Primero temíamos a las otras criaturas que compartían la Tierra con nosotros. Luego, a medida que nuestro poder aumentaba, empezamos a considerarlas propiedad nuestra, para disponer de ellas a nuestro antojo. La falacia más reciente (una bastante bonita, comparada con otras) ha sido empeñarse en la idea de que los animales son virtuosos en su estado natural y que la humanidad es una estúpida, malévola, asesina llaga gangrenosa en el labio de la creación. Desde ese punto de vista, la Tierra y todas sus criaturas estarían mucho mejor sin nuestra presencia.
Sólo en los últimos tiempos hemos empezado a aventurarnos en un cuarto camino de considerar el mundo y nuestra posición en él. Una nueva visión de la vida.
Si nosotros evolucionamos, debemos preguntarnos ¿no somos parecidos en muchos aspectos a otros mamíferos?, ¿aspectos de los cuales podemos aprender? Y en lo que diferimos, ¿no puede eso también enseñarnos?
El asesinato, la violación, las formas más trágicas de enfermedad mental, se encuentran también ahora entre los animales. El poder cerebral sólo exagera en nosotros el horror de esas disfunciones. La causa es la oscuridad en la que hemos vivido. Es la ignorancia.
No tenemos que considerarnos monstruos para enseñar una ética del ambientalismo. Es ahora bien sabido que nuestra propia supervivencia depende de que se mantengan las complejas redes ecológicas y la diversidad genética. Si destruimos la Naturaleza, moriremos.
Pero existe aún otra razón para proteger a las demás especies. Una que rara vez, si es que alguna vez, se menciona. Tal vez seamos los primeros en hablar y pensar, crear y proyectar, pero no tenemos por qué ser los últimos. Otros pueden seguirnos en esta aventura.
Tal vez algún día seamos juzgados por la calidad de nuestro servicio, cuando éramos los únicos que teníamos la Tierra a nuestro cuidado.
El autor reconoce con agradecimiento su deuda con aquellos que revisaron esta obra en su forma manuscrita, ayudándole en todo, desde los aspectos del comportamiento de los simios naturales hasta la corrección de las comillas de los diálogos.
Quiero dar las gracias a Anita Everson, Nancy Grace, Kristie McCue, Louise Root, Nora Brackenbury y Mark Grygier por su valioso discernimiento. El profesor John Lewis y Ruth Lewis también me brindaron sus observaciones, al igual que Frank Catalano, Richard Spahl, Gregorv Benford y Daniel Brin. Gracias también a Steve Hardesty, Sharon Sosna, Kim Bard, Rick Sturm, Don Coleman, Sarah Bartter y Bob Goolcl.
A Lou Aronica, Alex Berrnan y Richard Curtís, mi gratitud por su paciencia.
Y a nuestros primos peludos, les ofrezco mis disculpas. Aquí tenéis un plátano y una cerveza.
DAVID BRIN, noviembre 1986