Hoy, antes del alba, subí a la colina, miré los cielos apretados de luminarias y le dije a mi espíritu: cuando conozcamos todos esos mundos y el placer y la sabiduría de todas las cosas que contienen, ¿estaremos tranquilos y satisfechos? Y mi espíritu dijo: no, ganaremos esas alturas sólo para seguir adelante.
WALT WHITMAN
Los espartanos no preguntaban cuántos eran los enemigos, sino dónde estaban.
ANÓNIMO
Yo soy un moro judío que vive entre los cristianos y no sé cuál es mi Dios ni quiénes son mis hermanos.
CHICHO SÁNCHEZ FERLOSIO
Jerusalén Viernes 29 de marzo de 1991
¿ME DISPONGO A ESCRIBIR UNA NOVELA y es ésta su primera línea? No lo sé aún. El tiempo lo dirá y las Alturas -los administradores e intendentes del karma-lo decidirán después de echar un vistazo a la balanza del debe y el haber relativos a las malas y buenas acciones realizadas por mí a lo largo de esta reencarnación y de todas mis vidas anteriores. Pero sí sé que, en cualquier caso, no voy a escribir de momento-eso ya se andará, si es que se anda-un libro sobre Jesús de Galilea, sino sobre un novelista en crisis absoluta con el mundo que quiere y no quiere escribir un libro sobre Jesús de Galilea.
Quiere, no quiere, puede, no puede, debe, no debe, sabe, no sabe…
Nací bajo el signo de Libra. Soy, por ello, como el asno de Buridán: un indeciso crónico que se moriría de hambre si tuviese que elegir entre dos parvas de heno del mismo tamaño o entre dos besugos de idéntico trapío. Aprendí a nadar sólo porque el gracioso (o hijoputa) de turno me tiró de un empujón a una piscina cuando yo era niño. Sin aquel estimulante aguijonazo, que me obligó a tragar dos litros de agua con cloro y pis de los bañistas, sería hoy un marinerito en tierra, un aventurero de secano.
Son las once de la mañana, hace sol y estoy sentado en la terraza del hotel King David-que parece una fortaleza del tiempo de las cruzadas, y en cierto modo lo es-frente a un triste servicio completo de té anglocabrón sin aroma de clavo y cardamomo. El suelo, recién baldeado, está húmedo. Los camareros trajinan entre las mesas.
Desde mi sillón de mimbre veo las murallas de la ciudad vieja y, al parecer, santa. Aún no he entrado en ella. Ayer por la tarde recalé en este hotel de ricachones y de empleados de compañías aéreas -me trajo, de hecho, la azafata del boeing… Infinita fue mi torpeza al guiñarle el ojo- y aquí seguiré hasta pasado mañana. Ya he conseguido alojamiento, gracias a los buenos oficios de mi madre, en la Casa Nova (y albergue de peregrinos) de la orden franciscana, que está en el barrio cristiano de la ciudad vieja, a muy corta distancia de la Puerta de Jaffa. Pero hasta el mediodía del domingo, con indescriptible falta de entusiasmo, tengo que quedarme aquí. La azafata, que para mayor recochineo de los dioses se llama Verónica, así me lo ha pedido. ¡Qué cruz! Y, encima, en Jerusalén. Jaime dirá que soy un chulo por insistir en ello, pero -efectivamente-mis novias tienen razón: no se me puede dejar solo un momento. Bien empezamos. ¿Voy a pasar el resto de mi vida (y de este viaje) saliendo, como siempre, de Málaga para entrar en Malagón? Dios no lo permita. Si el sexo me aburre, me desvía y me desgasta, ¿por qué una y otra vez embisto como un chicuelo a todos los trapos que me ponen delante? Es casi por ridículo que parezca, como un gesto mecánico de buena crianza: los modales que de niño me enseñaron en el colegio del Paular me obligan a aceptar las provocaciones, los desafíos y las guerras sexuales. No se desaira a las señoras. Y si están tan ricas como la azafata del boeing, menos. Tetas voluminosas, tobillos y muñecas estrechos, cintura juncal, culo poderoso y ni un soplo de aire entre los muslos: ¿cabe pedir más? Sí, cabe, pero rara vez van juntas la belleza, la sensibilidad y la inteligencia. La perfección no es de este mundo. Y, por otra parte, tampoco es necesario ni conveniente convertir la cama en una sucursal de la escuela de Atenas bajo Pericles.
¿He dicho que el sexo me aburre? Pues rectifico a escape: ¡ojalá fuera así! Me ahorraría muchos quebraderos de cabeza, ganaría tiempo y escribiría mis obras completas.
No, lo que me aburre no es el sexo, sino sus inmediaciones, sus prolegómenos, sus postrimerías. El antes y el después, el galanteo, el pavoneo, las miradas y las palabritas tiernas, el peligro de que la cosa vaya a más y de que el otro -la otra, en este caso- se crea con derecho a instalarse en tu casa, en tu cuenta corriente y en tu vida. ¡Uf! ¿Por qué no sabemos hacer el amor con la limpieza, la dureza, la rapidez y el desapego (en el sentido que la sabiduría perenne del budismo, del taoísmo y del hinduismo confiere a esta palabra) con que lo hacen los animales? ¿Estará, acaso, el infierno en lo que Darwin llamó evolución de las especies y será el cielo un retorno a la condición primordial del ser humano?
¿Cómo copularían, si es que copulaban, Adán y Eva? Secreto divino. Y no soy yo, ciertamente, la persona llamada a desvelarlo.
Una duda: ¿me estaré convirtiendo o me habré convertido ya en un cínico de la entrepierna? No me gustaría.
Y otra: ¿podré encontrar a Jesús de Galilea si mientras lo busco no estoy en gracia de Dios?
A esta pregunta sólo cabe responder negativamente, de modo que más me vale ir pensando en ponerme y apretarme el cinturón de castidad.
Y retiro lo que he dicho de Verónica. No es tan guapa ni tan zote como he dicho. Mea culpa.
Y ahora, señor Ramírez, al grano.
Acabo de estrenar el cuaderno de tapas de arpillera que me he traído de Madrid. Será el receptáculo de todos los apuntes que tome al hilo de este viaje sin brújula en pos de Jesús de Galilea. Pero ojo: he dicho apuntes y no diario ni memorias ni nada que se le parezca. La puntualización tiene su importancia. Mis pretensiones son humildes: concisión, estilo telegráfico, economía de temas, desnudez de lo esencial, raspa de la sardina y, en todo momento, derechito al grano.
No me extenderé. No me desparramaré. No haré literatura. Esta, si acaso, vendrá luego, cuando regrese -exultante o con el rabo entre las piernas… Eso no lo sé- a los campamentos de invierno y me ponga a escribir el libro que Jaime me ha pedido y que mi sistema inmunológico, hasta ahora, no rechaza. Pero insisto: tengo que contenerme, tengo que huir-por muchos motivos que no sería prudente mencionar en estas páginas-de las tentaciones retóricas. Ni una sola metáfora, ningún adorno, ninguna figura de dicción. Lo que aquí escriba, si soy capaz de refrenarme y de meter en cintura mi tendencia a la locuacidad y a los excesos barrocos, me servirá de memorándum, de carnet de baile, de caja negra, de hoja de ruta.
Y, además, intentaré ser críptico. Utilizaré sólo medias palabras, cabos sueltos, pistas misteriosas que resulten ininteligibles para quienes de reojo, y sin mi consentimiento, echen un vistazo a estas páginas. Podría -Dios no lo quiera- extraviar el cuaderno, podrían robármelo podrían…
A Hemingway le birlaron el manuscrito de su primera novela en un tren. Infinitas son las rendijas por las que se cuela el Maligno.
Una de la tarde. Verónica debe estar al caer.
Comeremos aquí, porque-según dice ella, y me resisto a creer que sea un truco de lagarta-la parálisis forzosa del sábado judío empieza el viernes a la hora del almuerzo. No fueron, no, los ingleses quienes inventaron la macana del weekend. En todas partes cuecen tonterías.
Acerté: ahí viene la azafata meneando el trasero y con un escote de escándalo. ¡Qué santa Teresita del Niño Jesús me proteja!
Shalom.
Lunes 2 de abril
¡Por fin solo! Verónica y el boeing ya están de regreso en Madrid. Se fueron ayer por la tarde.
Lo malo es que ella -no el boeing- vuelve el próximo jueves; y lo hace, según me ha dicho, con la deplorable intención de que siga la juerga. Supongo que los franciscanos se echarán al quite y no le permitirán que se instale en mi habitación. Yo, desde luego, no pienso trasladarme otra vez a la pijotería del King David. Aquí estoy tan ricamente: silencio, frugalidad, bóvedas de piedra de sillería, pasillos interminables, un buen cuarto de baño, una sólida mesa-sobre cuya superficie garrapateo estas líneas-y unos precios de la época de las cruzadas. Y todo eso, para colmo, en la yema de la ciudad santa. Sería un perfecto idiota si renunciara a semejante momio en nombre del fugaz y repetitivo placer de la carne compartida. ¡Vade retro!
En cuanto a Jerusalén… Dejémosla estar, de momento. No me gusta escribir sobre lo inmediato. Eso es lo que hacen los periodistas. Allá ellos.
Son las seis y media de la mañana. Madrugar es algo que siempre me ha puesto de buen humor. Una ducha, y a la calle. La ciudad me espera.
Martes 3 de abril
¿Primera impresión? Pienso en aquel cura de Boccaccio que intentaba disuadir a su sobrino, también-si no recuerdo mal-sacerdote, de que peregrinase a Roma con el argumento de que, si lo hacía, perdería la fe.
Yo no voy a llegar tan lejos. No diré que los cristianos corren el riesgo de convertirse en unos perros descreídos si visitan Jerusalén. Jesús es un valor estable no sujeto a fluctuaciones y sobrevive siempre a cualquier tentativa de aniquilación u oscurecimiento de su persona. Lo sé, entre otras cosas, porque lo he intentado…
– ¿Tú, Dionisio?
– Sí, yo. Lo intenté cuando tuve el sarampión comunista, allá por mis años mozos, y también más tarde, en 1969, cuando Brahma, Shiva y Vishnú me derribaron del caballo de Occidente en las escalinatas del Ganges a su paso por Benarés [28], pero todos mis esfuerzos en ese sentido -ya fueran de carácter agnóstico, ya fideísta-se revelaron inútiles. Jesús siguió donde estaba.
Había empezado a decir- ¿y mis propósitos de laconismo?-que a los visitantes cristianos de Jerusalén les resultará difícil conservar la devoción después de presenciar lo que aquí sucede.
Mal asunto no para Cristo, sino para las tres Iglesias. Sobre todo para la católica. Y conste que lo siento.
Jueves 5 de abril
Decía Quevedo: buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!, / y en Roma misma a Roma no la hallas…
Llevo aquí cuatro días y sé ya perentoriamente, sin la más mínima posibilidad de acogerme al dulce y frágil beneficio de la duda, que esta fantástica, poderosa e irrepetible ciudad de oro es una colosal engañifa, una máscara, un tinglado de mercaderes para sacar dinero a los incautos, un montaje turístico de cartón piedra y quizá, inclusive, una contrahechura o caricatura de la fe firmada por Satanás.
Anotación al margen: no hay mal que por bien no venga. Gracias al genocida Bush y a su títere de cachiporra Sadam Hussein, respaldados el uno y el otro por el instinto de cobardía de casi todos mis semejantes, no se ve un alma extranjera por estos pagos de Dios. Ni peregrinos ni travellers ni tourists. Estoy más solo que la una. La ciudad entera es para mí. Alabado sea el Señor.
Viernes 6 de abril Pues sí: soy un perfecto idiota y, además, un corderito. ¡Beeee, beeee! Ayer me llamó por teléfono la azafata y hoy he amanecido (casi a la hora del almuerzo) en su habitación del King David. Suma y sigue: otra vez la misma trampa… Acaba de empezar el sábado judío, los restaurantes están cerrados, tomemos algo aquí mismo, cuánto te he echado de menos, mua mua y bla bla bla.
Jesús debería de retirarme su confianza, si es que la tengo. Y mi chica, no digamos.
Sábado 7 de abril La azafata se ha ido de excursión a no sé dónde y yo, para purgar mis culpas, me he venido a mi refugio de la Casa Nova -al que no había renunciado-con la intención de pasar en él todo el día hojeando papeles, ordenando impresiones y haciendo un poco-sólo un poco-de literatura. Sin que sirva de precedente. El cuerpo me la pide y los sábados, en esta ciudad (y supongo que en todo el país), no se puede ir a ninguna parte.
De modo que afilo la pluma después de tomarme un plato de hummus (pasta de garbanzos aliñada con zumo de limón y aceite de oliva.
Es grandioso) en el chiringuito del chaflán, que milagrosamente estaba abierto, y…
Hace un par de días asesté una puñalada trapera en el hoyo de las agujas de esta ciudad de lidia a la que los creyentes consideran unánime tabernáculo e indiscutible epicentro de las tres grandes religiones monoteístas.
Hoy, cuarenta y ocho horas después, sigo pensando lo mismo, pero me gustaría matizar las cosas y aclarar que el objeto de mi furia no es ni por asomo la Jerusalén histórica y humana, sino la civitas mitológica y presuntamente divina.
En cuanto a la primera, ¡qué prodigio! Ciudad de oro, sí, ciudad de mármoles y alabastros, de roca virgen y de piedra de sillería, de metales preciosos y hierro forjado, de ágata y lapislázuli, de incrustaciones y taraceas, de cúpulas, de espadañas, de torreones, de almuédanos, de púrpura de sultanes y de sandalias de franciscanos, de rastrillos y mazmorras, de callejones angostos (y angustiosos) y de repentinas explanadas luminosas, de cruces, de lunas en cuarto menguante y de estrellas de seis puntas.
Sentarse a contemplarla desde las laderas del Monte de los Olivos cuando el sol asoma por levante o desaparece por poniente equivale a convertirse en observador privilegiado de uno de los mayores espectáculos del mundo.
Perderse en ella es jugar a Excalibur entrando en su vaina de granito, perseguir inútilmente al Minotauro por entre los chiqueros y estaciones de su vía crucis, ver y no ver los destellos del Grial en los regates de las esquinas y en el duermevela de la penumbra de los templos.
¡Oh, Jerusalén! Te he vivido y te he bebido como si fueras un sacramento, una yerba sagrada, un cáliz de soma, un afrodisíaco, una epifanía, un alucinógeno.
Mandan los cánones que se considere peregrino al hombre que va a Compostela, romero-perogrullescamente- a quien rinde viaje en Roma y palmero (ay, domingos de ramos de mi niñez perdida) al trotamundos que sólo admite un puerto de arribada, un oasis y una meta: tú, Ciudad de Oro, de mármoles y alabastros, de roca virgen y de piedras de sillería, de ágata y de lapislázuli, de…
Y yo, que viví en Roma y que luego encontré en Santiago de Compostela el aleph y la clave de mi religiosidad, soy ahora palmero.
Porque tú, oh Jerusalén, me has convencido y, por lo tanto, me has vencido, pero quede constancia de que lo has hecho con las armas y las razones de la Belleza y de la Grandeza, no de la Fe ni de la Esperanza ni de la Caridad.
Eres hija del abominable mundo moderno y en el fondo de ti nada queda -quizá nunca lo hubo-de lo que cimentó tu renombre, tu aureola y tu prestigio.
Dime, Jerusalén, de qué presumes y te diré lo que no tienes.
Pero son las seis de la tarde y quiero ver una vez más tus arreboles desde las laderas del Monte de los Olivos.
Seguiré mañana.
Domingo 8 de abril Jerusalén o las antípodas del mestizaje: una ciudad dividida en cuatro barrios o sectores-el de Alá, el de Yahvé, el del Cristo romano y el del Cristo ortodoxo-que se dan la espalda, que se ignoran y que, a menudo, se desprecian, se insultan y se aborrecen.
Lo confieso: esta ciudad armada hasta el entrecejo me confunde y me escandaliza. Soldaditos de Israel que patrullan por las calles con el fusil en ristre, gudaris de Palestina que cachean a los peregrinos en la puerta de acceso al fantástico recinto de la Mezquita de la Roca, matones de las tres razas que se sientan en los cafetines del zoco y de la ciudadela con pistola al cinto, detectores de metal en todos los vomitorios del Muro de las Lamentaciones, chalecos blindados y motorolas o walkie-talkies por doquier.
La violencia es aquí moneda cotidiana ya casi sin valor. Los dioses llevan estrellas de generales.
Nadie está seguro. Todos contra todos y sálvese quien pueda. Las criaturas apedrean los coches, los terroristas lanzan bombas a los autobuses que circulan por Jericó, cualquier loco de la vida puede apuñalar a una australiana entre los sagrados y milenarios olivos del huerto de Getsemaní (sucedió, me cuentan, hace unos meses) o pinchar por la espalda a un italiano con un cuchillo de carnicero (sucedió hace tres días junto a los torreones de la Puerta de Damasco. Yo vi y olí la sangre unos minutos después).
Y además de la violencia, por si ésta no bastase, la huelga general y permanente que desde hace casi cuatro años convocó la intifada y que todos los días, a partir de las doce de la mañana, convierte la ciudad en un cementerio, en un teatro de sombras, en un planeta sin habitantes.
Pocos son los tenderos que se toman la molestia de levantar los cierres y fierros de sus locales.
Comer, lo que se dice comer, es-por ejemplo- casi imposible, aunque gracias a Alá cabe sobrevivir picoteando albóndigas de felafel (otra especialidad moruna elaborada con pasta de garbanzos) y platitos de hummus en las freidurías y tenderetes del barrio árabe.
Por lo demás, y lo subrayo en rojo, todas las reliquias son falsas y los celebérrimos Santos Lugares-de ubicación, por lo general, más que dudosa-duermen su sueño de siglos bajo una espesa e infranqueable costra de edificios, cuchitriles, pavimentos y adoratorios levantados por los unos y por los otros con posterioridad al batiburrillo de las cruzadas. La devoción deriva a superstición. La piedad no se tiene en pie. La ética sufre. La estética se resquebraja. Y en cuanto a la fe… Ya lo dije: la fe se mantiene incólume, sí, pero sólo porque Dios es grande.
¡Qué locura y cuán monstruosa abyección!
No hay otro comentario posible.
Homo homini lupus. Entorno la mirada y recuerdo con desánimo y zozobra aquel terrible verso de Neruda: Sucede que me canso de ser hombre…
Esta ciudad, dígase lo que se diga, es musulmana, y quien asegure lo contrario, miente.
Musulmana en el corazón, musulmana en la vida menuda de las calles, musulmana en sus trajines cotidianos, en los ruidos, en los olores (aceitunas, especias, humo de carbón de parrilla), en los colores, en los sabores (¿qué se comería en Israel si no fuese por los moros?), en la abundancia de gatos, en la arquitectura laberíntica, en la simpatía y la extraversión de la gente, en la vitalidad de los zocos, en las calmosas tertulias organizadas alrededor de los narguiles, en los ojos y el recato de las mujeres, en la dignidad de los varones, en la inteligencia de los arrapiezos, en el ritmo del ocio y del trabajo, en las cufiyas, en los dulces de miel y en los frutos secos, en los jipios de los almuecines, en la tolerancia, en…
Bucra, shway shway, insh'allah. O lo que tanto monta: mañana, despacito, si Dios quiere.
Esa es también mi filosofía.
O, por lo menos, debería serlo.
Y que nadie se ofenda. No lo digo en nombre de la religión. Ni de la política. Ni de la guerra.
Ni del racismo.
Lo digo en nombre de la vida y en el de mi voluntad soberana.
¿Y por qué deberían de ofenderse los cristianos por lo que escribí ayer? El Islam, al fin y al cabo, es sólo la respuesta al trinitarismo dada por quienes no podían ni querían renunciar a la concepción unitaria de Dios.
Actitud lógica, por otra parte. ¿A santo de qué iban a ser trinitarios los árabes? Para quienes nacen, viven y mueren en el desierto -donde el mundo es horizonte y no hay formas en las que apoyar la vista para que la luz del entendimiento transforme la abstracción en concreción- el monoteísmo es una exigencia del cuerpo y del alma a la que no cabe renunciar.
Hablo del monoteísmo a rajatabla, sin fisuras, sin concesiones, sin coartadas filosóficas, sin regates dialécticos.
Y en el mismo caso, y por la misma motivación de habitat desértico y economía espiritual, se encuentran los judíos.
Ni los unos ni los otros pueden admitir las argucias, las piruetas, los sofismas y los laberintos mentales manejados por la Iglesia para justificar un concepto que desde la perspectiva del ya mencionado determinismo étnico y geográfico carece de justificación posible.
Estoy convencido de que sin ese casus belli a Mahoma nunca se le hubiera ocurrido ponerse a predicar una nueva religión.
La Iglesia, inicialmente, creyó que el Islam era una herejía más del cristianismo análoga a la desencadenada por Arrio.
Me pregunto si los católicos, los protestantes y los sarracenos de hoy saben esto. Pero quiá: no lo saben. Ni a los obispos ni a los ulemas les interesa explicárselo. A lo mejor dejaban de darse mamporros y se unían todos en un solo haz de fe común.
El trinitarismo viene de Oriente o, si acaso, de la Tradición primordial, aunque no esté yo muy seguro de lo último.
Anoche-casualidades, causalidades-encontré el primer libro publicado por mi hermanito de horóscopo Sánchez Dragó en la biblioteca de la Casa Nova (los franciscanos son imprevisibles) y me puse a hojearlo. Transcribo a continuación el sorprendente párrafo con el que me topé en una de sus páginas.
Dice así: ¿Algún cristiano conoce hoy la interpolación practicada en el capitulo quinto de la Primera Epístola de san Juan? Su séptimo versículo-«tres son los que dan testimonio (de Cristo) en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo»-constituye la única referencia bíblica a lo que por error y apresuramiento se convirtió en principio irrenunciable de la ortodoxia católica: el dogma de la Trinidad. En 1806-aunque Servet ya lo había dicho y murió por ello-pudo comprobarse que la frase no figuraba en ninguno de los manuscritos griegos anteriores al siglo XV. Se trataba de una addenda occidental, fechada en el siglo IV y acaso imputable al español Prisciliano, que el Papado se negó a aceptar como tal aduciendo la tautológica coartada de que jamás el Espíritu Santo, guía y senescal de la Iglesia, hubiese tolerado la perdurabilidad de un falso concepto en la edición oficial de las Sagradas Escrituras. El 13 de enero de 1897, el índice-con la venia de León XIII, papa que se las daba de intelectual-prohibió poner en duda la autenticidad del versículo. Lo gracioso es que la idea de un dios ternario arrancaba de Hermes Trismegisto y había pasado a todas las religiones iniciáticas, paganas y orientales. Cristo, ciertamente, se había hecho eco de la misma, aunque no de cara a la parroquia plebeya. Y esto, la existencia de un nazareno oculto y reservado para pocos, era postulación gnóstica que los vaticanistas ignoraban o fingían ignorar, quedó encastillada la cosmogonia trinitaria entre quienes se habrían mesado los cabellos de conocer su linaje. No es la primera vez que, para evitar la herejía, Roma lleva a Roma la herejía (2).
Jueves 12 de abril
Éramos pocos y parió la bisabuela: he ligado con una mora. Me gusta a rabiar. Tiene los ojos como granos de café, lleva el potorro depilado, usa lencería occidental de encaje fino y vertiginosas transparencias debajo del caftán (o como se llame el ropón que lleva puesto), es atea, se las da de marxista, habla español-estudió románicas en la Universidad [29] de Zaragoza con una beca de no sé qué Caja de Ahorros)-y su trabajo consiste en guiar y pasear a los turistas y peregrinos de mi país, y de Iberoamérica, por los vericuetos de la Ciudad Santa.
La he invitado a comer un cuscús-en castellano deberíamos decir alcuzcuz, que además suena mejor-y después…
Cosas que pasan.
Freud diría que ha sido una treta de mi subconsciente para evitar el acoso de la azafata. Su boeing-¡qué pesadilla!-habrá aterrizado esta tarde en Tel Aviv. Mañana me dirán los benditos padres franciscanos si ha vuelto al ataque por teléfono o incluso, que a tanto llega su hambruna erótica y su desfachatez, presentándose en la Casa Nova.
Pero yo, naturalmente, he tomado precauciones: no voy a dormir allí. Mi novia mora, como todos los de su raza, conoce y practica a la perfección el arte de la hospitalidad.
Mañana, por cierto, estoy citado con un yemenita ciego de barba blanca en la Cúpula de la Roca o Mezquita de Omar, junto al Pozo de las Almas en el que -según quiere la leyenda- se cruzan las voces de los muertos con el fragor del agua de los ríos inferiores del paraíso que desembocan en la eternidad. Encima de ese feroz abismo escatológico se encuentra el sacro pedrusco elegido por Abraham o por Yahvé sobre el que Isaac estuvo a punto de morir sacrificado. Su rugosa superficie, por si lo dicho fuera poco, sirvió de pista de despegue para el Viaje Nocturno de Mahoma. Se trata, a todas luces, de lo que los chamanes amerindios llaman un lugar de poder.
¿Por qué me habrán citado ahí?
El yemenita tiene sesenta y dos años, ha sido profesor de Historia Comparada de las Religiones en la Universidad de Damasco, acaba de volver de La Meca y dice que va a quitarme un puñado de telarañas de los ojos.
Ya veremos.
Viernes 13 de abril
La Cúpula de la Roca y la explanada que la rodea -sobre la que surge como un jardín de piedra y mármol la mezquita de El Aksa-configuran el paisaje más alto, más profundo y más hermoso de la geografía jesubea. Devoción, emoción y silencio. Luz filtrada y matizada por celosías que no parecen de este mundo. Prodigiosos techos artesonados que me recuerdan los de la Alhambra.
Pájaros en el interior de la mezquita. Ropas manchadas por la sangre de los mártires de octubre de mil novecientos noventa y exhibidas como hito de la memoria de lo que allí pasó. Calma, calma, calma. El estrés, la depresión y la ansiedad-que son los males del siglo-aún no han llegado al imperio de Mahoma. Suerte que tienen sus súbditos.
¿Por qué el integrismo musulmán asusta tanto a los occidentales? Sus valedores son, en definitiva, los únicos seres humanos que se atreven a reivindicar el modus vivendi del mundo antiguo en medio de la cochambre y de la podredumbre generalizadas de la modernidad.
Y el mundo antiguo -sí, sí, ya sé que soy un troglodita, un reaccionario, un destructor de cuanto huele a economía, a tecnología y a futuro cibernético-era infinitamente superior en todos los sentidos a lo que la actualidad nos propone.
Que la ondulen.
¿Nunca aprenderemos los cristianos a respetar los usos y costumbres de quienes no lo son?
El único fundamentalismo que me asusta es el norteamericano. Y también, últimamente, el europeísta. Tanto los unos como los otros creen que todo les está permitido en nombre de la democracia. Ese es el nuevo fascismo, el nuevo colonialismo, el nuevo intervencionismo.
El encuentro con el yemenita ha sido fructífero. Fructífero y, en cierto modo, espeluznante. He anotado cuidadosamente lo que me ha dicho sobre Jesús y he enviado mis apuntes a Kandahar para que, sin leerlos, los ponga a buen recaudo en una caja de seguridad. Podrían, incluso, matarme por jugar con fuego. Eso, al menos, asegura el yemenita y a mí no me parece un dislate. Los creyentes acérrimas son así, la religión todo lo justifica a sus ojos y hay demasiados intereses en danza.
Ahora puedo decir que estaba en lo cierto al maliciarme que mi buen Jesús es el personaje más manipulado y falsificado de la historia. Su doctrina y sus obras tienen muy poco que ver con lo que machaconamente nos han contado. Las confidencias del yemenita, que me parecen razonables y verosímiles, son de aúpa. Pero chitón: la prudencia me obliga a guardar silencio y a encunarme en tablas. Todo se andará y se dirá a su debido momento.
Sábado 14 de abril
La mora, que se llama Jadiya, me tiene sorbido el seso y otras partes más o menos pudendas de mi baqueteada anatomía. No doy abasto. La gracia santificante se aleja.
Domingo 15 de abril
Recibo dos cartas: una es de Kandahar; la otra, de mi madre. Todo tranquilo en Madrid
.
Lunes 16 de abril
Otra carta. Mi chica, al parecer, ha vuelto de los valles de Babia y se ha encontrado con la sorpresa de que su chico no la estaba esperando con una caja de bombones y los calzoncillos limpios.
Tendremos gresca, pero ahí me las den todas: el Mediterráneo, que está por medio, me sirve de cinturón sanitario y de chaleco antibalas.
Martes 17 de abril
He fundido la mañana recorriendo los lugares donde la tradición pretende que anduvo san Pedro. Jaime, si me hubiera visto, se habría descacharrado. Lo he hecho por si las moscas: nunca se sabe… Pero ni flores. No he sentido nada especial. Nadie se me ha aparecido envuelto en una nube. Ninguna voz me ha hablado desde dentro.
La música de las esferas no ha acariciado mis oídos. El cosmos seguía su curso. Ni siquiera se me ha puesto la piel de gallina.
Eso sí: como de costumbre, no hay mal que por bien no venga. Dios da con una mano lo que quita con la otra. Gracias a mi vergonzante excursión parapsicológica he podido conocer en la iglesia de San Pedro de Gallicanto a un individuo verdaderamente fuera de lo común. Estaba yo sentado en un rincón del jardincillo que rodea el absurdo monumento de estilo paleofuturista, muy metido en mis cosas, respirando abdominalmente en ocho tiempos y con la sesera en blanco, cuando he oído que alguien hablaba cerca de mí en español floreado con inequívoco acento bonaerense. Era un guía judío que pastoreaba por los alrededores de la iglesia a un grupo de compatriotas suyos de origen sefardí. Mi concentración y mi devoción se han ido instantáneamente al carajo.
Soy novelista: me gusta ir por el mundo tomando notas y metiendo la nariz en corral ajeno. De modo que he arrimado la oreja. El argentino hablaba como Castelar y decía cosas interesantísimas.
Aquí va un botón de muestra: Dios es Uno, si -explicaba a sus atónitos borregos-, pero cada rabino lo describe de forma diferente. Y a.C. está la gracia, porque si definiéramos al Todopoderoso, lo encerraríamos, lo agotaríamos, lo mataríamos.
No he esperado a oír más. Me he levantado, me he acercado disimuladamente al grupo, he merodeado alrededor del cicerone, le he abordado cuando se disponía a salir del recinto al frente de su rebaño, nos hemos reconocido el uno al otro y le he invitado a comer en un espantoso sélf service de genuino sabor americano abierto en el Monte de Sión, cerca de la Tumba de David, por un cocinero de su raza.
El almuerzo ha dado mucho de sí. Bastante más de lo que yo esperaba. El informe pertinente ha salido ya rumbo a Madrid. Confío en que Kandahar siga al pie de la letra mis instrucciones, no lo comente, no lo lea, no lo enseñe, no lo traspapele y no tarde quince días en llevarlo a la caja de seguridad.
Miércoles 18 de abril
Ver a los soldados del ejército israelí paseándose chulescamente por las calles de la Ciudad Santa es como recibir un derechazo salvaje en la boca del estómago de la sensibilidad.
Los políticos, los militares, los guardias de la porra del nuevo orden mundial y los curas guerreros de las tres religiones monoteístas tendrían que estar encerrados de por vida en un manicomio con bozal, manoplas, camisa de fuerza, gafas oscuras y cinturón de castidad. No me gusta la soldadesca de Israel, pero tampoco me gusta el terrorismo de Palestina. Haya paz, señores. Cada mochuelo en su olivo y Dios con todos. ¡Mal karma histórico y geográfico deben de tener estos parajes en los que no ha reinado un momento de tranquilidad desde la última destrucción del Templo!
Dice Heráclito adelantándose a Platón: quienes están despiertos viven en un mundo común, pero los que duermen viven en mundos separados.
La segunda parte de esta luminosa sentencia conviene por igual a todos los habitantes de los cuatro sectores en los que el fanatismo religioso ha troceado el casco viejo de Jerusalén. ¿Cuándo nacerá aquí un Gandhi cristiano, moro o judío capaz de imponer su ahimsa en medio de tan descabellada situación?
Jueves 19 de abril Anoto en una ficha la frase de Srimad Bhagavatam que luego citaré y se la envío a mi madre.
Jornada movidita… Tendré que distinguir tres partes, y tres episodios de muy diferente índole en ella.
Vamos con el primero.
Por la mañana, a la hora del desayuno, he conocido en el bullicioso mercado del sector musulmán-el único que sabe vivir-a un madrileño de mi quinta, más o menos, del que ya me siento hermano de sangre y amigo del alma. ¿Su nombre? Zacarías. El apellido no importa. Jerusalén me ha enseñado a ser discreto.
Nos habíamos sentado los dos-cada uno a su aire- en un aguaducho y por casualidad o por causalidad habíamos pedido lo mismo: un enorme zumo mixto de naranja, lima, limón y pomelo. Éramos, además, los únicos rostros pálidos [30] visibles en la zona. Ni los cristianos ni los judíos suelen adentrarse en ella. El miedo-a mi juicio absolutamente injustificado (¿pero hay, acaso, algún tipo de miedo que esté justificado?)- se lo impide. ¡Caguetas!
Demasiadas coincidencias, ¿no? El encuentro ha podido ser una cita organizada con segundas por cualquiera de los tres dioses oficiales de la ciudad. O, si me apuran, por los tres al tiempo.
Cada loco con su tema. Ya estoy otra vez con mi manía megalómana de ver en todo lo que me ocurre una señal de las alturas. Herminio, Ezequiel y el Barón Siciliano tienen la culpa. Cuando vuelva a Madrid, si es que vuelvo, visitaré a un psiquiatra. Nunca lo he hecho. Puede ser una experiencia divertida.
Era, por lo tanto, inevitable: el desconocido y yo hemos pegado indolentemente la hebra, pero la conversación ha ido en seguida a más, porque de nuevo (y es la segunda vez que me sucede en menos de cuarenta y ocho horas) nos hemos reconocido.
Siempre lo he pensado, a menudo lo he dicho y nunca me cansaré de repetirlo: la vida es el arte del encuentro.
Zacarías viste de blanco, con ropa hindú, y se dedicaba- ¡cómo no!-a servir de guía y de Virgilio a los peregrinos y turistas españoles por el infierno de la ciudad y del resto del país.
Vive, me ha explicado, en un puebluco de la provincia de Guadalajara con un presupuesto de cuatro perras al mes, se gana la vida tocando el sitar [31] -la sitar, dice él, que la (o lo) conoce mejor que yo. Los instrumentos de los ángeles no tienen sexo-en conciertos organizados por las cajas de ahorros y otras instituciones similares con el noble e inconfesado propósito de atontar y guindar a su clientela, tiene mujer y tres criaturas del sexo débil a su cargo, detesta el mundo occidental, fue sucesivamente yupi y jipi (por ese orden), pasó once años de su vida -ahora anda por los cincuenta- ejerciendo la mendicidad sagrada y aprendiendo música clásica hindú en Benarés, levantó luego a pulso-con sus manos, con sus uñas, con su espíritu- la casa de piedra en bruto que hoy le sirve de hogar y a veces, muy de tarde en tarde, cuando ya no le queda un maldito duro en el bolsillo, acepta sin ganas el encargo de remolcar por los vericuetos de cualquier país exótico (preferentemente la India, que es el que mejor conoce y el que más le gusta) a una comitiva de horteras y paniaguados que sólo viajan para sacar fotos, hacer compras y enviar postales.
Y en esta ocasión, por suerte para mí, le ha tocado venir a Israel.
Afinidades más o menos electivas, vidas relativamente paralelas. Zacarías es, como lo soy yo, un superviviente de la Década Prodigiosa.
Nuestra amistad ha estallado instantáneamente, como si los dos hubiéramos pisado al mismo tiempo una mina enterrada en el desierto del Sinaí. Flechazo, cortocircuito, complicidad, simultaneidad. Nos hemos ido a un lugar discreto, hemos liado un par de porros y hemos pasado revista a la existencia, a los seres humanos, a la sociedad, al mundo y a las galaxias. A la hora de comer, tras casi cinco horas de conversación apasionada (y ligeramente pirada), el peso de las circunstancias nos ha separado. El tenía que recoger a sus pupilos en la puerta del Santo Sepulcro para llevárselos en un autobús a Jericó. Van a dormir allí y mañana visitarán el Mar Muerto. Yo había quedado con Jadiya para ir al Santuario del Libro que forma parte del Museo de Israel y en el que se conservan algunos de los trascendentales pergaminos esenios casual o causalmente encontrados por un pastor y contrabandista beduino-se llamaba Mohamed el Lobo- en una cueva de Qumran.
Pero Zacarías y yo nos hemos citado dentro de unos días en la oficina de turismo de la ciudad galilea de Tiberíades. Tengo la corazonada de que ese encuentro va a traer cola. Mi viaje ya no ha sido en vano.
El segundo episodio de esta jornada memorable se inscribe en mi visita al Santuario del Libro: un lugar verdaderamente curioso por obra y gracia de su arquitectura. Tradición y plagio se funden en ella.
Allí, mientras inspeccionaba unas vitrinas, se me ha acercado un individuo de mediana edad y de barbita puntiaguda que parecía un intelectual askenazi de la Praga de entreguerras y que inmediatamente, sin presentarse y sin molestarse en decirme por qué lo hacía, ha querido saber quién era yo, qué buscaba en aquel lugar y por qué me interesaban tanto los documentos protegidos por una gruesa luna de cristal blindado que en ese preciso instante tenía ante los ojos.
El desabrimiento, la agresividad y la chulería de su abordaje-es ésta la palabra que mejor define lo sucedido- me ha desconcertado, primero, y después me ha indignado. ¿Estaba ante un agente de los servicios secretos israelíes al que había llamado la atención la presencia de una muchacha palestina en aquel emporio y tabernáculo del saber judío, y de las señas de identidad del judaísmo, o acaso habían empezado ya, y así, los problemas sobre los que me había puesto en guardia dos días antes el profesor yemenita?
Abrevio… La conversación tan amablemente planteada por el presunto intelectual -que en efecto, como supe después, lo era-se ha ido enconando poco a poco, y grito a grito, y al final ha degenerado en una trifulca que parecía de verduleras no, ciertamente, por el asunto que la motivaba, sino por los berridos, aspavientos e insultos que se cruzaban en ella. No nos hemos tirado del moño porque el askenazi llevaba un solideo y yo, por incordiar y porque me gustaría ser como Lawrence de Arabia, una cufiya idéntica a la que luce el líder palestino Arafat en todas sus apariciones públicas. No bromeo: la agarrada ha sido muy seria y podía haber terminado como el rosario de la aurora. A mí, ciudadano de un país amigo, poco o nada cabía hacerme. Pero a la pobre Jadiya, que se sentía carne indefensa de cañón en aquel zafarrancho de combate ajeno, un color se le iba y otro se le venía. Menos mal que en el último momento, cuando todos nos creíamos condenados a dirimir nuestras diferencias en la comisaría más cercana, han intervenido manu militari los ujieres del museo y, por así decir, nos han dispersado.
¡Qué escandalera! Al final, refunfuñando, el askenazi ha hecho mutis por la izquierda mientras yo, bufando, lo hacía por la derecha.
Jadiya trotaba detrás de mí con los ojazos llenos de lágrimas. Soy una mala bestia.
¿Por qué nos hemos peleado? Pues por dos motivos principales. Uno: lo que el energúmeno decía y lo que yo pensaba (y sigo pensando) acerca de los manuscritos de Qumran, de la secta de los esenios y de la relación existente entre éstos y Jesucristo. Y dos: la campaña de imagen-así la he calificado con dos cojones y sin dejarme intimidar por el estupor y el furor de mi contrincante- organizada a todo trapo y sin regatear una pelucona por los judíos con el fraudulento propósito de recuperar, nacionalizar y capitalizar a Jesús metamorfoseándolo por arte de erudición, manipulación, falsificación, filología y birlibirloque en un rabino más, y punto.
Confieso que esa sórdida conjura -porque conjura es-me solivianta. Durante mil novecientos años de historia universal, y me quedo corto, todos los doctores, investigadores y pensadores del judaísmo militante se han dedicado con verdadero encono a ignorar a Jesús (negando, incluso, su existencia) o a ponerlo de chupa dómine y sólo ahora, mira por dónde, conscientes al fin de que el Galileo es invulnerable y de que sus maquiavélicas asechanzas no pueden con él ni con la fascinación que ejerce sobre miles de millones de seres humanos, deciden cambiar de táctica, pasan de los insultos a los elogios, se despepitan publicando decenas y decenas de libros en los que con rara unanimidad y no escaso ingenio se ilustra la tesis de que el hombre crucificado por sus tatarabuelos fue el último profeta de Israel y un rabino casi ortodoxo, y vuelcan todos sus medios materiales e intelectuales en apoyo de esta sutil maniobra de agitación y propaganda digna de Goebbels cuyo anzuelo han mordido ya urbi et orbi muchas personas de buena fe judías y no judías. A este paso, si nadie -jugándosela, claro- se atreve a pararles los pies, pronto oiremos decir que Jesús, efectivamente, fue el Mesías. Y entonces…
Pasmoso, ¿no?
Pero he dicho que iba a ser breve y acaban de dar las once y media de la noche: una hora verdaderamente audaz para estos pagos. Aquí todo el mundo se va a la cama con las gallinas y se levanta con los teatinos.
Y aún tengo que hablar del tercer episodio de esta jornada brava. Adelante con él.
Jadiya se ha empeñado en presentarme mañana por la mañana-viernes y, por lo tanto, día de asueto musulmán-a toda su familia: padre, madre, dos abuelas, un abuelo (el otro murió de tifus en la guerra de los seis días), cinco hermanas, tres hermanos y una caterva de tíos, primos, sobrinos y parientes de menor cuantía. Sólo de pensarlo me pongo a sudar. Todos, al parecer, están de acuerdo en que el carnicero de la esquina sacrifique el mejor cabrito de su redil para homenajearme.
La morita me lo ha soltado a quemarropa frente a una taza de té sin clavo ni cardamomo ni perrito que me ladre-estábamos en Ben Yehuda St. (que es la calle del chicoleo, del caracoleo y del cachondeo) quitándonos el susto, ella, y yo el berrinche por el incidente con el cabrón del askenazi-y si no me he caído redondo al suelo de un patatús es porque conozco a las moras.
Progreso chapadas a la antigua, de Ghadaffi o de Jomeini, comunistas o fundamentalistas, analfabetas o licenciadas en románicas, con chador o con minifalda de cuero y chanel número cinco… No importa. Todas son iguales, todas buscan lo mismo, todas quieren llevarte al huerto del matrimonio coránico, todas están rodeadas (en el sentido bélico, y belicoso, del participio) por una horda de familiares dispuestos a perseguirte hasta el catre por los cinco continentes con la cimitarra desenvainada y enarbolada.
Tendré que poner pies en polvorosa. Bien que lo siento. Jadiya me gustaba. Me gustaba (y me gusta) tanto que hubiese podido vivir una historia de amor con ella. Pero el instinto de conservación no se aviene a pactos ni desciende a negociaciones. ¿Cómo se dice adiós en árabe coloquial? ¿Asalam al laicum? Pues eso, jovencita. Sic transit gloria mundi. Y ojalá volvamos a encontrarnos en cualquiera de los dos paraísos: en el de los musulmanes o en el de los cristianos.
Es la última noche que paso aquí. He alquilado un suzuki de bolsillo con doble tracción en una pequeña agencia de viajes gobernada por un sefardí simpatiquísimo que nació en Salónica y que habla perfectamente ladino, y mañana pondré el morro del coche hacia Jericó, Qumran, el Mar Muerto y la fortaleza de Massada.
Arrivederci, Jerusalén. Me has dado algún que otro disgusto, pero también me has enseñado más, mucho más, de lo que esperaba. Me voy con las manos simultáneamente llenas y vacías. Que la paz, si es posible, sea alguna vez contigo.
Jesús de Galilea no anda por aquí ni es ésta su ciudad. Probablemente no lo fue nunca. Tendré que buscar en otro sitio menos devastado por las galernas de la historia.
Sólo me queda una cosa por hacer: transcribir la frase de Bhagavatam que esta mañana le he enviado a mi madre.
Dice así: igual que una abeja que recoge miel de distintas flores, también el hombre prudente acepta la esencia de las distintas escrituras y ve sólo lo bueno de todas las religiones.
Amén.
Jericó Viernes 20 de abril
Cuentan que aquí, en medio de este impresionante oasis, surgió la primera ciudad del mapamundi. Es, en cualquier caso, uno de los lugares más hermosos de la madre tierra.
Si alguna vez tengo otra hija, la llamaré Jericó. Estoy seguro de que con ese nombre será guapa, exuberante, generosa, pacífica, feraz y abierta a todo. Habrá vientos y dátiles en su mirada. Ayudará a los viajeros, sembrará trigo, plantará árboles, se moverá como las palmeras y conocerá el lenguaje de los pájaros. Nunca ofenderá a nadie ni nadie se atreverá a ofenderla. Será mujer de un solo hombre, me dará nietos, cantará villancicos por nochebuena delante del belén y estará a mi lado el día de mi muerte.
Son las seis de la tarde y empieza a anochecer. Escribo estas líneas sentado sobre un poyete en un puesto de frutas. Me rodean las sandías y los melones, los racimos de uvas, las cestas de manzanas, de higos, de picotas y de ciruelas. Parezco un cuadro de Archimboldo.
No me he molestado en buscar un hotel. Quiero pasar la noche al raso en la cumbre del Monte de la Tentación. Allí es donde la leyenda sitúa dos de los tres encuentros de Jesús con el Maligno. Hay un monasterio ortodoxo plantado sobre la vertical del vacío y edificado sobre la cueva en la que el Nazareno ayunó durante cuarenta días y se negó a convertir las piedras en panes.
Tengo la intención de tomarme un ácido [32] en ese lugar-falta sólo un día para el plenilunio- y a ver qué pasa. Quiera Dios que acuda el Demonio con mayúscula. No escurriré el bulto.
Dice el Libro de los Proverbios: donde no hay visiones, el pueblo perece [33]. Quizá radique ahí el problema de Israel.
Llevo todo el día de hoy preguntándome qué carajo pensaban y cómo llenaban su tiempo, su devoción, su apostolado, su fe y su liturgia las comunidades cristianas anteriores a la redacción y divulgación del primer evangelio. En ese espacio vacío, que duró décadas, podría estar la clave de casi todo lo que ignoramos. Es el período de la historia del cristianismo que más me interesa (y voy a hacer lo posible y también lo imposible para desandar lo andado y remontarme hasta él.
¿Se puede?
Sí, claro que se puede. Pero no diré-todavía-cómo.
El monte, el demonio y la luna me aguardan.
Ojalá tenga suerte. Seguro que la voy a necesitar. Jericó forma parte de los Territorios Ocupados y el punto al que me dirijo es de los que llaman off limits. He sobornado con treinta dólares de vellón al hermano lego que tiene la llave de la puerta trasera del monasterio. Ahí, al parecer, está el sésamo que se abre al escenario de las tentaciones de Jesús. Ha debido de parecerle una enormidad, porque se le han puesto los ojos como dos platos soperos. Lo mismo cree que le quiero dar por la retambufa. No me extrañaría. El ars amandi zaguero es una honrosa tradición monástica (sobre todo intramuros de la Iglesia oriental) cuya solera no cabe poner en duda. Mi cómplice, de hecho, desprende un tufo de maricona con lunares y pelos en la pechuga que tira para atrás. Procuraré darle esquinazo en cuanto me facilite el acceso al lugar de autos.
Horrible sospecha: ¿y si es él quien pretende llevar la iniciativa y darme por el trasero a mí?
Según la ley de Mahoma… Cosas más raras se han visto, y no digamos por estas latitudes. Bien podría ser ésa, en lo que al hermano lego se refiere, la cuarta tentación de Satanás. Y entonces…
¡Menudo lío y qué escena tan gratificante! El desierto de Judea a nuestros pies, el ermitaño persiguiéndome con el borde inferior del hábito de estameña a la altura de las rodillas, Lucifer danzando por allí entre fosforescencias y nubes de azufre, yo con el culo y el alma en trip de ácido lisérgico, y la luna mirándolo todo con cara de boba. Una película de los Hermanos Marx, una comedia de enredo escrita por Dalí, un retablo del Bosco.
Es tarde. Ya no hay suficiente luz para seguir escribiendo. Al toro.
.
Sábado 21 de abril
El hermano lego no era maricón, sino espía a sueldo del ejército israelí. ¡Anda y que lo folle un pez! A eso de la medianoche, cuando yo llevaba alrededor de tres fantásticas horas de tripi y andaba muy cerca del quinto cielo, diez o doce soldaditos de mierda armados hasta la tonsura y capitaneados por un sargento cincuentón con ojos de loco y huevos de pantera me rodearon, me iluminaron y cegaron con sus potentísimas linternas mientras me gritaban en arameo (digo yo) y me apuntaban con sus metralletas, me zarandearon, me esposaron y me llevaron en jeep al cuartel.
Y allí he pasado el resto de la noche, que lo ha sido de Walpurgis. Interrogatorios cruzados, insultos, amenazas, vejaciones psicológicas y careos con el dueño del tenderete de fruta, con el soplón que me ha vendido (ahora caigo en la cuenta de que le di la soldada de Judas: treinta monedas) y con el sefardí de la agencia de viajes. Al pobre lo han traído hasta aquí desde Jerusalén -menos mal que la distancia entre las dos ciudades es de unos cuarenta kilómetros- sacándolo de la cama a la hora en la que don Quijote salió de la venta. O antes.
Yo, a pesar de los zarpazos y tarascadas del LSD (que todavía me bulle en la sangre), no he perdido en ningún momento la cabeza ni el dominio de la situación. Lo único que en realidad me preocupaba era el riesgo de que encontrasen la bola de hachís y mi cuaderno de apuntes, de que leyeran éste con lupa -tienen intérpretes y traductores de todas las lenguas-y de que se enteraran de mi afición a los alucinógenos, de mis contactos con el yemenita, de mis tradicionales lazos de amistad con el mundo árabe y del cisco con el askenazi hidrófobo de la barbita puntiaguda.
Pero de los escarmentados nacen los avisados.
Padezco, desde mis verdes años de militancia antifranquista, lo que entre bromas y veras llamo el síndrome de la clandestinidad. De ahí que anoche, antes de subir al monasterio, envolviera en una bolsa de plástico el chinón de hachís y el cuaderno de apuntes y lo escondiese todo debajo de un pedrusco. Por eso no dieron con él al registrar el suzuki. Hoy, en cuanto termine de escribir esta croniquilla, meteré el cuerpo del delito en un sobre resistente y se lo enviaré por correo certificado a Kandahar. Se acabaron los riesgos inútiles. No quiero comprometer a nadie -¿por qué, pese al síndrome de la clandestinidad, he mencionado en estas páginas mis amores con la palestina y los dos petas que me fumé en un rincón del zoco con Zacarías?-ni levantar antes de tiempo la liebre de la orientación que imprimiré a mi libro sobre Jesús.
En fin… A eso de las diez de la mañana, después de comprobar llamando por teléfono a la embajada española que efectivamente soy-ésa fue mi principal coartada-un novelista en busca de vivencias místicas y crísticas, mis carceleros me dejaron en libertad sin pedirme perdón ni invitarme, a modo de desayuno, a un mal puñado de aceitunas con pan ácimo y queso de cabra.
¡Viva la hospitalidad!
Por enésima vez se ha demostrado que el Maligno no pierde comba. ¡Y yo que quería verme las caras con él en la mismísima yema del Monte de la Tentación! Alguien, sin embargo, escuchó y atendió mi ruego, porque el Demonio (con más mayúsculas que nunca) acudió, en efecto, a la cita, aunque lo hizo multiplicándose por diez y disfrazándose de militarote en pie de guerra. ¡Puah!
Son las tres de la tarde. El Mar Muerto me espera.
¡Ojalá volvamos a vernos en mejores circunstancias, Jericó! Y así será, porque no en vano te llamas como una de mis futuras hijas. Ella, cuando nazca y se haga grande, querrá verte y me traerá hasta ti. Palabra de tuareg.
Qumran Martes 24 de abril
Llevo aquí tres gloriosos días de borrachera mística, histórica y geográfica, hundido hasta el pescuezo en uno de los parajes más sugestivos de la tierra.
A un lado, el Mar Muerto, que hace honor a su nombre. Su belleza es tan grande, y tan extraña, que no parece de este mundo.
Al otro, el desierto de Judea: un jardín zoológico petrificado y habitado por formas que remedan fósiles de fragmentos de animales anteriores al Diluvio. Su geografía, arrugada y descoyuntada por los espasmos geológicos y los rigores climatológicos, dibuja gibas de dromedario, patas de mamut, caparazones de tortuga, testuces de mastodonte, espinazos de armadillo, crestas de iguana.
Y todo el paisaje pintado con colores sobrios, suaves, mates, ambiguos. Nada, excepto la fuerza del sol, hiere la vista.
El agua del inmenso lago, al evaporarse, revela la urdimbre vibratoria del universo. Vale decir: Dios, como Jesús en la tempestad del Tiberíades, camina a diario sobre la superficie del Mar Muerto.
Extraños seres-poliomielíticos, escleróticos, eccematosos, tullidos, contrahechos, mutilados y afectados por toda clase de enfermedades nerviosas y dermatológicas-chapotean (o, más bien, flotan quieras que no) en sus aguas salutíferas y milagreras.
Hacer el muerto en el Mar Muerto… ¡Hopla!
Se entienden muchas cosas desde aquí. Muchísimas. En ningún otro lugar de la tierra ha llegado hasta mí con tanta nitidez la música de las esferas.
En cuanto al yacimiento arqueológico de Qumran y las cuevas de los esenios…
Estoy escaldado: en boca cerrada no entran moscas ni sargentos cincuentones ni askenazis de solideo y barbita puntiaguda.
Se trata de un asunto verdaderamente delicado. ¿Por qué la mafia judía ha hecho mangas y capirotes, sin rubor alguno, y no se ha parado en barras a la hora de conseguir -sabe Dios cómo- que los microfilmes de los manuscritos esenios (depositados casi todos, si no todos, en la Universidad de California) no puedan circular libremente entre los estudiosos? ¿Qué oscuro e inconfesado objeto del deseo justifica el enjuague y a qué viene ese tabú, ese carpetazo, esa extemporánea calificación de top secret, esa dura ley del silencio?
No parece exagerado pensar que el contenido de los rollos del Mar Muerto desautoriza inapelablemente muchas de las patrañas que nos han contado sobre Jesús de Galilea, sobre los orígenes del cristianismo y sobre la historia del pueblo errante. Alguien, algún día, pondrá los cojones sobre la mesa, romperá el círculo hermético y publicará los microfilmes [34]. La verdad siempre se abre camino hacia el corazón.
A lo largo de los tres últimos días he vivido experiencias sagradas verdaderamente imborrables, pero no voy a consignarlas por escrito. Israel es una nación policial en estado de guerra.
Podrían detenerme otra vez.
Llenaré el hueco con lo que mi hermanito de horóscopo escribió hace veinte años a cuento de las comunidades esenias y de su relación con Cristo. Dice así (fotocopié este texto, que suscribo de la cruz a la bola, en la biblioteca de la hospedería de los padres franciscanos): Jesús no recibió la iniciación a los antiguos misterios de labios mitraicos, mazdeistas, órficos o tibetanos.
Faltaban hierofantes de esas religiones en las aldeas palestinas. Muy cerca, en cambio, merodeaban los solitarios del Monte Carmelo y el Mar Muerto, los ebionitas y nazarenos de Cilicia, los terapeutas del Tauro… En una palabra: los esenios, extraños seres que repudiaban el matrimonio (y cuyo número se mantenía estable por los peregrinos que hasta ellos llegaban y no por los hijos engendrados en su seno), depositarios de la verdad hermética, taumaturgos, únicos habitantes de la tierra que -según Plinio-parecían haber alcanzado la felicidad en ella.
Conocían las intimas y esquivas propiedades de las plantas, el significado alquímico de cada piedra o mineral, sus valencias, sus índices mercuriales, sus disolventes, sus márgenes de alotropía, su iridiscencia en noches de plenilunio, el peso metálico de sus almas. Huyan de las ciudades y Vivian cara al desierto en habitaciones de troglodita, comunitariamente, sin esclavos ni leyes ni propiedades. Imponían tres años de oscuras pruebas al neófito que deseaba convertirse en hermano y, cuando ya lo era, le exigían perpetuo silencio sobre lo que había visto, escuchado y aprendido. Su liturgia comprendía ágapes, abluciones, plegarias al amanecer y obligación de llevar vestiduras de lino. Sólo algunos escudriñaban el cielo y se asomaban a las esquinas del porvenir, pero todos podían curar enfermedades físicas y morales. No buscaban adeptos, no los rechazaban. Hermes, Pitágoras y Samuel seguían viviendo en ellos. Meditaban. Miraban sin ver las arrugas y las dentelladas salitrosas del paisaje.
Pasaban meses enteros en el fondo de sus cuevas, rodeados de encausto, cálamo, rodillo, tintero y pergaminos, y allí sus ojos brillaban como cúpulas de antiguos templos que nadie conocía.
Graves y dulces, cultivaban las artes de la paz: eran tejedores, carpinteros, orfebres, músicos, gentes de poda y arado, pero nunca hacían comercio ni forjaban armas. Nómadas de siempre solían concentrarse con talante eternamente provisional alrededor de dos descarnados focos: el lago Moeris, en Egipto, y la aldea de Engaddisen Palestina, junto al Mar Muerto. Ambos lugares pudieron servir de refugio y santuario a Jesús antes de su bautismo en el Jordán. Uno de ellos lo fue de fijo. Años de clausura, de estudio, de ayuno, de mortificación, de gimnasia, de férrea castidad, de alimentos mágicos ingeridos en el curso de hermosas ceremonias. Y por fin, una noche, la mano del mistagogo, su silencio, el paseo hasta el lugar exacto, la bóveda del cielo y la revelación. Termina a.C. el aprendizaje de un cristo. Que nadie busque aclaraciones en los evangelios. Éstos mencionan a todos los grupos religiosos que a la sazón actuaban en aquellos campos, pero ni una sola vez aluden a los esenios. También los apóstoles tenían la boca sellada por una complicidad inquebrantable. Hijos del Hijo de Dios, discípulos de un adepto. Para el curioso hay, sin embargo, caminos de conocimiento e investigación que no obligan a correr la aventura iniciática [35]…
No me sorprende lo que decía Plinio. Yo también sería absolutamente feliz si viviera de esa forma en el corazón de este paisaje. Aunque fuese en una gruta.
Si alguna vez me pierdo (¡ojalá sea pronto y para siempre!), que me busquen aquí.
O mejor aún: que no me busquen en ninguna parte.
Miércoles 25 de abril
¿Fue Jesús un esenio? La lógica responde que sí.
Y la magia, no digamos.
Cuestión de olfato y de sensibilidad: hay un aroma común, una actitud paralela, una sangre compartida.
¿Cabe ignorar lo que el corazón dice? ¿No son acaso, significativos los factores y elementos que concurren en la vida y en la doctrina de Jesús por una parte, y en lo que poco a poco se va averiguando acerca de la comunidad de los esenios por otra?
Veamos: ayuno y abluciones (bautismales o no), desapego material y sentimental en la línea de Buda, distinción entre el reino de la Luz y el de las Tinieblas, elogio del celibato, práctica del ágape, renuncia al derecho de propiedad privada, solidaridad con los humillados y ofendidos curanderismo (en el más noble sentido de la palabra), preocupación escatológica y anuncio del Fin de los Tiempos…
Etcétera.
Creo que Juan el Bautista también perteneció a la comunidad de los esenios y no me parece imposible que Jesús ocupara en ella el cargo de Maestro de Rectitud o de Justicia.
Pero queden, de momento, las espadas en alto.
Algún día-pronto, pero no antes de que El me lo indique- diré lo que pienso, revelaré lo que he averiguado, tiraré de la manta y saldré corriendo hacia cualquier escondrijo inexpugnable.
Jueves 26 de abril
¿Escondrijo inexpugnable? Hoy he visitado la fortaleza de Masada, esclarecido emblema y último bastión histórico de la dignidad judía. Allí se encerraron los zelotas o abertzales de Israel cuando Roma, adelantándose a Hitler, decidió aplicar la solución final a los hebreos y todos los sitiados, menos dos mujeres y cinco niños, prefirieron el harakiri a la rendición. No hay en el mundo pueblo que no tenga su Numancia.
El lugar sobrecoge por su altura, por su entorno, por su belleza y por su historia. En él, y con él, terminó la presencia judía en Palestina.
Hasta las trapisondas de hoy, se sobrentiende que poco o nada tienen que ver con las de entonces.
Y allí, en Masada, junto a la Puerta del Camino de la Serpiente, he reconocido-tercer encuentro carbonario y gibelino del viaje-a un in dividuo de los que no entran dos en docena. ¿Sus señas de identidad? Cordobés de Argentina, iconoclasta, rebelde, ario, mujeriego, viperino, extraordinariamente culto, novelista de cierta fama con seis novelas en su pedigrí-me ha regalado una sobre los nazis refugiados en Paraguay y Bolivia para que mate el tiempo-y embajador de su país en Israel. Tiene tres años más que yo y está pasando unos días en el kibbutz de 'En Gedi.
Viene por aquí, me ha dicho, para descansar y, sobre todo, para fisgar.
Hemos comido juntos y juntos hemos visitado por la tarde el lugar donde alguna vez estuvieron las ciudades de Sodoma y de Gomorra. El embajador quería presentar sus respetos a la señora de Lot y sonsacarla discretamente. Sería, ha insinuado, un buen personaje para urdir en torno a él una novela o, quizá, una tragedia.
Pero nos hemos perdido en las montañas y no hemos dado con la estatua de sal que perpetúa su memoria.
Volveremos a intentarlo. Palabra de embajador y de tuareg.
Viernes 27 de abril
Anoche escondí la china y el cuaderno (en el que ya sólo figuran las anotaciones de los tres últimos días) debajo de otro pedrusco, subí gateando como un sherpa a la gruta madre de Qumran y pernocté allí. O, mejor dicho, intenté vanamente pernoctar, porqué mi gozo terminó en el pozo de costumbre: volvieron a detenerme, a interrogarme y… Sin comentarios.
Salí indemne del follón, que fue mayúsculo, gracias al embajador de Argentina.
Aquí terminan mis apuntes. A partir de ahora -lo juro- no anotaré en sus páginas ninguna frase coherente y transparente que pueda servir de carnaza a los ojos y las bocas indiscretas. Sólo datos irrelevantes, fechas, topónimos, naderías y gilipolleces, con alguna que otra alusión cifrada y acotación cabalística que me ayude a hacer camino y a refrescar la memoria.
No oculto, sin embargo, mi legítima satisfacción al comprobar que el ejercicio de la literatura entendida como apuesta de libertad y de conocimiento (o de conocimiento en libertad) sigue obligándome -hoy como ayer… Eso, al menos, no ha cambiado-a llevar una vita pericolosa.
Bienvenida sea. Mi crisis existencial y climatérica se está esfumando. Soy otro hombre: el segundo, salvando las distancias, que resucita en Jerusalén. Jaime no me reconocería.
A mí la legión.
Galilea Sábado 28 de abril
Sigue la vita pericolosa. Y más que nunca. ¡Qué fácil es pasárselo bien cuando hay una guerra por medio!
Ayer me lapidaron (sí, me lapidaron… Tómese al pie de la letra) como si fuera una mujer adúltera sometida al peso de la ley coránica. De seguir así, si el crescendo no se interrumpe, pronto me crucificarán. ¡Menuda carrera llevo desde que cogí el boeing de Verónica en Barajas! Tres mujeres (de la tercera no he dicho nada), una zapatiesta en un museo, dos detenciones manu militari, el misterioso y peligroso profesor yemenita, una horda de moros calderonianos persiguiéndome con el alfanje en ristre y un apedreamiento de vitola bíblica. No sé si me olvido de algo. La vida es folclore, Indiana Jones existe y el que no se divierte es porque no se moja el trasero.
Soy un bocazas, pero lo sucedido me obliga a faltar a mi juramento: un lance así no puede quedar sin comentario… Esta vez, de todas formas, no corro riesgos ni hay peligro de indiscreción.
Quienes salen malparados del episodio son los palestinos. Y los palestinos-me apresuro a dejar constancia de que no les guardo rencor alguno- no van a detenerme ni a interrogarme ni a registrarme. No es su estilo, no están para esos trotes y no tienen razones ni medios ni poderes para ello.
Debo reconocer que la culpa es exclusivamente mía y no de mis agresores. Me he ganado la lapidación a pulso por engreído y por cabezota.
¿A quién se le ocurre atravesar-iba camino de Nazaret-los Territorios Ocupados bien sentadito al volante de un jeep de aspecto paramilitar alquilado en una agencia judía de Jerusalén? Un vistoso rótulo bilingüe estampado en las dos portezuelas del coche anunciaba (y denunciaba) a todo bicho viviente el origen, la propiedad y la nacionalidad del vehículo.
La sarracina se ha producido cerca del emporio árabe de Nablus, en un lugar desolado del que prefiero no acordarme. Así olvidaré también mi estúpida bravuconada.
Y eso que los idus de marzo (y los de abril) estaban en alerta roja. Mucha gente me había avisado del riesgo al que me enfrentaba, pero yo -farruco-me encogía de hombros y desoía los consejos y las advertencias. El embajador de Argentina, entre otros, me había pedido que contara hasta diez antes de dar el paso, porque en su opinión -autorizadísima, bien lo sé-estaba a punto de hacer algo realmente muy peligroso, pero ni él ni el resto de mis informadores sabían que ese adjetivo, lejos de disuadirme, me aguijoneaba.
Y tenían razón. Lo he comprendido y lo he admitido al percatarme de que acababa de entrar en territorio cherokee. No era necesario ser muy perspicaz, porque saltaba abrumadoramente a la vista: esqueletos de coches calcinados en las cunetas, miradas torvas y corvas-como gumías- saliendo de la penumbra de los cafetines de la carretera, animales despanzurrados sobre las gibas de la calzada, rebaños, silencios, soledades y omertá de mafiosos sicilianos.
Me había metido hasta el entrecejo en la Palestina profunda.
Y allí, al atravesar un pueblo de calles aparentemente desiertas, zas: el primer cantazo…
Una experiencia que no le deseo a nadie.
Hice lo único que se podía hacer: mirar con asombro hacia la izquierda y hacia la derecha, apearme cautelosamente y examinar los desperfectos causados por la feroz pedrada en la carrocería del coche. El proyectil debía ser de a puño y férreos los músculos del brazo que lo lanzó.
Respiré abdominalmente en ocho acojonados tiempos que no se terminaban nunca y encomendé mi alma a los tres dioses, que probablemente me escucharon, pues no tardó en hacer acto de presencia una patrulla del ejército israelí. La formaban tres chicos muy jóvenes, que me miraron con asombro al comprobar que era extranjero y me preguntaron que si estaba loco. Les dije que sí, se echaron a reír y me explicaron que aquel cochambroso pueblecillo era uno de los santuarios más batalladores de la intifada. Acto seguido se pusieron en contacto con el cuartel por medio de un walkie-talkie y a los dos o tres minutos apareció un jeep expresamente enviado para escoltarme y sacarme del avispero. Respiré hondo, musité una jaculatoria, crucé los dedos, subí al coche y lo puse en marcha. El corazón perdió velocidad, dejó de temblarme el pulso y las rodillas recuperaron parte de su firmeza.
Pero el remedio fue infinitamente peor que la enfermedad. Mis invisibles agresores, al verme protegido por sus verdugos, se multiplicaron y se ensañaron. Decenas de manos anónimas surgieron de todas partes y cada una de ellas escondía una piedra en el puño. El tiroteo fue graneado y certera la puntería. El único cristal del coche que salió milagrosamente indemne fue el del parabrisas. Me sentí ridículo, torpe, maniatado e indefenso. No podía hacer nada, no podía ni siquiera decirles que era español, que venía de la tierra de sus antepasados andalusíes y que mi corazón y mi pluma estaban con ellos. La escolta me acompañó hasta la salida del pueblo y el cabo que la capitaneaba me dijo que hundiese la cabeza entre los hombros y que acelerase, porque aún me quedaban por delante quince kilómetros de territorio en pie de guerra y de intifada en bruto.
Luego me estrechó la mano y me deseó suerte. La tuve, gracias a Dios, porque sólo recibí otra pedrada, ya en la linde del mundo roturado y presuntamente civilizado. Volví a respirar abdominalmente en ocho tiempos y poco a poco fui recuperando la serenidad.
Tomo nota. Ha sido una de las experiencias más duras y menos gratificantes de mi vida de escritor aventurero. Y esta vez sin el consuelo de los turrones de Mira y del decimito para el gordo de navidad. Lo digo porque ni siquiera en Saigón durante la ofensiva del Tet -que desencadenó la fase álgida de la guerra del Vietnam- me sentí tan deshabitado, tan asustado, tan fuera de mi quicio, de mi norte y de mi alma. Es cierto: el mundo se ha vuelto loco. ¿Dónde venden pasajes para volar al territorio de la cordura? De sobra sé que en ninguna parte, pero a pesar de ello me voy allí. Hasta nunca.
Domingo 29 de abril
Paso el día en Nazaret.
Un poblacho. No sé por qué he venido a verlo.
Todo lo que se nos ha dicho sobre este lugar dejado de la mano de Dios (sic) es falso. Pésimas vibraciones. Mezquindad. Intereses creados de, por y para la clerigalla. No busques aquí a Jesús peregrino. Ni lo encontrarás ahora ni estuvo nunca. O, si alguna vez vino, fue de paso. Como yo.
Desgracia llama a desgracia: un guardia municipal (judío, naturalmente) se ha insolentado conmigo y me ha puesto una multa por aparcar el coche a la remanguillé delante de la Basílica de la Anunciación, que es un adefesio arquitectónico de notable envergadura. Lo que me faltaba. Cojo el portante y tomo el olivo no sin reiterar lo que dije ayer: hasta nunca.
Lunes 30 de abril
Días de poco, vísperas de mucho. El tiempo ha cambiado y todos los vientos son favorables.
Estoy en Safed: un nido de ave migratoria acurrucado en las montañas. A sus pies, Galilea: tierra dulce, tierra de pan llevar, tierra de labrantíos, de guerreros, de colinas y de horizontes infinitos. Me recuerda en muchas cosas a Castilla y yo, en Castilla, siempre me encuentro bien y a menudo soy feliz.
Aquí, en Safed, se refugiaron ciento ochenta y tres familias sefardíes cuando la barbarie étnica, religiosa, ideológica y cultural de los Reyes Católicos segó en flor el vergel de las tres Españas y expulsó de un país que era tan suyo como nuestro a los moros y a los judíos.
Aquí, en Safed, instalaron los cabalistas españoles la primera imprenta que funcionó en el continente asiático.
Aquí, en Safed, sobrevive hoy lo mejor del microcosmos israelí al arrimo de un lugar encantado e hibernado en el que sólo tienen cabida el estudio, la fe, la oración, la calma y el recogimiento.
Aquí, en Safed…
Cielos altísimos y purísimos, empinado laberinto de calles y plazuelas adoquinadas, patios de sabor andalusí, edificios de cal y canto colgados de las faldas de la cordillera, pintores, escritores, investigadores, místicos, numerólogos, hermeneutas y guardianes de sinagogas que hubiesen enamorado a Fray Luis.
Y en una de ellas, entre rollos, librotes, cartapacios y escrituras de abrumadora antigüedad, me topo con un cabalista askenazi y bonaerense -es el tercer argentino que se me cuela en los apuntes de este cuaderno-que vive aquí desde hace más de una década, alejado del mundo y entregado al estudio de la cábala y al cultivo de su huerto. Tiene cuarenta y siete años, se llama Jacobo, es tímido y suave, habla con un hilo de vozno gesticula, se interesa sólo por lo que el ojo no ve y esconde, pese a ello, una vivacísima mirada de roedor detrás de unas gafitas redondas de montura de carey. Sus opiniones y sus revelaciones sobre el Galileo-apodo de Jesús que frente a estos parajes aumenta de estatura y alcanza su verdadera dimensión- están ya metidos en un abultado sobre que mañana enviaré a Kandahar.
Me encuentro a gusto. Pasaré aquí unos días.
He descubierto un hotel mínimo y fantástico, de los que ya no quedan, en el cogollo del Barrio de la Sinagoga. Se come mal, como en todas partes, pero esta noche me resarciré en casa de Jacobo, que ha tenido el detalle de invitarme a cenar.
¿Habrá bife de chorizo? ¡Mmmm! Salgo escopeteado hacia allí.
Martes 1 de mayo
Del monte en la ladera / por mi mano plantado tengo un huerto, / que con la primavera, / de bella flor cubierto, / ya muestra en esperanza el fruto cierto.
Safed me hace pensar en Fray Luis. Sus heptasílabos y endecasílabos se me vienen una y otra vez a la memoria y a la punta de la lengua.
Anoche estuve paseando con Jacobo hasta que las estrellas empezaron a apagarse. Me dijo muchas cosas, yo también se las dije a él y confluimos los dos en una ínsula quijotesca, imaginaria, lateral y sacramental en la que no se oía el tictac del tiempo.
Allí, en un momento dado (y fijado, seguramente, por Aquel que en todo nos sobrepasa), Jacobo se colocó en silencio detrás de mí-yo estaba sentado, como Pedro, en una piedra y frente a nosotros se abría el abismo-, extendió sus afiladas manos de artista sobre la parte superior de mi cabeza, sin tocarla, y al cabo de unos instantes dijo como si Moisés hablara por su boca: -Aquí dentro hay un laberinto, amigo Ramírez. Recórralo y vuelva luego a su país, compre un trocito de tierra junto a un río, si no lo tiene ya, y construya en él, con macizos de flores, pasto y arbustos, otro laberinto, esta vez visible y tangible. Procure que sea una fiel reproducción del que ahora tiene en la cabeza y recórralo a menudo siempre que pueda, especialmente por la tarde, cuando el sol empieza a declinar. Le garantizo que si lo hace, será feliz, entenderá el sentido de la existencia y encontrará lo que anda buscando.
Curioso, verdaderamente curioso, porque yo no le había hablado de mi obsesión por el laberinto ni de la relación existente entre la búsqueda de su centro y mi viaje.
Seguiré el consejo de Jacob. En sus palabras se percibía el latido y el centelleo de la verdad de lo que no se discute, de lo que es. Y, por añadidura, dispongo efectivamente de un huertecillo que Fray Luis no hubiese desdeñado en el término burgalés de Covarrubias, a orillas del Arlanza. Allí plantaré mi laberinto.
Eran más de las cuatro de la mañana cuando nos fuimos a dormir. En el fondo del firmamento sólo brillaba ya el planeta Venus, oscurecido por la luz difusa y lechosa del amanecer. Yo estaba como ido, como arrobado, como… Recé un padrenuestro y me acordé-con una sonrisa de incredulidad, de extrañeza y de piadosa repulsa- de las hordas de energúmenos sindicalistas y peseteros que en tal día como hoy, uno de mayo, se echarían a las calles y plazas del ruedo ibérico y occidental para defender con gritos coléricos e infantiles las sinrazones de quienes creen que sólo se vive de pan.
Fray Luis, a quien esa sórdida filosofía habría repugnado, escribió al respecto: a mi una pobrecilla / mesa de amable paz bien abastada / me basta…
Y a mí también. Lo juro por la salud de mis tres hijos poniendo la mano y el corazón sobre el I Ching.
Miércoles 2 de mayo
Jacobo me ha hecho un regalo de incalculable valor. Anteanoche, mientras paseábamos por las calles de esta ciudad no sometida a las leyes del tiempo y del espacio, salió a relucir mi ángel de la guarda-Sócrates y la cultura griega lo llamaban daimon familiar-no recuerdo ahora a santo de qué. Y al explicarle que su nombre es Jay [36]mi interlocutor abrió desmesuradamente sus sagaces ojillos de mangosta de Kipling, se quitó el solideo para rascarse la coronilla con visible turbación y manifiesta emoción, y me explicó-enésima causalidad-que así, Jay, se denomina en hebreo una de las cuatro letras que forman el tetragrammaton o nombre innominable de Dios.
Significa, dijo, el Viviente. Y no añadió nada más, pero se le veía muy impresionado.
Hoy, de hecho, me ha traído una reproducción de esa letra fabricada en oro por un orfebre amigo suyo y acompañada por una cadenita del mismo metal para que pudiese colgármela del cuello, cosa que me he apresurado a hacer. E inmediatamente me he sentido mejor.
Dios me ha dado ese talismán y Dios me lo quitará algún día, cuando ya no lo necesite. Siempre ocurre así. Son ya muchos los amuletos que han entrado misteriosamente en mi vida y que no menos misteriosamente han salido de ella sin avisar. De momento, y hasta nueva orden, lo llevaré encima a todas horas y no me lo quitaré ni siquiera para irme a la cama, solo o acompañado.
Y, naturalmente, recordaré su presencia junto al chakra del corazón y percibiré su energía cada vez que recorra el laberinto de mi huerto al atardecer.
Viernes 4 de mayo
Mar de Tiberíades, Cafarnaúm, Iglesia de la Multiplicación de los Panes y los Peces, Iglesia de la Primacía de San Pedro, Monte de las Bienaventuranzas…
Y punto culminante, hasta ahora, de mi peregrinación en busca del Rey de Reyes. Aquí estuvo, está y estará por los siglos de los siglos mi buen Jesús de Galilea. Aquí se le siente, se le respira, se le toca. Aquí se iluminan todos los rincones oscuros, ambiguos y contradictorios de su mensaje. Aquí se encuentra el cristiano -no sé el católico-como pez en el agua.
He tenido suerte. Me alojo, desde ayer, en el Hospicio del Monte de las Bienaventuranzas, establecimiento delicadamente gobernado por las monjitas de la Orden de San Francisco. Podría quedarme aquí mil años, si la vida y el Señor me los concedieran. Desde la ventana de mi habitación veo el lago, el horizonte y los árboles que rodean las ruinas de Cafarnaúm. Anoche, sin poderlo evitar, visualicé -¡vaya! El argot de la Nueva Era ataca otra vez-algunos de los episodios más significativos de los evangelios, localizados casi todos en las proximidades de mi atalaya. A saber: la multiplicación de los panes y los peces, el paseo de Jesús sobre la superficie del lago, el comienzo de su vida pública y de las lecciones recibidas e impartidas en la sinagoga, la primera alusión al sacramento de la eucaristía, los milagros del leproso, del criado del centurión, de la madrastra de Pedro (que, según los maestros ascendidos, también lo fue mía), del paralítico y del endemoniado, y-sobre todo, sobre todo, sobre todo-el Sermón de la Montaña, que es a mi juicio el pasaje más significativo de las Sagradas Escrituras y el momento más importante -después de la creación ex nihilo- de toda la historia universal.
Domingo 6 de mayo
Sor Margherita es veneciana, pasó la edad del pavo y la adolescencia en Perú, ingresó hace la friolera de cuarenta y dos años-tenía entonces dieciocho- en la orden franciscana, habla perfectamente español, fue misionera en Uganda bajo el régimen de Idi Amin y ahora vive, medita, reza y trabaja en este convento. Es una persona verdaderamente angelical, de esas que te reconcilian -por muy amargado que estés o muy escéptico que seas-con el mundo, con tu rostro en el espejo, con tus semejantes y, en este caso, con la Iglesia.
Es culta y abierta, sensata y emotiva, tiene piel de adolescente, nada de lo humano ni de lo divino le es ajeno y sigue a rajatabla las normas del camino del corazón, que se parecen mucho a las leyes de la andante caballería.
Le gusta hablar en español y siempre se sienta a mi lado durante la cena en el refectorio del hospicio para contarme lances, anécdotas e historias de su aperreada y maravillosa vida. Paese che vai, gente che trovi, [37] dicen sus compatriotas. Escucharla es para mí un premio, una delicia, un bálsamo, un ejercicio de hipnosis. Lo haría durante horas. Con diez personas como ésta habría salvado Lot las ciudades de Sodoma y Gomorra. La aventura de la vida y el noble arte del encuentro con el prójimo animan, articulan y sostienen sus palabras. Sor Margherita y yo somos (y nos sentimos) cristianos de la misma sangre y de la misma escuela. Gracias, hermana. No te olvidaré nunca.
Martes 8 de mayo
Increíble, sencillamente increíble: llevo dos noches encontrándome de tapadillo con una monja de piel de nácar en la penumbra de mi dormitorio. Y lo que te rondaré.
Tiene la edad de mi hija mayor: veintiún años.
Su belleza y su pureza son tan grandes como su fogosidad, su imaginación y su lascivia.
Nunca me había sucedido nada igual. Había soñado con ello, sí, pero platónicamente, como soñaba Segismundo en su cueva.
¿Qué he hecho yo para que los dioses me recompensen de esta forma?
Y ni una palabra más. Soy un caballero.
Viernes 11 de mayo
Anoche vi a Jesús y Jesús me habló. Es la primera vez que me sucede.
Fue en el Monte Tabor, a quinientos ochenta metros de altitud sobre el nivel del Mar de Tiberíades y con toda la geografía de Galilea alrededor de las plantas de mis pies.
Había subido hasta allí con una linterna, un saco de dormir, el libro de los evangelios y la firme voluntad de transfigurarme siguiendo los pasos del Maestro. Nada menos que tres evangelistas -quórum más que suficiente- cuentan que vieron en esta cumbre (cuyo topónimo significa ombligo, porque está en el centro de Galilea y del mundo) al Hijo de Dios charlando de tú a tú con los profetas Moisés y Elías. Dice, verbigracia, Mateo: Su rostro-el de Jesús-se puso resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la nieve [38]. Y añade: Todavía estaba Pedro hablando, cuando una nube cegadora vino a cubrirlos; y al mismo tiempo resonó desde la nube una voz que decía: Éste es mi querido Hijo, en quien tengo puestas todas mis complacencias [39].
Hasta los más incrédulos entre los incrédulos reconocerán, supongo, que tres testigos son muchos testigos. Ni siquiera el apóstol Tomás se atrevería a poner en tela de juicio su palabra.
Decía… Decía que anoche se me apareció Jesús de Galilea.
Y punto. En boca cerrada no entran moscas ni por ella salen las que ya estaban dentro.
Sábado 12 de mayo
Un restaurante moro plantado frente al agua del Mar de Tiberíades. Pido un pez de San Pedro -así lo llaman. Es la especialidad gastronómica de la región-cocinado a la parrilla. Me lo traen hinco en él el tenedor y los incisivos, e inmediatamente empiezo a sentirme aprendiz de caníbal.
De lo mío gasto, ¿no? Eso pensarán los maestros ascendidos.
Practicar la antropofagia con uno mismo, aunque sea disfrazado de pez de agua dulce y filtrado por diecinueve siglos de demora kármica debe de ser una especie de incesto con tres circunstancias agravantes: el onanismo, la gula y la necrofilia.
O sea: lo que me faltaba. Nunca he sido menos santo que en este viaje hacia la santidad.
Drogas y mujeres a tutiplén. Y hasta un polvo, no sé si sacrílego o sagrado.
¿Un polvo? Una ristra de polvos, quería decir.
Eso sí: esta vez llevaré en el pecado la penitencia, porque seguramente no volveré a ver nunca más a la monja lasciva del Monte de las Bienaventuranzas. Otros peregrinos llegarán y me sustituirán. Ley de vida… ¡Malhaya!
Una de las mayores barbaridades perpetradas por la madre Iglesia (y por casi todas las iglesias con minúscula laicas o religiosas) es la identificación del placer sexual con el pecado. ¡Qué dislate y cuán inicua, inútil y contraproducente provocación! Entre dos cuerpos adultos todo está permitido, todo, a condición de que sus respectivos propietarios lo acepten y lo deseen.
¿Habrá que repetir lo mismo-que Dios nos ha dado la líbido y los órganos sexuales para que los utilicemos a fondo- mil millones de veces antes de que el Vaticano nos escuche?
Más le valdría hacerlo, y pronto. Es posible, si no, que el papa y todo lo que el papa representa desaparezcan del escenario del mundo, de la humanidad y de la historia sólo por culpa de la peculiar y obsesiva interpretación dada por la iglesia de Roma al sexto mandamiento. Las tensiones internas y externas provocadas en el cuerpo y en el espíritu de los creyentes por este error de bulto son ya insoportables. Su estallido es inminente y causará más víctimas que la erupción del Krakatoa. El Maligno, en el ínterin, se frota las manos.
¡Escucha el clamor del sexo reprimido, Wojtyla! Te lo dice un amigo.
Otra cosa es que algunos hombres y mujeres renuncien voluntariamente al ejercicio de la concupiscencia animados por el propósito de no desperdiciar el cupo de energía necesario para subir al Monte Carmelo por la escalera de la mística y convertirse en puras llamas de amor divino. Eunucos hay -dijo Jesús- que se castraron en cierta manera a sí mismos con el voto de castidad a mayor gloria del Reino de los Cielos. Aquel que pueda ser capaz de eso, séalo [40].
Yo, por desgracia, no lo soy. Ya me gustaría, pero…
Y, en cualquier caso, ¿qué importa lo que digan los mandamientos? Todos ellos proceden del mundo bíblico, no del cristiano.
– ¿Cómo dices? ¿He oído bien? Repítelo, por favor.
Es Jay.
– Sí, has oído bien. Y no te escandalices ni me escandalices, porque tú sabes más que yo de todo esto.
Qué es lo que sé?
– Que Jesús no vino para actualizar ni enmendar ni revisar el Antiguo Testamento, sino para combatirlo, para desenmascararlo, para borrarlo de la faz de la tierra. Hay que elegir: o el Galileo o Yahvé. No son compatibles. La doctrina del uno excluye a la del otro. Y ahí está el busilis: la Iglesia, al presentar los evangelios como una prolongación de la Biblia, se equivocó de medio a medio, confundió dramáticamente las aguas, hizo un flaco favor a su propia causa y desvirtuó por completo el mensaje y las enseñanzas de Cristo. ¿Quieres que te lo repita? Pues te lo repito: o se está con Jesús o se está con Yahvé. Y yo, Jay, estoy con Jesús.
– ¡Pero Jesús era judío!
– No, no lo era. Empecé a sospecharlo hace mucho tiempo. Ahora lo sé. Lo sé y lo demostraré en mi libro. Y no creas que se trata de una simple intuición, de un deseo o de una corazonada. No.
Tengo datos, mucho datos, y a su debido momento los haré públicos, aunque me maten por ello.
– ¿De dónde era Jesús?
– Era un galileo, Jay. Y en Galilea, cuando él nació, los judíos no pasaban de ser una exigua minoría. La población estaba muy mezclada.
Había en ella griegos, caldeos, nabateos, egipcios, fenicios y gentes de paso. Lo de costumbre: el recuelo, la eterna olla podrida y cosmopolita del Mediterráneo y del Oriente Medio. Jesús nunca se encontró a gusto en Jerusalén. Eso salta a la vista, al oído y al tacto. Su tierra, su gente, su mundo estaba aquí. Y aquí volvía una y otra vez, y se paseaba, y predicaba, y se sumergía en baños de multitud incluso cuando su cabeza estaba puesta a precio en el resto del país. Y nadie se atrevía a hacerle nada, ni siquiera sus más acérrimos enemigos, que eran siempre -sin una sola excepción-de raza hebrea.
– Los judíos pueden matarte por decir eso.
– Ahora, sí. Hace cincuenta años me habrían concedido la laureada del rey Salomón. Pero lo chusco es que también podrían matarme los cristianos.
– ¿Y si te equivocaras? ¿Y si tus datos se revelan erróneos? ¿Y si la Galilea que describes fuese un sueño literario?
– Lo dudo, pero Jesús sería en ese caso un hombre sin ascendencia, sin linaje, sin raza, sin patria, sin herencia y sin condicionamientos de ningún tipo. Literalmente caído del cielo. Mejor aún, ¿no?
Jay, meneando la cabeza, me abandona a mi suerte y se desmaterializa. Yo, después de enfrascarme durante unos minutos en la contemplación de la raspa del pez de San Pedro, recupero el hilo perdido de la monjita ninfómana, que se consideraba cristiana a carta cabal y no tenía ningún sentimiento de culpa. ¿Por qué iba a tenerlo? Todo lo que hicimos fue noble, valiente, sincero, bonito, natural y estimulante no sólo para el cuerpo. Gurdjeff decía que únicamente son pecaminosos los actos superfluos, porque lo indispensable siempre está permitido. Y el placer sexual era para sor Lujuria-lo sé yo y nadie podrá quitármelo de la cabeza- un desahogo absolutamente necesario y exigido por su naturaleza.
En fin… Dicen los italianos, y tienen razón, que una perduta, dieci trovate [41], pero -con todo y con eso-partir esta vez es morir un poco más que las otras veces.
Jadiya, Verónica, monjita de mis bienaventuranzas: conmigo vais, mi corazón os lleva.
Golfo de Acaba Domingo 13 de mayo
Sobrevuelo el desierto del Negev. Ni rastro de azafatas peligrosas en el avión que dentro de veinte minutos, si los palestinos no lo secuestran, me dejará en Eilat, a orillas del Mar Rojo. Pasaré allí un par de días de descanso y reflexión, cruzaré luego a pie enjuto la frontera con Egipto y me adentraré en autostop, en autobús, en tartana o como sea en esa tierra de Dios, de todos y de nadie que es la península del Sinaí. Quiero perderme en el laberinto de la biblioteca del convento fortificado de Santa Catalina y trepar a las cumbres de las montañas santas de los judíos -allí, en la llanura, acamparon éstos durante el éxodo capitaneado por Moisés- para volver a transfigurarme en ellas, si el Altísimo me concede otra vez ese don.
La biblioteca del convento-que sólo cede en cantidad y en calidad, por lo que a la historia del cristianismo se refiere, a la del Vaticano en Roma-guarda secretos importantes. Así lo creo yo y así me lo indicó en el autoservicio de la fortaleza de Masada el embajador de Argentina en Israel. Algunas de las herméticas pistas suministradas con cuentagotas por el profesor yemenita avalan también esta dramática y sinuosa línea de investigación. Tres mil quinientos manuscritos griegos, árabes, siríacos, armenios, georgianos, coptos y eslavos dormitan allí, del salón en el ángulo oscuro, esperando la llegada de un pensador libre (que es lo contrario de un librepensador) capaz de despertarlos y de arrancarles con su mano de nieve las notas de una sinfonía incompleta jamás escuchada antes.
¿Seré yo el afortunado mortal que peche con esa tarea? ¿Y a qué precio? ¿Cuántas detenciones e interrogatorios me costará la broma?
No he mantenido mi palabra. No he conseguido limitar los apuntes de este cuaderno a lo estrictamente informativo y telegráfico. Pero ahora sí que se acabó la copla: desde Eilat enviaré todo lo que he escrito durante los últimos días a mi estafeta clandestina en Madrid y cruzaré la frontera limpio de polvo y paja en lo que atañe a mis investigaciones, elucubraciones y apariciones crísticas. Bastante tengo con la bola de hachís, a la que no le quedará más remedio que volver a pedir asilo político en mi esfínter. La cosa no será tan dura como lo fue al salir hacia Israel, porque la circunferencia de la china ha mermado considerablemente. Y no sólo por mi culpa. Verónica y Jadiya son unas fumonas de las de antes de la desbandada jipi. A sor Lujuria, en cambio, únicamente le interesaba el sexo duro y puro en todas sus infinitas variantes.
Y hasta aquí hemos llegado. No habrá más notas ni apuntes en el resto del viaje. Las cartas que pueda enviar, si me pongo a ello, y la corteza y los lóbulos del cerebro serán los únicos depositarios de lo que descubra, de lo que intuya y de lo que me suceda. La literatura, al fin y al cabo, es la tentativa de describir la realidad filtrada, matizada y deformada por el recuerdo.
Tendría que apartarme durante una temporada del hachís, de sobra lo sé, pero el caso es que lo necesito para dos asuntillos de índole muy diferente: para hacer el amor (¡es tan distinto!) y para seguir buscando a Jesús entre la hojarasca de la historia del cristianismo. Los alucinógenos permiten ver la transrealidad-lo que alienta en el reverso de los seres y las cosas. Seguro que don Quijote fumaba petardos. No olvidemos que Cervantes estuvo preso en Argel-así como el tejido conjuntivo que ocupa y llena las rendijas del dudoso mundo que los sentidos nos transmiten.
Y ése es, quizá, el mejor sistema para acatar de una vez por todas el imperativo categórico de Baudelaire que desde hace cuarenta años me obsesiona: ¡al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo!
Lunes 14 de mayo
Estoy sentado bajo la sombra de un cañizo en una de las horripilantes playas de este golfo del infierno y medito sobre la pasión y muerte de Jesús.
Y me pregunto, mientras todo se estremece dentro de mí, si el Galileo murió de verdad, realmente, en la cruz y si, caso de que así fuera, resucito.
Sé muy bien que estoy jugando con fuego, que me enfrento a un tabú, que no conviene abrir la caja de Pandora, que más vale no meneallo, que toda la religión y la revelación cristiana gira en torno a ese quicio, y que el entero tinglado clerical y litúrgico se vendría estrepitosamente abajo en un amén si pusiéramos en tela de juicio la resurrección del Galileo.
Y, desde luego, no es ése mi propósito ni me atrevo por ahora a dar una respuesta. Supongo que en Egipto y en la India, que son las próximas (y, seguramente, últimas) etapas de mi viaje, encontraré nuevos datos y escucharé nuevas revelaciones que contribuyan a aclararme las ideas.
La lógica, sin embargo, nos dice -o, por lo menos, me dice-que hasta la brusca aparición de Pablo en la historia del primer cristianismo nadie, dentro de éste, postulaba la tesis de la resurrección como un hecho probado, comprobado e innegociable. Las noticias sobre la muerte córam pópulo de Jesús fácilmente podrían ser una interpolación posterior nacida del convencimiento pagano de que el dios debe morir para que el hombre viva. Pablo-que fue el fundador, el organizador y el primer gestor de la multinacional eclesiástica (o sea: el hombre que proyectó la figura y la doctrina de Jesús mucho más allá de las fronteras de Israel)-tenía ante sí, en el ámbito del Mediterráneo y de sus regiones aledañas, una situación religiosa que se caracterizaba por la feroz competencia existente entre los distintos credos. Los cultos mistéricos-y sobre todo, entre ellos, el de la diosa Isis- brindaban a sus seguidores la certeza de la inmortalidad del alma, lo que constituía una novedad absoluta respecto a la oferta de las religiones anteriores. Consecuencia impepinable: había que llegar más lejos -Pablo lo comprendió en seguida-si se aspiraba a arrebatar, como en efecto sucedió, parte de esa clientela (si no toda) a los hierofantes de los misterios paganos.
Y para ello, en principio, sólo existía una fórmula: prometer a los posibles catecúmenos no sólo la inmortalidad del alma, sino también la del cuerpo.
Así, como una ramplona cuestión de marketing, pudo surgir la idea de lo que andando el tiempo se convertiría en dogma simultáneo de la resurrección carnal de Cristo y de todos los mortales.
La segunda hipótesis es un desbarro de tal calibre que no voy a molestarme en discutirlo. Si se es reencarnacionista, y yo confieso que lo soy a machamartillo (también lo eran, por cierto, los primeros cristianos-con Orígenes a la cabeza- hasta que un grupo de sátrapas más preocupados por las cosas del César que por las de Dios declaró herética la doctrina del transmigracionismo y la preexistencia de las almas en el segundo Concilio de Constantinopla [42]), ¿cómo hacer cuadrar la creencia en la resurrección de un determinado cuerpo físico con la evidencia de que el alma que en su día lo habitó fue también habitante de otros cuerpos?
Y en cuanto a la primera hipótesis, la de la resurrección corporal de Jesús de Galilea, ¿por qué le damos tanta importancia a algo que no quita ni pone ni añade absolutamente nada al mensaje evangélico? Éste, creo yo, convence (o debería convencer) sólo por sí mismo, por su contenido, por su eficacia, por sus resultados, por su nobleza y belleza, por su elevación espiritual y no por los milagros que de cara a la plebe supersticiosa y sedienta de prodigios lo refrendan y avalan.
Yo, al menos, no soy cristiano porque Jesús resucitara o dejase de resucitar, sino por lo que dijo y lo que hizo. Y si algún día-ojalá no llegue nunca- se demostrara que no resucitó, mi fe seguiría incólume. Endeble, muy endeble, debe de ser en cambio la que necesita de fábulas, de juegos de prestidigitación y de fenómenos sobrenaturales para no desmoronarse.
Digo a este respecto, y siento, lo mismo que sentía, y decía, el autor anónimo del Soneto a Jesús crucificado (que me parece-hoy como en mi infancia-una de las tres o cuatro páginas más hondas, más altas y más bellas de la literatura de mi país): No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido / ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte… Y hago mío, sobre todo, lo que dice su tercera estrofa: Muéveme, en fin, tu amor y en tal manera, / que aunque no hubiera cielo yo te amara / y aunque no hubiese infierno te quisiera.
Amor: ésa es la palabra clave de la teología.
De todas las teologías. No conozco otra.
Y ya corro hacia mi refugio antiatómico huyendo de los reproches, de los alaridos, de los insultos, de las amenazas y de los argumentos que contradicen lo que acabo de exponer.
Viene el conformista de turno-helo ahí-y me pregunta como si manejara una cachiporra: ¿y las apariciones de Jesús después de su muerte? Todos los evangelistas las mencionan, señor Ramírez.
Y yo le respondo: sí, pero ni Mateo ni Marcos -que son los más antiguos- hablan de la resurrección física de Jesús. Y yo, señor conformista de turno, no pongo en duda (ni creo que estén bajo sospecha) las apariciones de su cuerpo astral o sutil. O, directamente, de su alma.
Eso, por una parte.
Por otra, amigo mío, conviene no olvidar que todos los evangelios son posteriores a la conversión de Pablo. De modo que si éste, tal y como insinué más arriba, manipuló astutamente los hechos y las palabras de Jesús con miras a conseguir su proyección ecuménica…
Que entienda quien tenga oídos para entender.
Martes 15 de mayo
¿Y mi madre? ¿Qué dirá mi madre si lee lo que escribí ayer?
El asunto me preocupa tanto que esta noche no he podido pegar ojo. Palabra de tuareg. Ya explicó Faulkner que el buen novelista, para serlo, tiene que considerarse capaz de vender a la autora de sus días en letras de molde cuando así lo exijan las circunstancias.
Si eso es cierto, y seguramente lo es, yo no puedo ni quiero llegar a ser un buen novelista.
Prefiero ser un buen hijo.
A mi madre, en todo caso, le diría lo que en cierta ocasión dijo Zola a quienes le reprochaban su forma de pensar, de contar y de expresarse: si Dios quiere, yo lo quiero.
Contundente afirmación que, desde luego, suscribo y que se entiende mucho mejor volviéndola del revés: si yo quiero, Dios lo quiere.
O lo que tanto monta: si yo dudo de la resurrección de Jesús, es porque Jesús lo desea y lo permite.
Y estoy absolutamente seguro de que eso no hace de mí un mal cristiano.
Me parece bien que millones y millones y millones de personas de buena voluntad crean a pie juntillas en la resurrección del Maestro, pero me gustaría ser pagado con la misma moneda. Vale decir: que a ellos, a los resurreccionistas, no les parezca mal la actitud de quienes no lo somos tanto o, más sencillamente, no convertimos ese asunto en condición sine qua non de nuestra fe y de nuestra religiosidad.
O diciéndolo de otra forma: yo nunca me excluiré de la Iglesia, por muy graves que sean mis divergencias con ella, y espero, en justa reciprocidad, que la Iglesia no me expulse de su seno a causa de sus divergencias conmigo. La libre interpretación de las Sagradas Escrituras es, probablemente, el único punto en que coincido con Lutero.
Esta tarde cruzaré la frontera. He pasado en Palestina cuarenta y ocho días de armas tomar.
Que Dios reparta suerte. Voy a necesitarla.