columna de a dos. «¡Han caído en la trampa!», dicen que murmuró Ascanio, lo dice quien podía oírle, y también que dio la orden de que trepasen los gavieros a las vergas, aunque armados, pero poco visibles, y de que ocupasen las amuras los infantes de marina, los fusiles cargados, pero sin asomar los tricornios. Las primeras fragatas llegaban a la altura de La Gorgona: de pie los artilleros, las mechas encendidas, esperaban en los puentes la orden de fuego, y, mientras la orden llegaba, empezaron a insultar: las monjas mentaban a los franceses toda su parentela, aunque siguiendo el orden de un árbol genealógico, y los franceses reían de aquellas artilleras que armaban tanto ruido, y les enviaban recados soeces, algunos reducidos a gestos y ademanes. Pero, sin duda, la lengua italiana es más rica que la francesa en palabrotas e insultos, de modo que las monjitas apabullaron, en esto, al enemigo. Pronto las dos fragatas delanteras rebasaron el navio, y fue en este momento cuando Ascanio dio la orden de arriar el velamen y de virar en redondo, hasta lograr que el barco permaneciese en el mismo lugar con la proa al revés, como en rumbo cambiado. La gente quedó estupefacta, estaba muda de asombro y decepción, y el enemigo mostraba también su sorpresa, al menos así lo daban a entender los abundantes catalejos apuntados a La Gorgona y a su puente de mando. El almirante francés ordenó aproximarse. Pronto los cuatro buques de la Revolución rodearon el navio del Orden, por el NO, por el NE, por el SE y por el SO. Lentamente se aproximaban con ese ruidito del agua que hacen los barcos cuando se dejan llevar por la marea. Llegaron a rozarse los cascos, a besarse los vientres panzudos. Ascanio, entonces, mandó con voz potente: «¡Fuego!»: a babor y a estribor, a la artillería v a la infantería, y con las actitudes que conocemos, que podrás recordar (aquella tarde lejana, en el castillo, junto a los maniquíes), curvó el torso, arrojó el sombrero al aire y gritó: «¡Al abordaje!».

«¡ Al a-bor-da-je!»


Que sonó como un trueno, prolongado, arrastrado, de contornos rotos, de desflecados ecos; un trueno que conmovió a la gente que cubría las vergas, que les hizo aullar ferozmente y saltar al convés enemigo, a las jarcias, a las cofas, a la mastelería, y desde allí disparar, romper, tajar, herir, matar. Empezaba a declinar la tarde; la llenó poco a poco, en oleada creciente, el rumor espantoso de la pelea; el humo empezó a ensuciar la transparencia del aire: ardían velas mayores, cuchillos y papahígos; estallaban obenques y saltaban costados en astillas. Antorchas encendidas (¿de dónde habían salido?) cruzaban el espacio como estrellas y extendían el incendio aquí y allá. Se quebró un palo de mesana y cayó al mar, arrastrando a la gente y al fuego que lo quemaba. A una bandera la había perforado una bala; otra, rasgada, penduraba del asta. Y un castillo de popa, francés, mandaba al cielo las llamas en que se consumían los símbolos republicanos. ¡Ay, las bellas fragatas, las elegantes, las poderosas! ¡Ay, la valerosa marinería, gente de Brest, del Havre, de Saint Malo, viejos piratas, hermanos de la costa ahora al servicio de la Igualdad, de la Libertad y de la Fraternidad! Mucho gritaban, pero más algarabía armaban las monjitas ebrias de pólvora; armadas, algunas de ellas, de machetes sin dueño, saltaban también a las cubiertas enemigas y rajaban, herían, mataban, etc. «¡Muera la República Francesa!», gritaban enardecidas, y también «¡Viva el Papa de Roma!». Y todo el mundo ponía la voz en el cielo, o, por lo menos, un poco más arriba de las perillas: los asaltantes, de júbilo; los asaltados, de dolor. El almirante francés yacía en la cubierta, derribado. A un comandante la faltaba una pierna; a otro un brazo. Pedazos de oficiales aquí y allá, bicornios y casacas vacíos, y no digamos culottes de los sin. No había quien mandase, en el campo francés: todo iba manga por hombro, cada vez más, igualados por fin en la derrota el ciudadano comandante y el ciudadano serviola, de modo que los tratos de rendición los tuvo que firmar un contramaestre debidamente autorizado, se supone, por el gobierno de la República. Si el júbilo calló, cansado, no así el dolor. Las monjas dejaron de gritar y empezaron a curar a los heridos: para no manchar los hábitos, remangaban las faldas, y dejaban al aire calzones de grueso lino, ásperos al tacto. Las lanchas recogían del mar enrojecido a muertos y a mutilados; botes y esquifes, a los que no sabían nadar y no se habían ahogado aún. Un fraile con los hábitos ardiendo saltó de un barco a otro, de un mesana a un mayor, ¡zas!, por el aire, como una mariposa con todo el sol en las alas; penetró por una escotilla abierta, y un momento después la santabárbara estallaba y los hábitos del fraile volaban hasta allá arriba. «¡Qué imbécil, el fraile ese! ¡Nos ha dejado sin un barco, sólo por el gusto de volar!» Pero esto seguramente no era lo cierto, y, a lo mejor, la pólvora había estallado antes de que pudiese llegar a ella el fraile. Eso ya no podrá saberse nunca, pero sí fue cierto que se vieron los hábitos como un meteoro raudo que alumbrase la tarde ya cadente. En realidad, no es costumbre que los frailes vuelen, menos así, ni aun en caso de guerra, y siempre habrá quien lo encuentre mal, poco ejemplar: personas de ésas disconformes con todo, incapaces de comprender los casos particulares, de perdonar a un fraile que de pronto experimente nostalgias de una guerra en la que no estuvo nunca, y, lo que es más arriesgado, de ascender por un cielo que no surcó jamás. Lo de los hábitos ardiendo fue seguramente un imprevisto, pero, como sucede con algunas obras de arte, lo que no estaba en el plan es lo que resulta bien: porque la Historia registra casos de gente quemada, por ejemplo en la hoguera, o en otras circunstancias de fuego, casual o preparado, pero eso de volar ardiendo estaba reservado sólo a los bólidos y a otra clase de fenómenos celestes, y este fraile debe de ser el primero que se recuerda de fraile volátil e incandescente, que eso era, o parecía: de ahí su relevancia y ejemplaridad, como que en la plaza mayor de La Gorgona puede verse aún hoy, si bien bastante gastada, una lápida que conmemora el suceso. A pesar de lo cual, la cuestión esta del fraile no está del todo dilucidada, y todavía en La Gorgona hay partidarios del sí y partidarios del no, y como en otras partes en derechas y en izquierdas, allí se dividen ahora por su opinión sobre el vuelo del fraile, y se vota según. A mí, no es que me guste meterme en cosas que no me atañen, pero, ¿no tenía el fraile edad suficiente para saber lo que hacía y responsabilizarse de sus actos? ¿Y para qué juzgarlos, cuando está escrito «No juzguéis si no queréis ser juzgados»? Que es lo que yo digo, aunque no sea original…

El tiempo que perdí en esta digresión fue suficiente para que el campo de batalla (es un decir, lo del campo; es una extensión semántica francamente viciosa) hubiera cambiado mucho. Por lo pronto la fragata cuya santabárbara había estallado, ardía por todas partes, una pira flotante de muertos achicharrados, y las llamas más altas lamían la parte inferior del cielo, allí precisamente donde el azul oscurece cuando llega el crepúsculo. Se interpretaba, este fuego, como hoguera de honor. Las otras tres fragatas no ardían tanto, ni tan deprisa, ni tan trágicamente, pero ardían, y entre las cuatro componían sin duda la corona de fuego del vencedor: el Pueblo entero de La Gorgona, no se vaya a pensar que solo el General; el Pueblo entero. Se estaba bien, en el centro geométrico de aquellas luminarias, se estaba calentito y satisfecho, pero no era cuestión de mantenerse allí hasta que los fuegos se apagasen, de modo que Ascanio, en nombre de Della Porta invisible, pero no tanto, ordenó retirada, y que las tres fragatas, que aún se mantenían a flote, se situaran en la estela y navegasen por sus medios. Al paso de La Gorgona por aquel callejón ígneo, la salpicaron centellas, y hubo que apagar rápidamente fuegos locales, en lo que se distinguieron por su dedicación y eficacia las putas del barrio alto, ahora en la cubierta de proa, que, hasta entonces, se habían mantenido inactivas y expectantes, aunque sin protestar, pues habían comprendido que una batalla naval no era la ocasión adecuada para prestar sus servicios, y más en aquel trance, no muy bien entendido, en el que se habían hallado porque sí, y en el que todo dios estaba desplazado de su oficio, los pañeros servían la cubierta, las velas los de efectos navales, y los corredores de comercio hacían de cabos de mar. En vista de lo cual no quisieron privar de su colaboración a aquella jornada gloriosa, aunque fuese en un servicio cálido. Al fin y al cabo, ¿no tenían ellas a su cargo el apagar otros fuegos? El navio, casi intacto, puso rumbo a la Isla (¿La Isla? ¿Dónde estaba la Isla? ¿No era como poner rumbo a sí mismo?). Y navegó, con un ligero balanceo, diez grados nada más, causado por la marejadilla, hacia el norte ya oscuro. Allá, y detrás a lo lejos, quedaba la más ardiente de las fragatas vencidas, y la vieron en el horizonte con todo su fuego a bordo, con todo el esplendor de su fuego solemne. Las otras que seguían pudiera parecer que alumbraban la ruta con llamas cada vez más altas y rojas. Estalló una, de pronto: la que iba en medio, y quedó encima de la mar como una bola de chispas: la gente de La Gorgona se acodaba a la borda para no perder la visión de aquel paisaje de fuego, de aquel cielo incendiado y rápidamente negro, y no faltó quien rezase por los franceses muertos, ¡aquellos herejes! Cuando se hundió la tercera, llevaban varias millas recorridas y, teóricamente se hallaban ya cerca del punto de partida, o al menos, eso calculaban, porque carecían, para situarse, de puntos de referencia, y nadie sabía hacerlo por las estrellas. «A lo mejor, pensaban los más inteligentes, lo que ahora pretende Ascanio es cambiar la Isla de lugar, para que, si vuelven los franceses, no la encuentren.» Fue, el de la última fragata, un lento agonizar de luz, sin estampido, con una cabellera de regueros azules por el cielo, bengalas o algo así, y un desparramarse después de leños encendidos que cubrieron la mar en figura alargada, duradera, como los estertores de un tísico; y cuando ya, por último, ordenó el mando que fondeasen las anclas, y que se arriasen las velas, todavía a lo lejos el resplandor pudo alumbrar la faena desde la curva del horizonte. No hubo, que se haya registrado en crónicas o en recuerdos, victoria con más relumbres. «¡Y ahora, indicó el mando a través del megáfono, cada cual que se prepare el petate y se vaya a su casa!» Les entró a todos la fiebre del ajetreo: iban, venían, subían, bajaban, con bultos, sin bultos, vestidos, desnudos: los altos, los bajos, los hombres, las hembras… Se empujaban los conocidos y hacían tertulias en rincones o al pie de alguna escalera, que hay que ver la batalla, que qué valor el de todos, que qué astucia la del General, y acabaron hablando cada cual de lo suyo, de lo que había hecho, de lo que había visto, y, además, de lo que ya se les iba ocurriendo para perfeccionar el relato con añadidos artísticos, como el que dijo que el sol se había parado para que peleasen con luz suficiente, lo cual parangonaba aquella ignota contienda con lo más ilustre de la historia universal, etc. Lo curioso era que nadie se disponía a desembarcar ni había al pie del portalón botes que esperasen a la dotación franca de ría; sino que estaban como en su casa, como en su calle, como en su tienda, el pie en la tierra firme y cada cual apoyado en la interminable columna de sus muertos. Se iba mientras tanto cambiando el significante en el significado, relucían tímidamente las calles, se encendían los faroles públicos, y pasaba algún coche rezagado hacia el punto, en la plaza o en el muelle. Y el olor de la mar lo desplazaba el aroma de las rosas, de los geranios, de los nardos plantados en macetas. Tampoco se percibía el balanceo del casco, y la signora Annunziata, mujer seria si las hubo en la Isla, que se había mareado a bordo, hasta el punto de no poder participar en la batalla, ya empezaba a sentirse mejor: imperceptible, lento y quizá de pronto súbito, con el tránsito del renacuajo a la rana, aunque sin estación intermedia, sino sólo como quien se despereza. Eso sí: el barco se desperezaba lentamente, y salía la rana. Lo último en trasmudarse fue el castillo de popa, que se mantuvo algún tiempo como tal, encendidos los grandes fanales, y todo el mundo pudo asistir a la metamorfosis en el castillo sólito en que el General moraba: arquitectura medieval con cimientos pelásgicos. La gente lamentaba que fuese tarde, que en aquellas alturas se careciese de luz, que el General no pudiera salir a su terraza a recibir el aplauso del pueblo al que había llevado al triunfo. «¡Mañana, seguramente mañana!» Y, de repente, sin saberse quién había empezado, unos cuchichearon con otros, unas con otras, les entró como un hormiguillo, hasta mañana, hasta mañana, pero no se acostaron, porque hubo luz en las ventanas durante toda la noche, una noche tranquila en la que nadie escribió en las paredes letreros infamantes ni nadie buscó rincones para cobijo del amor clandestino. Los policías, ociosos, se refugiaron en tabernas que aún estaban abiertas. Las Dos Hermanas Restantes, cogidas de la mano, volaron y volaron, y, al cabo, concluyeron que la noche estaba aburrida, que si aquello seguía así habría que protestar, y se fueron a dormir, insensibles al júbilo y molestas del ajetreo: ellas no habían navegado ni luchado, ni cantado la victoria; ellas habían volado en círculos durante todo el tiempo de ausencia de la Isla, y quién sabe si habían servido de señal semiceleste, o, por lo menos, aérea, para que los pilotos hallasen la verdadera ubicación. Algo febril aconteció en el secreto de los hogares -no de todos, sino de aquellos en que moraban mujeres y muchachas hábiles en el uso de la aguja. A veces, una salía en medio de la madrugada, llamaba a una puerta, pedía algo, regresaba corriendo. Y venga a coser, a coser; venga a bordar, a bordar. Hacia la hora en que el sol sale (y aquella madrugada unas ráfagas de niebla, quizá restos de humo, habían deslucido el alba), se fueron apagando las ventanas, pero empezaron a salir de las casas los varones, éste habla con aquél, aquél con aquel otro, todos con todos, se forman grupos, se nombran comisiones y, por fin, a eso de las nueve dadas, un grupo de seis capitostes del comercio y la banca acude al domicilio del señor Della Croce, y solicita audiencia. Les da tiempo, la espera, de fisgar cuadros, tapices y vitrinas, de imaginar costos y calcular valores, de admirar la riqueza, la calidad y el gusto. Vino el viejo paralítico y se callaron todos, pero sólo un momento. De lo que se trató, nada se sabe, pero de allí salieron apresurados emisarios a casa de los miembros del Gran Consejo, con un papel de convocatoria urgente. Hacia las diez y media van llegando a la Señoría, en calesas, en sillas de manos, a pie, los numerosos miembros de los Cien. Y se reúnen. Ascanio, un poco soñoliento, un poco sorprendido, preside. «Pero, ¿es que sucede algo, señores? ¿Es que hay nuevo riesgo de guerra?» Cuando se han acomodado, y todos en silencio, uno que se levanta, cualquiera de ellos, y lee una propuesta de que, para asombro de los siglos, se escriba en pergaminos el detalle de aquella batalla como un diario de a bordo (requisito del que alguien se había olvidado en la jornada del día anterior), con la firma de todos los tripulantes, especificada su condición en la vida civil y el puesto en el que había servido; pero no sólo esto, sino, además y muy principalmente, como corona del acontecimiento, que se nombre, al General, Gran Comodoro, y que se le envíe con toda solemnidad el uniforme de gran gala que aquella noche han cosido y bordado, y lo hubieran hecho con los hilos de su sangre, las mujeres de la Isla. Ascanio exulta, pero tiembla. «El General… ya lo saben ustedes… el General no podrá recibirles… No se presenta a nadie…» «Pues los comisionados llegarán hasta el puente levadizo y será Su Excelencia, señor Primer Ministro, quien lo entregue en persona, pues usted sabe el cómo y el dónde… Y le pedimos que suplique al General que, una vez haya vestido el uniforme, que salga a la terraza según su hábito. Entonces sonarán los cañonazos, y entonces le aclamará el pueblo, el pueblo entero.» «Iré a hablar al General, iré en seguida. Y, ustedes, no se muevan.» Sale Ascanio de la sala. La calesa le lleva, con ritmo rápido de cascos, calles arriba. Penetra en el castillo. El coche espera. El cochero fuma un par de cigarrillos. Escucha, cuando se agota el último, los pasos que resuenan bajo las grandes bóvedas, por los anchos escalones. Y Ascanio sale. Y Ascanio sube al coche. «No me atrevería, señor ministro, a preguntarle…» «Sí, Pietro. El General acepta; el General, que está casi muriendo…» «¿Y no podrá salir, entonces?» «Aunque se muera, Pietro, es incapaz de defraudar al pueblo.» El Consejo de los Cien le escucha y, después aplaude. Se expande la noticia, la gente se viste de fiesta. La hora estipulada es la del mediodía. El traje de comodoro, oro y rojo sobre azul, bicornio de blancas plumas, lo llevarán diez doncellas, todas vestidas de blanco, en una procesión de flores y alegría que cerrará Ascanio ¡siempre modesto! aunque elegante, de frac negro y de calzones y medias grises, con caña de Ceilán puñada de oro; con algo de cansancio en las mejillas, con algo de nonchalancia en el movimiento, no es extraño, el peso de la batalla recayó sobre él, las órdenes llegaban misteriosas, pero él las gritaba en el puente de mando, y eran su voz y su gesto, era su brazo imponente los que ordenaban, mandaban, dirigían: tenía la piel oscura, el perfil aquilino de los grandes dominadores de hombres y de pueblos, se parecía a César Borgia. ¿Quién como él hubiera gritado «¡Al abordaje!»?; ¿quién, sino él, hubiera ensayado el grito, la actitud, aquel crisparse de manos como clavarse los garfios en la borda enemiga? Había habido ocasiones durante la batalla, en que la gente, al mirarle, le creyera el mismo General, tan bien lo sustituía, si no fuese por vestir de paisano. Ahora, la gente se alinea en las aceras hasta la entrada misma del castillo. Hay músicas que suenan, músicas lentas de ceremonia. Ascanio se apoya a veces en el bastón, quizá la cuesta le fatigue, quizás no haya dormido. ¡Lástima que cojee, acaso hoy más que nunca! Sólo él desluce la procesión, tan perfecta, pero tampoco hay que exagerar: la desluce, pero no demasiado, e incluso, según cómo se mire, la cojera da cierta gracia y diríamos que humaniza al conjunto, que se excede en lo solemne. A la puerta del castillo se detiene el cortejo, resuenan los claros clarines, y el ministro recibe, tembloroso, el uniforme, de las manos portadoras, y con él entra: las grandes puertas se le cierran detrás, y su estrépito de gigantescos platillos relucientes cubre la trompetería: la gente, entonces, se junta en la plaza, se desparrama por todos los lugares desde los que puede contemplarse la terraza del castillo. Los que tienen reloj, cuentan el tiempo y aprovechan la casual coyuntura, quién se lo iba a decir, para lucirlo y explicar su origen, su precio, sus exactas virtudes. Está en la calle la ciudad; incluso, en el Arrabal, están los griegos en la calle, con sus popes y su obispo, porque también a ellos el General los llevó a la victoria, y no son pocos los que recuerdan el ido tiempo de las grandes batallas… Y están, por supuesto, las monjas, de este color y de esta regla y de la otra, si bien en los jardines recogidos de los claustros, y entretienen la espera cantando las viejas alabanzas que se cantaban a los comodoros triunfantes, el día de la Gran Flauta…

Fue puntual el cañonazo meridiano: bummmmmmmm. Le respondieron las campanas: de San Procopio, de San Hilario, de San Pantaleón, de la catedral latina, de la catedral helénica, de Santa Clara, de San Bernardo, de San Luis Gonzaga, del Carmen, de San Julián: tilín, tilán, tilón, sobre todo tilón, con tal estruendo que las salvas de ordenanza quedaban oscurecidas, los 21 cañonazos de la gloria. E iban ya por el tercero cuando se levantó un clamor estentóreo, un clamor de gargantas unánimes que saludaban la aparición, allá en lo alto, del General: no envarado como solía aparecer; no inflexible y fiel al camino reiterado, sino dinámico de brazos y de torso, al este y al oeste: no un brazo, sino ambos, las manos levantadas como si fueran a coger a todo el pueblo en el regazo. E iba de un extremo a otro del parapeto, para que le vieran bien los de un lado y los del otro, para que le contemplaran y recibieran de sus movimientos señales de gratitud y de amor; y se quitaba el bicornio, e incluso saludaba con él en la mano, un moverse de plumas blancas como palomas menudas y bulliciosas; o quizá fuera mejor decir de mariposas, por lo del tamaño. ¡Bum, bum, bum! Iban ya por los quince, y las baterías de las fortalezas repetían las salvas, como ecos: con la ventaja, sobre la del arsenal, que se podían ver los fogonazos y se podían contar los segundos que tardaba en llegar el estampido: lo mismo que los niños con los relámpagos. Habían sacado de no sé dónde el cajón de los cohetes, y con ellos el pueblo enviaba también sus ruidos, poderosos artificios de gran estallo, burrummmmm, ésas sí que eran como truenos, burrummmmm, y no veintiuna, sino todas cuantas hubiera, que el pueblo no andaba con aquellas limitaciones del protocolo. Burrumburrumburrummmmm. Habían callado los cañones y seguían las bombas de palenque: Burrumburrumburrummmmm, y los niños corrían las calles para coger las cañas abandonadas al azar de la caída (un grupo de tres encontró una cuya carga no había estallado: lo hizo cuando los niños le ponían las manos encima. Se los llevó por delante con más estrépito local que todos los otros juntos, pues estalló en una calleja estrecha donde era mayor el eco).

«¡Qué feliz será hoy tu marido!», le dijo el viejo Della Croce a su hija, y Flaviarosa le respondió: «Sí, ya lo creo: hoy será mi marido enteramente feliz». «¿Y tú, hija mía, también lo eres?» «Sí, lo soy a mi modo», y guiñó un ojo al cónsul de Inglaterra, que estaba cerca y les había escuchado. Míster Algernon Smith le dijo: «Tengo que redactar un informe difícil que me llevará toda la tarde». «Yo no iré hasta que haya anochecido.» «¿Y del bello Nicolás, qué hago?» «Supongo que después de semejante apoteosis, a nadie le quedarán deseos de venganza.» «¿Y de justicia, tampoco?» «¿Justicia? ¿Sabe usted lo que es?» Allá arriba, sin embargo, alguien pensaba que se le hacía justicia, por fin; que el mundo estaba bien hecho y que, después de todo, no hay mal que por bien no venga. Llegaban a la terraza, distintamente, los vítores prolongados, interminables, ya no se sabía qué, sólo ruido, o, si se quiere, rumor: como habían llegado las salvas y la cohetería. El sol tenía ya consumido un buen espacio hacia la tarde. Los sacristanes aflojaban, cansados, y enmudecían las campanas: San Lotardo después de San Pancracio, Santa Inés después de Santa Catalina. En un silencio que sobrevino sin que nadie lo ordenase, se pudo oír la música de caracolas que ascendía del Arrabal: como si los rumores del mar que cada una lleva dentro los hubieran desatado y sacado al aire… ¡Caray, qué ruidosa es la gloria!

Es muy probable que, después de aquel tiempo de gozo, El de Allá Arriba se sintiera cansado. ¡Al fin, era un leproso, y los oros del uniforme, los rojos suntuosos, ocultaban la podre! Envió a la gente el último saludo, hizo una reverencia a la ciudad y al mundo, y se retiró cojeando un poco. El aliento del cielo alborotaba entonces su cabello encima de las sienes y hacía murmurar, remotos, los trémulos cañaverales: en la otra orilla del mar, se entiende, en el África quemada.


La Romana, 17 de julio, 1979

Salamanca

La Romana, 24 de julio, 1980

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