37

Con su caballo balanceándose suavemente, Tobias Brogan contemplaba distraídamente a los cinco mensajeros del Creador, que caminaban algo adelantados y procurando mantenerse a un lado del camino. No era usual verlos. Desde que aparecieron, cuatro días antes, nunca se alejaban mucho pero raramente se dejaban ver, e incluso cuando se hacían visibles costaba distinguirlos: de día porque se confundían con la nieve, y de noche porque se confundían con la oscuridad. Era asombroso cómo eran capaces de desvanecerse ante sus mismos ojos. Ciertamente el poder del Creador era milagroso.

Pero no comprendía por qué había elegido a aquellos mensajeros. En sueños el Creador le había advertido que no cuestionara sus planes y, gracias a los espíritus, finalmente había aceptado las súplicas de perdón de Tobias por haber osado preguntar. Cualquier persona prudente temería al Creador, y desde luego Tobias Brogan era muy prudente. No obstante, no podía dejar de pensar que aquellos seres con escamas eran muy poco apropiados para ser los mensajeros de la voluntad divina.

De pronto se irguió sobre la silla de montar. Pues claro. El Creador trataba de ocultar sus intenciones a los profanos eligiendo discípulos que en nada revelaban su bondad. Los malvados esperarían sufrir el acoso de la belleza y la gloria del Creador, pero no pensarían en esconderse al ver a discípulos de esa guisa.

Brogan dejó escapar un suspiro de alivio mientras observaba a los mriswith deliberar entre ellos y con la bruja entre susurros. Por mucho que ella se hiciera llamar Hermana de la Luz, no era más que una hechicera, una streganicha, una bruja. Brogan podía llegar a entender que el Creador usara a mriswith como sus mensajeros, pero no que pudiera conferir a una streganicha tal autoridad.

Ojalá supiera de qué hablaban todo el tiempo. Desde que la streganicha se les unió, el día anterior, había buscado la compañía de los cinco mriswith y apenas había intercambiado dos palabras con el lord general de la Sangre de la Virtud. Los mriswith y la streganicha se mantenían aparte, como si fuesen dos grupos sin ningún tipo de relación entre sí que sólo por casualidad viajaban en la misma dirección.

Brogan había visto cómo un puñado de mriswith masacraba a cientos de soldados de D’Hara por lo que no se sentía muy seguro acompañado solamente por dos destacamentos de los suyos. El resto de sus fuerzas, más de cien mil soldados, esperaba a poco más de una semana de distancia de Aydindril. En la primera noche que Brogan pasó con su ejército el Creador le había ordenado en sueños que sus hombres debían quedarse atrás para participar en la conquista de Aydindril.

— Lunetta —dijo en voz baja sin quitar ojo a la Hermana, que gesticulaba con un mriswith.

Lunetta aproximó su caballo por la derecha. Siguiendo su ejemplo también procuró no alzar la voz.

— ¿Sí, lord general?

— Lunetta, ¿has visto a la Hermana usar su poder?

— Sí, lord general, cuando apartó los obstáculos del camino.

— ¿Pudiste evaluar su poder? —Lunetta asintió—. ¿Posee tanto poder como tú, hermana?

— No, Tobias.

— Es bueno saberlo —replicó Brogan con una sonrisa. Echó una mirada en torno para asegurarse de que no había nadie cerca y de que los mriswith seguían siendo visibles—. Me siento desconcertado por algunas de las cosas que el Creador me ha dicho estas últimas noches.

— ¿Quieres contárselas a Lunetta?

— Sí, pero no ahora. Ya hablaremos de eso más tarde.

Lunetta se acariciaba despreocupadamente sus «galas».

— Tal vez cuando estemos solos. Supongo que pronto nos detendremos.

A Brogan no se le escapó la implícita oferta asociada a la recatada sonrisa de la mujer.

— Esta noche seguiremos avanzando hasta tarde. —Brogan alzó la nariz al frío aire y olisqueó—. Está tan cerca que casi puedo olerla.

Richard fue contando los descansillos a medida que descendía para no perderse. Se veía capaz de recordar el camino de salida del Alcázar, pues el paisaje interior iba variando, pero en el interior de la torre era fácil desorientarse. Olía a podredumbre, como una profunda ciénaga, seguramente porque el agua que entraba por las ventanas abiertas se acumulaba en el fondo.

A medida que se aproximaba al siguiente descansillo percibió un trémulo resplandor. A la luz que arrojaba la esfera que sostenía en una mano percibió algo a un lado. El contorno relucía a la zumbadora luz. Aunque no era una figura sólida Richard se dio cuenta de que se trataba de un mriswith envuelto en su capa.

— Bienvenido, hermano de piel —siseó.

Berdine se estremeció.

— ¿Qué ha sido eso? —susurró, alarmada.

Pese a ello trató de colocarse delante de él, agiel en mano, pero Richard se lo impidió cogiéndola por la muñeca y apartándola a un lado.

— No es más que un mriswith —contestó.

— ¡Un mriswith! —exclamó la mord-sith en un ronco susurro—. ¿Dónde?

— Allí mismo, en el descansillo, junto a la baranda. No temas. No te hará ningún daño.

Berdine se aferró a la capa negra de Richard después de que éste la obligara a bajar la mano con la que empuñaba el agiel. Ambos bajaron hasta el descansillo.

— ¿Has venido a despertar a la sliph? —preguntó el mriswith.

Richard frunció el entrecejo.

— ¿La sliph?

El mriswith se abrió la capa para señalar hacia abajo con el cuchillo de triple hoja que sujetaba en una garra. Al abrirse la oscura capa se tornó sólido y perfectamente visible con sus oscuras escamas.

— La sliph está allí abajo, hermano de piel. —El mriswith clavó en Richard sus ojos redondos como cuentas—. Por fin podemos llegar hasta ella. Muy pronto llegará el momento de que el yabree cante.

¿Yabree?

El mriswith levantó el cuchillo de triple hoja y lo agitó ligeramente. La hendidura que tenía en lugar de boca esbozó algo semejante a una sonrisa.

Yabree. Cuando el yabree cante, será la hora de la reina.

— ¿Qué reina?

— La reina te necesita, hermano de piel. Debes ayudarla.

Richard notaba el tembloroso cuerpo de Berdine pegado al suyo. Era preferible marcharse antes de que se asustara aún más, por lo que siguió bajando escalones.

Dos descansillos más abajo Berdine se seguía aferrando a él.

— Se ha ido —le susurró la mord-sith al oído.

Richard miró hacia arriba y vio que Berdine tenía razón.

La mord-sith lo empujó hacia el vano de una puerta, le aplastó la espalda contra la plancha de madera y clavó en él sus penetrantes y en esta ocasión agitados ojos azules.

— Lord Rahl, eso era un mriswith.

Richard asintió un tanto desconcertado por los entrecortados jadeos de la mord-sith.

— Lord Rahl, los mriswith matan a la gente. Vos siempre lucháis con ellos.

— Eso no iba hacernos ningún daño, ya te lo dije. No nos atacó, ¿verdad? No había ninguna necesidad de batirme con él.

En la frente de la mujer se marcaron arrugas de preocupación.

— ¿Lord Rahl, os encontráis bien?

— Perfectamente. Vamos, creo que el mriswith nos ha dado una buena pista de lo que andamos buscando.

Pero la mord-sith no le permitió moverse.

— ¿Por qué os llamó «hermano de piel»?

— No lo sé. Supongo que es porque él tiene escamas y yo tengo piel. Y lo de «hermano» debió de ser porque sabía que no iba a hacerle daño. Él quería ayudar.

— ¿Ayudar? —repitió Berdine con tono incrédulo.

— No trató de detenernos, ¿verdad?

Finalmente la mord-sith le soltó la camisa, pero sus ojos azules siguieron manteniéndolo cautivo bastante más tiempo.

En el fondo de la torre encontraron una pasarela con baranda de hierro que rodeaba el muro exterior. En el centro acechaban oscuras aguas salpicadas aquí y allí por rocas. Las salamandras se agarraban a la piedra por debajo de la pasarela, parcialmente sumergidas. Por las espesas y negras aguas nadaban insectos, que esquivaban las burbujas que de vez en cuando ascendían y estallaban liberando ondas.

Habían recorrido la mitad de la pasarela cuando Richard supo que había hallado lo que buscaba, algo fuera de lo corriente, ni las bibliotecas ni siquiera las extrañas salas y corredores.

Ante una puerta vio una ancha plataforma cuajada con fragmentos de piedra, esquirlas y polvo, todo ello cubierto con una capa de hollín. Grandes trozos de madera de la puerta flotaban en las negras aguas. El mismo vano de la puerta había sufrido una explosión y se había convertido en un hueco de tal vez el doble de su tamaño original. Los recortados bordes se veían ennegrecidos, y en algunos puntos la piedra se había fundido como la cera de una vela. Desde el hueco de la puerta partían retorcidas vetas por la pared en todas direcciones; era como si un relámpago hubiera caído sobre la pared y la hubiera quemado.

— Esto no es antiguo —comentó Richard, pasando un dedo por el negro hollín.

— ¿Cómo lo sabéis?

— Mira. ¿Ves aquí? La roca aparece pelada, sin limo, y el moho aún no ha tenido tiempo de volver a crecer. Esto ha ocurrido recientemente, en los últimos meses.

Dentro, la habitación era redonda y de poco menos de sesenta metros de diámetro. Sobre las paredes se observaban recortadas líneas chamuscadas, como si un relámpago hubiera caído en su interior. El centro lo ocupaba un muro de piedra circular semejante a un enorme pozo que abarcaba casi la mitad de la habitación. Richard se asomó por encima del muro, que le llegaba a la cintura, sosteniendo la esfera en una mano. Las paredes eran lisas y parecían no acabarse nunca. Se veían metros y metros hasta que la luz ya no podía penetrar más. De hecho, era como un pozo sin fondo.

El techo era una bóveda casi tan alta como ancha era la habitación. No había ninguna otra ventana ni puerta. En el extremo más alejado Richard vio una mesa y algunos estantes.

Al dar la vuelta al pozo distinguió el cuerpo tendido en el suelo junto a una silla. No quedaban más que huesos cubiertos por algunos harapos. Casi toda la ropa se había podrido mucho tiempo antes, pero no así el cinturón de piel que rodeaba el esqueleto. También las sandalias se habían conservado. Al tocar los huesos, se desmenuzaron como si fuesen tierra cocida.

— Lleva mucho tiempo aquí —comentó Berdine.

— Sí, tienes razón.

— Lord Rahl, mirad.

Richard se puso en pie y miró hacia la mesa que Berdine señalaba. Vio un tintero, que quizá se hubiera secado siglos atrás, una pluma y un libro abierto. Richard se inclinó sobre él y sopló para limpiarlo de polvo y de esquirlas de piedra.

— Está escrito en d’haraniano culto —declaró, sosteniendo el libro cerca de la esfera luminosa.

— Dejadme ver. —La mord-sith estudió los extraños caracteres—. Sí, es d’haraniano culto.

— ¿Qué pone?

Berdine alzó cuidadosamente el libro con ambas manos.

— Es muy antiguo. Es un dialecto más antiguo que cualquiera que haya visto. Rahl el Oscuro me mostró un dialecto que, según él, tenía más de dos mil años. Pero éste es más antiguo aún —declaró, alzando la vista.

— ¿Puedes leerlo?

— Podía entender un poco del libro que encontramos al entrar en el Alcázar. —Dicho esto estudió la última página escrita—. Pero éste apenas puedo leerlo —confesó, pasando las páginas hacia atrás.

Richard hizo un gesto impaciente.

— ¿Pero entiendes algo?

Berdine dejó de hojear el libro y escrutó lo escrito.

— Creo que dice algo sobre que al fin ha tenido éxito, pero ese éxito significa que quien lo escribe morirá aquí. ¿Veis? —preguntó señalando una palabra—. Drauka. Es la palabra que significa «muerte», creo. —Berdine examinó la cubierta de piel negra, luego volvió a abrirlo y pasó páginas. Al fin alzó su azul mirada.

»Diría que es un diario. Es el diario del hombre que murió aquí.

Richard notó que se le ponía carne de gallina en los brazos.

— Berdine, esto es lo que buscaba. No es un libro normal y corriente como los otros que hemos visto en la biblioteca. ¿Puedes traducirlo?

— No sé, quizás un poco —admitió Berdine, decepcionada—. Lo siento, lord Rahl. No conozco los dialectos más antiguos. Es el mismo problema que tendría con el primer libro que encontramos. No conozco suficientes palabras para llenar correctamente los espacios en blanco. No sería más que una suposición.

Richard se mordió el labio inferior, pensativo. Bajó la vista hacia los huesos y se preguntó qué estaba haciendo el mago en aquella habitación, qué la mantenía sellada y, sobre todo, qué habría roto el sello.

— ¡Berdine! El libro de arriba… yo conozco ese libro. Conozco la historia. Si te ayudo diciéndote lo que recuerdo que pone, ¿te serviría para descifrar las palabras y luego usar esas palabras para traducir el diario?

Tras una breve reflexión el rostro de la mord-sith se iluminó.

— Si trabajamos juntos, quizá lo consiga. Si me decís qué pone en una frase, podría deducir el significado de las palabras que no reconozco. Creo que podemos intentarlo.

Richard cerró cuidadosamente el diario.

— Guarda esto con tu vida. Yo llevaré la luz. Vamos, salgamos de aquí. Ya tenemos lo que vinimos a buscar.

Cuando Richard y Berdine cruzaron el último de los escudos, Cara y Raina a punto estuvieron de echarse a llorar por el alivio. Richard se fijó en que incluso Egan y Ulic cerraban los ojos con un suspiro, y supuso que dirigían una silenciosa plegaria de agradecimiento a los buenos espíritus.

— Hay mriswith en el Alcázar —informó Berdine a sus compañeras, que la acosaban con preguntas.

Cara ahogó una exclamación.

— ¿A cuántos tuvisteis que matar, lord Rahl?

— A ninguno. No nos atacaron. El peligro no han sido los mriswith, sino otros. —Con un ademán desestimó sus apremiantes preguntas—. Ya hablaremos de eso más tarde. Con la ayuda de Berdine he encontrado lo que buscaba —anunció, dando golpecitos al diario que Berdine llevaba en las manos—. Tenemos que volver y empezar a traducirlo. —Al pasar junto a la mesa cogió el libro escrito en d’haraniano y se lo dio a Berdine.

Ya se dirigía a la salida cuando se detuvo y se volvió hacia Cara y Raina.

— Esto… cuando estaba allí abajo, pensando que si me equivocaba no saldría con vida, me inquietaba pensar que moriría sin deciros algo a las dos.

Richard se metió las manos en los bolsillos y se aproximó a ellas.

— Cuando estaba allí abajo me di cuenta de que no os he pedido perdón por cómo os he tratado a las dos.

— Vos no sabíais que Berdine estaba hechizada, lord Rahl —dijo Cara—. No os culpamos por querer mantenernos a distancia.

— Cierto, entonces no sabía que Berdine estaba hechizada pero ahora sí lo sé, y quiero que sepáis que me equivoqué al desconfiar de vosotras. Nunca me disteis motivo. Lo siento. Os pido perdón.

Cara y Raina sonrieron cálidamente. Richard pensó que jamás habían tenido menos aspecto de mord-sith que en ese momento.

— Os perdonamos, lord Rahl —dijo al fin Cara, y Raina asintió—. Gracias.

— ¿Qué ha pasado allí abajo, lord Rahl? —inquirió Raina.

— Hemos tenido una charla sobre la amistad —contestó Berdine.

Al final del camino que conducía hacia el Alcázar, donde nacía la ciudad de Aydindril y partían otras carreteras, se había montado un pequeño mercado mucho más modesto que el de la calle Stentor, pero que proporcionaba diversas mercancías a los recién llegados.

Richard pasaba junto al mercado, rodeado por sus cinco guardaespaldas y seguido por las tropas, cuando algo le llamó la atención a la tenue luz del atardecer y se detuvo ante una desvencijada mesa.

— ¿Queréis una de vuestras tortas de miel, lord Rahl? —preguntó una voz infantil que le resultaba familiar.

Richard sonrió a la niña.

— ¿Cuántas me debes todavía?

— ¿Cuántas son abuela? —preguntó la niña, volviéndose.

La anciana se levantó, envuelta en su harapienta manta. Sus desvaídos ojos azules estaban fijos en Richard.

— Vaya, vaya —dijo esbozando una sonrisa que dejó al descubierto los huecos donde le faltaban dientes—. Lord Rahl tiene derecho a todas las que quiera, querida. —Dirigió una inclinación de cabeza a Richard antes de añadir—: Me alegra comprobar que seguís bien, lord Rahl.

— Yo también… —Hizo una pausa, esperando que la anciana le dijera su nombre.

— Valdora. Y ésta es Holly —dijo, acariciando con una mano el cabello castaño claro de la niña.

— Encantado de volveros a ver, Valdora y Holly. ¿Por qué estáis aquí y no en la calle Stentor?

Valdora se encogió de hombros debajo de la manta.

— Ahora que gracias a lord Rahl la ciudad es más segura, cada vez llega más gente, y es posible que vuelva a haber actividad en el Alcázar del Hechicero. Esperamos atraer a algunos de los recién llegados.

— Bueno, yo que vosotras no confiaría en que el Alcázar vuelva pronto a ser lo que era; pero, desde luego, estáis en una situación inmejorable para atraer a los visitantes recién llegados a Aydindril. ¿Cuántas tortas me quedan? —preguntó, examinando las tortas que se exhibían encima de la mesa.

Valdora soltó una risita.

— Tendré que hornearlas día y noche para daros todas las que os debo, lord Rahl.

Richard le guiñó un ojo y propuso:

— ¿Sabes qué? Da una a estos cinco amigos, otra a mí y estaremos en paz.

La mirada de Valdora se posó alternativamente en los cinco guardaespaldas, tras lo cual humilló de nuevo la cabeza.

— Trato hecho, lord Rahl. Me habéis dado más satisfacción de la que os podéis imaginar.

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