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Con el ancla en la serviola y cubierto de lona hasta la perilla de tope, mi barco parecía tan inmóvil como un modelo en miniatura sobre el claroscuro de un mármol bruñido. En aquella misteriosa calma de las fuerzas inmensas del mundo, era imposible distinguir la tierra del agua. Una súbita impaciencia se apoderó de mí.

– ¿Acaso no obedece bien al timón? -pregunté, irritado, al hombre cuyas morenas manos, crispadas sobre la rueda, se destacaban luminosas sobre un fondo de tinieblas, como un símbolo de los esfuerzos del ser humano para dirigir su propio destino.

– Sí, capitán -respondió-. Obedece, aunque un poco lentamente.

– Ponga la proa al sur.-Bien, capitán.

Me puse a pasear por la cubierta de popa. No se oía otro ruido que el de mis pasos. Al cabo de unos instantes, el hombre volvió a hablar.

– Ya vamos en dirección sur, capitán.

Sentí que la garganta se me cerraba ligeramente antes de confiar la primera ruta de mi primer mando a la noche silenciosa; ruta toda henchida de rocío y resplandeciente de estrellas. Aquel acto implicaba una decisión, que, desde ese mismo momento, me obligaba a la vigilancia incesante de mi solitaria tarea.

– Mantenga esta posición -dije por fin-. Rumbo al sur.

– Rumbo al sur, capitán -repitió el hombre.

Hice descender al segundo oficial y a los hombres de guardia y comencé yo mismo mi cuarto, recorriendo el puente de arriba abajo durante esas horas glaciales y soñolientas que preceden al alba.

Leves ráfagas soplaban a veces, y cuando eran lo bastante intensas para sacar de su sueño a aquella agua negra, su murmullo a lo largo del navío atravesaba mi corazón con un dulce estremecimiento de placer, que se desvanecía tan rápidamente como había nacido. Una horrible laxitud se apoderó de mí. Las mismas estrellas parecían cansadas de esperar el alba, que vino por fin, tiñendo el horizonte con una luz nacarada como nunca viera hasta entonces en los trópicos: opaca, casi gris, con una extraña reminiscencia de latitudes más altas.

La voz del vigía gritó desde la proa:

– ¡Tierra a babor, capitán! -Bien.

Apoyado en la borda, ni siquiera levanté los ojos. El movimiento del barco era imperceptible. En aquel momento, Ransome me trajo el café matinal. Cuando lo hube bebido, miré hacia delante y, sobre la quieta faja de luz anaranjada y relumbrante, vi perfilarse la costa baja con la nitidez de un recorte de papel negro; parecía flotar sobre el agua con la levedad de un corcho. Pero, bajo el sol de levante, pronto no fue ya sino un vapor opaco, una sombra maciza e incierta, trémula en el cálido resplandor.

Los hombres de guardia acababan de lavar la cubierta. Al bajar, me detuve ante la puerta de Mr. Burns, que no podía soportar que la cerrasen, pero dudé si dirigirle la palabra antes de que abriese los ojos. Cuando lo hubo hecho, le informé de lo que sucedía.

– Ha sido señalado al amanecer el cabo Liant. A quince millas, poco más o menos.

El enfermo movió los labios, pero para oírle tuve que aproximar el oído y sólo pude entender este malhumorado comentario:

– Nos arrastramos… No tenemos suerte.

– De todos modos, más vale esto que permanecer inmóviles -repuse con tono resignado; y lo abandoné a los pensamientos e imaginaciones que obsesionaban su desesperante postración.

Aquella misma mañana, cuando me hubo relevado un poco más tarde el segundo, me arrojé sobre mi litera y durante unas tres horas logré encontrar un poco de olvido. Un olvido tan completo que al despertar me pregunté dónde me hallaba. Al pensar que me hallaba a bordo de mi barco, una inmensa sensación de alivio descendió sobre mí. ¡En el mar! ¡En el mar!

A través del portillo vi un horizonte tranquilo, inundado de sol. El horizonte de un día sin brisa. Pero su mera extensión bastó para que sintiese una evasión dichosa y la pasajera alegría de la libertad.

Con el corazón más ligero de lo que estuviera desde hacía unos cuantos días, entré en la cámara. Ransome se hallaba junto al aparador, preparando la mesa para la primera comida de alta mar en el curso de aquel viaje. Al oírme entrar, volvió la cabeza y alcancé a advertir en sus ojos una expresión que me hizo reprimir mi modestísimo entusiasmo..

Guiado por el instinto, le pregunté: -¿Qué hay de particular?

Ciertamente no esperaba la respuesta que me dio, con esa especie de contenida serenidad tan característica en él.

– Temo que no hayamos dejado la enfermedad tras de nosotros, capitán.

– ¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir?

Me comunicó entonces que dos de nuestros hombres habían sufrido durante la noche un violento acceso de fiebre. Uno de ellos ardía, y el otro era presa de escalofríos, pero Ransome pensaba que la causa debía de ser la misma. También era ésta mi opinión. La noticia me dejó abrumado.

– ¿Dice usted que el uno arde y el otro tirita? No. No hemos dejado atrás la enfermedad ¿Parecen, realmente, muy enfermos?

– Regular.

Ransome me miraba a los ojos. Cambiamos una sonrisa. La de Ransome, como de costumbre, un tanto grave, y la mía bastante lúgubre, sin duda, de acuerdo con mi secreta exasperación.

– ¿Sopla algo de viento? -le pregunté.

– Sería aventurado afirmarlo, capitán, pero, no obstante, hemos avanzado todo el tiempo. La tierra que tenemos enfrente parece más cercana. Aquello era un hecho. Algo más cercana. Cuando, si hubiésemos tenido apenas un poco más de brisa, sólo un poquito más, habríamos podido, y aun debido, encontrarnos ya frente al cabo Liant, alejándonos así un poco más de aquella costa contaminada. Pero no se trataba sólo de alejarse. Se me antojaba que una brisa fuerte habría barrido la infección que se adhería al navío. Porque era evidente que se adhería a él. ¡Dos hombres! Ardiendo el uno y tiritando el otro. Me repugnaba la sola idea de ir a verlos. ¿Con qué objeto? El veneno es el veneno. La fiebre tropical es la fiebre tropical. Pero que aquella infección hubiese abatido sus garras sobre nosotros por encima del mar, era algo que, a mi juicio, rebasaba demasiado los límites de la deslealtad. Me costaba creer que fuese otra cosa que el último desesperado esfuerzo de un mal, al que escapábamos gracias al soplo purificador del mar. ¡Si siquiera ese soplo hubiese sido un poco más fuerte! Es verdad que teníamos quinina para combatir la fiebre. Entré, pues, en el camarote de reserva en que se hallaban los medicamentos para preparar dos dosis. Lo abrí con la confianza de un hombre que abriese un milagroso relicario. La parte superior se hallaba ocupada por una colección de frascos cuadrados, todos idénticos. Debajo de esta ordenada fila se encontraban dos cajones colmados de todo lo imaginable: paquetes, vendas, cajas de cartón oficialmente rotuladas. El cajón de abajo contenía, en uno de sus compartimentos, nuestra provisión de quinina.

Se hallaba encerrada en cinco frascos, redondos todos y del mismo tamaño. Uno de ellos estaba vacío en sus dos terceras partes. Los otros

cuatro, todavía envueltos y sellados. Pero lo que no esperaba encontrar allí fue un sobre colocado encima de los frascos. Un sobre cuadrado, procedente de la papelería del navío.

Se hallaba colocado de forma tal que inmediatamente advertí que no estaba cerrado. Al cogerlo y volverlo entre mis manos comprobé que estaba dirigido a mí. Contenía medio pliego de papel, que desdoblé con la extraña sensación de encontrarme en presencia de un hecho singular, pero sin experimentar más asombro que el que producen las cosas extraordinarias en un sueño.

La carta comenzaba con las palabras «Mi querido capitán», pero antes de leerla mis ojos buscaron la firma. Era la firma del doctor. La fecha, la del día en que, regresando de visitar a Mr. Burns en el hospital, encontré al excelente médico esperándome en aquella misma habitación, para decirme que había pasado revista al botiquín. Curioso. Mientras esperaba mi regreso de un momento a otro, se había divertido escribiéndome una carta que, al oírme llegar, se había apresurado a meter en aquel cajón. Procedimiento verdaderamente increíble. Leí con asombro la carta.

Con letra grande, rápida, pero legible, aquel hombre excelente, por una razón cualquiera, ya por amistad, ya -más verosímilmente- empujado por el irresistible deseo de expresar una opinión con la que no había querido abrumar antes mi esperanza, me aconsejaba que no contase demasiado con los efectos benéficos de un cambio, una vez en el mar.

«No he querido aumentar sus preocupaciones desanimándole, me decía. «Hablando como médico, temo que sus dificultades no hayan llegado a su término.»

En resumen, según su parecer debía preverse un probable retorno de la fiebre tropical. Por fortuna tenía una buena provisión de quinina. En ella debía poner toda mi confianza, administrándola con perseverancia; y de seguro el estado sanitario del barco no dejaría de mejorar.

Doblé la carta y la guardé en mi bolsillo. Ransome llevó dos fuertes dosis de quinina a los hombres que se hallaban a proa. En cuanto a mí, todavía no subí al puente. Fui a la puerta del camarote de Mr. Burns y le comuniqué las noticias. Es imposible decir el efecto que le produjeron. En un principio creí que había perdido el uso de la palabra. Su cabeza estaba hundida en la almohada. No obstante, movió los labios lo suficiente para asegurarme que recuperaba sus fuerzas, cosa increíble a poco que se mirase su rostro. Por la tarde hice mi cuarto de guardia como de costumbre. Una calma chicha envolvía el barco y parecía mantenerlo inmóvil en una llameante atmósfera compuesta de dos tonos de azul.

Ráfagas breves y calientes caían sin fuerza de lo alto de las velas. A pesar de todo, estaba claro que el barco avanzaba, pues en el momento de la puesta del sol pasamos frente al cabo Liant y al poco tiempo lo dejábamos atrás: siniestra forma fugitiva bajo las últimas luces del crepúsculo.

A la noche, bajo la luz de su lámpara, Mr. Burns parecía haber salido a la superficie de su lecho. Una mano opresora parecía haberlo soltado por fin. A mis pocas palabras, contestó con un discurso relativamente largo y coherente. Se sentía más fuerte. Si pudiese librarse de la asfixia de aquel calor estancado, me decía, tenía la certeza de que estaría en condiciones de subir al puente y ayudarme dentro de dos o tres días.

Mientras me hablaba, yo lo contemplaba temiendo que aquel enérgico esfuerzo lo hiciese caer inanimado ante mis ojos. No puedo negar, sin embargo, que su buena voluntad poseía algo de consolador. Le di una respuesta apropiada, pero declarándole que la única cosa que podía ayudarnos era el viento, un buen viento.

Sacudió con impaciencia la cabeza, y lo que agregó no fue ya demasiado consolador. Nuevamente le oía murmurar cosas absurdas referentes al difunto capitán, aquel viejo ahogado a los 8° 20' de latitud, precisamente en nuestra ruta… emboscado a la entrada del golfo.

– Todavía piensa usted en su antiguo capitán, Mr. Burns? -le pregunté- Yo creo que los muertos no sienten la menor animosidad contra los vivos, ni se preocupan gran cosa de nosotros.

– No conoce usted a éste-dijo, y dejó escapar un débil suspiro.

– No, no lo conocí, ni tampoco él a mí. Así pues, en modo alguno puede tener queja de mí.

– Sí, pero estamos los demás, todos los que vamos a bordo -insistió.

Sentí la inexpugnable fuerza del sentido común insidiosamente amenazada por aquella idea siniestra y disparatada. Traté, pues, de hacerlo callar.

– No debe hablar tanto -dije-. Va usted a fatigarse.

– Eso, sin contar el barco mismo -profirió, en un murmullo.

– Vamos, ni una palabra más -insistí, avanzando, y poniéndole la mano en la frente, que tenía casi fresca.

Así tuve la prueba de que aquel atroz absurdo se hallaba arraigado en el hombre mismo y no en la enfermedad que aparentemente le había arrebatado toda fuerza moral y física, con excepción de aquella idea fija.

Durante los días siguientes, evité el proporcionar a Mr. Burns toda ocasión de plática. Me contentaba con dirigirle una palabra apresurada

y cordial, al pasar por delante de su puerta. Creo que si hubiese tenido fuerzas para ello me habría llamado más de una vez. Pero no las tenía. Una tarde, sin embargo, Ransome me declaró que el segundo parecía restablecerse «con asombrosa rapidez».

– ¿No ha divagado estos días? -le pregunté, como al azar.

– No, señor -contestó Ransome asustado, según observé, por aquella pregunta directa; pero al cabo de un momento agregó tranquilamente-: Esta mañana me dijo que lamentaba el haber echado el cuerpo de nuestro difunto capitán, por así decirlo, justamente en el camino que debemos seguir para salir del golfo.

– ¿Y acaso eso no le parece a usted más que absurdo? -le pregunté, mirando confiadamente su rostro inteligente y sereno, ensombrecido por el transparente velo de una preocupación, la secreta inquietud que en sí llevaba.

Ransome no sabía nada, no había reflexionado en ello, y con una débil sonrisa se alejó para ir a cumplir sus deberes con la misma precavida actividad de siempre.

Pasaron otros dos días. Habíamos avanzado un poco, muy poco, hasta entrar en la parte más ancha del golfo de Siam. Sin perder por completo la alegría de aquel primer mando que me había caído del cielo por intercesión del capitán Giles, conservaba, sin embargo, la penosa impresión de que semejante buena suerte tenía probablemente que pagarse de algún modo. Desde el punto de vista profesional, había pasado revista a todas las probabilidades. Mi competencia era suficiente para arrostrarlas todas, o, al menos, así lo creía yo. Tenía ese sentimiento general de mis capacidades que sólo conoce el hombre que ama su carrera, y me parecía la cosa más natural del mundo. Tan natural como el respirar. Me imaginaba que sin él no podría vivir. No sé lo que esperaba. Tal vez, solamente esa particular intensidad de vida que es la esencia misma de las aspiraciones juveniles. En todo caso, no esperaba verme asaltado por un ciclón. Sabía a qué atenerme: en el golfo de Siam no hay ciclones. Pero tampoco esperaba encontrarme atado de pies y manos hasta el punto que fui descubriendo con desesperación a medida que pasaban los días.

No quiero decir que el diabólico maleficio nos mantuviese siempre inmóviles. Misteriosas corrientes nos hacían derivar de un lado a otro, con una fuerza furtiva que ponían de manifiesto los cambiantes aspectos de las islas que bordean la costa oriental del golfo. De vez en cuando se levantaba una brisa variable y engañosa, que sólo despertaba nuestras esperanzas para hundirlas acto seguido en el más amargo desengaño; promesas de un avance que sólo se resolvía en pérdida de terreno, que expiraban en un suspiro y morían en aquella inmovilidad muda, bajo la cual las corrientes proseguían su marcha hostil.

La isla de Koh Ring, cuya enorme y oscura cima se levantaba en medio de una serie de islotes, se alargaba sobre la quieta superficie del agua como un tritón entre bajeles, y semejaba el centro del círculo fatal. Parecía imposible alejarse de ella. Día tras día aparecía a nuestra vista. Más de una vez, aprovechando una brisa favorable, tomé su posición bajo el rápido declinar del crepúsculo, pensando que lo hacía por última vez. ¡Vana esperanza! Una noche de brisas caprichosas malograba las ventajas de un favor pasajero y el sol de levante nos mostraba de nuevo la oscura masa de Koh Ring, más árida, más inhospitalaria y más huraña que nunca.

– A fe que se creería uno embrujado -dije un día a Mr. Burns, hablándole, como de costumbre, desde el umbral de su puerta.

El enfermo estaba sentado en su litera. Poco a poco volvía al mundo de los vivos, pero aún no podía decirse que hubiera entrado definitivamente en él. Al oír mis palabras, meneó la cabeza demacrada y huesosa, con el gesto de asentimiento de una misteriosa sapiencia.

– ¡Ah!, sí, ya sé lo que quiere usted decir -proseguí-. Pero no se figurará que voy a creer que un muerto tenga el poder de perturbar la meteorología de esta parte del mundo, ¿verdad? Aunque debo admitir que parece completamente perturbada. Las brisas de mar y tierra se anulan entre sí. No puede uno fiarse de ellas cinco minutos seguidos.

– Creo que antes de poco tiempo podré subir al puente -murmuró Mr. Burns-, y entonces veremos.

No sabría decir si con aquellas palabras trataba de formular una promesa de combatir los maleficios sobrenaturales. En todo caso, no era éste el género de ayuda que yo necesitaba. Por otra parte, casi había vivido noche y día sobre el puente a fin de aprovechar la primera ocasión que se me presentase de llevar mi barco un poco más al sur. Me daba perfecta cuenta de que el segundo se hallaba todavía extremadamente débil y que aún no se había liberado por completo de aquella idea fija que se me antojaba un síntoma de su enfermedad. De todas maneras, la confianza de un convaleciente no era para desalentar a nadie.

– Será usted muy bien recibido en él, Mr. Burns, estoy seguro -le dije-. Si continúa usted a este paso, muy pronto será el hombre más fuerte del barco.

La perspectiva le alegró, pero su extrema delgadez hizo de su sonrisa una horrible exhibición de dientes largos bajo unos mostachos rojizos.

– ¿Van mejor los hombres, capitán? -me preguntó lacónicamente, con visible expresión de inquietud.

Contesté apenas con un vago ademán, y me alejé de la puerta. La verdad era que la fiebre se burlaba de nosotros tan caprichosamente como el viento. Iba y venía de un hombre a otro, con más o menos fuerza, pero dejando siempre huellas de su paso, debilitando a unos, abatiendo por un tiempo a. otros, abandonando a éste para volver a aquél, de tal modo que todos presentaban un aspecto enfermizo y una expresión inquieta y perturbada en los ojos. Entretanto, Ransome y yo, los únicos completamente indemnes, distribuíamos con asiduidad la quinina entre ellos. Era una doble lucha. Los vientos contrarios nos atacaban por el frente y la enfermedad nos perseguía por detrás. Debo decir que la tripulación era excelente. De buen grado realizaban el incesante trabajo de bracear las vergas, pero sus miembros habían perdido toda elasticidad, y al mirarlos desde el puente no podía apartar de mi espíritu la horrible impresión de que se movían en medio de una atmósfera envenenada.

Mr. Burns había logrado no sólo sentarse, sino hasta levantar las piernas y, rodeándolas con sus descarnados brazos, semejante a un esqueleto viviente, lanzaba profundos e impacientes suspiros.

– Lo más importante para nosotros, capitán -me decía cada vez que yo le daba ocasión-, es que el navío pase los 8° 20' de latitud. Una vez superado ese punto, todo irá bien.

En un principio me contenté con sonreír, a pesar de que no estaba de humor. Pero, al cabo, perdí la paciencia.

– ¡Ah!, sí, 8° 20' de latitud. Allí enterró usted a su capitán, ¿no es eso? -Y agregué, con tono severo-: ¿No cree usted, Mr. Burns, que ya es tiempo de acabar con todas esas tonterías? Volvió hacia mí sus ojos hundidos con una mirada de invencible obstinación, pero se contentó con murmurar, apenas lo bastante alto para que pudiese oírlo:

– Nada de particular tendría… Ya veremos…, todavía nos jugará una mala partida… Escenas como ésa no eran precisamente las más adecuadas para fortificar mis energías. El peso de la adversidad comenzaba a dejarse sentir en mi ánimo. Al mismo tiempo, experimentaba un sentimiento de desprecio por esa oscura debilidad interior. Desdeñosamente, me decía a mí mismo que serían precisas mayores calamidades para mellar mi valor.

Ignoraba entonces lo pronto que sería puesto a prueba y en qué circunstancias tan inesperadas.

Ocurrió al día siguiente mismo. El sol había aparecido al sur de Koh Ring, que continuaba a babor, como un compañero diabólico. Su vista me resultaba verdaderamente odiosa. Nos habíamos pasado la noche navegando en todas las direcciones del compás, braceando incesantemente las vergas en espera de una brisa que no llegaba. Al levantarse el sol, tuvimos, durante una hora, una brisa bastante fuerte e inexplicable, que nos cogió de cara. Aquello era absurdo. Aquello no estaba de acuerdo ni con la estación ni con la secular experiencia de los marinos, tal como aparece consignada en los libros, ni con el aspecto del cielo. Sólo una determinada malevolencia podía explicarlo. La brisa nos hizo recorrer a buena marcha un gran trecho fuera de nuestra ruta; y si hubiésemos navegado por gusto, nos habría parecido deliciosa, con el espejo matutino del mar, la sensación del movimiento y el regalo de una frescura a la que no estábamos acostumbrados. Luego, repentinamente, como si se negase a llevar más lejos su siniestra broma, cayó por completo, en menos de cinco minutos. La proa del barco se volvió hacia el lado a que escoraba; el mar, inmóvil, adquirió el bruñido de una lámina de acero.

Bajé del puente, pero no para descansar, sino sencillamente porque ya no podía soportar aquel espectáculo. El infatigable Ransome trabajaba

en la cámara. Había adquirido la costumbre de presentarme todas las mañanas un informe sobre el estado sanitario de la tripulación. Al verme, se apartó del aparador y me miró con sus ojos amables y tranquilos. Ni una sombra empañaba su frente inteligente.

Algunos hombres no se encuentran muy bien esta mañana, capitán -me dijo con tono tranquilo.

– ¿Qué? ¿Todos ellos fuera de servicio?

– En realidad, sólo hay dos que han tenido que quedarse en sus hamacas, capitán, pero… -Esta última noche ha sido fatal para ellos. Nos hemos tenido que pasar todo el tiempo soltando y recogiendo cabos.

– Ya lo oí, capitán. Me entraron ganas de subir a ayudarlo, pero ya sabe usted…

– De ningún modo. No debe usted… Los hombres duermen de noche sobre cubierta y eso no les conviene.

Ransome asintió. Pero no se puede vigilar a los hombres como a niños. Además, no era posible reprocharles el que buscasen un poco de aire fresco en cubierta. Pero ya él sabía mejor que nadie a qué atenerse…

Nuestro cocinero era verdaderamente razonable. Esto no quiere decir que los otros no lo fuesen. Los días precedentes habían sido para nosotros como una prueba de fuego. Realmente, no podía rebelarse uno contra aquel instinto simplista e imprudente que los impulsaba a aprovechar los momentos de tregua, cuando la noche les daba una ilusión de frescor y las estrellas centelleaban a través de un aire denso y cargado de rocío. Además, casi todos estaban debilitados por la maniobra, que reclamaba incesantemente los brazos de quienes aún podían arrastrarse. ¡Con qué objeto hacerles reproches! Pero yo creía con firmeza que la quinina era de una utilidad extraordinaria, y poco menos que milagrosa.

Estaba convencido de ello. Había puesto toda mi fe en ella. Su virtud medicinal salvaría a los hombres, salvaría el barco, rompería el sortilegio, desafiaría al tiempo, haría del estado del mar una preocupación pasajera y, operando como un polvo mágico contra el misterioso maleficio, aseguraría el primer viaje de mi primer mando contra el poder diabólico de los vientos y la epidemia. Para mí, era más preciosa que el oro, y al contrario que el oro, del que nunca parece haber bastante en ninguna parte, el barco tenía de ella una provisión suficiente. Fui a la cabina para medir algunas dosis. Tendí la mano con la sensación de un hombre que se apodera de una panacea infalible, tomé un nuevo frasco, quité el papel que lo cubría, observando que no estaba precintado, ni arriba ni abajo…

Pero ¡para qué describir las rápidas etapas de aquel espantoso descubrimiento! Ya, sin duda, habéis adivinado la verdad. Allí estaba el papel que lo cubría, allí el frasco y el polvo blanco en su interior, un polvo blanco cualquiera, que nada tenía que ver con la quinina. Una sola mirada bastaba para darse cuenta de ello. Recordé que, al coger el frasco, ya antes de desenvolverlo, el peso del objeto que tenía en la mano me había hecho presentir la verdad. La quinina es ligera como una pluma, y mis nervios exasperados debían de tener una sensibilidad desacostumbrada. Dejé que el frasco se hiciese añicos contra el suelo. La droga, cualquiera que fuese, chirrió bajo la suela de mi zapato como si de arenilla se tratara. Cogí el frasco siguiente, y luego otro. El peso era por sí solo lo bastante elocuente. Lino tras otro, cayeron, rompiéndose a mis pies, no porque yo los arrojase, colérico, sino porque se deslizaron de entre mis dedos como si realmente aquel descubrimiento superase mis fuerzas.

Es un hecho que la violencia misma de una prueba moral nos ayuda a soportarla, haciéndonos momentáneamente insensibles. Salí de la habitación aturdido, como si hubiese recibido un golpe en la cabeza. Desde el otro extremo de la cámara, al otro lado de la mesa, Ransome, con un trapo en la mano, me miraba boquiabierto. No creo que tuviese yo el aspecto de un loco, pero es muy posible que mostrase cierta agitación mientras, instintivamente, me apresuraba hacia el puente. Ejemplo de la educación hecha instinto. Las dificultades, los peligros, los problemas de un barco en el mar, se resuelven en el puente. Ante aquel acontecimiento, como si se tratase de un fenómeno de la naturaleza, reaccioné instintivamente, lo que tal vez fuese la prueba de que en cierto momento no debí ser dueño de toda mi razón.

Desde luego, no me encontraba plenamente en mis cabales, pues hallándome ya al pie de la escalera, di media vuelta y me precipité hacia el camarote de Mr. Burns. La extraña apariencia de mi segundo me hizo volver en mí. Se hallaba sentado en su litera; su cuerpo parecía inmensamente largo y su cabeza se inclinaba sobre el hombro con una afectada complacencia. Su mano, trémula, al final de un antebrazo apenas más grueso que una gruesa caña, blandía un brillante par de tijeras, que, ante mis ojos, procuraba clavarse en la garganta.

Hasta cierto punto me quedé aterrado, pero sólo fue una especie de efecto secundario lo que me permitió gritarle algo así como:

– ¡Deténgase…! ¡Santo Dios…! ¿Qué va a hacer usted?

En realidad, lo que el enfermo, contando con exceso con las fuerzas recuperadas, intentaba, era sencillamente cortarse la espesa barba rojiza. Tenía extendida sobre sus rodillas una gran toalla, en la cual caía, a cada tijeretazo, una lluvia de pelos rígidos como alambres de cobre.

Burns volvió hacia mí su rostro, más grotesco que las fantasías de un sueño* grotesco. Una de sus mejillas se hallaba aún cubierta por una barba semejante a una llama; la otra, estaba ya limpia y sumida, con el largo bigote erguido de aquel lado, solitario y huraño. Y mientras me miraba petrificado, conservando entre sus dedos las entreabiertas tijeras, le anuncié, furioso, mi descubrimiento en sólo seis palabras y sin el menor comentario.

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