Saber francés

Pilcher House, 18 de febrero de 1986

Querido doctor Barnes (yo, una anciana frisando los ochenta y uno):

Pues bien, yo leo OBRAS serias, pero en las veladas de lecturas ligeras ¿qué relatos de ficción tenemos en una residencia? (Usted comprenderá que no llevo mucho tiempo aquí.) Muchas novelas facilitadas por la Cruz Roja. ¿Sobre qué? ¡Caramba! El médico con el pelo rizado y «canas ya en las sienes», probablemente incomprendido por su mujer o, mejor todavía, viudo, y la enfermera atractiva que le pasa el serrucho en el quirófano. Incluso a una edad en que podría haber sido sensible a una visión de la vida tan inverosímil, yo prefería «Sobre la influencia de las lombrices en la formación de la tierra vegetal», de Darwin.

Así que me dije: ¿por qué no voy a la biblioteca pública y me leo todas las novelas desde la A? Como descubro que he leído muchas descripciones amenas de pubs y mucho voyeurismo centrado en los pechos femeninos, voy rápido. ¿Ve dónde voy a parar? La pila siguiente a la que llego es Barnes: «El loro de Flaubert». Ah, esto debe de ser Loulou. Me precio de saberme de memoria «Un corazón simple». Pero tengo pocos libros, porque mi habitación aquí es trop petite.

Le agradará saber que soy bilingüe y estimo que es un placer. La semana pasada oí en la calle a un maestro decirle a un turista: «Á gauche puis a droite.» La sutileza de la pronunciación de GAUCHE me alegró el día, y no paro de repetirlo en el baño. Es tan bueno como el pan con mantequilla francés. ¿Creería usted que a mi padre, que ahora tendría ciento treinta años, le enseñaron francés (al igual que por entonces enseñaban latín) pronunciado como inglés: «lee tchatt». No, no lo creería: yo tampoco tengo la certeza. Pero ha habido algunos progresos: hoy día, los estudiantes con frecuencia pronuncian fuerte la erre tal como debe ser.

Pero revenons a nos perroquets, que es la principal razón de que le escriba. No tengo que pedirle explicaciones sobre lo que usted dice en su libro sobre las coincidencias. Pues lo hago. Dice que no cree en las coincidencias. No puede decirlo en serio. Quiere decir que no cree en las que son intencionales o deliberadas. No puede negar la existencia de las coincidencias, puesto que se dan con alguna frecuencia. Usted se niega, sin embargo, a atribuirles un significado. Yo no estoy tan segura como usted, siendo como soy completamente agnóstica en estas materias. Resumiendo: tengo por costumbre bajar por Church Street (ya no queda iglesia) hacia Market Green (tampoco mercado). Ayer acababa de dejar su libro e iba caminando cuando ¿qué veo? ¿Qué veo encerrado detrás de una ventana alta, sino a un loro grande y gris en una jaula? ¿Coincidencia? Por supuesto. ¿Sentido? El animal parece desgraciado, con todas las plumas ahuecadas y tosiendo, el pico goteando y ningún juguete en la jaula. Así que escribo una postal (educada) a su dueño (desconocido) diciendo que esta situación me encoge el corazón, y que confío en que cuando vuelvan a casa por la noche sean amables con el ave. No bien estoy de vuelta en mi cuarto cuando irrumpe una anciana furiosa, se presenta, agita mi postal y dice que me va a denunciar en el juzgado. «Bueno», le contesto. «Eso le saldrá caro.» Ella me dice que Dominic ahueca las plumas porque es un presumido. No hay juguetes en su jaula porque no es un periquito y los destrozaría si los hubiese. Y que el pico de los loros no puede gotear porque no poseen membrana mucosa. «Es usted una anciana ignorante y meticona», me espeta al marchar.

Ahora bien, esta disertación sobre loros me ha impresionado. Audrey Penn es a todas luces una mujer instruida. Como no tengo otro libro de referencia a mano que el almanaque de mi antigua facultad, le echo un vistazo. Aquí está: señorita Margaret Hall, ocho años más joven que yo, becaria cuando yo era alumna aventajada y estudiante de francés. (No de veterinaria.)

Tuve que escribirle esto a usted porque nadie más entendería el extraño sincronismo. Pero no estoy en condiciones de afirmar si todo esto constituye o no una coincidencia en su acepción más precisa. Las encarceladas conmigo aquí están locas o sordas. Yo, como Felicité, soy sorda. Por desgracia, las locas no están sordas, pero ¿quién soy yo para decir que las sordas no están locas? De hecho, aunque soy la más joven, soy la jefa, porque, gracias a mi relativa juventud, soy relativamente competente.

Croyez, cher Monsieur, a l’assurance de mes sentiments distingués.

Sylvia Winstanley


4 de marzo de 1986


Querido señor Barnes:

Entonces, ¿por qué me dijo que era médico? En cuanto a mí, soy soltera, aunque no es generoso por su parte darme a elegir sólo entre señora o señorita. ¿Por qué no Lady Sylvia? En definitiva, soy de clase alta, de una «antigua familia distinguida» y todo eso. Mi tía abuela me dijo que cuando era una niña el cardenal Newman le trajo una naranja de España. Una para ella y otra para cada una de sus hermanas. La fruta era por entonces poco conocida en Inglaterra. N. era el padrino de la abuela.

La guardiana me dice que la dueña de Dominic está «bien considerada en el barrio», por lo que es evidente que va a haber cotilleos y que más vale que yo cierre la boca. He escrito una carta conciliadora (no ha habido respuesta) y la siguiente vez que paso por donde Dominic me fijo en que lo han retirado de la ventana. Quizá esté enfermo. En definitiva, si los loros no tienen membrana mucosa, ¿por qué le goteaba el pico? Pero si sigo haciendo estas preguntas en público, acabaré sentada en el juzgado. Bueno, los jueces no me dan miedo.

He dado clase sobre muchas obras de Gide. Proust me aburre, y no entiendo a Giraudoux, que tiene un cerebro raro, brillante para algunas cosas y majadero para otras. Daban por seguro que iba a obtener una matrícula, la directora dijo que se comía el sombrero si no la sacaba. No me la dieron (sobresaliente alto en lenguaje hablado), y ella pidió explicaciones a las autoridades; le contestaron que el número de sobresalientes estaba compensado por el de aprobados; ningún notable. ¿Lo ve usted? Como no fui a la escuela preparatoria, y siendo «lady» no aprendí materias ortodoxas, en el examen de ingreso mi redacción sobre las costumbres maternales de la tijereta me rindió más provecho que las «educadas» de las chicas de Sherborne. Era una alumna aventajada, como creo que le he dicho.

Pero ¿por qué me dijo que era un médico sesentón cuando está claro que no puede tener más de cuarenta años? ¡Vamos, ande! En mi juventud descubrí que los hombres eran siempre unos impostores, y decidí no ligar hasta que llegase a la avanzada edad de jubilación de los sesenta, pero esto me ha llevado a ser durante otros veinte años -me dice mi psicólogo- un ligue escandaloso.

Después de acabar Barnes, paso a Brookner, Anita, y que me aspen si ella no aparece en la caja tonta ese mismo día. No sé, no sé. Desde luego, me ESTÁN haciendo cosas. Por ejemplo. Digo: «Si esta decisión no es la correcta, que vea un ciervo», escogiendo el animal más inverosímil en este lugar. El ciervo aparece. Ídem si se trata, en otras ocasiones, de un martín pescador o un pájaro carpintero. No puedo aceptar que sea mi imaginación, o que mi subconsciente tuviera conocimiento de que esos animales estaban acechando entre bastidores. Es como si hubiera un yo superior que, por ejemplo, le dice a un glóbulo rojo ignorante que vaya a coagular un corte de cuchillo. Pero ¿qué se ocupa de que su yo superior y el mío le enseñen a la sangre a restañar una herida? En el programa «Urgencias» vi que se limitaban a empujar toda la carne cruda hasta encajarla otra vez en el agujero y que dejaban que ella misma regenerase los músculos, y hace tres meses me hicieron una operación muy seria, pero parece que todas las piezas se han soldado de forma correcta y han hecho lo que debían. ¿Quién les enseñó cómo hacerlo?

¿Tengo sitio en la página para unas plumas de loro? La directora, la señorita Thurston, era una mujer bastante desgarbada y con una cara caballuna, veinticuatro años mayor que yo, «assoiffée de beauté», y que lucía sombreros inadecuados y pintorescos mientras pedaleaba en su bici (con la cesta detrás, al estilo de Cambridge). Hubo un tiempo en que fuimos íntimas y teníamos el proyecto de compartir una casa, pero ella descubrió justo a tiempo lo insoportable que yo era. Una noche soñé con ella: estaba bailando de alegría; llevaba en la cabeza un sombrero enorme con plumas de loro que volaban. Dijo: «Ahora todo va bien entre nosotras» (o algo parecido). Yo me decía: «Pero si esta mujer nunca ha sido FEA.» En el desayuno le dije a mi prima: «Estoy segura de que la señorita Thurston ha muerto.» Miramos en el Telegraph; no había ninguna esquela con su nombre. Llega el correo; en el reverso del sobre: «As-tu vu que Miss Thurston est morte?» Visitamos a otra prima; esquela y fotografía en el periódico Times. Tengo que añadir que no soy en absoluto «vidente».

No diré que no fuera mi intención sermonear como he hecho. Soy la jefa de grupo, por ser la MÁS JOVEN y la más competente. Tengo coche, sé conducir. Como casi todas están sordas como una tapia, hay pocos cuchicheos en las esquinas. ¿Puedo emplear una palabra ampulosa para la escritura de cartas larguísimas (epistolomanía)? Me disculpo.

Mis mejores deseos, buena suerte con sus escritos,

Sylvia Winstanley


18 de abril de 1986


Querido Julián:

Le llamo así con permiso, y tras haber sido autorizada a ligar; aunque ligar sin más información que una sobrecubierta es una experiencia nueva, como puede imaginarse. En cuanto a por qué he optado por encarcelarme en una residencia de la tercera edad, cuando puedo caminar y conducir y ser vitoreada por la amenaza de una denuncia en el juzgado, fue una cuestión de saltar antes de que te empujen, o de sauter pour mieux reculer. Mi querida prima había muerto, sobre mí pesaba la amenaza de una operación quirúrgica y no me pareció muy apetecible la perspectiva de ser ama de llaves de mí misma hasta estirar la pata. Así que había, como se suele decir, una vacante inesperada. Soy una inconformista, como habrá podido deducir, y la gramática parda me parece eso, lo que su nombre indica. La G. P. declara que de nosotros se espera que sigamos siendo independientes todo el tiempo posible y que luego sucumbamos ante una residencia cuando nuestra familia ya no soporte que empecemos a dejar abierta una llave de gas y a escaldarnos con el desayuno. Pero en esas circunstancias es probable que la residencia representara una sacudida tremenda que nos indujese a perder la chaveta, convertirnos en coles y dar un rápido acceso a otra vacante inesperada. O sea que decidí trasladarme aquí mientras aún esté operativa en gran parte. Bueno, no tengo hijos y mi psicólogo se mostró de acuerdo.

Pero ¡ay, querido Barnes! El único libro suyo que me dijo que no leyera era el único que tenían en la biblioteca. «Antes de conocernos» ha sido pedido once veces desde enero, y le fascinará saber que un lector ha tachado con trazos gruesos la palabra «follar» cada vez que aparece. Sin embargo, se ha dignado leer el libro hasta el último «follar», que figura en la página 178. Yo todavía no he llegado tan lejos. He probado a leer un pasaje en la cena a las demás sordas, pero sin éxito. «Supongo», he dicho, «que este libro trata de los placeres de la cama.» «¿Qué? ¿Qué? ¿Perdón? ¿Perdón?» «¡Placeres! ¡Ya saben! Una almohada cómoda, agradable, un colchón blando, ojos de sueño.» Así que a nadie le pareció que el relato valiera la pena. Pues yo lo leeré y seguro que aprendo mucho.

Estoy muy enfadada, dolida, etc., por la excesiva grosería cuartelaria del marido de la guardiana, ex sargento mayor, a quien de buen grado le hubiera empujado para que cayera de espaldas desde lo alto de la escalera, pero me percaté de que probablemente era más fuerte que yo. Déjeme sermonearle un poco más, esta vez sobre la residencia. Guando la abuelita empezó ya a chochear, investigué una serie de estos establecimientos. No levanta mucho el ánimo ver, una u otra vez, la misma media luna de viejecitas obedientes en butacas baratas mientras la caja tonta les berrea como Mussolini. En una de esas residencias le dije a la guardiana: «¿Qué clase de actividades ofrecen?» Me dirigió una mirada incrédula, pues ¿no estaba claro que las viejas sordas se lo estaban pasando tan pipa como la mente y el espíritu pueden soportar? Al final me respondió: «Hay un hombre que viene a organizar juegos una vez por semana.» «¿Juegos?», pregunté, no viendo a muchas interesadas en las olimpiadas. «Sí», me contestó, condescendiente. «Las pone en un corro, les lanza una pelota de playa y ellas tienen que devolvérsela.» Bueno: esta mañana hago un comentario sobre las pelotas de playa al sargento mayor, pero no lo capta, como era de esperar. Aquí las sordas y las locas tienen siempre miedo de ser una molestia. Como la única manera de estar segura de que no molestas es estar en tu ataúd, yo procuro molestar para asegurarme de que sigo viva. No sé si tendré éxito. Esta residencia funciona exactamente como un texto de Balzac. Desembolsamos los ahorros de toda una vida para ejercer un control sobre ella. Imaginé un sistema de dictadura ilustrada como el que aprobaba Voltaire, pero no sé si un gobierno así ha existido o podría llegar a existir. Las guardianas, ya sea adrede o por costumbre inconsciente, erosionan poco a poco nuestro ánimo. Se supone que la junta directiva es nuestra aliada.

Estaba recopilando sottises para usted sin muchas ganas; la que más me fastidia es la idea de que en Inglaterra tenemos una cosa que se llama «verano» y que tarde o temprano «llega». Y entonces todos salimos al jardín después de cenar para que nos piquen los mosquitos. Concedo que la temperatura es unos diez grados más alta y que se puede salir a la calle después del té. Todas las de mediana edad me dicen que, cuando eran jóvenes, en verano se achicharraban y que había jolgorio en carromatos de paja, etc., pero yo les digo que soy treinta años más vieja y que recuerdo perfectamente bien que mayo era un mes apestoso en su juventud, y que lo han olvidado. ¿Ha oído hablar de «Les trois saints de glace»?: he olvidado quiénes son, pero tienen que pasar antes de que haya un verano -latino- como es debido. Pasé un mayo en la Dordoña y llovió sin parar y me trataron a baqueta y me enseñaron sus operaciones y sólo hacían pan cada quince días, así que ¡a la mierda Aquitania! Pero me encanta el Dróme.

Libros que no he leído: Todo Dickens

Todo Scott

Todo Thackeray Todo Shakespeare, excepto «Macbeth»

Todo Jane Austen menos uno


Espero que encuentre un gite encantador; adoro los Pirineos; las flores; y los pequeños «gaves».

Ya ve, di la vuelta al mundo en 1935, antes de que lo estropeasen todo. Y además en un montón de barcos, no en avions.

Me dice usted, respecto a la coincidencia, que por qué no pedimos ver un armadillo o un búho níveo que pusieran a prueba el poder de la coincidencia deliberada. No contestaré a eso, pero sí le diré que vivíamos en Putney en el siglo XVI. Putney está al lado de Barnes.

Bueno, muchas gracias por escribirme. Ahora me siento mejor y la luna se ha asomado por detrás de los pinos al doblar la esquina.

Sylvia W.

El loro D. otra vez en la ventana.


16 de septiembre de 1986

Querido Julián:

Su novela ha resultado didáctica, no en materia sexual, sino porque su personaje, Barbara, tiene exactamente los mismos métodos de conversación escurridizos que nuestra guardiana aquí. Su marido es para mí el colmo de la insolencia, pero sé que si se me escapa la palabra «puñetero» estoy totalmente perdida ante la junta directiva, que hasta ahora me acepta. Ayer me encaminaba al buzón cuando el sargento mayor me abordó para informarme de que era un desplazamiento innecesario. Todas las sordas y locas de aquí le dan las cartas para que las eche al correo. Le dije: «Puede que ya no conduzca mi coche, pero seguiré tomando el autobús al centro y soy muy capaz de llegar a pie hasta el buzón.» Me miró con impertinencia y me imaginé que de noche abría todas las cartas al vapor y rompía todas las que contuviesen quejas contra la residencia. Si mis cartas dejan de llegarle de golpe, puede concluir que me he muerto o estoy plenamente sometida al control de las autoridades.

¿Tiene dotes para la música? Bueno, supongo que yo sí, pero por el solo hecho de tener buen oído y empezar el piano a los seis años, enseguida aprendí a repentizar, y como tocaba el contrabajo y la flauta (más o menos), me pedían continuamente que tocara órganos de iglesias. Me gustaba obtener bramidos tremendos de estos instrumentos. (No voy a la iglesia. Piense lo que quiera.) Me gusta ir al centro: siempre hay chanzas en el autobús o bailes folklóricos en las galerías comerciales, con conciertos de Brandenburgo en una máquina y personas como es debido tocando el violín al compás.

He leído algunas A y B más. Un día de éstos sacaré la cuenta de las bebidas consumidas o los cigarrillos encendidos a modo de relleno en las novelas. También «viñetas» de camareros, taxistas, vendeuses y demás, que no vuelven a aparecer en el relato. Los novelistas meten paja o se ponen a filosofar, lo cual nos enseñaron a considerar «generalizaciones» en Balzac. Para quién son las novelas, me pregunto. En mi caso, para alguien de naturaleza poco exigente que necesita extraviarse entre las diez de la mañana y la hora de acostarse. Entiendo que esto no le satisfaga a usted. Además, para poder hacerlo es esencial que haya un personaje lo bastante parecido a mí misma para identificarme con él e, inconformista como soy, no sucede a menudo.

Aun así, las A y B siguen estando por encima del suministro mensual de la Cruz Roja. Estas parecen textos escritos por enfermeras de turno de noche en las largas horas en que no tienen nada mejor que hacer. Y el único tema es el afán de casarse. No parece que hayan pensado en lo que ocurre después del matrimonio, aunque para mí es el quid de la cuestión.

Una celebridad en el mundo del arte escribió hace unos años en su autobiografía que se aficionó a amar a las mujeres cuando se enamoró de una niña en la escuela elemental de baile. Por entonces él tenía once años y ella nueve. No hay la menor duda de que yo era esa niña: describe mi vestido, y la escuela de que habla era la de mi hermano, las fechas son las mismas, etc. Nadie se ha vuelto a enamorar de mí, pero yo era una niña bonita. Si me hubiese dignado mirarle, dice, me habría seguido hasta el fin de sus días. En cambio, persiguió a mujeres durante toda su vida e hizo tan infeliz a la suya que se convirtió en una alcohólica, mientras que yo, por el contrario, no me he casado. ¿Qué deduce de esto, señor novelista Barnes? ¿Fue una oportunidad perdida hace setenta años? ¿O fue una afortunada escapatoria por ambas partes? Poco sabía él que yo habría de convertirme en una intelectual, y en absoluto una mujer de su gusto. Quizá me hubiese empujado a la bebida y yo le hubiera inducido a ser un mujeriego, y nadie habría salido bien parado, excepto la esposa que él no habría tenido, y en su autobiografía habría dicho que ojalá nunca se hubiese fijado en mí. Usted es demasiado joven para estas cuestiones, pero son las cosas sobre las que una se hace cada vez más preguntas a medida que se vuelve loca y sorda. ¿Dónde estaría yo ahora si antes de la Gran Guerra hubiese mirado hacia otra parte?

Bueno, un millón de gracias y espero que su vida sea satisfactoria y le depare todo lo que desea.

Con amor, Sylvia W.


24 de enero de 1987


Querido Julián:

Una de las locas ve fantasmas. Se le aparecen en forma de pequeños destellos verdes, por si usted quiere detectar alguno, y la siguieron hasta aquí cuando dejó su piso. Lo malo es que eran inofensivos en su domicilio anterior, pero al verse encarcelados en una residencia de viejos han reaccionado haciendo diabluras. Estamos autorizadas a tener una pequeña nevera en nuestro «cubículo», por si nos da un ataque de hambre de noche, y la señora Galloway llena la suya de chocolatinas y botellas de jerez. ¿Y qué hacen los duendecillos en mitad de la noche, sino comerse el chocolate y beberse el jerez? Todas mostramos la debida inquietud cuando la cosa se supo (las sordas mostraron una mayor preocupación, sin duda porque eran incapaces de entender) y tratamos de expresar nuestra aflicción por la pérdida. Los robos continuaron una temporada, y todas poníamos la consabida cara larga, hasta que un día la víctima entró en el comedor con un aspecto de gato de Cheshire. «¡He recuperadolo que es mío!», exclamó. «¡Me he bebido una de las botellas de jerez que ellos han dejado en la nevera!» Así que todas lo festejamos, pero, ay, prematuramente, pues las chocolatinas siguieron sufriendo la depredación nocturna, a pesar de las notas manuscritas, tanto severas como suplicantes, que la señora G empezó a pegar en la puerta de la nevera. (¿Qué idiomas cree usted que saben leer los fantasmas?) El asunto se abordó finalmente en la asamblea plenaria de Pilcher House una noche a la hora de la cena, con la guardiana y su marido presentes. ¿Cómo impedir que los espíritus se comieran el chocolate? Todas miraron a servidora, y esta pobre infeliz no estuvo a la altura. Y por una vez tengo que alabar al sargento mayor, que mostró un estimable sentido de la ironía, a no ser -lo que quizá es más probable- que crea de verdad en los pequeños destellos verdes. «¿Por qué no ponemos un candado en la nevera?», propuso. Aplauso unánime de las sordas y locas, seguido del ofrecimiento del sargento de comprar uno en la ferretería. Le tendré au courant, por si le es útil para uno de sus libros. Me gustaría saber si jura usted tanto como sus personajes. Nadie dice palabrotas aquí, aparte de mí, y sólo para mis adentros.

¿Conoció a mi gran amiga Daphne Charteris? ¿No será, quizá, cuñada de su tía abuela? No, usted dijo que era de clase media. Daphne fue una de nuestras primeras aviadoras y era de clase alta, hija de un terrateniente escocés, acostumbrada a transportar de aquí para allá ganado Dexter después de sacar su licencia. Era una de las once únicas mujeres adiestradas para pilotar un Lancaster en la guerra. Criaba cerdos y siempre llamaba Henry, el nombre de su hermano más pequeño, al más mequetrefe de la camada. Tenía en su casa una habitación llamada el «Kremlin» en la que ni siquiera su marido estaba autorizado a molestarla. Siempre creí que ése era el secreto de un matrimonio feliz. De todos modos, su marido murió y ella volvió a la casa familiar con el mequetrefe Henry. La casa era una pocilga, pero los dos vivían muy contentos y al paso de los meses se iban volviendo sordos. Cuando ya no oían el timbre de la puerta, Henry instaló en su lugar una bocina de automóvil. Daphne se negaba a usar un audífono porque decía que se le enredaba en las ramas de los árboles.

En mitad de la noche, mientras los duendes tratan de romper el candado de la nevera de la señora Galloway para robarle huevecillos de chocolate con leche, yo estoy en vela y observo el lento avance de la luna entre los pinos y pienso en las ventajas de morir. Tampoco es que tengamos otra alternativa. Pues sí, podemos quitarnos la vida, pero eso siempre me ha parecido vulgar y fatuo, como la gente que se va del teatro o de un concierto sinfónico. Quiero decir que…, bueno, ya sabe lo que quiero decir.

Principales motivos para morir: es lo que los demás esperan cuando una llega a mi edad; la decrepitud y senilidad inminentes; el dispendio de dinero -consumo de la herencia- cuando tratas de mantener ensamblada una bolsa incontinente de huesos viejos y clínicamente muertos; el interés decreciente por los noticiarios, las hambrunas, las guerras, etc.; el miedo a caer bajo el dominio absoluto del sargento mayor; el deseo de descubrir lo que hay después (¿o no?).

Principales razones para no morir: el no haber hecho nunca lo que los demás esperan, así que por qué empezar a hacerlo ahora; la posible congoja infligida a otros (pero, en tal caso, inevitable en cualquier momento); el estar todavía en la B de bar; si no yo, ¿quién enfurecería al sargento mayor?

… No se me ocurren más. ¿Me propone usted otras? Descubro que los pros siempre son más fuertes que los contras.

La semana pasada encontraron a una de las locas en pelota picada al fondo del jardín, con una maleta llena de periódicos, al parecer aguardando el tren. Huelga decir que no hay trenes en las cercanías de la residencia desde que Beeching se cargó los ramales.


Bueno, gracias de nuevo por escribirme. Perdone la epistolomanía.

Sylvia

P. D. ¿Por qué le he dicho esto? Lo que intentaba decirle sobre Daphne es que siempre fue una persona que miraba hacia delante, no hacia atrás. Es probable que a usted no le parezca una gran proeza, pero le prometo que cada vez se vuelve más difícil.


5 de octubre de 1987


Querido Julián:

¿Diría usted que la finalidad del lenguaje es la comunicación? No me permitieron enseñar en mi primera escuela de prácticas (de magisterio), sino sólo asistir a clases, porque me equivocaba con el tu del passé simple. Ahora bien, si alguna vez me hubieran enseñado gramática, en lugar de a saber francés, habría podido replicar que nadie diría nunca «Lui écrivis-tu?», ni nada parecido. En mi «escuela» nos enseñaban sobre todo frases sin análisis de los tiempos verbales. Recibo cartas continuas de una francesa con una educación secundaria normal que escribe sin pensar «J'était» o «Elle s'est blessait», y se queda tan ancha. Pero mi jefa, que me despidió, pronunciaba la erre francesa con ese espantoso sonido mudo que se emplea en inglés. Me alegra decir que todo esto ha mejorado mucho y que ya no rimamos «Paris» con «Marry».

No estoy segura todavía de si las cartas largas que escribo han incurrido o no en verborrea senil. El quid, señor novelista Barnes, reside en que saber francés es distinto de saber gramática, y que esto se aplica a todos los aspectos de la vida. No encuentro la carta en que usted me habla de un encuentro con un escritor aún más viejales que yo (¿Gerrady? ¿Cómo se escribe? Lo he buscado en la biblioteca pero no lo he encontrado; en todo caso, seguramente la habré palmado para cuando llegue a la G). Creo recordar que él le preguntó si creía en la supervivencia después de la muerte y que usted le contestó que no, y él dijo: «Cuando llegue a mi edad, quizá crea.» No estoy diciendo que haya vida después de la muerte, pero tengo la certeza de una cosa, de que cuando tienes treinta o cuarenta años puedes ser muy bueno en gramática, pero para cuando llega el momento en que te vuelves sordo o loco también necesitas saber francés. (¿Capta lo que quiero decir?)

¡Oh!, ¡oh!, ¡oh!, ¡lo que daría por un croissant de verdad! Pero el pan francés se hace con harina francesa. ¿La tienen ustedes en su lado del mundo? Anoche cenamos carne en conserva y judías; ojalá no me gustara tanto la comida. A veces sueño con albaricoques. Los de este país no se pueden comprar, saben a hilachas de algodón untadas con zumo de naranja. Después de la horrendosa escena con el sargento mayor me salto el almuerzo y me como un bocadillo y un pastel delicioso en el centro.

Usted escribe que no tiene miedo de morir con tal de que el resultado no sea la muerte. Esto me suena casuístico. Al fin y al cabo, quizá no note la transición. Mi amiga Daphne Charteris tardó mucho tiempo en morirse. «¿Ya estoy muerta?», preguntaba, y a veces: «¿Cuánto hace que estoy muerta?» Sus últimas palabras fueron: «Llevo un rato muerta y no noto la diferencia.»

Aquí nadie habla de la muerte. Es morboso, ya sabe, y nada bunito. No les importa hablar de fantasmas, poltergeist y demás, pero siempre que saco a relucir el verdadero tema, el sargento y su señora me dicen que no asuste a las ovejas. Todo forma parte de mi batalla contra el tabú de la muerte como tema -o del miedo a la muerte- y la energía con la que la profesión médica trata de impedir que mueran los moribundos, mantienen vivos a bebés nacidos sin cerebro y facilitan que mujeres estériles tengan niños artificiales. «Llevamos seis años intentando tener un hijo.» Bueno, pues seguid sin él. La otra noche nos sirvieron a todas huevos de doble yema. «¿Por qué? Qué raro.» «Están dando a las pollas fármacos fertilizantes para que pongan antes.»

¿Qué guardo yo en mi nevera, me pregunta? El bolso, si quiere saberlo, mi libreta de direcciones, mi correspondencia y una copia de mi testamento. (Incendio.)

¿La familia sigue unida? ¿La suya? ¿Algún hijo más? Veo que desempeña muy bien su papel de padre moderno. Jorge V bañaba a sus hijos, la reina Mary no.

Mis mejores deseos y un succés fou para usted.

Sylvia


14 de octubre de 1987

Merci, charmant Monsieur, por el paquete de comida. Ay, la combinación del servicio de correos y el sargento mayor ha hecho que los croissants no llegaran tan tiernos como los mandó usted. He insistido en que se lleve a cabo un reparto general de este envío en usufructo, para que todas las locas y sordas recibieran medio croissant cada una. «¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué?» Prefieren los triángulos blandos de tostada de pan blanco con hebras doradas. Si metiera las sobras en el buzón para Dominic -que sigue en la ventana-, ¿cree que la guardiana me castigaría sin salir? Perdón, sólo una postal, no tengo bien el brazo. Cordiales saludos,

Sylvia


10 de diciembre de 1987

Barnes está como a la altura del pecho, Brookner te obliga a agacharte hasta el suelo. Creo que su Mírame es una hermosa muestra de texto trágico, a diferencia de Rey Lear, que acabo de leer por primera vez. Aparte de algunos remiendos púrpura, la trama y los personajes son una paparrucha absoluta. Como paradigma (palabra que acabo de aprender en un crucigrama), el traje del emperador. Sólo una postal. Brazo… Un cordial saludo, Sylvia


14 de enero de 1989


Querido Julián:

(¡Sí! La vieja Winstanley) Por favor, perdone más verborrea senil. También el estado de la letra, que avergonzaría a la niñera.

Fascinante historia en la tele sobre unos cachorros de león que intentan comer a un porc-épic (¿por qué épic? El Larousse dice que es una corrupción de porcospino, lo cual es obvio, pero ¿por qué no épine en vez de épic?). La verdad es que no me atraen los erizos; en mi casa de campo tenía una rejilla para impedir el paso del ganado en la que siempre caían erizos. Descubrí que la manera más fácil de sacarlos de allí era con la mano, pero están infestados de parásitos y tienen ojos inexpresivos, más bien ruines.

Idiota y senil por mi parte hablarle otra vez de sus hijos cuando usted dice que no tiene ninguno. Perdone, por favor. Por supuesto, inventa cosas en sus relatos.

Como tengo ochenta y cuatro años y conservo una memoria excelente, sé que es inevitable que se den coincidencias como, por ejemplo, loros, académicos franceses, etc. ¿Y aquella celebridad artística? Y hace un mes me enteré de que mi sobrina nieta Hortense Barret va a entrar en la universidad para estudiar ingeniería agrónoma. (En nuestra época se llamaba silvicultura. ¿Tenían ustedes guardas forestales? Jóvenes serios, con parches de cuero en los codos, que vivían en colonias cerca de Parks Road y salían juntos a hacer trabajo de campo?) Total, que la misma semana en que estoy leyendo un libro sobre las hidrangeas me entero de que la Hortensia puede haber tomado su nombre de una joven llamada Hortense Barret que fue en la expedición de Bougainville con el botánico Commerson. Las investigaciones revelan que aunque les separan muchas generaciones, dentro y fuera del matrimonio, con cambios de nombres, la línea era directa. ¿Qué le sugiere esto? ¿Y por qué me dio por leer un libro sobre las hidrangeas? Ya no tengo plantas ni tiestos en el alféizar. Así que ya ve, no se puede atribuir todo esto a la edad avanzada o a la buena memoria. Es como si una mente exterior -no la mía, inconsciente- estuviese diciendo: «Toma nota: no te perdemos de vista.» Puedo decir que soy agnóstica, aunque podría aceptar la hipótesis de un «guía» o «sourveillant», y hasta un ángel de la guarda.

Y, en tal caso, ¿qué pasa? Lo único que le estoy diciendo es que tengo esta impresión de un constante codazo en las costillas. «¡Cuidado!», y a mí me parece que me sirve de señal. Quizá a usted no le concierna en absoluto. Para mí constituye la prueba de un propósito didáctico de una mente superior. ¿Cómo se explica? ¡Que me registren!

Como estoy en el cinturón psíquico advierto cómo la comprensión de la mente evoluciona casi a la velocidad de la tecnología: el ectoplasma está tan anticuado como las velas de junco.

La señora Galloway, la del candado en el frigorífico y los duendes verdes, «pasó a mejor vida», como le gusta decir a la guardiana. Todo pasa aquí. Pasa la mermelada, pasó tal noticia, «¿ha pasado?», le dice una a otra, hablando de sus penosos movimientos intestinales. ¿Qué creen que ocurrirá con los destellos verdes?, pregunté en una cena. Las locas y sordas cavilaron sobre el particular y al final llegaron a la conclusión de que es probable que también se «hayan pasado». Amitiés, sentiments distingués, etc.,

Sylvia W.

17 de enero de 1989

Supongo que si estás loco y te mueres, habrá una Explicación esperando, y antes tienen que volverte cuerdo para que la entiendas. ¿O cree usted que estar loco es sólo otro velo de conciencia alrededor de nuestro mundo actual, que no tiene nada que ver con ningún otro?

No deduzca de la postal de la catedral que he dejado de pensar por mí misma. «Sobre la influencia de las lombrices en la formación de la tierra vegetal», con toda probabilidad. Pero quizá no.

S.W.


19 de enero de 1989

Señor novelista Barnes:

Si le preguntase «¿Qué es la vida?», posiblemente me respondería, con muchas palabras, que es sólo una coincidencia.

De modo que la pregunta sigue en pie: ¿qué tipo de coincidencia?

S.W.


3 de abril de 1989

Querido señor Barnes:

Gracias por su carta del 22 de marzo. Lamento informarle de que la señora Winstanley pasó a mejor vida hace dos meses. Se fracturó la cadera en una caída cuando se dirigía al buzón, y a pesar de que en el hospital no escatimaron esfuerzos, surgieron complicaciones. Era una mujer encantadora, y sin duda la vida y el alma de Pilcher House. Será recordada largo tiempo y muy añorada.

Si desea más información, por favor no dude en ponerse en contacto conmigo.

Le saluda atentamente

J. Smyles (Guardiana)


10 de abril de 1989


Querido señor Barnes:

Gracias por su carta del 5 de los corrientes.

Al vaciar la habitación de la señora Winstanley, encontramos una serie de objetos de valor en la nevera. Había también un paquetito de cartas, pero como las había colocado en el compartimento del congelador y éste, por desgracia, fue desconectado para descongelarlo, han sufrido un gran daño. Si bien el membrete impreso todavía era visible, creímos que sería penoso entregárselas a la persona en semejante estado, y en consecuencia, desgraciadamente, nos deshicimos de ellas. Quizá sea a esto a lo que usted se refería.

Seguimos echando mucho de menos a la señora Winstanley. Era una mujer encantadora, y sin duda la vida y el alma de Pilcher House durante el tiempo que residió aquí.

Le saluda atentamente,

J. Smyles (Guardiana)

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