«Bien, ya está, chico.» Su petate descansaba entre los asientos, el impermeable doblado a su lado. Billete, cartera, neceser, condones, lista de recados. La puñetera lista. Se puso una visera cuando el tren arrancó. A él no le molaba aquel rollo sensiblero: la ventanilla bajada, el pañuelo que ondea, los ojos enrojecidos. Tampoco se podía bajar ya la ventanilla, tenías que quedarte sentado en aquellos vagones de ganado con otros gilipollas de billete barato y mirar afuera por el cristal sellado. Y si miraba tampoco vería a Pamela. Estaría en el aparcamiento, puliendo los tapacubos con el bordillo de cemento al maniobrar con el Astra para acercarlo al chisme de la ranura para la ficha. Siempre se quejaba de que los tíos que diseñaban las barreras no se daban cuenta de que las mujeres tenían los brazos más cortos que los hombres. Él decía que eso no justificaba una pelotera con el bordillo, si no alcanzabas te apeabas y listo, mujer. Total, que ella estaría allí ahora, torturando una rueda como contribución personal a la batalla de sexos. Y ya estaba en el aparcamiento porque no quería ver cómo él la miraba desde el tren. Y él no la estaba mirando desde el tren porque ella insistió en añadir cosas a su puñetera lista de tareas en el puñetero último momento.
El queso Stilton de Paxton, como de costumbre. El surtido de hilos, agujas, cremalleras y botones, como de costumbre. Los aros de caucho para los termos, como de costumbre. Los polvos de Elizabeth Arden. Todo en orden, como de costumbre. Pero todos los años ella se acordaba de algo en el día D menos treinta segundos, algo concebido para que él saliera disparado al centro en busca de alguna tontería. Trae otro vaso para reponer el que se rompió; a saber, el que tú, el comandante Jacko Jackson, jubilado o, mejor dicho, otrora jubilado pero en la actualidad sometido a un consejo de guerra por la intendencia de las fuerzas armadas, rompiste de un modo intencional y alevoso después de haberte emborrachado con el líquido de hacer gárgaras. Inútil señalar que era uno de esos vasos que se habían agotado incluso antes de que los compráramos de segunda mano. Este año había sido: Vete al John Lewis grande de Oxford Street a ver si venden la parte de fuera del escurridor de ensalada, cuya grieta era un peligro mortal desde que se le cayó a fulano o mengano, porque la parte de dentro funciona bien todavía y puede que vendan la de fuera por separado. Y en el aparcamiento ella había agitado aquel trasto para que él se lo llevara y no comprara uno del tamaño que no era o algo así. Prácticamente intentó metérselo por la fuerza en el petate. Ajj.
Aun así, siempre le había reconocido que hacía un buen café. Puso el termo en la mesa y desenvolvió el papel de aluminio. Galletas de chocolate. Las galletas de chocolate de Jacko. El todavía las llamaba así. ¿Hacía bien o mal? ¿Eras tan joven como te sentías o tan viejo como aparentabas? Esa era la gran pregunta hoy día, en su opinión. Quizá la única. Se sirvió café y mordisqueó una galleta. El suave, familiar paisaje inglés, verde grisáceo, le sosegó y después le levantó el ánimo. Ovejas, ganado, árboles peinados por el viento. Un canal indolente. Cárgatelo, brigada. Sí, señor.
La postal de este año le complacía bastante. Una espada ceremonial en su vaina. Un detalle sagaz, pensó. Hubo un tiempo en que enviaba postales de cañones de campaña y famosos campos de batalla de la guerra civil. Bueno, entonces era más joven. Querido Babs: cena el 17 de los corrientes. Reserva la tarde libre. Siempre tuyo, Jacko. De lo más directo. Nunca se molestaba en meter la postal en un sobre. Principios de ocultación, sección 5b, apartado 12: es muy poco probable que el enemigo detecte algo que le plantan directamente delante de las narices. Ni siquiera se molestaba en ir a Shrewsbury. Echaba la postal en el buzón del pueblo.
¿Eras tan joven como te sentías o tan viejo como aparentabas? El revisor, o inspector o jefe de tren, o como los llamasen ahora, ni siquiera le había mirado. Sólo vio a un ciudadano de edad, con billete de ida y vuelta para una excursión entre semana, y lo consideró sin interés e inofensivo, un agarrado que se llevaba su propio café para ahorrar dinero. Pues era cierto. La pensión ya no cundía tanto como al principio. Hacía mucho que había cancelado la suscripción al club. Aparte de para la cena anual del regimiento, sólo necesitaba ir a la ciudad si los piños le causaban problemas y no se fiaba de la pericia del veterinario local. Era más sensato hospedarse en una pensión cercana a la estación. Si pedías el desayuno completo, jugabas bien tus cartas y te ligabas una salchicha de más, tenías resuelto el día. Hacías lo mismo el viernes y así te las apañabas hasta el momento de volver a casa. De regreso a la base. Me presento a darle el parte, todas las escurrideras presentes y en buen estado, señora.
No, todavía no pensaría en eso. Era su permiso anual. Dos días de licencia. Había ido a cortarse el pelo, como de costumbre. Había llevado a limpiar la chaqueta. Era un hombre ordenado, de expectativas y placeres metódicos. Aunque esos placeres ya no fuesen tan intensos como antaño. Diferentes, digamos. A medida que envejeces, ya no tienes la cabeza de antes para la bebida. No puedes emborracharte como en los viejos tiempos. Así que bebes menos y lo disfrutas más, y acabas tan mamado y ciego como antes. Bueno, el principio era ése. No siempre funcionaba, por supuesto. Y con Babs ocurría lo mismo. Cómo se acordaba de aquella primera tanda, tantos años atrás. Sorprendente que se acordara, teniendo en cuenta su estado etílico. Y otra cosa era que estar mamado y ciego no parecía cambiar nada la prestación del honorable miembro. Tres veces. Eres perro viejo, Jacko. Una vez para saludar; otra para el polvo en serio; y otra más para el viaje de vuelta. Bueno, ¿por qué, si no, vendían los condones en paquetes de tres? Provisión de una semana para algunos tíos, sin duda, pero cuando te has estado reservando como él…
Cierto que ya no podía emborracharse como solía. Y el honorable miembro ya no podía con la maña de las tres cartas. Seguramente bastaba con una, a la edad en que te hacían descuento en los trenes. No había que forzar el corazón. Y la idea de que Pamela tuviera que afrontar algo semejante… No, no tenía intención de forzar la máquina. La espada ceremonial en su vaina, y sólo media botella de champán entre los dos. En los viejos tiempos se despachaban una entera. Tres copas cada uno, una por cada tanda. Ahora sólo la mitad -una oferta especial de aquel abrevadero cerca de la estación- y muchas veces no la terminaban. A Babs le daba ardor de estómago y él no quería estar hecho miga para la cena del regimiento. Hablaban, sobre todo. Algunas veces dormían.
No se lo reprochaba a Pamela. Algunas mujeres dejaban de hacerlo después de la menopausia. Una simple cuestión de biología, no era culpa de nadie. Era sólo la estructura femenina. Montas un mecanismo, el mecanismo produce lo que está programado que produzca -es decir, manufactura de críos: testigos, Jennifer y Mike- y después se para. La vieja madre naturaleza cesa de lubricar las piezas. No es de extrañar, ya que la madre naturaleza es de inequívoca filiación femenina. No es culpa de nadie. Así que él tampoco tenía que culparse. Lo único que hacía era cerciorarse de que su maquinaria estaba todavía operativa. El viejo padre naturaleza todavía lubricaba las piezas. Una cuestión de higiene, en realidad.
Sí, así era. Estaba en paz consigo mismo a este respecto. Nada de evasivas. No podía hablar de este tema con Pam, pero mientras pudieras mirarte de frente en el espejo de afeitar… Se preguntó si los tíos que estaban sentados en el otro lado de la mesa durante aquella cena, un par de años antes, podrían hacerlo. Su modo de hablar. Muchas de las antiguas reglas del comedor habían desaparecido, por supuesto, o se pasaban por alto, y aquellos pitopáusicos que al principio de la cena ponían cara de ratas habían empezado a despotricar del sexo débil antes de que sirvieran el oporto. El mismo les habría metido un puro. En su opinión, el regimiento había reclutado a demasiados huevones en los últimos tiempos. Así que había escuchado a los tres que disertaban como si tuvieran a su disposición toda la sabiduría de los siglos. «El quid del matrimonio está en lo que puedes sacar de él», dijo el cabecilla, y los otros habían asentido. Pero no era esto lo que se le había atragantado. Fue cuando el fulano siguió explicando o, más exactamente, cuando se jactó de cómo había reanudado relaciones con una antigua novia, muy anterior a la época en que conoció a su mujer. «Eso no cuenta», había contestado uno de los listos. «El adulterio preexistente no cuenta.» Jacko tardó un buen rato en caer en la cuenta, y cuando lo hizo no le gustó mucho lo que entendió. Palabras equívocas.
¿El era así cuando conoció a Babs? No, no lo creía. No intentaba fingir que las cosas no eran como eran. No se decía a sí mismo: Ah, es porque estaba mamado y ciego, y: Ah, es porque Pam ahora es así. Tampoco decía: Ah, es porque Babs es rubia y a mí siempre me han ido las rubias, lo cual es extraño, porque Pam es morena, a no ser, claro, que no tenga nada de raro. Babs era una chica maja, estaba allí, era rubia y habían tocado el gong tres veces aquella noche. Sólo había habido eso. Salvo que él la recordaba. La recordaba y al año siguiente la volvió a ver.
Extendió la mano encima de la mesa. Un palmo y dos centímetros, era el diámetro de la escurridera. Pues claro que me acordaré, le había dicho a ella: ¿No pensarás que se me van a encoger las manos en las próximas veinticuatro horas? No, no me metas las piezas en el petate, Pamela, te he dicho que no quiero cargar con ellas hasta la ciudad. Quizá pudiera comprobar hasta qué hora John Lewis estaba abierto por la tarde. Llamarles desde la estación, ir en una escapada esta noche en lugar de mañana. Así ganaría tiempo. Y a la mañana siguiente podría hacer todos los demás recados. Hay que pensar con precisión, Jacko.
Al año siguiente no estaba seguro de si Babs se había acordado de él, pero aun así se alegraba de verle. El había comprado por si acaso una botella de champán, y esto, en cierto modo, había arreglado las cosas. Se quedó toda la tarde, le habló de sí mismo y tocaron el gong otras tres veces. Dijo que le enviaría una postal la próxima vez que fuese a la ciudad, y así habían mantenido en marcha el asunto. Y ahora hacía… ¿cuánto, veintidós, veintitrés años? Le llevó flores el día del décimo aniversario y en el vigésimo una planta en un tiesto. Una poinsetia. Pensar en Babs le daba ánimos aquellas mañanas crudas en que salía a alimentar a las gallinas y a revolver en la carbonera. Ella era -¿qué palabra empleaban ahora?- su oportunidad. Ella había intentado romper una vez -jubilarse, había bromeado-, pero él no la dejó. Había insistido, y casi montaron una escena. Ella cedió y le acarició la cara, y al año siguiente, cuando le envió la postal, estaba muerto de miedo, pero Babs cumplió su palabra.
Claro que habían cambiado. Todo el mundo cambia. Para empezar, Pamela: la partida de los hijos, el jardín, el cariño que había cogido a los perros, el corte de pelo tan al rape como el césped, el que siempre estuviera limpiando la casa. Tampoco es que a él las cosas le pareciesen distintas de como eran antes de que ella se pasara la vida limpiándola. Y ella ya no quería ir a ningún sitio, decía que ya había viajado bastante. Él decía que ahora tenían tiempo libre; pero lo tenían y no lo tenían. La verdad es que tenían más tiempo y hacían menos cosas. Y tampoco estaban ociosos.
Él también había cambiado. En el miedo que sentía cuando se subía a la escalera para limpiar los canalones. Lo había hecho durante veinticinco años, cielo santo, era la primera de su lista de tareas cada primavera, y en una casita de una planta no estabas tan lejos del suelo, pero así y todo tenía miedo. No era miedo a caerse. Siempre cerraba las abrazaderas laterales de la escalera, no tenía vértigo y sabía que si se caía lo más probable era que aterrizase sobre césped. Era sólo que mientras estaba allí, con la nariz un poco más arriba del canalón, raspando con una paleta el musgo, las hojas empapadas y la suciedad, tirando las ramitas y las briznas de nidos de pájaro fallidos, comprobando si había tejas rotas y si la antena de la tele estaba firme; mientras estaba allí, perfectamente protegido, calzado con botas de agua y envuelto en la cazadora, con la gorra de lana en la cabeza y los guantes de goma en las manos, a veces notaba que le afluían las lágrimas y sabía que no era por culpa del viento, y se atascaba, agarrado al canalón con una mano de goma y con la otra haciendo como que rebuscaba en la curva de plástico grueso, y se moría de miedo. De todo el maldito asunto.
Le gustaba pensar que Babs no cambiaba, y era cierto, no cambiaba en su mente, en su recuerdo de ella y en sus expectativas. Pero al mismo tiempo reconocía que ya no tenía el pelo tan rubio como antes. Y también había cambiado después de que él la hubiese convencido de que no se jubilara. A ella no le gustaba desvestirse en su presencia. Se quedaba con el camisón puesto. El champán le daba acidez de estómago. Un año, él le había comprado el más caro que había, pero el resultado había sido el mismo. Apagaba la luz cada vez más a menudo. Ya no se esforzaba tanto en excitarle. Dormía cuando él dormía; a veces se dormía antes.
Pero seguía siendo lo que él esperaba que fuese cuando daba de comer a las gallinas, recogía carbón o limpiaba el canalón mientras las lágrimas afluían y él se aplastaba los pómulos con el envés de su guante de goma. Ella era su vínculo con el pasado, un pasado en el que podía emborracharse y tocar todavía el gong tres veces seguidas. Ella se ponía un poco maternal, pero todo el mundo necesitaba también eso, ¿no? ¿Una galleta de chocolate, Jacko? Había algo de esto. Pero también: Eres un hombre de verdad, ¿sabías, Jacko? No quedan muchos hombres de una pieza por ahí, son una especie en extinción, pero tú eres uno de ellos.
Se aproximaban a Euston. Un jovenzuelo sentado enfrente de Jacko sacó su puñetero móvil y marcó con ansiedad. «Hola, cariño…, sí, escucha, el maldito tren está parado en algún sitio fuera del maldito Birmingham. No nos dicen nada. No, como mínimo una hora o más, calculo, y luego tengo que cruzar todo Londres… Sí… Sí, hazlo… Yo también… Adiós.» El mentiroso se guardó el teléfono y miró alrededor, desafiando a cualquiera que le hubiese oído.
Bien: repasemos otra vez las órdenes del día. Estación, telefonear a John Lewis con referencia al descubrimiento temprano de la rotura de la escurridera. Cena en uno de esos restaurantes cerca de la pensión: indio, turco, da igual. Gasto máximo 8 libras. En el Marquis of Granby, sólo dos pintas, no quiero mantener despierto al personal con mucho ruido de cisterna por la noche. Desayuno, salchicha adicional si es posible. Media botella de champán de Thresher.
Recados para la intendencia general de las fuerzas armadas: el Stilton como siempre, los aros de termo como siempre, los polvos a granel, como siempre. A las dos en punto Babs. De dos a seis. Sólo pensarlo… Capitán, ¿estás durmiendo ahí abajo? Que los honorables miembros hagan el favor de levantarse… La espada ceremonial en su funda. De dos a seis. Té en algún momento. Té y una galleta. Curioso que esto también haya pasado a formar parte de la tradición. Y Babs sabía estimular tan bien a un tío, era tan buena para hacerle sentir por un momento, incluso a oscuras, incluso con los ojos cerrados, sólo por un momento, que él era… lo que quería ser.
«Bien, ya está, chico. A casa, James, y azuza a los caballos.» Su petate descansaba entre los asientos, el impermeable doblado a su lado. Billete, cartera, neceser, la lista de recados ahora llena de marcas claras. ¡Condones! Había mantenido aquella broma particular. Todo el asunto era una broma. Hizo una inspección por la ventanilla precintada: un puesto de bocadillos excesivamente iluminado, un tren con equipajes parado, un porteador con un uniforme estúpido. ¿Por qué los conductores de tren no tienen hijos? Porque siempre salen a tiempo. Ja, jodido, ja. Poner los condones en la lista siempre había sido su broma anual, porque no los había necesitado. Durante años. Después de conocerle y fiarse de él, Babs dijo que no tenían que preocuparse. El había preguntado qué hay de lo otro, o sea, la manufactura de críos. Ella le contestó: «Jacko, creo que ese peligro ha pasado hace mucho.»
Todo había ido sobre ruedas de entrada. Todo perfecto. El tren a su hora, la travesía de la ciudad hasta John Lewis, la palma extendida para indicar las dimensiones de la escurridera, tamaño reconocido pero, ay, no se vendían piezas sueltas, aunque había una oferta especial, seguramente más barata ahora que cuando la señora la compró. Deliberación consigo mismo sobre si dejar las piezas no necesarias de la escurridera en el lugar de compra y decir que había conseguido encontrar un cuenco suelto. Toma la decisión de presentar el artículo completo. Al fin y al cabo, el viejo de manos torpes podría celebrar una noche tirando, para variar, las tripas del chisme. Sólo que, conociendo su suerte, seguro que rompía el cuenco otra vez y se iban a pasar el resto de sus vidas almacenando piezas.
Trayecto de regreso. Reconocido y recordado por el tío extranjero que lleva la pensión. Moneda en la ranura, informe a la base sobre la llegada sano y salvo. Un curry de pollo muy decente. Dos pintas, ni más ni menos, en el Marquis of Granby. Disciplina mantenida. Ninguna presión anómala sobre la vejiga y próstata. Noche superada con una sola visita a las letrinas. Duerme como un bebé, como suele decirse. Con palabras melosas, liga una salchicha de más a la mañana siguiente. Oferta especial de media botella de champán en Thresher. Lista de recados cumplida sin pegas ni percances. Lavado y cepillado, limpieza de dientes. Se presenta para la revista a las dos en punto.
Y ahí fue donde terminaron las ofertas especiales. Había llamado al timbre imaginando los rizos rubios conocidos y la bata rosa, oyendo las risitas. Pero una mujer morena teñida y de mediana edad abrió la puerta. Se quedó perplejo, sin habla.
– ¿Un regalo para mí? -dijo ella, es probable que sólo para dar conversación, y extendió la mano y cogió por el cuello la botella. En vez de contestar, él sujetó la botella y tuvieron un tira y afloja hasta que él dijo:
– Babs.
– Babs tardará un ratito -dijo ella, abriendo más la puerta. No parecía lo correcto, pero él la siguió al cuarto de estar que había sido decorado de nuevo desde la última vez del año pasado. Decorado como el salón de una puta, pensó.
– ¿La pongo en la nevera? -preguntó ella, pero él no soltó la botella.
– ¿Viene del campo? -preguntó ella.
– ¿Militar? -preguntó ella.
– ¿Le ha comido la lengua un gato? -preguntó ella.
Guardaron silencio durante un cuarto de hora, hasta que él oyó que una puerta se cerraba, y luego otra. Ahora tenía delante a la mujer morena, acompañada de una rubia alta cuyo sujetador le ofrecía las tetas como si fuese un frutero.
– Babs -repitió él.
– Yo soy Babs -dijo la rubia.
– Tú no eres Babs -dijo él.
– Si usted lo dice -respondió ella.
– Tú no eres Babs -repitió él.
Las dos mujeres se miraron y la rubia dijo, con un tono despreocupado y seco:
– Mire, abuelo, soy quien usted quiera, ¿vale?
Él se levantó. Miró a las dos furcias. Se explicó, tan despacio que hasta el recluta más bisoño le hubiera entendido.
– Ah -dijo una de ellas-. Se refiere a Nora.
– ¿Nora?
– Bueno, la llamábamos Nora. Lo siento. No, se fue hace unos nueve meses.
Él no había comprendido. Pensó que se referían a que se había mudado. Pero tampoco había comprendido. Pensó que se referían a que había sido asesinada, que había muerto en un accidente de tráfico o algo parecido.
– Era mayorcita -dijo una de ellas, al final, a modo de explicación. Él debió de poner una expresión feroz, porque ella añadió, un poco nerviosa-: No se ofenda. No se lo tome a mal.
Habían abierto el champán. La mujer morena sacó copas que no eran. Él y Babs siempre lo tomaban en vaso. El champán estaba caliente.
– Envié una postal -dijo él-. Una espada ceremonial.
– Sí -respondieron ellas, sin interés.
Apuraron las copas. La morena dijo:
– Bueno, ¿todavía le apetece lo que ha venido a hacer?
Él no se paró a pensarlo. Debió de asentir. La rubia dijo:
– ¿Quiere que yo sea Babs?
Babs era Nora. Fue lo que captó su cerebro. Notó que volvía a enfurecerse.
– Quiero que seas la que eres.
Era una orden.
Las dos mujeres se miraron otra vez. La rubia dijo, con firmeza pero sin resultar convincente:
– Soy Debbie.
Él debería haberse marchado entonces. Debería haberse ido por respeto a Babs, por lealtad a Babs.
El paisaje desfilaba al otro lado de la ventanilla precintada, como todos los años, pero él no le veía una forma. A veces confundía la lealtad a Babs con la lealtad a Pamela. Metió la mano en el petate en busca del termo. Algunas veces -oh, sólo unas cuantas, pero había sucedido- había confundido el follar con Babs con follar con Pamela. Era como si hubiese estado en casa. Y como si hubiese ocurrido en casa.
Había entrado en la que había sido la habitación de Babs. También decorada de nuevo. No logró captar lo que era nuevo, sino sólo lo que ya no estaba. Ella le había preguntado qué quería hacer. Él no había contestado. Ella le cogió dinero y le dio un condón. Él lo sostuvo en la mano. Babs no lo hacía, Babs no lo habría…
– ¿Quiere que se lo ponga, abuelo?
Él le apartó la mano de un manotazo y se bajó los pantalones, y después los calzoncillos. Sabía que no pensaba con claridad, pero parecía la mejor opción, la única. Para eso había ido, en definitiva. Para eso había pagado. El honorable miembro estaba ocultando transitoriamente su luz, pero si le indicaba lo que había que hacer, si le impartía órdenes, entonces… Intuyó que Debbie le miraba, de pie sobre una pierna y con una rodilla apoyada en la cama.
Él se calzó con los dedos el condón en la polla, esperando que así se activaría de golpe. Miró a Debbie, al frutero que le ofrecía, pero no le ayudó. Se miró la polla fláccida, miró el condón arrugado, con su tetina caída e imposible de llenar. Sintió el recuerdo del caucho lubricado en la yema de los dedos. Pensó para sus adentros: Bien, ya está, chico.
Ella había sacado un puñado de toallas de papel de la caja acolchada que había encima de la mesilla, y se las entregó. Él se enjugó la cara. Ella le devolvió una pequeña parte del dinero; sólo un poco. Él se vistió rápidamente y salió a las calles cegadoras. Vagó sin rumbo. Un reloj digital encima de alguna tienda le informó de que eran las tres y doce. Se percató de que aún llevaba puesto el condón.
Ovejas. Vacas. Un árbol peinado por el viento. Un puñetero, estúpido y pequeño campamento de bungalows lleno de gilipollas idiotas que le dieron ganas de gritar y tirar del cordón de alarma o del puto chisme que hubiera ahora en su lugar. Gilipollas como él. Y él regresaba a su propia estúpida y puñetera pequeña casa que tantos años se había pasado remozando. Desenroscó el termo y se sirvió café. Dos días en el termo y estaba helado. En los viejos tiempos solía amenizarlo con el contenido de una petaca. Ahora estaba sólo frío, frío y rancio. Normal, ¿eh, Jacko?
Tendría que darle otra capa de barniz para yates al suelo de la terraza, más allá de las puertaventanas, porque aquellas sillas nuevas de jardín lo dejaban lleno de marcas… En el trastero bastaba una mano de pintura… Tendría que sacar la segadora y llevarla a que le afilasen las cuchillas, aunque era difícil encontrar a alguien que lo hiciera, te miraban y te aconsejaban que comprases uno de esos artilugios con un chirimbolo de plástico anaranjado en lugar de una cuchilla…
Babs era Nora. Él no tenía que ponerse un condón porque ella sabía que él no andaba con otras y ella ya no podía quedarse embarazada. Ella sólo cancelaba por él, una vez al año, su condición de jubilada; te he cogido cariño, Jacko, eso es todo. Un día ella había bromeado sobre el pase de autobús que tenía, y así se había enterado de que era mayor que él; mayor también que Pamela. Una vez, cuando todavía despachaban una botella entera en el curso de una tarde, ella se había brindado a chupársela después de haberse quitado la parte superior de la dentadura, y él se rió pero le pareció asqueroso. Babs era Nora y Nora había muerto.
Los colegas no habían notado ningún cambio en la cena. Mantuvo su disciplina. No hizo ningún feo. «La verdad es que ya no envaso tanto como antes, compadre», había dicho, y alguien soltó una risita, como si fuese un chiste. Se escaqueó temprano y tomó una copa en el Marquis of Granby. No, hoy sólo la mitad. La verdad es que ya no envaso tanto como antes. No se dé por vencido, respondió el camarero.
Se despreciaba por haber fingido con aquella furcia. ¿Todavía le apetece lo que ha venido a hacer? Oh, sí, todavía le apetecía, pero ella no tenía por qué haberlo sabido. Él y Babs no lo habían hecho desde hacía… ¿cinco, seis años? El último o los dos últimos años no habían hecho más que beber el champán a sorbitos. A él le gustaba que ella se pusiera aquel camisón de mamá por el que siempre le tomaba el pelo, que se subiese a la cama con él, apagara la luz y hablase de los viejos tiempos. De cómo habían sido. Uno para saludar, otro ya en serio y otro para el viaje de vuelta. Eras un tigre en aquella época, Jacko. Me dejabas para el arrastre. Me tomaba libre el día siguiente. Qué va. Ah, sí, de verdad. Pues yo nunca… Oh, sí, Jacko, un auténtico tigre.
Ella no quería subir la tarifa, pero el alquiler era el alquiler, y él pagaba por el espacio y el tiempo, quisiera lo que quisiese hacer o dejar de hacer. Era lo bueno de aquella tarjeta de tren para la tercera edad, que ahora podía ahorrar en el viaje. Pero ya no había más «ahora». Era su última visita a Londres. Por el amor de Dios, había queso Stilton y escurrideras en Shrewsbury. La cena del regimiento sería cada vez más una reunión para ver quién no iba, en lugar de quién iba. En cuanto a los dientes, se los arreglaría el veterinario del pueblo.
Los paquetes estaban en la rejilla de arriba. Su lista de recados era una serie de marcas. Pam estaría camino de la estación, quizá ya entrando en el aparcamiento de estancia breve. Siempre entraba de morro en la plaza de parking. No le gustaba meter la marcha atrás, prefería dejarlo para más tarde; o, lo más probable, para que lo hiciera él. Él era distinto. Prefería entrar de culo. Así estabas preparado para salir deprisa. Herencia de la instrucción, suponía: mantenerse en el qui vive. Pamela decía: Últimamente, ¿cuándo hemos tenido que salir deprisa? De todos modos, suele haber cola en la salida. Él decía: Si salimos los primeros no habrá cola. Total, la pescadilla que se muerde la cola. Y etcétera.
Se prometió a sí mismo que no comprobaría si ella había rayado aún más los tapacubos. No haría comentarios cuando él bajase la ventanilla y extendiese la mano hacia la ranura de fichas. No diría: «Mira lo lejos que están las ruedas y aun así llego.» Sólo preguntaría cómo estaban los perros, si había habido noticias de los chicos, si ya habían entregado el fertilizante Super Dug.
Pero lamentaba la pérdida de Babs y se preguntó cómo sería llorar la de Pamela. Si ella se iba antes que él, por supuesto.
Había cumplido sus recados. Cuando el tren se acercaba a la estación, miró por la ventanilla precintada con la esperanza de ver a su mujer en el andén.