La de cosas que sabes

1

– ¿Café, señoras?

Las dos levantaron la mirada hacia el camarero, pero él ya estaba acercando el termo a la taza de Merrill. Cuando terminó de servir, movió los ojos no hacia Janice, sino hacia la taza de Janice. Ella la tapó con la mano. Seguía sin comprender, al cabo de tantos años, por qué los americanos querían café en cuanto llegaba el camarero. Tomaban café caliente, después zumo de naranja frío y después más café. No tenía ni pies ni cabeza.

– ¿No quiere café? -preguntó el camarero, como si el gesto de Janice hubiera sido ambiguo. Llevaba un delantal de lino verde y el pelo con tanto fijador que se le notaba cada marca del peine.

– Tomaré té. Más tarde.

– ¿English Breakfast, Orange Pekoe, Earl Grey?

– English Breakfast. Pero más tarde.

El camarero se retiró como ofendido y evitando todavía el contacto visual. Janice no estaba sorprendida, y mucho menos dolida. Ellas eran dos ancianas y él seguramente era homosexual. Tenía la impresión de que en América había cada vez más camareros homosexuales, o por lo menos cada vez más abiertamente. Quizá siempre lo habían sido. Al fin y al cabo, debía de ser un buen método de conocer a hombres de negocios solitarios. Esto en el supuesto de que los hombres de negocios solitarios fuesen homosexuales, lo cual reconocía que no tenía por qué ser el caso.

– Me apetece un huevo escalfado -dijo Merrill.

– Un huevo escalfado estaría bien.

Pero que Janice estuviese de acuerdo no significaba que fuese a pedirlo. Para ella era un plato de almuerzo, no de desayuno. Había montones de cosas en aquel menú que para ella tampoco eran de desayuno: gofres, tortitas al estilo casero, halibut del Ártico. ¿Desayunar pescado? No le veía el sentido. Bill solía tomar arenques, pero ella sólo le dejaba tomarlos cuando estaban hospedados en un hotel. Dejan un olor apestoso en la cocina, le decía ella. Y repiten todo el día. Lo cual, en gran medida, aunque no del todo, era un problema de él, pero aun así. Había sido un motivo de cierta fricción entre ellos.

– Bill solía tomar arenques -dijo, con ternura.

Merrill le lanzó una mirada como preguntándose si se habría perdido algún eslabón lógico en la conversación.

– Claro que no conociste a Bill -dijo Janice, como si hubiese sido una incorrección por parte de Bill (de la cual ella ahora se disculpaba) haberse muerto antes de conocer a Merrill.

– Querida -dijo Merrill-, en mi caso es Tom hacía esto, Tom hacía lo otro. Tienes que pararme porque me embalo.

Reanudaron el estudio del menú, una vez acordados más o menos los términos en que iba a transcurrir el desayuno.

– Fuimos a ver La delgada línea roja -dijo Janice-. Nos gustó muchísimo.

Merrill no sabía a quién se refería aquel «fuimos». En cierta época, se habría referido a «Bill y yo». ¿De quién hablaba ella ahora? ¿O era sólo una costumbre? Quizá Janice, incluso al cabo de tres años de viudez, no soportaba volver a emplear el «yo».

– A mí no me gustó -dijo Merrill.

– Oh. -Janice miró de reojo el menú, como si buscara inspiración-. Nos pareció que estaba muy bien hecha.

– Sí -dijo Merrill-. Pero a mí me pareció…, bueno, aburrida.

– No nos gustó Little Voice -dijo Janice, como una concesión.

– Oh, a mí me encantó.

– Si te digo la verdad, sólo fuimos por ver a Michael Caine.

– Oh, a mí me encantó.

– ¿Crees que ha ganado un Óscar?

– ¿Michael Caine? ¿Por Little Voice?

– No, en general, me refiero.

– ¿En general? Yo diría que sí. Al cabo de tanto tiempo.

– Al cabo de tanto, sí. Debe de ser casi tan viejo como nosotras.

– ¿Tú crees?

En opinión de Merrill, Janice hablaba demasiado de la vejez, o al menos de hacerse más viejas. Debía de ser porque era muy europea.

– O si todavía no lo es, pronto lo será -dijo Janice. Las dos lo pensaron y después se rieron. No porque Merrill estuviera de acuerdo, aunque riera la broma. Era lo que pasaba con las estrellas de cine, que se las apañaban para no envejecer al ritmo normal. Tampoco tenía que ver con la cirugía. De algún modo seguían teniendo la misma edad que tenían cuando las viste por primera vez. Ni siquiera te lo creías del todo cuando empezaban a interpretar a personajes más maduros; seguías viéndolos jóvenes, aunque actuasen en papeles de viejos, y a menudo no eran muy convincentes.

Merrill apreciaba a Janice, pero la encontraba un poco anticuada. Se empeñaba en vestirse de gris, de verde claro y beige, y tampoco le favorecían aquellas vetas grises en el pelo. Eran tan naturales que parecían falsas. Por el amor de Dios, hasta aquel pañolón prendido de un hombro, como si lo exhibiera, era de un gris verdoso. Y desde luego no casaba con pantalones, no, en todo caso, con aquéllos. Qué lástima. Podría haber sido mona. No una belleza, por supuesto. Pero mona. Ojos bonitos. Bueno, bastante bonitos. Tampoco hacía nada para realzarlos.

– Es terrible lo que está ocurriendo en los Balcanes – dijo Janice.

– Sí. -Hacía mucho que Merrill ya no leía aquellas páginas del Sun-Times.

– Hay que dar un escarmiento a Milosevic.

– Yo no sé qué pensar.

– Los serbios nunca cambian.

– Yo no sé qué pensar -repitió Merrill.

– Yo me acuerdo de Munich.

Esto pareció zanjar el tema. Janice había dicho muchas veces «Yo me acuerdo de Munich» en los últimos tiempos, aunque en realidad lo que quería decir era que, de niña, debía de haber oído a los adultos hablar de Munich como si fuera una traición reciente y vergonzosa. Pero no valía la pena explicarlo; sólo serviría para restar fuerza a la autoridad de la declaración.

– Creo que sólo tomaré cereales y una tostada de pan integral.

– Es lo que tomas siempre -señaló Merrill, aunque sin impaciencia, más como si se tratase de una indulgencia.

– Sí, pero me gusta pensar que podría tomar otra cosa.

Además, cada vez que tomaba cereales tenía que acordarse de la muela floja.

– Bueno, creo que voy a pedir el huevo escalfado.

– Es lo que tomas siempre -respondió Janice. Los huevos estreñían, los arenques repetían, los gofres no eran un plato de desayuno.

– ¿Le llamas tú?

Era típico de Merrill. Siempre llegaba la primera y escogía el asiento desde donde no podía llamar la atención del camarero sin que le diera tortícolis. De modo que Janice tuvo que agitar la mano unas cuantas veces, procurando no incomodarse porque el camarero tuviese otras prioridades. Era tan molesto como intentar parar a un taxi. Hoy en día ni te ven, pensó.

2

Se reunían allí, en el comedor del Harborview, entre los hombres de negocios presurosos y los veraneantes indolentes, el primer martes de cada mes. Brillara el sol o lloviera, decían. Aunque cayeran chuzos de punta. En realidad, aún peor, aunque a Janice la operasen de la cadera o Merrill hiciese con su hija un viaje desacertado a México. Aparte de esto, la cita se había convertido en periódica durante los últimos tres años.

– Ya estoy lista para el té -dijo Janice.

– ¿English Breakfast, Orange Pekoe, Earl Grey?

– English Breakfast.

Lo dijo con una sequedad tan nerviosa que el camarero dejó de anotar el pedido. Lo más cerca que estuvo él de disculparse fue un gesto de asentimiento impreciso.

– Ahora mismo les sirvo -dijo, cuando ya se retiraba.

– ¿Crees que es un sarasa?

Por alguna razón que ella misma ignoraba, Janice había evitado adrede emplear una palabra más moderna, aunque el efecto fue, en todo caso, más mordaz.

– Me importa un pepino -dijo Merrill.

– A mí también -dijo Janice-. Sobre todo a mi edad. De todos modos, son muy buenos camareros. -Esto tampoco parecía oportuno, por lo que añadió-: Es lo que decía Bill.

Bill no había dicho nada parecido, que ella recordase, pero su confirmación póstuma era una ayuda cuando se aturullaba.

Miró a Merrill, enfrente, con una chaqueta de color burdeos sobre una falda púrpura. En la solapa lucía un broche dorado que por su tamaño podría haber sido una estatuilla. A su pelo, corto y de un indefinido y vivo color paja, no parecía importarle lo poco natural que resultaba; se limitaba a decir: «Es para recordarte que en otro tiempo fui rubio, más o menos rubio, en cualquier caso.» Era más un recordatorio que un color de pelo, pensó Janice. Era una lástima que Merrill no pareciese comprender que, rebasada cierta edad, las mujeres no deberían pretender ser lo que fueron. Deberían someterse al tiempo. Mostrar neutralidad, discreción, dignidad. La negativa de Merrill debía de tener algo que ver con el hecho de que era americana.

Lo que las dos tenían en común, aparte de la viudez, eran los zapatos de ante planos, con suelas de una adherencia especial. Janice los había encontrado en un catálogo de venta por correo, y Merrill la dejó sorprendida cuando pidió otro par para ella. Eran muy buenos para pavimentos mojados, como Janice los seguía llamando, y llovía muchísimo allí, en el noroeste del Pacífico. La gente no paraba de decirle que debía de recordarle a Inglaterra, y ella siempre decía que sí, pero pensaba que no.

– En fin, pensaba que no debían admitirlos en las fuerzas armadas, pero no tenía prejuicios al respecto.

Merrill, en respuesta, acuchilló el huevo.

– Cuando yo era joven, todo el mundo era mucho más discreto sobre su vida privada.

– Yo también -se apresuró a decir Janice-. O sea, cuando yo también era joven. Lo cual debió de ser por la misma época. -Merrill la miró de refilón, y Janice, captando un reproche, añadió-: Aunque en otra parte del mundo, por supuesto.

– Tom siempre decía que se les distingue por los andares. Y eso que a mí me da igual.

Pero sí parecía importarle un poco.

– ¿Cómo andan?

Al hacer esta pregunta, Janice se sintió transportada a la adolescencia, hasta antes de casarse.

– Oh, ya sabes -dijo Merrill.

Janice observó cómo Merrill comía un bocado de huevo escalfado. Si quería darle a entender algo, no tenía la menor idea de qué era. No se había fijado en los andares del camarero.

– No sé -dijo, como si fuese una ignorancia culpable, casi infantil.

«Con las manos hacia fuera», quería decir Merrill. Pero, de un modo impropio de ella, volvió la cabeza y gritó: «Café», sorprendiendo tanto a Janice como al camarero. Quizá le estaba incitando a hacer una demostración.

Al volver de nuevo la cabeza, estaba otra vez serena.

– Tom estuvo en Corea -dijo-. Hojas de roble y racimos.

– Mi Bill cumplió el servicio militar. Bueno, entonces era obligatorio.

– Hacía tanto frío que si ponías el té en el suelo la taza se convertía en un pedazo de hielo.

– Añoraba Suez. Era reservista, pero no le llamaron.

– Hacía tanto frío que tenías que meter la navaja en agua caliente antes de usarla.

– Se lo pasó muy bien. Bill era una persona muy sociable.

– Hacía tanto frío que si ponías la mano en la superficie de un tanque se te quedaba pegada la piel.

– Seguramente más sociable que yo, la verdad sea dicha.

– Hasta la gasolina se congelaba y se volvía sólida. La gasolina.

– Hubo un invierno muy frío en Inglaterra. Justo después de la guerra. En el cuarenta y seis, creo, o quizá el cuarenta y siete.

Merrill sintió una súbita impaciencia. ¿Qué tenían que ver los sufrimientos de Tom con una racha de frío en Europa? Por favor.

– ¿Cómo están los cereales?

– Duros para los dientes. Se me mueve una muela. -Janice sacó una avellana del cuenco y le dio un golpecito en un lado-. Se parece un poco a un diente, ¿verdad? -Soltó una risita que disgustó aún más a Merrill-. ¿Qué opinas de esos implantes?

– Tom tenía todos los dientes cuando murió.

– Bill también.

Esto distaba de ser cierto, pero decir otra cosa sería hacerle un feo al difunto.

– No podían clavar una pala en la tierra para enterrar a sus muertos.

– ¿Quiénes? -Bajo la mirada fija de Merrill, Janice cayó en la cuenta-. Sí, claro. -Notó que empezaba a sucumbir al pánico-. Bueno, supongo que en un sentido no tenía importancia.

– ¿En qué sentido?

– Oh, nada.

– ¿En qué sentido?

Merrill se complacía en decir -en decirse a sí misma y a los demás- que aunque no era partidaria de la discrepancia y las situaciones embarazosas, sí lo era de decir las cosas a las claras.

– En…, pues en que… si hacía tanto frío…, los que esperaban para enterrarlos…, ya sabes a qué me refiero.

Merrill lo sabía, pero optó por mantenerse implacable.

– Un auténtico soldado siempre entierra a sus muertos. Deberías saberlo.

– Sí -dijo Janice, recordando La delgada línea roja, pero sin querer mencionarlo. Qué extraño que a Merrill le diera por comportarse como una pomposa viuda de militar. Janice sabía que a Tom lo habían reclutado. Janice, sabía un par de cosas sobre él, en realidad. Lo que decían en el campus. Lo que ella había visto con sus propios ojos.

– No conocí a tu marido, por supuesto, pero todo el mundo decía maravillas de él.

– Tom era maravilloso -dijo Merrill-. Fue un matrimonio por amor.

– Era muy popular, me han dicho.

– ¿Popular?

Merrill repitió la palabra como si fuera particularmente inadecuada en aquellas circunstancias.

– Eso decía la gente.

– No hay más remedio que afrontar el futuro -dijo Merrill-. Mirarlo de frente. No hay otro remedio.

Tom le había dicho esto cuando se estaba muriendo.

Más vale afrontar el futuro que el pasado, pensó Janice. ¿De verdad no se habría enterado de nada? Janice recordó de repente lo que había visto desde la ventana de un cuarto de baño: un hombre detrás de un seto que se bajaba la cremallera, una mujer que extendía la mano, el hombre que le empujaba la cabeza, la mujer que se negaba, una discusión como de escena muda mientras el ruido de la fiesta retumbaba en el piso de abajo, el hombre que agarraba a la mujer por el cuello y la empujaba hacia abajo, la mujer que escupía en el chisme del hombre, el hombre que le asestaba un golpe en la coronilla, todo ello en cuestión de unos veinte segundos, como una toma cinematográfica de lascivia y cólera, la pareja que se separa, el héroe de guerra, el casado por amor y el sobón del campus que se cierra la bragueta, alguien que forcejea con la manilla de la puerta del baño, Janice que baja corriendo y que le pide a Bill que la lleve a casa de inmediato, Bill que comenta que ella tiene la cara colorada y hace conjeturas sobre la copa o las copas de más que ha debido de tomarse mientras él no miraba, Janice que le suelta un exabrupto y luego se disculpa. A lo largo de los años, se había obligado a olvidar aquella escena, a desterrarla a la trastienda de la mente, casi como si en cierto sentido ella y Bill fueran los protagonistas. Después, cuando Bill ya había muerto y ella conoció a Merrill, hubo otro motivo para intentar olvidarla.

– La gente decía que no lo superaría nunca. -La expresión de Merrill le pareció a Janice monstruosamente suficiente-. Es verdad. No lo superaré nunca. Fue un matrimonio por amor.

Janice untó de mantequilla una tostada. Por lo menos allí no te la servían ya untada, como en otros sitios. Era otra de las costumbres americanas a las que no conseguía habituarse. Trató de desenroscar la tapa de un tarrito de miel, pero no tenía suficiente fuerza en la muñeca. Luego lo intentó con la mermelada de zarzamora, igualmente sin éxito. Merrill pareció no percatarse. Janice se introdujo en la boca un triángulo de tostada a secas.

– Bill nunca miró a otra mujer en treinta años.

La agresión había brotado en Janice como un eructo. Prefería coincidir con los demás en una conversación y procuraba agradar, pero a veces la tensión resultante la empujaba a decir cosas que le asombraban. No lo que decía, sino el hecho de decirlo. Y como Merrill no respondió, sintió el impulso de insistir.

– Bill nunca miró a otra mujer en treinta años.

– Sin duda tienes razón, querida.

– Cuando murió me quedé desconsolada. Absolutamente. Pensé que mi vida había llegado a su fin. Y así era. Procuro no autocompadecerme, me entretengo; no, supongo que sería más exacto decir que me distraigo, pero sé que es mi destino, en realidad. Tuve una vida y ahora la he enterrado.

– Tom me decía que sólo con verme en la otra punta de una habitación se le alegraba el ánimo.

– Bill nunca olvidó un aniversario de boda. Ni una sola vez en treinta años.

– Tom hacía una cosa de lo más romántica. Íbamos a la montaña, a pasar el fin de semana, y se registraba en el hotel con un nombre falso. Eramos Tom y Merrill Humphrey, o Tom y Merrill Carpenter, o Tom y Merrill Delivio, y nos llamábamos así todo el fin de semana, y él pagaba al contado cuando nos marchábamos. Era… emocionante.

– Bill fingió que se olvidaba un año. No había flores por la mañana, y me dijo que como tenía que trabajar hasta tarde comería un bocado en su despacho. Intenté no pensar en ello, y a media tarde me llamó por teléfono una empresa de taxis para comprobar si podían pasar a recogerme a las siete y media para llevarme al French House. ¿Te imaginas? Hasta había pensado en que me avisaran con un par de horas de tiempo. Y se las había ingeniado para llevarse a escondidas su mejor traje al trabajo, sin que yo me diese cuenta, para cambiarse allí. Qué noche aquélla. Ah.

– Yo siempre hacía un esfuerzo antes de ir al hospital. Me decía: Merrill, por muy afectada que estés, asegúrate de que te ve como algo por lo que vale la pena vivir. Hasta me compré ropa nueva. El decía: «Cariño, eso no te lo he visto nunca, ¿verdad?», y me sonreía.

Janice asintió, imaginando la escena de un modo distinto: el sobón del campus, en su lecho de muerte, ve que su mujer gasta dinero en comprarse ropa para gustar a su sucesor. No bien se le ocurrió la idea, se avergonzó y siguió hablando deprisa.

– Bill me dijo que si había alguna forma de enviarme un mensaje… después…, que la descubriría. Buscaría el modo de ponerse en contacto conmigo.

– Los médicos me dijeron que nunca habían visto a nadie aguantar tanto tiempo. Dijeron que era un valiente. Yo les dije: Sí, hojas de roble y racimos.

– Pero supongo que aunque esté tratando de enviarme un mensaje, quizá yo no reconozca la forma en que me lo envía. Me consuela pensar eso. Aunque la idea de que Bill esté intentando contactar conmigo y vea que yo no comprendo es insoportable.

Ahora empezará otra vez con esa chorrada de la reencarnación, pensó Merrill. Que todos volvemos, transformados en ardillas. Escucha, mi niña, tu marido no sólo está muerto, sino que cuando estaba vivo caminaba con las manos hacia fuera, ¿me sigues? No, probablemente no lo pille. Tu marido era conocido en el campus como el inglesito maricón de las oficinas, ¿te lo digo más claro? Era un moñas, ¿vale? Pero nunca se lo diría a Janice. Una cuestión demasiado delicada. La haría trizas.

Era extraño. Saber aquello daba a Merrill un sentimiento de superioridad, pero no de poder. La inducía a pensar: Alguien tiene que hacerse cargo de ella, ahora que no está el mariconcillo de su marido, y por lo visto tú te has presentado voluntaria, Merrill. Cierto que de vez en cuando te saca de tus casillas, pero Tom habría querido que te ocuparas de que ella saliera adelante.

– ¿Más café, señoras?

– Un poco de té recién hecho, por favor.

Janice esperaba que le ofreciera de nuevo el surtido de English Breakfast, Orange Pekoe o Earl Grey. Pero el camarero se limitó a retirar la miniatura, una tetera para una taza que los americanos, por razones misteriosas, consideraban que era suficiente para el té de la mañana.

– ¿Cómo va la cadera? -preguntó Merrill.

– Oh, ahora mucho mejor. Me alegro muchísimo de que me operasen.

Cuando el camarero volvió, Janice miró la tetera y dijo, con un tono brusco:

– Le he dicho recién hecho.

– ¿Perdón?

– Le he dicho que quería otro té. No le he pedido más agua caliente.

– ¿Perdón?

– Esta -dijo Janice, extendiendo la mano hacia la etiqueta amarilla que colgaba de la tapa de la tetera- es la misma bolsa de antes.

Miró fijamente al joven altanero. Estaba muy enfadada.

Después se preguntó por qué él se habría molestado tanto, y por qué a Merrill le había entrado de pronto una risa histérica, por qué había levantado la taza de café y había dicho:

– A tu salud, querida.

Janice levantó su taza de té vacía y, con un tintineo sordo, sin eco, brindaron.

3

– Es el hombre indicado para las rodillas. Ella estaba otra vez al volante al cabo de dos días.

– Muy rápido es eso -dijo Merrill.

– Vi a Steve el otro día.

– ¿Y?

– No anda bien.

– Es el corazón, ¿no?

– Y tiene un sobrepeso excesivo.

– Lo cual no ayuda mucho.

– ¿Crees que hay una relación entre el corazón y el corazón?

Merrill movió la cabeza, sonriendo. Era tan graciosa, Janice. Nunca sabías por dónde te iba a salir.

– No te sigo, Janice.

– Oh, ¿tú crees que se puede sufrir un ataque cardíaco por estar enamorado?

– No lo sé. -Reflexionó-. Pero sé otra cosa que te puede provocar un ataque cardíaco. -Janice la miró perpleja-. Nelson Rockefeller.

– ¿Qué tiene que ver él con este asunto?

– Murió de eso.

– ¿Cómo que murió de eso?

– Dijeron que estuvo trabajando hasta altas horas en un libro de arte. Pero yo no me lo creí ni por asomo.

Aguardó hasta que estuvo segura de que Janice lo había captado.

– La de cosas que sabes, Merrill. -Y las que yo sé, también.

– Sí, la de cosas que sé.

Janice empujó el desayuno para hacer sitio a sus codos. Medio cuenco de cereales y una tostada. Dos tazas de té. A su edad, los líquidos recorrían muy rápido su cuerpo. Miró a Merrill, su cara picuda y plana, su pelo poco convincente. Era una amiga. Y como era una amiga, Janice la protegería de lo que sabía sobre aquel marido horrible que había tenido. Menos mal que sólo se habían conocido de viudas; Bill habría detestado a Tom.

Sí, era una amiga. Y, sin embargo…, ¿era eso ser más que una aliada? Como habían sido las cosas al principio. Cuando eras niña, pensabas que tenías amigas, pero de hecho sólo tenías aliadas, personas a tu lado que te acompañaban hasta que eras una adulta. Después -como en su caso- te abandonaban y eras ya una adulta, y Bill, y los hijos, y la partida de los hijos, y la muerte de Bill. ¿Y después? Después necesitabas otra vez aliados, personas que te acompañaran hasta el final. Aliados que se acordaban de Munich, que se acordaban de las películas antiguas, que seguían siendo las mejores, aunque procurases que te gustaran las nuevas. Aliados que te ayudaban a entender la declaración de la renta y a abrir tarritos de mermelada. Aliados que se preocupaban tanto como tú por el dinero, aunque sospecharas que algunos de ellos tenían más de lo que confesaban.

– ¿Te has enterado de que han duplicado el depósito para Stanhope? -dijo Merrill.

– No, ¿cuánto es ahora?

– Mil al año. Antes eran quinientos.

– Bueno, es muy bonito. Pero las habitaciones son muy pequeñas.

– Como en todas partes.

– Y necesitaré dos dormitorios. Tengo que tener dos dormitorios.

– Todo el mundo necesita dos.

– Las habitaciones de Norton son grandes. Y está en el centro.

– Pero he oído que la otra gente es aburrida.

– Yo también.

– Wallingford no me gusta.

– A mí tampoco.

– Tendrá que ser Stanhope, quizá.

– Si duplican el depósito de buenas a primeras tienes que estar segura de que no doblarán los gastos nada más mudarte.

– Donde está Steve tienen un buen sistema. Te piden que claves un anuncio diciendo en qué puedes ayudar: por ejemplo, si puedes llevar a alguien al hospital, arreglar una estantería o rellenar una declaración de la renta.

– No es mala idea.

– Siempre que no te haga depender demasiado de los demás.

– Eso sí es mala idea.

– No me gusta Wallingford.

– A mí tampoco.

Se miraron armoniosamente.

– Camarero, ¿puede hacernos dos cuentas?

– Oh, la dividimos nosotras, Merrill.

– Pero yo he tomado el huevo.

– Ah, tonterías.

Janice le tendió un billete de diez dólares.

– ¿Llega con esto?

– Bueno, son doce, si vamos a medias.

La típica Merrill. La típica puñetera Merrill. Con el dinero que le dejó el sobón del campus. Mil dólares al año sólo por estar en la lista de espera es calderilla para ella. Y además del huevo se ha tomado el zumo. Pero Janice se limitó a abrir el bolso con un chasquido, sacó dos billetes de un dólar y dijo:

– Sí, vamos a medias.

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