Tercera Parte LOS GARTHIANOS

La evolución de la raza humana no se completará en los diez mil años de animales domesticados sino en el millón de años de animales salvajes, porque el hombre es y siempre será un animal salvaje.

CHARLES GALTON DARWIN


La selección natural pronto no será importante, ni de lejos podrá compararse con la selección consciente. Nos civilizaremos y modificaremos para adaptarnos a nuestra idea de lo que podemos ser. Dentro de una vida más humana nos habremos cambiado de modo irreconocible.

GREG BEAR

43. UTHACALTHING

Unas manchas como de tinta ensuciaban el pantano próximo al lugar donde había caído la nave. De unos tanques agrietados y hundidos manaban unos fluidos oscuros que teñían las aguas del amplio y poco profundo estuario. Todos los insectos, los pequeños animales y hasta la resistente hierba salina morían al entrar en contacto con aquel oleoso reguero.

Al estrellarse, la pequeña nave espacial había rebotado y patinado, dejando una tortuosa estela de destrucción antes de meter la nariz en la pantanosa desembocadura del río. En los días siguientes al impacto fue perdiendo lentamente su combustible y adentrándose en el barro.

Ni la lluvia ni la marejada habían conseguido borrar los arañazos de batalla grabados en sus chamuscados flancos. El casco de la nave, en un tiempo hermoso y bien cuidado, estaba ahora lleno de marcas y quemaduras de una sucesión de tiros fallados por muy poco. La colisión había sido sólo el golpe final.


Desproporcionadamente grande en la popa del improvisado bote, el thenanio miraba al otro lado de los planos islotes que se interponían entre él y la nave caída. Dejó de remar para reflexionar sobre la cruel realidad de su situación.

Era evidente que la nave espacial no volvería a volar de nuevo. Y lo que era peor, el impacto había convertido en un deplorable escenario aquel trozo de tierras pantanosas. Desplegó la cresta, una cresta como de gallo terminada en unas erizadas astas grises.

Uthacalthing había soltado su remo y aguardaba cortésmente a que su compañero de naufragio terminara su estática contemplación. Esperaba que el diplomático thenanio no estuviera dispuesto a dar otra conferencia sobre la responsabilidad ecológica y las obligaciones de las razas tutoras. Pero, al fin de cuentas, Kault era Kault.

—El espíritu de este sitio está ofendido —dijo el inmenso ser, mientras sus hendiduras respiratorias silbaban con fuerza—. Nosotros, los seres sapientes, no tenemos ningún derecho a traer nuestras pequeñas guerras a viveros como éste y contaminarlos con venenos espaciales.

—La muerte llega a todas las cosas, Kault. Y la evolución prospera gracias a las tragedias. —Sus palabras eran irónicas, pero Kault las tomaba en serio. Las ranuras de la garganta del thenanio exhalaban aire con pesadez.

—Eso ya lo sé, colega tymbrimi. Es por ello que a la mayoría de mundos vivero registrados se les permite seguir sus ciclos naturales sin ningún impedimento. Las eras glaciales y los impactos de planetoides forman parte del orden natural. Las especies se modifican y crecen preparadas para afrontar tales adversidades.

»Sin embargo, éste es un caso especial. Un mundo tan terriblemente dañado como Garth no podrá soportar muchos desastres como éste sin sufrir una conmoción y volverse completamente estéril. No ha pasado mucho tiempo desde que los bururalli cometieron aquí sus locuras, de las cuales el planeta apenas si empezaba a recuperarse. Ahora nuestras batallas crean muchos más problemas… como esa basura.

Kault gesticuló, señalando los líquidos que manaban de la nave destrozada.

Esta vez Uthacalthing optó por guardar silencio. Todas las razas galácticas con estatus de tutor eran, por supuesto, ambientalistas. Ésa era la ley más antigua y más importante. Las razas de viajeros del espacio que no juraban someterse a los Códigos de Control Ecológico eran destruidas por la mayoría, en bien de la protección de las futuras generaciones de sofontes.

Pero había grados. Los gubru, por ejemplo, sentían menos interés por los mundos vivero que por sus productos: especies presensitivas listas para formar parte del peculiar color del fanatismo conservadurista del clan gubru. Los soro disfrutaban con la manipulación de las razas pupilas recién adquiridas. Y los tandu eran sencillamente horribles.

La raza de Kault resultaba a veces irritante por su mojigata búsqueda de la pureza ecológica, pero al menos la suya era una fijación que Uthacalthing podía comprender. Una cosa era quemar un bosque o construir una ciudad en un mundo registrado, ya que esos tipos de daño cicatrizaban en poco tiempo, y otra muy distinta echar venenos de efecto prolongado en la biosfera, venenos que podían ser absorbidos y acumulados. El disgusto que sentía Uthacalthing ante la oleosa suspensión era sólo un poco menos intenso que el de Kault. Pero no se podía hacer nada para repararlo.

—Los terrestres tenían en este planeta un buen sistema para limpiar en casos de emergencia, Kault. Es obvio que la invasión lo ha vuelto inoperante. Tal vez los propios gubru se encarguen ahora de eliminar esta suciedad.

Cuando el thenanio carraspeó de una forma que pareció que estornudaba, la parte superior de su cuerpo se convulsionó. En sus ranuras respiratorias se formó un bulto. Uthacalthing sabía que aquello era una expresión de extrema incredulidad.

—¡Los gubru son unos holgazanes y unos herejes! Uthacalthing ¿cómo puede ser tan ingenuamente optimista? —La cresta de Kault tembló y sus párpados se agitaron.

Uthacalthing se limitó a devolver la mirada a su compañero de naufragio con una ligera sonrisa en los labios.

—Ah, bien —dijo el thenanio—. Ya veo. Está poniendo a prueba mi sentido del humor con una frase irónica. —El thenanio hizo que el borde de su cresta se inflase unos momentos—. Divertido, lo comprendo. Sigamos, remando.

Uthacalthing se dio la vuelta y tomó su remo. Con un suspiro formó tu’fluk, el glifo de la contrariedad por un chiste no apreciado adecuadamente.

Con toda seguridad, esta terca criatura fue designada embajador en un mundo terrestre porque posee lo que entre los thenanios se considera un gran sentido del humor. Tal posibilidad podía ser la imagen inversa de la razón por la cual Uthacalthing había sido elegido por los tymbrimi… por su naturaleza comparativamente seria, su tacto y su comedimiento.

No, pensó Uthacalthing mientras remaban, deslizándose entre retazos de hierba salina. Kault, mi amigo, no ha comprendido el chiste en absoluto. Pero ya lo entenderá.

El recorrido hasta la desembocadura del río fue largo. Garth había girado más de veinte veces desde que Kault y él tuvieran que abandonar la incapacitada nave, aún en vuelo, y lanzarse en paracaídas a unos terrenos salvajes. Los infortunados pupilos ynnin del thenanio se asustaron, sus dos paracaídas se enredaron entre sí, cayeron y murieron. Desde entonces, los dos diplomáticos no habían contado más que con su mutua compañía.

Al menos era primavera y no pasarían frío. Eso representaba un cierto alivio.

La marcha del bote improvisado, hecho con ramas de árbol y tela de paracaídas, era lenta. Se encontraban sólo a unos cuatrocientos metros de su meta, pero les costó casi cuatro horas abrirse paso por los tortuosos canales. Aunque el terreno era llano, unas hierbas altas les tapaban la visión la mayor parte del tiempo.

De repente, apareció ante ellos la ruina de una pequeña nave espacial en otro tiempo bruñida y brillante.

—Aún no veo por qué hemos de regresar —dijo Kault con voz áspera—. Conseguimos los suficientes alimentos para mantenernos con vida sin tomar tierra. Cuando las cosas se tranquilicen, podemos internarnos y…

—Espere aquí —le ordenó Uthacalthing sin preocuparse por haberlo interrumpido. Gracias a Ifni, los thenanios no eran quisquillosos respecto a eso. Pasó una pierna por encima del flanco del bote y se metió en el agua—. No hay ninguna necesidad de que nos arriesguemos los dos aproximándonos más. Continuaré yo solo.

Uthacalthing conocía Jo bastante a su compañero de naufragio para percibir la expresión contrariada de Kault. La cultura thenania hacía mucho hincapié en el valor personal, especialmente a partir del momento en que los vuelos espaciales habían comenzado a aterrorizarlos.

—Le acompañaré, Uthacalthing —repuso dejando el remo—. Tal vez haya peligros.

—No es necesario, mi colega y amigo. —Uthacalthing lo detuvo alzando la mano—. Su forma física no es la adecuada para este cenagal. Y además podría volcar el bote. Limítese a descansar. Regresaré en pocos minutos.

—Muy bien, entonces. —Kault parecía visiblemente aliviado—. Lo esperaré aquí.

Uthacalthing se abrió camino por los bajíos, tanteando con el pie el engañoso lodo. Bordeó los torbellinos de fluidos de la nave y se dirigió hacia el banco donde la destrozada parte trasera se levantaba sobre la marisma.

Fue un trabajo duro. Sintió que su cuerpo intentaba modificarse para soportar mejor el esfuerzo de vadear aquel lodazal, pero logró reprimir la reacción. Gracias al glifo nuturunow, consiguió limitar las adaptaciones al mínimo. Era una distancia corta que no compensaba el precio que los cambios le habrían costado.

Su corona se expandió, en parte para sostener el nuturunow y en parte para detectar presencias entre las hierbas. Era poco probable que algo pudiera dañarlo allí. Los bururalli se habían ocupado de eso. No obstante, sondeó la zona al tiempo que vadeaba y acariciaba la red de empatía de aquel conglomerado de vida de los pantanos.

Pequeñas criaturas lo rodeaban por todas partes. Poseían formas básicas, estandarizadas: pájaros brillantes y cenceños, reptiloides con escamas y bocas en forma de cuerno, animalillos peludos que se escondían entre las cañas. Desde hacía mucho tiempo se sabía que los animales que respiran oxígeno tienen tres formas clásicas de cubrir su cuerpo. Cuando las células epidérmicas se abombaban hacia afuera se convertían en plumas. Cuando se abombaban hacia dentro daban lugar al pelo. Y cuando se hacían gruesas, planas y duras, el animal se cubría de escamas.

Allí se habían desarrollado los tres tipos, siguiendo los patrones típicos. Las plumas eran ideales para los pájaros, que necesitaban un máximo de aislamiento con un mínimo peso. Los animales de sangre caliente estaban cubiertos de pelo ya que no podían afrontar la pérdida de calor.

Pero aquello era sólo en la superficie, por supuesto. En el interior, existía un número casi infinito de formas de abordar el problema de la vida. Cada criatura era única, cada mundo un maravilloso experimento de diversidad. Se suponía que un planeta era un gran vivero y como tal merecía protección. Era una creencia que Uthacalthing y su compañero compartían.

Su gente y la de Kault eran enemigos, no como los gubru y los humanos de Garth, pero sí en cierto modo, según constaba en el Instituto de la Guerra Civilizada. Existían muchos tipos de conflictos, la mayoría de los cuales eran peligrosos y muy serios. No obstante, a Uthacalthing le caía bien aquel thenanio, en cierto sentido. Siempre es preferible gastar bromas a alguien que te guste.

Se movió lentamente por la aceitosa agua, con las polainas cubiertas de sustancias pegajosas, hasta que finalmente pudo encaramarse en el banco de lodo. Uthacalthing comprobó si había radiaciones y se dirigió despacio hasta la nave caída.


Kault vio al tymbrimi desaparecer tras el flanco de la destrozada nave. Permaneció inmóvil, tal como le había recomendado, moviendo sólo ocasionalmente el remo para golpear la perezosa corriente y mantenerse alejado de la aceitosa suspensión. En sus ranuras respiratorias se habían formado unas mucosidades que lo protegían del mal olor.

A lo largo y a lo ancho de las Cinco Galaxias, los thenanios tenían la reputación de ser duros luchadores y formidables viajeros espaciales. Pero era sólo en los planetas habitables y respirables donde Kault y los suyos podían sentirse relajados. Por eso, sus naves semejaban auténticos mundos sólidos y duraderos. Una patrullera construida por ellos no hubiese sido abatida con un simple láser teravatio. Los tymbrimi preferían la velocidad y la maniobrabilidad, pero desastres de aquel tipo parecían dar la razón a la filosofía thenania.

El choque les había dejado muy pocas opciones. Podían intentar burlar el bloqueo gubru, lo que sería bastante arriesgado, o esconderse con los oficiales humanos supervivientes. Opciones que apenas podían considerarse.

Tal vez la colisión había sido, después de todo, lo mejor que había podido ocurrirles. Ahí estaban, entre el, agua y la suciedad, pero también en medio de seres vivientes.

Kault vio reaparecer a Uthacalthing tras la destrozada nave con una pequeña bolsa en la mano. Cuando el enviado tymbrimi se metió en el agua, su corona se expandió por completo. Kault sabía que no era tan eficiente como la cresta de los thenanios para disipar el exceso de calor.

Algunos grupos dentro de su clan se apoyaban en hechos de aquel tipo para sostener la intrínseca superioridad thenania, pero Kault pertenecía a una facción que poseía puntos de vista más amplios. Creían que cada forma de vida tenía su lugar en el Todo en evolución. Hasta los salvajes e impredictibles lobeznos humanos. Incluso los herejes.


Uthacalthing regresó al bote con su corona completamente expandida, pero no a causa del exceso de calor sino porque estaba formando un glifo especial.

El lurrunanu flotaba bajo la brillante luz del sol. Se aglutinó sobre su corona, cobró impulso y se extendió hacia adelante, catapultándose hacia Kault y bailando sobre la cresta del gran thenanio con satisfecha curiosidad.

El galáctico estaba ajeno a eso, sin notar nada. Pero nadie podía recriminárselo: después de todo, el glifo no era nada, nada real.

Kault ayudó a Uthacalthing a subir de nuevo a bordo, agarrándolo por el cinturón y tirando de él hasta que consiguió izarlo al interior del oscilante bote.

—He recuperado más provisiones alimenticias y unas cuantas herramientas que tal vez necesitemos —explicó Uthacalthing en galáctico-Siete mientras Kault le ayudaba a recuperar el equilibrio.

Abrió la bolsa y sobre el fondo de lona de la embarcación rodaron unas botellas. El lurrunanu seguía flotando sobre el thenanio a la espera del momento oportuno. Mientras Kault se agachaba a recoger los objetos caídos, el movedizo glifo giratorio saltó sobre él.

Golpeó en la famosa obstinación thenania y salió rebotado. La impasibilidad pétrea de Kault era demasiado dura para ser penetrada. Empujado por Uthacalthing, el lurrunanu saltó de nuevo y se precipitó con furia hacia la cresta de la correosa criatura en el preciso instante en que Kault recogía una botella más ligera que las demás y se la tendía a Uthacalthing. Pero el terco escepticismo del alienígena hizo retroceder al glifo una vez más.

Uthacalthing volvió a intentarlo mientras asía la botella y la guardaba, pero sólo consiguió que el lurrunanu se rompiera contra la impenetrable barrera de premisas del thenanio.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Kault.

—Por supuesto. —Uthacalthing replegó su corona y soltó un soplido de frustración. Tenía que encontrar alguna forma de excitar la curiosidad de Kault.

Oh, bueno, pensó. Nunca esperé que resultase fácil. Ya habrá tiempo.

Para llegar a Puerto Helenia debían atravesar los varios cientos de kilómetros de tierras yermas que se extendían ante ellos, luego las Montañas de Mulun y finalmente el Valle del Sind. En algún lugar de aquel trayecto esperaba el compañero secreto de Uthacalthing, dispuesto a gastar una larga y complicada broma a Kault. Sé paciente, se dijo Uthacalthing. Las mejores bromas necesitan su tiempo.

—Ya podemos marcharnos. —Puso la bolsa bajo su improvisado asiento y la sujetó con un trozo de cordel—. Me parece que junto al banco más alejado encontraremos mucha pesca y creo que esos árboles serán una buena protección contra el sol del mediodía.

Kault asintió con voz ronca y tomó el remo. Juntos se abrieron camino por las marismas, dejando tras de sí la destrozada nave para que se hundiera poco a poco en el barro.

44. GALÁCTICOS

En órbita sobre el planeta, la fuerza invasora entró en una nueva fase de operación.

Al principio se había producido el asalto contra una breve, sorprendentemente dura, pero casi inútil resistencia. Luego llegó la consolidación y se hicieron planes para el ritual y la depuración. Durante todo ese tiempo, la mayor preocupación de la flota había sido defensiva.

Las Cinco Galaxias estaban conmocionadas. Cualquier otra alianza podía buscar la oportunidad de apoderarse de Garth. O la alianza Tymbrimi/Tierra, aunque acosada en todas partes, podía decidir el contraataque en el planeta. Los ordenadores tácticos habían calculado que los lobeznos podrían ser lo suficientemente estúpidos para intentarlo, pero los terrestres eran tan imprevisibles que cualquiera sabía…

En ese escenario ya se había invertido demasiado y el clan de los gooksy-gubru no podría afrontar una pérdida.

Así pues, la flota había adoptado una nueva formación. Las naves vigilaban las cinco capas cercanas de hiperespacio, casi todos los puntos de transferencia y los nexos de caída temporal de los cometas.

Llegaban noticias de los afanes de la Tierra, de la desesperación de los tymbrimi y de las dificultades de esos tramposos para procurarse aliados entre los indolentes clanes moderados. A medida que pasaba el tiempo, se hacía evidente que no podía esperarse ninguna amenaza en ese sentido.

Pero algunos de los otros grandes clanes, los que veían ventajas en la situación, estaban atareados. Algunos se habían dedicado a la inútil búsqueda de la desaparecida nave de los delfines. Otros utilizaban la confusión como una excusa oportuna para desenterrar antiguos rencores. Unos acuerdos que tenían milenios de existencia se desvanecían como nubes de gas ante repentinas supernovas. Las llamas lamían el antiguo entramado social de las Cinco Galaxias. Desde la Percha natal gubru llegaron nuevas órdenes. Tan pronto como estuvieran terminadas las defensas de superficie, la mayor parte de la flota debía continuar hacia otros objetivos. Las fuerzas restantes serían más que suficientes para controlar Garth contra cualquier amenaza.

Los Maestros de la Percha acompañaron la orden con ciertas compensaciones. Al Suzerano de Rayo y Garra lo premiaron con una mención honorífica. Al Suzerano de la Idoneidad le prometieron mejorar la Biblioteca Planetaria de Garth.

El nuevo Suzerano de Costes y Prevención no necesitaba recompensas. Las órdenes suponían en sí mismas una victoria ya que en esencia significaban prevención. El jefe de la burocracia ganó puntos para la Muda tan necesarios para competir con sus compañeros más experimentados.

Las unidades navales se dirigieron al punto de transferencia más cercano, con la confianza de que en Garth las cosas estaban bajo completo control. Las fuerzas de tierra, sin embargo, contemplaron la partida de las grandes naves con cierta incertidumbre. En la superficie del planeta se presagiaba un pequeño movimiento de resistencia. La actividad, de momento poco más que un fastidio, había empezado entre los chimpancés de las zonas rurales. Como eran primos y pupilos de los hombres, su irritante e indigno comportamiento no había supuesto ninguna sorpresa. El alto mando gubru tomó precauciones y luego dirigió su atención a otros asuntos.

Ciertas noticias procedentes de una fuente enemiga habían llamado la atención del Triunvirato. Eran informaciones que se referían al propio planeta Garth. Tal vez aquellos indicios no significasen nada, pero si resultaban ciertos, las posibilidades eran importantes.

En cualquier caso, debía investigarse. Los tres Suzeranos habían estado de acuerdo en que de ello podían obtenerse grandes ventajas. Fue la primera muestra de consenso entre ellos.


Un pelotón de soldados de Garra vigilaba la marcha de la. expedición hacia las montañas. Las delgadas criaturas pajariles en traje de campaña descendían en picado sobre los árboles, con el débil chirrido de sus arneses de vuelo resonando en los angostos cañones. A la cabeza iba un tanque flotador y el convoy se cerraba con otro de ellos en la retaguardia.

Los investigadores científicos, en sus vehículos flotantes, se desplazaban en medio de aquella gran protección. Los vehículos se dirigían a las tierras altas sobre bajas bolsas de aire. Evitaban a propósito las cimas accidentadas y puntiagudas de las montañas. Pero no había prisa. El rumor que les había llegado seguramente no tenía ningún fundamento, pero lo Suzeranos insistieron en que debía comprobarse, por si acaso.

Llegaron a su objetivo por la tarde del segundo día. Se trataba de un terreno llano en el fondo de un estrecho valle. Allí habían quemado un buen número de edificios no hacía mucho tiempo.

Los tanques flotadores tomaron posiciones en cada extremo del terreno quemado. Los científicos gubru y sus pupilos y ayudantes, los kwackoo, salieron de los vehículos. De espaldas a las aún malolientes ruinas, los seres pajariles gorjeaban órdenes a una especie de robots zumbadores, y dirigían la búsqueda de pistas. Menos arrogantes que sus tutores, los blandos y blancos kwackoo se dirigieron a los edificios devastados, gritando excitados al tiempo que husmeaban y hurgaban.

Pronto llegaron a una conclusión evidente. La destrucción había sido deliberada. Sus autores habían querido ocultar algo tras el humo y las ruinas.

El crepúsculo se hizo presente con una precipitación subtropical. En breve, los investigadores se encontraron trabajando incómodamente bajo la luz de unos focos. Finalmente, el equipo de mando ordenó que desistieran. Los estudios de mayor envergadura tendrían que esperar a la mañana siguiente.

Los especialistas se retiraron a sus vehículos para pasar la noche, charlando sobre lo que ya habían descubierto. Encontraron indicios, pistas de cosas excitantes y en absoluto inquietantes.

Cuando amaneciera tendrían mucho tiempo para trabajar. Los técnicos cerraron los vehículos y sobre éstos se elevaron seis sondas de vigilancia que flotaban con silencioso y mecánico esmero. Garth volvió de nuevo a envolverse en la noche tachonada de estrellas. Unos débiles crujidos y ruidos de pasos hablaban del atareado y serio trabajo de las criaturas nocturnas de la jungla: cazar y ser cazadas. Las sondas de vigilancia las ignoraban, girando imperturbables. La noche siguió su curso.

Poco antes del amanecer, unas nuevas sombras se movieron por los senderos bajo los árboles iluminados por las estrellas. Las bestias locales más pequeñas se pusieron a cubierto mientras escuchaban cómo los recién llegados se movían lenta y cautelosamente.

Las sondas de vigilancia captaron también esos nuevos animales y los calificaron, según su criterio programado, de inofensivos. Y, como de costumbre, no hicieron nada.

45. ATHACLENA

—Es como disparar a un pato sentado —dijo Benjamín desde su punto de observación en la ladera occidental de la colina.

Athaclena miró a su ayudante de campo chimp. Durante unos instantes luchó con la metáfora de Benjamín. Tal vez se refería a la naturaleza pajaril del enemigo.

—Parecen satisfechos de sí mismos, si eso es lo que quieres decir —comentó ella—. Pero tienen razón. Los gubru confían en los robots de batalla mucho más que nosotros los tymbrimi. Los desaprobamos porque son caros y excesivamente fáciles de predecir. Sin embargo, esas sondas pueden resultar formidables.

—Lo recordaré, ser —asintió Benjamín con gravedad.

No obstante, Athaclena notó que no estaba impresionado. Él había ayudado a planear la incursión de aquella mañana en coordinación con representantes de la resistencia de Puerto Helenia, y se sentía por completo seguro de su éxito.

Los chimps de la ciudad debían atacar el Valle del Sind antes del amanecer, justo antes de que ellos iniciaran su acción. El objetivo principal era sembrar contusión entre el enemigo y, en lo posible, causarles un daño del que no se olvidasen. Athaclena no estaba muy convencida de que realmente pudieran hacerlo. Pero, de todas formas, dio su conformidad a la empresa. No quería que los gubru descubrieran demasiadas cosas en las ruinas del centro Howletts.

Al menos de momento.

—Han levantado el campamento bajo las ruinas del edificio principal —afirmó Benjamín—. Justo donde esperábamos que lo hicieran.

Athaclena miró molesta los binoculares nocturnos transistorizados del chimp.

—¿Estás seguro de que ese aparato no es detectable?

—Sí —asintió Benjamín sin apartar los ojos de ellos—. Hemos dejado instrumentos como éste en la ladera de la montaña, cerca de un robot gaseador, y su trayectoria de vuelo no se alteró en lo más mínimo. Hemos reducido mucho la lista de materiales que el enemigo es capaz de husmear y pronto…

Benjamín se puso rígido y Athaclena notó su repentina tensión.

—¿Qué pasa?

—Veo sombras que se mueven entre los árboles. —El chimp se inclinó hacia adelante—. Deben de ser nuestros chicos tomando posiciones. Ahora sabremos si esos robots de guerra están programados del modo que usted cree.

Aturdido como estaba, Benjamín no atinó a ofrecerle los binoculares. Bravo por el protocolo pupilo-tutor, pensó Athaclena. De todas maneras no le importaba. Prefería desplegar sus propios sentidos.

En el valle detectó tres especies distintas de bípedos que se movían alrededor de la expedición gubru. Si Benjamín había podido verlos, significaba que estaban dentro del alcance de las sensibles sondas de vigilancia del enemigo.

Y, sin embargo, los robots no hicieron nada. Los segundos pasaban y las sondas giratorias no disparaban contra las sombras que se les aproximaban entre los árboles, ni tampoco habían avisado a sus dueños que dormían.

Suspiró con creciente esperanza. Las limitaciones de las máquinas era una información crucial. El hecho de que girasen en silencio le decía muchas cosas acerca de lo que estaba ocurriendo, no sólo en Garth sino en todas partes, más allá del tachonado campo estelar que relucía sobre su cabeza. Le decía algo sobre el estado de la totalidad de las Cinco Galaxias.

La ley todavía existe, pensó Athaclena. Los gubru están obligados.

Como muchos otros clanes fanáticos, la alianza gubru no era prístina en su adherencia a las normas de los códigos planetario-ecológicos. Conociendo la obstinada paranoia de las criaturas pajariles, ella había previsto que habrían programado sus robots de defensa de una forma si las leyes estaban aún vigentes, y de otra totalmente distinta si éstas ya no eran válidas.

Si el caos se había apoderado por completo de las Cinco Galaxias, los gubru habrían programado sus máquinas para que esterilizasen cientos de hectáreas antes de permitir que cualquier riesgo los amenazara.

Pero si los códigos se mantenían, el enemigo no se habría atrevido aún a romperlos, ya que esas mismas normas podrían protegerlos si las olas de la guerra se volvían contra ellos.

Regla novecientos dice: Siempre que sea. posible debe respetarse a los no combatientes. Eso se refería más a las especies no combatientes que a los individuos, especialmente en mundos considerados en estado catastrófico, como Garth. Las formas nativas eran protegidas por una tradición de mil millones de años.

—Estáis atrapados en vuestras propias premisas, viles criaturas —murmuró en galáctico-Siete.

Era obvio que los gubru habían programado sus máquinas para que vigilasen los objetos creados por la sapiencia (armas de fabricación industrial, ropa, maquinaria) sin imaginar que el enemigo podía asaltar desnudo su campamento, confundiéndose con los animales de la selva.

Pensó en Robert y sonrió. Eso había sido idea suya.

Una translucidez gris de alborada se extendía por el cielo, borrando gradualmente las estrellas más débiles. A la izquierda de Athaclena, la anciana doctora chima, Elayne Soo, consultaba su reloj de metal. Golpeó la lente significativamente y Athaclena, asintiendo, dio la orden para que empezaran las acciones.

La doctora Soo emitió un agudo trino: la llamada del pájaro fyuallu. Athaclena alcanzó a oír el crujiente restallido de los treinta arcos que dispararon al unísono. Se sentía tensa. Si los gubru habían invertido en sondas verdaderamente eficientes…

— ¡Lo conseguimos! —gritó alborozado Benjamín—. ¡Seis pequeñas sondas hechas añicos! ¡Todos los robots han caído!

Athaclena suspiró de nuevo. Robert estaba allí abajo. Tal vez ahora podía confiar en que él y los demás tendrían éxito. Tocó el hombro de Benjamín y éste, a desgana, le prestó los binoculares.

Alguien debía de haber notado que las pantallas monitoras se habían quedado sin imagen. Se oyó un débil zumbido y luego la escotilla superior de uno de los tanques flotadores que se abría. Una figura con casco escudriñó la tranquila pradera y, al ver abatido el robot de vigilancia más próximo, empezó a mover su pico en señal de alarma. Algo se movió en las ramas cercanas. El soldado giró sobre sus talones apuntando con su láser a la oscura sombra que saltó desde uno de los árboles contiguos y disparó un rayo azul.

El disparo falló. Él aturdido soldado gubru no lograba acertar a aquella sombría figura que ni volaba ni caía, sino que atravesaba el angosto claro columpiándose en el extremo de una larga liana. Dos veces más intentó alcanzarlo con sus brillantes rayos antes de que su suerte lo abandonara. La negra silueta rodeó con sus piernas al delgaducho pájaro y éste cayó con un golpe sordo.

Cuando vio la silueta de Robert, erguido en la torreta del tanque con el soldado de Garra a sus pies, el triple Pulso de Athaclena se aceleró. Levantó un brazo como señal y de inmediato el claro se llenó de sombras que corrían.

Los chimps se movían a toda prisa entre los tanques Y demás vehículos con botellas de barro en las manos. Tras ellos, unas figuras más grandes que arrastraban los pies cargaban unas grandes mochilas. Athaclena oyó que Benjamín murmuraba por lo bajo, ocultando su enojo. Había sido ella quien decidiera incluir gorilas en la operación y la idea no había sido demasiado bien recibida.

—… treinta y cinco… treinta y seis… —Elayne Soo contaba los segundos. Cuando la luz del amanecer se intensificó pudieron ver a los chimps que se encaramaban en los vehículos alienígenas. ¿Podría la sorpresa retrasar lo suficiente la inevitable reacción?

Pero la suerte desapareció al cabo de treinta y ocho segundos. Empezaron a aullar las sirenas; primero en el tanque de cabeza y después en el de la retaguardia.

—¡Cuidado! —gritó alguien.

Los peludos guerrilleros corrieron hacia los árboles justo en el momento en que los soldados de Garra salían de sus vehículos flotadores y disparaban ardientes rayos con sus rifles sable. Algunos chimps cayeron chillando mientras intentaban apagar a golpes el fuego de su pelo, o fueron derribados en silencio entre la maleza, completamente cubiertos de agujeros. Athaclena controló su corona para evitar desmayarse debido al dolor de los pupilos.

Éste fue su primer encuentro con una verdadera guerra. En aquellos momentos no se trataba ya de una broma sino de una muerte espantosa, llena de sufrimientos e inútil.

Los soldados de Garra empezaron a caer. Los pájaros saltaban persiguiendo a las sombras que habían desaparecido entre los árboles. Los guerreros ajustaban sus armas esperando encontrar fuentes de energía, pero allí no había láseres para abastecerlas, ni proyectores de pulsación ni balas de goma cargadas con productos químicos. Mientras, las flechas de los arcos zumbaban como mosquitos. Uno a uno los soldados gubru se convulsionaban y caían.

Primero un tanque y luego el otro empezaron a elevarse con rugientes chorros de gas. El vehículo de cabeza giró bruscamente y empezó a disparar sus triples cañones hacia el bosque, con unos impactos que parecían golpes de guadaña.

Las copas de los árboles más altos quedaron suspendidas en el aire unos instantes mientras sus centros explotaban, antes de caer verticalmente en una nube de humo y astillas de madera. Las rígidas enredaderas se agitaban hacia adelante y hacia atrás como serpientes agonizantes, esparciendo en todas direcciones sus jugos ganados a costa de mucho esfuerzo. Los chimps chillaban mientras saltaban de las ramas destrozadas.

¿Merece la pena? ¿Hay algo por lo que esto merezca la pena?

La corona de Athaclena se había expandido con la emoción del momento y un glifo empezaba a cobrar forma. Enojada, rechazó la imagen sensitiva no formada, la respuesta a su pregunta. Ahora no quería reír de las mordacidades tymbrimi; deseaba llorar al estilo humano, pero no sabía cómo hacerlo.

La jungla estaba dominada por el miedo y los animales nativos huían de la devastación. Algunos tropezaron en su huida con Athaclena y Benjamín, chillando en su desesperado intento de escapar. El radio de la destrucción crecía a medida que los fatídicos vehículos abrían fuego contra todo lo que encontraban. Había explosiones y llamas en todas partes.

Entonces el tanque de cabeza dejó de disparar tan inesperadamente como había empezado a hacerlo. Primero uno y luego otro de los cañones adquirieron un brillo blanco rojizo y se acallaron sus disparos. La intensidad del ruido se redujo a la mitad.

El otro acorazado parecía sufrir problemas similares pero, aun así, intentó seguir disparando a pesar de sus resquebrajados y balanceantes cañones.

—¡Agáchese! —gritó Benjamín empujando a Athaclena hacia el suelo. El grupo que estaba en la ladera de la colina se cubrió en el preciso momento en que el tanque de retaguardia explotaba con un destello aclínico y abrasador. Trozos de metal y de blindaje silbaron en el aire.

Athaclena pestañeó para alejar la imagen de lo que acababa de ver. En la momentánea confusión producida por la sobrecarga sensorial, se preguntó por qué Benjamín estaba tan obsesionado con las aves acuáticas de la Tierra.[3]

—¡El otro está averiado! —gritó alguien.

Cuando Athaclena fue capaz de mirar de nuevo, distinguió sin dificultades una columna de humo que se alzaba desde la placa delantera del tanque. La torreta emitía ruidos chirriantes y, al parecer, no podía moverse. Entremezclado con el fuerte olor de la vegetación que ardía llegó el penetrante tufo de la corrosión.

—¡Funcionó! —gritó con júbilo Elayne Soo. Se levantó con presteza y corrió a atender a los heridos.

Benjamín y Robert habían propuesto usar productos químicos para incapacitar a la patrulla gubru, pero Athaclena había modificado el plan porque tenía otras intenciones. No quería gubru muertos tal como hasta entonces. Esta vez los quería vivos.

Y ahí estaban, atrapados en el interior de sus vehículos, incapacitados para moverse o actuar. Sus antenas de comunicaciones se hallaban fundidas y, además, seguro que en aquel momento ya habían empezado los ataques en el Valle del Sind. El alto mando gubru tenía muchas otras preocupaciones. La ayuda tardaría en llegar.

Se hizo el silencio unos momentos mientras se producía una lluvia de escombros sobre el bosque y el polvo se posaba lentamente.

Luego se oyó un coro creciente de agudos chillidos. Eran unos gritos de alegría que no habían sido alterados desde que la Humanidad había empezado a manipular los genes de los chimpancés. Athaclena escuchó también otro sonido, un penetrante alarido de triunfo… el grito de «Tarzán» de Robert.

Bien, pensó. Es bueno saber que ha sobrevivido a toda esa matanza.

Ahora sólo hace falta que cumpla con el plan y que se mantenga escondido.

Los chimps comenzaron a salir de entre los árboles derribados. Algunos corrían para ayudar a la doctora Soo que atendía a los heridos, mientras otros tomaban posiciones junto a las máquinas averiadas.

Benjamín miraba hacia el noroeste, donde unas cuantas estrellas se desvanecían ante la luz del amanecer. En aquella dirección podían oírse unos débiles zumbidos.

—Me pregunto qué estarán haciendo Fiben y los chicos de la ciudad en aquella zona —dijo.

Por primera vez, Athaclena dejó su corona en libertad.

Formó el kiihnnnagarra… la esencia de la incertidumbre pospuesta.

—Eso está fuera de nuestro alcance —contestó ella—. Es aquí, en este lugar, donde debemos actuar.

Con la mano levantada hizo señas a sus unidades en las laderas de las colinas para que avanzaran.

46. FIBEN

Desde el Valle del Sind se elevaba el humo. Unos fuegos dispersos ardían en los campos de trigo y en medio de los huertos, y teñían de hollín una luz de alborada que rápidamente se volvía pálida y difusa.

A cien metros sobre el suelo, colgado de la tosca estructura de madera de una cometa de fabricación casera, Fiben examinaba los diversos incendios con unos gemelos de campaña. Allí, en el Sind, la lucha no había ido bien en absoluto. La operación había sido planeada como un ataque rápido con retirada inmediata, para hacer daño al enemigo, pero se había convertido en una huida desordenada.

Y ahora, las nubes descendían como si estuviesen excesivamente cargadas de humo oscuro y de fallidas esperanzas. Pronto no podría ver más allá de un kilómetro.

—¡Fiben!

Abajo y a la izquierda, no lejos de la maciza sombra de la cometa, Gailet Jones le hacía señas.

—Fiben, ¿ves algo del grupo C? ¿Han llegado al puesto de guardia gubru?

—¡No hay señales de ellos —gritó—, pero hay cenizas procedentes de la armada enemiga!

—¿Dónde? ¿Cuándo? Vamos a darte más cable para que puedas ver…

—¡Ni pensarlo! —gritó—. Voy a bajar ahora.

—Pero necesitamos datos…

—Hay patrullas por toda la zona. —Sacudió la cabeza con énfasis—. ¡Tenemos que largarnos de aquí! —Fiben hizo una seña a los chimps que controlaban el tenso cable.

Gailet se mordió el labio y asintió. Empezaron a rebobinar.

Con el fracaso del ataque y el desmoronamiento de su sistema de comunicaciones, ella se había puesto más frenética que nunca con respecto a las informaciones. Fiben no podía reprochárselo. Él también tenía amigos por allí, pero en aquel momento debían pensar en salvar la propia piel.

Y eso que todo empezó tan bien, pensó mientras el aparato descendía poco a poco. La sublevación había comenzado cuando unos chimps que trabajaban en las construcciones gubru hicieron estallar explosivos cuidadosamente colocados a lo largo de la última semana. En cinco de los ocho objetivos previstos, habían volado plumas en el cielo de la madrugada.

Pero empezaban a sentirse las ventajas de la tecnología. Había resultado desestabilizador ver lo rápidamente que respondían los mecanismos de defensa del enemigo, frenando a los grupos de soldados irregulares cuando apenas habían iniciado sus ataques. Por lo que él sabía, no se había logrado ninguno de los objetivos importantes y menos aún conservar su posesión.

En definitiva, las cosas no andaban nada bien.

Fiben se vio obligado a orzar la cometa, quitando viento a la vela a medida que aquélla caía. El suelo se acercaba a toda prisa y juntó las piernas a fin de prepararse para el impacto. Éste se produjo con un golpe sordo. Oyó cómo se rompía uno de los mástiles mientras e! ala absorbía la mayor parte del golpe.

Mejor un mástil que un hueso. Fiben se desabrochó el arnés gruñendo y se debatió para liberarse de la pesada tela de fabricación casera. Hubiera sido mucho mejor un ultraligero con armazón metálico y alas de duralona. Pero aún no sabían cuál era la razón de que el invasor detectara ciertos artículos manufacturados y por eso él había insistido en sustitutivos caseros e incómodos.

Max, el gran chimp de la cara marcada, vigilaba con un rifle láser de los gubru en la mano. Le tendió la otra y le ayudó a levantarse.

—¿Estás bien, Fiben?

—Sí, Max, gracias. Vamos a desmontar este trasto.

Su equipo se apresuró a desarmar la cometa y esconderla entre los árboles cercanos. Vehículos acorazados y flotadores gubru habían estado silbando sobre sus cabezas desde que empezara aquella desgraciada incursión antes del alba. La cometa era casi insignificante, virtualmente invisible con radar o infrarrojos. Y, sin embargo, habían estado tentando a la suerte al usarla a la luz del día.

Gailet se reunió con ellos en el extremo de la huerta. Había sentido renuencia a creer en el arma secreta de los gubru: la habilidad del enemigo para detectar artículos manufacturados. Pero se había avenido gracias a la insistencia de Fiben. La chima llevaba un abrigo hasta media pierna sobre un pantalón corto y una túnica tejida a mano. Apretaba contra su pecho un cuaderno de notas y una estilográfica.

Había sido necesario un gran esfuerzo de persuasión para que no llevara una pantalla portátil de ordenador.

No se equivocaba Fiben cuando creyó haber visto el alivio reflejado en su cara cuando él se incorporó junto a la destrozada cometa. Pronto recuperó su aire profesional:

—¿Qué has visto? ¿Son muy grandes los refuerzos que le han llegado al enemigo desde Puerto Helenia? ¿Se ha acercado mucho el grupo de Yossy a la batería gubru?

Esta mañana han muerto buenos chimps y chimas, ¡y a ella parecen preocuparle sólo sus malditas informaciones!

El punto estratégico de la defensa espacial había sido uno de los objetivos. Hasta entonces, las pocas e insignificantes emboscadas de las montañas apenas habían preocupado al enemigo. Fiben había insistido en que la primera incursión tenía que ser importante. Nunca volverían a encontrar al enemigo tan poco preparado.

Y, sin embargo, Gailet había planeado la operación de! Valle del Sind basándose más en sus informadores que en las unidades de lucha. Para ella, la información era mucho más importante que cualquier daño que pudieran hacer a los invasores. Y, para sorpresa de Fiben, la general había estado de acuerdo.

—Hay mucho humo en esa dirección, así que tal vez Yossy haya conseguido algo. —Fiben se sacudió el polvo. En su traje de faena había un desgarrón—. He visto muchos refuerzos enemigos moverse por la zona. Lo tengo todo aquí dentro. —Se golpeó la cabeza.

Gailet hizo una mueca. Le hubiera gustado saberlo en aquel instante. Pero el plan era marcharse en seguida, y se estaba haciendo muy tarde.

—De acuerdo, ya nos darás el parte después. En estos momentos seguir aquí ya debe ser peligroso.

Tienes que estar bromeando, pensó Fiben con sarcasmo.

—¡Eh, vosotros! ¿Habéis terminado ya con la cometa?

Los tres chimps encargados de ello estaban cubriendo de hojas un montículo bajo las prominentes raíces de un árbol.

—Listo, Fiben. —Empezaron a recoger sus rifles de caza que estaban amontonados bajo otro árbol.

—Creo que sería mejor deshacernos de ellos. —Fiben frunció el ceño—. Son de fabricación terrestre.

—¿Y con qué los sustituimos? —preguntó Gailet con vehemencia—. Si nos atacan, ¿qué vamos a conseguir con los seis o diez rifles láser que hemos arrebatado a los gubru? Estoy dispuesta a hacerles frente totalmente desnuda, si es necesario, pero no desarmada. —Había violencia en sus ojos castaños.

—¿Tu dispuesta a atacar? —Fiben también estaba enojado—. Entonces ¿por qué no persigues a esos malditos pájaros con tu afilada pluma? Es tu arma favorita.

—¡Eso no es justo! Si tomo notas es porque…

No terminó el comentario. Max la interrumpió gritando:

—¡A cubierto!

El repentino silbido del aire desplazado se convirtió en una atronadora explosión cuando algo blanco centelleó casi a la altura de las copas de los árboles. Las hojas caídas se arremolinaron flotando sobre la maleza. Fiben no recordaba haberse escondido tras las retorcidas raíces de aquel árbol, pero allí estaba. Levantó la cabeza a tiempo de ver una nave alienígena elevarse y dirigirse a la cima de una colina alejada para luego regresar.

Sentía a Gailet cerca de él. Max estaba a la izquierda, encaramado en las ramas de otro árbol. Los otros se habían tirado al suelo en los límites de la huerta.

Fiben vio a uno de ellos levantar el arma cuando la patrullera volvía a acercarse.

—¡No! —gritó, aunque sabía que ya era demasiado tarde para el aviso.

El extremo de la huerta hizo erupción. Fragmentos de tierra volaron hacia arriba, como empujados por unos demonios furiosos. En un abrir y cerrar de ojos, el torbellino se abalanzó hacia los árboles cercanos, lanzando pedazos de hojas, ramas, polvo, carne y huesos en todas direcciones.

Gailet contemplaba el caos boquiabierta. Fiben se lanzó sobre ella justo antes de que la fuerza de la explosión los barriera. Vio la estela de un acorazado que volaba sobre ellos. Los árboles supervivientes se agitaron por el impulso del aire desplazado y una ininterrumpida lluvia de cascotes cayó sobre sus espaldas.

—¡Ufff!

Bajo su brazo surgió la cara de Gailet. Con voz sofocada le dijo:

—Deja de joderme antes de que me asfixie, maloliente cerebro de mosquito…

Fiben advirtió que la patrullera enemiga desaparecía a toda prisa por detrás de la colina y se puso de pie.

—Vamos —dijo levantándola—. Tenemos que largarnos de aquí.

Los pintorescos insultos de Gailet se interrumpieron bruscamente. Contuvo la respiración ante lo que habían hecho las armas de los gubru, como si no pudiera creer que algo tan horrible fuera posible.

Los fragmentos de madera estaban completamente esparcidos, entremezclados con los restos espeluznantes de los que habían sido tres guerreros. Los rifles de los chimps yacían junto a sus restos.

—Si tienes la intención de tomar una de esas armas, te dejo sola, hermana.

Gailet parpadeó y sacudió la cabeza sin pronunciar ni una sola palabra. La había convencido.

—¡Max! —chilló de repente.

Empezó a moverse hacia donde había visto por última vez a su inmenso y serio sirviente, pero en aquel momento se produjo un ruido sordo. Fiben la detuvo.

—Transportes de tropas. No tenemos tiempo. Si está vivo y puede huir, lo hará. ¡Vamonos!

El zumbido de los gigantescos aparatos se acercaba. Ella seguía resistiéndose.

—Oh, por el amor de Ifni, ¡tienes que salvar tus notas! —la instó.

Aquello la hizo reaccionar. Gailet dejó que Fiben la arrastrara consigo. Dio unos trastabillantes pasos hacia él y de inmediato se lanzaron a la carrera.

Vaya chica, pensó Fiben mientras corrían bajo la protección de los árboles. Tal vez sea un poco pesada pero es valerosa. Es la primera vez. que ve algo así y ni siquiera ha devuelto.

¿Sí? parecía decir una vocecita en su interior. ¿Y tú cuántas veces has visto algo igual? Comparadas con esto, las batallas espaciales son limpias y nítidas.

Fiben admitió que la principal razón de por qué él no había vomitado era que no quería sentirse ridículo delante de aquella chima en concreto. Nunca le daría tal satisfacción.

Juntos se zambulleron en un lodoso arroyo y buscaron un escondrijo lejos de allí.

47. ATHACLENA

Ahora todo dependía de Benjamín.

Athaclena y Robert vigilaban desde su escondite en la falda de la colina cómo su amigo se acercaba al convoy gubru posado en tierra. Otros dos chimps acompañaban a Benjamín, uno de ellos con una bandera de tregua. Ésta ostentaba el mismo diseño que el símbolo de la Biblioteca: la espiral radiada de la Civilización Galáctica.

Los emisarios chimps se habían despojado de la ropa hilada a mano y llevaban ahora abrigos plateados, cortados en un estilo apropiado a bípedos de su forma y estatus. Se necesitó valor para adoptar tal decisión. Aunque los vehículos estaban averiados (no habían dado señales de actividad desde hacía más de media hora), los tres chimps tenían que estar preguntándose qué estaba haciendo el enemigo.

—Diez contra uno a que los pájaros intentan primero utilizar robots —murmuró Robert con los ojos clavados en la escena que se desarrollaba en el valle.

—Nada de apuestas, Robert. —Athaclena sacudió la cabeza—. ¡Mira! La puerta del vehículo central se está abriendo.

Desde su punto de observación podían vigilar todo el claro. Las ruinas de los edificios del centro Howletts se asomaban tenebrosas tras uno de los tanques flotadores aún humeante. El compañero de éste, con los cañones inutilizados y rotos, yacía sobre sus sustentadores de presión.

Entre los dos vehículos averiados, y de uno de ellos, surgió una forma flotante.

—Exacto. —Robert hizo una mueca de disgusto. Era un robot y llevaba también un estandarte, otra representación de la espiral radiada.

—Malditos pájaros, no admitirán que los chimps son superiores a los gusanos a menos de que los obliguen a ello —comentó Robert—. Van a intentar utilizar una máquina para llevar a cabo la conversación. Sólo espero que Benjamín recuerde lo que tiene que hacer.

Athaclena tocó el brazo de Robert, en parte para recordarle que bajara la voz.

—Lo sabe —dijo con suavidad—. Y además tiene a Elayne Soo para que le ayude.

Sin embargo, no podían evitar un sentimiento de impotencia por estar sólo observando. Era una norma de las razas tutoras. No debía pedirse a los pupilos que se enfrentasen ellos solos con una situación como ésa.

El robot flotante, al parecer uno de los ejemplares de aparatos teledirigidos gubru, adaptado a toda prisa para ejercer funciones diplomáticas, se detuvo a cuatro metros de los chimps que ya se habían detenido y plantado su estandarte. El robot emitió un chillido de indignación que Athaclena y Robert no pudieron descifrar, aunque el tono era perentorio.

Dos de los chimps retrocedieron un paso, sonriendo con nerviosismo. —¡Tú puedes hacerlo, Ben! —gruñó Robert.

Athaclena vio unos nudos que sobresalían en sus bien formados músculos. Si esos bultos fuesen glándulas de cambio tymbrimi… Tembló ante tal comparación y volvió a fijarse en la escena que ocurría allí abajo.

En el valle, el chimp Benjamín se había quedado inmóvil como una piedra, ignorando al parecer a la máquina. Esperó. Por fin, concluyó la perorata del robot. Hubo un momento de silencio. Entonces Benjamín hizo un simple movimiento con el brazo, tal como Athaclena le había enseñado, indicando con orgullo que ese objeto sin vida no debía meterse en los asuntos de los seres sapientes.

El robot gritó de nuevo, esta vez más fuerte y con un amago de desesperación.

Los chimps se limitaron a permanecer quietos y esperar, sin dignarse siquiera responder a la máquina.

—¡Qué arrogancia! —Robert suspiró—. Muy bien hecho, Ben, demuéstrales que tienes clase.

Los minutos pasaban y la escena permanecía inmutable.

—¡Este convoy gubru ha venido a la montaña sin escudos psi! —anunció Athaclena de pronto. Se tocó la sien derecha al tiempo que su corona se ondulaba—. O tal vez sea que los escudos se rompieron durante el ataque. En cualquier caso, puedo notar que se están poniendo nerviosos.

Los invasores poseían aún algunos sensores. Debían de estar detectando movimiento en el bosque, mensajeros que se acercaban. El segundo grupo de asalto tenía que llegar pronto, esta vez con armamento moderno.

La Resistencia había mantenido en reserva sus armas más importantes en favor de la sorpresa. La antimateria solía emitir resonancias detectables desde muy lejos. Ahora, sin embargo, había llegado el momento de enseñar todas sus cartas. El enemigo sabía ya que no estaba a salvo, ni siquiera dentro de sus vehículos acorazados.

De pronto, sin ceremonia, el robot se elevó y voló hacia el vehículo central. Luego, tras una breve pausa, la puerta se abrió de nuevo y aparecieron un par de nuevos emisarios.

Kwackoo —anunció Robert.

Athaclena reprimió el glifo syrtunu. Su amigo humano tenía inclinación a hacer comentarios sobre lo que era obvio.

Los peludos y blancos cuadrúpedos, pupilos leales de los gubru, se aproximaron al punto donde tenían que mantenerse las conversaciones, graznando excitados. Parecían más grandes cuando llegaron frente a los chimps. De sus gargantas gruesas y llenas de plumas colgaba un vodor, pero la máquina traductora permanecía silenciosa.

Los tres chimps cruzaron los brazos sobre el pecho y se inclinaron todos a la vez, con las cabezas en un ángulo de veinte grados aproximadamente. Luego se irguieron y esperaron.

Los kwackoo no hicieron nada. Ahora estaba claro quién ignoraba a quién.

Con los binoculares, Athaclena vio hablar a Benjamín. Maldijo la necesidad de tener que vigilar todo aquello sin poder enterarse de lo que decían.

Sin embargo, las palabras del chimp fueron efectivas. Los kwackoo gorjearon y parlotearon atolondradamente en confusa indignación. A través del vodor surgían palabras demasiado débiles para ser oídas, pero los resultados fueron instantáneos. Benjamín no esperó a que terminasen. Él y sus compañeros recogieron el estandarte, dieron media vuelta y se marcharon.

—Un gran tipo —dijo Robert satisfecho.

Conocía a los chimps… Sabía que en aquellos momentos las espaldas les debían escocer terriblemente y, sin embargo, caminaban con toda tranquilidad.

El dirigente de los kwackoo dejó de hablar y miró a los chimps, perplejo. Luego empezó a saltar y a emitir agudos chillidos. Su compañero también parecía muy agitado. Entonces, los que estaban en la colina pudieron oír la amplificada voz del vodor que ordenaba repetidamente: «…¡regresen!… ¡regresen!…».

Los chimps siguieron caminando hacia la línea de árboles hasta que, al fin, Athaclena y Robert oyeron la palabra.

—…regresen… ¡POR FAVOR!

El humano y la tymbrimi se miraron y compartieron una sonrisa. Eso era la mitad de lo que esta batalla quería conseguir.

Benjamín y su grupo se detuvieron de repente. Dieron la vuelta y regresaron con paso tranquilo hasta donde esperaban los parlamentarios. Con la bandera de la espiral otra vez en su sitio, permanecieron quietos, a la espera. Finalmente, y con evidentes temblores por la gran humillación que sufrían, los emisarios les hicieron una reverencia.

Fue una inclinación bastante leve, apenas si doblaron dos de las cuatro patas, pero sirvió. Los pupilos bajo contrato de los gubru habían reconocido como a sus iguales a los pupilos bajo contrato de los humanos.

—Estoy segura de que prefieren la muerte antes que esto —susurró Athaclena admirada, aunque era exactamente lo que ella misma había planeado—. Los kwackoo tienen una antigüedad de sesenta mil años terrestres. Los neochimpancés son sapientes desde hace sólo tres siglos y, además, pupilos de los lobeznos. —Sabía que Robert no se ofendería por las palabras que había empleado—. Los kwackoo llevan tanto tiempo elevados que podrían elegir la muerte antes que esto. Tanto ellos como los gubru deben de estar estupefactos y no deben de haber reflexionado en las implicaciones. Probablemente apenas pueden creer lo que está ocurriendo.

—Espera hasta que lo hayan oído todo —sonrió Robert—. Preferirán haber escogido la salida más fácil.

Los chimps respondieron a la reverencia con la misma inclinación. Luego, con esa desagradable formalidad forzada, uno de los gigantes pseudopájaros habló muy deprisa mientras su vodor murmuraba una traducción al ánglico.

—Los kwackoo deben de estar pidiendo entrevistarse con los líderes de la emboscada —comentó Robert, y Athaclena asintió.

Los nervios traicionaron a Benjamín y comenzó a utilizar las manos para responder. Pero aquello no representó un serio problema. Señalaba las ruinas, los tanques flotantes destruidos, los vehículos inutilizados y el bosque donde seguían llegando vengativos grupos para terminar el trabajo.

—Les está diciendo que él es el líder.

Ése era el guión, por supuesto. Athaclena lo había escrito, asombrada de cuan fácilmente se había adaptado para pasar del sutil arte tymbrimi del disimulo, a la técnica humana, más descarada, de la mentira.

Las gesticulaciones de Benjamín le permitían seguir la conversación. Con la empatía y su propia imaginación podía casi enterarse del resto.

—Hemos perdido a nuestros tutores. —Benjamín había ensayado bien su papel—. Vosotros y vuestros tutores nos los habéis arrebatado. Les echamos de menos y anhelamos su regreso. Sin embargo, sabemos que las lágrimas impotentes no les harán sentirse orgullosos de nosotros. Sólo mediante la acción podemos demostrar lo bien que hemos sido elevados. Estamos, por lo tanto, haciendo lo que ellos nos han enseñado: comportarnos como seres sapientes con raciocinio y honor. En nombre del honor, pues, y por los Códigos de la Guerra, os exigimos ahora a vosotros y a vuestros tutores que nos deis vuestra palabra de honor u os enfrentéis a nuestra ira legal y justa.

—Lo está haciendo bien —musitó Athaclena algo sorprendida.

Robert tosió tratando de contener la risa. Los kwackoo parecían cada vez más angustiados a medida que Benjamín hablaba. Cuando éste terminó, los emplumados cuadrúpedos saltaron y chillaron. Ahuecaron las plumas y comenzaron a alisárselas con el pico mientras protestaban en voz alta.

Benjamín, sin embargo, no se dejó intimidar. Consultó su cronómetro de muñeca y dijo unas palabras.

De pronto, los kwackoo dejaron de protestar. Debían de haber recibido órdenes pues hicieron una apresurada reverencia y se retiraron al galope hacia la nave central.

El sol se había levantado sobre la línea de colinas del este. Las salpicaduras de luz de la mañana brillaban entre las hileras de árboles destrozados. Cada vez hacía más calor en el claro donde los chimps parlamentaban, pero permanecieron allí y esperaron. De vez en cuando Benjamín miraba su reloj y decía en voz alta el tiempo que quedaba.

Athaclena pudo ver cómo su equipo de armamento especial montaba en un extremo del bosque el único proyector de antimateria que poseían. Los gubru también lo habían advertido.

Oyó que Robert contaba en voz baja los segundos.

Finalmente, en realidad casi en el último momento, se abrieron las compuertas de las tres naves flotantes. Los gubru salieron en procesión. Abrían el camino los tutores, con las brillantes túnicas que denotaban su rango, cantando una aguda canción acompañados por el bajo de sus leales kwackoo.

El boato estaba arraigado en la antigua tradición. Sus raíces se remontaban muy atrás, a épocas en las que la vida apenas se había iniciado en la Tierra. No resultaba difícil imaginar el nerviosismo de Benjamín y sus compañeros al ver reunidos frente a ellos a quienes tenían que dar su palabra.

—Recuerda hacer de nuevo la reverencia —susurró Robert. Tenía la boca seca.

—No temas. —Athaclena sonrió. Tenía la ventaja de su corona—. Se acordará.

Benjamín dobló sus brazos sobre el pecho a la manera profundamente respetuosa de un pupilo hacia un tutor antiguo. Los otros chimps lo imitaron.

Únicamente un fugaz destello blanco reveló el hecho de que Benjamín estaba sonriendo de oreja a oreja.

—Robert —dijo la muchacha asintiendo satisfecha—. Tu gente ha hecho un magnífico trabajo con ellos en sólo cuatrocientos años.

—El mérito no es nuestro —respondió él—. Todo eso ya estaba ahí, en bruto, desde el principio.


Después de dar su palabra de honor, los seres pajariles partieron a pie hacia el Valle del Sind. Sin duda irían a recogerlos en seguida. Pero aun en el caso de que no fuera así, Athaclena había dado una orden: tenían que llegar sanos y salvos a sus bases sin que nadie los molestara. Cualquier chimp que tocase una sola pluma sería proscrito, su plasma tirado a las alcantarillas y su línea genética extinguida. Así de serio era el asunto.

Cuando la procesión desapareció por el sendero de montaña, empezó el trabajo duro.

Grupos de chimps se apresuraron a desarmar los vehículos abandonados en el precioso tiempo que les quedaba antes de que llegase la venganza. Los gorilas parloteaban con impaciencia, haciéndose señas y guiños entre sí mientras esperaban las cargas que debían llevar hacia las montañas.

Athaclena ya había trasladado su puesto de mando a una cima coronada por aguijones, dos millas más cerca de las montañas. Miró por los binoculares hasta que hubieron cargado todas las piezas recuperables, dejando sólo cascos vacíos a la sombra de los ruinosos edificios.

Robert se había marchado mucho antes a instancias de Athaclena. Al día siguiente tenía que salir hacia otra misión y necesitaba descansar.

Su corona se onduló y pudo captar a Benjamín antes de oír sus suaves pisadas avanzar por el camino. Al hablar su voz fue sombría.

—General, nos han llegado noticias a través del señalizador de que los ataques en el Sind han fracasado. Unas pocas construcciones de los ETs han sido voladas, pero el resto de la incursión ha sido un completo desastre.

Athaclena cerró los ojos. Lo había estado esperando. Tenían demasiados problemas de seguridad por un motivo: Fiben sospechaba que en el grupo de Resistencia de la ciudad se habían infiltrado traidores.

Y, sin embargo, Athaclena no había desaprobado los ataques. Habían servido al valioso propósito de distraer a las fuerzas de defensa, manteniendo a sus pelotones de combate lejos de allí. Sólo esperaba que no hubiesen muerto demasiados chimps como consecuencia de la ira del invasor.

—Así se equilibran los resultados del día —le dijo a su ayudante.

Sabía que sus victorias serían simbólicas. Intentar expulsar al enemigo con fuerzas como las de la Resistencia sería inútil. Su creciente afición a las metáforas la llevó a comparar esto con una oruga que intentara mover un árbol.

No, lo que ganemos lo conseguiremos mediante la sutileza.

Benjamín se aclaró la garganta, dispuesto a hablar, y Athaclena lo miró.

—Sigues sin entender por qué los hemos dejado marchar con vida —le dijo al chimp.

—No, ser —negó él—. Creo que comprendo un poco todo eso que me ha dicho sobre el simbolismo… y me siento orgulloso de que crea que hemos llevado a cabo correctamente la ceremonia de pedirles su compromiso. Pero sigo pensando que tendríamos que haberlos quemado a todos.

—¿Por venganza?

Benjamín se encogió de hombros. Ambos sabían que eso era lo que sentían la mayoría de los chimps. Los símbolos carecían de importancia para ellos. Las razas de la Tierra tendían a considerar todas las reverencias y las distinciones de clase entre los galácticos como una remilgada estupidez propia de una civilización estancada y decadente.

—Usted sabe que yo no pienso así —dijo Benjamín—. Estaría de acuerdo con su lógica de que hemos ganado un buen tanto al conseguir que hablaran con nosotros, si no fuera por una cosa…

—¿Qué cosa?

—Ésos pájaros han tenido la oportunidad de husmear en el centro Howletts. Han visto trazas de Elevación. Y no puedo quitarme de la cabeza la idea de que a lo mejor han visto a los propios gorilas a través de los árboles. —Benjamín sacudió la cabeza—. Después de eso, creo que no deberíamos haber permitido que salieran de aquí con vida.

Athaclena puso una mano sobre el hombro de su ayudante. No dijo nada porque le pareció que no había nada que decir.

¿Cómo podía explicárselo a Benjamín?

Sobre su cabeza se formó el syulff-kuonn, girando satisfecho ante el avance de los acontecimientos: los acontecimientos que su padre había planeado.

No, no podía explicarle a Benjamín que ella había insistido en llevar consigo a los gorilas, en hacerlos formar parte de la incursión, como paso previo de una broma larga, complicada y pesada en extremo.

48. FIBEN Y GAILET

—¿Quieres agachar la cabeza? —gruñó Fiben.

—¿Vas a dejar de golpearme? —respondió Gailet furiosa. Levantó los ojos por encima de los tallos de las hierbas que los rodeaban—. Sólo quiero ver si…

Se interrumpió bruscamente porque Fiben retiró los brazos que le servían a ella de soporte y cayó con un ruido sordo en medio del barro.

—Sucio, pulgoso…

Sus ojos conservaron su elocuencia incluso cuando Fiben le puso con firmeza la mano sobre la boca.

—Ya te lo he dicho —susurró—. Si tú puedes verlos, significa que ellos pueden verte a ti con los sensores que tienen. Nuestra única posibilidad es arrastrarnos como gusanos hasta que podamos encontrar un camino que nos lleve hasta la población civil chimp.

De las proximidades llegaba el zumbido de máquinas agrícolas. El ruido los había atraído en aquella dirección. Si lograban acercarse lo suficiente para poder mezclarse con los campesinos, escaparían del cerco del invasor.

Por lo que Fiben sabía, él y Gailet podían ser los únicos supervivientes de la desgraciada incursión en el valle. Resultaba difícil creer que las guerrillas de la montaña al mando de Athaclena hubiesen tenido mejor suerte. La insurrección parecía totalmente desmantelada.

Quitó la mano de la boca de Gailet. Si las miradas matasen, pensó al contemplar la expresión de sus ojos. Con el pelo enmarañado y cubierto de barro, su imagen no recordaba a la de una serena chima intelectual.

—Creí… que… habías… dicho… —susurró acentuando deliberadamente, su tranquilidad—, que el enemigo no podía detectarnos si llevábamos sólo objetos hechos aquí.

—Eso es si por pereza se limitan a hacer funcionar su arma secreta. Pero no olvides que tienen también infrarrojos, radar, sonar sísmico, psi… —Se detuvo de pronto. Por la izquierda se aproximaba un grave zumbido. Si era la cosechadora que habían oído antes, tal vez podría llevarlos.

—Espera aquí —susurró.

—¡No! —Gailet lo agarró por la muñeca—. ¡Yo voy contigo! —Miró rápidamente a izquierda y derecha—. No… no me dejes sola.

—Muy bien. —Fiben se mordió el labio—. Pero camina agazapada, justo detrás de mí.

Avanzaron en fila india, apretados contra el suelo. Poco a poco, el zumbido fue creciendo. Súbitamente, Fiben sintió un hormigueo que le recorría la nuca.

Gravíticos, pensó. Está cerca.

No se dio cuenta de lo cerca que estaba hasta que el aparato apareció por encima de las hierbas, a una distancia de apenas dos metros.

Había esperado encontrarse con un vehículo muy grande, pero aquel objeto tenía el tamaño aproximado de una pelota de baloncesto y estaba cubierto por botones plateados y de cristal: los sensores. Flotaba ligeramente en la brisa de la tarde, observándolos.

¡Oh, demonios! Suspiró, poniéndose en cuclillas y dejando caer los brazos resignado. Le llegaban unas débiles voces no muy lejanas. Sin duda eran las de los dueños de aquella cosa.

—Es una sonda de batalla, ¿verdad? —preguntó Gailet con cansancio.

—Un husmeador —asintió él—, Un modelo barato, pero lo bastante bueno como para detectarnos y detenernos.

—¿Qué hacemos?

—¿Qué podemos hacer? —Se encogió de hombros—. Es mejor que nos rindamos.

Sin embargo se volvió, escudriñó el oscuro suelo que tenía alrededor y cogió una lisa piedra.

Las voces se acercaban. Qué diablos, pensó.

—Escucha, Gailet. Cuando yo me mueva, escóndete. Márchate de aquí y entrega tus notas a Athaclena, si es que aún vive.

Entonces, antes de que ella pudiera preguntar nada, soltó un grito y lanzó la piedra con todas sus fuerzas.

Varias cosas sucedieron a la vez. Fiben sintió dolor en la muñeca derecha. Se produjo un destello de luz tan fuerte que lo deslumbró. Luego, mientras saltaba hacia adelante, su tórax se vio atravesado por innumerables pinchazos.

Mientras estaba en el aire en dirección al objeto, una extraña sensación se apoderó de Fiben. Algo le decía que ese acto ya lo había realizado antes, que ya había vivido aquel particular momento de violencia, no sólo una vez o dos, sino cien veces en cien vidas anteriores. La oleada de familiaridad, anclada en un vacilante extremo de su memoria, lo salpicaba mientras se zambullía en el campo gravítico de la sonda, antes de caer sobre el objeto alienígena.

Cuando la máquina intentó expulsarlo, el mundo giró y se sacudió.

El láser del dispositivo disparó contra su sombra y encendió pequeños fuegos en la hierba. Fiben luchó por su vida, al tiempo que los campos y el cielo se confundían en una desagradable mancha.

La extraña sensación de alejamiento parecía en realidad ayudarle. Fiben se sentía como si hubiese hecho aquello infinidad de veces. Un rincón racional de su mente sabía que no era cierto, pero la memoria le decía lo contrario y le infundía la falsa confianza que tanto necesitaba para atreverse a desasir su mano derecha herida y buscar la caja de control del robot.

Los cielos y la tierra se fusionaron. Fiben se rompió una uña mientras intentaba abrir la tapa de la caja y forzar el cierre. Metió la mano dentro y agarró unos cables.

El aparato giraba y se inclinaba como si hubiese adivinado sus intenciones. Las piernas de Fiben perdieron su asidero y se agitaron en el aire mientras él daba vueltas como un muñeco de trapo. Su mano izquierda cedió y sólo quedó débilmente agarrado a los cables, girando y girando.

En aquellos momentos, lo único que veía nítidamente del mundo que lo rodeaba era la lente del láser del robot que tenía frente a él.

Adiós, pensó, cerrando los ojos.

Entonces algo se soltó. Salió despedido, todavía con los cables en la mano. Cuando se produjo el impacto de la caída, fue casi un alivio. Gritó y rodó por el suelo cerca de las hierbas que ardían.

Sentía dolor, claro. Era como si una de las hembras gorila del centro Howletts le hubiera prodigado sus caricias durante toda la noche. Dos veces había creído estar a punto de morir por los disparos. No importaba lo que ocurriera después, estar vivo ya merecía la pena.

Parpadeó para apartar el polvo y la carbonilla de sus ojos. A cinco metros de distancia, la inutilizada sonda alienígena silbaba y chisporroteaba dentro de un círculo de hierba ennegrecida y humeante. Un burra por la famosa calidad de los aparatos galácticos.

¿Qué comerciante ET habrá vendido a los gubru ese trozo de mierda?, se preguntó Fiben. Me tiene sin cuidado quién ha sido: aunque se tratase de un maloliente gusano jofur, lo besaría ahora mismo. De verdad que lo haría.

Voces excitadas. Pies que corrían. Fiben sintió una repentina esperanza. Había pensado que aparecerían gubru para recuperar su abatida sonda. ¡Pero eran chimps! Dio un respingo y trató de levantarse. Cuando vio quién se aproximaba, la expresión se le heló en la cara.

—Bueno, bueno, bueno, mira qué tenemos aquí: el mismísimo señor Carnet Azul. Parece como si hubieras estado participando en más carreras de obstáculos, estudiante.

Era un chimp alto, con el pelo facial cuidadosamente afeitado y el bigote engominado y curvado hacia arriba. Fiben reconoció al jefe de la banda de marginales de «La Uva del Simio». El que se hacía llamar Puño de Hierro.

De todos los chimps del mundo, ¿por qué tenía que encontrarse con éste?

Llegaron otros. Los brillantes trajes con cremallera llevaban añadida una nueva característica: un cinturón y un brazal, ambos con la misma sigla: una garra extendida con tres afiladas uñas brillantes de hilo holográfico.

Se reunieron en torno a él con sus rifles-sable modificados. Estaba claro que eran los nuevos colaboradores de la milicia de los que Gailet y él habían oído hablar.

—¿Me recuerdas, estudiante? —preguntó Puño de Hierro con una sonrisa—. Sí, sabía que lo harías. Yo me acuerdo muy bien de ti.

Fiben suspiró al ver que otros dos marginales llevaban firmemente sujeta a Gailet Jones.

—¿Estás bien? —le preguntó ella en voz baja. Fiben pudo leer la expresión de sus ojos y asintió. Había muy poco que decir.

—Vamos, mis jóvenes bellezas genéticas. —Puño de Hierro rió al coger a Fiben por su muñeca herida—. Queremos presentaros a unas personas. Y esta vez no habrá distracciones.

Fiben apartó la mirada de Gailet cuando le dieron una sacudida en el brazo y empezó a andar trastabillando. Carecía de la fuerza necesaria para oponer resistencia.

Mientras sus capturadores lo conducían delante de Gailet, tuvo la primera ocasión de mirar a su alrededor. ¡Se hallaban a pocos cientos de metros de los límites de Puerto Helenia! Un par de chimps montados en una cosechadora en marcha lo miraban boquiabiertos.

Fiben y Gailet fueron conducidos a través de una pequeña puerta del muro alienígena, la barrera que se ondulaba con complacencia sobre el paisaje, como una red colocada con firmeza sobre sus vidas.

49. GALÁCTICOS

El Suzerano de la Idoneidad mostraba su agitación bufando y danzando en una serie breve de saltos sobre su Percha de Declamación. Las semiformadas ondas habían retrasado su aparición, reteniendo las noticias durante más de una rotación planetaria.

Bien era cierto que los supervivientes de la emboscada en la montaña estaban aún bajo los efectos del golpe. Su primer pensamiento había sido informar al mando militar. Y los militares, atareados como estaban aplastando las últimas insurrecciones en las llanuras cercanas, les hicieron esperar. ¿Qué era, después de todo, una pequeña escaramuza en las colinas comparada con el casi-efectivo asalto sufrido por la batería de defensa del espacio profundo?

El Suzerano podía comprender muy bien por qué se cometían tales errores, pero no dejaba de ser frustrante. El asunto de las montañas era en realidad mucho más importante que ninguna otra de las insurrecciones de la salvaje guerrilla.

—¡Tendríais que haberos extinguido, propiciado vuestro final, eliminados a vosotros mismos!

El Suzerano piaba y danzaba el castigo ante los científicos gubru. Los especialistas aún estaban desaliñados y con las plumas revueltas por su larga caminata de regreso desde las montañas. Ahora, además, habían caído en una profunda depresión.

—Al aceptar las conversaciones habéis injuriado, dañado, reducido nuestra idoneidad y nuestro honor. —El Suzerano terminó así su regañina.

Si hubieran sido militares, el sumo sacerdote habría exigido que ellos y sus familias pagaran una indemnización. Pero la mayoría de su escolta había resultado muerta, y los científicos estaban por lo general poco interesados en los asuntos de idoneidad, tenían menos conocimientos sobre ellos que los soldados.

El Suzerano decidió perdonarlos.

—Aunque vuestra decisión es comprensible, tendréis que sufrir las consecuencias. Hemos de cumplir la palabra que habéis dado.

Los técnicos danzaron aliviados. No sufrirían humillación ni algo peor al regresar a sus casas. Su solemne palabra no sería repudiada.

Esa palabra, sin embargo, iba a resultarles muy cara. Los científicos tenían que marcharse de inmediato del sistema de Garth y no podían ser sustituidos en un año como mínimo. Además, debían liberar igual número de humanos.

El Suzerano tuvo una idea repentina que le produjo un raro amago de esa extraña emoción: la diversión. Ordenaría la liberación de dieciséis humanos, de acuerdo, pero los chimps de las montañas no volverían a reunirse con sus tutores. ¡Los humanos liberados serían enviados a la Tierra!

Con esos cumpliría la palabra dada y la idoneidad. Bien era cierto que la solución iba a resultar muy costosa, pero no tanto como dejar sueltas a esas criaturas en el continente.

Resultaba asombroso creer que los neochimpancés hubiesen conseguido lo que los científicos testimoniaron que habían hecho en las montañas. ¿Cómo podía ser? Los protopupilos que habían observado en la ciudad y en el valle a duras penas parecían capaces de tales sutilezas.

¿Era posible que aún hubiera humanos allí?

La idea resultaba atemorizante, pero el Suzerano no la creía posible. Según el censo, la cantidad no controlada de humanos era una cifra demasiado pequeña para ser importante, y estadísticamente debían de estar todos muertos.

Por supuesto, tendrían que repetirse los bombardeos de gas. El nuevo Suzerano de Costes y Prevención se quejaría, ya que el programa había resultado muy caro, pero ahora el Suzerano de la Idoneidad se pondría totalmente de parte de los militares.

Sintió una débil excitación. El Suzerano de la Idoneidad notó un cosquilleo interior. ¿Era una señal anticipada del cambio de estado sexual? No debería empezar aún, con las cosas tan poco asentadas y el dominio entre sus compañeros tan poco definido. La Muda tenía que esperar hasta que se hubiera servido a la idoneidad y hasta que se hubiera alcanzado el consenso, de forma que quedase claro quién era el más fuerte.

El Suzerano gorjeó una plegaria a los desaparecidos Progenitores y los demás cantaron en respuesta.

Si hubiese una forma de saber qué cariz estaban tomando las batallas en la espiral galáctica… ¿Había sido ya encontrada la nave de los delfines? ¿Estaba la flota de alguna alianza trayendo de regreso a los Antiguos para que proclamasen el final de todas las cosas?

¿Había empezado ya el tiempo del Cambio?

Si el sacerdote hubiera sabido con seguridad que la Ley Galáctica se había roto, habría podido ignorar libremente esa inaceptable palabra dada y el reconocimiento de la sapiencia de los neochimpancés que se derivaba de ella.

Aunque había cierto consuelo. Incluso con los humanos a su lado para guiarlos, los casi-animales nunca sabrían la manera adecuada de aprovecharse de ese reconocimiento. Así funcionaban las especies de tipo lobezno: ignoraban las sutilezas de la antigua cultura galáctica, atacaban por la vía directa y casi siempre morían.

Consuelo, pió. Si, consuelo y victoria.

Había otro asunto que requería atención, potencialmente el más importante de todos. El sacerdote se dirigió de nuevo al jefe de la expedición.

—Habéis dado palabra de evitar, renunciar, rechazar una nueva visita a ese enclave. —Los científicos danzaron su asentimiento. Una pequeña parte de la superficie de Garth estaba prohibida a los gubru hasta que las estrellas cayesen o las reglas cambiasen—. Y, sin embargo, antes del ataque, ¿descubristeis, sacasteis a la luz, encontrasteis indicios de actividad misteriosa, de manipulación genética, de Elevación secreta?

Eso también constaría en el informe. El Suzerano los interrogó escrupulosamente sobre los detalles. Apenas habían tenido tiempo para un examen previo, pero los rastros eran incuestionables y las implicaciones asombrosas.

¡Los chimpancés escondían una raza presapiente en esas montañas! Antes de la invasión, ellos y sus tutores se habían estado dedicando a la Elevación de una nueva especie de pupilos.

Con que era eso. El Suzerano danzó. Los datos que habían encontrado en la reserva diplomática tymbrimi no eran falsos. De alguna forma, casi por milagro, ese mundo catastrófico les ofrecía un tesoro. Y ahora, a pesar del dominio gubru sobre la superficie y los cielos, los terrestres continuaban ocultando su descubrimiento.

No era raro que los archivos sobre Elevación de la Biblioteca hubieran sido saqueados. Habían intentado esconder las evidencias.

Pero ahora, se regocijó el Suzerano, hemos tenido noticia de esa maravilla.

—Estáis despedidos, licenciados, conminados a tomar las naves de regreso a casa —dijo a los mancillados científicos. Luego el Suzerano se dirigió a los kwackoo reunidos bajo su percha—. Contactad con el Suzerano de Rayo y Garra —ordenó con desacostumbrada brevedad—. Decidle a mi compañero que quiero entrevistarme con él de inmediato. —Uno de los plumosos cuadrúpedos se inclinó y salió a toda prisa a llamar al comandante de las fuerzas armadas.

El Suzerano de la Idoneidad permaneció inmóvil en la percha, negándose por costumbre a poner el pie en el suelo hasta que las ceremonias de protección se hubieran completado.

Se apoyaba alternativamente sobre una u otra pata y su pico descansaba sobre el tórax mientras se sumía en profundos pensamientos.

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