El reestreno

1. PETERSBURGO

Era una antigua obra suya, escrita en Francia en 1849; prohibida enseguida por el censor, su publicación no fue autorizada hasta 1855. Se estrenó diecisiete años más tarde y se representó cinco míseras noches en Moscú. Ahora, treinta años después de que la escribiera, ella le había telegrafiado pidiéndole permiso para representarla, abreviada, en Petersburgo. Él accedió, aunque con la pequeña objeción de que su invención juvenil había sido concebida para la lectura, no para la escena. Añadió que la obra era indigna de una actriz de tanto talento como ella. Era la clásica galantería, porque nunca la había visto actuar.

Como la mayoría de sus escritos, la obra versaba sobre el amor. Y, al igual que en su vida, en sus escritos el amor era un fracaso. El amor podía o no podía producir bondad, gratificar la vanidad y limpiar la piel, pero no conducía a la felicidad; en el amor había siempre una desigualdad de sentimiento o intención. Tal era su naturaleza. Por supuesto, «funcionaba» en el sentido de que era la causa de las emociones más profundas de la vida, y a él le daba la lozanía de una flor de tilo en primavera y le quebraba como a un traidor la rueda de tormento. Le impulsaba a pasar de una timidez educada a una audacia relativa, aunque algo teórica, tragicómicamente incapaz de emprender una acción. Le enseñó la locura paralizante de la expectación, la desdicha del fracaso, el gemido del arrepentimiento y la tonta afición a rememorar. Conocía bien el amor. También se conocía bien a sí mismo. Treinta años antes, se había expresado a través de Rakitin, el personaje que expone al público sus conclusiones acerca del amor: «En mi opinión, Alexéi Nikoláievich, todos los amores, los felices y los infelices, son un auténtico desastre si te entregas por entero a ellos.» Estos conceptos fueron tachados por el censor.

Había supuesto que ella interpretaría a la protagonista femenina, Natalia Petrovna, la mujer casada que se enamora del tutor de su hijo. Pero ella prefirió el papel de la pupila de Natalia, Veroshka, que, como sucede en las obras de teatro, también se enamora del tutor. La obra se estrenó; él fue a Petersburgo; ella fue a visitarle a su habitación en el Hotel de l’Europe. Había pensado que él la intimidaría, pero descubrió que le cautivaba el «elegante y agradable abuelo» que encontró. La trató como a una niña. ¿Era tan sorprendente? Ella tenía veinticinco años y él sesenta.

El 27 de marzo asistió a una representación de su obra. No obstante haberse escondido en las profundidades del palco del director, le reconocieron y, al final del segundo acto, el público empezó a gritar su nombre. Ella fue a sacarle al escenario; él se negó, pero hizo una reverencia desde el palco. Concluido el tercer acto, fue al camerino de ella, le tomó las manos y la examinó a la luz de gas.

– Veroshka -dijo-. ¿De verdad he escrito esta Veroshka? No le presté mucha atención cuando lo estaba escribiendo. El centro de la obra para mí era Natalia Petrovna. Pero usted es la Veroshka viva.

2. EL VIAJE REAL

¿Se enamoró, entonces, de su propia creación? Veroshka en el escenario bajo los focos, Veroshka fuera de escena bajo la luz de gas, ¿era ahora tanto más valiosa por haberla vislumbrado en su texto treinta años antes? Si el amor, como sostienen algunos, tiene por única referencia a sí mismo, si el objeto del amor carece, a la postre, de importancia, porque lo que los amantes valoran son sus propias emociones, ¿qué mejor retorno al punto de partida que el hecho de que un dramaturgo se enamore de su propio personaje? ¿Quién necesita la interferencia de la persona real, de la ella real bajo la luz del sol, de la farola, del corazón? He aquí una foto de Veroshka, vestida como para ir a la escuela: tímida y atrayente, con ardor en los ojos y una palma abierta que denota confianza.

Pero si esta confusión se produjo, la suscitó ella. Años después escribió en sus memorias: «No interpretaba a Veroshka, oficiaba un rito sagrado… Sentía con toda claridad que Veroshka y yo éramos la misma persona.» Así que debemos ser indulgentes si «la Veroshka viva» fue lo primero que a él le conmovió; lo primero que la conmovió a ella fue quizá otra cosa que no existía: el autor de la obra, desaparecido hacía mucho tiempo, treinta años más tarde. Y recordemos también que él sabía que aquél sería su último amor. Ya era un anciano. Le aplaudían dondequiera que fuese como a una institución, al representante de una época, a alguien cuya obra estaba hecha. En el extranjero le colgaban togas y cintas. Tenía sesenta años y era viejo por elección y también lo era en la realidad. Un año o dos antes, había escrito: «Después de los cuarenta años, sólo hay una palabra que resuma el fundamento de la vida: renuncia.» Ahora tenía la mitad de años más que en aquel aniversario definitorio. Tenía sesenta, y ella veinticinco.


En las cartas, le besaba las manos, le besaba los pies. Por su cumpleaños le envió una pulsera de oro con los nombres de ambos grabados en el interior. «Ahora siento que te amo sinceramente», le escribió. «Creo que te has convertido en una parte de mi vida de la que nunca me separaré.» Son fórmulas convencionales. ¿Eran amantes? Parece que no. Para él era un amor fundado en la renuncia, cuyas emociones consistían en si-hubiera y lo-que-podría-haber-sido.

Pero todo amor necesita un viaje. Todo amor, simbólicamente, es un viaje que precisa encarnarse. Su viaje tuvo lugar el 28 de mayo de 1880. Él estaba en su finca en el campo; la instó a que le visitara allí. Ella no podía: era una actriz en activo o de gira; hasta ella debía renunciar a cosas. Pero tenía que desplazarse de Petersburgo a Odessa, y en el trayecto pasaría por Mtsensk y Oriol. Él consultó el horario para ella. Había tres trenes que salían de Moscú y recorrían la línea Kursk. El de las 12.30, el de las 4 y el de las 8.30: el expreso, el correo y el que paraba en todas las estaciones. Horas respectivas de llegada a Mtsensk: 10 de la noche, 4.30 de la madrugada y 9.45 de la mañana. Había que tener en cuenta la viabilidad del idilio. ¿Debía la amada llegar con el correo o en el equivalente ferroviario del farolillo rojo? La exhortó a tomar el de las 12.30, rectificando que la hora exacta de su llegada era las 9.55.

En esta precisión hay un lado irónico. Él era notoriamente impuntual. Durante una época, llevaba encima sin disimulo una docena de relojes; aun así, llegaba a una cita con horas de retraso. Pero el 28 de mayo, temblando como un muchacho, aguardó el expreso de las 9.55 en la pequeña estación de Mtsensk. La noche había caído. Embarcó en el tren. Había cincuenta kilómetros de trayecto desde Mtsensk a Oriol.

Viajó esos cincuenta kilómetros en el compartimento de ella. La miró, besó sus manos, inhaló el aire que ella respiraba. No se atrevió a besarla en los labios: una renuncia.


O bien lo intentó y ella apartó la cara: vergüenza, humillación. Y banalidad también, a la edad de él. O bien la besó y ella le devolvió los besos con igual ardor: sorpresa y un brinco de miedo. No lo sabemos: el diario de él fue quemado más tarde, las cartas de ella no sobrevivieron. Lo único que tenemos son las cartas posteriores del autor, cuya garantía de fiabilidad radica en que fechan aquel viaje de mayo en el mes de junio. Sabemos que ella viajaba con una compañera, Raisa Alexéievna. ¿Qué hizo Raisa? ¿Fingir que dormía, simular que poseía una súbita visión nocturna para el paisaje oscurecido, esconderse detrás de un libro de Tolstói? Recorrieron cincuenta kilómetros. Él se apeó del tren en Oriol. Ella, sentada en su asiento, le despidió agitando el pañuelo mientras el expreso la llevaba hacia Odessa.

No, hasta este pañuelo es una invención. Pero la cosa es que hicieron su viaje juntos. Ahora podría ser evocado, mejorado, transformado en la encarnación, la realización del si-hubiera. Él siguió invocándolo hasta la muerte. Fue, en un sentido, su último viaje, el último del corazón. «Mi vida queda atrás», escribió, «y aquella hora pasada en un vagón de tren, en que casi me sentí como un joven de veinte años, fue la última llamarada.»

¿Quiere esto decir que casi tuvo una erección? Nuestra época documentada reprende a su antecesora por sus perogrulladas y sus evasivas, sus chispas, sus llamas, sus fuegos, sus chamusquinas imprecisas. El amor no es una hoguera, por Dios, es una polla tiesa y un coño húmedo, regañamos a aquella gente que se derretía y renunciaba. ¡Adelante! ¿Por qué no lo hiciste? ¡Hatajo de pollas miedosas y de coños cerrados con candado! ¡Besarle las manos! Sabemos perfectamente lo que quería besarle de verdad. Entonces, ¿por qué no? Y además en un tren. Sólo tenías que haber posado la lengua en el sitio y que el traqueteo del tren lo hiciera todo por ti. ¡Tac-tac, tac-tac!


¿Cuándo fue la última vez que te besaron las manos? Y si así fue, ¿cómo sabes que él las besaba bien? (Aún más, ¿cuál fue la última vez que te escribieron que iban a besarte las manos?) He aquí el razonamiento para el mundo de las renuncias. Nosotros sabemos más sobre consumación, ellos sabían más sobre deseo. Nosotros sabemos más de números, ellos sabían más sobre desesperación. Nosotros sabemos alardear, ellos sabían recordar. Ellos besaban los pies, nosotros lamemos los dedos del pie. ¿Sigues prefiriendo nuestro lado de la ecuación? Tal vez tengas razón. Entonces probemos un enunciado más sencillo: sabemos más sobre sexo, pero ellos sabían más sobre amor.

O quizá esto sea erróneo y confundimos lo que eran las gradaciones del estilo cortesano con realismo. Quizá besar los pies siempre significaba lamer los dedos. El también le escribió: «Beso tus manos pequeñas, tus pequeños pies, beso todo lo que me consientas besarte y hasta lo que no me consientas.» ¿No es suficientemente claro, tanto para el remitente como para el destinatario? Y si es así, quizá lo inverso es asimismo cierto: que la lectura de los sentimientos se practicaba tan toscamente entonces como ahora.

Pero cuando nos burlamos de las blandenguerías de una época anterior, deberíamos prepararnos para las mofas de un siglo posterior. ¿Cómo es posible que nunca pensemos en ello? Creemos en la evolución, al menos en el sentido de que la evolución culmina en nosotros. Olvidamos que esto entraña que la evolución rebasará nuestro yo solipsista. Los rusos de aquel tiempo sabían soñar tiempos mejores, y con la mayor frescura afirmamos que sus sueños constituyen nuestro aplauso.

Mientras el tren seguía su viaje hacia Odessa, él pernoctó en un hotel de Oriol. Fue una noche bipolar, espléndida en sus pensamientos sobre ella, desdichada en que evocarla le impidió dormir. Le embargaba el voluptuoso placer de la renuncia. «Mis labios murmuran: "¡Qué noche habríamos pasado juntos!"» A lo que nuestro siglo pragmático e irritado contesta: «¡Pues toma otro tren! ¡Intenta besarla donde no lo hiciste!»

Un acto así sería excesivamente peligroso. Tiene que preservar la imposibilidad del amor. Así que ofrece a su amada un exagerado si-hubiera. Confiesa que cuando el tren estaba a punto de partir, se vio de pronto tentado por la «locura» de secuestrarla. Como era de esperar, renunció a la tentación: «Sonó la campana y ciao, como dicen los italianos.» Pero imagínate los titulares de los periódicos si hubiera llevado a cabo su plan momentáneo: «ESCÁNDALO EN LA ESTACIÓN DE ORIOL». Se lo imagina para ella con deleite. Si hubiera. «Un suceso extraordinario aconteció aquí ayer: el autor T…, un hombre anciano, se hallaba acompañado de la famosa actriz S…, que viajaba a Odessa para una brillante temporada en el teatro de la ciudad, cuando, en el momento en que el tren se disponía a partir, él, como poseído por el diablo en persona, desembarcó a la señora S… por la ventana de su compartimento y, venciendo los esfuerzos desesperados de la artista, etc., etc.» Si hubiera. El momento real -el posible pañuelo agitado en la ventanilla, la probable lámpara de gas que ilumina la blanca melena de un anciano- se reescribe en forma de farsa y de melodrama, de jerga periodística y de «locura». La seductora hipótesis no se refiere al futuro; se encuentra en un lugar seguro del pasado. La campana sonó y ciao, como dicen los italianos.

También recurrió a otra táctica: la de precipitarse en el futuro con el fin de confirmar la imposibilidad de amor en el presente. Ya, y sin que hubiese ocurrido «nada», mira atrás hacia aquel «algo» que habría sucedido. «Si volvemos a vernos dentro de dos o tres años, yo seré un viejo, un vejestorio. Tú, en cambio, habrás ingresado definitivamente en el curso normal de tu vida y nada quedará de nuestro pasado…» Dos años, pensó, convertirían a un anciano en un hombre viejísimo; la «vida normal», por el contrario, la aguarda a ella en la forma banal pero oportuna de un oficial de húsares que entrechoca sus espuelas fuera del escenario y resopla como un caballo. N. N. Vsevolozhski. Qué útil era el uniforme relumbrante para el civil descolorido y encorvado.

A estas alturas, no deberíamos seguir pensando en Veroshka, la pupila infortunada e ingenua. La actriz que la interpretaba era robusta, temperamental, bohemia. Ya estaba casada y esperaba el divorcio para procurarse un húsar; se casaría tres veces en total. Sus cartas no han sobrevivido. ¿Le engañó ella? ¿Estaba un poco enamorada de él? ¿Estaba, quizá, un poco más que enamorada de él, pero desalentada por sus expectativas de fracaso, por sus renuncias voluptuosas? ¿Se sentía, quizá, tan atrapada como él por su pasado? Si el amor, para él, siempre había significado derrota, ¿por qué habría de ser distinto con ella? Si te casas con un fetichista de los pies, no debería extrañarte sorprenderle acurrucado en tu zapatero.

Cuando en sus cartas a ella evocaba aquel viaje, hacía alusiones oblicuas a la palabra «cerrojo». ¿Era acaso la llave de su compartimento, de sus labios, de su corazón? ¿O la llave de su piel? «¿Sabe cuál fue el suplicio de Tántalo?», escribió. El suplicio de Tántalo fue sufrir la tortura de una sed insaciable en las regiones infernales; estaba sumergido en agua hasta el cuello, pero cada vez que inclinaba la cabeza para beber, el río se alejaba. ¿Debemos inferir de esto que intentó besarla, pero que cada vez que él avanzaba ella retrocedía y retiraba su boca mojada?

Por otra parte, un año después, cuando ya no corre riesgo y todo está perfilado, él escribe: «Al final de tu carta dices: "Un beso afectuoso." ¿Cómo? ¿Te refieres a uno igual al de aquella noche de junio, en el compartimento de aquel tren? Aunque viva cien años jamás olvidaré aquellos besos.»

Mayo se ha convertido en junio, el tímido pretendiente se ha transformado en el destinatario de un sinfín de besos, el cerrojo ha sido descorrido un poco. ¿La verdad es ésta o aquélla? Ahora nos gustaría que entonces hubiera sido nítido, pero rara vez lo es; si es el corazón el que arrastra al sexo o el sexo el que arrastra al corazón.

3. EL VIAJE SOÑADO

Él viajó. Ella viajó. Pero ellos no viajaron; nunca más. Ella le visitó en su finca; nadó en su estanque -«la ondina de San Petersburgo», la llamaba- y cuando ella se marchó, él puso su nombre a la habitación donde había dormido. Le besaba las manos, le besaba los pies. Se conocieron, se cartearon hasta que él murió, y después ella protegió su recuerdo de interpretaciones vulgares. Pero sólo viajaron juntos cincuenta kilómetros.

Podrían haber viajado. Si hubiera…, si hubiera.

Pero él era un entendido en si-hubiera, y por lo tanto viajaron. Viajaron en el pasado condicional.

Ella estaba a punto de casarse por segunda vez. N. N. Vsevolozhski, oficial de húsares, clic, clac. Cuando ella le pidió su opinión sobre el enlace, él declinó responder. «Es demasiado tarde para pedírmela. Le vin est tiré; il faut le boire.»¿Le estaba preguntando, de un artista a otro, qué pensaba del matrimonio convencional que ella iba a contraer con un hombre con el que tenía poco en común? ¿O había algo más? ¿Le estaba proponiendo su propio si-hubiera, pidiéndole que aprobara que dejase plantado a su prometido?

Pero el abuelo, que no se había casado nunca, declina tanto refrendar como aplaudir. Le vin est tiré; il faut le boire. ¿Tiene la costumbre de decir frases en una lengua extranjera en momentos emotivos clave? ¿Poseen el francés y el italiano eufemismos melosos que le ayudan a evadirse?

Por supuesto, si hubiera alentado una abstención tardía de su segundo matrimonio, ello habría deparado una realidad excesiva, lo habría puesto en presente de indicativo. Él zanja el asunto: bebe el vino. Impartida esta orden, la fantasía puede reanudarse. En su carta siguiente, veinte días más tarde, él escribe: «Por mi parte, sueño en lo agradable que sería viajar -los dos solos- durante un mes, como mínimo, y de tal manera que nadie supiera quiénes somos ni adónde vamos.»

Es un sueño de evasión normal. Juntos, anónimos, con tiempo disponible. Es además, desde luego, una luna de miel. ¿Y adonde, sino a Italia, iría a pasar la luna de miel la clase artística refinada? «Imagina sólo la siguiente escena», le incita él. «Venecia (quizá en octubre, el mejor mes en Italia) o Roma. Dos viajeros con ropa de viaje; uno alto, torpe, con el pelo blanco, zanquilargo, pero muy satisfecho; la otra, una mujer esbelta con unos ojos oscuros y un pelo negro extraordinarios. Supongamos que ella también está contenta. Recorren la ciudad, navegan en góndola. Visitan museos, iglesias y demás, cenan juntos, van juntos al teatro… ¿y después? Aquí mi imaginación se detiene, respetuosa. ¿Es para ocultar algo o porque no hay nada que ocultar?»

¿Detuvo el respeto su imaginación? La nuestra no. Nos parece muy obvio en nuestro siglo posterior. Un hombre en ruinas en una ciudad ruinosa que pasa una luna de miel vicaria con una joven actriz. Los gondoleros les llevan de regreso al hotel después de una cena íntima, la banda sonora es una opereta, ¿y hace falta que nos expliquen lo que sucede a continuación? Como no hablamos de la realidad, aquí no se trata de la fragilidad de una piel anciana, debilitada por el alcohol; estamos en el suelo firme del modo condicional, envueltos en la manta de viaje. Así que… si hubieras…, si hubieras…, te la habrías follado, ¿verdad? No lo niegues.

Tejer la fantasía de la luna de miel en Venecia con una mujer entre dos maridos entraña sus peligros. Naturalmente, puesto que de nuevo has renunciado a ella, hay poco riesgo de que excitando su imaginación la encuentres una mañana delante de tu puerta, sentada encima de un baúl de viaje y abanicándose tímidamente con su pasaporte. No: el peligro más real es el dolor. La renuncia implica evitar el amor, y de ahí el sufrimiento, pero incluso en esta abstinencia hay trampas. Hay dolor, por ejemplo, en la comparación entre el capricho de Venecia de tu imaginación respetuosa y la realidad inminente de que se la folle sin el menor respeto, en su luna de miel de verdad, un oficial de húsares, N. N. Vsevolozhski, que sabe tan poco de la Accademia como de lo poco fiable que es la carne.

¿Qué cura el dolor? El tiempo, responde el viejo sabihondo. Tú sabes más que él. Tienes el juicio necesario para saber que el tiempo no siempre cura el dolor. Necesita un ajuste la imagen convencional de la hoguera amatoria, de la llama que seca el globo ocular y se transmuta en tristes cenizas. Prueba, si quieres, una sibilante llama de gas que abrasa, pero que también hace algo peor: proyecta luz, una luz ictérica, despiadada, de sombra plana, la clase de luz que ilumina a un anciano en un andén de provincias cuando el tren parte, un inválido que observa una ventanilla amarilla y una mano que se agita y se aleja de su vida, que sigue al tren unos cuantos pasos hasta que en la curva se vuelve invisible, que clava la mirada en la luz roja del furgón de cola hasta que es menos que un planeta rubí en el cielo nocturno, y que luego se da media vuelta y descubre que está aún debajo de la farola del andén, solo, sin nada más que hacer que matar las horas en un hotel mohoso, convenciéndose de que ha ganado pero sabiendo que en verdad ha perdido, y que llena el insomnio con si-hubieras de consuelo, y luego vuelve a la estación y está de nuevo solo, bajo una luz más clemente pero para hacer un viaje más cruel, el trayecto de regreso de esos cincuenta kilómetros que la noche anterior ha recorrido con su amada. El viaje de Mtsensk a Oriol, que conmemorará durante el resto de su vida, lo ensombrece siempre el trayecto de vuelta, sin cronista, de Oriol a Mtsensk.

De modo que propone un segundo viaje soñado, otra vez a Italia. Para entonces ella está ya casada, un cambio de estado que no es un tema de conversación interesante. Bebe el vino. Ella viaja a Italia, quizá con su marido, aunque no se le interroga sobre sus compañeros de viaje. Él lo aprueba, aunque sólo sea porque le permite ofrecerle a ella una alternativa: no una luna de miel rival, sino un recorrido de nuevo en el condicional indoloro. «Hace muchos, muchos años, pasé en Florencia diez de los días más deliciosos de mi vida.» Este empleo del tiempo anestesia el dolor. Tantos años hacía que aún no había «cumplido los treinta», antes de que el fundamento de la vida fuese la renuncia. «Florencia me produjo la impresión más fascinante y poética, a pesar de que la visité solo. Cuál me habría producido si hubiera estado acompañado de una mujer comprensiva, buena y hermosa…, ¡esto sobre todo!»

No hay peligro aquí. La fantasía es manejable, su obsequio es un recuerdo falso. Unos decenios más tarde, los dirigentes políticos de su país se especializarían en borrar de la historia con un atomizador a los caídos, en eliminar sus huellas fotográficas. Aquí lo tenemos ahora, encorvado sobre su álbum de recuerdos, insertando meticulosamente la figura de una compañera pretérita. Pégala, pega esa foto de la tímida y atractiva Veroshka, mientras la farola rejuvenece tu pelo blanco con una sombra negra.

4. EN YÁSNAIA POLIANA

Poco después de haberla conocido, fue a visitar a Tolstói, quien le llevó de caza. Le pusieron en el mejor puesto, por encima del cual solían pasar agachadizas. Pero aquel día el cielo, para él, estuvo vacío. De cuando en cuando, sonaba un disparo procedente del puesto de Tolstói; luego otro, y otro más. Todas las aves volaban hacia la escopeta de Tolstói. Parecía normal. Él, por su parte, disparó a una sola pieza que los perros no pudieron encontrar.

Tolstói le consideraba incompetente, titubeante, poco viril, un hombre de mundo frívolo y un despreciable amante de Occidente; lo abrazaba, lo aborrecía, pasó una semana con él en Dijon, se peleaba con él, lo perdonaba, lo valoraba, le visitaba, le retó a un duelo, lo abrazó, lo desdeñó. Así expresó Tolstói su compasión cuando su amigo agonizaba en Francia: «La noticia de tu enfermedad me ha entristecido mucho, sobre todo cuando me aseguraron que era grave. Comprendí lo mucho que te aprecio. Sentí que me apenaría mucho que murieses antes que yo.»

En aquella época, Tosltói menospreciaba el gusto por la renuncia. Más adelante empezó a despotricar contra las lascivias de la carne y a idealizar una cristiana simplicidad campesina. Sus tentativas de castidad fracasaban con cómica frecuencia. ¿Era un farsante, un falso renunciador, o era más bien que no tenía aptitudes y su cuerpo rechazaba la renuncia? Tres decenios más tarde murió en una estación de tren. Sus últimas palabras no fueron: «Sonó la campana y ciao, como dicen los italianos.» ¿El que logró renunciar envidiaba a su homólogo fallido? Hay ex fumadores que rechazan el cigarrillo que les ofrecen, pero dicen: «Expulsa el humo hacia mí.»

Ella viajaba; trabajaba; se casó. Él le pidió que le enviara un molde de yeso de su mano. Había besado la de verdad tantas veces que besaba una versión imaginaria de la mano real casi en cada carta que le escribía. Ahora podía depositar sus labios en una versión de yeso. ¿Está el yeso más cerca de la piel que el aire? ¿O el yeso convirtió en un recordatorio el amor de él y la piel de ella? Hay una ironía en la petición que hizo: lo normal es que el molde sea el de la mano creativa del escritor; y cuando el molde se hace suele estar ya muerto.

Así se adentraba poco a poco en la vejez, a sabiendas de que ella era -había sido ya- su último amor. Y puesto que se ocupaba de la forma, ¿recordó en esta época a su primer amor? Era un especialista en la materia. ¿Reflexionó que el primer amor modela una vida para siempre? O bien te empuja a repetir el mismo tipo de amor y fetichiza sus componentes; o bien actúa como una advertencia, una trampa, un ejemplo negativo.

Su primer amor lo había vivido cincuenta años antes. Ella había sido una princesa llamada Shajóvskaia. Él tenía catorce años, ella más de veinte; él la adoraba, ella le trataba como a un niño. Esto le tuvo perplejo hasta el día en que descubrió por qué. Ella era ya la amante de su padre.

Al año siguiente de la partida de caza con Tosltói, visitó de nuevo Yásnaia Poliana. Era el cumpleaños de Sonia Tolstói y la casa estaba llena de invitados. Él propuso que cada uno refiriese el momento más feliz de su vida. Cuando le llegó su turno en el juego, anunció, con un aire exaltado y una familiar sonrisa melancólica: «El momento más feliz de mi vida es, por supuesto, el del amor. Es el momento en que tu mirada se cruza con los ojos de la mujer que amas e intuyes que ella te ama también. Me ha ocurrido una vez, quizá dos.» A Tosltói esta respuesta le pareció irritante.

Más tarde, cuando los jóvenes insistieron en bailar, él hizo una demostración de lo que estaba de moda en París. Se quitó la chaqueta, insertó los pulgares en las sisas del chaleco y empezó a dar brincos, levantando las piernas, moviendo la cabeza, y el pelo blanco se le alborotaba mientras todo el mundo daba palmadas y aplaudía; él jadeaba, brincaba, jadeaba, brincaba, hasta que se cayó y se desplomó sobre una butaca. Fue un gran éxito. Tolstói escribió en su diario: «El cancán de Turguéniev. Triste.»

«Una vez, quizá dos veces.» ¿Fue ella la «quizá dos»? Quizá. En su penúltima carta, le besa las manos. En la última, escrita con un trazo trémulo, no le ofrece besos. Escribe, en cambio: «Mis afectos no cambian… y conservaré exactamente el mismo sentimiento por ti hasta el fin.»

El fin llegó seis meses después. El molde de yeso de su mano se encuentra hoy en el Museo del Teatro de San Petersburgo, la ciudad donde él besó por primera vez la original.

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