Quinta Parte VENGADORES

En los viejos días, cuando aún reinaba Poseidón y las naves del hombre eran tan débiles como cortezas secas, la mala suerte golpeó a cierto carguero tracio que zozobró y se hundió durante una temprana tempestad de invierno. Bajo esas fieras olas, se perdieron todas las vidas, excepto una: la del mono que era la mascota del barco.

Los hados quisieron que apareciera un delfín justo cuando el mono iba a exhalar el último suspiro. Conociendo el gran amor que existía entre los hombres y los delfines, el mono gritó:

—¡Sálvame! ¡Por mis pobres hijos de Atenas!

Rápido como una centella, el delfín le ofreció su amplio lomo.

—Para ser un hombre eres muy extraño, pequeño y feo —le dijo el delfín, mientras el mono se agarraba a él con desesperación.

—¡Tal como están los hombres, yo puedo ser bastante atractivo! —replicó el mono, que tosía sujetándose con fuerza al delfín que se dirigía hacia tierra.

—¿Has dicho que eres un hombre de Atenas? —le preguntó la cautelosa criatura marina.

—¡Claro! ¿Quién podría afirmarlo si no lo fuera? —proclamó el mono.

—Entonces, ¿conoces Píreo? —siguió inquiriendo el delfín.

—¡Ah, si! —se apresuró a decir el mono—. Píreo es un gran amigo mío. Sólo hace una semana que lo vi por última vez.

Al oír aquello, el delfín dio una fuerte sacudida y dejó caer al mono al mar para que se ahogase.

Se supone que la moraleja de este relato es que uno debe siempre tener una historia bien montada cuando se pretende pasar por quien no se es.

M. N. PLANO

68. GALÁCTICOS

La imagen de la pantalla holográfica oscilaba. Aquello no era extraño, ya que procedía de una distancia de muchos parsecs, era refractada a través del espacio plegado del punto de transferencia de Pourmin. La oscura imagen ondulaba y perdía de vez en cuando nitidez.

No obstante, al Suzerano de la Idoneidad el mensaje le llegaba demasiado claramente.

Frente al pedestal de Suzerano se encontraba representada una colección de seres diversos. Reconoció a la mayoría de las razas de inmediato. Había un pila, por ejemplo, bajo, peludo y de brazos rechonchos. Y también un alto y larguirucho z’Tang, que estaba al lado de un serentino aracnoide. Un bigle miraba perezosamente, enroscado junto a un ser que el Suzerano no reconoció a primera vista, y que tanto podía ser un pupilo como una decorativa mascota.

Y además, para desespero del Suzerano, en la delegación se encontraban un synthiano y un humano.

¡Un humano!

Y no había modo de quejarse. Incluir entre los observadores a un terrestre, si había disponible en la zona algún humano cualificado, era lo apropiado puesto que este mundo estaba arrendado a los lobeznos. Pero el Suzerano tenía la certeza de que en aquel sector no había ninguno de ellos trabajando para el Instituto de Elevación.

Tal vez eso era señal de que la situación política en las Cinco Galaxias había empeorado. Le habían llegado noticias de los Maestros de la Percha, allá en su planeta natal, que hablaban de serias derrotas en los brazos de la espiral. Las batallas habían ido mal, y los aliados habrían probado no ser dignos de confianza. Las flotas tandu y soro dominaban las rutas comerciales más interesantes y en aquel momento monopolizaban el asedio a la Tierra.

Eran tiempos inciertos para el poderoso y gran clan de los gooksyu-gubru. Ahora todo dependía de ciertos clanes neutrales de tutores. Si ocurriera algo que les procurara la alianza con uno o dos de ellos, podrían aún lograr una victoria justa.

Y, en cambio, sería desastroso que cualquiera de los neutrales se pusiera en contra del gran clan.

Una de las principales razones que habían llevado al Suzerano de la Idoneidad a sugerir la invasión de Garth en primer lugar, había sido la posibilidad de influir en aquellos asuntos. El motivo aparente de esta expedición había sido tomar rehenes y utilizarlos para que les informaran de los secretos del Alto Mando de la Tierra. Pero los perfiles psicológicos de los humanos habían conseguido que aquella empresa fracasase. Los lobeznos eran unas criaturas obstinadas.

No, lo que había decidido a los Maestros de la Percha a aceptar la propuesta del Suzerano era la posibilidad de que aquello representase un honor para la causa del clan: asestar un golpe y ganarse nuevas alianzas entre los partidos indecisos. ¡Y en un principio todo parecía ir tan bien…! El anterior Suzerano de Costes y Prevención.

El sacerdote gorjeó una profunda nota de pesar. Hasta entonces no había sido totalmente consciente de la inteligencia que habían perdido, de cómo el viejo burócrata había templado la irreflexiva brillantez de los dos más jóvenes con un profundo y fidedigno razonamiento.

Qué consenso, unidad política, hubiéramos logrado.

En aquel momento, a las constantes batallas entre aquel triunvirato aún desunido se añadían estas nuevas malas noticias. Entre los observadores oficiales del Instituto de Elevación se hallaría un terrestre. Las implicaciones eran desagradables.

¡Y aquello no era lo peor de todo! Mientras el Suzerano observaba consternado, el terrestre se adelantó como portavoz. Su declaración fue en un clarísimo galáctico-Siete.

—Nuestros saludos al Triunvirato de las fuerzas del clan gooksyu-gubru, en liza por la tenencia del mundo límite conocido con el nombre de Garth. Los saludo en nombre del Gran Tos*Quinn’3, el gran tribunal del Instituto de Elevación. Enviamos este mensaje desde nuestra nave, a través de los medios más rápidos disponibles, para que puedan prepararse para nuestra llegada. Las condiciones del hiperespacio y de los puntos de transferencia indican que la causalidad nos permitirá a buen seguro llegar a tiempo para asistir a las ceremonias propuestas y dirigir las pruebas de sapiencia en el lugar y momento por ustedes indicado.

»Se les informa también de que el Instituto Galáctico de Elevación ha hecho un gran esfuerzo para aceptar su desusada petición: primero, por considerarla demasiado apresurada y segundo, por actuar basándose en una información tan escasa.

»Las Ceremonias de Elevación son momentos de regocijo, en especial en tiempos de conmoción como los actuales. Con ellas se celebra la renovación continua y perpetua de la cultura galáctica, en el nombre de nuestros reverenciados Progenitores. Las especies pupilas son la esperanza y el futuro de nuestra civilización, y en ocasiones como éstas les demostramos nuestra responsabilidad, honor y amor.

«Asistiremos pues a tal acontecimiento llenos de curiosidad ante la maravilla que el clan de los gooksyu-gubru planea revelar a las Cinco Galaxias.»

La imagen se desvaneció y el Suzerano se quedó reflexionando sobre lo que había oído.

Era demasiado tarde, por supuesto, para anular las invitaciones y cancelar la ceremonia. Incluso los otros Suzeranos lo reconocían. El montaje debía ser completado y tenían que prepararse para recibir invitados honorables. Hacer lo contrario podía dañar irrevocablemente la causa gubru.

El Suzerano ejecutó una danza de ira y frustración. Murmuraba breves y punzantes imprecaciones.

¡Malditos sean los diabólicos y tramposos tymbrimi Vista en retrospectiva, la idea de los garthianos, unos presensitivos que habían sobrevivido a la catástrofe de los bururalli, era absurda. Y sin embargo, el rastro de falsas evidencias había sido tan sobrecogedoramente verosímil, tan aceptable por las oportunidades que brindaba…

El Suzerano de la Idoneidad había empezado esta expedición en posición de líder, y su lugar en la Muda final pareció estar asegurado después de la prematura muerte del primer Suzerano de Costes y Prevención.

Pero todo eso cambió cuando no se encontraron garthianos, cuando fue evidente lo mucho que había sido engañada la Idoneidad. Si fracasaba en encontrar evidencias de fallos en el comportamiento humano en Garth o con sus pupilos, significaría que el Suzerano todavía no podía poner los pies en el suelo del planeta. Lo que, a su vez, retrasaba el desarrollo de la función hormonal. Todos aquellos factores eran serios inconvenientes que convertían la Muda en algo más que dudoso.

Entonces, la insurrección de los neochimpancés había colocado al poder militar a la cabeza. El Suzerano de Rayo y Garra había crecido en importancia y se había vuelto imparable.

La proximidad de la Muda llenó de presentimientos al Suzerano de la Idoneidad. Se suponía que tales acontecimientos eran triunfantes, trascendentes, incluso para los perdedores. Las mudas eran momentos de renovación y de realización sexual para la raza. También se les atribuía un sentido de cristalización política: el consenso de la acción correcta.

En aquella ocasión no había consenso, o sólo en grado mínimo. Había algo en verdad muy desacertado en aquella Muda.

En lo único en que estaban de acuerdo los tres Suzeranos era en que la derivación hiperespacial tenía que usarse para algún tipo de ceremonia de Elevación. Llegado aquel punto, hacer lo contrario sería suicida. Pero salvo en eso, todos tenían sus propias ideas. Las incesantes discusiones habían empezado a afectar a toda la expedición. Los soldados de Garra más religiosos habían comenzado a pelearse con sus camaradas. Los burócratas que habían sido militares se ponían de parte de sus antiguos camaradas al discutir sobre gastos en logística, o se volvían taciturnos cuando su jefe no autorizaba dichos gastos. Incluso entre la clase sacerdotal, donde debería haber habido unanimidad, tenían lugar frecuentes disputas.

El sumo sacerdote acababa de descubrir lo que podía hacer el sectarismo. Las discusiones habían llevado incluso a la traición. ¿Por qué, si no, le habían robado uno de sus dos representantes de la raza neochimpancé?

En aquellos momentos el Suzerano insistía en la necesidad de escoger un nuevo macho. Sin duda el burócrata era el responsable de la «fuga» del chimp Fiben Bolger. ¡Y era una criatura tan prometedora! Lo más seguro es que a aquellas alturas ya se hubiese convertido en vapor y cenizas.

Pero, por supuesto, no había modo de inculpar seriamente por aquello a ninguno de los otros dos Suzeranos.

Un sirviente kwackoo se aproximó y se arrodilló ante él, con un cubo de datos en el pico. Una vez que obtuvo su permiso, metió la grabación en un aparato reproductor.

La luz de la habitación disminuyó y el Suzerano de la Idoneidad contempló unas escenas tomadas por una cámara entre la lluvia y la oscuridad. Temblaba involuntariamente de repugnancia ante la desagradable y húmeda suciedad de la ciudad lobezna.

La escena se detenía en un rincón lodoso de un oscuro callejónuna cabaña hecha de alambres y madera en la que habitaban un grupo de pájaros terrestres considerados animales domésticos…. un montón de ropa sucia junto a una fábrica cerrada… unas huellas que se dirigían a un revuelto barrizal junto a una valla doblada y rota… más huellas que se perdían en los oscuros campos…

El Suzerano comprendió perfectamente lo sucedido sin necesidad de esperar el informe de los investigadores.

El neochimpancé macho se había dado cuenta de la trampa que le tendían y, al parecer, había conseguido escapar con éxito.

El Suzerano danzó en lo alto de su percha una serie de remilgados pasos de factura muy antigua.

El daño, el perjuicio, el revés que ha sufrido nuestro programa es grave. ¡Pero no es, no debe ser irreparable!

A un gesto suyo los seguidores kwackoo se acercaron a él a toda prisa. La primera orden del Suzerano fue directa.

Debemos incrementar, mejorar, intensificar nuestro cometido, nuestros incentivos. Informen a la hembra que aceptamos, accedemos, consentimos a su petición. Puede ir a la Biblioteca.

El sirviente le hizo una reverencia y los otros kwackoo cantaron.

¡Zoooon!

69. EL GOBIERNO EN EL EXILIO

La pantalla del holo-depósito quedó en blanco cuando el mensaje interestelar llegó a su fin. Al encenderse las luces, los miembros del Concejo se miraron unos a otros asombrados.

—¿Qué… qué significa? —preguntó el coronel Maiven.

—No estoy seguro —respondió el comandante Kylie—. Pero parece que los gubru persiguen algo.

El administrador del refugio, Muchen, tamborileó los dedos sobre la mesa.

—Parecen ser oficiales del Instituto de Elevación. Creo que los invasores están preparando algún tipo de ceremonia y han invitado a diversos testigos.

Todo eso es obvio, pensó Megan.

—¿Creen que está relacionado con la misteriosa construcción al sur de Puerto Helenia? —preguntó. Aquel enclave había sido últimamente tema de muchas discusiones.

—Hasta ahora no he querido admitir tal posibilidad —asintió el coronel Maiven—, pero ahora tengo que hacerlo.

—¿Y por qué tendrían que celebrar una ceremonia de Elevación para los kwackoo aquí en Garth? —intervino el miembro chimp—. ¿Favorecerá eso su pretensión sobre la tenencia del planeta?

—Lo dudo —apuntó Megan—. Tal vez no sea para los kwackoo.

—¿Y entonces para quién?

Megan se encogió de hombros y Kylie comentó:

—Parece ser que los representantes del Instituto de Elevación tampoco lo saben.

Se produjo un largo silencio, y luego Kylie habló de nuevo.

—¿Qué significado creen que tiene el hecho de que el portavoz sea un humano?

—Es evidente que es una ventaja para los gubru —sonrió Megan—. Ese hombre seguramente no es más que un joven aprendiz de la sucursal local del Instituto de Elevación. Ponerlo frente a los pila, los z’Tang y los serentinos significa que la Tierra no está aún acabada. Y hay ciertos poderes que quieren ponerlo de manifiesto ante los gubru.

—Hum, los pila. Son duros de pelar, y miembros del clan de los soro. Un humano como portavoz puede ser un insulto a los gubru, pero eso no garantiza que la Tierra esté muy bien.

Megan entendió lo que Kylie quería decir. Si los soro dominaban el espacio de la Tierra, se preparaban tiempos difíciles.

Se produjo un nuevo silencio, interrumpido esta vez por el coronel Maiven.

—Se ha hablado de una derivación hiperespacial. Son muy caras. Los gubru deben valorar muchísimo este asunto de la ceremonia.

Claro, pensó Megan, sabiendo que se había presentado una moción ante el Concejo. Y esta vez sabía que sería difícil justificar su postura de seguir los consejos de Uthacalthing.

—¿Está sugiriendo un objetivo, coronel?

—Naturalmente, señora Coordinadora. —Maiven se sentó y la miró a los ojos—. Creo que ésta es la oportunidad que estábamos esperando.

Un rumor de asentimiento recorrió la mesa.

Van a votar motivados por el aburrimiento, la frustración y la claustrofobia, se dijo Megan. Y sin embargo, ¿no es ésta una oportunidad de oro a la que debemos agarrarnos, o perder para siempre?

—No podemos atacar cuando hayan llegado los emisarios del Instituto de Elevación —apuntó ella y vio que todos habían comprendido la importancia de aquello—. Admito sin embargo que puede haber un intervalo durante el cual podamos asestar el golpe.

El consenso era obvio. En un rincón de su mente, Megan sabía que en realidad se necesitaban más discusiones. Pero sabía asimismo que también ella ardía casi de impaciencia.

—Debemos pues enviar nuevas órdenes al mayor Prathachulthorn. Tendrá carta blanca, con la sola condición de que cualquier ataque ha de ser perpetrado antes del primero de noviembre. ¿Están de acuerdo?

Se alzaron las manos. El comandante Kylie dudaba, pero finalmente se unió a la votación y ésta fue unánime.

Estamos obligados, pensó Megan. Y se preguntó si el Infierno reservaba algún lugar especial para las madres que enviaban a sus propios hijos a la batalla.

70. ROBERT

No tendría que haberse ido ¿verdad? Ella dijo que todo estaba bien.

Robert se frotó su áspera barbilla. Pensó en tomar una ducha y afeitarse ya que el mayor Prathachulthorn convocaría una reunión a primera hora de la mañana y le gustaba ver a sus oficiales bien aseados.

Lo que en realidad tendría que hacer es dormir, pensó Robert. Acababan de terminar una serie de ejercicios nocturnos. Lo más inteligente era irse a descansar.

Pero, después de un par de horas de sueño irregular, advirtió que estaba demasiado nervioso, demasiado lleno de inquietud para seguir en la cama. Se levantó, fue a su escritorio y colocó el ordenador de forma que su luz no molestase a los otros ocupantes de la estancia. Durante algún tiempo, leyó la detallada orden de batalla del mayor Prathachulthorn.

Era ingeniosa, muy profesional. Las diversas opciones parecían ofrecer un buen número de sistemas efectivos para utilizar fuerzas limitadas y golpear al enemigo. Y golpearlo fuerte. Lo único que faltaba era elegir el objetivo adecuado. Había diversas posibilidades, todas ellas factibles.

No obstante, en el conjunto del plan había algo que a Robert le parecía equivocado. El documento no consiguió aumentar su confianza, como habría esperado que ocurriera. Robert imaginó que algo tomaba forma sobre su cabeza, algo ligeramente parecido a las nubes oscuras que habían envuelto en tormentas las montañas hacía poco tiempo: una manifestación simbólica de su desasosiego.

En el otro extremo de la habitación, una forma se movió bajo las mantas y éstas dejaron entrever un delgado brazo y un muslo de piel suave.

Robert se concentró y se apresuró a borrar la no-cosa que había formado con el sencillo poder de su aura. Había empezado a afectar los sueños de Lydia y no sería justo que ella sufriese su propia inquietud. A pesar de su reciente intimidad física, eran todavía, en muchos aspectos, dos desconocidos.

Pensó en los hechos positivos de los últimos días. El plan de batalla permitía conjeturar que por fin Prathachulthorn había empezado a tomarse en serio sus ideas. Y la compañía de Lydia le había reportado algo más que placer físico. Robert no se había dado cuenta de lo mucho que añoraba el simple contacto físico con los de su propia especie. Los humanos tenían más capacidad para soportar el aislamiento que los chimps, los cuales podían caer en una profunda depresión si se veían privados de compañeros de caricias durante cierto tiempo. Pero tanto los mases como las fems humanos tenían necesidades parecidas a las de los simios.

No obstante, los pensamientos de Robert iban a la deriva. Incluso en sus momentos más apasionados con Lydia, seguía pensando en otra persona.

¿Tenía que irse? Desde un punto de vista lógico, no había ninguna razón para visitar el monte Fossey. Los gorilas están muy bien cuidados.

Los gorilas habían sido sólo una excusa, claro. Una excusa para huir del aura de censura del mayor Prathachulthorn. Una excusa para evitar las centelleantes descargas de la pasión humana.

Athaclena podía tener razón acerca de que no había nada malo en que Robert deseara estar con los de su especie, pero la lógica no lo era todo. Ella también tenía sentimientos. Joven y sola, podía resultar herida incluso por lo que ella consideraba correcto.

—¡Maldita sea! —murmuró Robert. Las palabras y los gráficos de Prathachulthorn no eran más que una mancha borrosa—. ¡Maldita sea!, la echo de menos.

Fuera, tras la cortina de tela que separaba aquella habitación del resto de las cuevas, se produjo una conmoción. Robert consultó su reloj. Sólo eran las cuatro de la madrugada. Se puso de pie y cogió sus ropas. A aquella hora, cualquier excitación fuera de programa podía ser equivalente a malas noticias. Y si el enemigo había estado tranquilo durante un mes, eso no significaba que fuera a continuar así para siempre. Tal vez los gubru se habían enterado de sus planes y atacaban como medida de prevención.

Se oyeron golpes de pies descalzos sobre la piedra.

—¿Capitán Oneagle? —dijo una voz tras la cortina.

Robert se acercó a ella y la descorrió. Un mensajero chimp respiraba jadeante.

—¿Qué pasa? —preguntó Robert.

—Hum, ser. Es mejor que venga en seguida.

—Muy bien. Voy a coger las armas.

—No es una batalla, ser. —El chimp sacudió la cabeza—. Es… es que han llegado unos chimps, procedentes de Puerto Helenia.

Robert frunció el ceño. Desde el principio no habían dejado de llegar pequeños grupos de la ciudad. ¿Por qué ahora tanto revuelo? Oyó cómo Lydia se movía, perturbado su sueño con las voces.

—Bien —le dijo a la chima—. Los entrevistaremos un poco más tarde.

—Señor —lo interrumpió ella—. ¡Es Fiben! ¡Fiben Bolger, señor! Ha regresado.

—¿Qué? —preguntó Robert asombrado.

—¿Rob? —dijo una voz femenina a sus espaldas—. ¿Qué…?

Robert chilló y su grito repercutió en los espacios cerrados. Abrazó y besó a la sorprendida chima y luego levantó en vilo a Lydia.

—¿Qué? —empezó a preguntar, pero se interrumpió al ver que se estaba dirigiendo al punto vacío donde un momento antes había estado él.


En realidad, no era necesario apresurarse. Fiben y sus escoltas se encontraban aún a cierta distancia. Cuando pudieron verse sus caballos, jadeando montaña arriba por el camino norte, Lydia ya se había vestido y reunido con Robert en lo alto del precipicio. La luz grisácea del amanecer empezaba a borrar las últimas y tenues estrellas.

—Todo el mundo está levantado —comentó Lydia—. Hasta el mayor lo ha hecho. Los chimps corren de un lado a otro parloteando excitados. Ese chimp al que esperan debe de ser algo extraordinario.

—¿Fiben? —rió Robert—. Sí, puede decirse que el viejo Fiben es completamente fuera de lo común.

—De eso ya me he dado cuenta. —¡Ella se protegió los ojos de la luminosidad que aumentaba en el este para observar el grupo a caballo que enfilaba la pendiente en zigzag del estrecho sendero—. ¿Es el que va cubierto de vendajes?

—¿Hum? —Robert entrecerró los ojos. La visión de Lydia había sido bioorgánicamente aumentada durante su entrenamiento en el ejército. Sintió envidia—. No me sorprendería. Por una u otra razón, Fiben siempre va lleno de vendajes, aunque le horroriza. Él afirma que se debe a una innata torpeza y a que eso es lo que el universo le depara, pero siempre he sospechado que tiene una atracción especial por los problemas. Nunca he conocido a ningún chimp que llegara a tales extremos sólo para tener una historia que contar.

Al cabo de un minuto pudo distinguir las facciones de su amigo. Gritó y lo saludó con la mano. Fiben sonrió y respondió al saludo, aunque tenía el brazo inmovilizado en un cabestrillo. Junto a él, montada en una pálida yegua había una chima que Robert no conocía.

Llegó un mensajero procedente de las cuevas y los saludó.

—Sers, el mayor ordena que usted y el teniente Bolger bajen lo antes posible.

—Dile, por favor, al mayor Prathachulthorn que vamos en seguida —asintió Robert.

Mientras los caballos recorrían la última curva, Lydia deslizó su mano en la suya y Robert sintió una repentina oleada de regocijo y culpabilidad a la vez. Le dio un apretón y trató de no mostrar la ambivalencia de sus sentimientos.

¡Fiben está vivo!, pensó. Tengo que comunicárselo a Athaclena. Seguro que se emocionará.


El mayor Prathachulthorn tenía la costumbre de tirarse de una u otra oreja. Mientras escuchaba los informes de sus subordinados, se movía en la silla y de vez en cuando murmuraba ante su ordenador, adquiriendo algún detalle urgente para su información. En ciertas ocasiones parecía distraído, pero si su interlocutor dejaba de hablar o incluso si bajaba el tono de voz, el mayor chasqueaba los dedos con impaciencia. Al parecer, Prathachulthorn tenía una mente rápida y era capaz de atender varios asuntos a la vez. Sin embargo, esta conducta resultaba un poco desconcertante para algunos chimps, que tendían a ponerse nerviosos y sufrir afasias. Y eso, a su vez, no mejoraba la opinión que Prathachulthorn tenía de los irregulares que habían estado al mando de Robert y Athaclena.

Pero en el caso de Fiben, esto no suponía ningún problema. Mientras continuaran dándole zumo de naranja, él seguiría contando su historia. Hasta Prathachulthorn, que a menudo interrumpía los informes con frecuentes preguntas y que era implacable con los detalles, permaneció en silencio mientras Fiben narraba la historia de la desastrosa insurrección del valle, su posterior captura, las entrevistas y pruebas que había sufrido a manos de los ayudantes del Suzerano de la Idoneidad y las teorías de la doctora Gailet Jones.

De vez en cuando, Robert miraba a la chima que Fiben había llevado consigo desde Puerto Helenia. Sylvie estaba sentada rígidamente entre Benjamín y Elsie, con una expresión serena. A veces se dirigían a ella para verificar o aclarar algo, y ella respondía en voz baja. Por lo demás, sus ojos no se apartaban de Fiben.

Éste describió detalladamente la situación política entre los gubru tal como él la veía. Cuando llegó la noche de la fuga, explicó que el Suzerano de Costes y Prevención les había tendido una trampa, y terminó el relato de este modo:

—Así que decidimos, Sylvie y yo, que era mejor salir de Puerto Helenia por una ruta que no fuese marina. —Se encogió de hombros—. Pasamos por una abertura de la valla y por fin llegamos a un puesto rebelde. En consecuencia aquí estamos.

¡Eso es!, pensó Robert con ironía. Fiben había dejado de lado cualquier referencia a sus heridas y a la forma precisa en que había escapado. Sin duda lo haría constar con todo detalle en el informe por escrito que entregaría al mayor, pero los demás tendrían que sacárselo sobornándolo.

Robert vio que Fiben lo miraba y le guiñaba el ojo. Supongo que es una historia para contar mientras te bebes cinco cervezas, pensó Robert.

—Has dicho que viste la derivación hiperespacial. —Prathachulthorn se dirigió a Fiben—. ¿Sabes dónde está situada exactamente?

—He sido entrenado como explorador, mayor. Sé dónde se halla. Mi informe por escrito incluirá un mapa y un esbozo de la instalación.

—Si no hubiera tenido ya otras noticias de ese asunto —reconoció Prathachulthorn—, nunca hubiera creído esta historia. Pero, dada las circunstancias, no me queda más remedio que hacerlo. ¿Y has dicho que es una instalación muy costosa, incluso para los gubru?

—Sí, señor. Ésa es la conclusión a la que llegamos Gailet y yo. Los humanos sólo han podido celebrar una única ceremonia de Elevación para cada una de sus razas pupilas en todos los años transcurridos desde el Contacto, y ambas tuvieron que desarrollarse en Tymbrimi. Es por eso que otros pupilos como los kwackoo pueden humillarnos impunemente.

»Uno de los motivos principales ha sido la obstrucción política llevada a cabo por clanes antagonistas como los gubru y los soro, que han logrado demorar las peticiones de reconocimiento de estatus promovidas por la Tierra. Pero otro motivo es que, según los criterios galácticos, somos terriblemente pobres.

Resultaba obvio que Fiben había estado estudiando. Robert comprendió que gran parte de aquello tenía que haberlo aprendido de esa Gailet Jones. Con su intensificado sentido de empatía, Robert captaba en Fiben leves estremecimientos cada vez que se mencionaba el nombre de la chima.

Robert miró a Sylvie. Hum, parece que a Fiben se le ha complicado un poco la vida.

Eso, desde luego, le recordó su propia situación. No sólo a Fiben, pensó. Toda su vida había deseado aprender a ser más sensible para comprender mejor los sentimientos de los demás y los suyos propios. Y ahora que tenía ese don, lo odiaba.

—¡Por Darwin, Goodall y Armonía! —Prathachulthorn golpeó la mesa—. Señor Bolger, nos ha traído información en el momento más oportuno —y, dirigiéndose a Robert y Lydia, añadió—: ¿saben lo que significa esto, caballeros?

—Hum —empezó Robert.

—Un objetivo, señor —respondió Lydia sucintamente.

—¡Exacto! Un objetivo. Esto se adecúa perfectamente al mensaje que acabamos de recibir del Concejo. Si podemos destruir esa derivación antes de que lleguen los dignatarios del Instituto de Elevación, podremos golpear a los gubru donde más les duele: en sus bolsillos.

—Pero… —empezó a objetar Robert.

—Ya ha oído lo que nos acaba de referir nuestro espía —dijo Prathachulthorn—. Los gubru están causando daño en el espacio y están extendiendo demasiado sus líneas. Además, sus líderes aquí, en Garth, están enfrentados entre sí. Esto podría ser la gota que colmara el vaso. Caramba, podríamos planearlo de algún modo para que todos los miembros del Triunvirato se hallaran en el mismo sitio en el mismo momento.

—¿No le parece que deberíamos pensarlo mejor, señor? —interrumpió Robert—. Quiero decir, que además está lo de la oferta que el Suzerano de la Probidad…

—Idoneidad —corrigió Fiben.

—Idoneidad, sí. ¿Qué hay de esa oferta que les ha hecho a Fiben y a la doctora Jones?

—Está claro que es una trampa —respondió con énfasis Prathachulthorn—. Reflexione, Oneagle.

—Lo hago, señor. Soy tan experto como Fiben en estos asuntos y, por supuesto, mucho menos que la doctora Jones. Y le concedo que pueda ser una trampa. Pero, en la superficie al menos, parece un terrible asunto para la Tierra. Un asunto que no creo que podamos tolerar sin intentar informar de ello al Concejo.

—No hay tiempo —dijo Prathachulthorn sacudiendo la cabeza—. Tengo órdenes de actuar según mi criterio y, en lo posible, hacerlo antes de que lleguen los dignatarios galácticos.

—Entonces, como mínimo, podríamos consultar con Athaclena. —La desesperación de Robert iba en aumento—. Es hija de un diplomático y tal vez pueda ver implicaciones que a nosotros nos pasan inadvertidas.

La expresión cejijunta de Prathachulthorn hablaba por sí sola.

—Si hay tiempo, me sentiré encantado de solicitar la opinión de la joven tymbrimi, por supuesto. —Pero estaba claro que por el solo hecho de sugerir aquella idea Robert aparecía como un idiota a los ojos del mayor.

—Ahora mismo —Prathachulthorn golpeó la mesa—, lo mejor que podríamos hacer es convocar una reunión de oficiales para discutir las posibles tácticas a emplear en contra de esa instalación. —Se volvió para dirigirse a los chimps—. Esto es todo por ahora, Fiben. Muchas gracias por tu valiente y oportuna acción. Y lo mismo va para usted, señorita —le dijo a Sylvie—. Espero ver pronto sus informes por escrito.

Elsie y Benjamín se pusieron de pie y mantuvieron abierta la puerta. Como oficiales honorarios, estaban excluidos de la reunión de Prathachulthorn. Fiben se levantó y se movió despacio, ayudado por Sylvie.

—Señor —se apresuró a decirle Robert en voz baja al mayor—, estoy seguro de que se le ha pasado por alto, pero Fiben es oficial de las Fuerzas de Defensa Coloniales. Tal vez no estaría bien visto que se le excluyera de la reunión, hum, políticamente, quiero decir.

Prathachulthorn parpadeó. Su expresión apenas mostró cambio, pero Robert advirtió de inmediato que había vuelto a perder puntos ante sus ojos.

—Sí, desde luego —dijo sin inmutarse—. Comuníquele por favor al teniente Bolger que será bienvenido a la reunión, si no está demasiado cansado.

Y dicho esto se inclinó sobre su ordenador y empezó á solicitarle datos. Robert sentía los ojos de Lydia clavados en él. Seguro que se desespera ante mi falta de tacto, pensó al tiempo que se dirigía a toda prisa hacia la puerta y tomaba a Fiben por el brazo en el preciso instante en que éste se disponía a salir.

—Parece que ha vuelto otra vez el tiempo de los adultos. —Fiben sonreía y hablaba con su amigo, señalando con la cabeza en dirección a Prathachulthorn.

—Peor que eso, viejo chimp. Acabo de conseguir que te nombren adulto honorario.

Si las miradas matasen…, pensó Robert al ver la amarga expresión de su amigo. Y tú que creías que se trataba del tiempo del molinero ¿no? Habían comentado muchas veces el posible origen histórico de aquella expresión.

Fiben pellizcó el hombro de Sylvie y volvió a entrar, cojeando, en la habitación. Ella lo miró unos instantes y luego se volvió y siguió a Elsie por el pasillo.

Benjamín, sin embargo, se quedó un instante. Había visto una señal de Robert para que no se marchara. El muchacho deslizó un pequeño disco en li mano del chimp. No se atrevía a decir nada en voz alta, pero con la mano izquierda hizo un sencillo gesto.

Para ella —le dijo en el lenguaje de las manos.

Benjamín asintió y se apresuró a marcharse.

Cuando Robert volvió a la mesa, Prathachulthorn y Lydia estaban ya enfrascados en los secretos de la planificación de la batalla. El mayor se dirigió a Robert.

—Me temo que no tendremos tiempo de usar el desarrollo bacteriológico, por ingeniosa que fuese su idea… h Las palabras le pasaron inadvertidas. Robert estaba sentado pensando que acababa de cometer su primera felonía. Al registrar secretamente la reunión, incluido el extenso informe de Fiben, había violado el procedimiento. Al darle el disco a Benjamín había roto el protocolo. Y al ordenar al chimp que entregase la grabación a un alienígena, había, en cierto modo, cometido una traición.

71. MAX

Un inmenso neochimpancé caminaba arrastrando los pies, en el interior de una cámara subterránea, con las manos esposadas y unidas al extremo de una sólida cadena. Permanecía alejado de sus guardianes, unos chimps que llevaban el uniforme de los invasores y que tiraban del otro extremo de la cadena, pero de vez en cuando lanzaba miradas desafiantes a los técnicos alienígenas que vigilaban desde unas plataformas elevadas.

Su rostro nunca había estado libre de marcas pero ahora estaba cubierto de heridas rosáceas, aún abiertas, que la ausencia de pelo en algunas zonas dejaba a la vista. Las heridas estaban sanando pero sus cicatrices nunca serían hermosas.

—Vamos, rebelde —le dijo uno de los chimps centinelas dándole un empujón—. El pájaro quiere hacerte algunas preguntas.

Mientras lo conducían a una zona elevada, cerca del centro de la inmensa cámara, Max ignoraba tanto como podía al margi. Allí esperaban algunos kwackoo, de pie sobre una plataforma instrumental.

Max miró a los ojos al que parecía ser el jefe y se inclinó ante él levemente, pero lo suficiente para que el pajaroide le devolviera la cortesía. Junto a los kwackoo se hallaban otros tres traidores. Dos eran unos chimps bien vestidos que habían obtenido grandes beneficios suministrando material de construcción y obreros a los gubru; se rumoreaba que algunos de los negocios se habían hecho a expensas de sus socios humanos desaparecidos. Otras historias decían que los hombres internados en Cilmar y en las demás islas habían aprobado aquellas transacciones y que su connivencia había sido directa. Max no sabía qué versión prefería creer. El tercer chimp de la plataforma era el comandante de la fuerza auxiliar de los margis, el alto y presuntuoso Puño de Hierro.

Max también conocía el protocolo adecuado para saludar a los traidores. Sonrió, mostrando sus grandes caninos, y escupió a sus pies. Con un grito, los margis tiraron de la cadena y lo hicieron trastabillar. Levantaron sus porras, pero un agudo grito del líder kwackoo los detuvo antes de que pudieran descargar los golpes. Luego retrocedieron, haciéndole una reverencia.

—¿Estáis seguros, sabéis con certeza, que este individuo es el que hemos estado buscando? —preguntó a Puño de Hierro el oficial pajaroide.

El chimp asintió.

—Lo encontramos cerca del lugar donde capturamos a Gailet Jones y Fiben Bolger. Había sido visto en su compañía antes de la rebelión y se sabe que durante muchos años fue sirviente de la familia de ella. He preparado un informe que demuestra que su contacto con esos individuos lo hace adecuado para que lo estudiemos con atención.

—Has sido muy hábil —le dijo el kwackoo a Puño de Hierro—. Debes ser premiado, recompensado, con un rango superior. Aunque uno de los candidatos del Suzerano de la Idoneidad se haya escapado de nuestra red. Ahora estamos en una buena posición paga elegir, seleccionar un sustituto. Te tendré informado.

Max había vivido lo bastante bajo el régimen gubru para saber que aquéllos eran burócratas, ayudantes del Suzerano de Costes y Prevención. Pero no tenía ni idea de lo que querían de él, para qué podía él serles útil en sus luchas internas.

¿Por qué lo habían llevado a aquel lugar? En las entrañas profundas de una montaña artificial, al otro lado de la bahía, se encontraba un enjambre intimidante de maquinarias y unas impresionantes fuentes de energía. Durante el largo recorrido en el vehículo volador, Max había sentido cómo se le erizaba el pelo debido a la electricidad estática que generaban los gubru al probar sus titánicos aparatos.

El funcionario kwackoo se volvió para mirarlo con un ojo.

—Vas a cumplir dos funciones —le dijo a Max—, dos objetivos. Nos darás información, datos sobre tu antigua ama, una información que pueda sernos útil. Y nos ayudarás, auxiliarás, en un experimento.

—No haré ninguna de las dos cosas —sonrió Max—, y me trae sin cuidado si es una falta de respeto. Por mí puede ponerse un traje de payaso y montarse en un triciclo, pero no le diré nada.

El kwackoo parpadeó una, dos veces, mientras verificaba las palabras del chimp traducidas por un ordenador. Intercambió unos gorjeos con sus ayudantes y luego se dirigió de nuevo a él.

—No has entendido, has interpretado mal lo que queríamos decir. No habrá preguntas. No necesitas hablar. Tu cooperación no será necesaria.

La satisfecha certeza de aquella afirmación parecía terrible. Max tembló ante una repentina premonición.

Cuando lo capturaron, el enemigo quiso sacarle información. Él se había resistido con todas sus fuerzas, pero en realidad le había extrañado que lo único que parecía interesarles eran los garthianos. Eso es lo que le preguntaban una y otra vez: «¿Dónde estaban los pre-sensitivos?»

¿Garthianos?

Resultó fácil confundirlos y mentir, a pesar de todas las drogas y máquinas psi, porque las hipótesis básicas del enemigo eran sumamente idiotas. ¡Quién se hubiera imaginado a los galácticos tragándose un cuento de niños! Lo superó bien y aprendió muchos trucos para mentir en los interrogatorios.

Hizo grandes esfuerzos, por ejemplo, para no «admitir» que los garthianos existían. Durante un rato, eso pareció convencerlos de que sus hipótesis eran todavía más ciertas.

Al fin abandonaron los interrogatorios y lo dejaron en paz. Tal vez se habían dado cuenta de cómo los habían engañado. Después de aquello, lo pusieron a trabajar en una de las diversas obras y Max pensó que se habían olvidado de él.

Al parecer no es así, pensó. Las palabras del kwackoo lo inquietaban.

—¿Qué quiere decir con eso de que no habrá preguntas?

Esta vez fue el líder de los marginales quien respondió. Puño de Hierro se atusó el bigote con fruición.

—Significa que te exprimirán todo lo que sabes. Estas máquinas —señaló alrededor— se concentrarán en ti y liberarán tus respuestas. Pero a ti no te liberarán.

Max inhaló profundamente y notó que el pulso se le aceleraba. Lo que lo mantenía firme era una fuerte resolución: no iba a darles a esos traidores el gusto de verlo sin poder articular palabra.

—Eso… eso va en contra de… las Normas de Guerra.

Puño de Hierro se encogió de hombros y dejó que el kwackoo se explicara.

—Las Normas protegen, preservan las especies y los mundos más que a los individuos. Y, de todas formas, ninguno de los que ves aquí es seguidor de los sacerdotes.

Así que, pensó Max, estoy en manos de los fanáticos. Mentalmente se despidió de los chimps, las chimas y los crios de su grupo familiar, en especial de la esposa mayor de su grupo, a la que estaba seguro de que no volvería a ver nunca más.

—Habéis cometido dos errores —les dijo a sus apresadores—. El primero fue que se os pasó por alto que Gailet está viva, y que Fiben os ha vuelto a engañar. Eso compensa todo lo que podáis hacer conmigo.

—Disfruta de tu breve placer —gruñó Puño de Hierro—. Vas a ser de gran ayuda para dominar a tu antigua ama.

—Tal vez —asintió Max—. Pero el segundo error es haberme atado a esto…

Había permanecido todo el tiempo con los brazos caídos pero en aquel momento los echó hacia atrás con un impulso salvaje y tiró de la cadena con todas sus fuerzas.

Dos de los centinelas margis perdieron pie antes de que los eslabones se les escaparan de las manos.

Max apoyó bien los pies en el suelo y chasqueó la pesada cadena como si fuera un látigo. Sus escoltas se agacharon para protegerse, pero no todos lo lograron a tiempo. Uno de los contratistas chimp quedó con la cabeza abierta a causa de un golpe indirecto. El otro tropezó en su desesperación por salir de allí y derribó a los kwackoo como si fueran bolos.

Max gritaba con alegría mientras hacía girar su improvisada arma hasta que todos hubieron caído o se pusieron fuera de su alcance. Luego la movió oblicuamente, cambiando el eje de rotación. Por último, la soltó y la cadena salió disparada hacia arriba, en ángulo, y se enredó en la barandilla de la plataforma superior.

Hacer girar los pesados eslabones fue la parte más fácil. Todos estaban demasiado aturdidos como para reaccionar a tiempo de evitarlo. Lamentablemente, desperdició unos preciosos segundos desenrollando la cadena. Como estaba unida a las esposas tendría que llevársela consigo.

¿Llevármela adonde?, se preguntó mientras recogía los eslabones. Max se volvió de golpe al vislumbrar unas plumas blancas a su derecha. Así que corrió en dirección contraria y se precipitó escaleras arriba hasta el nivel superior.

Escapar era, por supuesto, una idea absurda. Tenía sólo dos objetivos inmediatos: hacer el mayor daño posible y terminar con su vida antes de que lo obligaran a traicionar a Gailet.

El primer objetivo lo logró mientras corría, pues lanzaba la cadena contra todo tubo, teclado o instrumento delicado que encontraba a su paso. Algunas partes del instrumental eran más duras de lo que parecían, pero otras se rompían con facilidad. Desde la plataforma lanzó bandejas de herramientas a los que estaban abajo.

Sin embargo, permanecía atento a otras posibles opciones. Si no encontraba un utensilio o un arma que pudiera ayudarle, tenía que intentar llegar lo bastante arriba para poder saltar por la barandilla.

Un técnico gubru y sus dos ayudantes kwackoo aparecieron tras una esquina, enfrascados en una discusión técnica en su gorjeante dialecto. Cuando miraron hacia arriba, Max vociferó e hizo girar la cadena. Uno de los kwackoo recibió un golpe y volaron innumerables plumas. Mientras seguía agitando la cadena, Max aulló en dirección al asombrado gubru, quien prorrumpió en gritos de consternación y se alejó dejando una estela de plumas tras de sí.

—Con todos mis respetos —añadió Max, dirigiéndose al pajaroide que se marchaba.

Nunca podía saberse si había cámaras grabando un acontecimiento. Gailet le había dicho que matar pájaros estaba bien siempre que se hiciera de un modo cortés.

Por todas partes sonaban alarmas y sirenas. Max empujó a un kwackoo, volteó a otro y subió un nuevo tramo de escaleras. Un nivel más arriba encontró un objetivo demasiado tentador como para pasarlo por alto. Una gran carreta con casi una tonelada de delicadas piezas fotónicas se hallaba olvidada muy cerca del borde de la plataforma de carga. En el hueco del ascensor no había barandilla. Max ignoró los gritos y ruidos que le llegaban de todas direcciones y apoyó la espalda en el extremo trasero de la carreta. ¡Muévete!, gruñó, y ésta empezó a avanzar.

—¡Eh! ¡Está por este lado! —oyó gritar a un chimp. Max hizo más fuerza y rogó que sus heridas no lo hubiesen debilitado. La carretilla se desplazó hacia delante.

—¡Tú, rebelde, detén eso!

Oyó pisadas. Demasiado tarde para impedir lo que la inercia haría por sí sola. La carretilla y su carga cayeron por el borde. Y ahora yo, pensó Max.

Pero cuando la orden llegó a sus piernas éstas se contrajeron de repente. Reconoció los dolorosos efectos de un anestésico neuronal. Retrocedió a tiempo de ver el arma anestésica que empuñaba el chimp llamado Puño de Hierro.

Max cerró las manos espasmódicamente, como si la garganta del margi estuviera entre ellas. Desesperadamente deseó caer hacia atrás, dentro del hueco del ascensor.

¡Lo conseguí! Max saboreó la victoria al tiempo que caía desde la plataforma. El hormigueante aturdimiento no duraría mucho. Ahora estamos empatados, Fiben, pensó.

Pero, después de todo, ése no fue el fin. Max sintió sus entumecidos brazos casi fuera de sus articulaciones. Las esposas le habían abierto unos sangrientos desgarrones en las muñecas y la cadena había quedado enganchada arriba. A través de los tubos de metal de la plataforma, Max pudo ver a Puño de Hierro sujetándola con toda su fuerza. El margi lo miró y sonrió.

Max suspiró con resignación y cerró los ojos.


Cuando recobró el sentido, Max bufó y apartó la cara involuntariamente del odioso olor. Parpadeó y distinguió vagamente a un chimp bigotudo con una ampolla abierta en la mano, de la cual se desprendían nocivos humos.

—Ah, veo que ya estás otra vez despierto.

Max se sentía muy desdichado. Le dolía todo el cuerpo a causa del anestésico y apenas podía moverse, pero además era como si los brazos y las muñecas le ardiesen. Los tenía atados a la espalda, pero imaginó que podía tenerlos rotos.

—¿Don… dónde estoy? —preguntó.

—En el foco de una derivación hiperespecial —le respondió Puño de Hierro, indiferente.

—Eres un maldito embustero —le espetó Max.

—Tómatelo como quieras. —Puño de Hierro hizo un gesto displicente—. Pensé que merecías una explicación. Mira, esta máquina es un tipo especial de derivación, conocida como amplificador. Está diseñada para tomar imágenes de un cerebro y explicarlas con claridad a todos los que observen. Durante la ceremonia estará bajo el control del Instituto, pero sus representantes todavía no han llegado. Así que hoy vamos a recargarla un poco para probarla.

»Se supone que el sujeto ha de mostrarse cooperativo y que el proceso es benigno. Pero hoy eso no va a importar mucho.

Se oyó una aguda queja procedente de detrás de Puño de Hierro. Por una pequeña compuerta alcanzó a ver a los técnicos del Suzerano de Costes y Prevención.

—¡Tiempo! —dijo con aspereza el jefe de los kwackoo—. ¡Apresúrate! ¡Date prisa!

—¿Por qué tanta prisa? —preguntó Max—. ¿Tenéis miedo de que las otras facciones gubru oigan la conmoción y vengan hacia aquí?

Puño de Hierro lo miró mientras cerraba la compuerta. Se encogió de hombros.

—Esto significa que sólo tenemos tiempo para hacer una pregunta. Pero servirá. Hablanos de Gailet.

—¡Nunca!

—No podrás evitarlo —rió Puño de Hierro—. ¿Has intentado alguna vez no pensar en algo? No serás capaz de no pensar en ella. Y en cuanto la máquina tenga algo a que agarrarse, te absorberá todo lo demás.

—Eres… eres… —Max luchaba con las palabras pero éstas no salían. Se retorció intentando apartarse del foco de los múltiples tubos que le apuntaban desde todos lados. Pero había perdido la fuerza. No podía hacer nada al respecto.

Excepto no pensar en Gailet Jones. Pero al intentar no pensar en ella, pensaba en ella. Max gimió mientras los aparatos empezaban a emitir un grave zumbido, como un superficial acompañamiento. De pronto sintió como si los campos gravíticos de cien naves espaciales le recorriesen la piel de arriba a abajo.

Y en su mente se arremolinaron mil imágenes. Muchas de ellas representaban a su antigua ama y amiga.

—¡No! —Max se debatía en la búsqueda de una idea. Lo que tenía que hacer no era intentar no pensar en algo, sino encontrar otra cosa en que pensar. Tenía que encontrar algo nuevo en que centrar su atención durante los segundos que le quedaban antes de verse vencido.

¡Claro! Dejó que el enemigo lo guiase. Lo interrogaron durante semanas, preguntándole sólo por los garthianos. Garthianos, sólo garthianos. Se había convertido en una salmodia, y ahora era para él como un refugio.

¿Dónde están los presensitivos?, habían insistido una y otra vez. Max se concentró y consiguió reírse a pesar del dolor.

—Qué estúpidos… idiotas… imbéciles…

Se sintió invadido de desprecio por los galácticos.

¿Querían una proyección suya? Muy bien, pues que amplificasen aquélla.

Fuera, en los bosques y montañas sabía que estaba amaneciendo. Imaginó aquellos bosques y la forma más parecida a lo que supuso que debía de ser un garthiano, y se rió a grandes carcajadas.

Sus últimos momentos los pasó riéndose de la idiotez de la vida.

72. ATHACLENA

Las tormentas de otoño habían regresado una vez más, pero ahora en forma de gran frente ciclónico que azotaba el Valle del Sind. En Tas montañas, los rápidos vientos se convertían en salvajes rachas que arrancaban las hojas de los árboles y las hacían volar en densos remolinos. Los fragmentos adoptaban formas diabólicas en el cielo gris.

Y, como contrapunto, el volcán había empezado también a gruñir. Su retumbante queja era más baja y lenta que la del viento, pero sus temblores ponían más nerviosas a las criaturas del bosque que se agazapaban en sus espesuras o se agarraban a los bamboleantes troncos de los árboles.

La sapiencia no era una verdadera protección contra el abatimiento. En el interior de sus tiendas, en las laderas cubiertas de nubes, los chimps se apretaban unos contra otros y escuchaban los gimientes céfiros. De vez en cuando, uno de ellos cedía a la tensión y desaparecía chillando en la jungla, para regresar una hora más tarde desgreñado y avergonzado, con una estela de restos de follaje en sus espaldas.

También los gorilas estaban influenciados, pero lo demostraban de otro modo. Por la noche contemplaban las ondulantes nubes con una silenciosa y concentrada atención, husmeando el aire como si buscasen algo. Athaclena no podía precisar qué le recordaban; pero aquella noche, en su tienda, bajo la densa bóveda de la jungla, pudo oír su grave y átono cántico como respuesta a la tormenta.

Era una canción de cuna que la incitaba a dormir, pero haciendo que pagara un precio.

Expectativa… una canción así podría, evidentemente, hacer que regresara algo que nunca se había ido del todo.

La cabeza de Athaclena se movía inquieta en la almohada. Sus zarcillos se ondulaban… buscando, y eran repelidos, comprobaban y eran compelidos. Gradualmente, como si no existiera la urgencia, una esencia familiar se concentró.

Tutsunucann… —jadeó, incapaz de despertarse o de evitar lo inevitable. Se formó sobre su cabeza, a partir de lo que no existía.

Tutsunucann, s’ah brannitsun. A’lwillittit…

Los tymbrimi tenían soluciones mejores que la de pedir clemencia, en especial al universo de Ifni. Pero Athaclena se había convertido en algo que era a la vez más y menos que un mero tymbrimi. Tutsunucann tenía sus aliados. Estaba acompañado de imágenes visuales, de metáforas. Su aura de amenaza estaba amplificada; era casi palpable, llena de la sustancia de las pesadillas humanas.

…s’ah brannitsun… —suspiró implorando en su sueño.

Los vientos de la noche movían la lona de su tienda de campaña y los sueños de su mente formaban las alas de unos enormes pájaros. Volaban malévolos sobre las copas de los árboles, y sus ojos fulgurantes no cesaban de buscar y buscar…

Un débil temblor volcánico sacudió la tierra bajo su lecho y Athaclena se estremeció, imaginando criaturas agazapadas: el Potencial muerto, desperdiciado y sin vengar de este mundo destruido por los bururalli tanto tiempo atrás… Serpenteaban bajo el suelo que se movía, buscando…

—S’ah brannitsun, íutsunucann.

El penacho de sus ondulantes zarcillos captaba algo semejante a telas y patas de arañas diminutas. El fluido gheer enviaba pequeños gnomos que se agitaban bajo su piel, preparando con presteza los indeseados cambios.

Athaclena gimió cuando el glifo de terrible risa expectante se acercó y la miró, se inclinó sobre ella y la tocó…

—¿General? ¿Señorita Athaclena? Discúlpeme, ¿está despierta? Siento mucho molestarla pero…

El chimp se interrumpió. Había apartado la lona de la tienda para entrar pero retrocedió consternado al ver que Athaclena se sentaba de repente, con los ojos totalmente separados, las pupilas dilatadas como un gato y los labios fruncidos en un rictus de terror soñoliento.

No parecía advertir la presencia del chimp. Éste parpadeó al ver las pulsaciones que avanzaban con lentitud, como olas inconexas, por su garganta y sus hombros. Encima de sus agitados zarcillos vislumbró por un instante algo terrible.

Estuvo a punto de salir huyendo, y necesitó un gran esfuerzo de voluntad para tragar saliva, calmarse y pronunciar unas entrecortadas palabras.

—Se… señora, p… por favor, soy yo, Sa… Sammy.

Muy despacio, como extraída por una gran fuerza de voluntad, la luz de la conciencia regresó a aquellos ojos moteados de oro. Con un suspiro tembloroso, Athaclena se estremeció y luego cayó hacia delante.

Sammy permaneció allí, sujetándola, mientras ella sollozaba. En aquel momento, asustado, sorprendido y atónito, lo único que podía pensar era en lo frágil y ligera que la sentía en sus brazos.


entonces fue cuando Gailet se convenció de que cualquier treta, si es que la ceremonia era una treta, tenía que ser una treta sutil.

»El Suzerano de la Idoneidad parece haber cambiado totalmente de opinión con respecto a la Elevación de los chimps. Empezó convencido de que encontraría pruebas de la existencia de errores en el proceso y de que tal vez hasta podría conseguir que los neochimps fueran separados de los humanos. Pero ahora, el Suzerano parece buscar con ahínco a unos representantes adecuados de la raza…

La voz de Fiben Bolger procedía de un pequeño magnetófono que estaba sobre la tosca mesa de troncos de Athaclena. Ésta escuchaba la grabación que Robert le había enviado. El informe que el chimp había ofrecido en las cuevas tenía sus momentos divertidos. El buen humor de Fiben, junto con su penetrante ingenio, ayudaron a Athaclena a superar su depresión. Pero mientras explicaba las ideas de la doctora Gailet Jones acerca de las intenciones de los gubru, su voz se hizo más grave y el chimp pareció volverse más reticente, casi turbado.

Athaclena pudo sentir la incomodidad de Fiben a través de las vibraciones del aire. A veces no era necesaria la presencia física de otra persona para captar su esencia.

Sonrió ante la ironía. Está empelando a saber quién es y qué es, y eso lo aterroriza. Athaclena sintió simpatía hacia él. Una persona cuerda desea paz y serenidad, y no ser el mortero en el que se trituran los ingredientes del destino.

Tenía en la mano el cofrecillo con la hebra que le había legado su madre, a la que ella había unido la de su padre. Al menos de momento, el tutsunucann parecía bajo control. Pero Athaclena sabía, en cierto modo, que el glifo había regresado para bien. Ya no podría dormir, no conseguiría descansar hasta que tutsunucann se convirtiera en algo distinto. Aquel glifo era una de las más grandes manifestaciones que se conocían de la mecánica quántica, una amplitud de probabilidad que zumbaba y vibraba en una nube de incerteza, preñada con mil millones de posibilidades. Una vez que la función de la onda se colapsara, todo lo que quedaría sería el destino.

delicadas maniobras políticas a muy distintos niveles: entre los líderes locales de la fuerza invasora, entre distintas facciones en el planeta natal de los gubru, entre éstos y sus enemigos y posibles aliados, entre los gubru y la Tierra, y entre los diversos Institutos Galácticos.

La muchacha acarició el cofrecillo. Captaba la esencia de Fiben.

Todo aquello era demasiado complejo. ¿Qué creía Robert que podría conseguir enviándole la grabación? ¿Se suponía que ella debía profundizar en algún vasto almacén de sabiduría galáctica, o ejecutar algún exorcismo, para ofrecerles, de algún modo, un plan que les sirviera de guía en todo aquello? ¿En todo aquello?

Suspiró. ¡Oh, padre, cómo debo de estar decepcionan’ dote!

.El cofrecillo parecía vibrar entre sus temblorosos dedos. Durante unos momentos le pareció que iba a caer en otro trance que la hundiría en la desesperación.

…¡Por Darwin, Goodall y la Armonía!

La voz del mayor Prathachulthorn la apartó de sus pensamientos, sobresaltándola. Siguió escuchando un poco más.

. ¡Un objetivo!…

Athaclena se estremeció. Las cosas, en verdad, estaban muy mal. Eso lo explicaba todo, en especial la repentina y grávida insistencia de un glifo impaciente. Cuando la grabación terminó, se volvió hacia sus ayudantes: Elayne Soo, Sammy y la doctora de Shriver. Los chimps la observaban, esperando.

—Tengo que ir a las tierras altas —les dijo.

—Pe… pero la tormenta, señora. No sabemos con seguridad si se ha alejado. Y además, está el volcán. Hemos pensado incluso en una evacuación.

—No estaré fuera mucho tiempo. —Athaclena se puso de pie—. Por favor, no mandéis a nadie para que me escolte o vigile. Eso sólo dificultaría lo que tengo que hacer.

Se detuvo a la entrada de la tienda y notó que el viento empujaba la lona como si buscase alguna abertura para penetrar en ella. Ten paciencia, ya voy.

—Por favor, preparad los caballos para cuando yo regrese —les dijo a los chimps en voz baja.

Abrió la tienda y salió. Los chimps se quedaron mirándose unos a otros y luego empezaron a prepararse silenciosamente para el día que estaba a punto de llegar.


El monte Fossey humeaba en lugares donde el vapor no podía ser atribuido del todo a la evaporación. De las hojas de los árboles que temblaban con el viento caían pequeñas gotas, y aunque éste iba amainando, de vez en cuando cobraba fuerzas de nuevo en violentas y repentinas ráfagas.

Athaclena ascendía tenazmente por un pequeño sendero. Sus deseos habían sido respetados. Los chimps no la habían seguido.

Empezaba a amanecer mientras unas nubes bajas atravesaban los picos de las montañas como si fueran la vanguardia de una invasión aérea. Entre ellas podía ver retazos de un cielo azul intenso. Un ojo humano hubiera captado incluso unas cuantas estrellas obstinadas.

Athaclena buscaba las alturas, pero aún más la soledad. En aquellas zonas, la vida animal de la jungla escaseaba. Ella iba al encuentro del vacío.

En un punto, el camino estaba obstruido con desechos arrastrados por la tormenta: láminas de un material parecido a la tela, que ella reconoció en el acto. Paracaídas de hiedra en placas.

Le recordaron muchas cosas. En el campamento, los técnicos chimp habían estado esforzándose por encontrar un itinerario adecuado y habían desarrollado variaciones en las bacterias intestinales de los gorilas, en un intento de aprovechar el plazo que les brindaba la naturaleza. Pero, al parecer, entre los planes de Prathachulthorn no estaba el incluir la idea de Robert.

Qué estupidez, pensó Athaclena. Me pregunto cómo los humanos han durado tanto tiempo.

Tal vez porque tenían suerte. Había leído historias del siglo veinte, cuando la intervención de Ifni pareció impedir que fueran aplastados por la fatalidad…, una fatalidad no sólo para ellos sino también para todas las futuras razas sapientes que podían nacer en su mundo rico y fecundo. El que se hubieran librado de ella por escaso margen era una de las razones de por qué tantos temían u odiaban a los k’chu’non, los lobeznos. Era algo sobrenatural y que aún resultaba inexplicable.

Los terrestres solían decir: «Voy a hacer esto o lo otro, si Dios quiere». La doliente y maltratada escasez de Garth era benigna comparada con lo que ellos habrían hecho de la Tierra.

¿Cuántos de nosotros hubiéramos actuado mejor bajo tales circunstancias? Era una cuestión que subyacía en todas las presunciones, posturas de superioridad y desdén que rezumaban los grandes clanes. Éstos nunca habían pasado la prueba de épocas de ignorancia que había sufrido la Humanidad. ¿Cómo se habrían sentido sin tutores, ni Biblioteca, ni sabiduría heredada, sólo con la brillante llama de su mente, sin canalizar ni dirigir, libre para retar al universo o para devorar el mundo? Era una pregunta que muy pocos clanes se atrevían a plantearse.

Apartó a un lado los pequeños paracaídas. Rodeó el grupo de transportadores de esporas y prosiguió su ascenso, pensando en los caprichos del destino.

La creciente luz diurna no detuvo lo que había empezado a formarse entre sus ondulantes zarcillos. Esa vez Athaclena ni siquiera intentó impedirlo. Simplemente lo ignoró. Era lo mejor que podía hacerse cuando aún no se deseaba hacer caer la probabilidad en el interior de la realidad.

Finalmente llegó a una rocosa pendiente desde la cual, mirando hacia el sur, podían divisarse más montañas y, a lo lejos, los rasgos difusamente coloreados de una estepa inclinada. Respiró profundamente y sacó el cofrecillo que su padre le había dado.

Sus dedos tocaron el broche, el cofrecillo se abrió y ella retiró la tapa.

Vuestro matrimonio fue auténtico, dijo pensando en sus padres, porque en el lugar donde antes hubo dos hebras, ahora no había más que una sola, más larga, que brillaba sobre el forro de terciopelo.

Uno de los extremos se enroscó alrededor de sus dedos. El cofrecillo cayó al rocoso suelo y allí quedó olvidado, cuando ella sacó el otro extremo. Al extenderlo el zarcillo zumbó, débilmente al principio. Pero Athaclena lo sostenía estirado frente a ella, dejando que el viento lo acariciase, y entonces empezó a oír una melodía.

Si hubiera comido, tal vez habría acumulado fuerzas para lo que estaba a punto de intentar. Era algo que pocos miembros de su raza hacían ni siquiera una vez en la vida. En ocasiones, los tymbrimi habían muerto…

A t’ith’tuanoo, Uthacalthing —jadeó. Luego añadió el nombre de su madre—. A t’ith’tuanine, Mathicluanna.

El zumbido aumentó. Parecía levantarle los brazos para poder resonar contra los latidos de su corazón. Los zarcillos respondían a las notas y Athaclena empezó a balancearse.

A t’ith’tuanoo, Uthacalthing…


* * *

—Es una maravilla, sí. Tal vez unas semanas más de trabajo podrían hacerlo más potente, pero este lote servirá y estará listo para cuando la hiedra se esparza.

La doctora de Shriver volvió a guardar el cultivo en la incubadora. Su improvisado laboratorio en la ladera de la montaña estaba protegido del viento, de modo que la tormenta no había interferido en los experimentos. El fruto de su labor parecía casi maduro.

—¿Para qué servirá? —gruñó su ayudante—. Los gubru tomarán medidas para contrarrestarlo. Y además, el mayor dice que el ataque tendrá lugar antes de que tengamos preparada la sustancia.

—La cuestión es que vamos a seguir trabajando hasta que la señorita Athaclena nos diga lo contrario—. La doctora de Shriver se quitó las gafas—. Yo soy una civil, lo mismo que tú. Fiben y Robert tienen que obedecer la cadena de mando aunque a veces no les guste, pero tú y yo podemos elegir.

Dejó interrumpida su frase cuando vio que Sammy ya no la escuchaba. Miraba algo detrás de la doctora. Ésta se volvió para ver qué ocurría.

Si aquella mañana, después de su terrible pesadilla, Athaclena tenía un aspecto extraño y misterioso, ahora sus rasgos hicieron que la doctora de Shriver ahogase un grito. La desmelenada muchacha alienígena tenía los ojos entrecerrados y muy juntos debido a la fatiga. Se agarraba al poste de la tienda, pero cuando los chimps intentaron conducirla hacia un catre, ella sacudió la cabeza.

—No —dijo simplemente—. Llevadme con Robert. Quiero que me llevéis con Robert ahora mismo.

Los gorilas cantaban de nuevo su grave música atonal. Sammy salió corriendo en busca de Benjamín mientras de Shriver sentaba a Athaclena en una silla. Sin saber qué hacer, se puso a quitar hojas secas y polvo de la corona de la joven tymbrimi. Sentía entre sus dedos el calor penetrante y aromático que desprendían los zarcillos.

Y sobre ellos, la cosa en que se había convertido el tutsunucann parecía agitar el aire incluso ante los ojos de la perpleja chima.

Athaclena permaneció allí sentada escuchando la canción de los gorilas, y por primera vez sintió que la comprendía.

Todo, todo jugaría su papel, ahora lo sabía. A los chimps no iba a gustarles mucho lo que iba a ocurrir, pero eso era su problema. Todo el mundo tenía los suyos.

—Llevadme con Robert —suspiró de nuevo.

73. UTHACALTHING

Estaba allí temblando, de espaldas al sol naciente, y sintiéndose tan seco como una vaina.

Nunca una metáfora le había parecido tan apropiada. Uthacalthing parpadeó, volviendo poco a poco al mundo…, a la seca estepa desde donde se divisaban las Montañas de Mulun. De repente se sintió viejo, y los años se le hicieron más pesados de lo que nunca habían sido.

En lo profundo de su ser, en el nivel nahakieri, se notaba un entumecimiento. Después de todo aquello, no había forma de saber siquiera si Athaclena había sobrevivido a la experiencia de penetrar tanto en sí misma.

Debe de haber sentido una gran necesidad, pensó. Por primera vez, su hija había intentado algo para lo que sus padres no habían podido prepararla. Algo que tampoco podía aprenderse en la escuela.

—Ha regresado usted —le dijo concisamente Kault. El thenanio, compañero de Uthacalthing desde hacía tantos meses, estaba apoyado en un sólido bastón y lo miraba desde unos metros de distancia. Se hallaban en medio de una sabana cubierta de hierbas de color marrón, y sus largas sombras se iban acortando gradualmente a medida que el sol se elevaba—. ¿Ha recibido algún tipo de mensaje? —preguntó. Tenía la misma curiosidad de todos los nopsíquicos por las cosas que consideraban anormales.

—Pues… —Uthacalthing se humedeció los labios.

Pero, ¿cómo podía explicarle que en realidad no había recibido nada en absoluto? No, lo que ocurría era que su hija había aceptado la oferta que él le había hecho, al dejar en sus manos tanto su hebra como el de su fallecida esposa. Athaclena había recurrido al deber que sus padres tenían para con ella, por haberla traído, sin preguntárselo, a un mundo extraño.

Nadie debería hacer una oferta sin saber exactamente lo que puede ocurrir si aquélla es aceptada.

En realidad, me ha dejado completamente seco. Se sentía como si no le quedase nada. Y además, no había ninguna garantía de que ella hubiese sobrevivido a la experiencia o de que no se hubiera vuelto loca.

¿Debo, pues, tumbarme y morir? Uthacalthing se estremeció.

No, me parece que aún no es el momento.

—He experimentado un cierto tipo de comunión —le dijo a Kault.

—¿Pueden los gubru detectar eso que usted ha hecho?

—Creo que no. Quizás. —Uthacalthing no tenía fuerzas ni para formar un palanq, el equivalente a encogerse de hombros. Tenía los zarcillos caídos, como el pelo humano—. No lo sé.

El thenanio suspiró y sus ranuras respiratorias aletearon.

—Me gustaría que fuera honesto conmigo, querido colega. Me duele sentirme obligado a creer que me está ocultando cosas.

¡Tantas veces había intentado Uthacalthing que Kault pronunciara aquellas palabras! Y ahora, la verdad es que no le importaba demasiado.

—¿Qué quiere decir? —le preguntó.

—Quiero decir —el thenanio resopló exasperado— que he empezado a sospechar que sabe usted más de lo que quiere admitir acerca de esa fascinante criatura de la que he encontrado huellas. Se lo advierto, Uthacalthing. Estoy construyendo un aparato que me ayudará a resolver este enigma. Sería mejor que me hablara con franqueza antes de que descubra la verdad por mí mismo.

—Comprendo su advertencia —asintió Uthacalthing—. De todas formas, ahora quizá sería mejor que continuásemos la marcha. Si los gubru han detectado lo ocurrido y vienen a investigar, es preferible que estemos lo más lejos posible de aquí antes de que lleguen.

Aún tenía obligaciones hacia Athaclena. No debía ser capturado antes de que ella pudiera utilizar lo que había tomado de él.

—Muy bien —dijo Kault—. Ya hablaremos de esto más tarde.

Sin ningún interés especial, más por costumbre que por otra cosa, Uthacalthing llevó a su compañero hacia las montañas, en una dirección elegida, también siguiendo la costumbre, gracias al débil centelleo azul que sólo sus ojos podían ver.

74. GAILET

La nueva sección de la Biblioteca Planetaria era una maravilla. Sus paredes pintadas de marrón claro brillaban en un lugar recientemente desbrozado en lo alto del Parque del Farallón, un kilómetro al sur de la embajada tymbrimi.

La arquitectura no armonizaba tan bien como la vieja sección con el estilo predominante en Puerto Helenia. Sin embargo, resultaba bastante impresionante: un cubo sin ventanas cuyos tonos pastel contrastaban adecuadamente con las cretáceas y gredosas cumbres cercanas.

Cuando el vehículo aéreo se posó sobre la explanada de aterrizaje, Gailet bajó del aparato en medio de una nube de polvo seco. Siguió a su escolta kwackoo por un paseo pavimentado que llevaba a la entrada del imponente edificio.

Hacía varias semanas que casi todo Puerto Helenia había salido a ver el enorme carguero, del tamaño de una nave de guerra gubru, que apareció perezosamente en el cielo para colocar la estructura en su sitio. Durante buena parte de la tarde, el sol había quedado eclipsado mientras los técnicos del Instituto de la Biblioteca afianzaban el santuario del conocimiento en el sitio que sería su nuevo hogar.

Gailet se preguntó si aquella Biblioteca beneficiaría en realidad a los ciudadanos de Puerto Helenia. Había pistas de aterrizaje en todos lados, pero no se había previsto ningún acceso para llegar a aquellos acantilados en bicicleta, vehículo de tierra o a pie desde la ciudad. Mientras cruzaba la puerta adornada con columnas, Gailet pensó que probablemente ella era el primer chimp que entraba en el edificio.

En el interior, el techo abovedado proyectaba una suave luz que parecía proceder de todas partes al mismo tiempo. Un gran cubo rojizo dominaba el centro del vestíbulo y Gailet comprendió en seguida que se trataba ciertamente de unas instalaciones muy costosas. El depósito de datos principal era varias veces mayor que el antiguo que se hallaba a unas millas de allí. Podía ser incluso mayor que la Biblioteca Central de la Tierra, en La Paz, donde ella había estudiado.

Pero aquella inmensidad estaba casi vacía comparada con el constante ajetreo a que ella estaba acostumbrada. Había gubru, desde luego, y también kwackoo, dentro de los departamentos de estudio diseminados en el amplio vestíbulo. Aquí y allí, los pajaroides se arracimaban en pequeños grupos. Gailet veía las sacudidas de sus picos y los pies en constante movimiento mientras discutían. Pero de las zonas privadas no provenía ningún ruido.

En las bandas y crestas y en el teñido de las plumas vio los colores distintivos de la Idoneidad, la Administración y el Ejército. Cada facción se mantenía en su zona. Cuando el ayudante de un Suzerano pasaba demasiado cerca de otro, a ambos se les erizaban las plumas.

En una esquina, sin embargo, un grupo de gubru de colores diferentes mostraban que entre las diversas facciones aún existía cierta comunicación. Había muchas inclinaciones de cabeza y atildamiento y gesticulación hacia las flotantes exhibiciones holográficas, todo ello aparentemente tan ritual como basado en la realidad y la razón.

Cuando Gailet pasó ante ellos, algunos de los saltarines y charlatanes pájaros se volvieron a mirarla. Por los gestos de las garras y los picos, Gailet comprendió que sabían perfectamente quién era ella y lo que representaba.

No se demoró ni titubeó, aunque sentía las mejillas acaloradas.

—¿Puedo serle útil de alguna forma, señorita?

Al principio, Gailet creyó que lo que había en el estrado, justo bajo la espiral radiada de las Cinco Galaxias, era algún tipo de planta decorativa. Por eso, cuando se dirigió a ella, se sobresaltó ligeramente.

¡La «planta» hablaba un ánglico perfecto! Gailet observó el redondo y bulboso follaje, con unos bordes plateados que tintineaban ligeramente cuando se movía. El tronco de color marrón terminaba en unas espinosas radículas móviles que permitían a la criatura desplazarse de un modo lento y algo torpe.

Un kanten, advirtió ella. Claro, los Institutos han enviado a un bibliotecario.

Los vegesapientes kanten eran viejos amigos de la Tierra. Siempre había habido un kanten, como asesor, en el Concejo de Terragens desde los primeros días posteriores al Contacto, y habían ayudado a los lobeznos humanos a abrirse camino a través de la compleja y engañosa jungla de la política galáctica y a ganar su rango de tutores de un clan independiente. Gailet, sin embargo, contuvo su esperanza inicial. Recordó que todos los que entraban al servicio de los grandes Institutos Galácticos tenían que abandonar sus antiguas lealtades, incluso las de su propio clan, en favor de una misión más sagrada. Lo mejor que podía esperar, en todo caso, era imparcialidad.

—Hum, sí —dijo, pensando que tenía que hacerle una reverencia—. Quiero informarme sobre las Ceremonias de Elevación.

Las pequeñas campanitas, seguramente los aparatos sensoriales de aquel ser, tintinearon de una forma que sonaba casi divertida.

—Ése es un tema muy amplio, señorita.

Ella esperaba una respuesta semejante y tenía preparada una réplica. Sin embargo, le producía exasperación hablar con un ser inteligente que no tuviese rostro ni nada que se le pareciera remotamente.

—Entonces empezaré echándole un simple vistazo, si no le importa.

—Muy bien, señorita. La estación veintidós está estructurada de modo que pueda ser usada por humanos y neochimps. Por favor, diríjase a ella y póngase cómoda. Sólo tiene que seguir la línea azul.

Se volvió y vio que empezaba a formarse un brillante holograma. Él sendero azul parecía estar suspendido en el espacio; rodeaba el estrado y se dirigía al otro extremo de la sala.

—Gracias —dijo ella suavemente.

Mientras seguía el camino que la guiaba, creyó oír cascabeles a su espalda.

La estación veintidós era cómoda, familiar y amistosa. Estaba compuesta por un escritorio, una silla y una holoconsola estándar. Había incluso varios modelos conocidos de receptáculos de datos y punzones, cuidadosamente dispuestos sobre una rejilla. Se sentó agradecida ante el escritorio. Había temido tener que quedarse de pie y estirar el cuello para utilizar una estación de estudio pensada para los gubru.

Y aun así, se sentía inquieta. Gailet daba saltitos de nerviosismo mientras la pantalla se iluminaba con un ligero «pop». En el centro apareció un texto en ánglico.


POR FAVOR, SOLICITE LOS AJUSTES ORALMENTE. LA VISIÓN GENERAL REQUERIDA EMPEZARÁ CUANDO USTED LO INDIQUE.


—Visión general… —murmuró Gailet. Lo mejor sería empezar, pues, con el nivel más simple. No sólo le serviría para comprobar que no había olvidado ninguno de los aspectos fundamentales, sino que también le diría qué era lo que los galácticos consideraban básico—. Comience —dijo.

Las pantallas laterales se iluminaron mostrando imágenes de rostros; los rostros de otros seres de mundos lejanos, tanto en el tiempo como en el espacio.


Cuando la naturaleza da luz a una nueva raza presensitiva toda la Sociedad Galáctica se regocija porque la aventura de la Elevación está a punto de empezar…


A Gailet le resultó fácil zambullirse en aquel fluido de información y beber de la fuente de la sabiduría. Su receptáculo de datos personal se llenó de notas y referencias. Rápidamente perdió la noción del paso del tiempo.

Sobre el escritorio apareció comida sin que Gailet se diese cuenta de cómo había llegado hasta allí. También podía utilizar un recinto cercano para sus otras necesidades, cuando la llamada de la naturaleza se hacía demasiado insistente para ignorarla.


Durante ciertos períodos de la historia galáctica, las Ceremonias de Elevación fueron puramente rituales. Las especies tutoras se hacían responsables declarando que sus pupilos eran adecuados, y su palabra era simplemente aceptada. Ha habido otras épocas, sin embargo, en las que el papel del Instituto de Elevación ha sido más importante. Así fue, por ejemplo, durante la meritocracia sumubulum, en que el proceso completo estuvo en todos los casos bajo la supervisión del Instituto.

La presente era está a mitad de camino entre esos dos extremos; con la responsabilidad de los tutores pero con una intermediación que implica al Instituto. La participación de este último se ha incrementado al producirse una serie de fracasos en la Elevación, hace cuarenta o sesenta mil UAG[5] que tuvieron como consecuencia unos graves y vergonzosos holocaustos (Ref.: gl’kahest, bururalli, sstienn, MuhurnS). Hoy en día, el tutor de un pupilo no puede responsabilizarse por sí solo de la evolución de éste. Debe permitir una constante observación por parte del Consorte de Etapa y el Instituto de Elevación.

Las Ceremonias de Elevación son en la actualidad algo más que celebraciones rutinarias. Tienen dos objetivos principales. Primero, permiten que los representantes de la raza pupila sean examinados, bajo rigurosas y difíciles circunstancias, para que el Instituto compruebe si la raza está preparada para asumir los derechos y deberes correspondientes a la siguiente etapa. Además, la ceremonia permite a la raza pupila escoger un nuevo consorte para la etapa siguiente, con el fin de que lo controle y, si es necesario, intervenga en su favor.

Los criterios utilizados en los exámenes dependen del nivel de evolución que ha alcanzado la raza pupila. Entre otros factores importantes destacan el tipo de fagocidad (vg. carnívoro, herbívoro, autofágico o ergogénico), la modalidad de movimiento (vg. bípedo o cuadrúpedo, anfibio, reptador o sésil), la técnica mental (vg. asociativa, extrapolativa, intuitiva, holográfica o nulitaíiva)…


Despacio, Gailet fue abriéndose camino entre aquella visión general. Era una tarea ardua y laboriosa. Aquella sección de la Biblioteca iba a necesitar algunos dispositivos de traducción para que cualquier chimp común de Puerto Helenia pudiese tener acceso a aquel vasto almacén de conocimientos. Eso en el caso de que los chimps Fulano y Mengano llegasen a tener tal oportunidad.

Y sin embargo, era un edificio maravilloso; mucho, mucho más grande que la pequeña sección que habían tenido antes. Y, a diferencia de lo que sucedía en La Paz, no había constantes empellones ni las prisas de cientos o miles de fanáticos estudiantes que agitaran en el aire papeletas de prioridad y se pelearan por tener acceso a la información. Gailet se sentía como si pudiera quedarse en aquel lugar durante meses y años, sin dejar de beber de las fuentes del conocimiento hasta que éste rezumase por sus mismísimos poros.

Por ejemplo, había una referencia de las disposiciones especiales que se habían adoptado para permitir el proceso de Elevación entre las culturas mecánicas. Y había también un breve y tentador párrafo sobre una raza de respiradores de hidrógeno que se había separado de esa misteriosa civilización paralela y había solicitado su admisión en la sociedad galáctica. Deseó haber podido seguir en aquellas y otras fascinantes direcciones, pero Gailet sabía que, simplemente, no tenía tiempo. Hubo de concentrarse en las normas que regían las ceremonias de los pupilos de segunda etapa, bípedos, omnívoros, de sangre caliente y con facultades mentales diversas, y aún así le supuso una lista de lectura larguísima.

Limítala, pensó. Así que intentó centrarse en las ceremonias que tenían lugar bajo situaciones delicadas o en tiempo de guerra. Incluso con estas limitaciones le pareció una cantidad de información apabullante. ¡Todo era tan complicado! Se desesperaba al comprobar cuan ignorantes podían llegar a ser su raza y su clan.


tanto si anticipadamente se llega o no a un acuerdo de coparticipación, puede y debe ser verificado por los Institutos de un modo que tenga en cuenta los métodos de adjudicación considerados tradicionales por los dos o más grupos implicados…


Gailet no recordaba haberse dormido en su asiento, pero durante un rato éste se convirtió en una balsa que flotaba sobre un mar opaco y que se balanceaba al ritmo de su respiración. Al cabo de poco, pareció estar envuelta en brumas que se aglutinaban en un paisaje de sueño en blanco y negro, lleno de formas vagamente amenazadoras. Vio imágenes contorsionadas de seres muertos: sus padres y el pobre Max.

—Mmm, mmm, no —murmuró. Y luego, de pronto, se agitó convulsivamente—. ¡No! —gritó.

Empezó a despertarse, a salir de su estado de somnolencia. Sus ojos parpadeaban, con pedazos de sueño adheridos aún a los párpados. Un gubru parecía flotar sobre su cabeza, sosteniendo un misterioso aparato como los que habían utilizado para examinarla junto con Fiben; pero cuando el pajaroide pulsó un botón de su máquina, la imagen ondeó y desapareció. Ella se echó hacia atrás y la figura del gubru se unió a las demás de su inquieto sueño.

El estado de ensoñación terminó, y su respiración se hizo más lenta a medida que pasaba a la fase de sueño profundo.

Se despertó poco después, cuando notó una mano que le acariciaba la pierna suavemente. Luego la agarró por el tobillo y empezó a tirar con fuerza.

A Gailet se le aceleró la respiración mientras se incorporaba, antes incluso de poder abrir los ojos y enfocarlos. Su corazón también latía más deprisa. Su visión se hizo más clara y pudo ver a un chimp muy grande agachado junto a ella. Tenía la mano puesta sobre su pierna y pudo reconocer al instante su sonrisa. El bigote engominado en forma de manillar de bicicleta era sólo uno de los muchos atributos que ella había llegado a detestar.

Como había sido despertada de una forma tan repentina, necesitó unos segundos para recuperar el habla.

—¿Qué… qué estás haciendo aquí? —le preguntó con aspereza, apartando la pierna.

—¿Ésta es tu forma de saludar a alguien como yo, tan importante para ti? —Puño de Hierro parecía divertido.

—Tú sirves muy bien a tu propósito —admitió ella—. ¡Como mal ejemplo! —Gailet se restregó los ojos y se sentó—. No has contestado a mi pregunta. ¿Por qué me molestas? Tus incompetentes margis ya no están encargados de custodiar a nadie.

La expresión del chimp se agrió sólo ligeramente. Era obvio que estaba satisfecho por algo.

—Oh, es que pensé que tenía que venir a la Biblioteca a estudiar un poco, igual que tú.

—¿Tu, estudiar? ¿Aquí? —Gailet rió—. He tenido incluso que pedir un permiso especial al Suzerano para que me lo permita. Se supone que tú….

—Ésas son los palabras que iba a emplear yo ahora mismo —la interrumpió.

—¿Qué? —Gailet parpadeó.

—Iba a informarte de que el Suzerano me ha dicho que viniera y estudiara contigo. Además, es mejor que los compañeros se conozcan bien uno al otro, en especial antes de que sean nombrados representantes de su raza.

—¿Tú…? —La respiración de Gailet se aceleró audiblemente. Sacudió la cabeza—. ¡No te creo!

—No necesitas hacerte la sorprendida. —Puño de Hierro se encogió de hombros—. Mi puntuación genética alcanza los noventa en casi todo el Cuadro… excepto en dos o tres pequeños apartados que no deberían estar incluidos.

Eso no le costó demasiado creerlo. Resultaba obvio que Puño de Hierro era inteligente e ingenioso, y que su aberrante fuerza sólo podía ser considerada por el Cuadro de Elevación como una ventaja. Pero el precio que había que pagar por ello era a veces demasiado elevado.

—Lo cual debe querer decir que tus repulsivas cualidades son incluso peores de lo que yo había imaginado.

—Oh, eso según las normas humanas. —El chimp se echó hacia atrás y rió—. Sí, supongo que tienes razón —asintió—. Según esos criterios, a la mayoría de marginales no se les debe permitir acercarse a las chimas y a los niños. Pero los criterios cambian. Y ahora tengo la oportunidad de instaurar un nuevo estilo.

Gailet sintió escalofríos por lo que Puño de Hierro le estaba diciendo.

—¡Eres un mentiroso!

—Admitido, mea culpa —fingió que se golpeaba el pecho—. Pero no miento cuando afirmo que voy a estar entre el grupo que será examinado, junto con unos cuantos de mis compañeros más eruditos. Se han producido algunos cambios ¿sabes?, desde que ese pequeño hijo de mamá y perrito faldero de su maestra se escapó con nuestra Sylvie.

—Fiben es diez veces mejor chimp que tú. —Gailet deseaba escupir—. Tú eres un error atávico. El Suzerano de la Idoneidad nunca te elegiría como su sustituto.

—Aja. —Puño de Hierro sonrió y levantó un dedo—. En eso no nos hemos entendido. Mira, tú y yo estamos hablando de pájaros distintos.

—Distintos… —Gailet ahogó un grito. Con la mano se cubrió el escote abierto de su camisa—. ¡Oh, Goodall!

—Veo que lo has comprendido —dijo, asintiendo—. Eres una mónita muy lista y divertida.

Gailet se hundió en su asiento. Lo que más le sorprendía era la profundidad de su tristeza. En aquel momento sentía su corazón desgarrado.

Nos están utilizando como instrumentos, pensó. ¡Oh, pobre Fiben!

Eso explicaba por qué no habían llevado de nuevo a Fiben la noche en que se escapó con Sylvie. O al día siguiente, o al otro. Gailet había estado segura de que la fuga no era más que una nueva prueba de inteligencia e idoneidad.

Pero estaba claro que no lo fue. Debía de haber sido preparado por uno, o por los dos, mandatarios gubru restantes, tal vez para debilitar al Suzerano de la Idoneidad. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que secuestrando a uno de los chimps que más cuidadosamente había elegido como representante de la raza? Nadie cargaría con la culpa del secuestro porque nunca lo encontrarían.

Los gubru tenían que seguir adelante con la ceremonia, por supuesto. Era demasiado tarde para cancelar las invitaciones, pero cada uno de los tres Suzeranos podía preferir que se produjeran resultados distintos.

Fiben

—Bueno, profesora, ¿por dónde empezamos? Podía ser enseñándome a comportarme como un auténtico carnet blanco.

—Vete. —Ella cerró los ojos y sacudió la cabeza—. Vete ahora mismo.

Hubo más palabras y más comentarios sarcásticos por parte de él. Pero Gailet se parapetó tras la cortina de dolor que la atontaba. Al menos consiguió contener las lágrimas hasta que notó que él se había marchado. Entonces se hundió en su asiento como si fuera en los brazos de su madre, y lloró.

75. GALÁCTICOS

Los otros dos bailaban en torno al pedestal, ahuecando las plumas y gorjeando. Juntos cantaban en perfecta armonía.

¡Baja, baja,

desciende, baja!

Baja de la percha.

¡Únete a nosotros,

únete a nosotros

únete a nosotros en el consenso!

El Suzerano de la Idoneidad temblaba y se debatía contra los cambios. Ahora los otros estaban completamente unidos en su contra. El Suzerano de Costes y Prevención había abandonado toda esperanza de alcanzar una posición privilegiada, y ahora se dedicaba a apoyar al Suzerano de Rayo y Garra en sus esfuerzos para conseguir el dominio. El objetivo de la prevención estaba ahora en segundo lugar: el estatus de macho en la Muda.

De los tres, dos estaban de acuerdo. Pero para conseguir sus objetivos, tanto en lo sexual como en lo político, tenían que conseguir que el Suzerano de la Idoneidad bajara de su percha. Tenían que obligarlo a poner los pies en el suelo de Garth.

El Suzerano de la Idoneidad se enfrentaba a ellos, gritando unos contrapuntos bien sincronizados para desorganizarles el ritmo e insertando manifiestos lógicos que frustraran sus argumentos.

Una Muda apropiada no tenía que desarrollarse de esa forma. Aquello era coerción y no verdadero consenso. Aquello era un ultraje.

Los Maestros de la Percha no habían puesto tantas esperanzas en el Triunvirato para esto. Necesitaban una nueva política. Sabiduría. Los otros dos parecían haberlo olvidado. Querían seguir el camino más fácil con la Ceremonia de Elevación. Querían hacer una terrible apuesta desafiando a los códigos.

¡Si el primer Suzerano de Costes y Prevención no hubiese muerto!, se lamentó el sacerdote. A veces sólo se reconoce la valía de una persona cuando ya ha muerto.

Baja, baja,

baja de la percha.

Por supuesto, no podría mantenerse mucho tiempo en contra de sus voces unidas. Su unísono atravesaba las paredes de honor y firmeza que el sacerdote había construido a su alrededor, y penetraba en la esfera de las hormonas y el instinto. La Muda estaba en suspenso, retrasada por la oposición de uno de los miembros, pero no podía ser demorada eternamente.

Baja y únete,

únete a nosotros en el consenso.

El Suzerano de la Idoneidad se estremeció y se agarró con fuerza a la percha. Por cuánto tiempo más podría hacerlo, eso no lo sabía.

76. LAS CUEVAS

—¡Clennie! —gritó Robert lleno de alegría. Cuando vio las figuras montadas a caballo que doblaban un recodo del camino, casi dejó caer al suelo el extremo del misil que él y uno de los chimps estaban sacando de las cuevas.

—¡Mira lo que haces tú… capitán! —Uno de los cabos del mayor Prathachulthorn se corrigió a tiempo. En las últimas semanas habían empezado a tratar a Robert con más respeto (se lo había ganado, claro), pero en ciertas ocasiones los suboficiales mostraban su clásico desdén por cualquiera que no fuera del cuerpo.

Otro trabajador chimp se apresuró a levantar el misil, quitándoselo a Robert de las manos. Su rostro reflejaba disgusto, pues a su juicio un humano no tenía siquiera que intentar levantar nada.

Robert ignoró ambas actitudes. Corrió por el sendero al encuentro de los viajeros, detuvo con una mano el caballo de Athaclena y le extendió la otra.

—Clennie. ¡Cómo me alegra que…! —La voz se le quebró. Mientras ella le estrechaba la mano, él parpadeó y trató de disimular su desconcierto—. Hum, me alegro de que hayas podido venir.

La sonrisa de Athaclena no parecía la misma de siempre, y en su aura había una tristeza que él nunca había captado antes.

—Claro que he venido, Robert. ¿Cómo podías dudar de que lo hiciera?

Le ayudó a desmontar. Bajo su aparente tranquilidad, él pudo notar que la muchacha estaba temblando. Amor, te has sometido a más cambios. Corno si ella hubiera leído su pensamiento, extendió la mano y le tocó la mejilla.

—Hay unas pocas ideas que la sociedad galáctica y la tuya comparten, Robert. En ambas culturas, los sabios han comparado la vida con una rueda.

—¿Una rueda?

—Sí. —Los ojos le brillaban—. Gira, se mueve hacia adelante, y sin embargo todo queda igual.

Con un sentimiento de alivio, volvió a sentirla de nuevo. A pesar de los cambios, seguía siendo Athaclena.

—Te he echado de menos —le dijo.

—Y yo a ti —ella sonrió—. Ahora cuéntame qué pasa con ese mayor y los planes que tiene.


Robert paseaba nervioso por la pequeña habitación que utilizaban como almacén, llena de provisiones hasta las estalactitas del techo.

—Puedo discutir con él, puedo intentar persuadirlo. Maldita sea, ni siquiera le importa que le chille siempre que sea en privado y siempre que, al terminar el debate yo dé un brinco de dos metros cuando él diga «salte». —Robert hizo un gesto de impotencia—. Pero no puedo actuar contra él, Clennie. No me pidas que viole mi juramento.

Era obvio que Robert se sentía atrapado entre dos lealtades en conflicto. Athaclena podía notar su tensión.

Con el brazo todavía en cabestrillo, Fiben los observaba discutir y guardaba silencio.

—Robert, ya te he explicado que los planes del mayor Prathachulthorn pueden resultar desastrosos —le recordó Athaclena.

—¡Pues díselo a él!

Naturalmente lo intentó, aquella misma noche durante la cena. Prathachulthorn escuchó con cortesía su detallada explicación de las posibles consecuencias de atacar el emplazamiento ceremonial de los gubru. Su expresión fue indulgente, pero cuando terminó le hizo una única pregunta: ¿Se consideraría que el asalto era contra los enemigos legítimos de los terrestres o contra el Instituto de Elevación?

—Después de que llegue la delegación del Instituto, aquel lugar será propiedad suya —dijo ella—. Un ataque en aquellos momentos sería catastrófico para la Humanidad.

—¿Y si fuera antes? —le preguntó taimadamente.

—Hasta entonces, los propietarios del lugar son los gubru. —Athaclena sacudió la cabeza, irritada—. ¡Pero no es un enclave militar! Ha sido construido para lo que podríamos llamar un fin sagrado. La idoneidad del acto, si no se procede correctamente…

Continuaron así un buen rato, hasta que quedó claro que cualquier argumento resultaba inútil. Prathachulthorn prometió tener en cuenta sus opiniones, y así terminó la cuestión. Todos sabían lo que un oficial del ejército pensaba acerca de seguir los consejos de las «niñas ETs».

—Deberíamos enviar un mensaje a Megan —sugirió Robert.

—Creía que ya lo habías hecho —apuntó Athaclena.

Él frunció el ceño, confirmando las sospechas de ella. Pasar por encima de la cabeza de Prathachulthorn significaba violar todo el protocolo. Como mínimo, quedaría como un niño mimado que llama a su mamá. Podía ser tal vez un delito por el que tuviera que responder ante un tribunal militar.

El que hubiera hecho eso probaba que no era el miedo lo que impulsaba a Robert a mostrarse reticente respecto a un enfrentamiento directo con su comandante, sino la lealtad a su juramento.

De hecho, tenía razón. Athaclena respetaba su honor.

Pero yo estoy obligada por los mismos deberes, pensó Athaclena. Fiben, que hasta entonces había permanecido en silencio, la miró y puso los ojos en blanco expresivamente. Estaban de acuerdo en lo que a Robert hacía referencia.

—Yo ya he sugerido al mayor que atacar el enclave ceremonial sería como hacer un favor al enemigo. Además, lo construyeron para utilizarlo con los garthianos. La idea que ahora tienen de utilizarlo con los chimps puede ser un último esfuerzo para resarcirse de sus gastos. Pero ¿y si el lugar está asegurado? Nosotros lo volamos, ellos nos inculpan, y después cobran. El mayor Prathachulthorn mencionó tu idea sobre eso —agregó Athaclena, dirigiéndose a Fiben—. Yo la encontré muy aguda, pero me temo que él no le dio crédito.

—Quiere decir que piensa que son chifladuras de simio…

Se interrumpió al oír pasos en la fría piedra de afuera.

—¿Puedo pasar? —preguntó una voz femenina detrás de la cortina.

—Por supuesto, teniente McCue —respondió Athaclena—. De todas formas, ya casi habíamos terminado.

La humana de piel oscura entró y se sentó en una caja al lado de Robert. Éste le dispensó una leve sonrisa pero en seguida volvió a mirarse las manos. Los músculos de sus brazos se destacaban al tiempo que abría y cerraba los puños.

Athaclena sintió una punzada cuando McCue puso la mano sobre la rodilla de Robert y le habló.

—Su señoría quiere que nos reunamos otra vez para planificar la batalla antes de que nos retiremos a dormir —se volvió para mirar a Athaclena y sonrió—. Estás invitada a asistir, si quieres. Eres nuestra honorable invitada, Athaclena.

Athaclena recordó que había sido dueña y señora de aquellas cuevas y que había dirigido un ejército. No tengo que dejar que eso me influya, se dijo. Lo único que importaba ahora era intentar que aquellas criaturas se dañasen a sí mismas lo mínimo posible en los días por venir.

Y, si se terciaba, estaba dispuesta a planear cierta broma. Una que antes apenas entendía, pero que últimamente había empezado a apreciar.

—No, gracias, teniente. Creo que debo ir a saludar a unos cuantos chimps amigos míos y luego retirarme. El viaje hasta aquí ha sido muy largo.

Robert le lanzó una mirada antes de alejarse con su amante humana. Sobre su cabeza parecía flotar una nube metafórica, que relampagueaba de forma intermitente, No sabía que pudieras hacer eso con los glifos, se maravilló Athaclena. Cada día, al parecer, se aprendía algo nuevo.

La sonrisa de Fiben, su gesto, fue como un apoyo cuando se levantó para ir tras los humanos. ¿Había captado algo? ¿Un guiño de conspiración, quizás?

Cuando se quedó sola, Athaclena empezó a revolver en su equipaje. Yo no estoy obligada por sus deberes, se dijo. Ni por sus leyes.


Las cuevas podían ser muy oscuras, en especial si se apagaba la solitaria lámpara incandescente que iluminaba un sector del pasillo. En esas circunstancias, la visión humana no otorgaba ninguna ventaja; una corona tymbrimi era, desde luego, bastante mejor.

Athaclena formó un pequeño escuadrón de glifos sencillos pero especiales. El primero de ellos tenía como única misión avanzar por delante de ella y hacia los lados, abriéndole camino en la oscuridad. Cuando la materia dura y fría era chamuscada por lo inmaterial, resultaba fácil saber dónde estaban las paredes y demás obstáculos. El pequeño fuego fatuo los evitaba con destreza.

Otro glifo giraba sobre su cabeza, moviéndose hacia delante para asegurarse de que nadie había notado la presencia de un intruso en aquellos niveles inferiores. En aquella parte del pasillo no había chimps durmiendo porque era un área reservada a los oficiales humanos.

Lydia y Robert habían salido de ronda. Así que, sin contar la suya, en aquella parte de las cuevas sólo había un aura. Athaclena se dirigió hacia ella con cautela.

El tercer glifo iba acumulando fuerzas y esperaba su turno.

Lenta y silenciosamente, caminó sobre la alfombra de estiércol hecha por mil generaciones de insectívoros voladores que habían morado allí antes de ser desalojados por los terrestres y sus ruidos. Respiraba con calma, contando en silencio, a la manera humana, a fin de mantener disciplinados sus pensamientos.

El tener en acción tres glifos de vigilancia al mismo tiempo era algo que no hubiera intentado unos días atrás. Pero ahora le parecía fácil y natural, como si lo hubiera hecho cientos de veces.

Estas y otras habilidades se las había robado a Uthacalthing, utilizando una técnica de la que se hablaba muy poco entre los tymbrimi y que se empleaba mucho menos.

Me he convertido en una guerrillera de la jungla, he coqueteado con un humano y, ahora, esto. Oh, mis compañeros de clase se quedarían pasmados.

Se preguntó si su padre retenía aún parte de la habilidad que ella tan rudamente le había arrebatado.

Padre, madre y tú dispusisteis esto hace mucho tiempo. Me preparasteis para ello sin que yo siquiera lo supiese. ¿Sabías ya entonces que algún día me sería necesario?

Con tristeza, sospechó que le había quitado a Uthacalthing más de lo que éste estaba en condiciones de cederle. Y, sin embargo, no era suficiente. Había grandes lagunas. En su corazón, tenía la seguridad de que esa cosa que circundaba mundos y especies no podría alcanzar su plenitud sin su propio padre.

El glifo que abría la marcha se detuvo ante un pedazo de tela que colgaba del techo. Athaclena se acercó, incapaz de ver el tejido incluso después de haberlo tocado con los dedos. El glifo se desmoronó y volvió a su lugar entre los zarcillos ondulantes de su corona.

Apartó la tela hacia un lado con deliberada lentitud y entró en la pequeña cámara lateral. El glifo de vigilancia no notó ninguna señal de que allí hubiera alguien despierto. Ella sólo captó los ritmos uniformes del sueño humano.

El mayor Prathachulthorn no roncaba, por supuesto. Y su sueño era ligero, vigilante. Ella acarició los bordes de la siempre presente coraza psi del mayor, la cual guardaba sus pensamientos, sus sueños y su conocimiento militar.

Sus soldados son buenos y van a mejor, pensó ella. A través de los años, los consejeros tymbrimi habían trabajado duramente para enseñar a sus aliados lobeznos a convertirse en valientes guerreros galácticos. Y los tymbrimi, a su vez, habían aprendido algunos fascinantes trucos, ideas que nunca hubiera podido imaginar ninguna raza desarrollada bajo la civilización galáctica.

Pero el único servicio de la Tierra que no usaba consejeros alienígenas era la infantería de marina de Terragens. Sus componentes eran anacrónicos, verdaderos lobeznos.

El glifo z’schutan se aproximó con cautela al hombre dormido. Descendió sobre él y Athaclena lo vio metafóricamente como un globo de metal líquido. Tocó la coraza psi de Prathachulthorn y se deslizó en forma de arroyos dorados sobre ella, cubriéndola rápidamente con una fina capa de resplandor.

Athaclena respiró un poco más tranquila. Metió la mano en el bolsillo y sacó una ampolla de cristal. Se acercó más y se arrodilló con precaución junto al catre.

Mientras aproximaba el frasco de gas anestésico a la cara del hombre dormido, sus dedos se tensaron.

—Yo no lo haría —dijo él, con voz tranquila.

Athaclena ahogó un grito. Antes de que pudiera moverse, las manos del mayor la agarraron por las muñecas. En la penumbra, lo único que podía ver era el blanco de sus ojos. A pesar de que estaba despierto, su escudo psi permanecía inalterado, emitiendo ondas de sueño. Entonces ella se dio cuenta de que todo había sido fingido, una trampa cuidadosamente planeada.

—Los ETs todavía continuáis infravalorándonos. Incluso vosotros, los sabihondos tymbrimi, no parecéis entendernos.

Las hormonas gheer entraron en acción. Athaclena hizo un esfuerzo e intentó soltarse, pero era como tratar de escapar de una abrazadera de metal. Intentó arañarle con sus afiladas uñas, pero el hombre, con agilidad, quitó las callosas manos de su alcance. Cuando ella intentó rodar hacia un lado y patearlo, él aumentó la presión en sus muñecas, utilizándolas como palancas para mantenerla de rodillas. La presión hizo que ella gimiera audiblemente y dejara caer la ampolla de gas de su debilitada mano.

—¿Ves? —dijo Prathachulthorn con voz amable—, hay algunos de nosotros que piensan que comprometerse es un error. ¿Qué conseguiremos intentando convertirnos en buenos ciudadanos galácticos? —se mofó—. Si lo lográramos, nos convertiríamos en algo horrible, espantoso, totalmente disociado de lo que significa ser humano. Y además, la opción no está ni siquiera a nuestro alcance. No nos dejarían convertirnos en ciudadanos. Las cartas estarán trucadas. Los dados están cargados. Ambos lo sabemos ¿no? —La respiración de Athaclena era entrecortada. Aunque estaba clara su inutilidad, el fluido gheer seguía haciéndola luchar y debatirse contra la increíble fuerza del humano. La agilidad y la rapidez no servían de nada ante sus reflejos y preparación—. Nosotros tenemos nuestros secretos ¿sabes? —le confió Prathachulthorn—. Cosas que no contamos a nuestros amigos tymbrimi, ni a muchos de los nuestros. ¿Te gustaría saber cuáles son? ¿Te gustaría? —Athaclena no tenía fuerzas para contestar. Los ojos de Prathachulthorn tenían algo fiero, casi animal—. Bueno, si te contara alguno de ellos, sería tu sentencia de muerte —dijo—. Y aún no estoy preparado para decidir sobre eso. Así que te diré una cosa que tu gente ya sabe. —En un instante había cogido ambas muñecas con una sola mano. Con la otra le agarró la garganta—. Como ves, a los infantes de marina nos enseñan a incapacitar y hasta incluso a matar a miembros de una raza aliada de ETs. ¿Te gustaría saber cuánto tiempo necesito para dejarte inconsciente, señorita? ¿Por qué no empiezas a contar?

Athaclena se retorcía y ofrecía resistencia, pero todo era inútil Alrededor de su garganta se cernía una dolorosa presión. El aire empezó a volverse denso. En la distancia todavía oyó a Prathachulthorn murmurar entre dientes:

—El universo es un lugar terriblemente espantoso.

Ella no habría imaginado que su entorno pudiera ennegrecerse más, pero una oscuridad más intensa empezaba a rodearla. Athaclena se preguntó si volvería a recobrar la conciencia alguna vez. Perdóname, padre. Supuso que aquéllos serían sus últimos pensamientos.

Continuar consciente fue casi una sorpresa. La presión en su garganta disminuyó, aunque muy ligeramente. Aspiró un mínimo sorbo de aire y trató de entender qué estaba ocurriendo. Los brazos de Prathachulthorn se estremecieron. Pensó que él estaba acumulando fuerza, pero que ésta, por alguna razón, no llegaba.

Su corona excesivamente calentada no le servía de ayuda. Estaba sumida en la más completa ignorancia y asombro, cuando el agarro de Prathachulthorn se aflojó. Athaclena cayó desmayadamente al suelo.

El humano respiraba con dificultad. Oyó sonidos de esfuerzo y luego un golpe, como si el catre se hubiera volcado. Una jarra de agua se cayó, y produjo un ruido semejante al de un ordenador al romperse.

Athaclena notó algo bajo la mano. La ampolla, advirtió. Pero ¿qué le había ocurrido a Prathachulthorn?

Luchando contra el agotamiento enzimático, Athaclena se arrastró en una dirección azarosa hasta que su mano encontró el ordenador destrozado. Por casualidad sus dedos pulsaron el interruptor y la pantalla del resistente aparato se llenó de una tenue luminiscencia.

Bajo aquel resplandor, Athaclena vio una desolada escena… el mase humano se debatía, con todos sus vigorosos músculos marcándose bajo la piel, entre dos largos brazos marrones que lo sujetaban por detrás.

Prathachulthorn se revolvía y susurraba. Forzaba todo su peso a derecha y a izquierda. Pero sus intentos de soltarse no le servían de nada. Athaclena vio un par de ojos castaños más arriba de los hombros del humano. Dudó sólo unos instantes y en seguida se lanzó hacia adelante con el pequeño cilindro y lo rompió bajo la nariz del hombre.

—Está conteniendo la respiración —murmuró el neo-chimpancé.

La nube de vapor quedó suspendida alrededor de las fosas nasales del mayor, y luego, poco a poco, descendió.

—No importa —respondió Athaclena, al tiempo que sacaba diez ampollas más del bolsillo.

Cuando Prathachulthorn las vio, soltó un débil suspiro. Redobló sus esfuerzos para alejarse de ellas, pero sólo logró acelerar el momento en que tendría que respirar. Era obstinado. Aguantó casi cinco minutos y, aun así, Athaclena sospechó que había preferido desmayarse de anoxemia antes de respirar la droga.

—Vaya tipo —dijo Fiben cuando por fin cedió—. Por Goodall, hacen fuertes a los infantes de marina. —Se estremeció y cayó junto al humano inconsciente.

Athaclena se sentó con gesto desmayado frente a él.

—Gracias, Fiben —dijo en voz baja.

—¡Demonios! —se encogió de hombros—. Una traición y un asalto a un tutor. Y todo en el mismo día.

Ella señaló el cabestrillo, donde había reposado su brazo desde la noche en que había escapado de Puerto Helenia.

—Oh, ¿esto? —Fiben sonrió—. Creo que lo he hecho para atraer simpatías. Pero no se lo diga a nadie, ¿de acuerdo? —Y luego, con una expresión más seria, miró a Prathachulthorn—. Quizá yo no sea un experto, pero me parece que no he ganado muchos puntos en el Cuadro de Elevación, esta noche.

Miró a Athaclena y sonrió levemente. A pesar de todo lo sucedido, ella no pudo evitar encontrarlo de pronto divertidísimo.

Comenzó a reír en voz baja, pero con los ricos matices de su padre. En cierto modo, aquello no la sorprendió en absoluto.


El trabajo aún no había terminado. Fatigada, Athaclena tuvo que seguir a Fiben mientras éste arrastraba al hombre inconsciente por los lóbregos pasadizos. Cuando pasaron junto al asistente de Prathachulthorn que dormitaba, Athaclena desplegó sus tiernos y casi lánguidos zarcillos y tranquilizó el sueño del soldado. Éste masculló alguna cosa y se volvió en su catre. Con especial cautela, Athaclena se aseguró de que la coraza psi del hombre no fuera una trampa, de que en realidad estuviera durmiendo.

Fiben resoplaba, con los labios curvados en una mueca, mientras ella lo conducía por una pendiente llena de cascotes procedentes de un antiguo corrimiento de tierras y se metían por un pasadizo que era, a buen seguro, desconocido para los militares. Al menos, no constaba en el mapa de la cueva que ella había visto en el centro de datos de los rebeldes.

El aura de Fiben se volvía mordaz cada vez que tropezaba en la oscura y serpenteante pendiente. Sin duda quería formular imprecaciones sobre lo que pesaba Prathachulthorn, pero se guardó los comentarios para sí hasta que por fin salieron a la húmeda y silenciosa noche.

—¡Entrenamientos y mutaciones! —suspiró al tiempo que dejaba su carga en el suelo—. Al menos, Prathachulthorn no es de los más altos. No hubiera podido apañármelas si sus brazos y sus piernas hubieran ido arrastrándose en el polvo todo el camino.

Husmeó el aire. No había luna pero la niebla se derramaba sobre las cercanas montañas rocosas como un fluido vaporoso y desprendía una débil luminiscencia. Fiben miró a Athaclena.

—¿Y ahora, qué, jefe? Dentro de pocas horas, y sobre todo cuando Robert y la teniente McCue regresen, aquí habrá un jaleo de mil diablos. ¿Quiere que vaya a buscar a Tyco y me lleve de aquí a este mal ejemplo para los pupilos terrestres? Eso equivaldría a una deserción pero, qué diablos, me parece que nunca fui muy buen soldado.

Athaclena sacudió la cabeza. Buscó con la corona y encontró indicios de lo que estaba buscando.

—No, Fiben, no puedo pedirte eso. Además, tienes otro deber. Te escapaste de Puerto Helenia para informarnos de la oferta de los gubru. Ahora tienes que regresar allí y afrontar tu destino.

—¿Está segura? —Fiben frunció el ceño—. ¿No va a necesitarme?

Athaclena se puso las manos sobre la boca e imitó el suave grito de un pájaro nocturno. Desde la oscuridad, le llegó una débil respuesta. Se volvió hacia Fiben.

—Claro que te necesito. Todos te necesitamos. Pero donde puedes desarrollar una labor más importante es allí abajo, junto al mar. Y además intuyo que tú también quieres volver.

—Tendría que estar loco, supongo. —Fiben se tiraba de los pulgares.

—No. Es un indicador más de que el Suzerano de la Idoneidad sabía lo que estaba haciendo cuando te eligió. —La muchacha sonrió—. Aunque tal vez sería preferible que mostrases un poco más de respeto por tus tutores.

Fiben se puso en tensión. Luego pareció captar en parte su ironía y sonrió. Se oía el suave traqueteo de las pezuñas de los caballos en el sendero que subía a las cuevas.

—Muy bien —dijo mientras se agachaba para coger el cuerpo inerte del mayor Prathachulthorn—. Vamos, papá. Esta vez voy a ser tan amable contigo como con mi tía solterona. —Chasqueó los labios contra la mejilla del mayor y miró a Athaclena—. ¿Mejor así, señora?

Algo que había tomado prestado de su padre hizo que sus cansados zarcillos chisporrotearan.

—Sí, Fiben —rió—. Así está mucho mejor.


Cuando regresaron con la luz del alba y encontraron que su comandante había desaparecido, Lydia y Robert sospecharon lo sucedido. Los restantes militares de Terragens miraban a Athaclena con franca desconfianza. Un pequeño grupo de chimps había entrado en la habitación de Prathachulthorn para borrar toda señal de lucha antes de que llegaran los humanos, pero no pudieron ocultar el hecho de que el mayor se hubiera ido sin dejar nota o rastro alguno.

Robert llegó incluso a ordenar a Athaclena que permaneciese en su habitación, con un soldado en la puerta, mientras investigaban. Su alivio por el posible retraso del ataque planeado fue momentáneamente anulado por un excesivo sentido del deber. En comparación, la teniente McCue era un remanso de tranquilidad. Externamente parecía no estar preocupada, como si el mayor hubiese salido sólo a dar una vuelta. Pero Athaclena pudo notar la confusión y el conflicto interno de la mujer terrestre.

En cualquier caso, no podían hacer nada al respecto. Los equipos de búsqueda que salieron, se encontraron con un grupo de los chimps de Athaclena que regresaban a caballo al refugio de los gorilas. Pero Prathachulthorn ya no estaba con ellos. Estaba en lo alto de los árboles, transportado de un gigante de la selva a otro, ya consciente y echando chispas, pero impotente y amordazado como una momia.

En este caso, los humanos pagaban el precio de su «liberalismo». Habían elevado a sus pupilos para que fueran ciudadanos e individualistas, y los chimps habían sido capaces de decidir que debían encarcelar a un hombre por el bien de todos. A su manera, Prathachulthorn había tenido la culpa de que llegaran a aquello, con sus actitudes tutoriales y de superioridad. Sin embargo, Athaclena quiso asegurarse de que el mayor sería tratado con amabilidad y delicadeza.

Aquella noche, Robert presidió un nuevo concejo de guerra. La incierta situación de arresto domiciliario de Athaclena fue modificada para que pudiera asistir. Fiben y los tenientes honorarios chimps también estuvieron presentes, así como los suboficiales de los infantes de marina.

Ni Lydia ni Robert hablaron de seguir adelante con el plan de Prathachulthorn. Se asumió tácitamente que el mayor no hubiera querido ponerlo en práctica sin su presencia.

—Tal vez salió en una misión de exploración personal o para inspeccionar un puesto rebelde. Puede que regrese esta noche o mañana —sugirió Elayne Soo con completa inocencia.

—Quizá. Pero es más sensato que esperemos lo peor —dijo Robert. Evitaba mirar a Athaclena—. Por si acaso, deberíamos comunicarlo al refugio. Supongo que tardaremos unos diez días en recibir nuevas órdenes del Concejo y un sustituto.

Obviamente asumía que Megan Oneagle nunca le otorgaría el mando.

—Bueno, yo quiero regresar a Puerto Helenia —dijo Fiben con sencillez—. Estoy en una posición que permite que me acerque al centro de las cosas y, además, Gailet me necesita.

—¿Qué te hace pensar que los gubru te aceptarán después de haberte escapado? —preguntó Lydia McCue—. ¿No crees que te matarán sin más?

—Si me encuentro con los gubru indebidos, eso será lo que seguramente ocurra.

Se produjo un largo silencio. Robert solicitó opiniones, y los humanos y los chimps se quedaron callados. Al menos, cuando Prathachulthorn estaba allí, dominando la conversación y los ánimos, habían contado con su abrumadora confianza para disipar sus dudas. Eran un pequeño ejército con unas opciones muy limitadas. Y el enemigo estaba a punto de poner en marcha cosas y acontecimientos que ellos no podían comprender y mucho menos prevenir.

Athaclena esperó hasta que el ambiente se hiciera denso y se llenara de incertidumbre. Entonces pronunció cuatro palabras.

—Necesitamos a mi padre.

Para su sorpresa, tanto Robert como Lydia asintieron. Incluso en el caso de que llegaran órdenes del Concejo en el exilio, éstas serían tan confusas y contradictorias como de costumbre. Resultaba obvio que podían utilizar sus indicaciones, en especial en asuntos de diplomacia galáctica.

Al menos la mujer McCue no comparte la xenofobia de Prathachulthorn, pensó Athaclena. Se sintió obligada a admitir que aprobaba lo que había captado en el aura de la hembra terrestre.

—Robert me ha contado que estás segura de que tu padre está vivo —dijo Lydia—. Muy bien, pero ¿dónde está? ¿Cómo podemos encontrarlo?

Athaclena se inclinó hacia delante y mantuvo su corona inmóvil. —Sé dónde está.

—¿Sí? —Robert parpadeó—. Pero… —Su voz se apagó al tiempo que la tocaba con su sentido interior por primera vez desde que había vuelto. Athaclena recordó cómo se había sentido al verlo tomar la mano de Lydia. Resistió momentáneamente sus esfuerzos, pero finalmente su postura le pareció estúpida y cedió.

Robert se dejó caer pesadamente hacia atrás en su silla y exhaló. Parpadeó varias veces.

—Oh —fue todo lo que dijo.

Lydia miraba a Robert y a Athaclena alternativamente. Por un instante, en ella brilló algo parecido a la envidia.

Yo también lo tengo de un modo que tú no puedes, meditó Athaclena. Pero prefirió dedicarse a compartir aquel momento con Robert.

—… N’tah’hoo, Uthacalthing —dijo el muchacho en galSiete—. Es mejor que hagamos algo con rapidez.

77. FIBEN Y SYLVIE

Ella esperaba mientras Fiben llevaba a Tyco por el camino que salía del valle de las Cuevas. Estaba sentada pacientemente junto a un gran pino y no habló hasta que él llegó a su altura.

—¿Pensabas que te ibas a largar sin decirme adiós? —le preguntó Sylvie. Llevaba un vestido largo y se rodeaba las rodillas con los brazos.

Ató las riendas del caballo en el tronco de un árbol y se sentó junto a ella.

—Qué va —respondió Fiben—. Ya sabía yo que no tendría esa suerte.

Ella lo miró por el rabillo del ojo y vio que sonreía. La chima hizo una mueca y miró hacia el cañón donde las tempranas nieblas ya se habían evaporado y desvanecido en una mañana que prometía ser clara y sin nubes.

—Me imaginé que querrías regresar.

—Tengo que hacerlo, Sylvie. Es…

—Ya sé —lo interrumpió—. Responsabilidades. Tienes que volver con Gailet; ella te necesita, Fiben.

Él asintió. No precisaba que le recordaran que también tenía un deber que cumplir con la propia Sylvie.

—Hum… cuando estaba haciendo el equipaje vino la doctora Soo y…

—Llenaste la botella que te dio, ya lo sé. —Sylvie inclinó la cabeza—. Gracias. Me considero bien pagada.

Fiben bajó la mirada. Se sentía casi avergonzado al hablar de un tema como aquél.

—¿Cuándo lo…?

—Esta noche, supongo. Estoy preparada. ¿No se me nota?

El abrigo y la falda larga de Sylvie ocultaban todos los signos externos. Sin embargo, tenía razón. Su aroma era inconfundible.

—Deseo sinceramente que consigas lo que quieres, Sylvie.

Ella asintió. Permanecieron allí sentados, en una embarazosa situación. Fiben intentaba encontrar algo que decir pero se sentía estúpido, con la mente embotada. Cualquier cosa que dijera, sabía que sería un error.

De pronto se produjo un pequeño crujido más abajo, donde los zigzags de la pendiente se dividían en varios caminos que partían en distintas direcciones. Tras una esquina rocosa apareció una alta figura humana que corría a toda prisa. Robert Oneagle se dirigía a un cruce de caminos, llevando sólo un arco y una pequeña mochila.

Miró hacia arriba y, al ver a los dos chimps, disminuyó su velocidad. Robert sonrió como respuesta al saludo que Fiben le hizo con la mano y, al llegar al desvío, tomó un sendero muy poco frecuentado que se dirigía hacia el sur. Pronto desapareció en la jungla salvaje —¿Qué hace? —preguntó Sylvie.

—Parece que está corriendo.

—Eso ya lo he visto. —Le dio una palmada en el hombro—. ¿Adonde va?

—Va a intentar cruzar los pasos antes de que nieve.

—¿Los pasos? Pero…

—Ya que el mayor Prathachulthorn ha desaparecido y el tiempo apremia, la teniente McCue y los otros oficiales han aceptado llevar a cabo el plan alternativo que Robert y Athaclena idearon.

—Pero se dirige hacia el sur. —comentó Sylvie.

Robert había tomado un sendero poco frecuentado que se internaba en el macizo de Mulun.

—Va a buscar a alguien —asintió Fiben—. Es el único que puede arreglar las cosas.

Por su tono, Sylvie comprendió que eso era todo lo que quería explicar sobre el asunto.

Siguieron allí sentados en silencio un rato más. Al menos, la breve aparición de Robert había brindado una agradable pausa en la tensión. Qué estupidez, pensó Fiben. Sylvie le gustaba, y mucho. Nunca habían tenido demasiadas oportunidades para hablar y aquélla tal vez sería la última.

—Nunca…, nunca me has contado nada de tu primer hijo —dijo apresuradamente, preguntándose, al tiempo que surgían las palabras, si aquello era asunto suyo.

Resultaba obvio que Sylvie había parido y había amamantado. Las estrías de su cuerpo eran un signo de atractivo en una raza en la que la cuarta parte de sus hembras nunca tenía hijos. Pero también produce dolor, pensó Fiben.

—Fue hace cinco años. Yo era muy joven. —Su voz era seria, controlada—. Se llamaba…, lo llamábamos Sachi. Fue examinado por el Cuadro, como de costumbre, y encontraron que era… «anómalo».

—¿Anómalo?

—Sí, ésa es la palabra que emplearon. En algunos aspectos lo consideraron superior…, en otros «raro». No tenía defectos aparentes, aunque sí unas cualidades «extrañas», dijeron. Un grupo de oficiales se interesó por el caso. El Cuadro de Elevación decidió que tenían que enviarlo a la Tierra para unas evaluaciones más amplias. Se portaron muy bien —admitió—. Hasta me ofrecieron la posibilidad de ir con él.

—Sin embargo, no fuiste. —Fiben parpadeó.

—Sé lo que estás pensando —Sylvie lo miraba—, que soy infame. Por eso nunca te lo conté. No hubieras aceptado mi proposición. Pensarás que soy una mala madre.

—No, yo…

—En aquella época, lo veía de otra forma. Mi madre estaba enferma. No teníamos un clan familiar y yo no soportaba la idea de dejarla al cuidado de unos extraños, para no volver a verla.

»Yo sólo era entonces carnet amarillo. Sabía que mi hijo tendría un buen hogar en la Tierra o… podía ser que le diesen un tratamiento adecuado y fuese criado en una familia de neochimps de clase alta, pero también podía ser que encontrase un destino que yo no quería ni conocer. Me preocupaba sobre todo la posibilidad de hacer todo ese viaje juntos y que luego, a pesar de eso, le separaran de mí. Creo que también temía la vergüenza de que lo declarasen marginal.

»No podía decidirme —se miraba las manos—, así que pedí consejo. A ese asesor de Puerto Helenia, ese humano del Cuadro de Elevación. Me dijo que él creía que había dado a luz a un margi.

»Cuando se llevaron a Sachi yo me quedé. Seis… seis meses más tarde, mi madre murió.

»Y luego, tres años después —miró a Fiben—, llegaron noticias de la Tierra. Mi hijo era un niño feliz y bien adaptado, con carnet azul y lo educaba una encantadora familia de carnets azules. Ah, y yo era ascendida a verde.

»¡Cómo odié ese maldito carnet! —apretó los puños—. Anularon la obligación que tenía de tomar anticonceptivos una vez al año y, de este modo, ya no tenía que pedir permiso para concebir de nuevo. Me confiaron el control de mi propia fertilidad. Como a una adulta —se burló—. ¿Como una adulta? ¿Una chima que abandona a su propio hijo? Eso no lo tuvieron en cuenta. Me ascendieron porque él había superado unos puñeteros exámenes.

Con que era eso, pensó Fiben. Ésa era la razón de su amargura y de su anterior colaboración con los gubru. Así se explicaban muchas cosas.

—¿Te uniste a la banda de Puño de Hierro por resentimiento contra el sistema? ¿Porque esperabas que con los galácticos las cosas serían mejores?

—Algo así, tal vez. O quizá sólo estaba enojada. —Sylvie se encogió de hombros—. De todos modos, después de un tiempo, me di cuenta de una cosa.

—¿De qué?

—Advertí que por malo que fuera el sistema bajo el dominio humano, con los galácticos sólo podría ser mucho peor. Los humanos son arrogantes, de acuerdo. Pero al menos, muchos de ellos se sienten culpables de su arrogancia. Intentan controlarla. Su horrible historia les ha enseñado a evitar la presun… presun…

—Presunción.

—Sí. Saben que puede ser una trampa actuar como si fueran dioses y creer que es verdad. Pero los galácticos están acostumbrados a esa impertinente actitud. Nunca se les ocurre dudar de sí mismos. ¡Son tan presumidos! ¡Cómo los odio!

Fiben pensó en todo aquello. Había aprendido mucho durante los últimos meses y creía que Sylvie recargaba un poco las tintas al exponer su caso. En aquellos momentos se parecía un poco al mayor Prathachulthorn, aunque Fiben reconocía que muy pocas razas tutoras galácticas tenían fama de ser benevolentes y honradas.

Sin embargo, no era el momento de juzgar su amargura.

Ahora comprendía su casi obstinada determinación de tener un hijo que fuera, al menos, carnet verde desde el principio. No deseaba que hubiera problemas. Quería hacerse cargo de su hijo y tener la certeza de que sería abuela.

Sentado a su lado, Fiben notaba, con incomodidad, el estado actual de Sylvie. A diferencia de las hembras humanas, las chimas tenían unos ciclos de receptividad establecidos y les costaba bastante esfuerzo ocultarlos. Era una de las razones de las diferencias de orden familiar y social que existían entre las dos especies primas.

Se sentía culpable de que su estado lo excitase. En aquel momento, su relación estaba impregnada de una sensación dulce e intensa, y no estaba dispuesto a estropearla comportándose sin delicadeza. Le hubiera gustado poder consolarla de alguna forma. Y, sin embargo, no sabía que ofrecerle.

—Uf, oye Sylvie. —Se humedeció los labios.

—¿Sí, Fiben?

—Humm, de verdad deseo que consigas… quiero decir que espero haber dejado suficiente… —Sentía el rostro acalorado.

—La doctora Soo supone que hay bastante —sonrió—. Y si no, puede conseguirse más de donde salió.

—Aprecio tu confianza —agradeció Fiben—. Pero no estoy seguro de que pueda volver. —Desvió la mirada, hacia el oeste.

—Bueno. —Ella lo tomó de la mano—. No soy tan orgullosa como para no aceptar más seguridades si me las ofreces. Cualquier donación será bien aceptada, si lo deseas.

—Uf, ¿quieres decir ahora mismo? —Parpadeó y notó que el ritmo de su pulso se aceleraba.

—¿Cuándo si no? —asintió ella.

—Es lo que esperaba que dijeses. —Sonrió y extendió los brazos para abrazarla, pero ella alzó una mano para detenerlo.

—Un momento —dijo—. ¿Qué clase de chica crees que soy? Quizá aquí arriba escaseen las velas y el champán, pero a una fem siempre le gusta un poco de juego preliminar.

—Por mí, perfecto —comentó Fiben. Se volvió de espaldas para que lo rascara—. Ráscame tú primero y luego te lo haré yo.

—Ese tipo de juego no, Fiben —sacudió la cabeza—. Tengo en mente algo mucho más estimulante.

Buscó detrás del árbol y sacó un objeto cilíndrico hecho de madera tallada y con un extremo cubierto por una tensa piel.

—¿Un tambor? —Los ojos de Fiben se ensancharon.

—Es culpa tuya. —Se sentó con el artesanal objeto entre las rodillas—. Tú me enseñaste algo especial y desde ahora en adelante nunca estaré satisfecha con menos.

Sus hábiles dedos comenzaron a marcar un rápido ritmo.

—Baila —dijo—. Por favor.

Fiben suspiró. Era evidente que no bromeaba. Aquella chima coreomaníaca estaba loca, dijera lo que dijese el Cuadro de Elevación. Era del tipo de las que él solía enamorarse.

En muchos aspectos, nunca seremos como los humanos, pensó mientras cogía una rama y la sacudía para comprobar su resistencia. La dejó caer y escogió otra. Se sentía inflamado y lleno de energía.

Sylvie golpeaba el tambor, con un rápido y estimulante ritmo que le aceleraba la respiración. El brillo de sus ojos calentaba la sangre de Fiben.

Así es cómo debe ser. Somos nuestra propia jungla.

Fiben agarró la rama con ambas manos y golpeó con ella un tronco cercano provocando una lluvia de hojas.

—Uk —dijo.

El segundo golpe fue todavía más fuerte. A medida que el ritmo aumentaba, sus gritos surgían con más entusiasmo.

La bruma matinal se había evaporado. No había truenos. El universo, poco cooperativo, no había dispuesto ni una nube siquiera en el cielo. Pero Fiben calculó que aquella vez podría ingeniárselas sin relámpagos.

78. GALÁCTICOS

En el decimosexto campamento militar de los gubru, el caos en la cúspide había empezado a afectar a los rangos inferiores. Se producían disputas sobre las asignaciones y los suministros y hasta sobre el comportamiento de los soldados rasos, cuyo desdén hacia el personal de mantenimiento alcanzaba niveles peligrosos.

Durante la plegaria de la tarde, muchos de los soldados de Garra se ponían los tradicionales crespones de luto por los Progenitores Perdidos y se unían al capellán castrense para cantar al unísono. La mayoría menos devota, que solía guardar siempre un respetuoso silencio durante tales servicios, aprovechaba ahora la ocasión para hacer apuestas y alborotar. Los centinelas se arreglaban las plumas y dejaban caer intencionadamente algunas de ellas para que el viento se las llevara y distraer de este modo a los creyentes.

Durante el trabajo, durante las labores de limpieza y durante los ejercicios de entrenamiento podían oírse ruidos discordantes.

El coronel encargado de los campamentos orientales, que estaba efectuando visitas de inspección, fue testigo de aquella desarmonía y no perdió tiempo con indecisiones. Ordenó que todo el personal del decimosexto campamento se reuniese de inmediato. Entonces, el oficial llamó al administrador en jefe y al capellán para que ocupasen sendos lugares a su lado en la plataforma, y se dirigió a los congregados.


—No permitamos que se diga, se rumoree, se pregone que los soldados gubru han perdido su visión.

¿Estamos acaso huérfanos? ¿Perdidos? ¿Abandonados?

¿O somos miembros de un gran clan?


»¿Qué hemos sido, somos, seremos?

Guerreros, constructores, pero sobre todo… correctos transmisores de la tradición.


Durante un buen rato, el coronel les habló en este tono, apoyado por el cántico persuasivo del administrador del campamento y su consejero espiritual, hasta que, por fin, los avergonzados soldados y demás personal empezaron a cantar en un creciente coro de armonía.

Un pequeño y unido regimiento de militares, burócratas y sacerdotes, dedicaron su tiempo a esforzarse en superar sus dudas, como si todos fuesen uno.

Entonces, durante un breve momento, el consenso adquirió forma.

79. GAILET

Incluso entre los casos trágicos y raros, como las especies lobeznas, han existido toscas versiones de estas técnicas. Si bien primitivos, sus métodos incluían también rituales de «combate de honor»; y con tales métodos, se mantenía la agresividad y las luchas bajo cierto grado de control.

Tomen, por ejemplo, el clan más reciente de lobeznos: los «humanos» de Sol III. Antes de ser descubiertos por la cultura galáctica, sus «tribus» primitivas utilizaban a menudo el ritual de mantener bajo control los ciclos de violencia que normalmente pueden esperarse de esas especies sin guía. (No hay duda de que estas tradiciones derivan de deformados recuerdos de su raza tutora desaparecida hace mucho tiempo).

Entre los métodos más simples pero efectivos utilizados por los humanos del Precontacto, se hallan el pacto de honor entre los «indios americanos», el juicio de Dios entre los «europeos medievales» y la disuasión por amenaza de destrucción mutua entre los «estados tribales continentales».

Estas técnicas carecían, desde luego, de la sutileza, el delicado equilibrio y la homeostasis de las normas de comportamiento modernas elaboradas por el Instituto para la Guerra Civilizada.

—Muy bien. Ahora un poco de descanso. Ya tengo bastante.

Gailet parpadeó, con los ojos desenfocados, cuando aquella ruda voz la sacó de su trance de lectura. El dispositivo de la biblioteca lo notó y congeló el texto ante ella.

Miró hacia la izquierda. Estirado en su asiento, su nuevo «compañero» apartó a un lado su ordenador y bostezó, estirando sus largos y fuertes miembros.

—Es hora de beber algo —dijo perezosamente.

—Pero si ni siquiera has leído entero el primer resumen —protestó Gailet.

—Buf —sonrió—. No sé por qué tenemos que estudiar esa mierda. Los ETs ya se sorprenderán si nos acordamos de hacerles la reverencia y pronunciar el nombre de nuestra especie. No esperan que los neochimps sean unos genios ¿sabes?

—Al parecer no. Y tu capacidad de comprensión reforzará aún más esa idea.

Aquello le hizo fruncir el ceño momentáneamente. Pero de nuevo inició una sonrisa.

—Tú, en cambio, te estás esforzando todo lo que puedes. Estoy seguro de que a los ETs les va a parecer encantador.

Touché, pensó Gailet. No les había llevado demasiado tiempo a ambos aprender a pincharse donde más podía dolerles.

Tal vez esto sea otra prueba. Quieren ver hasta dónde llega mi paciencia antes de que explote.

Tal vez… pero no muy probable. Hacía más de una semana que no veía al Suzerano de la Idoneidad. Había tratado, en cambio, con un comité de tres gubru teñidos, cada uno con el color de una de las facciones. Y era el soldado de Garra teñido de azul el que más se pavoneaba en aquellos encuentros.

El día anterior habían ido todos al montículo ceremonial para un «ensayo». Aunque todavía no había decidido si cooperaría en el acontecimiento final, Gailet comprendió que tal vez era demasiado tarde para cambiar de opinión.

La parte de la colina que limitaba con el mar, había sido decorada y modificada con jardines para que las enormes plantas de energía no fuesen visibles. Las distintas terrazas se sucedían elegantemente hacia arriba, una tras otra, sin más mancha que los fragmentos arrastrados por los constantes vientos otoñales. En las terrazas orientales ondeaban ya brillantes estandartes indicando los lugares donde los representantes de los neochimps debían recitar, o contestar preguntas, o someterse a un minucioso escrutinio.

Allí, in situ, con los gubru en las proximidades, Puño de Hierro había guardado las apariencias como un estudiante modelo. Y quizá por algo más importante que congraciarse con ellos, puesto que aquello podía incidir directamente en sus ambiciones. En esta ocasión, su rápida inteligencia había brillado.

Pero luego, una vez juntos y solos nuevamente bajo la amplia bóveda de la Nueva Biblioteca, habían salido al exterior otros aspectos de su naturaleza.

—¿Qué te parece? —dijo Puño de Hierro inclinándose sobre la chima y mirándola de un modo lujurioso—. ¿No quieres salir fuera a tomar el aire? Podemos meternos en el bosquecillo de eucaliptus y…

—Ni lo sueñes —le espetó ella.

—Bueno —rió—. Dejémoslo hasta el día de la ceremonia, si te gusta tener público. Entonces seremos tú y yo, muñeca, y las Cinco Galaxias observando.

Sonrió y flexionó sus poderosas manos. Los nudillos crujieron.

Gailet le dio la espalda y cerró los ojos. Tenía que concentrarse para impedir que le temblase el labio inferior. Rescátame, deseó contra toda razón o esperanza.

La lógica le reñía incluso por pensar en ello. Después de todo, su caballero blanco era sólo un simio, y lo más probable era que hubiese muerto.

Sin embargo, no pudo evitar un grito interior. Fiben, te necesito. Vuelve, Fiben.

80. ROBERT

Su sangre cantaba.

Tras meses en las montañas, viviendo de su propio ingenio y sudor tal como sus ancestros, con la piel curtida por el sol y por el roce punzante de las plantas nativas, Robert no se había dado cuenta de los cambios operados en él hasta que subió lleno de orgullo los últimos metros del estrecho y pedregoso camino y cruzó en diez largas zancadas de una vertiente a la otra.

La cima del paso Riwanda… He ascendido mil metros en dos horas y mi corazón apenas late más deprisa.

No sentía ninguna necesidad de descansar, pero, no obstante, se obligó a disminuir el ritmo hasta convertirlo en un paseo. Además, aquella vista merecía la pena contemplarse con un poco de calma.

Permaneció inmóvil en el mismo centro de la cordillera de Mulun. A sus espaldas, hacia el norte, las montañas se alejaban en dirección este formando una gruesa faja, y en dirección oeste, hacia el mar, donde resurgían en un archipiélago de fértiles e imponentes islas.

Había tardado un día y medio, corriendo, en llegar allí desde las cuevas, y ahora veía ante sí el terreno que aún le faltaba recorrer para llegar a su destino.

Ni siquiera estoy seguro de que encontraré lo que busco. Las instrucciones de Athaclena habían sido tan vagas como sus propias impresiones acerca de hacia dónde enviarlo.

Ante él se extendían más montañas que descendían, de una en una, hacia una estepa grisácea, parcialmente oculta por la bruma. Antes de llegar a esos llanos tendría que subir y bajar todavía más por estrechos caminos que apenas habían sido pisados ni aun en tiempos de paz. Él era, a buen seguro, el primero que tomaba aquella dirección desde el inicio de la guerra.

Pero lo peor ya había pasado No le gustaba correr montaña abajo, pero sabía cómo avanzar dando saltos sin que las rodillas se resintiesen. Y abajo pronto encontraría agua.

Agitó su cantimplora de cuero y tomó un pequeño trago. Sólo quedaban unos pocos decilitros, aunque estaba seguro de que le bastarían.

Se protegió los ojos con la mano para mirar más allá de los picos de color púrpura, hacia las altas y empinadas colinas donde tendría que acampar aquella noche. Encontraría arroyos, pero no exuberantes junglas tropicales como en la húmeda vertiente norte de la cordillera de Mulun. Y tendría que pensar también en cazar algo para comer antes de adentrarse en la seca sabana.

Los guerreros apaches podían recorrer desde Taos al Pacífico en pocos días y no comían más que un puñado de trigo tostado durante todo el camino.

Él, por supuesto, no era un guerrero apache. No llevaba consigo más que unos cuantos gramos de concentrado de vitaminas pues, para lograr una buena velocidad de marcha, había decidido viajar con poco equipaje. En aquel momento, la rapidez tenía más importancia que los gruñidos de su estómago.

Un reciente corrimiento de tierra había bloqueado el camino y se vio obligado a desviarse ligeramente. Luego apretó un poco más el paso mientras el sendero descendía en cerrados zigzags.


Esa noche, Robert durmió en un desfiladero cubierto de musgo, cerca de una goteante fuente y envuelto en una delgada sábana de seda. Sus sueños fueron tan tranquilos como él imaginaba que debía de ser el espacio si uno conseguía mantenerse alejado del constante zumbido de las máquinas.

Fue en especial la quietud en la red de empatía, después de los meses de alboroto de la jungla tropical, la que dotó a su sueño de una amable soledad. En unas tierras vacías como aquéllas, uno podía captar a más distancia, incluso con unos sentidos tan rudimentarios como los suyos.

Y, por primera vez, no existía el indicio áspero y casi metálico, metafóricamente hablando, de las mentes alienígenas que normalmente se captaban hacia el noroeste. Estaba protegido de los gubru, y también de los humanos y los chimps. La soledad era una sensación extraña.

Tal sensación de extrañeza no desapareció con la luz del alba. Llenó la cantimplora en la fuente y bebió en abundancia para engañar un poco el hambre. Entonces empezó de nuevo la carrera.

En aquella empinada colina el descenso era fatigante, pero los kilómetros pasaban deprisa. Antes de que el sol recorriera la mitad de su camino hacia el cénit, apareció la alta estepa. Corrió atravesando sinuosas colinas, dejando los kilómetros a su espalda como ideas apenas pensadas y rápidamente olvidadas. Mientras corría, Robert sondeó el paisaje. En seguida tuvo la certeza de que en aquella extensión había entidades extrañas, en algún lugar más allá de las hierbas altas, o entre ellas.

¡Si la captación fuese un sentido más localizador! Tal vez había sido esa misma imprecisión lo que había evitado que los humanos desarrollasen sus toscas habilidades.

En cambio, nos hemos dedicado a otras cosas.

Había un juego que practicaban con frecuencia tanto los humanos como los galácticos que sentían un cierto interés por el asunto. Consistía en tratar de reconstruir a los legendarios «tutores perdidos de la Humanidad», los casi míticos viajeros del espacio que habían sido los supuestos iniciadores de la Elevación de los seres humanos hacía, tal vez, unos cincuenta mil años, y que luego desaparecieron misteriosamente con el trabajo «a medio hacer».

Había, por supuesto, unos cuantos intrépidos herejes, incluso entre los galácticos, que sostenían que las viejas teorías de los terrestres eran ciertas, que era en cierto modo posible para una raza elevarse por sí sola… desarrollar una inteligencia astronáutica y, mediante el propio esfuerzo, salir de la oscuridad y avanzar hacia el conocimiento y la madurez.

Pero, incluso en la Tierra, la mayoría consideraba que era una teoría pintoresca. Los tutores elevaban pupilos, y éstos asumían más tarde el papel de tutores y elevaban a nuevas especies presapientes. Ése era el sistema y había sido siempre así desde los días de los Progenitores, hacía mucho, mucho tiempo.

Había una real carencia de indicios. Fueran quienes fuesen los tutores del hombre, habían ocultado muy bien su rastro y por un motivo muy evidente: una raza tutora que abandonaba a sus pupilos resultaba por lo general proscrita.

No obstante, el juego de las adivinanzas continuaba.

Ciertos clanes tutores quedaban descartados porque nunca hubieran elegido una especie omnívora para elevarla. Otros no eran apropiados para vivir en la Tierra, ni siquiera para visitarla por un tiempo breve, debido a la gravedad, la atmósfera o un sinfín de razones más.

Muchos admitían que no podía tratarse tampoco de un clan que creyera en la especialización. Algunos clanes elevaban a sus pupilos con finalidades muy concretas en sus mentes. El Instituto de Elevación exigía que toda nueva raza sapiente pudiera pilotar naves espaciales, ejercitar el razonamiento y la lógica y llegar a ser capaz de alcanzar algún día, a su vez, la condición de raza tutora. Pero aparte de eso, el Instituto ponía pocas limitaciones a los tipos de cometidos para los que podía prepararse a las especies pupilas. Algunas eran destinadas a convertirse en hábiles artesanas, otras en filósofas y otras en poderosos clanes guerreros.

Pero los misteriosos tutores de la Humanidad tenían que haber sido generalistas, ya que el hombre, el animal, era una bestia muy flexible.

Sí, y a pesar de la manifiesta flexibilidad de los tymbrimi, había cosas que ni siquiera esos maestros de la adaptabilidad podían soñar hacer.

Como ésta, pensó Robert.

Una bandada de pájaros nativos irrumpió en el aire batiendo las alas mientras Robert corría sobre los terrenos que utilizaban para procurarse alimentos. Unos seres pequeños y espantadizos oyeron el ruido que hacía al acercarse y se pusieron a cubierto.

Una manada de animales, de patas largas y rápidas, parecidos a pequeños venados, salieron corriendo ante él, aumentando la distancia que los separaba sin esfuerzo. Como corrían hacia el sur, en su misma dirección, decidió seguirlos. Pronto se acercó al lugar donde se habían detenido a comer.

Una vez más salieron huyendo, volvieron a aventajarlo y pararon a comer de nuevo.

El sol estaba ya alto y era la hora del día en que los animales del llano, tanto los cazadores como sus presas solían buscar dónde guarecerse del calor. Cuando no había árboles, excavaban en el suelo cerca de los arroyuelos para encontrar capas más frescas, y se tumbaban en la escasa sombra existente a la espera de que declinara el ardiente sol.

Pero aquel día, una de las criaturas no se detuvo: siguió acercándose. Los pseudovenados parpadearon consternados al ver que Robert se aproximaba una vez más. Tras esto, pusieron un poco más de distancia entre ellos y el muchacho. Se detuvieron en lo alto de una pequeña loma, jadeando y con un hambre terrible.

¡La cosa de dos piernas seguía acercándose!

Una inusitada excitación se extendió por la manada, la premonición de que aquello podía ir en serio.

Todavía jadeando, huyeron una vez más.

El sudor brillaba como aceite sobre la aceitunada piel de Robert. Centelleaba bajo los rayos del sol, temblando en pequeñas gotas que a veces se desprendían debido a su carrera.

Pero en su mayor parte, el sudor se extendía por su cuerpo y cubría su piel, evaporándose con el roce del viento que generaba su propio paso. Una seca brisa del sudeste le ayudaba a cambiar de estado y convertirse en vapor. Robert mantuvo un paso firme y uniforme, sin intentar competir con los pseudovenados. De vez en cuando se detenía, tomaba pequeños sorbos de su cantimplora y reemprendía la persecución.

Llevaba el arco sujeto a la espalda. Pero, por alguna razón, ni siquiera pensó en utilizarlo. Corría y corría bajo el sol, que se hallaba en su punto más alto. Sólo los perros locos y los ingleses…, pensó.

Y los apaches… y bantúes… y tantos otros…

Los humanos estaban acostumbrados a pensar que era su cerebro lo que los hacía tan distintos de los otros miembros del reino animal de la Tierra. Y era cierto que las herramientas, el fuego y el lenguaje los habían convertido en los señores de su planeta, mucho antes de haber oído hablar de ecología o del deber de las especies de más rango de preocuparse por aquellas menos dotadas de entendimiento. Durante esos oscuros milenios, hombres y mujeres inteligentes, aunque ignorantes, habían utilizado el fuego para hacer que se despeñaran manadas enteras de osos o mamuts, causando la muerte de cientos de ellos por la carne de uno o dos. Mataron a millones de pájaros para que sus mujeres se adornasen con las plumas. Cortaron bosques enteros para cultivar opio.

Sí, la inteligencia en manos de niños ignorantes era un arma peligrosa. Pero Robert sabía un secreto.

En realidad no necesitamos todos esos talentos para gobernar nuestro mundo.

Se aproximó de nuevo a la manada y, aunque el hambre lo acuciaba, se detuvo a contemplar la belleza de las criaturas nativas. No había duda de que en cada generación aumentaba su tamaño. Ya eran mucho mayores que sus ancestros de la época en que los bururalli habían exterminado a todos los grandes ungulados que solían habitar en aquellos llanos. Algún día llegarían a ocupar el vacío ecológico reinante. Ya ahora eran mucho más veloces que un hombre.

La velocidad era una cosa, pero la resistencia otra totalmente distinta. Cuando se volvieron para alejarse de él otra vez, Robert vio que algunos de los miembros de la manada empezaban a parecer algo asustados Los pseudovenados tenían ahora salpicaduras de espuma alrededor de la boca, llevaban la lengua fuera y sus cajas torácicas se movían a un ritmo muy rápido.

El sol abrasaba. La transpiración cubría su cuerpo con una fina película y lo refrescaba al evaporarse. Robert controló su paso.

Las herramientas, el juego y el lenguaje nos dieron ciertas ventajas. Nos dieron lo que necesitábamos para iniciar una cultura. Pero ¿eran lo único que teníamos?

Una canción había empezado a sonar detrás de sus ojos, en la red de pequeñas cavidades, en el suave fluido que humedecía su cerebro para defenderlo de su dura y acelerada marcha. Los latidos de su corazón le acompañaban como el auténtico ritmo de un contrabajo. Los tendones de sus piernas eran como tensos y zumbadores arcos…, como las cuerdas de un violín.

Ahora podía oler a los venados, y su hambre acentuaba aquella atávica emoción. Se identificaba con su presunta presa. De un modo extraño, Robert experimentaba una plenitud que nunca antes había sentido. Estaba vivo.

Apenas se dio cuenta de que se aproximaba a unos venados que habían caído. Las madres y sus crías parpadearon sorprendidas al verlo pasar junto a ellas sin siquiera mirarlas. Robert había localizado su objetivo y proyectó un sencillo glifo para decirles a los demás que se relajasen y se apartasen mientras él cazaba un gran macho que corría al frente de la manada.

Tu eres el que busco, pensó. Has vivido bien y has transmitido tus genes. Tu especie ya no te necesita tanto como yo.

Tal vez sus ancestros utilizaban el sentido de empatía más que el hombre moderno. Ahora entendía su función. Pudo captar el creciente terror del macho mientras sus compañeros, uno a uno, se apartaban hacia un lado El macho se lanzó a una desenfrenada carrera, saltando hacia adelante. Pero al cabo de un rato tuvo que detenerse a descansar. Jadeaba terriblemente, tratando de tomar aliento, con los flancos palpitantes al ver acercarse a Robert.

Con la boca cubierta de espuma, se volvió para seguir huyendo.

Ahora la cuestión estaba entre ellos dos.

Gimelhai abrasaba. Robert lo siguió.

Un instante después, mientras seguía corriendo, se llevó la mano al cinturón para desenfundar su cuchillo. Escogió aquella arma con cierta repugnancia. Lo que lo decidió a usarla, en lugar de emplear las manos, fue la empatía con su presa y un sentimiento de piedad.


Unas horas más tarde, cuando su estómago ya no gruñía de hambre, tuvo el primer atisbo de una pista. Había empezado a dirigirse hacia el sudoeste, en la dirección que Athaclena esperaba que lo llevase a su objetivo. Mientras el día se aproximaba a su fin, Robert se protegió los ojos contra el sol de última hora de la tarde. Luego los cerró y exploró con sus otros sentidos.

Sí, algo estaba lo bastante cerca para ser captado. Si pensaba en ello metafóricamente, era como si le llegase un aroma familiar.

Siguió adelante a buen paso, siguiendo huellas que iban y venían, a veces tranquilas y sensibles, a veces tan salvajes como el venado que acababa de morir para que viviera Robert.

Cuando las huellas se hicieron más frecuentes, Robert se encontró ante un vasto soto lleno de feos matorrales espinosos. Pronto se pondría el sol y le sería imposible perseguir al ser que emitía tales vibraciones en aquella espesa y dañosa maleza. Por otro lado, no quería «cazar» a esa criatura, sólo hablar con ella.

Estaba seguro de que el ser ya se había dado cuenta de su presencia. Robert hizo un alto. Cerró los ojos y proyectó un sencillo glifo. Se movió a izquierda y a derecha y luego se precipitó entre las matas. Oyó movimientos.

Cuando abrió los ojos vio dos estanques oscuros y brillantes que parpadeaban ante él.

—Muy bien —dijo con suavidad—. Sal, por favor, es mejor que hablemos.

Hubo otro momento de indecisión. Entonces apareció, arrastrando los pies, un chimp de largos brazos, más peludo de lo normal, con espesas cejas y una ancha mandíbula. Iba sucio y totalmente desnudo.

Tenía varias manchas que Robert atribuyó a sangre coagulada, y no precisamente proveniente de sus pequeños rasguños. Bueno, después de todo, somos primos. Y los vegetarianos no sobreviven mucho tiempo en las estepas.

Al notar que el peludo chimp no quería mirarle a los ojos, Robert no insistió.

—Hola, Jo-jo —le dijo suavemente, con verdadera dulzura—. He recorrido un largo camino para traer un mensaje para tu jefe.

81. ATHACLENA

La jaula estaba construida con gruesos tablones de madera unidos con alambre. Colgaba de un árbol en un resguardado valle, en la vertiente de sotavento de un humeante volcán. Los cables que la sujetaban en su sitio temblaban bajo ocasionales ráfagas de viento y hacían que la jaula se moviera.

Su ocupante, desnudo, sin afeitar y con auténtico aspecto de lobezno, miraba a Athaclena con una expresión que hubiera quemado incluso sin la aversión que irradiaba. Athaclena sintió que el pequeño claro del valle estaba saturado del odio del hombre. Había planeado que su visita fuera lo más corta posible.

—Pensé que le gustaría saber que el Triunvirato gubru ha decretado una tregua de protocolo bajo las Normas de Guerra —le dijo al mayor Prathachulthorn—. El monte ceremonial es ahora sacrosanto y ninguna fuerza armada de Garth puede actuar, excepto en autodefensa, mientras dure dicha tregua.

—Si hubiéramos atacado cuando yo lo planeé, no se hubiera producido esta tregua. —Prathachulthorn escupió entre los barrotes.

—Me parece dudoso. Ni siquiera los planes mejor trazados se ejecutan siempre a la perfección. Y si nos hubiéramos visto obligados a suspender la misión en el último momento, habríamos revelado todos nuestros secretos a cambio de nada.

—Ésa es tu opinión —bufó Prathachulthorn.

—Pero ése no es el único motivo ni el más importante. —Athaclena sacudió la cabeza. Estaba cansada de explicar inútilmente los matices del puntillo galáctico al oficial de los terrestres, pero encontró fuerzas para hacerlo una vez más—. Ya se lo he dicho antes, mayor. Es sabido que las guerras traen consigo ciclos de lo que ustedes, los humanos, llaman «devolver la pelota», cuando uno de los bandos castiga al otro por su último insulto y el otro bando a su vez toma represalias. Si eso no se limita, puede convertirse en una escalada que dure siempre. Desde las épocas de los Progenitores se han establecido unas normas para evitar que esos intercambios crezcan fuera de toda proporción.

—¡Demonios, admites que nuestra incursión habría sido legal si la hubiéramos hecho a tiempo! —renegó Prathachulthorn.

—Legal quizá sí —asintió ella—. Pero también habría servido a los propósitos del enemigo, porque hubiera sido : la última acción antes de la tregua.

—¿Y qué diferencia hay?

—Los gubru —intentó explicar ella con paciencia— han declarado la tregua mientras todavía ostentan una posición de dominio. Eso está considerado como algo honorable. Se puede decir que «ganan puntos» al hacerlo. Pero su ganancia se multiplica si lo hacen inmediatamente después de ser golpeados. Si se controlan y no toman represalias, los gubru muestran una actitud de indulgencia y eso les hace ganar la confianza de…

—¡Ja! —rió Prathachulthorn—. ¿Y de qué les serviría con todo el monte ceremonial en ruinas?

Athaclena inclinó la cabeza. No tenía tiempo de discutir. Si se quedaba allí demasiado rato, la teniente McCue podría sospechar que su comandante estaba escondido en ese lugar. Los infantes de marina habían peinado ya varios posibles lugares escondite.

—Eso daría como resultado que la Tierra tuviera que financiar un nuevo enclave ceremonial.

—Pero… pero ¡si estamos en guerra! —Prathachulthorn la miraba con fijeza.

—Exactamente —asintió ella interpretando mal sus palabras—. No se puede permitir una guerra sin reglamento, sin que los poderosos clanes neutrales vigilen esa regulación. La alternativa sería la barbarie. —La mirada amarga del hombre fue su única respuesta—. Además, la destrucción del enclave hubiera significado que los humanos no quieren que sus pupilos sean examinados y juzgados para posteriores promociones. Pero ahora son los gubru los que deben rendir honor a esta regla. El clan de los humanos ha ganado una superioridad parcial por ser la parte agraviada, no vengada. Esta brizna de idoneidad puede convertirse en algo crucial en los días por venir.

Prathachulthorn frunció el ceño. Durante unos instantes pareció concentrarse, como si un hilo de la lógica de la muchacha quedase fuera de su alcance. Athaclena vio que su atención brillaba tenuemente mientras lo intentaba, para desaparecer luego. El mayor hizo una mueca y escupió otra vez.

—Vaya montón de disparates. Muéstrame pájaros muertos. Ésa es la única moneda que soy capaz de contar. Amontónalos hasta que lleguen a la altura de esta jaula, señorita hija del embajador, y tal vez, sólo tal vez, te deje seguir con vida cuando por fin salga de aquí.

Athaclena se estremeció. Sabía lo inútil que resultaba mantener prisionero a un hombre como aquél. Tendría que haberlo drogado. O tendría que haberlo matado. Pero ella no podía decidirse a hacer ninguna de ambas cosas, y menos aún a perjudicar más el destino de los chimps comprometiéndolos en tales delitos.

—Que tenga un buen día, mayor. —Se volvió dispuesta a marcharse.

Él no gritó al ver que se alejaba. En cierto modo, la parsimoniosa manera con que había formulado sus amenazas las hacían mucho más creíbles y peligrosas.

Ella tomó un camino escondido que salía del valle secreto por la ladera de la montaña y pasó junto a manantiales calientes que silbaban y humeaban de un modo intermitente. En la cima, Athaclena tuvo que replegar su corona para que no la golpearan los vientos otoñales. El cielo mostraba algunas nubes, pero el aire estaba lleno de bruma debido al polvo que llegaba de los distantes desiertos.

Colgada de la rama de un árbol encontró una de las vainas de esporas en forma de paracaídas, llevada seguramente por el viento desde algún campo de hiedra en placas. La dispersión otoñal ya estaba en marcha. Por fortuna había empezado hacía dos días, antes de que los gubru anunciasen la tregua. Ese hecho podía llegar a ser muy importante.

Era un día extraño, mucho más que cualquier otro desde la noche de los terribles sueños, poco antes de que ascendiera a la montaña para enfrentarse con el cruel legado de sus padres.

Tal vez los gubru están probando de nuevo su derivación hiperespacial.

Había sabido que el ataque de sueños de aquella fatídica noche había coincidido con las primeras pruebas de la nueva instalación de los invasores. Sus experimentos habían provocado la expansión de oleadas de probabilidad incontrolada en todas direcciones, y los psíquicamente sensibles habían experimentado extrañas combinaciones de terror mortal e hilaridad.

Ese tipo de error no parecía propio de los siempre meticulosos gubru, y podía ser, en cambio, la confirmación del informe de Fiben Bolger acerca de los serios problemas de liderazgo en el enemigo.

¿Había sido ésa la causa de que tutsunucann cayera aquella noche de una forma tan repentina y violenta? ¿Había sido toda esa energía suelta la responsable del terrorífico poder de su relación s’ustru’thoon con Uthacalthing?

¿Podía aquello y las siguientes pruebas de esos grandes motores explicar por qué los gorilas habían empezado a comportarse de un modo tan extraño?

De lo único que Athaclena estaba segura era de que se sentía nerviosa y asustada. Pronto, pensó. Pronto llegará el clímax.

Había recorrido ya la mitad del camino de descenso hacia su tienda cuando un par de chimps sin aliento surgieron de la jungla y se dirigieron a toda prisa montaña arriba hacia ella.

—Señorita…, señorita —jadeaba uno de ellos. El otro permanecía a su lado resollando audiblemente.

La lectura inicial de su pánico le provocó una afluencia hormonal, que sólo decreció ligeramente cuando sondeó el miedo de los chimps y captó que no era debido a un ataque enemigo. Era otra cosa lo que los aterrorizaba y parecía haberles hecho perder el juicio.

—Señorita Ath-Athaclena —dijo el primer chimp con voz entrecortada—. Tiene que venir en seguida.

—¿Por qué, Petri? ¿Qué ocurre?

—Los ’rilas —tragó saliva—. ¡No podemos controlarlos!

Con que era eso, pensó. Hacía más de una semana que la grave y átona música de los gorilas estaba causando ataques de nervios a sus vigilantes chimps.

—¿Qué hacen?

—¡Se marchan! —gimió el segundo mensajero.

—¿Qué has dicho? —Athaclena estaba asombrada.

—Se van. —Los ojos castaños de Petri estaban llenos de estupefacción—. ¡Se han levantado y se han ido! ¡Van hacia el Sind y no parece haber nada capaz de detenerlos!

82. UTHACALTHING

Su avance hacia las montañas se había hecho considerablemente más lento en los últimos días. Kault dedicaba casi todo su tiempo a trabajar con sus improvisados instrumentos… y a discutir con su compañero tymbrimi.

Con qué rapidez cambian las cosas, pensó Uthacalthing. Se había esforzado mucho para inducir en Kault aquella fiebre de sospechas y excitación. Y ahora descubría que añoraba su anterior y apacible camaradería, los largos y perezosos días de charlas, recuerdos y exilio común, por más frustrante que entonces pareciese.

Eso había sido, por supuesto, cuando Uthacalthing estaba entero, cuando era capaz de observar el mundo con ojos de tymbrimi y a través del suavizante velo del capricho.

¿Y ahora? Uthacalthing sabía que otros individuos de su raza lo habían considerado serio y duro. Ahora, en cambio, lo considerarían incapacitado. Quizá sería mejor morir.

Me ha sido arrebatado mucho, pensó mientras Kault murmuraba entre dientes en un rincón de su refugio. Fuera soplaban fuertes ráfagas de viento entre la vegetación de la estepa. La luna iluminaba unas largas crestas de colinas que parecían perezosas olas del océano, bloqueadas por una violenta tormenta.

¿Tenía ella que despojarme de tanto?, se preguntó sin ser realmente capaz de sentirlo o preocuparse demasiado.

Athaclena, desde luego, apenas sabía lo que hacía cuando aquella noche decidió que necesitaba invocar la promesa que sus padres habían hecho. S’ustru’thoon no era una cosa para la que alguien pudiera entrenarse. Un recurso tan drástico y que se usaba tan raramente no podía ser bien descrito por la ciencia. Y, por su propia naturaleza, s’ustru’thoon era algo que uno sólo podía hacer una vez en la vida.

Además, ahora que lo consideraba retrospectivamente, recordó algo que en su momento no había notado.

Fue una noche de gran tensión. En las horas anteriores había sentido unas perturbadoras oleadas de energía, como si unos semiglifos fantasmagóricos de gran poder vibraran contra las montañas. Quizás eso explicara por qué la llamada de su hija había tenido tanta fuerza. Había utilizado alguna fuente de energía externa.

Y recordó algo más. En la tormenta s’ustru’thoon que Athaclena había desencadenado, no todo lo que le había sido arrebatado había ido a parar a ella.

Era extraño que no lo hubiese pensado antes; pero ahora, Uthacalthing recordaba que algunas de aquellas esencias habían volado más allá de ella. Aunque no podía ni imaginar dónde habían ido. Tal vez al origen de esas energías que había notado antes. Tal vez…

Uthacalthing estaba demasiado cansado para encontrar teorías racionales. ¿Quién sabe? Tal vez esas energías fueron a parar a los «garthianos». ¡Qué chiste tan malo! No merecía siquiera una leve sonrisa. Y sin embargo, la ironía resultaba alentadora. Demostraba que no lo había perdido todo.

—Ahora ya estoy seguro de ello, Uthacalthing. —La voz de Kault era grave y confiada mientras se volvía para dirigirse a él. Dejó a un lado el instrumento que había construido con viejos objetos recuperados de la colisión.

—¿Seguro de qué, colega?

—Seguro de que nuestras sospechas individuales se concentran en un hecho probable. Mire esto. Los datos que usted me mostró, sus investigaciones privadas con respecto a esas criaturas «garthianas», me han permitido sincronizar mi receptor, y ahora estoy seguro de haber encontrado la resonancia que andaba buscando.

—¿La ha encontrado? —Uthacalthing no sabía qué pensar de ello. Nunca había creído que Kault pudiera encontrar una auténtica confirmación de esas míticas bestias.

—Sé lo que le preocupa, amigo mío —dijo Kault alzando una de sus macizas y correosas manos—. El miedo de que mis experimentos hagan caer sobre nosotros la atención de los gubru. Pero tranquilícese. Estoy usando una banda muy estrecha y reflectando mi rayo en la luna más cercana. Es muy poco probable que lleguen a localizar la fuente de mi pequeña e insignificante sonda.

—Pero… —Uthacalthing sacudió la cabeza—. ¿Qué es lo que busca?

—Un cierto tipo de resonancia cerebral. —Las ranuras respiratorias de Kault se inflaron—. Es algo bastante técnico. Tiene relación con unas frases que leí en sus cintas sobre las criaturas garthianas. Esos pequeños datos que usted tenía parecían indicar que esos seres presapientes podían tener cerebros no muy distintos de los de los terrestres o los tymbrimi.

Uthacalthing estaba asombrado de ver cómo Kault había utilizado sus datos falsos con tanta celeridad y entusiasmo. Su antiguo yo hubiera estado encantado.

—¿Y entonces? —preguntó.

—Entonces… déjeme ver si puedo explicarlo con un ejemplo. Tome a los humanos…

—Por favor —intercaló Uthacalthing sin mucho entusiasmo, más bien llevado por la fuerza de la costumbre.

—… los terrestres representan uno de los muchos caminos que podemos tomar para llegar finalmente a la inteligencia. La suya implicaba la utilización de dos cerebros que más tarde se convirtieron en uno.

Uthacalthing parpadeó. Su mente trabajaba tan despacio…

—¿Se… se refiere al hecho de que sus cerebros tienen dos hemisferios parcialmente independientes?

—Claro. Y si bien esas mitades son similares y redundantes en ciertos sentidos, en otros se reparten el trabajo. Esta división es mucho más pronunciada en sus pupilos neodelfines.

«Antes de que llegasen los gubru, estaba estudiando datos sobre los neochimpancés, quienes, en muchos aspectos, son similares a sus tutores. Una de las cosas que tuvieron que hacer los humanos, al principio de su programa de Elevación, fue encontrar la forma de unir las funciones de las dos mitades del cerebro de los chimpancés presapientes dentro de sus conciencias. Hasta que eso se consiguió los neochimpancés sufrían un estado llamado «bicameralidad»…

Kault siguió hablando monótonamente en una jerga cada vez más técnica que dejaba a Uthacalthing muy atrás. Los secretos del funcionamiento cerebral parecían llenar el refugio como si se tratase de un humo denso. Uthacalthing se sintió casi tentado a formar un glifo para expresar su propio aburrimiento, pero carecía de la energía necesaria incluso para mover sus zarcillos.

—… así pues, la resonancia parece indicar que realmente hay mentes bicamerales, dentro del radio de alcance de mi instrumento.

Ah, , pensó Uthacalthing. En Puerto Helenia, cuando él era aún un inteligente organizador de complejos planes, ya había sospechado que Kault podía resultar un ser de recursos. Por tal razón había elegido como cómplice a un chimp regresivo. Probablemente, Kault estaba captando indicios del pobre Jo-Jo, cuyo cerebro atávico era en muchos aspectos similar al de los chimpancés no elevados de varios siglos atrás. Sin duda, Jo-Jo conservaba algo de esa «bicameralidad» de la que Kault hablaba.

—Estoy, por tanto, convencido, gracias a sus datos y a los míos, de que no hemos de esperar más —concluyó Kault—. Tenemos que dar con algún aparato que nos permita enviar mensajes interestelares.

—¿Y cómo espera conseguirlo? —preguntó Uthacalthing con algo de curiosidad.

—Tal vez podamos entrar a hurtadillas, con engaños o por la fuerza, en la sucursal de la Biblioteca Planetaria, pedir asilo y luego invocar prioridad en nombre de los cincuenta soles de Thenan. —Las ranuras respiratorias de Kault latían en una evidente y extraña excitación—. O tal vez haya otro modo. No me importa si eso significa que tenemos que robar una nave de guerra gubru. ¡Sea como sea, tengo que hacer llegar las noticias a mi clan!

¿Era ésta la misma criatura que había estado tan ansiosa por salir de Puerto Helenia antes de que llegasen los invasores? Kault parecía tan cambiado por fuera como Uthacalthing se sentía por dentro. El entusiasmo del thenanio era una llama ardiente, mientras que Uthacalthing tenía que avivar el suyo con mucho esfuerzo.

—¿Desea reivindicar el derecho sobre los presensitivos antes de que los gubru lo hagan? —le preguntó.

—Claro, ¿por qué no? Para salvarlos de tan horribles tutores daría incluso mi vida. Pero nos tenemos que dar mucha prisa. Si es verdad lo que he oído en nuestro receptor, los emisarios del Instituto ya están en camino hacia Garth. Creo que los gubru planean algo grande. Quizás hayan hecho el mismo descubrimiento. Tenemos que actuar en seguida si no queremos que sea demasiado tarde.

—Una pregunta más, distinguido colega —dijo Uthacalthing—. ¿Por qué debo ayudarle?

Kault dejó escapar un suspiro como un balón pinchado mientras que el borde de su cresta se desplomaba de repente. Miró a Uthacalthing con una expresión tan emocionada como ningún tymbrimi había visto nunca en el rostro de un thenanio.

—Sería un gran beneficio para los presensitivos —susurró—. Su destino sería mucho más feliz.

—Tal vez. Aunque es discutible. ¿Y eso es todo? ¿Confía sólo en mi altruismo?

—Err, hummm. —Kault parecía ofendido de que necesitara hacer más preguntas. Pero ¿podía estar sorprendido? Después de todo, era un diplomático y comprendía que los tratos mejores y más firmes se basaban en el propio interés—. Para mi partido político sería… sería una gran ayuda que yo les ofreciera tal tesoro. Seguramente podríamos volver a gobernar —sugirió.

—Una ligera mejora sobre lo intolerable no basta para que yo me entusiasme. —Uthacalthing sacudió la cabeza—. Todavía no me ha explicado por qué no debo reivindicar a los presensitivos para mi propio clan. Yo estuve investigando esos rumores antes que usted. Nosotros, los tymbrimi, seríamos unos excelentes tutores para esas criaturas.

¡Ustedes! Ustedes son unos… kph mimpher’rrengi. —La frase equivalía a algo así como «delincuentes juveniles». Fue casi bastante para hacer sonreír de nuevo a Uthacalthing. Kault se sentía incómodo. Hacía un visible esfuerzo para mantener la compostura diplomática—. Ustedes, los tymbrimi, no tienen la fuerza, el poder suficiente para reivindicar algo así —murmuró.

Por fin, pensó Uthacalthing. Una verdad.

En tiempos como aquéllos, en circunstancias tan confusas como aquéllas, se necesitaba algo más que la mera prioridad en la solicitud para conseguir los derechos de adopción sobre una raza presapiente. El Instituto de Elevación consideraría oficialmente otros muchos factores.

—Volvamos a la pregunta número uno —dijo Uthacalthing—. Si ni los tymbrimi ni los terrestres podemos adoptar a los garthianos, ¿por qué debo ayudarle a que lo hagan los thenanios?

Kault se balanceaba de un lado a otro como si intentara evitar el calor del asiento. Su tristeza resultaba muy obvia, tanto como su desesperación.

—Puedo prácticamente garantizarle el cese de todas las hostilidades de mi clan contra el suyo —masculló al fin.

—No basta —se apresuró a decir Uthacalthing.

—¿Qué más puede pedirme? —explotó Kault.

—Una auténtica alianza. Una promesa de ayuda thenania contra los que están asediando Tymbrimi.

—Pero…

—Y la garantía ha de ser firmada. Por anticipado. Y ha de tener efecto tanto si esos presapientes suyos existen como si no.

—No puede esperar que… —balbuceó Kault.

—Claro que sí. ¿Por qué he de creer en esas criaturas «garthianas»? Para mí, sólo son rumores interesantes. Nunca le he dicho que creyese en ellos. Y, no obstante, quiere que arriesgue mi vida acompañándolo a enviar un mensaje. ¿Por qué debo hacerlo sin una garantía para mi pueblo?

—¡Esto… esto es inaudito!

—Sin embargo es mi precio. Tómelo o déjelo.

Durante un instante, Uthacalthing sintió la emocionante sospecha de que iba a presenciar algo inesperado. Parecía como si Kault fuese a perder el control…, como si fuera a sufrir un ataque de violencia. Al ver aquellos enormes puños que se crispaban, Uthacalthing notó que su sangre se transformaba con las hormonas de cambio. Una oleada de temor nervioso lo hizo sentirse más vivo de lo que se había sentido en los últimos días.

—Será… será como usted quiere —gruñó Kault al fin.

—Bien. —Uthacalthing suspiró y se relajó. Sacó su ordenador—. Vamos a trabajar juntos en la redacción de este acuerdo.

Les costó más de una hora redactarlo. Cuando estuvo terminado, con la firma de ambos en cada una de las copias, Uthacalthing le dio a Kault una de las grabaciones y se quedó con la otra.

Sorprendente, pensó. Lo había planeado todo para que llegara ese día. Ésta era la segunda parte de su gran broma, finalmente lograda. Haber engañado a los gubru había sido maravilloso. Esto era sencillamente increíble.

Y, sin embargo, en aquellos momentos, Uthacalthing se sentía más aturdido que triunfante. No le atraía la ascensión que tenían por delante: una accidentada vereda hacia las empinadas cimas del macizo de Mulun, seguida de un desesperado intento que terminaría, sin duda, con la muerte de ambos.

—Usted sabe, Uthacalthing, que mi pueblo no aceptara este trato si resulta que yo estoy equivocado. Si los garthianos no existen, los thenanios me repudiarán. Utilizarán todos los recursos diplomáticos para anular este contrato, y yo estaré acabado.

Uthacalthing no miró a Kault. Eso constituía otro motivo más para su sensación de deprimido distanciamiento. Se supone que un gran bromista no ha de sentirse culpable, se dijo. Tal vez he pasado demasiado tiempo entre los humanos.

El silencio se prolongó un rato más, mientras ambos seguían sumidos en sus propias meditaciones.

Naturalmente, Kault sería repudiado. Naturalmente, los thenanios no se dejarían arrastrar a formar una alianza, ni siquiera a firmar la paz con la entente Tierra-Tymbrimi. Lo único que siempre había deseado Uthacalthing era sembrar confusión entre sus enemigos. Si Kault conseguía, por algún milagro, enviar su mensaje y lograba que vinieran los ejércitos thenanios a este planeta distante, entonces los dos grandes enemigos de su pueblo estarían enfrentándose en una gran batalla que los arruinaría… Una batalla por la conquista de nada. De una especie que no existía. Por los fantasmas de unas criaturas asesinadas hacía cincuenta mil años.

¡Qué broma tan maravillosa! Tendría que sentirme feliz. Emocionado.

Con tristeza, reconoció que ni siquiera podía culpar al s’ustru’thoon de su incapacidad para disfrutar con aquello. No podía culpar a Athaclena por el sentimiento que lo embargaba…, el sentimiento de que acababa de traicionar a un amigo.

Oh, bueno, se consoló Uthacalthing. Seguramente todo esto es una entelequia. Para que Kault llegue a un lugar desde donde pueda enviar el mensaje, se necesitarán muchos milagros, cada uno más grande que el anterior.

Todo parecía indicar que morirían inútilmente los dos juntos en el intento.

En su tristeza, Uthacalthing encontró la energía suficiente para extender un poco sus zarcillos. Formaron un sencillo glifo de pena al tiempo que volvía la mirada hacia Kault.

Éste estaba a punto de hablar cuando, de repente, sucedió algo inusitado. Uthacalthing sintió una presencia volar en la noche. Pero desapareció con la misma rapidez que había llegado.

¿Lo he imaginado? ¿Estoy en completa decadencia?

Pero regresó de nuevo. Ahogó un grito de sorpresa al captar cómo rodeaba la tienda en una espiral cada vez más estrecha, rozando finalmente los bordes de su replegada aura. Alzó la vista, intentando distinguir lo que se arremolinaba tras su refugio.

¿Qué estoy haciendo? ¿Tratando de ver un glifo?

Cerró los ojos y dejó que la no-cosa se aproximase. Se abrió a la captación.

¡Puyr’itiirumbul! —gritó.

—¿Qué pasa, amigo? —Kault se volvió bruscamente—. ¿Qué…?

Pero Uthacalthing se había puesto de pie y salía a la oscura noche como si un hilo tirase de él.

Mientras husmeaba y utilizaba todos sus sentidos para buscar en la tenebrosa oscuridad, percibió de pronto un olor transportado por la brisa.

—¿Quién anda ahí? —gritó Uthacalthing—. ¿Quién es?

Vislumbró dos figuras bajo la pálida luz de la luna. ¡Entonces es cierto!, pensó Uthacalthing. Un humano lo había buscado con su sentido de empatía, un sentido tan diestro que bien podría haber pertenecido a un joven tymbrimi.

Y ahí no se acabaron las sorpresas. Miró estupefacto al alto, bronceado y barbudo guerrero, que semejaba el héroe de uno de esos bárbaros cuentos épicos terrestres anteriores al Contacto, y soltó un grito de asombro cuando, de pronto, reconoció a Robert Oneagle, el hijo playboy de la Coordinadora Planetaria.

—Buenas noches, señor —dijo Robert al tiempo que se detenía a unos metros de distancia y se inclinaba ante él.

A poca distancia tras de Robert, el neochimpancé Jo-Jo se retorcía las manos con nerviosismo. Aquello no concordaba con el plan original y temía enfrentarse a la mirada de Uthacalthing.

¿Vhooman’ph? ¡Idatess! —exclamó Kault en galáctico-Seis—. Uthacalthing, ¿qué está haciendo aquí un humano?

Robert hizo una nueva reverencia. Con una cuidadosa pronunciación saludó formalmente a ambos, incluyendo el nombre completo de sus especies respectivas. Luego continuó en galáctico-Siete.

—Honorables caballeros, he recorrido un largo camino para invitarlos a una fiesta.

83. FIBEN

—¡Tranquilo, Tyco, tranquilo!

El animal, normalmente plácido, daba sacudidas y tiraba de las riendas. Fiben, que nunca había sido un buen jinete, se vio obligado a desmontar a toda prisa y agarrar el ronzal del animal.

—Calma, relájate —lo tranquilizó—. Es sólo otra nave de transporte. Las hemos estado oyendo todo el día. Pronto se habrá ido.

Tal como le había prometido, el sonido chirriante se fue apagando apenas la nave pasó sobre ellos y desapareció tras unos árboles cercanos, en dirección a Puerto Helenia.

Muchas cosas habían cambiado desde que Fiben recorriera por primera vez aquel camino, pocas semanas después del inicio de la invasión. En aquel entonces, había seguido una concurrida carretera rodeada de primaverales tonos verdes. En esta ocasión, mientras cruzaba un valle que mostraba los primeros signos de un crudo invierno, sentía las ráfagas de viento a sus espaldas. La mitad de los árboles ya habían perdido sus hojas y éstas volaban arremolinadas por los senderos y praderas. Las huertas no tenían frutos y en los caminos vecinales no había tráfico.

Tráfico de superficie, por supuesto. En el cielo, la multitud de vehículos de transporte parecía incesante. Los gravíticos de los aparatos gubru le producían molestias en el sistema nervioso periférico. Las primeras veces, los pelos se le habían erizado, y no sólo por los campos vibrantes. Esperaba que le dieran el alto, que lo interrogaran o incluso que le disparasen a primera vista.

Pero los galácticos lo habían ignorado por completo, sin dignarse distinguir, al parecer, a un chimp solitario de oíros que habían sido enviados a ayudar en las cosechas o de los especialistas que habían empezado a atender de nuevo unas cuantas estaciones ecológicas.

Fiben habló con algunos de estos últimos, muchos de los cuales eran viejos conocidos. Le explicaron que estaban en libertad bajo palabra y que iban a recibir una cierta subvención para continuar su trabajo. Pero con el invierno en puertas, no había mucho que hacer. Aunque, al menos, existía de nuevo un programa y los gubru parecían dispuestos a dejarlos en paz para que cumplieran con sus obligaciones.

De hecho, la preocupación de los invasores estaba en otro lugar. El centro real de la actividad galáctica parecía estar en la zona sur, cerca del cosmodromo.

Y el monte ceremonial, recordó Fiben. En realidad no sabía qué iba a hacer si, por una remota posibilidad, conseguía llegar a la ciudad. ¿Qué sucedería si se dirigía directamente a esa lúgubre mansión que había sido anteriormente su cárcel? ¿El Suzerano de la Idoneidad volvería a recluirlo?

¿Lo aceptaría Gailet?

¿Seguiría ella allí?

Pasó junto a varios chimps vestidos con embozadas capas, que recogían los rastrojos de un campo recién cosechado. No lo saludaron, ni él supuso que lo harían. La recolección de las espigas era un trabajo que normalmente hacían los marginales más pobres. Sin embargo, mientras caminaba con Tyco hacia Puerto Helenia notó sus miradas clavadas en él. Cuando el animal se hubo tranquilizado un poco, Fiben montó de nuevo en la silla y siguió el recorrido a lomos del caballo.

Había pensado entrar en Puerto Helenia tal como lo hiciera aquella noche, por la verja. Si había resultado bien la primera vez, ¿por qué no la segunda? Además no tenía ganas de encontrarse con los secuaces del Suzerano de Costes y Prevención.

Resultaba tentador. No obstante, aunque la primera vez había tenido suerte, intentarlo una segunda sería una estupidez.

De todas formas, cuando dobló un recodo y se encontró con un puesto de guardia gubru, la decisión ya estaba tomada sin que él hubiera intervenido en ello. Dos robots de batalla de complejo diseño giraron y lo enfocaron.

—Calma, muchachos —dijo más para su propia tranquilidad que para la de ellos. Si hubieran estado programados para disparar a primera vista, no habría tenido ocasión de verlos.

Frente al fortín había un vehículo flotador blindado, apoyado sobre una plataforma. Unos pies de tres dedos asomaban por debajo, y no se necesitaban grandes conocimientos de galáctico-Tres para darse cuenta de que los gorjeos expresaban frustración. Cuando los robots silbaron en señal de advertencia, se produjo un fuerte golpe bajo el vehículo, seguido de unos gritos de indignación.

En seguida surgieron de entre las sombras un par de picos curvados y unos ojos amarillos que lo observaban sin parpadear. Uno de los desmelenados gubru se frotó !a rizada cresta de su cabeza.

Fiben apretó los labios para reprimir una sonrisa. Desmontó y se acercó hasta llegar a la altura del vehículo, para comprobar con sorpresa que ni los alienígenas ni las máquinas le dirigían la palabra.

Se detuvo ante los dos gubru y les hizo una reverencia.

Se miraron el uno al otro y empezaron a discutir, irritados. Uno de ellos dejó escapar lo que parecía un gemido de resignación. Dos soldados de Garra salieron de debajo del averiado vehículo y se pusieron de pie. Los dos le devolvieron una ligera aunque perceptible reverencia.

Se produjo un largo silencio.

Uno de los gubru soltó un leve suspiro y se sacudió el polvo de las plumas. El otro, simplemente, examinaba a Fiben.

¿Y ahora qué?, se preguntó. ¿Qué se suponía que debía hacer? Le picaban los pies.

Se inclinó de nuevo ante ellos y luego, con la boca seca, retrocedió y tomó las riendas del caballo. Con fingida indiferencia, empezó a caminar hacia la oscura verja que rodeaba Puerto Helenia, ahora visible a un kilómetro de distancia.

Tyco relinchó, movió la cola y soltó una aromática crepitación.

Tyco, por favor, pensó Fiben. Cuando por fin llegó a un recodo del camino que lo ocultaba de la vista de los gubru, se sentó durante unos instantes mientras su cuerpo se estremecía.

—Bueno —murmuró al fin—. Me parece que lo de la tregua va en serio.


Después de aquello, el puesto de guardia en la puerta de la ciudad resultó casi decepcionante. Fiben se divirtió al conseguir que los soldados de Garra le devolviesen la reverencia. Recordó algo de lo que Gailet le había enseñado sobre protocolo galáctico. Había sido vital conseguir ese reconocimiento por parte de los pupilos kwackoo, pero lograrlo de los propios gubru era delicioso.

Eso significaba evidentemente que el Suzerano de la Idoneidad se mantenía en su puesto, que no se había rendido.

Fiben dejó atrás una estela de chimps asombrados mientras él, montado en Tyco, recorría al galope las poco transitadas arterias urbanas de Puerto Helenia. Uno o dos de ellos le gritaron, pero en aquel momento no tenía otra cosa en mente que dirigirse a toda prisa hacia su antigua prisión.

Al llegar, encontró la verja de hierro abierta y sin centinelas. Los globos de vigilancia habían desaparecido de lo alto del muro de piedra. Dejó a Tyco que paciera en el descuidado jardín y quitó un par de blandos paracaídas de hiedra en placas que coronaban la puerta abierta.

—¡Gailet! —gritó.

Los guardias marginales también se habían ido. Trozos de papel y oleadas de polvo entraban empujados por el viento a través de la puerta y revoloteaban por el pasillo. Cuando llegó a la celda que había compartido con Gailet, Fiben se detuvo y miró con asombro.

Estaba en completo desorden.

Casi todos los muebles seguían allí, pero el costoso equipo de música y el holo-tapiz habían sido arrancados, obra sin duda de los margis antes de marcharse. En un costado, en el mismo sitio en que lo había dejado aquella noche, Fiben vio su ordenador personal.

Gailet se había ido.

Examinó el armario. Casi toda su ropa seguía allí. Era obvio que no había hecho las maletas. Descolgó la brillante túnica ceremonial que el personal del Suzerano le había entregado. La sedosa tela tenía un tacto que recordaba el cristal.

La túnica de Gailet no estaba.

—Oh, Goodall —gimió Fiben.

Giró sobre sus talones y se precipitó hacia la salida. Le bastó sólo un segundo para montarse de un salto en la silla, pero Tyco apenas levantó la vista de su comida. Fiben tuvo que gritarle y empujarle con los pies hasta que el animal comprendió un poco la urgencia de la situación. Con un girasol amarillo aún colgando de la boca, el caballo se volvió y trotó hacia la puerta en dirección a la calle. Una vez allí, Tyco bajó la cabeza y tomó impulso.

Eran todo un espectáculo, galopando por las silenciosas y casi vacías calles, con la flor y la túnica ondeando al viento como estandartes. Pero muy pocos presenciaron la loca cabalgada que los llevó hasta los concurridos muelles.

Parecía que todos los chimps de la ciudad se habían congregado allí. Se apiñaban principalmente al borde del agua: una masa móvil de cuerpos marrones vestidos con trajes invernales cuyas cabezas se movían al ritmo de las aguas de la bahía. Otros chimps se asomaban peligrosamente por las azoteas, y algunos hasta se colgaban de los caños de desagüe.

Resultó providencial que Fiben no fuera a pie. Tyco resultó realmente muy útil para abrirse camino con sus bufidos y golpes de hocico entre los asombrados chimps. Desde su posición privilegiada a lomos del caballo, Fiben pronto pudo enterarse de cuál era el motivo de aquella conmoción.

Como a medio kilómetro en el interior de la bahía se hallaban una docena de barcas de pesca tripuladas por chimps. Algunas de ellas se balanceaban y chocaban entre sí alrededor de una bruñida y blanca nave que brillaba ofreciendo un increíble contraste con las desvencijadas traineras.

La nave gubru estaba inmóvil en el agua. Dos de los pajaroides miembros de la tripulación permanecían en la popa, moviendo los brazos y gorjeando instrucciones que los marinos chimps ignoraban cortésmente, mientras ataban cuerdas a la nave averiada y empezaban a remolcarla poco a poco hacia la orilla.

¿Y qué? Un buen asunto, pensó Fiben. Una patrullera gubru había sufrido una avería. ¿Y eso había sacado a la calle a todos los chimps de la ciudad? Los habitantes de Puerto Helenia debían de andar muy escasos de diversiones.

Entonces se dio cuenta de que sólo unos pocos chimps estaban contemplando aquel rescate sin importancia en las aguas del puerto. La inmensa mayoría miraba hacia el sur, al otro lado de la bahía.

¡Oh! Fiben dejó escapar un suspiro y, también él, se quedó momentáneamente sin habla.

Sobre la distante meseta que ocupaba el cosmodromo colonial se alzaban unas nuevas y brillantes torres. Los radiantes monolitos no se parecían en absoluto a los vehículos de transporte gubru y tampoco a sus inmensas y globulares naves de guerra. Por el contrario, parecían brillantes campanarios…, agujas que se levantaban altas y confiadas y representaban una fe y tradición más antiguas que la vida en la Tierra.

De las elevadas naves espaciales, que transportaban a los dignatarios galácticos, tal como comprendió Fiben, surgían unos diminutos destellos de luz a medida que cruzaban el cielo hacia el oeste y se acercaban al contorno de la bahía. Finalmente, las naves se reunieron en una espiral de tráfico que comenzó a descender sobre la Punta Sur. Era ahí donde todo el mundo en Puerto Helenia parecía sentir que estaba ocurriendo algo especial.

Inconscientemente, Fiben guió al Tyco a través de la multitud y llegó al extremo del muelle principal. Una cadena de chimps, que llevaban unos distintivos ovalados, impedían que la multitud avanzase. Así que fuerzas de seguridad de nuevo, advirtió Fiben. Los marginales resultaron indignos de confianza, y los gubru han tenido que reinstaurar la autoridad civil.

Un chimp que llevaba el brazal de cabo de las fuerzas de seguridad agarró el ronzal de Tyco y empezó a hablar.

—¡Eh, amiguito! No se puede… —parpadeó—. ¡Ifni! ¡Pero si es Fiben…!

Fiben reconoció a Barnaby Fulton, uno de los chimps que habían estado comprometidos en el movimiento urbano clandestino de Gailet. Sonrió, aunque sus pensamientos estaban mucho más allá de las picadas aguas.

—Hola, Barnaby. No te había visto desde la insurrección del valle. Me alegra saber que sigues rascándote.

Habían empezado a llamar la atención. Chimps y chimas miraban hacia ellos, dándose codazos y susurrando en voz baja. Oyó su nombre repetido varias veces. Los susurros de la multitud disminuyeron cuando a su alrededor se formó un círculo de silencio. Dos o tres de los chimps que miraban extendieron la mano para tocar los duros flancos de Tyco o la pierna de Fiben, como para comprobar que eran reales.

—Siempre que pica, Fiben. —Barnaby hacía visibles esfuerzos para imitar la actitud despreocupada de Fiben—. Uh, un rumor hablaba de que estabas por allí —señaló hacia la impresionante actividad que tenía lugar en el otro extremo de la bahía—. Otro decía que te habían detenido y llevado a las montañas. Un tercero…

—¿Qué decía el tercero?

—El tercero… —Barnaby tragó saliva— decía que habías estirado la pata.

—Hummm —comentó Fiben en voz baja—. Creo que los tres son ciertos.

Vio que las traineras habían remolcado ya a la patrullera gubru averiada hasta muy cerca del muelle. Otras barcas tripuladas por chimps navegaban en la distancia, pero ninguna de ellas se decidía a cruzar la línea de boyas que podía verse extendida de un extremo a otro de la bahía.

—Uf, Fiben. —Barnaby miró a derecha e izquierda y continuó hablando en voz baja—. Hay en la ciudad unos cuantos chimps que están reorganizándose. Cuando recuperé mi brazalete tuve que jurar lealtad, pero puedo hacer llegar al profesor Oakes la noticia de que estás aquí.

Estoy seguro de que querrá convocar una reunión para esta noche.

—No tengo tiempo. —Fiben negó con la cabeza—. Tengo que llegar hasta allí. —Señaló hacia donde las brillantes naves resplandecían sobre los promontorios lejanos.

—Yo no lo haría. —Barnaby frunció los labios—. Esas boyas de vigilancia no dejan pasar a nadie.

—¿Han abatido a alguien?

—Bueno, que yo sepa, no. Pero…

Barnaby se interrumpió cuando vio que Fiben tiraba de las riendas y golpeaba al caballo con los talones.

—Gracias, Barnaby. Eso es todo lo que quería saber —dijo.

El servicio de seguridad se hizo a un lado para dejar pasar a Tyco hacia el embarcadero. Un poco más lejos, la pequeña flotilla de rescate acababa de llegar al muelle y se dedicaba a amarrar la reluciente nave de guerra gubru. Los marinos chimps no paraban de hacer reverencias y se movían en incómodas y respetuosas posturas bajo la irritada mirada de los soldados de Garra y de sus terribles robots de batalla.

En contraste, Fiben avanzó con su corcel a suficiente distancia para no tener la obligación de presentar sus respetos a los alienígenas. Pasó erguido frente a la patrullera, ignorándolos por completo, y se dirigió al extremo más alejado del embarcadero, donde los botes pesqueros más pequeños acababan de amarrar.

Cruzó una pierna sobre la silla y desmontó de un salto.

—¿Eres bueno con los animales? —preguntó a un sorprendido marino que lo miraba mientras terminaba de asegurar su embarcación. Cuando éste asintió, Fiben tendió las riendas de Tyco al pasmado chimp—. Entonces haremos un trueque.

Saltó a bordo y se dirigió a la cabina de mandos.

—Mándale la factura por la diferencia al Suzerano de la Idoneidad. ¿Lo has entendido? Al Suzerano de la Idoneidad de los gubru.

El asombrado chimp pareció notar que se le caía la mandíbula. La cerró con un sonoro clac.

Fiben conectó el encendido y quedó satisfecho con el sordo rugido del motor.

—Suelta las amarras —pidió, y en seguida volvió a sonreír—. Gracias. ¡Ah, y cuida bien de Tyco!

El marinero parpadeó. Parecía a punto de enojarse cuando aparecieron varios de los chimps que habían seguido a Fiben. Uno le susurró algo al oído. Entonces sonrió. Se apresuró a soltar las amarras del bote y luego lanzó la cuerda a cubierta. Cuando Fiben chocó torpemente contra el muelle al maniobrar, el chimp se limitó a dar un ligero respingo.

—B… buena suerte —logró decir.

—¡Eh, Fiben! ¡Suerte! —gritó Barnaby. Fiben saludó con la mano y enfiló mar adentro. Navegó describiendo un abierto arco y pasó casi por debajo de los flancos de la patrullera gubru. Vista de cerca no parecía de un blanco tan resplandeciente. En realidad, el casco acorazado estaba agujereado y corroído. Los soldados de Garra de la tripulación expresaban su frustración con unos agudos e indignados gorjeos.

Fiben no malgastó ni siquiera un pensamiento en ellos mientras viraba y ponía el bote rumbo al sur, hacia la línea de boyas que dividía la bahía y mantenía a los chimps de Puerto Helenia alejados de los importantes quehaceres propios de tutores que se desarrollaban en la orilla opuesta.


El agua, cubierta de espuma y agitada por el viento, tenía un color grisáceo debido a los habituales detritus que los vientos de levante arrastraban en esa época del año, desde hojas secas a plumas de pájaro, pasando por unos paracaídas casi transparentes de hiedra en placas. Fiben tuvo que reducir la velocidad para evitar las acumulaciones de detritus y las desvencijadas barcas de todo tipo llenas de expectantes chimps.

Mientras se acercaba a la barrera a poca velocidad, pasó junto a la última embarcación, cargada con los chimps más atrevidos y curiosos de Puerto Helenia, y se sintió observado por muchos ojos.

Goodall, ¿sé realmente lo que estoy haciendo?, se preguntó. Hasta entonces había actuado siguiendo un impulso automático. Pero ahora se daba cuenta de que se había metido en un buen lío. ¿Qué esperaba conseguir obrando de aquel modo? ¿Qué iba a hacer? ¿Colarse en la ceremonia? Miró las impresionantes naves espaciales que brillaban en todo su esplendor, llenas de poderío.

¡Como si fuera asunto suyo meter su semi-elevada nariz en las cuestiones de esos seres de antiguos y poderosos clanes! Todo lo que iba a conseguir sería provocar su propia vergüenza, y probablemente la de toda su raza.

—Tengo que pensar en esto —murmuró. Dejó el motor de la barca en punto muerto mientras se acercaba a la línea de boyas. Fue consciente de la cantidad de gente que lo estaba mirando en aquellos momentos.

Mi gente. Se… se supone que yo la tenía que representar.

Sí, pero me escabullí y ahora el Suzerano ya debe de haberse dado cuenta de su error y habrá tomado otra decisión. O habrán vencido los otros Supéranos y seré carne muerta si aparezco por allí.

Se preguntó qué pensarían si supieran que hacía sólo dos días había maltratado y secuestrado a uno de sus tutores, de hecho a su comandante legal. ¡Vaya representante de la raza!

Gailet no necesitaba a un tipo como yo. Le irá mejor sin mí.

Giró el timón, y el bote pasó cerca de una de las boyas blancas. La miró mientras se alejaba.

Vista de cerca, también parecía bastante vieja. Incluso un poco corroída. Pero, en su humilde posición, ¿quién era él para juzgarlo?

Fiben parpadeó ante tal pensamiento. ¡Ahora estaba exagerando demasiado!

Miró la boya y frunció los labios. ¿Por qué, por qué vosotrosengañosos hijos de puta…?

Desconectó los impulsores y dejó el motor de nuevo en punto muerto. Cerró los ojos y se apretó las manos contra las sienes, intentando concentrarse.

Me estoy frenando a mí mismo con otra barrera de miedo, como aquella noche junto a la verja de la ciudad. Pero ésta es más sutil. Juega con mi propio sentimiento de inutilidad. Abusa de mi humildad.

Abrió los ojos y miró la boya que había quedado atrás. Al fin sonrió.

¿Qué humildad? —preguntó en voz alta. Rió al tiempo que giraba el timón y ponía el motor otra vez en marcha. Ahora, al dirigirse hacia la barrera, no titubeó ni prestó atención a las dudas que los aparatos intentaban meterle en la mente.

—Después de todo —murmuró—, ¿qué pueden hacer para perturbar la confianza de un individuo con delirios de autosuficiencia?

Mientras dejaba atrás las boyas con sus dudas artificialmente inducidas, Fiben comprendió que el enemigo había cometido un gran error con todo aquello. La decisión que lo embargaba ahora era el total contraste de sus dudas anteriores. Se aproximaba a la franja opuesta de tierra con el ceño fruncido por una fiera determinación.

Algo ondeó en el aire golpeándole la rodilla. Miró hacia abajo y vio la plateada túnica ceremonial, la que había encontrado en el armario de la prisión. La había plegado bajo el cinturón antes de montar a caballo y salir atropelladamente hacia el puerto. No era extraño que en los muelles la gente lo mirase de aquella forma.

Fiben soltó una carcajada. Sujetando el timón con una mano, se enfundó la prenda de seda al tiempo que se dirigía hacia un silencioso rincón de la playa. Los acantilados le impedían ver qué estaba ocurriendo sobre el mar, más allá de la estrecha península. Pero el zumbido de las naves espaciales que seguían descendiendo, era —eso esperaba— una señal de que aún tenía tiempo.

Llevó el bote hasta una plataforma de brillante arena blanca, que ahora había perdido su atractivo por los restos flotantes arrastrados por la marea. Estaba a punto de saltar en el rompiente de las olas, donde las aguas le llegaban a la rodilla, cuando miró hacia atrás y vio que parecía estar ocurriendo algo en Puerto Helenia. El aire le llevaba débiles gritos de excitación. La inestable masa de formas marrones del muelle se dirigía ahora hacia la derecha.

Tomó un par de binoculares que colgaban del cabrestante y los enfocó hacia la zona del puerto.

Los chimps corrían de un lado a otro y muchos señalaban excitados hacia la entrada principal de la ciudad.

Pero un grupo cada vez más numeroso parecía dirigirse en la otra dirección… aparentemente no por miedo, sino por confusión. Los más excitados daban brincos y algunos caían al agua y tenían que ser izados por los más sensatos.

Lo que estaba ocurriendo no parecía causar pánico sino una intensa y casi total estupefacción.

Fiben no tenía tiempo para quedarse allí e intentar resolver aquel nuevo rompecabezas. En aquellos momentos creyó comprender sus modestos poderes de concentración.

Concéntrate en un solo problema a la vez, se dijo. Llegar hasta Gailet. Decirle que sientes mucho haberla abandonado y que no volverás a hacerlo nunca más.

Hasta él podía comprender algo tan sencillo como eso.

Encontró un sendero que ascendía desde la playa. Era escarpado y peligroso, en especial con aquellas ráfagas de viento. Sin embargo, se apresuró. El único límite a su paso fue el impuesto por la cantidad de oxígeno que sus limitados pulmones y su corazón podían bombear.

84. UTHACALTHING

Los cuatro formaban un grupo peculiar, mientras avanzaban a toda prisa hacia el norte, bajo un cielo encapotado. De vez en cuando, algunos animales nativos salían a mirarlos, parpadeando con momentánea estupefacción antes de esconderse de nuevo en sus madrigueras, prometiéndose no volver a abandonar la tarea de comer semillas maduras.

Para Uthacalthing, sin embargo, la forzada marcha era casi una humillación. Los demás, al parecer, tenían ventaja sobre él.

Kault jadeaba y resoplaba y era evidente que no le gustaba el accidentado terreno; pero una vez que el voluminoso thenanio se ponía en marcha, mantenía un ímpetu imparable.

Por lo que se refería a Jo-Jo, el pequeño chimp parecía una criatura en aquel entorno. Uthacalthing le había dado órdenes estrictas de no caminar apoyando los nudillos en presencia de Kault, pues no deseaba despertar las sospechas del thenanio; pero cuando el terreno se volvía demasiado abrupto, saltaba los obstáculos en vez de rodearlos. Y durante los trechos llanos, se montaba en los hombros de Robert.

Éste había insistido en cargar con el chimp, a pesar de que su estatus oficial abría un abismo entre ellos. Tal como andaban las cosas, el muchacho humano estaba muy impaciente. Era obvio que hubiera preferido hacer todo el camino corriendo.

El camino experimentado por Robert Oneagle era asombroso, e iba más allá de lo físico. La noche anterior, cuando Kault le pidió que explicase su historia por tercera vez, Robert manifestó clara e inconscientemente una sencilla versión del teev’nus sobre la cabeza. Uthacalthing pudo captar cómo el humano utilizaba con habilidad el glifo para reprimir su frustración y evitar cualquier muestra de descortesía hacia el thenanio.

Uthacalthing notó que Robert no lo contaba todo. Pero lo que dijo fue suficiente.

Sabía que Megan subestimaba a su hijo, pero de esto no tenía ni idea.

Obviamente, él también había infravalorado a su hija.

Obviamente. Uthacalthing intentaba no sentirse ofendido por el poder de su hija, el poder de robarle mucho más de lo que él hubiera creído que podía permitirse perder.

Se esforzaba por mantener el paso de los demás, pero los nodulos de cambio de Uthacalthing latían a causa del cansancio. No era simplemente porque los tymbrimi estuvieran más preparados para la adaptabilidad que para la resistencia. Era también un fallo de su voluntad. Los otros tenían un objetivo y, además, sentían entusiasmo.

A él, lo único que le mantenía en camino era el deber.

Kault se detuvo en lo alto de una elevación desde donde las montañas se veían cercanas e imponentes. Estaban entrando en un bosque de árboles achaparrados, que ganaban altura a medida que ascendían. Uthacalthing miró las empinadas pendientes que tenían ante sí, envueltas en lo que podría ser nubes de nieve, y deseó que no tuvieran que subir mucho más.

—Apenas puedo creer lo que me ha dicho —comentó Kault—. Hay algo en la historia del terrestre que no me parece cierto, querido colega.

T’junatu… —Uthacalthing cambió al ánglico porque éste parecía necesitar un consumo menor de aire—. ¿Qué… qué es lo que le resulta difícil de creer, Kault? ¿Piensa que Robert está mintiendo?

—¡Claro que no! —Kault hizo un gesto de desaprobación con las manos y su cresta se infló de indignación—. : Lo único que creo es que este joven es un ingenuo.

—¿Ingenuo? ¿En qué sentido? —Uthacalthing podía ahora levantar la mirada sin que su visión se dividiera í en dos imágenes separadas en su corteza cerebral. Robert y Jo-Jo no estaban a la vista. Seguramente se habían adelantado.

—Quiero decir que los gubru pretenden muchas más cosas de lo que afirman. El trato que han ofrecido, consistente en firmar la paz con la Tierra a cambio del alquiler de algunas islas de Garth y derechos genéticos de compra de neochimpancés, no parece merecer el coste de una ceremonia interestelar. Sospecho, amigo mío, que hay algo detrás de eso.

—¿Qué piensa usted que quieren?

Kault movió su cabeza casi sin cuello de derecha a izquierda, como para asegurarse de que nadie podía oírlos. Bajó el tono de voz.

—Sospecho que quieren forzar una adopción.

—¿Adopción? Oh… quiere decir…

—Los garthianos —concluyó Kault—. Por eso hemos tenido mucha suerte de que sus aliados terrestres nos hayan traído la noticia. Lo único que podemos esperar es que sean capaces de proporcionarnos un medio de transporte, o no llegaremos a tiempo de evitar una terrible tragedia.

Uthacalthing se lamentó por todo lo que había perdido, pues Kault planteaba una cuestión tan desconcertante que bien merecía un glifo de delicada ironía.

Era cierto que había tenido un éxito que superaba sus expectativas más audaces. Según Robert, los gubru se habían tomado el mito de los garthianos al pie de la letra. Al menos durante el tiempo suficiente para que les causara daños y vergüenza.

También Kault había llegado a creerse aquella fábula fantasmal. Pero ¿era una fábula lo que Kault afirmaba haber verificado con sus instrumentos?

Increíble.

Y ahora, los gubru parecían estar comportándose como si pudieran basarse en algo más que las pistas que él mismo había falsificado. También ellos obraban como si existiese una confirmación.

El otro Uthacalthing hubiese formado el glifo syulff-kuonn para celebrar esos sorprendentes acontecimientos. Pero en aquel momento se sentía confundido y muy cansado.

Un grito los hizo volverse. Uthacalthing entrecerró los ojos, deseando poder cambiar un poco de su sentido de empatía por una vista mejor.

En la cima del siguiente risco distinguió la silueta de Robert Oneagle. Sentado sobre sus hombros, Jo-Jo los saludaba con la mano. Y parecía haber algo más. Un punto azul que centelleaba junto a las dos criaturas terrestres e irradiaba toda la buena voluntad de un perfecto bromista.

Era su guía, la luz que había conducido a Uthacalthing desde el día de la colisión, muchos meses atrás.

—¿Qué dicen? —preguntó Kault—. Apenas puedo oír sus palabras.

Uthacalthing tampoco. Pero sabía qué decían los terrestres.

—Me parece que dicen que ya no tenemos que andar mucho más —comentó con alivio—. Y que ya han encontrado un medio de transporte.

—Bien. —Las ranuras respiratorias del thenanio resoplaron de satisfacción—. Ahora sólo tenemos que confiar en que los gubru se comporten de acuerdo con el estado de tregua cuando lleguemos y nos ofrezcan el trato que nos corresponde como enviados acreditados.

Uthacalthing asintió. Pero cuando empezaron la marcha montaña arriba, pensó que aquél era sólo uno de sus problemas.

85. ATHACLENA

Intentó reprimir sus sentimientos. Para los demás aquello era muy serio, casi trágico.

Pero no había forma, su satisfacción no podía contenerse. Unos glifos sutiles y barrocos giraban sobre sus zarcillos y se difractaban entre los árboles, llenando los claros del bosque con la hilaridad de la muchacha. Los ojos de Athaclena habían alcanzado el máximo de separación y ella se tapaba la boca con las manos para que los apenados chimps no pudiesen ver su sonrisa al estilo humano.

El aparato portátil holo había sido colocado sobre lo alto de una colina que dominaba el Sind, hacia el noroeste, para mejorar la recepción. La escena que mostraba se estaba emitiendo en aquel momento desde Puerto Helenia. Gracias a la tregua, se había levantado la censura. Incluso sin humanos, la capital estaba abarrotada. Había muchos chimps «cazadores de noticias» del momento con sus cámaras portátiles para mostrar los escombros con asombroso detalle.

—No puedo soportarlo —gimió Benjamín.

Elayne Soo murmuró con impotencia mientras seguía la retransmisión:

—Es denigrante.

La chima tenía razón, ya que el receptor holo mostraba lo que quedaba del enrejado muro que los invasores habían construido en torno a Puerto Helenia…, ahora literalmente derribado y reducido a chatarra. Los asombrados chimps de la ciudad se arremolinaban junto a lo que parecía ser obra del paso de un ciclón. Miraban pasmados a su alrededor, escarbando entre los fragmentos de la verja. Unos pocos, en los que el regocijo primaba sobre la sensatez, lanzaban al aire los fragmentos con alegría. Algunos se golpearon el pecho en honor de la oleada imparable que había alcanzado su clímax hacía unos minutos, y luego se volvieron en dirección al interior de la ciudad.

En la mayoría de las emisoras la voz provenía de un ordenador, pero en el canal dos un locutor chimp era aún capaz de hablar a pesar de su excitación.

Al… al principio todos creímos que se trataba de una pesadilla hecha realidad. Como un arquetipo sacado de una vieja película del siglo veinte. ¡Nada podía detenerlos! Se precipitaron contra la verja gubru como si ésta fuera de papel de seda. Yo no sé nada, pero creo que en cualquier momento los más grandes agarrarán a nuestras chimas más bonitas y las llevarán a rastras hasta lo alto de la torre de Terragens…

Athaclena se apretó la mano contra la boca para que no se le escapara la risa. Luchaba con su autocontrol, y no era ella la única, porque uno de los chimps, Sylvie, la amiga de Fiben, soltó una aguda carcajada. Los demás la miraron con el ceño fruncido en señal de desaprobación. ¡Aquello era muy serio! Pero Athaclena miró a la chima y vio un brillo especial en sus ojos.

Pero parece que, después de todo, estas criaturas no son completamente salvajes. Después… después de demoler la verja, no parecen haber causado más daños en su inesperada invasión de Puerto Helenia. La mayoría se limita ahora a abrir puertas, comer fruta y hacer lo que les viene en gana. Además, un ejemplar de ciento sesenta kilos de gor… bueno no importa.

Esta vez otro chimp se unió a Sylvie. La visión de Athaclena se hizo borrosa y sacudió la cabeza. El locutor continuaba.

Las sondas psi de los gubru no parecen afectarles en absoluto porque, al parecer, no están programadas para su estructura cerebral…

En realidad, Athaclena y los guerrilleros de las montañas ya sabían desde dos días antes adonde habían ido los gorilas. Después de sus frenéticos primeros esfuerzos para desviar a los poderosos presensitivos, renunciaron al darse cuenta de que era inútil. Los gorilas se apartaban cortésmente o pasaban por encima de cualquiera que se pusiera en su camino. No pudieron detenerlos.

Ni tampoco a Abril Wu. Al parecer, la niña rubia había decidido ir en busca de sus padres y, sin correr riesgo de hacerle daño, no hubo nadie capaz de bajarla de los hombros de uno de los gigantes machos de torso plateado.

Y además, Abril les dijo a los chimps muy realistamente que alguien tenía que ir con los gorilas y vigilarlos para que no se metieran en líos.

Athaclena recordó las palabras de la pequeña Abril mientras contemplaba lo que habían organizado los presensitivos con el muro gubru. Sería horrible ver los líos en que podrían meterse si nadie los vigilara.

Por otro lado, ahora que el secreto ya era de dominio público, no había ninguna razón para que la niña humana no se reuniese con su familia. Nada de lo que ella dijera podía causar ya daño a nadie.

En lo referente al último proyecto secreto del centro Howletts, Athaclena podía ya tirar todas las pruebas que había recogido con tanto cuidado aquella primera y fatídica noche tantos meses atrás. Pronto, las Cinco Galaxias conocerían la existencia de esas criaturas. Y en cierto modo, aquello era una tragedia. Sin embargo…

Athaclena recordó aquel día de principios de primavera cuando se quedó tan asombrada y furiosa al descubrir los experimentos de Elevación ilegales que se desarrollaban a escondidas en la jungla. Ahora apenas podía creer que hubiera reaccionado de aquel modo. ¿Era yo realmente tan meticulosa y legalista?

En aquellos momentos, el syulff-kuonn era el glifo más simple y al mismo tiempo serio que podía formar, casual y cansadamente, para celebrar la alegría de una broma maravillosa. Ni los chimps pudieron evitar verse afectados por su licenciosa aura. Dos más rieron cuando uno de los canales mostró un vehículo alienígena tripulado por unos kwackoo que gritaban airados porque los gorilas los estaban desplumando, al parecer apasionadamente interesados en saber cómo era su sabor. Entonces otro chimp rió y las carcajadas se hicieron generales.

Sí, pensó ella. Es una broma maravillosa. Para un tymbrimi, las mejores bromas eran las que sorprendían tanto a los demás como al mismo bromista. Y aquélla constituía un ejemplo perfecto. En verdad, una experiencia religiosa, ya que su pueblo creía en un Universo que era algo más que un mecanismo de relojería, más incluso que el caprichoso flujo de azar y casualidad de Ifni.

Cuando ocurría algo así, decían los sabios tymbrimi, uno podía saber qué era Dios. Él mismo se encargaba de todo.

¿Era antes, pues, una agnóstica? ¡Qué estupidez por mi parte! Gracias, Dios mío, y gracias a ti, padre, por este milagro.

La escena cambió y aparecieron los muelles, donde una multitud de chimps bailaban y acariciaban el pelo de sus gigantes y pacientes primos. A pesar de las consecuencias probablemente trágicas de todo aquello, Athaclena y sus guerrilleros no pudieron evitar una sonrisa ante lo bien que se aceptaban las dos especies de pelo marrón. Al menos de momento, su orgullo era compartido por todos los chimps de Puerto Helenia.

Incluso la teniente McCue y su circunspecto asistente no pudieron reprimir una sonrisa al ver a un bebé gorila bailando ante las cámaras, con un collar hecho de fragmentos de globos psi de los gubru. Por unos instantes se vio a la pequeña Abril, montada con aire triunfante en los hombros de un gorila. La aparición de una niña humana pareció infundir ánimos a la multitud.

En aquellos momentos, todo el claro estaba saturado de sus glifos. Athaclena se volvió y alejó, dejando que los otros gozaran con aquella alegre ironía. Ascendió por un sendero del bosque hasta que llegó a un lugar que ofrecía una magnífica vista de las montañas, al oeste. Allí se detuvo y desplegó sus zarcillos para captar.

Así la encontró un mensajero chimp. Llegó a toda prisa y la saludó antes de tenderle un papel. Athaclena le dio las gracias y lo leyó, aunque creía saber de antemano lo que decía.

With’tanna Uthacalthing —susurró. Su padre volvía a estar en contacto con el mundo. A pesar de todos los acontecimientos de los últimos meses, la parte materialista y práctica que había en ella se sintió aliviada por aquella confirmación recibida por radio.

Había confiado en que Robert lograría su objetivo, por supuesto. Ése fue el motivo de que no hubiera ido con Fiben o con los gorilas a Puerto Helenia. ¿Qué iba a conseguir allí, con su escasa experiencia, que su padre no pudiera hacer mil veces mejor? Si había alguien capaz de convertir sus escasas esperanzas en milagros reales, ése era Uthacalthing.

No, su tarea consistía en quedarse allí. Porque incluso cuando ocurre un milagro, el Infinito espera que los mortales tomen sus propias precauciones.

Se protegió los ojos de la luz. Aunque no tenía esperanzas de ver personalmente la pequeña nave recortándose contra las brillantes nubes, siguió buscando un pequeño punto en el que iban todo su amor y sus plegarias.

86. GALÁCTICOS

Unos alegres pabellones tachonaban la ladera del ajardinado cerro, y de vez en cuando se hinchaban y ondeaban bajo las ráfagas de brisa. Unos veloces robots se apresuraban a recoger las brozas arrastradas por el viento. Otros iban de un lado a otro sirviendo un refrigerio a los dignatarios reunidos.

Galácticos de distintas formas y colores se congregaban en pequeños grupos que se unían y se separaban en una elegante exhibición de diplomacia. Las reverencias, los halagos y el ondear de los tentáculos significaban complejos matices de rango y protocolo. Un observador bien informado hubiera podido contar muchas cosas sobre tales sutilezas, y aquel día había allí reunidos una buena cantidad de observadores informados.

Abundaban también los intercambios informales. Aquí, un rechoncho pila parecido a un oso conversaba en entrecortados tonos ultrasónicos con un larguirucho jardinero Unten. Un poco más arriba, tres anulares sacerdotes jofur se quejaban en armonioso lamento a un oficial del Instituto de la Guerra sobre una supuesta violación en las rutas estelares.

Se decía que en estas ceremonias de Elevación se conseguían resultados diplomáticos más prácticos que durante las conferencias formales de negociación. Aquel día podría establecerse más de una nueva alianza y más de una también podría romperse.

La mayoría de visitantes galácticos apenas dedicaban una atención superficial a los que iban a ser honrados durante aquella jornada: una comitiva de pequeñas formas marrones que habían necesitado toda la mañana para recorrer la mitad del ascenso al montículo, pues habían tenido que rodearlo cuatro veces durante el recorrido.

En aquellos momentos, casi una tercera parte de los candidatos neochimpancés había suspendido una u otra prueba. Los eliminados regresaban un poco deprimidos montaña abajo, solos o por parejas.

Los aproximadamente cuarenta que quedaban continuaban su ascensión reiterando simbólicamente el proceso de Elevación que había llevado a su raza a aquella fase de su historia, aunque eran ignorados por la mayor parte de brillantes personajes reunidos en la ladera del montículo.

Pero no todos los observadores, por supuesto, permanecían desatentos. Cerca del pináculo, los comisarios del Instituto Galáctico de Elevación prestaban atención a los resultados que transmitía cada una de las estaciones donde tenían lugar los exámenes. Y cerca, debajo de su propio pabellón, un grupo de humanos, tutores de los neochimpancés, observaban todo con tristeza.

Mantenían una expresión entre perdida e impotente. La delegación, formada por varios alcaldes, profesores y un miembro del Cuadro de Elevación local, había sido traído aquella misma mañana desde la isla Cilmar. Habían formulado una protesta por los cauces legales sobre el modo irregular en que había sido convocada la ceremonia. Pero, al ser presionados, ninguno de ellos reivindicó el derecho a que se cancelara el acto de inmediato. Las posibles consecuencias eran potencialmente demasiado drásticas.

Por otro lado, ¿y si el acto era auténtico? La Tierra había estado presionando durante doscientos años para que se le permitiera celebrar una ceremonia como aquélla para los neochimpancés.

Los observadores humanos parecían verdaderamente incómodos porque no sabían qué hacer y pocos de los importantes dignatarios galácticos presentes se dignaban siquiera reconocerlos en medio de aquel frenesí de diplomacia informal.

Frente al pabellón del Tribunal Examinador se encontraba la elegante tienda de los padrinos. Muchos gubru y kwackoo permanecían fuera. De vez en cuando saltaban de puro nerviosismo, controlando críticamente todo con sus ojos sin párpados.

Hasta hacía pocos minutos, el Triunvirato gubru también había estado presente. Dos de ellos hacían alarde de los colores de su Muda que empezaban ya a despuntar mientras que el tercero seguía posado obstinadamente en su percha.

Entonces uno de ellos recibió un mensaje y los tres desaparecieron en el interior de la tienda para una conferencia urgente. De eso ya hacía un buen rato, pero aún no habían salido.


El Suzerano de Costes y Prevención aleteó y, al tiempo que dejaba caer el mensaje al suelo, espetó:

—¡Protesto! ¡Condeno esta interferencia y esta intolerable traición!

El Suzerano de la Idoneidad miró hacia abajo desde su percha, completamente desorientado. El Suzerano de Costes y Prevención había resultado ser un oponente manipulador, pero nunca había sido deliberadamente obtuso. Era obvio que había ocurrido algo para que estuviese tan trastornado.

Los ayudantes kwackoo se agacharon a toda prisa para recoger el arrugado mensaje que había tirado, hicieron duplicados y entregaron sendas copias a los otros gubru. Cuando el Suzerano de la Idoneidad vio los datos, apenas pudo dar crédito a sus ojos.

Había un neochimpancé solitario que ascendía las primeras cuestas del imponente Montículo Ceremonial, cruzando a toda prisa las pantallas automáticas de examen de los primeros niveles y reduciendo gradualmente la amplia distancia que lo separaba del grupo oficial de chimps que pasaban las pruebas.

El neochimp avanzaba erguido y con decisión, con un propósito muy claro que podía leerse en su misma postura. Los otros miembros de su especie que ya habían suspendido y descendían por el largo camino en espiral, primero se asombraban al verlo, pero luego alargaban el brazo para tocar la túnica del recién llegado y le dedicaban palabras de aliento.

—¡Esto no fue, no pudo ser ensayado! —exclamó el Suzerano de Rayo y Garra—. ¡Es un intruso —gritó— y voy a hacer que abran fuego sobre él!

—¡No debes, no tienes que hacerlo, no lo harás! —le replicó con un chillido furioso el Suzerano de la Idoneidad—. ¡Todavía no se ha dado la unificación! ¡No ha habido una Muda completa y aún no tienes la sabiduría de una reina! ¡Las ceremonias están dirigidas, gobernadas, regidas por tradiciones de honor! ¡Todos los miembros de una especie pupila pueden tener acceso a ellas y ser probados, examinados, evaluados!

El tercer líder gubru abría y cerraba el pico irritado. Finalmente, el Suzerano de Costes y Prevención ahuecó sus alborotadas plumas y admitió:

—Se nos pedirá una indemnización. Los oficiales del Instituto tal vez se vayan, se marchen, nos impongan sanciones… El coste… —desvió la mirada ahuecando más las plumas—. Dejémoslo seguir su curso por ahora. Solo, sin compañía, aislado, no podrá causar ningún daño.

Pero el Suzerano de la Idoneidad no estaba tan seguro. Hubo un tiempo en que había sentido gran aprecio por aquel determinado pupilo. Cuando pareció que lo habían raptado, el Suzerano de la Idoneidad sufrió un serio revés.

Ahora, sin embargo, se había dado cuenta de la verdad. El neochimp macho no había sido raptado ni eliminado por sus rivales, los otros Suzeranos. ¡El chimp había escapado realmente!

Y ahora había regresado solo. ¿Cómo? ¿Qué esperaba conseguir? Sin ninguna guía, sin la ayuda de un grupo, ¿cuan lejos creía que podría llegar?

Al principio, al ver a la criatura, el Suzerano de la Idoneidad había sentido una regocijada sorpresa, una sensación muy poco usual en un gubru. Pero en aquellos momentos, su emoción era incluso más incómoda…, una preocupación de que aquello era sólo el principio de la sorpresa.

87. FIBEN

Hasta entonces todo había sido coser y cantar. Fiben se preguntaba dónde estarían las verdaderas dificultades.

Había temido que le hicieran resolver de memoria complicados problemas de cálculo o recitar como Demóstenes, con guijarros en la boca. Pero, al principio, sólo había encontrado una serie de barreras de pantallas de fuerza que desaparecían automáticamente ante él; y después de eso, aparecieron aquellos divertidos instrumentos que había visto utilizar a los técnicos gubru, semanas, meses atrás, manejados ahora por unos alienígenas aún más divertidos.

De momento todo iba bien. Había completado el primer circuito en lo que debía de ser un tiempo récord.

Ah, y le habían hecho unas cuantas preguntas. ¿Cuál era su recuerdo más antiguo? ¿Le gustaba su profesión? ¿Estaba satisfecho con la forma física de su generación de neochimpancés o pensaba que ésta podía ser mejorada de algún modo? ¿Sería conveniente un rabo prensil para el manejo de herramientas, por ejemplo?

Gailet se habría sentido orgullosa de la cortesía con que había respondido, incluso a aquella pregunta. O al menos esperaba que estuviera orgullosa de él. Los oficiales galácticos tenían toda su ficha: la genética, la escolar y la militar. Y, cuando pasó frente a un grupo de pasmados soldados de Garra que estaban en los acantilados que flanqueaban la bahía y se encaminó a través de las barreras para pasar su primer examen, ya habían tenido tiempo de leerla.

Cuando un alto y arbóreo kanten le preguntó acerca de la nota que había dejado al «escaparse» aquella noche de la cárcel, quedó claro que el Instituto también podía utilizar los informes del invasor. Respondió sinceramente que Gailet había redactado el documento y que él había comprendido su finalidad y estado de acuerdo.

El follaje del kanten repicó como el tintineo de unas diminutas campanas plateadas. EL galáctico semivegetal parecía complacido y divertido mientras se hacía a un lado para dejarlo pasar.

El viento intermitente ayudó a Fiben a sentirse fresco mientras ascendía por la ladera oriental. Ante el esfuerzo por mantener un paso rápido, se sentía como si llevara una gruesa capa, por más que el escaso pelo que cubría el cuerpo de los chimps no podía considerarse como un verdadero abrigo.

La colina había sido cuidadosamente ajardinada y el camino estaba pavimentado con un piso suave y elástico. Sin embargo, notaba un ligero temblor bajo los dedos de los pies, como si toda la montaña artificial estuviese latiendo en un ritmo que el oído no podía captar. Fiben, que había visto las grandes plantas de energía antes de que las enfriaran, sabía que no se trataba de su imaginación.

En la siguiente estación, un técnico pring con grandes y brillantes ojos y labios abultados, lo miró de arriba abajo e introdujo unas notas en su depósito de datos antes de permitirle continuar. Ahora, algunos de los dignatarios congregados en la ladera habían empezado a darse cuenta de su presencia. Varios se acercaron y consultaron con curiosidad los resultados que estaba obteniendo en las pruebas. Fiben les hizo corteses reverencias e intentó no pensar en la cantidad de ojos distintos que lo miraban como si fuera un raro espécimen.

Antiguamente sus ancestros tuvieron que pasar por algo así, se consoló Fiben.

Por dos veces Fiben se cruzó, unas cuantas espirales más abajo, con el grupo de candidatos oficiales: un tropel de formas marrones con túnicas plateadas que gradualmente iba disminuyendo. La primera vez que pasó a toda prisa, ninguno de los chimps advirtió su presencia; pero la segunda vez tuvo que detenerse para ser examinado por los aparatos de un ser cuya especie no pudo siquiera identificar. Alcanzó a distinguir algunas figuras del grupo, y unos cuantos chimps lo vieron a su vez. Uno de ellos dio un codazo a un compañero y lo señaló. Pero luego todos desaparecieron tras el siguiente recodo.

No había visto a Gailet, lo cual debía significar que iba a la cabeza del grupo.

—Venga, vamos —murmuró Fiben con impaciencia por el tiempo que tardaba aquella criatura en examinarlo. Luego pensó que las máquinas que lo enfocaban podían ser capaces de leer también sus palabras y su estado de ánimo y se concentró en guardar la disciplina. Cuando el técnico alienígena le indicó que había superado la prueba con unas breves palabras generadas por ordenador, el chimp sonrió con amabilidad y le hizo una reverencia.

Fiben se apresuró. Le irritaba cada vez más la gran separación que había entre las distintas pruebas y se preguntó si habría alguna forma digna de correr para poder salvar antes la distancia.

Pero cuando las pruebas empezaron a hacerse más serias, a requerir conocimientos más profundos y un razonamiento más complejo, las cosas empezaron a ir más despacio. Pronto se encontró con más chimps que hacían el camino de descenso. Se suponía que éstos tenían prohibido hablar con él, pero algunos, con el cuerpo empapado de sudor, ponían los ojos en blanco significativamente.

Reconoció a algunos de aquellos que habían fracasado. Dos eran profesores de la escuela universitaria de Puerto Helenia; otros, científicos del Programa de Recuperación Ecológica de Garth. Fiben comenzó a preocuparse. Todos aquellos chimps eran carnets azules, y de los más brillantes. Si ellos suspendían, es que había algo erróneo allí. Ciertamente, aquella ceremonia no era como otras similares, como la celebración de los tylal de la que Athaclena le había hablado.

¡Tal vez las reglas estaban en contra de los terrestres!

Entonces se acercó a un puesto dirigido por un alto gubru. No importaba que llevase los colores del Instituto y hubiera jurado imparcialidad. Fiben ya estaba harto de ver tantos integrantes de ese clan con el uniforme del Instituto.

La criatura pajaril utilizaba un vodor y le preguntó sobre una simple cuestión de protocolo. Luego lo dejó pasar.

De repente, al salir del puesto de examen, una idea llegó a su mente. ¿Y si el Suzerano de la Idoneidad había resultado vencido por sus compañeros? Fuera cual fuese su verdadero propósito, al menos el Suzerano había sido sincero al querer organizar una verdadera ceremonia. Y una promesa tenía que mantenerse. Pero, ¿y los otros, el almirante y el burócrata? Era probable que tuviesen distintas prioridades.

¿Podía estar todo el asunto preparado para que los neochimps no pasaran las pruebas, aunque estuvieran lo suficientemente preparados? ¿Era eso posible?

¿Podía tal resultado ser de algún modo beneficioso para los gubru?

Sumido en estos pensamientos problemáticos, Fiben apenas superó una prueba que exigía complejos juegos malabares de las funciones motrices para resolver un complicado rompecabezas tridimensional. Al dejar aquel puesto, con las aguas de la Bahía de Aspinal a su izquierda, cubiertas por las sombras de media tarde, casi no advirtió una nueva conmoción que se producía allí abajo, en la lejanía. En el último momento se volvió en busca del origen del ruido que iba en aumento.

—¡Por Ifni! —Parpadeó y se quedó observando.

No era el único. La mitad de los dignatarios galácticos parecía dirigir su atención hacia aquel lugar, atraídos por la oleada de color marrón que empezaba a invadir la base del Montículo Ceremonial.

Fiben intentó ver lo que pasaba pero los postreros reflejos del sol en las pálidas aguas le imposibilitaban distinguir qué ocurría allí entre las sombras. Aunque vio que la bahía estaba totalmente llena de botes y que muchos de ellos desembarcaban sus pasajeros en la playa desierta a la que él había llegado horas antes.

Sencillamente, los chimps de la ciudad habían acudido para ver mejor lo que sucedía en el monte. Esperaba que ninguno de ellos se comportase mal, aunque dudaba de que pudieran hacer mucho daño. Los galácticos sabían que la curiosidad de los monos era un rasgo característico de la especie y actuarían conforme a ello. Seguramente a los chimps les habían ofrecido un puesto de observación al pie del monte, tal como era su derecho según la Ley Galáctica.

No podía permitirse malgastar más tiempo especulando. Fiben se volvió para seguir el recorrido a toda prisa. Y, aunque superó el examen en Historia Galáctica, sabía que su resultado no había contribuido mucho a su puntuación total.

Se alegró de llegar a la ladera occidental. Ahora que el sol había descendido, en esta vertiente el viento no castigaba con tanta fuerza. Fiben tembló mientras se afanaba por ganar lentamente terreno respecto al grupo, cada vez más pequeño, que le precedía.

Despacio, Gailet —murmuró—. ¿No puedes aminorar la carrera o algo así? No es necesario que contestes cada pregunta en el mismo instante en que te la formulan. ¿No te das cuenta de que estoy aquí?

En su interior, una parte depresiva pensaba que tal vez sí se había dado cuenta pero que no le importaba.

88. GAILET

Cada vez le parecía más difícil interesarse por lo que estaba haciendo. Y la causa de su desinterés no era sólo la fatiga de un largo y duro día o la responsabilidad de saber que todos esos chimps asombrados confiaban en que ella los condujera adelante y hacia arriba en ese laberinto de pruebas cada vez más exigentes.

Tampoco se debía a la presencia constante a su lado del gran chimp conocido como Puño de Hierro. Resultaba, en verdad, frustrante ver cómo salía airoso de pruebas que otros chimps mejores habían suspendido. Y por ser el otro elegido por los patrocinadores, iba siempre detrás de ella, con una sonrisa presuntuosa y exasperante. Sin embargo, Gailet podía apretar los dientes e ignorarlo casi todo el tiempo.

Tampoco eran las pruebas mismas lo que la trastornaban. ¡Maldita sea, eran lo mejor del día! ¿Quién fue el sabio humano que dijo que el placer más puro y la fuerza mayor en el desarrollo de la Humanidad había sido siempre la alegría de un cuidadoso trabajador ante su obra? Mientras Gailet se concentraba en las respuestas, podía olvidarse de casi todo; del mundo, de las Cinco Galaxias, pero no del reto de demostrar su valía. Por debajo de todas aquellas crisis y lóbregas cuestiones sobre el honor y el deber, estaba siempre la límpida satisfacción por haber terminado una tarea y por saber que lo había hecho bien incluso antes de que se lo dijeran los examinadores del Instituto.

No, no eran las pruebas lo que le molestaba. Lo que más la trastornaba era !a creciente sospecha de que había hecho una elección equivocada.

Hubiera debido negarme a participar, pensó. Tendría que haber dicho simplemente no.

Oh, la lógica era la misma que antes. De acuerdo con el protocolo y con todas las reglas, los gubru la habían puesto en una posición en la que ella no había tenido elección posible, por su propio bien, por el de su raza, por el de su clan.

Y, sin embargo, sabía que la estaban utilizando, y eso la hacía sentirse deshonrada.

Durante la última semana de estudio en la Biblioteca, con frecuencia se había quedado traspuesta ante las pantallas que brillaban con arcanos datos. Sus sueños se veían siempre perturbados por pájaros que sostenían ante ella amenazantes instrumentos. Veía imágenes de Fiben y de Max que bloqueaban sus pensamientos cada vez que se despertaba sobresaltada.

Entonces llegó el Día. Se había puesto la túnica con un sentimiento de alivio, de que, al menos, todo se aproximaba ya al final. Pero ¿qué final?

Una chima delgada salió del puesto de examen más próximo y se dirigió hacia Gailet, secándose la frente con la manga de su túnica plateada. Micaela Noddings era sólo una maestra de la escuela primaria, con carnet verde, pero había demostrado ser más adaptable y resistente que varios carnets azules que ya recorrían de regreso la solitaria espiral. Gailet sintió un inmenso alivio al ver a su nueva amiga entre los candidatos. Extendió el brazo para tomar a la chima de la mano.

Éste casi lo suspendo, Gailet —dijo Micaela. Sus dedos temblaban entre los de Gailet.

—Ahora no te desmorones sobre mí —le dijo Gailet en tono tranquilizador. Acarició los sudorosos mechones de su compañera—. Tú me das fuerza. No podría seguir adelante si tú no estuvieras.

—Eres una mentirosa, Gailet. —En los ojos castaños de Micaela había una dulce gratitud mezclada con ironía—. Eres muy amable por decir eso, pero tú no necesitas a nadie, y mucho menos a alguien como yo. Cualquier prueba que yo pase tú la superarás cien veces más fácilmente.

En realidad, aquello no era estrictamente cierto. Gailet suponía que los exámenes del Instituto de Elevación estaban de algún modo graduados no sólo para medir lo inteligente que era un sujeto sino también para saber qué interés ponía en ellos. Por supuesto, Gailet tenía ventajas sobre la mayoría de los otros chimps en cuanto a preparación, y tal vez en coeficiente de inteligencia, pero en cada prueba le resultaba más difícil concentrarse.

Otro chimp, un marginal conocido como Comadreja, salió del puesto y caminó hacia donde estaba Puño de Hierro con un tercer miembro de la banda. Comadreja no parecía demasiado incómodo. De hecho, los tres marginales supervivientes parecían relajados y llenos de confianza. Puño de Hierro notó que Gailet lo miraba y le dedicó un guiño. Ella desvió la vista rápidamente.

Un último chimp salió del puesto de pruebas y sacudió la cabeza.

—Bueno, esto se acabó.

—¿Entonces, profesor Simmins…?

El profesor se encogió de hombros y Gailet suspiró. Aquello no tenía sentido. Allí había algo que no iba bien puesto unos chimps cultos y eruditos estaban suspendiendo mientras que el grupo de Puño de Hierro continuaba sin ser descalificado.

Claro que el Instituto de Elevación podía juzgar la «madurez» de un modo diferente que el clan de los humanos. Después de todo, Puño de Hierro, Comadreja y Barra de Acero eran inteligentes. Tal vez los galácticos no considerasen los diversos defectos de carácter de los marginales como algo tan terrible y detestable como lo era para los terrestres.

Pero no, aquélla no era en absoluto la razón, pensó Gailet mientras ella y Micaela se ponían al frente de los veinte que quedaban y abrían de nuevo el camino de ascenso. Gailet sabía que detrás de aquello debía de haber algo más. Los margis eran demasiado petulantes. De algún modo sabían que las pruebas estaban amañadas.

Resultaba chocante. Se suponía que los Institutos Galácticos estaban por encima de todo reproche. Pero ahí estaba la prueba. Gailet se preguntaba qué podía hacerse al respecto, si es que algo podía hacerse.

Cuando se acercaban al siguiente puesto de examen, dirigido por un rollizo soro de piel correosa, a quien ayudaban seis robots, Gailet miró a su alrededor y, por primera vez, se dio cuenta de una cosa. Casi todos los observadores galácticos de brillantes ropajes, los alienígenas que no estaban afiliados al Instituto y que habían asistido como espectadores y para participar en la diplomacia informal, casi todos se habían marchado. Aún pudo ver a algunos que se movían a toda prisa montaña abajo, en dirección este, como atraídos por algo interesante que ocurriera en esa zona.

Naturalmente no se van a molestar en decirnos qué ocurre, pensó con amargura.

—Vale, Gailet, tú primero —dijo Micaela—. Demuéstrales lo «guay» que podemos hablar.

Así que incluso una recatada maestra de escuela utilizaba la jerga de la calle como un artificio, como un vínculo.

—¿No te jode? Eso está hecho —suspiró Gailet.

Puño de Hierro le sonrió, pero Gailet lo ignoró por completo mientras entraba en el pabellón, se inclinaba ante el soro y se sometía a las preguntas de los robots.

89. GALÁCTICOS

El Suzerano de Rayo y Garra se pavoneaba de un lado a otro bajo la ondulante lona del pabellón del Instituto de Elevación. La voz del almirante temblaba con un vibrato de cólera.

—¡Intolerable! ¡Increíble! ¡Inadmisible! ¡Esta invasión debe ser controlada, sometida, suspendida!

La tranquila rutina de una Ceremonia de Elevación normal se había desmoronado. Los oficiales y examinadores del Instituto, galácticos de distintas formas y tamaños, se precipitaban a toda prisa bajo los toldos, consultando sus Bibliotecas portátiles y buscando precedentes de un acontecimiento que ninguno de ellos había presenciado antes, o ni siquiera imaginado. Un disturbio inesperado había desencadenado el caos en todas partes, en especial en el rincón donde el Suzerano danzaba su enojo ante un ser aracnoide.

La Gran Examinadora, una aracnoide serentini, permanecía relajada en medio de un círculo de bancos de datos, escuchando con atención las quejas del oficial gubru.

—¡Digamos que ha sido una violación, una infracción, una ofensa capital! Mis soldados impondrán severamente la idoneidad. —El Suzerano ahuecó sus plumas para mostrar el tinte rosáceo ya visible entre ellas, como si la serentini tuviera que impresionarse al ver que el almirante era ya casi una hembra, casi una reina.

Pero esa visión no consiguió impresionar a la Gran Examinadora. Después de todo, los serentini eran hembras. ¿A qué venía tanta historia?

—Los recién llegados reúnen todas las condiciones para que se les permita participar en la ceremonia. —La Gran Examinadora disimulaba su diversión—. Han causado una gran consternación —explicó pacientemente en galáctico-Tres—, y se hablará mucho de ello cuando termine este día. Sin embargo, son simplemente una característica más de esta ceremonia, que, bueno, es poco convencional.

—¿Qué quiere decir con eso? —El gubru abrió el pico, y luego volvió a cerrarlo.

—Que es la Ceremonia de Elevación más irregular que se ha dado en muchos megaaños. He estado tentada de clausurarla varias veces.

—¡No se atreverá! ¡Apelaremos, exigiremos un desagravio, exigiremos compensaciones!

—Oh, eso le encantaría, ¿verdad? —La Gran Examinadora suspiró—. Todo el mundo sabe que los gubru han extendido excesivamente sus dominios. Y una demanda contra uno de los Institutos podría cubrirles parte de los gastos, ¿no? —Esta vez el gubru se quedó callado. La Gran Examinadora utilizó dos tentáculos para rascarse un pliegue de su caparazón—. Algunos de mis asociados creen que todo esto ya formaba parte de su plan. Hay muchas irregularidades en esta ceremonia que ustedes han organizado; y sin embargo, examinándolas de cerca, todas parecen llegar justo al límite de lo legal. Han sido muy inteligentes a la hora de encontrar precedentes y evasiones. Por ejemplo, está el asunto de la aprobación humana a una ceremonia para sus pupilos. No está claro que esos rehenes oficiales de ustedes hayan entendido siquiera lo que estaban firmando en esos documentos que usted me mostró.

—Se les permitió, se les ha permitido, acceso a la Biblioteca.

—Una habilidad en la que los lobeznos precisamente no destacan. Existen sospechas de coacción.

—¡Hemos recibido un mensaje de aceptación desde la Tierra! ¡De su planeta madre!

—Sí —admitió la serentini—. Han aceptado su oferta de paz y la celebración de una ceremonia gratuita. ¿Qué pobre raza lobezna en sus terribles circunstancias rechazaría tal proposición? Pero los análisis semánticos demuestran que lo único que ellos admitieron fue someter el asunto a ulterior discusión. Es obvio que no comprendieron que ustedes compraban la liberación de sus viejas solicitudes, realizadas algunas de ellas hace más de cincuenta paktaars. Eso permite que el período de espera sea postergado.

—Si no han comprendido bien, es asunto suyo —la interrumpió el Suzerano de Rayo y Garra.

—Claro. ¿Y el Suzerano de la Idoneidad está de acuerdo con esta opinión?

Esta vez se hizo el silencio. Finalmente, la Gran Examinadora cruzó las antepiernas en una reverencia formal.

—Se acepta su protesta. La ceremonia debe continuar, bajo las antiguas normas que establecieron los Progenitores.

El comandante gubru no tenía otra opción. Le devolvió la reverencia y, con una sacudida, se volvió, abriéndose paso hacia el exterior y empujando a sus guardias y ayudantes, los cuales se quedaron cloqueando molestos.

—¿Qué estábamos discutiendo antes de que llegase el Suzerano? —preguntó la Examinadora a un robot ayudante.

—La proximidad de una nave cuyos ocupantes solicitan protección diplomática y el estatus de observadores —replicó el objeto en galáctico-Uno.

—Ah, sí. Eso.

—Están cada vez más nerviosos porque los interceptadores gubru parecen querer detenerlos y pueden resultar dañados.

—Por favor —dijo la Examinadora tras titubear sólo unos instantes—, comunica a los enviados que estaremos encantados de complacer su petición. Tienen que venir directamente al montículo, bajo la protección del Instituto de Elevación.

El robot se apresuró a transmitir la orden. Se acercaron entonces otros ayudantes, agitando informes con más anomalías aún. Una tras otra, las pantallas holo se iluminaron para mostrar la multitud que había llegado al pie de la colina, saliendo tumultuosamente de desvencijados botes y precipitándose hacia las laderas que no tenían vigilancia.

—Este acto es cada vez más interesante. —La Gran Examinadora suspiró, pensativa—. Me pregunto qué va a ser lo próximo que ocurra.

90. GAILET

Ya había atardecido y Gimelhai se había hundido tras el horizonte occidental, enturbiado por unas oscuras nubes, cuando los agotados supervivientes pasaron por fin ante la última pantalla examinadora y se dejaron caer exhaustos en la loma cubierta de césped. Seis chimps y seis chimas yacían unos junto a otros para procurar se calor. Estaban demasiado cansados para rascarse entre sí, aunque les parecía necesario.

—Oh, madre mía, ¿por qué no decidieron elevar perros? ¿O cerdos? —gemía uno de ellos.

—O mandriles —sugirió otra voz y se produjo un murmullo de asentimiento. Esas criaturas sí se merecían aquel trato.

—A cualquiera, excepto a nosotros— resumió una tercera voz concisamente.

Ex exaltavit humilis, pensó Gailet en silencio. Han elevado al de más humilde origen. El lema del Cuadro de Elevación de Terragens tenía sus bases en la Biblia cristiana. Para Gailet había siempre llevado implícito el infortunio de que alguien, en algún lugar, iba a ser crucificado.

Se le cerraban los ojos y sintió que la acosaba una superficial soñolencia. Sólo una pequeña siesta, pensó. Pero no duró demasiado tiempo. Gailet sintió el regreso repentino de aquel sueño, aquel en que un gubru la miraba a través del cañón de un malévolo aparato. Se estremeció y abrió los ojos de nuevo.

Los últimos retazos de luz diurna se desvanecían. Las estrellas, con una claridad helada, centelleaban como si se refrectaran a través de algo distinto a la simple atmósfera.

Ella y los demás se pusieron de pie rápidamente al ver que un vehículo flotador se aproximaba y se posaba frente a ellos. De él salieron tres figuras: un alto gubru de plumaje blanco, un galáctico aracnoide y un rechoncho mase humano cuya túnica oficial colgaba de él, como un saco de patatas. Mientras todos se inclinaban ante ellos, Gailet reconoció a Cordwainer Appelbe, el jefe del Cuadro de Elevación local de Garth.

El hombre parecía estupefacto. Era obvio que lo habían obligado a tomar parte en todo aquello. Y Gailet se preguntó si además no lo habrían drogado.

—Hummm, quiero felicitaros a todos —dijo adelantándose a sus dos acompañantes—. Tenéis que saber lo orgullosos que nos sentimos de vosotros. Me han dicho que si bien hay algunos resultados que aún están bajo discusión, la decisión total del Instituto de Elevación es que los Pan argonostes, los neochimpancés del clan de la Tierra, son, o mejor, han sido declarados aptos para pasar a la fase tres.

—Es cierto —dijo la oficial aracnoide aproximándose a ellos—. Además, puedo prometer que el Instituto favorecerá las futuras solicitudes del clan de la Tierra para que se realicen ulteriores exámenes.

Gracias, pensó Gailet mientras ella y los demás se inclinaban de nuevo. Pero por favor, no se molesten en seleccionarme para los próximos.

A continuación, la Gran Examinadora se enfrascó en un largo discurso sobre los derechos y deberes de las razas pupilas. Habló de los Progenitores, desaparecidos desde hacía mucho tiempo y que habían dado origen a la civilización galáctica, y de los procedimientos que habían establecido para que fueran seguidos por todas las posteriores generaciones de vida inteligente.

La Examinadora utilizaba galáctico-Siete, que la mayoría de chimps podía al menos seguir. Gailet intentaba escuchar pero, en su interior, sus agobiados pensamientos no cesaban de girar sobre lo que iba a ocurrir después de aquello.

Estaba segura de que notaba bajo sus pies un aumento de las vibraciones que los habían acompañado en todo el recorrido de subida. El aire estaba saturado de un ronco y apenas audible zumbido. Gailet se balanceó, pues una oleada de irrealidad parecía atravesarla. Miró hacia arriba y vio que algunas de las estrellas del anochecer parecían haber aumentado de repente la intensidad de su brillo. Otras se escapaban lateralmente al tiempo que una distorsión oval se producía sobre su cabeza. Allí empezaba a concentrarse una negrura.

El discurso de la Examinadora continuaba monótonamente. Cordwainer Appelbe escuchaba arrobado, con la perplejidad reflejada en su rostro, pero el gubru de las plumas blancas parecía cada vez más impaciente. Gailet imaginó el porqué. Ahora que estaban calentando y preparando la derivación hiperespecial, cada minuto representaba un gasto para los invasores. Al darse cuenta de eso, Gailet sintió más simpatía hacia la aburrida oficial serentini. Dio un codazo a Micaela, que parecía a punto de dormirse, y siguió concentrándose con atención en el discurso.

• Varias veces el gubru abrió el pico como si estuviese a punto de cometer la desagradable acción de interrumpir a la Examinadora. Finalmente, cuando el ser aracnoide hizo una pausa para recobrar el aliento, el pajaroide la cortó bruscamente. Gailet, que se había pasado los últimos meses estudiando mucho, pudo entender con facilidad las entrecortadas palabras en galáctico-Tres.

—¡…retrasar, perder el tiempo, demorar! Sus motivos son dudosos, increíbles, susceptibles de sospecha. ¡Insisto en que proceda, continúe, siga adelante!

Pero la Examinadora apenas le prestó atención y siguió su parlamento en galáctico-Siete.

—Al superar este formidable reto de hoy, el examen más riguroso que yo haya jamás presenciado, habéis demostrado vuestra valía como jóvenes ciudadanos de nuestra civilización y habéis acreditado a vuestro clan.

»Lo que hoy recibís, os lo habéis ganado: el derecho a reafirmar vuestro amor hacia vuestros tutores, y a escoger un consorte de etapa. Esta última decisión es muy importante. Como consorte debéis elegir a una raza conocida de viajeros del espacio y respiradores de oxígeno, que no sea miembro de vuestro propio clan. Esta raza defenderá vuestros intereses e intercederá imparcialmente en las disputas que pudieran ocurrir entre vosotros y vuestros tutores. Si lo deseáis podéis elegir a los tymbrimi, del clan de los krallnith, que han sido vuestros consortes-asesores hasta ahora. O podéis cambiar.

»O podéis incluso elegir otra opción… terminar con vuestra participación en la civilización galáctica y solicitar que la manipulación genética sea anulada. Hasta este drástico paso fue prescrito por los Progenitores a fin de garantizar los derechos fundamentales de los seres vivos.

¿Podemos? ¿Podemos hacer eso? Gailet se sintió aturdida ante tal pensamiento. Aunque sabía que en la práctica aquella opción casi nunca era aceptada, ahí estaba.

Se estremeció y volvió a concentrar su atención en la Gran Examinadora que levantaba los brazos a modo de bendición.

—En nombre del Instituto de Elevación y ante toda la civilización galáctica, os declaro a vosotros, representantes de vuestra raza, cualificados y capaces de elegir y corroborar lo manifestado. Seguid adelante y haced que todos los seres vivos se sientan orgullosos.

La serentini retrocedió. Y por fin le tocaba el turno al patrocinador de la ceremonia. En circunstancias normales, éste hubiese sido un humano o un tymbrimi, pero esta vez no era así. El emisario gubru efectuó una pequeña danza de impaciencia. Se apresuró a gritar ante un vodor y sus palabras en galáctico-Siete resonaron en todas partes.

—Diez de vosotros acompañaréis a los representantes finales hasta la derivación y allí actuaréis como testigos. Ahora nombraré a dos sobre los que recae el honor y la responsabilidad.

»La doctora Gailet Jones, hembra, ciudadana de Garth, confederación de Terragens, clan de la Tierra.

Gailet no quería moverse, pero su amiga, Micaela, la traicionó dándole un pequeño empujón en la espalda e instándola a avanzar. Se acercó unos pasos a los dignatarios y se inclinó ante ellos. El vodor siguió retumbando.

—Puño de Hierro Hansen, macho, ciudadano de Garth, confederación de Terragens, clan de la Tierra.

Los chimps que quedaban ahogaron un grito de sorpresa y consternación. Pero Gailet, al ver que sus peores temores se confirmaban, se limitó a cerrar los ojos. Hasta ahora se había agarrado a la esperanza de que el Suzerano de la Idoneidad tuviera aún poder entre los gubru. Que pudiera obligar al Triunvirato a actuar con justicia. Pero ahora…

Notó que él se ponía a su lado y supo que el chimp que más odiaba estaba allí con aquella sonrisa.

¡Basta! ¡Ya he aguantado demasiado! Seguramente la Gran Examinadora sospecha algo. Si yo le dijera…

Pero no se movió ni abrió la boca para hablar.

De repente, y con una brutal claridad, Gailet se dio cuenta de por qué había soportado aquella farsa durante tanto tiempo.

Han estado jugando con mi mente.

Ahora todo tenía sentido. Se acordó de los sueños.… pesadillas de impotencia bajo la sutil e inquebrantable coerción de unos aparatos sostenidos por unas garras insensibles.

El Instituto de Elevación no debe de estar equipado para poder probarlo.

¡Claro que no! Las Ceremonias de Elevación eran unas ocasiones de alegría tanto para los tutores como para los pupilos. ¿Quién había oído nunca hablar de un representante de la raza que fuera condicionado u obligado a participar?

Tuvieron que hacerlo después de que Fiben se marchara. El Suzerano de la Idoneidad no hubiese admitido tal cosa. Si la Gran Examinadora lo supiera, podríamos sacarles a los gubru un buen pellizco en indemnizaciones.

—Yo… —Gailet había abierto la boca e intentaba que le salieran las palabras. La Gran Examinadora la miraba.

En la frente de la chima se condensaba el sudor. Todo lo que tenía que hacer era formular una acusación. ¡Incluso con insinuarla bastaría!

Pero era como si su cerebro se hubiese helado, como si no supiese formar las palabras.

Afasia, por supuesto. Los gubru habían aprendido lo fácil que era imponerse a un neochimpancé. Un humano, por ejemplo, habría sido capaz de romper el cerco, pero Gailet sabía que en su caso todo era inútil.

No podía leer las expresiones de los artropoides, pero en cierto modo la serentini parecía decepcionada. La Examinadora retrocedió.

—Diríjanse a la derivación hiperespacial —dijo.

¡No! quiso gritar Gailet, pero todo lo que surgió de su boca fue un débil suspiro al tiempo que notaba cómo levantaba por impulso propio la mano derecha y agarraba la izquierda de Puño de Hierro. Él se la asió con fuerza y ya no pudo soltarse.

Fue entonces cuando sintió cómo se formaba una imagen en su mente, una cara pajaril, con un pico amarillo y unos ojos fríos e imperturbables. Por más que se esforzara, no podía librarse de aquella imagen. Gailet comprendió que la iba a llevar consigo hasta la cima del monte ceremonial y que, una vez allí, ella y Puño de Hierro la proyectarían hacia arriba, hacia el óvalo de espacio desviado, para que todo el mundo la viera, allí y en otros cien mundos distintos.

La parte de su mente que aún le pertenecía, la entidad lógica, ahora aislada y sin capacidad, veía la funesta y fría base de aquel plan.

Oh, seguro que los humanos podrían reivindicar que la elección de aquel día había sido trucada y, con toda probabilidad, más de la mitad de los clanes de las Cinco Galaxias los creerían. Pero eso no cambiaba nada. La elección seguiría teniendo validez. La opción alternativa sería desacreditar a todo el sistema. La civilización estelar estaba sometida a tantas presiones, en aquel momento, que no podría soportar muchas más dificultades.

De hecho, bastantes clanes pensarían que ya había habido suficientes problemas a causa de una pequeña tribu de lobeznos. Tuvieran o no razón, se desencadenaría un sentimiento general para que el problema se resolviera de una vez por todas.

Se le ocurrió de repente. Los gubru no querían ser sólo los protectores de los chimps en su nuevo estadio de evolución. ¡Querían exterminar a la Humanidad!. Cuando lo lograran, la raza de los chimps pasaría a ser adoptada por los invasores y Gailet no tenía ninguna duda acerca de cómo sería eso.

El corazón de la chima latía con fuerza. Se debatía para no seguir la dirección que Puño de Hierro le marcaba, pero era en vano. Deseó sufrir un ataque.

¡Quiero morir!

La vida apenas le importaba. Lo más probable era que inmediatamente después de la ceremonia tuvieran planeado hacerla desaparecer, para eliminar así las pruebas. ¡Oh, Ifni y Goodall, matadme ahora mismo! quiso gritar.

En aquel momento surgieron las palabras. Las palabras… pero no era su voz quien las pronunciaba.

—¡Alto! ¡Se ha cometido una injusticia y solicito una audiencia!

Gailet nunca creyó que su corazón pudiese llegar a latir tan deprisa, pero ahora la taquicardia la hacía sentirse debilitada. Oh, Dios mío, por favor.

Oyó maldecir a Puño de Hierro y notó que le soltó la mano. Ese simple hecho la llenó de alegría. Se oyeron los gritos de un enojado gubru y las exclamaciones de sorpresa de los chimps. Alguien, suponía que Micaela, la tomó del brazo y la llevó consigo.

Ya era completamente de noche. Se veían unas nubes dispersas iluminadas por los faros del montículo y por el turbulento y radiante túnel de energía que estaba tomando forma sobre la montaña artificial. Bajo el brillo de los faros de un vehículo flotante divisó a un chimp con la túnica ceremonial cubierta de polvo que se aproximaba desde el último puesto de pruebas. Se secaba el sudor de la frente y avanzaba a grandes pasos hacia los tres sorprendidos oficiales.

Fiben, pensó Gailet. Asombrada, descubrió que lo primero que volvía a asentarse en ella eran las viejas costumbres. Oh, Fiben, no seas jactancioso. Recuerda el protocolo.

Al darse cuenta de su actitud Gailet fue presa de una risa histérica. Eso la liberó parcialmente de su inmovilidad y consiguió llevarse una mano a la boca para ahogar un grito.

—Oh, Fiben —suspiró.

Puño de Hierro gruñó, pero el recién llegado se limitó a hacer caso omiso del marginal. La miró y le guiñó un ojo. Gailet se sorprendió al ver que un gesto que antes siempre la había enfurecido ahora hacía que sus rodillas temblaran de alegría.

Fiben se plantó frente a los tres oficiales y les dedicó una reverencia. Luego, con los brazos cruzados en señal de respeto, esperó que le dieran permiso para hablar.

—… deshonrosas, incorregibles, impermisibles interrupciones —retumbaba el vodor del gubru—. Exigimos una inmediata destitución y sanción, castigo…

El ruido se interrumpió de pronto cuando la Gran Examinadora utilizó uno de sus brazos delanteros para desconectar el vodor. Se acercó a Fiben con delicadeza y le habló.

—Joven, te felicito por haber recorrido todo el camino de ascensión hasta aquí tú solo. Tu llegada ha proporcionado mucho del interés y la originalidad que hacen de esta celebración la más memorable de todas las que constan en los archivos. En virtud del resultado de tus exámenes y de otros logros, te has ganado un puesto en este pináculo. —La serentini cruzó dos brazos e inclinó la parte delantera de su cuerpo—. Ahora —dijo al incorporarse de nuevo—, hemos de asumir que tienes que formular una queja. ¿Una lo bastante importante como para justificar la brusquedad de tu tono?

Gailet se puso tensa. La examinadora podía ser simpática, pero aquellas palabras llevaban implícitas una velada amenaza. Sería mejor que Fiben actuara bien. Un solo error y podía cambiar las cosas, poniéndolas incluso peor de lo que estaban.

—So… solicito —Fiben hizo una nueva reverencia—, una explicación acerca de cómo han sido elegidos los representantes de la raza.

No estaba mal. Sin embargo, Gailet seguía luchando contra su condicionamiento. Si pudiera acercarse a él y ayudarle…

Desde hacía un rato, las oscuras vertientes que quedaban más allá del círculo de luces habían empezado a llenarse de dignatarios galácticos. Los mismos que antes se habían marchado a presenciar unos acontecimientos inesperados al pie del montículo. Ahora permanecían todos en silencio, contemplando cómo un humilde pupilo de una de las especies más nuevas exigía explicaciones a uno de los superiores del Instituto.

—Es tradicional que los patrocinadores de la ceremonia elijan a dos entre los que han superado las pruebas. —La voz de Ja Examinadora era paciente—. Aunque es cierto que en esta ocasión los patrocinadores son enemigos declarados de tu clan, esta enemistad terminará oficialmente al final de esta ceremonia. Habrá paz entre el clan de los terrestres y el de los gooksyu-gubru. ¿Tienes algo que objetar a esto, joven?

—A eso, no. —Fiben sacudió negativamente la cabeza—. Sólo quiero saber una cosa. ¿Tenemos que aceptar obligatoriamente a quienes los patrocinadores han elegido como representantes?

El emisario gubru empezó de inmediato a gritar indignado. Los chimps se miraron entre sí con sorpresa. Puño de Hierro murmuró:

—Cuando todo esto se termine, voy a coger a ese pequeño cretino y…

La Examinadora hizo un gesto para pedir silencio. Sus ojos de múltiples facetas se posaron en Fiben.

—Joven, ¿tú que harías si pudieras decidir? ¿Organizarías una votación entre tus compañeros?

—Sí, su señoría. —Fiben se inclinó ante ella.

Esta vez el chillido del gubru resultó doloroso al oído. Gailet intentó adelantarse pero Puño de Hierro la sujetó firmemente por el brazo. Se veía obligada a permanecer a su lado, oyendo las maldiciones masculladas por el marginal.

—Por bien dispuesta que esté —dijo por fin la Examinadora—, no veo cómo puedo acceder a tu petición. Sin un precedente…

¡Hay un precedente!

Era una nueva y profunda voz que procedía de la vertiente oscura de detrás. Cuatro figuras avanzaron hacia la luz. Si antes Gailet se había quedado sorprendida, ahora sólo podía mirar con incredulidad.

¡Uthacalthing!

El delgado tymbrimi iba acompañado por un mase humano, cuya túnica formal seguramente le había sido prestada por algún galáctico bípedo no humanoide y se la había echado encima como si fuera la piel de un animal. Junto al humano se hallaba un neochimpancé que obviamente tenía problemas para mantenerse erecto y que ostentaba muchas señales de atavismo. El chimp procuró retrasarse al llegar al claro, como si supiera que él no pertenecía a aquel mundo.

El cuarto ser, una imponente figura cuya inflada cresta se extendía hacia arriba con dignidad, se inclinó ligeramente y saludó a la Gran Examinadora.

—La saludo, Tos*Quinn’3 del Instituto de Elevación.

—Lo saludo, honorable embajador Kault de los thenanios. —La serentini le devolvió la reverencia—. Y a usted también, Uthacalthing, embajador de los tymbrimi, y a sus compañeros. Es agradable comprobar que han llegado sanos y salvos.

—Le agradezco, su señoría, que me haya permitido utilizar sus aparatos de transmisión para contactar con mi pueblo, después de un período tan largo de aislamiento forzado. —El gran thenanio separó las manos.

—Éste es un terreno neutral —dijo la oficial del Instituto de Elevación—. Sé también que hay unos serios asuntos relacionados con este planeta que usted desea presentar ante el Instituto una vez que haya finalizado esta ceremonia. Pero, por ahora, debo insistir en que esperemos la oportunidad. ¿Puede explicar, por favor, el comentario que hizo a su llegada?

—Este respetado emisario —Kault señaló a Uthacalthing— representa a la raza que ha servido de consorte de etapa y proyector de los neochimpancés desde que sus tutores lobeznos entraron en contacto con la sociedad galáctica. Será él quien responda.

Gailet notó en seguida lo cansado que parecía Uthacalthing. Los zarcillos, normalmente expresivos, estaban fláccidos y sus ojos muy juntos. Resultó obvio el esfuerzo que tuvo que hacer para adelantarse y entregar un pequeño cubo negro.

—Aquí están las referencias —comenzó.

Un robot se acercó y recogió los datos de su mano, y de inmediato el personal del Instituto empezó a inspeccionar las referencias. La Examinadora escuchaba con atención a Uthacalthing.

—Estas citas demostrarán que, desde muy antiguo en la historia galáctica, las Ceremonias de Elevación se desarrollaron de acuerdo al deseo de los Progenitores de protegerse de un fallo moral. Ellos, que fueron los que iniciaron el proceso que conocemos como Elevación, consultaban a menudo con sus razas pupilas, como los humanos hacen con las suyas. Y los representantes de los pupilos nunca les eran impuestos.

Uthacalthing señaló a los chimps presentes.

—Estrictamente hablando, los patrocinadores de la ceremonia expresan una sugerencia al hacer su selección. Los pupilos, que han superado todos los exámenes apropiados a su etapa, tienen permiso legal de ignorar tal indicación. En el sentido más puro, éste es su territorio. Nosotros estamos aquí como huéspedes suyos.

Gailet vio que los observadores galácticos estaban nerviosos. Muchos consultaban sus depósitos de datos, buscando referencias de los precedentes que Uthacalthing había señalado. En la periferia se extendió un parloteo políglota. Llegó un nuevo vehículo flotador con varios gubru y un aparato portátil de comunicaciones. Evidentemente los invasores también estaban investigando intensamente.

Durante todo ese tiempo se pudo notar que la energía de la derivación hiperespacial iba creciendo al pie de la colina. El ronco zumbido, ahora omnipresente, provocaba un temblor en los tendones de Gailet al son del ritmo impuesto.

La Gran Examinadora se volvió hacia el oficial nominal de los humanos, Cordwainer Appelbe.

—En nombre de su clan, ¿apoya usted esta reclamación basada en una supuesta desviación del procedimiento legal?

Appelbe se mordió el labio inferior, miró a Uthacalthing, luego a Fiben y luego de nuevo a Uthacalthing. Por primera vez, el humano sonrió.

—Demonios, claro que sí —dijo en ánglico. Se sonrojó y luego cambió a un galáctico-Siete cuidadosamente construido—. En nombre de mi clan, apoyo la solicitud del embajador Uthacalthing.

La Examinadora se apartó para oír los informes de sus ayudantes. Cuando regresó, todo el mundo estaba en silencio. La expectación los mantuvo a todos clavados hasta que ella se inclinó ante Fiben.

—El precedente puede interpretarse a favor de tu demanda. ¿Debo pedirles a tus camaradas que elijan levantando la mano? ¿O con votación secreta?

—¡Perfecto! —se oyó murmurar en ánglico. El joven humano que acompañaba a Uthacalthing sonrió y levantó el pulgar ante Fiben. Por fortuna ninguno de los galácticos miraba en esa dirección y no se dieron cuenta de la impertinencia.

Fiben forzó una expresión seria e hizo una nueva reverencia.

—Oh, que voten levantando la mano, su señoría; eso bastará. Gracias.

Gailet estaba más asombrada que en ningún otro momento durante la ceremonia. Intentó con todas sus fuerzas negarse a su nominación, pero la misma inmovilidad, la misma fuerza implacable que antes le había impedido hablar, la hizo ahora incapaz de retirar su nombre. Fue elegida unánimemente.

La elección del representante masculino fue también muy directa. Fiben estaba frente a Puño de Hierro, mirando tranquilamente a los ojos fieros del marginal. Gailet pensó que lo mejor que podía hacer era abstenerse, lo cual provocó algunas miradas de sorpresa.

Sin embargo, casi sollozó de alivio al saber que el resultado de la votación era de nueve a tres… a favor de Fiben Bolger. Cuando por fin él se le acercó, Gailet se dejó caer en sus brazos y empezó a llorar.

—Ven, ven —dijo él. Y no era tanto la frase en sí como el sonido de su voz lo que la reconfortaba—. Te dije que volvería ¿no?

Ella aspiró por la nariz y se secó las lágrimas mientras asentía. Le tocó la mejilla y, con una ligera ironía en la voz, le dijo:

—Mi héroe.

Los otros chimps, a excepción de los margis, se arracimaron a su alrededor, apretándose en una alegre masa. Por primera vez parecía que la ceremonia iba a convertirse en una verdadera fiesta.

Todos se pusieron en fila de a dos detrás de Fiben y Gailet, y empezaron a avanzar por el último trecho del camino hacia el pináculo donde, muy pronto, serían el vínculo físico entre aquel mundo y espacios muy distantes.

Fue entonces cuando un silbido estridente resonó en la pequeña planicie. Un nuevo coche flotador aterrizó ante los chimps bloqueándoles el camino.

—Oh, no —gimió Fiben, al reconocer de inmediato la nave de los tres Suzeranos de la fuerza invasora gubru.

El Suzerano de la Idoneidad parece acongojado. Se mantenía en su percha con la cabeza baja e incapaz de mirarlos siquiera. Sin embargo, los otros dos líderes saltaron ágilmente al suelo y se dirigieron con concisión a la Examinadora.

—También nosotros deseamos presentar, ofrecer, manifestar… un precedente.

91. FIBEN

¿Cuál es el precio de convertir el fracaso en victoria?

Fiben se preguntaba aquello mientras se despojaba de su túnica ceremonial y permitía a dos de los chimps que le friccionaran los hombros con aceite. Se estiró e intentó recordar lo suficiente de sus días de lucha como para contestar a la pregunta.

Soy demasiado viejo para esto, pensó. Y ha sido un día muy largo y duro.

Los gubru no habían bromeado cuando anunciaron llenos de júbilo que habían encontrado una salida. Gailet intentaba explicárselo mientras él se preparaba. Como siempre, aquello parecía estar relacionado con una abstracción.

—Tal como yo lo veo, Fiben, los galácticos no niegan la idea de la evolución en sí misma, sino la de la evolución de la inteligencia. Creen en algo parecido a lo que nosotros solíamos llamar «darwinismo» para explicar el camino de las criaturas hasta la presapiencia. Y, además, se asume que la naturaleza es sabia en el sentido de que obliga a cada especie a demostrar su aptitud en estado natural.

—Por favor, Gailet, ve al grano —suspiró Fiben—. Dime por qué tengo que enfrentarme con ese monstruo. El que debamos decidirlo por combate ¿no es un poco tonto incluso dentro de las reglas ETs?

Ella sacudió la cabeza. Durante unos instantes pareció sufrir una afasia, pero ésta pronto desapareció cuando su mente se deslizó hacia su acostumbrado estilo pedante.

—Si lo examinas atentamente, verás que no lo es. Mira, uno de los riesgos que corren las razas tutoras al elevar a una especie hasta hacerla capaz de viajar en el espacio es que a veces, con una excesiva manipulación, privan al pupilo de su esencia, de la misma aptitud que lo hizo apropiado para la Elevación.

—Quieres decir…

—Quiero decir que los gubru pueden acusar de eso a los humanos, y la única forma de negarlo es demostrar que aún podemos ser duros, apasionados y con una gran fortaleza física.

—Pero yo creía que todas esas pruebas….

—Han demostrado que quienes hemos llegado arriba estamos preparados para el Nivel Tres. Incluso —Gailet hizo una mueca como si le costase encontrar las palabras—, incluso esos margis son superiores, al menos en muchos de los aspectos que el Instituto se dedica a examinar. Sólo son deficientes según nuestros peculiares criterios terrestres.

—Tales como la decencia y el olor corporal. Sí, pero aún no comprendo…

—Fiben, al Instituto realmente no le importa quién entre en la derivación puesto que todos hemos pasado los exámenes. Si los gubru quieren que nuestro representante masculino sea el mejor de acuerdo con un criterio más, el de la aptitud, bueno, de eso existen precedentes. En realidad, se ha hecho más veces así que mediante votación.

En el otro lado del pequeño claro Puño de Hierro hacía flexiones y sonreía a Fiben, respaldado por sus dos cómplices. Comadreja y Barra de Acero bromeaban con el poderoso marginal y reían confiados después de aquel brusco vuelco a su favor.

—Goodall, ¡vaya forma de gobernar una galaxia! —Fiben sacudió la cabeza y murmuró por lo bajo—. Después de todo, Prathachulthorn tal vez tuviera razón.

—¿En qué, Fiben?

—No importa —respondió al ver que el arbitro, un pila oficial del Instituto, se acercaba al centro del ring—. Fiben se volvió para mirar a Gailet a los ojos—. Dime sólo que si gano te casarás conmigo.

—Pero… —parpadeó ella y luego asintió con la cabeza.

Parecía que Gailet iba a decir algo más pero de nuevo hizo esa extraña mueca, como si no pudiese encontrar las palabras. Se estremeció y con una voz extraña y distante consiguió articular con dificultad y de forma entrecortada:

—Mátalo-de-mi-parte, Fiben.

Lo que había en sus ojos no era una fiera sed de sangre sino algo mucho más profundo: desesperación.

Fiben asintió. No se hacía ilusiones con respecto a lo que Puño de Hierro intentaría hacer con él.

El arbitro los llamó para que se acercaran. No habría armas ni reglas. Bajo tierra, el zumbido se había convertido en un gruñido fuerte y amenazador y la zona de no-espacio del cielo centelleaba en sus bordes, como si estuviera iluminada por relámpagos mortíferos.


Fiben y su oponente empezaron con un lento movimiento circular mientras se miraban con cautela y daban la vuelta completa al circuito tratando de esquivarse. Los otros nueve chimps los miraban, así como Uthacalthing, Kault y Robert Oneagle. En el lado opuesto se hallaban los gubru y los dos compañeros de Puño de Hierro. Los diversos observadores galácticos y los miembros del Instituto de Elevación ocupaban el espacio entre ambos grupos.

Comadreja y Barra de Acero hacían señas con el puño a su líder y mostraban los dientes.

—¡Atízale, Fiben! —le instó uno de los otros chimps.

Todo el barroco ritual, toda la secreta y antigua tradición se había convertido en esto. Ése era el modo en que la Madre Naturaleza iba a solucionar una votación tan clara.

—¡Empiecen! —el repentino grito del arbitro pila hirió los oídos de Fiben, como si se tratase de un aullido ultrasónico, justo antes de que el vodor comenzase a retumbar.

Puño de Hierro era rápido. Cargó directamente hacia delante, y Fiben casi no tuvo tiempo de comprender que la maniobra era una finta. Empezó a esquivarlo moviéndose hacia la izquierda pero en el último momento cambió de dirección y le lanzó una patada con su pie rezagado.

El golpe no tuvo el satisfactorio resultado que había esperado, pero Puño de Hierro chilló y cayó rodando, con las manos en las costillas. Por desgracia, Fiben no pudo aprovechar aquella pequeña ventaja pues la patada le hizo perder el equilibrio. Pocos segundos después su oportunidad había pasado y Puño de Hierro se acercaba de nuevo, esta vez con más cautela y el deseo de matar escrito en los ojos.

Algunos días no debería uno levantarse de la cama, pensó Fiben mientras volvían a girar.

En realidad, aquel día había empezado cuando se despertó en la hendidura del tronco de un árbol a pocos kilómetros de distancia de la verja de Puerto Helenia, con los paracaídas de la hiedra en placas festoneando las desnudas ramas invernales de los árboles de la huerta.

Puño de Hierro intentó un golpe corto y luego un fuerte derechazo. Fiben se agachó ante el brazo de su oponente y respondió con un revés. Pero el margi le frenó el golpe y los huesos de sus antebrazos crujieron al encontrarse.

Los soldados de Garra demostraron una reticente cortesía, así que hizo correr a Tyco hasta que llegaron a la vieja prisión…

Un puño pasó rozando la oreja de Fiben como si fuera una bala de cañón. Fiben se colocó ante el brazo extendido de su oponente y giró para darle un codazo en el desprotegido estómago.

…Al ver la pequeña celda desierta comprendió que tenía muy poco tiempo. Tyco galopó por las calles vacías con una flor colgando de su hocico.

El golpe no fue lo bastante fuerte y, lo que era peor, no se apartó con suficiente rapidez cuando Puño de Hierro movió velozmente su brazo para rodearle la garganta.

…y los muelles estaban llenos de chimps… en los embarcaderos, en las calles, en los edificios, todos mirando…

La fuerte opresión amenazaba con dejarlo sin poder respirar. Fiben se agachó y lanzó el pie derecho hacia atrás, entre las piernas de su oponente. Estiró en una sola dirección hasta que Puño de Hierro compensó el desequilibrio, entonces giró de pronto y lanzó su peso hacia el otro lado sin dejar de dar patadas. La pierna de Puño de Hierro resbaló y el mismo esfuerzo que estaba haciendo para mantenerse en equilibrio levantó a Fiben y lo echó sobre él. El increíble abrazo del marginal se mantuvo durante un asombroso memento, cuando se separó llevaba consigo girones de la carne de Fiben.

Cambió su caballo por un bote y se dirigió al otro lado de la bahía, hacia la barrera de boyas…

De la maltrecha garganta de Fiben brotaba sangre.

La herida no le había alcanzado la vena yugular por menos de un centímetro. Retrocedió al ver lo rápido que Puño de Hierro se ponía en pie. Era intimidante comprobar con qué velocidad podía moverse aquel chimp.

se enzarzó en una batalla mental con las boyas, deduciendo a través de la razón, el modo de pasar entre ellas…

Puño de Hierro mostró los dientes, extendió sus largos brazos y soltó un grito que helaba la sangre. Aquella visión y aquel sonido atravesaron a Fiben como los recuerdos de muchas batallas libradas hacía mucho, mucho tiempo; antes de que los chimps pudiesen pilotar naves espaciales y cuando la intimidación significaba la mitad de la victoria.

—¡Tú puedes hacerlo, Fiben! —gritó Robert Oneagle contrarrestando la magia de la amenaza de Puño de Hierro—. ¡Venga, muchacho! Hazlo por Simón.

Mierda, pensó Fiben. Un truco típicamente humano, llenarme de sentimiento de culpa.

Sin embargo se las ingenió para dejar de lado la momentánea oleada de dudas y sonrió a su enemigo.

—Tú puedes chillar, ya lo sé, pero ¿puedes hacer esto?

Le hizo burla, poniéndose el pulgar sobre la nariz. Después se apartó rápidamente cuando Puño de Hierro volvió a cargar. Esta vez intercambiaron unos directos golpes que sonaron como un batir de tambores. Ambos chimps fueron dando traspiés hasta lugares opuestos del ring antes de enfrentarse de nuevo, jadeando y mostrando los dientes.

.La playa estaba llena de basura y el camino de subida por los acantilados fue largo y pesado. Pero aquello resultó ser sólo el principio. Los sorprendidos oficiales del Instituto ya habían empezado a desmontar sus aparatos cuando él apareció de repente, obligándolos a continuar y a examinar a uno más. Supusieron que no tardarían mucho tiempo en mandarlo de vuelta a casa.

La siguiente vez que se encontraron Fiben aguantó varios golpes fuertes en la cara a fin de poder acercarse y tirar al suelo a su oponente. No fue precisamente una elegante lección de jiu-jitsu. Al forzarlo, sintió un repentino tirón en los músculos de la pierna.

Durante unos instantes Puño de Hierro rodó impotente por el suelo, pero cuando Fiben intentó golpearlo su pierna estaba ya casi paralizada.

En un momento, el marginal estaba de nuevo en pie. Fiben intentó disimular su cojera, pero algo debió traicionarlo porque esta vez Puño de Hierro le golpeó el lado derecho y, cuando Fiben intentó retroceder, la pierna izquierda le falló.

…pruebas abrumadoras, miradas hostiles, la tensión de preguntarse si conseguiría llegar a tiempo…

Mientras caía hacia atrás intentó patear a su enemigo, pero lo único que consiguió fue que éste le agarrase la pierna con la fuerza de un rodillo a presión. Fiben se debatió para no perder el equilibrio, pero sus dedos sólo arañaron el suelo. Intentó deslizarse hacia un lado, pero su oponente tiró de él hacia atrás y se le lanzó encima.

¿Y había pasado por todo eso sólo para llegar hasta aquí? Sí, sumando todo, había sido un maldito día…

Hay ciertos trucos que un luchador puede poner en práctica frente a un oponente más fuerte y de una categoría de peso superior. Fiben recordó algunos de ellos mientras trataba de soltarse. Si no hubiera estado tan próximo al agotamiento, uno o dos de ellos podrían haber funcionado.

Pero tal como estaban las cosas, se las ingenió para conseguir un punto de casi-equilibrio. Alcanzó una pequeña ventaja de apalancamiento, que contrarrestaba la espantosa fuerza de Puño de Hierro. Sus cuerpos se tensaron y se arrastraron mientras sus manos se agarraban buscando la más mínima oportunidad. Tenían las caras casi contra el suelo y tan cerca la una de la otra que podían olerse el ardiente aliento.

La multitud permanecía ahora en silencio. Ni de un lado ni del otro surgían gritos de ánimo. Mientras su enemigo y él se balanceaban hacia adelante y hacia atrás en una lucha mortal de decepcionante lentitud, Fiben tuvo de pronto una clara visión de la ladera del Monte Ceremonial. Un pequeño rincón de su conciencia advirtió que los espectadores se habían marchado. En el lugar donde antes había un gran grupo de galácticos de distintas formas y tamaños, sólo había ahora un espacio vacío de hierba pisoteada.

Los vio correr montaña abajo y hacia el este, gritando y gesticulando en varios idiomas distintos. Fiben vislumbró a la aracnoide serentini en medio de sus ayudantes y se dio cuenta de que ya no prestaba atención a su lucha. Hasta el arbitro pila se había vuelto de espaldas para mirar al creciente tumulto de abajo.

Y ahora esto, después de tanto hablar como si el destino de todo el universo dependiera de la lucha a muerte entre los dos chimps. Una parte de Fiben se sentía insultada.

Pero la curiosidad lo dominaba, incluso en aquel momento. ¿Qué demonios pretenden?, se preguntó.

Alzó los ojos un par de centímetros para intentar ver lo que ocurría y eso bastó. Por una milésima de segundo no fue alcanzado por la maniobra de Puño de Hierro cuando éste se desplazó ligeramente hacia un lado. Como Fiben reaccionó demasiado tarde, el marginal lo agarró aplicando una fuerte presión.

—¡Fiben! —era la voz de Gailet, ahogada por la emoción. Le consoló saber que, al menos, había alguien que aún les prestaba atención, aunque sólo fuera para ver su humillación final y su muerte.

Fiben combatía con fiereza. Utilizó trucos sacados del pozo de la memoria, pero la mayor parte de ellos requerían un poder que él ya no tenía. Poco a poco se veía obligado a retroceder.

Puño de Hierro sonrió cuando consiguió apoyar el antebrazo sobre la tráquea de Fiben. Éste empezó a respirar con fuertes y agudos silbidos. El aire no llegaba a sus pulmones y se debatió con desesperación.

Puño de Hierro seguía presionando con el mismo ahínco. Mientras jadeaba con la boca abierta ante Fiben, mostró sus colmillos, en los que se reflejaban unos difusos puntos de luz.

De pronto, los destellos se desvanecieron. Algo ocultó las luces y proyectó una oscura sombra sobre ambos. Puño de Hierro parpadeó y súbitamente pareció notar que algo muy grande había aparecido junto a la cabeza de Fiben. Un pie negro y peludo. La pierna unida a él era corta pero maciza como el tronco de un árbol y seguía hacia arriba, hacia una montaña de pelo…

El mundo, que había empezado a dar vueltas y a oscurecerse para Fiben, recuperó su nitidez a medida que la presión en la tráquea disminuía poco a poco. Aspiró una bocanada de aire por el pequeño pasadizo libre e intentó averiguar por qué aún estaba vivo.

Lo primero que vio fue un par de apacibles ojos castaños que lo miraban con amigable franqueza desde una cara negra como el azabache que descansaba sobre una colina de músculos.

Con un brazo tan largo como la altura de un pequeño chimp, la criatura tocó a Fiben con curiosidad. Puño de Hierro se estremeció y retrocedió de asombro o tal vez de miedo. Cuando la mano de la criatura se cerró en torno al brazo de Puño de Hierro sólo apretó lo suficiente para probar la fuerza del chimp.

Evidentemente no había comparación. El gran gorila macho parloteó satisfecho. En realidad, parecía reírse.

Entonces, utilizando un nudillo para ayudarse a andar, se volvió para unirse al oscuro grupo que pasaba entre la fila de estupefactos chimps. Gailet contemplaba la escena con incredulidad y Uthacalthing parpadeó ante tal visión.

Robert Oneagle parecía hablar consigo mismo y los gubru cotorreaban y chillaban.

Durante un buen rato, Kault se convirtió en el centro de atención de los gorilas. Cuatro hembras y tres machos se arracimaron junto al enorme thenanio mientras alargaban las manos para tocarlo. Él les habló despacio y jubilosamente.

Fiben se negó a cometer dos veces el mismo error. Lo que estaban haciendo allí los gorilas, en el Montículo Ceremonial que habían construido los invasores, era algo que estaba más allá de su capacidad de suposición y ni siquiera quería intentar imaginarlo. Su atención regresó a la lucha un segundo antes que la de su oponente. Cuando Puño de Hierro volvió a mirarlo, los ojos del margi traicionaron por un instante su consternación ante el amenazante puño de Fiben.

El pequeño llano era una discordancia, una escena demencial sin ningún vestigio de orden. En los alrededores del terreno de combate ya nadie parecía interesarse en como Fiben y su enemigo rodaban ahora bajo las piernas de los chimps, los gorilas, los gubru o cualquier otro ser que pudiese andar, saltar o deslizarse por el suelo. Casi nadie parecía prestarles atención, y a Fiben no le importaba. Lo único que contaba para él era que había hecho una promesa y que tenía que cumplirla.

Golpeó con los puños a su enemigo, sin permitirle recuperar el equilibrio, hasta que el chimp rugió de desesperación y lanzó a Fiben como si fuera un abrigo viejo. Mientras aterrizaba con una dolorosa sacudida, captó un atisbo de movimiento a sus espaldas y, al volver rápidamente la cabeza, vio al marginal llamado Comadreja con el pie preparado para darle una patada. Pero el golpe falló al ser abrazado el marginal por un cariñoso gorila.

El otro compinche de Puño de Hierro estaba sujeto por Robert Oneagle o, más exactamente, alzado. Ese chimp macho podía tener más fuerza que muchos humanos, pero suspendido en el aire no le servía de nada. Robert levantó a Barra de Acero por encima de su cabeza, como Hércules sometiendo a Anteo. El joven hizo un gesto a Fiben.

—Ten cuidado, amigo.

Fiben rodó hacia un lado al tiempo que Puño de Hierro se arrojaba sobre el sitio que él había ocupado. Sin pensarlo dos veces, Fiben saltó sobre la espalda de su oponente y le hizo una llave nelson.

El mundo saltaba como si cabalgara sobre un potro desbocado. Sentía el sabor de la sangre en la boca y el polvo parecía llenarle los pulmones produciéndole un dolor ardiente y agobiante. Sus cansados brazos temblaban y estaban amenazados por los calambres. Pero al oír la difícil respiración de su enemigo supo que podría aguantar un poco más.

Puño de Hierro apenas lograba sostener su cabeza. Fiben consiguió rodearlo con las piernas, de una forma que le permitía darle patadas desde abajo.

El flexo solar del marginal cayó sobre el talón de Fiben. Con un destello de dolor comprendió que seguramente se había roto varios dedos de los pies, pero en el mismo instante sintió un inequívoco chirrido silbante: el diafragma de Puño de Hierro habría sufrido un momentáneo espasmo interrumpiendo toda circulación de aire.

Sacó fuerzas de donde pudo. Con un sólo movimiento, dio la vuelta a su contrincante y le aplicó una llave de tijeras. Luego pasó su antebrazo alrededor del cuello de éste y utilizó el mismo método de estrangulación ilegal, que a nadie le importaba, que antes había utilizado contra él.

Oprimió el hueso contra el cartílago. Bajo sus pies la tierra parecía vibrar, y el cielo retumbaba y gruñía. Por todos lados se oían pasos alienígenas y los incesantes gritos y parloteos en una docena de lenguas distintas. Pero Fiben sólo estaba pendiente del aire que no atravesaba la garganta de su enemigo y del pulso que tan desesperadamente tenía que silenciar…

Fue entonces cuando algo pareció explotar en su cerebro.


Era como si se hubiese abierto algo en su interior, derramando lo que parecía ser una brillante luz que brotaba de su corteza cerebral. Aturdido, Fiben pensó que un marginal o un gubru debían de haberle golpeado la cabeza desde atrás. Pero la lumiscencia, no era como las que seguían a una contusión. Sentía dolor, pero un dolor diferente.

Fiben se concentró en sus principales prioridades, como la de sujetar con fuerza a su cada vez más debilitado enemigo. Pero no pudo ignorar aquel extraño acontecimiento. Su mente buscaba algo con que compararlo pero no encontraba una metáfora adecuada. La silenciosa explosión le parecía a la vez algo alienígena y misteriosamente familiar.

De repente, Fiben recordó una luz azul que danzaba jubilosamente mientras lanzaba ardientes rayos a sus pies. Se acordó de la «bomba fétida» que había provocado la huida de una pequeña, pomposa y peluda diplomática, haciendo que se olvidase de los formalismos. Se acordó de historias que por la noche contaba la general. Las conexiones le hicieron sospechar.

En todo el llano, los galácticos habían interrumpido su políglota parloteo. Fiben tuvo que levantar un poco la cabeza para ver qué les cautivaba tanto. Antes de hacerlo, sin embargo, quiso asegurarse del estado de su enemigo. Cuando vio que Puño de Hierro conseguía soltar unos cuantos débiles y desesperados suspiros, Fiben volvió a aplicarle la presión necesaria para mantenerlo al borde de la conciencia. Sólo entonces alzó la vista.

—Uthacalthing —susurró al comprender el origen de su confusión mental.

El tymbrimi estaba situado un poco más arriba que los demás. Tenía los brazos abiertos y totalmente extendidos, y los pliegues de su túnica de ceremonia ondeaban bajo los vientos ciclónicos que rodeaban la derivación hiperespecial. Sus ojos estaban totalmente separados.

Los zarcillos de su corona se ondulaban y algo giraba sobre su cabeza.

Un chimp gimió y se apretó las manos contra las sienes. En alguna parte, alguien castañeó los dientes. Para muchos de los presentes el glifo apenas era detectable, pero por primera vez en su vida Fiben captó. Y lo que captó se llamaba tutsunucann.

El glifo era un monstruo… un titán, por la energía largamente acumulada. La esencia de la dilatada indeterminación bailaba y giraba. Después, sin previo aviso, desapareció. Fiben sintió que lo rodeaba y lo atravesaba… nada más y nada menos que una alegría limpia, incontaminada.

Uthacalthing dejó fluir su emoción como si se hubieran roto los diques.

N’ha s’urustuannu, k’hammin’t Athaclena w’thatanna! —gritó—. Hija, ¿me has mandado a éstos para devolverme lo que yo te presté? ¡Oh qué interés tan incrementado y multiplicado! ¡Qué broma más delicada para gastarle a tu orgulloso padre!

Su intensidad afectó a los que estaban junto a él. Algunos chimps parpadearon y lo miraron con asombro. Robert Oneagle se secó las lágrimas.

Uthacalthing se volvió y señaló el lugar de la elección. Allí, sobre el pináculo, todo el mundo pudo ver que la derivación por fin estaba conectada. Los motores enterrados en las profundidades habían realizado su trabajo y ahora en el cielo se abría un túnel cuyos extremos brillaban pero cuyo interior contenía un color más vacío que la negrura.

Parecía absorber luz y dificultaba incluso la simple visión de la entrada. Sin embargo, Fiben comprendió que aquello era un vínculo en tiempo real, desde allí hasta innumerables lugares en los que se habían reunido muchos espectadores para observar y celebrar los acontecimientos de esa noche.

Espero que las Cinco Galaxias disfruten con el espectáculo. Cuando Puño de Hierro mostró señales de recobrar el sentido, Fiben le dio un golpe en la parte lateral de la cabeza y siguió mirando hacia arriba.

A mitad de camino del estrecho sendero que llevaba al pináculo se hallaban tres dispares figuras. La primera era un pequeño neochimpancé, con brazos demasiado largos y unas deformes piernas cortas y torcidas. Jo-Jo iba de la mano de Kault, el enorme thenanio. De la otra maciza garra de Kault iba cogida una diminuta niña humana, cuya rubia cabellera ondeaba como un brillante estandarte en el viento arremolinado.

El peculiar trío contemplaba el pináculo en el que había un extraño grupo.

Una docena de gorilas, machos y hembras, formaban un círculo justo bajo el semi-invisible agujero del espacio. Se balanceaban hacia adelante y hacia atrás contemplando el vacío que se abría sobre sus cabezas al tiempo que entonaban una grave y átona melodía.

—Creo… —dijo la admirada serentini del Instituto de Elevación— …creo que esto ha ocurrido antes una o dos veces… pero hace más de mil eones.

—No es justo —murmuró otra voz en un áspero ánglico cargado de emoción—. Se suponía que éste era nuestro momento.

Fiben vio correr lágrimas por las mejillas de varios chimps. Algunos se abrazaban entre sí y sollozaban.

Los ojos de Gailet también estaban húmedos, pero Fiben comprendió que ella veía lo que los otros no podían ver. Las suyas eran lágrimas de alivio y de alegría.

Por todas partes se oían expresiones de asombro.

—…Pero ¿qué clase de criaturas, seres, entidades, pueden ser? —preguntaba uno de los Suzeranos gubru.

—…presensitivos —respondió otra voz en galáctico-Tres.

—…si han pasado por todos los puestos de examen es que están preparados para una ceremonia de etapa de algún tipo —murmuró Cordwainer Appelbe—. Pero ¿cómo demonios los goril…?

—No use el viejo nombre. —Robert Oneagle interrumpió a su compañero humano—. Son garthianos, amigo mío.

El aire se llenó de ionización y olor a tormenta. Uthacalthing cantaba su placer ante la simetría de su magnífica sorpresa, de esa gran broma, y su voz tymbrimi tenía un timbre rico y sobrenatural. Cautivado por las circunstancias, Fiben no se dio cuenta de que se ponía de pie para poder ver mejor.

El y todos los demás pudieron contemplar la colescencia que se situaba sobre los grandes simios, zumbando y oscilando en la cima de la colina. Sobre las cabezas de los gorilas giraba una sustancia de aspecto lechoso que empezaba a concretarse con la promesa de unas formas.

—Ninguna raza viva puede recordar que haya ocurrido algo así —dijo asombrada la Gran Examinadora—. Las razas pupilas han tenido innumerables Ceremonias de Elevación durante los últimos mil millones de años. Han pasado por distintos niveles y han elegido a sus consortes de Elevación para que los ayudasen. Algunos han utilizado incluso la ocasión para solicitar el final de la Elevación, para volver a ser lo que eran antes…

La opacidad tomó la forma de un óvalo. Y dentro iban surgiendo gradualmente unas figuras, como si salieran de una niebla muy espesa.

—…Pero sólo en las antiguas sagas se habla de nuevas especies que avancen por si solas, sorprendiendo a toda la sociedad galáctica y exigiendo el derecho a elegir a sus propios tutores.

Fiben oyó un gemido y, al mirar hacia abajo, descubrió a Puño de Hierro que empezaba a incorporarse, temblando, sobre sus codos. Una capa de polvo teñido de sangre lo cubría desde la cabeza hasta los pies.

Conseguirá salir de esto. Tiene aguante. Entonces pensó que él no debía de tener mejor aspecto.

Levantó el pie. Sería tan fácil… Miró hacia a un lado y vio que Gailet lo estaba observando.

Puño de Hierro rodó sobre su espalda, levantó la vista y miró a Fiben con expresión resignada.

¡Qué diablos! Alargó la mano y se la tendió a su antiguo enemigo. No sé por qué estamos luchando. Y, además, han sido oíros los que han conseguido el premio.

Un gemido de sorpresa se extendió entre la multitud. Los gubru soltaron chirriantes lamentos de consternación. Fiben terminó de ayudar a Puño de Hierro a ponerse de pie y luego miró para ver qué era lo que habían hecho los gorilas para causar aquel desánimo.

Era el rostro de un thenanio. Gigantesca y clara, la imagen que flotaba en el foco de la derivación hiperespacial se parecía tanto a Kault que podía ser la de su hermano.

Qué expresión tan seria, comedida, grave, pensó Fiben. Típicamente thenania.

Unos pocos galácticos parlotearon asombrados, pero la mayoría parecía haber quedado congelada en su sitio. Todos excepto Uthacalthing, cuya satisfecha sorpresa centelleaba en todas direcciones como una antorcha romana.

Z’wurtin’s’taita… He estado trabajando para esto y nunca lo supe.

La titánica imagen del thenanio derivó hacia atrás en el óvalo lácteo. Todos pudieron ver el grueso y ranurado cuello de la criatura y su poderoso torso. Pero cuando aparecieron los brazos, se hizo patente que había dos figuras junto a él que lo tomaban de las manos.

—Correctamente resuelto —dijo la Gran Examinadora a sus ayudantes—. La innominada especie de pupilos en la Etapa Uno, provisionalmente llamados garthianos, han elegido como tutores a los thenanios. Y como consortes y protectores han elegido conjuntamente a los neo-chimpancés y a los humanos de la Tierra.

Robert Oneagle gritó. Cordwainer Appelbe cayó de rodillas conmocionado. El griterío de los gubru era ensordecedor.

Fiben notó que una mano se deslizaba en la suya. Gailet lo miró y en la expresión conmovida de sus ojos se había mezclado ahora el orgullo.

—Oh, bueno —suspiró—. Tampoco nos hubieran dejado quedarnos con ellos. Al menos, de esta forma, tendremos derecho a visitarlos. Y he oído decir que, para ser ETs, los thenanios no son demasiado malos. ¿Conocías la existencia de estas criaturas y no me lo habías dicho?— agregó después de una pausa.

—Se suponía que era un secreto. —Fiben se encogió de hombros—. Y tú estabas muy ocupada, no quería importunarte con detalles sin importancia. Lo olvidé. Mea culpa. No me pegues, por favor.

Por unos breves instantes los ojos de Gailet parecieron centellear, luego volvió a suspirar y miró a la cima del monte.

—No tardarán mucho tiempo en descubrir que no son garthianos auténticos sino criaturas de la Tierra.

—¿Y qué sucederá entonces?

—Nada, supongo. —Ahora le tocaba a ella encogerse de hombros—. Vengan de donde vengan, están preparados para la Elevación. Los humanos firmaron un tratado, por más injusto que sea, que prohíbe al clan de la Tierra elevarlos, así que supongo que eso es lo que prevalecerá. Falí accompli. Al menos nosotros jugaremos un papel, vigilar para que sean elevados correctamente.

El zumbido del suelo había empezado a disminuir. Pero lo sustituía el creciente sonido de los estridentes gritos de los gubru. Sin embargo, la Gran Examinadora se mostraba impasible. Estaba atareada con sus ayudantes, ordenándoles que reunieran todas las grabaciones, detallando los exámenes que tenían que realizarse y dictando mensajes urgentes para la sede central del Instituto.

—Y también tenemos que ayudar a Kault a que se ponga en contacto con su clan —continuó Gailet—. Sin duda se quedarán muy sorprendidos.

Fiben vio al Suzerano de Rayo y Garra montar en un vehículo volador gubru y partir a toda prisa. El movimiento del aire desplazado infló las plumas de los restantes pajaroides.

De pronto, Fiben se encontró con la mirada del Suzerano de la Idoneidad que lo observaba desde su percha solitaria. El alienígena estaba ahora más erecto. Ignoraba el parloteo de los suyos y miraba a Fiben con un ojo amarillo que no parpadeaba nunca.

Fiben le hizo una reverencia. Al cabo de un momento, el alienígena inclinó cortésmente la cabeza como respuesta.

Sobre el pináculo, y sobre los cantarines gorilas ya oficialmente consagrados como los ciudadanos más jóvenes de la Civilización de las Cinco Galaxias, el óvalo opalescente retrocedió hacia el interior del túnel que cada vez se hacía más estrecho. Disminuyó pero no sin antes obsequiar a los presentes con una visión nueva para ellos, y que probablemente nunca más volverían a ver.

En el cielo, las imágenes del thenanio, el chimp y la humana se miraban unas a otras. Entonces el thenanio echó la cabeza hacia atrás y rió de verdad.

Compartió la poderosa y profunda hilaridad con sus diminutos compañeros. La figura correosa bramaba de risa, rugía.

Entre los maravillados observadores, sólo Uthacalthing y Robert Oneagle se unieron a la diversión de la fantasmagórica figura del cielo que hacía lo que nunca los thenanios habían sabido hacer. Kault continuó riendo mientras su imagen se desvanecía poco a poco, hasta que fue tragada por el agujero del espacio que se cerró para dar paso nuevamente a las estrellas.

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