Introito

(Madrid, invierno y primavera de 1991)

LA BIBLIA LLEVA RAZÓN cuando dice que el Maligno se embosca en lo baladí. Todo empezó con una vulgar llamada de teléfono. Sonó el timbre de éste, lo descolgué en un descuido antes de que entre su auricular y mi persona se interpusiera el parapeto acústico del contestador-tan feliz y distraído andaba en ese momento que ni siquiera aparté los ojos del periódico que previamente había desplegado sobre la mesa-y, atónito, escuché la voz razonable, competente y obsequiosa de la secretaria de la editorial catalana que tiene la gentileza de publicar mis libros. No me lo esperaba y, cuando salí de mi asombro, era ya tarde para reaccionar. Me habían pillado in fraganti y desprevenido. No tuve los reflejos ni la capacidad de respuesta necesarios para apretarme la nariz con los dedos y explicar con voz gangosa que se habían equivocado de número. De modo que me limité a dar un respingo, fruncí el entrecejo, respiré hondo, hice acopio de cortesía y admití a regañadientes que yo era yo.

– Don Jaime-dijo la secretaria-quiere hablar con usted.

– Pásemelo.

Me sentí, mientras aguardaba a mi interlocutor, profundamente contrariado. La llamada no podía ser menos oportuna. Jaime era el diablillo tentador que una y otra vez, por más que yo intentara evitarlo, me uncía al yugo de la literatura convirtiéndome en un esclavo de la gramática, de los correctores de pruebas, de los lectores anónimos, de las comadres de café y de los medios de comunicación. Muchos de mis libros existían sólo porque él se había empeñado en que yo los escribiera. Sin prisa y sin pausa, con tenacidad y laboriosidad de monje ilustrador de códices miniados, Jaime tejía alrededor de los autores una telaraña de la que era muy difícil -si no imposible-zafarse. Yo, al menos, no lo conseguía casi nunca. Y todo eso-sus buenos oficios, su amistad, su lealtad, su profesionalidad, su bienintencionado acoso, su fe en mi obra-me turbaba, me fastidiaba y me desorganizaba la vida. Dos años antes, sin que él lo supiese, había dejado de considerarme escritor y me había recluido voluntariamente en la dorada mediocridad y felicidad del dique seco. El notable éxito de ventas-nunca de críticas-alcanzado por mi última novela había convertido el territorio de mi vida privada en un palenque, en un parque de atracciones abierto veinticuatro horas al día, en un campo de batalla lleno de cadáveres, de escombros, de desperdicios, de cimientos descarnados, de buitres y de bombas sin estallar. Y en la refriega, entre otros casos y cosas, había perdido lo que siempre creí que nunca iba a perder: mi condición y mi vocación de escritor. Empecé a sacar metafóricamente la pistola cuando alguien me hablaba de literatura y así, poco a poco, me transformé-desoladora imagen-en el simulacro de un torero retirado. La metamorfosis no aquietó las aguas ni me devolvió la tranquilidad, pero a pesar de ello respeté lo acordado, mantuve el tipo y seguí en mis trece.

Brinda, poeta, un canto de frontera / a la muerte, al silencio y al olvido El Fausto que todo escritor lleva dentro, mal o bien que le pese, renunciaba en mi caso a Margarita y la expulsaba de su alcoba. La literatura, esa pasión de vida, era ya en mí estertor de muerte. No alcanzaba a ver en ella, como en tiempos mejores, una tabla de salvación flotando sobre el oleaje del destino incierto, sino una efímera pavesa que sólo servía para ponerse moños, atizar la hoguera de las vanidades y buscarse un huequecillo al sol en el sálvese quien pueda de este abominable modelo de sociedad -el que nos viene de América y de los anglocabrones-que no valora el ser, sino el tener.

Y así estaban las cosas, y así fluían mis pensamientos (o, mejor dicho, mis sentimientos), cuando la voz de Jaime rompió la tregua y me demostró que mis conjeturas y mis recelos no andaban descaminados.

– El lunes bajaré a Madrid-me anunció después de obsequiarme con los saludos de ritual- y me gustaría verte.

– ¿Es importante?

– Lo es.

Hablaba con cierta sequedad castrense, pero no se la cargué en cuenta. Su oficio le obligaba a ello. Me consta que los escritores necesitamos a menudo una buena azotaina. La necesitamos, la merecemos e inclusive la agradecemos. Ése es otro de los motivos que me habían llevado a ahorcar la pluma.

– ¿Importante para ti o para mí? -pregunté en estricta defensa propia.

Cuentan que la esperanza es lo último que se pierde, pero también dice Henry Miller que los proverbios son el último refugio de los retrasa dos mentales. Yo no estoy muy de acuerdo ni con lo uno ni con lo otro.

– Importante para todos -contestó-. ¿Quedamos a las cinco?

– ¿Donde siempre? -dice.

Y me mordí la lengua. Preguntar equivalía a aceptar. Soy una víctima de los camareros que se equivocan de plato, de las mujeres que se empeñan en mudarse a mi casa y de los médicos que me diagnostican una pulmonía cuando tengo una indigestión. Las escenas me pueden. Cualquier cosa mejor que enfrentarme al prójimo.

Nadie, en mi infancia, me había enseñado a decir que no.

Así me luce el pelo.

– Donde siempre -se apresuró a responder mi interlocutor con patente alborozo.

Y yo tropecé por segunda vez consecutiva en la misma piedra.

– ¿Vas a encargarme un libro? -dije.

Pregunta inútil, pregunta idiota, pregunta pusilánime. Volví a morderme la lengua. Jaime era demasiado astuto para entrar al trapo y bajar la guardia. Seguro que sonrió al oírme.

– No seas curioso-contestó-. Además, que yo sepa, tú nunca escribes por encargo. ¿Me equivoco?

– Ni por encargo ni de ninguna otra manera.

– Tomo nota. Pero yo que tú me pondría a respirar abdominalmente en ocho tiempos. Controla las tensiones, escritor. Son malas para tu salud y para la mía. Nos vemos el lunes. Ya sabes: a la hora en que tus queridos anglocabrones toman el té. Y procura ser tan puntual como ellos. A las siete estoy citado con uno de tus colegas. No me gustaría que os encontrarais.

– Ni a mí tampoco. Sólo de pensarlo me estremezco. Descuida. Seré puntualísimo.

Y colgó mientras yo me quedaba tascando el freno, mordiéndome los puños, requemándome la sangre. No pude seguir leyendo el periódico. Estaba furioso. Era un pelele. Mi debilidad me indignaba.

Entré en la cocina, abrí el congelador de la nevera, saqué una garrafa de aguardiente de albaricoque húngaro empañada por el hielo y me serví dos pepinazos. El alcohol corrió por mi cuerpo y lo zarandeó como si fuese metralla.

Luego regresé a mi madriguera, seguí el irónico consejo de Jaime (irónico no sólo por la intención que lo animaba, sino también porque soy yo quien suelo darlo), me senté en la posición del loto y visualicé -como dicen en su jerga de pichinglis los sacristanes, monagos y cantamañanas de la Nueva Era-un verdoso estanque chino de aguas transparentes con miles de nenúfares, carpas mastodónticas, pececillos de colores y una pagoda de siete pisos con alero hincada sobre la peñascosa y retorcida cresta de un islote.

No me sirvió de nada. Ni California es Iberia ni Malibú está en el Mediterráneo. Mi dolencia, al parecer, era grave y no respondía al tratamiento. Necesitaba, seguramente, dosis de caballo percherón aliñadas con unas gotitas de genuino vudú de Haití y espolvoreadas con sal gruesa de candombeé de Bahía. Muchos son mis defectos, pero nadie me ha acusado ni podrá acusarme nunca de ser un calzonazos posmoderno, un tipo light, un hombre sin cafeína. Más de una vez, aunque yo siempre me he negado con un gesto de desdén, han querido contratarme para interpretar papeles de segunda o tercera categoría en los spaghetti-westerns y otros engendros similares.

Salta, pues, a la vista que el telefonazo de Jaime me dejó hundido hasta el cuello en la más porca miseria. Seguía furioso e indignado, con o sin respiración abdominal en la postura del loto, y mucho más indignado y furioso me habría sentido si alguien-yo mismo, por ejemplo-se hubiera tomado la molestia de explicarme que acababa de poner en el centro de mi vida la primera piedra de una formidable tempestad y rendición de espíritu.

Llegué al lugar de la cita con un cuarto de hora de antelación. Era un céntrico hotel de cinco estrellas. El fantasma de Hemingway y la sombra del golpe de estado del veintitrés de febrero revoloteaban por sus salones. Jaime me esperaba ya en el diván de costumbre. ¡Si sus cojines hablaran! Nos saludamos lacónicamente, pedimos al camarero-que nos conocía de antiguo-las copas de rigor, intercambiamos media docena de trivialidades y nos fuimos derechos al grano por la vía más corta.

– Supongo-dijo Jaime-que huelga aclarar el motivo de mi llamada.

– Supones bien. ¿Por qué no lo mencionaste por teléfono?

– Estabas demasiado nervioso. No quise añadir leña al fuego…

– Escupe por esa boca. Soy todo oídos.

– Tuya es la culpa. Pon los pies en el suelo, agárrate con fuerza al brazo de la butaca y vuelve a respirar abdominalmente en ocho tiempos.

El jefe me ha encomendado una misión casi secreta: quiere que le escribas a matacaballo un libro de doscientas o doscientas cincuenta páginas que se titulará, con tu venia, Yo, Jesús de Nazaret o algo parecido. Creo que las aclaraciones sobran. El título, por una vez, lo dice todo.

Me eché a reír. Jaime, ligeramente mosqueado, se interesó con cierta acrimonia -pero sin renunciar a la distante cortesía que en todo momento le caracterizaba- por los motivos de mi hilaridad.

Le puse al corriente de los mismos. No veía razón alguna por la que me conviniera ocultárselos.

– Me río porque llueve sobre mojado-dije-. El otro día recibí una extraña visita. Nada menos que siete personas vinieron a verme desde un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme.

– Ya estás haciendo literatura… Y perdona la interrupción.

– Perdonado, pero te equivocas, Jaime. No hago literatura. Te estoy diciendo la verdad. Mis visitantes me rogaron encarecidamente que, fuese cual fuese mi decisión, no diera a nadie ninguna pista sobre ellos ni sobre lo que querían revelarme. Se lo prometí y voy a mantener mi palabra.

– ¿Has dicho decisión?

– Decisión he dicho. Enseguida lo entenderás. Era una visita anunciada o fue una sorpresa. Llevaban muchos meses dejándome recados en el contestador. Ya sabes que ese odioso aparato, al que por desgracia no puedo renunciar, se ha convertido en algo así como un desaguadero por el que se cuelan en mi despacho todos los místicos, videntes, profetas, iluminados, brujos y curanderos de este país de locos. Lo que se dice una corte de los milagros, Jaime, un hospital de peregrinos, una verbena, un disparate electrónico. Te morirías de risa si escucharas los mensajes que me dejan. O, a lo peor, de llanto. A los unos se les aparece el arcángel san Gabriel; a los otros, la Virgen María bajo cualquiera de sus innumerables y pintorescas advocaciones; a los de más acá, san Pascual Bailón o santa Teresita del Niño Jesús, y a los de más allá, nunca mejor dicho, el mismísimo Dios Padre en persona. Todos les dicen que se pongan en contacto conmigo. Y se ponen, vaya si se ponen. ¡Menuda cruz!

– ¿Y tú qué haces?

– Me escondo, me convierto en el hombre invisible, me agazapo detrás del contestador, doy la callada por respuesta, me disfrazo de Marco Polo y huyo a las antípodas.

– Pues regresa inmediatamente a casa. Tienes a siete manchegos desconocidos esperándote en el salón.

– Siete, no. Sólo subieron tres. Los demás se quedaron en un taxi parado frente a mi portal.

– Abrevia.

– Abrevio. Eran dos hombres y una mujer. La voz cantante la llevaba ella. Dio mil rodeos, me explicó que estaban en contacto con los maestros ascendidos…

– ¿Los maestros ascendidos? ¿Y quiénes son, si puede saberse, esos caballeros?

– Pues gentes como Buda, Jesús, Confucio, SaintGermain…

– ¿Qué te dijo la mujer?

– Me dijo, poniéndose colorada, que los maestros ascendidos le habían revelado la identidad de mi penúltima reencarnación.

– ¿Por qué no la de la última?

– La última, de momento, es ésta que ahora tienes ante tus ojos, pedazo de alcornoque.

– Acaba de una vez. Estoy deseando saber quién carajo fuiste antes de ser Dionisio.

– Fui san Pedro.

– ¿Cómo has dicho?

– He dicho san Pedro.

– ¿El novelista o el apóstol?

– Déjate de coñas.

– ¿Debo llegar a la conclusión de que tú y sólo tú eres el responsable de la existencia de la Iglesia católica? ¿Tú, Dionisio Ramírez, fuiste el primer obispo de Roma? ¿Tú, Lunilla, le mojaste y le cortaste la oreja a un soldado en el huerto de Getsemaní? ¿Tú, descastado autor de mis entretelas y niña de mis ojos de editor, pescabas “in illo témpore” peces que hoy llevan tu nombre y tu apócope en las cristalinas aguas del lago de Tiberíades?

– Eso dicen los maestros ascendidos.

– ¿Lo has contado todo? ¿No hubo más revelaciones? ¿Te dejas algún detalle en el tintero?

– Sólo uno, tangencial y, si cabe, aún más chusco que el anterior. ¿Recuerdas que la vidente subió a mi casa en compañía de dos hombres?

– Lo recuerdo. ¿Se trataba, acaso, del típico “ménage a trois”? ¡Señor, Señor! Hoy, en asuntos de sexo, el que no corre vuela. Ni siquiera los manchegos, a juzgar por lo que dices, están libres de pecado. ¡Si Cervantes levantara la cabeza!

– Si Cervantes levantara la cabeza, mi querido Jaime, tú te apresurarías a encargarle un libro.

– No, no estaban liados. Uno de los hombres era el marido de la vidente. El otro… Bueno, el otro era la reencarnación de san Judas Tadeo y, según me explicaron ruborizándose, se había sumado a la expedición para quitar hierro y facilitar las cosas como introductor de embajadores en el primer encuentro conmigo.

– Tu exposición cojea. Me falta un dato.

– Aquí lo tienes: Simón Pedro y Judas Tadeo eran, al parecer, íntimos amigos.

– ¿En su época?

– En su época. La vidente debió de pensar que, reencarnados o no, donde hubo, queda. Y ni corta ni perezosa se trajo al apóstol, que en el siglo, en la vida cotidiana y en el Registro Civil se llama Manolo. Así anda el país, así va el mundo y así está el patio.

– Insinuaste antes que tus huéspedes esperaban de ti una decisión. ¿A qué te referías? ¿Qué decisión era ésa?

– La de si aceptaba o no mi nueva identidad o, mejor dicho, mi vieja identidad con todo lo que ello implicaba.

– ¿Querían descargar sobre tus débiles hombros de miserable terrícola la tremenda responsabilidad de ser la piedra sobre la que Cristo, en su segunda venida, levantaría el edificio de la nueva Iglesia?

– Más o menos… Lo has entendido a la perfección y te explicas maravillosamente. Yo no lo hubiera dicho mejor.

– ¿Cómo saliste de la encerrona?

– Diciendo que me lo pensaría. Desde entonces, durante los últimos cinco días, San Judas Tadeo me ha telefoneado varias veces para conocer mi decisión. Casi a diario. Y yo, por supuesto, erre que erre y dando largas. Lo gracioso, además, es que el buen señor, al telefonearme, me llama Pedro, y yo, como un corderito, me pongo.

– Terminarás de hermano lego en cualquier orden monástica.

– Dios te oiga. Antes, cuando era un escritorzuelo vanidoso y pretencioso, quería que me dieran el premio Nóbel. Ahora sólo aspiro a la beatificación.

– Monseñores más altos han caído en ella. Y a propósito: ¿por qué me cuentas todo esto? ¿Sólo para divertirme y para escaparte por la tangente?

– No. Lo cuento porque lo que te ha traído hasta aquí, y hasta mi casa que ni pintiparado con la historia del sanedrín manchego. La vidente y su trouppe, si la memoria no me engaña, invadieron la paz de mi domicilio el miércoles pasado a esta misma hora, más o menos, lo que hablando en plata significa que hace seis días yo era un simple escritor de a pie con su capa tapardilla, hace cinco senté repentinamente plaza de apóstol de relumbrón, de santo de lujo y de obispo de Roma con ínfulas de Sumo Pontífice, y hoy, gracias a ti y al editor, me he convertido sobre la marcha nada menos que en Jesús de Nazaret. ¡Vertiginosa carrera, vive Dios! Mi madre, cuando se entere, no va a caber en sí de gozo. Y, ahora, Jaime, escúchame y métete bien en la cabeza lo que voy a decirte: no tengo, en principio, la más mínima intención de escribir el libro que me propones, así que ya puedes ir buscando argumentos para convencerme. Que sean sólidos, por favor.

– De acuerdo-dijo-, pero no antes de que me expongas los motivos por los que te cierras en banda. No estoy pidiéndote nada deshonroso. Más cierto sería lo contrario.

Llevaba razón. Templé y engrasé mi enojo.

– Ese libro-dije en tono conciliador- sólo puede ser un fraude o un imposible.

– ¿Estás seguro?

– No del todo, pero sí lo suficientemente seguro como para negarme a correr el albur. Llevo más de veinte años, por no decir toda la vida y quizá, también, mis vidas anteriores sin excluir la de san Pedro -sonreí al decirlo y Jaime me imitó-, literalmente obsesionado por el individuo cuya autobiografía (o memorias, o diario, o testamento, o lo que sea) quieres que escriba. De niño, ya ves lo que son las cosas, creí que le conocía, que le había entendido, que sabía muy bien quién era. Hoy, medio siglo más tarde, sólo sé que no le conozco en absoluto, que lo ignoro todo acerca de él, que su misterio es indescifrable. Cuando le encuentro, se me escapa. Cuando le capturo, se escabulle. Cuando me lo ocultan, se manifiesta. Cuando me lo explican, se desdibuja. Cuando le olvido, reaparece. Es la Pimpinela Escarlata, Jaime. Le buscan por aquí, le buscan por allá y no está en ninguna parte. ¡Qué desesperación! Es mi gran asignatura pendiente.

– ¿Sólo la tuya?

– No, claro-tuve que admitir-. Es la gran asignatura pendiente de todo el mundo occidental y de parte del oriental.

– Escribir el libro que te propongo podría ser un buen sistema para aprobarla.

– Me sorprende descubrir que compartes las curiosas teorías del sanedrín manchego sobre mi oscuro pasado preuterino. Lo que me propones, en definitiva, es que acepte ser san Pedro.

– No. Te propongo que aceptes ser Dionisio Ramírez, te propongo que cumplas con tu deber, te propongo que ames al prójimo como a ti mismo, te propongo que sigas el camino del corazón.

– ¡Uf! Ya salió eso. Tienes la astucia de la serpiente, pero te falta la inocencia de la paloma. De nada sirve lo uno sin lo otro.

– Eres tú, siempre tú, Dionisio Ramírez, alias Lunilla, quien se ha despepitado repitiendo una y mil veces por todos los medios de comunicación puestos a tu alcance, en público y en privado, en iglesias y en burdeles, en salones palaciegos y en tabernas de vino peleón, que el siglo XX será religioso o no será.

– Pues me temo que no será. Pero, por favor, Jaime, no me pongas medallas ajenas ni me endoses mochuelos de otros nidos. Esa frase no es mía. Es de Malraux. Que cada palo aguante su vela.

– Gracias por la aclaración. La frase es de Malraux, sí, pero tú has sido uno de sus más insistentes profetas. Y ahora, ¿qué? ¿Haces mutis por el foro? ¿Te vas a las Antillas para que te abaniquen las mulatas mientras te tomas un daiquiri? ¿Dejas a todo bicho viviente en la estacada? ¿Abandonas el barco antes de que lo hagan las mujeres, los niños, las cucarachas y las ratas? ¡Reacciona, coño! ¡Vuelve a ti! ¡Empuña el timón y desembarca en el siglo XXI!

– No quiero desembarcar en un puerto tan dudoso. Estoy quemado, Jaime.

– ¿Quemado? ¿Quemado tú, que lo tienes todo y que vas por la vida comiéndote el mundo?

– Eso es una fachada, un tic, una costumbre, un reflejo condicionado de perra de Paulov. La gente me lo pide y yo bailo al son del pandero.

– ¿Quemado por qué, Dionisio? ¿Quemado por quién?

– Quemado por casi todo, Jaime.

– ¿Por la edad? ¿Por la decadencia física? ¿Por la pitopausia? Siempre dijeron de ti tus enemigos, y algunos de tus amigos, que no sabrías envejecer y que al freír sería el reír. ¿Acertaban? Viéndote, Dionisio, me cuesta trabajo creerlo, por que estás hecho una rosa.

– Tampoco yo creo que me sienta como me siento por culpa de la edad o de la fisiología. Mi pito, por desgracia, funciona perfectamente.

– ¿Como en sus mejores tiempos?

– Mejor que en sus mejores tiempos -dije.

– Fanfarrón. Pide al Altísimo que te perdone la chulería y no te apresures a cantar victoria, porque a menudo la procesión de la edad, sobre todo al principio, va por dentro. El usuario no suele darse cuenta de que es un carcamal hasta que se le olvida cómo se llama y dónde tiene el culo.

– Tranquilo, Jaime, que fui uno de los más voraces y tempraneros lectores de Carlos Castaneda y me aprendí al dedillo las enseñanzas de don Juan. Puedes estar seguro de que entre bromas y veras y dando tumbos de aquí para allá, me he sabido defender de las maquiavélicas asechanzas de los enemigos del conocimiento. No caí, cuando era lógico y comprensible (incluso deseable) que lo hiciese, en la trampa del miedo, ni en la de la lucidez, ni en la de los poderes ocultos, de modo que no voy a caer ahora, a estas alturas, en la más peligrosa y menos obvia de todas: la de la vejez. ¿Sigues queriendo saber lo que me quema?

– Naturalmente.

– ¿Por morbo? Ya sabes: el diosecillo de los pies de barro, el gladiador ante los leones, más dura será la caída y otros trozos de carnaza sanguinolenta por el estilo. “Morituri te salutant”.

– Quiero saber lo que te quema para entenderte y, si es posible, para ayudarte. No sólo por ti, sino también por la cuenta que me trae. A mí y al editor.

– No lo conseguirás. Nadie ayuda nunca a nadie. Nacemos solos, vivimos solos y morimos solos. Pero de todas formas, ya que insistes, voy a irme un poco de la lengua, aunque sin cantar de plano… Me quema la vida, Jaime. Estoy quemado y requemado por muchos de los seres y de las cosas que poco a poco, sin advertirlo, he ido metiendo en ella. Quemado por las mujeres y por el recuerdo de Cristina, quemado por los hijos, quemado por el éxito y por mi buena estrella, quemado por casi todo lo que poseo y no deseo: por mi barriguda y desbordante casa de quinientos metros cuadrados, por mi biblioteca de treinta mil volúmenes, por mi célebre salón de música, por mi estrambótico museo de chirimbolos orientales, por mis discos, por mis gatos, por el loro que me traje de Cartagena de Indias, por el contestador telefónico, por el sanedrín manchego y por el Mercedes de color gris metalizado.

¿Qué hace un chico como yo en un coche como ése? Y además, Jaime, quizá por aquello de que las desgracias nunca vienen solas, estoy quemado, quemadísimo, por el mundo que me rodea y por el país que me envuelve. Mira a tu alrededor. Todo es cochambre, todo es horterada, todo es de mentira, todo es usura, todo es liberticidio.

– ¡Bravo! Si escribes como hablas, y si en tus memorias de Jesús de Nazaret dices lo que estás diciendo, la gente te aclamará.

– ¿La gente? La gente, Jaime, se irá masticando chicle de hidrocarburo de fresa hacia el centro comercial más cercano para invertir sus ahorros en lechugas de plástico, hamburguesas de carne de rata china, lencería de polivinilo y cosméticos de placenta humana, se paseará luego por cualquier autopista para aspirar con fruición bocanadas de monóxido de carbono fresco, entrará antes de recogerse en un salón recreativo para jugar un rato a las maquinitas de navajeros, extraterrestres y monstruitos electrónicos mientras escucha música de rock a todo volumen y por fin, a media tarde, se encerrará en su casa detrás de una puerta fichet con reloj digital incorporado, sacará una garrafa de cocacola light de la nevera fabricada en Mastrique, se arrellanará en un tresillo de skay con floripondios estampados, encenderá la tele y fundirá el resto de la jornada sesteando y rebozándose en culebrones, partidos de fútbol, noticias falsas, decibelios estereofónicos, videoclips descoyuntados, concursos modorros, reclamos de desodorantes para ciudadanos ele gantes o de detergentes para marujonas competentes, tetas y culos de silicona, azafatas en paños menores, anuncios institucionales del Ministerio de Hacienda y ruines mentirijillas de políticos berzotas asalariados por los banqueros, por las multinacionales, por los jeques del Golfo Pérsico y por el presidente de los Estados Unidos desde su campo de golf o desde la horterísima suite de su putísima secretaria. Así es la gente, Jaime, y no le demos más vueltas, porque el asunto no las merece. Escasea el oxígeno, el mundo se acaba, la vida se está retirando del planeta, los dioses han sido linchados y exterminados, Iberia es Siberia, en Bengala ya no quedan tigres, los socialistas volverán a ganar las elecciones, veremos canibalismo por las calles, nuestros hijos se doctorarán en Ciencias de la Corrupción, nuestros nietos serán padres de brokers y esposos de pimpantes ejecutivas con maletín de samsonite, y mientras tanto, de uno en uno y poco a poco, tú, yo y todos los de nuestra quinta nos iremos como se va la nochebuena y no volveremos más. De modo que ya puedes ir apagando las luces, pero no te molestes en cerrar la puerta al salir. Lo único juicioso en tales circunstancias es descorchar una botella de Albariños en el cabo de Finisterre, respirar abdominalmente, brindar por lo que el viento se llevó, evocar (en mi caso) a Cristina, rezar lo que cada uno sepa y quiera, y pegarse un tiro con silenciador en la sien. Eso tú, claro. Yo no puedo. Mis creencias religiosas me lo impiden.

– ¡Guau! ¡Lástima no haber traído un magnetófono! Vete a casa inmediatamente, coge tu desvencijada Olympia y ponte a aporrear las teclas. Nuestra conversación ha terminado.

– ¡Que te crees tú eso! ¿Sabes cuántos libros nuevos se escriben cada año sobre Jesús?

– Ni idea.

– Pues ahora lo vas a saber: más de mil. Se dice pronto. Nada ni nadie ha generado nunca, ni de lejos, una bibliografía de ese calibre. Su pongo, calculando a bulto, que en estos momentos existen y circulan por esas bibliotecas de Dios (nunca mejor dicho) no menos de doscientos mil títulos dedicados a destripar con mejor o peor fortuna la vida pública y privada del Nazareno. ¡Y tú me pides que yo también desenfunde el bisturí y le practique la autopsia! Ponte la mano sobre el corazón, mírame a los ojos y dime si de ver dad crees que tiene algún sentido añadir otra pieza a esa panoplia. Pero no me mientas.

– ¿Alguno de esos doscientos mil libros a los que aludes ha sido redactado por Jesús en primera persona del singular?

Pensé que se había vuelto loco.

– Ninguno, que yo sepa-dije siguiéndole con cautela la corriente-, pero me permito recordarte, por si lo has olvidado, que yo no soy Jesús.

Quizá llegue a serlo, si me porto bien y contando con la aquiescencia del sanedrín manchego, en futuras reencarnaciones, pero por ahora tendrás que conformarte con lo que hay y tener paciencia. Sólo soy san Pedro.

– Algo es algo. Y no hace falta que te esfuerces en demostrármelo. Salta al oído que lo eres.

Llevas casi dos horas renegando de Jesús. Pronto cantará el gallo.

– No me provoques.

– Estoy en mi derecho, hombre de poca fe.

– ¿Te gustaría que me sentase en la posición del loto, que abriera el chakra (3) de la coronilla, que invocase al Espíritu Santo respirando abdominalmente en ocho tiempos, que descendiera sobre mí y sobre mi atribulada pluma la lengua de fuego del lunes de Pentecostés y que así, levitando, en trance y con el tercer ojo abierto de par en par, escribiese un libro revelado?

– Me encantaría. No se te escapa una. Has dado con la solución.

– Me agotas, Jaime. ¿Por qué te empeñas en que escriba ese evangelio apócrifo que sólo va a traerte quebraderos de cabeza? ¿Por qué los lectores, con inexplicable contumacia, aúpan siempre hasta los primeros puestos de los libros más vendidos todo lo que-bueno, regular o malo- se escribe en cualquier idioma y desde cualquier punto de vista acerca de Jesucristo? ¿Por qué éste, dos mil años después de su venida al mundo, sigue siendo el motor más potente de la historia universal? ¿Por qué nadie-ni los teólogos, ni los exégetas, ni los santos, ni los videntes, ni los investigadores, ni los artistas-han conseguido des cifrar el arcano que rodea al personaje? ¿Por qué la indiferencia resulta imposible en lo tocante a Él? ¿Por qué seguimos hablando y hablando y hablando-sin ponernos nunca de acuerdo-de un episodio relativamente trivial ocurrido, si es que en efecto ocurrió, hace la friolera de dos milenios en un palmo de tierra exótica y maldita que ocupa en el mapamundi menos superficie de la que los cartógrafos atribuyen a la provincia de Alicante? ¿Por qué tirios y troyanos, agnósticos y creyentes, niños y viejos, sabios y zotes, comunistas y capitalistas aguzan el oído y tienden la oreja en cuanto alguien pronuncia el nombre del Galileo?

¿Por qué tantas personas están permanentemente dispuestas a morir por él o, lo que es mucho más grave, también a matar por él?

– De eso, precisamente, se trata, Dionisio. De que con tu obra respondas en todo o en parte a esas preguntas. Enhorabuena. Estás sembrado.

– Sembrado de mala hierba. Mira, Jaime: hace veinte años justos, en tal mes como éste, alguien me regaló un opúsculo de no más de cien páginas que recopilaban tres evangelios de los llamados gnósticos. Hoy casi todo el mundo ha oído hablar de ellos, pero yo, antes de ese momento y por extraño que te parezca, ignoraba su existencia. Ignoraba que hubo en los tres primeros siglos de la historia del cristianismo decenas y decenas de evangelios no canónicos ni sinópticos que fueron excluidos de la ortodoxia por los archipámpanos del Concilio de Nicea, declarados heréticos o carentes de autoridad y condenados, como Adán y Eva, a malvivir y a ir muriendo entre las frígidas sombras de las tinieblas exteriores de un lugar de mierda situado al este del Edén. Los textos que misteriosa y causalmente, que no casualmente, se me vinieron a las manos en aquella ocasión eran los atribuidos al apóstol Tomás, al apóstol Felipe y a un escriba anónimo que puso a su obra el inverecundo nombre de Evangelio de la Verdad. O a lo mejor fueron otros los que le adjudicaron esa apabullante etiqueta. Poco importa. Pero sí importa, en cambio, decirte que ese día-o esa noche, la más tormentosa de mi vida, porque de noche, efectivamente, era cuando leí el opúsculo de marras-se produjo la segunda venida de Jesús a mi pecho, a mi conciencia y a mi alma. Quizá recuerdes el episodio, porque lo conté en uno de mis primeros libros y porque muchas otras veces me he referido a él en público y en privado. Quizá recuerdes, Jaime, que a partir de ese momento, por suerte o por desgracia, la vida de mi espíritu nunca volvió a ser la misma. De mi espíritu y también, en cierto modo, de mi cuerpo, porque fue entonces cuando, a tientas, inicié la desesperada búsqueda de Jesús que hace poco mencionaba. Y en ella sigo, pero siempre a tientas, Jaime. No he progresado gran cosa. Incluso pienso y, sobre todo, siento a menudo que he retrocedido. Un paso hacia delante y dos hacia atrás. Vueltas y revueltas alrededor de un punto invisible. Es lo que algunos mitólogos llaman la prueba del laberinto. ¡Si Teseo viniese en mi ayuda ya que Ariadna no lo hace! Frenesí, agonía, infierno y cielo, Jaime. Y no te burles de mí. Créeme o compadéceme, pero no te burles de mí, porque el asunto es grave. Son ya veinte años de obsesión, de obstinación, de persecución y de lucha. He acosado a Jesús, le he puesto sitio, le he abierto de par en par todas las puertas y todas las ventanas de mi vida interior y también, a ratos, de la exterior. Los míos, a veces, me lo reprochan, me dicen que los descuido, me recuerdan que la caridad bien en tendida empieza por lo propio y no por lo ajeno. Y yo, en esas ocasiones, sintiéndome incomprendido y acorralado, me escudo en la doctrina de los maestros y de las Sagradas Escrituras, repito con la Baghavad Gita que todos nuestros actos deben ser sacramentales y alego que, según Shivananda, la verdadera naturaleza del hombre es divina y que, por lo tanto, el único propósito satisfactorio y legítimo de la existencia humana estriba en el descubrimiento y permanente manifestación de esa divinidad.

– Tus hijos, al oírte, se quedarán de un aire.

– Pues sí. Y mi chica, ni te cuento. No sé lo que hacen los gilipuertas de las Naciones Unidas y el santo padre de Roma. El matrimonio, el concubinato y la paternidad deberían estar rigurosa mente prohibidos a los escritores.

– No os arriendo la ganancia. Sin estrés no hay literatura.

– Supongo que, después de lo dicho, no te sorprenderá saber que tu proposición no me pilla, ni muchísimo menos, de nuevas. La peregrina idea de escribir-de que yo escriba en primera o en tercera persona, que eso poco importa-un libro sobre Jesús no es tuya ni de tu jefe. Es mía, Jaime. Mía y muy mía. Y no precisamente de ahora ni de ayer por la tarde. Llevo una pila de años descomándome y descarnándome para parir ese muerto. Pero no hay tu tía. He roto cientos de páginas y me temo, si antes no tiro la esponja, que voy a seguir rompiéndolas. Es desesperante. Lo que escribo hoy, mañana ya no me sirve. Jesús no pertenece a la historia ni a la arqueología ni a la mitología. Está vivo, tan puñeteramente vivo como tú y como yo, y se mueve, y colea, y aparece y desaparece, y-como es natural-no sale en la foto. O sale desenfocado, lo que aún resulta más descorazonador. Hablábamos antes de la descomunal bibliografía existente sobre este asunto. Y no voy a presumir de haberme cepillado poquito a poco los doscientos mil títulos disponibles, pero sí te diré que he consultado con lupa alrededor de seiscientos o setecientos, que no son grano de anís, y nada. Nada de nada, Jaime, porque ningún mortal puede acercarse a Jesús por el camino de la erudición y de la investigación. Decía Teilhard de Chardin que en la escala de lo cósmico sólo lo fantástico tiene posibilidades de ser verdadero. Y ahí, seguramente, está la clave del problema, de la ceremonia de la confusión y de la adivinanza: todos o casi todos conocemos a Jesús exclusivamente por lo que de él nos dicen los evangelios. Y eso equivale, lisa y llanamente, a desconocerle. Los evangelios, Jaime, son libros, libros más o menos atinados, libros inspirados o no, pero libros, simples libros. O sea: letra escrita, letra exangüe, letra inerte. Y para colmo, en este caso, letra manoseada y manipulada por todo bicho viviente. Por los evangelistas, por los hermeneutas, por los Padres de la Iglesia, por los filósofos, por los teólogos, por los filólogos, por los traductores, por los predicadores, por los historiadores mágicos, por los historiadores lógicos, por los misioneros, por los papas, por los popes, por los curitas de a pie-cada uno en su parroquia-y por el paso del tiempo. Y además, como aliño de esa ensalada, las famosas interpolaciones. ¡ Qué juerga, Jaime, qué orgía, qué risa, qué suculenta y sandunguera merienda de negros bizantinos y zumbones!

Más de treinta años separan el día de la Ascensión (suponiendo que Jesús ascendiera efectivamente a los cielos con toda su anatomía a cuestas) del momento en que el primer evangelio canónico empezó a circular por el sistema de vasos comunicantes de las congregaciones y conventículos cristianos del Oriente Medio. He dicho treinta años, Jaime, y lo recalco para que no te pase inadvertido lo que eso significa. Treinta interminables e inexorables años de susurros y silencios, de sueños y deseos, de cábalas, de incertidumbre, de guiños en las sinagogas, de codazos en las plazas públicas, de bulos en las trastiendas, de bisbiseos en los zocos, de argucias y silogismos en las ágoras de Alejandría, de conjeturas en las catacumbas, de mensajes propalados en los cruces de caminos, de falsas noticias y verosímiles rumores de toda laya esparcidos a los cuatro vientos por los correveidiles de radio macuto, de radio petate, de radio prostíbulo y de la pirenaica. Treinta años de chismes, de comadres, de Santas Mujeres a pie de rueca, de luchas intestinas, de politiqueos, de grupos de presión, de intereses creados o por crear, de sectas, de capillas, de fabulaciones, de locuras, de egolatrías, de desmentidos, de apóstoles y de gurúes, de patrañas y de leyendas. Dime tú, Jaime, si puede existir en el mundo alguna persona en su sano juicio capaz de tomarse en serio, y a la letra, la supuesta verdad evangélica nacida de ese batiburrillo.

Los taoístas, como siempre, tienen razón cuando dicen que las únicas Escrituras dignas de crédito son los rollos en blanco. Ahí, en el no-ser, en el silencio, en el vacío, es donde estalla y se manifiesta el ser, el verbo y la plenitud de Dios. Quienes saben, no hablan; quienes hablan, no saben.

– Creí que últimamente te llevabas bastante bien con la Iglesia católica e incluso me habían dicho que acatabas su autoridad, pero ya veo que son habladurías.

– Sólo hasta cierto punto, Jaime. Sí y no. Coincido en muchas cosas con el mensaje de la Iglesia y suscribo su actitud frente a ese momentum catastrophicum de la historia humana reciente diagnosticado y denunciado por los obispos, pero sólo acato la autoridad de quien por encima de todos nosotros está en los cielos. De Dios abajo, ninguno.

– ¿Ni Wojtyla?

– Ni Wojtyla.

– ¡Viva el anarquismo místico!

– Pues sí. Y que no decaiga. Iglesia y evangelios, evangelios e Iglesia: ahí tienes un inmejorable ejemplo de perfecto círculo vicioso. Nos dicen que la Iglesia nace de los evangelios cuando la verdad es justamente lo contrario: son los evangelios los que nacen de la Iglesia. La gallina, en este caso, precede al huevo. Jesús de Galilea, que era un ácrata de Dios, aborrecía las instituciones y, consecuentemente, las fustigaba sin piedad, sin pausa y sin desmayo. ¿Cómo iba, entonces, a fundar una iglesia ni nada que se le pareciese?

– ¡Y este exabrupto sale precisamente de la boca de la reencarnación de san Pedro! Reconocerás que la cosa tiene gracia.

– Gracia y miga, Jaime, porque Simón Pedro era un guerrero sin vocación de cura y mira tú el sambenito que le colgaron. Ni piedra ni leches. Fue san Pablo quien por razones que no te voy a explicar ahora fundó la Iglesia. Y la Iglesia, luego, se inventó o por lo menos avaló la bonita historia de Cafarnaúm, del paso de poderes y del nombramiento de un delfín que ocupara el puesto y ejerciera las funciones de Jesucristo.

– ¿Puedo y debo llegar a la conclusión de que los evangelios, a tu juicio, no van a misa aunque los utilicen en ella?

El chiste era fácil, pero oportuno. Me reí con ganas.

– Pues no -dije-, efectivamente no van a misa. Ni yo, por lo general, tampoco.

– Las ceremonias en si no son pecado, Dionisio, pero quien crea que puede alcanzar la vida eterna mediante el bautismo o compartiendo el pan vive todavía en la superstición.

Enmudecí por unos instantes, miré boquiabierto a mi interlocutor y dije: -Has conseguido sorprenderme, Jaime. No era fácil, pero lo has conseguido. ¿De modo que también tú te interesas por la teología y por las cosas de la religión? Nunca lo hubiese dicho. ¿Es una opinión o una cita?

– Una cita, pero no me pidas el nombre de su autor, porque lo he olvidado. Seguro que era algún teólogo alemán con gafas de nueve dioptrías.

– ¡Lástima! Me hubiera gustado incorporarla a mi libro.

– Sospecho que empiezas a transigir. ¿No decías que ningún mortal puede acercarse a Jesús por el árido camino de la erudición y de la investigación? ¿No sostenías con vehemencia digna de mejor causa que Jesús no cabe en ningún libro profano ni sagrado, por muy gnóstico y levantisco que su autor sea? Aguardo ansiosamente tus explicaciones.

– Puedes apostar doble contra sencillo a que mi tentativa evangélica, si alguna vez llega a puerto, no lo hará por el camino de la erudición y la investigación, sino por el del corazón. O, si prefieres llamarlo de otra forma porque ésta te sabe a conocida, pon en tu informe que procuraré seguir el camino de Damasco.

– Sugerencia aceptada. ¿Y como vas a organizar tu viaje?

– En dos etapas. Durante la primera haré lo mismo que hicieron los obispones y los Padres de la Iglesia, según Voltaire, en el concilio de Nicea.

– No me asustes, Dionisio. ¿Qué insinuaba aquel réprobo? -Insinuaba o más bien afirmaba categóricamente que los capitostes de la inicua asamblea zanjaron la controversia sobre la presunta ortodoxia o heterodoxia de los mil y un evangelios existentes a la sazón colocándolos todos sobre una mesa de patas cojas que luego, acto seguido, zarandearon vigorosamente. Muchos de los libros se cayeron, pero algunos-no más de siete u ocho-se agarraron como lapas a la superficie del mueble y resistieron en ella. Son, estos últimos, los que desde entonces forman parte del Canon. Ya sabes: los evangelios según Lucas, Marcos, Mateo y Juan, los Hechos de los Apóstoles, el Apocalipsis y las veintidós epístolas. Y pare usted de contar. Todos los volúmenes caídos se consideraron y declararon heréticos. Reconoce que “se non e vero”, que no lo será, “e ben trovato”.

– Lo que significa, si te he entendido bien, que tienes la santa intención de tirar por el sumidero de cualquier letrina las seiscientas o setecientas obras sobre Jesús que, según dijiste antes, te has tomado la molestia de consultar con lupa.

– Eres un lince. -¿Y después? No me tengas en ascuas. Me devora la incertidumbre.

– Después vendrá la segunda etapa. -Me gustaría hacerte una pregunta seria, tanto -por lo menos- como la que tú me has hecho.

– Dispara.

– ¿De verdad eres cristiano? Yo mismo lo he dado por supuesto al elegirte como autor de las memorias de Jesús, pero -entre nosotros- no estoy nada seguro de que lo seas. Muchos lo dudan. Dicen que es una pose de escritor desengañado de todo y deseoso de encontrar tierras vírgenes para sus andanzas y para su pluma.

– No lo es, Jaime. Te lo juro. Puedes poner por mí no sólo la mano en el fuego, sino incluso los testículos. No se te quemarán.

– Me alegro, porque si no fueses cristiano, Dionisio, tu libro volaría a ras del suelo y terminaría en una fosa común. No se puede escribir si no se cree en aquello sobre lo que se escribe.

– Sabes de sobra que siempre he sostenido eso. No me robes las ideas. Y tranquilízate: soy cristiano de la cruz a la bola. Cristiano de estirpe y de nacimiento, cristiano por educación, cristiano por elección, cristiano por convicción y cristiano, sobre todo, por obra y gracia de Jesús de Galilea.

– Voy a decirte algo que te irritará: me vuelvo a Barcelona convencido de que mi gestión ha dado fruto. Vas a responder que sí. Tienes de plazo hasta el próximo lunes.

– ¡Insolente, que eres un insolente! Y, además, un presuntuoso. ¿Qué es lo que te autoriza a llegar a esa aventurada conclusión?

– Tus propias palabras, Dionisio. Te has de clarado cristiano en un tono y en unos términos que no dejan resquicio a la duda. Supongo que te gustará saber que me has convencido. Y no era fácil.

– No eches las campanas a repicar antes de tiempo ni de saber hacia dónde apunto. No te regocijes por mi declaración de fe. He dicho que soy cristiano y, naturalmente, lo mantengo, pero cristiano a mi manera, que a lo mejor no es la manera de la Iglesia. Anda, pregúntame si soy budista, o taoísta, o hinduista, o musulmán, y también te diré que sí. Lo uno no quita lo otro.

– Totalmente de acuerdo, fray Dionisio, y repara en que te lo dice un pecador incrédulo que ve los toros desde la barrera. Nadie tiene el monopolio del Espíritu.

– Ni del Altísimo. -¿No es lo mismo?

– Sí, lo es, pero yo iría aún más lejos, Jaime. Yo diría que nadie tiene el monopolio de Jesucristo. ¿Sabes lo que sostenía el loco de Tertuliano, que es mi padre de la Iglesia favorito, y lo que machaconamente repetía el maestro Jung?

– Lo sabré cuando tú me lo cuentes. No soy el Larousse.

– Pues decían los dos que el alma es naturalmente cristiana. ¿Te suena?

– Como una música en sordina. No sé muy bien por dónde vas.

– Te la silbaré al oído. Explicaba Jung que la autoridad y la eficacia de la Revelación no dependen de la mayor o menor verosimilitud de su supuesta realidad histórica, que es irrepetible e imposible de verificar y cuyo radio de acción sólo abarca un período muy breve y un territorio muy estrecho, sino de la universalidad del simbolismo agazapado en ella. El mensaje de Jesús desde este punto de vista, sería algo así como el máximo común denominador de la conciencia y de la psique, capaz de existir en sí y por sí mismo de forma autónoma y con absoluta independencia respecto a lo que nos cuentan los evangelios. De ahí, Jaime, que mi fe en Jesucristo y mi sujeción a sus preceptos sean un punto fijo en mi vida espiritual y no dependan ni poco ni mucho ni nada de los vaivenes a los que nos tiene acostumbrados, según la ideología o las creencias del enteradillo de turno y el discurso de valores dominante en cada época, la investigación neotestamentaria. Lo que Jung afirma, y lo que yo-salvando las distancias-corroboro, es que hay un Cristo precristiano y otro no cristiano, de donde se deduce, en contra de lo que nos enseñaron en la catequesis cuando éramos niños, que fuera de la Iglesia también es posible la salvación.

– Antes o después terminarás quemado en la plaza pública por los inquisidores que ese día estén de guardia.

– Si Pascal no dio con sus huesos en una hoguera, explícame por qué tendría que hacerlo yo.

– ¿Qué pito toca Pascal en esta historia?

– El de ser el hombre que mejor ha entendido a Jesús y que más cerca ha estado de él después de san Francisco de Asís. ¿Y sabes por qué? Porque sólo él, aunque luego le saldría una legión de imitadores…

– Tú entre ellos.

– … Se atrevió a apostar existencialmente, jugándose entero en la apuesta, por un Cristo personal-subraya, por favor, el adjetivo-y, probablemente, intransferible. Esa es también mi postura, Jaime, o quizá, no lo sé, mi impostura. Pero creo, y siento, que hay tantos Cristos como cristianos y que cada hombre tiene que encontrar el suyo, el que le es consanguíneo, el que lleva grabado en su corazón desde el primer latido de éste, el que por ley de karma o de lo que sea le corresponde. Jesús como opera aperta e inconclusa. Y todo lo demás, Jaime, sobra. Sobra la liturgia, sobra el credo, sobra el Papa sobra el dogmatismo, sobra la definición del pecado, sobran los sentimientos de culpa, sobran las condenas y las amenazas, sobran el terrorismo espiritual y la intimidación moral, sobra el mito de la Caída (aunque no la evidencia del progresivo deterioro de la condición humana), sobran los filósofos de la escolástica (por mucho que yo los admire), sobran los integristas (por mucho que yo los entienda), sobran los concilios, sobran incluso los evangelios, aunque esto lo digo mordiéndome la lengua y titubeando después de contar hasta mil, y sobra, por encima de casi todo lo dicho, el nefasto poder temporal de la Iglesia.

– Habrías tardado mucho menos tiempo en decir lo que no sobra-dijo Jaime cáusticamente-, si es que hay algo que en tu opinión no sobre, claro.

– Lo hay, lo hay.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué es, si puede saberse. No me tengas en ascuas.

– Repasa el Diario intimo de Unamuno y quizá encuentres la respuesta.

– Tu visión de Jesús es demasiado corrosiva, iconoclasta y genérica.

– Muy bien. Es demasiado corrosiva, iconoclasta y genérica. ¿Y con eso?

– ¿En qué se diferencia el Jesús que postulas de otros grandes profetas, semidioses, iniciados y maestros? ¿Qué añade o qué quita? ¿Qué aporta que otros no hayan aportado antes? O después.

– Aporta poco, Jaime, pero no plantees así la cuestión. No compares. No cuantifiques. No confundas valor y precio. Te repito, y te recuerdo, que sólo existe una Verdad. Mahoma decía que Dios ha dado a cada pueblo un profeta que habla en su lengua y asume formas acordes con su tradición, sus usos y sus costumbres. Eso, Jaime, se llama tolerancia: una moneda de escasa circulación en el territorio del cristianismo eclesiástico.

– Pisa el acelerador.

– De acuerdo. Resumo lo que te iba a decir: Jesús aporta, por ejemplo, el libre albedrío en un mundo gobernado por las arbitrarias decisiones de Iahvé y por las leyes fatales de las estrellas.

– ¿No crees en la astrología? ¡Qué raro me parece eso en una persona como tú!

– Por supuesto que creo, y no precisamente con fe ciega ni supersticiosa. He comprobado la eficacia de esa ciencia en infinidad de ocasiones. Pero lo que los astros nos indican son probabilidades y pautas de conducta, no certezas ni hechos inexorables ni verdades apodícticas.

– ¿Y además del libre albedrío?

– El amor, Jaime, el amor. El amor cabal, el amor fetén, el amor que no pide nada a cambio, el amor sin toma y daca, el amor altruista, el amor solidario, el amor compasivo, el amor sin pasión. O sea: el amor incompatible con el sentido de la propiedad y con el odio, porque los dos sabemos, Jaime, como lo sabe para su desgracia todo el mundo occidental, que enamorarse significa poseer o ser poseído por el otro y odiar sin dejar de amar. Nos guste o no, así están las cosas: todos jodidos por culpa de la pareja. El mito de Tristán e Iseo, y su filosofía de que el verdadero amor entre hombre y mujer lleva esencias de muerte, ha hecho estragos entre nosotros.

– Libre albedrío, amor desinteresado y… ¿Algo más?

– Sí. Nada menos que un nuevo concepto de la vida: el que entiende ésta como servicio al prójimo. Lo que cuenta y lo que importa es dar, no recibir. Anda, ve y dile eso al presidente de los Estados Unidos, al primer ministro del Japón, a quienes inventaron y propagaron el american way of life y a los ideólogos del tanto tienes, tanto vales. Jesús predicó justamente lo contrario: tanto das, tanto eres y tanto eres, tanto vales. Por cierto: ¿no crees que ya va siendo hora de que arrinconemos el catolicismo -un término que nació circunstancialmente y que se ha enquistado en nuestra nomenclatura religiosa por obra y gracia de la guerra fría entre las dos iglesias-y de que sin falsos pudores y con razonable orgullo regresemos al cristianismo y nos atrevamos a mencionarlo? Por lo menos a mencionarlo. No pido más.

– Cristianos se llaman también a sí mismos los protestantes. ¿Vas a partir por ellos una lanza?

– ¡Jamás de los jamases! En lo tocante a ese punto soy como el papa Luna: ni transijo ni me avengo a negociaciones. Los protestantes nunca han sido cristianos de cuerpo entero. Su historia y lo que está pasando en el mundo así lo demuestran. Júzgalos por sus obras, no por lo que dicen y llegarás a la conclusión de que siempre fueron, y no han dejado de serlo, cínicos, tristes y putrefactos adoradores de la diosa Razón, del dios Trabajo, de la competitividad, de la violencia, de la ética del triunfo a cualquier precio, del consumismo, del colonialismo a palo seco, de la depredación, de la represión, de la masturbación, de la hipocresía, de la barbarie generalizada y del Becerro de Oro. ¡Peste de pueblos, raza maldita, sacristanes con olor a leche agria, apóstoles de Mammón, mamporreros de Satanás! De sus caballerizas salen a diario todos los jinetes del Apocalipsis. ¿Qué es el nuevo orden mundial del genocida Bush y de su compinche Clinton sino la apoteosis del sueño protestante armado hasta los dientes? Brrr… Me entran escalofríos. No menciones la bicha en la casa de un castellano viejo. Mejor, mil veces mejor-siendo las dos malas- la Contrarreforma que la Reforma. El verdadero cristianismo, Jaime, es fruto en sazón del Mediterráneo y prenda de grecolatinidad. Lo es su exuberancia, su policromía, su barroquismo, su cosmopolitismo, su misticismo, su loa de la cigarra, su don de la ebriedad, su sensualidad, su música, su arquitectura, sus imágenes, sus procesiones, sus ceremonias, su filosofía, sus luchas intestinas entre las virtudes cardinales y los pecados capitales, y -sobre todo- el restallante y deslumbrante fulgor del paganismo que lo envuelve y lo recubre como un pan de oro.

– ¿Y el lado lóbrego? ¿Dónde dejas el lado lóbrego, la Inquisición, el Indice, el memento moris, los cilicios, los anatemas y el sexto mandamiento?

– Olvida la demagogia, el agit prop y la leyenda negra. Todo eso no es cristianismo, sino judeocristianismo. Iahvé y Jesús son dioses irreconciliables y sin ningún lazo de parentesco. Fueron los judíos quienes acosaron y acogotaron, sabiendo muy bien lo que se hacían, al guerrero y guerrillero de Galilea por mucho que el papa quiera correr ahora un tupido velo sobre el asunto y firmar una estulta, monjil y farisea pax romana -nunca mejor dicho- que no puede satisfacer a ningún hombre honrado y que no sabe a religión, sino a política.

– Se te ve el plumero, Dionisio. Los dioses solares del Mediterráneo hablan por tu boca.

– ¡Ojalá fuese así! Eres muy perspicaz, Jaime, y lo que se dice un maestro en el arte de tirar de la lengua al prójimo.

– Pues cierra de una vez el pico, afila la pluma y pon manos a la obra sin buscar culpables. Recuerda lo que decía Hemingway en su decálogo del artista cachorro: Calla. La palabra mata el instinto creador. Llevamos casi dos horas de cháchara. ¿Te queda algo por añadir? Supongo que ya lo has vomitado casi todo.

– Me gustaría dejar bien sentado que yo no estoy en contra de la Iglesia. Aprecio y agradezco su existencia, su actitud de permanente testimonio, su tenacidad en la defensa del Espíritu, su apoyo a los humillados y ofendidos del planeta e incluso, con todos los peros que queramos ponerle y que conviene que le pongamos, agradezco y aprecio su estrategia, lo que ya es apreciar y agradecer. Mi adhesión a Roma es, desde luego, relativa, condicionada, parcial, cautelosa y hasta un poquito tortuosa, pero tan firme, Jaime, y tan curtida por las dudas, los zigzagueos y las contradicciones que estoy dispuesto a comulgar de vez en cuando con las consabidas ruedas de molino y a cerrar o a guiñar, siempre que la ocasión lo exija, todos los ojos que haga falta. ¿Y sabes por qué? Porque a pesar de todo creo que sin la Iglesia, restando lo negativo de lo positivo y cuadrando el balance, la historia del mundo occidental habría sido aún más macabra de lo que ha sido. Me doy cuenta de lo arriesgado que resulta decir esto y, de hecho, lo estoy diciendo a hurtadillas y bajo secreto de confesión, pero no voy a andarme ahora con componendas en asunto de tanta gravedad. Gracias a la Iglesia han llegado hasta nosotros el mensaje y el ejemplo de Jesús, que de otro modo, seguramente, se habrían perdido. Un mensaje todo lo adulterado y aguachinado que quieras, pero vivo, sonoro y palpable. Y no sólo eso… Tampoco sería justo olvidar que lo determinante en la Iglesia, lo que de verdad la caracteriza, no son los sumos pontífices, los cardenales, los obispos, los nuncios, los secretarios de estado, la pompa, la Capilla Sixtina, la música de Bach y la cúpula de Bramante, sino los fieles de paisano y los curitas de a pie, que contra viento y marea han mantenido encendida la llama del tabernáculo y que casi siempre han sabido estar donde tenían que estar. Y yo, Jaime, sólo me encuentro a gusto con los de abajo y, hoy como ayer, te digo lo que dice una de mis canciones preferidas: con los pobres de la tierra / quiero yo mi suerte echar. Y no por demagogia ni por romanticismo ni para que me aplauda la galería, te lo juro, sino por caridad. De modo, y a guisa de conclusión, que no soy ni de lejos un comecuras, aunque alguna vez lo haya sido, y que, por lo tanto, no me gusta ni tampoco me divierte que me tomen por tal. ¿Queda claro?

Jaime asintió y comentó: -Clarísimo. Vete en paz. Tu fe te ha salvado.

– Gracias, rabí-dije siguiéndole la chufla-. Y ahora, con tu permiso y con el de mi director espiritual que en gloria esté, voy a darme un respiro y a marcar distancias. Las Iglesias, como las mil liturgias que nacen de ellas y que simultáneamente les sirven de justificación, son simples falsillas, ronzales, tacatacas, puntos de apoyo, ungüentos, elixires vagamente homeopáticos y marcapasos útiles, e incluso terapéuticos, para el común de los mortales, simbólicamente representados por los pastores de Belén y por los famosos y sufridos carboneros de fe ciega. Y conste, Jaime, porque te veo venir, que no lo digo despectiva mente ni en son de burla, sino con respeto, con admiración, con espíritu de emulación y con envidia. ¡Ojalá fuese yo también así! Palabra.

– Pero no lo eres, Dionisio.

– No, no lo soy. Y ahí duele. Ahí duele y ahí vamos, porque al Portal de Belén, hombro con hombro de las buenas gentes, también llegaron Melchor, Gaspar y Baltasar. O sea: los Reyes Magos, los brujos, los videntes, los místicos, los gnósticos, los adeptos, los iniciados… Y ya insinué antes que para ellos, para los que vienen al mundo con almas viejas, evolucionadas, expertas y sabias, las Iglesias son tan inútiles (por no decir dañinas) como lo sería la lectura del catecismo del padre Ripalda para un catedrático de teología de la Universidad Pontificia. Esa es mi postura, Jaime. Creo que Cristo ha sido secuestrado -amorosamente secuestrado, lo admito- por la iglesia católica, y por los protestantes, y por los ortodoxos, y por todos los pensadores, investigadores, teólogos y hombres de buena o mala voluntad que a lo largo de la historia se han puesto a pontificar sobre él, sobre su vida, sobre sus milagros y sobre su muerte. Y a mí, Jaime, no me agrada la idea de que mi nombre se incorpore a esa lista ni de que mi libro, caso de llegar a puerto, sea una signatura más en el catálogo de los doscientos mil volúmenes que antes mencioné.

– ¿Por eso te resistes a cumplir con tu deber de escritor?

– Por eso y por otras cosas. Me siento como un pirata, Jaime, o como una fiera depredadora. Mi versión de Cristo no le servirá de nada a nadie. Eso en el mejor de los casos, porque en el peor desconcertará a los lectores o incluso les hará daño. Tú sabes que estoy permanentemente dispuesto, cómo no voy a estarlo, a poner cualquier granito de arena que contribuya a mitigar un poco la salvaje crisis de valores y el despiste y la infelicidad generalizada que el laicismo, el consumismo, la tecnología, la partitocracia, las tres grandes revoluciones de la historia, el advenimiento de la aldea global y la adoración del Becerro de Oro han desencadenado, pero sería absurdo creer que la letra impresa puede derribar o por lo menos socavar esos ídolos. El Mediterráneo es un mar muerto, en Itaca han instalado una refinería de hidrocarburos y nadie, ni siquiera Ulises, es capaz ahora de tumbar cíclopes a pedradas. Y yo, Jaime, no quiero turbar ni desmoralizar ni, menos aún, escandalizar a nadie.

– No lo hagas.

– ¿Y cómo voy a evitarlo? ¿Traicionándome? ¿Mintiendo como un político? ¿Disimulando? ¿Tirando balones fuera? No tiene ningún sentido ponerse a llenar folios en blanco para eso. La literatura es un ejercicio de libertad y de sinceridad o no es absolutamente nada. ¿Qué le voy a hacer si he llegado, sin proponérmelo, a conclusiones personales sobre Jesús que te dejarían boquiabierto y que levantan ronchas? Personales y, lo que aún complica más las cosas, de difícil-si no imposible-demostración. ¿Quieres que las esconda, las diluya, las desnate o las maquille? ¿Has venido hasta aquí desde una ciudad situada a seiscientos kilómetros de ésta sólo para pedirme eso? No es necesario que me respondas. Aunque me digas que sí y lo jures en sánscrito sobre la Biblia, no te creeré.

– Te pierde el carácter, Dionisio. Todo lo multiplicas por cien. Yo no me preocuparía por la dificultad ni por la imposibilidad de demostrar lo que afirmas. Si estás convencido de ello, como parece que lo estás, lo dices, y a otra cosa. La rectitud de tu intención te sirve de coartada. No me obligues a recordarte que el corazón tiene razones que la razón no conoce. Sería, tratándose de ti, verdaderamente absurdo. Insisto: no te preocupes. No estás bajo sospecha. Tienes crédito. Nadie te va a pedir cuentas ni pruebas del nueve. La hagiografía evangélica no es una ciencia exacta. ¿Existe, acaso, algo más difícil de demostrar que la resurrección de Cristo? Y, sin embargo, ahí la tienes: intacta, palpitante, más chula que un ocho e inasequible al desaliento, a las tarascadas de los aguafiestas y a la secular conjura de los científicos volterianos, de las sectas satánicas y de los filósofos escépticos.

– Pues sí, Jaime, lamento tener que decirte que sí, que a estas alturas, después de dos mil años de dogmática a granel, de infalibilidad del papa y de ininterrumpido bombardeo fideísta hay efectivamente algo mucho más difícil de demostrar que la resurrección de Cristo.

– ¿Ah, sí? Lo dudo, pero me gustaría saber qué.

– Que Cristo no resucitó. Insinuar (no digo sostener) eso es tan peligroso como matar a un hombre. Te la juegas tanto o más que Salman Rushdie.

– ¿Vas a insinuarlo tú?

– ¿Pretendes que te revele el desenlace de mi novela? Controla los bajos instintos, por favor. Tu desfachatez no conoce límites. Y ésta es, por el momento, mi última palabra. Lo prometido es deuda: tal y como te anuncié, voy a marcharme.

– Quo vadis, Petrus?

– A Jerusalén, Dómine, para buscar al Maestro.

– Que el gallo te dé una segunda oportunidad. Llámame el lunes.

– Así lo haré.

Y desaparecí de su vista resoplando como un búfalo.

Con un nudo en la garganta, con una argolla en el corazón, con un bulto en el estómago, con cinco dedos de nieve en cada mano, con un cuchillo en la ingle: así llegué a casa-sería ya la medianoche-después de pasar varias horas de ginebra, soledad y trueno sombríamente perdido por las chirigoteras calles céntricas de una ciudad que detestaba.

Mis deudos y cordiales vampiros, afortunadamente, dormían. Sólo uno de los gatos-el que se llamaba Jumble-vino a recibirme y a frotarse contra la pernera de mis tejanos mientras ronroneaba. Me incliné y le hice una cucamona, seguramente torpe e inoportuna, porque salió corriendo. El alcohol me pesaba en la sangre y me embarullaba los gestos. Había perdido muchos años atrás, cuando empecé a fumar porros y chilones ( [1]) en Kathmandú, la costumbre-tan ibérica, tan propia de mi generación-de empinar el codo a cualquier hora y con cualquier motivo y hoy lo pagaba así: sintiéndome como un elefante sin trompa para barritar y sin baobab para rascarse las ancas en el taller de un miniaturista.

Me deslicé por el pasillo como la sombra de un fantasma, entré en el cuarto de baño (o, mejor dicho, en uno de los numerosos cuartos de baño alicatados hasta el techo de aquella imponente e insolente casa que ya no era, en mi dolorido sentir, la mía), me desnudé, me contemplé con sorna en el espejo, me duché, me puse un yukata ( [2]), apliqué la boca a uno de los grifos del lavabo bebí largamente-con goce posmoderno y masoquista-el agua con sabor a cloro, o el cloro con sabor a agua, que el despotismo ilustrado del Ministerio de Sanidad ponía generosamente a disposición de sus felices súbditos, me encerré en el despacho, encendí una varilla de incienso, tiré de la memoria y empecé a transcribir, en la medida de lo posible, el meollo de la conversación que unas horas antes había mantenido con Jaime en su habitual cazadero literario. ¿Por qué me avenía así, tan dócil como un escritorzuelo de pesebre, a seguir el consejo -más bien insinuación-que entre bromas y veras me había dado?

La respuesta era obvia: el buen sentido, a pesar del alcohol y de mi encono, se imponía. Aquel buitre, entre picotazo y picotazo, llevaba razón y yo no era la persona más indicada para quitársela: entre sus palabras y las mías -dime va direte viene-habíamos colocado los cimientos y trazado el eje de abscisas y de ordenadas del libro que yo había empezado a escribir hace un milenio y que seguramente nunca terminaría.

Trabajé un par de horas a duras, muy duras penas, con los ojos turbios, estropajo en el bolígrafo y el paladar pastoso. Luego, al llegar en mi transcripción al pasaje del descubrimiento de los evangelios gnósticos durante lo que yo mismo había calificado como la noche más tormentosa de mi vida, aquélla-según le expliqué a Jaime-que me dejó desnudo y a solas por primera vez frente a la prueba del laberinto y en la que comenzó mi desesperada búsqueda de Jesús, hice exactamente lo mismo que había hecho entonces-veinte años antes-en una habitación muy similar a la que ahora me acogía: levantarme, ir hasta el secreter, abrirlo, sacar los bártulos de lo que un conocido etnomicólogo había bautizado con la precisa, preciosa y fantasiosa etiqueta de alimento de los dioses ( [3]), sentarme a ras del suelo en el diván moruno y prepararme con regodeo y mimo un chilón bien cebado.

Cambió el viento. La noche, de repente, prometía, galopaba, se ensanchaba, se iluminaba.

Dejé de sentirme resacoso. Encendí la pipa, respiré abdominalmente en ocho tiempos, exhalé un silencioso y prolongado auuuummmm, busqué uno de mis primeros libros-aquél en el que contaba el episodio de la segunda venida de Jesús a mi pecho, a mi conciencia y a mi alma-, lo hojeé con mirada experta de amo que engorda el caballo, encontré lo que buscaba, sonreí con ternura de padre (o, quizá, de abuelo) y leí, y copié a mano, lo que sigue: Cuatro años después, la lectura de los evangelios gnósticos-invernal, vespertina y covarrubiana-iba a propinarme uno de los más soberanos batacazos de mi vida (antes hubo una segunda iluminación de la que no puedo hablar por razones que, caso de ser reveladas, revelarían el secreto). Dulzor del remordimiento. Deleite de recibir lecciones. Leo en el versículo octavo de Tomás:“EI hombre es un sabio pescador que tira la red al mar y la saca llena de pececillos, pero ve entre ellos un enorme y sabroso pescado, y entonces arroja al mar las piezas pequeñas y se queda con la grande. ¡Entiéndalo quien tenga buenos oídos.” Existía, pues, otro Cristo y la Iglesia me lo había escamoteado desde las misas infantiles. Un Cristo igual o superior al Buda y a los maestros que desde el acre paisaje del Oriente me habían devuelto el misticismo. Fariseo culto como Nicodemo, también yo me había acercado a ese Cristo con temor, vergüenza y nocturnidad sin que los míos lo supieran, amparado en la penumbra provinciana, y he aquí que Cristo descorría sus tinieblas. “En verdad te digo que quien no naciere de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Arguye Nicodemo: «¿Puede acaso volver un hombre al seno de su madre.» Y responde Jesús: “En verdad te digo que quien no naciere del agua o del espíritu no entrará en el reino de Dios”. En el silencio de la noche de Jerusalén una lamparilla alumbra las figuras de los interlocutores y el peristilo de la estancia. Brillan los ojos del Redentor, animados por una luz misteriosa.

El sabio fariseo, mientras su ciencia se desploma, atisba un mundo diferente. Ha vislumbrado un rayo en las pupilas del profeta, ha percibido el potente calor que de él emana y que lo arrastra, ha visto apagarse y encenderse tres llamas blancas junto a las sienes y la frente del maestro. El soplo del Espíritu le ha rozado el corazón. Conmovido, silencioso, Nicodemo vuelve a casa a través de la profunda noche. Seguirá viviendo entre los fariseos, pero su alma permanecerá fiel a Jesús.

Alguien tosió a mis espaldas y una mano suave se posó en mi nuca. Levanté la cabeza sin sobresalto-el hachís abría una tregua de Dios en la agresividad del mundo y derogaba la ley del miedo-y la giré hacia el intruso. O hacia la intrusa, porque el rostro preocupado y, a la vez sonriente que me miraba desde arriba era el de mi hija mayor.

– ¡Kandahar! -dije-. ¿Qué diablos haces despierta a estas horas? No te he oído venir. Pareces un gato de felpa.

– No lo parezco, papá. Soy un gato, y tú lo sabes. Por eso te llevas tan bien conmigo. Nací ronroneando.

– Se lo preguntaré a Jumble.

– Y Jumble te lo confirmará.

– No me has contestado. ¿Por qué no estás en la cama como todo el mundo? Van a dar las tres, renacuajo. No son horas para una joven y atractiva princesa que mañana, supongo, tendrá que pegarse un madrugón de muerte si quiere llegar a tiempo a la universidad. ¿Me equivoco?

– Sí, papá, te equivocas. Hoy es dieciocho de marzo. O, mejor dicho, lo fue ayer.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que mañana es san José y que no tenemos clase.

Me di una palmada en la frente.

– ¡Claro! -dije-. Víspera de fiesta, consuelo de tontos. Por eso las calles estaban a rebosar.

– Y tú zascandileando por ellas, ¿no? ¡Menos mal que tu chica se ha ido de viaje!

– Si de verdad fueras un gato, Kandahar, sabrías que cuando los de tu especie os ausentáis los ratones bailamos.

– Sí, papá, lo sé y además me parece lógico. Yo haría lo mismo. Quien no se desahoga, se ahoga. Pero, por lo menos, podías avisar para que no te calentáramos la cena. No cuesta nada.

– Se me pasó.

– ¡Hombres!

– Cuando miré la hora, era ya demasiado tarde para telefonear. Pensé que Devi estaría durmiendo y que tu hermano y tú andaríais por ahí de picos pardos. Últimamente no se os ve mucho el pelo.

– Ni a ti tampoco, papá.

Me miró con una amistosa sonrisilla de reconvención, guardó silencio y enarcó las cejas. Era un gesto muy suyo. La burla le bailaba en los ojos.

– Bueno -admití batiéndome en retirada-. La verdad es que me he emborrachado un poquito, sólo un poquito. Conviene hacerlo de vez en cuando, ¿no? La vida achucha, Kandahar, y no todo va a ser misticismo, postura del loto, meditación, respiración abdominal y nueva era. Hay otras cosas.

Se echó a reír y yo, como siempre que lo hacía, me quedé transpuesto y volé al pasado. En cincuenta y tres años de vida-de vida vivida y bebida pisando el acelerador a fondo-sólo había conocido a una persona que se riera así, con la cara llena de nubes, de flores, de pájaros y de futuros. Y esa persona, que estaba muerta, era su madre.

Llovía sobre mojado. Kandahar acababa de cumplir, pocos meses antes, la misma edad que ella, Cristina, tenía cuando yo la conocí: veintiún años.

Sacudí la cabeza, recuperé la cordura, volví al presente, puse los pies en el suelo y descubrí que mi visitante estaba hablando.

– Gracias a Dios, papá -decía-. Gracias a Dios que hay otras cosas. Sin ellas no existiríamos ni yo ni Bruno ni Devi. O seríamos hijos de otro padre.

– Quizá lo seáis -bromeé-. Sólo la maternidad es segura. La paternidad, en el mejor de los casos, se supone.

– Sobre todo en lo que a mí se refiere-dijo con zumba Kandahar-. Nací cuando tú correteabas por las antípodas después de muchos meses de viaje ininterrumpido. Ya me contarás. Mira… ¿A que tengo ojos de china?

Y se estiró las comisuras de los párpados con una mueca de payaso.

– No me recuerdes eso, por favor. No estoy en mi mejor momento. Me noto débil, ando un poquillo escorado de ala e incluso, a veces, se me saltan las lágrimas con facilidad.

– Son rachas, papá. Nadie está libre de ellas.

– Venga, siéntate un rato conmigo. Tienes todo el día de mañana para dormir.

Aceptó la sugerencia. Llevaba un camisón blanco que la cubría desde los tobillos hasta el cuello.

El óvalo de su rostro, enmarcado por una melena suave y ondulada de color de miel, parecía salido de una pintura italiana del quattrocento. Carpaccio Uccello, Mantegna y Piero della Francesca corrían por su piel. Mirarla era como pasear ensimismado y a solas por las galerías de un museo mágico y silencioso. Otras voces, otros lugares, otros seres otros mundos galopaban hacia el observador.

Kandahar se instaló en el suelo con las piernas cruzadas sobre un enorme cojín de tejido de alfombra de Cachemira, entrelazó los dedos y volvió a mirarme sin decir nada.

Cambié el tono de la voz y el ritmo del encuentro e insistí:

– Sigues sin explicarme por qué te has levantado.

– Por culpa de la calefacción, papá. A ver cuándo te decides a ponerla más baja, sobre todo de noche. No soy yo la única que se queja.

– Ya sabes que mi clima favorito es el del trópico. Si me pierdo, que no me busquen en la Antártida.

– Yo sé muy bien dónde buscarte si te pierdes, papa.

– Pues no me lo digas. Me gusta creer que mi vida aún tiene zonas secretas.

– Vale. Y ahora voy a contestar a tu pregunta… Si me dejas, claro, porque no haces más que interrumpirme. El caso es que me despertó el calor, fui a la cocina para beber un vaso de agua y, al pasar, vi luz por las rendijas de la puerta de tu despacho. Eso es todo, curiosón.

– Gracias por entrar a verme. Ha sido una sorpresa muy agradable. Más que agradable: casi lo mejor que podía sucederme en una noche como ésta. Toma, ¿quieres una calada?

Y le tendí el chilón.

Kandahar me detuvo con un gesto de la mano. Lo hizo con su dulzura habitual, sin agredir, sin confundir y sin ofender.

– Gracias, papá-dijo-, pero sabes de sobra que no le veo el chiste a ese mejunje. Seguramente nací demasiado tarde. No soy, como tú, miembro de número de la Asociación de Amigos de la Década Prodigiosa.

Me llevé la pipa a los labios, aspiré con fuerza, retuve el humo prodigioso en los pulmones y lo expulsé lentamente, muy lentamente, empujándolo hacia el techo con la cabeza levantada hacia sus hermosas vigas cubiertas por tres capas de pintura de barco. Si no hubieses nacido escritor me decía a menudo Cristina, habrías sido decorador.

– O arqueólogo-añadía yo.

Siempre, desde que me enteré de la existencia de Schliemann (y eso fue en la infancia), su ejemplo, su trayectoria y su gesta me habían obsesionado y alentado. El primer libro que robé en mi vida, frisando ya en la adolescencia, fue su autobiografía. La leí como se lee un cuento de hadas. ¡Buscar y encontrar Troya donde la había situado Homero! Ahí quedaba eso.

El hachís me golpeó con fuerza en la nuca descendió a mis talones y subió luego hasta la estratosfera arrastrándome con él.

– Por supuesto que naciste tarde, Kandahar-dije-. Y yo, en cambio, lo hice antes de tiempo. Soy un hombre prematuro. No me gusta nada la cocaína. Es como si te clavaran un pie en el suelo y tuvieses que caminar en círculo durante horas y horas. ¡Qué idiotez!

– A mí tampoco me gusta. Tienes una hija virtuosa.

– Y tú, un padre que va camino de la beatificación. Eso no ocurre en casi ninguna familia. ¡Imagínate lo que podrías presumir!

– Bromea, bromea, pero debe de ser cierto porque se te empieza a notar la aureola.

– ¿No será la tonsura?

Me miró por tercera vez en silencio, dejó que pasara con exasperante lentitud un escuadrón de ángeles y dijo cargando la suerte: -¿Y tú, papá? ¿Por qué no me explicas tú lo que haces despierto a estas horas y dedicándote a copiar con fruición páginas de tus propios libros? ¿No es un poco absurdo?

– Me has pillado, Kandahar. Siempre he tenido vocación de monje amanuense.

– Será de monje copista. Los amanuenses, si el diccionario dice verdad, escriben al dictado.

– ¡Vaya por Dios! Ahora resulta que la niña de mis ojos sale respondona y se atreve a corregir la forma de hablar del autor de sus días, que para colmo se autotitula escritor. Y lo peor del caso es que tienes razón. Tocado, Kandahar, tocado, por no decir malherido. Y eso que te avisé y te pedí que no te ensañaras. Estoy a punto de echarme a llorar.

– No te preocupes. No es culpa tuya.

– ¿Ah, no? ¿De quién, entonces? Anda, dímelo.

– Del porro, papá, del porro.

– El porro y yo somos una sola y misma persona hipostáticamente unida con la inmensidad del cosmos.

– Estás piripi, papá. Y cuando estás piripi te pones muy gracioso.

– Piripi, en todo caso, de cannabis indica ( [4]). El alcohol pasó a la historia.

– De lo que sea. Encaja el golpe lexicológico consuélate pensando que yo también quiero ser escritora y vete a dormir.

– Encajo el golpe lexicológico, me consuelo pensando que tú también quieres ser escritora, digo Diego donde dije digo, te doy un beso paternal en la frente, me preparo otro chilón y me niego en redondo a irme a la cama.

– ¿Por qué?

– Porque aún no he terminado de copiar este revelador pasaje de mi primer libro. O quizá fue el segundo. O el tercero. O vete tú a saber. ¿Qué importancia tiene eso a estas alturas? Han pasado siglos.

Y puse la mano sobre el polvoriento volumen que aún seguía abierto en un atril colocado frente a mis rodillas.

– ¿Ves? -dije-. Amanuense o copista, te juro, Kandahar, que envidio la suerte de los monjes medievales que fundían las horas, el tiempo y la vida transcribiendo una y mil veces el texto del Apocalipsis de san Juan en la penumbra de sus celdas. Los escritores, y tú acabas de recordarme que te gustaría pertenecer a ese gremio, sabemos perfectamente que el artista puede aludir reproducir o, en el mejor de los casos, expresar pero nunca inventar ni añadir. De modo que copiemos, renacuajo, copiemos. Copiemos sin pudor con recochineo, a mansalva y a calzón caído.

– Te estás negando a ti mismo, papá. Lo que acabas de decir es casi lo contrario de lo que sostenías en tu primera novela ( [5]). Primera, esta vez, de verdad.

– ¡Qué buena lectora eres, Kandahar! Te lo agradezco en mi nombre y en el de mis colegas. Puedes estar segura de que todos nos sentimos halagados por tu atención. Y yo en especial.

– No seas cardo, déjate de ironías y responde a lo que te he dicho.

– No era un pregunta, sino una objeción.

– Pues refútala o acéptala. Tienes el deber de hacerlo.

– ¿El deber?

– Sí, el deber. Al fin y al cabo se trata de un asunto relacionado con mi formación profesional. Recuerda que eres mi padre y, en cierto modo también mi madre. No he conocido otra.

Era un contundente golpe bajo, y lo acusé. Cristina había muerto de cáncer cuatro meses después de que naciera Kandahar.

– Está bien, hija-dije bajando la mirada y enredando los dedos en las borlas de un estúpido cojín de pasamanería de hilo de oro y de plata comprado en un tabuco del Gran Bazar de Estambul-. Han pasado casi veintidós años desde que escribí aquello. Los suficientes para saber hoy que entonces me equivocaba, que confundía la realidad con el deseo, que la rosa amarilla de Borges y de Giambattista Marino era una hábil y estéril figura de dicción y que, en definitiva sólo Dios crea, Kandahar, mientras sus criaturas simplemente son creadas. ¿Hablabas antes, en broma, de formación profesional? Pues yo voy a hacerlo ahora en serio durante diez segundos. Los necesarios para decirte que aún estás a tiempo. Retírate. No seas escritora. No te condenes ni te resignes a vivir en un cementerio de elefantes. La literatura es una batalla perdida de antemano. Sombras nada más: eso es todo. ¡Ojalá me hubiese dedicado a la arqueología o a la decoración! Por lo menos, princesa, no me sentiría derrotado.

– ¿Lo estás? ¿Lo estás de verdad? ¿Te atreverías a repetir ese veredicto poniendo una mano en el fuego y otra en la Biblia?

– Soy muy supersticioso. No me gusta jugar con las cosas de comer.-Contesta.

Por una vez, fui breve. Sólo dije:-Sí.

– ¿Cómo voy a creerte si en infinidad de ocasiones te he oído suscribir con delirante entusiasmo lo que, según tú, dijo Hemingway cuando le concedieron el premio Nobel?

– ¿En su discurso de recepción?

– Sí. ¿Lo recuerdas?

– El hombre puede ser derrotado, pero no vencido. Frase, por cierto, que me da la razón.

– ¿No era al revés?

– No, Kandahar, no era al revés. No trabuques las cosas arrastrada por tus buenos deseos. Los datos de la memoria suelen ser volitivos y nos confunden. No te fíes nunca de los recuerdos.

– Entonces, ¿sólo estás derrotado? ¿No te sientes vencido?

– No, no me siento vencido.

– Es una buena noticia. ¿Y tu derrota es exclusivamente literaria?

– Ejem, ejem… Acojámonos al beneficio de la duda.

– ¿Te escuece la dificultad de crear algo “ex nihilo” por medio de la palabra?

– Más o menos.

– ¿Te sientes, como escritor, incapaz de añadir un objeto nuevo al mundo? ¿Crees que tu obra no pasa de ser un mero retrato de éste mejor o peor conseguido, y que ése es el origen y la causa de tu derrota?

– Podría explicarse así. No es mal diagnóstico. ¿Te he dicho alguna vez que eres muy lista Kandahar? Sales a tu madre.

– Y a mi padre.

– Gracias, princesa. Y, aprovechando la ocasión, permíteme que insista: no seas escritora.

– Permíteme tú que también yo insista y vuelva a intentar machacarte con tus propias armas. ¿Sale todo lo que estoy oyendo de la boca del hombre que tantas veces me hizo reír, cuando era niña, y me dio que pensar, cuando ya era mayor, contándome lo que Goethe decía a propósito de las bellas artes y de las trampas de la creación?

– ¿De la creación artística?

– Sí. ¿Recuerdas también eso, papá? ¿Recuerdas esa frase o se te ha olvidado? Llevas mucho tiempo -años, quizá- sin citarla.

– ¿Cómo voy a olvidar una salida así? Si usted pinta su perro exactamente, no tendrá un cuadro, sino dos perros.

Nos echamos a reír. Los ojos de Kandahar brillaban.

– ¡Premio!-dijo-. Me alegra comprobar que la cannabis indica no ha pulverizado por completo tu memoria.

– Craso error. La tengo tan horadada como un queso de Gruyere.

– Pues dejémosela a los ratones que bailan cuando su chica está de viaje y volvamos al perro de Goethe. Hay cosas que no cuadran, papá. Has publicado quince libros y sólo ahora te das cuenta de que en ellos nunca ha habido, al parecer ni una pizca de invención. Curioso, ¿no crees?

– Como mínimo, curioso. Déjame que sea yo quien carraspee y diga lo que tú dijiste antes: ejem ejem… Aquí hay gato encerrado. Estoy oyendo sus maullidos. Venga, confiesa, no te hagas de rogar.

– ¿Y qué rayos quieres que confiese? No te entiendo, princesa, no sé por dónde vas ni a qué te refieres. Hazme una pregunta y la contestaré.

– ¿Eres, efectivamente, un mono de imitación? ¿Es ésa tu derrota? ¿Son todos tus libros el vivo retrato de algún perro?

– Lo es, por lo menos, el que silenciosamente y a escondidas me esfuerzo por escribir desde hace la friolera de veinte años.

– ¿Silenciosamente y a escondidas? No es muy bonito lo que oigo, papá. Eso, si las matemáticas no engañan, significa que también tienes secretos para mí, para tu gato mayor, para tu primogénita, para la hija de Cristina, para la niña de tus ojos. ¡Qué decepción! Cría cuervos.

Sonreí débilmente.

– Supongo que sí, Kandahar-dije-. Supongo que también para ti tengo secretos como tú seguramente, los tendrás para mí. ¿O no? Todos tenemos secretos. Y, por lo general, muchos.

– Pues cuéntame éste, sólo éste. ¿Guarda alguna relación ese libro imposible con lo que estabas copiando?

– Mucha relación.

Kandahar se inclinó hacia los folios abandonados junto a mí sobre la tapicería japonesa del diván moruno y los recorrió en un ziszás con la mirada.

– ¿Acierto si llego a la conclusión de que Jesús es el protagonista de tu libro?-preguntó.

– Escribir consiste en llamar a las cosas por sus nombres. No digas libro, Kandahar. Di, mejor obsesión. O locura, porque locura es.

Se rió, se incorporó, me acarició el pelo y dijo: -¡Siempre tan exagerado! ¿Por qué tienes que multiplicarlo todo por cien? Hazlo sólo por diez y estarás más cerca de la vida y de la realidad.

– No sé qué sucede hoy. Es la segunda vez que me dicen eso. La tenéis tomada conmigo.

– ¿Quién fue el primero?

– Jaime Molina. Ha venido a verme desde Barcelona y hemos pasado casi toda la tarde juntos.

– ¿De cháchara?

– De cháchara. Quería proponerme un nuevo libro.

– ¿Qué clase de libro?

– No te lo vas a creer.

– ¿Un libro sobre Jesús?

– Ni más ni menos.

– ¡Caramba!

– Eso es lo que yo me dije.

– ¿Sabía que llevas veinte años dándole vueltas a ese tema?

– No, no lo sabía. Lo sabe ahora. Tuve que contárselo.

– ¡Qué casualidad!

– Yo lo llamaría encerrona.

– También podría ser una señal de las alturas. La misma que recibió Pablo, aunque algo menos elocuente.

– ¡Válgame Dios! Lo mío empieza a ser grave. Hace unos días, Pedro. Ahora, Pablo.

– ¿Cómo? No te he entendido bien, papá. ¿Qué has dicho?

– Nada, Kandahar, nada. Déjalo correr. Es tarde y me llevaría mucho tiempo explicártelo. Créeme: no tiene importancia.

Levantó las manos hacia el cielo como si implorase ayuda y dijo:-¿Por qué no te dejas de chorradas-permíteme que las llame así- y aceptas el desafío? Siempre te has jactado de ser un guerrero. Ahora tienes la oportunidad de demostrarlo.

– ¿Cómo? Anda, dime cómo. ¿Pintando el retrato de un perro? ¿Repitiendo lo que otros doscientos mil autores han dicho ya? ¿Contando por enésima vez la vida de Jesús tal y como nos la han contado hasta la saciedad los evangelios? Mil gracias, pero no voy a caer en esa emboscada. No me la desees, Kandahar. Sería un calvario una verdadera crucifixión.

– ¿Y si salieses con vida de ella? Jesús lo vale.

– ¿Te burlas de mí? Haces bien. Lo entiendo. Y no te preocupes, que no voy a enfadarme. No estoy para esos trotes.

– No, papá, no me burlo. No seas picajoso.

– Jesús resucitó, si es que resucitó, porque era el hijo de Dios.

– También tú lo eres. Todos los somos.

– No seas sofista, Kandahar. Sabes perfectamente a lo que me refiero.

– Y tú no seas derrotista. También sabes de sobra a lo que yo me refiero. Dioses, hijos de dioses, nietos de dioses e hijastros de dioses ha habido muchos. Todas las mitologías -y conozco muchas, aunque no tantas como tú-están tan llenas de seres divinos como de míseros mortales lo está el metro de Madrid en hora punta. Y si hoy, diecinueve de marzo de mil novecientos noventa y uno, seguimos sintiéndonos fascinados por Jesús, y tú el primero, no es porque fuese un dios, sino porque además era un hombre. Además, he dicho, y -si no te escandalizas demasiado-me atrevería a añadir que sobre todo.

– ¿Por qué no te encargas tú de escribir el puñetero libro? Seguro que te sale mejor que a mí. Sin ironía.

– Sigues diciendo chorradas.

– No, no digo chorradas, sino verdades muy hondas, de esas que vienen del alma. Ni miento ni exagero, Kandahar. Estoy atorado, pasado de rosca, mudo, sordo y ciego. El libro sobre Jesús es mi Waterloo, mi paso de las Termópilas. Caminante, ve y di a Esparta que aqui / hemos muerto por obedecer sus leyes [6]. Veinte años de cábalas y cavilaciones son muchos años. Los árboles ya no me dejan ver el bosque.

– Pues tálalos.

– Si los talo, Kandahar, desaparecerá el bosque.

– No forzosamente.

– ¿Qué quieres decir?

– Que te olvides de lo leído, de lo estudiado de lo pensado y de lo aprendido. Que desdeñes todo, absolutamente todo lo que sabemos o creemos saber sobre Jesús. Que envíes a los teólogos y a los cristólogos, con perdón, a tomar por culo. Sé tú y sólo tú: a solas, como siempre lo están los guerreros antes de la batalla. Acércate a tu hombre-hombre he dicho, papá-a pecho descubierto, sin datos, sin mapas, sin salvoconductos, sin posturas previas, sin afirmaciones ni negaciones, como si fueses un papel en blanco.

– ¿Virgen, estás insinuando, pero no mártir?

Se rió. Se reía, pese a la gravedad de sus palabras, constantemente. Y yo me sentía conmovido por su interés, por su atención, por su vehemencia, por su perspicacia.

– Pues sí, papá-dijo-, algo así. La metáfora no puede ser más certera.

– Es como si me leyeses el pensamiento, Kandahar. Cosas muy parecidas a las que acabas de decirme le he dicho yo a Jaime esta tarde. ¡Qué bien me conoces!

– ¿Tan bien como mi madre?

– Mucho mejor que ella. Nuestra relación era amorosa y el amor no suele hacer buenas migas con el conocimiento. Ni con otras cosas.

Kandahar se relajó, se repantigó, extendió las piernas y dijo: -Pásame el chilón. Por una vez, y sin que sirva de precedente, voy a dar una calada. La ocasión lo merece.

– No lo hagas. Vete a dormir. Pronto amanecerá.

– Exageras, como de costumbre. Todavía no ha terminado el invierno, aunque la primavera está al caer, y faltan diez minutos para que den las cuatro de la mañana. Tenemos por delante tres horas de oscuridad exterior y, aquí dentro en tu cubil de oso, otras tantas de media luz propicia a las confidencias. Aprovechémosla.

– No es cierto.

– ¿No es cierto qué? ¿Lo de la media luz, segundo piso, ascensor?

– No es cierto que estemos en invierno. La primavera de mil novecientos noventa y uno se ha adelantado. Empezó cuando tú entraste en esta habitación, renacuajo-dije.

Y le tendí la pipa.

– Gracias, papá. Eres un encanto. Siempre lo has sido.

– Hay mucha gente que no compartiría esa opinión.

– El mundo está lleno de idiotas. Y de envidiosos. Y de tíos mala baba. A ver: ¿quién se negaría a admitir que eres un encanto? Que se sepa. Ponme un ejemplo.

– Tu madre, Kandahar. ¿Vale ese botón de muestra o necesitas otro?

Acababa de devolverle el golpe bajo que me había dado antes. También ella lo acusó.

– ¿Mi madre? ¡Pero si tú mismo has dicho hace un momento que estabais enamorados!

– Y lo estábamos.

– ¿Entonces?

– Precisamente por eso. El amor no suele contribuir a que las personas se entiendan, sino más bien a lo contrario.

– ¿A que se desentiendan? -preguntó Kandahar con una nota entre trémula e incrédula, casi de pánico, temblándole en la voz.

– Pues sí-dije.

E inmediatamente, temeroso y cauteloso, empecé a recular. Aquello era un campo minado.

Siempre me olvidaba de que hasta cumplir los cincuenta años, más o menos, casi nadie es adulto. Yo tampoco lo había sido.

– Pero no debería hablarte de estas cosas -añadí-. No debería echarte jarras de agua fría antes de tiempo. Me estoy metiendo en camisa de once varas. Todo el mundo tiene derecho a forjarse sus propias desilusiones sin intervención ajena. Ya llegará tu turno. Y si no llega mejor.

– ¿Mi turno de qué?

– Tu turno de nada, Kandahar. Estoy cansado y digo tonterías. Perdóname.

– Te perdono con una condición.

– Concedida. ¿Cuál?

– Háblame un poco de mamá y de ti. Nunca lo haces. ¿Iban mal las cosas entre vosotros?

– ¡Hombre! Mal, lo que se dice mal, no. No por lo menos -sonreí con resignación, con nostalgia, con amargura, con mansedumbre-, dentro de lo que cabe y por comparación con otras parejas… En fin: iban como iban, y ya es bastante. Pero voy a serte sincero, Kandahar: la relación entre tu madre y yo sólo empezó a funcionar bien, verdaderamente bien, a partir de su muerte, y no es una broma macabra. O quizá un poco antes, cuando me fui a corretear por las antípodas, como tú dices, y tardé un año en volver.

– El camino del corazón [7].

– Sí, el camino del corazón.

Guardamos un minuto de silencio. No. Un minuto, no: varios minutos.

Por la muerte de Cristina, por mi primer aterrizaje en el aeropuerto de Bombay, por mi primer porro, por mi primera taza de té de Darjeeling hervido en leche con aroma de clavo y cardamomo por los dioses del Nepal, por las escalinatas del Ganges a su paso por Benarés, por los hongos mágicos de la playa balinesa de Lovina, por las sagradas y desbaratadas huestes de la Década Prodigiosa.

Por todo lo que el tiempo, inútilmente, se había llevado.

Por la historia, por el mayo francés, por la guerra del Vietnam, por el Weshall overcome por los Beatles y Mia Farrow entre los palafitos y las poderosas mareas de una playa de Goa.

Esos nombres, esos lugares, esos seres, esos sueños, ¿significaban algo para Kandahar?

Batallitas de sus antepasados, supongo-dije para mis adentros-. Escaramuzas geológicas del pleistoceno mencionadas en cursiva y por una nota a pie de página en sus libros de texto.

Luego recité entre dientes: -Todo esto -no digáis que no lo aviso-/ tan perdido está ya como la Atlántida [8].

Las volutas del humo del hachís dibujaban rostros de dioses orientales en el techo. Se estrellaban contra él, se deshacían y se recomponían.

Eran explosión e implosión, como el aliento de Brahma: auuummm, auuummm, auuummm…¡Oh, sí, sí, sí sí! Deep in mi heart, I do believe that we shall overcome some day [9].Fue Kandahar quien movió las piernas, abrió los ojos y rompió el silencio.

– ¿Y al principio? -preguntó-. ¿Cómo fueron las cosas al principio?

Había seguido pensando en su madre mientras yo me iba de jarana al campus de Berkeley al “Boul Mich”, a la isla de Bali y a las callejuelas de Kathmandú.

– Al principio fue maravilloso -dijo- nos comíamos el mundo. Un sueño. Una fábula. La edad de oro. Luego…

Di una calada, me encogí de hombros y añadí: -Luego nos pusimos a hacer experimentos idiotas y acabamos quemándonos las alas. Éramos progres, ¿sabes? Fue culpa nuestra, aunque el prójimo, como siempre, colaboró con entusiasmo. Nos perdió el complejo de superioridad. Estábamos demasiado seguros de nosotros mismos.

Todo bajo control, solíamos decir entre barrabasada y barrabasada cogiéndonos de la mano y mirándonos a los ojos. Y no era cierto. Un buen día descubrimos que no era cierto, pero de nada nos sirvió recuperar la cordura. Demasiado tarde.

Los mecanismos de emergencia ya no funcionaban y el paracaídas no se abrió. Todo, entre nosotros y alrededor de nosotros, parecía irreversiblemente deteriorado. El suelo se hundió y nos fuimos derechitos a un infierno cuya existencia ignorábamos.

– ¿Cuánto duró la edad de oro?

– Bastante, Kandahar, bastante… Algo más de dos años y algo menos de tres. Luego, muy suavemente, empezó la decadencia y con ella poco a poco, vinieron los juegos absurdos, las transgresiones, las provocaciones y el toma y daca de una cadena de recíprocas infidelidades que ninguno deseábamos, pero que los dos practicábamos con la cabeza muy alta y sacando pecho. ¡Qué ciegos estábamos! ¡Qué estúpidos fuimos!

– ¿Y el infierno, papá? ¿Durante cuánto tiempo os socarrasteis en el infierno?

– Otro tanto… Menos de tres años, más de dos.

– ¿Y después?

– Después, misteriosamente, empezamos a resucitar. No estábamos muertos. Algo se movía y coleaba dentro de nosotros. Ignoro cómo y porqué, pero habíamos sobrevivido. Seguí los pasos de Marco Polo, me fui hacia el sol naciente y nuestra relación, quizá por aquello-tan socorrido- de que la ausencia es aire, o por lo que fuese, entró en una fase de vertiginosa regeneración. Y así estaban las cosas cuando, zas, vino el hachazo de la muerte de tu madre con la rebaja. Inshállah!

– Y fue entonces, precisamente entonces cuando nací yo.

– El treinta y uno de julio de mil novecientos sesenta y nueve. Parto provocado. El ginecólogo dijo que era imposible esperar a que la naturaleza se decidiese. Cristina tenía que pasar por el quirófano para que le extirpasen el tumor.

– ¿Dónde estabas tú ese día?

– ¿El de tu nacimiento? ¿Nunca te lo he contado? Pues agárrate: estaba en una piojosa celda de la Prisión Federal de Hombres de la ciudad de Bombay. Más o menos, Kandahar, porque entonces no usaba reloj ni calendario. Cuestión de coherencia: era el primer jipi español de Asia y tenía que dar ejemplo.

Suspiré y arranqué otra calada del chilón. La última. En la cazoleta sólo quedaba ceniza.

– Así murió Cristina-dije a modo de aplastante corolario-y así naciste tú. Ya sabes: Dios suele dar con una mano lo que quita con la otra. Casi se podría pensar que te trajo una cigüeña. Y no venías con un pan debajo del brazo, sino con un libro. Con mi primer libro. Cristina y yo rompimos aguas al mismo tiempo.

– No del todo.

– No del todo, efectivamente, pero me gusta pensar que tu madre y yo escribimos esa novela a dos manos. La idea, en realidad, fue suya. Ella también quería ser escritora.

Guardamos otro minuto de silencio. Me incliné sobre los bártulos del alimento de los dioses y preparé con parsimonia un chilón. No me quedaba mucho chocolate y había que escatimarlo.

La España democrática era cada vez más fascista. Pronto habría que volver a las barricadas, a los encierros y a los calabozos. Cosas que pasan.

Fue, nuevamente, Kandahar quien reanudó la conversación.

– Si de verdad piensas que el amor no es un encuentro -dijo-, sino un desencuentro, ¿por qué te pasas la vida enamorándote a troche y moche?

– Eso no es cierto.

– Sí lo es.

– No, no lo es y no me obligues a enfadarme. Para este asunto tengo muy poca correa. La última vez que le puse los cuernos a mi chica fue en el neolítico.

– Vale. No es cierto ahora, desde hace cinco o seis años, pero ¿y antes, papá? A mí no puedes venirme con pamplinas, subterfugios ni cambalaches. Recuerda que casi todas las mujeres que han pasado por tu vida, desgraciadamente lo han hecho también por la mía.

– Tampoco, Kandahar. Antes, tampoco. Sé mi amiga, como decía Kipling, hasta el pie y más allá de mi cadalso. No te dejes engañar, también tú, por las malditas apariencias. Es verdad que me he emparejado conyugalmente -remaché el adverbio- nada menos que seis veces, aunque sólo en dos ocasiones accediera a pasar por el juzgado o por la vicaría, y también es cierto que mis ligues, mis fugas, mis aventurillas y mis aventurazas parecen configurar una carrera, qué digo un carrerón, de tenorio reincidente e impenitente, pero eso, Kandahar, no significa que me haya enamorado tanto ni tantas veces como tú insinúas.

– No lo he insinuado, papá. Lo he afirmado.

Y se rió al decirlo.

– ¿Y ahora, princesa? ¿Sigues afirmándolo?

– Ahora te escucho imparcialmente. Ya veremos. Termina de leer tu pliego de alegaciones y ponte luego de pie con expresión sumisa para que te notifique el veredicto.

– Así lo haré, señoría. Pero entérese antes la sala de que, en realidad, nunca o casi nunca me he enamorado. Lo juro por éstas…

Escupí en la palma de mi mano y la levanté verticalmente. Kandahar volvió a reírse.

Luego recuperé el hilo de mi alegación y añadí: -También juro por lo que usía quiera que cuando me enamoraba o, mejor dicho, cuando me creía enamorado, esa enfermedad no sé si infantil o senil me duraba muy, pero que muy poco tiempo. A los dos años, como mucho, o inclusive después de la primera noche, el amor se desvanecía.

– ¿Y qué quedaba entonces? Me refiero, naturalmente, a las relaciones conyugales-también Kandahar remachó la palabra-y no a los ligues fugas, aventurillas ni aventuranzas.

– Según, depende, chi lo sa?… De todo, ilustrísima, de todo. A veces, cariño y hastío. Otras, las menos, simplemente respeto. Y las más, ay de mí sólo inquina, rabia, frustración, resentimiento o resaca de tiempo perdido, de energía dilapidada y de oportunidad desperdiciada. Algo así como el ir y venir de la pelota en una partida de ping pong que siempre volvía a empezar y en la que nunca ganaba nadie. Una verdadera pesadilla, Kandahar. Y recurrente, como suelen serlo las pesadillas.

Marqué una pausa, inhalé un buche de humo milagroso, lo retuve, lo expulsé y dije:

– No sé, señoría, si lo expuesto vale para todo el mundo, pero en mi caso, por desgracia y por mi mala cabeza. es tan cierto como el postulado de Euclides, la ley del punto de apoyo de Arquímedes y el teorema de Pitágoras. Amén.

Volví a levantar la mano después de escupir en su palma. Kandahar, sin embargo, no levantó la sesión ni dio por terminada la audiencia pública con el clásico visto para sentencia.

– ¿Y ellas, papá? -indagó-. ¿Qué decían y qué hacían ellas? ¿Seguían enamoradas como corderitos de ti cuando tú dejabas de quererlas?

– La próxima pregunta que sea más facilita por favor. Esta es de oposición a notarías. Intentaré, de todos modos, contestarte, aunque lo lógico sería que plantearas tan ardua cuestión a las interfectas.

Me interrumpí, me rasqué con visible perplejidad la coronilla y dije:-Bueno, la verdad es que casi todas protestaban, se tiraban de los pelos, se desgarraban la minifalda, lloraban a moco tendido y aseguraban que sí, que me amaban, que todo era como el primer día, que hoy más que ayer y menos que mañana, que sus sentimientos no sólo no habían variado, sino que antes bien se habían desorbitado y llegaban ya a los cuernos de la luna…

Volví a interrumpirme, me rasqué otra vez la coronilla, abrí un inciso y comenté:

– Claro que, a lo mejor, lo de los cuernos de la luna, conociéndolas, podía ir con segundas.

Kandahar me miró, risueña, y no dijo nada. Sopesé la posibilidad durante unos segundos, puse cara de ahí me las den todas y volví a circular por mi carril.

– Eso es lo que decían y eso es lo que hacían, Kandahar, pero yo, acojonado y con las orejas gachas, sin saber dónde meterme ni cómo salir del paso, hacía y decía lo mismo que ellas mientras la nariz me crecía un par de palmos de modo que…

– ¿También tú te desgarrabas la minifalda papá?

– No, la minifalda, no. La moral imperante entonces era muy rigurosa y los hombres aún vestíamos de hombres, pero me desgarraba la túnica de sacerdote de Shiva bisbiseando hare Krishna y respirando abdominalmente en ocho tiempos. Ya sabes: cada loco con su tema. Ellas a enseñar los muslos en los pubs de moda y en los bochinches antifranquistas, y yo a sentarme durante horas en la posición del loto con los ojos en blanco y el culo dolorido. Éramos así. Había que tomarnos o que encerrarnos.

– Tú lo sigues siendo, ¿no? Aquello te marcó.

– Sí, yo lo sigo siendo, aquello me marcó, el sol sale todos los días, Cristina murió, los compañeros de Ulises se dejaron embaucar por las sirenas, Nixon ganó las elecciones y los amigos piano piano, se fueron quedando entre los baches y por las cunetas del camino. Unos pusieron casa y familia, otros se engancharon al coche fúnebre de las drogas duras, algunos se hicieron yupis al servicio de una multinacional y los restantes entraron en el Psoe. ¡Qué panorama, Kandahar! Con razón te hablaba hace un momento de los cementerios de elefantes.

– No me has respondido, papá. Mucha labia y pocas nueces. Me has hablado de lo que ellas hacían y decían, pero no de lo que tú crees que se cocía detrás de todas esas pamemas.

– Porque no lo sé, Kandahar. Lo único que tengo claro a estas alturas es que no lo sé. ¡Ah la hembra misteriosa, como dice mi amigo Francisco de Oleza! Ningún varón ha conseguido entender jamás a ninguna mujer. Ese es el genuino significado y el auténtico mensaje de la parábola de Adán y Eva. Y yo, hija mía, soy entre los representantes de mi especie el que menos las ha entendido. De nada valen odios ni amores, filosofías ni abracadabras, psicoanálisis ni estudios de antropología. Sois un arcano indescifrable para nosotros, princesa, y lo mejor que se puede hacerte lo aseguro, es no meneallo. Así están las cosas así han estado siempre y así seguirán estándolo por los siglos de los siglos.

– El famoso velo de Isis que tan a menudo mencionas.

– No blasfemes ni profanes, Kandahar. Eso es otra historia.

– Quejica. Tampoco las mujeres comprendemos a los hombres.

– ¿A mí me lo dices? ¡Por supuesto que no nos comprendéis! Entre vosotras y nosotros todo se rige por el principio de la más estricta reciprocidad.

– Si volvieras a vivir…

– Estoy viviendo. No lo olvides. No seas racista ni petulante. No contemples olímpicamente el mundo desde la altura de la juventud. No creas que tener veintidós años es un mérito. La vida no se acaba a los cincuenta y tres. Ni a los ciento uno.

– Admitida la protesta y el rapapolvo. Si volvieras a nacer…

– Si volviese a nacer, Kandahar, sólo de una cosa estaría seguro: no habría mujeres en mi vida.

– ¿Serías un misógino?

– ¿Un misógino? No. ¡Qué disparate! Tergiversas lo que digo, te picas, te dueles en banderillas, barres para dentro, llevas el agua al jodido molino de los machistas y de las feministas. No se trata de eso, Kandahar. Yo no estoy tomando partido ni atizando el fuego de la discordia ni llamando a ninguna cruzada. Mi neutralidad en la guerra de los sexos es absoluta. Creo que los hombres a solas, o entre ellos, pueden ser odiosos o maravillosos. Creo que las mujeres a solas o entre ellas, pueden ser odiosas o maravillosas.

Y creo, por último, que tanto los hombres como las mujeres son siempre unos hijos de puta, cuando se emparejan, para la persona del sexo opuesto que ha tenido la desdicha de caer en esa trampa. ¿Me explico? ¿Entiendes ahora por qué, si naciese de nuevo, no sería un misógino aunque en mi vida brillasen las mujeres por su ausencia?

Es más: me gustaría reencarnarme en un cuerpo femenino. No me siento orgulloso de mi virilidad ni la veo como una especie de condecoración.

Mucho más cierto sería lo contrario. ¡Viva el yin y que se mueran los feos!

Me interrumpí para tomar aliento y Kandahar, haciendo honor a su naturaleza de gato, se coló como un buscapiés por la rendija.

– Muy bien-admitió-. Retiro la acusación pero ¿qué serías entonces? ¿Un homosexual?

– ¿Si volviese a nacer? No, princesa, no sería homosexual o, por lo menos, no abrigo ahora esa intención ni el asunto me quita el sueño. ¿De verdad quieres saber lo que sería? Pues sería un monje giróvago o un caballero andante. O en el peor de los casos, si no diese la talla exigida por tan altos menesteres, sería un clochard, un vagabundo de esos que duermen por las calles envueltos en papel de periódico.

– ¿Y el sexo?

– Ya veríamos. Usar y tirar o, sencillamente, cortármela, meterla en un frasco de formol y dejarla como exvoto en la capilla de cualquier santo milagrero. No seas freudiana, Kandahar. El sexo tiene mucha menos importancia de la que le damos en Occidente. Y para satisfacerlo, además, no es condición imprescindible la de enamorarse ni la de echarse novia, ni la de volverse loco por una tía, ni tan siquiera la de encoñarse, ni por supuesto la de tener siete hijos y un certificado de matrimonio. Conoces a una chica, te lo pasas bien con ella, ella se lo pasa bien contigo, chau, y a otra cosa. ¿Sabes lo que decía Rilke?

– No.

– Pues decía en no sé qué poema: a los amantes sólo les falta esto: / dejarse el uno al otro, /porque lo demás es fácil / y no hace falta aprenderlo. ¿Te gusta?

– Regulín regulán.

– Estás en tu derecho.

– ¿Me permites que vuelva a intentar aplastarte con una cita?

– Hiere.

– Antes, señor Ramírez, un par de preguntas.

Ahí va la primera: si estuviesen a punto de quemarse todos los libros de la historia del mundo y sólo pudieras rescatar de las llamas uno de ellos, ¿cuál salvarías?

– Sé generosa, no me angusties y autorízame a decir dos títulos.

– Bueno, pero sólo dos.

– Salvaría el Tao te king y la Baghavad -Me lo imaginaba… Segunda pregunta: entre todos los libros que me has ido dejando en la mesilla de noche desde que aprendí a leer, ¿cuál me recomendaste con más ahínco?

– La Baghavad Gita.

– Muy bien -dijo mi interlocutora con aire de triunfo-. Pues la cita con la que voy a aplastarte pertenece, precisamente, a ese libro de tus entretelas. Con tu pan te la comas.

Se levantó, fue hasta mi mesa, cogió el ejemplar de la Baghavad Gita que siempre estaba allí al alcance de mi mano, lo trajo, lo hojeó, dio con lo que buscaba, movió admonitoriamente el dedo índice en dirección de mi persona y leyó en voz alta:

– Con la aniquilación de la familia desaparecen las tradicionales prácticas piadosas; de su eliminación surge la impiedad que se enseñorea de todos los supervivientes.

Alzó los ojos, me escrutó con ellos tratando de medir las dimensiones del impacto que la cita del evangelio mayor del hinduismo había producido en mi débil carne mortal y añadió: -¡Chúpate ésa!

– ¿Y bien? -dije yo con deliberada frialdad y enarcando las cejas.

– ¿Cómo que y bien?-preguntó, entre indignada y estupefacta, la niña de mis ojos-. Lo que acabo de leerte se da de bofetadas con tu decisión de no emparejarte con ninguna mujer en tu próxima vida. ¿No conduce eso a la aniquilación de la familia?

– El núcleo de la familia no son los esposos sino los hijos.

– ¿Y cómo piensas tenerlos sin formar pareja? Las chavalas te dirán que nones o te los quitaran.

– Puede que sí, puede que no -canturreé burlonamente-. Ya veremos. Alá es grande.

– Te estoy hablando en serio, papá.

La noté escocida y decidí apaciguarla, pero dándole al mismo tiempo una pequeña lección de sabiduría oriental y de mala leche occidental.

– Me has desilusionado-comenté-. Antes te dije que eres una excelente lectora, pero voy a tener que retirarte el cumplido.

– ¿Ah, sí? ¿Y puede saberse por qué?

– Porque la Baghavad Gita no pone lo que has leído en boca de Krishna, sino de Arjuna. Supongo que no es necesario recordate, mi querida sabihonda, que es aquél, y no éste, quien lleva la razón y la voz cantante en el poema [10].

Kandahar abrió precipitadamente el libro que aún tenía en la mano, lo consultó y, sin mirarme, exclamó: -¡Sopla! Pues es verdad. No sé cómo he podido confundirme. Hubiera jurado que…

Fui caballeroso y magnánimo. No hurgué en la herida. No celebré el varapalo. Me limité a quitarle con suavidad el pequeño volumen, desencuadernado y requetesobado, lo abrí por su trigésimo primera página -era la edición de Roviralta Borrell impresa en México con fecha de mil novecientos setenta y uno-y dije: -Voy a leerte sólo dos de los muchos argumentos que el padre Krishna aduce para convencer al guerrero Arjuna de que su principal obligación consiste en ser fiel a sí mismo. Escucha…

Versículo trigésimo del segundo canto: siendo el Espíritu sempiterno e indestructible, no puede recibir el menor daño. Así que no te aflijas por ninguna criatura viviente. Y ahora -pasé la página- vamos a ver lo que dice el versículo cuadragésimo quinto del mismo canto. Aquí está: por encima de todo anhelo mundano-leí-, concéntrate en la plenitud de tu Yo.

Cerré el libro, lo lancé hacia mi mesa de trabajo con ojo y puntería de auero zen, y añadí con voz grave: -Ahora, Kandahar, mira dentro de ti y dime una cosa: en tu opinión, ¿forma o no forma parte la familia de los anhelos mundanos?

Tardó unos segundos en contestar. Luego parpadeando, reconoció:-Sí, papá. Forma parte de los anhelos mundanos.

– Nada más, hija mía. Ahí quería llevarte.

Abrió desmesuradamente los ojos, tragó saliva y preguntó sin esconder su aprensión:-¿Significa este juego, y lo que acabas de decir, que estás harto de tu familia y que ves en nosotros una trampa, una atadura, algo que se interpone entre tu cuerpo y tu alma, entre lo que haces y lo que te gustaría hacer? ¿Te librarías de nosotros, si pudieras, de la misma forma que Arjuna se libró, después de la intervención de Krishna, del peso moral y sentimental de sus parientes, de sus amigos y de sus enemigos?

La miré con algo de sorna e infinita ternura me reí, me levanté, me senté a su lado, le pasé la mano por los hombros, la atraje hacia mí, la besé en la frente y dije: -No te asustes, Kandahar, y no seas boba. ¿Cómo va a significar eso? Hablaba en abstracto. Las mujeres lo personalizáis todo, y si sois de la familia, más. Ya me conoces, ya sabes que vivo con un pie en el mundo de abajo y con el otro en el de arriba, con un ojo aquí y con el otro en Benarés. Pero el ojo de aquí y el pie del mundo de abajo tienen raíces muy sólidas. No hay quien los mueva. Mis hijos son, junto a mi madre, lo que más me importa en la vida. Con nadie me divierto tanto como con vosotros. Con nadie estoy más a gusto que con vosotros.

Lo dije de corazón. Era escrupulosamente cierto. La familia se había ido convirtiendo poco a poco en unos de los dos principales oasis y puertos de asilo de mi ajetreada existencia de nómada recalcitrante. Pero mentiría por omisión si ocultara aquí que en ese mismo momento, cuando me callé cediendo implícitamente la palabra a Kandahar, se me vino a la cabeza lo que decía Kipling, siempre Kipling, en su celebérrimo If:

Si a todos apreciáis, y poco a todos, / y nadie amigo o no, dañaros puede.

Toda la sabiduría de Levante afloraba en esos dos versos.

Y tal era, en definitiva, el estado de la cuestión.

¿Deben, pueden y quieren los monjes giróvagos, los caballeros andantes, los vagabundos, los artistas o aprendices de artistas, los guerreros y los buscadores de la Verdad tener familia?

No, no quieren, ni pueden, ni deben. Doloroso (¿o no?), pero cierto.

Esa contradicción-irresoluble ya en mi caso y de la que sólo yo era culpable-me estaba minando, me estaba chinchando, me estaba costando muy cara.

Me sentía perdido en un callejón sin salida.

En la India se reconoce el sacrosanto derecho de cualquier hijo de vecino y honrado padre de familia a retirarse del mundo, de la sociedad y de sus obligaciones cuando llega, a grosso modo a los cincuenta años, para poder adentrarse sin ánimo de retorno en el terreno y el camino del Espíritu, de la búsqueda de la Verdad y de la apuesta de la Santidad. Ha cumplido con su deber de padre, de hijo, de esposo y de ciudadano. Ha puesto su granito de arena en la historia de su país, ha vertido unas gotas de aceite en los engranajes de la sociedad y ha conseguido sacar adelante a su familia. Ya puede, en consecuencia, partir en busca de la plenitud de su Yo.

Son los sanyansin o renunciantes. Se les ve con su hatillo y su colchoneta al hombro, tan libres y ligeros como los pájaros, por todos los rincones de la península del Indostán.

Y a mí, en cambio, nadie me reconocía ese derecho. Con cincuenta y tres tacos a cuestas, se me obligaba-o yo mismo me obligaba-a seguir al pie del cañón. En mi casa, y en el seno de mi familia, pechaba con todos los papeles: era padre, madre, abuelo, marido, amante, gestor universal y paño de lágrimas. La crianza, educación y mantenimiento de mis hijos, por otra parte, aún no había terminado. Kandahar y Bruno estudiaban en la universidad. Devi sólo tenía diez años. Y algo menos de treinta la mujer que seguía siendo mi chica a pesar de que vivía con nosotros.

Y luego, para colmo, envolviendo aquel batiburrillo, estaba la vida, tentándome aún-como dijo Rubén-con sus frescos racimos. No había renunciado a ella. El vigor de la juventud, inexplicablemente, seguía acompañándome.

Llevábamos dos o tres minutos en silencio.

Volví a la tierra, y a su necio e inmisericorde trajín, cuando Kandahar me preguntó:-Si no quieres tener relaciones con personas del otro sexo, ¿por qué las tienes conmigo?

– Veo que sigues personalizando -dije-. Mira, princesa, todo lo que ha salido de mi boca atañe exclusivamente a las mujeres con las que se entablan relaciones pasionales o matrimoniales. Exclusivamente, he dicho. Métetelo bien en esa cabezota de pelo de color de otoño. Con las hijas, con las madres, con las hermanas, con las sobrinas, con las primas, con las compañeras de trabajo y con las desconocidas no hay problema.

¿Tengo que volver a repetirte que la maldad no está en la mujer ni en el hombre, sino en la pareja? Y punto final.

Sabía, por supuesto, que cada uno habla de la feria según le va en ella. Era evidente-a mis cincuenta y tres años podía decirlo sin temor a equivocarme- que yo, por lo que fuese, no servía para el matrimonio ni tampoco para el amontonamiento. Lo había intentado una y otra vez con mi mejor voluntad, y siempre me había estrellado. Pero no era eso lo peor, lo que verdaderamente me turbaba y me descolocaba. Lo malo-lo dañino para mí, para las mujeres de mi vida y, de rebote, para quienes me rodeaban-era la triste y clamorosa evidencia de que todos, absolutamente todos los disgustos y trances amargos de mi existencia, sin una sola excepción digna de mencionarse, tenían algo, poco o mucho que ver con mis líos de faldas, ya fuesen éstos conyugales, sentimentales o meramente sexuales.

Disgustos o trances amargos para mí y para los míos. Y también, por supuesto, para las baqueteadas protagonistas de mi delirante vida amorosa.

En fin…

Un pajarraco negro se me cruzó de pronto -siempre era el mismo-y, cambiando bruscamente de tema y de tono, dije: -Por cierto, Kandahar…

– ¿Sí?

Estaba adormilándose.

– ¿Cuándo te hiciste la última mamografía?-pregunté.

– No seas neurótico, papá-dijo-. Estuve con la ginecóloga un par de días antes de que empezaran las vacaciones de navidad. ¿No te acuerdas?

– No, no me acuerdo. ¿Todo bien?

– Todo bien.

Su madre había muerto a causa de la metástasis de un cáncer de mama. Y yo sé que los cánceres, por mucho que los médicos se empeñen en llevarme la contra, son tan hereditarios como los pecados capitales.

Miré el reloj y luego alcé los ojos hacia la ventana. Ninguna luz se filtraba aún por las rendijas de sus postigos.

– Ahora sí que está a punto de amanecer -dije-y creo que ha llegado el momento de apartar de mi cabeza, y de la tuya, los jodidos problemas de los hombres y de las mujeres para volver a centrarme en Jesús. ¿De acuerdo?

– Lo que tú quieras, papá. Me estoy quedando frita.

Guardé silencio mientras chupeteaba la punta del bolígrafo. Después, con un ligero toque de dramatismo, dije: -Quizá emprenda pronto un viaje.

– ¿A las antípodas?-preguntó, con soñarrera, Kandahar.

– ¿Cómo voy a saberlo? Siempre he definido el viaje como la distancia más larga entre dos puntos. Te echas al camino y la meta se va alejando. Es como una zanahoria colgada delante del hocico de un burro.

– Terminarás donde siempre.

Nos reímos.

– ¿En Benarés? Quizá.-O en Bali.

– Lo dudo. Este viaje, si me decido a emprenderlo, debería ser una especie de peregrinación.

– Como todos los tuyos. Y ahora en serio: ¿dónde quieres ir?

– A tirar de un hilo.

– ¿El de Ariadna?

– Justamente. Tengo que llegar al centro del laberinto si quiero salir de él.

– ¿Con minotauro incluido?

– Supongo que sí. Ya va siendo hora de que tome la alternativa en una plaza de lujo.

– ¿Para cortarte luego la coleta?

– Ni hablar. Los viejos toreros nunca mueren.

– ¿Y dónde empieza ese hilo?

– En Jerusalén.

Clareaba. Kandahar se había acurrucado en el otro extremo del diván moruno y dormía, feliz y segura, con el sueño pesado y la respiración acompasada de quien tiene el alma en paz y la conciencia tranquila. Jumble estaba plácidamente echado junto a ella y me miraba con ojos penetrantes, rasgados y puntiagudos de sacerdotisa egipcia. Había arañado la puerta unos minutos antes para que se la abriese, había maullado un poco restregándose contra una de las patas de la mesa y se había ido derechito a la vera de su ama. Estornudé-Jumble se sobresaltó-y oí las campanadas de algún reloj lejano. Era como si hubiésemos vuelto a la infancia de Kandahar.

Ella, el gato en su cuna y yo, al fondo del pasillo de la casa de una pequeña ciudad provinciana, aporreando la máquina de escribir con furia vitigudina y plantándole cara al desafío de mi primera novela.

Me concentré, respiré abdominalmente en ocho tiempos, dirigí la atención al grueso volumen que, entreabierto, aún descansaba sobre el atril y me puse a transcribir el resto del pasaje relativo a la noche tormentosa de los evangelios proscritos y repudiados por la Iglesia.

Lo que copié decía así: ¿Cómo es el Cristo verdadero, cómo es el Cristo gnóstico? O bien: ¿cómo es el otro Cristo? Yo no puedo ni debo explicarlo. Ni deseo divulgar su imagen. Ni tampoco mantenerla oculta. No sería éste el lugar adecuado. Además, ese Cristo no se enseña. Sólo algunos, por sí mismos y a su tiempo, llegarán a Él. Que lo entienda quien tenga buenos oidos.

“Este Cristo, despojado de caridad, sólo es nuevo para el cristiano. No para quien leyó la Baghavad Gita, la Tabla Esmeralda, el Bardo Todol o la Regla Celeste. Luz blanca, nirvana, negación, unidad, juego conciliador de los contrarios, dialéctica del yang y el yin que incesantemente se atraen y se repelen, vanidad del tiempo: el mensaje es siempre el mismo. Y ni siquiera su expresión varía. Abro al azar unos textos. Leo en Krishna:…Se alcanza la perfección conquistando la ciencia de la unidad, que es superior a la sabiduría. Cuando descubras al ser perfecto que te habita y está por encima del mundo, toma la irrevocable decisión de abandonar al enemigo que asume la forma del deseo. Domina las pasiones, porque el gozo de los sentidos es la matriz del futuro tormento”. Y en Hermes Trismegisto:“Lo que está abajo es como lo que está arriba y lo que está arriba es como lo que está abajo para hacer los milagros de una sola cosa.

Separarás la tierra del fuego, lo sutil de lo espeso, suavemente, con gran industria. Subirá de la tierra al cielo y de nuevo bajará a la tierra recibiendo la fuerza de las cosas superiores o inferiores". Y en Milarepa, bandido y santo de Buda:

“Patria, casa, campos familiares pertenecen a un mundo sin realidad… Cuando tuve un padre, él no me tenía como hijo. / Cuando tuvo un hijo, ya no tuve padre. / Nuestro encuentro fue ilusión. / Yo, hijo, respetaré la ley de la realidad”.

Levanté la cabeza sin separar el bolígrafo del papel, miré a la bella durmiente que ronroneaba junto a su gato y pensé en la conversación que habíamos mantenido poco antes. Era imposible no asociar lo que yo había dicho, o pensado, a lo que acababa de leer. Luego me incliné sobre los folios y seguí con mi tarea.

Y en Tilopa, maestro zen:

“Ningún pensamiento, ninguna reflexión, ningún análisis, / ninguna preparación, ninguna intención. / Dejad que se defina por si mismo”.

Y en Omar Kheyyam:«Sabemos que la bóveda celeste, bajo la cual vivimos, no es sino una linterna mágica, el Sol es la llama, el Universo la lámpara y nosotros pobres sombras que vienen y van.

Y en Laotsé:«Quien tiene conciencia del Principio Masculino / y se atiene al Principio Femenino / es como un cauce profundo que atrae todo el universo hacia él."Y en el sufi Jalaludin Rumi: “Dos cañas beben en un arroyo. Una está hueca. La otra es una caña de azúcar." Así, de golpe, a lo largo de una de las lecturas más determinantes de mi vida, recuperé la religión de mis mayores, que mis mayores habían perdido. Sesenta páginas escasas obraron el milagro de convertirme -se necesitaba mucho poder y mucha magia para eso-y de enseñarme entre bastidores el tinglado que la Iglesia de Nicea, Trento y Roma había erigido con denarios que no le pertenecían. Caballero agnóstico naufragado en el Ganges, no era yo un profesional del ateismo al empezar la lectura de los evangelios gnósticos, pero seguía siéndolo del anticristianismo. Al terminarlos, en cambio, era lo que se dice un creyente.

Cerré el libro y me recosté sobre los cojines del diván con los folios en la mano para releer cuidadosamente lo trascrito. Algo, mientras lo copiaba, me había llamado con fuerza la atención y no precisamente para bien. Algo chirriaba en aquel texto, algo desentonaba, algo me desagradaba y hería, algo picoteaba mi conciencia.

Lo encontré en seguida: estaba en la primera línea del segundo párrafo… ¿Un Cristo despojado de caridad? ¡Qué horror! ¿Cómo podía haber escrito semejante despapucho? ¿Excesos de juventud? No, no, de ningún modo. Tenía yo treinta y tres años-la edad de Dante cuando bajó al infierno y de Jesús cuando ascendió a los cielos- en el momento de escribir esa necedad. Ni la inexperiencia ni las ganas de epatar ni el atolondramiento propio del mocerío podían servirme de coartada. Excesos, por lo tanto, no de juventud sino de la aridez intelectualoide,-fruto de la educación cartesiana que había recibido y de mis coqueteos con el marxismo-que en aquella época me caracterizaba.

Pero todo eso había cambiado cuando empecé a seguir de verdad el camino del corazón y ahora, a mediados del mes de marzo de mil novecientos noventa y uno, era precisamente el Cristo de la caridad-y no el de los altos estudios teológicos-el que con más aliento e insistencia me llamaba, conquistaba y embrujaba.

El cristianismo, si no era generosa voluntad de servicio al prójimo, no era casi nada. O era algo tan insignificante, rebuscado, lateral, caprichoso y extremista que no merecía la pena detenerse en él.

¡Señor, Señor!, me dije con desánimo mientras me levantaba. ¿Siempre vas a escurrirte entre mis dedos como ese agua del refrán que nunca he de beber?

Estaba harto de mí, de mis luchas, de mis crisis, de mis viajes, de mis pesquisas, de mis titubeos. ¡Quién pudiese volver atrás y nacer de nuevo siendo otro! ¡Quién retuviera o recuperase de por vida la consoladora fe del carbonero!

¡Quién hubiese permanecido al socaire de Cristina y de la pequeña ciudad provinciana sin irse a Benarés para caer allí deslumbrado por el fulgor del Espíritu!

Recogí y guardé bajo siete llaves los bártulos del hachís para que no los encontrase mi secretaria (aunque luego recordé que, por ser fiesta, no vendría), besé suavemente a Kandahar en la mejilla, hice una carantoña al gato-que no se dio por aludido-y salí de puntillas dejando la puerta entornada para que se airease la habitación.

Tenía que dormir. Tenía que dormir un poco -tres o cuatro horas por los menos,-si quería recuperar el mínimo de lucidez y de arrestos necesario para arrostrar la dura batalla interior y exterior que como una locomotora sin frenos se me venía encima.

Porque eso sí: en cualquier caso, y saliese el sol por donde saliese, estaba firmemente decidido a cumplir la promesa que le había hecho a Jaime. Aquel tiburón con hechuras de buitre, y amigo mío, sabría el próximo lunes si Dionisio Ramírez, el escritor madrileño que pasó en absoluta soledad -como Sinuhé, el egipcio- todos los días de su vida, se embarcaba o no en la incierta aventura de escribir y publicar las memorias de Jesús de Galilea.

El martes, festividad de san José, no mejoraron las cosas. Me desperté pasada la una de la tarde con varios litros de engrudo en el cerebro.

En seguida comprobé que la casa estaba vacía. Devi, por lo visto (eso, al menos, aseguraba una nota que encontré sobre la mesa de la cocina) se había ido a comer al campo y a corretear luego por el Parque de Atracciones con la familia de una compañera de colegio que se llamaba Pepa y que celebraba así el día de su santo. Bruno como de costumbre había desaparecido sin dar explicaciones, tragado por el escotillón de su afanosa búsqueda de autonomía y de sus insoportables e inexplicables rarezas. Y de Kandahar, que era el báculo de mi congoja, ni rastro.

La secretaria, efectivamente, no había venido.

La criada pasaba todos los días de fiesta en su pueblo. Mi chica seguía viaje y, al parecer, no tenía un teléfono a mano. El puñetero loro de Cartagena de Indias estaba pachucho, tristón, con la cresta mustia y las plumas lacias, y no decía ni pío. Jumble debía de andar haciendo el golfo por los tejados y las guardillas. Y en cuanto al otro gato, el que aún no tenía nombre porque acababa de incorporarse a la comunidad de los Ramírez, lo más probable era que siguiese escondido debajo de la alacena o de cualquier otro mueble bufando a diestro y siniestro.

No hice prácticamente nada en todo el día. No desayuné, almorcé zumo de frutas y cápsulas de vitaminas, y a la hora de cenar me tomé desganadamente un plato de sobras. El teléfono, en contra de su costumbre, guardó un silencio sepulcral. Ni siquiera me molesté en sacar los bártulos del hachís para prepararme un buen chilón que me consolara y me quitara el polvo de la abulia o me hundiese del todo en ella. Puse a Jesús entre paréntesis, conté una por una y analicé con detenimiento las motas, grietas, desconchones e irregularidades del techo del cuarto de estar y no recurrí ni una sola vez al truco terapéutico de la respiración abdominal en ocho tiempos. Intenté leer sin mucho convencimiento un par de libros de escaso fuste y en ninguno de los dos pasé de la primera página. Al dar las cinco de la tarde en el reloj de péndulo del comedor acepté la idea de que la jornada estaba perdida, me tiré como un trapo sucio delante del televisor y absorbí sin pestañear ni rabiar, durante muchas horas, dosis masivas de veneno, de patrañas, de idioteces, de tetas de silicona, de muslos de futbolistas, de anuncios de detergentes y de consignas subliminales elaboradas, envasadas y lanzadas al éter por los nauseabundos periodistas pesebreros del partido en el poder.

Me acosté a las nueve y dormí-del lobo un pelo-como un bendito: diez horas de un tirón sin pesadillas, sin dar vueltas en la cama y sin abrir la boca. Se conoce que estaba agotado y que, sin saberlo, confiaba en que se cumpliese también para mí el pronóstico y el deseo formulados por Escarlata O'Hara en la última línea de aquel culebrón ecuménico que se llamaba (y se sigue llamando) Lo que el viento se llevó.

Vale decir: mi subconsciente confiaba en que mañana, después de todo, fuese otro día.

Y lo fue, ya lo creo que lo fue.

El miércoles amaneció plomizo, lluvioso abrupto y encabronado. Salté de la cama a las siete, una hora antes de que sonara el despertador, y puse manos a la obra. El ángel y el demonio-puntuales, feroces, intransigentes-me habían dado un ultimátum. La lucha se intensificaba. No podía seguir perdiendo el tiempo a la espera de que el árbitro pitase el final del partido mientras el marcador registraba un empate.

Tenía que tomar una decisión.

Y al menos una cosa, en medio de aquel confuso e infame gatuperio, saltaba a la vista: yo no era capaz de pasar el Rubicón a solas inclinándome por el sí o por el no. Necesitaba ayuda. Alguien -un brujo, un amigo, una madre, una mujer enamorada, un guía espiritual-tenía que darme un empujón para que me cayese al río y el agua me refrescara, me enjuagara y me aclarara las ideas.

Cogí la libreta de los teléfonos y repasé los nombres anotados en sus páginas. Al final, después de darles no pocas vueltas, decidí empezar por Herminio, el mariquita gallego que se me había acercado una mañana en el estanque del Retiro con la intención de tirarme los tejos y que desde ese mismo día-despechado, pero feliz- se había convertido en mi echador de cartas, en mi oráculo de Delfos, en mi sumo sacerdote del tarot.

Tenía veintinueve años, pesaba cincuenta y ocho kilos prorrateados,-tocaban a poco-entre ciento setenta y siete centímetros de estatura y hablaba con la melosa y melodiosa cadencia de las muchachas de Muros (que son, según los expertos en antropología cultural, las más guapas y embaucadoras de toda Galicia).

Era lo que se dice un virtuoso de la lectura del destino, un príncipe de los naipes, un artista de las ciencias ocultas y del psicoanálisis sagrado.

Y, además, vivía-eso fue, en el fondo, lo que me decidió a empezar por él mi romería de petición de árnica-a un tiro de piedra de mi casa.

Se acostaba siempre muy tarde, empantanada hasta las tantas en los cazaderos y atolladeros del amor oscuro, y se levantaba, lógicamente cuando los niños salían del colegio. Vivía, como casi todos los homosexuales, solo y, sin duda solo también moriría. Pero no le importaba. Había apostado por sí mismo, sin trampa ni cartón, y eso le obligaba a sobrevivir-o a gastar la vida-dando la espalda a la sociedad. Sabía, como lo saben todos los maestros cantores del ocultismo que la Luz únicamente desciende sobre las personas que se atreven a escarbar sin miedo en sus propias tripas, que así aprenden a conocerse y a aceptarse, y que a partir de esa aceptación y de ese autoconocimiento obran en consecuencia sin detenerse nunca para mirar atrás.

Hice tiempo -febril, nervioso, demudado- hasta que oí dar las cuatro y media en el reloj de péndulo y sólo entonces, con pulso tembloroso, me arriesgué a telefonearle. No quería turbar su sueño ni interrumpir su descanso. Por nada del mundo-ni incendio, ni terremoto, ni impacto de meteorito, ni hecatombe nuclear-me hubiese atrevido a ello. Y no, como cabe imaginar por respeto, por buena crianza o por miedo a su reacción, sino por puro egoísmo: sabía por experiencia que el quinqué del tarot no ardía en su corazón ni se encendía en su mente cuando estaba cansado. Para que el sésamo, ábrete, golpease la roca y ésta se abriese, Herminio-flor de acequia, rosa de pitiminí, mariconazo de tente mientras cobro-tenía que encontrarse en plena forma.

Yo, de hecho, le llamaba, entre bromas y veras princesita del almendro y él, al escuchar ese apodo, se sonrojaba, se estremecía de gusto y temblaba como una hoja de hierba de Walt Whitman.

Marqué su número, oí su voz, contuve el impulso de creer-siempre me sucedía-que estaba hablando con una chica y dije: -Soy Dionisio. ¿Te despierto?

– No, corazón, no me despiertas-contestó-.Entre otras razones, cariño, porque para ti siempre estoy despierto. Puedes entrar en mi habitación cuando se te antoje y, naturalmente, sin avisar. Me encantan las sorpresas. ¿Por qué no quieres que te deje una llave de mi casa? Eres malo avieso, machista y desdeñoso conmigo. Ya me vendrás a buscar cuando te castigue Dios. Recuerda que la vida es larga y que yo sólo voy a cumplir treinta, no como tú, que eres un vejestorio.

Bromas de mariquita solterón -pese a su edad-que yo, cuando estaba de buenas y con tiempo por delante, le seguía. Pero esta vez, ay ni tenía tiempo para vacilar ni estaba de buenas.

Le corté, le pedí perdón por el tono de mi voz y por mi prepotencia-justificadísima, dije, por las circunstancias-y le pregunté si podía recibirme y leerme las cartas esa misma tarde.

Podía, claro que podía. ¡Faltaría más! Verme -comentó- era un placer tan intenso como el que le producían los orgasmos, aunque por desgracia mucho menos frecuente.

No esperé a que se arrepintiera. Me puse un chubasquero y salí a la calle. No había un alma.

Entré en el cafetín de la esquina, que estaba a rebosar, y pedí un carajillo doble. La crisis evangélica-llamémosla así-me empujaba hacia el alcohol. Estaba violando todos los mandamientos de la nueva era, que yo mismo,-en fraterna colaboración y comunión de ideas con un grupo de adelantados del Espíritu y de insurrectos frente al Sistema-me había esforzado por trasladar con relativo y sorprendente éxito, desde las playas y comunas de la risueña California hasta los áridos pegujales de mi país. ¡Si mis correligionarios y acólitos me viesen!

Pero no había riesgo, no frecuentaban esos ambientes de clase obrera, humo de tagarnina, lingotazo de cazalla servido en copa de coñac, serrín en el suelo, café de cazuela, venablos a discreción y apasionadas discusiones sobre el resultado y el arbitraje del partido de fútbol de la víspera. Santiago, y cierra España.

A las cinco menos siete minutos entraba como un obús por el portal de la casa de Herminio subía de dos en dos los peligrosos escalones de madera desbastada por el paso del tiempo y por las rugosas suelas de los zapatos de los vecinos y de sus adláteres,-aquel barrio de artistas, de putas, de navajeros, de heroinómanos y de señoras haciendo punto en sillas de enea con un chal negro sobre los hombros hundía sus cimientos en uno de los núcleos más antiguos de la ciudad- y golpeaba sonoramente la puerta del cubil del brujo (y picadero coquetón de treinta y ocho metros cuadrados y abigarradamente aprovechados) con la aldaba de hierro renegrido que muchos años atrás, y en recuerdo de una noche al parecer inolvidable, le había regalado un farmacéutico sordo de las montañas de Orense.

– ¿Qué mosca te ha picado? -dijo el mariquita al abrirme.

Y acto seguido me indicó con un gesto de sus manos huesudas la mesa de camilla que utilizaba para desplegar ante la mirada atónita de sus clientes y de sus queridos el fastuoso espectáculo de sombras chinescas protagonizado por las figuras e imágenes del tarot.

Herminio llevaba un batín corto y ceñido de color violeta con la carota del boxeador Cassius Clay estampada en el trasero de la prenda y delicadamente rodeada por un óvalo de cordoncillo en relieve. Los mofletes del negrazo se hinchaban y deshinchaban siguiendo el hilo de los sinuosos y cadenciosos movimientos de las nalgas del zahorí. ¿Dónde habría comprado éste semejante pingo de marujona insatisfecha y sin estudios? Seguro que se lo había puesto para mí. Ya le agradecería después el detalle y le felicitaría por el hallazgo.

Era aquel salto de cama-aquella apoteosis del kitsch-un gozo para la vista, un derechazo al buen gusto, una pieza de museo de los horrores, una obra maestra de la lencería homosexual.

Obedecí la indicación de Herminio y me dirigí hacia la mesa de camilla. Empezaba a atardecer, pero la única habitación existente en aquel cuchitril de loco sublime no necesitaba de la oscuridad exterior para que la penumbra la envolviese.

Sabido es que tanto los homosexuales como los videntes adoran las velas. Y Herminio era lo uno y lo otro-vidente y homosexual-y las dos cosas, por añadidura, de nacimiento. Nada tenía pues, de particular el hecho de que la pieza estuviese invadida (y muy débilmente alumbrada) por diez o doce velas de todos los colores, formas y tamaños.

El resto de la decoración era pacotilla de jipi venido a menos comprada en el Rastro.

Del tocadiscos, que también era una reliquia de museo, brotaba milagrosamente una canción.

Milagrosamente, digo, porque a la luz de mis escasos conocimientos tecnológicos y fonográficos era imposible entender cómo diantre llegaba la canción de marras hasta mis oídos por entre los saltos, eructos, carraspeos, gargarismos y rechinar de dientes de la antigualla.

Pero llegaba, vaya si llegaba, y probablemente no sólo hasta mí y hasta su propietario, sino también hasta las sufridas orejas de los restantes inquilinos del inmueble, convencidos todos-desde muchos años antes-de la inutilidad de avisar a la policía para pedirle que metiera en cintura, insensata pretensión, a aquel gallego aquijotado y metafísico que parecía una meiga con faralaes.

La canción era de los Beatles y se llamaba Abbey Road. Supuse que la Princesita del Almendro también la había escogido pensando en mí como el deshabillé con la efigie de Cassius Clay y en mi irreprimible nostalgia de los años sesenta. Muchas veces, en efecto, había escuchado yo ese himno oficioso de la Década Prodigiosa psicodélicamente arrellanado en los divanes morunos del salón de música del piso de la pequeña ciudad provinciana. Los homosexuales, por lo que a lo largo de mi vida de maratoneta nocturno he podido comprobar, tienen memoria de elefante diplomado en la Sorbona y cuidan hasta extremos realmente inverosímiles las nimiedades cotidianas de las que muy a menudo depende la felicidad o la infelicidad de los seres humanos.

Ya lo dije antes: no había tiempo que perder. Y no lo perdí. Esquivé como pude las zalemas y los requiebros de mi anfitrión y entré brutalmente por uvas.

– Herminio-le solté a bocajarro-, necesito que me ayudes, pero sin formular preguntas. Sé que eres un cotilla de tomo y lomo, como todos los de tu especie, y que al pedirte lo que te pido en las condiciones en que te lo pido te estoy asestando una cuchillada trapera. Entiéndelo, Princesita del Almendro, y perdóname. Te prometo que tú serás una de las primeras personas en enterarte de la tostada cuando mis labios dejen de estar sellados por la neurastenia.

Se rió, asintió y dijo:-Lo que tú mandes, Robert Redford, pero conste en acta que los cartomantes y los maricones somos como los curas: todo lo que decimos y lo que oímos, lo oímos, y lo decimos, bajo riguroso secreto de confesión.

– Sí-comenté-, especialmente los maricones.

– Por la cuenta que nos trae-dijo Herminio con acidez.

Se levantó, fue a buscar la baraja del tarot-utilizaba siempre el llamado del Universo-y yo le esperé en la camilla con el alma en vilo. Tenía una fe casi ciega en él, en sus análisis y en sus predicciones, que no eran-las últimas-tales, sino sosegado y dulcísimo descorrer de cortinas y velos de Isis (ahora sí, Kandahar) para que el beneficiario de esa operación de luz, con la pupila del tercer ojo dilatada al máximo, pudiera asomarse sin pestañear a sus abismos interiores.

Pero mi fe, por muy cegata que fuese, no se debía a la amistad ni a la credulidad ni al voluntarismo, sino a la experiencia. En lo tocante a mí Herminio jamás había marrado un golpe. Y en cuanto a los demás, por lo que se me alcanzaba tampoco.

Le expliqué que tenía entre manos un viaje inminente de vital importancia para mí y, en consecuencia, para los míos y que -por una serie de circunstancias, contrariedades, contradicciones y pejigueras que no venían al caso- me sentía incapaz de decidir si debía emprender o no ese viaje, simultáneamente celestial y diabólico, al fondo de lo desconocido. Y ese era el problema -añadí-que con tanta premura y nerviosismo casi histerismo, me había llevado hasta él en aquella tarde lúgubre, lluviosa y cargada de esplín del último día del invierno.

Fue extremadamente lacónico. Dijo que muy bien, que se daba por enterado y que iba a buscar y encontrar el sentido de mi dilema echándome siete cartas, porque siete-aclaró-era el número sagrado de la Cábala (y yo, al oírlo, me estremecí, pues al fin y al cabo estaba preguntándole si era o no conveniente para mí visitar el epicentro, capital y tabernáculo del orbe judío), y por último me explicó que luego, tras la lectura e interpretación de esos siete naipes, pondría sobre la mesa -fuera de concurso, por así decir- el octavo y, al parecer, resolutorio.

Colocó la baraja frente a mí y me pidió que la cortase en siete montones contiguos y sucesivos. Recogió luego éstos en orden inverso, los apiló cuidadosamente y empezó a tirar las cartas. La primera en salir fue la del Ahorcado.

Volví a estremecerme. Herminio captó al vuelo lo que estaba pensando y dijo: -Tranqui, Robert Redford. Ya te he explicado mil veces que no hay naipes buenos ni malos o, lo que es lo mismo, que todos los naipes pueden ser buenos y malos. Depende de cómo salen de cuándo salen y de dónde salen.

Subrayó el dónde con la voz y, sonriendo añadió: -La posición es muy importante, Dionisio. Tenlo siempre en cuenta. El tarot es como la vida: un proceso en marcha que nunca se detiene ni se repite. Es el río de Heráclito, el agua del Tao la danza de Shiva. Ningún naipe, por sí mismo hace granero, pero todos ayudan al compañero.

Miré con atención la imagen de aquel hombre colgado por los pies y sumergido en un universo de agua intensamente azul y surcada por una profusa y vistosa tropilla de peces de colores.

– El Ahorcado-siguió Herminio-representa en líneas generales la inversión de valores, pero también alude a los sacrificios y sacramentos que conducen o pueden conducir a la iluminación. Y conociéndote, Dionisio, estoy casi seguro de que tu dichoso viaje tiene mucho que ver con esas vainas. ¿Me equivoco?

– No-contesté secamente.

Me sentía con el trasero al aire. Herminio no se limitaba a interpretar los dibujos de los naipes. También leía en mí.

– De momento-dijo-vamos a explicar esta carta así: es el anuncio o, quizá, el certificado de tu bautismo. Enhorabuena, Dionisio. ¿Qué nombre vas a imponerte?

Reconocí su estilo. Tenía la saludable costumbre de intercalar, entre col y col, la lechuga de una broma. Con ella quitaba hierro, bambolla y mordiente a la sobrecogedora severidad del tarot.

El segundo naipe fue el de la Rueda de la Fortuna. El nombre lo decía todo. Vi en su superficie un rostro extrañísimo que giraba excéntricamente alrededor de una especie de globo.

– El mapamundi-apostilló Herminio levantando la mirada hacia mí- es tuyo. Cómetelo cuanto antes.

En tercer lugar salió la Fuerza: un león de boscosa crin acariciado por una mano de mujer.

El vidente, más princesita y maricona que nunca, me contempló de arriba abajo con regodeo, retintín y gachonería, y dijo canturreando: -¿Qué será será?

Se calló, encendió con indolente e insolente pachorra un cigarrillo, dio una calada, volvió a mirarme con sorna y añadió: -No te pases de listo, chato, que no es lo que te imaginas. Esa mano de sedosa piel y de elegantes dedos de pianista no pertenece a ninguna de tus mujeres actuales, pasadas o futuras.

Me eché a reír.

– ¿Cómo lo sabes? -pregunté.

– Porque es mía, corazón, y no de tus pelanduscas.

– ¿La mano?

– Sí, la mano que acaricia en el naipe tu ruda pelambrera de rey de la selva. De modo que aplícate el cuento, abalánzate sobre mí y hazme muy pero que muy dichosa. ¡Brrr!

Y fingió que un escalofrío de placer le sacudía todo el cuerpo.

– Cuando vuelva de mi viaje-sugerí-. ¿De acuerdo?

Hizo un mohín, frunció los morritos, dejó caer graciosamente la cabeza sobre su hombro izquierdo y dijo:-Si no puede ser antes…

Pero inmediatamente recuperó la seriedad y la compostura para añadir: -Ojo con esta carta, Dionisio. Genéricamente significa que el ser humano sólo adquiere y desarrolla la fuerza…

Pensé, infantilmente, en el Jedi y en las películas de Spielberg sobre la guerra de las galaxias. Todos los adultos llevan un niño dentro.

– … cuando se canalizan hacia él, y en él se juntan y se funden, los dos grandes principios y polos complementarios, que no opuestos, de la vida: el masculino y el femenino, el yin y el yang, lo húmedo y lo seco, lo cóncavo y lo convexo, lo umbrío y lo soleado. Pero en tu caso machote, también podría significar otra cosa muy distinta.

Se calló y me miró expectante. Quería comprobar el efecto que me había causado su misteriosa insinuación.

Yo no parpadeé, no me inmuté, no moví un músculo. Le conocía como si lo hubiera parido en una de mis encarnaciones anteriores (la de san Pedro, quizá). No iba a darle el gustazo de caer como un besugo en el ingenuo garlito que me tendía.

Se resignó y dijo: -¿No quieres saber a lo que me refiero?

– Si tú lo consideras necesario…

Dejé, adrede, la frase en el aire y escruté el rostro de mi interlocutor con mirada inexpresiva.

– Cuando te pones odioso -dijo con visible despecho-, te pones odioso. Doy gracias a Dios de que no seas mi marido ni mi chulo. ¡Anda que lo que tienen que aguantar tus pobres mujeres! Unas verdaderas santas: eso es lo que son.

Y tú, Dionisio, un miserable Landrú del barrio de Malasaña. Seguro que has matado a más de una.

Seguí de guardia en mi garita: impertérrito mirando al frente e impasible el ademán. Herminio fingió que se secaba furtivamente una lágrima y dijo: -¡Pues te vas a enterar, cielito! Ese naipe significa, entre otras cosas, que ya no puedes seguir postergando durante más tiempo el estallido de tu feminidad. Hoy por hoy, tal como eres estás incompleto. ¡Deja de ser un germen de hombre partido por la mitad! ¡Acepta y desarrolla de una puta vez tu lado yin! No es una deshonra.

Todos los varones lo tienen. No vayas por el mundo como si fueras un pirata berberisco con barba de tres días y un garfio albaceteño en el muñón. Aprende a coser, a guisar, a planchar y si se tercia, a poner el culo en pompa. Nunca es tarde, Dionisio. Has usado y abusado de las mujeres. Lo que éstas podían darte y quitarte, cabronazo, ya te lo han dado y te lo han quitado. Y con creces. A partir de ahora no sacarás de ellas ni una migaja. Y a lo largo de tu viaje, si es que te decides a emprenderlo, menos. No lo olvides, porque no estoy hablando en broma ni puteándote, aunque tú creas lo contrario. Te lo digo por tu bien y por el bien de los tuyos, que tanto te importan. Te lo digo porque te aprecio no porque esté enamorado de ti. Aprende y empieza a ser hembra sin dejar de ser macho, Dionisio. Entonces, y sólo entonces, encontrarás lo que buscas, y también, quizá, lo que no buscas porque entonces, y sólo entonces, la Fuerza estará contigo.

Recordé el último tramo de mi conversación nocturna con Kandahar y dije: -¿No podría significar ese naipe, simplemente, que para salir del laberinto en el que me encuentro necesito, como Teseo, la mano y el hilo de Ariadna?

Me miró con indignación, casi con desprecio-pensaba, seguramente, que yo no tenía arreglo ni quería redimirme y que sólo trataba de curarme en salud para encontrar una coartada que justificase de antemano mi próximo ligue-y respondió coléricamente: -¡No me hinches más las pelotas! Ve donde tienes que ir y averígualo. Yo no puedo ni debo decirte más.

Y tiró con rabia otro naipe sobre el tapete de hule de la camilla.

– ¡Chúpate ésa! -exclamó.

Era la Muerte.

Tanta desolación debió de reflejar mi cara que el brujo, apiadándose de mí, puso afectuosamente su mano huesuda-como si fuese la de Ariadna-sobre la mía y dijo: -Tranqui, Robert Redford, tranqui, que tampoco esto es lo que parece. ¿Ves ese escarabajo ahí, huroneando bajo tierra, y ese trébol enorme que surge de la superficie de ésta?

Miré con detenimiento la carta y vi el animal y el vegetal a los que aludía Herminio. Saltaba a la vista que el uno no podía existir sin el otro.

Resoplé. Me sentía como si hubiese tomado una ración triple de ácido lisérgico con unas gotas de mezcalina y un pellizco de estramonio.

El brujo apartó su mano de la mía y comentó: -La Muerte, hermosura, es el símbolo de la transformación. Tú sabes mejor que yo, Dionisio que nada puede morir.

Sí, lo sabía. Dice al respecto una de las frases centrales y capitales de la Baghavad Gita: no hay existencia posible para lo que no existe ni puede dejar de existir lo que existe [11].

Krishna y Jesús de Galilea -el hombre que no pudo resucitar, pensé, porque tampoco había muerto- hablaban con las cuerdas vocales de Herminio. Una vez más, invocado o no, Dios se manifestaba.

El quinto naipe, como en buena lógica ocultista era de esperar, volvía machaconamente sobre lo mismo-todas las cuentas cuadraban-pero dando un paso más. ¿Qué viene después de la muerte?

– El Juicio, ¿no?

Pues así se llamaba la carta.

Clavé los ojos en ella e inmediatamente me hipnotizó. Vi en la ilustración que campeaba en su superficie una tumba de la que salía una flor amarilla y vieja, casi disecada, como si llevase mucho tiempo entre las páginas de un libro.

Todo encajaba: el escarabajo era a la tumba lo que el trébol a esa flor.

Y, de repente, comprendí, até cabos, hilvané puntos dispersos, rellené soluciones de continuidad, trencé difíciles lazos de parentesco entre las témporas y el culo.

¿Una flor amarilla y vieja.?, me dije. No puede ser. Esas cosas sólo pasan en las películas.

Era una larga historia… Una historia cuyo primer capítulo se remontaba al mes de diciembre de mil novecientos sesenta y dos. Y estábamos a veinte de marzo de mil novecientos noventa y dos.

Herminio, ajeno por una vez a lo que se cocía en mis mondongos, miraba atentamente el naipe y lo comentaba con ínfulas de profesionalidad. Sus palabras, lejanísimas, llegaban a duras penas hasta mí.

– Va a estallar una nueva vida -estaba diciendo-como resultado de una importante experiencia.

No quise (ni necesitaba) oír más. Levanté conminatoriamente la mano para detener el flujo de su verbo inagotable y le dije: -Espera.

Me miró, sorprendido, y preguntó: -¿Sucede algo, primo? ¿Vas a desmayarte? Tienes la jeta tan pálida como el culo de los maricones de mi tierra.

– No, Herminio -contesté-. Lo único que me pasa es que, de repente, cuando menos lo esperaba, he visto un rayo de luz.

– ¿Una señal? -insinuó el brujo.

– Pues sí, supongo que sí-dije-. Una especie de señal. Enseguida vas a entenderlo.

– ¿Tiene algo que ver con el Juicio?

– Tiene mucho que ver con la flor amarilla y vieja -recalqué los dos adjetivos- que lo ilustra. Ya sabes que la casualidad es siempre causalidad.

– Cuéntame tu historia.

– No es necesario contártela, Herminio, porque está escrita. Leyéndola terminamos antes.

– ¿Escrita por ti?

– Escrita por mí. ¿Tienes a mano mi primera novela?

– Tengo a mano, y cerca de la cama, todos tus libros. Me masturbo con ellos, corazón. A falta de pan…

– Pues tráela.

Treinta segundos después estaba sobre la mesa. La abrí febrilmente, la hojeé hasta encontrar lo que buscaba y se la pasé a Herminio.

– Léelo tú en voz alta -le pedí-. Son sólo seis páginas. Y no olvides que todo lo que se dice en ellas es rigurosamente cierto.

– ¿Dónde quieres que empiece?

– Ahí.

Señalé una línea con el dedo, cerré los ojos y me fui en volandas de la memoria, del mal de ausencias y del recuerdo de Cristina al mes de noviembre de mil novecientos sesenta y nueve y al templo tántrico de Konarak, cuya impresionante mole negruzca se alza frente al mar en una ventosa y remota playa del Golfo de Bengala.

Herminio se caló sus gafitas de montura de oro compradas por cuatro perras a un perista del barrio y leyó lo que sigue:»Así, quijotescamente, a la del alba y después de salir de la venta del Tourist Bungalow, llegó por fin Dionisio a la explanada del templo, lo rodeó, lo adoró, lo miró y remiró con hambruna mística -casi con codicia- por enésima vez y se sentó luego a descansar, y a recibir el prana o soplo de energía cósmica de los primeros rayos del sol, en el mullido y arenoso asiento del copete de una duna.

»Y fue entonces, en la frontera de la luz del día y en el preciso instante en que los gatos dejaban de ser pardos y las cosas recuperaban la nitidez de sus perfiles, cuando salió del bosque y se encaminó hacia el viajero un individuo de porte estrafalario y pintoresca fachada.

»Dionisio lo clasificó inmediatamente en la categoría de los faquires y lo contempló con abierta curiosidad mientras se le acercaba.

»Iba vestido de blanco con una especie de estola de color azafranado. Su barba era canosa, hirsutas sus greñas agitadas por el viento febriles sus ojos, cetrina su piel, silvestres sus cejas, saledizos sus pómulos, escuálidas sus carnes, huesudas y callosas sus articulaciones descoyuntados sus movimientos y firme, aunque indolente, su manera de caminar. Llevaba, como todos los santones de la India, los pies descalzos.

»Pasó y chilló una gaviota. El aire se tensó como la cuerda de un arco. Los cuervos graznaban. Zumbó un abejorro.

»Algo, inminente, iba a suceder. Dionisio lo supo en el acto.

»El desconocido llegó hasta él y, yéndose derecho al grano, sin darle ni tan siquiera los buenos días, preguntó: -¿Tienes tabaco?

»El viajero hurgó en su bola de correcaminos encontró y sacó una cajetilla arrugada y aplastada, y con gesto esquivo-como si quisiera zanjar el asunto lo antes posible-se la tendió al faquir.

– Puedes quedártela-dijo.

– No. Yo no fumo -fue la respuesta-. Lo preguntaba pensando en ti.

– ¿En mí?

– ¿Tanto te extraña?

»Dionisio se encogió de hombros. El santón en tono que no admitía réplica, añadió:-Enciende un cigarrillo. El viajero obedeció.

– Ahora da tres o cuatro caladas.

El viajero las dio.

– Abre la palma de la mano izquierda.

»¿De la mano izquierda? ¿Precisamente de la mano izquierda, pensó Dionisio, y eso en las mismísimas fauces tántricas del templo de Konarak?. [12] Y la abrió.

– Echa la ceniza del cigarrillo en esa mano.

La echó.

– Ciérrala.

La cerró.

– Abre otra vez la mano.

»Dionisio, tenso y mudo, acató la orden. Un instante después, como del rayo, los ojos casi se le salieron de las órbitas al comprobar que en la palma de la mano no quedaba huella alguna de ceniza. Esta, o lo que bajo su superficie y en su vientre se escondiera, había sido reemplazada por una flor amarilla.

»Vibró de nuevo el aire y, de repente, se aflojaron sus cuerdas. La gaviota regresó en silencio y voló, como un brochazo de plata, hacia la línea del horizonte. Los cuervos callaron. El abejorro había desaparecido.

»Y el faquir, que en ningún momento había tocado a Dionisio ni le había pedido nada, también. Su silueta metafísica y cimbreante era ya un caprichoso garabato junto a la orilla del mar.

»El viajero lo siguió con la mirada y luego dirigió ésta hacia la flor. Existía. No era un espejismo ni un sucedáneo ni una impostura. La olió, la tocó, verificó su identidad, la guardó con esmero entre las páginas del ejemplar del I Ching [13] que siempre llevaba a cuestas, buscó algo en sus tripas, lo encontró, lo sacó -era una hoja de papel impreso cuidadosamente doblada-, la desplegó, la leyó, se acordó del marinero del romance del conde Arnaldo-sólo digo mi canción / a quien conmigo va-y sonrió con el pensamiento y el sentimiento puestos en un lugar lejano.

»Luego se levantó, cerró los ojos, respiró abdominalmente en ocho tiempos, se inundó de prana, hizo todo lo posible para dejar la inteligencia en blanco y para suspender la actividad de los sentidos, meditó un instante, volvió a sonreír y emprendió el camino de regreso a la veranda del Tourist Bungalow, al calor humano de sus dos amigos, al fuego del hogar del Indómito Volkswagen, a la carretera de Delhi, al Templo de Oro de los sikhs en Amritsar, a la frontera paquistaní, a Erzurum, a Estambul, a Europa y en definitiva, a casa)).

Herminio se calló con un gesto de perplejidad consultó con la mirada a Dionisio y dijo:-Aquí hay un espacio en blanco. ¿Sigo leyendo?

– Sigue leyendo. El cuento no ha terminado.

Volvió a ajustarse las gafas, acercó una de las velas al libro, se aclaró la garganta y reanudó su tarea:

«Unos años antes, en el mes de diciembre de mil novecientos sesenta y dos, Dionisio se había tropezado por casualidad -en el curso de una noche pasada a bordo de un transatlántico que venía de Buenos Aires, hacía escala en Barcelona y rendía viaje en Génova-con un texto que había llamado poderosamente su atención de cachorro de artista distraído por las voluptuosas tentaciones del diabólico (que no divino) tesoro de la juventud y paralizado en su titubeante actividad literaria por el hastío, la claustrofobia y el desconcierto propios del callejón sin salida en el que por culpa del absurdo y demagógico debate abierto sobre la necesidad del compromiso político se habían encerrado muchos escritores occidentales-casi todos-a raíz de la terminación de la segunda guerra mundial.

El texto, que era muy breve (tanto que ni siquiera llegaba a ocupar una página), había sido escrito por un autor que ni Dionisio ni prácticamente nadie-excepto sus compatriotas-conocían por aquel entonces.

Se llamaba Jorge Luis Borges.

»Dionisio -asustado, emocionado y deslumbrado por lo que acababa de leer-consiguió que le fotocopiasen aquella página áurea en la oficina del capitán del barco, la dobló meticulosamente, la escondió en un bolsillo secreto de la cartera de piel de cocodrilo que había heredado de su padre y a partir de aquel momento procuró llevarla siempre consigo.)) «Y ésa era, naturalmente, la desgastada hoja de papel impreso que Dionisio había sacado de entre las páginas del ejemplar del I Ching y había releído por enésima vez frente a la Gran Basílica del Tantrismo después de su extraño encuentro con el Faquir de Konarako) El texto en cuestión decía así…

UNA ROSA AMARILLA Ni aquella tarde ni la otra murió el ilustre Giambattista Marino, que las bocas unánimes de la Fama (para usar una imagen que le fue cara) proclamaron el nuevo Homero y el nuevo Dante pero el hecho inmóvil y silencioso que entonces ocurrió fue en verdad el último de su vida. Colmado de años y de gloria, el hombre se moría en un vasto lecho español de columnas labradas.

Nada cuesta imaginar a unos pasos un sereno balcón que mira al poniente y, más abajo, mármoles y laureles y un jardín que duplica sus graderías en un agua rectangular. Una mujer ha puesto en una copa una rosa amarilla; el hombre murmura los versos inevitables que a él mismo para hablar con sinceridad, ya lo hastían un poco: Púrpura del jardín, pompa del prado gema de primavera, ojo de abril…» Entonces ocurrió la revelación. Marino vio la rosa como Adán pudo verla en el paraíso y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus palabras, y que podemos mencionar o aludir, pero no expresar, y que los altos y soberbios volúmenes que formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo.

Esta iluminación alcanzó Marino en la víspera de su muerte, y Homero y Dante la alcanzaron también.

JORGE LUIS BORGES Antología personal Herminio volvió a interrumpirse.

– ¿Paro aquí? -preguntó.

– No, no… Sigue. Ya te falta poco.

El mundo exterior rugía: lluvia, truenos, relámpagos y un ventarrón descuernacabras. Era como si el invierno patalease y se despepitase en son de protesta por la inminente llegada y consagración de la primavera.

Herminio volvió a inclinarse sobre el libro y leyó: «¿Era (o podía llegar a ser) la flor amarilla del Faquir de Konarak-agreste, franciscana, mínima y dulce-la misma rosa eterna, absoluta e infinita- "púrpura del jardín, pompa del prado"-que una mujer sin nombre colocó junto al vasto lecho español de columnas salomónicas en el que agonizaba el poeta Giambattista Marino?»Quizá sí, quizá no… Pero de esa forma interpretó Dionisio el episodio y su posible mensaje: los miles de dioses mayores y menores representados en las paredes de piedra oscura del templo de Konarak acababan de entregarle el símbolo, la prenda, el nihil obstat y la garantía de origen de la vocación y del talento (en el sentido evangélico de la palabra) que otro Dios -el de su país, el de su entorno espiritual, el de su propia conciencia y el del inconsciente colectivo de su pueblo-le había entregado en el instante de nacer con la expresa (que no sólo implícita) intención de que el depositario de esos dones se comprometiera a hacerlos fructificar antes de que la muerte lo alcanzase.

«De que se comprometiera y-sobra decirlo- de que cumpliese su palabra».

No había, pues, dilación posible. ¿Aguarda sin partir y siempre espera, porque la vida es larga y el arte es un juguete, o-mejor-lo contrario? Todo, de hecho, tendía a confabularse alrededor de Dionisio, escritor en agraz con la quilla permanentemente en dique seco, como si los seres superiores quisieran convencerle de que esa etapa-la de la paciencia hipócrita, la del nihilismo fácil, la de la petulancia y el desdén, la del desorden moral y existencial, la de la carne que tienta con sus frescos racimos, la del mañana empezaré- había terminado. El polen de la flor amarilla del Faquir de Konarak, arrastrado y transportado por el viento de la pasión creadora tenía que caer al fin en tierra fértil y en el surco y en la estación del año adecuada para que la semilla germinase en forma de novela.

«Y así supo el viajero-inescrutables son los caminos del Señor-que la hora del recreo en el patio de la escuela de la vida tocaba a su fin y que de un momento a otro, con la grave y dura responsabilidad de la madurez tapándole las vergüenzas como una hoja de parra, tendría que abandonar la cuna vestidita de azul del dolce far niente para ponerse de largo, incorporarse a la fila y entrar en clase». O diciéndolo en cristiano, como lo hubieran dicho sus mayores: supo que había sonado la hora de plantar un árbol, de escribir un libro, de tener un hijo, de delimitar un territorio, de levantar un campamento, de amueblar una casa, de fundar una familia, de madrugar, de ganar el pan con el sudor de la frente, de amar al prójimo, de cuidar de los suyos, de pagar la deuda de los errores cometidos y de volver a vivir con Cristina)) [14].

Levanté la mano perpendicularmente con la palma vuelta hacia Herminio y dije:-¡Alto! Con eso basta.

La Princesita del Almendro puso cara de susto, cerró instantáneamente el libro, jadeó, sacó una lengua de a palmo, se secó el sudor de la frente, me miró con ojos huevones de perro martirizado por su dueño y permaneció a la expectativa en actitud de foca que espera recibir el premio de una sardina o de un terrón de azúcar con los bigotes erectos y las aletas plegadas.

Herminio, además de vidente, era un payaso.

– ¿Entiendes ahora -pregunté- por qué el naipe del Juicio me ha hecho perder la estabilidad emocional?

– Sólo hasta cierto punto.

– ¿Hasta cierto punto? -coreé indignado entre interrogantes y en bastardilla-. ¡Pero si está más claro que el agua destilada!

– Para ti-dijo-, quizá. Para el prójimo, no tanto. ¿De verdad crees que la flor amarilla del naipe, la del faquir y la de Borges son la misma flor?

– A pie juntillas.

– ¿En qué te basas?

– En todo lo que acabas de leer. Ya te he dicho que es rigurosamente cierto.

– Y condenadamente subjetivo.

– Mentira. La flor existe -puedo enseñartela- y sigue en el mismo sitio donde la puse aquel día.

– ¿Entre las páginas del I Ching?

– Tú lo has dicho.

– No me basta.

– ¿Por qué?

– Porque ésa es la flor del faquir, Dionisio, no la pintada en el naipe ni, menos aún, la del texto de Borges, que además era una rosa de rompe y rasga y no una humilde florecilla silvestre.

– Muy bien, Herminio. Me sorprende descubrir que hay en ti, bajo tu costra de echador de cartas y de vidente, un jodido escéptico cartesiano y racionalista, pero a pesar de ello, y para ver si te enmiendas, voy a darte otras pruebas. Dos exactamente.

– Empecemos por la primera. Di todo lo que puedas alegar en tu descargo.

– En diciembre de mil novecientos sesenta y nueve, cuando visité el templo de Konarak, acababa de cumplir treinta y dos años y me encontraba en una difícil situación psicológica y, si el adjetivo no te ofende por su tufo sindicalista, laboral.-¿Laboral?

– Por así decir. Desde mi más tierna infancia quise ser escritor y, fiel a mi carácter y a la sandunguera extraversión que Dios me ha dado nunca me tomé la pudorosa molestia de esconder ese propósito. Al contrario: presumía de ello me jactaba, lo proclamaba a los cuatro vientos se lo restregaba en el morro a mis amigos, a mis enemigos, a los profesores, a los compañeros de clase, a mis correligionarios en el tira y afloja antifranquista, a las chavalas, a la portera, a los miembros de mi familia y a todo bicho viviente.

– Seguro que Si, seguro que esta vez no exageras, Dionisio. No me cuesta ningún trabajo creerte. Siempre has sido un bocazas. ¿Ligabas así?

– Claro que ligaba. Las chicas-tú no las conoces y no puedes saberlo-suelen ser muy sensibles a esas cosas.

– Yo también lo soy, encanto.

– Naturalmente, brujita. Pues sí: ligaba, y me ponía moños…

– ¡Huy! ¡Estarías preciosa!

– … y me daba pote, y me disfrazaba de poeta maldito, y llevaba a todas partes-por extemporánea que mi actitud resultase-un libro bajo el brazo, y tomaba notas viniese o no a cuento en libretas de tapas de hule. O, mejor dicho, fingía que tomaba notas, porque todo aquello era -o empezó a ser a partir de un determinado momento-un paripé mucho más peligroso que gracioso.

– ¿No era cierto que quisieras ser escritor?

– Claro que era cierto, y muy cierto, pero lo malo, Herminio, es que no escribía prácticamente nada, ni una página, ni un párrafo, ni una línea, ni una palabra. Sólo, con sacacorchos y de vez en cuando, algún que otro versito de mierda. Todo se me iba por la boca.

– Y por el pito.

Me eché a reír.

– Tienes razón -convine-. Y por el pito. ¿Cómo rayos podía escribir sesudas y voluminosas obras maestras de la historia de la literatura universal si dedicaba casi todo mi tiempo a seducir mujeres o a separarme de ellas para saltar a los brazos de otras? Una vida infernal, Herminio. Y mientras tanto, de idiotez en idiotez y de entrepierna en entrepierna, los años iban pasando y acumulándose en mi carnet de identidad, los amigos-mal que bien y poco a poco-empezaban a hacer pinitos literarios de cara al público y a cosechar sus primeros y muy relativos éxitos, y yo, en el ínterin, seguía tan puñeteramente varado en dique seco como las barcas de las verbenas. Seco, sí: ésa es la palabra. Te aseguro brujita, que mi situación-de cara al mundo exterior y también, y sobre todo, a solas por la noche frente al espejo- llegó a hacerse insostenible. Las mujeres me lo reprochaban dentro y fuera de la cama, la familia me miraba de través y los amigos se pitorreaban de mí dándose codazos por lo bajinis. Mi vida, Herminio, estaba convirtiéndose en una farsa repugnante.

– No exageres, hermoso. A Henry Miller, salvando todas las distancias que sea preciso salvar, le pasó lo mismo. Y tenía ya más de cuarenta años de holgazanería y sexus cuando un buen día, abandonado por la puta de su mujer pegó un puñetazo en la mesa, rompió la baraja se largó a París desde Nueva York, conoció a Anais Nin y a Lawrence Durrell, sajó la pústula se espatarró y parió el Trópico de Cáncer. Fue la primera en la frente. Y ya no dejó nunca de escribir.

– No menciones la soga en casa del ahorcado, Herminio. Se nota que eres vidente, porque acabas de poner la bala donde pusiste el ojo. ¿Sabes que el ejemplo de Henry Miller me sirvió durante mucho tiempo de estímulo, de consuelo y de escudo protector frente a las insidias de mis semejantes, en general, y de mis futuros colegas en particular, y me ayudó -dentro de lo que cabía, que no era mucho-a nadar, a guardar la ropa y a ir tirando?

– ¿Para qué sirve remover todo eso, Dionisio? Ya no tiene ninguna importancia. La fuerza de los hechos se la ha quitado, porque lo cierto-te guste o no, llorica-es que te convertiste en un escritor caudaloso, que las enciclopedias hablan de ti y que tu próximo libro, si no he echado mal las cuentas, será el decimoquinto en la lista.

Decía tu admirado Hemingway que importa más el fin de algo que su principio.

– Esa frase es de la Biblia -apunté distraídamente-. Hemingway la sacó de allí.

– Olvidaba tus estudios evangélicos. Las enciclopedias no deberían citarte como escritor, sino como Padre de la Iglesia. ¿Cuándo subes a los altares?

– Cuando en Roma se enteren de la paciencia que tengo contigo. Y ahora, por favor, déjame terminar mi cuento. ¿Quieres saber cómo y cuándo me convertí en un escritor de verdad, en un escritor que escribía y que, desde entonces no ha dejado de hacerlo?

– No hace falta que me lo digas, porque se te ve venir. Apuesto doble contra sencillo a que te convertiste en escritor a tu regreso de Konarak. ¿Acierto?

– Aciertas, sabelotodo. Fue como un milagro como si amaneciera, como si el polen de la flor amarilla me hubiese preñado. Llegué a España, descargué-como Henry Miller-un puñetazo en la mesa, desenfundé la máquina de escribir (que tenía polvo de siglos), rompí aguas y puse la primera línea de mi primera novela. Tres meses después estaba vista para sentencia. Y ya todo fue coser y cantar, Herminio, excepto en lo tocante al libro sobre Jesús.

– Por cierto: ¿cómo va eso?

– Olvídate. Y a lo que íbamos-: ¿te convence la prueba que acabo de darte? ¿Empiezas a creer que las tres flores amarillas están indisoluble e hipostáticamente unidas entre sí como según la Iglesia, lo están las tres personas de la Santísima Trinidad?

– ¿Otra vez a vueltas con la teología?

– Anda, sé bueno y reconoce que estás impresionado.

– Estoy impresionado. Dame la segunda prueba.

– Inmediatamente. Y átate bien los machos…

– Imposible.

– … porque es reciente.

– Especifica fecha y lugar. Y abrevia, que ya es noche cerrada y tengo una cita galante.

– El asunto empezó hace cosa de un año y pico en el casón de los jesuitas de Madrid.

– ¿Empezó?

– Sí, empezó, porque todavía no ha terminado.

– ¿Qué hacía un chico como tú en un sitio como ése? ¿Algún trámite de tu proceso de canonización?

– Me habían invitado a dar una conferencia sobre temas de parapsicología y al final saqué a relucir la historia de la flor amarilla. La conté más o menos, tal y como la cuento en el libro.

– ¿Y qué pasó?

– Nada. De momento, nada. Terminé de hablar, capeé el coloquio, saludé al respetable, me despedí de los organizadores y cada mochuelo se fue a su olivo. Pero alrededor de quince días más tarde recibí una llamada telefónica. Una extraña llamada. Era de una desconocida…

– Ya estamos. Cherchez la femme. Como de costumbre.

– … una señora de media edad -aunque eso no lo supe hasta que la vi-que con voz ligeramente lúgubre…

– ¡Lagarta! Seguro que quería impresionarte.

– … me dijo que tenía que darme algo, que se trataba de una cosa muy importante para mí -no para ella, recalcó- y que, si consentía en recibirla, no me arrepentiría.

– Y la recibiste, claro. Supongo que esa misma noche, bien perfumado, a media luz los dos, con una película porno ya preparada en el vídeo y, naturalmente, en paños menores, ¿no? ¡Pendón, que eres un pendón!

– Esta vez sólo aciertas en lo primero, bruja. Nunca me han gustado las mujeres maduras. Yo que tú revisaría y apretaría las tuercas de la clarividencia, porque deben de andar un poco flojas.

– Sí, por culpa del continuo tracatrá al que me entrego con descoco todas las noches. Sigue verdugo.

– Sigo. La misteriosa desconocida vino, pues a verme e inmediatamente observé que traía en la mano un pequeño paquete primorosamente envuelto en papel de regalo. La invité a pasar y a sentarse en el saloncito de las visitas, no quiso beber nada, intercambiamos unas cuantas vaguedades -las de rigor- y enseguida me explicó que era profesora de yoga y adicta a la nueva era…

– La clásica mariconchi insatisfecha y menopaúsica.

– … que había asistido a mi conferencia en la casa madre de los jesuitas y que, un par de días después, había ido a la sede madrileña de los rosacruces para escuchar en ella a otro tipo tan pirado, supongo, como yo.

– No creo que existan.

– Y en la puerta del salón de actos se topó al parecer, con un par de miembros de la secta plantados allí para entregar a todo el que entraba, como saludo de bienvenida, una rosa tan bonita, princesita, tan bonita como tú.

– ¡Zalamero! ¿Me dejas que adivine el desenlace? Está cantado: la desconocida abrió el paquete y sacó de él la flor de Borges que le habían regalado los rosacruces. ¿A que sí?

– Caliente, Herminio, muy caliente, pero espera un poco, que el asunto no es tan simple. La rosa que le dieron era amarilla, como la de la muerte del poeta Marino, pero la desconocida -que ya empezaba a dejar de serlo para mí- no reparó en la coincidencia. Se fue a casa con su regalo a cuestas, colocó la flor en la peana de una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y se olvidó de ella hasta tal punto que ni siquiera se preocupó de ponerla en un jarrón o en un vaso con un poco de agua.

– Acaba de una vez. ¿Te acostaste o no te acostaste con ella?

– Deja de graznar, maricón… La señora, a todo esto, que ya se me olvidaba, tenía en su biblioteca desde hacía mucho tiempo, y entre otros libros míos, mi primera novela, ésa que está ahí -la señalé-, sobre tu camilla, y después de oír mi conferencia en el casón de los jesuitas se decidió a leerla, cosa que hizo, pian piano, durante las dos semanas siguientes. Y así fueron pasando los días y las páginas hasta que llegó al capítulo que acabamos de releer juntos.

Me interrumpí para mojar los labios en el vasito de orujo de las montañas de Orense que Herminio me había servido al llegar a su casa y que estaba muriéndose de risa y de calor junto a la palmatoria de una de las velas, y seguí en el uso de la palabra.

– Lo leyó-dije-y al terminarlo levantó casualmente, o quizá causalmente, la mirada hacia el altarcillo del Sagrado Corazón y descubrió, con el estupor que cabe imaginar, que la rosa seguía tan fresca, tan lozana y tan rozagante como el primer día.

– ¿Púrpura del jardín, pompa del prado?

– Tienes buena memoria. Pues sí, Herminio supongo que sí, más o menos. Y entonces, la señora, intrigada, hizo lo mismo que habrías hecho tú: se levantó, se acercó a la imagen de Jesús cogió la rosa, la olió, la miró y la remiró de arriba abajo, la puso al trasluz, volvió a olerla y se quedó acojonada.

– ¿Por qué?

– Porque de repente empezó a atar todos los cabos sueltos: el faquir de Konarak, el texto de Borges, mi conferencia, la rosa de los rosacruces(que no se marchitaba), el Sagrado Corazón de Jesús -descargué un hachazo fonético con pretensiones fonológicas sobre la palabra corazón- y una novela, la mía, escrita por un hombre que no ocultaba su pasión y su obsesión por el Galileo, en la que se cuenta de pe a pa la historia de la flor amarilla.

– Una novela, además -terció Herminio-que se titula El camino del corazón.

Y fue él, esta vez, quien subrayó la última palabra.

– Exactamente. Pasmoso, ¿no?

– Toda una cadena de casualidades.

– De casualidades, no. De causalidades. Y fue entonces cuando la desconocida decidió entregarme el cuerpo del delito y me llamó por teléfono.

– ¿Fin de la película?

– No, no, ni mucho menos. La película, como te anticipé al principio, sigue dale que te pego y no lleva trazas de terminar.

– ¿Qué quieres decir?

– Que la rosa está en mi mesa de trabajo junto a la cruz cátara que compré en Montségur guardada en la misma urna de cristal de roca en la que me la trajo la desconocida. Y ahora, Herminio, viene lo gordo. Agárrate. Me creas o no la rosa sigue tal cual, fragante, reventona, perfecta, maravillosa, en sazón, llena de salud y con cutis de porcelana.

– ¿No se ha marchitado?

– No se ha marchitado, brujita. Y lleva bastante más de un año allí y así.

– ¿No se ha secado?

– No se ha secado. La tocas y parece como si estuviera mojada por el rocío.

– ¿No se ha arrugado?

– Ya te he dicho que no.

– ¿Ni siquiera un poquito? ¿Unas patitas de gallo como éstas?

Y se tocó con coquetería las comisuras de los párpados.

– Ni siquiera un poquito.

– ¿Huele?

– Como deben de oler los ángeles.

– ¡Válgame Dios!

– Pues sí: que Dios nos valga y se eche al quite, porque nunca, entre todas las cosas inverosímiles e inexplicables que hasta ahora he presenciado en la vida, había visto nada tan parecido a un milagro como esto.

El vidente bajó la cabeza, miró con detenimiento la flor amarilla del naipe y guardó silencio. Yo le imité. Así estuvimos durante dos o tres minutos, abismados los dos en la taciturna contemplación de los arcanos del universo.

Luego, la brujita me miró, sonrió con timidez y dijo: -¿Quieres que termine de echarte el tarot?

Asentí. Herminio, que no parecía muy seguro del terreno que pisaba, añadió: -Aunque, la verdad, ya no sé si es necesario o, por lo menos, conveniente. El oráculo se ha pronunciado.

– Pero su mensaje, como siempre, es ambiguo. Vayamos hasta el final.

Tiró una carta: la sexta.

Era el Hierofante.

En su superficie vi una habitación de piedra granítica con una ventana de madera sin barnizar que se abría a un lejano horizonte de altivos picachos. El sacerdote, dibujado de perfil, ocupaba el centro de la estampa. Por una de las dos esquinas superiores asomaba un trozo de sol como si el astro-equiparándose a la luna-estuviera en cuarto creciente. La escena pintada en el naipe resultaba desasosegante. Dionisio sintió que su entereza zozobraba.

El vidente dijo: -Primer dato: situación apocalíptica dentro de ti. ¿Verdadero o falso?

– Verdadero-admití.

Pero no expliqué hasta qué punto lo era.

– Segundo dato: catarsis, Dionisio, como en la tragedia griega. O sea: explosión, purificación, regeneración, liberación inminente siempre y cuando…

Se calló, titubeó, reflexionó como si buscase algo-la expresión de su rostro le delataba-y por fin, con ostensible y contagiosa inseguridad reanudó la frase donde la habían cortado los puntos suspensivos.

– … siempre y cuando -repitió- el Viajero de las Puertas, que está a punto de recibir el magisterio de la luz, escuche la llamada y responda a ella desde su interior.

Lo dijo arrastrando las palabras, empujándolas, troceándolas. No era él quien las escogía.

Algo o alguien hablaba por su boca.

Mientras tanto, alrededor de nosotros, el aire se cuajaba, se solidificaba. Habíamos envejecido bruscamente: debíamos de parecer dos ancianitas encorvadas sobre la mesa de camilla. El tocadiscos había dejado de toser y de sonar. Los vecinos -pensé- exhalarían un suspiro de alivio. Algunas de las velas se habían consumido y la figura del vidente estaba envuelta por las sombras. Sólo alcanzaba a distinguir con relativa nitidez sus ojos, que fosforescían, y el agujero de su boca, que se movía con vocación de silencio y creciente dificultad, como si las escasas palabras que salían de ella fuesen visibles y palpables.

Recordé mi pasión infantil-que no se había apagado en mi edad adulta-por la Eneida. La recordé porque Herminio, en aquel momento, parecía la Sibila de Cumas descendiendo al Hades con el héroe.

– ¿El Viajero de las Puertas?-pregunté silabeando con lentitud, como si tanteara en la oscuridad-. ¿Y quién es ése? ¿Un socio con el que no habíamos contado?

Lo dije campechanamente y con deliberada (aunque injustificable) vulgaridad, en una burda intentona de quitar lastre al ambiente, cuya pesadez me enervaba.

– Tú sabrás -contestó Herminio secamente-. Y si no lo sabes-añadió al cabo de un instante-, peor para ti. Yo no voy a decírtelo. El que da lo que tiene no está obligado a más.

Pescó el séptimo naipe mientras yo pensaba con aprensión en el séptimo sello del Apocalipsis y de Ingmar Bergman, lo sopesó y lo puso boca arriba sobre la mesa, al lado de los seis que ya habían pasado el examen.

– Última bola-dijo al hacerlo.

– ¿La del gordo? -pregunté tontamente.

Era una patochada. Seguía empeñado en aligerar la tensión, seguramente porque me sentía responsable de ella, pero el nerviosismo y el desasosiego de mi estado anímico, unidos a la implacable ambigüedad del tarot, me confundían.

Herminio me miró casi con desprecio. No sería yo quien se lo reprochase. Tenía razón.

Salió la Estrella, representada en el naipe por una mariposa que volaba hacia la luz.

– Es la carta de la Verdad con mayúscula, Dionisio-sentenció el vidente.

No quise ni pude esconder la comezón que me devoraba los hígados y me soliviantaba. Yo veía muchas más cosas en aquella carta. Mi instinto de conservación, por lo que fuese, funcionaba sólo al ralentí. Me estaba envalentonando por momentos y el lacónico y un poco adocenado veredicto del brujo me venía estrecho. El cuerpo me pedía más, y no digamos el alma. Quería transgredir, romper cerraduras, forzar tabúes. Quería ir lejos, muy lejos, cuanto más lejos, mejor ¡Ultreya!, como gritan los peregrinos jacobeos al avistar las torres de Compostela desde la cumbre del monte del Gozo. Ya no tenía miedo de nada: ni del viaje, ni de mi situación familiar, ni del editor, ni de las mujeres, ni de Jesús de Galilea. El valor me crecía dentro, incontenible y carnívoro. Me sentía como debe de sentirse un toro bravo cuando el matador le pone a dos o tres metros de las narices la muleta bien planchada y lo cita de frente, con la taleguilla, mirándole a los ojuelos y respetando los cánones. Secreta alquimia del subconsciente: ¿dejaba, acaso, de ser o de querer ser Teseo para convertirme poco a poco, sin prisa y sin pausa, en el Minotauro?

Misterios del yang y del yin, misterios de la perversa e inevitable complicidad entre el verdugo y la víctima, misterios del principio taoísta de la complementariedad entre los opuestos.

Y, naturalmente, embestí.

– ¿La Verdad? Eso es muy vago, Herminio. ¿No querrás decir la Muerte?

Sonó como un golpe de efecto, que yo acentué con una breve pausa antes de añadir:-Con mayúscula, por supuesto.

Herminio me miró espantado, con las pupilas como puños, y preguntó:

– ¿De dónde sacas eso?

– No lo sé. Se me ha ocurrido de pronto.

Pero sí lo sabía. Y, de hecho, a renglón seguido le conté la verídica y ejemplar historia de Elisabeth KublerRoss, la enfermera y (después) doctora suiza, hoy casi nonagenaria, que en un brumoso día de la lejana década del cuarenta, o quizá, no lo recordaba muy bien, de los no tan remotos años cincuenta, descubrió con lógico estupor y comprensible alborozo que los niños de corta edad internados en los campos de exterminio nazis, y en los de Siberia, y en los de cualquier otro punto del mapa del horror universal y condenados por la barbarie de los políticos, de los ideólogos, de los economistas, de los banqueros y de los militares a morir en el patíbulo, en el paredón o en las cámaras de gas, o -lo que venía a ser lo mismo- de hambre, de sed, de angustia, de malos tratos o de consunción, dibujaban -ellos, los niños- sobre las paredes de madera, de ladrillo o de cemento de sus inmundas barracas y celdas, a duras penas, como buenamente podían, con la uña, con una hebilla, con un cordón de zapato, con un cortaplumas, con un lápiz, con un diente caído, con un palitroque con una piedrecilla, con lo que encontraban, vamos, dibujaban-digo-mariposas, mariposones y mariposillas saliendo de sus capullos y echándose a volar, sí, Herminio, a volar, a volar hacia la Luz, también con mayúscula, claro, faltaría más, y eso, escúchalo con mucha atención y cuidado, brujita, sólo lo hacían la noche anterior a su fallecimiento, ya fuera éste natural -es un decir-o provocado directamente por los verdugos. Y lo curioso del caso, lo más notable, lo que verdaderamente impresiona, y zurra, y salta en la sartén, y da que pensar al más pintado como le hizo pensar a ella, a la enfermera y doctora (que, por cierto, es judía), lo que irreversiblemente se convirtió para aquella mujer en un ensordecedor redoble de conciencia, y de conocimiento, también de conocimiento, Herminio, es que esa imagen -la de una mariposa abandonando su nido de ninfa, su cápsula de astronauta, su envoltura de mísera mortal, y volando en el seno del éter hacia los focos de luz-había sido elegida y utilizada por los griegos del mundo clásico para simbolizar filosóficamente y representar gráficamente nada menos que la inmortalidad del alma, brujita, tal y como nos la propone el mito de Psiquis, la hermosa muchacha que se enamoró de Cupido y que, rara avis, a pesar de las perversas asechanzas y manejos de Afrodita nunca se quemó las alas en la hoguera del amor. Y así después de lo que he dicho, no te extrañará saber que a partir de ese momento, Herminio, la doctora Kubler-Ross -que por aquel entonces era tan racionalista, tan pedestre y tan atea, al uso de los tiempos, como Iván Karamazov-arrió sus certidumbres, aprendió la asignatura del amor y del servicio al prójimo, y consagró el resto de su vida, y en esa tronera sigue, a las investigaciones sobre el más allá y al solícito cuidado de los moribundos.

Conté cuanto acabo de exponer combativamente, con vehemencia y de un tirón, mientras Herminio seguía mirándome sorprendido, sin contraer las pupilas, sin rechistar y supongo que sin creerse del todo lo que yo le decía.

Y, sin embargo, era cierto. Tan cierto -lo juro-como el eppur si muove de Galileo y como la abracadabrante historia de las tres flores amarillas.

– Y hoy, princesa-concluí-, la doctora Kubler-Ross es, junto a Raymond Moody [15]y otros que tal bailan, una de las grandes valedoras científicas (ojo al adjetivo) de la convicción de que la vida sigue después de la muerte. ¡Qué personaje, Herminio! Mi admiración por ella no tiene límites. Es como Gandhi, como el Dalai-lama como la madre Teresa. Deberían darle el premio Nóbel de la Paz.

Mi anfitrión y paño de lágrimas recuperó la voz y el voto.

– ¿Nadie aleccionaba a esos niños, Dionisio? -preguntó.

– Nadie -dije-, absolutamente nadie. ¿Quién hubiera podido encargarse de eso en la espantosa soledad e incuria de los campos de exterminio? En muchos casos, además, las criaturas estaban aisladas entre sí y no es que no se tratasen, Herminio: es que ni siquiera se conocían. Te estoy hablando de miles de niños, de niños de los cinco continentes, de niños de todos los credos, de todas las razas, de todas las lenguas y de todas las clases sociales. A menudo por no saber, no sabían que estaban a punto de morir. Nadie se lo decía, pero su subconsciente -o, quizá, el inconsciente colectivo de todos ellos-se daba, no sé cómo, por enterado. Y entonces afloraba el arquetipo, probablemente universal, de las mariposas y la luz.

– ¡Y tan universal! -exclamó el vidente-. ¿Sabes que los egipcios de la era de los faraones veían en el gusano de seda, precisamente en el gusano de seda y no en cualquier otra oruga, el símbolo de la inmortalidad del alma? Lo leí el otro día en una revista de temas esotéricos. Y entonces me acordé de que un año antes, cuando me fui a Murcia más o menos por estas mismas fechas para pasar allí la Semana Santa, me llamó poderosamente la atención durante una de las procesiones más nombradas-la de los Salzillos, que sale cuando el primer rayo de sol de la mañana del viernes ilumina el rostro de la Dolorosa- un Cristo cuyos pies estaban rodeados y adornados por cientos de capullos de gusanos de seda. Pero capullos de verdad, ¿eh?, no de escayola ni de oropel ni de cartón pintado. Y a la gente le gustaba, Dionisio. Se palpaba la devoción al paso de esa imagen. Algo raro sucedía allí.

– ¿Cómo si una fuerza oculta tocase las fibras más hondas del alma del pueblo?

– Sí. Lo explicas muy bien. Eso es exactamente lo que sentí y lo que pensé.

Estallé en carcajadas.

– Herminio -dije-, no sé qué te pasa hoy. Has vuelto a mentar la soga en casa del ahorcado. Seguimos con la racha de causalidades. Soy uno de los mayores expertos del país en todo lo tocante a la mitología, al simbolismo y a los usos y costumbres, que son curiosísimos, de la historia y de la crianza del gusano de seda.

– ¿Tú?

– Yo, brujita, yo. Aunque te cueste creerlo. No negarás que soy un pozo de sorpresas.

– Nunca lo he negado. Los achares que me das y los sufrimientos que tu displicencia me causa no me impiden reconocer tus escasos méritos. Eres un pájaro de cuenta y un tenorio sin entrañas, pero resultas divertido. Explícame cómo carajo se convierte un novelista con insensatas pretensiones de gurú en entomólogo y sericultor.

– Hay precedentes, Herminio. Junger y Nabokov, sin ir más lejos, comparten o compartían esa afición. No olvides que tanto el uno como el otro figuran en la lista de mis escritores preferidos.

– De los lepidópteros al Nóbel… ¿Es esa tu trayectoria, Dionisio?

– Sí, pero lo que busco es el Nóbel de zoología, no el de literatura.

– No me has explicado…

– Te lo explico ahora, aunque debería de ser nuestro común amigo Sánchez Dragó quien lo hiciera. Él es el culpable de mi metamorfosis.

– Nunca mejor dicho: de lombriz a polilla. Cuéntame qué cirio lleva el tarambana de Fernando en este entierro.

– ¿Y si llegas con retraso a tu cita galante y el maromo se te ha ido? No querría echar esa responsabilidad sobre mis hombros.

– No hay cuidado. Me espera en su picadero.

– ¿Has visto a Dragó últimamente?

– ¡Que va! Hace casi un par de años que sólo sé de él por los periódicos y por la tele. Ya no me llama nunca ni viene por aquí. Se conoce que ha encontrado otro vidente y que me pone los cuernos con él. ¿Qué es de su vida?

– Lagartijeando, como de costumbre. Dice que ya no es escritor, que la literatura se le queda chica y que, en cualquier caso, chica o grande que sea, no tiene ningún sentido dedicarse a ella en un país tan sórdido, gregario y traicionero como éste.

– ¡Qué exagerado! Casi tanto como tú.

– Ya sabes que somos hermanos de horóscopo, porque los dos nacimos el mismo día del mismo año a la misma hora y en la misma ciudad. Es lógico que nos parezcamos. Las estrellas mandan.

– ¿Y qué pretende hacer? ¿Por dónde va a salir ahora?-Jura y perjura que lo suyo es la sanación integral y la farmacopea alternativa. Dice que en lo que a él respecta se acabaron las vaguedades idealistas y espiritualistas. Quiere ser útil al prójimo de una forma tangible, concreta, y asegura que para conseguirlo va a convertirse cueste lo que cueste en un terapeuta de la Nueva Era.

– ¿Una especie de curandero ilustrado?

– O de saludador a la antigua usanza con un toque tecnológico de Silicon Valley y otro, más o menos metafísico y mágico, de medicina ayurvédica. Ya sabes: imposición de manos, chakras, corrientes de energía cósmica y telúrica, yinseng, guaranat, vegetarianismo, taoísmo, macrobiótica cristales, gemas, meditación, numerología…

– Cosas serias.

– Sí, cosas serias, aunque no todas… Pero no estoy seguro de que Fernando, a su edad, haga bien dedicándose a ellas. Podrían estallarle en las manos.

– Ya se cansará.

– No sé qué decirte. Parece muy decidido.

– ¿Se ha vuelto loco?

– No. Siempre lo estuvo.

– ¿Y el gusano de seda?

– Su último juguete.

– ¿Terapéutico?

– Sí, claro…

Y entonces le conté-sin descender a excesivos pormenores, pues mi interlocutor, nervioso ya por la inminencia de su encuentro amoroso, zapateaba y se revolvía en el asiento-otra historia ejemplar, tan ejemplar, por lo menos, como la de Elisabeth-Kubler-Ross. Cogí, metafóricamente, de la mano a Herminio y me lo llevé hasta un recóndito lugar de Córcega, casi una cueva de Drácula o de Frankenstein, pero una cueva colgada de las cumbres de una esplendorosa cadena de montañas inaccesibles e iluminada por la luz del conocimiento, por el atanor de la alquimia, por el fuego de Prometeo y por la lámpara de Aladino.

Cerca de allí nació al nacer el siglo (y allí-en la Caverna de las Ideas-se refugiaría más tarde) el doctor Bordás, un biólogo ilustre que renunció al dinero, a la fama y a la consideración de sus colegas para entregarse por completo, en alma y vida, al minucioso estudio de los gusanos de seda. Al parecer, le fascinaban y es comprensible, esos hermosos animales escrupulosamente consagrados-como el propio doctor Bordás-al cumplimiento de la no menos hermosa misión que los había traído al mundo. Fue un flechazo seguramente recíproco. Y así, poco a poco, de deducción en deducción, de dato en dato, de detalle en detalle, de sorpresa en sorpresa, el científico llegó a la conclusión de que aquellos apacibles animales poseían una fortaleza y una capacidad de regeneración biológica verdaderamente formidables, y eso por dos motivos: uno común a todas las criaturas de su especie y otro que sólo a ellos a los gusanos de seda, convenía.

En primer lugar -y para este viaje, ciertamente, sobraban las alforjas del estudio-sabido es que las orugas, cualesquiera que sea su género, transforman, reciclan y regeneran todas las células de su cuerpo al abandonar el estado de larvas y pasar al de mariposas.

Eso, por una parte.

Por otra, y en segundo lugar, los animalitos en cuestión, pese a su frágil apariencia, eran capaces de romper un capullo elaborado con muchas capas de seda minuciosamente entretejidas; y la seda-también sobra recordarlo-es la tela más resistente y dura de roer entre cuantas existen en el mundo.

El doctor Bordás consideró ambos hechos e infirió la posibilidad-destinada a convertirse en único norte de su vida-de que la crisálida del gusano de seda escondiese el secreto de un elixir de la eterna juventud, de una panacea de alquimista, de un regenerador celular susceptible de ser aplicado con éxito al endeble cuerpo humano. Y entonces, como Fausto al enloquecer por Margarita, quemó las naves, se enemistó con sus colegas, fue fulminante e inmisericordemente expulsado de la comunidad científica internacional -que no tuvo en cuenta la altura y la hondura del saber que le avalaba- y se encerró de por vida con una mujer, y con miles de gusanos de seda que puntualmente se reproducían año tras año, en su abrupta guarida de las montañas de Corcega.

Y allí se trasladó, movido por la curiosidad y por la voluntad de resolver cortando por donde menos duele ciertos problemas de salud, un amigo murciano-sí, precisamente murciano… Causalidades- de Sánchez Dragó y así se enteró éste de la existencia de aquel fantástico personaje o mejor dicho, de su inexistencia, porque el doctor Bordás había fallecido en mil novecientos ochenta y cinco, dos o tres años antes de que mi hermano de leche y de horóscopo escuchara la historia de labios de su amigo después de zamparse los dos una espléndida comilona en el restaurante andalusí de otro murciano de singular trapío: Juan Gómez Soubrier.

– Total… -dijo Herminio interrumpiéndome.

Le hervía el culo. Eran las nueve menos cuarto de la noche.

– Total -repetí yo abreviando magnánimamente su sufrimiento-: que el doctor Bordás, sin prisa y sin pausa, con paciencia de hermano lego y con minuciosidad de orfebre chino, comprobó que el extracto de crisálidas de gusano de seda curaba el herpes y la psoriasis, bajaba el colesterol, blindaba el sistema inmunológico, funcionaba como la clásica mano de santo en todas las afecciones dermatológicas, frenaba la depresión y la ansiedad, actuaba como un escudo protector frente a las radiaciones, tonificaba los músculos e intensificaba espectacularmente el rendimiento deportivo sin violar el tabú hipócrita del doping cicatrizaba toda clase de heridas en un santiamén, subía la moral, rejuvenecía el ánimo, enderezaba el pito…

– ¡Alto ahí! -ladró más que gritó la Princesita del Almendro-. ¿Dónde se consigue esa panacea, ese bálsamo de Fierabrás, esa purga de Benito? Quiero suministrársela en dosis de caballo percherón a mis amantes.

– Pregúntaselo a Fernando, chatita. Él sabe cómo encontrarla. Su amigo de Murcia, que está hecho una rosa y lo atribuye al extracto de marras, consiguió que el doctor Bordás, poco antes de morir, le diese o le vendiese -no lo sé muy bien- la fórmula del invento, que era y sigue siendo secretísima, y empezó a producirlo en Murcia y a comercializarlo desde allí, lo que tiene su lógica si consideramos que esa región de España fue célebre en todo el mundo hasta hace unas décadas por el extraordinario desarrollo que alcanzó en su huerta la crianza del gusano de seda [16]. Luego vinieron los socialistas, se dedicaron a talar las moreras y todo se fue al garete.

– ¿Y Fernando? ¿Qué hizo Fernando? ¿Comprar acciones del negocio?

– ¿Acciones? ¡Qué ocurrencia! ¡Pero si mi hermanito de horóscopo presume que nunca ha visto una letra de cambio! No, no… Ni compró acciones ni éstas se encontraban a la venta, pero se ha convertido en un defensor entusiasta del producto y se dedica a explicar y a proclamar sus excelsas cualidades por dondequiera que va. Ya le conoces: es una peste. Dentro de poco servirán vasitos de licor de gusano de seda en todas las tabernas y ambulatorios del país y de parte del extranjero. Lo suyo es como un bombardeo al napalm. Dice que nunca, en ninguno de sus viajes al mundo secreto de la farmacopea sagrada, ha encontrado una sustancia parecida. Y, naturalmente, predica con el ejemplo. Todas las mañanas se atiza una buena dosis, aunque no sé si es de caballo percherón, como tú la quieres.

– Pues hay que reconocer que le sienta de maravilla. Parece que tiene quince años menos de los que las habladurías le atribuyen. Porque el Dragó debe ser de la quinta de don Pelayo, ¿no -Gracias por la parte que me toca. Te recuerdo que él y yo tenemos exactamente la misma edad.

– Quien se pica… ¿Y es Fernando, decías, el responsable de tu conversión a los valores eternos de la sericultura?

– ¡Quién si no! Lleva dos años dándome la vara con los gusanitos de los cojones. ¡Qué pelmazo! ¡Con decirte que tiene en su guardilla de la Plaza Mayor alrededor de doscientas robustas piezas metidas en cajas de zapatos con su camisita y su canesú! Aquello apesta. En fin… Nos hemos ido por las ramas. ¿Dónde estábamos?

– Te has ido tú por las ramas, majete, mientras mi apuesto novio me espera comiéndose las uñas por tu culpa en nuestro nido de amor. Pero vale… Voy a devolverte a la tierra. Estábamos dándonos un paseo por la Verdad y la Muerte a cuento de tu última carta del tarot. Tú insinuabas la posibilidad de que la Estrella, con su mariposita volando hacia la luz, significara lo segundo, y no lo primero, y yo estaba a punto de decirte que tienes razón, que lo uno no quita a lo otro, sino que lo corrobora.

– ¿Y eso por qué?

El aire, pasado ya el desahogo de los gusanos de seda y de los niños de los campos de concentración, había vuelto a coagularse alrededor de nosotros. El tocadiscos seguía encendido, pero mudo. Se había apagado otra vela. Los ojos de Herminio fosforescían más que nunca. Oímos un maullido lejano.

– Porque la muerte, Dionisio, es la hora de la verdad, la hora de la luz, la hora del conocimiento. Desde ese punto de vista nada tiene de particular la asociación de ideas que has establecido. Me atrevería a decir, incluso, que responde a una lógica casi matemática.

– ¿Significa eso que para encontrar la Verdad tengo que morir?

– No escojas el camino más cómodo, Dionisio. A Dios le gusta el esfuerzo… El esfuerzo que templa, el esfuerzo que purifica, el esfuerzo que enseña. Se supone que todos encontraremos la Verdad cuando muramos. Para llegar a esa conclusión no hace falta la ayuda del tarot. Pero ahora estamos aquí abajo, discutiendo sobre sus naipes, porque quieres acercarte lo más posible a la luz, como la mariposa de la Estrella, antes de que la muerte te alcance. ¿O no?

Asentí y cambié de rumbo.

– ¿Debo, entonces, interpretar esa carta-pregunté- como un aviso de que si emprendo el viaje moriré en él?

Sonrió y comentó: -Siempre se ha dicho que partir es morir un poco…

– Déjate de bromas. Tu maromo espera. Seguramente se estará masturbando y, cuando llegues, no te servirá para nada.

– Dionisio, Dionisio…

Alzó los ojos al cielo mientras exclamaba más que preguntaba: -¿Hasta cuándo vas a abusar de mi paciencia? ¿Cuántas veces voy a tener que explicarte que las cartas del tarot no predicen el futuro ni menos aún, nos anuncian el momento de la muerte? No te preocupes por ella, hermano. Vive mientras estés vivo y muere a pleno pulmón cuando te llegue la hora. Conocer ésta no sólo es inútil sino también perjudicial para los asuntos de arriba y para los de abajo. La conducta a seguir es muy sencilla: obra en todo momento como si cada minuto de tu vida fuese el último.

Se interrumpió, tragó saliva, me miró con ojos centelleantes y estalló de nuevo.

– ¡Pero vamos a ver! -dijo-. ¿Tengo que ser yo quien te recuerde eso a ti, precisamente a ti que fuiste quien hace ya mucho tiempo me lo enseñaste a mí?

No parecía indignado: lo estaba.

Respiró abdominalmente en ocho tiempos-otra de mis lecciones-, se calmó, puso su mano sobre mi hombro y dijo mirándome fijamente:

– Dionisio, no olvides que tu séptimo naipe es la Estrella y que fue una estrella la que guió a los Reyes Magos hacia el Portal de Belén.

Salté en mi asiento, los testículos se me apelmazaron, el corazón se desbocó, sentí que la sangre inundaba mi cabeza y un escalofrío erizó mi cuerpo.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Herminio-. Antes estuviste a punto de desmayarte. Ahora parece como si fuera a darte una congestión.-Nada-dije.

Y también yo respiré abdominalmente, aunque con disimulo, en ocho tiempos.

Herminio desconocía mi incierto propósito de peregrinar a tierra santa en busca de Jesús de Galilea. Sólo Kandahar lo conocía.

Y Kandahar detestaba a Herminio.

¿Cómo, pensé, podían coincidir en el espacio y en el tiempo-en aquella habitación y en aquella conversación-tantas, tantas, tantas causalidades?

Se me vino a la cabeza-clichés o fichas perforadas que de repente saltan-el capítulo dedicado al fenómeno del magnetismo en mi libro escolar de física: las limaduras de hierro-decía-se orientan todas hacia el imán.

Y el imán, en este caso, era Jerusalén.

O lo que estaba detrás de Jerusalén: Jesús de Galilea.

Recuperé el control de la piel, de la sangre y de las vísceras, y sugerí:-Falta el octavo naipe, ¿no? El de propina el revoltoso, el herético, el que-según dijiste-está fuera de concurso y es resolutorio.

– Pues sí… La semana astral tiene ocho días-comentó enigmáticamente Herminio.

Y tiró la carta. Era el Sol.

– ¡Naturalmente! -exclamó con un gesto de triunfo volviéndose hacia mí-. No podía ser otra.

Y luego, como una ametralladora, como una hilera de fichas de dominó desplomándose sucesivamente sobre la pieza contigua, añadió:-Exito, Dionisio, éxito, éxito, éxito. Tu proyecto, tu misión, tu viaje, tu cruzada, lo que sea va a verse coronada por el éxito a condición, claro es, de que respetes escrupulosamente todas las reglas del juego tal y como el divino tarot acaba de exponértelas. ¡Al toro, hermanito! No titubees. Juégatela a estas ocho cartas. Ahora o nunca. No sé muy bien que es lo que te traes entre manos ni, aunque soy un cotilla de tomo y lomo como todos los de mi especie-me miró, al decirlo, con una sonrisa agridulce-, quiero saberlo, pero sea lo que sea, adelante. Tus naipes trazan una agudísima línea de penetración en los misterios del universo. Nunca, en todos mis años de echador de cartas, he visto una señal tan nítida. Ponte en marcha. Créeme, y ponte en marcha. No puedes desaprovechar esta ocasión. Los de arriba -apuntó al cielo con el índice-no te lo perdonarían. Pero eso sí: átate bien los machos, tú que los tienes-volvió a sonreír y yo le imité-, porque los peligros de toda índole a los que te vas a enfrentar son incontables.

Aquello sonaba a punto final. La travesía del proceloso océano del tarot había terminado. Lo demás fue silencio. O casi. Herminio estaba derrengado. El sudor-auténtico esta vez-perlaba su frente.

Recogió la baraja, igualó sus bordes golpeándola de canto contra la mesa, levantó la cara hacia el techo, resopló, se apoyó con fuerza sobre el respaldo de la silla y me dijo: -Ahora vete, Dionisio. Misión cumplida. Voy a ducharme. A ver si me quito el olor a sobaquina de meiga. Mi ligue me lo agradecerá.

Me puse de pie, revolví cariñosamente su negra mata de pelo con la mano y, sin decir nada, me dirigí hacia la puerta.

A mitad de camino se me cruzó un cable perdido por alguna esquina del cerebro, me detuve giré la cabeza hacia el brujo, que no se había movido de su asiento, y le pregunté: -Herminio, ¿qué son, para ti, la rosa de la urna de cristal y la florecilla de las páginas del I Ching?

– Objetos astrales. Cuando no los necesites se volatilizarán.

Seguí mi ruta. Ya en la puerta, con una de mis manos cerradas sobre el pomo del picaporte, se me atravesó en la garganta otra pregunta.

Me giré de nuevo hacia el vidente y dije:-¿Por qué sólo dibujaban la mariposa los niños de los campos de concentración y no los adultos que también iban a morir al día siguiente?

Herminio contestó: -Pura lógica de espacio y tiempo. Los niños porque acaban de nacer, y los ancianos, porque su hora se aproxima, están mucho más cerca de la luz de lo que estamos tú y yo. Los chavales la recuerdan mejor que nosotros. Los viejos la intuyen, la perciben, la huelen.

Abrí la puerta, me detuve entre sus jambas me volví hacia Herminio por tercera vez y dije: -Brujita, ¿conviene tomarse en serio las cosas que nos cuenta el tarot?

Alzó los ojos y vi en ellos la chispa de la sorpresa, pero no fue eso lo que me llamó la atención: en el fondo de sus pupilas, lo juro, revoloteaban dos mariposas.

Sería un espejismo, pero noté cómo se ensanchaba mi conciencia y se iba a su aire por la inmensidad del cosmos. La visión duró sólo un instante. En cuanto los animalillos desaparecieron el vidente dijo: -Ve con Dios, jabato, y no mires nunca hacia atrás.

Me sentí como Orfeo cuando precedía a Eurídice por la paramera del Hades.

Y ya no hubo nada. Salí al descansillo, cerré la puerta a mis espaldas, encendí la luz, bajé las escaleras tan rápidamente como las había subido, pasé como un relámpago por delante del siniestro chiscón de la portera y me adentré-seguía lloviendo-en las encharcadas y desapacibles calles de aquella ciudad maldita.

Ya en casa, y entre las amistosas paredes de mi cubil de jipi nostálgico de Oriente y de escritor con vocación de lobo estepario de novela de Hermann Hesse, busqué-y milagrosamente encontré debajo de la cruz cátara de Montségur- la carta astral que unos meses antes me había enviado desde su refugio de gavilán en la sierra de Gata el hombre canoso que en mil novecientos setenta, poco después de la muerte de Cristina, me enseñó a deletrear lo que las estrellas escriben con tinta de luz en el firmamento y a creer en sus vaticinios.

¿Vaticinios? No, no, por favor. Sólo la chusma necia de las huestes milenaristas y consumistas puede pensar a estas alturas que los horóscopos predicen el futuro. Lo que Herminio me había dicho a propósito del tarot-río de Heráclito, agua del Tao, danza de Shiva-valía también para el quehacer de los astrólogos. Estos-los de verdad, no los farsantes-eran psicoanalistas de la escuela junguiana que manejando arquetipos, proyecciones simbólicas y espirales de energía trazaban y trenzaban la red de las tendencias y líneas maestras de conducta de quienes con libertad de espíritu e imaginación creadora acudían a ellos. De todo lo demás -augures con halitosis que en nombre de la nueva era y aprovechándose de la debilidad y el desamparo del homo sapiens desvalijaban a las turbas de marujonas, criadas, horteras, ejecutivos y jefes de Estado-lo mejor era olvidarse.

El astrólogo de Gata, que se llamaba Ezequiel y era tan bondadoso como los delfines, había preparado y elaborado mi carta astral a traición, por así decir. O sea: sin avisarme y, lo que es peor sin consultarme. Conocía en las covachuelas del Registro Civil a intachables funcionarios que por un módico precio le facilitaban la fecha, la hora y el lugar de nacimiento de cualquier cristiano, y así se enteró de los datos que necesitaba para averiguar lo que las estrellas decían de mí.

Las contempló, las estudió, las auscultó y trasladó al papel lo que le contaron, que era mucho: casi treinta folios de treinta líneas de setenta espacios llenos a rebosar. Más, mucho más desde luego, de lo que yo-siempre en crisis con el mundo, con mi trabajo y con mi entorno-estaba dispuesto a digerir.

Después lo metió todo en un sobre de color marrón, bajó desde su atalaya al pueblo más cercano y se lo entregó al cartero, que estaba en la taberna tomándose un chupito de licor de salamanquesa, con el encargo de que me lo hiciese llegar.

Y llegó, efectivamente, allá por el mes de octubre, como si fuera un regalo de cumpleaños, y lo leí con curiosidad y detenimiento, y luego-aunque en el informe había cosas que me impresionaron-lo arrinconé diciéndome que ya lo estudiaría y me lo aplicaría más adelante, y pasó el tiempo, y se traspapeló, y me olvidé por completo de su existencia.

Pero aquella noche, después de mi larga entrevista (y lucha de amor) con Herminio, recordé tangencialmente, con las comisuras de los lóbulos de la sesera, que en la carta astral escrita por Ezequiel había un párrafo, por lo menos un párrafo, que guardaba inequívoca y sustanciosa relación con el zafarrancho de combate en el que desde el lunes, por culpa de Jaime y de la indecisión característica de mi signo del zodíaco (que era el de Libra), me veía envuelto.

Yo no recordaba con detalle el contenido de ese párrafo, pero sí sabía-quizá fue ésa la causa de que mi subconsciente lo extraviase-que su tono era de tanto elogio hacia mi persona, y tan optimista sobre lo que el futuro iba a depararme, como para sonrojar el delicado cutis de un rinoceronte lanudo y nonagenario.

Pero hay momentos en la vida, y todo hacía suponer que yo estaba enfrentándome a uno de ellos, en los que hasta el más plantado necesita que algo o alguien le dé una palmada en el hombro, le sonría y le diga que no se preocupe, que más se perdió en Cuba, que el mundo va de rechupete, que es un tío cojonudo, que sus negocios marchan viento en popa y que la felicidad está a su alcance.

De modo que puse momentáneamente entre paréntesis mi natural modestia, me miré de reojo en el espejo colgado de la única pared que no ocultaban los libros, respiré abdominalmente hojeé con voracidad los treinta folios de Ezequiel y di con lo que buscaba.

No tenía pérdida. El astrólogo lo había señalado y requeteseñalado con tres gruesas líneas verticales de carmín de pintalabios femenino.

¿Una velada y humorística alusión a mis andanzas? ¿Un delicado toque de artista? ¿Un gesto de excentricidad más o menos esotérica? ¿Una atractiva mujer de boca carnosa y jugosa en su escarpado observatorio? Todo era posible. Mi amigo pese a su avanzada y algo descarnada edad, aún seguía inventándose el mundo día tras día.

Me santigüé.

El párrafo en cuestión decía así (lo transcribo literalmente… Cárguense en el debe o en el haber del astrólogo las culpas o los méritos del estilo): Entre noviembre y diciembre de mil novecientos noventa y dos te encontrarás en un momento crucial para conseguir un resonantísimo éxito literario. Debes tener muy en cuenta esa fecha, que va a misa, pues todo, absolutamente todo lo que las estrellas dicen, la avala. Pero la suerte estará a tu lado por partida triple, pues Júpiter pasará por esa posición tan favorable para ti otras dos veces, siendo su paso retrógrado, por lo que te encontrarás en unas fechas de auténtica confabulación astral a tu favor. Todo ello irá acompañado por un notable incremento de tu popularidad y de tu capacidad de comunicación. Ambas alcanzarán su clímax. Será también un periodo excelente para ampliar e intensificar tus relaciones y para recibir nuevas propuestas de trabajo.

Tu imagen se revalorizará y brillará más que nunca. Los astros mantendrán su influencia favorable hasta el mes de junio. No es éste un ciclo que se produzca fácilmente y, de hecho, tardará doce años en repetirse. Sé astuto, ten fe en la madre astrología y despliega totalmente las velas por favor, en ese periodo en que los vientos de la Gracia soplarán para ti con toda su fuerza, su ventura y su bonanza.

No había más. El horóscopo derivaba luego hacia consideraciones más genéricas y abstractas. Ezequiel había subrayado el por favor con un enérgico trazo de carboncillo. Era una amistosa llamada al orden y a la obediencia. Estaba hasta la coronilla, me dijo una vez, de que sus clientes se tumbaran a la bartola sin hacer caso de sus recomendaciones y vinieran luego a quejársele con el ceño torvo porque lo anunciado no se había cumplido.

– De nada sirve pedirle ayuda a los astros-comentó sarcásticamente en aquella ocasión-si no te remangas la camisa y con una fiambrera te vas al tajo. Ya lo dice el refrán, Dionisio: a Dios rogando y… Créeme: la pereza es el peor de todos los pecados capitales. Te lo dice un monje contemplativo.

¿Desde noviembre de mil novecientos noventa y dos hasta junio de mil novecientos noventa y tres? Estábamos en marzo del noventa y uno.

Eché la cuenta de la vieja y llegué en un pispás a la risueña conclusión, quizá meramente volitiva (pero querer es poder), de que los cálculos salían: seis o siete meses de viaje-o menos, si las cosas no se ponían excesivamente duras-, tres o cuatro para aclarar y cuadrar las ideas, otro tanto para escribir el libro y luego, por último el tiempo que el editor tardara en publicarlo y comercializarlo. Sí, era posible -matemática y cronológicamente posible-que Ezequiel estuviese en lo cierto. Y si fuera así…

No se me disparó la adrenalina ni demostré mi júbilo con una zapateta floreada. La vida me había puesto ya muchas picas en todo lo alto y no estaba el horno para esos bollos. Me limité a recordar lo que tres días antes le había dicho al embajador plenipotenciario del editor a propósito de mi desgana, de mis temores, de mi escepticismo, del horror que me inspiraba la posibilidad de apuntarme otro éxito literario y de regresar a la cresta de la ola-nadie la confunda con el filo de la navaja de Shiva-expuesto sobre ella a la intemperie para que los tiburones, las pirañas y las gaviotas me devorasen.

Y temblé.

Pero también era verdad, qué diantre, aquello tan socorrido de que a nadie-ni siquiera a Simeón el Estilita-le amarga un dulce de elaboración casera. Mi postura seguía siendo ambigua a pesar de que estaba escaldado. Muy escaldado, pero sabido es que las criaturas racionales rara vez escarmientan. Tuve que admitirlo así por más que la evidencia me doliese. Una cosa era huir, como los derviches, de la prosperidad-que nunca había buscado-y otra muy distinta prescindir de las pequeñas miserias y consolaciones de la vida cotidiana. Pensé, de hecho, en los críticos a sueldo del Sistema que se morderían los puños de rabia (como lo harían todos mis enemigos, que por suerte eran muchos), y en Kandahar, y en mi madre, y en mi chica, y en Herminio, y en Ezequiel, y en Fernando, que exultarían.

La revancha es el mayor placer de los tarados, de los resentidos, de quienes no están seguros de lo que dicen ni de lo que hacen. Lo sabía y volví a tomar buena nota de ello, pero no me sirvió de nada. ¿Dónde habían ido a parar, me pregunté, las enseñanzas del If de Kipling? Si sabes arrostrar el fracaso y el triunfo / tratando de igual modo a esos dos impostores…

No, no me había convertido en un santo. Mi proceso de canonización no empezaría nunca.

Releí, aguijoneado por la libido (en el peor sentido de la palabra), el texto de Ezequiel.

¿Sería, como quizá lo era el dictamen del tarot una señal de las alturas o, por el contrario, una astuta añagaza del Maligno?

Me devané los sesos, me retorcí las manos, me torturé la conciencia. Nunca pareces contento del todo, me había dicho en cierta ocasión mi chica. Y era verdad.

– Pero -contesté yo- ¿se puede estar contento del todo mientras vivamos aquí, en el mundo de abajo, prisioneros de la densidad de la materia?

Frases así, que resultaban escandalosas en el contexto de una sociedad y de una filosofía de la existencia -la de los hombrecitos occidentales del siglo veinte- volcadas hacia la urgente satisfacción de todos los deseos, por estúpidos y triviales que fueran, me habían granjeado la absurda aureola de santidad e incluso de santurronería que para bien o para mal me rodeaba y que al principio, lo confieso, me divirtió, pero que ya empezaba a irritarme y a marearme.

La solución a mi dilema, como siempre, estaba en la Baghavad Gita. Haz las cosas por sí mismas, dice ésta, no por sus beneficios. Y también: nuestra es la acción, pero no el fruto de la acción. Y aun: el mundo está aprisionado por su propia actividad, salvo cuando los actos se cumplen como culto de Dios. Debes, pues, realizar sacramentalmente cada uno de tus actos y quedar libre de todo apego a los resultados.

¡Uf!, exclamé para mis adentros sin dejar de machacarme las meninges. Pensarlo y decirlo no era, ciertamente, fácil, pero mucho más difícil resultaba obrar en consecuencia.

No podía llamar a Ezequiel para preguntarle como había hecho con Herminio en lo tocante al tarot, si debía o no tomarme en serio lo que las chismosas de las estrellas, sin mi consentimiento, le habían contado. Y no podía hacerlo, me pusiera como me pusiese, por la sencilla razón de que en el nido de águila del astrólogo no había teléfono ni, afortunadamente, cabría instalarlo nunca. Ezequiel era un sabio.

Así las cosas, y ante la imposibilidad de salir de dudas, opté por colocar otra vez el horóscopo debajo de la cruz cátara y junto a la rosa amarilla de Giambattista Marino, apagué la luz del cubil, salí de él, me cepillé los dientes, recorrí a tientas- y con miedo. Era algo, superior a mí que me venía de la infancia-el largo y crujiente pasillo de la casa, me refugié en mi dormitorio, preparé un par de canutos bien cargados, los fumé mientras soñaba despierto con leones marinos-como el viejo del mar y de Hemingway-y me hundí en un estado de duermevela pegajosa, oleaginosa y algodonosa que en nada o en muy poco contribuyó a mitigar el dolor de las llagas de mi atribulado espíritu.

Alrededor de seis horas más tarde -pronto darían las siete de la mañana en el reloj del péndulo del comedor-me desperté como me había acostado: con un nudo en la garganta, con un bulto en el estómago, con un cuchillo en la ingle.

Era jueves: el primer jueves, y el primer día de la primavera. Seguía lloviendo. Y, en lo tocante a mi vapuleada persona, lo hacía sobre mojado.

No quise ver a nadie. Me encerré en el despacho, me instalé a ras del suelo sobre el diván moruno, puse en el tocadiscos música de sitar [17] -una raga [18] detrás de otra-, cargué de incienso la atmósfera, abusé del hachís jurándome con cada buche de humo que me iba a apartar de él y pasé la mayor parte del día revisando viejos papeles sobre mi búsqueda de Jesús de Galilea, repasando los evangelios, garabateando notas, ordenando ideas, hojeando libros polvorientos (casi todos eran vetustas ediciones del siglo pasado), releyendo con ímpetu de lectura nueva el Cuaderno de apuntes tomados en los cielos e infiernos que conozco, de mi inefable hermanito de horóscopo Sánchez Dragó, y escribiendo las primeras páginas de este verídico relato.

A media tarde di de mano, como dicen en Soria. Aunque llevaba tres días de incierta y dramática lucha con el ángel y el demonio, seguía sintiéndome incapaz de salir sin ayuda de la tupida maraña en la que estaba metido. De modo que decidí pedir árnica otra vez a quien desde el más allá (o desde el fondo de mi inconsciente) pudiese dármela y dispuse sobre la mesa, en buen orden y concierto, todos los cachivaches necesarios para consultar el I Ching o Libro de las Mutaciones. No conocía (ni, probablemente, conoceré nunca) un instrumento más adecuado que éste para escapar a la férrea trampa del dualismo que desde la noche de los tiempos caracteriza y condiciona la llamada vía antiquiaristotélica y escolástica… Platón se salva por los pelos-del pensamiento occidental.

Conté cuidadosamente los tallos de milenrama-no me gustaba el procedimiento de las tres monedas por considerarlo antiestético, minorativo, perezoso, utilitario y vagamente sacrílego-y corroboré que eran cincuenta. Aparté uno, separé los que quedaban en dos montones desiguales, cogí un tallo del montón de la derecha, lo coloqué entre el dedo anular y el meñique de la mano izquierda, agarré con esta misma mano el montón izquierdo, lo dividí con la derecha en haces de cuatro tallos, descarté…

El método canónico era fascinante, pero laborioso. Un verdadero galimatías que hubiese puesto a prueba la paciencia de Job y que resultaba eso sí, altamente eficaz en lo tocante a la correcta interpretación del oráculo, porque el cerebro y la sensibilidad del sacerdote que oficiaba el rito -yo, en este caso- se convertían poco a poco y tallo a tallo, en una superficie de cera virgen en una esponja seca y sedienta, en un desierto de arena jamás hollada por el pie del hombre en una página en blanco para que anidaran en ella las voces del libro y las que en sordina brotaban del subconsciente del postulante. El sacerdote era sólo un intermediario, una especie de correa de transmisión.

Tardé, por ello, casi una hora en obtener la respuesta a mi pregunta. Podía haberlo hecho en quince o veinte minutos, pero el hachís me embarullaba los dedos, lanzaba continuas interferencias y embotaba las terminales nerviosas. Eran ya las siete y media -lo supe, cómo no, por el bendito reloj de péndulo del comedor. Yo nunca llevaba nada en la muñeca- cuando los tallos de milenrama emitieron su veredicto y el número exacto del hexagrama del I Ching que me correspondía se dibujó en mi mollera.

Herminio, de estar allí, hubiese gritado: ¡naturalmente!, echando sus ojos saltones y sus manos huesudas a revolar… Porque la cadena de causalidades, lejos de interrumpirse, seguía y parecía más consistente que nunca: me había salido el sexagésimo cuarto hexagrama, esto es, el último. ¿Su rótulo? Wei Chi, o sea, Antes de la consumación.

No pude por menos de pensar en Jesús… En Jesús, sí, que no en balde dijo poco antes de morir, aún con sabor a vinagre en la boca, que todo se había consumado.

Ni Lucas ni Marcos ni Mateo recogían esa frase, pero sí lo hacía Juan, el discípulo amado el gnóstico de tapadillo, el vidente del Apocalipsis, el lúcido cascarrabias que se le coló de rondón entre los evangelistas ortodoxos, al socaire del concilio de Nicea, a lo que después sería Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

¿Acaso, pensé con cierta aprensión (pero también con un toque de resignación masoquista y de vanidosilla voluntad de martirio), estaban condenados a vivir y a revivir en su propio cuerpo y en su propia alma el proceso y el suplicio de la Crucifixión todos los cristianos que se atrevían a perseguir por caminos nuevos y por trochas jamás transitadas ante la verdad -simultáneamente luminosa y umbría-del mensaje y de la figura de Jesús de Galilea?

Congelé prudentemente la cuestión -supuse que tarde o temprano, caso de seguir dándole vueltas, me saldrían estigmas y preferí evitarlos para no asustar a mis hijos ni a mi chica ni a mis ligues-y regresé al I Ching.

Muchas veces a lo largo de mi vida-aunque sólo en circunstancias verdaderamente excepcionales y, además, cruciales-había consultado ese libro portentoso, pero nunca hasta entonces me había respondido el oráculo oculto en sus páginas (y en nuestro propio pecho) con el último hexagrama de los sesenta y cuatro que a través de él nos propone la rueda del karma, del subconsciente y del destino.

Abrí, por consiguiente, el grueso volumen-se trataba, la duda ofende, de la traducción crítica de Richard Wilhelm prologada por Jung-y me abalancé con ávida curiosidad, casi con gula sobre el oscuro texto sagrado que describe y descifra el hexagrama.

Constaba éste de tres trazos continuos-respectivamente situados en segunda, cuarta y sexta posición contadas desde la base- y de tres líneas partidas que ocupaban todos los huecos restantes.

En el epígrafe impreso junto a la representación gráfica del signo se leía: encima Li, Lo Adherente, la Llama; debajo K'an, Lo Abismal, el comentario del traductor (que fue misionero evangelista, teólogo y gran sinólogo) Della: este hexagrama señala el tiempo en el que todavía no se ha consumado la transición del desorden al orden. La transformación, en realidad, ya está preparada, puesto que todos los trazos del trigrama de arriba guardan relación con los del trigrama de abajo, pero éstos todavía no se encuentran en su sitio. Mientras que el signo anterior se asemeja al otoño, que configura la transición del verano al invierno, este signo es como la primavera que conduce hacia el tiempo fértil del verano partiendo del periodo de inmovilización del invierno. Con tan esperanzadora perspectiva concluye el Libro de las Mutaciones.

El dictamen de los desconocidos compiladores y organizadores de esta opera magna del taoísmo (y monumental suma teológica de una concepción del mundo que no descansa sobre los principios de identidad, causalidad y contradicción, sino sobre los de complementariedad, simultaneidad, resonancia y analogía) rezaba así: Antes de la Consumación. Logro. / Pero si al pequeño zorro, / cuando casi ha consumado la travesía, / se le hunde la cola en el agua, / no hay nada que sea propicio.

Y el anotador comentaba este poemilla hermético de la siguiente forma: las circunstancias son difíciles. La tarea es grande y llena de responsabilidad. Se trata nada menos que de conducir el mundo con pulso firme para sacarlo de la confusión y devolverlo al orden. El colosal esfuerzo, sin embargo, promete éxito, puesto que existe una meta capaz de reunir las fuerzas divergentes. Sólo que, por el momento, todavía hay que proceder con sigilo y cautela. Es preciso actuar como lo haría un zorro viejo al atravesar el hielo. En China es proverbial la precaución con la que caminan estos animales cuando tienen que atravesar una superficie de agua helada. Atentamente auscultan los crujidos y eligen con mucho cuidado y con suma circunspección los puntos más seguros. El zorro joven, que todavía no conoce la necesidad de actuar con esa cautela, camina con audacia, y entonces puede suceder que se hunda en el agua cuando ya casi la ha atravesado y se le moje la cola. En tal caso, naturalmente, todo el esfuerzo ha sido en vano.

Y el sinólogo concluía: De forma análoga, en tiempos anteriores a la consumación, la reflexión analítica y la cautela constituyen la condición fundamental del éxito.

La leyenda del pie de la imagen que acompaña todos los signos del I Ching decía: El fuego está por encima del agua: / la imagen del estado anterior a la transición. / Así el noble es cauteloso en la discriminación de las cosas / a fin de que cada una llegue a ocupar su sitio.

No transcribiré aquí, por ser excesivamente prolijos, los comentarios de las líneas. Sí diré que permanecí inclinado sobre aquel rompecabezas hasta bien entrada la noche-que seguía siendo de lobos-y que llegué fatigosamente a la conclusión de que, me agradase o no, las cuentas volvían a cuadrar. Aquello empezaba a parecer una conjura. Todo me empujaba, diciéndolo con el peculiar lenguaje criptográfico del Libro de las Mutaciones, a atravesar el agua-la del Mediterráneo, evidentemente-para buscar en Jerusalén el cabo del hilo que me permitiría llegar al centro del laberinto y salir, sano y salvo, de él. De un laberinto cuyo umbral, strictu sensu, aún no había franqueado.

El texto del hexagrama que ponía fin a la segunda y última sección del primer y más enjundioso libro del I Ching terminaba con una curiosa nota de Richard Wilhelm redactada en los siguientes términos: Así como el signo «Después de la Consumación»-que es el sexagésimo tercero- representa la mudanza paulatina que partiendo del periodo de progreso y pasando por el apogeo cultural llega a la época del estancamiento, el signo «Antes de la Consumación», representa la transición del caos al orden. Este hexagrama es el último del «Libro de las Mutaciones», lo que significa que todo final encierra un nuevo comienzo.

Amén, dije con sorna y con esperanza para mi coleto. La vida y la muerte, anverso y reverso de la misma moneda, son como un reptil que se muerde la cola. Así el karma, así el suma y sigue de las reencarnaciones, así la definitiva desencarnación.

El reloj de péndulo del comedor, indiferente a todo lo que guardase relación con la necesidad de dormir de los habitantes de la casa (y del edificio), atacó de nuevo: eran, si no mentía, las diez y media de la noche.

Pensé que Devi, Bruno y Kandahar estarían cenando-yo había dado órdenes de que no me molestaran- y decidí hacerles compañía. Cerré el libro, lo puse con todo el miramiento que merecía en su soporte de lujo y, rumiando distraídamente lo que sus páginas me habían dicho, me dirigí al comedor. Oí, antes de entrar, risas e insistentes tintineos de platos, cubiertos y copas.

Seguro que Devi estaba haciendo payasadas. Abrí la puerta y, tal como había previsto, allí los encontré a todos. Me recibieron efusivamente y sentí que mi moral subía como el mercurio en un termómetro. Kandahar me interrogó en silencio con una mirada cómplice. Desvié los ojos -no quería lavar los trapos sucios ni ensuciar los limpios delante de mi prole-y ocupé el sillón de piel de Rusia heredado de mi abuelo y reservado desde tiempo inmemorial, de generación en generación, al patriarca de la familia.

Había apetito, concordia y buen humor. Lo pasé bien. Me gustaba estar con mis hijos. Cené con ellos, metí a Devi en la cama sin atender a sus protestas y vi con los dos mayores una película de muslos, de tiros y de millonarios en la televisión. Luego, después de las noticias, que fueron tan siniestras y tan tendenciosas como de costumbre, me fui a dormir, pero tardé por lo menos dos horas en conciliar el sueño.

La culpa del ataque de insomnio la tuvo el I Ching. Sus palabras, sus tropos, sus alegorías y sus conceptos danzaban alrededor de mi futón [19] como si fuesen marionetas de teatro javanés. La penumbra del dormitorio las disfrazaba las descoyuntaba, las agigantaba. Vi un zorro viejo -tanto, por lo menos, como yo- que llevaba la cola muy enhiesta, y muy seca, y que miraba a todas partes a la vez con ojillos de filósofo sofista. Vi también a la personificación de la primavera: una joven pastora vestida de tirolesa que se había sentado a horcajadas-enseñándome generosamente los muslos-sobre la horquilla de un árbol. Debía de ser de armas tomar, por no decir otra cosa, pues la muy indina me sacaba la lengua, se la pasaba libidinosamente por los labios, se apretaba con dedos lúbricos y buscones las repolludas cazoletas de los pechos y me pedía frunciendo la boca en un gracioso mohín, que la cogiera en brazos y la ayudara a vadear el agua helada del invierno, que aún soplaba, bramaba y se desmelenaba a sus pies. El espectáculo, con aquella lolita rústica instalada en su centro, me sacó de mis casillas y tuve que masturbarme. Vi luego a Fernando Arrabal, que con aspecto de energúmeno de Goya vestido de escocés blandía en mis narices un grueso libro dedicado a la teoría de las catástrofes, y-por último-cristalizó a los pies de la cama un sacerdote sintoísta- ¿por qué no taoísta?, me pregunté-que ejecutaba con extraordinaria pulcritud y sentido de la armonía los movimientos circulares del taichi [20] y me invitaba a imitarlo. El suyo, pensé dándome fachendosamente por aludido, era el camino del guerrero. Justo lo que yo necesitaba.

Comprendí que estaba a punto de dejarme anegar y arrastrar por una ola de megalomanía e intenté evitarlo. Fue difícil. El sexagésimo cuarto hexagrama del I Ching era mucho hexagrama: material altamente inflamable que con extrema facilidad podía subirse a la cabeza de cualquier hombre de pluma. ¿Qué escritor no ha acariciado alguna vez el sueño de publicar un libro que, sacando al mundo de la confusión con pulso firme y devolviéndolo al orden, se convierta en ineludible punto de referencia de toda una época de la historia humana y en íntima y reconfortante obra de cabecera para millones y millones de lectores oriundos de los cinco continentes? ¿Qué ciudadano de la república de las letras no ha querido ser Homero, Platón, Cervantes, Nietzsche, Tolstoi o Dostoievski?

No, decididamente, no era un santo. Mi ego seguía haciendo de las suyas. El abogado del diablo podía dormir tranquilo.

Y, sin embargo, me sentía mejor, mucho mejor que antes de consultar el I Ching. El diagnóstico de éste, engreimiento aparte, no me soliviantaba ni me desconcertaba como me habían desconcertado y soliviantado la conversación con Jaime, los arcanos del tarot y la lectura de mi carta astral.

Conocía muy bien el terreno que desde esa noche pisaba-no en balde me había dedicado durante más de la tercera parte de mi vida a echar el I Ching a todos los amigos y enemigos que me lo pedían-y no necesitaba la ayuda de un Herminio o de un Ezequiel para separar la paja del trigo leyendo entre líneas. Veinte años atrás, en un paradisíaco bungalow de la paradisíaca playa balinesa de Lovina, el Barón Siciliano-mi hijo Bruno se llamaba así en homenaje a su persona y a su memoria-me había enseñado a manejar y a interpretar, en la medida de lo posible, el sacratísimo Libro de las Mutaciones [21]. Y yo le estaba agradecido por ello. Muy agradecido. En todas las esquinas peligrosas o meramente azarosas de mi vida -y sólo Dios y yo sabíamos hasta qué punto abundaban en ella las zonas calientes y las situaciones de fricción-me había sacado las castañas y los testículos del fuego alguno de los hexagramas del I Ching. Este, de hecho, era (después de la Baghavad Gita y del Tao te king) el volumen que rescataría de las llamas en tercer lugar -o, posiblemente, en segundo- si, tal y como me había planteado Kandahar tres noches antes, estuviesen a punto de quemarse todos los libros de la historia del mundo.

Y fue en ese mismo momento cuando mi ángel de la guarda (ya hablaré de él en otra ocasión) desvió bruscamente el curso de mis elucubraciones y puso en abierta fuga a las marionetas del I Ching materializándose ante mí-llevaba mucho tiempo (meses, quizá) sin hacerlo-y preguntándome con retranca y una sonrisa burlona: – ¿Y tus libros, Dionisio? ¿Salvarías tus libros?

– No-dije con implacable sinceridad.

– ¿Ninguno?

– Ninguno. Quiero morir ligero de equipaje para poder pasar por el ojo de la aguja. Y ahora por favor, vete. No incordies. Estoy nervioso y necesito descansar.

– Sí, es cierto: lo necesitas…

Y se desvaneció en el éter.

¡Qué alivio! La única presencia que quedaba en la habitación era la mía.

Respiré abdominalmente en ocho tiempos, me di la vuelta, me subí por detrás el embozo de las sábanas, me arrebujé entre ellas y me quedé dormido.

Al día siguiente me despertó, y no precisamente con suavidad, el maldito teléfono. ¿Por qué, me dije, no lo he arrancado aún de la cabecera de la cama para tirarlo al cubo de la basura que es el lugar que en justicia le corresponde?

Lo cogí, de todas formas, a regañadientes y conseguí balbucear un estropajoso monosílabo.

– ¿Sí? -tanteé.

Era mi madre.

Me incorporé en el acto.

– ¿Estabas durmiendo? -preguntó ladinamente.-Pues sí, mamá, estaba durmiendo -reconocí-, pero a punto ya de despertarme y de saltar de la cama como un hombre de provecho para irme escopeteado al tajo a ganarme el pan con el sudor de la frente. Anoche me quedé escribiendo hasta las tantas.

– ¡No me digas! -comentó con una considerable y saludable dosis de escepticismo-. ¿Y se puede saber qué es lo que escribías a una hora tan inoportuna? Algo que no admitía espera, supongo…

Si mi madre no me conociese, ¿quién me conocería?

– Una carta a mi novia -bromeé-. Me he enterado de que quiere dejarme por otro.

– Estás tú bueno-dijo-. ¿Sabes que luce un sol de justicia, que son las diez de la mañana y que ayer empezó la primavera?

Sabía únicamente lo tercero. Eché un compungido vistazo al reloj de la mesilla de noche y comprobé que lo segundo también era cierto. Las madres no mienten ni se equivocan nunca.

En cuanto a la primera noticia… Los postigos de la ventana, lógicamente, seguían cerrados a machamartillo. Ya la verificaría más tarde.

Cambié el disco.

– ¿Cómo estás, mamá? -pregunté con razonable y respetuosa preocupación de hijo bien educado-. ¿Te pasa algo? No sueles llamarme a estas horas.

– No, Dioni, no me pasa nada -contestó-.

Tenía ochenta y dos años, modales de la belle époque, grácil e ingenua coquetería de recién casada, encorvado el espaldar, los huesos tan frágiles y carnisecos como los de un gorrión, tan limpios y azules los ojos como el agua del Mediterráneo de su infancia levantina y la cabeza tan sólida, tan entera y tan sagaz como medio siglo antes, cuando me dio a luz en un poblachón manchego -Cela dixit-acribillado por las bombas del rojerío.

Nunca había hecho daño a nadie y con todos había practicado siempre el altruismo de la misericordia. La vida, sin embargo, había sido dura con ella: perdió a su marido-que era mi padre…

Yo no alcancé a conocerle- al comienzo de la guerra civil. Tenía entonces veintisiete años y un espinoso futuro por delante. El mundo se le había puesto cuesta arriba, pero aprendió a nadar sin perder la ropa y creció, sonriendo siempre, en edad, en amor y en sabiduría.

En esa sabiduría-la única merecedora de su nombre-que no conduce a la erudición ni a la aridez ni a la petulancia, sino simplemente a la bondad.

Yo -y ahora, al escribirlo y reconocerlo en público, los ojos se me llenan silenciosa y mansamente de lágrimas- se lo debía todo y, en justa reciprocidad, todo lo hubiera dado por ella.

La vida también, si me la pidiese.

Lo digo sin retórica.

Grandes y poderosos eran, por añadidura, el respeto espiritual y la estima intelectual que sentía hacia ella. La consultaba a menudo en los momentos difíciles de mi quehacer literario, sobre todo cuando la religión andaba por medio (y la religión casi siempre andaba por medio de lo que yo escribía. Lo demás había dejado de interesarme muy pronto), y procuraba seguir sus consejos. Como lectora, además, no tenía precio. Había nacido, y esas cosas calan hondo, en una remota era de la historia de la humanidad, cuando la televisión -que es el Maligno- no existía ni se colaba como Pedro por su casa y como las brujas de los siglos oscuros en todos los hogares, en los salones, en las alcobas, en los cuartos de los niños, en las cocinas, en los retretes. Los íncubos y los súcubos entraban entonces en los domicilios de los cristianos (y, con especial ahínco de las cristianitas de buen ver y de mejor folgar) por las chimeneas y por las rendijas de los sueños; ahora-nada o poco nuevo bajo el sol-lo hacen a través de las antenas (parabólicas o no) de los cables, de los enchufes, de las pantallas y de las mellas y fisuras abiertas en la carne, en los sentimientos y en las ideas de los teleadictos por las estúpidas quimeras y las adocenadas ilusiones de color de rosa cursi que despliegan ante ellos los culebrones, los concursos, las falsas promesas de los políticos y las cuñas publicitarias.

¡Ah, el progreso y quien lo trujo! Mal rayo los parta a ambos.

– Bueno-dije-, pues si no te pasa nada y en el frente no hay por ahora novedades de mayor cuantía, ¿a qué debo el honor y el placer de tu llamada, madrépora?

Así la llamaba de niño. Y ella, al oírlo de mi boca de adulto, se esponjaba, ronroneaba y, efectivamente, se ponía tan guapa y tan pimpante como los arrecifes de las barreras coralíferas de los atolones del Pacífico.

– Pues mira lo que son las cosas -contestó-: te llamo porque esta noche, mientras dormía, te he visto escribiendo a toda mecha, y no precisamente cartas a tu novia.

.-¿Era un sueño o una aparición?

– ¡Ya estás con tus tonterías! Claro que era un sueño, Dioni, y un sueño que me ha impresionado lo suficiente como para coger el teléfono y llamarte a esta hora del amanecer, corriendo el riesgo de despertarte y de que me mandaras al diablo.

– ¿Cómo sabes que lo que estaba escribiendo no era una carta a mi novia?

– ¡Y dale! Lo sé, Dioni. No me preguntes la razón, pero lo sé.

– ¿Magia onírica?

– Quizá. En los sueños somos como dioses: omnipotentes, omnipresentes y omniscientes. Conozco, además, al dedillo todas tus costumbres y manías de escritor. ¡Cómo no voy a conocerlas! Empezaste con la matraca de la literatura cuando eras un crío. A los seis o siete años, no sé si lo recuerdas, fundaste un periódico hecho a mano cuyo único ejemplar alquilabas a los vecinos y a los parientes por cinco céntimos de peseta. Te he visto escribir poesías, novelas, obras de teatro, ensayos, trabajos escolares, artículos de prensa, programas de radio y de televisión, traducciones, panfletos comunistas y, naturalmente también cartas, Dioni. Montañas de cartas. Cartas a tus novias, cartas a tus amigos, cartas-no muchas-a tus hijos, cartas a los bancos e incluso, aunque menos veces de las que yo hubiera querido, cartas para mí. Conozco muy bien por lo tanto, la cara que se te pone cuando escribes y según lo que escribes.

– ¿Y que cara ponía en tu sueño, mamá?

– Espera… No sé qué decirte. Todo en él era extraño. Muy extraño. Para empezar, Dioni, no escribías a máquina -tú, que siempre lo haces así-, sino a mano, aunque no estoy segura del instrumento que utilizabas. Quizá un lápiz, quizá una pluma, quizá un bolígrafo.

– Sería un boli. Los lápices no pasan la barrera del sonido de la posteridad y las plumas me manchan los dedos de tinta y me llenan el papel de borrones. Siempre he sido un manazas.

– Pues sí, siempre lo has sido. De niño también te sucedía.

– Sigue con el sueño. ¿Cómo empezaba?

– Es difícil responder a eso. Creo que con el apóstol Santiago, pero no me pidas detalles. No los recuerdo.

Ironizar a mi costa es uno de mis deportes favoritos. Para practicarlo pregunté con socarronería: -¿No te equivocas de apóstol, mamá? ¿No sería, más bien, san Pedro?

– No-dijo inocentemente-. ¿Por qué iba a ser san Pedro?

Era imposible que cogiese onda.

– Por nada, mamá, por nada. Cosas que se me ocurren.

– Bueno-siguió-, pues el apóstol Santiago como te digo, andaba danzando por allí a cuento de no sé qué y, de repente, apareciste tú.

– ¿Escribiendo?

– Sí, escribiendo.

– ¿Dónde estábamos?

– Tampoco lo sé, pero desde luego no era en ninguno de los sitios donde sueles hacerlo. Escribías, escribías y escribías sin parar, como un poseso. Y yo, asombrada, te decía: pero hijo, ¿no ves que tu mano se mueve sola? No eres tú quien escribes. Alguien lo hace por ti o, mejor dicho tú lo haces por él. Estás escribiendo lo que te dictan.

– ¿Y quién era el mastuerzo que se tomaba tamaña libertad con el escritor más brillante y mejor remunerado del país?

– Nadie, Dioni. No había nadie.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– ¿No sería el apóstol Santiago quien, abusando de sus prerrogativas, se permitía el lujo de utilizarme como secretaria y amanuense? Al fin y al cabo he escrito muchas páginas sobre él sin pedirle el nihil obstat. A lo mejor se sentía con derecho.

– No, Dioni, no era él. El apóstol había desaparecido.

– ¿Y san Pedro? ¿No sería san Pedro?

– ¿Otra vez? ¡Qué obsesión! Voy a colgar. Ya veo que el asunto no te interesa. Te estás pitorreando de mí.

– Eso nunca, mamá. Bromeaba. Y ahora sigue… ¿De verdad se movía sola mi mano?

– De verdad. Y te aseguro que era impresionante.

– ¿En el mal sentido de la palabra?

– No. En el bueno. No te estoy hablando de una pesadilla. Era un sueño alegre, agradable y positivo.

– ¿No te asustaste?

– En ningún momento. Todo me parecía muy bonito.

– Lo que me cuentas tiene nombre, mamá. Se llama escritura automática. Es uno de los enigmas y caballos de batalla preferidos por los parapsicólogos. Se han barajado muchas explicaciones.

– Ya lo sé. Pero lo de automática nunca me ha gustado. Mejor sería decir inspirada.

Lo insinué antes: siempre tenía razón.

Se la di y pregunté: -¿Qué pasó luego?

– ¿Luego? Nada, Dioni. Ya no pasó nada.

– ¿No viste más cosas en tu sueño?

– Pues no, no las vi… O, si las había, se me han olvidado. Soy un desastre. La edad.

Me eché a reír.

– No, mamá -dije-. La edad, no. Todo el mundo se olvida del contenido de los sueños aunque no de su intención. Los psicoanalistas aconsejan a sus pacientes que tengan siempre a mano, en la mesilla de noche, un cuaderno y un lápiz para apuntar los detalles, las situaciones y el intríngulis de lo que sueñan inmediatamente después de despertarse.

– Lo que sí recuerdo a la perfección, Dioni, y perdona que insista en ello, es que todo era bonito. Muy bonito y también muy claro. Yo me sentía a gusto, pero tremendamente impresionada. Ya te lo he dicho.

– Sí, me lo has dicho, pero no acabo de entenderlo. ¿Qué es lo que te impresionaba? Así con la sencillez con que lo cuentas, no parece que la cosa fuese para tanto.

– Me impresionaba la certeza de que allí, en lo que escribías, estaba en juego algo muy importante. De eso, y vuelvo a decirte que no me preguntes por qué, no me cabe la menor duda.

No se dio cuenta, claro, pero acababa de propinarme otro golpe en el occipucio.

Otro golpe en el occipucio y otra llamada de atención, otro toque de fajina, otro bastonazo, otra causalidad…

No me atrevía ni tan siquiera a pensarlo, pero lo pensé: ¿otra señal de las alturas?

Yo también me sentía muy impresionado.

Herminio hablaba en mi horóscopo de una auténtica confabulación astral a mi favor y, efectivamente, todo aquello -lo que desde el lunes como en una guerra de fuego graneado, me estaba sucediendo-parecía una conjura. Una conjura o, quizá, una novela policíaca: detective español de cincuenta y tres años se ve obligado por los dioses, por la Confederación de Fuerzas del Más Allá y por las circunstancias a partir en busca de Jesús de Galilea, predicador judío que desapareció misteriosamente en el trigésimo tercer año de nuestra era. El editor más importante del país publicará el informe sobre las pesquisas y dará cuenta de sus resultados.

Los jalones y los protagonistas de esa conjura eran Jaime, Kandahar, el hachís, Herminio, el tarot, Ezequiel, las estrellas, el Barón Siciliano, el I Ching y ahora, para remate, mi madre.

Lo que faltaba, me dije. Jung lo sabía muy bien y se molestó en explicárnoslo: los sueños de las personas ancianas casi siempre dan en el clavo.

Decidí tantear un poco el terreno.

– Mamá -dije-, desde hace algún tiempo me ronda por la cabeza la idea de escribir un libro sobre Jesús, quizá una especie de novela, y me gustaría conocer tu opinión al respecto. ¿Estoy o no estoy loco? ¿Qué te parece la ocurrencia?

El auricular del teléfono enmudeció. Hubo por lo menos diez segundos de silencio. Y éste, supongo, se habría prolongado aún más si yo no me hubiese decidido a romperlo.

– ¿Mamá? -indagué cautelosamente, como si fuera un zorro viejo atravesando una superficie de agua helada.

– Estoy aquí, hijo-contestó.

– ¿No tienes nada que decirme?

– Demasiadas cosas. Por eso me callo.

– Empieza por la que más rabia te dé.

– No te gustaría.

– Mis espaldas son fuertes. Sobreviviré. Recuerda que me fui a la guerra del Vietnam con una mochila y un ejemplar del Quijote, y volví ileso.

– Cuando llegaste allí ya no llevabas el Quijote.

– Cierto. El solo pesaba más que el resto del equipaje. Tuve que abandonarlo a su suerte en un hotelucho de Estambul [22].

– Sí, Dioni. Me acuerdo muy bien. Y yo conseguí enviarte a Saigón, y que lo recibieras, un paquete de turrones de Mira y un décimo de lotería para el sorteo de navidad. [23] -Año de mil novecientos sesenta y nueve y resaca del mayo francés. Aquello fue algo más que un gesto, mamá. Fue una verdadera proeza que no he olvidado y que nunca olvidaré. Eso sí: te precipitaste un poco. Recibí el envío en octubre.

– Lo planifiqué con mucha antelación. ¡Todo era tan difícil entonces! Y menos mal que me curé en salud y que tomé precauciones, porque antes de que terminara el mes, tan culo de mal asiento como siempre, ya estabas en Camboya.

– El penúltimo paraíso. Tuve suerte en alcanzar a verlo. Luego, nada más irme, llegaron los jemeres rojos, y adiós. Por cierto: el turrón, que estaba algo pringosillo por culpa de la calorina del trópico, me supo a gloria.

– Sí, pero en justa contrapartida no te tocó el gordo.

– Ni el gordo ni la pedrea.

– De todas formas, Dioni, no tienes por qué agradecerme aquello. Reserva tu gratitud para los padres franciscanos. ¿Recuerdas que fuiste a recoger el paquete a una de sus misiones? De ellos fue el mérito del milagro.

– De ellos y tuyo, mamá. Había que hilar muy fino para que yo pudiese tomar guirlache y mazapán de Mira en el corazón del sudeste asiático, rodeado de guerrilleros, de napalm y de B-52 por todas partes. No sé si vas a creerme, pero te aseguro que aquel turrón y aquel billete de lotería fueron la prueba de amor más fuerte que he recibido en mi vida.

– Nos hemos desviado del asunto principal.

– Eso tiene fácil arreglo. Te he formulado una pregunta y sigo esperando la respuesta, aunque tu silencio me obliga a suponer que no estás por la labor.

– No me hables en cheli, hijo.

– Perdona. Se me ha escapado. Yo también lo odio. Bruno, Devi y Kandahar me pegan sus expresiones. Entre los tres van a conseguir que hable como un macarra.

– Tu proyecto me asusta, Dioni. No quiero desanimarte, pero es así.

– Ya me lo olía yo. Por algo no querías responderme. Pero no te preocupes, mamá. Lo entiendo. A mí también me asusta escribir ese libro.

Y por curiosidad, sólo por curiosidad: ¿qué es lo que tanto miedo te da en él?

– Tú, Dioni. Me das miedo tú. Me dan miedo tus puntos de vista, tus excesos, tus laberintos mentales, tu extravagancia, tu empeño en parecer original, tu sarampión orientalista…

– … que es ya enfermedad crónica e incurable, mamá. Se me declaró hace más de veinte años.

Pasó por alto el inciso. Se había embalado.

– Y me asusta-dijo-tu vocación de enfant terrible a cualquier precio y caiga quien caiga. Ya vas siendo mayorcito, Dioni. Puedes hacer todas las piruetas y malabarismos que se te antojen en tus obras de invención. Estás en tu derecho y, además, así debe de ser. La literatura es un puerto franco y un territorio libre de cualquier jurisdicción. Cuanto más chisporrotees en él, mejor.

Tus lectores te lo agradecerán y todos saldremos ganando. Pero con Jesús no se juega, hijo mío.

Existen cientos de millones de personas, aquí y también allí, en Oriente, para las cuales es lo más serio que hay en sus vidas. No lo olvides. Tu responsabilidad es grande y algún día te pedirán cuentas.

Hablaba con una energía impropia de su edad.

Era una mujer muy fuerte, aunque casi nunca sacaba las uñas. Sólo lo hacía en determinados momentos y siempre por causas nobles o en defensa de los suyos, pero no de lo suyo. El egoísmo y la injusticia le eran tan ajenos como la modernidad, la postmodernidad y el microondas.

– ¡A quién se lo dices, mamá! -protesté con escaso fuelle-. ¿Por qué crees que te he pedido consejo y que llevo años dándole vueltas al asunto sin tomar una decisión? Soy consciente de todos los riesgos que señalas. Tanto que no sé por dónde tirar ni a qué clavo agarrarme ni a qué Virgen ponerle velas.

– Déjate de historias y escribe una novela de aventuras. Es lo que mejor te sale. Zapatero, a tus zapatos.

– Me alegra que lo digas, porque eso es justamente lo que quiero escribir: una novela de aventuras.

– ¿Sobre Jesús?

– Sí, sobre Jesús. El personaje se presta, ¿no crees? Hay en su vida misterio, viajes, tensión, incertidumbre, emboscadas, buenos y malos, mujeres hermosas y mujeres piadosas, traidores, exotismo, ocultismo, tiranos, luchas políticas y religiosas, entrechocar de espadas, conspiraciones, Reyes Magos, leprosos, prostitutas, adúlteras, amor, dolor, muerte y hasta una resurrección.

¿Qué más se necesita? Están todos los ingredientes de las películas de Indiana Jones. Mi libro podría titularse La más hermosa historia jamás contada. ¡Lástima que Kipling se me anticipara y me robase el título!

– ¿Historia contada o por contar, Dioni?

Su olfato era infalible. Me había pillado. Tuve e reconocerlo.

– Por contar, mamá-admití.

Lo que equivalía a confesar que no me fiaba de nadie, ni siquiera de los evangelistas, y que mi propósito en lo tocante a Jesús era ponerlo todo patas arriba.

En ese mismo momento -mi quinqué también funcionaba-supe lo que a renglón seguido iba a escuchar de sus labios.

– Ya -dijo-. Te veo venir, Dioni. Eres un herejote y no tienes arreglo. ¿Para qué sirve menear ciertas cosas? Hazme caso: déjalas estar. Tu vida es cómoda. No te busques líos.

Eché mano de todo mi valor, que en aquel momento no era mucho, y me atreví a meter en danza uno de los argumentos que había utilizado en mi conversación con Jaime Molina.

– Las iglesias oficiales e institucionales -dije- funcionan como el consejo de administración de una multinacional: ven en Cristo una materia prima, lo explotan, lo monopolizan, lo acaparan, creen que han comprado la exclusiva y que, en consecuencia, tienen derecho a percibir y a reinvertir todos los dividendos. Algún día-y si no, al tiempo-veremos a los católicos, a los ortodoxos y a los protestantes dirimiendo sus querellas y esgrimiendo sus respectivos títulos de propiedad ante el Tribunal de La Haya. Tendríamos que denunciarlos por apropiación indebida por robo sacrílego y por secuestro de persona.

Papas, popes o pastores: ¡qué más da! Todos son cómplices en el mismo delito, aunque la intensidad de su participación en él sea diferente en cada caso, y todos ordeñan la misma ubre.

¿Vamos a seguir indefinidamente así? ¿Vamos a estar eternamente cruzados de brazos ante una situación que -nunca mejor dicho- clama al cielo? Alguien tendría que explicar a la gente que la religión es un hecho estrictamente personal que para hablar con Dios basta quererlo, que la luz del Espíritu no brilla sólo en el sagrario y que las Iglesias pueden ser, en el mejor de los casos órganos consultivos, pero no legislativos ni ejecutivos ni, menos aún, judiciales. Alguien debería denunciar lo que sucede y tomar cartas en el asunto. Alguien tendría que liberar a Cristo del zulo en el que lo metieron hace casi dos mil años y devolvérselo al pueblo, a la gente sencilla, a las beatas que bisbisean en sus reclinatorios y a los carboneros que se dan golpes en el pecho con fe ciega, a ti y a mí, a quienes aún no han oído hablar de él, a quienes le niegan o le minimizan, a quienes le buscamos, a quienes le rezamos, a quienes le necesitamos, a quienes le amamos, veneramos y adoramos.

– Y tú eres la persona llamada a hacerlo. Tiraba con bala, y no precisamente de fogueo.

Me defendí atrincherándome en el humor.

– Digamos -apunté con una sonrisilla de perro apaleado que mi interlocutora no vio-que podría formar parte del heroico comando al que se le encargara esa misión. Los geos del Espíritu o algo así. ¿Tú qué opinas? ¿Me viene ancho el papel o tengo suficiente musculatura para pegar un patadón en el tabique del zulo e inmovilizar a los secuestradores?

– ¡Ay, hijo mío, qué cosas tienes! -se limitó a argumentar mi interlocutora-. ¡Siempre corriendo delante del toro de la vida!

Comprendí que estaba en el buen camino y seguí en la brecha.

– ¿Qué significa ese agudo comentario?-dije-. ¿Sospechas, acaso, que tu primogénito no está a la altura de lo requerido por las circunstancias? ¡Mujer de poca fe, abre tus ojos y toca mis bíceps! Su tamaño y su dureza te convencerán de lo contrario.

– Mira, Dioni-me dijo como quien espanta una mosca-: lo que yo opine o deje de opinar es indiferente. Te conozco, porque te he parido y sé que la tentación es superior a tus fuerzas.

¡Ahí es nada! ¡Convertirte en abanderado, en cronista y en punta de lanza de la nueva cruzada que desbaratará las tropas clericales y la conjura del oscurantismo religioso para poner a Jesús en el lugar que le corresponde! Pronto te oiré decir, si es que no lo has dicho ya sin que yo lo sepa, que eres la reencarnación de Pedro el Ermitaño. Está en tu línea y en la línea de esa dichosa nueva era de la que tanto hablas y en la que tú y los que son como tú nos queréis enredar a todos. Confiemos en que no mueras de peste, como San Luis, frente a las murallas de Túnez. Rezaré por ti, y ya es bastante. Pero no me pidas consejos ni juicios ni orientaciones, porque sé que terminarás haciendo, como siempre tu santa voluntad. Ahora bien: me gustaría que caso de embarcarte por fin en la aventura, me prometieras una cosa.

– ¿Sólo una?

– Sólo una.

– ¿Qué quieres pedirme?

– Qué actúes con cabeza, con sentido común y con tiento para no ofender a nadie. Piensa que no todo el mundo es como tú. ¿Conoces a mucha gente que haya estado en Saigón? Tenías nueve encantadores añitos, Dioni, cuando te llevaste un buen rapapolvo de tu padrastro porque te pilló leyendo la Biblia sin expurgar traducida por Cipriano de Valera

– Era la única que había en casa.

– Sí, pero tus amiguitos no leían esas cosas.

Se conformaban con las aventuras de Guillermo o de Juan Centella.

– ¡Qué más querría yo que no ofender a nadie! Pero será difícil, muy difícil. En cuanto alguien, cristiano o no, se atreve a decir en público, y no digamos por escrito, lo que sinceramente y sin ningún ánimo de sembrar cizaña piensa sobre Jesús, y lo hace saliéndose del carril de la más estricta, putrefacta, aborregada y gazmoña ortodoxia, mil o dos mil millones de personas sedientas de sangre se rasgan las vestiduras y se le tiran directamente a la yugular. De todas formas, y no sólo porque tú me lo pides, mamá, sino también por la cuenta que me trae, puedes estar segura de que seré exquisitamente respetuoso [24] y me andaré con pies de plomo para que nadie se dé por herido ni por ofendido. Te doy mi palabra de que si aún estoy deshojando la margarita del libro sobre Jesús es, entre otras cosas, porque no quiero turbar a nadie. A nadie, mamá, ni siquiera a mí mismo. No te olvides de que yo también entro en el cupo ni de la edad que tengo ni del colegio donde, por decisión tuya, estudié el bachillerato. Lo digo porque salta a la vista que cuando un españolito de mi generación y de mi formación se pone a hurgar en la vida y en las obras de Jesús, está hurgando en su propia infancia. Se remueven dentro muchas cosas, mamá.

Muchas. Es, casi, como psicoanalizarse. O peor.

Y nunca me han gustado los psicoanalistas.

– A mí tampoco-dijo con un hilo de voz.

Pensé que la había convencido.

– Y ahora, si te parece -concluí-, demos carpetazo al asunto y celebrémoslo con una buena comida en Edelweiss. Hace muchísimo tiempo que no vamos a tu restaurante favorito. Los camareros se habrán olvidado de nosotros.

– Quieres engatusarme, Dioni.

– Pues sí: quiero engatusarte. ¿Hay algo de malo en ello? Y te autorizo, además, a que entre plato y plato sigas leyéndome la cartilla. ¿Te queda algo de pólvora en las cartucheras? ¿Sí?

Pues ceba el fusil y hiere. Ya sabes que tus opiniones, tus reconvenciones y tus pescozones siempre son bien recibidos.

– Te cojo la palabra al vuelo y te confieso que, efectivamente, me queda algo dentro.

– No seas avariciosa. No te lo guardes para ti. Te escucho.

– No soy quién para decirte esto, pero quiero recordarte que la mejor literatura, en contra de lo que pensaba el pobre Oscar Wilde, es la que se hace con buenos sentimientos.

– Por descontado, mamá. Lo sé muy bien.

Y era cierto. No estaba bailándole el agua ni siguiéndole la corriente. Me había costado mucho trabajo y no pocos sinsabores llegar a esa conclusión en el seno de una preceptiva literaria tan esnob, tan pueblerina y tan tendenciosa como lo era la imperante en mi país, en mi hemisferio y en mi época, pero por fin, sudando tinta, lo había conseguido. Y ahora, al soplar mi madre sobre el rescoldo de aquellas cenizas juveniles y no tan juveniles, pensé con una sensación de creciente ahogo-pero también con solidaridad y con misericordia (una virtud que a ellos, tan petulantes siempre, los espantaría)-en todos los buenos escritores que habían malgastado su talento y sus denarios, a veces muy copiosos, emborrachando sus almas, embotando sus sentidos y envenenando sus plumas con el vino de esa falacia, tan extendida, según la cual los buenos sentimientos están reñidos con la alta literatura. La lista era estremecedoramente larga y también lujosa, sobre todo a partir de la revolución francesa: Lord Byron, el propio Oscar Wilde, Baudelaire, Lautréamont, Sartre, Simone de Beauvoir, Joyce, Kafka, Truman Capote, Norman Mailer, Alberto Moravia, Aragon, Gunter Grass, Tom Wolfe, Burroughs, un abarrotado etcétera e incluso, poniéndonos ropa de andar por casa, Francisco Umbral.

¿Trenzó acaso Cervantes la urdimbre del Quijote -o Virgilio la de la Eneida, o Montaigne la de sus Ensayos, o Dante la de la Divina Comedia- con el hilo de la maldad, con el huso de la perversión o con la rueca de los bajos instintos?

Estaba a punto de despedirme y de colgar dando por terminada la conversación hasta que ese mismo día nos reuniéramos en el restaurante, cuando llegó a mis oídos (y me apeó de las nubes) la voz de mi madre que decía: -Dioni…

– ¿Sí? -pregunté tanteando otra vez el terreno.

Pero mi temor era infundado. Ya no había casus belli.

– Recuerda -dijo- que Jesús fue amor y que el amor es la belleza. No existe otra verdad.

Guíate por ella y procura escribir un libro en el que Jesús sea cristiano -entrecomilló la palabra-y, por lo tanto, ecuménico de verdad. Basta de catolicismo.

¿Y me lo decía ella, que era casi de comunión diaria y que estaba a partir un piñón con los franciscanos de la esquina de su calle? Algo muy similar había sostenido yo durante mi encontronazo con Jaime.

Anoté la lección, que lo era de libertad, de ecuanimidad y de magnanimidad, y pensé -a propósito de lo que me había dicho al sesgo como quien no quiere la cosa, sobre la Verdad el Amor y la Belleza- que Platón, Schelling y Keats hablaban por su boca, aunque era poco probable que ella lo supiese.

Mi madre, por lo demás, parecía dar por hecho que mi decisión estaba ya irreversiblemente tomada sub rosa, para bien o para mal, y que la columna de humo que salía de mi chimenea -habemus papam-era tan afirmativa, tan inquebrantable y tan blanca como a los ochenta y tres años seguía siéndolo su espíritu.

O sea: se había resignado y estaba dispuesta, dentro de ciertos límites, a colaborar conmigo y a facilitarme la tarea.

Eso, por una parte.

Por otra, sin embargo, parecía reticente y no ocultaba su escepticismo hacia un proyecto del que, a su juicio, no podía derivarse nada bueno para mi persona ni para el mundo. Sólo ella, de hecho, y absolutamente nadie más, había intentado disuadirme de mis titubeantes propósitos y convencerme de que la tentativa de escribir el libro número doscientos mil uno sobre Jesús de Nazaret (o de donde rayos fuese), era, sencillamente, una locura.

Pero al mismo tiempo, y por encima de cualquier otra consideración optimista o pesimista, de todo aquel palique y floreo telefónico sólo seguía repiqueteando con fuerza en mis oídos -y me impresionaba, y me importaba, y también, ay, me importunaba- el clarísimo mensaje inscrito en el sueño que aquella mañana la había empujado desaladamente a telefonearme y a despertarme.

Si lo que en él había visto y sentido-nítidamente dibujado sobre la pantalla de la inconsciencia (o, quizá, superconsciencia) onírica- no era un fiat caído del cielo, un nihil obstat otorgado por las alturas, una patente de corso extendida por las autoridades aduaneras del más allá, un disparo de salida en la línea de arranque de mi alocada carrera de obstáculos hacia Jerusalén, ¿qué 96 diantre era? ¿Una simple casualidad, que no causalidad?

Demasiado retorcido para ser cierto. Carambolas así no existen ni en las novelas.

¿Podía desatender esa llamada?

Dejé la pregunta en el aire.

La voz de la autora de mis días, lejanísima llegó otra vez hasta el auricular, que seguía indolentemente apoyado en mi oreja.

– Un beso, hijo -oí, a duras penas, que decía.

Y colgó.

El sábado-seguía luciendo el sol, correteando la primavera bajo la piel de los adolescentes y soplando desde el Guadarrama un airecillo serrano y zumbón que alborotaba la ropa de las mujeres y despabilaba los malos pensamientos de los hombres-cogí en volandas a mis tres hijos, los embutí quieras que no en el puñetero Mercedes de color gris metalizado (que pesaba sobre mis hombros de jipi venido a menos como debían de pesar los cilicios, las cadenas y los capirotes morados en la cintura, en los tobillos, en las cervicales y en la conciencia de los disciplinantes de las procesiones de Semana Santa) y me los llevé a comer cochinillo asado a Segovia, a pasear por los barbechos y trigales de Castilla, y a dormir en una vieja casa rural habilitada para acoger a huéspedes bucólicos, andariegos y extravagantes en un pedregoso villorrio del término de Sotosalbos. Las chicas, como de costumbre, no pusieron pegas y Bruno, que casi siempre hacía rancho aparte, accedió por una vez a integrarse en la comitiva sin demasiadas protestas ni aspavientos.

La expedición prolongó sus trabajos y sus días hasta el domingo por la noche. Fueron dos jornadas memorables y, a pesar de la sombra del Galileo (que flotaba permanentemente sobre mí con el dedo índice engarabitado, como si quisiera arrastrarme hasta no sé qué huerto, quizás el de Getsemaní), casi perfectas. Llevaba yo mucho tiempo sin sentirme tan a gusto dentro de mis zapatos, tan bien avenido con mi conciencia, tan armónicamente instalado en las bajuras del microcosmos. El clima no se encabritó pese a lo veleidoso e incierto de la fecha. El cochinillo estaba en su punto, crujiente, sabroso y rezumante de colesterol. Los caldos de la zona vitivinícola de Rueda pusieron cordialidad, color, calor y entusiasmo en las mejillas y en los corazones. El paisaje rojizo y amarillento de Castilla nos ensanchó el alma, con todas sus potencias y atributos a los cuatro-sin excluir a Devi, que no echó de menos la televisión ni los videojuegos de marcianitos comilones ni la compañía roquera y jaranera de sus amigas-y los arreboles del lentísimo crepúsculo que se abatió, borrándola, sobre la llanura de pan llevar nos transportaron a secretas regiones del espíritu en las que no cabía la incredulidad ni la dualidad ni la maldad. Dormimos a pierna suelta no sin embaularnos antes una copiosa cena vegetariana-convenía neutralizar los excesos del almuerzo con brócolis, alcachofas, ajos, verdolaga, arroz integral, frutos secos y mucho aceite de oliva-y el domingo, de buena mañana, alquilamos después de desayunar como reyes de taifa una reata de mulas viejas y recorrimos a horcajadas de sus espinazos un desfiladero lleno de oquedades y espeluncas en cuyas paredes brotaban como si fueran líquenes y setas imágenes confusas y confusos latinajos de carácter místico y erótico. Y, para colmo y copete de tanta bienaventuranza, el regreso a Madrid en la tarde del domingo por una abominable autopista teóricamente llena de palurdos con utilitario y minicámara de vídeo y de yupis al volante de sus bólidos no resultó tan duro como pensábamos.

Por todo lo cual, y por lo que perezosamente me dejo en el tintero, Bruno, Kandahar, Devi y yo volvimos a casa mucho más unidos, relajados y risueños de lo que lo estábamos en el momento de salir.

Me reconcilié -falta me hacía- con mi familia y alabé en mi fuero interno la sabiduría demostrada poco antes de morir por el cineasta John Huston cuando dijo que, si le permitieran volver a empezar, rectificaría cuatro errores -sólo cuatro-de los muchos sistemáticamente cometidos a lo largo de su barroca y asendereada existencia. A saber: bebería vino y no licores, no se gastaría el dinero antes de ganarlo, pasaría mucho más tiempo con sus hijos y…

Francamente: la cuarta enmienda a la totalidad se me ha olvidado. La vida es así, la arterioesclerosis avanza y los roedores de Alzheimer mordisquean ya los lóbulos de mi cerebro.

– Bueno, pues yo también -me dije-. Yo también voy a pasar a partir de ahora mucho más tiempo con mis hijos. Pero antes, eso sí tengo que resolver el contencioso que me traigo con Jesús.

Y me fui a la piltra más contento que unas pascuas celebradas con torrijas, zurracapote, licor de arándanos y bizcochos de soletilla.

Pero antes pasé por mi guarida de escritor alobadado, cogí el I Ching y me lo llevé al dormitorio. Quería revisar su sexagésimo cuarto hexagrama prestando especial atención a la lectura del texto de cada línea y al movimiento inscrito en éstas. Es ahí, concretamente, donde con más claridad se pone de manifiesto el sentido de la mutación que se avecina.

Lié un porro con la hierba exquisita -cosecha del noventa-que un par de meses antes me había enviado por valija diplomática el Barón Siciliano desde su feudo sículo y, entre bocanada y bocanada, repasé con ojillos de mangosta los versos y los comentarios que glosaban el signo.

Lo hice descuidadamente, deprisa y corriendo, pues durante la sesión del jueves me había aprendido aquellas cinco páginas casi de carrerilla, pero al llegar al seis en la quinta línea frené en seco mientras el corazón se me disparaba. Allí, para decirlo con la sonora voz del pueblo, había tomate.

Releí y volví a leer dos o tres veces lo que en ese punto estaba escrito. Empecé, lógicamente, por el poemilla original-Seis en el quinto puesto significa / que la perseverancia trae felicidad.

No hay arrepentimiento. / La luz del noble es verdadera. / ¡Ventura!-y terminé por el escolio que lo acompañaba y que lo explicaba en los siguientes términos: Se ha conquistado la victoria. / La fuerza de la constancia no se vio defraudada.

Todo anduvo bien. Los escrúpulos se han superado. El éxito ha dado la razón a la acción. Brilla nuevamente la luz de una personalidad noble que se impone entre sus semejantes y logra que crean en esa luz y la rodeen. Ha llegado el tiempo nuevo y, con él, la ventura. Y axial como después de la lluvia el sol alumbra con redoblada belleza o como el bosque, después de un incendio, resurge de las ruinas carbonizadas con multiplicado frescor, axial el tiempo nuevo se recorta con acentuada luminosidad sobre la miseria del tiempo que pasó.

Volví a sentirme intrigado, reconfortado y, malhaya, halagado. El I Ching hablaba insistentemente de victoria (¿a costa, quizá, de alguien?)de éxito, de nobleza, de ventura, de triunfo de la luz sobre la miseria, de tiempo nuevo o nueva era-la misma, posiblemente, en la que yo, según mi madre, pretendo enrolar a tirios y a troyanos-y, sobre todo, porque eso era lo más significativo, hablaba entre líneas, pero con rotunda claridad, de la difusión del mensaje de Cristo entre los hombres y de su aceptación por parte de estos.

¿Sería ese, de verdad, el destino que me esperaba y que esperaba a mis sueños de apostolado si me decidía a enfrentarme a la prueba del laberinto, a apencar con el envite y el albur del encargo de Jaime, a sacar un billete de avión para Jerusalén y a empezar desde allí mi búsqueda de Jesús de Galilea?

Sí, no, sí, no, sí, no, sí…

Cerré el libro de golpe y apagué la luz. La margarita ya no tenía más hojas. La suerte parecía echada.

Recé un padrenuestro. Me santigüé. Cinco minutos más tarde me había dormido.

Y a todo esto, ajena a cuanto me sucedía y al avispero que durante su ausencia se había desencadenado en Madrid, mi chica-¿se estaría convirtiendo, como todas mis mujeres anteriores, en una señora?- seguía de viaje de placer o de lo que fuese por los lunáticos valles del territorio de Babia.

Lo primero que hice al día siguiente, nada más despertarme, fue coger un folio y escribir lo que sigue: Un ser humano viene al mundo. Ante él se despliega un laberinto: el de la vida. Hay que recorrerlo-y que apurarlo hasta la hez-para llegar a la hora de la muerte con la cabeza levantada y con los ojos inundados por la luz del más allá.

– ¿Es ésa, entonces, la prueba del laberinto?

– Si. Quien alcanza el centro de éste y se instala en él, como lo hizo Teseo, se centra… Vale decir: se convierte en el ónfalo de convergencia de todos los puntos de la Realidad, que es esférica y se divide en dos hemisferios contiguos: el del microcosmos y el del macrocosmos, el del Valle de Lágrimas y el del Reino de los Cielos, el del mundo denso y el del mundo sutil. Estar centrado significa estar equilibrado, ser un hombre armónico y completo. Teseo lleva en la diestra una espada -el yang-y en la zurda el cabo del hilo que le ha entregado Ariadna (o sea: el yin). La suma de esos dos complementarios le permite encontrar el camino del centro, sortear las trampas que se le tienden, superar todos los obstáculos, dominar el miedo y la fatiga, arrostrar el peligro, enfrentarse al Minotauro (o a los monstruos del subconsciente individual y del inconsciente colectivo) y darle muerte. La vida, a partir de ese momento, deja de ser un problema. La felicidad y la certeza de la inmortalidad sustituyen a la zozobra. Desaparece la angustia y el ritmo de la respiración se incorpora a la música de las esferas.

– ¿Tiene todo eso algo que ver con la Tauromaquia? Lo pregunto porque hay quienes dicen que Teseo y Hércules fueron los inventores y fundadores del arte de Cúchares.

– La plaza de toros es el laberinto y el torero es el hombre que resuelve el criptograma de la existencia retando y matando al Toro en el centro de la plaza. No se olvide usted de que las grandes faenas se hacen con las zapatillas plantadas en la boca de riego del albero.

– ¿Quiere añadir algo sobre este asunto?

– Sí. Me gustaría señalar que el torero es, seguramente, el último héroe vivo.

– ¿Y cuál es la función del héroe?

– Servir de cordón umbilical entre el microcosmos y el macrocosmos, por una parte, y enseñarnos el camino del centro, por otra.

– ¿Qué sucederá si los anglocabrones y otras yerbas del mismo pelaje se salen con la suya y consiguen prohibir las corridas de toros?

– Sucederá que todos nos quedaremos descentrados.

Puse el punto final, firmé, me fui hacia la fotocopiadora, multipliqué el texto por siete, abrí uno de los cajones de mi mesa de trabajo, saqué seis sobres, distribuí entre ellos -quedándome yo con el original-las copias de lo que acababa de escribir, los cerré y se los di a mi secretaria con el encargo de que setenta y dos horas más tarde los repartiera-uno para cada uno-entre Jaime, Kandahar, Herminio, Ezequiel, el Barón Siciliano y mi madre. En el reverso de cada sobre como único remite, había cuatro palabras: la prueba del laberinto. A buen entendedor…

Siempre me había gustado ser misterioso o, como mínimo, parecerlo. Me consideraba obligado a ello por mi condición de escritor. Oscuro, para que todos atiendan. / Claro como el agua, claro, / para que nadie comprenda [25].

Desayuné con apetito, leí el periódico con una sonrisilla irónica-las mentiras y las medias verdades de la prensa siempre me producían reacciones encontradas de irritación, indignación, frustración y resignación-, puse a mi secretaria al tanto de lo que sucedía (sin entrar en detalles engorrosos) y le di las instrucciones pertinentes, saqué de la biblioteca el segundo volumen de la monumental Historia de las creencias y de las ideas religiosas, del maestro Dircea Elide, y me senté en el orejudo y despellejado butacón de cuero del cuarto de estar con el libro ante los ojos y a mi lado, en una mesita de bambú comprada en Shanghai, un servicio completo de té hervido en leche con aroma de clavo y cardamomo.

Puse también el teléfono al alcance del oído y de la mano. Estaba seguro de que no tardaría en sonar. Era lunes -lunes de autos- y Jaime brillaba, como todos los perros de presa y de empresa, por su precisión, por su corrección y por su puntualidad.

No me equivocaba. El telefonazo fatídico se produjo a eso de las once. Descolgué y escuché, tal como me esperaba, la voz razonable, competente y obsequiosa de la secretaria del buitre.

Éste no tardó ni diez segundos en ponerse al aparato -Buenos días-dijo.

– No son malos -contesté.

– Habías prometido…

– Sí-le corté-, había prometido que hoy te llamaría para comunicarte mi decisión.

– Y no lo has hecho.

– No, efectivamente no lo he hecho. Tómalo como una deferencia. Prefería que fueses tú quien diera el paso.

– ¿Y eso por qué? -preguntó con recelo-.

¿Vas a decirme que no aceptas el encargo de escribir el libro?

– Tranquilízate. Durante los últimos siete días me han pasado muchas cosas y el viento sopla ahora en otra dirección. Me siento como una frágil barquichuela danzando en la pupila del ojo de un huracán.

– ¡Alirón! Eso significa, si no me equivoco de medio a medio, que tu sangre guerrera sale al fin por sus fueros y que te vas al frente cantando Lili Marlen. ¿Acierto?

– Conmigo no te equivocas nunca, Jaime. Eres mi comadrona literaria. Doy a luz mis libros, que casi siempre son sietemesinos por culpa de tus prisas, gracias a ti. Me has liado una vez más.

¡Qué le vamos a hacer!

– ¡Lo sabía! ¡Sabía que no podías fallarme!

Y me alegro, Dionisio, me alegro de verdad y no sólo por mí. También por ti. Y por el editor, claro.

Y por los lectores. Todos contentos.

– Quiero que quede claro para ti y para el editor que no me estoy comprometiendo a escribir el librito de marras, sino simplemente a intentarlo.

– Observación de Perogrullo, Dionisio. Si no te sale, qué se le va a hacer. La literatura es así.

– No se trata de eso, Jaime. Me he explicado mal. Quiero decir que con fecha de hoy me pongo en movimiento hacia lejanas tierras de la geografía y del espíritu, y que hasta mi regreso no decidiré, en función de lo que allí haya encontrado y de lo que en ese momento me ronde por la cabeza, si arrimo el hombro o si me salgo por la tangente.

– ¿Y cuándo será eso?

– ¿Me preguntas que cuando volveré? Lo ignoro, Jaime. No tengo ni la más mínima idea. Ya conoces mi forma de viajar. Soy un traveller, no un tourist [26]. Sé dónde y cuándo empiezan mis viajes, pero no cuándo y dónde terminan.

– Me entran ganas de darte una bofetada. Por chulo, Dionisio, y por niño bonito. No podemos esperarte toda la vida. Una editorial, además de milagro, es industria.

– Me consta, Jaime, me consta-dije sarcásticamente-. Y tómate una taza de tila antes de meter la cuarta. Sabes que soy una persona relativamente razonable. Acaba de empezar la primavera de mil novecientos noventa y uno. Antes del veinticuatro de diciembre de este año tendrás mi respuesta definitiva. Fecha límite, Jaime. Si entonces considero que el libro es factible y que yo soy la persona indicada para apechugar con el muerto, adelante con los faroles. Y ni que decir tiene que, en ese caso, como de costumbre, me enclaustraré, me ataré a la pata de la mesa, tiraré el hachís por el retrete y tomaré bromuro con cafeína para trabajar a matacaballo de forma que podáis sacar el libro en octubre, de cara a la rentrée y a las navidades. Ya sabes que siempre tardo más en los preparativos que en la ejecución. ¿Hace o no hace?

– Hace, Dionisio, hace… Tienes la sartén por el mango y te aprovechas. ¿Algo más?

– Por mi parte, no. ¿Y por la tuya?

– Una cosita aún… ¿Por qué te vas de viaje?

¿Qué andas buscando? ¿No sería mejor que le quitases la capucha a la máquina de escribir y te dejases de gaitas? Si de verdad, como me dijiste el otro día, llevas veinte años largos dándole vueltas a este libro y leyendo todo lo que se ha escrito y se escribe sobre Jesús, ¿qué necesidad tienes de más datos?

– No son datos lo que busco, Jaime, aunque tampoco me vendrían mal, sino vivencias y evidencias. Lo que va de lo pintado a lo vivo. Creo que también te dije el otro día que la erudición no es un buen camino para acercarse a Jesús. De modo que voy a seguir el ejemplo de santo Tomás y…

– ¿Renuncias a ser san Pedro?

– Vete al carajo. Te decía que tengo la intención de seguir el ejemplo de santo Tomás y de meter directamente los dados en todas las llagas posibles.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que me voy a Jerusalén con pan, con vino y con devoción. Y cuanto antes. Hoy mejor que mañana.

– Otra diablura. No se te puede dejar solo un momento.

– Eso me han dicho siempre las mujeres.

– No seas chuleta. ¿Y hacia dónde vas a encaminar tus pasos después de Jerusalén? Supongo que no pretenderás tirarte allí un año. Dicen que es una ciudad insoportable.

– Así haré penitencia. No me vendrá mal.

– Contéstame.

– ¿Después de Jerusalén? ¿E chi lo sa, Jaime?

La aventura es la aventura. Ya veremos. Como comprenderás, tengo que comenzar mis investigaciones por el lugar del crimen. Es lo que siempre hace la policía.

– Has visto muchas películas.

– Pues sí. Como todos los chicos de mi generación. Y algunas, incluso, las he protagonizado en la vida real.

– Veo que sigues firme en tu decisión de parecer un chuleta. ¿Puedo darte un consejo de editor y de amigo?

– Y también dos.

– Sugerencia aceptada. Ahí va el primero: no escribas un ensayo ni una biografía más o menos académica ni un libro de historia mejor o peor documentado. Todo eso está muy visto y no conduce a ninguna parte. Escribe una novela.

– Consejo recibido y calurosamente acogido, pero inútil, Jaime. Ya estaba en ello. Si alguna vocación tengo, es la de contar historias. Todos mis libros son novelas. Novelas disfrazadas o novelas en pelota, pero novelas. No sirvo para otra cosa. Me chifla decir érase una vez.

– Segundo consejo… Y estoy seguro de que lo seguirás, porque no soy yo, sino uno de tus poetas favoritos quien te lo da.

– Su nombre, por favor.

– Ya salió a relucir el otro día: Omar Kheyyam.

– Omar Kheyyam no era un poeta, Jaime. Era un maestro, un gurú, un bodhitsava, un iniciado sufí. Pero dejémoslo correr. ¿Qué decía?

– Escucha… Más allá de la tierra, más allá del infinito, / envié mi alma en busca del cielo y del infierno. / Ahora ha vuelto para decirme: infierno y cielo están en mí.

– Tomo nota, Jaime. Ya lo sabía, pero lo tendré en cuenta. Seguro que voy a necesitar ese consejo.

– ¿Me permites que añada a lo dicho otra respetuosa sugerencia?

– Aunque no te lo permita, me la harás.

– No vuelvas a escribir El camino del corazón. El éxito puede ser una trampa y nunca segundas partes fueron buenas.

– Con excepción del Quijote. Pero descuida.

Habíamos quedado en que esta vez escribiré El camino de Damasco.

– Me parece perfecto. ¿Todo en regla, Dionisio?

– Todo en regla.

– Buen viaje. Escríbeme, aunque sólo sea una postal de pascuas a ramos.

– Será difícil, tiburón. Bastante tengo con el libro. Cuídate.

– Adiós, Pedro-dijo.

– Adiós, Judas-dije.

Y colgué.

El jueves veintiocho de marzo, día de santa Esperanza, llegué al caótico aeropuerto de Barajas con una mochila al hombro en la que previamente había metido-además de lo estrictamente necesario, que no era mucho, para hacer mis abluciones matinales y nocturnas, para no interrumpir mi régimen dietético de santón de la nueva era obligado a predicar con el ejemplo y para cubrir sucintamente mis carnes y mis vergüenzas- un libro que recogía, en la medida de lo posible todos los evangelios habidos y por haber: los canónicos, los apócrifos propiamente dichos, los papiráceos, los dualistas y los gnósticos. No pensaba leer nada más a lo largo de mi viaje, cualesquiera que fuese la duración de éste y excepción hecha de los documentos relativos a Jesús que el azar, el destino, la buena o mala suerte y mi olfato pudieran poner ante mis ojos. Nada, he dicho, ni-a ser posible-la prensa. Quería concentrarme en lo esencial, quería coger el toro por los cuernos, quería volcarme a volapié sobre los morrillos del Minotauro. Que el mundo, el demonio y la carne, por unos meses, dejaran de existir.

Jesús de Galilea y yo, Dionisio Ramírez, solos de tú a tú, cara a cara, codo a codo, frente a frente. Sin intermediarios, sin curas, sin teólogos. Sin madres, hijos ni esposas. Sin ideas previas ni propósitos preconcebidos. A pelo. Con la verdad y nada más que la verdad por delante, pues sólo ella-lo decía el discípulo amado y yo lo había aprendido, gracias a Dios y a la inscripción que adornaba el pórtico del colegio del Paular [27] durante mis años infantiles-nos haría libres.

Libres y, valga la redundancia, verdaderos.

Para subir al avión tuve que someterme a un registro tan minucioso, tan estúpido, tan humillante y tan intestino, por así decir, que tentado estuve de armar la marimorena, de gritar a pleno pulmón que le tocaran los huevos al hijoputa de su padre y de presentar una airada protesta ante la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Pero cuando ya estaba en el disparadero lo pensé mejor, me callé, tragué, sonreí e, indudablemente, acerté.

Acerté, entre otros motivos, porque llevaba sesenta y tres gramos de hachís cero cero de las montañas del Rif embutidos en un condón de triple refuerzo en la punta y metidos a fuerza de perseverancia, aguantoformo y mucha vaselina en el agujero del culo.

Todo, por fin, se arregló. Los sabuesos de los servicios de seguridad israelíes, que parecían nazis, llegaron a regañadientes a la para ellos triste conclusión de que yo no formaba parte de ningún comando palestino y me permitieron subir al Boeing 737 que en cosa de cinco horas, si todo iba bien y no nos secuestraban, me depositaría sano y salvo -aunque con el trasero ligeramente desportillado y francamente dolorido-en las ramplonas y modernísimas instalaciones del aeropuerto de Tel Aviv.

Ya dentro del avión, y moviéndome por sus pasillos con los muslos bien prietos y sin levantar los zapatos del suelo para que no se saliera el hachís, le guiñé el ojo a una azafata que parecía haberme reconocido y conseguí que me adjudicara -desentendiéndose olímpicamente de lo que decía mi tarjeta de embarque- un asiento de ventanilla en la última fila de butacas. Siempre procuraba hacerlo así. Alguien, muchos años atrás, me había explicado sigilosamente -como si los dos fuéramos masones, templarios o cartujos-que en caso de choque, de despiste del piloto o de avería los pasajeros instalados en la cola del avión tenían muchas más posibilidades de salvar el pellejo que sus compañeros de vuelo y de catástrofe. Probablemente era falso, pero en la duda…

Me acomodé en el angosto asiento con un vivo gesto de dolor procedente de las posaderas, abrí al azar el libro de los evangelios -me salió el capítulo decimosexto de Mateo, que se titulaba (¡vaya por Dios!) La piedra fundamental de la Iglesia-y miré de reojo y con algo de angustia la torre de control del aeropuerto mientras los motores del boeing rugían y el asfalto empezaba a deslizarse bajo sus ruedas.

Eran las doce y veinticinco de la mañana, hacía sol, soplaba con fuerza el viento y yo me sentía como si fuese Stanley cuando en mil ochocientos setenta y uno salió de París para buscar en Tanganika al doctor Livingstone y, sobre todo para encontrarse con su destino.

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