La hermana Philippa pareció aún más alta de lo que era al enderezar por completo la espalda. Al mismo tiempo su rostro mostraba una expresión de altivez que trataba, aunque sin éxito, de disimular.
— Prelada, me temo que no habéis dedicado a este asunto la reflexión que se merece. Tal vez si lo meditáis un poco más os daréis cuenta de que tres mil años de resultados son suficiente aval de su necesidad.
Un codo de Verna descansaba sobre la mesa y apoyaba el mentón en la palma de la mano al mismo tiempo que echaba un vistazo a un informe, de modo que era imposible mirarla sin reparar en el anillo en forma de disco solar, símbolo de su cargo. No obstante, levantó la vista sólo para asegurarse de que, efectivamente, la hermana Philippa la miraba.
— Gracias por vuestro sabio consejo, Hermana, pero ya lo he meditado suficientemente. Es absurdo seguir buscando agua en un pozo ya seco; solamente se consigue estar más sediento, lo cual aumenta las esperanzas pero no da resultados.
La exótica faz de la hermana Philippa, con oscuros ojos y nariz delgada y recta, raramente demostraba emoción, pero Verna detectó una ligera tensión en los músculos de su estrecha mandíbula.
— Pero, Prelada… no podremos determinar si un joven progresa como debe o si ya ha aprendido lo suficiente para que se le quite el rada’han. No hay otro modo.
La Prelada hizo una mueca ante lo que leía. Dejó el informe a un lado, ya se ocuparía de eso más tarde, y dedicó toda su atención a su consejera.
— ¿Cuántos años tenéis, Hermana?
— Cuatrocientos setenta y nueve, Prelada —respondió Philippa sin que la mirada le flaqueara.
Verna tuvo que admitir que sentía un poco de envidia. Aunque ella era trescientos años más joven, de hecho, por su aspecto nadie lo hubiera dicho. Los veinte años pasados lejos del embrujo de palacio le habían costado un tiempo que nunca recuperaría. Ella jamás dispondría de una vida tan larga como la de Philippa para aprender.
— ¿Y cuántos de esos años habéis permanecido en el Palacio de los Profetas?
— Cuatrocientos setenta, Prelada. —La ligera inflexión en la palabra «prelada» hubiese pasado inadvertido a alguien no avisado. Pero Verna lo esperaba.
— O sea, ¿me estáis diciendo que el Creador os ha concedido cuatrocientos setenta años para aprender a servirlo, a trabajar con los muchachos, enseñarlos a controlar el don así como convertirse en magos, y después de todo ese tiempo no sois capaz de evaluar a los estudiantes?
— No, Prelada, no es exactamente eso lo que…
— ¿Estáis tratando de decirme que todas las Hermanas de la Luz de palacio son incapaces de decidir si un joven, que ha estado bajo nuestra tutela casi doscientos años, está listo para seguir adelante sin antes someterlo a una brutal prueba de dolor? ¿Tan poco confiáis en las Hermanas? ¿Tan poca fe tenéis en la sabiduría del Creador a la hora de elegir a sus servidores? ¿Me estáis diciendo que el Creador nos eligió, que nos ha dado colectivamente miles de años de experiencia y, pese a ello, somos demasiado estúpidas para cumplir su voluntad?
— Creo que tal vez la Prelada está…
— Permiso denegado. Infligir ese tipo de dolor con el rada’han es un modo indecente de usarlo. Se puede destrozar una mente humana. Algunos jóvenes incluso han muerto en esas pruebas.
»Decid a esas Hermanas que espero que me presenten propuestas para evaluar a los jóvenes sin que haya sangre, vómitos ni gritos de por medio. Podríais incluso sugerirles algo revolucionario como… oh, no sé, tal vez hablar con los jóvenes. A no ser que las Hermanas teman ser engañadas, en cuyo caso espero que lo admitan en un informe que me será entregado y quedará archivado.
La hermana Philippa guardó un momento silencio. Probablemente consideraba la conveniencia de seguir discutiendo. Al fin, se inclinó de mala gana.
— Una decisión muy sabia, Prelada. Gracias por iluminarme.
Se daba media vuelta para marcharse cuando Verna la detuvo.
— Hermana, sé cómo os sentís. A mí me enseñaron lo mismo que a vos, y creía en ello. Pero un joven de apenas veinte años me mostró lo equivocada que estaba. A veces el Creador nos muestra su Luz de un modo que no esperamos, pero confía en que estemos preparadas para recibir su sabiduría, sea de quien sea.
— ¿Os referís al joven Richard?
Con la uña del pulgar Verna jugueteó con los irregulares bordes de la pila de informes que aún tenía que revisar.
— Sí. Lo que aprendí, Philippa —añadió, abandonando su tono oficial—, es que esos jóvenes, esos magos, son enviados a un mundo que los pondrá a prueba. El Creador espera de nosotras que decidamos si les hemos enseñado a soportar con integridad el dolor que verán y sentirán. Con esto. —Se dio golpecitos en el pecho—. Es con el corazón que tenemos que determinar si serán capaces de tomar las dolorosas decisiones que a veces el Creador nos impone. Ése es el significado de la prueba de dolor. Su capacidad para soportar la tortura no nos dice nada sobre su corazón, su valor ni su compasión.
»Tú misma, Philippa, has pasado una prueba de dolor. Estabas dispuesta a luchar por el cargo de Prelada. Durante cuatrocientos años te esforzaste por alcanzar esa meta. Pese a que los acontecimientos te han jugado una mala pasada, nunca he oído de tus labios una palabra amarga aunque cada vez que me miras debes de sentirte dolida. En vez de eso, me aconsejas lo mejor que puedes para que desempeñe correctamente mi trabajo y, pese a ese dolor, defiendes los intereses de palacio.
»¿Me servirías mejor si hubiera insistido en torturarte para que te convirtieras en mi consejera? ¿Hubiera servido de algo?
El rubor cubría las mejillas de Philippa.
— No te mentiré diciendo que estoy de acuerdo contigo, pero al menos ahora entiendo que, realmente, has estado sacando tierra del pozo seco, que no es que te des por vencida porque no quieras dudar. Cumpliré tus indicaciones al instante, Verna.
— Gracias, Philippa —le agradeció con una sonrisa.
También Philippa esbozó un amago de sonrisa.
— Hay que ver el revuelo que armó Richard. Yo pensaba que iba a matarnos a todas y, al final, resultó que ha sido el mejor amigo que haya tenido el Palacio de los Profetas en los últimos tres mil años.
Verna soltó la carcajada.
— Si supieras cuántas veces tuve que rezar para contenerme y no estrangularlo…
Cuando Philippa abrió la puerta para irse, Verna vio que Millie esperaba en la oficina exterior permiso para entrar y limpiar. Verna se estiró, bostezó, cogió el informe que había dejado a un lado y se dirigió a la puerta. Tras indicar con una seña a Millie que entrara en su despacho, dirigió la atención a sus dos administradoras, las Hermanas Dulcinia y Phoebe.
Antes de que pudiera abrir la boca, la hermana Dulcinia se le acercó con otra pila de papeles.
— Si habéis acabado, Prelada, tenemos éstos para que los reviséis.
Verna cogió el montón, que pesaba como un bebé, y se lo apoyó en una cadera.
— Muchas gracias. Es tarde. ¿Por qué no os marcháis a descansar?
— No, no, Prelada. Si no os importa, me encanta trabajar y…
— Y mañana será otro día muy largo. Tienes que estar descansada para rendir bien. Vamos, marchaos las dos.
Phoebe tomó un fajo de papeles. Seguramente trabaja en sus habitaciones. Era como si disputaran una carrera: cuando sospechaba que existía la remota posibilidad de que Verna se pusiera al día, trabajaba frenéticamente para producir más papeleo como por arte de magia. Dulcinia cogió una taza de té de encima de su escritorio pero no se llevó ningún documento. Dulcinia trabajaba a un ritmo más pausado, sin apresurarse para ir por delante de la Prelada. No obstante eso, invariablemente se sacaba de dentro de la manga pilas de informes debidamente clasificados y anotados. No había ni la más remota posibilidad de que Verna se pusiera al día; de hecho, cada día que pasaba se acumulaba más trabajo pendiente.
Ambas Hermanas se despidieron con sus buenos deseos de que el Creador concediera a la Prelada una noche de sueño tranquilo.
Verna esperó que llegaran a la puerta antes de decir:
— Por cierto, hermana Dulcinia, hay un pequeño asunto del que quisiera que os ocuparais mañana.
— Naturalmente, Prelada. ¿De qué se trata?
Verna colocó el informe que llevaba en la mano encima de la mesa de Dulcinia, para que fuese lo primero que viera a la mañana siguiente.
— Es una solicitud de ayuda para una joven y su familia. Uno de nuestros jóvenes magos va a ser padre.
— ¡Oh, es maravilloso! —exclamó Phoebe—. Recemos para que, por la gracia del Creador, sea un niño y nazca con el don. Hace… bueno ya no sé ni el tiempo que hace que no nace en la ciudad un bebé con el don. Quizás esta vez…
La ceñuda expresión de Verna le impuso silencio.
— Quiero ver a esa joven y al joven responsable de lo ocurrido —dijo a la hermana Dulcinia—. Mañana concertaréis una cita. Tal vez, puesto que solicitan muestra ayuda, los padres de ella también deberían estar presentes.
— ¿Hay algún problema, Prelada? —inquirió la hermana Dulcinia con mirada inexpresiva, aunque se notaba que estaba desconcertada.
— Yo diría que sí. Uno de nuestros pupilos ha dejado embarazada a esa muchacha.
Dulcinia dejó la taza de té en una esquina de la mesa y dio un paso hacia la Prelada.
— Pero, Prelada, precisamente por eso permitimos que nuestros estudiantes vayan a la ciudad. No sólo se liberan de sus impulsos, para concentrarse mejor en sus estudios, sino que de vez en cuando, conseguimos otro niño bendecido con el don.
— No autorizaré que el palacio se entrometa en la creación y en las vidas de inocentes.
— Prelada —replicó la Hermana, contemplando con sus ojos azules a la Prelada de la cabeza a los pies. Verna llevaba un sencillo vestido oscuro—, los hombres sienten impulsos incontrolables.
— Y yo también, pero con la ayuda del Creador hasta el momento he logrado no estrangular a nadie.
La risa de Phoebe enmudeció al instante con una fulminante mirada de Dulcinia.
— Prelada, los hombres son distintos. No son capaces de controlarse. No es más que una inocente diversión que les permite concentrarse en las lecciones. El palacio puede permitirse perfectamente la recompensa. Es un pequeño precio a cambio de lograr, de vez en cuando, un joven mago.
— Nuestra misión es enseñar a esos jóvenes a usar el don de un modo responsable, con comedimiento, siendo plenamente conscientes de las consecuencias de sus actos mágicos. Si en otros aspectos de su vida los animamos a actuar de un modo totalmente opuesto, saboteamos nuestras propias enseñanzas.
»En cuanto a que, de vez en cuando de esas uniones indiscriminadas nazca un bebé con el don, no hay ninguna prueba de que sea beneficioso. Tal vez, si los estudiantes actuaran de manera más responsable y controlada, sus futuros emparejamientos selectivos darían como fruto un porcentaje mucho mayor de bebés con el don. Por lo que sabemos, su comportamiento lascivo podría estar diluyendo su capacidad para transmitir el don.
— O, por el contrario, desarrollándola hasta su máximo potencial, por bajo que sea.
Verna se encogió de hombros.
— Es posible. No obstante, los pescadores que pescan en el río no faenan toda la vida en el mismo sitio sólo porque un día cogieron allí un pescado. Y puesto que también nosotras tratamos de pescar nuevos peces, creo que ya es hora de que cambiemos de sitio.
La hermana Dulcinia enlazó las manos y se armó de paciencia.
— Prelada, el Creador bendice a todos con una naturaleza determinada, que no es posible cambiar. Hombres y mujeres seguirán buscando su placer.
— Pues claro, pero mientras el Palacio de los Profetas siga pagando el precio de los resultados estaremos promoviendo tal comportamiento. Si no hay consecuencias, no hay autocontrol. ¿Cuántos niños han crecido sin padre porque damos a las jóvenes oro? ¿Es que el oro reemplaza el cariño paterno? ¿Cuántas vidas hemos alterado, para peor, con nuestro oro?
— Nuestro oro los ayuda —declaró Dulcinia, extendiendo las manos en gesto de consternación.
— Nuestro oro alienta a las mujeres de la ciudad a actuar de manera irresponsable y acostarse con nuestros estudiantes para asegurarse una vida cómoda sin trabajar. Con nuestro oro, estamos degradando a toda esa gente. —Con un amplio gesto de la mano indicó que se refería a todos los habitantes de la ciudad—. Los hemos convertido en poco más que en animales de cría.
— Llevamos usando este método durante miles de años para ayudar a aumentar el número de poseedores del don. Ya casi no nace ninguno.
— Lo sé, pero las Hermanas de la Luz somos maestras, no criadoras. Debido a nuestro oro, esas muchachas no tienen hijos por amor sino por codicia.
Este argumento dejó muda a Dulcinia, pero enseguida se recuperó:
— Seríamos crueles si les negáramos ayuda con un poco de nuestro oro. Las vidas son más importantes que el dinero.
— He leído los informes y estamos hablando de algo más que un «poco» de oro. Pero ésa no es la cuestión; la cuestión es que estamos utilizando a nuestros semejantes, a otros hijos del Creador como si fuesen ganado y, al hacerlo, fomentamos el desprecio hacia determinados valores.
— ¡Pero nosotras enseñamos a los jóvenes valores! En cuanto creación suprema del Creador, las personas responden cuando se les enseñan valores porque poseen inteligencia suficiente para comprender su importancia.
Verna suspiró.
— Hermana, imaginad que predicásemos la sinceridad y, al mismo tiempo, entregásemos un penique por cada mentira. ¿Cuál creéis que sería el resultado?
Phoebe rió cubriéndose la boca.
— Apuesto a que no tardaríamos en arruinarnos —comentó.
— Nunca os creí capaz de la crueldad de dejar que un recién nacido, una criatura del Creador, se muriera de hambre —afirmó la hermana Philippa con mirada glacial.
— El Creador ha dado a las madres pechos para amamantar a sus hijos, no para arrebatar el oro de palacio.
Dulcinia se ruborizó hasta la raíz de los cabellos.
— ¡Pero los hombres sienten impulsos incontrolables!
— Esos impulsos solamente son verdaderamente incontrolables cuando una bruja le echa un hechizo —replicó Verna, bajando la voz, indignada—. Ninguna Hermana ha hechizado a ninguna mujer de la ciudad. ¿Debo recordaros que cualquier Hermana que osara hacerlo tendría suerte si se la expulsaba de palacio, en vez morir colgada? Como bien sabéis, un sortilegio amoroso equivale a una violación.
Dulcinia se había quedado blanca.
— Yo no estoy diciendo que…
— Si mal no recuerdo, la última vez que se descubrió a una Hermana lanzar un sortilegio de amor fue… —La Prelada alzó la vista al techo, pensativa—. ¿Hace cuánto? ¿Cincuenta años?
Dulcinia ya no sabía adónde mirar.
— Yo era una novicia, Prelada, no una Hermana.
— Si mal no recuerdo, formasteis parte del tribunal. —Verna no apartaba los ojos de ella. Dulcinia asintió—. Y votasteis a favor de que la colgaran. No era más que una pobre muchacha que apenas llevaba unos años en palacio, y votasteis su muerte.
— Es la ley, Prelada —respondió la Hermana, con la cabeza gacha.
— Es la máxima pena que contempla la ley.
— Otras votaron lo mismo que yo.
— Lo sé. Hubo un empate de seis contra seis, y la prelada Annalina deshizo el empate al votar que se desterrara a la joven.
Finalmente los penetrantes ojos azules de Dulcinia buscaron los de la Prelada.
— Sigo pensando que se equivocó. Valdora juró venganza eterna; prometió que destruiría el Palacio de los Profetas, escupió a la Prelada a la cara y juró que un día la mataría.
— Dulcinia, siempre me he preguntado por qué fuiste elegida para formar parte del tribunal.
La Hermana tragó saliva.
— Porque yo era su maestra.
— ¿De veras? Eras su maestra. —Verna chasqueó la lengua con desprecio—. ¿Dónde crees que Valdora aprendió a conjurar hechizos de amor?
Dulcinia recuperó el color de la tez de golpe.
— No logramos averiguarlo con total certeza. Seguramente fue su madre. Muchas veces la madre enseña a la joven bruja tales cosas.
— Sí, eso he oído, aunque personalmente no puedo saberlo. Mi madre no poseía el don; éste se saltó una generación. Pero en cambio tu madre lo tenía, ¿verdad?
— Así es. —Dulcinia se besó el dedo anular al tiempo que susurraba una plegaria al Creador. Era un acto de súplica y devoción muy frecuente pero que solía hacerse en privado—. Se está haciendo tarde, Prelada. No os entretenemos más.
Verna sonrió.
— Sí, buenas noches.
Dulcinia ejecutó una reverencia.
— Mañana por la mañana, después de consultarlo con la hermana Leoma, me ocuparé del asunto de la muchacha embarazada y el joven mago, tal como habéis ordenado.
— ¡Ah! —Verna enarcó una ceja—. ¿De modo que ahora la hermana Leoma está por encima de la Prelada?
— No, no, Prelada —balbució Dulcinia—. Es sólo que a la hermana Leoma le gusta que yo… Creí que queríais que informara a vuestra consejera de vuestra decisión… para que no la pillara… por sorpresa.
— La hermana Leoma es mi consejera, Hermana. La informaré personalmente de mis decisiones si lo considero conveniente.
Phoebe contemplaba en silencio el intercambio de palabras girando la cabeza ora a la derecha ora a la izquierda.
— Se hará como deseéis, Prelada —dijo Dulcinia—. Os ruego que perdonéis mi… afán por seros de utilidad, Prelada.
Verna se encogió de hombros lo mejor que pudo, cargada como estaba con la pila de informes.
— Lo comprendo, Hermana. Buenas noches.
Afortunadamente ambas se marcharon sin discutir. Refunfuñando, Verna transportó el montón de papeles a su despacho y lo depositó pesadamente sobre su mesa, al lado de la pila que le quedaba por revisar. Armada con un trapo Millie limpiaba un rincón que nadie, ni en un siglo, se molestaría en comprobar si estaba sucio.
Excepto por los comentarios de Verna entre dientes y el sonido del trapo con el que Millie frotaba, el despacho débilmente iluminado se hallaba en silencio. Verna se acercó a un estante situado cerca de donde la criada, de rodillas, se afanaba y pasó un dedo por los libros, aunque sin ver realmente los títulos dorados grabados en los desgastados lomos de las antiguas cubiertas de piel.
— ¿Cómo sientes esta noche tus viejos huesos, Millie?
— Oh, si empiezo a hablar, Prelada, no tardaríais en posar vuestras manos sobre mí para tratar de curar lo que no tiene remedio. La edad, ya sabéis… —Con una rodilla movió el cubo, disponiéndose a frotar otro trozo de la alfombra—. Todos nos hacemos viejos. Supongo que es voluntad del Creador, pues ningún mortal puede remediarlo. No obstante, he tenido una vida más larga de lo normal por trabajar en palacio. —La lengua le asomó por una comisura de la boca al frotar con más fuerza—. Sí, el Creador me ha concedido más años de los que realmente hubiera necesitado.
Verna siempre había visto a la enérgica mujercita afanada haciendo algo. Incluso cuando hablaba quitaba el polvo con brío, frotaba algo con el pulgar o arrancaba con la uña una mota de suciedad que nadie más podía ver.
Verna eligió un libro y lo abrió.
— Bueno, sé lo mucho que la prelada Annalina apreció contar contigo todos esos años.
— Sí, fueron muchos años. Creador mío, muchos, muchos años.
— Estoy descubriendo que una Prelada tiene muy pocas oportunidades para tener amigos. Me alegro de que ella contara contigo y estoy segura de que también para mí será un consuelo tenerte cerca.
Millie masculló una maldición por una pizca de suciedad que se le resistía.
— Oh sí, solíamos charlar hasta muy tarde. Vaya, era realmente una mujer maravillosa: sabia y amable. Escuchaba a todo el mundo, incluso a la vieja Millie.
Verna sonrió mientras distraídamente pasaba las páginas del libro, una obra sobre arcanas leyes de un reino tiempo atrás desaparecido.
— Fuiste muy amable al ayudarla con el anillo y la carta.
Millie alzó la vista y sus finos labios dibujaron una sonrisa. Incluso dejó de frotar.
— Ah, así que vos también estáis interesada en eso, como las otras.
— ¿Otras? —Verna cerró el libro de golpe—. ¿Qué otras?
Millie sumergió el trapo en el agua jabonosa.
— Pues las Hermanas, Leoma, Dulcinia, Maren, Philippa, las otras. Ya sabéis quiénes, estoy segura. —La mujercita se lamió la yema de un dedo y limpió una pequeña mancha en la oscura madera, cerca del suelo—. Hubo otras que no recuerdo. La edad, ya sabéis. Todas vinieron a verme después del funeral. No juntas, claro está —añadió con una risita—. Vinieron una a una y sus ojos escrutaban las sombras mientras me preguntaban lo mismo que vos.
Verna ya no fingía ningún interés en los libros.
— ¿Y qué les dijisteis?
Millie escurrió el trapo.
— Pues la verdad; la misma que os diré a vos, si es que deseáis oírla.
— Sí —replicó Verna, recordándose a sí misma que debía suavizar el tono—. Puesto que ahora yo soy la Prelada, creo que debería saberlo. ¿Por qué no descansas un rato y me lo cuentas?
Lanzando un gruñido de dolor, Millie se puso trabajosamente en pie y fijó su aguda mirada en Verna.
— Os lo agradezco, Prelada, pero tengo trabajo por hacer, ya sabéis. No quisiera que me tomarais por una holgazana que se dedica a parlotear cuando debería estar trabajando.
Verna dio una palmaditas en la espalda a la enjuta mujercita.
— Tranquila, Millie, jamás pensaría eso de ti. Cuéntame.
— Bueno, la prelada Annalina estaba en su lecho de muerte cuando la vi. También solía limpiar los aposentos de Nathan, ¿sabéis?, y allí era donde la veía. La Prelada sólo confiaba en mí para acercarme al Profeta, y no puedo decir que la culpe. El Profeta siempre era muy amable conmigo, excepto cuando lanzaba sus ataques, a gritos claro. No iban dirigidos contra mí, sino por su situación de prisionero durante tantos años. Supongo que eso acaba pasando un precio.
— Me imagino que era doloroso ver a la Prelada en ese estado.
— No os podéis hacer una idea —respondió la criada, posando una mano sobre el brazo de Verna—. Me rompía el corazón. Pero, pese al dolor, la Prelada conservaba el buen humor.
Verna se estaba mordiendo la parte interior de los labios.
— Me contabas sobre el anillo y la carta.
— Oh sí. —Millie parpadeó, extendió una mano y quitó una pelusilla de la hombrera del vestido que llevaba Verna—. Deberíais dejar que os lo cepillara. Si no, van a pensar que…
Verna la interrumpió cogiéndole la estropeada mano.
— Millie, esto es importante para mí. ¿Podrías decirme cómo llegó hasta ti el anillo?
Millie sonrió con gesto de disculpa.
— Ann me dijo que se estaba muriendo. Eso mismo dijo, sin rodeos: «Millie, me estoy muriendo». Yo lloraba desconsoladamente. Hacía mucho tiempo que éramos amigas. Ella sonrió y me cogió la mano, como vos acabáis de hacer, y me dijo que quería que hiciese una última cosa para ella. Se quitó el anillo del dedo y me lo entregó. En la otra mano me puso una carta sellada con cera que llevaba grabada el dibujo del sol.
»Me dio instrucciones para que, durante el funeral, colocara el anillo sobre la carta, encima del pedestal que debía poner allí. Me advirtió que, sobre todo, no colocara el anillo sobre la carta hasta el final o la magia que había conjurado alrededor me mataría. Me recordó varias veces que no los pusiera en contacto hasta tenerlo todo listo. Me indico los pasos que tenía que seguir y el orden. Y eso hice. Después de que me entregara el anillo, ya no volví a verla.
Verna miró por las puertas abiertas hacia el jardín que aún no había tenido tiempo de visitar.
— ¿Cuándo fue eso?
— Eso es algo que ninguna de las otras Hermanas me preguntó —murmuró Millie para sí. Se frotó el labio inferior con uno de sus delgados dedos en un movimiento de vaivén—. Veamos. Fue hace bastante tiempo. Antes incluso del solsticio de invierno. Sí, fue justo después del ataque, el día que partisteis con el joven Richard. Oh, ése sí que era un buen muchacho. Siempre risueño y amable. Cuando me veía me sonreía y me saludaba cortésmente. La mayoría de los otros muchachos ni siquiera me ven aunque me tengan delante, pero el joven Richard siempre me veía y tenía una palabra amable para mí.
Verna escuchaba a medias. Recordaba el día al que se refería Millie. Ella y Warren habían acompañado a Richard para ayudarlo a atravesar el escudo que lo mantenía prisionero en palacio. Tras atravesar el escudo se dirigieron a la tierra de los baka ban mana y los condujeron a todos al valle de los Perdidos, su patria ancestral, de la que habían sido expulsados tres mil años atrás para erigir las torres que separarían el Viejo del Nuevo Mundo. Richard necesitaba la ayuda de su chamán.
El Buscador había desplegado un poder inimaginable —no sólo Magia de Suma sino también Magia de Resta— para destruir las torres, purificar el valle y devolvérselo a los baka ban mana, antes de partir en una misión desesperada para impedir que el Custodio del mundo de los muertos escapara por la puerta abierta y penetrara en el mundo de los vivos. El solsticio de invierno llegó y pasó, y así supo Verna que Richard lo había logrado.
— Eso fue hace casi un mes —cayó de repente en la cuenta—. Bastante antes de morir.
— Pues sí. Diría que fue así.
— ¿Me estás diciendo que te entregó el anillo casi tres semanas antes de morir? —Millie asintió—. ¿Por qué tan pronto?
— Me dijo que quería dármelo antes de que se deteriorase demasiado para poder despedirse de mí o para darme las instrucciones apropiadas.
— Entiendo. Y cuando volviste a verla después de eso, antes de que muriera, ¿estaba tan mal?
Millie suspiró y se encogió de hombros.
— Ya no volví a verla. Cuando regresé para verla y limpiar, los soldados me dijeron que Nathan y la Prelada habían dado órdenes estrictas para que no dejaran entrar a nadie. Nathan no quería que nadie le interrumpiera mientras trataba de curarla. Como deseaba que lo lograra, me marché de puntillas, sin meter ruido.
— Bueno, gracias por contármelo, Millie. —Echó un vistazo a su escritorio y a los montones de informes que la esperaban—. Creo que será mejor que vuelva al trabajo, o todos me creerán holgazana.
— Oh, qué lástima, Prelada. Hace una noche tan cálida y hermosa que deberíais disfrutarla en vuestro jardín privado.
Verna dejó escapar un gruñido.
— He tenido tanto trabajo que ni siquiera he tenido oportunidad de asomar la nariz fuera para echar una mirada al jardín privado de la Prelada.
Millie se dirigía hacia el cubo cuando, repentinamente, se dio media vuelta.
— ¡Prelada! Acabo de recordar algo que Ann me dijo.
— ¿Te dijo algo más? —inquirió Verna sin darle demasiada importancia—. ¿Quizás algo que dijiste a las demás y te habías olvidado de decirme a mí?
— No, Prelada —susurró Millie, yendo hacia ella rápidamente—. No, Ann me lo dijo y me advirtió que no lo dijera a nadie excepto a la Prelada. Pero por alguna razón se borró por completo de mi memoria hasta este momento.
— Es posible que también hechizara ese mensaje de modo que no lo recordaras para nadie excepto para la nueva Prelada.
— Es posible —replicó Millie, frotándose de nuevo el labio. Miró a Verna a los ojos y añadió—: A veces Ann hacía cosas como ésa. Podía ser muy tortuosa.
Verna sonrió sin humor.
— Lo sé perfectamente. Yo también fui víctima de sus manipulaciones. ¿Cuál es el mensaje?
— Me dijo que no trabajarais demasiado.
— ¿Ése es el mensaje?
Millie asintió, se inclinó hacia ella y bajó la voz para decir:
— Y también dijo que deberíais usar el jardín para relajaros. Cuando me dijo eso me cogió por el brazo, me acercó a ella y mirándome fijamente a los ojos añadió que os dijera que, sobre todo, visitarais el santuario de la Prelada.
— ¿Santuario? ¿Qué santuario?
Millie se volvió y señaló por las puertas abiertas.
— Fuera, en el jardín, hay un pequeño edificio rodeado por árboles y arbustos. Ella lo llamaba su santuario. Yo nunca he estado allí. Ann nunca me permitió entrar para limpiar. Decía que ella misma lo limpiaba porque un santuario es un lugar sacrosanto, donde estar sola sin que nadie más pusiera nunca los pies allí. De vez en cuando iba allí, creo que para rezar y pedir que el Creador la guiara, o quizá simplemente para estar sola. Me recalcó que os dijera que lo visitarais.
Verna soltó un suspiro de exasperación.
— Supongo que fue su modo de decirme que necesitaría la ayuda de Creador para despachar todo este papeleo. A veces tenía un sentido del humor muy retorcido.
Millie se rió entre dientes.
— Sí, Prelada, muy cierto. Era retorcida. Que el Creador me perdone —dijo, cubriéndose las ruborizadas mejillas—. Aunque también era una mujer muy amable y nunca pretendía hacer daño con su sentido del humor.
— No, supongo que no.
Verna se frotó las sienes mientras se dirigía al escritorio. Estaba cansada y no se sentía capaz de leer más informes soporíferos. De repente se detuvo y se volvió hacia Millie. Por las puertas del jardín abiertas de par en par entraba el fresco aire de la noche.
— Millie, es tarde, ¿por qué no cenas ya y te vas a la cama? El descanso es lo mejor para los huesos cansados.
— ¿De veras, Prelada? —sonrió Millie—. ¿No os importa tener un despacho sucio?
Verna se echó a reír.
— Millie, he vivido al aire libre tantos años que incluso me gusta la suciedad. Está bien, de verdad. Que descanses.
Desde el umbral de las puertas que daban al jardín contempló el suelo moteado por la luz de la luna, que estaba más allá de un paisaje de árboles y enredaderas. Millie recogió sus trapos y el cubo.
— Buenas noches, Prelada. Disfrutad del jardín.
Verna oyó que la puerta se cerraba y luego todo quedó en silencio. Se quedó allí sintiendo la brisa cálida y húmeda, aspirando el fragante aroma de hojas, flores y tierra.
Tras dar un último vistazo al despacho, se sumergió en la noche.