Richard se frotó los ojos. El diario era tan apasionante que deseó ser capaz de leer más rápidamente, pero aún le costaba. Tenía que pararse a pensar en muchas palabras y buscar el significado de otras, aunque a medida que pasaban los días se daba cuenta de que en vez de traducir leía. Pero cada vez que reparaba en que estaba leyendo d’haraniano culto sin hacer un esfuerzo consciente, volvía a tropezar con el significado de los vocablos.
Sobre todo le interesaban las ocasionales referencias a Alric Rahl. Al parecer, su antepasado ideó una solución al problema de los Caminantes de los Sueños. No era el único que trataba de hallar el modo de impedir que los Caminantes se apoderaran de la mente de los demás, pero se insistía mucho en que había dado con la solución.
Fascinado, Richard leyó cómo Alric Rahl había enviado un mensaje desde D’Hara en el que decía que ya había tejido un hechizo para proteger a su pueblo y que para que otros se beneficiaran asimismo de dicho conjuro tan sólo tenían que jurarle lealtad eterna. Ése era el origen del vínculo del pueblo de D’Hara con los Rahl. Alric Rahl había creado el conjuro para proteger a su pueblo de los Caminantes de los Sueños, no para esclavizarlo. Richard se sentía orgulloso de la magnanimidad de su antepasado.
Siguió leyendo el diario casi sin atreverse a respirar, esperando contra toda esperanza que le hubieran creído, aunque sabía que no había sido así. Kolo había pedido cautelosamente pruebas de lo que afirmaba, pues se mantenía receloso. Según escribía, la mayoría de los demás magos creían que era una trampa de Alric y declaraban que lo único que interesaba a un Rahl era gobernar el mundo. Richard lanzó un gruñido de decepción al leer que los magos del Alcázar se habían negado a jurar fidelidad a Alric.
Molesto por un persistente ruidito, Richard miró por la ventana y se dio cuenta de que era ya noche cerrada. Ni siquiera había reparado en que el sol se ponía y la vela, que tenía la impresión que acababa de encender, se había consumido hasta la mitad. El molesto ruidito era del agua que goteaba de carámbanos de hielo. La primavera estaba ganando la partida al invierno.
En cuanto apartó la mente del diario la inquietud por la suerte de Kahlan se apoderó de él. Cada día los mensajeros le llevaban malas noticias. Kahlan parecía haberse desvanecido.
— ¿Ha llegado algún mensajero?
Cara miró al techo.
— Sí —repuso en tono de broma— varios esperan fuera, pero les he dicho que estabais demasiado ocupado cortejándome y no podíais ser molestado.
— Lo siento, Cara. Ya sé que si hubiera llegado un mensajero me habrías avisado. —Richard agitó un dedo admonitorio—. Incluso aunque esté dormido.
— Sí, lord Rahl, aunque estéis dormido.
Richard echó un vistazo en torno y puso ceño.
— ¿Dónde se ha metido Berdine?
Cara puso los ojos en blanco.
— Hace horas os dijo que iba a descansar antes de su guardia, y vos le deseasteis unas buenas noches.
— Sí, supongo que sí.
Richard siguió leyendo. Kolo explicaba que los magos temían que la sliph transportara algo que les fuese imposible detener. Esa guerra resultaba un aterrador misterio para Richard. Un bando creaba seres mágicos con un determinado propósito —por ejemplo los Caminantes de los Sueños— y el otro bando tenía que reaccionar usando asimismo medios mágicos. Lo más terrible fue descubrir que algunas de esas criaturas mágicas se crearon a partir de seres humanos, a partir de magos. Realmente estaban desesperados.
Cada día que pasaba aumentaba el temor de los magos de que, antes de que las torres quedaran acabadas, la sliph —que ellos mismos habían creado para desplazarse a grandes distancias y atacar al enemigo, aunque después resultó que el enemigo la utilizó en su contra— transportara al Alcázar algo contra lo cual no pudieran enfrentarse. Así pues, cuando las torres se completaran, dormirían a la sliph. Richard no dejaba de preguntarse qué era la sliph, cómo era posible que «durmiera» y cómo pensaban despertarla más adelante, cuando la guerra acabara.
Debido al peligro de que les llegara un ataque a través de la sliph, los magos tomaron la determinación de llevarse del Alcázar algunos de los objetos más importantes, más preciados o más peligrosos. El último de tales objetos, que consideraban imperativo proteger, ya había sido llevado a su refugio tiempo atrás cuando Kolo escribió:
Hoy, gracias al infatigable y brillante trabajo en común de casi un centenar de magos hemos cumplido uno de nuestros más anhelados deseos. Hemos llevado a lugar seguro aquellos objetos que bajo ningún concepto deben caer en manos enemigas. El júbilo nos invadió a todos cuando nos llegó el mensaje de que habíamos tenido éxito. Algunos no lo creían posible pero, para el asombro general, se ha conseguido: el Templo de los Vientos ha desaparecido.
¿Desaparecido? ¿Qué era el Templo de los Vientos y adónde había ido? Kolo no lo explicaba.
Richard se rascó la parte posterior del cuello y bostezó. Se le cerraban los ojos. Quería seguir leyendo pero necesitaba dormir. Ojalá encontraran pronto a Kahlan para protegerla del Caminante de los Sueños. Ojalá tuviera pronto a su lado a Zedd, para decirle todo lo que había averiguado.
Se levantó y se dirigió a la puerta arrastrando los pies.
— ¿Os vais a dormir para soñar conmigo? —inquirió Cara.
— Eso siempre —repuso Richard esbozando una sonrisa—. Despiértame si…
— Si llega un mensajero. Sí, sí. Creo que ya lo habéis mencionado.
Richard asintió y se volvió hacia la puerta, pero Cara lo cogió por un brazo.
— Lord Rahl, la encontrarán. No le pasará nada. Dormid tranquilo; los d’haranianos la buscan y no fallarán.
Antes de irse Richard le dio unas afectuosas palmaditas en un hombro.
— Dejo el diario aquí para que cuando Berdine despierte pueda seguir traduciéndolo.
En el trayecto a su dormitorio, situado en aquel mismo pasillo, iba bostezando y frotándose los ojos. Al llegar solamente se quitó las botas y el tahalí, y dejó la Espada de la Verdad encima de una mesa antes de desplomarse en el lecho. Pese a la inquietud por la suerte que hubiera corrido Kahlan, se quedó dormido casi al instante.
Estaba temiendo una pesadilla sobre ella cuando un fuerte golpe en la puerta lo despertó. Se dio la vuelta. La puerta se abrió y el dormitorio quedó iluminado. Era Cara con una lámpara en la mano. La mord-sith se acercó al lecho y prendió otra lámpara.
— Despertad, lord Rahl. Despertad.
— Estoy despierto. —Richard se incorporó en la cama—. ¿Qué ocurre? ¿Cuánto tiempo he dormido?
— Unas cuatro horas. Berdine lleva dos horas traduciendo el diario; de pronto se ha alterado mucho por algo y quería despertaros para que la ayudarais, pero yo no se lo he permitido.
— ¿Y por qué me despiertas ahora? ¿Ha llegado un mensajero?
— Sí, eso es.
Richard se dejó caer de nuevo en el lecho. Los mensajeros nunca le llevaban novedades.
— Lord Rahl, levantaos. Os trae noticias.
Esas palabras fueron tan eficaces como una campana que sonara en su cabeza. Inmediatamente se sentó en la cama y se puso las botas a toda prisa.
— ¿Dónde está?
— Ahora viene.
Justo entonces entró corriendo Ulic ayudando a un soldado que parecía haberse pasado las últimas semanas galopando. Apenas era capaz de mantenerse en pie solo.
— Lord Rahl, os traigo un mensaje. —Richard indicó con un gesto al joven soldado que se sentara en el borde de la cama, pero el soldado declinó la oferta. —Hemos encontrado algo. Antes que nada el general Reibisch me manda deciros que no os alarméis. No hemos hallado su cuerpo, por lo que aún debe de estar viva.
— ¿Qué habéis encontrado? —gritó Richard. Se dio cuenta de que temblaba.
El hombre buscó en su uniforme y sacó algo. Richard se lo arrebató y lo desplegó para ver qué era. Era una capa de color carmesí.
— Hallamos los restos de una batalla con montones de cadáveres que llevaban capas como ésa. Había casi un centenar de muertos.
El soldado se sacó otra cosa y se la entregó. Richard la desplegó; era un recorte de tejido color azul pálido con cuatro borlas doradas en un borde.
— Lunetta —musitó—. Es de Lunetta.
— El general Reibisch me manda deciros que hubo una batalla. Muchos miembros de la Sangre de la Virtud murieron. Había árboles derribados por explosiones de fuego, como si se hubiera usado magia. También había cuerpos quemados.
»Solamente encontramos el cuerpo de alguien que no pertenecía a la Sangre de la Virtud. Un d’haraniano. Un hombretón tuerto y con una cicatriz sobre un ojo ciego.
— ¡Orsk! ¡Es Orsk! ¡El guardaespaldas de Kahlan!
— El general Reibisch quiere que sepáis que no hay ningún indicio de que ni vuestra reina ni nadie de su séquito murieran. Todo indica que presentaron una fuerte resistencia, pero al final fueron capturados.
Richard agarró al soldado por un brazo.
— ¿Tienen los rastreadores alguna idea de la dirección que tomaron? —Richard estaba furioso consigo mismo por no haber ido con los soldados. De haberlo hecho ya estaría tras la pista de Kahlan. En vez de eso le costaría semanas llegar hasta allí.
— Los rastreadores están casi convencidos de que marcharon hacia el sur.
— ¿El sur? —Richard hubiera jurado que Brogan huiría con su presa hacia Nicobarese. Tantos cadáveres indicaban que Gratch se había batido como un león. Seguramente también lo habrían capturado a él.
— Dijeron que no podían estar completamente seguros, pues había sucedido hacía demasiado tiempo. Después de eso nevó más y ahora la nieve se está fundiendo, por lo que no es nada sencillo seguir un rastro. No obstante, creen que fueron hacia el sur. El general Reibisch ha partido en pos de vuestra reina.
— Sur, sur —murmuró Richard. Se pasaba una y otra vez los dedos por el cabello, tratando de pensar. Brogan había preferido huir antes que unirse a Richard y a su causa en contra de la Orden. La Sangre de la Virtud se había aliado con la Orden Imperial. La Orden Imperial gobernaba el Viejo Mundo. Y el Viejo Mundo caía hacia el sur.
El general Reibisch seguía el rastro de Kahlan hacia el sur; iba en pos de su reina hacia el sur.
¿Qué había dicho el mriswith del Alcázar?
La reina te necesita, hermano de piel. Debes ayudarla.
Los mriswith trataban de ayudarlos. Eran sus amigos y trataban de ayudarlo.
Richard asió la espada con gesto brusco y se puso el tahalí de cuero en bandolera.
— Debo ir.
— Vamos con vos —declaró Cara, y Ulic asintió.
— No podéis ir donde yo voy. Cuidad de todo en mi ausencia. ¿Dónde está tu caballo? —preguntó al mensajero.
— He dejado a mi yegua en el patio anterior. Pero se encuentra muy cansada.
— Sólo tiene que llevarme hasta el Alcázar.
— ¡El Alcázar! —Cara le aferró un brazo—. ¿Por qué vais al Alcázar?
Richard se desasió.
— Es el único modo de llegar al Viejo Mundo a tiempo.
Cara quiso protestar pero Richard corría ya por el pasillo. Otros se le habían unido y corrían tras él. Richard oía a su espalda el tintineo de armaduras y armas, pero no aminoró la marcha. Tampoco escuchaba las súplicas de Cara, absorto como estaba en sus propios pensamientos.
¿Cómo iba a hacerlo? ¿Era posible? Tenía que serlo. Lo conseguiría.
Richard salió en tromba al exterior y se detuvo un brevísimo instante antes de salir corriendo hacia el patio en el que el mensajero había dejado la yegua. No se detuvo hasta tropezar casi con el animal en la oscuridad. Con una rápida palmada se presentó a la sudorosa yegua, que danzaba hacia un lado, y luego la montó de un brinco.
Mientras la obligaba a dar la vuelta tirando de las riendas, oyó la voz de Berdine que gritaba en la distancia.
— ¡Lord Rahl! ¡Deteneos! ¡Quitaos la capa! —Richard espoleó al caballo. Berdine agitaba el diario de Kolo. Pero no tenía tiempo para escucharla—. ¡Lord Rahl! ¡Debéis quitaros la capa de mriswith!
«Ni hablar —se dijo Richard—. Los mriswith eran amigos.»
— ¡Deteneos! ¡Lord Rahl, escuchadme! —La yegua se lanzó al galope con la negra capa de mriswith ondeando—. ¡Richard! ¡Quítatela!
Aquellas semanas de tediosa y paciente espera explotaron en un súbito arrebato de acción desesperada. En su anhelo por reunirse con Kahlan no veía nada más.
El ruido de los cascos al galope ahogó la voz de Berdine. El viento agitaba la capa, el palacio desfilaba a toda prisa y la noche lo engulló.
— ¿Qué estáis haciendo aquí?
Brogan se volvió. No había oído a la Hermana acercarse por la espalda.
— Eso no es asunto tuyo —espetó a la mujer de pelo blanco recogido flojamente a la nuca.
La Hermana enlazó las manos antes de replicar:
— Ahora estás en nuestro palacio, por lo que creo que sí es asunto mío que uno de nuestros invitados trate de entrar en una zona que sabe que está prohibida.
Brogan la miró, iracundo.
— ¿Tienes idea de con quién estás hablando?
La Hermana se encogió de hombros.
— Con un oficial insignificante que se da muchos aires y está tan pagado de sí mismo que no se da cuenta de cuándo pisa terreno peligroso. ¿Me equivoco?
Brogan salvó la distancia que los separaba.
— Soy Tobias Brogan, lord general de la Sangre de la Virtud.
— Vaya, vaya —se mofó la Hermana—. Qué impresionante. No obstante, no recuerdo haberte dicho: «No se permite visitar a la Madre Confesora a no ser que seas el lord general de la Sangre de la Virtud». Para nosotras no tienes más valor que el que queramos darte, y te limitarás a hacer lo que te ordenemos.
— ¿Ordenarme a mí? ¡Mis órdenes provienen del mismo Creador!
La Hermana lanzó un burlón resoplido.
— ¡El Creador! Es increíble tanto engreimiento. Eres parte de la Orden Imperial y cumplirás nuestras órdenes.
A Brogan le faltaba muy poco para cortar en mil pedazos a aquella grosera.
— ¿Cómo te llamas? —le preguntó con un gruñido.
— Hermana Leoma. ¿Crees que serás capaz de recordarlo en tu cerebro de mosquito? Se te ha ordenado que permanezcas con tus elegantes soldaditos en las barracas. Vamos, fuera de aquí. Si te descubro de nuevo en este edificio, dejarás de ser de utilidad a la Orden Imperial.
Antes de que Brogan sufriera un acceso de rabia, la hermana Leoma se dirigió a Lunetta.
— Buenas tardes, querida.
— Buenas tardes —saludó Lunetta, recelosa.
— Hace días que quería hablar contigo, Lunetta. Como habrás comprobado, te encuentras en un palacio habitado por hechiceras. Aquí las mujeres que poseen el don son muy respetadas. El lord general no nos sirve para casi nada, pero alguien con tu talento sería muy bien recibido entre nosotras. Te ofrezco un lugar en palacio. Aquí gozarías de alta estima. Tendrías responsabilidades y respeto. Y nos ocuparíamos de ofrecerte mejores vestidos —añadió tras echar un vistazo a los harapos de Lunetta—. No tendrías que ir vestida con andrajos.
Lunetta abrazó los coloridos retales y se arrimó casi imperceptiblemente a su hermano.
— Yo soy fiel a mi lord general. Es un gran hombre.
— Sí, seguro que sí —replicó la hermana Leoma con una mueca.
— Y vosotras sois mujeres malas —añadió Lunetta con tono súbitamente firme y amenazador—. Mi mamá me lo dijo.
— Hermana Leoma —intervino Brogan—. Recordaré el nombre. Puedes decir al Custodio —agregó, dando golpecitos al estuche de trofeos que llevaba al cinto— que recordaré tu nombre. Yo nunca olvido el nombre de los poseídos.
Una malévola sonrisa asomó al rostro de la Hermana.
— La próxima vez que hable con mi amo, en el inframundo, le transmitiré tus palabras.
Brogan obligó a Lunetta a dar media vuelta y la condujo a la puerta. Volvería, y entonces tendría lo que buscaba.
— Debemos ir a hablar con Galtero —dijo Brogan—. Ya estoy harto de tanta tontería. Hemos exterminado nidos de poseídos mayores que éste.
Lunetta se tocó el labio inferior con gesto de preocupación.
— Pero, lord general, el Creador os ha ordenado que obedezcáis a esas mujeres. Él os ordenó que entregarais a la Madre Confesora.
Brogan avanzaba con grandes zancadas por la oscuridad exterior.
— ¿Recuerdas qué te dijo mamá sobre esas mujeres?
— Bueno… dijo que… que son malas.
— Son poseídas.
— Pero, lord general, la Madre Confesora es una poseída. ¿Por qué el Creador os diría que se la entregarais si también ellas son poseídas?
Brogan bajó la mirada hacia Lunetta. En la penumbra vio que lo miraba confundida. Su pobre hermana no tenía cerebro suficiente para entenderlo.
— ¿No es evidente, Lunetta? El Creador se ha descubierto con su traicionero proceder. Fue él quien creó el don. Ha tratado de embaucarme. Ahora soy el único capaz de extirpar el mal del mundo. Todos los poseedores del don deben morir. El Creador mismo es un poseído.
Lunetta, sobrecogida, ahogó un grito.
— Mamá siempre decía que estabas destinado a hacer grandes cosas.
Tras dejar la esfera luminosa encima de la mesa, se aproximó al gran pozo situado en el centro de la habitación. ¿Qué debía hacer? ¿Qué era la sliph y cómo podía llamarla?
Con la mirada fija en la silenciosa oscuridad del pozo dio vueltas alrededor del muro que le llegaba a la cintura. No vio nada.
— ¡Sliph! —gritó hacia el agujero sin fondo que le devolvió el eco de su propia voz.
Siguió dando vueltas, mesándose los cabellos, buscando desesperadamente la solución. Un hormigueo en la piel lo avisó. Se detuvo, alzó la vista y vio a un mriswith parado cerca de la puerta.
— La reina te necesita, hermano de piel. Llámala. Llama a la sliph.
Richard corrió hacia la oscura y escamosa criatura.
— ¡Ya sé que me necesita! ¡Pero cómo llamo a la sliph!
La rendija que tenía a modo de boca se extendió en un remedo de sonrisa.
— Hacía tres mil años que no nacía nadie con el poder necesario para llamarla. Ya has roto el escudo que nos separaba de ella. Ahora debes usar tu poder. Llama a la sliph con tu don.
— ¿Con el don?
El mriswith asintió sin apartar sus ojos, redondos como cuentas, de Richard.
— Llámala con el don.
Finalmente Richard se alejó del mriswith y regresó junto al muro de piedra del insondable pozo. Trataba de recordar cómo había usado el don en el pasado; siempre se había guiado por el instinto. Nathan le había dicho que ése era el modo en que funcionaba con él, con un mago guerrero: por necesidad, por puro instinto.
Su necesidad debía guiar al don.
Para ello prendió la llama de la necesidad en su centro de calma y dejó que ardiera en él. No hizo nada por invocar su poder sino que fue como si lo convocara con un grito de furia.
Entonces alzó los puños en el aire y echó la cabeza hacia atrás. La necesidad inundaba todo su ser. No deseaba nada más. Abandonó toda limitación inconsciente y trató de dejar de pensar en qué debía hacer para simplemente hacerlo.
Necesitaba a la sliph.
«¡Ven a mí!», fue su silencioso grito de furia.
Liberó el poder, como quien suelta un profundo suspiro, invocando a la sliph.
Entre sus puños prendió una luz. Eso era, la llamada, lo sabía, lo sentía, lo comprendía. De pronto supo qué debía hacer. El suave resplandor giraba alrededor de sus muñecas en tanto que vetas de luz como de encaje se enroscaban por sus brazos, fluyendo hacia la fuerza que latía entre ambos.
Al notar que el poder llegaba a su punto álgido bajó las manos. Lanzando un aullido, la esfera luminosa se hundió vertiginosamente en la oscuridad.
A medida que descendía iba iluminando la piedra del pozo. El anillo de luz y la esfera se fueron haciendo más y más pequeños, y el aullido se fue perdiendo en la distancia, hasta que Richard ya no pudo ver ni oír lo que él mismo había liberado.
Allí se quedó, asomado al insondable abismo, pero todo era oscuridad y silencio. Solamente oía sus propios jadeos. Se enderezó y miró a sus espaldas. El mriswith lo observaba sin intención de ayudarlo; Richard tendría que apañárselas solo. Ojalá bastara con lo que ya había hecho.
En la quietud del Alcázar, en el silencio de la montaña de piedra muerta que lo rodeaba percibió un lejano retumbo.
Era un retumbo de vida.
Nuevamente se asomó al pozo y miró. Aunque no vio nada notó algo. La piedra bajo sus pies temblaba, y en el titilante aire flotaba polvo de piedra.
Al mirar otra vez vio un reflejo. El pozo se estaba llenando no de agua sino de algo que ascendía por el hueco a velocidad vertiginosa, rugiendo y aullando. El aullido fue creciendo en intensidad a medida que la cosa ascendía.
Justo a tiempo Richard se apartó del borde del pozo. Estaba seguro que esa cosa saldría disparada y atravesaría el techo. A aquella velocidad nada podría detenerse a tiempo. Pero se detuvo.
De repente todo quedó en silencio. Richard se levantó apoyándose con los brazos en el suelo.
El pozo aparecía coronado por un brillante montículo metálico. Entonces fue creciendo e hinchándose, como si fuese agua que se alzara en el aire, pero no era agua. Su reluciente superficie reflejaba todo lo que lo rodeaba, como una armadura pulida, distorsionando las imágenes que reflejaba. La cosa crecía y se movía.
Era como un montículo de mercurio vivo.
Aquella protuberancia, que se unía a un cuerpo aún en el pozo mediante un cuello, siguió con sus contorsiones, creando bordes y planos, pliegues y curvas. Finalmente formó un rostro femenino. Richard se quedó sin aliento. Por fin entendía por qué Kolo la llamaba la sliph.
La cara lo vio. Era como una estatua de lisa plata, excepto que se movía.
— Amo —dijo con una voz fantasmagórica que resonó en la estancia. Hablaba sin mover los labios, aunque sí podía sonreír. La faz plateada se combó en una expresión de curiosidad—. ¿Me has llamado? ¿Deseas viajar?
— Sí —respondió Richard, levantándose de un salto—. Viajar. Deseo viajar.
Nuevamente la sliph esbozó su afable sonrisa.
— Ven a mí y viajaremos.
Richard se frotó las manos contra la camisa para limpiarlas de polvo.
— ¿Cómo? ¿Cómo vamos a… viajar?
La sliph frunció el entrecejo.
— ¿No has viajado nunca hasta ahora?
— No. Pero ahora debo hacerlo. Debo viajar hasta el Viejo Mundo.
— Ah. He estado muchas veces allí. Ven y viajaremos.
Richard dudaba.
— ¿Qué debo hacer? ¿Qué quieres que haga?
Una mano acabada de formarse se alzó y tocó la parte superior del muro.
— Acércate —dijo la sliph con voz resonante—. Yo te llevaré.
— ¿Cuánto tardaremos?
— ¿Tardar? —El plateado rostro frunció el ceño—. Iremos de aquí a allí. Puedo llevarte. Ya he estado allí.
— Quiero decir ¿cuántas horas, o días o semanas?
La sliph no comprendía.
— Los demás viajeros nunca me hablaron de eso.
— En ese caso no será mucho tiempo. Kolo tampoco lo menciona. —En ocasiones el diario resultaba frustrante, porque Kolo nunca explicaba lo que para él y su gente era obvio. Su intención no era enseñar ni transmitir información.
— ¿Kolo?
Richard señaló los huesos.
— No conozco su nombre. Yo lo llamo Kolo.
La sliph sacó la cara del pozo para mirar.
— No recuerdo que estuviera allí.
— Bueno, ahora está muerto. Antes no tenía ese aspecto. —Richard decidió no explicarle quién era Kolo, pues podría empezar a recordar y disgustarse. No era el momento de despertar emociones. Tenía que llegar junto a Kahlan—. Tengo prisa. ¿Podríamos irnos ya?
— Acércate para que pueda decidir si puedes viajar.
Richard se aproximó al pozo y se quedó muy quieto mientras la mano de azogue le tocaba la frente. El joven se estremeció y reculó un paso. Estaba caliente. Él había esperado que estuviera fría. Se acercó de nuevo a la mano y dejó que la palma le recorriera la frente.
— Puedes viajar —declaró la sliph—. Posees ambos tipos de magia. Pero morirás si no dejas una parte.
— ¿A qué te refieres?
La mano descendió y señaló la espada, aunque tuvo mucho cuidado de no tocarla.
— Ese objeto mágico es incompatible con la vida en la sliph. Si entra en mí, mataría toda la vida que hubiese en mi interior.
— ¿Quieres decir que debo dejarla atrás?
— Si deseas viajar, sí, o morirás.
A Richard no le gustaba lo más mínimo la idea de dejar la Espada de la Verdad sin protección, especialmente cuando sabía que para forjarla habían muerto hombres que tenían familia. No obstante, se quitó el tahalí por la cabeza y se quedó mirando la funda que sostenía en las manos. Echó un vistazo de reojo al mriswith, que lo observaba. Tal vez podría pedirle a su amigo mriswith que le guardara la espada.
No. No podía pedir a nadie que cargara con la responsabilidad de guardar algo tan peligroso y codiciado. La Espada de la Verdad era su responsabilidad. Suya y de nadie más.
Richard desenvainó la espada con un nítido sonido metálico que reverberó en la estancia y se apagó lentamente. No obstante, la cólera de la espada no se apagó, sino que seguía latiendo con ímpetu en su interior.
Alzó el acero y lo recorrió con la mirada. Podía sentir cómo la palabra «VERDAD» repujada en oro se le clavaba en la palma de la mano. ¿Qué podía hacer? Tenía que llegar donde estaba Kahlan y encontrar un lugar seguro donde dejar la espada en su ausencia.
La necesidad le dio la respuesta.
Dio la vuelta a la espada, agarró la empuñadura con ambas manos y con un tremendo esfuerzo alimentado por la magia, por las tempestades de furia que engendraba, empujó la espada hacia el suelo.
Saltaron chispas y esquirlas cuando la espada se hundió hasta la empuñadura en un enorme bloque de piedra. Al retirar las manos, Richard continuaba sintiendo la magia de la espada en su interior. Se había visto obligado a dejar el objeto pero aún conservaba su magia; él era el auténtico Buscador.
— Sigo unido a la magia de la espada. Conservo la magia en mi interior. ¿Me matará eso?
— No. Sólo mata el objeto que genera la magia, no quien la recibe.
Richard se encaramó al muro de piedra. Empezaba a sentir temor. No, debía hacerlo. Era imprescindible.
— Hermano de piel. —Richard se volvió hacia el mriswith—. Estás desarmado. Toma esto. —El mriswith le arrojó uno de sus cuchillos de triple hoja. El arma describió un suave arco en el aire. Richard lo atrapó por el mango. Al asir la empuñadura transversalmente las guarniciones laterales le rozaron ambos lados de la muñeca. Sorprendentemente se notaba muy cómodo, como si el arma fuese una extensión de su brazo.
— El yabree te cantará. Pronto.
Richard asintió y le dio las gracias.
El mriswith sonrió lentamente.
— No sé si seré capaz de mantener la respiración el tiempo suficiente.
— Ya te lo he dicho; conmigo llegarás a donde desees.
— ¿Pero y el aire? —Richard inhaló y exhaló para explicárselo—. Yo necesito respirar.
— Me respirarás a mí.
Richard escuchó la reverberación de aquella voz en la habitación.
— ¿Qué?
— Para vivir, mientras dure el viaje debes respirarme. Como es la primera vez que viajas, tendrás miedo, pero debes hacerlo. Quienes no lo hacen, mueren en mí. No temas. Yo te mantendré con vida cuando me respires. Al llegar a nuestro destino tendrás que dejar de respirarme a mí e inhalar aire. Pero tendrás tanto miedo de hacerlo como al principio. Si no dejas de respirarme, morirás.
Richard se quedó mirándola, sin poderlo creer. ¿Respirar mercurio? ¿Cómo?
Pero debía llegar hasta Kahlan. Kahlan corría peligro. Debía hacerlo. Tenía que hacerlo.
Tragó saliva y tomó una profunda bocanada de dulce aire.
— De acuerdo, estoy listo. ¿Qué debo hacer?
— Tú nada. Todo lo hago yo.
La sliph extendió hacia él un cálido brazo de plata líquida, que lo enlazó. El ondulante brazo lo alzó del muro y lo sumergió en la espuma plateada.
Richard tuvo una visión; recordó a la señora Rencliff justo antes de desaparecer en las embravecidas aguas.