JULIO DE 2001

Los disturbios fueron apaciguándose a medida que la noticia del asesinato se propagaba por toda la urbanización. Se desconocían con precisión los pormenores del suceso. Nadie sabía el número exacto de víctimas mortales, ni la forma en que habían sido asesinadas, aunque se habló de castración, linchamiento y ataque con machete. Las calles comenzaron a vaciarse con rapidez. El sentimiento de culpa colectiva se palpaba en el ambiente, si bien no llegaba a expresarse abiertamente, y nadie se mostraba dispuesto a enfrentarse a un castigo por asesinato.

Los jóvenes de las barricadas que habían mantenido a raya a la policía con cócteles molotov adoptaron una postura similar. Más tarde aducirían, no sin cierta justificación, que ignoraban lo que ocurría, pero cuando les llegó la noticia del enloquecido ataque también ellos se esfumaron. Una cosa era luchar en una honorable batalla contra el enemigo, y otra muy distinta ser acusado de contribuir e inducir a la locura en Humbert Street.

Los titulares publicados al día siguiente, 29 de julio, despertaban el morbo: desenfrenado linchamiento popular; asesinado un pervertido sexual; un feroz ataque de 5 horas se salda con 3 muertos y 189 heridos… El mundo exterior se estremecía indignado. Los editorialistas señalaban a los sospechosos habituales. El gobierno, la policía, los empleados sociales, los responsables de educación. La moral de los servicios de orientación profesional alcanzó en todo el país unos mínimos sin precedentes.

Sin embargo, de los dos mil alborotadores que se disputaron un buen puesto desde donde presenciar el macabro espectáculo, ni uno solo llegaría nunca a reconocer haber sido testigo de lo ocurrido…

Del director de Servicios Sociales. Martes, 10 de julio de 2001

Notificación oficial para los empleados de Sanidad y Servicios Sociales


Muy confidencial. Prohibida su publicación


Realojamiento: Milosz Zelowski, nº 23 de Humbert Street, Bassindale; anteriormente en Callum Road, Portisfield.


Razón del traslado: Perseguido por los vecinos de Portisfield tras la publicación de una fotografía en un periódico local.


Situación: Pederasta fichado. Condenado por agresión sexual; 3 cargos en un período de 15 años. Puesto en libertad en mayo de 2001.


Amenaza para la comunidad: Mínima. La naturaleza del delito indica únicamente una conducta voyeurista.


Amenaza para el sujeto: Seria.

La policía advierte que Zelowski podría convertirse en objetivo de grupos de vigilancia vecinal si llegara a descubrirse su identidad y situación.

Capítulo 1

19-28 de Julio de 2001

Tan solo un puñado de empleados del Centro Médico de Nightingale leyó en algún momento el memorándum referente a la presencia de un pederasta en la urbanización Bassindale. El documento desapareció bajo una pila de papeles en la oficina central y terminó siendo archivado por alguien del personal administrativo, quien supuso que ya habría pasado por la ronda de rigor. Para quienes lo vieron, no dejaba de ser un documento normal y corriente, en el que se hacían constar el nombre y los detalles concernientes a un nuevo paciente. Para los demás, carecía de importancia, pues no afectaría -o en teoría no debía afectar- al trato que prestaban al individuo en cuestión.

Una de las asesoras sanitarias trató de sacar a colación el tema en una reunión del personal, iniciativa que topó con el rechazo de su supervisora, responsable de confeccionar la agenda de trabajo. Ambas mujeres mantenían una relación de hostilidad, al desconfiar la una de la capacidad de la otra para estar a la altura de su cometido, hecho que podría haber predispuesto a la supervisora a manejar el asunto como lo hizo. Era verano y todo el mundo quería estar en casa a una hora razonable. De todos modos, aun en el caso de que los médicos coincidieran en considerar peligroso e irresponsable alojar a un pederasta en una urbanización plagada de niños, no había nada que pudieran hacer. La decisión de trasladarlo la había tomado la policía.

La misma asesora sanitaria se acercó a la doctora Sophie Morrison en un intento descarado de anular la decisión de la supervisora. No la movía tanto su interés por el pederasta como el hecho de anotarse algún punto y Sophie Morrison, con sü ingenuidad e inexperiencia en política administrativa, resultaba fácil de intimidar. Esto era, al menos, lo que pensaba Fay Baldwin de la doctora joven y alegre que se había incorporado a la consulta hacía dos años.

Fay aguardó a que finalizara el horario de visitas para anunciarse con su particular golpeteo en la puerta de Sophie, un repiqueteo de frágiles uñas que producía idénticas reacciones en todos sus compañeros de trabajo.

– ¿Podemos hablar? -preguntó Fay alegremente, tras asomar la cabeza en la sala.

– Me temo que no -respondió Sophie lanzándose como una posesa al teclado para escribir el pangrama «Jovencito emponzoñado de whisky, ¡qué figurota exhibe!» repetitivamente en el monitor-. Acabo de poner al día unos historiales y me voy a casa. Lo siento, Fay. ¿Qué tal mañana?

No coló. Nunca colaba. Aquella terrible mujer entró igualmente en el despacho como si tal cosa y encaramó en el borde de la mesa su esmirriado trasero. Como de costumbre, lo llevaba enfundado en una falda de confección impecable y, como de costumbre, no se movía un pelo de su cabellera teñida. Ambos eran signos visibles de que se tenía por un modelo de eficiencia y profesionalidad, aunque en el fondo dichas cualidades discurrían en proporción inversa a lo que sucedía en su cabeza. Se encontraba atrapada en un círculo vicioso, desesperada por aferrarse a lo único que daba sentido a su vida: el trabajo. Sin embargo, su odio hacia las personas con las que se relacionaba, tanto pacientes como profesionales, había alcanzado proporciones catastróficas.

Sophie opinaba que lo mejor que podía hacer Fay era acogerse a la jubilación anticipada y ponerse en manos de psiquiatras para enfrentarse al vacío de su vida. El médico jefe del centro, mucho menos comprensivo con las mujeres de edad, vírgenes y frustradas, a las que solo se les daba bien armar revuelo, prefería no remover el asunto. A su modo de ver, en menos de tres meses lograrían quitársela de encima para siempre. Otra cosa sería que se tratara de uno de sus pacientes, pero Fay se las había ingeniado para evitar con coquetería a los facultativos de Nightingale en favor de la competencia del otro lado de la ciudad. «Me veo totalmente incapaz de desnudarme ante gente que conozco», aducía.

Como si a alguien le importara.

– Será solo un minuto -gorjeó Fay con voz aniñada-. Podrás dedicarme sesenta segundos de tu tiempo, ¿verdad, Sophie?

– Si no te importa que vaya recogiendo mientras tanto -contestó la doctora suspirando para sus adentros. Sophie apagó el ordenador y echó hacia atrás la silla preguntándose en el historial de qué paciente aparecerían los ejercicios de mecanografía que acababa de escribir. Siempre ocurría lo mismo con Fay. Uno se veía haciendo cosas que no quería hacer, solo para escapar de la dichosa mujer-. He quedado con Bob a las ocho.

– ¿Es verdad eso de que os casáis?

– Sí -respondió Sophie, contenta de pisar terreno firme-. Por fin he conseguido que dé la talla.

– Yo no me casaría con un hombre que no está convencido.

– Era broma, Fay. -La sonrisa se le borró ante el rictus adusto de la otra mujer-. Bueno, tampoco es un bombazo de noticia.

Se echó hacia delante la larga trenza que le llegaba hasta la cintura y empezó a peinársela con los dedos, sin darse cuenta de que así llamaba la atención sobre su juventud sin artificios.

– Fue Melanie Patterson quien me lo contó -señaló Fay con malicia-. Por mí, ya lo habría comentado la semana pasada, pero me dijo que se suponía que era un secreto.

¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!

– No quería tentar al destino en caso de que Bob cambiara de opinión -explicó Sophie, concentrada en su trenza. Se trataba de una burda calumnia contra su afable prometido, pero si servía para evitar otra pelea con Fay sobre Melanie Patterson merecía la pena. La semana anterior habían llegado casi a las manos y no deseaba que se repitiera la situación.

– Me dijo que la habías invitado a la boda.

¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea una y otra vez!

Sophie se puso en pie y atravesó la estancia en dirección a un espejo situado en la pared de enfrente. Cualquier cosa con tal de no ver la expresión de reproche en el rostro de la mujer.

– Aún quedan siglos para eso -mintió-. Las invitaciones no estarán listas hasta dentro de cuatro semanas. -La expresión de Fay se relajó ligeramente en el espejo-. ¿De qué querías hablar? -preguntó.

– Bueno, de hecho Melanie tiene algo que ver, así que está bien que su nombre haya salido a colación -dijo la mujer con aire de suficiencia-. Claire se niega a escucharme a este respecto… insiste en que es un tema que no admite discusión… pero me temo que no estoy de acuerdo. En primer lugar, me tomo mi trabajo mucho más en serio que ella. Y, en segundo lugar, en vista del modo en que Melanie deja a sus hijos correr a sus anchas por la calle…

Sophie la interrumpió.

– No sigas por ahí, Fay -dijo con una brusquedad inusitada-. Ya dejaste bien claro qué opinabas de Melanie la semana pasada.

– Sí, pero…

– No. -La joven doctora se giró con una expresión de enfado considerable en la mirada-. No volveré a discutir contigo sobre Melanie. ¿No ves que Claire intentaba hacerte un favor al dejarte eso claro?

Fay torció el gesto en cuanto oyó aquello.

– No puedes impedírmelo -argumentó-. Ella también es responsabilidad mía.

Sophie alargó la mano para coger su maletín.

– Ya no. He pedido a Claire que asigne una de las asesoras más jóvenes a Melanie. Claire iba a decírtelo el lunes.

La jubilación debió de verse de repente un paso más cerca, ya que el empolvadísimo rostro de la mujer palideció.

– No puedes reducir mi lista solo porque discrepe de ti -replicó Fay con dureza.

– Llamar a una de mis pacientes «fulana» y «puta» y perder los estribos después cuando te llamé la atención al respecto es algo bastante más serio que discrepar -afirmó Sophie con frialdad-. Es poco profesional, Fay.

– Eso es lo que es ella -dijo entre dientes Fay-. Tú vienes de buena familia… deberías darte cuenta por ti misma. -Dejaba escapar gotas de saliva por la boca-. Se acuesta con cualquier hombre que muestra un mínimo de interés… normalmente cuando está borracha… luego se pavonea por ahí como la marquesa de Carabás anunciando que ya está preñada otra vez…

Sophie meneó la cabeza en señal de desaprobación. No tenía sentido discutir. De todos modos, no soportaba los enfrentamientos cara a cara con aquella mujer, ya que siempre acababan siendo personales. La vida de Fay había sembrado de prejuicios su visión de las cosas. Debería haber trabajado en los tiempos en que la ilegitimidad estaba mal vista y a las chicas «que iban por el mal camino» las escondían en hogares apartados y las trataban con desdén. De esta manera, su condición de persona virtuosa habría servido de algo en lugar de convertirla en objeto de compasión o entretenimiento. Lo misterioso era por qué razón habría elegido ser asesora sanitaria, aunque, como solía señalar el médico jefe, sermonear, reprender y aleccionar a la plebe debía de ser el cometido de aquel oficio cuando ella empezó.

Sophie abrió la puerta de su despacho.

– Me voy a casa -anunció con firmeza, y se apartó para dar a entender que esperaba que la otra mujer saliera primero.

Fay se puso en pie haciendo gestos incontrolables con la boca como una anciana con demencia.

– Bueno, no digas que no te he avisado -dijo, muy tensa-. Te crees que puedes tratar igual a todo el mundo… pero no es así. Sé cómo son esas bestias… he visto el daño que llegan a causar a las pobres criaturas que sufren sus abusos. Todo se lleva con tanto secreto… lo hacen tras las puertas cerradas… hombres viciosos y repulsivos… mujeres necias que cierran los ojos ante lo que ocurre realmente… ¿y todo para qué? ¡Sexo! -Escupió la palabra como situviera un gusto vomitivo-. De todos modos… yo al menos tengo las manos limpias. Nadie puede acusarme de no haberlo intentado. -Fay salió del despacho con paso rígido.

Sophie la vio marcharse con el ceño fruncido de preocupación. ¡Dios mío! ¿Bestias…? ¿Hombres viciosos y repulsivos…? Fay había perdido el norte por completo. Bastante grave era acusar a Melanie de fulana. Aunque cien veces peor era acusarles a ella y a sus hombres de abusos sexuales a menores.

En aquel momento Sophie ignoraba que un pederasta había sido alojado en la casa contigua a la de la pequeña Rosie Patterson, de cuatro años, y su hermano Ben, de dos.


El término «urbanización vertedero» bien podía haberse inventado en su día para referirse a Bassindale, que se erigía como monumento de crecimiento descontrolado a la ingeniería social de los años cincuenta y sesenta, cuando los urbanistas echaron mano del cinturón verde para proporcionar viviendas subvencionadas a los ciudadanos con rentas bajas. En este caso, se talaron ochenta hectáreas de bosque de hoja ancha que limitaba con la granja conocida como Bassindale Farm y se sustituyeron por cemento.

Debería haber sido idílico. Un encomiable proyecto propio del impulso de la posguerra en favor de la igualdad de oportunidades. Una posibilidad de mejora. Casas de calidad rodeadas de campo abierto. Aire puro y espacio.

Sin embargo, las carreteras situadas dentro del perímetro de la urbanización que limitaba con los campos carecían de salida. Como radios de una rueda de bicicleta, todas terminaban en una sólida barrera -casas con tapias de jardín construidas de ladrillo- para proteger los cultivos colindantes y los rebaños de los desconsiderados habitantes de la urbanización y sus perros. Las dos únicas calles principales, Bassindale Row y Forest Road, serpenteaban en torno a sí mismas en forma de una W invertida e inconexa que proporcionaba cuatro puntos de acceso a través del cinturón de hormigón que aislaba la urbanización del concurrido tráfico de la carretera principal. Desde el aire, Bassindale y Forest parecían las hebras de sujeción de una telaraña, con un trazado de calles y callejones sin salida que configuraban los hilos transversales. Desde tierra, como reconocía la propia policía, constituían los reductos potenciales que podían convertir Bassindale en una fortaleza. La urbanización era una bomba de presión revestida de hormigón.

¿Y por qué no?

La demanda de viviendas que siguió al boom de natalidad de los primeros años de la posguerra desembocó en el empobrecimiento del diseño urbanístico y en la degradación de las obras de construcción. El resultado inevitable fue un mantenimiento costoso dirigido exclusivamente a los problemas más notorios. Las deficiencias de salud eran una cuestión endémica en la zona, en especial entre los más pequeños y los ancianos, que veían debilitada su constitución debido al frío y la humedad, unidos a una mala alimentación. La depresión era un trastorno habitual, así como la adicción a las pastillas suministradas con receta.

Cual camino al infierno, Bassindale se había fundado con buenas intenciones, pero ahora era poco más que un receptáculo para marginados de la sociedad. Una fuga constante en el erario público. Una fuente de resentimiento para los contribuyentes, de irritación para la policía y de desesperación absoluta para los profesores y los empleados de sanidad y servicios sociales que en teoría trabajaban allí. Para la mayoría de sus habitantes era una cárcel. Los ancianos, débiles y asustados, se atrincheraban en sus hogares; las madres solteras y los hijos sin padre, presos de la desesperación, evitaban meterse en líos encerrándose todo el día en casa. Solo los jóvenes alienados y cargados de ira se dejaban ver de vez en cuando en este yermo paisaje en sus rondas de vandalismo callejero y control del tráfico de drogas y de la prostitución. Antes de que también ellos acabaran en una cárcel.

En 1954, un concejal laborista de talante idealista ordenó la colocación de una señal al final de Bassindale Row South, el primer punto de entrada que partía de la carretera principal. En ella se leía este inofensivo mensaje: bienvenidos a bassindale. Con el paso de los años la señal se veía deteriorada con frecuencia por culpa de los graffiti, hecho que no tenía más consecuencia que la restitución igualmente frecuente de la señal por orden del ayuntamiento. Más tarde, en 1990, durante el último año de mandato de Margaret Thatcher, dicho ayuntamiento, presionado para reducir sus costes, canceló la partida presupuestaria destinada a la reposición de señales. A partir de entonces nadie se molestó en eliminar la pintada, que permaneció intacta ante la mirada de los habitantes de Bassindale, que la veían como una descripción más acertada del lugar en el que vivían.

Acid Row, las casas del ácido. Un lugar de privaciones donde estaba extendido el analfabetismo, las drogas eran endémicas y las peleas, el pan nuestro de cada día.

Fay Baldwin, que recordaba obsesivamente la escena de su destitución por parte de Sophie Morrison la tarde anterior, apartó con violencia el brazo de la pequeña Rosie Patterson para impedir que la niña le pasara las manos y la nariz sucias por el traje recién lavado. Se había cruzado con la cría en la calle, donde jugaba con su hermano, y no pudo resistirse ante la ocasión de decir cuatro cosas a la madre adolescente embarazada, sobre todo teniendo en cuenta que Melanie no sabría todavía que iba a dejar de ser su asesora sanitaria.

Fay dio por justificada su decisión al encontrar a la joven repantigada en el sofá con un cigarrillo en una mano, una lata de cerveza en la otra y la serie Neighbours en la televisión. Aquella imagen daba fe de todo lo que ella había dicho siempre sobre la falta de idoneidad de Melanie como madre. Más difícil de aceptar aún resultaba la forma en que iba vestida, con un exiguo top y unos minúsculos pantalones cortos que dejaban al descubierto unas largas piernas morenas y una barriga suavemente redondeada con el bulto creciente del feto de seis meses que llevaba dentro.

La envidia corroyó el alma de Fay mientras en su fuero interno fingía estar horrorizada al ver que alguien se exhibía con semejante descaro.

– Esto no puede ser, Melanie -la reprendió con dureza-. Rosie y Ben son demasiado pequeños para jugar solos en la calle. Tienes que ser más responsable, te lo digo en serio.

La mirada de la chica seguía pegada a la telenovela.

– Rosie ya sabe lo que hace, ¿verdad, cariño? Díselo a la señora.

– No ze juga cerca de loz cochez. No ze juga con agujaz -recitó con tono monótono la niña de cuatro años mientras daba un coscorrón gratuito a su hermanito de dos como para demostrar cómo lo mantenía a raya.

– ¿Lo ve? -dijo Melanie con orgullo-. Es una niña buena, esta Rosie.

Fay tuvo que hacer acopio de todo su poder de autocontrol para no dar un manotazo a aquella descarada criatura. Se había pasado treinta años en aquel horrible agujero, tratando de inculcar alguna idea sobre salud, higiene y anticoncepción en las sucesivas generaciones de las mismas familias, y la situación pintaba cada vez peor. La joven había tenido su primer hijo a los catorce años, el segundo a los dieciséis y estaba embarazada del tercero sin haber cumplido siquiera los veinte. Tenía tan solo una vaga idea de quiénes eran los padres, aunque poco le importaba, y a menudo dejaba a los niños tirados con su propia madre -cuyo hijo pequeño era menor que Rosie- para desaparecer del mapa durante días a fin de «desconectar».

Melanie era una analfabeta holgazana y la habían alojado en aquel dúplex porque los servicios sociales pensaban que podría mejorar como madre lejos de la influencia «perjudicial» de su progenitora. Fue una vana esperanza. La joven vivía en la miseria más increíble, cuando no iba colocada estaba borracha, y pasaba de derrochar amor por sus hijos cuando estaba de humor a no hacerles el menor caso cuando no lo estaba. Se cotilleaba que lo de «desconectar» era un eufemismo que utilizaba cuando se dedicaba a una carrera intermitente (entre embarazo y embarazo) como modelo de fotografía pornográfica, pero como no quería que le retiraran el subsidio nunca lo reconoció.

– Si sigues desatendiéndolos acabarán por quitártelos -le advirtió Fay.

– Ya, ya, blablablá. -Melanie la miró dándole a entender que ya lo sabía-. Eso es lo que le gustaría a usted, ¿verdad, señorita Baldwin? Me los quitaría en un abrir y cerrar de ojos si alguna vez les viera un moretón. Apuesto a que se muere de rabia por no haberles visto nunca ni uno.

Irritada, la mujer se arrodilló frente a la niña.

– ¿Sabes por qué no debes jugar cerca de los coches, Rosie?

– Mamá noz pegará.

Melanie le dedicó una amplia sonrisa y dio una calada al cigarrillo.

– No te he pegado en la vida, cielo -dijo con tono alegre-. Nunca lo haría. No se juega cerca de los coches porque son peligrosos. Eso es lo que la señora quiere que digas. -Lanzó a Fay una mirada maliciosa-. ¿No es así, señorita Baldwin?

Fay no le hizo caso.

– Antes has dicho que no se juega con agujas, Rosie, pero ¿sabes cómo es una aguja?

– Claro que sí. Uno de mis papás las usa.

Enfadada, Melanie bajó las piernas del sofá y tiró la colilla en la lata de cerveza.

– Déjela en paz, ¿quiere? -ordenó a Fay-. Usted no es la policía, y tampoco es nuestra asistenta social, así que no es asunto suyo interrogar a mis hijos sobre sus padres. Están sanos, vacunados de todo lo que toca y los pesan con frecuencia. Eso es todo lo que tiene que saber. Capisce? No tiene ningún derecho a pasarse por aquí cada vez que le sale de las narices. Solo hay una persona del centro autorizada para ello… y esa persona es Sophie.

Fay se puso en pie. Desde algún recoveco de su mente una voz interior le rogó que obrara con cautela, pero estaba demasiado resentida para hacerle caso.

– Tus hijos constan en el registro de «casos de riesgo» desde el día que nacieron, Melanie -le espetó-. Eso significa que tengo el derecho, y el deber, de someterlos a una revisión siempre que lo estime conveniente. ¡Míralos! Si van hechos un asco. ¿Cuándo fue la última vez que se bañaron o se cambiaron de ropa?

– Los de servicios sociales saben que quiero a mis hijos y eso es lo único que importa, joder.

– Si los quisieras los cuidarías.

– ¿Qué sabrá usted de eso? ¿Dónde están sus hijos… señorita?

– Sabes muy bien que no tengo.

– Esa es la puñetera verdad. -Melanie hizo que su hija se acercara a ella, y su hermosa cabellera rubia se mezcló con la de la niña-. ¿Quién te quiere más que a nadie, Rosie?

– Mamá.

– ¿Y a quién quieres tú, tesoro?

La niña puso un dedo sobre los labios de su madre.

– A mamá.

– Entonces ¿qué quieres, vivir con mamá o con la señora?

A la niña se le saltaron las lágrimas.

– Contigo, contigo -gritó Rosie, y echó los brazos al cuello de Melanie como si creyera que la iban a arrancar de su lado en cualquier momento.

– Ya ve -dijo Melanie a la asesora sanitaria con una sonrisita de triunfo-. Dígame ahora que no cuido de mis pequeños.

Algo explotó al fin en el interior de Fay. Tal vez acabaron por hacerse sentir los efectos de toda una noche en vela. O quizá, sencillamente, el escarnio de una vida vacía fuera ya el colmo.

– Dios mío, pero qué ignorante eres -vociferó-. ¿Crees que es difícil manipular los sentimientos de un niño? -Señaló con furia hacia la ventana-. Hay un pederasta en esta calle que te podría quitar a la pequeña Rosie con un puñado de caramelos porque la niña no ha aprendido a diferenciar el amor sincero del que no lo es. ¿Y a quién culpará la sociedad, Melanie? ¿A ti? -Soltó una risita hiriente-. Claro que no… Derramarás lágrimas de cocodrilo mientras que a las personas que se preocuparon de verdad por Rosie, es decir, tu asistenta social y yo, las crucificarán por dejarla con alguien tan inepto.

La joven entrecerró los ojos.

– No creo que deba decirme eso.

– ¿Por qué no? Es la verdad.

– ¿Y dónde está ese pederasta? ¿En qué número?

Demasiado tarde, Fay se dio cuenta de que se había pasado de la raya. Se trataba de información confidencial y la había revelado en un momento de ira.

– Esa no es la cuestión -dijo sin demasiada convicción.

– ¡Y un cuerno! Si hay a un psicópata viviendo cerca, quiero saberlo. -Melanie se levantó del sofá de un salto y se plantó frente a la solterona menuda, a la que sacaba varios centímetros-. Sé que piensa que soy un desastre de madre, pero nunca les he hecho daño y nunca se lo haré. Un niño no se muere por ir sucio, y tampoco por oír cuatro palabrotas de vez en cuando. -Melanie acercó el rostro al de Fay con brusquedad-. Pero por culpa de un psicópata sí. Así que ¿dónde está? ¿Cómo se llama?

– No estoy autorizada a decírtelo.

Melanie juntó los puños.

– ¿Quiere que la obligue?

Aterrorizada, Fay se retiró hacia la puerta.

– Es un nombre polaco -respondió cobardemente antes de poner pies en polvorosa.


Fay temblaba cuando salió a Humbert Street. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¿Se iría Melanie de la lengua? ¿Llevarían a cabo una investigación? ¿Habría puesto en peligro su pensión? Se devanó los sesos buscando excusas. Qué culpa tendría ella. A quién se le ocurría alojar a un pederasta en Acid Row. No había manera de que se mantuviera en secreto. La cárcel era como una segunda casa para los hombres de la urbanización. Seguro que uno u otro acabaría reconociéndolo de cuando estuvo entre rejas. Su miedo empezó a verse mitigado. Si alguien le preguntaba, diría que se había enterado por un pajarito de que ya habían hecho saltar la liebre. ¿Quién iba a saber dónde empezaban los cotilleos en un lugar como aquel? Los rumores más insospechados se extendían como un reguero de pólvora. Otra cosa sería si hubiera dado un nombre a Melanie…

Con un sentimiento de seguridad cada vez mayor, echó a andar calle abajo y miró de reojo al pasar por delante del número 23. Había un hombre mayor en la ventana. Este se encogió al ver que la mujer miraba hacia allí, ante el temor de que advirtiera su presencia, hecho que sirvió a Fay de justificación. Ante la palidez y el aspecto enfermizo, como de gusano, del individuo, el repelús instintivo que sintió Fay alejó toda idea de alertarles a él o a la policía de que su vida corría peligro.

De todos modos, odiaba profundamente a los pederastas. Había visto los efectos de sus acciones más veces de la cuenta en la mente y el cuerpo de los niños que los llamaban «papá».

Artículo de la página web de la Asociación de Defensa del Menor;

colaboración entregada en marzo de 2001

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