3

La primera cosa que vi al llegar abajo fue la parte alta del cuerpo de un hombre proyectada hacia atrás, por así decirlo, desde una de las puertas que se hallaban al pie de la escalera. El hombre me miraba con los ojos muy abiertos. Tenía un plato en una mano y una servilleta en la otra.

– Soy el nuevo capitán -le dije tranquilamente.

En un abrir y cerrar de ojos soltó el plato y la servilleta y abrió con precipitación la puerta de la cámara. Apenas hube entrado en ella, cuando desapareció el individuo, pero sólo para reaparecer de inmediato abotonándose una chaqueta, que se puso con la rapidez de un transformista.

– ¿Dónde está el segundo? -pregunté.

– Creo que está en la cala, capitán. Hace diez minutos lo vi bajar por la escotilla de popa. -Dile que estoy a bordo.

La mesa de caoba, colocada bajo la lumbrera, brillaba en la penumbra como una oscura superficie acuática. El aparador, rematado por un gran espejo de marco dorado tenía una hermosa plancha de mármol adornada con dos lámparas de metal plateado y otros objetos que, evidentemente, sólo se sacaban al llegar al puerto. Los paneles de la cámara eran de dos clases diferentes de madera y de ese gusto sencillo y excelente que prevalecía en la época en que había sido construido el navío.

Me senté en el sillón colocado a la cabecera de la mesa, el sillón del capitán. Un pequeño compás suspendido sobre él recordaba mudamente el deber de una vigilancia incesante.

Una serie de hombres se habían sentado sucesivamente en aquel sillón. De repente pasó por mi espíritu esta idea, como si cada uno de ellos hubiese dejado un poco de sí entre los cuatro muros de aquellos decorados mamparos, como si una especie de alma compuesta, el alma del mando, viniese de pronto, en un murmullo, a hablarme de largas jornadas en el mar y de momentos de angustia.

«Tú también -parecía decir-, tú también gustarás de esta paz y esta inquietud, en una penetrante intimidad contigo mismo, tan oscuro como lo fuimos nosotros y tan soberano en presencia de todos los vientos y todos los mares, en el seno de una inmensidad que no admite huella alguna, que no guarda ningún recuerdo ni lleva cuenta alguna de las vidas humanas.»

En el fondo del marco dorado, de un oro ya deslustrado, a favor de la media luz caliente que se filtraba a través del toldo, vi mi rostro apoyado sobre mis manos. Y me contemplé fijamente, con la perfecta imparcialidad de la distancia, más bien con curiosidad que con cualquier otro sentimiento, como no fuese cierta simpatía que experimentaba por aquel último representante de lo que, en suma, formaba una dinastía, perpetuada, no por la sangre, ciertamente, sino por la experiencia, por la educación, por el concepto del deber y la bienaventurada sencillez de su tradicional concepto de la vida.

De pronto, tuve la impresión de que el hombre que me miraba inmutable y al que yo miraba como si fuese yo mismo y, a la vez, un individuo distinto, no era exactamente un ser aislado. Él tenía su lugar en un linaje de hombres que no había conocido y de los que nunca había oído hablar, pero a los que unas mismas influencias habían formado y cuyas almas, en lo que a la obra de sus humildes vidas concernía, no tenían secretos para él.

De repente caí en la cuenta de que había alguien más en la cámara, alguien de pie en un rincón y que me miraba atentamente. Era el segundo. Su largo bigote rojo determinaba el carácter de su fisonomía, que me pareció combativo, y -por absurdo que parezca- de bastante mal agüero.

¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí observándome, mientras yo permanecía sumido en mi divagar? Muy confuso me habría quedado si, al lanzar una rápida mirada al reloj incrustado en lo alto del espejo, no hubiese observado que el minutero apenas se había movido.

Sin duda no debía de hacer más de dos minutos que yo me hallaba allí, pongamos tres…; por lo tanto, y afortunadamente, el segundo no había podido observarme sino durante una fracción de minuto. Pero no por eso deploré menos lo sucedido.

Sin embargo, no dejé traslucir nada, me levanté negligentemente -con una negligencia de circunstancias- y lo acogí con perfecta cordialidad.

Su actitud tenía algo de forzada y de atenta a la vez. Se llamaba Burns. Salimos de la cámara y recorrimos juntos el barco. Su rostro, visto

a plena luz, me pareció cansado, flaco, ceñudo. Por delicadeza, evitaba el mirarlo con demasiada frecuencia; sus ojos, en cambio, permanecían obstinadamente fijos en mí; eran verdes, y había en ellos una expresión expectante.

Contestó a todas mis preguntas, pero yo creía descubrir en su entonación no sé qué repugnancia. El oficial segundo, con tres o cuatro hombres, se hallaba ocupado en la proa. Burns me dijo su nombre y yo lo saludé al pasar. Era extremadamente joven, al punto de que casi me hizo el efecto de un niño.

Cuando regresamos a la cámara, me senté en la extremidad de un canapé de terciopelo rojo semicircular, o más bien semiovalado, que ocupaba toda la parte posterior de la cámara. Mr. Burns, al que ofrecí asiento, se dejó caer en una de las sillas giratorias que había en torno a la mesa y continuó mirándome con la misma insistencia y una expresión extraña, como si todo aquello fuese una pura ficción y esperase a cada momento verme levantar riendo a carcajadas, y, dándole una palmadita en la espalda, desaparecer de la cámara, como por ensalmo.

Esa situación tenía algo raro que comenzaba a inquietarme. Me esforcé, sin embargo, por reaccionar contra tan confuso sentimiento.

«Es mi inexperiencia, y nada más», pensé. En presencia de aquel hombre algunos años mayor que yo, según me pareció, tuve conciencia de lo que había dejado detrás de mí -conciencia de mi juventud-. Pero esto apenas si podía servirme de consuelo. La juventud es una gran cosa, una fuerza poderosa, mientras no se piensa en ella. Me sentía confuso. Casi a pesar mío, afecté una gravedad malhumorada.

– Veo que ha mantenido usted el barco en buen orden, Mr. Burns -le dije.

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando ya me preguntaba coléricamente por qué lo había hecho. A manera de respuesta, Mr.

Burns se contentó con guiñarme un ojo. ¿Qué quería decir con aquello?

Me escudé entonces en una pregunta que desde hacía largo tiempo venía haciéndome interiormente; la pregunta más natural que pueda salir de labios de un marino que se embarca en un barco nuevo para él. ¡La hice al demonio aquella turbación!- con un tono dégagé y jovial:

– Supongo que podrá andar, ¿eh? Normalmente, la respuesta a una pregunta de este género debería haber tenido un acento bien de excusa apesadumbrada, bien de orgullo visiblemente contenido; algo así como: «No quiero jactarme, ¡pero ya verá usted!» Hay marinos que habrían declarado con brusquedad: «Es una mala bestia perezosa», o que habrían mostrado su satisfacción diciendo: «No anda, vuela.» Dos alternativas y varias maneras.

Pero Mr. Burns encontró otra, muy suya y que tenía, en todo caso, a falta de otro mérito, el de economizarle aliento.

Sin despegar los labios, contentóse con fruncir las cejas, y ello con una marcada expresión de descontento. Aún esperé unos instantes. Pero eso fue todo.

– ¿Qué pasa…? ¿Lo ignora usted después de haber pasado dos años a bordo? -pregunté ásperamente.

Me miró por un momento, con tal expresión de sorpresa que cualquiera hubiese dicho que hasta aquel momento no había descubierto mi presencia. Pero esta expresión se borró de inmediato. Con la misma subitaneidad, recobró su aire de indiferencia. Supongo que, después de pensarlo bien, consideró que más valdría decir algo. Me declaró, pues, que un barco, como un hombre, necesita una ocasión para mostrar de lo que es capaz, y que, desde que él se hallaba a bordo, nuestro barco no habla tenido ninguna. Ni la más mínima, a su juicio. El último capitán… Se interrumpió.

– ¿Realmente, tuvo tan poca suerte? -le pregunté, con visible incredulidad.

Mr. Burns apartó la mirada. No, el anterior capitán no era hombre de mala suerte. No se podía decir tal cosa. Pero era un hombre que no parecía querer utilizar su suerte.

El enigmático Mr. Burns hizo esta declaración con rostro impávido y los ojos obstinadamente fijos en la funda del gobernalle. La declaración en sí era bastante sugestiva.

– ¿Dónde murió? pregunté con tono de indiferencia.

– En esta cámara. Precisamente en el lugar en que está usted sentado -respondió Mr. Burns. Reprimí un absurdo impulso de levantarme. Después de todo, me agradaba el saber que no había muerto en el lecho que de ahora en adelante iba a ser mío. Expliqué al segundo lo que deseaba saber en realidad, es decir, dónde había sido enterrado su difunto capitán.

Mr. Burns me contestó que a la entrada del puerto. Tumba espaciosa, respuesta suficiente. Pero el segundo, dominando visiblemente algo

que en él pasaba -algo como una singular repugnancia a creer en mi llegada (al menos como hecho irrevocable)-, no se detuvo allí, a pesar, tal vez, de su deseo de hacerlo.

Como en una especie de transacción con sus sentimientos, supongo yo, se dirigía con insistencia a la funda del gobernalle, de tal modo, que

me hacía el efecto de un hombre que hablara a solas, y esto sin darse cuenta cabal de ello.

Me declaró, pues, que a las siete campanadas del cuarto de guardia matinal había hecho subir a todos los hombres a la cubierta de popa y les

había dicho que era conveniente que bajasen a decir adiós al capitán.

Esas palabras, pronunciadas a disgusto, como a un intruso, bastaron para evocar ante mí la extraña ceremonia. Aquellos marinos, con los pies y la cabeza desnudos, reuniéndose tímidamente en la cámara, en un grupo compacto, más confuso que conmovido; las camisas abiertas sobre los bronceados pechos, los rostros curtidos e inclinados hacia el moribundo con el mismo aire grave de expectación.

– ¿Conservaba el conocimiento? pregunté.

– No habló, pero levantó los ojos para mirarlos -me respondió el segundo.

Al cabo de un instante, Mr. Burns hizo a la tripulación una señal de que saliese de la cámara, pero detuvo a los dos marineros más viejos para

que permaneciesen con el capitán mientras él subía al puente con su sextante para tomar la altura. Era cerca del mediodía y Mr. Burns deseaba determinar la latitud exacta. Cuando volvió a bajar para guardar el instrumento, comprobó que los dos hombres habían salido al pasillo. A través de la puerta abierta, vio al capitán reposando dulcemente sobre sus almohadas. Había expirado mientras Mr. Burns hacía sus observaciones. Casi exactamente a mediodía. Apenas si había cambiado de postura.

Mr. Burns suspiró y me miró inquisitivo, como para decirme: «¿Todavía no se marcha usted?», y trasladó su pensamiento de su nuevo a su antiguo capitán, que, una vez muerto, no ejercía ya ninguna autoridad, ni molestaba a nadie, y con el cual era más fácil entenderse.

Todavía habló Mr. Burras largamente del capitán. Era éste un hombre singular, de unos sesenta y cinco años, cabellos grises, rostro duro, obstinado y taciturno. Por impenetrables razones, dejaba al barco errar a la deriva. A veces, subía de noche al puente para mandar recoger alguna vela, sabe Dios por qué, y luego descendía a encerrarse de nuevo en su camarote y a tocar el violín durante horas, a veces hasta el amanecer. En realidad, pasaba la mayor parte del tiempo, tanto de día como de noche, tocando el violín. Y muy ruidosamente por cierto.

Hasta el punto que un día, Mr. Burns, haciendo acopio de valor, le hizo muy serias objeciones. Ni él ni el oficial segundo podían cerrar los ojos, durante su cuarto de descanso, a causa del ruido… ¿Y cómo podrían, en semejantes condiciones, permanecer despiertos durante su cuarto de guardia?, le había preguntado Mr. Burns. La respuesta de aquel hombre resuelto fue que si ni a él ni al segundo oficial les gustaba el ruido, podían hacer sus maletas y largarse. Cuando se les propuso esta alternativa, el barco se encontraba a seiscientas millas de la orilla más próxima.

En aquel momento, Mr. Burns me miró con aire de curiosidad, mientras yo empezaba a pensar que mi predecesor había sido un hombre bastante singular.

Sin embargo, todavía me quedaban por oír cosas más extrañas. Así, supe que aquel marino de sesenta y cinco años, colérico, huraño, tosco, curtido, por el mar, no sólo era un artista, sino también un enamorado. En Haiphong, adonde habían llegado después de una serie de infructuosas peregrinaciones -durante las cuales el barco había estado a punto de irse a pique-, el capitán, según la expresión de Mr. Burns, se había «enredado» con una mujer. Mr. Burns no había tenido conocimiento personal de este asunto, pero existía una prueba evidente bajo la forma de una fotografía tomada en Haiphong, y descubierta por Mr. Burns en uno de los cajones del camarote del capitán.

Como es natural, también yo vi aquel sorprendente documento humano (que más tarde arrojé por la borda). Aparecía en él el capitán, sentado, con las manos sobre las rodillas, calvo, encogido, canoso, erizado, bastante semejante, en realidad, a un jabalí. De pie junto a él, se veía a una horrible mujer blanca, de edad madura, nariz ávida y mirada vulgar y de mal agüero. Iba disfrazada con un traje vagamente oriental, fantástico y de mal gusto. Tenía toda la apariencia de una médium de baja categoría o una echadora de cartas a media corona. Y, sin embargo, había algo en ella que sorprendía. Hubiérase dicho una bruja profesional salida de cualquier barrio bajo. Era incomprensible. La idea de que aquella mujer había sido el último reflejo del mundo pasional para el alma huraña que parecía mirarle a uno a través del rostro salvaje y sardónico de aquel viejo marino, tenía algo de horrible. Observé, sin embargo, que la mujer llevaba en la mano un instrumento musical, guitarra o mandolina. Tal vez fuera éste el secreto de su sortilegio.

Para Mr. Burns, esta fotografía era la explicación de por qué el barco, sin más carga que el lastre, había permanecido anclado durante tres semanas en un puerto pestilente, caluroso y sin aire, en el que no hicieron otra cosa que ahogarse. El capitán, que de vez en cuando hacía una corta visita a bordo, farfullaba al oído de Mr. Burns los más inverosímiles cuentos sobre ciertas cartas que esperaba.

Repentinamente, después de haber desaparecido durante toda una semana, subió a bordo, a medianoche, y apenas amanecía cuando ya había dado orden de aparejar. A la luz del día habían descubierto en él una expresión extraviada y enfermiza. No menos de dos días necesitaron para salir a alta mar y, no se sabe cómo, chocaron ligeramente contra un arrecife. Sin embargo, como no se descubrió ninguna vía de agua, el capitán, después de gruñir: «No es nada», dijo a Mr. Burns que no había más remedio que dirigirse a Hong Kong, para reparar las averías en el dique seco.

Al oír esto, la desesperación se apoderó de Mr. Burns. Realmente, subir hacia Hong Kong, luchando con un violento monzón, en un barco insuficientemente lastrado y con una provisión de agua incompleta, era un proyecto insensato. Pero el capitán gruñó con tono perentorio: «Mantenga el barco en esa ruta», y Mr. Burns, abatido y colérico, tuvo que conducirlo y mantenerlo en ella, perdiendo velas, cansando la arboladura, abrumando de fatiga a la tripulación, casi enloquecido él mismo por la convicción absoluta de que la tentativa era imposible y sólo podía terminar con una catástrofe.

Entretanto, el capitán, encerrado en su camarote, calándose en un rincón de su canapé como defensa contra los saltos del barco, tocaba el violín o, por lo menos, no dejaba de sacar sonidos de él.

Cuando aparecía en el puente, no abría la boca y ni siquiera respondía cuando se le hablaba. Era evidente que se hallaba dominado por una enfermedad misteriosa y comenzaba a derrumbarse.

A medida que pasaban los días, se hacía más débil el ruido de su violín, hasta que el oído de Mr. Burns acabó por no percibir sino un débil raer de cuerdas cuando, desde la cámara, ponía el oído a la puerta del camarote del capitán.

Una tarde, absolutamente desesperado, había irrumpido allí y armado tal escena, arrancándose los cabellos y lanzando tan horribles exclamaciones, que había logrado sobreponerse al humor desdeñoso del enfermo. Los depósitos de agua estaban casi vacíos, en quince días apenas se habían adelantado cincuenta millas, el barco no llegaría nunca a Hong Kong.

Hubiérase dicho que el capitán se esforzaba con desesperación por conducir el barco y sus hombres a su fin. Esto era absolutamente evidente. Mr. Burras, abandonando toda reserva, había aproximado su rostro al del capitán y comenzado a aullar:

– Usted, capitán, se marcha de este mundo. Pero yo no puedo esperar su muerte para hacer virar el timón. Es preciso que usted mismo lo haga. Es preciso hacerlo ahora mismo.

El hombre tendido sobre la litera había musitado despectivamente:

– De modo que voy a abandonar este mundo,¿eh?

– Sí, mi capitán, sólo le quedan pocos días de vida -había dicho Mr. Burns, ablandándose-. Se le ve en la cara.

– Conque en la cara, ¿eh? ¡Pues bien; cambiad de rumbo e idos al diablo!

Burns se precipitó al puente, hizo virar el barco hasta ponerlo a favor del viento, y descendió luego, tranquilo, pero resuelto.

– He puesto proa hacia Pulo-Condor, capitán -le dijo-. Si todavía está usted con nosotros cuando lo tengamos a la vista, ya me dirá usted a qué puerto desea que conduzca el barco, y así lo haré.

El viejo capitán le había lanzado una mirada de salvaje despecho, y con voz lenta y moribunda, había pronunciado estas atroces palabras:

– ¡Ojalá que ni el barco ni ninguno de vosotros llegue nunca a ningún puerto! Y así espero que sea.

Mr. Burns se había sentido profundamente impresionado. Hasta creo que, en el primer momento, se sintió positivamente aterrado. No obstante, según parece, logró lanzar tal carcajada, que, a su vez, le tocó al viejo espantarse. Sin embargo, logró rehacerse y le volvió la espalda.

Éstas fueron, en realidad, las últimas palabras del difunto capitán. Ninguna otra frase salió ya de sus labios. Aquella noche empleó sus últimas fuerzas en arrojar su violín por la borda. Nadie lo vio hacerlo, pero, después de su muerte, Mr. Burns no logró encontrar el instrumento en ninguna parte. La caja vacía estaba allí, bien a la vista, pero el violín no se hallaba ya dentro de ella. ¿Y por dónde habría podido desaparecer, sino por la borda?

– ¡Arrojó su violín por la borda! -exclamé yo.

– Sí -declaró Mr. Burns, muy agitado-. Y tengo la convicción de que habría procurado echar a pique el barco igualmente, si ello hubiese estado en su mano. Quería impedir que regresase a su puerto. jamás escribía a sus armadores ni a su mujer. Nunca tuvo la menor intención de hacerlo. Había decidido romper todo lazo con el resto del mundo. Así era este hombre. No se ocupaba de negocios ni de fletes ni de travesías ni de nada. Habría querido errar con su barco a través del mundo, hasta que cuerpos y bienes se perdiesen.

Mr. Burns tenía el aspecto de un hombre que ha escapado de un gran peligro. Un poco más, y habría exclamado: «¡Si no hubiese estado yo allí!» Y la transparente inocencia de sus indignados ojos se encontraba curiosamente subrayada por sus arrogantes mostachos, que comenzó a retorcer y a estirar horizontalmente.

Yo habría sonreído de buena gana, pero estaba demasiado preocupado por mis propias impresiones, que no eran, precisamente, las mismas de Mr. Burns. Yo era el hombre cargado con la responsabilidad del mando. Mis sensaciones no podían parecerse a las de ningún otro de los que se hallaban a bordo. En medio de aquel grupo de hombres, yo constituía una clase aparte, tal un rey en su país. Me refiero a un rey hereditario, no a un simple jefe de Estado elegido. Yo había

sido llamado para gobernar por un agente tan alejado del pueblo y casi tan inescrutable para él como la gracia de Dios.

Y como miembro de una dinastía, penetrado del sentimiento de una relación casi mística con los muertos, me sentía profundamente disgustado con mi predecesor.

Dejando aparte su edad, aquel hombre había sido, en sus rasgos esenciales, semejante a mí. Y, sin embargo, el fin de su vida era un acto de traición completa, la ruptura de una tradición que se me antojaba tan imperativa como pueda serlo cualquier otra regla de conducta en la tierra. Así pues, aun en el mar, podía un hombre llegara ser víctima de los malos espíritus. Sentí pasar por un instante sobre mi rostro el soplo de esas fuerzas desconocidas que modelan nuestros destinos.

Para no dejar que el silencio se prolongase demasiado, pregunté a Mr. Burns si había escrito a la esposa del capitán. Negó con la cabeza. No había escrito a nadie.

De pronto, su rostro se ensombreció. Ni por un instante se le había ocurrido escribir. Había empleado todo su tiempo en vigilar incesantemente el cargamento del barco, hecho por un granuja de estibador chino. Al oír esto, tuve la primera revelación del alma de verdadero segundo que habitaba, no sin cierto malestar, en el cuerpo de Mr. Burns.

Meditó un momento y prosiguió con cierta sombría violencia:

– Sí, el capitán murió casi exactamente al mediodía. Por la tarde, examiné sus papeles. Al crepúsculo, leí el oficio de difuntos, y luego puse la proa al norte y traje el barco aquí… Yo… lo he… traído aquí -concluyó, golpeando la mesa con el puño.

– Difícilmente hubiera venido solo -observé-. Pero ¿por qué no se dirigió usted más bien a Singapur?

Sus ojos parpadearon.

– Éste era el puerto más cercano -murmuró, con mal humor.

Yo había hecho la pregunta inocentemente, pero aquella respuesta-la diferencia de distancia era insignificante- y su actitud me pusieron sobre la pista de la simple verdad. Burns había conducido el barco a un puerto en el que suponía no encontrarían un capitán titulado, razón por la cual tendrían que confirmarle en su mando provisional. En Singapur, por el contrario, no se habría tenido más dificultad que el elegir entre los capitanes vacantes. Pero, en su ingenuo razonamiento, no había contado con el cable telegráfico que corría bajo aquel mismo golfo hacia el que dirigiera el barco que él imaginaba había salvado de la ruina. Tal era la causa del amargo tono de nuestra conversación. De ello tuve cada vez una sensación más clara, y cada vez lo encontraba menos de mi gusto.

– Escuche, Mr. Burns -comencé, con tono firme-, es preciso que usted sepa que yo no he corrido tras este mando. Lo han colocado en mi camino, y lo he aceptado. Estoy aquí para llevar el barco, ante todo, a su puerto de origen, y puede usted estar seguro de que me ocuparé de cada uno de ustedes, los que se hallan a bordo, haga lo que hay que hacer para ello. Esto es todo lo que, por el momento, tengo que decirle.

Burns se había levantado entretanto, pero en lugar de retirarse permanecía allí, con los labios trémulos de indignación, mirándome fijamente, como si, en verdad, después de aquello no me quedase otro recurso que desaparecer de su vista ultrajada. Como todas las emociones sencillas, la suya era conmovedora. Sentí pena por él, casi simpatía, hasta que, viendo que yo no desaparecía, comenzó a hablar, con un tono de forzada reserva.

– Si no tuviese en casa una mujer y un niño, podría usted estar seguro, capitán, de que, en el mismo momento en que subió usted a bordo, le habría pedido que me dejase partir.

Tranquilamente y con un tono tan natural como si se tratase de una tercera persona que no estuviese presente, respondí:

– Y yo, Mr. Burns, no lo habría dejado partir. Usted ha firmado como segundo, y hasta que las cláusulas caduquen en el puerto de descarga, cuento con que hará usted su servicio y me prestará, lo mejor que pueda, el beneficio de su experiencia.

Una pétrea incredulidad se reflejó en sus ojos, pero ante mi actitud amistosa pareció borrarse, y después de levantar ligeramente los brazos con un ademán que más tarde llegó a serme familiar, salió de la cámara.

Realmente, habríamos podido ahorrarnos ese momento de inofensiva discusión. Apenas habían transcurrido algunos días, cuando ya Mr.

Burns me suplicaba que no le dejase en ruta, en tanto que por mi parte sólo podía darle vagas respuestas. Las cosas, en el intervalo, habían tomado un cariz bastante trágico.

Y hasta ese mismo desagradable problema no era más que un episodio aparte, una simple complicación en el problema más general que consistía en saber cómo se podría conducir aquel barco -que era mío, con todos sus aparejos y sus hombres, con su cuerpo y su espíritu a la sazón adormecidos sobre aquel río pestilente-, cómo se le podría hacer salir al mar.

Cuando todavía actuaba Mr. Burns de capitán, se había apresurado a firmar un contrato de flete que, en un mundo ideal y desprovisto de malicia, habría sido un excelente documento. Pero, apenas hube puesto mis ojos en él, preví que me ocasionaría disgustos, a menos que la parte contraria fuese excepcionalmente honrada y accesible a la discusión.

Mr. Burns, al que comuniqué mis temores, prefirió adoptar enseguida una actitud recelosa. Mirándome con la expresión incrédula que le era habitual, me dijo agriamente:

– Supongo, capitán, que quiere usted dar a entender que he obrado como un imbécil.

Con esta sistemática benevolencia que parecía aumentar siempre su sorpresa, le respondí que no quería dar a entender nada. Dejaba eso en manos del futuro.

Y, en efecto, el futuro trajo consigo un cúmulo de dificultades. Hubo días en que no podía pensar en el capitán Giles sin una extremada aversión. Su maldita perspicacia me había metido en aquel asunto, y el tono profético con que me había dicho: «Me temo que no le van a faltar los embrollos y las preocupaciones», al verse confirmado de esta suerte, daba a todo aquel asunto la impresión de una mala pasada que se hacía a mi juvenil inocencia.

Sí, ciertamente que no eran embrollos lo que me faltaba, aunque sin duda tenían su valor «como experiencia». La gente tiene una gran opinión sobre las ventajas de la experiencia. Pero por regla general, experiencia significa siempre algo desagradable y contrapuesto al encanto y la inocencia de las ilusiones.

Debo confesar que iba perdiendo las mías rápidamente. Pero, en lo concerniente a aquellas instructivas complicaciones, me limitaré a decir que podía resumírselas en una sola palabra: demora.

Una humanidad que ha inventado el proverbio «el tiempo es oro, comprenderá mi despecho. La palabra «demora penetró en un rincón secreto de mi cerebro y resonó allí corno una campana agitada que enloquece el oído, afectando todos mis sentidos, tomando un color sombrío, un gusto amargo, un sentido funesto.

– Sinceramente, lamento verlo tan preocupado con todos estos asuntos…

Ésas fueron las únicas palabras de consuelo que escuché en aquella época y, como es natural, fueron pronunciadas por un médico.

Un médico es compasivo por definición, Pero aquel hombre lo era realmente. No me hablaba como médico, pues yo no estaba enfermo. Sin embargo, lo estaban los demás, y ésa era la razón de su presencia a bordo.

Era el médico de nuestra legación y, como es lógico, también de nuestro consulado. Velaba por el estado sanitario de-la tripulación, que no

era muy bueno en conjunto, y que vacilaba, por así decirlo, a dos dedos de una postración total.

Sí, los hombres sufrían. Por lo tanto, el tiempo no sólo era oro, sino también vida.

Jamás había visto yo una tripulación tan sólida. Así me lo hizo observar el médico: «Parece que tiene usted una excelente tripulación. No solamente eran formales en extremo, sino que ni siquiera parecían desear ir a tierra. Se habían tomado precauciones para exponerlos al sol lo menos posible. Sólo se les empleaba en trabajos fáciles y siempre bajo toldos. Y el excelente doctor me aprobaba.

– Sus precauciones me parecen muy juiciosas, mi querido capitán.

Es difícil expresar hasta qué punto me reconfortó aquella declaración. El doctor, con su rostro redondo y bondadoso, enmarcado por unas patillas claras, era la personificación de la afabilidad más digna. Era el único ser humano en el mundo que parecía sentir algún interés por mí. Después de cada una de sus visitas, permanecía generalmente sentado en mi cabina durante una media hora.

Un día le dije:

– Supongo que lo único que nos queda por hacer es continuar cuidándolos como lo hace usted, hasta tanto podamos hacernos a la mar.

Inclinó la cabeza, cerrando los ojos bajo sus gruesos lentes y murmuró:

– El mar… Sí, sí, seguramente.

El primer miembro de la tripulación que cayó enfermo fue el mayordomo, el primero a quien hablara yo a bordo. Se le desembarcó, con síntomas de cólera, y al cabo de la semana murió en tierra. Luego, mientras todavía me hallaba bajo la terrible impresión de ese primer ataque del clima, Mr. Burns cayó a su vez y, a pesar de una fiebre terrible, se metió en cama sin decir nada a nadie.

Creo que, en parte, se había enfermado a fuerza de agitación; el clima hizo el resto, con la rapidez de un monstruo invisible, emboscado en el aire, en el agua, en el cieno de las riberas. Mr. Burns era una víctima predestinada.

Lo encontré tendido boca arriba, turbia la mirada y despidiendo calor como una hornilla. Apenas contestó a mis preguntas, contentándose con gruñir:

– ¿Acaso no puede relevarse del servicio a un hombre cuando, por una vez, tiene un fuerte dolor de cabeza?

Aquella noche me quedé en la cámara después de la comida, y le oí hablar entre dientes sin cesar, en su camarote. Ransome, que levantaba la mesa, me dijo:

– Me temo, capitán, que no voy a poder prestar al segundo toda la atención que necesita. Tengo que pasarme la mayor parte del tiempo a proa, en la cocina.

Ransome era el cocinero. El segundo me lo había señalado el primer día, en pie sobre cubierta, con los brazos cruzados sobre su ancho pecho, mirando el río.

Aun a distancia, su bien proporcionada figura y algo de esencialmente marino que había en su aspecto, llamaban la atención. De más cerca, sus ojos expresivos y serenos, su rostro distinguido, la disciplinada independencia de sus modales, revelaban una personalidad simpática. Cuando, por otra parte, me dijo Mr. Burns que era el mejor marino del barco, le manifesté mi sorpresa de ver a un hombre tan joven y de tal apariencia embarcarse como cocinero.

– Culpa del corazón -me respondió Mr. Burns-. Hay algo en él que no marcha bien. ' No puede trabajar mucho, pues correría el riesgo de caerse muerto de repente.

Sin embargo, aquel hombre era el único al que había respetado el clima, tal vez porque, llevando en sí aquel enemigo mortal, se había visto obligado a regular sistemáticamente sus sentimientos y movimientos. Para quien estaba en el secreto, eso se traslucía a través de todos sus modales. Después de la muerte del pobre mayordomo, y como en aquel puerto oriental no era posible reemplazarlo por un blanco, Ransome se había ofrecido a asumir aquella doble función. -Puedo hacerlo perfectamente, mi capitán, con tal de que no se me exijan precipitaciones -me había asegurado.

Pero era evidente que no se le podía pedir que desempeñase, además, el empleo de enfermero. Por otra parte, el doctor ordenó más tarde que se enviase a tierra a Mr. Burns.

Sostenido por los sobacos por dos marineros, el segundo franqueó la escala, más malhumorado que nunca. Rodeado de cojines, lo colocamos en el coche. Antes de partir, hizo un esfuerzo para decirme con voz entrecortada: -Ahora, ya ha conseguido usted lo que quería…, hacerme salir del barco.

– Nunca en su vida ha estado usted más equivocado que ahora, Mr. Burns -repliqué tranquilamente, con una sonrisa. Y el vehículo lo condujo a una especie de sanatorio instalado en un pabellón de ladrillo que poseía el doctor en el jardín de su casa.

Visité a Mr. Burns con regularidad. Una vez pasados los primeros días, durante los cuales no reconocía a nadie, me recibió como si yo fue

se para gozarme en el espectáculo de un enemigo abatido o para granjearme la benevolencia de una persona profundamente ofendida. Tan pronto creía lo uno como lo otro, según las fantasías de su humor morboso. En todo caso, se las arregló para hacérmelo sentir así, incluso aquellos días en que parecía demasiado débil para hablar. Yo, por mi parte, continué tratándolo con mi sistemática benevolencia.

Un día, súbitamente, una ola de pánico brotó en medio de aquella extravagancia.

Si yo lo dejaba en aquel horrible lugar, no tardaría en morirse. Lo sentía, estaba seguro de ello. Pero yo no tendría corazón para dejarlo en tierra. Una mujer- y un hijo lo esperaban en Sidney. Sacó los brazos enflaquecidos de debajo de la manta que lo cubría, agitando los puños en el aire. ¡Se moriría! ¡Se moriría allí…!

Logró sentarse, aunque sólo por un momento, y cuando volvió a caer hacia atrás, creí verdaderamente que iba a morir en aquel mismo instante. Llamando al enfermero bengalí, me apresuré a salir de la habitación.

Al día siguiente, me abrumó de nuevo con sus súplicas. Le contesté de manera evasiva y dejé a mis espaldas la imagen viviente de una horrible desesperación. Tuve que hacer un esfuerzo para volver al otro día; de inmediato comenzó a perseguirme con una voz más fuerte v una abundancia de argumentos impresionantes de verdad. Expuso su caso con una energía desesperada, y me preguntó al fin si no temía cargar sobre mi conciencia la muerte de un hombre. Quería que le prometiese solemnemente que no aparejaría sin él.

Le contesté que, ante todo, tenía que consultar al doctor. Al oír estas palabras, se rebeló. ¿Al doctor? ¡Nunca! Eso sería sentenciarlo a muerte. El esfuerzo lo había agotado. Cerró los ojos, pero continuó divagando en voz baja. Decía que yo no había cesado de odiarlo desde el primer momento. También el antiguo capitán lo odiaba. Había deseado su muerte. Había deseado la muerte de toda la tripulación…

– ¿Por qué se empeña, capitán, en navegar hacia ese cadáver maléfico? También se apoderará de usted -concluyó, guiñando los ojos vidriosos.

– ¿Qué demonios está usted diciendo, Mr. Burns? -exclamé, completamente desconcertado.

Pareció volver en sí, aunque ya demasiado débil para reanudar su discurso.

– No lo sé -respondió con languidez-. Pero no se lo consulte al doctor, capitán. Usted y yo somos marinos. No se lo consulte, capitán.

Tal vez también tenga usted algún día una mujer y un hijo.

Y nuevamente me suplicó que le prometiese no dejarlo en tierra. Tuve la suficiente firmeza para no prometerle nada, aunque más tarde me pareció criminal esa firmeza, pues ya había tomado una resolución. Aquel hombre postrado, al que le quedaba apenas la fuerza suficiente para respirar y al que un terror frenético desgarraba, era irresistible. Además, había tocado el punto sensible. Él y yo éramos marinos. Ello constituía un título suficiente para exigir mi ayuda, pues yo no tenía más familia que mis camaradas. En cuanto al argumento de una esposa y un hijo futuros, debo confesar que carecía de todo valor para mí. A lo sumo, me parecía extravagante.

Yo no podía imaginar exigencia más fuerte que la de aquel barco y aquellos hombres inmovilizados en el río, como en una trampa envenenada, por absurdas complicaciones comerciales. No obstante, casi había logrado asegurar mi partida. ¡Fuera, hacia el mar! El mar, que era puro, seguro y amigo. Tres días más, y luego…

Ese pensamiento me sostenía y confortaba mientras volvía a bordo. La voz del doctor me acogió en la cámara y su larga silueta, siguiendo a su voz, salió de la cabina de pasajeros situada a estribor, vacía entonces y destinada a guardar, bien amarrado sobre la litera, el botiquín del barco.

Me dijo que, no habiéndome encontrado a bordo, había entrado allí para revisar la provisión de drogas, vendajes, etc.; todo estaba completo y en orden.

Le di las gracias; justamente había pensado pedirle que me hiciese ese favor, pues, como él sabía, al cabo de uno o dos días nos haríamos a la mar, donde todas nuestras molestias tendrían término.

Me escuchó con gesto grave, sin pronunciar palabra, pero cuando le dije lo que pensaba hacer con Mr. Burns, se sentó a mi lado y, poniendo amistosamente su mano sobre mi rodilla, me rogó que pensase a qué me exponía.

Burns tenía apenas las fuerzas necesarias para poder transportarlo a bordo, pero no resistiría un nuevo acceso de fiebre. Tenía ante mí un viaje de sesenta días tal vez, que comenzaría por una navegación complicada y que, muy probablemente, se terminaría con mal tiempo. ¿Iba yo a correr el riesgo de afrontarlo todo solo, sin un segundo y con un teniente que era todavía un chiquillo…?

Habría podido agregar, además, que era aquél mi primer viaje en funciones de capitán. Quizá lo pensó, pero se abstuvo de decirlo. En todo caso, esta consideración se hallaba bien presente en mi espíritu.

Seriamente, me aconsejó que cablegrafiase a Singapur pidiendo un segundo, aunque tuviese que retardar mi partida una semana.

– Ni un día-contesté. El mero pensamiento de una nueva demora me hacía estremecer. La tripulación entera parecía en buen estado y no había tiempo que perder. Una vez en el mar ya nada me asustaba. El mar era ahora el único remedio para todos mis males.

Las gafas del doctor continuaban proyecta das hacia mí como dos lámparas, escrutando la sinceridad de mi resolución. Entreabrió la boca, como para discutir otra vez, pero la cerró sin decir nada.

Como en un relámpago, tuve la visión del pobre Burns, tan vivo en su agotamiento, en su impotencia y en su angustia, y ello me convenció

más que la realidad que había dejado tras de mí hacía apenas una hora. Mi visión se hallaba libre de todos los inconvenientes de su personalidad, y no pude resistir a ella.

– Escúcheme -le dije-. A menos que usted me afirme oficialmente que ese hombre no puede ser transportado, tomaré las disposiciones necesarias para hacerlo traer a bordo mañana, y pasado mañana saldré del río a primera hora, aunque tenga que permanecer anclado fuera de la barra uno o dos días para acabar mis preparativos.

– ¡Oh!, yo mismo haré lo necesario -me respondió inmediatamente el doctor-. Si antes me permití advertirle que fue en su propio interés, como un amigo…

Se levantó, digno y sencillo, y me dio un cordial apretón, no desprovisto de cierta solemnidad. Pero el doctor valía tanto como su palabra. Cuando Mr. Burns apareció en la escala tendido sobre una camilla, el doctor en persona se hallaba a su lado. El programa sólo había sufrido una alteración: el transporte de Burras no se hizo hasta el último momento, la mañana misma de nuestra partida.

Hacía apenas una hora que había salido el sol. El doctor agitó en el aire su robusto brazo, en señal de adiós, y se dirigió de inmediato hacia su cochecillo, que lo había seguido hasta la orilla misma del río. Mr. Burras, llevado a través de la cubierta de popa, parecía completamente inanimado. Ransome bajó a instalarlo en su camarote. Yo tenía que permanecer en el puente ocupándome del barco, pues el remolcador ya había asido nuestro calabrote de espía.

El chasquido de las amarras al caer en el agua transformó por completo mis sentimientos. Era algo similar al alivio imperfecto de un hombre que sale de una pesadilla. Pero, cuando la proa del barco enfiló el río y comenzó a descender la corriente, alejándose de aquella ciudad oriental y miserable, no experimenté el alivio que esperaba de aquel momento tan deseado. Lo que sin duda experimenté fue una relajación de la tensión precedente, que se tradujo en una sensación de extremada laxitud después de un combate sin gloria.

Alrededor del mediodía anclamos a una milla más allá de la barra. La tripulación tuvo mucho que hacer durante la tarde. Vigilando los trabajos desde lo alto del alcázar de popa, donde permanecí todo aquel tiempo, observé en mis hombres cierto desmayo, sin duda debido a las seis semanas pasadas en el calor asfixiante del río. La primera brisa barrería todo aquello. Por el momento, la calma era completa. Me di cuenta de que el oficial segundo -un mozalbete inexperto, de rostro un tanto obtuso- no era, para decirlo con cierto eufemismo, de esa inestimable madera con que se hace el brazo derecho de un capitán. Pero tuve el placer de ver sobre el puente los rostros de aquellos marinos, rostros que apenas había tenido tiempo de ver realmente, iluminados por una sonrisa. Libre ya del peso mortal de los asuntos de tierra, los sentía a la vez familiares y un tanto extraños, como un viajero que regresa después de largo tiempo al seno de su familia.

Ransome iba y venía sin cesar de la cocina a la cámara. Era un placer verlo. Aquel hombre realmente tenía gracia. Era el único de la tripulación que no había estado enfermo ni un día en el puerto. Pero advertido, como lo estaba yo, del mal estado del corazón que guardaba aquel pecho, no me era difícil descubrir el límite que imponía a la natural agilidad marina de sus movimientos. Hubiérase dicho que llevaba consigo un objeto muy frágil o explosivo, en el que no cesaba de pensar.

Tuve ocasión de hablarle una o dos veces. Me respondió con tono amablemente tranquilo y una ligera sonrisa, no desprovista de gravedad. Mr. Burns reposaba. Parecía haberse iniciado la mejoría.

Después de la puesta del sol, volví a subir al puente. Sólo encontré en él vacío y silencio. La delgada y uniforme corteza de la costa permanecía invisible. Las tinieblas se habían levantado en torno del barco, como surgidas misteriosamente de aquellas aguas mudas y solitarias. Me apoyé sobre la barandilla y presté oído a las sombras de la noche. Ni un sonido. Hubiérase podido creer que mi barco era un planeta lanzado con vertiginosidad por su senda prefijada, a través de un espacio infinitamente silencioso.` Como si me abandonase el sentido del equilibrio, me agarré a la batayola. ¡Qué absurdo! Sin poder disimular mi nerviosismo, pregunté:

– ¿Hay alguien en el puente?

La respuesta inmediata -«Sí, señor»-, rompió el sortilegio. El hombre que hacía el cuarto de guardia trepó rápidamente por la escalerilla de popa. Le dije que me advirtiese al menor soplo de brisa.

Al descender, fui a visitar a Mr. Burns. En realidad, no hubiera podido dejar de verlo, pues su puerta había quedado abierta. La enfermedad lo había agotado a tal punto, que, en aquel cuarto blanco, bajo las blancas sábanas, con su cabeza descarnada hundida en la almohada blanca, sólo sus bigotes rojizo retenían las miradas, como si fuesen algo artificial, un par de mostachos postizos, expuestos allí bajo la cruda luz de la lámpara de mamparo.

Mientras yo lo contemplaba con cierta sorpresa, manifestó su existencia abriendo los ojos y volviéndolos hacia mí con un movimiento casi imperceptible.

– Calma chicha, Mr. Burns -le dije, con tono resignado.

Con una voz inesperadamente clara, comenzó un discurso incoherente. Su voz sonaba extraña; no como alterada por la enfermedad, sino de una naturaleza distinta. Parecía una voz de ultratumba. En cuanto al objeto de su discurso, creí comprender que Mr. Burns pretendía que de todo aquello tenía la culpa el «viejo», el difunto capitán, emboscado allí, bajo las aguas, con alguna diabólica intención. ¡Una historia fantástica!

Lo escuché hasta el final; luego, penetrando en el camarote, puse la mano sobre la frente de mi segundo. No tenía fiebre. Era tan sólo su extrema debilidad lo que le hacía divagar. De pronto, pareció advertir mi presencia, y con su voz habitual, aunque claro está que extremadamente débil, me preguntó, con tono pesaroso:

– ¿No hay ninguna probabilidad de aparejar, capitán?

– ¿De qué nos serviría alejarnos de tierra para ir a la deriva, Mr. Burns? -le pregunté. Suspiró y lo abandoné a su inmovilidad. Tenía tan poco dominio sobre la vida como sobre la razón. Sentí todo el peso de mi responsabilidad solitaria. Entré en mi camarote en busca de un poco de descanso, algunas horas de sueño; pero en el momento en que iba a cerrar los ojos, el hombre de guardia llegó para advertirme que se levantaba un poco de brisa. «Lo suficiente para aparejar», puntualizó.

En efecto, apenas soplaba lo necesario. Ordené que se pusieran unos hombres al cabrestante, largasen las velas y fijaran las gavias. Pero apenas hube puesto el barco en situación de hacerse a la vela, cuando dejó de sentirse el menor soplo de viento. No obstante, hice bracear las vergas y soltar todo el trapo. No iba a renunciar tan fácilmente a la empresa.

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