6

Mientras subíamos, pensé que era preciso que un hombre permaneciese en el timón. Apenas si había murmurado esta orden cuando, sin hacer el menor ruido, apareció bajo la luz de popa un espíritu resignado en un cuerpo devastado por la fiebre: un rostro de ojos hundidos resaltando sobre las tinieblas en que nuestro mundo y el universo todo estaban sumergidos. El antebrazo que se extendía sobre los radios superiores de la rueda parecía brillar con una luz emanada de su interior. En un murmullo, dije a aquella luminosa aparición:

– Mantenga el timón derecho.

Con un acento de resignación dolorosa, respondió:

– Derecho está, capitán.

Enseguida, descendí al castillo de popa. Era imposible decir de dónde vendría el golpe. Mirar en torno del navío era mirar en un abismo negro y sin fondo. Los ojos se perdían en abismos inconcebibles.

Quise cerciorarme de que habían reunido todos los cabos en cubierta. La única manera de averiguarlo era tanteando con el pie. Al avanzar prudentemente, tropecé con alguien, en quien reconocí de inmediato a Ransome. Aún tenía una solidez física, que se me reveló al contacto. Estaba apoyado en el cabrestante de popa, y permaneció silencioso. Fue como una revelación. Era él aquella silueta caída y jadeante que había distinguido antes mientras dirigía la maniobra.

– ¡Pero ha ayudado usted a ceñir la vela mayor! -exclamé en voz baja. -Sí, capitán -respondió con tranquilidad.

– ¡Pero Ransome! ¿En qué estaba usted pensando? No debe hacer esas cosas.

Después de una pausa, asintió.

– En efecto, supongo que no debería.

– Después de una nueva pausa, agregó rápidamente, con su jadear revelador-: Ahora me siento perfectamente.

Yo no oía ni veía a nadie más que a él; pero, cuando alcé la voz, tristes murmullos se levantaron para contestarme desde popa, y me pareció como si unas sombras oscilasen de un lado a otro. Ordené soltar todas las drizas y tenerlas a punto para la maniobra.

– Yo me ocuparé de ello, capitán -propuso Ransome con su dulce voz habitual, voz que consolaba a la vez que despertaba la compasión.

Aquel hombre habría debido hallarse en su lecho, descansando, y mi verdadero deber debería haber sido enviarlo a él. Pero tal vez no me hubiese obedecido. Como no tenía la firmeza de ánimo necesaria para obligarlo, me contenté con decirle: -Muy bien, Ransome, pero no se agite demasiado.

Al volver a popa, me encontré con Gambril. Bajo la luz, su rostro, surcado de sombras, tenía un aspecto siniestro, al fin reducido al silencio. Le pregunté cómo se sentía, esperando apenas una respuesta, de modo que su relativa locuacidad me sorprendió:

– Estos ataques de fiebre me dejan hecho una piltrafa, capitán -me dijo, sin dejar esa expresión de indiferencia general hacia todo lo que no fuera su trabajo que debe tener siempre un timonel-. Y antes de que haya podido recuperar mis fuerzas, llega otro acceso, que me aniquila de nuevo.

Suspiró. En su acento no había la menor queja, pero sólo las palabras bastaban ya para hacerme sentir un remordimiento horrible. Por un momento, quedé mudo. Al fin, cuando se disipó esa horrible sensación, le pregunté:

– ¿Se siente usted con fuerzas para mantener el timón si el navío empieza a ir para atrás? Pero hay que tener cuidado de que no ocurra alguna avería en el timón. Ya, sin eso, es bastante difícil la situación.

Con tono que denotaba cansancio, me respondió que aún le quedaban bastantes fuerzas para agarrarse a la rueda. Podía asegurarme que el gobernalle no se le escaparía de las manos. Eso era cuanto tenía que decir.

En ese momento apareció Ransome a mi lado, surgiendo súbitamente de las tinieblas a la luz, con su rostro serio y su voz amable.

Me aseguró que, al menos a juzgar por el tacto, todos los cabos se hallaban sobre cubierta, listos para ser largados. Reinaba tal oscuridad que no se veía a dos pasos de distancia. Frenchy se había colocado a proa y aseguraba sentirse un tanto remozado.

Al decir esas palabras, una débil sonrisa alteró por un instante el puro y firme dibujo de los labios de Ransome. Con sus claros ojos grises, siempre graves, y su reposado temperamento, Ransome era realmente un hombre inestimable, con un alma tan firme como los músculos de su cuerpo.

Era el único hombre a bordo -exceptuándome a mí; pero yo necesitaba conservar la libertad de mis movimientos- con cuyo vigor físico se podía contar. Por un instante, me pregunté si no haría bien confiándole el timón, pero el terrible conocimiento del enemigo que llevaba en su cuerpo me hizo vacilar. Mi ignorancia de toda fisiología me hacía pensar que podría morirse súbitamente de emoción, en un momento crítico.

Mientras esa horrible aprensión refrenaba las palabras que ya tenía en la punta de la lengua, Ransome retrocedió dos pasos y desapareció de mi vista.

De inmediato, sentí cierta desazón, como si me hubiesen retirado un apoyo. Avancé y, saliendo del círculo de luz, entré en aquellas tinieblas que se erguían ante mí como un muro. Me bastó un paso para penetrar en ellas. Tales debieron de ser las tinieblas anteriores a la creación. Tras cerrarse tras de mí, me supe invisible para el timonel. Tampoco yo veía nada. Él estaba solo, yo también, cada uno solo en su puesto. Toda forma se había borrado: arboladura, velas, aparejo, batayola, todo se había desvanecido en la horrible densidad de aquella noche absoluta.

La luz de un relámpago habría sido un alivio físico. Lo habría llamado con todas mis fuerzas de no haber sido por la aprensión terrible del trueno. Era tan fuerte esta opresión del silencio, que se me antojaba que el primer trueno bastaría para reducirme a polvo.

Y el trueno era, probablemente, lo primero que llegaría. Entumecido de pies a cabeza, respirando apenas, esperaba con una inquietud horrible. No sucedía nada. Era para volverse loco. Pero un dolor sordo, que invadió la parte inferior de mi rostro, me hizo comprender que, sabe Dios desde hacía cuánto tiempo, estaban rechinando los dientes.

Es extraordinario que no hubiese oído el ruido, pero lo cierto es que los dientes me rechinaban. Haciendo un esfuerzo que absorbió todas mis facultades, logré inmovilizar la mandíbula. Aquello no exigía mayor atención, y mientras lo hacía me sorprendió un ruido extraño, unos golpes irregulares, que resonaban débilmente sobre el puente. Se- los oía tan pronto separadamente, como dobles, como en grupos. Mientras me asombraba de esa misteriosa diablura, algo cayó ligeramente bajo mi ojo izquierdo y sentí una gruesa lágrima rodar por mi mejilla. Gotas de lluvia. Enormes gotas de lluvia. Signos anunciadores de algo que se avecinaba. Tap, tap, tap…

Me volví hacia Gambril y le supliqué encarecidamente que se «agarrase al timón, pero la emoción me impedía casi hablar. El momento fatal había llegado. Contuve la respiración. El gotear había cesado tan repentinamente como empezara, renovando así la intolerable espera; era como una nueva vuelta de tornillo en el suplicio de la rueda. No creo que hubiera podido perder el dominio de mí mismo hasta gritar, pero recuerdo con toda claridad haber tenido la convicción de que, realmente, ya no me quedaba otro recurso.

De repente -¿cómo expresarlo?- sí, de repente, las tinieblas se transformaron en agua. Ésta es la única imagen adecuada. Una lluvia densa, un aguacero torrencial, comenzó a caer estrepitosamente. Se lo oía aproximarse caminando sobre el mar, sobre el aire mismo, me parecía. Sin el menor murmullo ni crujido preliminar, sin la menor salpicadura, sin siquiera la sombra de un contacto, me sentí instantáneamente calado hasta los huesos. Cierto que eso no era muy difícil, pues sólo llevaba un pijama. En un instante, el agua empapó mis cabellos, resbaló sobre mi piel, me llenó nariz, ojos y orejas. En menos de un segundo, tragué una buena cantidad.

En cuanto a Gambril, estaba casi sofocado. Tosía lamentablemente, con la tos quebrada de un enfermo, y sólo lo divisaba como se ve a un pez en un acuario, a la luz de una bombilla eléctrica: una silueta confusa y fosforescente. Con la diferencia de que Gambril no se movía. Pero aún pasó otra cosa: las dos lámparas de la bitácora se apagaron a la vez. Supongo que el agua lograría penetrar en el interior, aunque ello me parecía imposible, encajando como encajaban perfectamente en sus fanales.

El último rayo de luz del universo había desaparecido, seguido por una sorda exclamación de Gambril. A tientas me dirigí hacia él y lo cogí del brazo, un brazo espantosamente flaco.

– No se preocupe-le dije-. No necesita usted luz. Todo lo que se precisa es mantener el viento a popa cuando se levante. ¿Me comprende?

– Sí, sí, capitán… Pero preferiría tener alguna luz -agregó nerviosamente.

Durante todo ese tiempo él barco había permanecido inmóvil como una roca. El ruido del agua que goteaba de las velas y el aparejo, y fluía sobre la toldilla, había cesado bruscamente. Los imbornales de la toldilla continuaron todavía por un momento su gotear, y luego un silencio absoluto, unido a una completa inmovilidad, nos anunció que todavía no habíamos triunfado sobre el maleficio, que todavía estábamos al borde de una catástrofe que nos acechaba en las tinieblas.

Sin poder contenerme, avancé con paso febril. No necesitaba ver para recorrer con una seguridad absoluta la toldilla de mi primer mando, de mi nefasto primer mando. Cada pulgada de sus cubiertas se había grabado indeleblemente en mi cerebro, con el veteado y los nudos de cada una de sus tablas. Y, sin embargo, de pronto tropecé violentamente con algo que me hizo caer de bruces.

Se trataba de algo grueso y vivo. No era un perro, no; más bien parecía un cordero; pero a bordo no había animales. ¿Cómo había podido un animal…? Aquello aumentó el horror sobrenatural hasta un punto que ya no podía resistir. Sentí que mis cabellos se erizaban sobre mi cabeza, mientras me ponía de pie, terriblemente espantado; no como puede estarlo un hombre cuando su juicio y su razón procuran resistir todavía, sino completa, absolutamente espantado; espantado de un modo inocente, por así decirlo; espantado como un niño.

¡Por fin, pude distinguir aquella cosa! Las tinieblas, que acababan de convertirse, en gran parte, en agua, habían menguado un tanto. ¡Allí estaba! Pero hasta el momento en que aquello hizo un esfuerzo para levantarse, no se me ocurrió que pudiera ser Mr. Burns saliendo, a gatas, de la toldilla, y aun entonces la primera imagen que se me ocurrió fue la de un oso.

Y como un oso gruñó cuando le eché los brazos en torno al cuerpo. Se había envuelto en un enorme abrigo de lana, cuyo peso abrumaba su debilidad. Apenas pude sentir a través de aquella gruesa tela su cuerpo increíblemente flaco, pero su gruñido tenía profundidad y sustancia.

«¡Maldito barco silencioso, con su tripulación de gallinas, que andan en puntillas! ¿Es que no podían pisar fuerte, como hacen los hombres? ¿No había entre todos un pícaro, uno solo, que fuese capaz de cantar durante la maniobra?»

– ¿A qué esconderse, capitán? -agregó luego, tomándola conmigo-. Es inútil pensar que nos vamos a librar de ese viejo bandido, y, en todo caso, no sería ése el modo de lograrlo. Hágale usted frente, como lo he hecho yo. Lo que se necesita es audacia;. demuéstrele usted que se burla de todas sus endemoniadas jugarretas. Atáquelo francamente.

– ¡Demonio, Mr. Burns! -exclamé, colérico-. ¿Por qué diablos ha salido usted de su litera? ¿Qué pretende usted subiendo a cubierta en ese estado?

– ¡No hay otro remedio! ¡Audacia! Es la única manera de atemorizar a ese viejo canalla. Lo empujé, sin que dejase de gruñir, contra el parapeto.

– ¡Agárrese ahí! -le grité con rudeza. Realmente, no sabía qué hacer. A toda prisa, me alejé de él, para correr hacia Gambril, que, con voz débil, me avisaba que creía sentir un poco de brisa. En efecto, percibí un débil crujir de tela mojada, muy por encima de mi cabeza, y el tintinear de una cadena suelta…

Eran unos ruidos extraños, alarmantes, turbadores, en el mortal silencio del aire que me rodeaba. Por mi espíritu pasaron todos los casos que había oído contar de palos mayores arrancados, cuando no soplaba ni el viento necesario para apagar una cerilla.

– No puedo ver las velas altas, capitán -declaró Gambril, estremeciéndose.

– Mantenga firme el timón, y todo irá bien -le dije, con tono de confianza.

El pobre diablo tenía los nervios agotados, y yo no me hallaba en mucho mejor estado. Fue un momento de tensión suprema, que se resolvió en la brusca sensación de que el barco avanzaba como por impulso propio bajo mis pies. Oí claramente el soplar del viento sobre mi cabeza y los sordos crujidos de la arboladura, mucho antes de sentir el menor soplo sobre mi rostro, vuelto hacia el cielo, ansioso y privado de toda vista, como los ojos de un ciego.

De pronto, el sonido de una nota más fuerte llegó a nuestros oídos y las tinieblas se deshicieron en lluvia sobre nuestros cuerpos, helándonos. Gambril y yo empezamos a temblar violentamente bajo nuestros delgados vestidos de algodón, que se nos pegaban al cuerpo.

– Todo va bien ahora, Gambril -señalé-. Lo único que tiene usted que hacer es conservar el viento en popa. Seguramente podrá usted hacerlo. Un niño lograría gobernar el barco con un mar tan tranquilo.

El hombre murmuró: -Sí, un niño sano.

No pude por menos de avergonzarme de no haber padecido también la fiebre que había destrozado el vigor de todos, salvo el mío, sin duda

a fin de que mi remordimiento pudiera ser más amargo, más agudo el sentimiento de mi incapacidad y más pesada la responsabilidad que sobre mí gravitaba.

Sobre aquel mar tranquilo, el barco, casi inmediatamente, había adquirido buena marcha. Se lo sentía deslizarse, sin otro ruido que un misterioso rechinar a lo largo de la borda. Ninguna otra cosa -ni el más leve balanceo, ni el menor cabeceo-, revelaba el movimiento. Era una estabilidad desconsoladora que venía durando dieciocho días, pues ni un solo instante, durante aquel tiempo, tuvimos viento suficiente para ver ondular el mar. La brisa refrescó de repente, haciéndome pensar que ya era tiempo de hacer bajar a Mr. Burns, quien no podía servir de otra cosa que de estorbo. Sin contar que era lo bastante insensato para echar a andar de un lado a otro del barco, expuesto a romperse un miembro o a caer por la borda.

Me consoló el ver que había tenido la sensatez de permanecer en el lugar en que lo había dejado. Sin embargo, continuaba farfullando a solas, de forma poco tranquilizadora.

Era desconsolador. Con el tono más natural, hice esta observación:

– Desde que salimos de la rada no habíamos tenido una brisa como ésta.

– Y es un viento que muy bien puede durar -gruñó juicioso. Esta observación era la de un marino perfectamente sano de espíritu. Pero, inmediatamente, agregó-: Ya era tiempo de que subiese a cubierta. He tratado de recuperar mis fuerzas con este objeto…, sólo con este objeto, ¿sabe usted, capitán?

Respondí que sí y le sugerí que lo mejor que podía hacer ahora era bajar a descansar.

– ¿Bajar? Ciertamente que no, capitán -replicó, con aire indignado.

Aquel hombre me estorbaba horriblemente. Sin contar que enseguida comenzó a discutir. Yo sentía, en la oscuridad, su agitación insensata.

– Usted no sabe cómo arreglar este asunto, capitán. ¡Y cómo habría de saberlo! ¿A qué todo este hablar en voz baja y este andar de puntillas? No irá usted a creerse que se puede librar de una bestia tan solapada y astuta como era aquel bandido. Usted nunca lo oyó hablar. Había para ponerle a uno los pelos de punta. ¡No, no!, no estaba loco. No estaba más loco que yo. Era, francamente, malo; ésta es la verdad. Lo bastante perverso para atemorizar a casi todo el mundo. Le diré lo que era: en el fondo, era nada menos que un ladrón y un asesino. ¿Y cree usted que habrá cambiado ahora por estar muerto? ¡De ningún modo! Su cuerpo está ahora a cien brazas bajo el agua, pero él sigue siendo el mismo… A los 8° 20' de latitud norte.

Gruñó, con expresión de reto. Yo observaba con resignada laxitud que la brisa había disminuido ligeramente mientras él divagaba.

– Yo habría debido arrojar a aquel miserable por encima de la borda, como si fuese un perro -prosiguió Mr. Burns-. Solamente por consideración a los hombres… Cuando se piensa que fue preciso leer el oficio de difuntos para una bestia semejante… «Nuestro difunto hermano…» Movía a risa, y eso era, precisamente, lo que él no podía soportar. Creo que yo fui el único que nunca se atrevió a reírse de él en sus barbas. Cuando cayó enfermo, le entró un canguelo al tal… hermano… ¡Hermano! Tanto valdría llamar hermano a un tiburón.

La brisa había cesado tan repentinamente que las velas húmedas, a causa de la misma velocidad del barco, fueron a golpear pesadamente el mástil. De nuevo éramos víctimas de los maleficios de aquella inmovilidad mortal. Parecía como si no pudiera haber salvación posible.

– ¿Qué? -exclamó Mr. Burns, con tono de alarma-. ¿Calma otra vez?

Me dirigí a él como si estuviese en plena posesión de su juicio.

– Ésta es la clase de tiempo que hemos tenido constantemente desde hace diecisiete días, Mr. Burns -le dije, con profunda amargura-. Un soplo insignificante de brisa, y enseguida una calma chicha; dentro de un momento verá usted girar el barco sobre su quilla y poner la proa hacia el diablo sabe dónde.

Al vuelo cogió Mr. Burns la palabra.

– ¡Ese maldito viejo del diablo! -exclamó con voz aguda, y se echó a reír, con la risa más estruendosa que me fuera dado oír nunca. Era una risa provocativa, burlona, con una nota aguda de reto; una risa que ponía los pelos de punta. Al oírla, retrocedí estupefacto.

De inmediato oí murmullos de espanto en la cubierta, a popa.

Encima de nosotros, desde las tinieblas, una voz alarmada gritó:

– ¿Quién se ha vuelto loco ahora?

¡Tal vez pensaban que era su capitán! Decir que se precipitaron no es lo más indicado para expresar el máximo apresuramiento de que eran capaces aquellos pobres diablos; pero, en un lapso de tiempo sorprendentemente corto, todos los de la tripulación que podían tenerse en pie se encontraron reunidos a popa.

– Es el segundo… -les grité-. Que dos de vosotros lo sujeten…

Yo esperaba que aquello terminaría con un simulacro de lucha, pero la risa burlona de

Mr. Burns cesó bruscamente. Volviéndose hacia ellos furioso, les gritó:

– ¡Ah, sois vosotros, perros! Habéis encontrado vuestras lenguas, ¿eh? Yo creía que os habíais vuelto mudos. Pues bien, reíd, en ese caso, reíd, os digo. Vamos, todos juntos, a la vez… ¡Una, dos, tres: a reír!

Se hizo el silencio, un silencio tan profundo que se habría oído el ruido de un alfiler al caer sobre cubierta.

Luego, la voz imperturbable de Ransome murmuró con tono amable estas palabras: -Me parece, capitán, que ha perdido el conocimiento.

El grupo inmóvil que formaban los hombres se dispersó, con un sordo murmullo de alivio. -Yo lo he cogido por los brazos; que lo coja alguien por los pies.

Sí, era un alivio. Ya no se lo oiría más por un tiempo -por algún tiempo-. Realmente, no habría podido soportar un nuevo estallido de risa insensata. Sin embargo, ése fue el momento que escogió Gambril, el austero Gambril, para obsequiarnos con otra ejecución vocal. De pronto, comenzó a pedir ayuda. Se lo oía gemir lastimeramente en la oscuridad.

– ¡Que venga alguien a popa! No tengo fuerzas. Va a echar a andar y no puedo…

Me precipité hacia él, azotado en el camino por una ráfaga de brisa, que el oído de Gambril había oído acercarse de lejos y que vino a hinchar las grandes velas con una sucesión de ruidos apagados, a los que se mezclaba la sorda quejumbre de las perchas. Llegué en el momento preciso para agarrar el timón, mientras Frenchy, que me había seguido, recibía en sus brazos a Gambril, desplomado. Arrastrándolo a un lado, fuera del paso, le aconsejó que permaneciese allí un buen rato, tranquilamente tendido; luego, adelantándose para sustituirme en el timón, me preguntó con calma:

– ¿Qué ruta, capitán?

– Por ahora, derecho y viento en popa. Dentro de un instante le traeré una luz.

Pero, cuando me dirigía hacia proa, me encontré con Ransome, que traía la lámpara de recambio de la bitácora. Este hombre lo observaba todo, lo vigilaba todo y cada uno de sus movimientos llevaba un remedio en torno a él. Al pasar cerca de mí, observó, con tono consolador, que las estrellas reaparecían. Era verdad. La brisa barría aquel cielo color de hollín y rompía el silencio indolente del mar.

La barrera de horrible inmovilidad que venía aprisionándonos desde hacía tantos días, estaba rota al fin. Comprendiéndolo así, me dejé caer

sobre el borde de la lumbrera. Una delgada y blanca línea de espuma, tenue, muy tenue, se quebró a lo largo de la borda. La primera desde hacía una eternidad, ¡una eternidad!, y de no haber sido por mi sentimiento de culpa, que se mezclaba secretamente a todos mis pensamientos, habría gritado de alegría.

Vi a Ransome de pie ante mí.

– ¿Cómo va el segundo? -le pregunté con tono de ansiedad-. ¿Continúa sin sentido?

– Realmente, capitán, es curioso lo que le pasa-me dijo Ransome, que evidentemente estaba desconcertado-. No ha abierto la boca y tiene los ojos cerrados. Pero a mí me hace el efecto de un sueño profundo, y nada más. Acepté esta manera de ver como la menos mala o, en todo caso, la menos molesta. Desvanecimiento profundo o profundo sueño, por el momento era preciso dejar a Mr. Burns abandonado a sí mismo. Ransome declaró de pronto: -Me parece que necesita usted un abrigo, capitán.

– Creo lo mismo -convine con un suspiro. Pero no me moví. Realmente, lo que necesitaba eran miembros nuevos. Mis brazos y mis piernas me parecían completamente inútiles, completamente inutilizables. Ya no me hacían daño. Me levanté, no obstante, para cubrirme con el abrigo que me trajo Ransome. Y cuando me propuso llevar a Gambril a proa, contesté: -Bien. Voy a ayudarle a bajarlo al puente.

Me di cuenta de que estaba en perfecto estado de hacerlo. Entre ambos, levantamos a Gambril, que trató de comportarse valientemente, pero no por ello dejó de suplicarnos, una y "otra vez, con tono lastimero:

– ¡No me dejéis caer al llegar a la escala! ¡No me dejéis caer al llegar a la escala!

La brisa -una verdadera brisa-, esta vez continuó soplando. Al levantarse el sol, logramos por medio de una cuidadosa maniobra del timón, y aprovechando el mar tranquilo, que las vergas de trinquete se escuadreasen por sí mismas; y ya sólo tuvimos que tirar de los cabos. De los cuatro hombres que había tenido conmigo durante la noche, sólo vi a dos. Al preguntar por los otros, me enteré de que habían cedido a la enfermedad. Aunque sólo pasajeramente, me atreví a esperar.

Los diversos trabajos que debíamos efectuar a proa nos ocuparon durante varias horas; los hombres que me quedaban sólo podían moverse lentamente, deteniéndose con frecuencia para tomar aliento. Uno de ellos observó:

– Todo parece pesar a bordo cien veces más de su peso.

Ésa fue la única queja que oí. No sé lo que hubiéramos hecho sin Ransome. Compartió nuestro trabajo, silencioso también, con una sonrisa glacial en los labios.

De vez en cuando, le murmuraba yo: «Poco a poco, Ransome, no se apresure», y por toda respuesta me lanzaba una mirada rápida.

Cuando se hubo hecho cuanto se podía hacer para la seguridad del barco, desapareció en su cocina. Algún tiempo después, yendo a echar una mirada a proa y estando abierta la puerta de la cocina, lo vi sentado sobre el cofre, ante la hornilla, con la cabeza echada hacia atrás y apoyada contra el tabique. Tenía los ojos cerrados; sus manos -tan hábiles y solícitas- mantenían abierta su delgada camisa de algodón, dejando patéticamente al desnudo su robusto torso, agitado por un jadear doloroso y difícil. No me oyó. Me retiré en silencio y regresé a la toldilla para relevar a Frenchy, que en aquel momento comenzaba a tener bastante mal aspecto. Me dio la ruta con mucha exactitud y se esforzó por alejarse con paso ligero, pero, antes de que desapareciera de mi vista, lo vi tambalearse por dos veces.

Me quedé, pues, solo en la popa, sosteniendo el timón de mi barco, que huía bajo el viento, cabeceando de vez en cuando con violencia, y hasta dando algún que otro bandazo. Casi de inmediato reapareció Ransome ante mí, trayendo una bandeja en la mano. La sola vista del alimento

despertó mi voracidad. Ransome se hizo cargo del timón, mientras yo me sentaba sobre el cuartel de la escotilla para tomar mi desayuno.

– Esta brisa parece haber cambiado a nuestros hombres -dijo Ransome-. Los ha abatido a todos.

– Sí -repuse-. Me parece que usted y yo todavía somos los únicos que servimos para algo en el barco.

– Frenchy pretende estar todavía lleno de ánimo. No sé, pero lo dudo -prosiguió Ransome, con su sonrisa pensativa-. Es un excelente muchacho. Pero suponga usted, capitán, que este viento empieza a soplar en redondo cuando estemos cerca de tierra, ¿qué haríamos entonces?

– Si la brisa cambiase bruscamente al hallarnos cerca de tierra, o encallaremos o seremos desarbolados, o ambas cosas a la vez. No habría modo de evitarlo. Actualmente, el barco es el que nos lleva a nosotros, no nosotros a él, y todo lo que podemos hacer es mantener derecho el timón. Es un barco sin tripulación.

– Sí, todos han caído -convino Ransome tranquilamente-. De vez en cuando voy a proa a echarles un vistazo, pero nada más puedo hacer por ellos.

– Yo, el barco y todos los que van a bordo le debemos mucho a usted, Ransome -le dije calurosamente.

Hizo como si no hubiese oído nada y continuó gobernando en silencio hasta que estuve en situación de reemplazarlo. Me cedió el timón, recogió la bandeja y, como última noticia, me informó de que Mr. Burns había despertado y parecía querer subir a cubierta.

– No sé cómo impedírselo, capitán. En realidad, no puedo permanecer abajo todo el tiempo. Eso era realmente imposible, pero, justamente en aquel momento apareció Mr. Burns sobre cubierta, arrastrándose con pena hacia la popa, envuelto siempre en su enorme abrigo. No pude verlo sin sentir un terror muy comprensible. Oírle divagar sobre las astucias de un muerto cuando me era preciso llevar el timón de un barco arrastrado por un furioso impulso y tripulado por unos cuantos hombres agonizantes, era una perspectiva terrorífica.

Pero las primeras observaciones que hizo eran, tanto por su tono como por su contenido, perfectamente razonables. En apariencia, no conservaba el menor recuerdo de la escena de la noche anterior; y, si lo tenía, no dejó traslucir nada. Ni siquiera habló demasiado. Se sentó sobre la lumbrera, con aspecto de sentirse muy deprimido, pero aquella fuerte brisa que había abatido los últimos restos de mi tripulación, parecía insuflar en su cuerpo un vigor nuevo con cada soplo. Casi se podía seguir la mejoría con la mi rada. Para probar su estado, hice intencionadamente una alusión al difunto capitán, y me sorprendió comprobar que Mr. Burns no manifestaba mayor interés al respecto. Brevemente, con cierta verbosidad vindicativa, habló de las iniquidades de aquel viejo bandido, concluyendo, de modo inesperado:

– Me parece, capitán, que un año antes de su muerte había empezado ya a perder la cabeza. ¡Maravillosa curación! Difícilmente pude concederle toda la admiración que merecía, pues me era preciso gobernar, sin distraer mi atención ni por un instante. Comparada con la lentitud desesperante de los días precedentes, nuestra marcha era vertiginosa. Dos surcos de espuma brotaban bajo nuestra roda; el viento cantaba con un acento vibrante que en otras circunstancias habría sido para mí la expresión de toda la alegría de vivir. Cada vez que la vela mayor crujía como si fuese a desgarrarse sobre las jarcias, Mr. Burns me dirigía una mirada aprensiva. -¿Qué quiere usted que haga, Mr. Burns? No se puede arriarla. Casi deseo que el viento se la lleve. El horrible estruendo que hace me exaspera.

Mr. Burns se retorció las manos y gritó con brusquedad:

– ¿Y cómo hará usted, capitán, para entrar en el puerto sin tripulación para la maniobra?

Me era imposible decírselo.

Pues bien, cuarenta horas después, poco más o menos, entramos, sin embargo, en el puerto. La virtud exorcizadora de la insensata risa de Mr. Burns había vencido al maléfico espectro, roto el diabólico hechizo y apartado la maldición. Por lo pronto, ya nos encontrábamos entre las manos de una providencia benévola y enérgica que nos impulsaba hacia delante…

Nunca olvidaré la última noche, oscura, ventosa y estrellada. Yo llevaba el timón. Mr. Burns, después de haberme hecho prometer que lo despertaría si sucedía algo, se había dormido rápidamente sobre cubierta, cerca de la bitácora. Los convalecientes necesitan el sueño. Ransome, apoyado contra el mástil de mesana, con una manta sobre las piernas, permanecía inmóvil, pero creo que no cerró los ojos ni por un instante. Frenchy, aquella encarnación de la jovialidad, dominado todavía por la ilusión de sentirse remozado, había insistido en acompañarnos, pero, respetuoso de la disciplina, se había tendido al extremo de la toldilla, lo más lejos posible, junto al armero para los baldes.

Mientras tanto, yo llevaba el timón, demasiado cansado para sentirme inquieto, demasiado cansado para ordenar mis ideas. Tenía momentos de huraña exaltación, y un momento después me desfallecía el corazón al pensar que el dormitorio de la tripulación, al otro extremo de aquella cubierta sumergida en la oscuridad, estaba lleno de hombres agarrotados por la fiebre, agonizantes algunos de ellos. ¡Por culpa mía! Pero ¿para qué pensar en ello? El remordimiento podía esperar. Por el momento tenía que llevar el timón.

En las primeras horas del día disminuyó la brisa, y poco más tarde cesó por completo. A eso de las cinco, sin embargo, volvió a levantarse, con la suficiente energía para poder entrar en rada. La aurora encontró a Mr. Burns sentado en el cuartel de la escotilla de popa, metido entre roscas de cabos y aferrando el timón con sus manos lívidas y descarnadas, que surgían de las profundidades de su abrigo. Entretanto, Ransome y yo corríamos a lo largo de la cubierta, largando al pasar todas las escotas y drizas. Al instante nos precipitamos hacia el castillo de proa. Nuestros esfuerzos y el enervamiento que sentíamos al esforzarnos para echar las anclas hacían que el sudor bañase nuestras frentes. Yo no me atrevía a mirar a Ransome mientras penábamos el uno junto al otro. Sólo cambiábamos palabras entrecortadas; oyéndolo jadear a mi lado, evitaba volver los ojos en su dirección, por temor a verlo caer y expirar en su supremo esfuerzo… ¿Por qué? Seguramente por un ideal consciente.

El consumado marino que había en él se había despertado. No necesitaba instrucciones; de sobra sabía lo que era preciso hacer. Cada uno de sus esfuerzos, cada uno de sus movimientos, era un acto de verdadero heroísmo. No era yo quien debía mirar a un hombre así inspirado. Al fin, cuando todo estuvo listo, le oí decirme:

– ¿No le parece que haría bien bajando ahora a abrir las candalizas, capitán?

– Perfectamente -dije. Y ni aun entonces miré en su dirección. Al cabo de un momento, subió su voz desde la cubierta.

– Cuando usted quiera, capitán; el cabrestante está listo.

Hice una señal a Mr. Burns de que inmovilizase el timón y dejé caer las dos anclas, una tras otra, dando al barco toda la cadena que se le antojó. Fue preciso soltar casi toda la cadena de ambas, mientras las velas desplegadas colgaban, súbitamente fláccidas, dejando de hacer aquel ruido que tanto me atormentara. Un silencio absoluto reinó en el barco, y mientras yo permanecía de pie a proa, ligeramente aturdido en medio de aquella súbita calma, llegaron a mis oídos una o dos débiles quejumbres y los murmullos incoherentes de los enfermos reunidos en el castillo de proa.

Como habíamos izado en el palo de mesana una bandera para indicar que necesitábamos asistencia sanitaria, antes de que el barco hubiese quedado completamente inmóvil fuimos abordados por tres chalupas de vapor, de los varios navíos de guerra surtas en la rada, y nada menos que cinco cirujanos de la marina subieron a bordo. Los vi formar un grupo y recorrer con la mirada la cubierta, absolutamente desierta, y luego mirar hacia lo alto, sin descubrir a ningún tripulante.

Solo, sin que nadie me acompañara, avancé hacia ellos, vestido con un pijama de rayas azules y grises, y cubierto con un salacote. Su contrariedad fue grande. Esperaban encontrar allí empleo para sus conocimientos quirúrgicos y todos habían traído su estuche de cirugía, pero no tardaron en dominar su ligera decepción. En menos de cinco minutos una de las canoas se dirigió a tierra para pedir una chalupa grande y enfermeros para el transporte de mi tripulación. Una gran pinaza de vapor los llevó de nuevo a bordo de su navío y regresó trayendo marinos ingleses para arriar mis velas.

Uno de los cirujanos había permanecido a bordo. Después de visitar el castillo de proa, volvió de nuevo hacia mí, con aire impenetrable. Observando mi mirada interrogadora, me dijo bruscamente:

– No hay allí ningún muerto, si es eso lo que desea usted saber. -Luego, con acento de asombro, agregó-: ¡Toda la tripulación…!

– ¿Están muy enfermos?

– Muy enfermos -repitió mientras sus ojos recorrían todo el navío-. ¡Cielos! ¿Qué es aquello?

– Eso -le dije yo, mirando hacia atrás-, es Mr. Burns, mi segundo.

Mr. Burns, con su rostro de moribundo inclinado sobre su largo cuello, era en verdad un espectáculo bastante sorprendente. El cirujano preguntó:

– ¿También él va al hospital?

– ¡Oh!, no -respondí con una sonrisa-. Mr. Burns no puede ir a tierra sin llevarse consigo el palo mayor. Estoy muy orgulloso de él; es mi único convaleciente.

– Tiene usted un aspecto… -comentó el doctor, mirándome fijamente; pero, antes de que pudiera terminar su frase, lo interrumpí, colérico.

– Yo no estoy enfermo.

– No… Pues tiene un aspecto extraño.

– ¡Claro! ¿Sabe usted que he permanecido diecisiete días sobre cubierta?

– ¡Diecisiete días! Pero habrá usted dormido.

– Supongo que sí, pero no lo sé. De lo que sí estoy seguro es de que hace cuarenta horas, que no duermo.

– ¡Caramba! Supongo que ahora irá usted a tierra.

– Tan pronto como pueda. Tengo que hacer allí infinidad de cosas.

El cirujano soltó mi muñeca, que había tomado mientras hablábamos, sacó un cuadernillo, escribió en él algo muy deprisa, arrancó la hoja y me la tendió.

– Seriamente le aconsejo que mande preparar en tierra esta fórmula. Es para usted. Si no me equivoco, esta misma noche la necesitará.

– ¿Qué es? -pregunté con desconfianza. -Un narcótico -respondió ásperamente el cirujano, y dirigiéndose con interés hacia Mr. Burns, entabló conversación con él.

Cuando descendí, a fin de vestirme para ir a tierra, me siguió Ransome. Comenzó por excusarse: también él deseaba ir a tierra, y me pidió que le arreglase su cuenta. Lo miré, sorprendido. Ransome esperaba ansiosamente mi respuesta.

– Pero ¿es que tiene usted la intención de dejar el barco? -exclamé.

– A decir verdad, sí, capitán. Quiero quedarme en tierra y vivir tranquilo en cualquier parte. No importa dónde. En el hospital, si es necesario.

– Pero, Ransome -le dije yo-, para mí es muy penosa la idea de separarme de usted. -No tengo más remedio que irme-exclamó. Jadeaba, y su rostro tomó una expresión huraña y resuelta. Por un instante se convirtió en otro hombre. A través de todos sus méritos y de su afabilidad, entreví la realidad de las cosas. La vida, aquella vida ruda y precaria, le parecía un don precioso y se hallaba terriblemente alarmado por su salud.

– Si usted lo desea, le daré su cuenta, como es natural -me apresuré a decirle-. Lo único que le ruego es que se quede a bordo hasta esta tarde. No puedo dejar a Mr. Burns durante tantas horas completamente solo en el barco. Ransome se ablandó enseguida y me aseguró, con su sonrisa y su afable entonación de costumbre, que comprendía perfectamente mi deseo. Cuando volví a subir al puente, todo estaba ya listo para el transporte de la tripulación. Ésa fue la última prueba de aquel episodio, que había madurado y templado mi carácter, aunque yo no me diera cuenta de ello por aquel entonces. Fue horrible. Los vi pasar uno tras otro, y cada uno de ellos parecía encarnar el más amargo reproche, hasta que sentí despertar en mí un vago sentimiento de rebelión. El pobre Frenchy se había dejado dominar de pronto por el mal. Lo pasaron ante mí, insensible, con el rostro horriblemente rojo y como hinchado, en el estertor de la agonía. Cada vez se asemejaba más a un polichinela, a un polichinela espantosamente borracho. En cambio, el austero Gambril se hallaba un poco mejor, al menos por el momento.

Insistió en que lo dejasen marchar por su pie hasta la borda, sostenido de cada lado, claro está. Pero en el momento de bajar a la chalupa un pánico súbito se apoderó de él, y comenzó a gemir lastimeramente:

– ¡Capitán, impídales que me dejen caer! ¡Impídales usted que me dejen caer!

Con el tono más tranquilizador que pude encontrar, le grité:

– No tema nada, Gambril; no lo dejarán caer, se lo aseguro.

Aquello, sin duda, era ridículo. Los marinos de la Armada que se hallaban sobre cubierta no disimulaban la risa, en tanto que el mismo Ransome, que ayudaba en primera línea al desembarco, acentuaba su pensativa sonrisa.

Me embarqué en la pinaza de vapor para ir a tierra y, al volverme para mirar el barco, vi a Mr. Burns, de pie junto al cairel de coronamiento, envuelto todavía en su enorme abrigo de lana. La resplandeciente luz del sol subrayaba su aspecto fantástico. Parecía un magnífico y terrible espantajo que alguien hubiese colocado en la popa de un barco apestado, para ahuyentar de los cadáveres a las aves marinas.

Nuestra historia había dado ya la vuelta a la ciudad y todo el mundo se mostró amabilísimo en tierra. La Oficina del Puerto me dispensó del pago de derechos, y como precisamente se encontraba en el Hogar del Marino la tripulación de un barco naufragado, no encontré la menor dificultad para embarcar a los hombres que necesitaba. Pero cuando pregunté si podía ver por un momento al capitán Ellis, me contestaron, no sin cierta compasión por mi ignorancia, que nuestro vice-Neptuno había pedido el retiro y regresado a Europa unas tres semanas después de salir yo del puerto. Creo, pues, que mi nombramiento fue, dejando a un lado la rutina diaria, el último acto de su vida oficial.

Una vez en tierra, me sorprendí de los ademanes elásticos, de las miradas animadas, de la robusta vitalidad de las gentes que encontraba a mi paso. Todo ello me impresionó profundamente. Entre aquellas personas, como es natural, encontré al capitán Giles. En realidad, habría sido muy extraño que no lo hubiese encontrado. Un prolongado paseo por la parte comercial de la ciudad era el empleo regular que daba a cada una de sus mañanas cuando se hallaba en tierra.

Desde muy lejos, distinguí el brillo de la gruesa cadena de oro que le cruzaba el pecho. Todo él irradiaba benevolencia.

– ¿Qué es lo que he oído decir? -preguntó, con una amplia sonrisa después de estrecharnos las manos-. ¿Veintiún días desde Bangkok?

– ¿Eso es todo lo que le han contado? -pregunté a mi vez-. Véngase usted a almorzar conmigo; quiero que sepa exactamente el atolladero en que me metió usted.

Vaciló por un segundo.

– Está bien, vamos -dijo por fin, condescendiente.

Entramos en el hotel. Con gran sorpresa, descubrí que podía comer con excelente apetito. Luego, cuando hubieron levantado la mesa, relaté toda la historia al capitán Giles, desde mi posesión del mando y bajo todos sus aspectos profesionales y sentimentales. Él me escuchaba, fumando pacientemente el puro que yo le había ofrecido.

– Debe de sentirse usted terriblemente fatigado -declaró.

– No -contesté-. No estoy fatigado. Voy a decirle lo que siento, capitán Giles. Me siento viejo. Y debo de estarlo. Todos ustedes, los que se hallan en tierra, me hacen el efecto de una partida de jóvenes calaveras que nunca han tenido la menor preocupación en el mundo.

El capitán Giles no sonrió. Su aspecto era insoportablemente ejemplar.

– Eso pasará -declaró-, pero es verdad que parece haber envejecido.

– Sí, ¿eh? -exclamé.

– Es decir… La verdad es que de nada, bueno ni malo, se debe hacer demasiado caso en esta vida. -La vida a media máquina -murmuré perversamente- no está al alcance de todo el mundo. -Todavía deberá considerarse usted feliz si se puede mantener a esa velocidad moderada -replicó, con su aire virtuoso-. Y todavía hay más: es preciso que un hombre luche contra la mala suerte, contra sus errores, su conciencia y otras zarandajas por el estilo. Si no, ¿contra qué lucharía uno?

No respondí. No sé qué vio en mi rostro, pero, bruscamente, me preguntó:

– Y qué, ¿no se siente usted desanimado?

– Sólo Dios lo sabe, capitán Giles -contesté con la mayor sinceridad.

– En ese caso todo está bien-afirmó con tono sosegado-. Pronto aprenderá usted a no desanimarse. Un hombre tiene que aprenderlo todo, y esto es lo que tantos jóvenes no comprenden. -¡Oh!, yo ya no soy un joven.

– En efecto -concedió-. ¿Partirá usted pronto?

– Ahora mismo regresaré a bordo. Voy a levar una de las anclas y a virar la otra tan pronto como tenga mi nueva tripulación a bordo; y mañana por la mañana, a la salida del sol, habré aparejado.

– ¿De veras? -gruñó el capitán Giles con tono de aprobación-. Eso es precisamente lo que debe hacer. Va usted por buen camino.

– ¿Qué pensaba que iba a hacer? -le dije, irritado por su entonación-. ¿Tomarme una semana de descanso en tierra? No descansaré hasta que haya llevado mi barco al océano Índico, y aun entonces…

Con aire aburrido, aspiró algunas bocanadas de humo de su cigarro, y luego, como transformado súbitamente, dijo, con entonación soñadora:

– Sí, a eso se reduce todo. -Hubiérase dicho que un espeso velo se acababa de levantar, revelando a un inesperado capitán Giles. Pero eso sólo duró un instante, apenas el tiempo justo para que pudiese agregar-: No hay mucho descanso aquí abajo para nadie. Más vale no pensar en ello.

Nos levantamos, salimos del hotel y después de un caluroso apretón de manos nos separamos en la calle en el momento justo en que, por primera vez en nuestras relaciones, comenzaba a interesarme.

Lo primero que vi al regresar a bordo fue a Ransome, en la toldilla, tranquilamente sentado sobre su cofre, ya cuidadosamente atado.

Le hice señal de que me siguiese hasta la cámara, donde me senté para escribir una carta en la cual recomendaba a Ransome a uno de mis amigos de tierra.

Cuando la terminé, le tendí la carta y dije: -Podrá servirle, cuando salga del hospital.

Ransome cogió la carta y s e la guardó en el bolsillo. Sus ojos, sin mirar a ninguna parte, evitaban encontrarse con los míos.

– ¿Cómo se siente ahora? -le pregunté. -No me siento demasiado mal en este momento, capitán -contestó algo envarado-. Pero temo lo que pueda venir…

Por un instante, vi reaparecer en su rostro aquella sonrisa pensativa.

– Le he tenido… le he tenido siempre un miedo horrible a mi corazón, capitán -añadió. Me aproximé a él con la mano extendida. Sus ojos, que no me miraban, tenían una expresión forzada: el aspecto de un hombre que acecha una señal de alarma.

– ¿No quiere usted darme la mano, Ransome? -le pregunté amablemente.

Lanzando una exclamación y enrojeciendo hasta las orejas, me estrechó la mano con todas sus fuerzas. Un momento después, solo ya en la cámara, le oí subir uno a uno los peldaños de la toldilla, cautamente, con un temor mortal a provocar la ira súbita de nuestra común enemiga, que su destino adverso le había obligado a llevar conscientemente en su leal corazón.

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