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Me estrechó la mano.

– Y bien -me dijo-, ya es usted dueño de sí mismo; ya está usted nombrado oficialmente, bajo mi responsabilidad.

Llevó su amabilidad hasta conducirme a la puerta. ¡Qué lejana me parecía ésta! Andaba como un hombre encadenado. No obstante, por fin llegamos a ella. La abrí como si obrase en sueños. En el último momento, la camaradería de la profesión lo dominó todo, más fuerte que cualquier diferencia de edad y rango. Lo dominó todo en la voz del capitán Ellis.

– Adiós… y buena suerte -me dijo, tan cordialmente que sólo pude contestarle con una mirada de gratitud.

Di entonces media vuelta y salí, para no volver a verlo nunca más en mi vida. No había dado tres pasos por la oficina de los empleados cuando oí a mis espaldas una voz ruda, fuerte e imperiosa, la voz de nuestro vice-Neptuno dirigiéndose al jefe de servicio, quien, después de introducirme, había permanecido evidentemente en las cercanías.

– Señor R. -dijo-, ordene que tengan preparada la chalupa para conducir al capitán a bordo del Melita, esta noche, a las nueve y media.

– Bien, capitán -respondió R., y el acento estupefacto de su voz me asombró. Luego me condujo apresuradamente hasta el rellano de la escalera. Todavía llevaba yo mi nueva dignidad tan ligeramente que no sospeché que era yo, el capitán, el objeto de esta última amabilidad. Hubiérase dicho que, de repente, me había brotado un par de alas en la espalda. Apenas si rozaba el encerado suelo.

Pero R. estaba impresionado.

– ¡Diantre! -exclamó una vez que llegamos al descanso. La tripulación malaya de la chalupa miraba, petrificada, al hombre por quien tenían que estar tanto tiempo de servicio, lejos de sus juegos, de sus amiguitas o de sus simples alegrías domésticas-. ¡Diantre! ¡Su propia chalupa! ¿Qué le ha hecho usted, si puede saberse?

Su mirada estaba llena de respetuosa curiosidad. Yo, por mi parte, me sentí muy confuso.

– ¿Era para mí? Ni siquiera lo sospechaba -balbucí.

R. meneó la cabeza largo rato.

– Sí, y la última persona por quien se ha hecho tanto como por usted era un duque. Sí, señor. Probablemente esperaba verme caer desmayado, pero yo tenía demasiada prisa para entregarme a excesos emocionales. Mis sentimientos se hallaban arrastrados por un torbellino tal, que esa estupefaciente revelación no pareció introducir en ellos cambio alguno, limitándose a caer en mi cerebro en ebullición y yendo conmigo a la deriva, después de que me hube despedido de R., breve pero efusivamente.

El favor de los poderosos pone una aureola en torno del afortunado objeto de su elección. Aquel excelente hombre me preguntó si podía serme útil. Sólo me conocía de vista y sabía muy bien que nunca volvería a verme. Como todos los marinos del puerto, yo sólo era un pretexto para escrituras oficiales, para fórmulas llenadas con toda la artificial superioridad que un hombre de pluma y tinta conserva sobre aquellos que tienen que luchar con realidades, fuera de los muros sacrosantos de un edificio oficial.

¡Qué fantasmas debíamos de ser nosotros para él! Simples símbolos, con los cuales se jugaba en los libros y en los pesados registros: entidades sin cerebro, sin músculos, sin inquietudes, casi sin utilidad, y, desde luego, de una clase muy inferior.

Y he aquí que ese hombre, después de sus horas de oficina, me preguntaba si podía serme útil en algo.

A decir verdad, habría debido sentirme conmovido hasta las lágrimas, pero ni siquiera se me ocurrió pensarlo. Aquello no era sino un milagro más en tan milagrosa jornada. Me separé de él como si también él hubiese sido un simple símbolo. Floté hasta el pie de la escalera. Salí flotando por la imponente puerta oficial. Y flotando seguí mi camino.

Empleo esta palabra, prefiriéndola al término «volar», porque tengo la clarísima impresión de que, por muy exaltado que me hallase por los transportes de mi juventud, no por ello mis movimientos eran menos deliberados. A toda aquella abigarrada humanidad, blanca, negra y amarilla, que se ocupaba de sus asuntos, debí hacerle el efecto de un hombre que anda con relativo sosiego. Ninguna abstracción habría podido igualar mi total desapego de las formas y colores de este mundo. En cierto modo, era absoluto.

Y, sin embargo, de repente, reconocí a Hamilton. Lo reconocí sin esfuerzo, sin sobresalto, sin sorpresa. Sí, era él, dirigiéndose tranquilamente hacia la Oficina del Puerto, con toda su rígida y arrogante dignidad. Su rostro rubicundo lo delataba de lejos. Parecía llamear desde la otra acera, desde la parte en sombra de la calle.

También él me había visto. No sé qué impulso inconsciente exuberancia, sin duda-, me hizo agitar la mano en un saludo claramente dirigido a él. Esa falta de tacto se me escapó aun antes de haberme creído capaz de cometerla. La enormidad de mi descaro lo hizo detenerse en seco, como herido por una bala. A decir verdad, hasta creo que tropezó, aunque sin caer por ello; al menos, no me di cuenta de lo contrario. En un momento, lo dejé atrás, y ya no volví la cabeza. Había olvidado su existencia.

Los diez minutos que siguieron, lo mismo habrían podido ser diez segundos que diez siglos, a juzgar por la falta de conciencia que tuve de ellos. Los transeúntes podrían haber caído muertos en torno a mí, desplomarse las casas, tronar los cañones, sin que me percatase de nada. Iba pensando: «¡Caramba! ¡Ya lo tengo!» Es decir, el mando. Y logrado de una manera que nunca, en mis modestos ensueños, había previsto.

Comprendí que mi imaginación sólo había seguido hasta entonces rumbos convencionales y que mis esperanzas siempre habían estado demasiado apegadas a la tierra. Yo había considerado el mando de capitán como el resultado de una lenta promoción al servicio de una compañía respetable, la recompensa de largos y leales servicios. Aunque, en realidad, no hay por qué hablar de servicios leales, pues éstos se hacen por amor propio, por amor a un barco, por amor a la vida que se ha elegido, y no pensando en una recompensa.

En la noción de recompensa hay siempre algo desagradable.

Pero, en fin, el caso es que ya tenía aquel mando, allí mismo, en mi bolsillo, de manera innegable, aunque completamente inesperada; eso rebasaba mi imaginación y mis previsiones más razonables; y ello, por si fuera poco, a pesar de no sé qué oscura intriga urdida para privarme de él. Verdad es que la intriga había sido bastante mezquina, pero, no obstante, contribuía a esa impresión de maravilla, como si diese a entender que yo había sido destinado especialmente para aquel barco desconocido por un poder superior a todos los prosaicos agentes del mundo comercial.

Un extraño sentimiento de alegría comenzó a apoderarse de mí. Si hubiese trabajado diez años para obtener aquel mando, sin duda no habría experimentado, al lograrlo, nada semejante. Sentía hasta un leve temor.

– Calma, calma -me dije en voz alta a mí mismo.

El infortunado administrador parecía esperarme ante la puerta del Hogar de los Oficiales. Había allí una ancha escalinata de pocos peldaños, en lo alto de la cual el administrador se paseaba de un lado a otro, como si estuviese sujeto por una cadena. Parecía un perro abandonado. Hubiérase dicho que tenía la garganta demasiado seca para ladrar.

Debo confesar que me detuve antes de entrar. En mi carácter acababa de operarse una revolución. El administrador esperaba, boquiabierto, conteniendo la respiración, mientras yo lo miraba fijamente durante medio minuto. -¿Conque se figuraba usted que me lo iba a birlar sin más ni más? -le pregunté, al fin, con tono sardónico.

– Usted había dicho que regresaba a Europa-dijo, con un chillido lastimero-. Usted lo dijo. ¡Usted lo dijo…!

– Veremos lo que dirá el capitán Ellis de semejante excusa-repuse lentamente, con aire siniestro.

Su mandíbula inferior no había dejado de temblar y su voz se asemejaba al balido de una cabra enferma.

– ¿Me ha denunciado usted…? ¡Usted me ha perdido!…

Ni su angustia ni el absurdo aspecto que presentaba lograron desarmarme. Era aquélla la primera vez que trataban de perjudicarme voluntariamente o, al menos, la primera que me daba cuenta de ello. Y todavía era yo muy joven, todavía me hallaba de este lado de la línea de sombra para no sorprenderme e indignarme.

Lo miré con expresión inflexible. Era preciso dejar a aquel bribón temblando de miedo. Se golpeó la frente, mientras yo entraba en el edificio, perseguido hasta el comedor por sus lamentaciones:

– Bien decía yo que usted sería la causa de mi muerte…

No solamente me alcanzaron esos lamentos, sino que resonaron hasta en la galería, haciendo salir de ella al capitán Giles.

Le vi ante mí, sobre el umbral de la puerta, en toda la vulgar solidez de su cordura. La cadena de oro brillaba sobre su pecho. Su mano blandía la pipa encendida.

Le tendí la mano calurosamente, y, no sin cierta sorpresa, terminó por contestar a mi gesto con bastante cordialidad, y con la leve sonrisa de una sapiencia superior, que, como un cuchillo, cortó mis demostraciones de gratitud. Creo que ya no logré articular una palabra más. Además, a juzgar por el calor de mi rostro, me había ruborizado como si acabara de cometer una mala acción. Adoptando un aire de indiferencia, le pregunté entonces cómo demonios había hecho para descubrir el pequeño complot que tan secretamente se había tramado.

Con tono de complacencia murmuró que apenas sucedía nada en la ciudad de cuyas interioridades no estuviese él enterado. Y en cuanto

al Hogar, desde hacía diez años se alojaba en él de vez en cuando. Nada de lo que pasaba en él podía escapara su gran experiencia. Aquello no le había costado ningún trabajo. Absolutamente ninguno.

Luego, con su gruesa y plácida voz, expresó su deseo de saber si me había quejado oficialmente de la actitud del administrador.

Le contesté que no, a pesar de que no me había faltado ocasión para hacerlo, ya que el capitán Ellis había comenzado por echarme una reprimenda de la manera más ridícula por no haberme encontrado en el Hogar cuando tenía necesidad de mí.

– Es un viejo divertido -me interrumpió el capitán Giles-. ¿Y qué le respondió usted?

– Le dije, sencillamente, que en cuanto me enteré de su mensaje me había presentado en la Oficina. Nada más. No tenía intención de perjudicar al administrador. No vale la pena hacer daño a un individuo semejante. No, no me quejé, pero creo que él está persuadido de lo contrario. Dejémosle que lo crea. Saldrá ganando un susto, que no olvidará tan pronto, pues de un puntapié el capitán Ellis sería capaz de enviarlo al centro de Asia…

– Espéreme un momento -dijo el capitán Giles, alejándose bruscamente.

Tomé asiento. Me sentía extenuado, con la cabeza pesada. Apenas había tenido tiempo para reunir mis ideas, cuando ya regresaba el capitán Giles, excusándose por la ausencia y murmurando que había querido ir a tranquilizar a aquel individuo.

Le miré, sorprendido. Aunque, en el fondo, aquello me daba igual.-Me explicó que había encontrado al administrador tendido boca abajo sobre el canapé. Ahora, ya estaba tranquilo.

– No se hubiera muerto de miedo -dije con desprecio.

– No, pero habría podido tomarse una dosis demasiado alta de uno de esos frasquitos que guarda en su habitación -respondió el capitán gravemente-. Ya una vez, hace dos años, ese imbécil trató de envenenarse.

– ¿De veras? -pregunté con frialdad-. En todo caso, su existencia no creo que sea muy preciosa.

– Lo mismo podría decirse de muchas otras.

– ¡No exagere! -protesté, riendo con nerviosismo-. Pero ahora me pregunto sinceramente qué sería de esta parte del mundo, capitán Giles, si usted le retirase su protección. En sólo una tarde me ha procurado usted un mando y ha salvado la vida del administrador. Lo que no acabo de comprender es que haya podido usted manifestar tanto interés por uno y otro al mismo tiempo.

El capitán Giles permaneció un momento silencioso. Luego, repuso gravemente:

– En el fondo, no es un mal administrador. En todo caso, sabe encontrar un buen cocinero. Y, lo que vale más, es capaz de conservarlo. Recuerdo los cocineros que teníamos aquí antes de su llegada…

Debí de hacer un movimiento de impaciencia, pues Giles se detuvo, excusándose de entretenerme con su charla cuando lo más probable era que careciese de tiempo suficiente para hacer mis preparativos.

Lo que en realidad necesitaba yo era estar a solas un momento. Así pues, me apresuré a aprovechar la ocasión. Mi alcoba, situada en un ala aparentemente inhabitada de la casa, era un refugio tranquilo. No teniendo nada que hacer, ya que no había desembalado mis cosas al llegar, me senté sobre el lecho y me abandoné a las influencias del momento. A las influencias inesperadas…

Ante todo, me sorprendió mi estado de ánimo ¿Por qué no estaba más sorprendido? ¿Por qué? En un abrir y cerrar de ojos me veía investido de un mando, y no de acuerdo con el curso habitual de las cosas, sino como por arte de magia. Realmente, debería estar mudo de asombro. Pues no. Me asemejaba a esos personajes de los cuentos de hadas, a los que nada sorprende nunca. Cuando de una calabaza brota una carroza de gala perfectamente equipada para conducirla al baile, Cenicienta no se maravilla, sino que sube muy tranquila a la carroza y parte hacia su magnífico destino.

El capitán Ellis -especie de hada feroz- había sacado del cajón de su escritorio un nombramiento de capitán casi tan milagrosamente como en un cuento de hadas. Pero un mando es una idea abstracta, y sólo me pareció una maravilla de segundo orden, hasta que hube entrevisto como en un relámpago que implicaba la existencia concreta de un barco.

¡Un barco! ¡Mi barco! Aquel barco era mío; la posesión y custodia de él me pertenecía más absolutamente que ninguna otra cosa en el mundo; él iba a ser el objeto de mi responsabilidad y devoción; me esperaba allá lejos, encadenado por un sortilegio, incapaz de moverse, de vivir, de recorrer el mundo hasta que yo no hubiese llegado -semejante a una princesa encantada-. Su llamamiento me había venido del cielo, en cierto modo. Yo jamás había sospechado su existencia; ignoraba su aspecto; apenas había oído su nombre y, sin embargo, he aquí que estábamos ya indisolublemente unidos para una cierta porción de nuestro futuro, destinados a hundirnos o a navegar juntos.

Una pasión súbita, hecha de ávida impaciencia, corrió de repente por mis venas y despertó en mí una sensación de vida intensa que hasta entonces había ignorado y que no he vuelto a experimentar después.

Entonces descubrí hasta qué punto era yo marino de corazón, de pensamiento y, por así decirlo, físicamente; un hombre que sólo se interesaba por el mar y los barcos: el mar, el único mundo que contaba, y los barcos, piedra de toque de la virilidad, del temperamento, del valor y la fidelidad… y del amor.

Fue un momento delicioso; un momento único. Me puse de pie en un salto y durante un largo rato caminé arriba y abajo por la habitación. No obstante, cuando pasé al comedor, ya había recobrado el dominio de mí mismo. Una 'completa inapetencia era la única huella que quedaba de mi agitación.

Tras declarar mi intención de trasladarme a pie al muelle, en vez de hacerlo en coche, el desgraciado administrador -preciso es reconocerlo- dio pruebas de gran actividad, buscando a los culis que debían transportar mi equipaje. Partieron al fin, llevando todo lo que me pertenecía -a excepción de un poco de dinero que llevaba en el bolsillo- colgado de una larga pértiga. El capitán Giles se ofreció a acompañarme.

Seguimos el umbroso paseo de árboles que atravesaba la explanada. Bajo los árboles, reinaba una frescura relativa. El capitán Giles se echó a reír y declaró:

– Conozco a alguien que se alegrará de no volver a verlo.

Adiviné que se refería al administrador. Hasta el último momento, el divertido hombrecillo me había mostrado un rostro malhumorado y temeroso. Expresé a mi compañero la sorpresa que me causaba el que aquel individuo hubiese querido jugarme una tan mala pasada sin razón alguna.

– ¿Acaso no comprende usted que lo que él deseaba era desembarazarse de nuestro amigo Hamilton, haciéndole obtener el puesto en su lugar? De ese modo se habría desembarazado de él para siempre, ¿comprende usted?

– ¡Cielos! -exclamé, sintiéndome ligeramente humillado-. ¿Es posible? ¡Se necesita estar loco! ¡Ese holgazán arrogante y descarado! En la vida habría conseguido… Y, no obstante, sí, casi lo había logrado, pues, al fin y al cabo, la Oficina del Puerto tenía que enviar a alguien.

– Cierto. Hasta un imbécil como nuestro administrador puede tornarse peligroso a veces -declaró sentencioso el capitán Giles-. Y precisamente porque es un imbécil -agregó, desarrollando complaciente su pensamiento en voz baja. Luego, a manera de demostración, continuó-: Pues nadie que tenga sentido común quiere arriesgarse a perder el único empleo que puede salvarlo de la miseria, por el simple placer de evitar una contrariedad, una pequeña molestia. ¿No es cierto?

– Sin duda -respondí, conteniendo la risa que me producía la manera misteriosa y a la vez vaga con que me revelaba las conclusiones de su sabiduría, como si éstas fuesen el fruto de operaciones ilícitas-. Pero ese individuo me parece realmente un poco chiflado. A la fuerza tiene que serlo.

– ¡Desde luego! Y yo creo que todos lo somos un poco aquí abajo -declaró con tranquilidad.

– ¿No hace usted excepciones? -pregunté, deseoso de conocer su opinión.

Permaneció en silencio un buen rato y luego, volviendo bruscamente en sí, declaró:

– ¿Por qué había de hacerlas? Lo mismo dice Kent de usted.

– ¿De veras? -exclamé, y de pronto me sentí lleno de amargura contra mi antiguo capitán-. Pues no dice eso en el certificado de su puño y letra que llevo en el bolsillo. ¿Le ha dado a usted algún ejemplo de mi extravagancia? Con tono conciliador, el capitán Giles me explicó que aquello no pasaba de ser una observación amistosa, a propósito de la manera brusca con que había abandonado yo, sin razón aparente, su barco.

Al oírlo, no pude por menos de gruñir.

– ¡Ah!…, abandonado su barco… -Y apreté el paso.

El capitán Giles se mantuvo a mi lado, en medio de la profunda oscuridad de la avenida, como si su conciencia le impusiese el deber de

desembarazar a la colonia de un personaje indeseable. Jadeaba levemente, lo que le daba cierto patetismo. Pero yo no me sentía conmovido. Por el contrario, encontraba en ello una especie de placer malévolo.

No obstante, aminoré la marcha, casi hasta detenerme, y exclamé:

– Lo que yo deseaba ante todo era encontrar algo nuevo. Sentía que ya era tiempo. ¿Es ésta una prueba de extravagancia?

Giles no contestó. Salimos de la avenida. Sobre el puente que atravesaba el canal, una forma oscura iba y venía como si esperase algo o a alguien.

Era un policía malayo, descalzo y con uniforme azul. La luz de un reverbero hacía brillar tenuemente el galón de plata de su gorra. Tímidamente, miró hacia nosotros.

Antes de que hubiésemos llegado a su altura, dio media vuelta y nos precedió en dirección al muelle, del que apenas nos separaba un centenar

de metros. Cuando llegamos allí, encontré a mis culis en cuclillas. Habían conservado la pértiga sobre los hombros, y todo lo que me pertenecía, colgado aún de la pértiga, yacía por tierra, entre ellos. En el muelle no había absolutamente nadie, a excepción del agente de policía, que nos saludó.

Según parece, había detenido a los culis por parecerle sospechosos y les había prohibido el acceso al muelle; pero, a una señal mía se apresuró a levantar el veto. Los dos impasibles individuos, después de levantarse al mismo tiempo y lanzando un débil gemido, comenzaron a trotar sobre las planchas, mientras yo me preparaba para despedirme del capitán Giles, que permanecía inmóvil, como un hombre cuya misión toca a su fin. Preciso era confesar que la había cumplido bien. Y mientras yo buscaba una frase de circunstancias, he aquí que se me adelantó, diciéndome:

– Me temo que no van a faltarle los embrollos y las preocupaciones…

Le pregunté qué le hacía pensar eso, y contestó que su experiencia del mundo en general: un barco alejado durante tanto tiempo de su puerto, la imposibilidad de comunicar por telégrafo con la compañía, y muerto y enterrado el único hombre que podía explicar las cosas…

– Y además, usted, novato en estos asuntos -declaró, con tono que no admitía réplica y a manera de conclusión.

– No insista-le dije-. Lo sé de sobra. Antes de mi marcha habría deseado recibir de usted siquiera una pequeña dosis de su experiencia. Pero como esto no puede hacerse en diez minutos, no vale la pena pedírselo. Además, la chalupa está esperándome. Pero la verdad es que no me sentiré realmente tranquilo hasta encontrarme con mi barco en pleno océano índico.

Evasivamente, observó el capitán Giles que de Bangkok al océano índico había una buena distancia, y al murmullo de su voz, como a la débil luz de una linterna sorda, entreví por un instante un largo cinturón de islas y arrecifes extendiéndose entre aquel barco desconocido que era mío y la libertad de las grandes aguas del globo.

No obstante, no experimentaba la menor aprensión. En aquel tiempo estaba yo bastante familiarizado con el Archipiélago. Un extremo cuidado y una paciencia extrema me guiarían a través de aquella región de tierras anfractuosas, de brisas débiles, de aguas muertas, hasta el momento en que sentiría por fin balancearse mi barco en alta mar e inclinarse bajo el soplo poderoso de los vientos, que le darían el sentimiento de una vida más vasta y más intensa. La ruta sería larga. Todas las rutas que conducen al objeto de nuestro deseo lo son; pero yo podía seguir esta ruta con el pensamiento, sobre el mapa, profesionalmente, con todas sus dificultades y complicaciones. De todos modos, era una cosa bastante sencilla. Se es marino o no se es. Y yo estaba seguro de serlo.

El golfo de Siam era la única parte del trayecto desconocida para mí. Así se lo declaré al capitán Giles, pero no porque me inquietase gran cosa. El golfo pertenecía a aquella misma región cuya naturaleza conocía yo, cuya alma me parecía haber penetrado durante los últimos tiempos de aquella existencia con la que rompía ahora de manera tan súbita.

– El golfo… ¡Ah!, sí, un rincón de mar muy divertido -declaró el capitán Giles. Divertido, en aquel caso, era una palabra vaga. La frase parecía expresar la opinión de una persona que tuviese sus razones para maldecir aquella región.

No pude profundizar la naturaleza de su comentario. Además, no tenía tiempo para ello. Aun así, en el último momento y por iniciativa propia, el capitán Giles me dio este consejo:

– Pase lo que pase, manténgase siempre al Este del golfo. Los parajes del Oeste son peligrosos en esta época del año. No se deje usted sorprender allí. Podría costarle un disgusto.

Aunque me fuera difícil imaginar qué demonio podría impulsarme a conducir mi barco al centro de las corrientes y los arrecifes de la costa malaya, le di las gracias por su consejo.

Calurosamente, estrechó la mano que yo le tendía, y nuestras relaciones terminaron bruscamente con estas palabras:

– Buenas noches.

Esto fue todo lo que supo decir: «Buenas noches.» Nada más. No sé lo que yo mismo tenía intención de decirle, pero en todo caso la sorpresa me obligó a tragarme mis propias palabras. Atragantándome ligeramente con una especie de premura nerviosa, exclamé:

– ¡Buenas noches, capitán Giles, buenas noches!

Sus movimientos siempre eran lentos, pero ya se iba esfumando su silueta a lo lejos antes de que yo consiguiese dominarme lo bastante para imitar su ejemplo y dar media vuelta en dirección al muelle.

Mis movimientos, en cambio, nada tuvieron de lentos. Precipitándome por los peldaños de la escalinata, salté a la chalupa. Aún no había llegado a la cabina cuando la ligera embarcación se apartó del muelle con el repentino girar de su hélice y el resoplido duro y entrecortado del tubo de escape, cuyo embudo de cobre brillaba débilmente.

El único ruido que podía oírse era el sordo rumor del remolino que se formaba a la popa de la embarcación. La ribera se hallaba sumida en el silencio del más profundo reposo. Yo miraba desaparecer la ciudad, tranquila y silenciosa, en medio de la noche cálida, hasta que una brusca llamada: «¡Eh, la chalupa!», me hizo volver la cabeza hacia proa. Estábamos junto a un blanco vapor fantasmal. En el puente, y a través de las redondas portillas, brillaban luces. Y la misma voz gritó: -¿Es nuestro pasajero?

– Sí -respondí a voz en cuello. Evidentemente, la tripulación estaba alerta. Yo oía a los hombres correr en todos sentidos. El moderno espíritu de precipitación se manifestó en las órdenes:

– ¡Virad sobre la cadena! ¡Arriad la escala! Y también en la urgente petición que se me hacía:

– Pronto, capitán. A causa de usted tenemos un retraso de tres horas… Debíamos zarpar a las siete, ¿lo sabía?

– No, no sabía nada -contesté.

El espíritu de la precipitación moderna se hallaba encarnado en un hombre flaco, de brazos y piernas largos y barba gris recortada con cuidado. Su mano delgada estaba caliente y seca. Con tono febril, declaró:

– Aunque me ahorcasen, no habría esperado cinco minutos más, así se tratara del jefe del puerto…

– Allá usted -le dije-; no fui yo quien le pidió que me esperase.

– Espero que no contará usted con cenar aquí -declaró bruscamente-. Esto no es un hotel flotante. Es usted el primer pasajero que tengo en mi vida, y espero que también sea el último.

Dejé sin respuesta tan hospitalaria comunicación y, de seguro, tampoco él esperaba que le contestase, pues se precipitó hacia el puente para aparejar.

Durante los cuatro días que me tuvo a bordo no cejó en esta actitud hostil. Puesto que su barco se había retrasado tres horas por mi causa, no me perdonaba que no fuese un personaje más importante. No lo confesaba abiertamente, pero este sentimiento de malhumorado asombro se traslucía constantemente en sus palabras.

También era éste un hombre de mucha experiencia, y le gustaba hacer ostentación de ella, pero no podría imaginarse contraste más grande que el que ofrecía con el capitán Giles. Esto me habría divertido, si hubiera necesitado divertirme. Pero no tenía la menor necesidad de diversiones. Me sentía como el enamorado que espera la hora de una cita. La hostilidad humana me era indiferente. Pensaba en mi barco desconocido, y en este pensamiento había de sobra para divertirme, atormentarme y absorberme.

Mi anfitrión era lo bastante perspicaz para comprender mi estado de ánimo. Comenzó, pues, a burlarse de mis preocupaciones, empleando esa manera que ciertos viejos cínicos y malhumorados adoptan con respecto a los sueños e ilusiones de los jóvenes. Aunque sabía que casi todos los meses arribaba a Bangkok y que, por lo tanto, debía conocerlo de vista, me guardé muy bien de interrogarle sobre el aspecto de mi barco. No quería exponer el barco, mi barco, a una descripción desdeñosa.

Aquel capitán era el primer hombre verdaderamente antipático que había encontrado en mi vida. Sin siquiera sospecharlo ¡no!, no lo sospechaba- mi educación distaba de haber terminado.

Sólo sabía que no le era agradable y que sentía cierto desprecio por mi persona. ¿Por qué? Al parecer porque su barco se había retrasado tres horas por mi causa. ¿Quién era yo, al fin y al cabo, para que se me hiciese semejante merced? Jamás habían hecho cosa parecida por él. Era una especie de celosa indignación lo que sentía.

Mi expectación, mezclada de ansiedad, se exasperaba por momentos. ¡Qué largos me parecieron los días de aquella travesía y, no obstante, cuán pronto pasaron! Una mañana, muy temprano, franqueamos la barra y, mientras el sol se levantaba magnífico sobre las llanuras ribereñas, remontamos las innumerables curvas del río y, después de pasar bajo la sombra de la gran pagoda dorada, alcanzamos los arrabales de la ciudad.

Ante mí se extendía, sobre las dos riberas, aquella capital oriental que aún no había sufrido la conquista de los blancos; una sucesión de casas oscuras, hechas de bambú, de esterillas, de hojas, toda una arquitectura vegetal brotaba de la tierra oscura, sobre las orillas del río cenagoso. Asombraba el pensar que en aquellos millares de habitaciones humanas no había entrado sin duda más de media docena de libras de clavos. Algunas de aquellas casas, hechas de ramas y de hierbas, como los nidos de una especie acuática, se adherían a las riberas bajas. Otras, parecían haber surgido del agua misma, y las había también que flotaban en largas filas, ancladas en medio del mismo río. Aquí y allá, dominando la masa tupida de techos oscuros y bajos, se levantaban grandes edificios de cal y canto, el palacio del rey, templos suntuosos y deteriorados, que se desmoronaban poco a poco bajo la abrumadora, palpable casi, luz vertical del sol, que parecía penetrar en nuestros pechos cada vez que aspirábamos e infiltrase en nuestros miembros por cada poro de nuestra piel.

Justamente en aquel momento, la ridícula víctima de los celos, no sé por qué razón, mandó parar las máquinas. El vapor derivó lentamente con la corriente. Sin cuidarme de la novedad del paisaje, me paseaba de un lado a otro del puente, presa de una vaga inquietud, mezclando románticas ensoñaciones con una lúcida apreciación de mis propias capacidades. Se acercaba el instante de asumir el mando y de dar mi medida en aquella prueba suprema de mi profesión.

De pronto, me oí llamar por aquel imbécil. Me hacía señas de que subiese a su puente.

Poco me importaban sus llamadas, pero, como parecía tener algo especial que decirme, trepé por la escala.

Una vez junto a él, me puso la mano en el hombro y me hizo girar ligeramente, en tanto que con la otra mano me mostraba algo.

– Allí tiene usted su barco, capitán.

Sentí un golpe en el pecho; uno solo, como si mi corazón hubiese cesado de latir. A lo largo de la ribera estaban amarradas diez o más naves; la que me señalaba mi anfitrión se hallaba medio oculta por su vecina.

– Dentro de un momento estaremos frente a él -añadió.

¿Qué acento tenían sus palabras? ¿Burlón? ¿Amenazador? ¿O, simplemente, indiferente? No podría decirlo. Pero sospechaba alguna malevolencia en aquella súbita manifestación de interés.

Se alejó de mí y, entonces, apoyándome en la baranda del puente, miré por encima de la borda.

No me atrevía a levantar los ojos, pero era preciso hacerlo; sin embargo, por más esfuerzos que hacía, no lograba decidirme. Hasta creo que temblaba.

No obstante, tan pronto como mis ojos se posaron sobre mi barco, todo temor se disipó rápidamente como un mal sueño, con la diferencia de que los sueños no dejan tras de sí ninguna vergüenza y que por un instante me sentí enrojecer, recordando mis injustificadas sospechas.

Sí, él era. La vista de un casco y su aparejo me llenaron de una gran alegría. Aquel sentimiento del vacío de la vida que tanto me había inquietado los meses anteriores, perdió de pronto su amarga razón, su poder nefasto, ahogándose en la corriente de una emoción dichosa.

A la primera ojeada, comprobé que se trataba de un barco de primera clase, una criatura armoniosa por las líneas de su esbelto cuerpo y la altura bien proporcionada de sus mástiles. Cualesquiera que fuesen su edad y su historia, había conservado la marca de su origen. Era uno de aquellos barcos a los que la virtud de su línea y de su construcción preservan de toda vejez. En medio de sus compañeros amarrados a la orilla y todos mayores que él, parecía el producto de una raza superior: como un corcel árabe en medio de una fila de caballos de tiro.

Una voz dijo a mis espaldas, con tono desagradablemente equívoco:

– Espero que esté usted contento, capitán. No me volví siquiera. Era el capitán del vapor. Yo sabía que, a pesar de cuanto tratara de insinuar, a pesar de todo lo que pudiera pensar de él, mi barco, semejante en esto a algunas mujeres excepcionales, era uno de ésos seres cuya simple existencia es un deleite objetivo: uno siente la satisfacción de vivir en un mundo en que semejante criatura existe.

Aquella ilusión de vida y de personalidad que nos encanta en las más bellas obras humanas, emanaba de sus formas. Una enorme carga de madera de teca oscilaba por encima de su escotilla: materia inanimada al parecer más pesada y voluminosa que cuanto había a bordo. Cuando comenzaron a bajarla, el choque de la garrucha contra una jarcia hizo correr un leve estremecimiento por toda la fábrica, desde la línea de flotación hasta los más sutiles nerviecillos del aparejo. Realmente, parecía una crueldad cargarlo de ese modo…

Una media hora después, al poner por primera vez el pie sobre su puente, experimenté una profunda satisfacción física. Nada habría podido igualar la plenitud de aquel momento, la ideal perfección de aquella emocionante experiencia que se me concedía sin la labor preliminar ni las desilusiones de una carrera oscura.

De una mirada, recorrí, envolví, me apropié la forma que daba cuerpo al sentimiento abstracto de mi mando. De inmediato una multitud de detalles, perceptibles sólo para un marino, llamaron con fuerza mi atención. Por lo demás, su existencia se me antojaba como ajena a toda condición material. La ribera a la que estaba amarrado me parecía inexistente. ¡Qué me importaba ningún país del mundo! En todas las tierras bañadas por aguas navegables, seguirían siendo idénticas nuestras relaciones -y más íntimas que cuanto pudiera expresarse con palabras-. Aparte de esto, cada episodio y cada decoración sólo sería un espectáculo efímero. La misma tripulación de culis amarillos, atareada en torno de la escotilla principal, era menos consistente que la sustancia de que están hechos nuestros sueños. Pues, ¿quién en el mundo querría soñar con chinos…?

Me dirigí hacia la popa y subí al alcázar donde, bajo el toldo, brillaban los cobres, tan bruñidos como los de un balandro, los relucientes pasamanos de las barandillas y los cristales de las lumbreras. En el extremo de la popa, dos marineros, cuyas encorvadas espaldas se aureolaban con un suave centelleo, bruñían el timón. Sin parecer percatarse de mi presencia ni de la afectuosa mirada que les lancé al dirigirme hacia la escala de la cámara de oficiales, continuaron su tarea.

Las puertas estaban abiertas de par en par y la corredera echada hacia atrás. La espiral de la escalera interceptaba la vista del corredor. Un débil rumor venía de abajo, pero cesó bruscamente, al ruido de mis pasos sobre los peldaños.

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