Al término de uno de los juicios por asesinato más espantosos de la última década, Marie Thérèse Kouao, de 44 años, y su novio, Carl Manning, de 28, fueron condenados a cadena perpetua por las brutales torturas y el asesinato de la sobrina nieta de Kouao, Anna Climbie, de 8 años. Anna, nacida y criada en Costa de Marfil, fue confiada al cuidado de Kouao, por parte de sus afectuosos padres después de que la tía homicida, que se presentaba ante su clan familiar de África como una «mujer rica y con éxito», se hubiera ofrecido a dar a la pequeña una vida mejor en Inglaterra. En realidad se trataba de un parásito trapacero que necesitaba a una «hija» para beneficiarse del sistema de prestaciones de la seguridad social. La pequeña Anna falleció de hipotermia y malnutrición después de que la obligaran a vivir desnuda en un baño, atada de pies y manos, y cubierta únicamente por una bolsa de basura. La tenían amarrada como a un perro y la alimentaban con sobras que tenia que comer del suelo. Su cuerpo revelaba 128 marcas de golpes que Kouao, haciéndose pasar por su madre, convenció a los médicos y trabajadores sociales de que eran autoinfligidos. Asimismo, persuadió a las autoridades religiosas de que realizaran un exorcismo a la traumatizada y atormentada niña asegurando que estaba poseída por los demonios.
Durante el proceso, Kouao, que llevaba una Biblia para convencer al jurado de que era una mujer religiosa, afirmó ser objeto de ataques constantes por parte de otras reclusas durante su estancia en prisión preventiva en la cárcel de Holloway. Se trataba de una muestra descarada del doble rasero que aplicaba esta criminal. «Me pegaron y rompieron mis cosas -explicó entre llantos-. Es muy duro de sobrellevar.» Ante dicho comentario, la persona encargada de interrogarla le preguntó con ira: «¿Qué me dice de lo fácil qué debía de ser, para Anna sobrellevar lo que usted le hacía?».
Resulta tentador tachar a Kouao de ser diabólico y aberrante y dar así por zanjado el asunto, pero las estadísticas sobre casos de homicidio infantil en el Reino Unido muestran cifras alarmantes. Un promedio de dos menores mueren cada semana a manos de sus progenitores o tutores, y miles son víctimas de malos tratos y conductas negligentes de tal magnitud que el daño físico y psicológico que sufren es irreparable. En cambio, el número de menores asesinados al año por un desconocido no llega a cinco.
Cuando el News of the World, el periódico más vendido del Reino Unido, emprendió el año pasado su campaña para «desenmascarar» a los pederastas, siguiendo la línea de la llamada «ley de Megan» implantada en Estados Unidos, con la publicación de nombres, direcciones y fotografías de los agresores conocidos, los puntos de vista sobre su eficacia se polarizaron. La opinión pública, horrorizada aún por un reciente y espantoso caso de homicidio infantil a cargo de un pederasta sospechoso, en buena parte la aplaudió. La policía, los agentes de libertad condicional y los abogados especializados en abusos infantiles argumentaron que era contra-producente y que con toda probabilidad obligaría a los pederastas a abandonar la terapia para ocultarse por temor a los ataques de las patrullas de vecinos.
Sus advertencias no tardaron en hacerse realidad. Según un informe redactado por agentes de libertad condicional, agresores sexuales de toda Gran Bretaña habían procedido ya a mudar de residencia, cambiar de nombre e interrumpir el contacto con la policía, o estaban planteándose dicha acción. Más preocupante aún resulta el hecho de que tras la publicación de 83 nombres, direcciones y fotografías en la prensa dominical, grupos de vigilancia vecinal enardecidos atacaron el domicilio de algunos de estos presuntos pederastas y provocaron disturbios callejeros. En casi todos los casos el objetivo fue una persona inocente, ya fuera porque el periódico había publicado una dirección incorrecta o sin vigencia, o bien porque los miembros de dichas asociaciones vecinales atribuían al propietario del domicilio parecido con alguno de los sujetos de las fotografías. El incidente más extraño y perturbador fueron los destrozos causados en la vivienda y el vehículo de una pediatra por parte de un grupo de ignorantes que pensaron que «pediatra», médico especializado en el diagnóstico y tratamiento de enfermedades: infantiles, era sinónimo de «pederasta», es decir, un adulto que siente una atracción sexual por los niños.
A raíz de dichos sucesos el News of the World suspendió su campaña tras haber prometido desde el principio «señalar y avergonzar» a todos los pederastas del Reino Unido. «Nuestra labor se centrará a partir de ahora en obligar al gobierno a actuar de acuerdo con la ley de Megan -declaró el asediado director del periódico-, y no dudaremos en señalar y avergonzar a todo político que se interponga en nuestro camino».
El debate sobre cómo abordar la cuestión de la pederastía continúa. Sin embargo, las estadísticas revelan que miles de niños se encuentran en una situación de mayor riesgo en sus propias casas que en la calle. A raíz de un proceso celebrado recientemente en el que se juzgaba a varios pederastas que compartían imágenes indecentes de menores por internet, un portavoz de la policía apuntó un elemento doméstico inquietante en la pornografía que se exhibe hoy en día. «Antes la pornografía infantil se filmaba en estudios -señaló-, pero últimamente parece como si las imágenes estuvieran rodadas en el interior de las casas de los menores. Se ven juguetes en segundo plano, lo que indica que uno o ambos progenitores estaban involucrados en el abuso». Por muy cómoda que resulte la creencia de que solo los desconocidos con tendencias sádicas abusan de los menores, nos equivocamos de enfoque si solo nos centramos en la pederastía fuera del entorno doméstico. A la pequeña Anna Climbie la torturaron y asesinaron las personas que en teoría debían cuidar de ella. Infinidad de bebés mueren por las violentas sacudidas que reciben a manos de sus cuidadores enfurecidos. El teléfono de atención al menor recibe 15. 000 llamadas diarias de niños angustiados. La mayor parte de los abusos sexuales se cometen en el seno del hogar. La mayoría de los pederastas sufrieron abusos sexuales durante su infancia. La pornografía infantil existe porque los padres colaboran, venden o empujan a sus pequeños a la corrupción.
¿Estamos preparados ya para «señalar y avergonzar» a los verdaderos maltratadores?
Anne Catrell
20-26 de julio de 2001
La sospecha en Humbert Street se centraba en el número 23, no porque el ocupante tuviera un nombre polaco, sino porque un hombre adulto se había mudado allí hacía poco. Aquella había sido la casa de Mary Fallon hasta que uno de sus cinco hijos murió de neumonía mientras esperaba a que lo operaran por problemas cardíacos. El ayuntamiento se negó a indemnizarlos, pero se apresuró a trasladar a la familia al clima más saludable de la urbanización Portisfield, una zona residencial situada a treinta kilómetros en el otro extremo de la ciudad, más nueva y mucho más atractiva, que se había beneficiado de las lecciones aprendidas con Acid Row.
Después de aquello, el número 23 permaneció vacío durante meses, con las ventanas cerradas con tablas, hasta que los trabajadores del ayuntamiento aparecieron de forma inesperada para airear el lugar al calor del sol de julio, tapar las grietas con pintura y renovar el enlucido. Poco después llegó el nuevo inquilino. ¿O inquilinos? Existía cierta confusión acerca de cuántas personas había en la casa. Los vecinos del 25 afirmaban que había dos hombres -oían el murmullo de voces enfrascadas en plena conversación a través de las paredes-, pero solo uno salía a comprar. Un individuo de mediana edad de cabello rubio rojizo, tez blanca y sonrisa tímida.
También existía confusión sobre cómo y cuándo habían llegado, pues nadie recordaba haber visto un camión de mudanzas en la calle. Se extendió el rumor de que la policía los había escoltado hasta allí a altas horas de la madrugada junto con los muebles, pero la anciana señora Carthew, del número 9, que se pasaba todo el día sentada junto a la ventana, aseguraba que habían llegado en una furgoneta un lunes por la mañana y que ayudaron al conductor a descargar el contenido de la misma. Nadie la creía, porque la mujer tenía más días malos que buenos y parecía poco probable que tuviera la suficiente lucidez para saber que era lunes o recordar siquiera lo sucedido pasado el tiempo.
La idea de la participación de la policía resultaba más atractiva, pues tenía sentido. En especial para los jóvenes, que vivían de la teoría de la conspiración. ¿Por qué habrían traído a aquellos hombres al abrigo de la oscuridad? ¿Por qué el segundo hombre nunca se dejaba ver de día? ¿Por qué tendría la tez tan blanca el que salía a comprar? Era un caso de contaminación. Como algo sacado de Expediente X. Vampiros pervertidos que cazaban en grupo.
La señora Carthew decía que eran padre e hijo, y aseguraba que había abierto la ventana de su casa desde donde siempre miraba para preguntarles si estaba en lo cierto. Nadie le daba crédito porque en Acid Row no había ninguna ventana que una vieja senil pudiera abrir. Se requería escoplo y martillo para hacer palanca y lograr así que una ventana se soltara del marco. Y aunque así hubiera sido, la vivienda de la anciana se encontraba demasiado apartada del 23 para entablar una charla distendida.
La opinión más compartida era que se trataba de una pareja de gays, lo que provocaba por ende el doble de morbo, y las madres con hijas suspiraban aliviadas mientras advertían a los chicos que tuvieran cuidado. Los muchachos rondaron fuera de la casa un par de días, profiriendo insultos y enseñando el culo, pero al ver que no ocurría nada y que nadie se asomaba a las ventanas acabaron por aburrirse y regresaron a los salones recreativos.
La atención de las mujeres no resultaba tan fácil de distraer. Siguieron cotilleando entre sí y dirigiendo su atenta mirada a las idas y venidas en Humbert Street. Algunos de los trabajadores sociales respondían a sus preguntas, pero muy pocas mujeres se tragaban las respuestas, carentes de precisión y abiertas a interpretaciones varias.
«Pues claro que no os van a tirar encima a unos pervertidos solo porque esta sea una urbanización vertedero. Creedme, si hubiera un pederasta peligroso en la zona, yo sería la primera persona en saberlo…»
«Tal vez sea una artimaña ruín para que no perdáis de vista a vuestros hijos…»
«Mirad, hoy día los pederastas condenados se ven sometidos a una vigilancia constante. Son los psicópatas en potencia que vienen de fuera los que deberían preocuparos de verdad…»
Dichas respuestas se repetían hasta la saciedad en la comunidad, de modo que nadie sabía hasta qué punto era fiable la fuente intermediaria. Sin embargo, el hecho de que no pareciera darse ninguna negativa categórica se tomaba como prueba de lo que siempre habían creído.
Había una serie de normas para Acid Row y otras para los demás.
Jueves, 26 de julio de 2001. Nº 21 de Humbert Street.
Urbanización Bassindale
Melanie ofreció a Sophie Morrison una taza de té después de que la doctora dejara a Rosie y Ben oír el latido del bebé a través del estetoscopio. La joven embarazada estaba tumbada en el sofá del salón y reía mientras sus hijos le apretaban la barriga con los deditos para ver si sentían moverse a su hermano o hermana.
– ¿A que son un encanto? -dijo Melanie, que besó los rizos rubios de los críos antes de balancear las piernas para apoyarlas en el suelo y levantarse.
– Sí, me vendría bien una taza de té -afirmó Sophie con una sonrisa mientras veía que dos muchachos se paraban delante de la ventana para mirar boquiabiertos el vientre hinchado al descubierto de Mel-. Tienes público -murmuró.
– Para variar -señaló la joven bajándose el top-. No hay quien mueva un dedo en este lugar sin tener al resto de la humanidad de espectadores.
La de Melanie era una de las casas intermedias de Humbert Street que habían sido divididas hacía treinta años con el fin de crear dos dúplex, uno delante y otro detrás. Una solución mucho más sensata habría sido convertir las propiedades en pisos, pero eso habría supuesto levantar las fachadas para crear nuevas puertas de entrada e instalar costosos sistemas de insonorización bajo el suelo de los pisos superiores. Pero a alguien se le encendió la bombilla en el departamento de urbanismo y se le ocurrió una idea mejor. Resultaría más rápido, más barato y menos problemático para los inquilinos existentes, según su razonamiento, dividir las viviendas por la mitad con paredes de bloques de cemento, rellenar los huecos que quedaran entre casa y casa a ambos lados con nuevas puertas de entrada y escaleras para cada dúplex, y utilizar el pasillo, el hueco de la escalera y el rellano existentes para cocinas y baños.
Fue una solución desafortunada para todo el mundo, que generó tres clases de inquilinos en la calle. Los que, como los ocupantes del número 23, tenían la suerte de disponer de una casa entera con jardín. Los que, como la señora Howard, vivían en el dúplex situado detrás del de Melanie, que también disfrutaban de un jardín grande. Y aquellos cuya casa daba al frente, con tan solo una parcelita de césped y una pequeña tapia entre la propiedad y la carretera. Aquella redistribución había convertido Humbert Street en un túnel de hormigón y provocado un resentimiento enorme, en especial entre los que no tenían acceso a los jardines de la parte trasera.
– ¿Sigue dándote problemas la señora Howard? -preguntó Sophie cogiendo al pequeño Ben y dándole un abrazo mientras su madre entraba en la cocina.
– Ya lo creo, no deja de aporrear la pared con el martillo por el ruido que hacen los niños, pero ya pasamos de lo del jardín. Nunca los dejará jugar en él. Mi Jimmy intentó convencerla antes de que lo metieran preso por robar, pero ella lo llamó negro y lo mandó a la mierda. No es que me importe demasiado, pero es que no hay más que hierbajos ahí fuera. Ni lo pisa siquiera.
Sophie pasó el dorso de la mano por la mejilla de Ben. Le parecía un disparate que el departamento de vivienda hubiera dejado a una anciana, que nunca salía de casa, en la parte trasera, cuando dos criaturas que se morían por correr y jugar sin riesgos se veían confinadas a la parte de delante, pero no había discusión. Estaba escrito en piedra que la señora Howard constaba como inquilina del número 21a desde 1973 y tenía derecho a permanecer en aquella casa hasta que falleciera.
– ¿Cómo llevas lo de beber y fumar? ¿Se te va haciendo más fácil?
– Creo que sí -contestó la joven con alegría-. He conseguido bajar a cinco cigarrillos al día, y la bebida a un par de medias pintas… una a la hora de comer, y otra con el té… a veces dos. Pero se acabaron las borracheras. Lo he dejado del todo. Sigo fumando algún que otro porro, pero no paso de ahí porque no me llega para más.
Sophie estaba impresionada. Al principio del embarazo Melanie fumaba una media de cuarenta cigarrillos al día, y el punto culminante de la semana consistía en emborracharse y colocarse hasta las cejas en los clubes cada sábado por la noche. Aun teniendo en cuenta la costumbre del autoengaño propia de las personas víctimas de una adicción, se trataba de una disminución del consumo espectacular que al parecer había logrado mantener durante los dos últimos meses.
– Bien hecho -se limitó a decir Sophie, que tomó asiento en el sofá y dejó un hueco para que Rosie se sentara a su lado.
Al igual que Fay, Sophie pensaba que tanto a Rosie como a Ben les hacía falta urgentemente un buen baño, pero eran unos niños robustos y seguros de sí mismos, y no tenía muchos motivos para preocuparse por su salud física o mental. Ya hubiera querido que algunos de los padres de clase media a los que trataba pudieran aprender algo de la forma de criar a los hijos de los Patterson. Le sacaba de quicio que muchos de ellos mantuvieran a sus hijos en entornos desinfectados y libres de gérmenes y se empeñaran después en someterlos a mil y una pruebas de alergia porque los crios se pasaban el día tosiendo y estornudando. Como si la lejía actuara como una especie de sustituto de la inmunidad natural.
– Sí, bueno, ojalá pensara igual esa arpía de la señorita Baldwin -dijo Melanie enfadada cuando volvió a aparecer con un par de tazas de té-. Me miró con cara de asesina porque me encontró con un cigarrillo y una cerveza en la mano viendo Neighbours. Si me hubiera preguntado le habría dicho que era el primer cigarrillo del día, pero ella no es como tú… Siempre piensa lo peor de la gente, haya o no necesidad.
– ¿Cuándo estuvo aquí? -preguntó Sophie. Dejó a Ben en el suelo y aceptó después una taza.
Melanie se desplomó en el sofá a su lado.
– No me acuerdo… un día de la semana pasada… el jueves… o el viernes. Estaba de un humor de perros. Me ladró como un puto terrier.
Entonces sería después de que Fay se enterara de que iban a sustituirla, pensó Sophie con irritación.
– ¿Mencionó acaso que yo le había pedido a una de las asesoras sanitarias más jóvenes que la relevara de su puesto?
– No. Se limitó a largarme un sermón, como siempre. ¿Y cómo es la nueva?
– Está chiflada -respondió Sophie antes de beber un poco de té-. Pelo rosa… ropa de cuero negro… botas Doc Marten… va en moto… le encantan los críos. Haréis buenas migas.
– Nada que ver con la vieja pesada. -Melanie se quedó callada con la taza entre las manos, escrutando sus lechosas profundidades y tratando de decidir la forma de plantear la pregunta que deseaba hacer. ¿Con sutileza o sin rodeos? Se decantó por la sutileza-. ¿Qué opinas de los pederastas? -inquirió.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Tratarías a un pederasta?
– Sí.
– ¿Aunque supieras que ha hecho cosas a niños?
– Me temo que sí. -Sophie sonrió ante la expresión de desaprobación de Melanie-. No tendría mucha elección, Mel. Es mi trabajo. No se me permite elegir a mis pacientes. ¿Por qué lo preguntas?
– Me preguntaba si tendrías a alguno inscrito como paciente.
– Que yo sepa, no. No se les pone una cruz ni nada por el estilo al lado del nombre.
Melanie no la creía.
– Entonces ¿cómo es que la señorita Baldwin sabe que hay uno en esta calle y tú no?
Sophie se asustó de verdad.
– ¿De qué estás hablando?
– Pensaba que a lo mejor tú podrías darme su nombre… o el que utilice ahora. Mira, todo el mundo supone que es un recién llegado, pero yo me pregunto si no habrá vivido aquí todo este tiempo. -Hizo señas con la mano hacia la ventana-. Hay un viejo en el número ocho que desapareció durante unos seis meses el año pasado y luego dijo que había estado visitando a su familia en Australia. Creo que podría ser él. Siempre está haciéndole carantoñas a nuestra Rosie y diciéndole lo guapa que es.
Sophie estaba desconcertada.
– ¿Qué te dijo exactamente Fay Baldwin?
– Que hay un pederasta en la calle y que podría llevarse a nuestra Rosie cuando le viniera en gana.
¡Santo cielo!
– ¿Cómo empezó la cosa?
– Igual que siempre. Sermón… sermón… sermón. Intentó interrogar a Rosie sobre su padre, luego me echó en cara lo mala madre que soy cuando le dije lo que pensaba. La mandé a la mierda, como aquel que dice… y luego… ¡zas!, me suelta lo de ese pervertido que va a seducir a Rosie con caramelos. Joder, me metió el miedo en el cuerpo, vaya si lo hizo.
– Lo siento -dijo Sophie con tono de disculpa, mientras ante sus ojos flotaban las visiones de juicios-. Eso fue después de que la apartara de tu caso, así que es posible que se sintiera mal. Aun así, no debería haberte hecho rabiar, y menos de esa forma. -Sophie suspiró-. Mira, Mel, no voy a excusar su comportamiento, pero lo cierto es que está atravesando un momento difícil. Le horroriza pensar en la jubilación… siente que su vida está un poco vacía. Cosas así. Le habría encantado casarse y tener hijos… pero la cosa no le salió bien. ¿Lo entiendes?
Melanie se encogió de hombros.
– Me estaba picando de mala manera, así que me burlé de ella por lo de no tener hijos. Se puso como una fiera. Empezó a escupirme.
Sophie recordó cómo había escupido Fay durante la conversación que habían mantenido.
– Es un tema delicado para ella.
Sophie se levantó y dejó la taza en la mesa. Procuró no mostrar lo enfadada que estaba. Imaginaba lo furioso que se pondría el médico jefe si la consulta recibiera el palo de tener que pagar una indemnización por «daños y perjuicios». Hace años que tendrían que haber encerrado a esa dichosa mujer.
– Hazme un favor, Mel. Olvida lo que dijo. Estaba totalmente fuera de lugar… no debería haberlo hecho. Eres lo bastante sensata para no dar vueltas a lo que pueda decirte Fay Baldwin.
– Pareció cagarse de miedo cuando le dije que no debería irse de la lengua con cosas así.
– No me extraña. -Sophie consultó su reloj-. Mira, tengo que irme. Hablaré con la sustituta de Fay, le contaré lo que ocurre y le pediré que se pase por aquí lo antes posible. Puedes hablar con ella de lo que quieras, es una persona que sabe escuchar, y te prometo que no te echará ningún sermón. ¿Qué te parece?
Melanie levantó un pulgar en señal de aprobación.
– Genial.
Esperó a que la puerta se cerrara para coger a su hija y sentársela en la rodilla.
– ¿Ves, cielo? Es una conspiración. Una bruja tonta descubre el pastel porque es una vieja frígida y los demás hacen como si no supieran nada. -Melanie recordó el terror de Fay cuando salió a toda prisa de la casa-. Pero la vieja frígida dijo la verdad y los demás no dicen más que puñeteras mentiras.
El mensaje que Sophie dejó en el teléfono de Fay cuando regresó al coche era devastador:
«Me traen sin cuidado los problemas que tengas, Fay… por lo que a mí respecta, tu salud mental mejoraría infinitamente si tu lechero te follara mañana hasta decir basta… pero como vuelvas a acercarte a Melanie Patterson te llevaré personalmente al manicomio más próximo y haré que te encierren. ¿Qué diablos crees que hacías, so cretina?».
Media hora más tarde y a un kilómetro de distancia del Centro Médico de Nightingale, la mano de Fay Baldwin temblaba al borrar el mensaje de su buzón de voz. Melanie la había delatado.
Viernes, 27 de julio de 2001. Mediodía
Urbanización Portisfield.
El vehículo permaneció estacionado veinte minutos frente a la iglesia católica de Portisfield. Varias personas pasaron por delante, pero ninguna lo miró con detenimiento. Una lo describió posteriormente como un Rover azul, otra como un BMW negro. Una joven madre que llevaba un cochecito reparó en que había un hombre dentro, pero no fue capaz de describirlo y, al interrogarle la policía, cambió de parecer y dijo que bien podía ser una mujer con el pelo corto.
Una vez transcurridos los veinte minutos, una niña delgada de cabello oscuro abrió la portezuela del coche, se sentó en el asiento del pasajero y se inclinó hacia delante para plantar un beso en la mejilla al conductor. Nadie la vio hacerlo, aunque la joven madre pensaba que quizá hubiera visto a una niña que respondía a aquella descripción doblar la esquina de Allenby Road unos minutos antes. Durante el mismo interrogatorio la mujer vaciló y declaró que quizá la niña fuera rubia.
– ¿Todo bien? -preguntó el conductor.
La niña asintió.
– ¿Me has traído la ropa nueva?
– Claro que sí. ¿Cuándo no he cumplido yo una promesa?
Los ojos de la niña se iluminaron de la emoción.
– ¿Es bonita?
– Es lo que me encargaste. El top de Dolce & Gabbana. La falda de Gucci. Los zapatos de Prada.
– Genial.
– ¿Nos vamos?
La niña se miró las manos, en un ataque repentino de inseguridad.
– Puedes cambiar de idea cuando quieras, tesoro. Ya sabes que lo único que quiero es que seas feliz.
La niña asintió de nuevo.
– Vale.
Viernes, 27 de julio de 2001. 18. 10 h
Nº 14 de Allenby Road. Urbanización Portisfield
El sol lucía aún alto al oeste del horizonte a las seis de la tarde, y la calma se veía cada vez más mermada a medida que los comercios y las oficinas con aire acondicionado se vaciaban y la gente salía al calor sofocante de aquella tarde de julio. Trabajadores cansados, ansiosos por llegar a casa, hervían en el interior de coches y autobuses recalentados, y Laura Biddulph aminoró la marcha a su paso por Allenby Road mientras se preparaba para otro asalto con los hijos de Greg. No sabía qué le resultaba más deprimente, si una jornada de ocho horas en el Sainsbury de Portisfield o volver a casa con Miss Peggy y Jabba el Hutt.
Laura se planteaba la posibilidad de decirles la verdad. «Vuestro padre es repulsivo… No penséis ni por un momento que quiero ser vuestra madrastra…» Por un breve y maravilloso instante se imaginó haciéndolo, hasta que recobró el sentido común y recordó las opciones que tenía. O la falta de opciones, más bien. Todas las relaciones se basaban en mentiras, pero los hombres desesperados eran más dados a creérselas. ¿Qué remedio les quedaba si no querían estar solos?
Fuera, la luz del sol confería a las uniformes casas de protección oficial una espuria prestancia. Dentro, Miss Peggy y Jabba estaban encerrados en el salón con todas las cortinas corridas y el televisor sintonizado con el volumen alto en un canal de música. El hedor a grasa de salchicha asaltó las fosas nasales de Laura al traspasar el umbral de la puerta de entrada, y se preguntó cuántas visitas habrían hecho a la cocina en lo que iba de día. Si por ella fuera, los habría encerrado con llave en un armario a pan y agua hasta que hubieran perdido peso y aprendido modales, pero a Greg lo consumía el sentimiento de culpa por sus propios defectos, de modo que cada día estaban más gordos y maleducados. Laura se quitó la chaqueta de algodón, se cambió los zapatos planos de dependienta por un par de pantuflas que había debajo del perchero y mudó el semblante torvo por la sonrisa agradable y vacua que siempre veían en ella. Al menos si se mostraba afectuosa por pura formalidad, existía la posibilidad de que cambiaran.
Abrió la puerta del salón, asomó la nariz al aire caliente y estancado, cargado de pedos de adolescente, y gritó por encima del ruido: «¿Os habéis hecho té o queréis que os lo prepare?». Era una pregunta estúpida, a la vista de los platos grasientos, embadurnados de ketchup, que había tirados en el suelo como de costumbre; pero daba lo mismo. No le responderían dijera lo que dijera.
Jabba el Hutt, un muchacho de trece años con un eccema galopante allí donde la papada le rozaba el cuello, se apresuró a subir el volumen del televisor. Miss Peggy, de quince años y con unos pechos como dirigibles, se volvió de espaldas. Se trataba del ritual de todas las noches, que tenía como fin la exclusión de la futura madrastra delgaducha. Y funcionaba. Si no fuera porque su hija aceptaba la situación sin problema -«Cuando estamos solos se portan bien, mami»-, habría cortado por lo sano hacía ya mucho tiempo. Esperó a que Jabba articulara un «vete a la mierda» al aire, otra costumbre que formaba parte de la rutina diaria, antes de cerrar, con alivio, la puerta y dirigirse a la cocina.
Tras ella, la televisión enmudeció de inmediato.
– Ya estoy en casa, Amy -anunció al pasar por la escalera-. ¿Qué prefieres, cariño? ¿Barritas de pescado o salchichas?
Era el amor lo que detestaban, pensó mientras prestaba atención para ver si oía las burlas en voz baja de «cariñito… cariñito… mamaíta… mamaíta…» procedentes del salón. Las expresiones de afecto los ponían celosos.
Pero por una vez no hubo burlas y, con un atisbo de preocupación, miró escalera arriba esperando oír la ráfaga de pisotadas que retumbaban en los peldaños cuando su hija de diez años bajaba para lanzarse a los brazos de su madre. Cada vez que ocurría, Laura se convencía a sí misma de que obraba como debía. Sin embargo, las dudas acuciantes nunca dejaban de acosarla, y cuando no obtenía respuesta sabía que había estado engañándose a sí misma. Volvió a llamar a su hija, en voz más alta esta vez; acto seguido, subió la escalera de dos en dos y abrió de par en par la puerta del dormitorio de la niña.
Segundos más tarde irrumpió en el salón.
– ¿Dónde está Amy? -inquirió.
– Ni idea -contestó Barry con despreocupación, y volvió a subir el volumen-. Fuera, supongo.
– ¿Cómo que «fuera»?
– Pues fuera… fuera… Que no está dentro. ¡Joder! ¿Eres tonta o qué?
Laura le arrebató el mando a distancia de la mano y apagó la tele.
– ¿Dónde está Amy? -preguntó a Kimberley con tono de exigencia.
La chica se encogió de hombros.
– ¿En casa de Patsy? -aventuró Kimberley con una entonación ascendente.
– A ver, ¿está o no está allí?
– ¿Cómo voy a saberlo? Ni que me llamara cada hora para mantenerme informada. -La expresión de pánico de la mujer la disuadió de seguir bromeando-. Pues claro que está.
Barry se removió con incomodidad en el sofá y Laura se volvió hacia él.
– ¿Qué? -inquirió.
– Nada. -Barry se encogió de hombros-. No es culpa nuestra que no quiera quedarse con nosotros.
– Si no fuera porque pago a Kimberley para que la cuide, no para que la mande con una amiga cada día.
La muchacha la miró con malicia.
– Ya, bueno, Amy no es el angelito que crees y, aparte de atarla, no puedo hacer mucho por retenerla aquí. Ya va siendo hora de que te enteres, joder. Ha ido a casa de Patsy desde que acabaron las clases, y la mayoría de las tardes vuelve solo unos minutos antes que tú. Es para descojonarse oír las chorradas que dices. -Kimberley pasó a imitar con tono afectado el habla más culta de Laura-. ¿Has sido buena chica, cariño? ¿Has practicado ballet? ¿Es de tu agrado el libro que estás leyendo? Cielo mío… tesoro… pichoncito de mamaíta. -Se señaló la boca abierta con dos dedos-. Joder, me dan ganas de vomitar.
Debía de estar mal de cabeza para dejar a Amy con ellos…
– Bueno, al menos ella tiene una madre -espetó Laura-. ¿Dónde está la tuya, Kimberley?
– Eso no es asunto tuyo, maldita sea.
La ira hizo que Laura se ensañara.
– Pues claro que es asunto mío. Yo no estaría aquí si ella no os hubiera abandonado para tener críos con otro. -Los ojos le centelleaban-. No es que la culpe por marcharse. ¿Qué crees que se siente cuando te conocen como la madre de Miss Peggy y Jabba el Hutt?
– ¡Zorra!
Laura soltó una risita.
– Lo mismo digo. Pero yo al menos soy una zorra delgada. ¿Qué me dices de ti?
– Déjala en paz -exclamó Barry enfadado-. No puede evitar pesar lo que pesa. Es una falta de educación llamarla Miss Peggy.
– ¡Una falta de educación! -repitió incrédula-. Dios mío, pero si ni siquiera sabes lo que significa eso. «Comida» es la única palabra que entiendes, Barry. Esa es la razón por la que tú y Kimberley pesáis tanto. -Laura recalcaba con sarcasmo las palabras-. Y claro que podríais evitarlo. Si emplearais algo de energía en poner un poco de orden de vez en cuando tendríais una excusa. -Laura señaló enfadada los platos sucios con el dedo-. Pero os pasáis el día poniéndoos morados y después os retiráis caminando como patos mareados del abrevadero, como si un criado fuera detrás de vosotros ordenándolo todo. ¿Quiénes os creéis que sois?
Se había prometido a sí misma que no haría aquello. Las críticas eran corrosivas, minaban la autoestima y acababan con la confianza. En los escasos momentos de acuerdo entre ella y su esposo -recuerdos ya remotos-, Martin lo había definido como una enfermedad. La crueldad se lleva en la sangre, decía. Es como un virus herpes, que permanece latente durante un tiempo hasta que se dispara el gatillo.
– Estamos mi casa. Puedo hacer lo que me dé la gana -replicó Barry con furia, mientras arañaba la moqueta con los pies tratando de hallar un asidero para levantarse del sofá.
No quedaba claro qué intenciones tenía, pero resultaba gracioso observarlo. Y más gracioso aún cuando Laura posó una mano burlona en su frente y lo empujó hacia atrás.
– Mírate -dijo Laura con cara de asco cuando Barry cayó contra los cojines-. Estás tan gordo que no puedes ni ponerte de pie.
– Le has pegado -acusó Kimberley con tono triunfal-. Llamaré al teléfono del menor… Así aprenderás.
– ¡Venga ya, no seas infantil! -replicó Laura con desdén volviéndose hacia ella-. No le he pegado, le he empujado, y si alguien te hubiera enseñado a hablar como es debido entenderías la diferencia. Y eso de que «así aprenderás» tiene tanto sentido como que Barry diga que esta es «su casa».
Se produjo una ráfaga de aire perceptible cuando Kimberley se levantó de la silla y agarró a la mujer de la blusa.
Laura tuvo la reacción instintiva de darle una buena bofetada e ingeniárselas para que la soltara, pero tras una fracción de segundo de odio recíproco reconocido por ambas tuvo la sensatez de salir corriendo.
– ¡Zorra! ¡zorra! -bramó la joven hecha una furia mientras la perseguía por el pasillo en dirección a la cocina-. ¡Voy a matarte por esto!
Laura dio un portazo y apoyó el hombro contra la puerta para que no pasara Kimberley, con el corazón a punto de salirle por la boca. ¿Acaso estaba mal de la cabeza? En cuestión de volumen la chica le daba mil vueltas, pero Laura empleó todas sus fuerzas para impedir que girara el picaporte, apostando a que Miss Peggy tendría los dedos resbaladizos de atiborrarse de patatas fritas. Aun así, fue una guerra de desgaste que no llegó a su fin hasta que los paneles inferiores de la puerta empezaron a agrietarse con la arremetida de las botas de Kimberley, y Barry gritó que su padre le sacaría las tripas si volvía a romperla.
Laura fue relajando con cautela la mano apretada en torno al picaporte al notar que cedía la presión desde el otro lado. Apoyó la espalda contra la madera y respiró hondo unas cuantas veces para tranquilizarse.
– Barry tiene razón -le advirtió-. Greg acaba de pintar la puerta de nuevo después de la última vez que os peleasteis y la emprendisteis a golpes con ella.
– ¡Cierra el pico, zorra! -rugió la chica dando un último golpazo de abatimiento con el puño recio-. Si eres tan jodidamente perfecta, ¿por qué te llama tu hija «hija de puta»? Piénsalo la próxima vez que gimas de placer cuando mi padre saque su patética picha. Joder, hasta tu hija sabe que te lo tiras solo para tener un techo bajo el que dormir.
Laura cerró los ojos recordando las carcajadas de Martin la primera vez que Amy utilizó aquella expresión. «Qué fina la boca de la niña», se había burlado Martin.
– Un alquiler sale caro -murmuró Laura-. ¿Por qué sino iba a estar yo aquí?
Kimberley debía de tener la oreja pegada a la puerta fina como el papel, ya que a través de ella se percibía cada matiz de su voz.
– Le contaré a papá lo que has dicho.
– Adelante. -Laura estiró el brazo hacia el teléfono de pared, pero al tener la espalda apoyada contra la puerta no podía llegar a tocarlo con los dedos. ¿Por qué no le habría dicho Amy que iba a casa de Patsy…? ¿La utilizaría de refugio?-. Pero no se enfadará conmigo, Kimberley; se enfadará contigo. Tu padre se quedó tan solo cuando tu madre se marchó que se habría llevado a la cama a una abuela desdentada si hubiera dado con una dispuesta a ello. ¿De parte de quién crees que se pondrá si me echas a la fuerza?
– De mi parte y de la de Barry cuando le cuente que lo utilizas.
– No seas imbécil -dijo Laura con tono cansino-. Es un hombre. No le importa un carajo por qué me acuesto con él mientras siga haciéndolo.
– ¡Más quisieras tú! -se mofó la joven.
– ¿Cuántas mujeres han pasado por aquí, Kimberley?
– Un huevo -respondió Kimberley con tono triunfal-. Nos quedamos contigo solo porque te bajaste las bragas por él.
– ¿Y cuántas volvieron por segunda vez?
– Y a mí qué coño me importa. Lo único que sé es que tú sí volviste.
– Solo porque estaba desesperada -explicó Laura despacio-. Si no lo hubiera estado, no habría tenido ni un solo motivo para venir aquí. -Oyó la respiración pesada de la chica-. ¿En serio crees que tu padre no lo sabe?
Se produjo una pausa perceptible.
– Ya, bueno, así no tenía que hacérselo con una puta -espetó la muchacha con resentimiento-. Ni siquiera nos ha preguntado nunca a Barry o a mí lo que nos parece. No puede… porque tú siempre estás en medio… hablando como una cotorra de tu trabajo… haciendo que Amy farde con sus bailes estúpidos.
– En la cocina puede… en el salón, nunca. Ya me habéis dejado claro que no soy bien recibida ahí.
– ¡Pues sí, así es! -Se oyó algo parecido a un sollozo ahogado al otro lado de la puerta-. Supongo que le habrás dicho a papá que él tampoco es bien recibido.
– No ha hecho falta. Eso lo habéis conseguido vosotros dos solitos.
– ¿Cómo?
– Pues no bajando nunca el volumen de la tele… no saludándolo nunca cuando llega a casa… no comiendo con nosotros… no levantándoos de la cama hasta que ya se ha ido a trabajar. -Laura hizo una pausa-. La vida no es una calle de un solo sentido, ¿sabes?
– ¿Qué se supone que quiere decir eso?
– Averigúalo por ti misma. -Laura flexionó los dedos para desentumecer los músculos-. Te daré una pista. ¿Por qué se negó tu madre a llevarse con ella a alguno de los dos?
Kimberley explotó de nuevo.
– ¡Te odio! -gruñó-. Ojalá te fueras a la mierda y nos dejaras en paz. A papá no le gustaría, pero los demás nos pondríamos la hostia de contentos.
Era la verdad, pensó Laura suspirando para sus adentros, y si Amy no hubiera fingido que estaba bien se habrían marchado antes. «No te preocupes, mami… te digo que todo va bien cuando tú y Greg no estáis en casa…» Laura la había creído porque eso le hacía la vida más fácil, pero ahora se maldecía por su estupidez.
– ¿Por qué va Amy a casa de Patsy? -preguntó.
– Porque quiere.
– Eso no es una respuesta, Kimberley. Lo que Amy quiere no tiene por qué ser necesariamente bueno para ella.
– Es su vida -declaró la chica con tono rebelde-. Puede hacer lo que quiera.
– Tiene diez años y todavía se chupa el pulgar por las noches. Ni siquiera es capaz de elegir entre barritas de pescado o salchichas para cenar, así que ¿cómo va a saber tomar decisiones sobre su vida?
– Eso no significa que tenga que hacer lo que tú digas… Ella no pidió venir a este mundo… No eres su dueña, joder.
– ¿Cuándo he dicho yo que lo sea?
– Pues te comportas como si lo fueras… siempre dándole órdenes… diciéndole que no puede salir.
– Que no puede salir sola -corrigió Laura-. Yo no he dicho nunca que no pueda salir contigo o con Barry siempre y cuando no os separéis. -Laura apretó los puños con ira-. Bien lo sabe Dios, te he explicado varias veces que es para evitar accidentes. Amy lleva aquí menos de dos meses y aún le cuesta recordar la dirección y el teléfono. ¿Cómo va a encontrar el camino de vuelta si se pierde?
– No puede perderse yendo a casa de Patsy -señaló Kimberley con tono mordaz-. ¡Solo vive a cinco puertas de aquí!
– Ni siquiera debería estar allí.
– Es una llorica -farfulló Kimberley malhumorada-. Saca de quicio a cualquiera al cabo de un rato. Me parece que le pasa algo. Siempre está metida en el lavabo quejándose de que le duele el estómago.
Laura abrió la puerta de un empujón y obligó a la chica a retroceder.
– Quiero que me devuelvas el dinero, Kimberley, porque solo faltaría que te pagara por algo que no has hecho. -Se miró el reloj-. Tienes cinco minutos para traer a Amy a casa, y otros cinco para juntar las cincuenta libras que me has sacado durante dos semanas por un servicio de canguro inexistente.
Algo en la mirada de la mujer persuadió a Kimberley de dar otro paso atrás, hacia su hermano, que miraba desde la entrada del salón.
– Me las he gastado.
– Pues vamos al cajero más cercano y las sacas de tus ahorros.
– ¿Ah, sí? ¿Y si me niego?
Laura se encogió de hombros con un gesto de indiferencia.
– Pues cargaremos la baca y esperaremos a que tu padre llegue a casa.
Los procesos mentales de Kimberley eran lentos, en especial cuando no se daba asociación alguna de ideas.
– ¿Qué vaca? -preguntó como una tonta.
– Cuál va a ser, la del coche -espetó Laura con sorna-. La que se escribe con «b», no con «v», esa que carga la gente con sus bártulos cuando se muda de un sitio a otro.
– Ah, vale, esa baca. -De repente le brillaron los ojos-. ¿Eso significa que os marcháis?
– En cuanto tenga mi dinero.
Kimberley chascó los dedos para llamar la atención de su hermano.
– ¿Dónde están esas cincuenta libras que te dio papá para comprar comida? -preguntó con tono perentorio-. Sé que aún las tienes, así que sácalas.
Barry miró nervioso hacia donde estaba Laura.
– No.
La chica intentó pegarle con furia.
– ¿Quieres acabar con el brazo partido, gilipollas?
Barry fue hasta el pasillo, donde se preparó para defenderse con los puños en alto.
– No quiero que se vaya… al menos hasta que vuelva papá. No creo que sea culpa mía, así que no soy yo quien debería cargármela. Papá se puso hecho una fiera cuando mamá se marchó… y tú encima echaste más leña al fuego diciendo que te alegrabas de que se hubiera ido. Eres tan imbécil que seguro que harás lo mismo… y no se lo reprocharía a papá si la emprendiera a golpes contigo… si no fuera porque también la emprenderá conmigo, y eso no es justo. -Para un chico normalmente taciturno, las palabras le salían a borbotones-. Te dije que cuidaras bien de Amy, pero tú nunca escuchas porque eres una gandula y una tirana. Haz esto… haz lo otro… lámeme el puto culo, Amy… pero como se lo cuentes a tu madre te daré una paliza. La cría te tiene miedo. Sí, vale, es un poco coñazo, pero viendo el escándalo que montas no me extraña que llore tanto. Tu problema es que no le gustas a nadie. Deberías intentar ser más amable… así tendrías amigos y verías las cosas de otra manera.
– ¡Cierra el pico, saco de mierda!
Barry avanzó lentamente a lo largo del pasillo.
– Me voy a buscar a Amy -dijo, y abrió la puerta de entrada de par en par-. Y espero ver a papá en la calle porque pienso decirle que es culpa tuya.
– ¡Hijo de puta! ¡Capullo! -gritó Kimberley tras él dando una fuerte patada a la pared-. ¡Cobardica de mierda!
Volvió la cara enrojecida y llena de furia hacia Laura, con los hombros encorvados como los de un boxeador. Pero tenía lágrimas en los ojos, como si supiera que acababa de perder a la única persona que le había sido leal.
›Mensaje de la policía a todas las comisarias
›27/07/07
›18. 53
›ACCIÓN INMEDIATA
›Persona desaparecida
›Laura Biddulp/Rogerson, del nº 14 de Allenby road, Portisfield, denuncia la desaparción de su hija de 10 años.
›Nombre de la niña: Amy Rogerson (responde a Biddulph)
›Altura: 1,45 m aprox.
›Peso: 27 kg aprox.
› Descripción: delgada, cabello largo castaño, viste camiseta zul y mallas negras.
›Un vecino la vio por última vez saliendo del nº 14 de Allenby Road a las 10. 00
›Puede haberse dirigido a casa de su padre, en Sandbanks Road, Bournemouth.
›Nombre del padre: Martin Rogerson
›Comunicar a todas las unidades/personal de patrulla.
›Se espera recibir más información…
›Mensaje de la policía a todas las comisarias
›27/07/07
›21. 00
›ÚLTIMA HORA: Persona desaparecida: Amy/Biddulph
›Puede haberse dirigido a The Larches, Hayes Avenue, Southampton
›Residió en dicha dirección con la madre durante seis meses hasta abril
›Propietario/ocupante: Edward Townsend, temporalmente ausente por vacaciones
›Comunicar a todas las unidades/personal de patrulla.
›Se espera recibir más información…
Sábado, 28 de julio de 2001. 1.15 h
Nº 14 de Allenby Road. Urbanización Portisfield
Las relaciones en el número 14 de Allenby Road habían llegado a un punto de deterioro absoluto, y la agente de policía encargada de prestar apoyo y orientación psicológica aconsejó que Laura Biddulph se mudara a una casa «segura» que estuviera disponible para impedir que estallara la guerra. Por irracional que pareciera, y dado que todos los indicios apuntaban a que Amy se largaba de casa todos los días desde hacía dos semanas y no solía regresar hasta la noche, Laura se aferraba a la esperanza de que estuviera con su padre. Pero cuando le comunicaron que el registro del domicilio de Martin Rogerson había resultado infructuoso y la policía quedó convencida de que Rogerson había estado todo el día en su despacho de Bournemouth, la esperanza dio paso al miedo y Laura la tomó con Gregory y sus hijos.
No dejaba de atacarlos con su lengua hiriente, y la curiosidad de la policía por averiguar qué hacía Laura en aquella casa iba en aumento. Incluso el agente menos crítico de todos veía que existía una disparidad más que evidente de edad, clase, educación y atracción física entre ella y Gregory Logan y, si bien en cuestión de química no hay nada escrito, su repulsión manifiesta hacia él y su familia probaba la falta de sentimientos íntimos entre ellos. A medida que transcurría la noche Laura se volvía cada vez más distante; estaba acurrucada en el suelo con la espalda apoyada contra la puerta de la cocina y se negaba a dejar pasar a nadie que no perteneciera al cuerpo de policía. Con los ojos rojos de agotamiento, mecía una radio en su regazo y daba un respingo con la cabeza cada vez que mencionaban el nombre de Amy. Cuando la psicóloga le recomendó que subiera a descansar un poco, pues buena falta le hacía, Laura esbozó una leve sonrisa y repuso que no sería prudente. A menos que la policía quisiera encontrar a Kimberley Logan muerta, naturalmente.
Los berridos de la chica empezaban a sacar de quicio a todo el mundo. Con una energía aparentemente ilimitada, Kimberley se había pasado horas contándole a gritos a una segunda agente de policía que nadie la quería, que llevaba una vida desdichada y que nunca había pretendido hacer daño a nadie. Se negaba a salir de su habitación, se negaba a que la sedaran y no podía, o no quería, facilitar ningún tipo de información acerca de adónde iba Amy durante las dos últimas semanas cuando se ausentaba de casa, alegando que no era culpa suya si la niña había mentido al decir que iba con Patsy Trew.
Su hermano estaba sentado con aire taciturno delante del televisor, atiborrándose de sandwiches importados de la policía y asegurando que era Kimberley la que mentía. Según su testimonio, Kimberley sabía desde el miércoles de aquella semana que Amy no se encontraba con su amiga. Esta había acudido a casa de los Logan -un dato que corroboró la propia Patsy- para decir que llevaba días sin ver a Amy y que quería saber dónde estaba. Kimberley la mandó a la mierda y le dijo que no era asunto suyo. «Ya no le caes bien a Amy», le dijo a la niña, y soltó una risita cuando Patsy se puso a llorar y se fue corriendo. «Joder, menuda desgraciada, esta Amy -le comentó a Barry al volver al salón-. Seguro que está escondida en algún rincón para hacer ver que tiene amigos. No me extraña que esté tan flaca. Solo come cuando vuelve la zorra.»
Un detective sargento preguntó a Barry por qué no había contado nada de eso a la madre de Amy. Kimberley le habría hecho papilla el brazo, contestó Barry, o peor aún, no le habría dejado entrar en la cocina. ¿Kimberley le hacía papilla el brazo a Amy? Barry se encogió de hombros. Solo una vez. Después de aquello Amy empezó a largarse por ahí todos los días. ¿Por qué hizo eso Kimberley? Barry movió sus hombros macizos en un gesto de culpabilidad. «Porque Amy lloraba cuando llamábamos a su madre “hija de puta” -reconoció-. A Kimberley le ponía de los nervios.»
El padre de los chicos, un conductor de autobús de cincuenta años con barriga de bebedor y mal aspecto, hacía lo poco que podía para limar asperezas. Llamaba a Laura cada dos por tres a través de la puerta de la cocina para informarle de que la policía había traído más sándwiches, como si la comida constituyera el lenguaje del amor. Parecía incapaz de mostrar cariño de verdad, y la psicóloga se preguntó cuándo habría sido la última vez que estrechó entre sus brazos a cualquiera de ellos. El hombre no hizo muchas preguntas sobre Amy -más por miedo a las respuestas que por falta de interés, pensó la psicóloga- y prefirió echar pestes de la policía, que perdía el tiempo con los conductores que circulaban a demasiada velocidad cuando lo que tenían que hacer era dar con los pederastas. Si por él fuera, los muy cabrones acabarían «castrados y colgados con la polla metida en la boca», un castigo medieval para los condenados por herejía, «porque los pervertidos tienen que morir retorciéndose de dolor». La psicóloga le pidió que no levantara la voz, pues temía el impacto que causarían dichos comentarios en Laura Biddulph, pero, al igual que su hija, necesitaba armar ruido para sentirse valiente.
La policía vio que el problema se agravaba tras registrar la habitación de Amy, pues no parecía faltar nada a excepción de la camiseta azul y las mallas negras que se suponía llevaba puestas. Era una niña ordenada que tenía un sitio para cada cosa, y era dudoso que se hubiera escapado porque todo lo que apreciaba -el osito de peluche, su pulsera favorita, las cintas de terciopelo para el pelo- se había quedado allí. Incluso la hucha, que contenía cinco libras, y una pequeña colección de libros que tenía escondidos bajo el colchón. ¿Por qué los guardaba allí?, preguntó la agente a la madre. Para impedir que Kimberley los destrozara por maldad, contestó Laura.
A Gregory lo sometieron a un interrogatorio exhaustivo. ¿Cuánto tiempo llevaba Laura viviendo allí? «Dos meses.» ¿Dónde la había conocido? «Había viajado en su autobús unas cuantas veces.» ¿Quién dio el primer paso? «Él no. No pensaba que ella pudiera llegar a fijarse en él.» ¿Quién propuso que se mudara a su casa? «No lo recordaba. Un día surgió en plena conversación.» ¿Le sorprendió ver que ella aceptaba? «La verdad es que no. Para entonces se conocían ya bastante bien.» ¿Cómo describiría su relación con Amy? «Buena.» ¿Cómo describiría su relación con sus propios hijos? «Igual.» ¿Había viajado Amy alguna vez en su autobús? «Un par de veces con su madre.» ¿A quién conoció primero, a Laura o a Amy? «A Laura.» ¿Conocía al padre de Amy? «No.» ¿Le había contado Laura cómo y dónde vivían ella y Amy antes? «Solo que había sufrido malos tratos.» ¿Sabía él que Kimberley intimidaba a Amy? «No.» ¿Trató alguna vez de consolar a Amy? «Puede que la abrazara un par de veces.» ¿Y a ella le gustaba? «No decía que no le gustara.» ¿La describiría como una niña atractiva? «Era una buena bailarina.» ¿Bailaba Amy para él a menudo? «Amy bailaba para todo el mundo… Le gustaba exhibirse.» ¿Había buscado alguna vez excusas para estar a solas con ella? «¿Qué diablos de pregunta es esa?»
Las respuestas de Laura confirmaron las de Gregory, excepto en lo concerniente a la relación con sus hijos. «No los soporta -afirmó-. Tiene miedo de Kimberley y desprecia a Barry por ser un cobarde… pero él también lo es, así que supongo que es lógico. Siempre ha sido muy cariñoso con Amy. Creo que le da lástima.»
La estaba interrogando en la cocina el mismo policía, el inspector jefe Tyler, que ya le había hecho varias preguntas seis horas antes para obtener información sobre el padre de Amy. Ahora, mejor informado, el detective Tyler se sentó a la mesa junto a la psicóloga y formuló a Laura más preguntas de tanteo sobre su relación con su marido. Quizá Laura supiera lo que se avecinaba, porque se negó a levantarse del suelo o a apartarse de la puerta de la cocina, y permaneció casi todo el tiempo con la cabeza gacha y el rostro oculto tras una cortina de cabellos negros, de modo que resultaba imposible ver la expresión de su cara, lo que daba una sensación de indiferencia o, aún peor, de falsedad.
– ¿Por qué tenía lástima de Amy?
– Le conté que su padre la maltrataba.
– ¿Y era verdad?
Laura se encogió ligeramente de hombros.
– Depende de lo que se entienda por malos tratos.
– ¿Y qué entiende usted, Laura?
– Ejercer el poder sin amor.
– ¿Como cuando alguien intimida a otra persona?
– Sí.
– Que es de lo que ha acusado usted a Kimberley.
Laura vaciló antes de contestar, como si temiera una trampa.
– Sí -asintió-. Ella y Martin son tal para cual.
– ¿En qué sentido?
– La gente inepta necesita dominar.
Tyler recordó sus primeras impresiones de Martin Rogerson cuando el hombre abrió la puerta en mangas de camisa y le tendió la mano con un gesto cordial. Los policías estaban acostumbrados a que la gente se asustara o se diera a la fuga cuando sacaban la placa -todo el mundo tenía algo que temer o de lo que sentirse culpable-, pero Rogerson no reaccionó de ninguna de las dos formas. Con veinticinco años más que su mujer -debía de tener cincuenta y muchos-, era un abogado campechano y seguro de sí mismo, de trato fácil y apretón de manos firme. Desde luego, no daba la impresión de ser el tirano inepto que su esposa estaba describiendo.
– ¿Cómo intimidaba Martin a Amy?
– Usted no lo entendería.
– Póngame a prueba.
Otro instante de vacilación.
– La hacía mendigar afecto -explicó ella-, así que Amy creía que su amor valía más que el mío.
Era una respuesta tan insólita que Tyler la creyó. Recordaba haber visto cómo un perro maltratado se arrastraba con la barriga por el suelo hacia el chico que lo estaba azotando; recordaba también que al interponerse él el animal lo mordió.
– ¿Y rechazaba el suyo? -aventuró Tyler.
Laura no contestó.
El detective destapó la trampa sin demasiado entusiasmo.
– Si sabía que Kimberley la intimidaba, ¿por qué dejaba a Amy con ella? -inquirió.
Laura empezó a trazar círculos en el suelo con la punta de un dedo. Círculos separados el uno del otro. Cada uno con su contenido. Tyler se preguntó qué representarían. ¿A Martin? ¿A ella misma? ¿A Amy? ¿Distancia?
– He estado ahorrando para la entrada de un piso -respondió Laura con voz temblorosa-. Es nuestra única salida… Amy lo desea tanto como yo. -Laura abrió el otro puño y dejó ver un pañuelo de papel empapado que apretó contra sus ojos-. No paraba de prometerme que Kimberley era diferente cuando se quedaban solos. Yo sabía que mentía… pero de verdad creía que lo peor que ocurría era que se pasaba todo el día sola sentada en su habitación. Y eso no me parecía tan malo… no después de… -De repente dejó de hablar, e hizo desaparecer de nuevo el pañuelo entre sus dedos como si se tratara de una prenda de ropa sucia que hubiera que ocultar.
– ¿No después de qué?
Laura tardó un rato en responder y Tyler tuvo la sensación de que estaba inventándose una explicación.
– De la vida -contestó Laura con tono cansino-. No ha sido fácil para ninguna de las dos.
Tyler se dedicó por un instante a observar la cabeza inclinada de Laura, antes de consultar las notas que tenía encima de la mesa.
– Según su marido, hace nueve meses que usted y Amy dejaron de vivir con él. Dice que usted lo abandonó por un hombre llamado Edward Townsend, y por lo que él sabía todavía seguían viviendo con él.
– Miente -dijo Laura sin rodeos-. Sabe que Eddy y yo nos separamos.
– ¿Qué razón tendría para mentir?
– Es abogado.
– Eso no es precisamente una respuesta, Laura.
Laura obvió el comentario del detective con un gesto.
– En teoría yo debía informarle de nuestra situación en caso de que cambiara… pero no lo hice. Es una cuestión técnica. Martin puede alegar que, puesto que no se enteró por mí, actué en contra de los intereses de Amy al no revelar dicha información.
– ¿Y quién se lo habría dicho?
– Eddy. Martin sigue siendo su abogado. Habla con él más de lo que ha hablado conmigo en toda su vida. -Soltó una risita amarga-. Martin es el asesor legal de la empresa de Eddy. Se pasan el día hablando por teléfono.
Tyler pasó por alto la cuestión de momento. Hacía tiempo que las veleidades de la naturaleza humana habían dejado de sorprenderle. De haber estado en el lugar de Rogerson, habría volado los sesos al otro hombre, suponiendo que aún quedara algo de pasión en la relación.
– ¿Por qué no comunicó a Martin que había dejado a Eddy?
– Intentaba proteger a Amy.
Era una frase extrema, pensó Tyler.
– ¿Existe algún otro abuso del que no me haya hablado?
– No.
Tyler dejó que se hiciera el silencio mientras consultaba de nuevo sus notas. Se trataba de una negativa resuelta y el detective se preguntó si Laura se habría preparado para la pregunta. Esperaba una respuesta más cargada de sorpresa, en la que se apresurara a explicar lo inverosímil de la insinuación. Al oír aquel «no» rotundo le surgieron dudas, sobre todo porque el marido de Laura había reaccionado con mucha ira ante una pregunta similar.
El inspector recorrió de arriba abajo con el dedo las líneas escritas en la página.
– Según su marido, el señor Townsend se encuentra de vacaciones en estos momentos. Se ha ido a Mallorca con una amiga. -Tyler alzó la vista pero Laura ni se inmutó-. Townsend es cliente de su marido desde hace más de diez años -prosiguió Tyler-. Un promotor inmobiliario. Él y su mujer se divorciaron hace dos años. Poco después usted empezó a tener relaciones con él y se mudó a su casa en octubre del año pasado. Townsend vive en Southampton. Su marido aceptó que usted se quedara con la custodia de Amy mientras viviera con Townsend. Su única condición era que si la relación fracasaba usted le entregaría a Amy hasta que el asunto de su divorcio se solucionara. Él dice que usted devolvía los cheques de la pensión alimenticia mientras estaba con Townsend y que no estaba en situación de poder mantener a Amy por sí sola. ¿Es eso cierto?
Laura alzó la mano en un leve gesto de protesta.
– Martin nunca ha sido demasiado… -se interrumpió para buscar la palabra- «razonable».
– Usted se acostaba con su amigo. No era precisamente como para que se alegrara.
– No esperaba que lo hiciera -se limitó a decir Laura.
– ¿Y qué ocurrió entonces?
– La historia con Eddy no funcionó, así que nos vinimos aquí.
– ¿Hay alguna razón para que no funcionara?
Laura se toqueteó el pelo que le caía sobre la cara.
– Nunca tuvo mucho futuro. Queríamos cosas distintas de la relación.
– ¿Qué quería usted?
– Una huida -dijo simplemente Laura.
– ¿Por qué devolvía los cheques de la pensión alimenticia?
– No habría sido una huida.
– ¿Y qué quería Eddy?
– Sexo.
– ¿Es eso lo que quiere Gregory?
– Sí.
– Qué rápida es usted -señaló Tyler con tono gentil-. Un día está con un promotor de Southampton y al día siguiente con un conductor de autobús de Portisfield. ¿Cómo fue eso exactamente?
– Nos alojamos en un hotel durante cinco semanas.
– ¿Por qué?
– Era anónimo.
– ¿Se escondía de Martin?
Laura se encogió de hombros.
– ¿Porque se habría llevado a Amy?
– Sí.
– ¿Quién pagaba el hotel?
– Lo pagaba de mis ahorros. -Laura hizo una pausa-. No podía trabajar porque no tenía con quién dejarla, y se nos estaba acabando el dinero. Por eso necesitaba a otra persona.
Tyler echó un vistazo a la cocina.
– ¿Por qué otro hombre? ¿Por qué no solicitó una vivienda de protección oficial y buscó a alguien que cuidara de Amy?
Laura se puso a trazar círculos de nuevo.
– No podía arriesgarme a que Amy le hablara al funcionario de vivienda de su padre. Me la habrían quitado si hubieran sabido que Amy tenía alguien más con quien vivir. -Sus labios esbozaron una leve sonrisa-. De todos modos, Martin es un esnob. Yo sabía que nunca vendría a buscarnos aquí. No se le habría pasado por la cabeza que yo pudiera estar dispuesta a vivir en una casa de protección oficial y trabajar en un supermercado con tal de librarme de él.
– ¿Qué opina Amy al respecto?
Incluso su hija sabe que se acuesta con él solo para tener un techo bajo el que dormir… '
– No lo sé. Nunca se lo he preguntado.
– ¿Por qué no?
– Usted ya ha visto la casa de Martin. -Laura le lanzó una rápida mirada escrutadora-. ¿Cuál habría elegido usted si fuera una niña de diez años?
Rogerson había hecho la misma pregunta después de enterarse del paradero de Amy en los últimos dos meses.
– En la de su marido, por supuesto, pero si eso es lo que quiere la niña debería tener la oportunidad de elegir. Tiene los mismos derechos que usted, Laura, y ser una prisionera de guerra entre sus padres no es uno de ellos.
– Si fuera una prisionera -replicó ella rápidamente-, estaría encerrada en su habitación, sana y salva, y usted y yo no estaríamos teniendo esta conversación.
– No es eso lo que quería decir, Laura.
– Sé lo que quería decir -murmuró ella, y subió el volumen de la radio para no oír la voz del inspector-. Pero está hablando por boca de Martin, así que quizá debería preguntarle a él qué es lo que él quiere decir.
«… doscientas personas de la zona se sumaron a la policía durante la noche en las labores de búsqueda por los parajes de los alrededores…»
«… la policía cree que Amy podría haberse dirigido a casa de su padre, en Bournemouth…»
«… están pidiendo a los propietarios de las casas del sur que miren en cobertizos, garajes, frigoríficos abandonados, casas en ruinas… sin perder la esperanza de que Amy haya podido quedarse dormida…»
«… el portavoz de la Asociación Nacional de Protección a la Infancia ha declarado que, si bien la desaparición de un menor supone una tragedia terrible, la opinión pública debería recordar que cada semana mueren dos niños por malos tratos y negligencia en sus propios hogares…»
«… el portavoz de la policía confirmó que habían visitado a todos los pederastas fichados de Hampshire en las ocho horas siguientes a la desaparición de Amy…»
«… ninguna pista…»