7

Richard bostezó y se cubrió la boca con una mano. Estaba tan cansado por haber pasado la noche en blanco, por no hablar del combate con los mriswith, que le costaba un gran esfuerzo poner un pie delante del otro. Mientras avanzaba por el intrincado laberinto de calles pegado a los edificios para evitar el jaleo, lo asaltaban todo tipo de olores, desde hediondos a fragantes. Aunque había puesto todo su empeño en seguir las indicaciones que le había dado la señora Sanderholt, no estaba seguro de no haberse perdido.

Para un guía saber en todo momento dónde se encontraba y cómo llegar a su destino era una cuestión de honor, pero puesto que Richard había sido un guía de bosque no tendría nada de particular que se perdiera en una gran ciudad. Además, ya no era guía de bosque, y difícilmente volvería a serlo.

No obstante, por mucho que las calles y las construcciones trataran de confundirlo con sus abarrotadas vías, sus oscuros callejones y la maraña de estrechas y tortuosas callejas entre antiguos edificios sin ventanas que se sucedían sin orden ni concierto, sabía dónde estaba el sol, y el sudeste era el sudeste. En vez de tomar como punto de referencia altos árboles o elevaciones del terreno, se fijaba en los edificios de mayor altura sin importarle qué calle en concreto debía tomar.

Así se fue abriendo paso entre la muchedumbre compuesta por mercachifles pobremente vestidos que ofrecían vasijas llenas de raíces secas, cestas de palomas, peces y anguilas, carboneros que empujaban las carretillas voceando el precio de su mercancía y fabricantes de queso ataviados con sus impecables ropajes rojos y amarillos. Pasaba ante carnicerías con cerdos, corderos y venados colgados de ganchos, ante vendedores de sal que ofrecían diferentes calidades y texturas, ante tenderos que vendían pan, tartas, pastelillos, aves, especias, sacos de grano, barriles de vino y cerveza, y cientos de otros productos exhibidos en los escaparates o en mesas fuera del establecimiento, ante gente que inspeccionaba la mercancía, charlando y quejándose por los precios. De repente, una especie de hormigueo le advirtió que lo estaban siguiendo.

Súbitamente alerta se volvió y vio cientos de caras, pero no reconoció a nadie. Richard ocultaba la espada bajo la capa negra para no llamar la atención sobre su persona. Por suerte, los numerosos soldados no parecían especialmente interesados en él, aunque algunos de los d’haranianos alzaban la vista al pasar cerca, como si sintieran algo sin ser capaces de discernir la fuente. Cuando eso ocurría, Richard aceleraba el paso.

El hormigueo era tan leve que pensó que sus perseguidores no estaban lo suficientemente cerca para verlos. Aunque, en ese caso, ¿cómo sabría quiénes eran? Podría ser cualquiera de los rostros que veía. El joven echó un vistazo a los tejados, pero no vio a nadie que pudiera estar siguiéndolo. Así pues, comprobó una vez más la dirección del sol para no perderse.

Cerca de una esquina se detuvo para contemplar la riada de gente que desfilaba por la calle, buscando a cualquiera que lo mirara con atención, cualquiera que le pareciera fuera de lugar o especial. Pero no vio a nadie con esas características.

— ¿Una torta de miel, milord?

Richard se volvió y vio a una niña ataviada con un abrigo que le quedaba demasiado grande situada detrás de una mesa pequeña y desvencijada. Calculó que debería tener unos diez u once años, aunque nunca se le había dado bien adivinar la edad de las niñas.

— ¿Qué has dicho? —inquirió.

La niña señaló con un ademán la mercancía que había expuesta encima de la mesa.

— ¿Una torta de miel? Las hace mi abuela. Son muy buenas, os lo aseguro, y sólo cuestan un penique. ¿Deseáis comprar una, milord? Por favor. No os arrepentiréis.

En el suelo, junto a la niña, una anciana baja y fornida cubierta con una andrajosa manta marrón estaba sentada sobre una tabla colocada encima de la nieve. La anciana le sonrió. Richard le devolvió la sonrisa sólo a medias, pues trataba de determinar a qué podía obedecer ese hormigueo interior que le avisaba de algo. La niña y la anciana sonrieron, expectantes, y aguardaron.

Tras echar un nuevo vistazo a la calle, Richard soltó un hondo suspiro que formó una alargada nube de aliento que voló en la suave brisa y rebuscó en un bolsillo. En la carrera de dos semanas hasta Aydindril apenas había comido y aún se sentía débil. Todo lo que llevaba era plata y oro del Palacio de los Profetas. Tal vez en la mochila llevara algún penique, aunque lo dudaba.

— No soy ningún lord —dijo, mientras volvía a guardarse las monedas de plata en el bolsillo.

La niña señaló la espada.

— Cualquiera que lleve una espada tan bonita como ésa tiene que ser un gran señor.

La anciana ya no sonreía. Con los ojos prendidos en la espada, se levantó.

Richard se apresuró a cubrir con la capa la empuñadura así como la funda trabajada con oro y plata, tras lo cual tendió a la pequeña una moneda. La niña se quedó mirándola en su palma.

— No tengo tanto cambio, milord. Madre mía, ni siquiera sé cuánto debería devolveros. Nunca había visto una moneda de plata.

— Ya te he dicho; no soy ningún señor. —Cuando la niña lo miró, le sonrió—. Me llamo Richard. ¿Sabes qué? Quédate con el cambio. Considéralo como un pago a cuenta. Así, cada vez que pase por aquí puedes darme otra de tus tortas de miel, hasta llegar al valor de la moneda de plata.

— Oh, milord… quiero decir, Richard, muchas gracias.

Con expresión radiante la niña entregó la moneda a su abuela. La anciana examinó el metal con ojo crítico, dándole vueltas entre los dedos.

— Nunca había visto una moneda igual. Supongo que venís de muy lejos.

La anciana no podía saber de dónde procedía esa moneda, pues el Viejo y el Nuevo Mundo habían permanecido separados durante tres mil años.

— Así es —repuso—. Aunque te aseguro que es válida.

La anciana clavó en él unos ojos azules que parecían desvaídos por la edad.

— ¿Os la entregaron o la tomasteis vos, milord? —En vista del gesto de extrañeza de Richard, señaló la espada—. Esa espada que lleváis. ¿Os fue entregada o la tomasteis vos mismo?

Richard le sostuvo la mirada, comprendiendo al fin. El Buscador siempre era nombrado por un mago, pero desde que Zedd huyera de la Tierra Central mucho tiempo atrás, la espada se convirtió en un trofeo que se compraba o se robaba. La Espada de la Verdad tenía una pésima reputación por culpa de los falsos Buscadores, pues la utilizaban por razones egoístas y no para los fines previstos por quienes la habían imbuido de magia. Richard había sido el primero en décadas que había sido nombrado Buscador de la Verdad por un mago. Richard comprendía la magia de la espada, su terrible poder y la responsabilidad que conllevaba el poseerla. Richard era un verdadero Buscador.

— Me fue entregada por un mago de la Primera Orden. Fui nombrado —respondió crípticamente.

— Un Buscador —susurró la anciana, estrechando la manta contra su abundante pecho. El aire se le escapaba por los huecos entre los dientes—. Alabados sean los espíritus. Un verdadero Buscador.

La niña, que no comprendía la conversación, miró detenidamente la moneda que reposaba en la mano de su abuela y a continuación tendió a Richard la torta de miel más grande de las que había sobre la mesa. Richard la aceptó con una sonrisa.

La anciana se inclinó ligeramente sobre la mesa y bajó la voz para decir:

— ¿Habéis venido para librarnos de esos indeseables?

— Más o menos. —Richard dio un bocado a la torta de miel y sonrió de nuevo a la niña—. Sabe tan bien como prometiste.

— ¿Veis? La abuela hace las mejores tortas de miel de toda la calle Stentor —proclamó la niña, radiante.

Calle Stentor. Bueno, al menos había dado con la calle correcta. «Pasado el mercado, en la calle Stentor», le había dicho la señora Sanderholt. Richard guiñó un ojo a la pequeña mientras masticaba.

— ¿Qué indeseables? —preguntó a la anciana.

Los ojos de la anciana se posaron brevemente en su nieta.

— Mi hijo y su madre nos han abandonado para permanecer cerca de palacio, en espera del oro prometido. Yo les dije que trabajaran pero ellos me replicaron que soy una vieja tonta y que simplemente esperando lo que les pertenece podrán conseguir mucho más de lo que ganarían trabajando.

— ¿Por qué razón creen que el oro les pertenece?

La anciana se encogió de hombros.

— Porque alguien de palacio lo dijo. Dijo que tenían derecho a él, que todo el pueblo tenía derecho al oro. Algunos, como el holgazán de mi hijo, lo creyeron. En los tiempos que corren los jóvenes no quieren trabajar. Así pues, están ahí sentados esperando recibir algo, esperando que alguien les solucione la vida en lugar de arreglárselas solos. Y se pelean por quién debe recibir antes el oro. Algunos de los más débiles y ancianos han muerto en las peleas.

»Mientras tanto, como son pocos los que trabajan, los precios no dejan de subir. A duras penas podemos permitirnos comprar pan. Y todo por una estúpida sed de oro —declaró la anciana con amarga expresión—. Mi hijo trabajaba para Chalmer, el panadero, pero ahora se limita a esperar que le entreguen el oro, y su hija cada día está más hambrienta. —Por el rabillo del ojo miró a la pequeña y sonrió con cariño—. Sin embargo, ella sí trabaja. Me ayuda a hacer las tortas y a venderlas para poder comer. Yo no dejo que vague sola por las calles como tantos otros muchachos.

Su mirada era sombría al posarla en Richard.

— Ellos son los indeseables. Ellos, que nos arrebatan lo poco que podemos ganar o fabricar con nuestras manos con la vana promesa de que pronto nos lo devolverán, y encima esperan que les agradezcamos su generosidad. Ellos, quienes empujan a las buenas personas a ser holgazanas a fin de dominarnos como borregos junto al pesebre. Ellos, quienes nos privan de nuestra libertad y nuestras costumbres. Incluso una pobre mujer como yo sabe que los haraganes no tienen opiniones propias y que sólo piensan en ellos mismos. No sé adónde vamos a llegar.

Cuando finalmente pareció quedarse sin aliento, Richard indicó con un gesto la moneda que apretaba en un puño mientras tragaba el bocado de la torta. Entonces le dirigió una mirada muy elocuente.

— Te estaría muy agradecido si, por el momento, olvidaras el aspecto de mi espada.

— Pues claro —accedió la anciana, cabeceando—. Lo que gustéis, milord. Que los buenos espíritus os acompañen. Espero que deis a esos indeseables lo que se merecen.

Richard se alejó un trecho y fue a sentarse un momento sobre un barril al lado de un callejón para acabarse la torta de miel. Estaba muy rica, aunque él no prestara excesiva atención al sabor. Tampoco le servía para acabar con la sensación de aprensión en el estómago. No era exactamente la misma sensación que lo advertía de la presencia de un mriswith, sino más bien lo que sentía al notar que alguien lo observaba. Los pelillos de la nuca se le erizaron. Una vez más escrutó las caras, pero nadie parecía especialmente interesado en él.

Tras lamerse la miel de los dedos volvió a lanzarse al sinuoso fluir de la muchedumbre en la calle, rodeando carros y carretas tirados por caballos. A veces era como nadar contra corriente. El barullo, el metálico repicar de los arreos, el ruido sordo de los cascos, el traqueteo del cargamento en los carros, el crujido de los ejes, el crepitar de la nieve dura, los gritos de los vendedores ambulantes y de los charlatanes así como el zumbido de las conversaciones, algunas de ellas en un sonsonete, y la amalgama de idiomas incomprensibles, lo ponían nervioso. Richard estaba acostumbrado al silencio de su bosque, donde como mucho se oía el susurro del viento en los árboles o el agua saltando sobre las rocas. Aunque iba a menudo a la ciudad del Corzo, la capital de la Tierra Occidental no era más que una pequeña ciudad; nada comparado con las grandes urbes, como Aydindril, que había visto desde que abandonara su hogar.

¡Cuánto echaba de menos su bosque! Kahlan le había prometido que un día regresarían juntos. Richard sonrió para sí al imaginarse los bellos parajes que le mostraría: los miradores, las cascadas, los escondidos pasos de montaña. Y aún sonrió más al imaginar lo sorprendida que se quedaría y lo felices que serían juntos. Al recordar la especial sonrisa de Kahlan, ésa reservada sólo a él, no pudo evitar sonreír de oreja a oreja.

Echaba de menos a Kahlan mucho más de lo que nunca llegaría a echar de menos su bosque. Deseaba reunirse con ella cuanto antes. Pero primero tenía que resolver algunos asuntos en Aydindril.

Oyó gritos, alzó la mirada y se dio cuenta de que, sumido como estaba en sus ensoñaciones, no se había fijado por dónde iba y estaba a punto de ser pisoteado por una columna de soldados. El oficial soltó una maldición y ordenó bruscamente a sus hombres que se detuvieran.

— ¿Es que estás ciego? —vociferó—. ¡Hay que ser un idiota para ir directo hacia una columna de jinetes!

Richard echó un vistazo en torno. Todo el mundo se había apartado de los soldados y, por sus caras, uno hubiese pensado que jamás se les habría ocurrido caminar por el centro de la calle. De hecho, se comportaban como si los soldados no existieran y muchos de ellos trataban de hacerse invisibles.

El joven fijó la vista en el oficial que lo había increpado y por un instante sopesó la posibilidad de volverse invisible antes de que surgiera algún conflicto y alguien resultara herido. No obstante, a su mente acudió la Segunda Norma de un mago: de las mejores intenciones puede resultar un gran mal. Había aprendido que jugar con magia podía tener resultados desastrosos. La magia era peligrosa y debía usarse con cautela. Así pues, decidió que lo más prudente y sensato sería disculparse.

— Lo siento. No miraba por dónde iba. Perdonadme.

No guardaba memoria de haber visto nunca unos soldados como aquéllos, montados sobre sus caballos formando filas exactas y precisas. Todos exhibían una expresión adusta y llevaban armaduras de un brillo cegador a la luz del sol. Además de impecable armadura perfectamente abrillantada, también espadas, cuchillos y lanzas refulgían. Llevaban asimismo una capa carmesí que formaba exactamente los mismos pliegues sobre el flanco del respectivo caballo blanco. Era como si un poderoso monarca estuviera a punto de pasar revista.

El hombre que le había gritado le lanzó una fulminante mirada bajo el borde de un reluciente yelmo rematado por un penacho rojo de crin de caballo. Sujetando fácilmente las riendas de su brioso caballo castrado gris con una sola mano cubierta por guantelete, se inclinó hacia Richard.

— Apártate, imbécil, o te aplastaremos como a un ratón.

Richard reconoció el acento del hombre; era el mismo de Adie. No sabía de qué país era Adie, pero aquellos hombres procedían del mismo lugar.

Richard se encogió de hombros y retrocedió un paso.

— He dicho que lo siento. No tenía ni idea de que hubiera asuntos tan urgentes.

— Combatir al Custodio siempre es un asunto urgente.

Richard retrocedió otro paso.

— No discutiremos sobre eso. No perdáis tiempo; estoy seguro de que ahora mismo debe de estar escondido en un rincón, temblando, esperando que lleguéis a vencerlo.

Los oscuros ojos del oficial brillaron como el hielo. Richard trató de ocultar un estremecimiento. ¿Cuándo aprendería a no ser tan guasón? Suponía que era la consecuencia de su tamaño.

A Richard nunca le había gustado pelearse, pero a medida que crecía se fue convirtiendo en el blanco de otros que deseaban demostrar su valor. Antes de que le fuera entregada la Espada de la Verdad, que le enseñó que a veces era necesario dar rienda suelta a la furia que siempre había reprimido, aprendió que con una sonrisa y un comentario jocoso podía calmar los agitados ánimos de sus rivales y desarmar a aquellos que trataban de provocarlo en busca de pelea. Richard era consciente de su fuerza, y la confianza que ello le daba lo había conducido a un humor fácil y frívolo. En ocasiones no podía evitarlo y hablaba sin pensar.

— Eres atrevido. Tal vez seas uno de los que se han dejado engatusar por el Custodio.

— Os aseguro de que vos y yo combatimos al mismo enemigo.

— Los esbirros del Custodio acechan tras la arrogancia.

Justo cuando pensaba que no tenía que meterse en líos y que ya era hora de emprender la retirada, el soldado hizo gesto de desmontar. En ese mismo instante dos poderosas manos lo agarraron y dos hombres enormes, uno a cada lado, lo levantaron en vilo.

— Lárgate, caballerete —dijo el gigante de su derecha al hombre a caballo—. No te metas donde no te llaman. —Richard trató de torcer el cuello, pero únicamente distinguió el cuero marrón de los uniformes d’haranianos de los hombres que lo sujetaban por detrás.

El soldado se quedó paralizado con un pie fuera del estribo.

— Luchamos en el mismo bando, hermano. Tenemos que interrogar a ese tipo y luego enseñarle algo de humildad. Le…

— ¡Largo he dicho!

Richard abrió la boca para decir algo. Inmediatamente el musculoso brazo del d’haraniano de su derecha emergió de debajo de una gruesa capa de lana marrón oscuro y una enorme manaza le tapó la boca. Richard vio una banda de metal dorado justo por encima del codo con relucientes salientes afilados como cuchillas. Aquellas bandas eran armas letales que se usaban para desgarrar al enemigo en un combate cuerpo a cuerpo. Richard a punto estuvo de asfixiarse con su propia lengua.

La mayoría de los soldados d’haranianos eran altos y fornidos, pero aquellos dos eran auténticos gigantes. Peor aún, no eran soldados regulares. Richard había visto antes hombres como ésos, con las bandas doradas justo encima de los codos. Eran los guardaespaldas de Rahl el Oscuro. Rahl no daba ni un paso sin dos de sus guardias pegados a sus talones.

Los dos d’haranianos mantenían a Richard en vilo sin ningún esfuerzo; en sus manos estaba indefenso como una muñeca de trapo. Durante las dos semanas de frenética carrera hasta Aydindril no solamente apenas había comido, sino que apenas había descansado. El combate contra los mriswith sólo unas horas antes le había consumido la poca energía que le quedaba. No obstante, el miedo confirió a sus músculos una reserva de fuerzas. Claro que, contra aquellos dos, no sería suficiente.

El oficial a caballo hizo ademán de nuevo de pasar una pierna sobre el flanco del caballo para desmontar.

— Os he dicho que es nuestro. Vamos a interrogarlo. Si sirve al Custodio, le arrancaremos una confesión.

El d’haraniano situado a la izquierda de Richard replicó en tono grave y amenazador:

— Si desmontas, te cortaré la cabeza y la usaré para jugar a los bolos. Lo estábamos buscando y ahora que lo hemos encontrado es nuestro. Cuando acabemos con él podrás interrogar a su cadáver cuanto quieras.

El jinete se quedó paralizado a medio desmontar y fulminó a los dos d’haranianos con la mirada.

— Te lo repito, hermano: luchamos en el mismo bando. Ambos combatimos la maldad del Custodio. No luchemos entre nosotros.

— ¡Si quieres discutir hazlo con la espada, si no, largo de aquí!

Los casi doscientos soldados a caballo contemplaban a los dos d’haranianos sin demostrar especial emoción y, sobre todo, sin temor. Después de todo, ellos eran sólo dos por lo que, pese a su imponente tamaño, no representaban una seria amenaza. Claro que sólo un estúpido pensaría eso. Richard había visto tropas de D’Hara por toda la ciudad y no tardarían en hacer acto de aparición si algunos de los suyos estaban en dificultades.

Pero al oficial no parecían preocuparle excesivamente los otros d’haranianos.

— Vosotros sólo sois dos, hermanos. No sería una lucha igual.

El d’haraniano situado a la izquierda de Richard echó un indiferente vistazo a la hilera de jinetes, entonces volvió la cabeza y escupió.

— En eso tienes razón, caballerete. Egan, mi compañero, se hará a un lado para equilibrar la lucha. Me basto y me sobro para encargarme de ti y de tus gallardos hombres. Pero piensa bien lo que haces, «hermano», porque si tu pie toca el suelo, te juro que caerás muerto.

Con gélida mirada, el oficial de reluciente armadura y capa carmesí evaluó a los dos d’haranianos un momento. Luego, mascullando una maldición en una lengua extranjera, volvió a dejar todo el peso sobre la silla.

— Tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos —anunció—. No podemos perder tiempo. Es vuestro.

A un gesto suyo la columna de jinetes se puso en marcha al trote, y a punto estuvo de pisotear a Richard y a sus dos captores. Mientras los dos enormes d’haranianos arrastraban a Richard desde el centro de la calle, la gente se dispersaba para dejarles paso como si tuvieran ojos en la nuca. Las ahogadas protestas de Richard se perdieron en el ruido de la ciudad. Por mucho que lo intentara, no llegaba a sus armas. Sus pies rozaban la nieve sin llegar a tocar el suelo.

Pese a su resistencia, antes de que tuviera tiempo de pensar qué hacer, los d’haranianos se introdujeron en una estrecha y oscura callejuela limitada por una posada y otro edificio con postigos cerrados.

Al fondo de la calleja cuatro figuras embozadas esperaban ocultas en la sombra.

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