La ciudad

I
1

Hace un frío espantoso -18 °C bajo cero-, y está nevando. En el idioma que ya ha dejado de ser el mío, este tipo de nieve se llama qanik: grandes cristales, casi ingrávidos, que caen en forma de copos cubriendo el suelo con una blanca capa de escarcha en polvo.

La oscuridad de diciembre sale de la tumba y se eleva en el aire. Parece ser tan ilimitada como el cielo sobre nuestras cabezas. En esta oscuridad, nuestros rostros no son más que simples esferas que resplandecen con luz pálida, pero, aun así, percibo la reprobación del pastor y del sacristán dirigida a mis medias negras de rejilla y a los gemidos de Juliana, agravados por el hecho de que ha tomado disulfiram esta mañana y tiene que afrontar el dolor casi sobria. Piensan que ni ella ni yo hemos respetado el tiempo, ni tampoco sus trágicas circunstancias. Y, en realidad, tanto mis medias de nailon como las pastillas son, cada cosa a su manera, un tributo al frío y a Isaías.

Tanto las mujeres que rodean a Juliana como el pastor y el sacristán son groenlandeses, y cuando entonamos el Guutiga, illimi, «¡Oh, Señor!», las piernas de Juliana ya no la sostienen. Y cuando inicia un llanto cuyo volumen lentamente va ascendiendo, y cuando el pastor empieza a hablar en groenlandés occidental, tomando como punto de partida el pasaje de san Pablo preferido de los Hermanos moravos sobre la redención por la sangre, entonces, a poco que te descuides, puedes llegar a sentirte transportada hasta Upernarvik o hasta Holsteinsborg o hasta Qaanaaq, en Groenlandia.

Pero fuera, en la oscuridad, como la proa de un barco, emergen los muros de la prisión de Vestre. Estamos en Copenhague.


El cementerio de los groenlandeses forma parte del cementerio de Vestre. Un cortejo fúnebre sigue a Isaías en su ataúd. Son los conocidos de Juliana, que ahora la sostienen en pie, el pastor y el sacristán, el mecánico y un pequeño grupo de daneses, de entre los cuales únicamente logro reconocer al asistente social y al detective.

El pastor dice algo que me sugiere que ha debido conocer a Isaías, a pesar de que Juliana, por lo que tengo entendido, nunca ha ido a la iglesia.

Luego desaparece su voz, porque ahora las demás mujeres lloran con Juliana.

Ha venido mucha gente, quizás unas veinte personas, y dejan que el dolor y la pena los inunde como un negro río en el que se sumergen y por el que se dejan llevar de una manera que ningún extraño puede llegar a entender. Al menos, nadie que no haya crecido en Groenlandia. E incluso puede ser que ni tan siquiera eso sea suficiente. Porque yo tampoco puedo seguirlos.

Por primera vez observo con atención el ataúd. Es hexagonal. Los cristales de hielo adoptan, en ciertos momentos, esa forma.

Ahora depositan su cuerpo en tierra. El ataúd es de madera oscura. Es tan pequeño que ya lo cubre una capa de nieve. Los copos son grandes como pequeñas plumas y, de hecho, así es la nieve; no tiene por qué ser fría. Lo que en realidad está ocurriendo es que el espacio celeste llora por Isaías y las lágrimas se convierten en plumones de escarcha que se posan sobre él. Es el universo el que así lo arropa con un edredón para que nunca más vuelva a tener frío.


En el momento en que el pastor ya ha arrojado un puñado de tierra sobre su ataúd, cuando se supone que volveremos sobre nuestros pasos y nos alejaremos del lugar, cae un silencio que no parece tener fin. En él las mujeres enmudecen, nadie se mueve. Es un silencio que parece esperar que algo se rompa. Desde el lugar en que me encuentro, ocurren dos cosas.

La primera es que Juliana cae de rodillas, apoya su rostro contra el suelo y las mujeres la dejan a solas.

El otro episodio es interior, ocurre dentro de mí, y lo que se rompe es un entendimiento.

Será que debo de haber mantenido un extenso pacto con Isaías para nunca dejarlo en la estacada. Nunca, tampoco ahora.

2

Vivimos en La Incisión Blanca. *

En el solar que le donaron, la sociedad constructora de viviendas ha amontonado unas cuantas cajas prefabricadas de hormigón blanco por las que recibió un premio de la Asociación para el Embellecimiento de la Ciudad.

Todo, incluido el premio, ofrece una imagen pobre y deficiente, pero los alquileres no son nada míseros. Son tan altos que los únicos que podemos vivir aquí somos gente como Juliana, que cobra del Estado; el mecánico, que se ha visto obligado a coger lo que le ofrecían; y, por último, seres marginales como yo misma.

Así, el apelativo no deja de ser un tanto hiriente para quienes vivimos aquí. Sin embargo, a grandes rasgos, es correcto.


Hay razones por las que uno decide trasladarse a un sitio como éste y razones por las que decide quedarse. Con el tiempo, el agua se ha hecho muy importante para mí. La Incisión Blanca está ubicada en el puerto de Copenhague. Este invierno he podido observar la formación del hielo.

Ha empezado a helar en noviembre. Siento respeto por el invierno danés. El frío, no el mensurable, ni el frío de termómetro, sino el experimentado, depende más de la fuerza del viento y del grado de humedad que de la temperatura. He pasado más frío en Dinamarca del que haya podido pasar alguna vez en Tule. Cuando los primeros aguaceros fríos del mes de noviembre empiezan a azotarme en el rostro como una toalla mojada, los afronto con capucines forrados con pieles, botines de alpaca negros, una falda escocesa larga, un jersey y una capa negra impermeable.

Entonces la temperatura empieza a descender. Llega un momento en que la superficie del mar alcanza los 1,8 °C bajo cero y se forman los primeros cristales. Una membrana imperceptible que el viento y las olas rompen y convierten en hielo frágil, que se va amasando hasta convertirse en un pastel jabonoso de hielo llamado grease ice y que, paulatinamente, forma placas que flotan libremente, pancake ice, para acabar helándose, en una fría hora del mediodía de un domingo y formar una capa uniforme y compacta.

Cada vez hace más frío y yo me alegro, porque sé que ahora la helada ha llegado al punto idóneo en el que el hielo permanecerá. A estas alturas, los cristales han formado puentes y han encerrado el agua salada en bolsas de una estructura parecida a las vetas de los árboles, por las que el líquido se filtra lentamente; un hecho que muchos de los que miran hacia Holmen ignoran, pero que no deja de ser un argumento para pensar que el hielo y la vida guardan, de maneras diversas, una estrecha relación entre sí.

El hielo suele ser lo primero que busco cuando subo al puente de Knippel. Pero aquel día de diciembre vi algo diferente. Vi la luz.

Era amarillenta, como casi todas las luces de una ciudad en invierno, y aunque era sólo una luz tenue y débil, su reflejo era potente. Brillaba delante de uno de los almacenes que, en un momento de debilidad, decidieron mantener en pie cuando se construyeron nuestros bloques. Bajo el frontón de la fachada, hacia el Strandboulevard y Christianshavn, daba vueltas la luz azul de un coche patrulla. Desde allí pude ver a un agente. El cordón provisional de cinta blanca y roja. Bajo la fachada del edificio percibí que lo que estaba protegido por la barrera era una sombra pequeña y oscura en la nieve.

Como eran sólo las cinco un poco pasadas y el tráfico de la tarde todavía no había terminado, corrí y llegué unos minutos antes que la ambulancia.

Isaías yace tendido en el suelo con las piernas recogidas, el rostro contra la nieve y las manos alrededor de la cabeza, como si intentara protegerse del pequeño proyector que lo ilumina, como si la nieve fuera una ventana a través de la cual ha visto algo muy lejano, escondido bajo tierra.

El agente debería preguntarme quién soy y tomar nota de mi nombre y de mi dirección y, a grandes rasgos, preparar así el camino para aquel de sus colegas que pronto tendrá la obligación de llamar a todas las puertas. Pero es un hombre joven con una expresión enfermiza en sus ojos. Trata de no posar su mirada directamente sobre Isaías. Tras asegurarse de que yo no tengo intención de saltarme el cordón de seguridad que rodea el cuerpo del niño, permite que me quede.

Podía haber acordonado un espacio mayor. Pero nada hubiera cambiado. Los almacenes portuarios están siendo parcialmente reconstruidos. Los hombres y las máquinas han aplanado la nieve con tanto ímpetu que parece un suelo de terrazo.

Incluso en la muerte, hay algo distante en Isaías, como si no quisiera saber nada de la compasión de nadie.

En lo alto, fuera del halo de luz del proyector, se percibe un caballete. El almacén es alto, debe de ser tan alto como un edificio de viviendas de siete u ocho plantas. Están reconstruyendo la casa contigua. Hay un andamio en el muro que da al Strandboulevard. Allí me dirijo mientras la ambulancia se abre camino lentamente por el puente y luego se adentra entre los edificios.

El andamio cubre el muro hasta el tejado. La última escalera está bajada. La construcción parece hacerse más frágil a medida que voy subiendo.

Están construyendo un nuevo tejado. Sobre él, se yerguen las traviesas triangulares, cubiertas con lonas. Cubren la mitad de la longitud del edificio. La otra mitad, la que da al puerto, es una superficie cubierta por la nieve. En ella, se ven las huellas de Isaías.

En el borde de la nieve hay un hombre sentado en cuclillas abrazándose las piernas, meciéndose hacia delante y hacia atrás.

Incluso encorvado, el mecánico da la sensación de ser un hombre corpulento. Y hasta en esa postura de total abandono parece retraído.

¡Hay tanta luz! Hace unos años, midieron la luz en Siorapaluk. Desde diciembre hasta febrero, el sol está ausente tres meses. Una se imagina una noche eterna. Pero están la luna y las estrellas y, de vez en cuando, la aurora boreal. Y la nieve. Registraron la misma cantidad de luz que a las afueras de Skanderborg. Así es como yo misma recuerdo mi infancia. Siempre jugábamos fuera de casa y siempre había luz. Entonces la luz era algo obvio. ¡Hay tantas cosas que son obvias para un niño! Con el tiempo, una empieza a extrañarse.

De todos modos, me sorprende lo luminoso que está el tejado ante mis ojos. Como si siempre hubiera sido la nieve, que se extiende en una capa de quizá diez centímetros, la que creara la luz de los días de invierno y como si siguiera llameando en un centelleo puntual, como pequeñas perlas resplandecientes.

En el suelo, la nieve se derrite un poco, incluso durante las peores heladas, por el calor de la ciudad. Pero aquí arriba, la nieve está suelta, tal como cayó. Sólo Isaías la ha pisado.

Incluso cuando no hace calor, cuando no ha caído nieve nueva, cuando no hace viento; incluso entonces, la nieve cambia. Como si respirara, como si se condensara y se levantara y se hundiera y se descompusiera.

Él siempre llevaba zapatillas de deporte, también en invierno, y de ese calzado son las huellas. La suela gastada de sus zapatillas de baloncesto con su dibujo de círculos concéntricos, apenas apreciable en el enfranque, la parte sobre la que el jugador debe hacer sus giros y piruetas.

Salió a la nieve en el lugar en el que ahora estamos. Las huellas se dirigen hacia el alero en diagonal y continúan a lo largo del tejado, tal vez unos diez metros. Allí se detienen para, a continuación, proseguir hacia la esquina y la fachada del edificio. Desde allí, bordean el alero a unos cincuenta centímetros, hasta llegar a la esquina que da al almacén contiguo. Allí parece haber retrocedido quizás unos tres metros hacia el centro, para poder coger impulso. Entonces, las huellas llegan hasta el borde desde donde ha saltado.

El otro tejado es de tejas negras vitrificadas y, hacia el canalón, se quiebra en un ángulo tan abrupto que la nieve se ha desprendido. No hay nada a qué agarrarse. De hecho, podía haber saltado directamente al vacío, el resultado hubiera sido el mismo.

Aparte de las huellas de Isaías, no se ve nada más. Nadie más ha pisado la superficie nevada.

– Lo encontré yo -dice el mecánico.

Nunca me resultará fácil ver llorar a un hombre. Quizá porque sé lo fatal que resulta para su autoestima. Quizá porque es tan insólito para ellos que siempre acaba transportándoles a su infancia. El mecánico se encuentra en la fase en la que ya ha desistido secarse las lágrimas, su rostro es una máscara de mucosidades.

– Viene gente -le comunico.

Los dos hombres que asoman por el tejado no parecen alegrarse al vernos.

Uno de ellos sube cargado con un equipo fotográfico y apenas le queda aliento. El otro me recuerda un poco a una uña. Plana y dura y siempre en estado de irritación impaciente.

– ¿Quiénes son ustedes?

– La vecina de arriba -contesto-. Y éste es el vecino de abajo.

– ¿Podrían ser tan amables de bajar de ahí?

Entonces ve las pisadas y nos ignora.

El fotógrafo toma las primeras fotos con una gran cámara Polaroid provista de flash.

– Sólo las huellas del difunto -le dice la Uña. Habla como si ya estuviera elaborando su informe en la cabeza- La madre estaba ebria. Por eso el niño jugaba aquí arriba.

Ahora vuelve a mirarnos.

– Tienen que bajar ahora mismo.

En este momento no consigo ver nada claro, y en mi mente reina la confusión. Mi confusión es tan grande que podría repartirla. Por eso me quedo allí.

– Una forma un tanto rara de jugar, ¿no le parece?

Seguramente habrá gente que piense que soy una presuntuosa. En cierto modo lo soy y no pienso negarlo. Y puedo tener mis razones para serlo. De todos modos, es mi vestimenta la que le obliga a escucharme. Mi chaqueta de casimir, el gorro de pieles, los guantes. Sin duda tiene ganas y derecho de mandarme que descienda. Pero se da cuenta de que parezco una dama. Y no suele encontrarse con muchas damas en los tejados de Copenhague.

Por eso duda un instante.

– En este caso, ¿cómo hay que jugar?

– Cuando tú tenías su edad -le digo- y tu madre y tu padre no habían vuelto todavía a casa desde las minas de carbón y corrías solo jugando por los tejados de las barracas de los sin casa, ¿corrías entonces en línea recta a lo largo del alero del tejado?

Se lo piensa.

– Yo me crié jugando en Jutlandia -dice entonces, sin apartar su mirada.

Entonces se gira hacia su compañero.

– Necesitamos subir unos cuantos focos. ¿Serías tan amable, ya que bajas, de acompañar a estos señores?


Para mí, la soledad es como para otros la bendición de la Iglesia. Es como la luz de la gracia de Dios iluminándome. Nunca cierro la puerta detrás de mí sin tener clara conciencia de estar realizando un acto de caridad conmigo misma. Cantor ilustró el concepto de infinito para sus alumnos contando un cuento: había una vez un hombre que tenía un hotel con un número infinito de habitaciones y el hotel estaba completo. Entonces llegó un huésped más. El dueño del hotel trasladó al huésped de la habitación número 1 a la número 2; al de la número 2, a la 3; al de la 4, a la 5; y así sucesivamente. De esta manera, la habitación número 1 quedó libre para el nuevo huésped.

Lo que de verdad me satisface de esa historia es que todos los implicados, tanto los huéspedes como el dueño del hotel, consideran del todo legítimo llevar a cabo un número infinito de operaciones con el fin de que un solo huésped pueda gozar de paz y tranquilidad en una habitación sólo para él. Es un gran homenaje a la soledad.

Por lo demás, soy consciente de que he acondicionado mi piso a la manera de una habitación de hotel. Sin borrar la sensación de que quien vive en él únicamente está de paso. En los momentos en que siento la necesidad de explicármelo a mí misma, recuerdo que los miembros de la familia de mi madre, incluida ella misma, eran una especie de nómadas. Considerando esto como excusa, puede decirse que se trata de una explicación un tanto inconsistente.

Pero dispongo de dos ventanas que dan al mar. Puedo ver la iglesia de Holmen, el edificio de la Compañía de Seguros Marítimos y el Banco Nacional, cuya fachada de mármol tiene esta noche el mismo color que el hielo del puerto.

He pensado que debo llorar la muerte de Isaías. Ahora ya he hablado con los agentes y le he prestado mi hombro a Juliana y la he acompañado a casa de unos conocidos y he vuelto. Y durante todo este tiempo he mantenido alejado el dolor con la mano izquierda. Ahora me toca a mí ser la infeliz.

Pero todavía no ha llegado el momento. El dolor es un regalo, es algo de lo que debes hacerte merecedora. Me he preparado una taza de té de menta y me he acercado a la ventana. Sin embargo, parece ausentarse, quizá porque todavía hay una pequeña cosa que debo hacer antes, una sola cosa que me falta cumplir, una de aquellas que frenan una secuencia de sentimientos.

Así que me bebo el té, mientras el tráfico sobre el puente de Knippel es cada vez menos denso y se convierte en unas pocas rayas rojas de luces en la noche. Poco a poco, me invade una especie de tranquilidad. Finalmente, a una le basta con poder conciliar el sueño.

3

Fue un día de agosto, un año y medio antes, cuando me encontré a Isaías por primera vez.

Un calor húmedo y tan pesado como el plomo había transformado Copenhague en un centro de incubación de locura instantánea. Vuelvo a casa en autobús, con su ambiente especial de olla a presión, enfundada en un nuevo vestido de lino blanco con un profundo escote en la espalda y una orla de volantes valencianos que me ha llevado mucho tiempo planchar al vapor y darle un porte digno, pero que ahora se ha chafado bajo la depresión generalizada.

Hay gente que, en esa estación del año, se va al sur en busca del calor. Yo nunca he estado más abajo de Koege. Y no pienso ir más al sur hasta que el invierno nuclear haya enfriado toda Europa.

Es uno de esos días en los que una podría preguntar por el sentido de la vida y recibir como contestación que no existe tal sentido. Y en la escalera, en el rellano de abajo, hay algo o alguien revolcándose.

Cuando las primeras remesas de groenlandeses empezaron a llegar a Dinamarca en los años treinta, una de las primeras cosas sobre las que escribieron a sus familiares fue que los daneses eran unos cerdos porque tenían perros en el interior de sus casas. Durante unos instantes estoy convencida de que lo que yace en la escalera es un perro. Entonces me doy cuenta de que es un niño, algo que precisamente en un día así no me parece mucho mejor.

– Lárgate, pequeña mierda -le digo.

Isaías levanta la mirada.

– Peerit -replica él-, lárgate tú.

Son pocos los daneses capaces de notármelo. Creen reconocer algunos rasgos asiáticos, sobre todo en las ocasiones en las que me he coloreado los pómulos. Pero el niño de la escalera me mira directamente con una mirada que se introduce en aquello que él y yo tenemos en común. Es una mirada que puede observarse en los recién nacidos. Después desaparece, y aparece ocasionalmente en gente muy mayor. Puede ser que una de las razones por las que nunca he concebido mi vida con niños cerca sea que he especulado demasiado sobre por qué los hombres pierden la valentía para mirarse directamente a los ojos.

– ¿Me quieres leer algo?

Tengo un libro en la mano. Eso es lo que ha provocado su pregunta.

Podría decirse que parece un elfo de los bosques. Pero como está sucio, como lleva unos pantalones cortos como única prenda y está bañado en sudor, también podría decirse que parece una foca.

– Desaparece -le digo.

– ¿No te gustan los niños?

– Me los como.

Se aparta a un lado.

– Salluvutit, mientes -dice cuando paso junto a él.

En ese mismo instante, percibo dos cosas que, de alguna manera, me encadenarán a él para siempre. Compruebo que está solo. Como quien está en el exilio, siempre lo estará. Y noto que no teme la soledad.

– ¿Qué libro es? -grita detrás de mí.

– Los Elementos de Euclides -le digo pegando un portazo.


De hecho acabó siendo los Elementos de Euclides.

Es el libro que saco esa misma noche, cuando suena el timbre de la puerta y él está allí fuera, todavía en pantalón corto, clavando sus ojos firmemente en mí y yo me aparto para que pueda entrar y él se introduce en mi piso y en mi vida para, en el fondo, ya nunca abandonarla. Entonces son los Elementos de Euclides los que extraigo de mi estantería. Como para echarle, como para hacer constar, en ese mismo instante, que no poseo ningún libro que pueda interesarle a un niño; que él y yo no podemos entendernos ni establecer un puente mediante la lectura de un libro; ni así ni de ninguna otra manera. Como para librarme de algo.

Nos sentamos en el sofá. Se sienta con las piernas cruzadas, en el borde del asiento, tal como solían sentarse los niños en Tule, en Inglefield, durante el verano, en el borde del trineo que hace de catre en la tienda de campaña.


– «Un punto es aquello que es indivisible. Una línea es una longitud sin anchura.»

Éste será el libro que nunca comentará y al que volveremos siempre. A veces lo intento con otros libros. En una ocasión pido prestado el libro infantil Rasmus Klump en el hielo del interior. Con una completa serenidad escucha el repaso de los primeros dibujos. Entonces pone un dedo sobre Rasmus Klump.

– ¿A qué sabe? -pregunta.

– «Un semicírculo es una figura limitada por un diámetro y por la circunferencia cortada por el diámetro.»

Para mí, la lectura atraviesa, esta primera noche de agosto, tres fases.

En primer lugar está la irritación por toda esta situación poco práctica. Después, aquel sentimiento que se apodera de mí siempre que pienso en este libro: la solemnidad. La certeza de que constituye la base, el límite. De que cuando uno intenta abrirse camino hacia atrás, pasando por Lobachevsky y Newton y seguir hacia atrás, tan atrás como sea posible llegar, entonces se acaba en Euclides.

– «Sobre la mayor de dos líneas rectas de longitud desigual…»

En un momento preciso, dejo de ver lo que leo. Sólo existe mi propia voz en el salón y la luz de la puesta de sol, que nos llega desde el puerto Sur. Y luego, ni tan siquiera está la voz, luego sólo existimos yo y el niño. En un momento preciso, me detengo. Y simplemente estamos allí, sentados, mirando al infinito, como si yo tuviera quince años y él dieciséis y hubiéramos llegado a un punto sin retorno. En un momento dado, se levanta silenciosamente y desaparece. Contemplo la puesta de sol que en esta estación dura tres horas. Como si, a pesar de todo, el sol, en el último momento, hubiera encontrado cualidades en el mundo de las que ahora no puede deshacerse sino a regañadientes.


Naturalmente no se dejó asustar por Euclides. Naturalmente era irrelevante lo que le leyera. De hecho, hubiera podido leerle el listín de teléfonos. O el Detection and Classification of Ice, de Lewis y Carrisa. En cualquier caso hubiera venido y se hubiera sentado conmigo en el sofá.

Durante algunos períodos solía aparecer cada día. Y hubo períodos de hasta quince días durante los que sólo lo veía una vez y a lo lejos. Pero solía venir cuando estaba oscureciendo, cuando había finalizado el día y Juliana estaba sin sentido.

De vez en cuando lo metía en la bañera. No le gustaba el agua caliente. Pero con agua fría era imposible que quedara limpio. Lo ponía de pie en la bañera y abría la ducha de teléfono. Nunca protestaba. Hacía ya tiempo que había aprendido a resignarse ante las adversidades. Pero en ningún momento apartaba su mirada, llena de reproche, de mi cara.

4

En mi vida ha habido varios internados. Trabajo a diario en reprimir su recuerdo y, durante largos períodos de tiempo, lo consigo. Sólo se manifiesta algo así como un destello cuando un recuerdo específico logra salir a la luz del día. Como, por ejemplo, aquella sensación tan especial que se respira en los dormitorios. En Stenhoej, cerca de Humlebaek, dormíamos en dos dormitorios, uno para las chicas, otro para los chicos. Por la noche se abrían las ventanas. Y nuestras mantas eran demasiado finas.

En el depósito de cadáveres del distrito de Copenhague, situado en el sótano del Instituto Forense del Hospital del Reino, duermen los muertos, en dormitorios refrigerados a una temperatura levemente superior al punto de congelación; allí les ofrecen un último y frío sueño.

Todo está limpio y es moderno y definitivo. Incluso en la sala de exposición, que está pintada como si se tratara de un salón particular, han colocado un par de lámparas de pie y una planta, en un empeño, por lo demás inútil, de levantar los ánimos.

Una sábana cubre a Isaías. Sobre ella alguien ha depositado un pequeño ramo de flores, como en un intento de acompañar a la pobre planta. Está totalmente cubierto pero es fácil ver que es él, por su cuerpo menudo y su cabeza grande. Los medidores de cráneos franceses se encontraron con enormes problemas en Groenlandia. Partían de una teoría según la cual existía una relación lineal entre la inteligencia de un ser humano y el tamaño de su cráneo. Entre los groenlandeses, a quienes ellos consideraban como una forma de transición entre el hombre y el mono, encontraron los mayores cráneos del mundo.

Un hombre con bata blanca retira la sábana de su cara. Parece intacto, como si toda la sangre y el color hubieran sido cuidadosamente drenados y lo hubieran acostado para que durmiese.

Juliana está de pie a mi lado. Viste de negro y continúa sobria por segundo día consecutivo.

Mientras andamos por el pasillo, la bata blanca nos acompaña.

– ¿Es usted pariente suyo? -sugiere-. ¿Una hermana?

No es más alto que yo, pero es ancho y fornido y con un porte como el de un carnero a punto de embestir.

– Soy el médico -dice. Señala el bolsillo de su bata y descubre que no hay ningún letrero que pueda identificarle- ¡Mierda! -exclama.

Continúo por el pasillo. Está justo detrás de mí.

– Yo también tengo hijos -agrega-. ¿Sabe si fue un médico quien lo encontró?

– Un mecánico -le respondo.

Nos sigue en el ascensor. Siento una necesidad repentina de saber quién ha tocado a Isaías.

– ¿Lo exploró usted?

No me contesta. Quizá no me haya oído. Se apresura a adelantarnos. Cuando ya estamos llegando a la puerta de cristal, saca un trozo de cartulina de uno de sus bolsillos, como un exhibicionista que se abre el abrigo.

– Mi tarjeta. Jean Pierre, como el flautista, Lagermann, como la marca de regalices.


Juliana y yo no nos hemos dirigido la palabra. Pero cuando ya está sentada en el taxi y estoy a punto de cerrar la puerta, se aferra a mi mano.

– Esa Smila -dice, como si hablara de una persona que no estuviera presente- es una dama distinguida. Al cien por cien, para que te enteres.

El coche se aleja y yo me incorporo. Son cerca de las doce del mediodía. Tengo una cita.


Centro de autopsias del reino para Groenlandia reza en la puerta de cristal a la que he llegado, después de pasar por la calle de Federico V, traspasar el edificio Teilum y el Instituto Forense hasta el nuevo anexo del Hospital del Reino, donde he cogido el ascensor, saltándome las plantas en las que se encuentran la Sociedad Médica Groenlandesa, el Centro Polar, el Instituto de Medicina Artica, hasta que he llegado a la quinta planta, que es una azotea.

Esta mañana he llamado a la comisaría, y allí me han pasado a la sección A y he podido hablar con la Uña.

– Puede verlo en el depósito de cadáveres -me dice.

– También quiero hablar con el médico.

– Loyen -dice-. Puede usted hablar con Loyen.

Detrás de la puerta de cristal hay un pasillo corto que lleva hasta un letrero en el que pone profesor y, en letras más pequeñas, J. Loyen. Debajo del letrero hay una puerta y, tras la puerta, un guardarropa. Detrás de éste, un despacho luminoso con dos secretarias bajo unos fotostatos de icebergs en aguas azules iluminadas por un sol brillante, y detrás de esta pieza, el verdadero despacho.

Dentro no han construido una pista de tenis. Pero no por falta de espacio. Seguramente es porque Loyen ya dispone de un par de pistas en el jardín trasero de su casa en Hellerup, y dos más en la calle de las Dunas, en Skagen. Y porque la grave solemnidad de la sala hubiera sufrido una degradación.

Una gruesa alfombra se extiende en el suelo, los libros cubren dos paredes enteras, hay dos ventanas panorámicas con vistas sobre la ciudad y el parque Faelled, una caja fuerte empotrada, cuadros en marcos dorados, un microscopio sobre una mesa iluminada, una vitrina con una máscara dorada que parece proceder de un sarcófago egipcio, dos sofás, dos monitores apagados, cada uno sobre su zócalo y, aun así, sigue sobrando espacio como para que el profesor pueda echarse unas carreras, en caso de que llegara a cansarse de estar sentado tras su escritorio.

La mesa de escritorio es una gran elipse de caoba, y desde allí se levanta y viene a mi encuentro. Mide dos metros y tiene unos setenta años. Anda muy erguido, lleva una bata blanca y está bronceado como un jeque árabe. De hecho tiene una expresión amable como la de quien, montado sobre un camello, contempla complaciente cómo el resto del mundo se arrastra por la arena del desierto.

– Loyen.

Aun obviando el título, éste está implícito. Éste y el hecho de que no debemos olvidar que tiene al resto de la población del mundo, como mínimo, una cabeza más abajo, y que aquí, bajo sus pies, tiene a un montón de médicos que no han llegado a profesores y que, sobre su cabeza, sólo hay el techo blanco, el cielo azul y nuestro Señor. Y, tal vez, ni tan siquiera eso.

– Siéntese, señora.

Irradia condescendencia y dominio y debería sentirme feliz. Otras mujeres antes que yo se han sentido felices y muchas más lo estarán porque no hay nada mejor, en los momentos difíciles de la vida, que contar con un aplomo médico enlustrado de dos metros en el que apoyarse, especialmente si es en un ambiente tan sosegado como éste.

Sobre la mesa hay una foto enmarcada de la esposa del médico, del terrier de Airedale y de los tres chicos de papá que, sin lugar a dudas, estudian medicina y sacan matrícula de honor en todas las asignaturas, incluso en sexología clínica.

Nunca he dicho que yo fuera perfecta. Delante de personas que tienen poder y que disfrutan utilizándolo, y, de hecho, lo utilizan, me convierto en una persona distinta, más despreciable, fútil y miserable.

Pero no lo muestro. Me siento en el canto de la silla y deposito los guantes negros y el sombrero con velo oscuro en el borde de la mesa de caoba. Ante sí, con ojos interrogantes, llenos de inseguridad, el profesor Loyen tiene a una mujer enlutada.

– ¿Es usted groenlandesa?

Gracias a su experiencia profesional puede adivinarlo.

– Mi madre era de Tule. ¿Fue usted quien… hizo la autopsia de Isaías?

Asiente con la cabeza.

– Me gustaría saber de qué murió.

La pregunta le sorprende un poco.

– De la caída.

– Pero, ¿eso qué significa, desde el punto de vista fisiológico?

Se lo piensa durante unos instantes, desacostumbrado a tener que formular lo evidente.

– Cayó desde una sexta planta. El organismo sencillamente sufrió un colapso en su totalidad.

– Pero de alguna manera parecía ileso.

– Es normal en accidentes de esta índole, señora mía. Pero…

Sé lo que va a decir. «Es así sólo hasta que los abrimos. Entonces, todo son astillas de hueso y hemorragias internas.»

– … pero no lo están -acaba por decir.

Se incorpora. Tiene otras cosas que hacer. La conversación está llegando a su fin sin tan siquiera haberse iniciado. Como tantas otras conversaciones antes y después de ésta.

– ¿Había señales de violencia?

No se sorprende lo más mínimo. A su edad y con su profesión, no se deja sorprender tan fácilmente.

– No, en absoluto -dice.

Permanezco sentada en silencio. Siempre resulta interesante abandonar a los europeos al silencio. Para ellos, es un vacío en el que la tensión sube y converge hacia lo insoportable.

– ¿Qué le hace suponer eso?

Esta vez ha obviado lo de «señora». No me doy por enterada e ignoro su pregunta.

– ¿Cómo puede ser que un lugar y un servicio como éste no se encuentren en Groenlandia? -pregunto.

– El Instituto sólo existe desde hace tres años. Antes no había ningún centro de autopsias para Groenlandia. El fiscal de Godthaab solía avisar al Instituto Forense de Copenhague cuando era necesario. Este lugar es nuevo y provisional. Nos trasladaremos a Godthaab el año que viene.

– ¿Y usted? -digo.

No está acostumbrado a ser interrogado y unos instantes más tarde dejará de contestarme.

– Dirijo el Instituto de Medicina Artica. Pero originalmente soy médico forense. En esta primera fase de consolidación ejerzo las funciones de jefe interino de autopsias.

– ¿Realiza usted todas las autopsias de los groenlandeses?

He estado dando palos de ciego. De todas maneras debe de haber sido un golpe fuerte porque ni tan siquiera pestañea.

– No -contesta, y ahora habla con lentitud-, pero de vez en cuando presto mi ayuda al centro de autopsias del Estado danés. Reciben miles de casos cada año desde todos los puntos del país.

Estoy pensando en Jean Pierre Lagermann.

– ¿Realizó la autopsia usted solo?

– Tenemos una rutina fija que habitualmente seguimos, salvo en los casos muy especiales. Hay un solo médico asistido por un técnico de laboratorio y, a veces, por una enfermera.

– ¿Sería posible ver el informe de la autopsia?

– De todas maneras no lo entendería. ¡Y lo que sí podría entender, no sería de su agrado!

Por un instante ha perdido el control sobre sí mismo. Pero inmediatamente lo recobra.

– Estos informes pertenecen a la policía, que es la que formalmente solicita las autopsias. Y la que, además, decide cuándo se podrá celebrar el entierro, pues ella misma tramita los certificados de defunción. La publicidad en la Administración sólo tiene vigencia para los casos civiles, no para los penales.

Está metido en el partido y ha bajado a la red. Su voz se hace reconfortante y tranquilizadora.

– Tiene que entender que en un caso como el que aquí tratamos, en el que puede existir alguna duda sobre las circunstancias que rodearon al accidente, tanto la policía como nosotros estamos necesariamente interesados en obtener un informe lo más detenido y minucioso posible. Lo examinamos todo. Y lo encontramos todo. En casos de agresiones, es prácticamente imposible no dejar rastro. Se dejan marcas de dedos, ropa desgarrada, el niño se defiende y tiene restos cutáneos bajo las uñas. Pero en este caso no encontramos nada. Nada en absoluto.

Ésta era, pues, pelota de set y partido. Me levanto y me pongo los guantes. Él reclina su asiento y se acomoda en él.

– Siempre leemos el informe policial, por supuesto -dice-. De él se desprende claramente que se encontraba solo en el tejado cuando todo ocurrió. A juzgar por las huellas que había sobre la nieve.

Emprendo el largo camino hasta el centro de la estancia y allí me doy la vuelta y lo observo. He dado con algo pero no sé qué es. Sin embargo, el profesor Loyen ha vuelto a subirse al camello.

– No dude en llamar de nuevo, señora.

Pasa algún tiempo antes de que el mareo se disipe y desaparezca.

– Todos tenemos -le digo- nuestras fobias. Algo que realmente nos produce miedo. Yo tengo las mías. Usted probablemente tenga las suyas, una vez despojado de la bata antibalas. ¿Quiere saber cuál era la fobia de Isaías? Las alturas. Corría hasta llegar a la primera planta, pero desde allí, gateaba, con los ojos cerrados y las manos sujetándose a la barandilla. Imagíneselo, cada día, por la escalera interior, con el sudor resplandeciente en la frente y temblando, mientras sus rodillas se doblaban bajo el peso del miedo. Cinco minutos tardaba en llegar desde el primer piso hasta el tercero. Su madre había solicitado que les bajaran de planta, incluso antes de que se mudaran al bloque. Pero usted ya sabe lo que pasa cuando se es groenlandés y se percibe el subsidio social.

Transcurren unos segundos antes de que se decida a contestar.

– Sin embargo, él estuvo allí arriba.

– Sí -le contesto-, así es, estuvo. Pero, mire, usted hubiera podido traer un montacargas. Hubiera podido traer la grúa flotante Hércules y, sin embargo, nunca hubiera conseguido que se subiera a ese andamio, ni un solo metro. Lo que realmente me extraña, lo que no paro de preguntarme a mí misma en las noches de insomnio es qué fue lo que, en esta ocasión, le indujo a subir.

Todavía veo su pequeño cuerpo ante mis ojos, tal como yace allí en el sótano. Ni tan siquiera miro a Loyen. Simplemente me largo.

5

Juliana Christiansen, la madre de Isaías, es la demostración personificada de los efectos curativos del alcohol. Cuando se encuentra sobria, está tensa, muda, inhibida. Cuando está ebria, está más contenta que nunca y rebosante de vitalidad.

Puesto que se ha tomado una pastilla de disulfiram esta mañana y ahora, de vuelta a casa, ha bebido, es un decir, sobre la pastilla, esta bella transformación aparece tras un velo de intoxicación generalizada de su organismo. Sin embargo, es posible observar una mejoría significativa.

– Smila -dice-, te quiero.

Se dice que los groenlandeses beben mucho. Es una vil mentira y, además, completamente desacertada. Se bebe muchísimo. De ahí mi extraña relación con el alcohol. Cuando me vienen ganas de tomar algo más fuerte que una infusión de hierbas, siempre pienso en lo que sucedió con el racionamiento voluntario de alcohol en Tule.

He estado antes en el piso de Juliana, pero siempre en la cocina, donde hemos tomado café. Hay que respetar el territorio de la gente. Sobre todo, cuando sus vidas yacen expuestas ante nuestros ojos como una herida abierta. Pero ahora me impulsa el sentimiento acuciante de tener una tarea por cumplir, de que alguien ha pasado por alto alguna cosa.

Por lo tanto, me veo husmeando en todos los rincones de la casa y Juliana me deja a mis anchas. En parte porque ha conseguido el aguardiente de manzanas de los supermercados Irma, y en parte, porque lleva tanto tiempo acostumbrada a los ingresos por transferencia y bajo el control del microscopio electrónico de las autoridades, que ya es absolutamente incapaz de imaginarse que pueda gozarse de intimidad alguna.

En el piso se respira esa atmósfera tan hogareña que proporciona el haber pisado varias veces los suelos con zuecos, haber olvidado una cantidad considerable de colillas en la mesa y haber dormido un número imprescindible de veces en el sofá después de una importante borrachera. Lo único que hay nuevo y funciona a las mil maravillas es el televisor, negro y grande como un piano de cola.

El piso tiene una habitación más que el mío, la habitación de Isaías. Una cama, una mesa baja y un armario. Sobre la mesa, dos bastones, una piedra para jugar a la rayuela, una especie de ventosa y un coche de modelismo. Objetos incoloros como los guijarros encontrados en la playa y depositados en un cajón.

En el armario, botas de agua, zuecos, jerséis, ropa interior, calcetines. Todo ha sido guardado de forma atropellada. Paso los dedos por debajo de los montones de ropa y por encima del armario. No hay nada más que el polvo que se posó allí el año pasado o el anterior.

Sobre la cama, las cosas del hospital en una bolsa de plástico transparente. Pantalones para la lluvia, zapatillas de deporte, una sudadera, ropa interior, calcetines. Extraída del bolsillo, una piedra blanca y blanda que se utilizó como tiza.

Juliana está en el vano de la puerta llorando.

– Los pañales son lo único que he tirado.

Una vez al mes, cuando la sensación de vértigo aumentaba, Isaías solía usar pañales durante un par de días. Yo misma compré unos en una ocasión.

– ¿Dónde está su cuchillo?

No lo sabe.

En el alféizar de la ventana hay un barco de modelismo, como un grito precioso en el ambiente apagado de la habitación. En el zócalo está grabada la siguiente inscripción: «El barco a motor Jobannes Thomsen de la Sociedad Criolita».

Nunca antes había intentado averiguar cómo lograba ella mantener la cabeza por encima del nivel de agua.

La cojo por los hombros.

– Juliana -le digo-, ¿podrías ser tan amable de enseñarme tus papeles?


Los demás solemos tener un cajón, una carpeta, o algo similar donde guardamos los papeles. Juliana tiene siete sobres grasientos para guardar los testimonios impresos de su existencia. Para muchos groenlandeses, la parte más compleja de Dinamarca es la escrita. El alud de documentos de la burocracia estatal en forma de solicitudes, formularios, impresos y correspondencia obligada con la autoridad pública correspondiente. Hay una fina y delicada ironía inherente al hecho de que, incluso una vida tan analfabeta como la de Juliana, haya arrojado tal montaña de papeles.

Los pequeños papelitos de citación del ambulatorio de toxicomanías en Sundholm, el certificado de nacimiento, cincuenta bonos de la panadería de la plaza de Christianshavn, con los que, una vez has reunido la cantidad correspondiente a una compra de 500 coronas, puedes obtener una rosquilla. La tarjeta de Rudolph Bergh, antiguas tarjetas principales y suplementarias, extractos de cuenta de la caja Bikuben. Una foto de Juliana en el Jardín del Rey a pleno sol. La cartilla de la Seguridad Social, el pasaporte, avisos de pago de la compañía eléctrica. Cartas de información sobre créditos de Riber. Un montón de finas hojas, como si fueran nóminas, de las que se desprende que Juliana recibe una pensión de 9400 coronas al mes. Debajo de los demás papeles, un fardo de cartas. Nunca he sido capaz de leer las cartas de los demás, por lo que me salto las personales. Las del fondo son las oficiales, escritas a máquina. Estoy a punto de devolverlas a su sitio cuando lo veo.

Es una carta extraña. «Por la presente, le comunicamos que el consejo de administración de la Sociedad Criolita Danmark, durante su última reunión, ha decidido otorgarle una pensión mensual de 9000 coronas, importe que será regulado de acuerdo con el índice de precios vigente.» Está firmada en nombre y representación del consejo por «E. Lübing, Jefe de Finanzas».

Supongo que su contenido no tiene nada de raro. Sin embargo, una vez escrita la carta, alguien la ha girado noventa grados. Y con una pluma estilográfica, ha escrito en diagonal y en el margen: «Lo siento mucho. Elsa Lübing».

Es posible llegar a conocer un poco al prójimo por sus anotaciones en los márgenes. Se ha especulado mucho sobre la prueba de Fermat. En un libro que trataba sobre el teorema nunca probado, según el cual, aunque sea posible a menudo descomponer un cuadrado en la suma de otros dos cuadrados, esto deja de ser válido con potencias superiores a dos, Fermat había anotado en el margen: «Para este teorema he descubierto una prueba maravillosa. Pero este margen es demasiado estrecho para exponerla».

Hace dos años hubo una dama en las oficinas de la Sociedad Criolita Danmark que dictó una carta extremadamente correcta. Tuvo en cuenta los formalismos al uso, la carta carecía de faltas de ortografía, era como debía ser. Entonces se la dieron para que la firmara y la volvió a leer, firmándola finalmente. Permaneció pensativa durante unos instantes, giró la hoja y escribió en el margen: «Lo siento mucho».

– ¿Cómo murió?

– ¿Norsaq? Participó en una expedición a la Costa Oeste. Hubo un accidente.

– ¿Qué tipo de accidente?

– Comió algo que le sentó mal. Creo.

Me mira con ojos desvalidos. Los hombres mueren. No se llega a ninguna parte especulando sobre el cómo y el porqué.


– Lo podemos considerar como un caso totalmente cerrado.

Tengo a la Uña al teléfono. He abandonado a Juliana a sus propios pensamientos, que ahora se mueven como plancton en un mar de vino dulce. Quizás hubiera debido quedarme a su lado. Sin embargo, no tengo vocación de director espiritual, apenas soy capaz de ocuparme de mí misma. Además, tengo mis propias obsesiones. Son justamente éstas las que me han empujado a llamar a la comisaría. Me pasan con la sección A. Allí me dicen que el agente sigue en la oficina. Y por lo que detecto en su voz, lleva ya demasiado tiempo allí.

– El certificado de defunción fue firmado esta tarde, alrededor de las cuatro.

– ¿Y las huellas? -digo.

– Si hubiera visto lo que yo he visto o si usted tuviera hijos, entonces sabría lo irresponsables e imprevisibles que son.

Su voz se convierte en un gruñido sólo con pensar en todos los disgustos y preocupaciones que sus propios hijos le han dado.

– Y en este caso, naturalmente, sólo se trata de un maldito groenlandés -le digo.

De repente, el teléfono se queda mudo. Es un hombre que, incluso tras un largo día de trabajo, sigue teniendo suficientes reservas como para poner el termostato en congelación rápida.

– Ahora le voy a decir una cosa, señora mía. Nunca hacemos distinciones. Aunque sea un pigmeo el que se haya caído, aunque sea un asesino, además de un violador, con siete muertes pesando sobre su conciencia, llegamos hasta el final. Hasta el final. ¿Lo ha entendido? Yo mismo he recogido el informe forense. No hay ningún indicio que pueda hacernos sospechar que se trate de algo más que de un simple accidente. Trágico, pero, al fin y al cabo, tenemos ciento setenta y cinco casos como éste al año.

– Tengo pensado quejarme.

– Me parece una buena idea. Debería hacerlo.

Entonces colgamos. En realidad no he pensado en presentar una queja. Pero de algún modo también ha sido un día muy duro para mí.

Ya sé que la policía tiene mucho trabajo. Lo entiendo perfectamente. He entendido todo lo que me ha dicho.

Todo salvo una cosa. Cuando fui interrogada anteayer contesté a bastantes preguntas. A algunas no respondí. Una de ellas fue la relacionada a mi «estado civil».

– A usted eso no le importa -le dije al agente-. Salvo en el caso de que esté interesado en una cita conmigo.

Por lo tanto, la policía no debería saber nada sobre mi vida privada. Me pregunto cómo supo la Uña que yo no tengo hijos. Es una pregunta cuya respuesta no conozco.

Sólo se trata de una pregunta insignificante. Pero alrededor de una mujer soltera e indefensa, el mundo se dedica con ahínco a investigar por qué, cuando ésta es de mi edad, no tiene un marido y un par de encantadoras criaturas. Con el tiempo, una va desarrollando una cierta alergia hacia la pregunta.

Voy a por un par de folios blancos y un sobre y me siento a la mesa del comedor. En el encabezamiento escribo: «Copenhague, a 19 de diciembre de 1993. Al fiscal. Mi nombre es Smila Jaspersen y, por la presente, deseo presentar una queja».

6

Parece tener unos cuarenta y tantos, pero tiene veinte años más. Lleva ropa deportiva de color negro, zapatos de golf claveteados, una gorra de béisbol americano y guantes sin dedos. De un bolsillo del pecho saca una pequeña botella de jarabe que vacía en un movimiento acostumbrado, apenas perceptible y extremadamente discreto. Es propranolol, un betabloqueante que disminuye las pulsaciones del corazón. Abre una de sus manos y la mira. Es grande, blanca y cuidada, y totalmente tranquila. Escoge un palo del número uno, un driver, taylormade, con una cabeza de palosanto pulida en forma de campana. Lo acerca a la pelota y después lo levanta. Cuando, finalmente, golpea, tiene toda su fuerza, todos sus ochenta y cinco kilos concentrados en un único punto del tamaño de un sello, y la pequeña pelota amarilla parece diluirse y desaparecer. Vuelve a aparecer al aterrizar sobre el green, al borde del jardín, donde, obediente, se posa cerca de la banderilla.

– Pelotas Cayman -dice-. De McGregor. Antes solía tener problemas con los vecinos. Estas, en cambio, sólo hacen la mitad de recorrido.

Es mi padre. Esta exhibición ha sido en mi honor, y me resulta fácil desenmascararla, descubriendo su verdadero significado: la súplica de un niño pequeño que ruega le sea concedido un poco de amor. Algo que no pienso, ni por un segundo, hacer.

Desde la perspectiva de mi situación, la población entera de Dinamarca es de clase media. Los verdaderamente pobres y los verdaderamente ricos son tan pocos que pueden considerarse exóticos.

Tengo la gran suerte de conocer un número considerable de pobres, ya que una gran mayoría de ellos son groenlandeses.

Al grupo reducido de los realmente ricos, pertenece mi padre.

Es propietario de un Swan de veinte metros de eslora en el puerto de Rungsted, con una tripulación fija de tres personas. Posee su propia islita en la entrada del fiordo de Ise, a la que puede retirarse siempre que quiera y donde tiene su casa auténticamente noruega, hecha de gruesos troncos de madera. A los posibles turistas indeseados, siempre les puede decir que desaparezcan, ahora ya, inmediatamente. Es uno de los pocos daneses que posee un Bugatti, además de un empleado que lo pule y calienta la grasa sólida de los rodamientos con un mechero Bunsen las dos veces al año que se presenta a la carrera de coches antiguos, organizada por el Club Bugatti. El resto del tiempo, se conforma con poner en el tocadiscos, de vez en cuando, el disco editado por el club, en el que puede escuchar cómo arrancan con manivela uno de esos maravillosos automóviles, cómo lo acarician y le dan gas.

También tiene esta casa, blanca como la nieve y adornada con conchas de cemento revocadas en blanco, con tejado de pizarra natural y una escalera de caracol que llega hasta la entrada. Con rosales en el jardín delantero, que cae abruptamente hacia el Strandboulevard, y un jardín trasero, tan grande que ha podido instalar un campo de entrenamiento de nueve hoyos, lo que resulta un poco justito, aunque aceptable, gracias a las nuevas pelotas.

Ha amasado su fortuna poniendo inyecciones.

Nunca ha sido un hombre que dejara correr información sobre sí mismo. Pero aquel que esté interesado puede consultar el Libro Azul y verá que fue jefe médico a los treinta años, que se le concedió la primera cátedra en anestesiología creada en Dinamarca y que, cinco años más tarde, abandonó los hospitales con el fin de consagrarse, como suelen decir en este tipo de publicaciones, a su propia clientela. Más tarde, empezó a viajar con su fama. No de cualquier manera, sino en jets privados. Ha puesto inyecciones a los grandes. Él fue quien se hizo cargo de la anestesia durante las operaciones precursoras del trasplante de corazón en Sudáfrica. Estuvo con la delegación americana en la Unión Soviética cuando murió Bréznev. He oído decir que fue mi padre quien, haciendo juegos malabares con sus largas cánulas, postergó su muerte durante las últimas semanas.

Parece un estibador y cuida con discreción tal apariencia, dejándose crecer la barba de vez en cuando. Una barba que ahora es gris pero que, en su día, fue de un negro azulado que exigía todavía dos afeitados diarios con navaja para que resultara saludable.

Sus manos tienen una seguridad absoluta. Con ellas puede atravesar el costado con una cánula de ciento cincuenta milímetros, llegar hasta el retoperitoneo a través de los profundos músculos dorsales y alcanzar la aorta. Entonces, mediante unos suaves golpecitos en la gran arteria, es capaz de asegurarse de que ha llegado a su destino y acto seguido rodearla, para depositar una cantidad de lidocaína a lo largo del gran plexo nervioso. El sistema nervioso central controla el tono de las arterias. Tiene la teoría de que es posible, mediante este bloque, remediar la insuficiencia circulatoria en las piernas de los ricos obesos.

Mientras pone la inyección está tan concentrado como pueda estarlo un hombre. No piensa en otra cosa, ni tan siquiera en la factura de diez mil coronas que su secretaria está extendiendo y que vence antes del 1 de enero y feliz Navidad y próspero Año Nuevo y el siguiente, por favor.

Durante los últimos veinticinco años ha estado entre los doscientos jugadores de golf que luchan por conseguir las últimas cincuenta eurocards. Convive con una bailarina de ballet clásico que tiene trece años menos que yo y que no hace otra cosa que mirarlo, como si sólo viviera para que él se decidiera, por fin, a arrancarle el tutú y las zapatillas de ballet.

Evidentemente, mi padre es un hombre que posee todo aquello que se puede palpar en este mundo. Y, de hecho, es lo que se esfuerza en mostrarme aquí, en su campo de golf. Que tiene todo lo que el corazón pueda desear. Ni siquiera el betabloqueante que ha tomado durante los últimos diez años para conseguir un pulso perfecto le ha producido apenas efectos secundarios.

Paseamos alrededor de la casa por los senderos de gravilla rastrillados, cuyos márgenes repasa el jardinero Soerensen con unas tijeras de peluquero durante los meses de verano, con lo que eso significa de riesgo de cortarte los pies descalzos si no pones cuidado. Llevo una piel de foca sobre un traje de lana bordada con cremallera. Desde lejos parecemos padre e hija, llenos de vitalidad y fuerza. Ya, de cerca, venimos a ser una tragedia banal entre dos generaciones.


El salón tiene el suelo de roble de pantano y marcos de acero inoxidable alrededor de una pared de cristal que da al baño de los pájaros, a los rosales y a la pendiente social que cae hacia el Strandboulevard. Benja está de pie al lado de la chimenea, enfundada en un maillot y gruesos calcetines de lana, estirando los músculos de los pies e ignorándome. Está pálida y bonita y parece una niña traviesa; como una sílfide convertida en una bailarina de strip-tease.

– Brentan -digo.

– ¿Perdona?

Pronuncia cada sílaba, tal como ha aprendido en la escuela del Teatro Real.

– Para los pies, querida. Brentan, contra los hongos que aparecen entre los dedos de los pies. Ahora lo puedes comprar sin receta.

– No son hongos -dice fríamente-. Me parece que no se cogen a mi edad, sino más bien a la tuya.

– También los cogen los menores, querida. Sobre todo la gente que entrena mucho. Y se extienden fácilmente hasta la entrepierna.

Recula gruñendo hasta los aposentos contiguos. Está llena de fuerza bruta pero ha tenido una infancia segura y una carrera meteórica. Todavía no ha experimentado la adversidad que es necesaria para poder desarrollar una psique capaz de recuperarse siempre.

La señora González dispone el té sobre la mesa de centro, un tablero de cristal de setenta milímetros de grosor que descansa sobre un bloque de mármol liso.

– Ha pasado mucho tiempo, Smila.

Me habla un poco sobre sus nuevos cuadros, sobre las memorias que está escribiendo y sobre las piezas que está ensayando en el piano. Intenta evadirse. Preparándose para el impacto del golpe que recibirá cuando yo haya soltado el propósito de mi visita, que nada tiene que ver con él. Se siente agradecido porque dejo que hable. Pero, en realidad, ninguno de los dos nos hacemos ilusiones.

– Háblame de Johannes Loyen -le digo.


Mi padre tenía treinta y pocos años cuando llegó a Groenlandia y conoció a mi madre.

El esquimal polar Aisivak le contó a Knud Rasmussen que, en el comienzo, el mundo sólo estaba habitado por dos hombres, los dos grandes hechiceros. Como ambos deseaban multiplicarse, uno de ellos transformó su cuerpo de tal manera que pudiera dar a luz; y, más tarde, tuvieron muchos hijos.

En los años sesenta del siglo pasado, el catequista groenlandés Hanseeraq registró en el diario de la Hermandad, Diarium FriedrichstaL varios casos de mujeres que cazaban como hombres. Hay ejemplos de ello en la compilación de leyendas de Rink y en Las Noticias de Groenlandia. Supongo que nunca ha sido corriente, pero se han dado algunos casos. Por un superávit de mujeres, de muertos y de miseria; por el reconocimiento natural en Groenlandia de que cada uno de los dos sexos encierra en sí la posibilidad del contrario.

Por regla general, las mujeres han tenido que vestirse como hombres, han tenido que renunciar a su vida en familia. La comunidad ha soportado un cambio de sexo pero, sin embargo, ha sido incapaz de asumir una situación transitoria y cambiante.

El caso de mi madre fue distinto. Ella crió y parió a sus hijos; murmuró sobre sus amigas y limpió pieles. Pero también cazó, navegó en piragua y trajo la carne a casa como un hombre.

Cuando tenía doce años, acompañó a su padre a los hielos en el mes de abril y allí él disparó contra un nuttoq, una foca que tomaba el sol en el hielo. Sin embargo, falló su disparo. Para otros hombres hubiera sido fácil buscar varios motivos que explicaran el error, pero para mi abuelo sólo había uno: que algo irreparable estaba ocurriendo. Se trataba de la lenta calcificación del nervio óptico. Un año más tarde estaba totalmente ciego.

Aquel día de abril, mi madre se quedó allí pensando mientras su padre fue a inspeccionar un sedal. Estuvo rumiando las diferentes posibilidades existentes con respecto al futuro. Como, por ejemplo, aquella ayuda social, que en Groenlandia, todavía hoy en día, está por debajo del nivel de subsistencia y que entonces era una especie de burla no intencionada. También estaba la posibilidad de morir de hambre, algo que, por otro lado, no era un hecho excepcional, o la de una vida arrimada a parientes que tampoco eran capaces de sostenerse a sí mismos.

Cuando la foca volvió a salir del agua, disparó y dio en el blanco.

Hasta ese momento, ella había pescado cotos espinosos e hipoglosos y había cazado algunas perdices blancas. A partir de esa primera foca, se convirtió en una cazadora.

Creo que muy raras veces se apartó de su nueva identidad para observarse a sí misma desde fuera. Recuerdo una ocasión en que nos encontrábamos en un campamento de verano en Atikerluk, una montaña que en verano era invadida por los «reyes marinos», por tantos pájaros negros con el pecho blanco que sólo aquel que los ha visto puede hacerse una idea de su cantidad. Supera lo mensurable.

Habíamos llegado del norte, donde habíamos cazado narvales desde pequeñas balandras impulsadas por motores diésel. Un día cazamos ocho piezas. En parte, porque el hielo los había encerrado en un área limitada. En parte, porque los tres barcos perdieron el contacto entre sí. Ocho narvales representaban demasiada carne, incluso si se destina a comida para perros. Demasiada carne.

Una de las ballenas era una hembra preñada. El pezón se encuentra justo encima de la abertura genital. Cuando mi madre, de un sólo tajo, abrió la cavidad abdominal para sacar las vísceras, una cría de un metro y medio, blanca como los ángeles y totalmente desarrollada, se deslizó desde las entrañas de su madre hasta caer sobre el hielo.

Durante cerca de cuatro horas, los cazadores permanecieron casi mudos, observando el sol de medianoche que en esta estación del año hace que la luz sea interminable, mientras comían mattak, piel de ballena. Yo no fui capaz de llevarme nada a la boca.

Una semana más tarde nos encontrábamos en la montaña de las aves y, desde hacía un día, no habíamos comido nada. La técnica consiste en desaparecer en el paisaje, esperar y cazar las grandes aves con una red. En mi segundo intento, cacé tres.

Eran hembras que volvían al nido donde estaban sus crías. Suelen empollar en las laderas abruptas, donde los polluelos hacen un ruido infernal. Las madres guardan los gusanos que encuentran en una especie de bolsa en el pico. Los matas apretándoles el corazón. Yo tenía tres pájaros.

Hubo tantas situaciones como ésta antes, tantos pájaros muertos, asados en barro y comidos; tantos, que ni siquiera puedo recordarlos todos. Y a pesar de ello, súbitamente, sus ojos me parecieron túneles al fondo de los cuales sus crías esperaban. Los ojos de estas crías eran túneles también, al final de los cuales se encontraba la cría del narval cuya mirada me transportaba hacia dentro y me hacía desaparecer en la nada. Lentamente le di la vuelta a la raqueta y, con una corta explosión de ruido, las aves se elevaron en el aire.

Mi madre está sentada a mi lado, en silencio. Y me mira como si hubiera algo en mí que viera por primera vez.

No sé qué me detuvo. La compasión no es una virtud en el ártico, más bien es considerada como una especie de insensibilidad, una falta de sentimiento por los animales, por el medio ambiente, por las circunstancias y el carácter apremiante de la necesidad.

– Smila -me dice-, te he llevado en amaat.

Estamos en el mes de mayo y su piel es de un tono oscuro y un resplandor profundo, como una docena de capas de barniz. Lleva pendientes dorados y una cadena con dos cruces y un áncora. Ha recogido su pelo en un moño en la nuca y es grande y hermosa. Incluso ahora, cuando pienso en ella, sigue siendo la mujer más bella que he visto en mi vida.

Debo de tener unos cinco años. No sé exactamente lo que pretende decirme con estas palabras, pero es la primera vez que entiendo que somos del mismo sexo.

– Sin embargo -dice-, soy fuerte como un hombre.

Lleva una camisa de algodón a cuadros rojos y negros. Se sube una de las mangas y me muestra su antebrazo, que es ancho y recio como una pagaya. Entonces se desabrocha lentamente la camisa. Ven, Smila, me dice quedamente. Nunca me besa y pocas veces me toca. Pero en momentos de gran intimidad deja que beba su leche, que sigue estando allí, detrás de la piel, de la misma manera que lo está la sangre. Abre sus piernas para que yo pueda sentarme entre ellas. Como los demás cazadores, lleva pantalones de piel de oso que sólo se curten de una manera superficial. Le encanta la ceniza, a veces se la come directamente de la hoguera y se unta con ella bajo los ojos. Me introduzco en este aroma de carbón quemado y piel de oso hasta llegar a sus pechos, de un blanco resplandeciente con una gran aureola rosa pálido. Allí bebo immuk, la leche de mi madre.

Posteriormente, intentó explicarme una vez cómo, en un solo mes, podían llegar a reunirse más de tres mil narvales en un mismo estrecho en plena ebullición de vida. Al mes siguiente, acaban cercados por el hielo y mueren de frío. Cómo, en los meses de mayo y junio, hay tantos reyes marinos que tiñen las rocas de negro. Y cómo, un mes después, han muerto de hambre medio millón de aves. A su manera, quiso darme a entender que, tras la vida de los animales árticos, siempre ha estado latente la fluctuación extrema de las poblaciones. Y que, en estos movimientos, lo que nosotros tomamos, supone menos que nada.

La entendí, entendí cada una de sus palabras. Entonces y después. Pero no cambió nada. Al año siguiente, el año anterior al que ella desapareció, empecé a sentir náuseas cada vez que pescaba. Tenía entonces cerca de seis años. No era lo suficientemente mayor como para preguntarme por qué. Pero era suficientemente mayor como para entender que se trataba de una especie de distanciamiento de la naturaleza. Que una parte de ella había dejado de estar a mi alcance de la manera natural en que lo había estado antes. Quizá fue entonces cuando empecé a sentir deseos de entender el hielo. Querer entender es intentar reconquistar algo que hemos perdido.


– El profesor Loyen…

Pronuncia el nombre armado con el interés y el respeto con el que un brontosaurio siempre ha considerado a otro de su especie.

– Un hombre muy competente.

Desliza la blanca palma de su mano derecha por su mejilla y mentón. Se trata de un movimiento harto estudiado que produce un sonido semejante a cuando se escofina una madera que el mar ha arrojado en la playa.

– Es el creador del Instituto de Medicina Artica.

– ¿Cuál es su interés por la patología? Se ha dejado nombrar médico forense para Groenlandia.

– En principio era patólogo. Pero, de todas formas, no deja escapar nada que le reporte algunos méritos. Debe de creer que esto le promocionará en la profesión.

– ¿Qué le mueve?

Ahora se hace una pausa. Mi padre se ha movido prácticamente toda su vida con la cabeza debajo del brazo. En su vejez, en cambio, parece muy interesado por los móviles de la gente.

– En mi generación, hay tres tipos de médicos. Están aquellos que se quedan en médicos adjuntos o acaban teniendo su consulta privada. Hay gente excelente entre ellos. Luego están aquellos que consiguen acabar su tesis doctoral, lo cual constituye la condición arbitraria, ridícula y deficiente para poder impulsarse hacia arriba en el sistema. Éstos suelen acabar de jefes de servicio. Son pequeños monarcas en las pequeñas comunidades locales de la medicina. Finalmente está el tercer tipo. Esos somos nosotros, los que hemos subido e incluso superado el techo.

Lo dice sin rastro de ironía. Mi padre sería muy capaz de declarar, con toda la seriedad del mundo, que uno de sus problemas es justamente que su autoestima no es ni la mitad de grande de lo que debería ser en relación con lo que verdaderamente se merece.

– Esas últimas brazadas exigen una fuerza especial. Un deseo vehemente, una ambición. Por el dinero. O por el poder. O, quizá, por el conocimiento. En la historia de la medicina, esa aspiración siempre ha estado simbolizada por el fuego. La llama perpetua del alquimista bajo la retorta.

Fija su mirada en algún punto invisible delante de él, como si tuviera la cánula en la mano, como si ésta estuviera a punto de llegar a su destino.

– Loyen -añade- sólo ha deseado una cosa desde sus tiempos de estudiante. Comparado con ella, todas las demás cosas son insignificantes. Siempre ha deseado que se reconociera que era el más brillante dentro de su campo. No sólo el más brillante de Dinamarca, entre sus colegas provincianos, sino el más brillante en el universo entero. Su ambición profesional es el fuego perpetuo que alumbra su interior. Y no se trata de una llama de gas, no. Es una hoguera de San Juan.


No sé cómo se conocieron mis padres. Sé que él llegó a Groenlandia porque este país tan hospitalario siempre ha sido un importante campo de operaciones para los experimentos científicos. Mi padre estaba desarrollando una nueva técnica para el tratamiento de la neuralgia del trigémino, inflamación del nervio sensitivo de la cara. Anteriormente, había conseguido aliviarla matando el nervio con inyecciones de alcohol, lo que conllevaba una parálisis parcial del rostro y una pérdida de sensibilidad en un lado de la musculatura bucal, el llamado «labio descolgado», que incluso puede darse en las mejores y más ricas familias, motivo que llevó a mi padre a interesarse por su curación. En el norte de Groenlandia abundaban los casos de esta enfermedad. Había ido a Groenlandia con el fin de tratarla con su nueva técnica, una desnaturalización térmica parcial del nervio sensitivo.

Hay fotografías suyas. Embutido en sus botas Kastinger y su traje térmico de plumón, con un pico para el hielo y gafas de sol, delante de la casa que pusieron a su disposición. Con una mano apoyada en el hombro de cada uno de los dos hombres pequeños de piel oscura que le hicieron de intérpretes.

Para él, el norte de Groenlandia era realmente la Tule postrera. Ni por un segundo había imaginado que se quedaría más del mes necesario en aquel desierto de hielo azotado por el viento, donde, para más inri, era imposible encontrar un campo de golf.

Una puede hacerse una somera idea de la energía incandescente que surgió entre él y mi madre considerando que permaneció allí tres años. Intentó que ella se mudara a la base, pero ella lo rechazó, negándose en redondo. Como para todos los que han nacido en el norte de Groenlandia, para mi madre cualquier asomo de encierro era insoportable. Entonces él la siguió a ella hasta las barracas de madera contrachapada y ondulada construidas cuando los americanos desterraron a los esquimales de la zona en la que hoy se encuentra la base. Sigo preguntándome, todavía hoy, cómo fue capaz de soportarlo. Naturalmente la respuesta es que mientras ella viviera, él habría dejado sus palos de golf atrás para seguirla, aunque fuera para ir directamente al negro y chamuscado infierno central.

«Tuvieron», se dice de la gente que tiene hijos. En este caso, no sería correcto utilizar esta expresión. Yo diría que mi madre nos tuvo a mi hermano pequeño y a mí. Fuera de este cuadro, presente pero sin poder llegar a formar enteramente parte de él, peligroso como un oso, atrapado en un país que odiaba, por un amor que no entendía pero del que, sin embargo, estaba preso y sobre el que no parecía poder influir lo más mínimo, se encontraba mi padre, el hombre de las cánulas y las manos seguras, el jugador de golf, Moritz Jaspersen.

Se fue cuando yo tenía tres años. O mejor dicho, lo expulsó de allí su propio ser. En lo más profundo de cualquier enamoramiento ciego e insensato crece el odio hacia el amado, que posee la única llave existente de la felicidad propia. Como ya he mencionado antes, yo sólo tenía tres años, pero todavía me acuerdo de la manera en que se marchó. Se fue en un estado de rabia efervescente, contenida, furiosa y maldita. Como forma de energía, sólo fue superada por la añoranza que lo arrojó de nuevo al lado de mi madre. Estaba enganchado a mi madre con una goma que era invisible para el resto del mundo, pero que poseía el efecto y la realidad física de una correa de transmisión.

Mientras estuvo en Groenlandia no trató mucho con nosotros, sus hijos. De mis primeros seis años de vida, lo único que recuerdo de él son sus huellas. El aroma del tabaco Latakia que fumaba. El autoclave en el que esterilizaba sus instrumentos. El interés que despertaba cuando, a veces, se calzaba sus zapatos claveteados de golf y salía a golpear todo un cubo de pelotas de golf por el hielo virgen. Y, finalmente, la atmósfera que traía consigo, que era, en definitiva, la suma de los sentimientos que abrigaba por mi madre. Un calor tan tranquilizador como el que podía esperarse encontrar en un reactor nuclear.

¿Cuál era el papel de mi madre en todo ello? No tengo la menor idea y nunca llegaré a saberlo. Los que entienden de estos temas dicen que para que una relación de amor realmente naufrague y se rompa en mil pedazos, las dos partes implicadas deben haberse ayudado mutuamente desde el comienzo. Es posible. Como todos los seres humanos, desde que tenía siete años, he pintado falsamente mi infancia de un color de rosa subido, y supongo que parte del tinte también ha acabado por salpicar a mi madre. Pero, de todos modos, fue ella quien se quedó donde estaba, calando redes y trenzando mis cabellos. Ella estuvo allí, grande y presente, mientras Moritz, con sus palos de golf, su barba de tres días y sus cánulas, pendulaba entre los dos polos extremos de su amor; la fusión total y el abismo de todo el Atlántico Norte entre él y su amada.


Quien cae al agua en Groenlandia nunca vuelve a subir a la superficie. El mar tiene una temperatura inferior incluso a los 4 °C bajo cero y, a esa temperatura, todos los procesos de descomposición se detienen. Ésta es la razón por la que no se produce la fermentación del contenido del estómago, mientras que los mares de Dinamarca ofrecen a los suicidas un impulso ascensional renovado que los transporta hasta las costas.

Aun así, encontraron los restos de su piragua y de ellos dedujeron que había sido una morsa. Las morsas son imprevisibles. Pueden ser muy impresionables y espantadizas. Pero si llegan al sur en un otoño con poco pescado en las aguas, se convierten en uno de los más rápidos y concienzudos asesinos del gran mar. Con sus dos colmillos, son capaces de romper la escora de cemento de una embarcación. Una vez vi cómo unos cazadores acercaban un abadejo a una morsa que habían cazado viva. Sus labios se juntaron en un beso rosado que succionó la carne directamente de los huesos del pez.

– Sería maravilloso que vinieras a pasar la Nochebuena con nosotros, Smila.

– La Navidad no significa nada para mí.

– ¿Te parece bonito que tu padre se quede solo?

Éste es uno de los aspectos más fatigosos de Moritz y que ha llegado a desarrollar con los años: la mezcla de perfidia y sentimentalismo.

– ¿Y si intentaras ir al Hogar de Hombres?

Me he levantado de la silla y él viene ahora hacia mí.

– No tienes corazón, Smila. Y ésa es la razón por la que nunca has podido retener a un hombre.

Está todo lo cerca del llanto que puede permitirse.

– Papá -le digo-. Escríbeme una receta.

Cambia de estado de ánimo inmediatamente, tal como solía hacerlo con mi madre: de sentirse ofendido a estar solícito.

– ¿Estás enferma, Smila?

– Mucho. Pero con este trozo de papel podrás salvarme la vida y mantener tu juramento médico. Que sea de cinco cifras.

Se resiste, al fin y al cabo se trata de la sangre de su sangre que está cercando sus órganos vitales, la cartera y el talonario.

Me pongo mi abrigo de piel. Benja no sale a despedirse. En la puerta, me tiende el cheque. Sabe que este conducto es su única línea de comunicación con mi vida. Pero también éste teme perderlo.

– ¿No quieres que Fernando te lleve a casa en coche?

Entonces, súbitamente, le viene algo a la mente.

– Smila -grita-, ¿no estarás pensando en marcharte?

Entre los dos sólo hay un trozo de césped cubierto por la nieve. Podía haber sido el Indlandsis.

– Hay algo que perturba mi conciencia -le digo-. Me va a costar dinero subsanarlo.

– Entonces -replica, más para sus adentros-, me temo que este cheque no va a ser suficiente.

De ese modo él es quien dice la última palabra. Es imposible ganarle siempre.

7

Quizá sea una casualidad o quizá no lo sea, pero llego a una hora en la que los obreros están almorzando y, gracias a ello, el tejado está abandonado.

El sol brilla y ofrece una ligera sensación de calor. El cielo está azul, las gaviotas sobrevuelan los tejados, podemos ver hasta los astilleros de Limhama, en Suecia, y no hay ni rastro de la nieve que ha motivado que nos encontremos aquí. El señor Ravn, asesor del fiscal, y yo.

Es bajito, no más alto que yo, pero lleva un enorme abrigo gris, con hombreras tan grandes que le hacen parecer uno de esos niños de diez años que actúan en un musical ambientado en los tiempos de la ley seca. De rostro oscuro, está consumido como la lava de un volcán apagado y es tan delgado que la piel se ha estirado sobre el cráneo como la de una momia. Pero sus ojos parecen despiertos y atentos.

– Pensé que estaría bien pasar por aquí y echar un vistazo -dice.

– Es demasiado amable. ¿Siempre echa un vistazo cuando hay alguna queja?

– Excepcionalmente. Por regla general, los casos son trasladados a la comisión local. Digamos que se debe al carácter del asunto y a su escrito de queja tan sugestivo.

Yo no digo nada. Dejo que el silencio actúe sobre el asesor. Parece no tener ningún efecto visible. Sus ojos de color arena reposan sobre mí sin vacilar y sin embarazo. Creo que es capaz de permanecer así el tiempo que haga falta. Sólo eso lo convierte en un hombre singular.

– He hablado con el profesor Loyen. Me ha contado que estuvo usted allí. Que cree que el niño padecía vértigo.

Su lugar en este mundo hace imposible que yo pueda confiarme a él. Sin embargo, siento una necesidad imperante por soltar algo que no deja de atormentarme.

– Vi algo en las huellas dejadas en la nieve.

Muy pocas personas son capaces de escuchar. Porque siempre están ocupadas, sus prisas les sacan de la conversación, o están intentando mejorar la situación en su interior o se han puesto a pensar en cómo entrar cuando, finalmente, yo me haya callado y les toque a ellas salir a escena.

Sin embargo, el hombre que está ante mí es diferente. Cuando hablo, escucha sin distraerse lo que le digo y solamente eso.

– He leído el informe y he visto las fotos…

– Es otra cosa. Una cosa distinta y más importante.

Estamos llegando a lo que debo decir pero que no sé cómo explicarlo.

– Había marcas de aceleración. Cuando se salta en la nieve o sobre el hielo se produce una pronación en la articulación del pie. Como al andar sobre la arena.

Intento mostrarle el movimiento ligeramente rotativo hacia fuera con la muñeca.

– Si el movimiento es demasiado brusco, no lo suficientemente calculado, surgirá un pequeño deslizamiento hacia atrás.

– Como cuando cualquier niño juega…

– Cuando se está acostumbrado a jugar en la nieve, no se dejan este tipo de huellas porque el movimiento resulta poco económico, como cuando se distribuye mal el peso subiendo una cuesta sobre esquís de fondo.

Yo misma me doy cuenta de lo extraño que debe de sonarle. De hecho espero un comentario sarcástico por su parte. Pero no llega.

Echa un vistazo sobre los tejados. No tiene tics, ni tampoco movimientos reflejos con su sombrero, al encender su pipa, o al cambiar el peso de una pierna a otra. Tampoco tiene ninguna libreta que sacarse del bolsillo. Simplemente es un hombre pequeño que escucha con atención y piensa a fondo las cosas que le digo.

– Interesante -dice finalmente-. Pero también algo… etéreo. Sería muy complicado presentárselo a personas no entendidas en la materia. Difícil tomarlo como punto de partida.

Tiene razón. Leer la nieve es como escuchar música. Describir lo que se ha leído es como explicar la música por escrito.


La primera vez que ocurre, es como si descubrieras que estás despierto mientras los demás duermen. Partes iguales de soledad y de omnipotencia. Nos encontramos en el camino que va de Qinnissut hasta el fondo del ensanche del fiordo de Inglefield. Estamos en invierno, el viento sopla con fuerza y hace un frío aterrador. Cuando las mujeres tienen que orinar, se ven obligadas a encender un infiernillo para poder quitarse los pantalones sin correr el riesgo de sufrir congelaciones inmediatas.

Durante algún tiempo hemos notado que la niebla está en camino pero, cuando finalmente llega, lo hace de golpe, como una ceguera colectiva. Incluso los perros se acobardan. Para mí, no obstante, la niebla no existe en realidad. Impera una euforia salvaje y luminosa porque conozco con absoluta seguridad el camino que debemos tomar.

Mi madre me escucha y los demás la escuchan a ella. Me sentaron en el primer trineo y recuerdo que sentía que nos deslizábamos por un fino hilo de plata tensado entre mí y la casa de Qaanaaq. En el minuto que precedió al repentino aparecer de la fachada en la noche, supe que estábamos llegando.

Tal vez no fuera la primera vez. Pero así es como lo recuerdo. Quizás estemos equivocados cuando recordamos las incursiones en nuestro propio yo como algo que tiene lugar en instantes aislados y excepcionales. Tal vez el enamoramiento, la conciencia penetrante de que algún día moriremos, el amor por la nieve, no sean repentinos sino que están siempre presentes. Tal vez nunca desaparezcan del todo.

Hay otra imagen de la niebla, posiblemente de ese mismo verano. Nunca he navegado mucho. No conozco las condiciones del fondo marino. Es una incógnita para mí que me hayan llevado ellos. Pero en todo momento sé dónde estamos con respecto a la tierra firme.

Desde entonces, los acompaño prácticamente siempre.

En el Coldwater Laboratory del ejército americano en Pylot tenían un equipo encargado de investigar el fenómeno del sentido de la orientación. Allí vi libros gordos y listados larguísimos de los artículos sobre unos vientos de dirección constante que soplan sobre la tierra y provocan en los cristales de hielo un ángulo específico de inclinación mediante el cual, incluso en tiempo nebuloso, es posible detectar los cuatro puntos cardinales. Cómo otra brisa, apenas apreciable, que se mueve a una altitud superior, ofrece, en medio de la niebla, una frescura en un lado de la cara. Cómo la conciencia subliminal registra incluso la luz que, en condiciones normales, es inapreciable. Existe una teoría que sostiene que el cerebro humano en las zonas árticas es capaz de registrar la fuerte turbulencia electromagnética del Polo Norte magnético, que se encuentra cerca de Bucha Felix.

Ponencias orales sobre la experiencia musical.

Mi único hermano espiritual es Newton. Me conmovió mucho cuando, en la universidad, nos presentaron el pasaje del primer libro de sus Principia Mathemathica en el que Newton inclina un cubo con agua y utiliza la superficie del líquido para demostrar que, dentro y alrededor de la Tierra rotatoria y el Sol giratorio, y las bailantes estrellas fijas que hacen imposible hallar un punto fijo de partida, un sistema inicial o un punto de referencia en la vida, está el absolute space, el espacio absoluto, aquello que permanece inmóvil, aquello a lo que podemos agarrarnos.

Hubiera besado a Newton. Más tarde, me desesperaría por la crítica que Ernst Mach hizo del experimento del cubo, crítica que sentó las bases de los trabajos de Einstein. Entonces era más joven e impresionable. Hoy sé que todo lo que hicieron fue demostrar que la argumentación de Newton era deficiente. Cualquier explicación teórica constituye una reducción de la intuición. Nadie ha podido influir sobre la certidumbre, mía y de Newton, del espacio absoluto. No hay nadie capaz de llegar a Qaanaaq con las narices metidas en los escritos de Einstein.


– ¿Qué se imagina usted que ocurrió?

No hay nadie que te deje tan indefenso como aquel que parece favorablemente dispuesto a escuchar.

– No lo sé -digo.

Está muy cerca de ser la verdad.

– ¿Qué quiere que hagamos?

Aquí, a la luz del día, cuando la nieve se ha derretido y la vida sigue por el puente de Knippel y una persona me está hablando, mis objeciones parecen, repentinamente, transparentes. No encuentro la manera de contestarle.

– Repasaré -me dice- el caso de nuevo, desde el primero al último detalle, enfocándolo a partir de lo que usted me ha contado.

Bajamos y es un doble descenso. Allí abajo me aguarda la depresión.

– Tengo el coche aparcado en la esquina -dice.

Y entonces es cuando comete su gran equivocación.

– Le sugiero que, mientras repasemos de nuevo el asunto, retire su queja para que podamos trabajar con tranquilidad. Y por la misma razón, en caso de que los periódicos se pusieran en contacto con usted, debería, pienso, negarse a comentar el asunto con ellos. Y, por lo tanto, dejar de mencionar lo que me ha contado a mí. Remítales a la policía, dígales que siguen trabajando en el caso.

Noto que me ruborizo. Pero no se debe a la timidez. Es la rabia la que se apodera de mí.

No soy perfecta. Prefiero la nieve y el hielo al amor. Me es más fácil interesarme por las matemáticas que amar a mis semejantes. Pero dispongo de un anclaje que me sujeta a la vida, algo que es inamovible. Puede llamársele sentido de la orientación, intuición femenina, o lo que a uno se le antoje. Yo reposo sobre un fundamento y no puedo caer más bajo. Puede ser que no haya sido capaz de ordenar mi vida de la manera más astuta y eficaz del mundo. Sin embargo, siempre me he agarrado, al menos con un dedo, al espacio absoluto.

Por ello, existen unos límites que, por mucho que el mundo dé tumbos, por mucho que se tuerzan las cosas, permiten que me percate antes de que sea demasiado tarde. Ahora sé, sin sombra de duda, que algo va mal.


No tengo permiso de conducir. Y, cuando llevas ropa bonita, hay demasiados parámetros que debes controlar si quieres ir en bici. Controlar el tráfico, mantener la dignidad y sostener con una mano un sombrerito de caza de la boutique Vagn, en Oestergade, sobre la cabeza. Así que casi siempre acabo yendo a pie o tomando el autobús.

Hoy prefiero caminar. Es martes, 21 de diciembre, hace frío y el cielo está despejado. Voy paseando primero hasta la Biblioteca del Instituto Geológico en Oester Voldgade.

Una frase que aprecio mucho es aquel axioma de Dedekind sobre la comprensión lineal. Éste propone, más o menos, que en cualquier punto de una serie de números es posible, dentro de cualquier intervalo, por pequeño que éste sea, encontrar la infinitud. Al buscar en el ordenador de la biblioteca bajo el epígrafe «Sociedad Criolita Danmark», encuentro material suficiente como para poder dedicar un año entero a la lectura.

Me decido por El Oro Blanco. Acaba siendo un libro con destellos. Los trabajadores de la cantera de criolita tienen destellos en los ojos; los patrones que ganan dinero tienen destellos en los ojos; el personal de limpieza groenlandés tiene destellos en los ojos; y los fiordos groenlandeses están llenos de reverberos solares.

Después voy paseando por delante de la estación de Oesterport y por el Strandboulevard. Hasta llegar al número 72 B, donde la Sociedad Criolita Danmark, al lado de la competencia, la Sociedad Criolita Oeresund, tenía quinientos empleados, dos edificios de laboratorios, una nave para la criolita en bruto y una nave para el refino, una cantina y algunos talleres. Ya no quedan más que los raíles del tren, la estación vacía tras el derribo, algunos tinglados y cobertizos y una gran casa roja de ladrillos. Por lo que he leído, sé que los dos grandes yacimientos de criolita cerca de Saqqaq se agotaron definitivamente en los años sesenta y que la sociedad, a partir de entonces, se dedicó a otras actividades.

Lo único que queda ahora es una zona cercada, una vía de acceso y un grupo de obreros con ropas blancas de trabajo que disfrutan de una cerveza de Navidad mientras se preparan para las fiestas que se avecinan.

Una chica emprendedora y simpática se acercaría a ellos y los saludaría a la manera scout, hablándoles en jerga y sacándoles todo tipo de información sobre la señora Lübing y su destino.

Pero carezco de esta desenvoltura. No me gusta dirigirme a extraños. No me gustan los grupos de albañiles daneses. En realidad, no me gusta ningún tipo de hombres en grupo.

Mientras mis pensamientos se han ido deslizando hasta llegar a este punto, he dado toda la vuelta al edificio y los albañiles me han visto y me han hecho gestos para que me acercara. Son caballeros muy educados que han estado empleados en la firma durante treinta años y que ahora tienen la triste tarea de liquidarlo todo y que saben que la señora Lübing todavía está viva y que reside en Frederiksberg y que sale en el listín telefónico y ¿por qué estoy tan interesada en saberlo?

– Una vez me hizo un gran favor -les digo-. Ahora hay algo que me gustaría poderle preguntar.

Asienten con la cabeza y me dicen que la señora Lübing ha hecho favores a mucha gente y que ellos mismos tienen una hija de mi edad y que vuelva cuando quiera.

De camino hacia el Strandboulevard, pienso que, incluso en lo más profundo de la desconfianza más paranoica, se encuentran el espíritu humanitario y el deseo de entrar en contacto con los demás esperando que alguien los despierte.


Nadie que haya vivido alguna vez rodeado de animales en un espacio holgado, puede soportar la visita a un zoológico. Pero en una ocasión llevé a Isaías al Museo de Historia Natural para enseñarle la sala de las focas que allí tienen.

A él le parecieron enfermas. Sin embargo, prestó mucha atención a la maqueta del uro. Volvimos a casa atravesando el parque Faelled.

– ¿Cuántos años decías que tiene? -me pregunta.

– Cuarenta mil años.

– Entonces seguramente morirá pronto.

– Sí, seguramente.

– Cuando tú te mueras, Smila, ¿me darás tu piel?

– De acuerdo -le contesto.

Atravesamos la plaza Trianglen. Es un otoño cálido y el aire está neblinoso.

– Smila, ¿por qué no nos vamos a Groenlandia?

Para mí no tiene sentido ocultar a los niños las verdades ineluctables. Es de suponer que deben criarse para llegar a soportar lo mismo que todos los demás nos vemos obligados a aguantar.

– No -le digo.

– De acuerdo.

Nunca le he prometido nada. No puedo prometerle nada. Nadie puede prometerle nada a nadie.

– Pero podemos leer cosas sobre Groenlandia.

Utiliza la primera persona del plural para la lectura, consciente de que, con su presencia, contribuye tanto o más que yo.

– ¿En qué libro?

– En los Elementos de Euclides…


Cuando llego a casa, se ha hecho de noche. El mecánico está metiendo su bicicleta en el sótano.

Es ancho de espaldas, como un oso, y si se estirara y levantara la cabeza, sería imponente. Sin embargo, mantiene la cabeza baja, quizá con la intención de excusarse por su altura, quizá para evitar los marcos de las puertas de este mundo.

Me cae bien. Siento cierta debilidad por los perdedores. Inválidos, extranjeros, el niño gordo de la clase, aquellos con quienes nunca nadie quiere bailar. Por ellos late mi corazón. Quizá porque siempre he sabido que, al fin y al cabo, no dejo de ser uno de ellos.

Isaías y el mecánico eran amigos. Desde antes de que Isaías aprendiera a hablar el danés. Estoy segura de que no han necesitado mucho las palabras. Un artesano que ha reconocido al otro. Dos personas que, cada uno a su manera, estaban solos en el mundo.

Cuando finalmente ha guardado su bicicleta en el sótano, voy tras él. Tengo un presentimiento acerca del sótano.

Le han adjudicado un trastero doble para que pueda utilizarlo como taller. El suelo es de cemento, el aire es cálido y seco y la estancia está iluminada por una luz eléctrica amarilla e intensa. El limitado espacio del trastero está abarrotado. Una mesa de trabajo se apoya en dos de las paredes. Ruedas y cámaras de aire de bicicletas penden de unos ganchos. Hay una caja de la lechería llena de potenciómetros defectuosos. Un panel de plástico para clavos y tornillos. Un tablero con pequeños alicates para los trabajos de electrónica. Otro tablero con llaves fijas. Nueve metros cuadrados de madera contrachapada con, lo que parece ser, todas las herramientas del mundo. Una hilera de sopletes. Cuatro estanterías con artículos de fontanería, latas de pintura, equipos de música desvencijados, juegos de llaves de tubo, electrodos de soldadura y la serie entera de herramientas eléctricas de la marca Metabo. Apoyadas contra la pared, dos grandes botellas para un soldador autógeno y dos pequeños sopletes cortadores. Además de una lavadora desguazada. Cubos con fungicida. Cuadros de bicicleta. Una bomba de aire que se acciona con el pie.

Son tantos los objetos que parecen esperar la más pequeña perturbación para crear un caos. A nivel estrictamente personal, creo que bastaría con enviarme allí sola para, por ejemplo, encender la luz y desatar tal desorden que, posteriormente, me sería imposible incluso encontrar el interruptor. Pero tal como está ahora, todo se mantiene en su sitio gracias al sentido del orden agudo y funcional de un hombre que quiere estar seguro de poder encontrar lo que necesita.

El lugar es un mundo doble. En la parte superior están la mesa de trabajo, las herramientas y la silla alta de despacho. Debajo de la mesa, se repite el universo en un tamaño reducido a la mitad. Una pequeña tabla de xilógeno con una pequeña sierra de marquetería, un destornillador y un escoplo. Un pequeño taburete. Un banco de trabajo. Una pequeña prensa de tornillo. Una caja de cervezas. Una caja de puros con quizá treinta chapas de Humbrol. Las cosas de Isaías. He estado aquí una vez antes, mientras ellos trabajaban. El mecánico sentado en la silla, inclinado sobre una lupa sujetada por un soporte, Isaías en el suelo, en pantalón corto, ajeno a este mundo. Había estaño y resina de epoxi en el aire. Y algo más, algo más fuerte: una concentración total que les hacía olvidarse de sí mismos. Permanecí allí de pie durante quizá diez minutos. En ningún momento levantaron la mirada.

Isaías no estaba preparado para el invierno danés. Sólo ocasionalmente Juliana se sobreponía a sí misma y lo vestía con la ropa necesaria. Cuando ya hacía medio año que lo conocía, Isaías sufrió una otitis aguda que le duró dos meses. Cuando salió de la estupefacción provocada por la penicilina, estaba casi sordo. Desde entonces, siempre me ponía frente a él durante nuestras lecturas para que pudiera seguir los movimientos de mis labios. En el mecánico encontró a una persona con quien poder hablar sin necesidad de utilizar las palabras.

Hace días que llevo algo en el bolsillo de mi abrigo porque he estado esperando este encuentro. Ahora se lo muestro.

– ¿Qué es esto?

Es la ventosa que he cogido de la habitación de Isaías.

– Una ventosa. Los vidrieros la utilizan para transportar grandes cristales.

Saco las cosas de la caja de cerveza. Hay varios trozos de madera tallada. Un arpón, un hacha. Un barco tallado en una madera dura, heterogénea, tal vez madera de peral. Es un umiaq * Ha sido pulido previamente por fuera y vaciado con una gubia. Un trabajo largo, laborioso y minucioso. Además, un coche con perfiles de aluminio curvados y pegados con cola, sacados de una lámina finísima. Trozos de vidrio bruto, coloreado, que han sido previamente fundidos y estirados sobre una llama de gas. Varias monturas de gafas. Un walkman. La tapa ha desaparecido pero ha sido artificiosamente reparada y sustituida por una placa de plexiglás sujetada por pequeñas bisagras atornilladas. También hay un pequeño estuche de plástico cosido a mano. Muestra signos de tratarse de un proyecto común entre un niño y un adulto. También encuentro un montón de casetes.

– ¿Dónde está su cuchillo?

Se encoge de hombros. Poco después se aleja con pasos lentos. Es el amiguito de cien kilos de todo el mundo y, también, uña y carne con el portero. Tiene la llave de los sótanos y puede entrar y salir cómo y cuándo le plazca.

Cojo el pequeño taburete y me siento al lado de la puerta, desde donde puedo abarcar toda la habitación con la vista.

En el internado teníamos cada uno un armario de treinta por cincuenta centímetros. Con cerradura. Y para ésta, el propietario tenía una llave. Todos los demás la abrían con un peine de acero.

Existe una concepción muy extendida según la cual los niños son transparentes y la verdad de su ser más profundo se filtra por sus poros. Es totalmente erróneo. No hay nadie que sea tan encubridor como un niño y, por otro lado, no hay nadie que lo necesite tanto como un niño. Viene a ser su respuesta a un mundo que constantemente se acerca a él con un abrelatas, pretendiendo abrirlo y ver lo que tiene dentro, con el fin de valorar si sería mejor sustituir el contenido por una conserva más corriente y vulgar.

La primera necesidad que se me desarrolló en el internado, además del hambre permanente, que nunca era saciada por completo, fue la necesidad de paz y tranquilidad. Nunca hay paz en un dormitorio, y el deseo es, en consecuencia, aplazado. Se convierte en la necesidad del escondite, del cuarto secreto.

Intento imaginarme la situación de Isaías, los lugares a los que acudía. El piso, el bloque, el parvulario, el terraplén. Lugares que nunca podrán ser registrados completamente. Por lo que me limito a lo que tengo delante.

Examino el cuarto. Minuciosamente. Sin encontrar nada. Nada que no sea el recuerdo de Isaías. Entonces intento evocar el cuarto, tal como lo vi las dos últimas veces que estuve aquí, hace ya mucho tiempo.

Quizá lleve media hora sentada, cuando, de repente, aparece. Hace medio año, el edificio fue examinado porque detectaron hongos. La compañía de seguros vino con un perro entrenado para localizarlos mediante el olfato. Encontró dos micelios de poca importancia. Fueron retirados y, posteriormente, marcaron el área afectada. Uno de los lugares en los que trabajaron fue precisamente este cuarto. Abrieron el muro a la altura de un metro. Volvieron a construirlo, pero todavía no lo han enyesado, tal como está el resto de la pared. Debajo de la mesa de trabajo, en la sombra, hay un cuadrado sin rebozar de seis por seis ladrillos.

Y aun así, estoy a punto de no encontrarlo. Debió de esperar fuera mientras los albañiles terminaban su trabajo. Entonces seguramente entró mientras el mortero todavía estaba húmedo y empujó uno de los ladrillos un poco hacia adentro. Y entonces debió de esperar un momento, colocándolo de nuevo en su sitio. Este proceso lo debió de repetir muchas veces hasta secarse el mortero. Tranquilamente, durante toda la tarde, con unos intervalos de un cuarto de hora, debió de haberse dejado caer por el sótano con el fin de mover el ladrillo un centímetro. Me imagino la escena. Es imposible introducir la hoja de un cuchillo entre el ladrillo y el mortero. Pero al hacer presión contra la piedra, ésta se mueve hacia dentro. En un primer momento, no puedo entender cómo ha logrado sacarla, porque es imposible agarrarla. Entonces saco la ventosa y la miro atentamente. No puedo empujar la piedra hacia atrás porque, entonces, lo único que pasaría sería que ésta se caería en la cavidad entre los dos muros. Pero al colocar el disco negro de goma en la piedra y girar la manivela para crear un vacío, la piedra sale hacia mí sin gran resistencia. Una vez extraída, entiendo el porqué. En su parte trasera, Isaías ha clavado un pequeño clavo. Alrededor de éste ha enrollado un fino cordel de nailon. Encima del clavo y el cordel, ha depositado una gota de Araldit que ahora se ha hecho durísima. El cordel se pierde hacia el interior de la cavidad. Al final del cordel, hay atada una caja plana de puros que dos gomas elásticas a su alrededor mantienen cerrada. Todo es como un poema de ingenio técnico.

Introduzco la caja en el bolsillo de mi abrigo y vuelvo a colocar la piedra en su sitio.


La caballerosidad es un arquetipo. Cuando llegué a Dinamarca, las autoridades del distrito de Copenhague reunieron en un aula a los niños que debían aprender el danés en la escuela de Rugmarken, cerca de las barracas para inmigrantes de la Asistencia Social en Sundby, en el barrio de Amager. Yo me sentaba al lado de un niño que se llamaba Baral. Yo tenía siete años y llevaba el pelo corto. En los recreos, solía jugar a la pelota con los niños. Después de unos tres meses, repasamos una lección en la que teníamos que decir los nombres de los demás.

– ¿Y quién está a tu lado, Baral? ¿Cómo se llama?

– Él se llama Smila.

– Ella se llama Smila. Smila es una niña.

Me miró con sorpresa muda. Después de que se hubiera disipado el primer susto y durante el resto del medio año que nos quedaba en la escuela, sólo hubo, en realidad, un cambio constitutivo en su comportamiento hacia mí. Fue demostrando progresivamente una agradable y educada complacencia hacia mi persona.

También la encontré en Isaías. A veces cambiaba repentinamente del groenlandés al danés sólo para poder tratarme de «usted», una vez había entendido la muestra de respeto que conlleva la expresión. Durante los últimos tres meses en los que la autodestrucción de Juliana se incrementó haciéndose más metódica que antes, ocurría que Isaías no quería volver a su casa por la noche.

– ¿Cree usted -decía entonces- que podría quedarme a dormir en su casa?

Después de bañarlo, solía ponerlo de pie encima de la tapa del retrete mientras lo untaba de crema. Desde allí, podía verse la cara en el espejo, que se contraía husmeando desconfiadamente el aroma a rosas de la crema de noche Elizabeth Arden.

No ha ocurrido nunca, mientras estuviera despierto, que me tocara. Nunca me cogió la mano, nunca me hizo una sola caricia y nunca las pidió para él. Sin embargo, durante la noche, solía darse la vuelta y acercarse a mí, profundamente dormido, permaneciendo allí, a mi lado, durante algunos minutos. Contra mi piel, tenía una diminuta erección que iba y venía, iba y venía, como un guiñol.

Durante esas noches, mi sueño solía ser ligero. Me despertaba con cualquier cambio en su rápida y entrecortada respiración. A menudo, simplemente permanecía pensando en que el aire que yo entonces inhalaba, era el que él había exhalado.

8

Bertrand Russel escribió que las matemáticas puras constituyen un temario en el cual no sabemos de lo que estamos hablando, ni conocemos en qué medida es cierto o falso lo que afirmamos.

Es así como me siento con la cocina.

Suelo comer mucha carne. Carne grasa. No logro entrar en calor comiendo verduras y pan. Nunca he logrado tener una visión general de mi cocina, de las materias primas, de la química básica del cocinar. Sólo sigo un sencillo principio de trabajo. Siempre hago comida caliente. Es importante cuando se vive sola. Tiene un objetivo de índole higiénico-mental. Me mantiene de pie y en marcha.

Hoy tiene además otro objetivo. Me sirve para aplazar dos llamadas telefónicas. No me gusta hablar por teléfono. Quiero ver la persona con quien hablo.

Dispongo la caja de Isaías sobre la mesa. Entonces empiezo a marcar el primer número.

En realidad, espero que ya sea demasiado tarde. Pronto será Navidad y la gente debería irse a casa temprano.

Llamo a la Sociedad Criolita. El director sigue en su despacho. No se presenta, sólo es una voz, seca, impasible y reservada, como la arena que corre por la ampolleta de un reloj de arena. Me comunica que, dado que el Estado estaba representado en el consejo de administración y que, actualmente, la sociedad está siendo liquidada y la fundación reestructurada, se ha decidido transferir los papeles al Archivo del Reino, donde se guardan todos los documentos relacionados con las decisiones tomadas por un estamento público, y que, entre los documentos, algunos, no sabe decirme cuáles, serán catalogados como información confidencial, la cual goza de una protección de ochenta años.

Intento preguntarle dónde se encuentran los papeles, los papeles simplemente y en general.

Físicamente, toda la información se encuentra todavía bajo la custodia de la sociedad, pero, formalmente, ya han sido incorporados en el Archivo del Reino, por lo que debo dirigirme allí y ¿qué más puedo hacer por usted?

– Sí, hay algo más -le digo-. Muérete.

Le quito las gomas a la caja de Isaías.

Los cuchillos que yo misma tengo en casa son lo suficientemente peligrosos como para abrir sólo sobres. Cortar un trozo de pan integral se encuentra ya en el límite de mis posibilidades. Para mí, no han de ser más comprometedores. En caso contrario, podría, en días malos, llegar a pensar fácilmente que siempre cabe la posibilidad de ponerme delante del espejo del baño y cortarme el cuello. En situaciones como éstas, es reconfortante tener la seguridad de que antes tendría que hacerle una visita al vecino de abajo para pedirle prestado un cuchillo decente.

Sin embargo, entiendo el amor que puede llegar a sentirse por las hojas relucientes. Un día le compré un skinner de la marca Puma a Isaías. No me dio las gracias. Su rostro no mostró rastro de sorpresa. Sacó cuidadosamente del fieltro verde el puñal corto y de hoja ancha y, cinco minutos después, desapareció. Él sabía, y yo sabía, y él sabía que yo sabía que se había ido al sótano para, debajo de la mesa del mecánico, acurrucarse alrededor de su nueva adquisición y entender que el puñal era suyo.

Ahora está aquí, ante mí, en su vaina, en la caja de puros. Con un mango ancho y cuidadosamente lustrado de cuerno de ciervo. Hay cuatro cosas más en la caja. Una punta de un arpón del tipo que los niños de Groenlandia encuentran en los poblados abandonados y, aunque saben que deberían dejarlas para los arqueólogos, no obstante, recogen y llevan encima a todas partes. Una garra de oso, de la cual, como suele ocurrirme, no deja de maravillarme la dureza, su gran peso y su agudeza. Una cinta de casete sin caja pero envuelta en un folio de papel verde pálido cubierto de números. En su parte superior se ha escrito, con letras mayúsculas, la palabra «NIFLHEIM».

Además, hay una funda de tarjeta de autobús que sirve ahora como protección de una foto. Una foto en color, probablemente tomada con una cámara instamatic, durante el verano, y seguramente en el norte de Groenlandia, porque el hombre lleva sus tejanos por dentro de sus kamiks * Está sentado al sol, sobre una piedra. Tiene el torso desnudo y un gran reloj de submarinista en el brazo izquierdo. Ríe al fotógrafo y, en ese instante, es, con cada diente y cada arruga provocada por la risa, el padre de Isaías.

Se ha hecho tarde. Pero parece ser un tiempo en el que nosotros, los que mantenemos la maquinaria de la sociedad en marcha, hacemos un último esfuerzo antes de Navidad para ser merecedores de la gratificación que este año consiste en un pato congelado y un beso condescendiente detrás de la oreja dado por el director en persona.


Me decido a buscar el número de teléfono en el listín. El fiscal de Copenhague tiene sus oficinas en la calle de Jens Kofoed.

Todavía no sé exactamente qué le diré a Ravn. Quizá necesite únicamente explicarle que no me he dejado engañar, que no me he rendido. Tengo una necesidad loca por decirle: «¿Sabes qué, mi pequeño tesoro? Sólo quiero que sepas que mis ojos están constantemente posados sobre ti».

Estoy preparada para recibir cualquier respuesta.

Cualquiera, menos la que me dan.

– Aquí -me contesta una fría voz femenina- no trabaja nadie con ese nombre.

Tomo asiento. No hay más remedio que respirar hondo en el auricular con tal de ganar un poco de tiempo.

– ¿Con quién hablo? -pregunta la voz.

Estoy a punto de colgar el teléfono. Pero hay algo en la voz que me hace seguir. Hay algo de funcionariado en ella. Estrecho y curioso. De repente, me viene cierta inspiración de esa curiosidad.

– Con Smila -susurro intentando introducir azúcar hilado entre mi voz y la membrana del auricular-. De la Sauna Smila. El señor Ravn tiene hora para un masaje que, por lo visto, deseaba cambiar…

– Este tal Ravn ¿es pequeño y delgado?

– Como un tallo de flor, tesoro.

– ¿Con grandes abrigos?

– Como tiendas de campaña familiares.

Noto que su respiración se acelera. Sé positivamente que sus ojos están brillantes.

– Es el de la brigada especial de delitos monetarios -me dice.

Ahora es feliz. A su manera. Le he regalado el cuento de Navidad del año con el que podrá disfrutar a la hora del café y las pastas, junto con sus amigas del corazón, mañana por la mañana.

– Me has salvado el día -le replico-. Si alguna vez te apeteciera un masaje, ya sabes…

Cuelga el teléfono.

Me llevo mi taza de té a la ventana. Dinamarca es un país maravilloso. Y la policía es especialmente maravillosa. Y sorprendente. Acompañan a la Guardia del Rey hasta el castillo de Amalienborg. Ayudan a los patitos despistados que han perdido a sus mamás a cruzar la calle. Y cuando un niño se cae desde un tejado, primero llega la policía uniformada. Y después, la policía judicial. Y finalmente, el fiscal para delitos monetarios manda a sus representantes. Es tranquilizador.


Desconecto el teléfono. Por hoy ya he hablado más que suficiente. He logrado que el mecánico me hiciera una especie de clavija para que también pueda desconectar el timbre de la puerta.

Entonces me siento en el sofá. Primero me llegan imágenes del día transcurrido. Dejo que desaparezcan. Y entonces me vienen recuerdos de cuando era pequeñita, ora ligeramente depresivos, ora dulcemente eufóricos. Dejo que éstos también desaparezcan tras los otros. Entonces viene la calma. En medio de ésta, pongo un disco. Entonces me pongo a llorar. No es por nada, ni por nadie, por lo que lloro. La vida que llevo, de alguna manera, me la he buscado yo y no la deseo distinta. Lloro porque en el universo hay algo tan bello como Kremer interpretando el concierto para violín de Brahms.

9

Está demostrado científicamente que, bien mirado, el hombre sólo puede sentirse seguro de que existe aquello que él mismo ha experimentado. En este caso, debe de haber muy poca gente que se sienta enteramente segura de que la calle de Godthaab existe a las cinco de la mañana. Al menos, las ventanas están oscuras y vacías, las calles desiertas y la línea 2 vacía, excepción hecha del conductor y yo misma.

Hay algo especial en las cinco de la mañana. Es como si el sueño tocara fondo a esa hora. La parábola de los ciclos REM se da la vuelta y empieza a levantar a los durmientes hacia la consciencia de que esto ya no puede ser. A esas horas, los adultos están tan desprotegidos como los bebés. Es la hora en que los grandes animales carnívoros cazan, cuando la policía exige el pago de las multas de aparcamiento a los morosos.

Y cuando yo tomo la línea 2 hasta Broenshoej, hasta la calle Kabbeleje, al borde del pantano de Utterslev, con el fin de hacerle una visita al médico forense Lagermann. Como la marca de regaliz.

Ha reconocido mi voz en el teléfono antes de que me diera tiempo a presentarme, y me suelta la hora de la cita: a las seis y media. ¿Lo podrá hacer?

O sea que llego un poco antes de las seis. Las personas mantienen la integridad de sus vidas mediante el tiempo. Si lo cambias, aunque sólo sea un poco, suele ocurrir casi siempre algo que da qué pensar.

La calle Kabbeleje está oscura. Las casas están a oscuras. El pantano al final de la calle está oscuro. Hace un frío intenso, la acera es de color gris perla por la escarcha, y los coches aparcados están cubiertos con una pelusa blanca y centelleante. Será curioso ver la cara dormida del médico forense.

Frente a mí, una casa alumbrada. No sólo alumbrada, sino iluminada, con siluetas que se mueven al otro lado de las ventanas como si se hubiera celebrado un baile de la Corte desde ayer por la tarde y todavía no hubiera terminado. Llamo a la puerta. Smila, el hada madrina, la última invitada antes del amanecer.

Cinco personas abren la puerta, las cinco al mismo tiempo, y permanecen apretujadas en el vano de la entrada. Cinco niños que van de la talla pequeña hasta la mediana. Y dentro hay más. Están vestidos para un ataque, con botas de esquiar y mochila, para tener las manos libres y poder dar guantazos libremente. Son de piel blanca como la nieve, sus caras están cubiertas de pecas, bajo sus gorras el pelo es rojo cobrizo y están rodeados de un aura de vandalismo hiperactivo.

En medio de todos ellos hay una mujer que tiene su mismo color de piel y de pelo, pero la altura, los hombros y la espalda, como los de un jugador de fútbol americano. Detrás de ella aparece el patólogo.

Mide medio metro menos que su mujer. Está totalmente vestido, cara enjuta y ojos totalmente enrojecidos, aunque vivaces.

Ni tan siquiera levanta una ceja al verme. Baja la cabeza y nos abrimos camino a través de los gritos por un par de salones que parecen haber sido arrasados por bárbaros y otras hordas salvajes, tanto de ida como de vuelta. Cruzamos una cocina en la que se han preparado bocadillos para todo un cuartel, y una puerta tras la cual, súbitamente, nos encontramos en medio de un silencio absoluto, seco, muy caluroso y de color del neón.

Nos encontramos en un invernadero construido como prolongación de la casa, una especie de jardín de invierno donde, aparte de un par de estrechos senderos y una pequeña plataforma con muebles de hierro pintados de blanco, el suelo está cubierto por parterres y tiestos con cactus. Hay cactus de todos los tamaños, desde los de un milímetro hasta los de dos metros de altura. De todos los grados de aspereza. Iluminados por lámparas de incubación violetas y azules.

– Dallas -dice él-. Un buen sitio para empezar una colección. Por lo demás, no sé si puedo aconsejar la ciudad, la verdad, no lo sé. Podíamos llegar a tener hasta cincuenta asesinatos en una sola noche de sábado. A menudo, teníamos que trabajar al lado de Urgencias. Estaba todo dispuesto para que pudiéramos realizar obducciones allí. Era práctico. ¡Se aprendía tanto sobre heridas de bala y navajazos! Mi mujer me decía que nunca veía a los niños. Y vaya si tenía razón.

Mientras habla, me observa atentamente.

– Llega temprano. No es que signifique mucho para nosotros, de todas maneras, siempre madrugamos. Mi mujer ha metido a los niños en una guardería en Alleroed. Para que puedan jugar en el bosque. ¿Conocía al niño?

– Era amiga de la familia. Sobre todo de él.

Nos sentamos uno frente al otro.

– ¿Qué quiere de mí?

– Usted me dio su tarjeta.

Se limita a pasar por alto mi comentario. Noto que es una persona que ha visto demasiado como para andarse con rodeos. Si tiene que decir o desprenderse de algo, exige sinceridad.

Le hablo, entonces, del vértigo de Isaías. De las huellas en el tejado. De mi visita al profesor Loyen. Del asesor Ravn.

Enciende un puro y contempla sus cactus. Tal vez no haya entendido lo que le he explicado. Ni tan siquiera estoy segura de haberlo entendido yo misma.

– Tenemos el único instituto de verdad -me dice-. En los demás, hay cuatro personas merodeando sin poder conseguir subvenciones para pipetas ni para los ratones blancos en los que tienen que inocular sus pequeñas muestras de células. Nosotros disponemos de toda una casa. Trabajamos con patólogos, químicos y genetistas forenses. Y todo el embolado en el sótano. Las clases a los estudiantes. Tenemos doscientos empleados. Recibimos tres mil casos al año. Si estás en Odense, a lo mejor puedes llegar a ver unos cuarenta asesinatos. Yo ya he tenido mil quinientos aquí en Copenhague. Y un número similar en Alemania y Estados Unidos. Decir que hay tres médicos forenses en Dinamarca es casi rozar la exageración. Y dos, dos de ellos, somos, sin lugar a dudas, Loyen y yo.

Al lado de su silla hay un cactus que tiene la forma de un tronco de árbol en flor. Desde la planta verde, lenta, leñosa y espinosa, ha emergido una explosión de púrpura y naranja.

– La mañana siguiente a que trajeran el niño, tuvimos mucho trabajo. Conducción bajo el efecto del alcohol y cenas de Navidad. Cada tarde, a las cuatro, se presentan los oficiales de policía esperando que les entreguemos los informes inmediatamente. Así que empecé con el niño a las ocho. No será usted fácilmente impresionable, ¿verdad? El caso es que seguimos una rutina, ¿sabe? Primero realizamos un examen externo. Echamos un vistazo para ver si encontrábamos tejido celular debajo de las uñas, esperma en el recto y, entonces, abrimos y examinamos los órganos internos.

– ¿Y la policía está presente?

– Sólo en casos especiales, como cuando existen indicios serios de que se trata de un asesinato. No en este caso. Éste era puramente un examen rutinario. Llevaba pantalones para la lluvia. Los sostengo contra la luz mientras pienso que no son los más apropiados para practicar salto de longitud. Tengo un pequeño truco. Son trucos que vas desarrollando en tu profesión. Introduzco una bombilla eléctrica en las perneras. Helly Hansen. Una de confianza. Yo mismo la empleo cuando trabajo en el jardín. Sin embargo, encontré un agujero en el muslo. Echo un vistazo al niño. Pura rutina. Entonces observo un agujero. Debería de haberlo visto cuando hice el examen superficial, lo admito, pero, qué caramba, también soy humano y puedo equivocarme, ¿no le parece? Y entonces es cuando se me arruga la frente. Porque no había hemorragia alguna y el tejido no se había contraído lo más mínimo. ¿Sabe lo que eso significa?

– No -le contesto.

– Significa que, haya ocurrido lo que haya ocurrido, ocurrió después de que su corazón dejara de latir. Entonces le echo otro vistazo a su traje de lluvia. Encuentro una pequeña marca alrededor del agujero y entonces se me enciende una luz. Por lo que voy a por una aguja de biopsia. Es una especie de cánula, muy gruesa, que se monta en un mango y se introduce en el tejido para conseguir una muestra. De la misma manera que los geólogos toman muestras con un taladro. La utilizan muchísimo, allí en August Krogh, los fisiólogos deportivos. Y encajaba. Vaya si encajaba. El círculo en los pantalones pudo haberse producido porque alguien tenía prisa y la metió de golpe. -Se inclina hacia mí-. Me apuesto lo que sea a que alguien le ha hecho una biopsia muscular.

– ¿El médico de la ambulancia?

– Eso pensé yo también. Es bastante incomprensible, pero, ¿quién si no? Por eso llamé para enterarme. Hablé con el conductor. Y con el médico. Y con nuestro guardia, que recibió la ambulancia. Juran por Dios que no hicieron nunca tal cosa.

– ¿Por qué no me contó Loyen todo esto?

Por un instante, ha estado a punto de contestarme. Entonces se rompe nuestra complicidad.

– A la fuerza tiene que ser una casualidad.

Apaga las lámparas de incubación. Hemos estado sentados, rodeados de oscuridad por los cuatro costados. Ahora se hace perceptible que, a pesar de todo, saldrá una especie de luz diurna. La casa está en silencio. Yace jadeando silenciosamente, intentando recuperar el aliento antes del próximo Armageddon.

Doy una pequeña vuelta por los estrechos pasillos. Hay algo de tozudo en los cactus. El sol quiere mantenerlos a ras del suelo, el viento del desierto los quiere oprimir; también la sequía y la helada nocturna. Sin embargo, luchan por encumbrarse. Se erizan, se encierran tras una cáscara gruesa. Y no ceden ni un milímetro. Los abrazo con mi simpatía.

Lagermann me recuerda a sus plantas. Quizá sea ésa la razón por la que colecciona cactus. Sin conocer la historia de su vida, puedo ver que ha tenido varios metros cúbicos de cascajo que atravesar hasta llegar a la luz.

Estamos de pie al lado de un parterre con verdes erizos de mar que parecen sacados de una tormenta de algodón.

– Pilocereus Senilis -dice.

Al lado hay una hilera de tiestos con plantas menores de color verde y violeta.

– Mezcal. Ni siquiera en los lugares grandes, por ejemplo, el Jardín Botánico de Ciudad de México o en el museo de cactus de César Manrique, en Lanzarote, tienen más que los que yo tengo aquí. Una pequeña rodaja y se llega lejos, muy lejos, fuera de uno mismo. Nada por lo que valga la pena matarse. Soy un ser humano racional. Un racionalista. Nosotros examinamos el cerebro. Cortamos una rodajita. Después, mi asistente coloca el hueso en su sitio y devuelve el pellejo de la cabeza a su sitio. No hay manera de ver la diferencia. He visto miles de cerebros. No encierran ningún secreto. Todo se reduce a química. Lo importante es disponer de la información necesaria. ¿Por qué cree usted que estuvo correteando por el tejado?

Es la primera vez que tengo ganas de contestar con sinceridad.

– Creo que alguien lo perseguía.

Sacude la cabeza.

– No es propio de los niños huir tan lejos. Los míos se sientan y lloran. O se esconden.

Una vez, el mecánico reparó y puso al día una bicicleta para Isaías. No había aprendido a montar en bicicleta en Groenlandia. En cuanto aprendió se largó. El mecánico lo encontró a diez kilómetros de casa, en la carretera antigua de Koege, con ruedas de repuesto y unos bocadillos en el portaequipajes. Pretendía volver a casa, a Groenlandia. Sabía qué dirección seguir porque Juliana había estado ingresada una vez con delirium en el hospital de Hvidovre.

Desde que yo tenía siete años y llegué a Dinamarca por primera vez, hasta los trece en que me di por vencida, me escapé más veces de las que puedo recordar. Llegué a Groenlandia en dos ocasiones y, en una de ellas, hasta Tule. Bastaba con unirse a una familia y, entonces, simular que tu madre está sentada cinco asientos más adelante en el avión o que está un poco más retrasada en la cola. El mundo está lleno de patrañas sobre loros y gatos persas y bulldogs franceses perdidos que, milagrosamente, han sabido volver a casa y reencontrarse con sus mamás y papás en la avenida de Frydenholm. Esto no es nada en comparación con los kilómetros que han llegado a recorrer algunos niños en la búsqueda de una vida decente. Todo eso es algo que hubiera podido explicar a Lagermann. Sin embargo, no lo hago.

Volvemos a la entrada, entre botas, protectores de patines, restos de vituallas y, en general, objetos abandonados por las fuerzas armadas.

– ¿Y ahora qué?

– Estoy buscando -le digo- la coherencia lógica de lo que usted hablaba antes. Hasta que no la haya encontrado, el espíritu de la Navidad no se apoderará de mí.

– ¿Y no tiene ningún trabajo que deba atender?

No contesto. De repente, baja la guardia. Cuando vuelve a hablar, ha dejado de maldecir.

– He visto a muchos familiares que se habían vuelto locos por el dolor. Montones de talentos privados que pretendían hacerlo mejor que nosotros y la policía. He observado sus ideas y su tenacidad y me he dicho, para mis adentros, que les daba cinco minutos de credibilidad. Con usted, sin embargo, me parece que es distinto…

Lo intento mediante una sonrisa, con la cual pretendo compensarle por su optimismo. Pero es demasiado temprano, también para mí.

En vez de ello, descubro que me he dado la vuelta y le he enviado un beso con los dedos. De una planta del desierto a la otra.


No soy ninguna experta en marcas de coches. Por mí, podrían comprimir todos los coches de este mundo en una prensa hidráulica y expulsarlos fuera de la estratosfera, colocándolos en órbita alrededor de Marte. A excepción, naturalmente, de aquellos taxis que deben estar a disposición de uno cuando los necesite.

Pero tengo una ligera idea de cómo es un Volvo 840. En los últimos años, Volvo ha patrocinado el campeonato de golf Europe Tour y han utilizado a mi padre en una serie de anuncios con hombres y mujeres que habían conseguido triunfar internacionalmente. Emplearon una foto en la que estaba en medio de un swing, ante la terraza del Club de Golf de Soelleroed, y otra en la que está sentado con su bata blanca, delante de una bandeja con su instrumental, con una expresión en los ojos como si quisiera decir que, aunque tuvieran que hacerle un trasplante ahora mismo, incluso en la hipófisis, también lo conseguiría. En ambas fotografías ha conseguido que lo fotografiaran justamente desde el ángulo en que se parece a Picasso con tupé, y el texto decía algo así como «Los que nunca fallan». Durante tres meses, estos anuncios me recordaban, desde los autobuses y las estaciones del metro, lo que yo misma hubiera podido añadir al texto. Y dentro de mi cabeza se apretujaba el perfil anguloso y encogido de un Volvo 840.

Si la temperatura aumenta en una hora próxima a la salida del sol, tal como ha ocurrido hoy, la escarcha desaparece de un coche, aunque la que más tarda en desaparecer es la del techo y los parabrisas. Una banalidad en la que no repara la mayoría de la gente. El coche que está aparcado en la calle Kabbeleje y no tiene escarcha, ya sea porque se la han quitado con un trapo ya sea porque ha estado en marcha hasta hace poco, es un Volvo 840 azul.

Seguramente existen muchas razones para que alguien haya aparcado aquí a las siete y veinte minutos de la mañana. Pero ahora mismo no se me ocurre ninguna. Y por eso me acerco al coche, me inclino por encima del capó y miro a través del cristal delantero. Me cuesta mucho llegar. Pero, al subirme a la llanta de la rueda, me pongo a la altura del asiento del conductor. Hay un hombre dormido en el asiento. Me quedo mirándole un rato pero, sin embargo, no cambia de postura. Finalmente me bajo y voy andando hasta la plaza de Broenshoej.

Es importante dormir. Por cierto, me hubiera gustado dormir un par de horas más esta mañana. Pero para ello no hubiera elegido un Volvo en medio de la calle Kabbeleje.


– Mi nombre es Smila Jaspersen.

– ¿Las compras del supermercado?

– No, Smila Jaspersen.

No es del todo cierto que las conversaciones telefónicas sean las peores. Al fin y al cabo podemos superarlas con los interfonos. Con el fin de hacer honor al resto del edificio, que es alto, de color gris plateado y señorial, el interfono es de aluminio oxidado y tiene forma de concha. Desgraciadamente también ha absorbido el bramido de los grandes mares que ahora interfieren en nuestra conversación.

– ¿La asistenta?

– No -digo-. Y tampoco la señora de la pedicura. Tengo algunas preguntas que hacerle sobre la Sociedad Criolita.

Elsa Lübing hace una pausa. Puede permitírselo porque está en el lado correcto del interfono: allí donde hace calor y está el botón que abre la puerta.

– Ha llegado en un momento francamente inoportuno. Tendrá que escribir o volver en otra ocasión.

Ha colgado.

Doy un paso atrás y miro hacia arriba. Es un edificio solitario en el barrio de los Pájaros, de Frederiksberg, al final de la calle de las Garzas. Es muy alto. Elsa Lübing vive en el sexto piso. En la terraza debajo de la suya, la barandilla de hierro está cubierta por jardineras. De la relación de vecinos se desprende que los amantes de las flores son el matrimonio Schou. Aprieto el timbre con decisión.

– ¿Sí? -la voz tiene como mínimo ochenta años.

– Soy la repartidora de la floristería. Traigo un ramo de flores para Elsa Lübing, que vive en el piso de arriba, pero desgraciadamente no está en casa. ¿Sería tan amable de abrirme la puerta?

– Lo siento. Tenemos rigurosas instrucciones de no abrir a extraños.

Estoy maravillada de la gente de ochenta años que sigue recibiendo órdenes estrictas.

– Señora Schou -le digo-, se trata de orquídeas. Acaban de llegar en avión desde Madeira. Languidecerán aquí con el frío.

– ¡Es espantoso!

– Horrible -replico-. Sin embargo, una pequeña pulsación con su dedo y usted las habrá salvado del frío. De esta manera, volverán a un ambiente cálido que es, al fin y al cabo, el lugar que les corresponde.

Me abre la puerta.

El ascensor es de aquellos que hace que me entren ganas de subir y bajar ocho veces, sólo para poder disfrutar del pequeño sofá empotrado de madera de palosanto, las rejas doradas y los pequeños amorcillos soplados con chorro de arena en los cristales, a través de los cuales pueden verse el cable y el contrapeso que se sumerge en el abismo que acabo de abandonar.

La puerta de la señora Lübing está cerrada. En el piso de abajo, la señora Schou ha abierto la puerta de su piso con tal de asegurarse de que lo de las orquídeas no es una tapadera para una furtiva y rápida violación navideña.

En mi bolsillo, entre los billetes sueltos, la calderilla y algunos escritos de apremio de la sección segunda de la Biblioteca Universitaria, llevo una nota. La introduzco por la ranura del buzón. Y yo y la señora Schou nos ponemos a esperar.

La puerta tiene una ranura de latón para el correo. La placa con el nombre está pintada a mano y el marco de la puerta es blanco y gris.

Finalmente se abre. En el vano aparece Elsa Lübing.

Se toma su tiempo con el fin de hacerse una idea de mí.

– Sí -me dice por fin-, desde luego tengo que reconocer que es usted insistente.

Se hace a un lado. Paso y me introduzco en el piso.

Tiene los colores del edificio. Plata pulida y nata fresca. La señora Lübing es muy alta, mide más de metro ochenta, y lleva un sencillo vestido largo de color crudo. Se ha recogido el pelo sobre la cabeza, de donde se han soltado algunas mechas que caen en cascadas de brillante metal sobre sus mejillas. No lleva maquillaje, ni perfume, ni tampoco ninguna joya, salvo una cruz de plata que cuelga del cuello. Es un ángel. De aquellos en los que puedes confiar para que custodien algo con una espada flamígera.

Está mirando la carta que he echado por su buzón. Es la concesión de la pensión de viudedad de Juliana.

– Esta carta -dice-, la recuerdo perfectamente.

Hay un cuadro colgado en la pared. Desde el cielo y hacia la tierra, fluye un río de ancianos de largas barbas, niños pequeños y regordetes, frutas, cornucopias, corazones, áncoras, coronas de rey, cañones y un texto que puede leerse si se tiene la suerte de saber latín. Esta imagen encierra lo que hay de lujoso en la estancia. Aparte de esto, las paredes están desnudas y blancas, el suelo de parquet está cubierto por alfombras de lana, hay una mesa de roble, una mesa redonda más bajita, un par de sillas de respaldo alto, un sofá, estanterías altas y un crucifijo.

No hay necesidad de más. Porque la estancia tiene algo más. Tiene una vista imposible de obtener si no se es piloto y sólo soportable si no se padece vértigo. El piso parece reducirse básicamente a una gran habitación con mucha luz. En el lado de la terraza, en todo lo ancho de la habitación, hay una pared de cristal. A través de ella, se puede ver toda Frederiksberg, Bellahoej y, a lo lejos, la Alta Gladsaxe. A través de ella, entra, con una blancura propia del aire libre, la luz de una mañana invernal. En el otro lado se abre otra gran ventana. A través de ésta, por encima de una hilera interminable de tejados, se vislumbran las torres de Copenhague. Por encima de la ciudad, nos encontramos Elsa Lübing y yo intentando tantearnos.

Me ofrece una percha para mi abrigo. Instintivamente, me quito los zapatos. Hay algo en la habitación que invita a hacerlo. Nos sentamos en dos sillas de respaldos altos.

– Normalmente, a estas horas -me dice- estoy rezando.

Lo dice con naturalidad, como si se tratara del programa de ejercicios que la Asociación de Enfermos del Corazón suele hacer a estas horas.

– O sea, que ha escogido usted, sin saberlo, un momento inoportuno.

– Vi su nombre en la carta y busqué su dirección en el listín de teléfonos -le digo.

Vuelve a echar un vistazo al papel. Entonces se quita las gafas estrechas de gruesos cristales.

– Un trágico accidente. Sobre todo para el niño. Un niño necesita a sus padres. Ésta es una de las razones prácticas que demuestran que el matrimonio es sagrado.

– Le hubiera alegrado escuchar eso al señor Lübing.

Si su marido ha muerto, no ofendo a nadie utilizando el pasado. Si está vivo, es un cumplido de buen gusto.

– No hay ningún señor Lübing -dice-. Soy la esposa de Jesucristo.

– Lo dice de una manera seria y coqueta al mismo tiempo, como si ella y Jesucristo se hubieran casado hace un par de años y la relación fuera muy dichosa, con indicios de ser duradera- Pero eso no significa que no considere el amor entre hombre y mujer como algo divino. Sin embargo, no deja de ser un estado en el camino. Un estado que, digamos, me he permitido pasar por alto. -Me observa con una mirada que parece ser capciosa-. Como cuando a una le suben de curso en la escuela.

– O -replico- como cuando se pasa directamente de contable a jefe de contabilidad en la Sociedad Criolita Danmark.

Al reír, su risa es tan profunda como la de un hombre.

– Pequeña -dice-, ¿está usted casada?

– No. Nunca lo he estado.

Nos acercamos la una a la otra. Dos mujeres maduras que saben, ambas, lo que significa vivir sin un hombre. Ella parece llevarlo mejor que yo.

– El niño ha muerto -le cuento-. Hace cuatro días, se cayó desde un tejado.

Se levanta y se acerca a la pared de cristal. Si fuera posible llegar a tener un porte tan digno y bello como ella, sería un placer envejecer. Abandono la idea. Sólo con pensar que tendría que crecer los treinta centímetros con los que me supera en altura, me agoto.

– Lo vi una sola vez -me explica-. Habiéndolo visto sólo una vez, es posible llegar a entender el porqué de las palabras: «Si no sabéis volver a ser niños, no entraréis en el Paraíso». Espero que la pobre madre sepa encontrar el camino hacia Jesucristo.

– Eso puede hacerse realidad únicamente si es posible llegar a Él en lo más profundo de una botella.

Me mira sin sonreír.

– Él es omnipresente. También allí abajo.

A comienzos de los años sesenta, la misión cristiana en Groenlandia todavía mantenía cierto nervio imperialista. Los últimos tiempos, y sobre todo en la Tule Airbase, con sus contenedores llenos de revistas pornográficas, whisky y su demanda de prostitución enmascarada, nos han dejado, desde los límites de la religión, en un vacío de asombro. He perdido la habilidad para atajar a los europeos creyentes.

– ¿Cómo conoció a Isaías?

– Hice valer mi modesta influencia en la sociedad con el fin de ampliar el contacto con los groenlandeses. Nuestra cantera en Saqqaq era, como también lo era la cantera de la Sociedad Criolita Oresund en Ivittuut, una zona de acceso limitado. La mano de obra era danesa. Los únicos groenlandeses que contratamos fueron los empleados de la limpieza. Desde la apertura de la mina, se mantuvo una severa separación entre daneses y esquimales. En esa situación, yo intenté llamar la atención sobre el mandamiento de amor al prójimo. Con intervalos de varios años se contrataron algunos esquimales a raíz de las expediciones geológicas. Fue durante una de estas expediciones cuando el padre de Isaías falleció. A pesar de que su mujer los había abandonado a él y al niño, había seguido contribuyendo a su sustento. Cuando el consejo de administración otorgó la asignación de pensión, le pedí a Juliana que se presentara en mi despacho con el niño. Entonces lo conocí.

Algo en la palabra «asignación» me da que pensar.

– ¿Por qué se concedió la pensión? ¿Estaba obligada la compañía a ello desde un punto de vista jurídico?

Vacila por un instante.

– Supongo que obligados no estaban. No puedo descartar que el consejo se haya dejado influir por mi asesoramiento.

Puedo apreciar un aspecto más de la señora Lübing: el poder. Quizás ocurra siempre así con los ángeles. Quizá Nuestro Señor ha ejercido cierta presión desde el Paraíso.

Me he acercado a ella. Frederiksberg, el barrio que rodea la plaza de la Reunificación, Broenshoej, la nieve, todo hace que parezca una aldea. La calle de las Garzas es corta y estrecha. Desemboca en la calle de la Paloma. En la calle de la Paloma hay muchos coches aparcados. Uno de ellos es un Volvo 840 azul. Los productos de la fábrica Volvo llegan hasta los lugares más inusitados. Están obligados a ello, para que el grupo Volvo pueda permitirse patrocinar el Europe Tour. Y para poder pagar los honorarios que mi padre se jacta de haber exigido por dejarse fotografiar.

– ¿De qué murió el padre de Isaías?

– Intoxicación alimentaria. ¿Está muy interesada en el pasado, señorita Jaspersen?

Es ahora cuando debo decidir si la cebo con una historia coloreada o si debo intentar el camino arduo de la verdad. Sobre la mesita está la Biblia. Uno de los catequistas groenlandeses en la escuela dominical de la misión de los Hermanos moravos estaba interesado en los Rollos del Mar Muerto. Estoy pensando en su voz cuando decía: «Y dijo Jesús: No mentiréis». Dejo que este pensamiento sea una advertencia.

– Creo que alguien lo asustó, que alguien lo persiguió por aquel tejado desde el que cayó.

Su equilibrio no se desestabiliza ni por un segundo. Durante los últimos días me he movido entre gentes que consideran aquello que a mí más me extraña con la mayor tranquilidad del mundo.

– El diablo tiene infinidad de formas.

– Es justamente una de esas formas la que yo busco.

– La venganza pertenece al Señor.

– Ese tipo de justicia es a demasiado largo plazo para mí.

– Creo haber entendido que, a corto plazo, disponemos de la policía.

– Han cerrado el caso.

– ¿Té? -exclama-. Todavía no le he ofrecido nada.

De camino a la cocina se da la vuelta al llegar a la puerta.

– ¿Conoce la parábola de los talentos? Habla sobre la lealtad. Existe una fidelidad tanto hacia lo terrenal como hacia lo celestial. Fui funcionaria de la Sociedad Criolita durante treinta y cinco años. ¿Lo entiende?


– Cada dos o tres años, la Sociedad Criolita pertrechaba una expedición geológica a Groenlandia.

Tomamos té. En una vajilla Trankebar y servido en una tetera de Georg Jensen. Tras un examen más detenido, el gusto de Elsa Lübing parece más sencillo que humilde.

– La expedición del verano del 91 a Gela Alta en la Costa Oeste costó 1.870.747,50 coronas, la mitad de las cuales se pagó en coronas danesas, mientras que la mitad restante se pagó en Kap York Dollars, la moneda propia de la sociedad, que recibió su nombre del almacén de Knud Rasmussen en Tule en 1910. Esto es todo lo que puedo decir.

Me siento con cuidado. Le pedí a la señora Rohrmann de la calle de Ordrup que me cosiera un forro de seda en mis pantalones de badana. Me lo ha hecho de mal grado. Dice que las costuras hacen pliegues y se descosen. Pero yo insisto. Mi existencia reposa en estas pequeñas alegrías. Quiero disfrutar de la frescura de la seda y del calor juntos contra mis muslos. El precio que por ello debo pagar es tener que sentarme con cuidado. Es el movimiento hacia delante y hacia atrás contra la capa exterior lo que deteriora las costuras. Éste es, en definitiva, mi pequeño problema durante esta conversación. La señora Lübing tiene uno más grande. Está escrito, más o menos, que no hay que hacer del corazón una guarida de ladrones, y eso ella lo sabe. Y eso llega a ejercer cierta presión sobre su conciencia.

– Llegué a la Sociedad Criolita en el 47. Cuando el empresario Virl me dijo el 17 de agosto: «Percibirá doscientas cuarenta coronas al mes, tendrá el almuerzo gratis y dispondrá de tres semanas de vacaciones», no supe qué decir. Pero por dentro pensé: «Entonces es cierto. Mira los pájaros en el cielo. Ellos no siembran. ¿Por qué entonces no iba él a cuidar de ti?». En la firma Groen & Witzke, en la Nueva Plaza del Rey, donde había trabajado, me pagaban ciento ochenta y siete coronas al mes.

El teléfono está en la entrada. Hay dos cosas que comentar al respecto. Que está desconectado y que no hay ningún bloc de notas al lado, ningún listín telefónico, ningún lápiz. Me he fijado al llegar. Ahora empiezo a entender lo que hace con los números de teléfono sueltos que los demás apuntamos en la pared y en el dorso de la mano o que dejamos caer en el olvido. Ella los introduce en su increíble memoria.

– Desde entonces, nadie ha tenido motivo alguno de queja en cuanto a la generosidad o la sinceridad de la sociedad. Y las que han podido surgir, han sido enmendadas. Cuando yo llegué, había seis cantinas. Una para los trabajadores, otra para el personal de oficinas, otra para los técnicos, otra para los jefes de sección, el jefe de contabilidad y los contables, otra para los colaboradores científicos en los edificios de los laboratorios y otra para el director y el consejo de administración. Pero esto fue modificado.

– ¿Acaso hizo valer su influencia? -le espeto.

– Como ya sabrá, teníamos a varios políticos en el consejo. En ese momento teníamos además, entre otros, a Steincke. Puesto que de lo que yo era testigo entonces era totalmente contrario a mi conciencia, fui a verle. Fue el 17 de mayo de 1957, a las cuatro de la tarde, el mismo día en que fui nombrada jefa de contabilidad. Le dije: «No sé nada sobre el socialismo, señor Steincke. Pero lo que sí entiendo es que tiene ciertos rasgos comunes con la conducta de la Iglesia primitiva. Ellos daban lo que tenían a los pobres y vivían juntos como hermanos y hermanas. ¿Cómo pueden conciliarse estas ideas, señor Steincke, con las seis cantinas?». Me contestó con la Biblia. Me dijo que hay que darle a Dios lo que es de Dios pero también al César lo que es del César. Sin embargo, unos años después, sólo quedaba la cantina grande.

Al servir el té, utiliza un colador pequeño con el propósito de evitar que caigan las hojas en las tazas. Un trocito de algodón en el pitorro de la tetera evita que gotee sobre la mesa. En su interior está pasando algo similar. Lo que le fastidia ahora mismo es la falta de costumbre que tiene en filtrar aquello que no debe gotear sobre mí.

– En realidad somos o, mejor dicho, éramos, en parte, una empresa estatal. No semiestatal, como la Sociedad Criolita Oresund. Sin embargo, el Estado estaba representado en el consejo de administración y poseía el 33,33% de las acciones. Las cuentas eran, por otra parte, muy accesibles, puesto que se hacían copias de todo sobre papel de copia antiguo -sonríe-, que recordaba mucho al famoso papel higiénico, número 00. Parte de las cuentas eran revisadas por el Departamento Auditor, la institución que a partir del 1 de enero de 1976 pasó a llamarse Auditoría General del Reino. El problema residía en la cooperación con las empresas privadas: la Sociedad Anónima Sueca de Diamantes, Greenex y, con el tiempo, Investigaciones Geológicas de Groenlandia. Los contratos de trabajo a media jornada y a horas. Eso creó situaciones un tanto complicadas. Porque también existía una jerarquía dentro de la compañía. Es necesaria en cualquier empresa. Había partes de las cuentas a las que ni tan siquiera yo tenía acceso. Yo tenía mis cuentas encuadernadas en piel de topo gris, con letras impresas en rojo. Las tenemos en una caja fuerte en el archivo. Sin embargo, también se llevaba una contabilidad menor que era confidencial. Es inevitable. No puede ser de otra manera en una gran empresa.

– «Las tenemos en el archivo.» Habla usted en presente.

– Me retiré hace dos años. Desde entonces he estado vinculada a la sociedad como asesora especial de contabilidad.

Vuelvo a intentarlo por última vez.

– Las cuentas de la expedición del verano del 91, ¿hubo algo especial en relación con ellas?

Por unos instantes llego a creer que estoy a punto de alcanzarla. Entonces los filtros vuelven a su sitio.

– No estoy segura de mi memoria.

Vuelvo a apretar las tuercas por última vez. Lo cual es una indiscreción destinada, de antemano, a fracasar.

– ¿Podría ver el archivo?

Se limita a negármelo con un gesto de la cabeza.

Mi madre solía fumar en una pipa hecha de un viejo cartucho de bala. Nunca mentía. Sin embargo, cuando había alguna verdad que quería ocultar, vaciaba la pipa y se metía los residuos en la boca diciendo mamartoq, delicioso, y simulando que era incapaz de hablar. Saber callar también puede considerarse un arte.


– ¿No fue -le pregunto mientras me calzo los zapatos- difícil para una mujer llegar a ser en los años cincuenta la responsable de la contabilidad de una gran compañía?

– El Señor ha sido clemente conmigo.

Pienso para mis adentros que el Señor ha tenido en Elsa Lübing un instrumento eficaz a través del cual canalizar su clemencia.

– ¿Qué le hace pensar que el niño fue perseguido por el tejado?

– Había nieve sobre el tejado desde el que cayó. Vi las huellas. Conozco y siento la nieve.

Su mirada cansada se pierde en el infinito. De repente, su decrepitud se ha hecho visible.

– La nieve es la imagen de la inestabilidad -dice-, según Job.

Me he puesto el abrigo. No soy una conocedora de la Biblia. Pero, de vez en cuando, se quedan pegados algunos fragmentos extraños de la sabiduría de la infancia en el papel cazamoscas del cerebro.

– Sí -le digo-. Y de la luz de la verdad. Como en el Apocalipsis: «Su cabeza y sus cabellos eran blancos como la nieve».

Parece atormentada cuando cierra la puerta detrás de mí. Smila Jaspersen. La querida invitada. La sembradora de luz y esperanza. Cuando ella se va, el cielo está azul y el buen humor la sigue por todas partes.

En el instante en que pongo el pie en la calle de las Garzas, el interfono cruje.

– ¿Sería tan amable de volver a subir?

Su voz está ronca, pero puede deberse a este teléfono subacuático.

Así que vuelvo a meterme en el ascensor. Y ella vuelve a recibirme en la puerta.

Pero nada es ya como antes, como dijo Jesucristo en algún lugar.

– Tengo una costumbre -me dice-. Consulto la Biblia al azar cuando tengo alguna duda. Para recibir consejo. Un pequeño juego entre Dios y yo, si quiere.

En cualquier otra persona esa costumbre podría haber parecido uno de esos pequeños trastornos funcionales que sufren los europeos cuando pasan demasiado tiempo a solas. Sin embargo, en ella no. Nunca está sola. Está casada con Jesucristo.

– Hace un momento, cuando usted ha cerrado la puerta, he consultado la Biblia al azar. Me he encontrado con la primera página del Apocalipsis. La que usted había mencionado: «Tengo las llaves de la Muerte y del Infierno».

Permanecemos unos instantes observándonos mutuamente.

– Las llaves de la Muerte y del Infierno. ¿Hasta dónde está usted dispuesta a llegar?

– Pruébeme.

Durante un instante, hay algo que sigue luchando en su interior.

– Hay un archivo doble, en el sótano, debajo del edificio del Strandboulevard. En el primero hay cuentas y correspondencia. A él tenemos acceso los apoderados, los contables, yo misma, de vez en cuando, los jefes de sección. El otro se encuentra detrás del primero. Allí se archivan los informes de las expediciones. Ciertos testigos de sondeo. Hay toda una pared llena de planos topográficos. Un soporte para coronas de perforación, testigos de sondeo del tamaño de un colmillo de narval. En principio, sólo es posible acceder a esta sala con el permiso expreso del consejo de administración o del director.

Se da la vuelta, dándome la espalda.

Percibo la solemnidad que este gesto conlleva: está a punto de cometer una de las infracciones más importantes de su vida, en la que, sin duda, ha habido pocas.

– Por supuesto no estoy autorizada a contarle que existe un sistema de llaves general para el edificio. O que la llave abloy que está colgada en la tabla corresponde a la puerta principal.

Giro la cabeza lentamente. A mi espalda cuelgan, de pequeñas perchas de latón, tres llaves. Una de ellas es una llave abloy.

– El edificio en sí carece de sistema de alarma. La llave del archivo que está en el sótano está colgada dentro de la caja fuerte del despacho. Se trata de una caja el-safe con un código de seis cifras, que corresponde a la fecha de mi nombramiento como jefa de contabilidad. El 17.05.57. Esta llave sirve tanto para la primera como para la segunda habitación del sótano.

Vuelve y se pone a mi lado. Adivino que esta proximidad que ahora compartimos es lo más cerca que ha estado de tocar a otra persona en toda su vida.

– ¿Es usted creyente? -me pregunta.

– No sé si creo en su Dios.

– Da igual. ¿Cree en lo divino?

– Hay mañanas en las que ni tan siquiera soy capaz de creer en mí misma.

Ríe por segunda vez ese día. Entonces se da la vuelta y se dirige a su ventana panorámica.

Cuando llega al centro de la estancia, me meto la llave en el bolsillo. Con la punta de los dedos, me aseguro de que el forro de la señora Rohrmann, al menos en este bolsillo, no se haya roto.

Entonces me voy. Bajo por las escaleras. Si en verdad existe la Providencia divina, una de las preguntas más apremiantes sería en qué medida interviene directamente. Si, por ejemplo, es el propio Señor quien al haberme visto en la calle de las Garzas número 6 ha dicho «que haga aguas», y ha hecho aguas. Uno de sus propios ángeles.


Al doblar la esquina de la calle de la Paloma, tengo un bolígrafo en la mano. Me han entrado ganas de anotar una matrícula en el dorso de la mano. Sin embargo, no voy a tener ocasión de hacerlo. Cuando llego a la esquina, ya no hay ningún Volvo 840 estacionado.

10

– Polvo eres.

Ocurría que aparecían algunos halcones cuando cazábamos alcas. Primero sólo eran dos puntitos lejanos en el horizonte. Luego, de repente, era como si el monte se disolviera y se elevara en el cielo. Cuando un millón de alcas alzan el vuelo, el espacio se oscurece por un instante, como si el invierno hubiera vuelto de súbito.

Mi madre solía disparar sobre los halcones. Un halcón desciende en picado a doscientos kilómetros por hora. Y acertaba. Les disparaba con un proyectil niquelado de calibre pequeño. Nosotros se los traíamos. Una vez, la bala entró por un ojo y se incrustó en el otro y parecía como si el halcón muerto nos observara con una mirada brillante y perspicaz.

Un taxidermista de la base militar lo disecó. Los halcones son una especie totalmente protegida. En el mercado negro de Estados Unidos o Alemania, una cría de halcón puede venderse por cincuenta mil dólares. Nadie osó nunca sospechar que mi madre hubiera violado la veda.

No los vendía. Los regalaba. A mi padre; a uno de los etnógrafos que se puso en contacto con ella por ser mujer y cazadora a la vez; a uno de los oficiales de la base. Los halcones disecados eran un regalo al mismo tiempo cruel y deslumbrante. Hacía entrega de ellos con solemnidad y una generosidad aparentemente absoluta. Entonces solía dejar caer que le faltaban unas tijeras de sastre. Insinuaba que necesitaba con urgencia setenta y cinco metros de cuerda de nailon. Dejaba entrever que nosotros, sus hijos, agradeceríamos dos juegos de ropa interior térmica.

Siempre obtenía lo que pedía. Envolviendo a su invitado en una cruel red de cortesía comprometedora para ambas partes.

Me avergonzaba de ello aunque también la amara por el mismo motivo. Ésta era su respuesta a la cultura europea. Se abría hacia ella con una cortesía impregnada de pálida premeditación. Y se encerraba a su alrededor, envolviendo todo aquello que podía utilizar. Unas tijeras, una cuerda de nailon, los espermatozoides que llevaron a Moritz Jaspersen hasta su útero.

Por este motivo, Tule nunca llegará a ser un museo. Los etnógrafos han difundido la leyenda sobre la inocencia de Groenlandia del Norte. Un sueño que insiste en que el inuit siga siendo una sencilla efigie en una exposición etnográfica, de piernas arqueadas, bailando al son de los tambores, contando leyendas y perennemente sonriente. En definitiva, el inuit que los primeros exploradores creyeron encontrar al sur de Qaanaaq a finales del siglo pasado. A esos etnógrafos mi madre les dio un pájaro muerto. E hizo que ellos le compraran media tienda. Navegaba en una piragua que había sido construida según las técnicas del siglo xvii, antes de que desapareciera para siempre el arte de las piraguas de Groenlandia del Norte. Sin embargo, utilizaban un bidón de plástico sellado como flotador para cazar.

– …En polvo te convertirás.

Soy capaz de ver lo que hay de acertado en las acciones de los demás. Sin embargo, no soy capaz de acertar yo misma. Isaías estuvo a punto de ser un logro. Hubiera podido llegar a serlo. Hubiera sido capaz de acoger en sí a Dinamarca y transformarla hasta convertirla en un igual.

Encargué que le cosieran un anorak de seda blanca a Isaías. Incluso el dibujo hubiera sido aceptable para los europeos. El pintor Gitz-Johansen se lo había regalado a mi padre. Se lo habían dado a Gitz-Johansen en Groenlandia del Norte mientras estuvo ilustrando la gran enciclopedia de las aves de Groenlandia. Le puse el anorak a Isaías, lo peiné, y entonces lo deposité de pie encima de la tapa de la taza del retrete. Cuando se vio reflejado en el espejo, ocurrió. El tejido tropical, el recogimiento groenlandés al enfundarse en el traje de fiesta, la alegría danesa por el lujo; se fundió en un todo. Quizá también tuviera algo que ver con que se lo había regalado yo.

Un instante más tarde tuvo que estornudar.

– ¡Tápame la nariz!

Se la tapé.

– ¿Por qué? -le pregunté. Solía sonarse la nariz en el lavabo.

En cuanto abrí la boca, sus ojos encontraron mis labios en el espejo. Ocurría con cierta frecuencia que conociera mis pensamientos antes de que yo los pronunciara.

– Cuando annoraaq qaqortoc, cuando llevo puesto el hermoso anorak, no me apetece llenarme los dedos de mocos.

– …Y del polvo resucitarás.

Intento sondear a las mujeres que rodean a Juliana para saber si alguna de ellas está embarazada. De un niño que podría recibir el nombre de Isaías. Los muertos siguen viviendo a través del nombre. Hubo cuatro niñas a quienes llamaron Ane por mi madre. Las he visitado muchas veces y he hablado con ellas para vislumbrar a través o detrás de la mujer que tenía en frente a aquella que me abandonó.

Sacan las cuerdas de las anillas laterales del ataúd. Por un instante, el ansia se apodera de mí como una enfermedad enajenante. Si al menos abrieran el ataúd un momento y me dejaran echarme al lado de su pequeño cuerpo frío, en el que han clavado una aguja, que han abierto y fotografiado y del que han cortado algunas rodajas, cerrándolo de nuevo. ¡Si pudiera, una última vez, notar su erección contra mi muslo, un gesto de erotismo vislumbrado e infinito, el aleteo de unas mariposas nocturnas contra mi piel, insectos oscuros de la felicidad!

Está helando con tanta intensidad que se ven obligados a esperar para poder llenar la fosa, que permanece abierta tras nuestros pasos. El mecánico y yo nos alejamos uno al lado del otro.

Se llama Peter. Hace menos de trece horas que pronuncié su nombre por primera vez.


Dieciséis horas antes era medianoche. En la calle de la Calería. He comprado doce sacos de plástico enormes, cuatro rollos de cinta adhesiva, cuatro tubos de cola instantánea y una linterna de mano Maglite. He abierto los sacos con unas tijeras, los he colocado de dos en dos y los he pegado. Lo he metido todo en mi bolso Louis Vuitton.

Llevo un par de botas de caña alta, un jersey rojo con cuello cisne, unas pieles de foca de Groenlandia y una falda escocesa del Scotch Corner. Sé por experiencia que es mucho más fácil eludir cualquier cosa con algunas explicaciones cuando vas bien vestida.

Lo que ocurre a continuación carece, en cierto modo, de elegancia.

Toda la superficie de la fábrica está rodeada por una reja de tres metros y medio de altura coronada por una sola hilera de alambre de púas. En mi mente llevo impresa una entrada que se encuentra en la parte trasera y que da a la calle de la Calería y a las vías del tren. La he visto antes.

Lo que antes no había advertido es el cartel que anuncia que la Central Danesa de Pastores Alemanes está en guardia. Puede no significar nada. Al fin y al cabo se cuelgan muchos carteles con el único fin de mantener una buena atmósfera. Por lo que le doy unas patadas a la entrada. Cinco segundos después aparece un perro delante de la reja. Probablemente un pastor alemán. Parece algo que ha estado tirado delante de una puerta para que la gente tuviera algo en que limpiarse los zapatos. Quizás ésta sea la explicación de su mal humor.

Hay gente en Groenlandia que sabe cómo manejar a los perros. Mi madre sabía. Antes de que llegaran a ser corrientes las cuerdas de nailon, utilizábamos correas hechas de tiras de piel de foca como cuerdas de tiro en los trineos. Los demás tiros de perros solían comerse los correajes. Nuestros perros no lo hicieron nunca. Mi madre lo había prohibido.

También hay otras personas que han nacido con miedo a los perros y nunca lo superan. Yo soy una de ellas. Por lo tanto vuelvo al Strandboulevard y tomo un taxi de vuelta a casa.

No voy a mi piso. Voy al de Juliana. De su nevera saco medio kilo de hígado de bacalao. Un amigo que tiene en el mercado de pescado le regala los hígados que revientan. Del botiquín del baño de Juliana saco medio frasco de Rohypnol y me lo meto en el bolsillo. Hace poco que se lo recetó su médico. Ella los vende. Estas pastillas tienen buena acogida entre los drogadictos. Y ella emplea el dinero conseguido con la venta en comprar su propia droga, aquella que timbran las autoridades aduaneras.

La compilación de Rink incluye un cuento del oeste de Groenlandia sobre un espíritu intimidatorio que no puede dormir, y debe velar eternamente. Seguro que todavía no ha probado el Rohypnol. La primera vez que lo pruebas, media pastilla te sume en el coma más profundo.

Juliana deja que me aprovisione. Ha renunciado a todo, incluso a hacerme preguntas.

– ¡Te has olvidado de mí! -grita a mis espaldas.

Vuelvo en taxi a la calle de la Calería. Es inevitable, el coche empieza a oler a pescado.

De pie, a la luz del viaducto que llega al puerto franco, machaco las pastillas y las mezclo con el hígado. Ahora yo también huelo a pescado.

Esta vez no hace falta que llame al perro. Está allí, delante de la reja, esperándome. Ha estado deseando que volviera. Le lanzo el hígado por encima de la reja. Se oye hablar tanto del sentido del olfato refinado de los perros. Estoy preocupada. A lo mejor es capaz de detectar las pastillas. Mis preocupaciones son desmentidas. Se traga el hígado como si fuera un aspirador.

Nos quedamos esperando, el perro y yo. Él espera que le llegue más hígado. Yo espero ver lo que la industria medicinal es capaz de hacer por los animales insomnes.

En ese mismo instante aparece un coche. Una furgoneta de la Central Danesa de Pastores Alemanes. No hay ningún sitio donde esconderse ni forma alguna de disimular en la calle de la Calería, por lo que decido quedarme allí mismo. Un hombre de uniforme baja del coche. Intenta hacerse una idea de mí pero por lo visto no llega a ninguna conclusión que le satisfaga. ¿Una mujer sola enfundada en pieles a la una de la noche en las afueras de Oesterbro? Abre la reja y le pone la correa al perro. Lo saca a la acera. El perro me gruñe de una manera amenazante. De repente, sus piernas se convierten en goma y está a punto de tropezar. El guardia lo mira preocupado. El perro lo mira con ojos implorantes. Entonces el guardia abre la puerta trasera de la furgoneta. El perro logra meter las patas delanteras pero el guardia se ve obligado a empujarlo los últimos centímetros. Está extrañado. Pero arranca el coche y desaparece. Y me deja a mí con mis cavilaciones respecto a la manera de trabajar de la Central Danesa de Pastores Alemanes. Acabo pensando que sueltan los perros un poco al azar, de vez en cuando, y por poco tiempo en cada lugar. Ahora el guardia va de camino a un nuevo rincón en el que soltar al perro. Espero que el perro encuentre un sitio blando donde echarse a dormir.

Meto la llave en el cerrojo. Sin embargo, la reja no se abre. Puedo imaginarme lo que debe de haber ocurrido. Elsa Lübing siempre iba a trabajar a una hora en la que había un portero para abrirle la puerta. Por eso no sabe que en los accesos de la periferia se utiliza otro sistema de llaves.

No voy a tener más remedio que forzar la reja. Tardo muchísimo tiempo. Y acabo lanzando las botas por encima de la alambrada. Me dejo buena parte de la piel de foca enganchada en el camino.

Sólo necesito echarle un vistazo a un mapa una vez y el paisaje surge y sobresale del papel. No es algo que haya aprendido. Naturalmente he tenido que adaptarme y aprender cierta nomenclatura, cierto sistema de signos. Las curvas de nivel punteadas en los planos topográficos del Instituto Geodésico. Las parábolas verdes y rojas en los planos del Ejército sobre las zonas cubiertas por el hielo. Las fotografías blanquinegras en forma de disco del radar de banda X. Imágenes multiespectrales del Landsat 3. Las tarjetas de sedimentación de color caramelo de los geólogos. Las fotografías térmicas rojas y azules. Pero, en el fondo, ha sido como aprender un nuevo alfabeto para, acto seguido, olvidarlo en cuanto se empieza a leer. El texto sobre el hielo.

Había un plano de la Sociedad Criolita Danmark en el libro del Instituto Geológico. Un plano catastral, una fotografía aérea y un plano del edificio. Ahora que me encuentro en el lugar, sé cómo era todo antes.

En la actualidad es un edificio en demolición. Oscuro como un agujero, con motas blancas donde la nieve se ha arremolinado en cúmulos.

He entrado por lo que antaño era la parte posterior de la nave en la que solía almacenarse la criolita en bruto. Quedan los pilares. Un campo de fútbol abandonado de hormigón helado. Busco las vías del ferrocarril. Y en ese mismo instante tropiezo con las traviesas. Los raíles de la vía por la que transportaban el mineral desde el muelle de la sociedad. La silueta que aparece en la oscuridad son los cobertizos de los albañiles, donde antes se encontraban la forja, la estación de máquinas y el taller de carpintería. Un sótano lleno de cascotes fue, en su día, el sótano de la cantina. La superficie de la fábrica está cortada por la calle de Svaneke. Al otro lado de la calle hay una hilera de bloques de viviendas, llenas de estrellas navideñas eléctricas, velas, un montón de madres, de padres y niños. Y debajo de sus ventanas, los dos edificios alargados donde se encuentran los laboratorios todavía sin demoler. ¿Será una metáfora de la relación de Dinamarca con su antigua colonia? ¿La desilusión, la resignación, el repliegue? ¿Y de la conservación de la última sujeción administrativa: el control de la política exterior, el subsuelo, los intereses militares?

Ante mis ojos, contra la luz del Strandboulevard, la casa parece un pequeño palacio.

Es un edificio angular. La entrada se encuentra al final de unas escaleras de granito en forma de abanico, que ascienden por el ala del Strandboulevard. Esta vez la llave sí encaja.

La puerta conduce a un pequeño vestíbulo cuadrado, de losas de mármol blancas y negras y una acústica con eco, no importa lo sigilosa que intente ser. Desde aquí, unas escaleras llevan a la oscuridad del sótano y otras, hacia arriba, al nivel desde donde Elsa Lübing hizo valer sus influencias durante cuarenta y cinco años.

Las escaleras suben hasta una puerta de doble hoja. Detrás de ésta se abre una sala grande que debe cubrir toda la superficie del ala. Hay ocho escritorios, seis ventanas que dan a la calle, archivos, teléfonos, ordenadores, dos fotocopiadoras, estanterías metálicas repletas de carpetas de plástico rojas y azules. En una pared, un mapa de Groenlandia. Sobre una mesa larga, una máquina de café y varias tazas. En la esquina, una caja fuerte eléctrica cuya pequeña pantalla resplandece en la habitación con la palabra «closed».

Al fondo distingo un escritorio un poco apartado de los demás que es un poco más grande. Han colocado un cristal sobre la mesa. Encima del tablero, alguien ha dejado un crucifijo. Nada de despacho privado para el jefe de contabilidad. Simplemente un escritorio en la sala común. Como en la primitiva Iglesia.

Me siento en su silla de respaldo alto. Para intentar entender cómo debe de haberse sentido al permanecer sentada, durante cuarenta y cinco años, entre impresos bancarios y gomas de borrar, mientras una parte de su conciencia sobresalía en una dimensión espiritual en la que ardía con fuerza una luz que la hacía encogerse amablemente de hombros ante el amor terrenal. Ese amor que para todos nosotros es una mezcla de la catedral de Nuuk y la posibilidad de una tercera guerra mundial.

Poco después me levanto sin haber logrado encontrar una respuesta.

Las ventanas tienen las persianas echadas. La luz amarilla, que entra en forma de rayas desde el Strandboulevard, inunda suavemente la habitación. Introduzco la fecha en que la nombraron jefa de contabilidad. El 17 de mayo de 1957. La puerta de la caja fuerte se abre hacia fuera con un zumbido. No tiene ninguna manivela, sólo una ranura en la que agarrarse y contra la que empujar.

Sobre estrechos estantes metálicos están las cuentas de la Sociedad Criolita desde 1885, año en el que se separó de la Sociedad Oresund por concesión estatal. Quizás unos seis libros por año. Cientos de folios encuadernados en piel de topo gris con letras impresas en rojo. Un fragmento de la historia. Sobre la inversión política y económica más importante y provechosa llevada a cabo en Groenlandia.

Saco un tomo rotulado con el año 1991 y paso las páginas al azar. «Salarios», «pensiones», «limpieza», «gastos de viaje», «beneficios de los accionistas», «pagos al Laboratorio Químico de Struer».

En la pared interior derecha de la caja fuerte cuelga una hilera de llaves. Encuentro la que está marcada con «archivo».

Al cerrar la puerta de la caja fuerte, los números del display desaparecen uno detrás de otro y, cuando abandono la sala, adentrándome en la oscuridad, vuelve a aparecer la palabra «closed».

La primera habitación del archivo ocupa la totalidad del sótano de una de las alas del edificio. Es una cámara repleta de estanterías de madera, cantidades interminables de papel para borradores con cubiertas de papel de embalar y rebosante de aquel aire que siempre está latente en los grandes desiertos de papel: aire cansino y falto de humedad.

La otra habitación es perpendicular a la primera. Tiene el mismo número de estanterías pero, además, unos armarios con archivadores de planos topográficos, un archivo colgante con cientos de planos, algunos metidos en tubos de latón, y una construcción de madera, cerrada con llave, que parece un ataúd de diez metros de largo. Debe de ser ahí donde duermen los testigos de sondeo.

La sala tiene en lo alto dos ventanas que dan al Strandboulevard, y cuatro que dan al solar donde antes se levantaba la fábrica. Es el momento para el trabajo preparatorio de las bolsas de plástico. He pensado cubrir los cristales de las ventanas para así poder encender la luz.

Hay chicas que pintan ellas mismas sus atractivas buhardillas, tapizan sus muebles o limpian con chorro de arena sus fachadas.

Yo siempre he llamado a un especialista. O he esperado al año siguiente.

Las ventanas son muy grandes, con barras de hierro que cubren los cristales por dentro. Tardo tres cuartos de hora en oscurecer los seis ventanales.

Una vez acabada esta tarea, no me atrevo, sin embargo, a encender la luz eléctrica y me conformo con la linterna que he traído.

Es imprescindible que impere un orden de lo más estricto en un archivo. Los archivos son, en definitiva, la cristalización del deseo de mantener el pasado ordenado. Para que jóvenes dinámicos y atareados puedan llegar, deslizándose, encontrar un asunto concreto, un testigo de sondeo en especial y volver a salir con pasos ligeros, con justamente aquel fragmento del pasado que buscaban.

Sin embargo, este archivo deja bastante que desear. No hay ni un solo cartelito en los estantes. No hay números, ni fechas, ni letras en el lomo de las carpetas que contienen el material archivado. Y, al meter la mano un par de veces al azar, saco Coal petrographic analyses on seams from Atâ (low group profiles), Nûgssuaq, West Greenland y Sobre el uso de la criolita en bruto transformada para la fabricación de bombillas eléctricas así como Delimitaciones en relación con la parcelación de 1862.

Subo a hacer una llamada telefónica al piso de arriba. Siempre me ha parecido raro, incluso incorrecto, llamar por teléfono. Sobre todo si la llamada se hace desde el lugar de los hechos. Como si hubiera conseguido línea directa con la comisaría de policía y así poder entregarme yo misma.

– Elsa Lübing al aparato, ¿dígame?

– Estoy aquí, entre montañas de papeles, intentando recordar dónde pone aquello de que incluso los elegidos corren el riesgo de ser llevados al engaño.

Primero se queda callada, luego ríe.

– Mateo. Pero quizá sea más apropiado para este caso el pasaje de Marcos en el que Jesús dice: «Estáis en error, por no conocer las Escrituras ni el poder de Dios».

Nos reímos juntas en el teléfono.

– Declino toda responsabilidad -me dice-. Ya he solicitado la puesta en marcha de una verificación y posterior sistematización de los archivos de los últimos treinta y cinco años.

– Me alegra saber que exista algo que no haya logrado.

Se produce un silencio en el auricular.

– ¿Dónde? -le pregunto.

– Hay dos estantes encima del banco, o mejor dicho, la caja grande de madera. Allí se encuentran los informes de las expediciones. Están ordenados alfabéticamente según el mineral que se haya buscado. Los tomos que están al lado de la ventana comprenden los viajes que tenían un objetivo tanto geológico como histórico. El que usted busca tiene que ser uno de los últimos.

Está a punto de colgar.

– Señorita Lübing -le digo.

– Sí.

– ¿Tuvo alguna vez una baja por enfermedad?

– El Señor me ha protegido.

– Lo sabía -le digo-. Tenía ese presentimiento.

Colgamos las dos.

No tardo ni dos minutos en encontrar el informe. Lo han metido en una carpeta negra de anillas. Tiene cuarenta folios, numerados en la esquina inferior derecha.

El informe está listo para meterlo en mi bolsillo. Luego tendré que quitar el plástico negro de las ventanas y desaparecer lo antes posible por la calle de la Calería sin dejar rastro.

Sin embargo, soy incapaz de controlar mi curiosidad. Me llevo el informe a la esquina más alejada de la habitación y me siento en el suelo con la espalda apoyada contra una estantería. Ésta cede bajo mi peso. Es una estantería de madera muy frágil. Por lo visto nunca creyeron que el archivo acabaría siendo tan grande. Que Groenlandia fuera tan sorprendentemente inagotable. Se han limitado a ir añadiendo. Añadiendo rastros del tiempo sobre un esqueleto frágil de madera.

«La expedición geológica de la Sociedad Criolita Danmark a Gela Alta, julio-agosto de 1991», reza la portada. Echo una leve ojeada a las primeras páginas que, a modo de introducción, explican el objetivo de la expedición: «Examinar los yacimientos de cristales de rubí maclado en el glaciar Barren en Gela Alta». El texto también menciona los cinco expedicionarios europeos. Entre ellos, un profesor de etnología ártica, el doctor Andreas Fine Licht. El nombre hace sonar una campanilla en lo más profundo de mí. Sin embargo, imagino que su presencia explica que en la parte inferior del folio se especifique que la expedición está respaldada por el Instituto de Etnología Artica.

Después viene un informe con una parte redactada en inglés y otra en danés. También lo leo por encima. Relata una expedición de rescate en helicóptero desde Holsteinsborg hasta el glaciar Barren. El helicóptero no pudo acercarse mucho, por el riesgo de que el ruido del motor provocara aludes. Por esta razón, tuvo que desistir y, en su lugar, enviaron un Cherokee Six 3000, algo que, francamente, no sé qué debe ser, aunque parece que aterrizó sobre el agua con un piloto, un navegador, un médico y una enfermera a bordo. Incluye un pequeño informe de la tripulación de rescate y un certificado médico del hospital. Hubo cinco muertos. Un finlandés y cuatro esquimales. Uno de los esquimales se llamaba Norsaq Christiansen.

Los anexos ocupan veinte páginas. Una relación de los testigos de sondeo recogidos. Las cuentas. Una extensa serie de fotografías en blanco y negro, tomadas desde un avión, en las que se muestra un glaciar que se divide y fluye alrededor de una roca clara en forma de cono.

Un portafolios transparente contiene copias de aproximadamente una veintena de cartas, todas relativas al transporte de los cadáveres.

El conjunto parece sobrio y correcto. Trágico pero, sin embargo, nada del otro mundo, algo que podía ocurrir. Nada que pueda explicar de manera satisfactoria que un niño pequeño, dos años más tarde, se haya caído desde un tejado en Copenhague. Por un momento llego a pensar que el resto ha sido fruto de mi imaginación. Que me he perdido. Que todo ha sido una telaraña de suposiciones tejida por mí misma.

Sólo ahora empiezo a percatarme de lo cargada de pasado que está la sala. Cargada de hileras de días, hileras de números, hileras de hombres y mujeres que cada día, año tras año, han comido en la cantina sus cuatro medias rebanadas de pan negro con fiambres y se han partido una cerveza hof con Amanda. Y nunca más de una, salvo por Navidad, cuando el laboratorio suele poner un cuarto de bombona de alcohol de 96° a macerar con comino para la comida navideña. El archivo me grita que todos estaban satisfechos. Y era exactamente lo mismo que ponía en el libro de la biblioteca y lo que también le dijo Elsa Lübing: «Estábamos satisfechos. Era un buen centro de trabajo».

Como tantas otras veces, siento un tirón en el pecho, deseando haber estado allí, haber tomado parte. En Tule y en Siorapaluk nadie preguntaba qué hacían los demás, porque todos eran cazadores, todos trabajaban y tenían algo que hacer. En Dinamarca se es asalariado y eso te ofrece una sensación de plenitud: le da un sentido a la vida el saber que ahora te arremangas, te pones el lápiz detrás de la oreja, te calzas las botas de agua y te vas a trabajar. Y cuando acabas de trabajar por la tarde, ves la televisión o les haces una visita a los amigos, o juegas a bádminton o haces un cursillo de formación suplementaria en Comal 80. Desde luego, nadie se dedica a la vida subterránea, a merodear debajo del Strandboulevard en mitad de la noche, a pocos días de Navidad.

No es la primera ni la última vez que tengo este tipo de pensamientos. ¿Qué es lo que nos hace ir en busca de la depresión?

Cuando cierro el informe, me viene un pensamiento a la mente. Lo vuelvo a abrir por el apartado médico. Allí veo algo. Y entonces es cuando tengo la certeza de que ha valido la pena.

He visto amigas en Groenlandia que, justo después de quedar embarazadas, se volvían prudentes y se cuidaban como no lo habían hecho hasta entonces. Esta misma sensación es la que ahora me embarga. A partir de este mismo momento deberé cuidar mucho de mí misma.

El tráfico ha cesado. No llevo reloj pero supongo que deben de ser cerca de las tres. Apago la linterna.

El edificio está en silencio. De repente, en medio del silencio, suena un ruido extraño. Parece demasiado próximo como para venir de la calle. Pero es tan débil como un susurro. Desde donde estoy sentada, el vano de la puerta que comunica con la primera sala es un rectángulo gris débilmente luminoso. Por un instante está allí, al siguiente ha desaparecido. Alguien ha entrado en la habitación, alguien que con su cuerpo tapa la luz.

Cambiando la postura de la cabeza, consigo seguir un movimiento que se desliza a lo largo de las estanterías. Me quito las botas. No me convienen si tengo que correr. Me pongo en pie. Girando de nuevo la cabeza consigo ver una silueta ligeramente iluminada en el marco de la puerta.

Creemos que existe un límite en el miedo. Sin embargo, sólo es así hasta que nos encontramos con lo desconocido. Todos disponemos de cantidades ilimitadas de terror.

Me agarro y vuelco una de las estanterías sobre él. Un momento antes de que la estantería se precipite, cae el primero de los cuadernos. Eso advierte al intruso del peligro, y le permite levantar las manos y detener la caída de la estantería. Primero se oye un ruido, como si se le rompieran los huesos del antebrazo. Acto seguido suena un estruendo como si cayeran quince toneladas de libros al suelo. No puede soltar la estantería, que reposa pesadamente sobre él. Y, lentamente, sus piernas empiezan a flaquear.

Se ha difundido entre la gran mayoría de la población la idea errónea de que la violencia siempre favorece al físicamente más fuerte. No es verdad. El desenlace de una pelea es una cuestión de velocidad en los primeros metros. Cuando me trasladé al colegio de Skovgaard, tras medio año en el de Rugmarken, me encontré por primera vez con la clásica persecución danesa contra las personas diferentes. Del lugar de donde venía, todos habíamos sido extranjeros y nos encontrábamos en la misma situación. En mi nueva clase, yo era la única que tenía el pelo negro y un danés torpe. Había sobre todo un chico de los cursos superiores que era realmente bruto y despiadado. Me enteré de dónde vivía. Un día me levanté muy temprano por la mañana y me puse a esperarle allí donde solía cruzar la calle de Skovshoved. Me aventajaba en quince kilos. Sin embargo, no tenía ni la más mínima posibilidad de vencerme. Nunca tuvo aquel par de minutos que necesitaba para transportarse a sí mismo al estado de trance requerido en estas situaciones. Le golpeé frontalmente en la cara, rompiéndole la nariz. Entonces le di una patada, primero en la rodilla izquierda y luego en la derecha, con el fin de tenerlo a una altura más operativa. Necesitaron darle doce puntos para ponerle el tabique nasal en su sitio. En realidad, nadie llegó a creer que hubiera sido yo la causante de tanto destrozo.

Tampoco en esta ocasión me quedo mirando, hurgándome las narices mientras espero que llegue Navidad. Descuelgo de la pared uno de los tubos de latón con cincuenta planos topográficos y le golpeo con todas mis fuerzas en la nuca.

Se desvanece al instante. Sobre él cae entonces la estantería. Aguardo. Puede que haya traído amigos consigo. O un perrito. Sin embargo, no se oyen otros ruidos, salvo su respiración, que surge de debajo de treinta metros de estanterías.

Entonces ilumino su cara con la linterna. Está cubierta por el polvo de los libros. El golpe le ha reventado el lóbulo de la oreja. Lleva unos pantalones deportivos negros, un jersey azul oscuro, una gorra de lana negra, mocasines azules y mala conciencia. Es el mecánico.

– Peter -digo-. Peter el Torpe.

No puede contestarme desde debajo de la estantería. Intento moverla pero es imposible.

Es necesario dejar de lado las medidas profesionales de seguridad y encender la luz. Me lanzo a quitar papeles, libros, carpetas, informes y sujetalibros de acero macizo de la estantería. Tengo que despejar tres metros. Tardo un cuarto de hora. Entonces puedo levantarla un centímetro y él es capaz de arrastrarse hasta la pared, allí se sienta y repasa su cráneo con las manos.

Ahora, y no antes, empiezan a temblarme las piernas.

– Tengo trastornos visuales -dice-. C-c-creo que tengo una conmoción cerebral.

– Esperemos que sea así -le contesto.

Todavía tarda un cuarto de hora en levantarse. E, incluso entonces, se parece a Bambi sobre el hielo. Tardamos media hora más en levantar la estantería. Primero hay que sacar todos los papeles antes de levantarla y, posteriormente, volverlos a colocar en su sitio. Llego a tener tanto calor que me veo obligada a quitarme la falda y seguir trabajando en leotardos. Él deambula con los pies descalzos y el torso desnudo mientras le vienen frecuentes olas de calor, de sudor frío junto con ataques de mareo. Tiene que tomarse un descanso. El susto y las preguntas sin contestar continúan suspendidas en el aire mezcladas con el polvo, suficiente como para llenar un cajón de arena para que jueguen los niños.

– Huele a pescado, Smila.

– Hígado de bacalao -le contesto-. Por lo visto es muy sano.

Me observa sin decir palabra mientras abro la caja fuerte y cuelgo la llave del archivo en su sitio. Salimos. Me lleva hasta una puerta de la reja que da a la calle de Svaneke. Está abierta. Una vez fuera, se inclina sobre la cerradura y ésta hace un clic.

Su coche está aparcado en la siguiente calle. Tengo que sostenerle con una mano. En la otra, llevo una bolsa de basura industrial llena de bolsas de basura industriales. Un coche patrulla pasa a nuestro lado lentamente. Pasa de largo sin detenerse. ¡Se ven tantas cosas en la calle a estas horas! Hay que dar un margen para que la gente se lo pase bien a su manera.

Me ha contado que anda detrás de que le admitan su coche en un museo de autos antiguos. Es un Morris 1000 del 61, según me dice. Con asientos de piel roja, capota y panel de mandos de madera.

– No puedo conducir -añade.

– Yo no tengo carnet.

– ¿Pero has conducido antes?

– Vehículos de orugas sobre el Indlandsis.

A pesar de todo, no está dispuesto a someter su coche a tal experiencia, por lo que él mismo conduce. Su enorme cuerpo apenas cabe tras el volante. La capota está plagada de agujeros y tenemos mucho frío. Desearía que hubiera logrado, hace ya mucho tiempo, colocarlo en un museo.


La temperatura ha bajado desde los cero grados hasta la helada y, de camino a casa, empieza a nevar. A nevar qanik, nieve en polvo de finos copos.

El alud más peligroso de todos es el alud de nieve en polvo. Lo provocan desviaciones energéticas muy pequeñas, como por ejemplo un sonido agudo. Tiene una masa muy pequeña, pero, aun así, se desplaza a doscientos kilómetros por hora arrastrando consigo un vacío fatal. Hay gente cuyos pulmones han sido aspirados por un alud de nieve en polvo.

A pequeña escala, fue ese tipo de alud el que se produjo en el tejado empinado y resbaladizo desde donde cayó Isaías, tejado en el que me obligo a fijar la vista. Una de las cosas que se aprenden de la nieve es de qué modo las grandes fuerzas y catástrofes siempre están presentes a escala reducida en la vida cotidiana. No ha pasado ni un solo día de mi vida adulta en el que no me haya asombrado de la falta de entendimiento entre daneses y groenlandeses. Naturalmente, los groenlandeses son los que se llevan la peor parte. Es poco saludable para el funámbulo ser mal interpretado por aquel que sostiene la cuerda. Y, francamente, la vida de los inuits en este siglo ha sido como el funambulismo, sobre una cuerda que en un extremo estaba sujeta al país más difícilmente habitable del planeta, con el clima más duro y oscilante del mundo, y en el otro, a la administración danesa.

Ésta es, en definitiva, la perspectiva general. La pequeña, la cotidiana, es que yo he vivido durante un año y medio en el piso de encima del mecánico y he hablado con él innumerables veces y él me ha arreglado el timbre de la puerta y le ha puesto parches a los neumáticos de mi bicicleta y yo le he ayudado a él, revisando las faltas de ortografía de una carta dirigida a la constructora del edificio en que vivimos. Encontré veinte faltas de ortografía en veintiocho palabras. Es disléxico.

Deberíamos bañarnos y quitarnos el polvo y la sangre y el olor a hígado de bacalao. Pero estamos unidos por lo que ha ocurrido. Por ello nos metemos juntos en su piso, donde nunca antes había estado.

El orden reina en el salón. Los muebles son de madera clara tratados con chorro de arena y luego con sosa, y están cubiertos de cojines y de mantas lanosas para caballos. Hay candelabros con velas, una estantería con libros, un tablón en la pared con fotografías y dibujos de los hijos de algunos amigos. «Para Peter el Grande, de parte de Mara, cinco años.» Unos rosales en jardineras de porcelana lucen flores rojas y parece que alguien los riega y habla con ellos prometiéndoles que nunca pasarán unas vacaciones en mi casa, donde, por alguna extraña razón, el clima es perjudicial para las plantas verdes.

– ¿C-café?

El café es veneno. A pesar de ello, me entran unas ganas repentinas de revolcarme en el fango y le digo que sí, gracias.

Estoy en el vano de la puerta, observándole mientras hace el café. La cocina es toda blanca. Se ha puesto en el centro, como un jugador de bádminton en la pista, para no tener que desplazarse más de la cuenta, economizando sus movimientos. Tiene un pequeño molinillo de café eléctrico. En él muele primero una cantidad considerable de granos de café claritos y, después, otros que son pequeños, casi negros y relucientes como el cristal. Mezcla los granos molidos en un pequeño embudo de metal, lo monta en una cafetera exprés y la coloca sobre un fogón de gas.

En Groenlandia se adquieren unas costumbres cafeteras desastrosas. Yo suelo echar leche caliente directamente sobre el Nescafé. Y tampoco considero mis hábitos mejores que la práctica común de diluir el soluble en el agua caliente según sale del grifo.

Vierte una tercera parte de nata montada y dos terceras partes de leche entera en dos vasos largos con asa.

Echa el café de la cafetera, negro y espeso como el petróleo crudo. Entonces con el vapor de la máquina hace espuma en la leche y distribuye el café en los dos vasos.

Nos llevamos el café al sofá. Sé apreciar cuándo alguien me sirve algo bueno. En los vasos largos, la bebida es oscura como la madera vieja de roble y desprende un aroma abrumador, casi tropical.

– Te seguí -me dice.

El vaso está ardiendo. El café hirviendo. Normalmente, las bebidas calientes pierden temperatura al ser trasvasadas. Sin embargo, el vapor ha calentado los vasos con la leche hasta 100 grados.

– La puerta está abierta. Y yo entro, claro. ¿Quién iba a suponer qu-que tú estarías sen-sentada en la oscu-curidad esperándome?

Sorbo cuidadosamente la superficie de la bebida. Está tan fuerte, que los ojos se me llenan de agua y, de repente, noto mi corazón.

– Estuve meditando sobre lo que dijiste en el tejado. Sobre las huellas.

Tartamudea ligeramente. Pero de vez en cuando, el tartamudeo desaparece por completo.

– Éramos amigos. ¡Era tan pequeño! Sin embargo, éramos buenos amigos. No solíamos hablar mucho. Pero nos divertíamos. No sabes cuánto. Ha-hacía muecas. Metía la cabeza entre las manos. Cuando la volvía a levantar, parecía un mono, viejo y enfermo. Volvía a esconder la cabeza. La levantaba. Parece un conejo. Otra vez lo mismo, y aparecía el monstruo de Frankenstein. Yo acababa de rodillas, suplicándole que parara, que la risa no me dejaba respirar. Le dabas un trozo de madera y un escoplo. Dale un cuchillo y un trozo de esteatita. Sentado, peleándose y gruñendo como un oso. De vez en cuando decía algo, casi siempre en groenlandés. Hablaba consigo mismo. Estamos sentados trabajando. Cada uno con lo suyo, separados pero, sin embargo, juntos. Yo pienso en lo maravilloso que es que él sea de esta manera, teniendo la madre que tiene.

Hace una larga pausa con la esperanza de que yo le releve. Pero no acudo en su ayuda. Ambos sabemos que soy yo la que tiene derecho a recibir una explicación.

– Entonces una tarde estamos sentados en el sótano como de costumbre. Y llega Petersen, el portero. Tiene sus damajuanas de vino en la escalera, cerca del termostato. Viene a por su vino de albaricoque. Porque normalmente no suele estar en el sótano a esas horas. Allí está su voz grave. Y sus zuecos. Y entonces es cuando bajo la mirada y veo al niño. Está allí, totalmente encogido. Como un animal. Con el cuchillo que tú le regalaste en la mano. Todo su cuerpo está temblando. Tiene una pinta peligrosísima. Incluso después de asegurarse de que sólo era Petersen, siguió temblando. Lo pongo sobre mis rodillas. Por primera vez. No quiere irse a casa. Lo tra-traigo hasta aquí. Lo acuesto en el sofá. Estoy un rato pensando en llamarte, pero, francamente, ¿qué iba a decirte? No nos conocemos. Se queda a dormir en mi casa. Yo me quedo velando toda la noche en el sofá. Cada cuarto de hora se levanta como empujado por un resorte, temblando y llorando.

No es ningún orador. En estos cinco minutos, me ha dicho más cosas que en el último año y medio. Se ha descubierto tanto que me es imposible mirarle directamente y fijo la mirada en el café. Se ha creado una superficie de pequeñas burbujas claras que atrapan la luz, refractándola en rojo y violeta.

– Desde ese día me viene la idea de que tiene miedo de algo. Eso que dices de las huellas no deja de darme vueltas en la cabeza. Y decido vigilarle un poco. Tú y el Barón os entendéis, o, mejor dicho, os entendíais mutuamente.

Isaías había llegado a Dinamarca un mes antes de que yo me mudara al piso. Juliana le había comprado un par de zapatos de charol. Los zapatos de charol se consideran finos en Groenlandia. No conseguía meter sus pies en forma de abanico en los zapatos estrechos. Pero Juliana había conseguido encontrar un par con forma ortopédica. Desde entonces, el mecánico llamaba a Isaías «el Barón». Cuando un apodo se le queda colgado a alguien es porque ha alcanzado una verdad más profunda. En este caso se trataba de la dignidad y el aplomo de Isaías. Que tenía que ver con su capacidad para ser autosuficiente. Había muy poco que necesitara recibir del mundo exterior para poder sentirse satisfecho.

– Por pura casualidad te he visto subir al piso de Juliana y marcharte. Te he seguido sigilosamente con el Morris. He visto cómo has dado de comer al perro. Cómo has saltado al otro lado de la verja. Entonces yo abrí la otra.

Así de fácil y sencilla es la explicación. Él escucha algo, ve un poco, me sigue, abre una verja, recibe un golpe contundente en la cabeza y, aquí estamos, sentados en el sofá. Ningún misterio, nada nuevo e inquietante bajo el sol.

Me lanza una sonrisa torcida. Yo se la devuelvo. Nos quedamos así sentados, tomando café y sonriéndonos. Ambos sabemos que yo sé que él miente.

Le hablo de Elsa Lübing. De la Sociedad Criolita Danmark. Del informe que tenemos sobre la mesa, delante de nosotros, en una bolsa de plástico.

Le hablo de Ravn. Que no trabaja exactamente donde se suponía que trabajaba, sino en otro sitio.

Él permanece sentado, con la mirada clavada en el suelo, mientras yo continúo hablando. Encorvado, inmóvil.

Está oculto, está en el límite de la conciencia. Pero ambos nos percatamos de que estamos participando de un trueque. De que estamos intercambiando, con una desconfianza mutua y profunda, aquella información que nos vemos obligados a dar para poder recibir otra a cambio.

– Y también está el a-abogado.

Del exterior del puerto llega la luz, como si hubiera estado durmiendo en los canales, bajo los puentes, desde donde ahora, vacilante, se yergue sobre el hielo que empieza a brillar. En Tule, la luz volvía en septiembre. Durante semanas, antes de que pudiéramos ver el sol, mientras estaba muy por debajo de las montañas y vivíamos en la oscuridad, sus rayos caían sobre Pearl Island, a cien kilómetros de la costa, haciéndola arder como un cristal de nácar rosado. Entonces estaba segura, a pesar de lo que dijeran los adultos, de que el sol había estado hibernando, durmiendo en el mar, y que entonces estaba a punto de despertar.

– Todo empezó cuando vi el coche, un BMW rojo, en la calle Strand.

– ¿Sí? -digo.

Creo que los coches de la calle Strand cambian cada día.

– Sí, era la segunda vez. Venía a recoger al Barón. Cuando éste volvía, no había quien le hablara.

– No -digo.

A las personas lentas hay que darles todo el tiempo del mundo.

– Entonces un día abro el coche y miro en la guantera. Yo llevaba una herramienta. Abogado. Se llamaba Ving.

– Puede que te equivocaras de coche.

– Flores. Son como las flores. Cuando se es jardinero. Yo veo un coche una o dos veces y me acuerdo. Como tú misma con la nieve. Como tú, cuando estábamos allí en el tejado.

– Quizá me equivocara.

Niega con la cabeza.

– Os vi más de una vez, a ti y al Barón, jugar a los saltos.

Gran parte de mi infancia transcurrió jugando a este juego. Todavía sigo jugando con frecuencia en mis sueños. Uno hace un salto sobre una superficie de nieve sin estrenar, y a continuación añade otras pisadas. Los demás esperan de espaldas. Después, con las huellas como referencia, hay que reconstruir el primer salto. Isaías y yo solíamos jugar a este juego. Solía acompañarlo a la guardería. Solíamos llegar una hora y media tarde. Me reñían. Alegaban que una guardería no puede funcionar si los niños van llegando a trompicones a lo largo del día. Pero nosotros éramos felices.

– Saltaba como un saco de pulgas -dice el mecánico con voz soñadora-. Porque era astuto. Da una vuelta y media en el aire y aterriza sobre un solo pie. Pisa sobre sus propias huellas.

Me mira, agitando la cabeza.

– Pero cada vez, cada vez lo adivinabas.

– ¿Cuánto tiempo solían estar fuera?

Los martillos neumáticos sobre el puente de Knippel. El tráfico que se pone en marcha. Las gaviotas. El profundo y lejano sonido de un contrabajo. En realidad se trata de una vibración profunda, del primer hidroplano. Los cortos toques de la sirena del barco que va a Bornholm en el momento en que da la vuelta al pasar por delante del Jardín de Amalie. Está amaneciendo.

– Puede que unas horas. Pero era otro coche el que lo devolvía a casa. Un taxi. Siempre volvía solo en taxi.


Hace una tortilla mientras yo me quedo en la puerta de la cocina hablándole sobre el Instituto de Medicina Forense. Sobre el profesor Loyen. Sobre Lagermann. Sobre las huellas de algo que posiblemente era una biopsia muscular tomada de un niño. Después de su caída.

Trocea cebollas y tomates, lo pasa todo por una sartén con mantequilla, bate las claras hasta que están montadas, añade las yemas, y lo fríe todo por los dos lados. Lleva la sartén a la mesa. Lo acompañamos con leche y tomamos rebanadas de pan negro y suculento que desprenden un aroma parecido al alquitrán.

Comemos en silencio. Sólo cuando como con extraños o cuando tengo mucha hambre, como ahora, soy consciente del significado ritual de la comida. Entonces recuerdo la fusión entre la solemnidad de la reunión de diferentes gentes y las experiencias gustativas fuertes. La grasa de ballena rosada y ligeramente espumeante que comíamos en un solo recipiente. La sensación de que casi todo en esta vida existe para ser compartido.

Me levanto.

Está de pie en la puerta como si quisiera cerrarme el paso.

Estoy pensando en las deficiencias de lo que me ha contado hoy.

Da un paso a un lado. Yo avanzo con mis botas y mi abrigo de pieles en la mano.

– Voy a dejar parte del informe aquí. Será una buena práctica para tu dislexia.

Hay algo burlón en su rostro.

– Smila, ¿cómo puede ser que una chica tan fina y delgada como tú tenga una voz tan gruesa y grave?

– Siento dejarte con la impresión de que únicamente soy grosera con la boca -replico-. Hago todo lo posible por llegar a ser ruda en todos los sentidos.

Entonces cierro la puerta a mis espaldas.

11

He dormido toda la mañana y me he despertado un poco tarde, por lo que sólo dispongo de una hora y media para bañarme, vestirme y maquillarme para el funeral. Muy poco tiempo, como comprenderá cualquiera que, como yo, intente causar buen efecto. Por eso me siento aturdida cuando llegamos a la capilla y, una vez terminada la ceremonia, no me siento mejor. Tal como voy, al lado del mecánico, me siento como si alguien me hubiera abierto la tapa y me hubiera raspado repetidas veces con el gran cepillo de lavar botellas.

Algo caliente cae suavemente sobre mis hombros. El mecánico se ha quitado su abrigo y me lo ha puesto. Me llega hasta los pies.

Nos detenemos y echamos un último vistazo a la tumba y a nuestras propias huellas. Sus grandes tacones desgastados y torcidos. Probablemente sus piernas estén ligeramente arqueadas, de manera apenas perceptible para la vista. Mis pequeñas perforaciones, marcas de los zapatos de tacón alto, pueden asemejarse a las huellas de un corzo. Un movimiento oblicuo que se desliza hacia abajo y hacia el fondo de las huellas; unas marcas negras, donde las pezuñas han atravesado la capa de nieve hasta llegar a la tierra.

Las mujeres nos adelantan. Sólo veo sus botas y zapatos. Tres de ellas llevan a Juliana en brazos, las puntas de sus zapatos se arrastran por la nieve. Junto a la sotana del pastor hay un par de botas de piel bordada. Sobre el portal que da a la avenida hay una lámpara. Cuando alzo la mirada, la mujer levanta su cabeza y con un movimiento hace que su larga cabellera desaparezca ondulante en la oscuridad y su rostro aprese la luz; un rostro blanco con grandes ojos, como agua oscura en medio de la palidez. Anda del brazo del pastor, hablándole con encarecimiento. Algo en las dos figuras, una al lado de la otra, hace que la imagen se congele y permanezca en mi memoria.

– Señorita Jaspersen.

Es Ravn. Y sus amigos. Dos hombres que llevan abrigos tan grandes como el suyo pero que, sin embargo, los rellenan. Debajo visten con trajes azul marino, camisas blancas y corbatas, y gafas de sol para que la oscuridad invernal de las cuatro de la tarde no les hiera la vista.

– Me gustaría intercambiar unas palabras con usted.

– ¿En las oficinas de la brigada especial de delitos monetarios? ¿Es sobre mis inversiones?

Recibe el golpe con el rostro inexpresivo. Tiene un rostro sobre el que, con el paso del tiempo, ha caído tanto que, a estas alturas, ya no hay nada que pueda afectarle. Hace un gesto hacia el coche.

– No estoy segura de tener ganas ahora mismo.

No se mueve ni un milímetro. Pero sus dos compañeros de logia se dirigen imperceptiblemente hacia mí.

– Smila. S-s-si no tienes ganas, no creo que debas ir.

Es el mecánico. Ha interceptado el paso a los dos hombres.

Cuando un animal, y en gran medida el hombre, se enfrenta a una amenaza física, su cuerpo adquiere cierta rigidez. Desde un punto de vista fisiológico no es nada económico, pero es una ley. Los osos polares son una excepción. Pueden estar al acecho, totalmente relajados, durante dos horas seguidas sin perder, ni por un segundo, el tono de alerta de su musculatura. Ahora veo que también el mecánico es una excepción. Sus extremidades y su porte cuelgan casi sueltos. Sin embargo, hay algo en su concentración ante los dos hombres de una peligrosidad física que me hace advertir de nuevo lo poco que, en realidad, lo conozco.

No parece tener ningún efecto sobre Ravn. Pero provoca que los dos hombres azules den un paso atrás, al mismo tiempo que se desabrochan simultáneamente las chaquetas. Quizás haga demasiado calor. Quizá compartan el mismo tic nervioso. También puede ser que tengan una porra con un relleno de plomo escondida debajo del abrigo.

– ¿Me llevarán de vuelta?

– Hasta la puerta.


En el coche voy sentada en el asiento trasero, al lado de Ravn. En un momento determinado me inclino hacia los asientos delanteros y le quito las gafas de sol al conductor.

– Soy muda como una tumba, pequeñín -le digo-. Mi boca está sellada. Ravn no se enterará por mí de que duermes cuando estás de servicio. A las siete y media de la mañana en la calle Kabbeleje.

Cuando llegamos a la comisaría, nos metemos entre los edificios rojos donde los agentes de tráfico tienen sus oficinas. Nos dirigimos a una barraca baja y roja que da al puerto.

No hay ningún cartel en la puerta del edificio. No nos encontramos con nadie. No se oye el acostumbrado repiqueteo de máquinas de escribir. No hay ningún letrero en las puertas. Únicamente hay paz y tranquilidad. Como en una sala de lectura. O como en el depósito de cadáveres en los sótanos del Instituto de Medicina Forense.

Los dos pajes azules se han perdido. Ravn y yo entramos en un despacho oscuro. Hay persianas en las ventanas. A través de las persianas se vislumbra la luz eléctrica, los muelles, el agua, Islands Brygge.

Es una habitación que de día debe tener bastante luz. A otras horas, no tiene nada. Nada en las paredes. Nada sobre las mesas. Nada en los alféizares de las ventanas.

Ravn enciende la luz. En una esquina aguarda un hombre sentado en una silla. Ha estado un rato esperando en la oscuridad. Nervudo, con el cabello negro casi rapado, ojos azules distantes y una boca con una expresión dura. Viste de una manera muy pulcra.

Ravn toma asiento tras el escritorio.

– Smila Jaspersen -me presenta-. Capitán Telling.

Me han colocado de manera que tenga las ventanas a mis espaldas y a los dos hombres de frente.

No hay cigarrillos, ni café en vasos de plástico, ninguna grabadora, ni tampoco una bombilla eléctrica deslumbrante, en definitiva, ningún ambiente de interrogatorio. Sólo tiempo de espera.

En éste, me vuelvo silenciosa.

Del silencio surge una mujer con una bandeja con té, azúcar y rodajas de limón, todo en porcelana blanca. Seguidamente, el edificio abandonado la absorbe, haciéndola desaparecer. Ravn sirve el té.

Saca una carpeta de uno de los cajones. Es de color rosa. Lee el contenido pausadamente. Como si quisiera vivirlo por primera vez.

– Smila Qaavigaaq Jaspersen. Nacida el 16 de junio de 1956 en Qaanaaq. Padres: Cazadora Ane Qaavigaaq y doctor Joergen Moritz Jaspersen. Estudios primarios en Groenlandia y Copenhague. Secundarios en la Escuela Estatal de Birkeroed, finalizados en 1976. Estudios en el Instituto H.C. Oersted y en el Instituto Geográfico de Copenhague. Morfología glacial, estadística y problemas matemáticos de geotecnia. Viajes al oeste de Groenlandia y a Tule en el 75, 76 y 77. Aprovisionamiento de expediciones francesas y danesas al norte de Groenlandia en el 78, en el 79 y en el 80. En el 82, trabaja en el Instituto Geodésico. Desde el 82 hasta el 85, participante científico en expediciones al Indlandsis, al océano Ártico y a la Norteamérica Ártica. Se adjuntan varias recomendaciones. Una del Mayor Guldbrandsen, que dirigía la patrulla Sirius. Es del 79. Se lamenta de que no sepa llevar trineo con tiro de perros. ¿Tiene miedo de los perros?

– Soy cautelosa.

– Sin embargo, añade que recomendaría a cualquier expedición civil que la contrataran como guía, aunque tuvieran que llevarla a hombros. También están sus publicaciones científicas. Una docena, varias también publicadas en el extranjero. Con unos títulos que con creces superan los conocimientos del capitán Telling y míos. Statistics on Glacial Graphology, Mathematical Models for Brine Drainage from Seawater Ice. Y un compendio para los estudiantes que usted redactó en su día: Características principales de la morfología glacial del norte de Groenlandia.

Cierra el informe.

– Hay varias recomendaciones más. De profesores. De colaboradores en el Cold Water Laboratory y del ejército americano en un lugar llamado Pylot Island. De todas ellas se desprende que si se quiere saber algo sobre el hielo, uno debe dirigirse, provechosamente, a Smila Jaspersen.

Ravn se quita el abrigo. Sin él es tan flaco como un limpiapipas. Yo me quito los zapatos y me siento con las piernas cruzadas sobre la silla, y así poder frotarme los dedos de los pies. Se han quedado insensibles por el frío y todavía encuentro trozos de hielo pegados en los calcetines.

– Esta información es, a grandes rasgos, idéntica a la que dio en su currículum vitae cuando solicitó el permiso de entrada en el norte de Groenlandia para participar en la expedición del Instituto Polar de Noruega, cuyo objetivo era la marcación de osos polares. La hemos investigado minuciosamente. Parece ser correcta. Si nos basamos en la información que aquí tenemos, creo que la impresión que usted da es la de una mujer joven y muy independiente, que dispone de múltiples y extraordinarios recursos que ha administrado con ambición e inteligencia. ¿No cree que ésta es la opinión que uno debe crearse de usted?

– Por mí, puede crearse la opinión que a usted le dé la gana -le digo.

– No obstante, dispongo de más información. -La carpeta es muy fina, de un verde oscuro-. Esto es, a grandes rasgos, idéntico al informe que vieron el capitán Telling y su oficina cuando rechazaron con un «Denegado» su última solicitud para poder viajar al norte de Groenlandia. Empieza resumiendo algunas circunstancias de índole privada. La desaparición de su madre fue denunciada el 12 de junio de 1963 durante una cacería. Probablemente esté muerta. Un hermano se suicida en septiembre del 81 en Upernarvik. Padres casados en 1956, divorciados en 1958. La patria potestad transferida al padre tras la muerte de la madre. La reclamación presentada por el hermano de la madre fue denegada por el Ministerio de Justicia en mayo del 64. Llega a Dinamarca en septiembre de 1963. Denunciada su desaparición, buscada y encontrada por la policía seis veces entre el 63 y el 71, dos de ellas en Groenlandia.

«Escuela primaria danesa para inmigrantes en 1963. Colegio Skovgaard en Charlottenlund, 64-65. Expulsada. Internado de Stenhoej en Humblebaek, 65-67. Expulsada. A esto le siguen varias estancias de corta duración en colegios privados menores. Examen final por libre tras haber recibido clases privadas en casa. Después, el instituto de bachillerato. Repite el último curso. Examen final de bachillerato por libre en 1976. Se matricula en la Universidad de Copenhague. Finaliza en 1984 sin diploma. También están las actividades políticas. Arrestada en diversas ocasiones durante la ocupación por parte del Consejo de Jóvenes Groenlandeses (UGR) del Ministerio para el Medio Ambiente. Participación activa en la fundación de IA al escindirse UGR.»

Interroga a Telling con la mirada.

– Inuit Ataqatigiit. «Los que quieren avanzar.» Marxismo agresivo.

Es la primera vez que el capitán abre la boca.

– Abandona el partido el mismo año tras diversas discrepancias. Desde entonces, sin afiliación a partido alguno. También hay unas cuantas infracciones de la ley. Tres asuntos sin concluir todavía, sobre violaciones de la ley territorial canadiense en el estrecho de Peary. ¿Por qué?

– Estaba marcando osos polares. Los osos no entienden de mapas. Y, por tanto, no respetan las fronteras nacionales.

– Unas cuantas infracciones viales. Una sentencia por difamación a propósito de un artículo sobre «La investigación glacial y las consideraciones lucrativas en la explotación de los yacimientos petrolíferos en el océano Ártico». A raíz de esto, fue excluida de la Sociedad Danesa de Glaciología.

Alza la mirada.

– ¿Acaso hay alguna institución que no la haya expulsado, señorita Jaspersen?

– Por lo que tengo entendido, todavía estoy en el censo -le contesto.

– Además, hemos echado un vistazo a su expediente en la Administración de Hacienda. Percibe algunos ingresos por sus publicaciones, contrataciones esporádicas, subsidio. Sin embargo, no parecen corresponder a sus gastos. Estamos considerando la posibilidad de que tenga un patrocinador. ¿Cómo es la relación con su padre?

– Cálida y respetuosa.

– Esto podría aclarar algunas cosas. El capitán Telling también ha echado un vistazo a la declaración de renta de su padre.

Para mí no es ninguna noticia que lo sepan. Desde la inauguración de la Tule Airbase ha existido una restricción de las plazas para pasajeros civiles en los aviones con destino a Groenlandia. Así se facilitaba la tarea de los servicios secretos, dándoles el tiempo suficiente para comprobar si todos habían recibido la primera comunión, venían de familias bien o habían sido vacunados contra la fiebre roja del Este. Lo que no deja de sorprenderme es que estén contándome lo que saben.

– Esta información nos ofrece una imagen más compleja y conflictiva. Dibuja el perfil de una mujer que nunca ha terminado una carrera. Que está en el paro. Que no tiene familia. Que ha originado conflictos por doquier, no importa dónde haya estado. Que nunca ha sido capaz de adaptarse. Que es agresiva. Y que coquetea con los extremismos políticos. Sin embargo, ha conseguido participar en nueve expediciones en doce años. No conozco Groenlandia. Pero me imagino que si uno ha malogrado su vida, resulta más fácil ocultarlo allá, en el Indlandsis.

No hago ningún comentario. Pero me lo guardo en mi libro negro bajo su nombre.

– En todas estas expediciones, usted ha participado en calidad de guía. Cada vez se han utilizado mapas, fotos de satélites y radares y observaciones meteorológicas confidenciales, entregadas por las autoridades militares. En nueve ocasiones en los últimos doce años, ha firmado usted una declaración de confidencialidad. Un material del que tenemos copias.

Empiezo a darme cuenta de sus intenciones; de lo que, en cierta manera, constituye el hilo conductor de su discurso.

– En un país tan pequeño como el nuestro, usted constituye un punto sensible, señorita Jaspersen. Ha visto y oído muchas cosas. Como suele ocurrir, casi por inercia, cuando se le permite a alguien entrar en el norte de Groenlandia. Pero usted tiene un pasado y un carácter que, en cualquier otro lugar dentro del territorio danés, le habrían impedido, sin lugar a dudas, llegar a ver ni oír nada.

La sangre ha vuelto lentamente a circular por mis pies.

– Una persona con sólo un mínimo resto de sensatez mantendría, en su caso, un perfil muy bajo.

– ¿Es mi forma de vestir lo que no le gusta?

– Lo que no nos gusta son sus vanos, o incluso directamente perniciosos, intentos de meterse en la investigación de un caso que, como ya le prometí en una ocasión, sería revisado.

Naturalmente ésta ha sido la dirección en la que nos hemos movido desde el comienzo.

– Sí -le digo-. Me acuerdo perfectamente de que me lo prometió. Era cuando usted todavía trabajaba para la Fiscalía de Copenhague.

– Señorita Smila -me dice en un tono sumamente dulce-, la podemos enviar a la cárcel en cualquier momento, ¿entiende? La podemos encerrar en una celda individual, en un tanque de aislamiento, en cuanto nos parezca adecuado o nos apetezca. Ningún juez vacilaría al ver sus antecedentes.

Desde el comienzo, esta reunión debía haber tratado de la autenticidad. Él ha deseado mostrarme de lo que es capaz. Que puede conseguir la información que yo envié al ejército o a la Dirección General para Groenlandia. Que ha podido seguir todos mis movimientos. Que tiene acceso a cualquier archivo. Que en cualquier momento puede requerir la presencia de un oficial de los servicios secretos a las seis de la tarde en Navidad. Y todo esto lo ha hecho para que no me quepa la menor duda de que me puede meter en chirona en cuanto a él le plazca.

Lo ha conseguido. Ahora sé que es capaz. Que las cosas van a ser como él quiera. Porque debajo de sus amenazas yace una capa de conocimientos. Que ahora saca a la luz.

– El encierro -dice lentamente- en un pequeño cuartito insonorizado y sin ventanas es, por lo que me han contado, especialmente desagradable para aquellos que se han criado en Groenlandia.

No hay ningún rasgo de sadismo en él. Sólo un conocimiento preciso y, tal vez, ligeramente melancólico de los medios de que dispone.

No existen cárceles en Groenlandia. La mayor diferencia entre la legislación danesa y la de Nuuk es que en Groenlandia suele castigarse con multas las infracciones que hubieran significado penas de arresto menor o cárcel en Dinamarca. El infierno groenlandés no es el paisaje rocoso con su cenagal de azufre de la imaginería europea. El infierno groenlandés es el espacio cerrado. Recuerdo mi infancia como si nunca hubiéramos estado dentro, en las casas. Para mi madre era impensable vivir en el mismo lugar durante mucho tiempo. Guardo para con mi libertad espacial la misma relación que he notado en los hombres para con sus testículos. La mezo como a un bebé y la venero como a una diosa.

Con la investigación de la muerte de Isaías he llegado al final del camino.

Nos levantamos. No hemos tocado las tazas. El té se ha enfriado.

II

1

Se puede intentar ocultar una depresión de varias maneras. Por ejemplo, pueden escucharse las obras para órgano de Bach en la iglesia del Redentor. Puede depositarse una raya de buen humor en polvo sobre un espejo de bolsillo con una hoja de afeitar y esnifarla con una pajita. Se puede pedir ayuda a gritos. Y puede hacerse por teléfono, para, de esta manera, estar segura de que lo ha oído quien debía.

Éste es el modelo europeo: confiar en salirse de los problemas mediante la acción.

Yo elijo el camino groenlandés. Éste consiste en refugiarse en el humor negro. En colocar la derrota bajo el microscopio y recrearse en su imagen.

Cuando las cosas están verdaderamente mal, como ahora, veo un túnel negro ante mis ojos. Me dirijo hacia él. Me desprendo de mis ropas caras, de la ropa interior, de mi casco de seguridad y de mi pasaporte danés y me introduzco en la oscuridad.

Sé que surgirá un tren del túnel. Una locomotora de vapor forrada de plomo que transporta estroncio 90. Voy a su encuentro.

Puedo hacerlo porque tengo treinta y siete años. Sé que allí, en el túnel, bajo las ruedas, entre las traviesas, hay un pequeño punto de luz.

Es la mañana de Nochebuena. En los últimos días, me he ido desligando del mundo gradualmente. Ahora me preparo para el descenso final. Que tiene que llegar. Porque me he dejado coaccionar por Ravn. Porque le estoy fallando a Isaías, porque lo he abandonado. Porque no consigo alejar a mi padre de mis pensamientos. Porque no sé qué decirle al mecánico. Porque es como si no aprendiera nunca.

Me he preparado, obviando el desayuno. Adelantaré la confrontación. He cerrado la puerta con llave. Me siento en el sillón grande. Y convoco al mal humor: aquí está Smila. Hambrienta. Cargada de deudas. El día de Nochebuena. Un día en que todos los demás tienen a sus familias. A sus novios. A sus periquitos. En el que los demás se tienen los unos a los otros.

Es efectivo. Ya me encuentro delante del túnel. Una mujer de mediana edad. Fracasada. Abandonada.

Llaman a la puerta. Es el mecánico. Lo sé por la manera en que llama a la puerta. Cautelosamente, a tientas, como si el timbre estuviera atornillado directamente en el cráneo de una anciana a quien no quisiera molestar. No lo he vuelto a ver desde el entierro. No he querido molestar. No he querido pensar en él.

Salgo y desconecto la clavija. Me vuelvo a sentar.

Realizo un revelado interno de las imágenes de la segunda vez que me escapé y Moritz me vino a buscar a Tule. Estábamos de pie sobre las plataformas de cemento por las que se recorren los últimos veinte metros hasta llegar al avión. Mi tía gemía y lloraba. Inspiré todo el aire que pude. Pensé que de esta manera conseguiría llevarme el aire claro, seco y dulzón hasta Dinamarca.

Llaman a la puerta de la cocina. Es Juliana. Se arrodilla y grita a través de la ranura del buzón del correo.

– Smila, he mezclado pasta de pescado.

– Déjame en paz.

Ella se ofende.

– La echaré por la ranura de tu puerta.

Antes de subirnos al avión, mi tía me dio un par de kamiks para usar en casa. Sólo el trabajo con las perlas la había mantenido ocupada durante todo un mes entero.

Suena el teléfono.

– Hay algo de lo que me gustaría hablar con usted.

Es la voz de Elsa Lübing.

– Lo siento -le digo-. Cuénteselo a otra persona. No eche margaritas a los cerdos.

Arranco el cable de la pared. Empiezo a sentirme atraída intermitentemente por la celda de aislamiento de Ravn. Es uno de aquellos días en los que no puede evitarse que lo próximo sea que alguien llame a las ventanas. En un cuarto piso.

Llaman a mi ventana. Fuera, hay un hombre vestido de verde. Abro la ventana.

– Soy el limpiacristales. Sólo quería advertirle. Para que no se le ocurra desnudarse.

Me sonríe con una sonrisa amplísima. Como si limpiara cristales metiéndose todo un entrepaño en la boca.

– ¿Qué coño quiere decir? ¿Está insinuando que no tiene ganas de verme desnuda?

Su sonrisa se marchita. Aprieta un botón y la plataforma sobre la que está de pie lo hace desaparecer de mi vista.

– ¡No quiero que me limpies las ventanas! -le grito-. De todos modos, a mi edad apenas puedo ver a través de ellas.

Durante los primeros años en Dinamarca no le hablaba a Moritz. Solíamos cenar juntos. Así lo había exigido él. Sin mediar palabra, nos sentábamos uno delante del otro, tiesos en las sillas, mientras el ama de llaves de turno servía platos siempre distintos. La señora Mikkelsen, Dagny, la señorita. Holm, Boline Hsu. Albóndigas, conejo a la crema, verduras japonesas, espaguetis húngaros. Sin intercambiar ni una sola palabra.

Cuando alguien habla de lo rápido que olvidan los niños, lo rápido que perdonan, lo sensibles que son, dejo que me entre por un oído y me salga por el otro. Los niños son capaces de recordar, de sentir rencor y guardárselo y tratar a las personas que no les gustan con extrema frialdad.

Creo que tenía alrededor de doce años cuando entendí, aunque sólo ligeramente, la razón por la cual me habían traído a Dinamarca.

Me había escapado de Charlottenlund. Estaba haciendo autostop hacia el oeste. Había oído decir que si se iba hacia el oeste, tarde o temprano se llegaba a Jutlandia. En Jutlandia estaba Frederikshavn. Desde allí se podía llegar a Oslo. Desde Oslo salían regularmente barcos mercantes hacia Nuuk.

Cerca de Soroe, muy avanzada la tarde, me recogió un guardia forestal. Me llevó a su casa en el bosque, me dio un vaso de leche y un bocadillo y me pidió que esperara un momento. Cuando él llamaba a la policía yo tenía la oreja pegada a la puerta.

Fuera del garaje encontré la motocicleta de su hijo. Montada sobre la moto, atravesé los campos labrados. El guardia forestal me siguió pero sus zapatillas de estar por casa se hundieron en el fango.

Era invierno. En una curva, cerca de un lago, derrapé, me caí, y mi chaqueta se desgarró; yo me rompí la mano. Desde allí fui dando tumbos durante buena parte de la noche. Me quedé dormida bajo un cobertizo en una parada de autobús. Cuando desperté, estaba sentada sobre una mesa de cocina mientras una mujer desinfectaba mis heridas en el pecho con alcohol puro. Era como sentirse embestida por un martinete.

En el hospital me sacaron los trozos de asfalto de la herida y escayolaron los huesos rotos del carpo. Entonces vino Moritz a recogerme.

Estaba muy enfadado. Mientras andábamos por el pasillo del hospital, uno al lado del otro, temblaba. Me sujetaba por el brazo. Cuando quiso sacar las llaves del coche de su bolsillo, me soltó y yo me escapé. Me dirigía a Oslo. Pero no estaba en la mejor forma del mundo y él siempre ha sido muy rápido. Los jugadores de golf corren para adquirir la forma necesaria y poder soportar los recorridos en la pista, que, a menudo, son de dos por veinticinco kilómetros si hacen setenta y dos agujeros en dos días. Me agarró prácticamente enseguida.

Le tenía preparada una sorpresa. Un escalpelo que había metido en mi gorra en la sala de urgencias. Atraviesan la carne como si fuera mantequilla al sol. Pero, desgraciadamente, mi mano derecha estaba enyesada y sólo le pude desgarrar la palma de la mano.

Miró su mano y entonces la levantó para golpearme. Sin embargo, yo había retrocedido unos pasos y acabamos dando vueltas uno alrededor del otro, en medio del aparcamiento. Cuando la violencia física ha estado latente en una relación humana durante largo tiempo, puede llegar a sentirse un cierto alivio en el momento en que finalmente se manifiesta.

De repente se irguió.

– Te pareces a tu madre -dijo. Y entonces se puso a llorar.

En ese mismo instante pude entrever su interior. Cuando mi madre se hundió en las aguas, debió de llevarse algo de Moritz consigo. O peor todavía: parte de su mundo físico debió de ahogarse junto con ella. Allí, en el aparcamiento, en la temprana mañana invernal en la que estuvimos mirándonos mientras su sangre goteaba abriendo un pequeño túnel rojo en la nieve, recordé algo de él. Lo recordé en Groenlandia, antes de que muriera mi madre. Recordé que, en medio de sus cambios acechantes y bruscos de estado de ánimo, había existido una alegría, había ocupado su lugar un apetito vital enorme, probablemente cierto calor. Esa parte de la vida se la había llevado mi madre. Ella había desaparecido, llevándose todos los colores. Desde entonces, Moritz había permanecido encerrado en un mundo en blanco y negro.

Me había traído a Dinamarca porque yo era lo único que podía recordarle lo que había perdido. Las personas enamoradas adoran una fotografía. Se postran ante un pañuelo. Hacen un viaje para ver el muro de una casa. Lo que sea, con tal de avivar los rescoldos que les reconfortan y calientan pero que, al mismo tiempo, les consumen.

Con Moritz, las cosas estaban peor. Estaba desesperadamente enamorado de alguien cuyas moléculas habían sido absorbidas por el gran vacío. Su amor se agudizó. Y se había aferrado al recuerdo. Yo era ese recuerdo. Superando grandes dificultades, me había llevado consigo y, a través de los años, había soportado una serie interminable de rechazos en un desierto de aversión sólo para poder poner sus ojos sobre mí y reposar la mirada, por un instante, sobre aquellos puntos en los que necesariamente debía parecerme a la mujer que había sido mi madre.

Ambos nos incorporamos. Lancé el escalpelo a unos matorrales próximos. Volvimos a la sala de urgencias y allí vendaron su mano.

Fue la última vez que intenté escaparme. No puedo decir que le perdonara. Siempre discreparé de aquellos adultos que someten a sus hijos a un amor de cuyos efectos no han sido capaces de escapar. Pero diré que, de alguna manera, lo entendí.

Desde el sillón en que estoy sentada puedo ver la ranura del correo. Es la única entrada por la que el mundo exterior todavía no ha intentado introducirse. Ahora alguien está introduciendo una larga tira de cartulina gris. Lleva algo escrito. La dejo un rato en el suelo. Pero es difícil hacerse la loca ante un mensaje de un metro de largo.

«Todo es preferible al suicidio», pone. O, al menos, eso es lo que debería poner. Ha conseguido incluir dos o tres faltas de ortografía en tan exiguo texto.


Su puerta está abierta. Sé que nunca la cierra con llave. Llamo a la puerta y entro.

Me he echado un poco de agua fría en la cara. No se puede descartar que me haya podido cepillar el pelo.

Está sentado en el salón, leyendo. Es la primera vez que lo veo con gafas.

Fuera, el limpiacristales trabaja. Al verme, decide, súbitamente, proseguir su trabajo en el piso inferior.

El mecánico todavía lleva en la oreja una pinza para cerrar heridas. Pero parece que está sanando. Tiene ojeras oscuras bajo los ojos. Por lo visto, acaba de afeitarse.

– Hubo una expedición más.

Golpea ligeramente los papeles que tiene delante de él.

– Esto era el mapa.

Me siento a su lado. Huele a champú y a ajo.

– Alguien escribió sobre el mapa.

Es la primera vez que miro detenidamente el mapa del glaciar. Es una fotocopia. En el margen había algo escrito con lápiz. La fotocopia ha resaltado los trazos. Es una mezcla de inglés y danés. «Revisado accord Carlsb. Found. ekspd. 1966.»

Me observa lleno de expectación.

– Y por lo tanto me dije a mí mismo que debió de haber otra expedición. Así que he estado considerando, por un instante, volver al archivo.

– ¿Sin la llave?

– Tengo herramientas.

No hay razón para dudar de ello. Tiene herramientas que podrían abrir los sótanos del Banco Nacional.

– Sin embargo, se me ha ocurrido llamar a Carlsberg. Lo qu-que no es tarea fácil. Me pasan a otra extensión. Resulta que tengo que hablar con la Fundación Carlsberg. Allí, todo lo que pudieron decirme fue que subvencionaron una expedición en el 66. Pero nadie en la fundación trabajaba allí por aquel entonces. Y no tenían el informe. Pero sí otra cosa.

Éste es el as que se guardaba en la manga.

– Tenían las cuentas, y la relación de los participantes y colaboradores en la expedición a quienes habían abonado un sueldo. ¿Sabes de parte de qu-quién dije que llamaba? De parte de Hacienda. Me dieron la información enseguida. Y adivina quién salía. Había uno que se repetía.

Coloca un folio ante mí. Hay una lista de nombres escrita con letras mayúsculas en la que reconozco a dos. Señala uno con el dedo.

– Un nombre raro, ¿no te parece? Cuando lo has oído una vez es imposible olvidarlo. Participó en ambas expediciones.

«Andreas Fine Licht» pone. «600 CYD 12/9.»

– ¿Qué significa CYD?

– Cap York Dollars. La moneda propia de la Sociedad Criolita en Groenlandia.

– Llamé al Registro Civil. Querían nombres, números de identificación personal y la última dirección conocida del sujeto. Por lo que tuve que volver a llamar a la fundación. Pero entonces los encontré. Hay diez nombres, ¿no es cierto? Tres de ellos eran groenlandeses. De los siete restantes, sólo dos siguen vivos. 1966 em-em-pieza a ser ya mu-muy lejano. Uno de ellos es Licht. El otro es el de una mujer. En Carlsberg me dijeron que le habían pagado por traducir algo. No les era posible saber qué había traducido. Se llama Benedicte Clahn.

– Hay uno más.

Me mira incrédulo.

Extraigo el informe médico y señalo el nombre del firmante con el dedo. Lo deletrea lentamente.

– Loyen.

Entonces asiente con la cabeza.

– Él también formó parte de la expedición en el 66.


El mecánico cocina para los dos.

Por norma, en los hogares en los que uno se encuentra a gusto, acaba por entrar en la cocina. En Qaanaaq vivíamos en ella. Aquí me conformo con quedarme en la puerta. Sin duda es grande. Pero él la llena sobradamente.

Hay mujeres que saben hacer soufflé. Que, por cierto, suelen tener una receta de parfait de mocca metida en el sujetador deportivo. Que son capaces de hacer su propio pastel de bodas con una mano, mientras cocinan un entrecot a la pimienta al estilo Nossi Bé con la otra.

Todos debemos sentirnos agradecidos por ello. Siempre que no signifique que los demás debamos sentir mala conciencia por no tutearnos todavía con nuestra tostadora eléctrica.

Dispone una montaña de pescado y otra de verduras sobre el mármol de la cocina. Salmón, caballa, abadejo, diversas platijas. Dos grandes cangrejos. Colas, cabezas, aletas. Además, zanahorias, cebollas, puerros, perejil, hinojo.

Limpia las verduras y luego las pone a hervir.

Le hablo de Ravn y del capitán Telling.

Pone arroz a hervir. Con cardamomo y anís.

Le cuento las cláusulas de confidencialidad que he firmado.

Los informes de los que disponía Ravn.

Cuela el agua de las verduras y hierve los trozos de pescado.

Le hablo de las amenazas. Del riesgo de que pueden arrestarme en cualquier momento, en cuanto les apetezca.

Va sacando los trozos de pescado poco a poco. Recuerdo que también lo hacían así en Groenlandia. En la época en que invertíamos tiempo en cocinar. El pescado tiene muy diversos tiempos de cocción. El abadejo está tierno enseguida. La caballa necesita un rato, el salmón mucho más.

– Tengo miedo de estar encerrada -le digo.

Guarda los cangrejos para el final. Deja que se cuezan con el resto durante un máximo de cinco minutos.

De alguna manera, me siento aliviada de que no diga nada, de que no me riña. Él es quien sabe cuánto sabemos. Cuánto tendremos que olvidar, ahora.

Me siento obligada a especificarle lo que significa la claustrofobia para mí.

– ¿Sabes lo que hay debajo de las matemáticas? -le pregunto-. Debajo de las matemáticas se esconden los números. Si alguien me preguntara qué es lo que verdaderamente me hace sentir feliz, yo contestaría: los números. La nieve, el hielo y los números. ¿Y sabes por qué?

Rompe las pinzas de los cangrejos con un cascanueces y saca la carne con unas tenacillas curvas.

– Porque el sistema numérico es como la vida humana. En el comienzo están los números naturales. Son aquellos que son enteros y positivos. Los números del niño pequeño. Sin embargo, la conciencia humana se expande. El niño descubre el ansia y ¿sabes cuál es la representación matemática del ansia?

Le añade crema de leche y unas gotas de zumo de naranja a la sopa.

– Los números negativos. La formalización de aquello que sentimos que nos falta. Y la conciencia sigue expandiéndose, y crece, y el niño descubre los intervalos. Entre las piedras, entre las manchas de liquen que cubren las piedras, entre los hombres. Y entre los números. ¿Y sabes a qué nos lleva? Nos lleva a los quebrados. Los números enteros más los quebrados nos dan los números racionales. Y la consciencia no se detiene aquí. Su deseo es superar la razón. Añade una operación tan absurda como es la extracción de una raíz. Y llega a los números irracionales.

Calienta las barritas de pan en el horno y rellena el pimentero.

– Es una especie de locura. Porque los números irracionales son infinitos. No se pueden escribir. Conducen a la conciencia hasta el espacio ilimitado. Y con los números irracionales, sumados a los racionales, se obtienen los números reales.

Estoy en medio de la habitación para poder disponer de espacio. Es poco frecuente tener la oportunidad de explicarse ante otro ser humano. Normalmente hay que luchar por la palabra. Y para mí, poder hacerlo me es indispensable.

– Y la cosa no se detiene aquí. No se detiene nunca. Porque ahora, en este mismo momento, los números reales se expanden mediante los quebrados imaginarios de números negativos. Son números que somos incapaces de imaginar, números que la conciencia normal no puede contener. Y cuando añadimos los números imaginarios a los números reales, obtenemos el sistema numérico complejo. El primer sistema numérico dentro del cual es posible dar cuenta de la creación de cristales de hielo. Es como un gran paisaje abierto. Los horizontes. Una se siente atraída hacia ellos, y ellos siguen moviéndose. Es Groenlandia, de la que no puedo prescindir. Es la razón por la que no quiero que me encierren.

He acabado y estoy frente a él.

– Smila -me dice-, ¿puedo besarte?

Supongo que todos tenemos una imagen de nosotros mismos. Siempre me he visto a mí misma como una doña Mordaz de enorme boca. Ahora ya no sé qué pensar ni qué decir. Siento que me ha traicionado. Que no me ha escuchado como debía. Que me ha sido desleal. Por otro lado, no hace nada. No me molesta. Se queda delante de las ollas humeantes, mirándome.

No sé qué contestar. Simplemente me quedo de pie, sin saber qué hacer conmigo misma y surge el momento y, afortunadamente, pasa.


– F-feliz Navidad.

Hemos cenado sin intercambiar palabra alguna. En parte, por supuesto, porque lo que hemos dejado de decir sigue todavía suspenso en el aire. Pero, sobre todo, porque la sopa lo exige. Es imposible hablar con ella delante. Desde el plato, nos grita, reclamando nuestra entera atención.

También era así con Isaías. Ocurría que, mientras le leía en voz alta algún libro o escuchábamos Pedro y el lobo, mi atención era captada por alguna otra cosa, mis pensamientos se me escapaban. Tras unos instantes, empezaba a carraspear. Un carraspeo amable, reconductor, significativo. Decía lo siguiente: «Smila, estás alejándote de mí en tus sueños».

Lo mismo sucede con la sopa. La tomo en un plato hondo. El mecánico se la bebe en un gran bol. Sabe a pescado. Al profundo océano Atlántico, a icebergs, a algas. El arroz trae recuerdos de los trópicos, de las hojas dobladas del bananero, de los mercados flotantes de especias en Birmania. Así puedo darle un poco de cuerda y dejar que la fantasía corra libremente.

Bebemos agua mineral. Él sabe que yo no bebo alcohol. No me ha preguntado el porqué. En realidad, nunca me ha preguntado nada. Salvo lo de hace un instante.

Aparta la cuchara.

– También está el barco -dice-. La maqueta en la habitación del Barón. Parecía muy caro.

Deposita un tríptico impreso sobre la mesa.

– La ca-caja que tenía en su habitación, aquella con la que se había construido una cueva, era el embalaje del barco. En ella encontré esto.

¿Por qué no lo había visto yo misma?

En la página frontal pone: «Museo Ártico. Barco a motor Johannes Thomsen de la Sociedad Criolita Danmark. Escala 1:50».

– ¿Dónde está el Museo Ártico? -pregunto.

No lo sabe.

– Pero la caja llevaba una dirección.

La ha recortado con un cuchillo. Seguramente para evitar faltas de ortografía. Ahora me la enseña.

– «Abogados Hammer y Ving.» Y una dirección en la calle del Este, cerca de Kongs Nytorv.

– Era el que recogía al Barón en coche.

– ¿Qué dice Juliana?

– Tiene tanto miedo que no para de temblar.


Prepara el café. Con dos tipos de grano, y el molinillo y el embudo y la máquina y el mismo esmero y cuidado sosegados de la última vez. Lo tomamos en silencio. Es Nochebuena. Para mí, el silencio suele ser mi aliado. Hoy me produce una ligera presión en los oídos.

– ¿Tenías árbol de Navidad cuando eras niño? -le pregunto.

Una pregunta de una superficialidad perdonable e inocente. Sin embargo, está hecha para saber quién es.

– Cada año. Ha-hasta que cumplí los quince. Entonces saltó el gato al árbol. Y le prendió fuego.

– ¿Qué hiciste tú entonces?

Al preguntárselo, me doy cuenta de que he supuesto que había hecho algo.

– Me quité la camisa y envolví al gato en ella. Eso ahogó el fuego.

Pienso en él sin camisa. A la luz de la lámpara. A la luz de las velas del árbol de Navidad. A la luz del gato ardiendo. Abandono el pensamiento. Vuelve a mí. Hay pensamientos que están impregnados de cola de pegar.

– Buenas noches -le digo, y me levanto.

Me acompaña hasta la puerta.

– Se-seguro que esta noche soñaré.

Hay algo rastrero en ese comentario. Examino su rostro atentamente para encontrar un indicio que me diga que se está burlando de mí, pero, sin embargo, está serio.

– Gracias por esta agradable velada -digo.


Uno de los síntomas de que necesitas reordenar tu vida aparece cuando te das cuenta de que el mobiliario del piso se ha ido deformando poco a poco, con muebles prestados, hace ya demasiado tiempo, y que ahora ya es demasiado tarde para devolverlos a su viejo dueño, y preferirías que te afeitaran la cabellera a enfrentarte con aquel hombre del saco a quien pertenecen legalmente los trastos.

Mi casete lleva grabado el nombre «Instituto Geodésico». Tiene altavoces incorporados y una distorsión del 70% y es tan duradero que hace que sea imposible encontrar una excusa para comprar uno nuevo.

Frente a mí, sobre la mesa, tengo la caja de puros de Isaías. He pesado las cosas, una detrás de la otra, en la mano. He buscado la punta de arpón en el libro de Birket-Smith, Los esquimales. Es una punta de la cultura Dorset. 700-900 años antes de Cristo. Según el libro, se han encontrado, como mínimo, unas cinco mil. En una extensión de la costa de unos tres mil kilómetros.

Saco la cinta de su funda. Es una Maxell XLI-S. Una cinta cara. Una cinta para aquellos que desean grabar música.

No hay música en la cinta. Hay un hombre que habla. Un groenlandés.

En Disko, en el 81, colaboré en el ensayo sobre la corrosión que provocaba la niebla marina en los mosquetones utilizados para asegurar las marchas de los glaciares. Simplemente los colgábamos de una cuerda y volvíamos tres meses después. Todavía parecían seguros. Ligeramente oxidados pero seguros. La fábrica señalaba cuatro mil kilos como la resistencia límite de tracción. Sin embargo, resultó que los podíamos romper simplemente rasgando un poco con una uña. Expuestos a un clima hostil, se habían descompuesto.

El lenguaje se pierde mediante un proceso de descomposición similar.

Cuando fuimos trasladados de la escuela del poblado a Qaanaaq, nos destinaron unos maestros que no sabían ni una sola palabra de groenlandés y que tampoco pensaban aprenderlo. Nos dijeron que, para aquellos de nosotros que destacáramos, habría un billete a Dinamarca, un diploma y el camino que nos alejaría de la miseria ártica. Esta dorada ascensión la realizaríamos en danés. Fue así mientras se estaba incubando la política de los sesenta, que condujo a que Groenlandia, oficialmente, se convirtiera en el «departamento norteño de Dinamarca» y a que los inuits tuvieran que ser tratados, oficialmente, como «daneses del norte» y «formados en los mismos derechos que los demás daneses», tal como lo pronunció el primer ministro de Dinamarca y Groenlandia.

Con ello se sentaron las bases. Entonces llegabas a Dinamarca y tras medio año te sentías como si nunca fueras a olvidar tu lengua materna. En ella piensas, y con ella recuerdas tu pasado.

Cuando te encuentras con un groenlandés por la calle, intercambias algunas frases. Y, de repente, surge una palabra, de las normales, que tienes que buscar en tu memoria. Transcurre medio año más. Una amiga te lleva a la Casa de los Groenlandeses, en la calle de la Fronda. Allí descubres que tu propio groenlandés podría desmenuzarse con una uña.

Desde entonces he intentado, en las ocasiones en que he vuelto a Groenlandia, aprenderlo de nuevo. Como con tantas otras cosas, ni lo he conseguido ni lo he dejado de conseguir del todo. Aproximadamente ése es el punto en que me encuentro con respecto a mi lengua materna, como si tuviera dieciséis o diecisiete años.

Para colmo, en Groenlandia no hay una lengua única. Hay tres. El hombre de la cinta de Isaías habla en groenlandés del este, en un dialecto sureño de éste. Para mí es ininteligible.

Me imagino, por el tono de la voz, que le está hablando a alguien. Sin embargo, nadie le interrumpe. Suena como si estuviera hablando en una cocina o en un comedor porque, de vez en cuando, se oye ruido como de cubiertos entrechocando entre sí. De vez en cuando se oyen ruidos de motores. Quizá sea de un generador. O el ruido eléctrico de la grabación.

Está explicando algo que parece ser importante para él. La explicación es larga, apasionada, detallada, pero también con largas pausas. En las pausas, puede oírse que tras su voz hay un zumbido como de música, quizá sea el sonido de un instrumento de viento. El resto de una antigua grabación que no se ha borrado del todo.

Renuncio a entender lo que dice y dejo volar mis pensamientos. El que habla no puede ser el padre de Isaías, no correspondería con su dialecto.

La voz termina una frase y se detiene. Deben de haber utilizado el botón de pausa porque no se oye ningún crujido. Se oye la voz y de repente, un instante después, un zumbido vacío. Y en la lejanía, en lo más profundo, un resto de música lejana.

Dejo que zumbe y pongo las piernas sobre la mesa.

De vez en cuando le ponía música a Isaías. Acercaba los altavoces al sofá, cerca de su sordera, y subía el volumen. Él se echaba contra el respaldo del sofá, cerrando los ojos. A menudo se quedaba dormido. Se desmayaba lenta y silenciosamente ladeando su cuerpo, sin despertarse. Entonces lo solía coger en mis brazos y lo llevaba al piso de abajo. Si allí había demasiado ruido, lo volvía a subir y lo acostaba en la cama. En el momento en que lo soltaba, solía despertarse. Y en medio de este estado de semivigilia, era como si intentara, con un ronco ronroneo, cantar algunos compases que había escuchado.

He cerrado los ojos. Es de noche. Los últimos invitados de Navidad se han ido con sus remolques llenos de regalos. Ahora están en sus camas, esperando con ilusión que sea pasado mañana para poder ir al centro y cambiar los regalos por otros o por dinero.

Ha llegado la hora del té de menta. De contemplar los tejados de la ciudad. Me vuelvo hacia la ventana. Siempre puedo esperar que haya empezado a nevar mientras he estado de espaldas a la ventana.

En ese mismo instante hay alguien que ríe.

Me levanto de un salto con las manos por delante. No es la risita frágil de una jovencita. Es el fantasma de la ópera. Quiero vender mi vida lo más cara posible.

Surgen cuatro compases ligeros y entonces suena la música. Es jazz. En primer término, se extiende una gran trompeta. Proviene de la cinta de Isaías.

Detengo el casete. Necesito tiempo para tranquilizarme. Para levantar un pánico sólido sólo se necesita una centésima de segundo. Para librarse de él, se requiere toda una noche.

Rebobino y vuelvo a escuchar la última parte de la cinta. Han vuelto a utilizar el botón de pausa. No hay ningún aviso previo; de repente, la risa está allí. Profunda, triunfante, sonora. Entonces vienen los compases. Y la música. Es jazz y, al mismo tiempo, no es jazz. Tiene algo de eufórico, inconexo. Como cuatro instrumentos enloquecidos. Pero es un engaño. Porque también hay una extraña precisión. Como una actuación de payasos al borde de la pista. Lo que exige la máxima exactitud es justamente aquello que pretende aparentar un cataclismo.

La pieza suena durante unos siete minutos. Entonces llega a su fin y las notas se interrumpen bruscamente.

Era una música enérgica. Una extraña elevación, por encima de la angustia y el miedo, a las tres de la mañana de Nochebuena.

Solía cantar en el coro de la iglesia de Qaanaaq. A los tres Reyes Magos los imaginé con raquetas de nieve en los pies, con un trineo tirado por perros cruzando el hielo. Con las miradas puestas en la estrella. Sabía cómo se sentían por dentro. Habían entendido el absolute space. Se sabían en el camino correcto. Orientados por un fenómeno energético. Eso era, en definitiva, lo que significaba para mí el Niño Jesús mientras estaba allí, simulando ver que leía las notas cuando, en realidad, nunca las había entendido, sino que las había aprendido de memoria.

Es lo mismo ahora, con más de la mitad de mi vida a mis espaldas, aquí en La Incisión Blanca. Me es indiferente no haber tenido un hijo propio. Disfruto del mar y del hielo, sin tener por qué sentirme siempre engañada por la Creación. Un niño que nace es algo que debe perseguirse, algo que buscar; una estrella, una aurora boreal, una columna de energía en el universo. Y un niño que muere es una crueldad.

Me levanto y bajo a llamar a la puerta.

Sale en pijama. Aturdido por el sueño.

– Peter -le digo-, tengo miedo. Pero, sin embargo, seguiré adelante.

Él se ríe, medio despierto, medio dormido.

– Ya lo sabía -me dice-. Ya lo sabía.

2

– El treinta es un número bíblico -dice Elsa Lübing-. Judas recibió treinta monedas de plata. Jesús tenía treinta años cuando fue bautizado. En el nuevo año, hará treinta años que la Sociedad Criolita incorporó la contabilidad mecánica.

Hoy es 27 de diciembre, el tercer día de Navidad. Estamos sentadas en las mismas sillas. La misma tetera está sobre la mesa, los mismos salvamanteles bajo las tazas de té. Nos rodea la misma vista vertiginosa, la misma luz blanca invernal. Podría parecer que el tiempo se ha detenido. Que hemos permanecido sentadas durante la última semana, sin movernos, y ahora, alguien hubiera apretado un botón y retomáramos la conversación donde la dejamos la última vez. Sería así si no fuera por un pequeño detalle. Ella da la sensación de haberse decidido a hacer algo. Detecto la determinación en su rostro.

Las cuencas de sus ojos son profundas y está más pálida que la última vez, como si le hubiera costado noches enteras de insomnio llegar hasta aquí.

O quizá todo sea invención mía. Quizá tenga el aspecto que tiene porque ha celebrado la Navidad ayunando, velando o rezando setecientas plegarias del corazón, dos veces al día.

– Los últimos treinta años, en cierto modo, lo han cambiado todo. En cierto modo, todo ha permanecido igual. El director de entonces, en los cincuenta y en los primeros años sesenta, era el consejero Ebel. Él y su señora tenían cada uno su Rolls Royce, especialmente diseñado para ellos. De vez en cuando, uno de los coches se detenía en la puerta y el chófer de librea esperaba al volante. Entonces sabíamos que él o su esposa estaban de visita en la fábrica. A ellos nunca los vimos. Ella disponía de un vagón de tren privado que solía aguardar en Hamburgo y que varias veces al año se enganchaba al tren que los llevaba hasta la Costa Azul. La dirección diaria la ocupaban el director financiero, el director de ventas y el ingeniero superior Ottesen. Ottesen siempre estaba en el laboratorio o en la cantera de Saqqaq. Nunca lo veíamos. El director de ventas siempre estaba de viaje. De vez en cuando volvía a casa y repartía sonrisas, regalos y anécdotas frívolas en toda ocasión. Recuerdo que la primera vez que volvió de París, después de la guerra, trajo medias de seda.

Se ríe sólo con pensar que hubo una vez en que pudo alegrarse por un simple par de medias de seda.

– Me he fijado en que a usted también le interesa la ropa. Este interés desaparece con la edad. Durante los últimos treinta años, únicamente he vestido de blanco. Si limitas lo terrenal, liberas el pensamiento hacia lo espiritual.

No digo nada, pero tomo nota del comentario. Para la próxima vez que tenga que ir al sastre Tvilling, en la calle Heiene, a hacerme unos pantalones. Él colecciona este tipo de chismes.

– Era un aparato de ciento sesenta y cinco centímetros por un metro por ciento veinte centímetros. Funcionaba con dos palancas de accionamiento. Una para las monedas continentales y otra para las libras esterlinas. La información relevante estaba troquelada en una especie de código perforado en fichas que se introducían en la máquina. Esto significaba que la información era menos accesible. Cuando los datos se convierten en códigos y se comprimen en fichas perforadas se hace más difícil interpretarlos. En eso consiste, en definitiva, la centralización. Fue lo que dijo el director. Que la centralización siempre conlleva algunos costes.

En apariencia se ha vuelto fácil orientarse en el mundo moderno. Todos los fenómenos se han convertido en internacionales. El Comercio de Groenlandia desmanteló, como parte de la centralización, la tienda en Maxwell Island en el 79. Mi hermano había sido cazador allí durante diez años. Era el rey de la isla, tan inaccesible como un babuino macho. El cierre de la tienda lo obligó a bajar hasta Upernavik. Cuando fui enviada a la estación meteorológica, él barría los muelles del puerto. Al año siguiente se ahorcó. Fue el año en que el índice groenlandés de suicidios llegó a ser el más alto del mundo. El Ministerio para Groenlandia publicó en el Atuagagdliutit que, aparentemente, iba a resultar difícil conciliar la centralización necesaria con el oficio de cazador. No escribieron que probablemente surgirían muchos más casos de suicidio en el camino. De alguna manera, se sobreentendía.

– Pruebe los pasteles -me dice-. Son Spekulaas que yo misma he hecho. He invertido toda mi vida en aprender a volcarlos del molde sin que se rompa el dibujo.

Los pasteles son planos, de un marrón oscuro y con trocitos de almendra incrustados en su superficie. Los observo con atención. Un ser humano que ha estado solo toda la vida puede permitirse refinar ciertos intereses especiales. Como por ejemplo, lograr que los pasteles se suelten del molde.

– Hago un poco de trampa -me dice-. Por ejemplo con éste. Tiene la forma de una pareja. Es francamente difícil que salgan los ojos. Sobre todo con la pasta muy seca. Por eso utilizo una aguja de hacer punto, una vez los he sacado del horno y están sobre la mesa. Nunca mantienen la forma originaria pero casi. Ocurre algo parecido en una empresa. Allí se le llama «buena práctica contable». Es un concepto un tanto elástico que abarca lo que el auditor puede aprobar. ¿Sabe de qué manera está distribuida la responsabilidad en las empresas que cotizan en Bolsa?

Lo niego con la cabeza. El pastel combina la mantequilla y las especias con tal habilidad que podría comerme cien y no descubriría hasta muy tarde lo mal que iban a sentarme.

– Naturalmente, la dirección es responsable ante el consejo de administración y, en última instancia, ante la junta de accionistas. El director financiero era «presidente y consejero delegado». Puede considerarse una distribución del poder muy racional. Sin embargo, requiere un alto grado de confianza. Ottesen siempre se encontraba en la cantera. El director de ventas, siempre de viaje. No creo que sea una exageración decir que el director financiero, durante muchos años, tomó todas las decisiones importantes de la sociedad. Naturalmente, no había razón para dudar de su integridad. Siempre fue enteramente honesto en su toma de decisiones. Era jurista y economista. Había sido concejal anteriormente. Socialdemócrata. Ostentó, y sigue ostentando todavía, varios puestos en diversos consejos de administración. En sociedades constructoras de viviendas y en cajas de ahorros.

Me pasa la fuente. Los daneses expresan sus sentimientos más profundos a través de la comida. Lo entendí la primera vez que fui de visita con Moritz. Cuando volví a coger pasteles, me miró a la cara directamente.

– Repite hasta que te sientas avergonzada -dijo.

Mi danés no era muy bueno por aquel entonces, pero entendí el significado de sus palabras. Repetí tres veces más. Desafiándole con la mirada. El espacio había desaparecido. La gente que nos había invitado había desaparecido, yo había dejado de saborear los pasteles. Para mí sólo existía Moritz.

– Sigo sin avergonzarme -le dije.

Volví a repetir tres veces más. Entonces agarró la fuente y la puso fuera de mi alcance. Yo había ganado. La primera de una larga serie de pequeñas pero importantes victorias, en las que yo le superaba a él y a la educación danesa.

Los pasteles de Elsa Lübing son de otra índole. Están destinados a convertirme en su confidente y, a la vez, en su cómplice.

– Es la junta de accionistas quien elige a los interventores. Pero las acciones de la sociedad, además de las que pertenecen al director financiero y al Estado, están, como ya sabrá, distribuidas entre muchas manos. Se repartieron entre todos los herederos de los ocho socios que consiguieron hacerse con la concesión en el siglo pasado. Lo que significa que el director ha debido de tener una enorme influencia sobre la sociedad. Vale la pena subrayar que todas las decisiones relativas a la parte más importante, desde un punto de vista económico, del subsuelo de Groenlandia, las tomó un solo hombre, ¿no le parece?

– Conmovedor.

– Hay que añadir, además, un aspecto de carácter comercial. La sociedad era un cliente muy importante. Un interventor que se enfrentara al director corría el riesgo de perder a ese cliente. Finalmente, está la coincidencia de personas. El interventor se convirtió a lo largo de los años sesenta en el socio del director, cuando éste constituyó su bufete de abogados. El 7 de enero de 1967 saldé las cuentas semestrales. En éstas aparecía un asiento sin especificar de 115.000 coronas. Una cantidad importante por aquel entonces. Quizá no le hubiera extrañado a nadie de fuera. Probablemente el consejo de administración no lo hubiera descubierto. No con un volumen de negocios de cincuenta millones. Pero para mí, que me encargaba de las cuentas diarias, era del todo inaceptable. Por lo que estuve buscando la ficha correspondiente. No estaba. Todas las fichas estaban numeradas. Tenía que estar. Pero, sin embargo, faltaba. Entonces subí al despacho del director. Había trabajado bajo sus órdenes durante los últimos veinte años. Me escuchó, bajó la vista y la posó sobre sus papeles, y entonces me dijo: «Señorita Lübing, yo he aprobado este asiento. Por razones contables de índole técnica ha sido demasiado complejo especificarlo. Nuestro interventor opina que la presente disposición es correcta. Lo que vaya más allá de este hecho está absolutamente fuera de su competencia».

– ¿Qué hizo usted entonces? -le pregunto.

– Volví a mi despacho e introduje las cantidades en las cuentas. Tal como me había sido ordenado. De esta manera, me convertí en cómplice. De algo que no entendía, que nunca he llegado a entender. No supe administrar los talentos que me habían sido encomendados. No me mostré digna de la confianza depositada en mí.

Entiendo cómo se siente. Lo malo no es que hayan atentado contra su competencia, reteniendo una información. Tampoco que le hayan dado una contestación insolente. Lo peor es que hayan removido sus ideales sobre la honradez.

– Le contaré en qué apartado de las cuentas aparecía este importe.

– Déjeme que lo adivine -le digo-. Aparecía en las cuentas de la expedición geológica de la sociedad al glaciar de Barren, en Gela Alta, frente a la costa oeste de Groenlandia en el verano del 66.

Me observa con los ojos entornados.

– En el informe del 91 había algunas alusiones a una expedición anterior -le explico-. Así de sencillo.

– También entonces hubo un accidente -me dice-. Un accidente con explosivos. Dos de los ocho participantes murieron.

Empiezo a tener una ligera sensación del porqué de su llamada. Ha visto en mí a una especie de interventor. Una persona que acaso pueda ayudarla, a ella y a Nuestro Señor, en la revisión de unas cuentas incompletas del 7 de enero de 1967.

– ¿En qué está pensando? -me pregunta.

¿Qué puedo contestarle? Mis pensamientos son caóticos.

– Estoy pensando -le digo- en que el glaciar de Barren es un lugar malsano.


Hemos permanecido un rato en silencio, bebiendo nuestro té, comiendo nuestras galletas y observando el mundo que se extiende a nuestros pies, cubierto de nieve y trivial.

Disfrutando también de una franja de sol que atraviesa la calle del Mirlo y el campo de fútbol del colegio situado en la calle de la Paloma. Sin embargo, soy consciente en todo momento de que me tiene reservada una segunda parte.

– El consejero murió en el 64 -agrega-. Todos dicen que, con él, murió una época de la vida financiera danesa. En su testamento había exigido que su Rolls Royce fuera hundido en el Atlántico Norte, mientras el actor sueco Gösta Ekman interpretaba el monólogo de Hamlet sobre la cubierta del barco.

Me imagino la escena. Y pienso que esa ceremonia bien pudo ser el símbolo de una muerte y una resurrección política. La antigua e indecorosa política colonial en Groenlandia fue, en ese mismo instante, abandonada. Para dar paso a la política de los sesenta: la formación de los daneses del norte en sus derechos legítimos como daneses.

– La sociedad fue reestructurada. Lo notamos con la llegada de un nuevo jefe de negociado y de dos nuevas señoras en la sección de contabilidad. Pero, por lo demás, fue en la división científica donde se llevaron a cabo los mayores cambios. Se debió a que la criolita estaba agotándose. Siempre se habían visto obligados a desarrollar nuevos métodos para la clasificación y la extracción, porque la calidad del mineral empeoraba a ojos vistas. Pero todos sabíamos adónde nos llevaría. De vez en cuando, durante los almuerzos en la cantina, se extendía el rumor del descubrimiento de un nuevo yacimiento. Era como una fiebre breve. Transcurridos unos días, el rumor siempre era desmentido. Originalmente sólo había cinco empleados en el laboratorio. El personal fue ampliado. Llegó un momento en que fueron veinte. Anteriormente se habían contratado algunos geólogos extra por un reducido período de tiempo. A menudo llegaban desde Finlandia. Pero entonces crearon un grupo científico estable. En 1967 fundaron la Comisión Científica Consultora, que convirtió el trabajo diario en algo más secreto. Fue muy poco lo que nos contaron. Sin embargo, sabíamos que había sido fundada con el fin de hacer nuevos descubrimientos. La componían representantes de algunas de las grandes empresas e instituciones con las que la sociedad colaboraba: la Sociedad Sueca de Extracción de Diamantes, El Subsuelo de Dinamarca, Sociedad Anónima, Instituto Geológico, Estudios de Groenlandia. Esto dificultó la contabilidad. Los nuevos honorarios, los muchos gastos relacionados con las expediciones. Hizo que todo fuera más complicado. Y durante todo este tiempo la cuestión sin aclarar de las 115.000 coronas seguía pesando sobre mi conciencia.

Estoy pensando en lo duro que debe de haber sido para ella, con su sentido desmedido por los números y su confianza en la honradez, el verse obligada a colaborar con un hombre del que sospechaba que estaba encubriendo una irregularidad.

Ella misma me da la respuesta.

– «Pues nada hay oculto si no es para que sea manifestado; nada ha sucedido en secreto, sino para que venga a ser descubierto.» Marcos, capítulo cuatro, versículo 22.

La seguridad en la justicia le ha otorgado el don de la paciencia.

– En 1977 incorporamos la informática. Nunca logré entenderla. Yo insté a que se siguiera llevando una contabilidad manual. En el 92 me retiré. Tres semanas antes de mi último día de trabajo, cotejamos las cuentas. El director financiero sugirió que delegara este balance en el apoderado. Exigí realizarlo yo misma. El 7 de enero, exactamente veinticinco años después del acontecimiento que le he relatado, me encontraba con las cuentas correspondientes a la expedición a Gela Alta del verano anterior. Fue como una señal divina. Busqué las cuentas antiguas. Las cotejé punto por punto. Naturalmente fue complicado. La expedición en el 91 había sido, tal como venía siendo costumbre, financiada a través de la comisión científica. Sin embargo, fue posible compararlas. El asiento más importante del 91 era de 450.000 coronas. Llamé a la comisión y exigí una especificación.

Hace una pausa y logra dominar su indignación.

– Más tarde recibí una carta cuyo contenido, en pocas palabras, era que, en una cuestión como ésta, debía haber consultado a mis superiores más inmediatos.

Pero ya era demasiado tarde. Porque aquel mismo día, me habían dado la respuesta por teléfono. Las 450.000 coronas habían sido utilizadas para fletar un barco.

Se da cuenta de que no entiendo nada.

– Un barco -dice-, un barco de cabotaje para transportar ocho pasajeros a la costa oeste de Groenlandia con el fin de recoger unos cuantos kilos de muestras de piedras preciosas. No tiene sentido. En varias ocasiones fletamos el Disko del Comercio de Groenlandia. Se empleaba para transportar la criolita. Pero un barco para una expedición pequeña, eso era totalmente impensable. ¿Usted se acuerda de sus sueños, señorita Smila?

– De vez en cuando.

– Últimamente he soñado, en repetidas ocasiones, que usted era una enviada de la Providencia divina.

– Debería saber lo que dice de mí la policía.

Como muchos otros ancianos, ha desarrollado un oído selectivo. Me ignora y continúa por su propio camino.

– Quizá piense que ya soy muy mayor. Quizá esté considerando que estoy senil. Pero recuerde los Hechos de los Apóstoles: «Vuestros ancianos soñarán sueños».

Me atraviesa con su mirada, a mí y a la pared que hay detrás de mí. Hasta llegar al pasado.

– Creo que las 115.000 coronas del 66 estaban destinadas a fletar un barco. Creo que alguien, bajo algún subterfugio de la Sociedad Criolita, ha enviado dos expediciones a la Costa Oeste.

Aguanto la respiración. Gracias a su sinceridad y al quebrantamiento de una lealtad de toda una larga vida, éste es un momento frágil y delicado.

– Sólo puedo imaginar que tuvieran un único objetivo. Al menos, tras cuarenta y cinco años en la compañía, no puedo imaginarme otro. Han querido traer algo a Dinamarca, algo que era tan pesado que requería un barco.


Me pongo mi capa. La negra con capucha, que me da el aspecto de monja adecuado, según creo, para la ocasión.

– La Fundación Carlsberg -continúa- pagó parte de la expedición en el 91. En sus cuentas aparecen unos honorarios pagados a una tal Benedicte Clahn.

Su mirada soñadora se pierde en el vacío, mientras busca en su contabilidad interna, completa y libre de errores.

– También en el 66 -añade pausadamente-: 267 coronas en concepto de traducción. Fue uno de aquellos asientos que tampoco quisieron especificarme. Pero todavía lo recuerdo. Era una conocida del director. Había estado viviendo en Alemania. Me dio la impresión de que se conocían desde Berlín, en 1946. Inmediatamente después del final de la guerra, los aliados negociaron en Berlín la distribución del suministro de aluminio. Varios representantes de la Sociedad Criolita estuvieron allí en varias ocasiones por aquellos años.

– ¿Como quién?

– Ottesen estuvo. El director de ventas. Y el consejero.

– ¿Fue más gente?

Está totalmente adormilada después de haber hablado durante tanto tiempo y haber derramado su corazón en algo que puede llegar a convertirse en el fregadero. Lo piensa detenidamente.

– No recuerdo que hubiera nadie más. ¿Es importante?

Me encojo de hombros. Ella me toma de los brazos. Casi me levanta del suelo.

– La muerte del pequeño. ¿Qué ha pensado hacer al respecto?

Dinamarca es un país jerarquizado. Ella encuentra un error y se queja a su superior. Es rechazada. Se queja al consejo de administración. De nuevo es rechazada. Sin embargo, por encima del consejo de administración está Nuestro Señor. A él se ha dirigido en sus oraciones. Ahora desea que yo actúe como uno de sus emisarios.

– Aquel barco costero, ¿sabe si transportó aquello que había ido a buscar?

Sacude la cabeza.

– No se lo sabría decir. Tras el accidente, transportaron en avión a los supervivientes y su equipo hasta Groenlandia y luego a casa. Esto lo sé con toda seguridad, porque nosotros pagamos los fletes y los billetes de avión.

Me acompaña hasta el ascensor. Siento una repentina ternura por ella. Una especie de sentimiento maternal, aunque me doble en edad y sea tres veces más fuerte que yo.

Llega el ascensor.

– Y ahora no se atreva a tener pesadillas por culpa de su sinceridad -le digo.

– Ya soy demasiado mayor para arrepentirme.

En ese momento desciendo. Cuando salgo del portal, me viene algo a la mente. Cuando le llamo por la concha plateada del interfono me responde como si hubiera estado esperando esta llamada.

– Señorita Lübing.

A nadie se le ocurriría jamás utilizar su nombre de pila.

– El director financiero, ¿quién es?

– Se retirará el año que viene. Dirige su propio bufete de abogados. Se llama David Ving. Su despacho es Hammer y Ving y está en la calle del Este.

Le doy las gracias.

– Que Dios le acompañe -me dice.

Hasta hoy nadie me lo había dicho fuera de una iglesia. Probablemente tampoco lo haya necesitado tanto como ahora.


– Tuve un a-amigo que trabajaba en el servicio de limpieza en la central automática de la Sociedad Telefónica de Copenhague, en la calle del Norte.

Estamos en el salón del mecánico.

– Me contó que basta con hacer una llamada, diciendo que ya tienen una orden judicial. Entonces colocan un enchufe en un relé y, a través de la red telefónica, pueden pinchar desde la comisaría todas las llamadas de un abonado concreto.

– Nunca me han gustado los teléfonos.

Sobre la mesa tiene un ancho rollo de cinta aislante roja y unas tijeras pequeñas. Corta una larga tira y la enrolla en el auricular del teléfono.

– Harás exactamente lo mismo en tu casa. A partir de ahora, cada vez que hagas una llamada y cada vez que te llamen a ti, tendrás que quitar la cinta. Esto te ayudará a recordar que tienes un público escuchándote en algún lugar de la ciudad. Es fácil olvidar que el teléfono puede ser todo menos privado. Por ejemplo, en el caso de que quieras declararle tu amor a alguien.

De todas maneras, si tuviera que declararle mi amor a alguien, no lo haría nunca por teléfono. En los últimos diez días, he visto pequeñas gotas de su pasado. No concuerdan. Como por ejemplo, sus conocimientos sobre el procedimiento empleado en las escuchas telefónicas.

Su manera de preparar el té es uno de esos aspectos que me sorprenden, pero sobre los que, sin embargo, no quiero preguntar.

Hierve la leche con jengibre fresco, un cuarto de vainilla en rama y un té tan oscuro y de hoja tan fina que parece polvo negro. Lo cuela y le añade una cantidad suficiente para los dos de azúcar de caña. El té tiene algo de estimulante, que excita y, al mismo tiempo, te deja una sensación de saciedad. Tiene el sabor que me imagino debe de tener Oriente.

Le hablo de la visita que he hecho a Elsa Lübing. Ahora ya sabe todo lo que yo sé. Menos algunos detalles como, por ejemplo, lo de la caja de puros de Isaías y su contenido. Una cinta en la que un hombre se ríe, entre otras cosas.

– ¿Quién, aparte de Carlsberg, pagó la expedición en el 91? ¿Lo sabía ella? ¿Quién consiguió el barco?

Me fastidia no habérselo preguntado yo misma. Alargo la mano para coger el teléfono. El auricular está pegado.

– P-por eso hay que ponerle la cinta adhesiva -dice-. Con el teléfono suele ocurrir que, en cuanto pasan cinco minutos, te olvidas por completo de las precauciones.

Vamos juntos hasta la cabina de teléfonos que hay en la plaza. Un paso de los suyos equivale exactamente a un paso y medio de los míos. Sin embargo, no me resulta fatigoso ir a su lado. Camina exactamente a la misma velocidad que yo.

El día en que mi madre no volvió de caza, caí en la cuenta de que cualquier momento puede ser el último. No debe existir nada en esta vida que sea una mera travesía de un sitio a otro. Cualquier paseo debe andarse como si fuera lo único que a uno le queda en este mundo.

Te puedes plantear una exigencia así, como un ideal inalcanzable. Después, estás en el deber de recordártelo a ti misma cada vez que metes la pata. Para mí eso supone unas doscientas cincuenta veces al día.

Coge el teléfono enseguida. Me llama la atención lo segura de sí que suena su voz.

– ¿Sí?

No me presento.

– Las 450.000. ¿Quién las pagó?

No me pregunta nada. Quizá le han revelado también que la red telefónica puede estar concurrida. Se lo piensa en silencio, durante unos instantes.

– Geoinform -me dice entonces-. Así era como se llamaba la sociedad. Tenían dos representantes en la comisión científica. Son los propietarios de una parte de las acciones. Creo recordar que de un cinco por ciento. Lo suficiente como para tener que registrarlo en el Registro Mercantil. La sociedad pertenece a una mujer.

El mecánico ha entrado conmigo en la cabina. Esto me hace pensar en tres cosas. La primera es que la ocupa por completo. Como si pudiera, en el caso de que se estirara, sacar los pies y salir andando, con la cabina y conmigo a cuestas.

La segunda es que sus manos, contra el cristal que tengo delante, son suaves y limpias. Acostumbradas a trabajar y, sin embargo, suaves y limpias. De vez en cuando trabaja en un taller en la plaza de Toftegaard. Me pregunto a mí misma cómo es posible embadurnarse todo el día de grasa, manejando aceite lubricante y llaves de tubo y, pese a todo, tener las manos tan suaves.

La tercera es que soy lo suficientemente honrada como para reconocer que me proporciona cierto placer estar a su lado en esta postura. Tengo que reconvenirme a mí misma para no alargar la conversación únicamente por tal motivo.

– He estado pensando en algo que usted me preguntó antes. Acerca de Berlín, tras la guerra. Había un empleado más. Entonces no trabajaba para nosotros. Pero más tarde lo contratamos. No en la cantera, sino aquí, en Copenhague. En calidad de asesor médico. El profesor Loyen. Johannes Loyen. Realizó algunos trabajos para los americanos. Creo que era patólogo.

– ¿Cómo te conviertes en profesor, Smila?

Sobre un trozo de papel hemos hecho una lista de nombres: está el abogado de la Audiencia Territorial y auditor, señor David Ving. Una persona que sabe hacer malabarismos con los barcos. Encubrir los gastos para fletarlos, por ejemplo. Y enviarlos como regalos de Navidad a los niños groenlandeses.

Está Benedicte Clahn. El mecánico la ha encontrado en el listín telefónico. Si es que es ella, claro. Por lo visto vive a doscientos metros de donde nos encontramos ahora. En uno de los almacenes restaurados de la calle Strand. Allí están los pisos de propiedad más caros de Dinamarca. Tres millones de coronas por ochenta y cuatro metros cuadrados. Pero tienen unas paredes de ladrillo de un grosor de metro y medio, contra las que poder estampar la cabeza al calcular el precio por metro cuadrado. Y vigas de pino pomerano de las que colgarse, en caso de que no funcione lo de las paredes. Al lado de su nombre ha anotado un número de teléfono.

Después vienen los dos profesores: Johannes Loyen y Andreas Fine Licht. Dos hombres sobre los que sólo sabemos que sus nombres están ligados a las dos expediciones a Gela Alta. Dos expediciones sobre las que tampoco sabemos nada.

– Mi padre -le digo- ha sido profesor. Ahora que ha dejado de serlo, dice que los que se convierten en profesores son aquellos que siendo listos no lo son en demasía.

– ¿Qué ocurre entonces con aquellos que son demasiado listos?

Odio tener que citar a Moritz. ¿Qué hacer con las personas cuyas palabras una no desea repetir pero que, sin embargo, son las que han expresado algo de la manera más acertada?

– Según él, hay dos opciones: o ascienden hasta las estrellas o se hunden.

– ¿Cuál de las dos opciones ha sido la de tu padre?

Me veo obligada a pensármelo un rato antes de encontrar una respuesta.

– Me parece que más bien se ha quedado en medio -digo finalmente.

Escuchamos en silencio los ruidos de la ciudad. Los coches que cruzan el puente. El ruido de los martillos neumáticos del turno de noche en uno de los diques secos de Holmen. El toque de campanas de la iglesia del Redentor. Por lo que dicen, cualquiera que lo desee puede tocar las campanas en el campanario. Francamente, ésa es la sensación que me da. A veces suena como Horowitz. A veces como si hubieran cogido una melopea de espanto en el Café Palizas.

– El Registro Mercantil Central -digo-, Lübing dijo que si se quiere saber algo sobre quién controla una sociedad o quiénes son los miembros del consejo de administración, puede consultarse en el Registro Mercantil Central. Disponen de todas las cuentas anuales de las sociedades que cotizan en Bolsa en Dinamarca.

– Es-está en la calle de Kampmann.

– ¿Cómo lo sabes? -le pregunto.

Mira por la ventana.

– Presté atención en el colegio.

3

Hay mañanas en las que se sale a la superficie como a través de un baño de barro. Con los pies fundidos y solidificados en un bloque de hormigón como los que sirven de soporte a los parasoles de las terrazas. En las que se tiene la conciencia de haber expirado durante la noche. Y en las que la única alegría proviene de saber que, al menos, la muerte será natural y que no podrán transplantarte los órganos sin vida.

Así son seis de cada siete de mis mañanas.

La séptima es hoy. Me despierto totalmente despejada. Salgo disparada de la cama, como si tuviera algo por qué levantarme.

Hago los cuatro ejercicios de yoga que tuve tiempo de aprender antes de recibir la reclamación número cuarenta y siete de la biblioteca, que envió un mensajero a mi casa y me obligó a pagar una multa tan alta que más me hubiera valido comprar el libro yo misma.

Me doy una ducha de agua helada. Me pongo unas mallas, un jersey enorme, botas grises y un gorro de piel de Jane Eberlein. Guarda un cierto estilo groenlandés.

Suelo decirme a mí misma que he perdido para siempre mi identidad cultural. Y cuando ya lo he dicho suficientes veces, me despierto como hoy, con una identidad firme. Smila Jaspersen, una groenlandesa de postín.

Son las siete de la mañana. Me dirijo al puerto, al hielo.

El hielo del puerto de Copenhague no es un lugar recomendable para enviar a tus hijos a jugar, ni tan siquiera con una helada como ésta. Yo misma debo ser prudente cuando me paseo sobre él.

A unos cuarenta metros del muelle, me detengo. Aquí, la superficie es un poco más oscura. Un paso más y rompería el hielo. Estoy de pie, paseándome arriba y abajo. El hielo del mar es poroso y elástico. El agua penetra a través de él y crea dos espejos alrededor de mis botas que reflejan las luces dispersas en la oscuridad.

Hay un hombre en el malecón. Su silueta negra destaca contra los muros blancos de los edificios. El miedo se presenta como una nota vibrante. El peligro de muerte de las focas cuando yacen tendidas sobre el hielo. Tan sensible, tan visible, tan inmóvil. Entonces la nota se extingue. Es el mecánico, inclinado, cuadrado, como una roca. No lo he visto durante los últimos dos días. Quizá lo haya evitado.

Estamos tan acostumbrados a ver la ciudad desde unos ángulos determinados que, desde aquí, aparece como una capital extraña, nunca vista. Como Venecia. O la Atlántida. Una ciudad que, vestida por la nieve y la noche, podría ser de mármol. Vuelvo al malecón.

Podría ser cualquier otra persona. Yo misma podría ser otra. Podríamos haber sido jóvenes amantes. En vez de un tartamudo disléxico y una arpía amargada que se cuentan medias verdades y avanzan juntos por un camino un tanto incierto.

Cuando llego hasta donde está él, me coge por los hombros.

– ¡Es peligrosísimo!

Si no estuviera segura de lo contrario, juraría que su voz es casi implorante.

Me lo quito de encima.

– Mantengo una buena relación con el hielo.


Cuando disolvimos el Consejo de Jóvenes Groenlandeses con el fin de fundar el IA y teníamos que definimos por contraposición a los socialdemócratas del partido Siumut y los reaccionarios groenlandeses del partido Atassut, acudimos a El capital de Carlos Marx. Se convirtió en un libro que llegué a apreciar mucho. Por su compasión temblorosa y femenina y su indignación tan poderosa. No conozco ningún otro libro que contenga una fe tan fuerte en lo lejos que se puede llegar, si se tiene la suficiente voluntad de cambio.

Desgraciadamente, yo misma no estoy tan segura. Me han dado mucho y he deseado bastantes cosas. Pero, en realidad, he acabado por no tener nada, y por desconocer lo que verdaderamente deseo en la vida. He recibido el fundamento de una carrera. He viajado. De vez en cuando, creo que he hecho lo que me ha apetecido hacer. Sin embargo, he sido guiada. Una mano invisible me ha tenido siempre cogida por la nuca y, cada vez que pensaba que estaba dando un paso decisivo hacia la luz, ésta me ha oprimido todavía más, hundiéndome en las alcantarillas que corren bajo un paisaje que nunca sé cómo es. Como si ya se hubiera decidido que debo tragar tantos metros cúbicos de aguas residuales para que me concedan mi respiradero.

Por regla general, nado contra corriente. Pero algunas mañanas, como la de hoy, tengo suficiente fuerza como para rendirme. Ahora que junto con el mecánico me dejo arrastrar por la corriente, me siento extraña, inexplicablemente, feliz.

Se me ocurre la idea de que podríamos desayunar juntos. No sé cuánto tiempo hace de mi último desayuno compartido. Ha sido mi propia elección. Estoy muy sensible por las mañanas. Me gusta pintarme con el lápiz de ojos y beberme un vaso de zumo antes de verme obligada a ser sociable. Pero la mañana se ha arreglado por sí sola. Nos hemos encontrado y, ahora, caminamos uno al lado del otro. Estoy a punto de sugerirlo.

De repente, me encuentro flotando en el aire.

Me ha levantado del suelo y me ha llevado hasta los columpios. Creo que es una broma y voy a decir algo, pero noto lo que él ha presentido y me callo. La escalera está oscura en todos los pisos. Sin embargo, se está abriendo una puerta. Deja escapar una luz amarillenta a la oscuridad. Y tras ella dos siluetas. Juliana y un hombre. Él le está hablando. Ella se tambalea. Las palabras que le dirige caen como golpes. Ella se pone de rodillas. Entonces se cierra la puerta. El hombre baja por la escalera exterior.

Los amigos de Juliana no la abandonan a las siete de la mañana. A esa hora, todavía no han llegado a casa. Y si se van, no lo hacen con la ágil presteza de este hombre. Suelen arrastrarse hasta el ascensor.

Estamos ocultos tras los columpios. No puede vernos. Lleva un abrigo largo de Burberry y un sombrero.

Cuando llegamos a la fachada que da a Christianshavn, el mecánico me da un ligero apretón en el brazo y yo continúo sola. Delante de mí, el sombrero se introduce en un coche. Cuando éste se despega del bordillo, el pequeño Morris se detiene a mi lado. Los asientos están tan fríos y son tan bajos que tengo que estirarme para poder ver a través del parabrisas. Lo cubre la escarcha y avanzamos con una visibilidad que sólo alcanza desde la figurita del radiador hasta las luces rojas de los faros traseros que nos preceden.

Cruzamos el puente. Torcemos a la derecha antes de llegar a la iglesia de Holmen, pasamos por delante del Banco Nacional y atravesamos la plaza Kongs Nytorv. Puede que haya más tráfico, o puede que seamos los únicos. Es difícil saberlo a través de estos cristales.

El coche que hemos seguido aparca en Krinsen. Lo sobrepasamos y nos detenemos ante la embajada francesa. No mira hacia atrás.

Pasa por delante del Hotel d'Angleterre y dobla la esquina, bajando por Stroeget. Nos encontramos a veinticinco metros de él. Ahora empezamos a notar la presencia de más gente a nuestro alrededor. Se detiene ante un portal y entra.

Si hubiera estado sola, me hubiera quedado aquí. No necesito llegar hasta el portal para saber lo que pone en el letrero. Yo ya sé quién es el hombre al que hemos seguido, estoy tan segura de ello como si me hubiera mostrado su tarjeta. De estar sola, hubiera vuelto a casa paseando para reflexionar sobre lo ocurrido.

Pero hoy somos dos. Por primera vez en mucho tiempo somos dos.

Hace un momento él estaba a mi lado pero ahora ya ha llegado al portal y ha logrado meter una mano en el resquicio antes de que se cerrara la puerta.

Yo lo sigo. Cuando se juega a un juego de pareja, se llega, en algún momento, a un entendimiento mutuo en el que no se necesitan las palabras.

Entramos en un portal abovedado de techo blanco y bronces florentinos, con paneles de mármol, una suave luz amarilla y una puerta de cristal con pomos de latón. La bóveda conduce a un patio con arbustos de hoja perenne, pequeños árboles japoneses y una fuente. Todo cubierto por la nieve de las últimas dos semanas, que se ha derretido una sola vez y a la que ahora cubre una fina capa de hielo. Por algún lugar encima de nuestras cabezas aparece la luz del día, que desciende suavemente como el polvo.

En las escaleras encontramos un cable eléctrico en el suelo. Llega hasta la esquina. De allí proviene el ruido de un aspirador. Ante nosotros un carrito de ruedas. Con dos cubos, fregonas, cepillos y un par de rodillos para escurrir los trapos. El mecánico se hace con el carrito.

Se oyen pasos en el piso de arriba. Pasos mullidos, amortiguados por la alfombra azul, que, a lo ancho de la escalera, está sujetada por barras de latón. Nos envuelve un agradable olor. Un olor que conozco pero que, sin embargo, no sé identificar.

Nos encontramos en el segundo piso en el momento en que la puerta se cierra tras él. El mecánico camina con el carrito debajo del brazo, como si no llevara nada con él.

El bronce florentino y los entrepaños de color crema del portal se repiten en la escalera y en las puertas. Hay placas de latón en las puertas. La que observamos está sobre una ranura para el correo que es el doble de ancha que las demás. Así podrán entrar también los cheques mayores.

BUFETE DE ABOGADOS, reza. Por supuesto. DESPACHO DE LOS ABOGADOS HAMMER y VING. La puerta no está cerrada con llave y entramos. Nosotros y el carrito.

Entramos en un recibidor enorme. Una puerta abierta da a una hilera de despachos que se prolongan, uno detrás de otro, como las habitaciones de recibimiento que salen en las fotografías del palacio real Amalienborg. Y aquí también hay fotografías de la reina y del príncipe; y lustrosos suelos de parquet; y cuadros en marcos dorados; y los muebles de despacho más exquisitos que haya podido ver en mi vida. Y el mismo olor de la escalera, sólo que ahora lo reconozco. Es el olor del dinero.

No vemos a nadie. Tomo una bayeta y la escurro, mientras el mecánico empuña una enorme fregona.

Al final de la hilera de despachos hay una puerta cerrada de doble hoja. Llamo a la puerta. Debe de tener un panel de control porque, cuando la puerta se abre, está sentado en la otra parte de la sala, en un despacho con vistas al patio.

Está sentado detrás de un escritorio de caoba negra que reposa sobre cuatro pies de león, de una presencia que, instantáneamente, te hace pensar en cómo lo habrán podido subir hasta aquí. De la pared de detrás del escritorio cuelgan tres cuadros tenebrosos del puente de Mármol con unos marcos pesados.

Es difícil determinar su edad. Sé por Elsa Lübing que debe de tener más de setenta años. ¡Pero parece tan saludable y atlético! Como si cada mañana anduviera descalzo por su playa privada hasta llegar a la orilla, hiciera un agujero en el hielo con una sierra y se tomara un baño refrescante, volviendo a la carrera hasta la casa, para tomarse con leche descremada un pequeño bol de müsli para gladiadores.

Esta práctica ha mantenido su piel tersa y rubicunda. Sin embargo, no ha favorecido el crecimiento de su pelo. Está tan calvo como una bola de billar.

Lleva gafas de montura de oro y tantos reflejos que nunca llegas a verle los ojos.

– Buenos días -digo-. Somos del control de calidad. Estamos controlando la limpieza de la mañana.

No dice nada, simplemente se limita a mirarnos. Recuerdo su voz, seca y correcta, tan nítidamente como si en este preciso instante hubiera dejado de hablar, de una conversación telefónica que mantuvimos hace ya tiempo.

El mecánico se retira a una esquina y empieza a pasar la fregona. Yo me encargo del alféizar más próximo al escritorio.

Posa su mirada sobre unos papeles que tiene delante. Yo paso el paño por el alféizar. Deja unas marcas de agua sucia.

Pronto empezará a extrañarse.

– Sí, porque es imprescindible que la limpieza la lleven a cabo profesionales de verdad -digo.

Su rostro se crispa, ahora con cierta irritación.

Al lado del alféizar hay un cuadro de un barco de vela. Lo descuelgo y le quito el polvo con el paño.

– Un apunte maravilloso, éste -digo-. Yo misma estoy muy interesada en barcos. Cuando vuelvo a casa, después de un largo día de trabajo entre guantes de goma y líquidos desinfectantes, me siento con los pies en alto y ojeo un buen libro sobre barcos.

Ahora está considerando si soy peligrosa y digna de confianza.

– Todos tenemos nuestros preferidos. Yo, personalmente, me inclino por los que han navegado por las costas de Groenlandia. Y da la casualidad de que, al ver su nombre en la increíble placa que tiene en la puerta, me he dicho a mí misma: pero por Dios, Smila, ¡es Ving! ¡Si es aquel hombre tan distinguido que, en su día, regaló a uno de tus amigos una maqueta de un barco por Navidad! Una maqueta del barco llamado Johannes Thomsen. A un niño groenlandés.

Vuelvo a colgar el cuadro. No le ha sentado nada bien el agua. Toda limpieza tiene su precio. Pienso en Juliana, de rodillas ante él, en el vano de la puerta.

– De lo que tampoco me harto nunca es de leer sobre barcos que han sido fletados para expediciones a Groenlandia.

Se ha quedado totalmente inmóvil. Únicamente detecto un cierto fuego de luces en los reflejos de los cristales de sus gafas.

– Por ejemplo, los dos barcos que fueron fletados en el 66 y en el 91. Para las dos expediciones a Gela Alta.

Me acerco al carrito y escurro el paño.

– Espero que esté satisfecho -le digo-. Nosotros debemos seguir. El trabajo nos reclama.

Cuando por fin salimos al pasillo, podemos ver, a través de la larga hilera de estancias, su despacho. Sigue detrás del escritorio. No se ha movido.

Al final de la escalera hay una señora de mediana edad, enfundada en una bata blanca. Le da golpecitos a su aspirador con ojos tristes. Parece que haya estado hablando con él sobre la manera de sobrevivir en este gran mundo sin el carrito de los cubos.

El mecánico lo deposita ante ella. No se siente del todo feliz por haberle quitado a otra persona su herramienta de trabajo. Le gustaría decirle algo. De trabajador a trabajador. Sin embargo, no se le ocurre nada.

– Venimos de la compañía -le digo-. Hemos estado controlando su trabajo. Estamos muy, pero que muy satisfechos.

Encuentro en mi bolsillo uno de los billetes de cien coronas nuevo y crepitante que me dio Moritz y lo deposito ondeándolo en el borde del cubo.

– Sea tan amable de aceptar este pequeño suplemento de aptitud en esta hermosa mañana. Para que pueda tomarse algo con el café.

Me mira con ojos melancólicos.

– Yo soy la jefa -me dice-. Sólo somos yo y cuatro empleados más. Nos quedamos un rato mirándonos los tres.

– ¿Y qué? -le contesto-. Supongo que incluso a las jefas les gusta acompañar el café con unas pastas.


Nos sentamos en el coche y permanecemos un tiempo contemplando la plaza Kongs Nytorv. Se ha hecho demasiado tarde para desayunar juntos. Acordamos algunas horas y fechas. Ahora que la tensión ha desaparecido, nos hablamos como si fuéramos extraños. Cuando ya me encuentro de nuevo en la calle y me he bajado del coche, baja la ventanilla.

– Smila, ¿crees que ha sido prudente?

– Fue espontáneo -digo-. Y, además: ¿has estado alguna vez de caza?

– Muy pocas.

– Si persigues piezas espantadizas, como por ejemplo un reno, a veces dejas que te vean a propósito. Te levantas, sacudiendo la culata del rifle en el aire. En todos los seres vivos, el miedo y la curiosidad están casi en el mismo sitio. Las piezas se acercan. Saben que es peligroso. Pero, sin embargo, tienen que acercarse, para ver qué es lo que se mueve de esa manera tan peculiar.

– ¿Qué solías hacer entonces, cuando se acercaban?

– Nada -reconozco-. Nunca he sido capaz de disparar. Pero quizá tengas la suerte de que haya alguien al lado que sepa lo que hay que hacer.


Vuelvo a casa, paseando por el puente de Knippel. Son las ocho de la mañana. El día apenas ha empezado. Tengo la sensación de haber hecho tanto como si hubiera terminado una ruta de reparto de periódicos.

En casa hay una carta esperándome. Un sobre alargado de papel grueso. Es de mi padre. Es un sobre forrado de las Fábricas de Papel Confederadas con sus iniciales grabadas en acero. Por su letra, da la impresión de que haya asistido a un cursillo de pedantería caligráfica. Y así es. Lo hizo mientras yo vivía con él. Después de dos sesiones, había olvidado su antigua letra. Y todavía no había aprendido la nueva. Durante tres meses escribió como un niño. Tuve que falsificar su firma en las facturas que enviaba. Moritz temía que sus pacientes sufrieran una recaída cuando vieran la firma vacilante del gran hechicero.

Desde entonces, su caligrafía se ha vuelto más controlada. El mundo la admira. Para mí, no deja de ser arrogante y vanidosa.

Sin embargo, la carta es amable. Se compone de una sola línea, escrita en un papel con filigrana que, por lo que sé, cuesta cinco coronas el folio. Y trae adjunto un montón de fotocopias de recortes de periódicos cogidas con un clip.

«Estimada Smila», dice. «Aquí está lo que el archivo de Berlingske Tidende tenía sobre Loyen y Groenlandia.»

Hay un folio más.

«Una lista completa de sus publicaciones científicas», pone con la letra de Moritz. La relación está escrita a mano.

Debajo ha anotado que la información proviene de algo llamado Index Medicas y está sacada de una base de datos en Estocolmo. Hay artículos en cuatro idiomas extranjeros, uno de los cuales es el ruso. La mayoría son en inglés. De la mitad, ni tan siquiera entiendo los títulos. Pero Moritz ha añadido una corta explicación al margen. Hay artículos sobre «crash injuries». Sobre toxicología. Un artículo escrito junto con otro científico, sobre trastornos en la absorción gástrica de la vitamina B-2 a consecuencia de las secuelas por heridas de bala. Son de los años cuarenta y cincuenta. A partir de los sesenta, los artículos empiezan a tratar de medicina ártica. Triquinosis, congelaciones. Un libro sobre epidemias de gripe alrededor del mar de Barents. Luego viene una larga serie de artículos cortos sobre parásitos. Varios, sobre la utilización de rayos X. Sus trabajos abarcan muchos campos. Por lo visto ha llevado a cabo varios de investigación histórica. Hay un artículo que habla del estudio de cadáveres encontrados en pantanos daneses. Y otros tres títulos más que marco con una cruz. Tratan sobre el examen de momias con rayos X. Uno de ellos se realizó en Berlín en los años setenta, en el museo Pergamos, con momias de la tumba de Tut Ank Amon. El segundo trata sobre el embalsamamiento prebudista en Malasia y Tailandia, y está publicado por un museo de Singapur. El tercero es un repaso de las momias Qilakitsoq groenlandesas.

Debajo de la relación escribo: «Muchas gracias. Smila». Lo meto en un sobre y escribo la dirección de mi padre. Luego repaso los recortes de prensa.

Hay dieciocho en total y están ordenados cronológicamente. Empiezo por el más reciente. Es un artículo del mes de octubre en el que se comunica que están casi finalizados los preparativos para la creación de un instituto de medicina forense en Groenlandia, bajo la dirección del profesor, doctor en medicina, Johannes Loyen. El siguiente es del año pasado. Es una fotografía con un texto corto. «La comisión ética en la conferencia de Godthaab.» Con kamiks y gorras de pieles. Loyen es el segundo de la izquierda. Es tan alto como los que están en la segunda fila, subidos en unos escalones. El siguiente artículo es de cuando cumplió los setenta, un año antes. El texto dice que se ha prolongado extraordinariamente su contrato, merced a su trabajo relacionado con la creación de un centro estatal de autopsias para Groenlandia. Así continúan los artículos hacia atrás. «Felicidades en el día de su 60 aniversario, profesor Loyen», «El profesor Loyen da una conferencia en la Universidad de Groenlandia, recientemente inaugurada», «Los representantes de la Dirección General de Sanidad en Groenlandia», «de izquierda a derecha, primero el jefe médico municipal de Copenhague y segundo, el jefe médico J. Loyen, director del recientemente inaugurado Instituto de Medicina Ártica». Y así sucesivamente, a través de los setenta y sesenta. No se mencionan las expediciones del 91 y del 66.

El penúltimo recorte es de 1949. Es un pedacito de prostitución escrita. Una mención entusiasta de los nuevos «dumpsters», descargadores, de la Sociedad Criolita Danmark, los cuales han aligerado el transporte de los minerales desde las secciones más profundas de la cantera hasta la superficie de la tierra. Un homenaje cordial al director y consejero Ebel y a su esposa, que están en primer plano. Detrás se encuentran el ingeniero jefe, el doctor Wilhelm Ottesen, y el asesor médico de la sociedad, el doctor Johannes Loyen. La foto está tomada en la cantera de Saqqaq en el momento en que la nueva máquina transporta la primera vagonada hasta la superficie.

Tras esta foto, hay un vacío de diez años. El último recorte es de mayo de 1939.

Se trata de una foto con texto. La foto está tomada en un puerto. Al fondo, se ve una embarcación oscura. En primer plano hay una decena de personas. Caballeros en trajes claros, damas con largas faldas y ligeros guardapolvos. La escena da la impresión de ser un montaje. El texto es muy corto. «La audaz comitiva de Freia Film espera, llena de expectación, la partida hacia Groenlandia.» Seguidamente viene una lista con los nombres de los que componen la audaz comitiva, llena de expectación. El grupo lo componen actores y un director de cine. Y un médico del equipo y su ayudante. El médico se llama Rovsing. No se menciona el nombre del ayudante. Los ayudantes no tenían nombre en la prensa conservadora de los años treinta. Sin embargo, su destino posterior ha retenido incluso esta foto en un archivo y ha ocasionado que alguien haya añadido su nombre con un bolígrafo. Destaca en la fotografía. Es más alto que los demás. Y a pesar de su juventud, su situación de subordinado y su posición detrás de excéntricos que sonreían ante la cámara, se distinguía, ya entonces, su arrogancia. Es Loyen. Doblo el recorte de prensa.

Después del desayuno, me pongo un abrigo largo de ante y el gorro de pieles de Jane Eberlein. El abrigo tiene unos bolsillos interiores muy profundos. Meto en el bolsillo el recorte de prensa, un fajo de billetes, la cinta de Isaías y la carta para mi padre. Entonces salgo. El día ha empezado.


En la tienda de Prontaprint, cerca de la plaza, me hacen una copia de la cinta. También me prestan su listín telefónico. El Instituto Esquimal está en la calle Fiol. Les llamo desde la cabina telefónica de la plaza. Me ponen con un catedrático cuyo acento me hace pensar que debe de ser de origen groenlandés. Le explico que tengo una cinta en groenlandés oriental que no entiendo. Me pregunta por qué no voy a la Casa de los Groenlandeses.

– Quiero un experto. No sólo se trata de entender lo que dice. Quiero intentar identificar al que habla. Busco a una persona que, con sólo escuchar la voz, pueda decirme que el que habla en la cinta se ha teñido el pelo con henna, que sus padres lo azotaron cuando tenía cinco años mientras estaba sentado en el orinal y que, por sus vocales, suena como si hubiera ocurrido en Akunnaaq en 1947.

Empieza a reírse para sus adentros.

– ¿Tiene usted dinero, señora?

– ¿Y usted? Y no soy señora sino señorita.

– En el muelle Svajer. Está en el puerto Sur. El atracadero número 126. Pregunte por el director del museo. -Antes de colgar el teléfono, se vuelve a reír.


Tomo el tren hasta la estación de Enghave. Desde allí quiero ir paseando. He estado mirando el mapa de Copenhague de Krak en la biblioteca de la plaza. Conmigo llevo una impresión interior de un laberinto de calles sinuosas.

La estación está fría. En el andén opuesto hay un hombre. Tiene la mirada anhelosa, fija en el tren que lo llevará lejos, hacia la ciudad, junto con todos los demás. Él es la última persona que veo.

A estas horas, el centro de la ciudad es un hormiguero. La gente llena los grandes almacenes. Se preparan los grandes estrenos teatrales. Están haciendo cola delante de la taberna de Hviid.

El puerto Sur es una ciudad fantasma. El cielo está bajo y gris. El aire que se respira sabe a monóxido de carbono y a sustancias químicas.

Aquel que tenga miedo de que las máquinas estén a punto de tomar el poder, no debería darse un paseo por el puerto Sur. Nadie ha quitado la nieve. Las aceras son impracticables. Por la calzada aparecen, de vez en cuando, convoyes de camiones gigantescos, con cristales negros y vacíos. Por encima de una fábrica de jabones se extiende una alfombra de humo verde. Una cafetería anuncia huevos fritos con patatas. Tras los cristales brillan luces de señalización sobre freidoras solitarias en una cocina abandonada. En un almacén de carbón cubierto por la nieve, se desliza una grúa sin descanso ni finalidad, hacia delante y hacia atrás, sobre sus raíles. Por las aberturas de los portones cerrados de algunos almacenes, salen destellos azulados y chisporroteos de electrosoldadores, también se escapa el tintineo del dinero negro que se está ganando, pero no se oye, sin embargo, ni una sola voz humana. Entonces, la vía se ensancha, convirtiéndose en una imagen de postal: una gran dársena, rodeada de bajos almacenes amarillos. El agua se ha helado y mientras me recupero del paisaje que ha venido a mi encuentro, sale el sol, bajo, blanquecino, con un sorprendente tono amarillo, y hace que el hielo reluzca, como una bombilla eléctrica subterránea tras cristales esmerilados. En el muelle, están amarrados pequeños barcos pesqueros de cascos tan azules como el horizonte. En la parte exterior de la dársena, en el puerto mismo, está amarrado un barco de vela de tres palos. Es el muelle de Svajer.

En el atracadero 126 hay un barco de vela. No me encuentro con nadie en el camino. Todos los ruidos de máquinas han desaparecido detrás de mí. Todo está en silencio.

Han levantado una tabla con un buzón blanco sobre el muelle. Encima del buzón han clavado un gran letrero que todavía está cubierto de plástico blanco.

En el espejo de popa pone, con letras doradas, que el barco se llama La Aurora Boreal. Su mascarón de proa está tallado con la forma de un hombre que sostiene una antorcha. El barco tiene un casco negro y lustroso de, por lo menos, treinta metros, mástiles que se pierden en el cielo y que te dan la sensación de estar ante una iglesia y un olor a brea y a serrín. Alguien se ha gastado, hace poco, una fortuna en arreglarlo.

Subo a bordo por una pasarela alfombrada y una barandilla con pomos de bronce pulidos. Toda la cubierta está ocupada por grandes cajas de madera, cerradas y marcadas con «frágil», y por pilas de tablones y cubos de pintura. Todos los cubos están adujados cuidadosamente, toda la madera tiene un profundo lustre oscuro, resultado de una decena de capas de barniz caro para embarcaciones. El esmalte blanco reluce como el cristal. El aire vibra con el olor de pasta para pulir, de epoxi de dos componentes y de estopa. Salvo esta vibración, el barco está aparentemente muerto.

Un estrecho pasillo entre las cajas conduce a una puerta lacada de doble hoja que no está cerrada con llave. Detrás de la puerta hay una escalera, que desciende hacia la oscuridad.

Al final de la escalera hay un hombre. Está apoyado en una lanza y no se mueve. Ni tan siquiera cuando paso a su lado.

La estancia debe de tener varios tragaluces que todavía siguen tapados. Pero de los bordes de la cobertura caen estrechas bandas de luz blanca. Las superficies como para que pueda apreciar que estoy en un salón. Todos los tabiques transversales han sido tirados para crear un espacio de unos veinticinco metros de largo y tan ancho como el barco.

A pesar de la escasa luz, puedo descubrir que el hombre que tengo delante es esquimal. La lanza en la que se apoya es, en realidad, un arpón. Con la mano izquierda, sostiene su palo para cazar pájaros. Sólo está medio vestido, en kamiks de caña alta y ropa interior de piel de pájaro. No es mucho más alto que yo. Le golpeo la mejilla. Está moldeado en fibra de vidrio y, después, pintado con mucha habilidad. Su rostro transmite una cierta presencia.

– Parece que estuviera vivo, ¿verdad?

La voz proviene de algún lugar detrás de una mampara. De camino hacia ella, tengo que sortear un kayac, todavía por desenvolver, y una vitrina tumbada, que parece un acuario vaciado de una capacidad de tres mil litros. La mampara es de piel y está tensada entre dos barbas de ballena. Detrás hay un escritorio. Al otro lado del escritorio hay un hombre sentado. Se levanta y le cojo la mano que me extiende. Se parece al muñeco de una manera sorprendente. Pero tiene treinta años más. Su pelo es fuerte, aunque cano, y está cortado a la romana. Su origen es como el mío. De alguna manera, groenlandés.

– ¿El director del museo?

– Soy yo.

Su danés carece de acento. Alarga la mano.

– Estamos montando una exposición. Cuesta una fortuna.

Deposito la cinta delante de él. La palpa delicadamente.

– Estoy intentando identificar al hombre que habla en la cinta. He llegado hasta aquí a través del Instituto Esquimal.

Sonríe satisfecho.

– Las recomendaciones orales constituyen la mejor publicidad. Y la más barata. ¿Sabe lo que cuesta poner un anuncio?

– Sólo conozco los anuncios de contactos.

– ¿Son muy caros?

Está francamente interesado. No vale la pena derrochar el sentido del humor con él.

– Mucho.

Asiente con la cabeza.

– Es terrible. Te despluman. Los diarios, Hacienda, las autoridades aduaneras…

Me parece haberlo visto antes. Es una sensación que me dan, cada vez con mayor frecuencia, los rostros y los lugares. No sé si se debe al desgaste prematuro de la maquinaria mental o a que, a estas alturas, ya he visto tanto que el mundo empieza a repetirse a sí mismo.

Tiene un magnetófono plano y cuadrado de color negro mate encima de la mesa. Introduce la cinta. El sonido sale de unos altavoces lejanos, situados en los extremos de la sala. Ahora que mis ojos se han acostumbrado a la penumbra, percibo cómo se arquean las paredes siguiendo el costado de la embarcación.

Escucha la cinta durante medio minuto con la cara apoyada entre las manos. Entonces detiene la cinta.

– Tiene unos cuarenta y tantos años. Se crió cerca de Angmagssalik. Ha recibido formación escolar durante muy poco tiempo. Sobre el fundamento groenlandés oriental hay huellas de dialectos norteños. Sin embargo, allí arriba están cambiando de lugar constantemente y resulta difícil determinar el dialecto exacto. Seguramente no ha estado fuera de Groenlandia durante largos períodos.

Me observa con unos ojos grises claros, casi lechosos, con la expresión de esperar algo. De repente sé lo que espera. El aplauso tras el primer acto.

– Imponente -digo-. ¿Puede añadir algo más?

– Está describiendo un viaje. Por el hielo. En trineos. Probablemente se trate de un cazador porque utiliza una serie de términos técnicos, como por ejemplo anut para denominar los tiros para los perros. Puede que le esté hablando a un europeo. Utiliza nombres ingleses cuando habla de diversos lugares. Y hay varias cosas que piensa que debe repetir.

Ha escuchado la cinta muy poco tiempo. Estoy considerando si no estará tomándome el pelo.

– Desconfía de mí -me dice fríamente.

– Sólo me sorprende que puedan sacarse tantas conclusiones de tan poco.

– El lenguaje es una holografía.

Lo pronuncia lentamente y con mucho énfasis.

– En cualquiera de las enunciaciones de un ser humano se halla la suma de su pasado lingüístico. Por ejemplo, usted misma… Tiene treinta y tantos años. Se crió en Tule o al norte de Tule. Uno o ambos padres son inuits. Llegó a Dinamarca después de haber asimilado toda la base idiomática groenlandesa, pero antes de perder el talento instintivo del niño para aprender un idioma extranjero a la perfección. Digamos que tenía entre siete y once años. Posteriormente, se vuelve más complicado. Hay rasgos de diversas influencias sociolingüísticas. Quizás haya vivido o estudiado en los suburbios al norte de la ciudad, Gentofte o Charlottenlund. También hay algo propiamente norselandés. Y, curiosamente, también un cierto viso posterior de groenlandés occidental.

No hago ni el menor intento para esconder mi admiración.

– Es correcto -digo-. A grandes rasgos, es correcto.

Enteramente satisfecho, hace chasquidos con la boca.

– ¿Existe alguna posibilidad de llegar a conocer el lugar en el que se desarrolla la conversación?

– ¿De verdad no lo sabe?

Lo vuelvo a percibir. Su obcecado amor propio y su triunfante complacencia en su sabiduría.

Rebobina la cinta. No mira el magnetófono mientras lo maneja. Me deja escucharla durante quizás unos diez segundos.

– ¿Qué es lo que oye?

Sólo oigo la voz incomprensible.

– Detrás de la voz. Otro sonido.

Volvemos a escuchar la secuencia. Entonces reparo en ello. Un débil ruido de motores creciente, como un generador que se pone en marcha y que vuelve a detenerse.

– Un avión de hélices -dice-. Un avión grande de hélices.

Vuelve a rebobinar. Vuelve a poner la secuencia de antes. Una secuencia corta, con un ruido sordo de platos, entrechocando entre sí.

– Una sala grande. De techos bajos. Están poniendo la mesa. Una especie de restaurante.

Veo en su cara que conoce la respuesta. Pero disfruta, sacándola lentamente del sombrero de copa.

– En segundo plano, una voz.

Vuelve a repetir la misma secuencia varias veces. Ahora ya soy capaz de captarla, aunque sólo someramente.

– Una mujer -digo.

– Un hombre que habla como una mujer. Está maldiciendo. En danés y en americano. El danés es su lengua materna. Sin duda, está regañando a la persona que pone la mesa. Probablemente se trate del dueño del restaurante.

Considero una última vez si está acertando. Pero, sin embargo, sé que tiene razón. Que debe tener un oído increíblemente preciso y formado y un sexto sentido para los idiomas.

Vuelve a sonar la cinta.

– De nuevo un avión de hélice -intento.

Lo niega con la cabeza.

– Un avión de reacción. Un avión menor. Muy cerca del anterior. Un aeropuerto concurrido.

Se recuesta en el asiento.


– ¿En qué rincón del mundo, hay un lugar en el que un cazador groenlandés oriental pueda estar sentado, contando algo, en un restaurante donde ponen la mesa, donde un danés regaña en americano mientras, en un segundo plano, se oyen aviones, despegando y aterrizando?

Ahora ya lo sé yo también, pero dejo que él me lo diga: Hay que dejar que los niños pequeños disfruten. Incluso los niños adultos.

– Sólo hay un lugar. En la base aérea de Tule.

El establecimiento de recreo de la base se llama Northern Star. Un restaurante con dos secciones, con una sala de conciertos.

Vuelve a poner la cinta.

– ¡Qué curioso!

No digo nada.

– La música… detrás de la voz… de la última grabación. Naturalmente se trata de música pop. La canción es There must be an angel, de Eurythmics. Pero la trompeta…

Alza la mirada.

– El piano es un Yamaha Grand, eso debe haberlo captado usted.

No soy capaz de distinguirlo.

– Un sonido voluminoso, pesado y ostentoso. Un bajo un tanto torpe. Desentona algo. Nunca será ningún Bösendorfer… Pero de todas formas, es la trompeta la que me desconcierta.

– Aún queda algo de la música, al final de la cinta -le comunico.

Pasa la cinta hacia delante. Cuando finalmente presiona el botón del play, entramos justo después del comienzo.

– ¡Mister P.C.! -dice. Entonces su rostro se vuelve vacío, introvertido.

Deja que suene la música hasta el final. Cuando vuelve a parar la cinta está muy lejos. Le doy tiempo para volver. Se seca los ojos.

– Jazz -dice con voz queda-. Mi pasión…

Se trata de un destape momentáneo. Cuando vuelve, es un gallo. Tres cuartas partes de los políticos y funcionarios que dirigen la Autonomía Groenlandesa pertenecen a su generación. Fueron los primeros groenlandeses que obtuvieron una formación universitaria. Algunos de ellos han sobrevivido y siguen siendo ellos mismos. Otros, como el director del museo, se han convertido, con su frágil aunque monstruosamente engreído amor propio, en verdaderos intelectuales daneses del norte.

– En realidad es muy difícil reconocer a un músico sólo por el sonido. ¿Quién es identificable de esta manera? Stan Getz, cuando toca música latinoamericana. Miles Davis, por su sonido desnudo, preciso y carente de vibrador. Armstrong, por la cristalización precisa del jazz de Nueva Orleans. Y esta música.

Me observa, lleno de expectación y reproche contenido.

– El gran jazz es sinónimo del cuarteto de John Coltrane, McCoy Tyner al piano, Jimmy Garrison al bajo, Elvin Jones a la batería. Y durante los períodos en los quejones estuvo encarcelado: Roy Hanes. Sólo ellos cuatro. Salvo en cuatro ocasiones. Durante los cuatro New York Independent Club Concerts. Allí les suplió Roy Louber a la trompeta. Aprendió su sentido de la armonía europea y su nervio salmodiante africano del mismísimo Coltrane.

Nos quedamos pensativos durante un rato.

– El alcohol -dice repentinamente- nunca ha hecho nada por la música. Dicen que el cannabis es excelente. Pero el alcohol es una bomba a punto de explotar debajo del jazz.

Nos quedamos un rato, escuchando el tictac de la bomba.

– Desde entonces, en el 64, Lauber ha trabajado firmemente con el propósito de matarse a golpe de copas. En su descenso a los infiernos, tanto a nivel musical como humano, ha pasado por Escandinavia en varias ocasiones. Y aquí se ha quedado.

Ahora me acuerdo de su nombre por algunos carteles de conciertos. De algunos titulares de prensa escandalosos. Uno de ellos fue: «Famoso músico de jazz intenta volcar un autobús del área metropolitana en estado grave de embriaguez».

– Debe de haber estado tocando en el restaurante. Es la misma acústica. Gente que come en el fondo. Alguien ha aprovechado la ocasión para hacer una grabación pirata.

Sonríe, lleno de comprensión por el proyecto.

– De este modo, se ha conseguido una grabación de un concierto en directo prácticamente gratis. Te puedes ahorrar un montón de dinero con un pequeño walkman. Si te atreves a correr el riesgo.

– ¿Por qué ha llegado hasta Tule?

– Por el dinero, por supuesto. Los músicos de jazz viven de este tipo de bolos. Piense en lo que cuesta…

– ¿El qué?

– Matarse bebiendo. ¿Alguna vez ha pensado en lo que se ahorra no siendo una alcohólica?

– No -le contesto.

– Cinco mil coronas.

– ¿Perdón?

– Serán cinco mil coronas por esta sesión. Y aproximadamente unas diez mil, si desea una transcripción sellada del contenido de la cinta.

No hay ni una sombra de sonrisa en su rostro. Está totalmente serio.

– ¿Me puede hacer una factura?

– Entonces tendré que cobrarle el IVA.

– Hágalo, por favor -le contesto-. Hágalo tranquilamente.

En realidad, no necesito la factura para nada en especial. Pero pienso colgarla en la pared de casa. A modo de recordatorio. Para recordar en lo que puede llegar a convertirse el afán de complacer y la indiferencia ante el dinero de los groenlandeses.

Escribe a máquina, sobre un folio din A-4.

– Necesitaré, como mínimo, una semana. ¿Me llamará, cinco o seis días después del Año Nuevo?

Saco cinco billetes de mil coronas, nuevos e inmaculados, del fajo que tengo en el bolsillo. Cierra los ojos y escucha mientras los cuento. Al menos tiene una pasión más ardiente que el jazz modal. Y esa pasión es el alegre crepitar de los billetes que cambian de manos, cuando está él en la parte receptora.

Como ya estoy de pie, me veo obligada a preguntárselo.

– ¿Cómo se aprende a escuchar tantas cosas?

Está radiante como un sol.

– Originalmente soy teólogo. Una profesión que te ofrece la ocasión única de escuchar a los demás.

Me ha costado tanto reconocerle porque el hábito sacerdotal constituye un disfraz prácticamente perfecto. Aunque no haga más de diez días que lo vi enterrar a Isaías.

– Por cierto, sigo asistiendo de vez en cuando. Ayudo a Chemnitz cuando hay mucho trabajo. Sin embargo, en los últimos cuarenta años me he dedicado más a las lenguas. Mi profesor en la universidad fue, en su tiempo, Louis Hjelmslev. Fue profesor de lingüística comparativa. Disfrutaba de una visión general muy segura sobre unas cuarenta o cincuenta lenguas. Y había aprendido y vuelto a olvidar un número similar de idiomas. Entonces yo era joven y estaba tan sorprendido como lo está usted ahora. Al preguntarle cómo había conseguido aprender tantos idiomas, me contestó que -ahora imita simultáneamente a un hombre con una dentadura superior prominente- los primeros trece o catorce requieren mucho tiempo y dedicación. Luego, todo es mucho más rápido.

Se ríe a carcajadas. Está de muy buen humor. Se ha despachado a gusto y, encima, ha ganado con ello mucho dinero. Me doy cuenta de que es el primer groenlandés que conozco que me ha tratado de usted y que, además, ha esperado que yo hiciera lo mismo con él.

– Hay algo más -me dice-. Desde que tenía doce años estoy totalmente ciego.

Está disfrutando de mi repentina rigidez.

– Muevo los ojos según su voz. Pero no veo nada. Bajo ciertas condiciones, la ceguera aguza el oído.

Tomo su mano tendida. Debería mantener mi sucia boca cerrada. Francamente, es de muy mal gusto molestar a un ciego. Y todavía peor, si además es un compatriota. Pero, para mí, la verdadera y genuina voracidad siempre ha sido enigmática e, incluso, provocadora.

– Señor director del museo -le susurro-, debería ir con cuidado. A su edad. Con todo el dinero que lleva encima. Rodeado de todos estos objetos valiosos. En un barco que llama tanto la atención como una caja fuerte abierta. El puerto Sur está infestado de criminales. Usted sabe hasta qué punto este mundo en el que vivimos está lleno de gente sin escrúpulos que codicia las propiedades de sus congéneres.

Intenta despejarse la garganta, tragando saliva. Se queda en un carraspeo.

– Adiós -le digo-. Yo de usted, levantaría una barricada delante de la puerta cuando me haya ido.


Los últimos rayos de sol amarillos se han acomodado sobre las piedras planas del muelle. Dentro de un par de minutos habrán desaparecido. Tras de sí, dejarán un frío crudo y húmedo.

No se ve a nadie. Con una llave, desgarro el plástico blanco del letrero. Sólo una pequeña rasgadura. Lo suficientemente grande como para poder ver lo que pone. Lo ha pintado un pintor profesional. Letras negras sobre un fondo blanco, la universidad de Copenhague, el centro polar y el ministerio de cultura están montando aquí el museo ártico. Le sigue una relación de las fundaciones colaboradoras. No la leo. Empiezo a andar por el muelle.

Museo Ártico. Allí fue donde compraron el barco para Isaías. Del bolsillo profundo de mi abrigo saco la factura del inspector del museo. La composición es magnífica e incluso milagrosa, si se tiene en cuenta que el tipo es ciego. La ha firmado. Su firma es ilegible. Pero también la ha sellado. El sello sí lo puedo leer.

Pone «Andreas Fine Licht. Doctor en Filosofía y Letras. Profesor en lenguas y cultura esquimales».

Me quedo de piedra, hasta que se me pasa el susto. Entonces considero la posibilidad de volver.

Termino por seguir adelante. La cinta es sólo una copia. Y cuando vas de caza, a veces puede ser incluso ventajoso hacerse visible, detenerse y agitar la culata del rifle.

4

Llego prácticamente a la hora convenida. El pequeño Morris azul me está esperando en la avenida de H.C. Andersen, delante del Tivoli.

El mecánico parece un hombre que, tras mucho esperar, ha meditado sobre demasiados asuntos gravosos.

Me siento a su lado. El coche está frío. No me mira. El dolor está grabado en su rostro como en un libro abierto. Juntos miramos al infinito en silencio. Yo no trabajo para la policía. Y, por lo tanto, no tengo razón alguna para adelantar o provocar confesiones.

– El Barón -dice finalmente-, él sí recordaba. Nunca se olvidaba de nada.

Yo misma lo he pensado en varias ocasiones.

– A-a veces podían pasar tres semanas sin que bajara al sótano. Cuando yo era pequeño y en verano estaba de colonias durante tres semanas, al volver a casa, apenas me acordaba de mis padres. Pero el Barón tenía pequeños detalles. Si llegaba a casa y él estaba en el patio jugando, se paraba. Y entonces venía corriendo hacia mí. Y me acompañaba un ratito, caminando a mi lado. Como para mostrar que nos conocemos. Sólo hasta la puerta. Allí se detenía. Y me saludaba con la cabeza. Para demostrarme que no me había olvidado. Otros niños olvidan. Quieren a cualquiera y se olvidan de cualquiera.

Se muerde el labio. No tengo nada que añadir. Es relativamente poco lo que las palabras pueden hacer contra el dolor. En general, siempre es relativamente poco lo que pueden hacer las palabras. Pero, ¿de qué otro remedió disponemos si no?

– Tenemos que ir a una confitería -digo.


Mientras atravesamos la ciudad, no le hablo de mi visita al atracadero 126. Pero sí de la llamada telefónica que hice posteriormente, desde una cabina, a Benedicte Clahn.

La Brioche d'Or está en el Stroeget, cerca de la plaza de Amager, en el primer piso, un par de edificios por debajo de la tienda de la Real Fábrica de Porcelana.

Ya en el portal hay dos fotografías de las cornucopias de un metro de diámetro que la confitería ha suministrado a la Corte con la ayuda de una grúa. Camino del salón, en las escaleras, admiramos una exposición de pasteles de nata, inolvidables, que parecen tratados con una capa de laca para el pelo, y fijados así para la eternidad. La puerta de entrada está custodiada por la maqueta a tamaño natural del boxeador Ayub Kalule, realizada en chocolate cuando obtuvo el título de campeón europeo, y, ya en el salón, hay una larga mesa cubierta de pasteles, que podrían hacer cualquier cosa menos volar.

El techo está adornado con un estucado de nata, y hay arañas de cristal y una alfombra gruesa y esponjosa que tiene el mismo color que un bizcocho bañado en jerez. En las pequeñas mesas cubiertas por blancos manteles, se sientan las damas elegantes que, para digerir un segundo trozo de tarta Sacher, sorben una taza de medio litro de chocolate deshecho. Con el fin de atenuar la expectativa de la altísima factura, así como el temor al encuentro con la báscula de baño, han colocado a un pianista con tupé sobre una tarima, que toca un popurrí de piezas de Mozart de una manera desganada y distraída que se hace realmente chapucera cuando, tras nuestra entrada, intenta al mismo tiempo guiñarle el ojo al mecánico.

En una esquina, sola, está Benedicte Clahn.

Hay ciertas personas que no parecen tener relación con sus voces. Todavía recuerdo mi sorpresa, al encontrarme, por primera vez, cara a cara con Ulloriannguaq Christiansen, quien, durante veinte largos años, trabajó como locutor de las noticias en Radio Groenlandia. Su voz había creado la expectación de un dios. Resultó ser una persona corriente, sólo un poquito más alta que yo.

No obstante, también hay gente cuyas voces y apariencias se reflejan entre sí con tanta exactitud que, cuando escuchas sus voces por primera vez, la reconoces en cuanto la ves. He hablado con Benedicte Clahn durante un solo minuto por teléfono y, sin embargo, sé, con toda seguridad, que es ella. Lleva un traje chaqueta azul marino y no se ha quitado el sombrero. Bebe agua mineral y es hermosa, nerviosa e imprevisible como un caballo pura sangre.

Está en los sesenta, su cabellera es larga, de un color castaño rojizo, y la lleva recogida, a medias cubierta por el sombrero. Es recta de espaldas, pálida, de mentón agresivo y aletas vibrantes. Si alguna vez he contemplado a una persona complicada, ésa es ella.

El tiempo que tardo en atravesar el salón es todo del que dispongo para tomar un par de decisiones definitivas.


Unas horas antes, la he llamado por teléfono desde la cabina de la estación de Enghave. Su voz es profunda, ronca, casi perezosa. Pero, bajo la aparente tranquilidad, creo advertir un fuelle. O acaso haya oído un fatamorgana. Tras haber pasado una hora en el atracadero 126, ya no soy capaz de fiarme de mi oído.

Cuando le explico que estoy interesada en el trabajo que desarrolló en Berlín en el 46, me contesta definitivamente que no.

– No hay nada de qué hablar. Está totalmente enterrado. Debería saber que se trata de secretos militares. Además fue en Hamburgo.

¡Es tan rotunda! Pero, sin embargo, hay al mismo tiempo un ligero vestigio de curiosidad a duras penas contenida.

– Le llamo desde el cuartel de Svanemoellen -le digo-. Estamos preparando un volumen honorífico sobre la participación danesa en la segunda guerra mundial.

Le da la vuelta a la situación.

– ¿De veras? ¿O sea que llama desde el cuartel? ¿Acaso es usted del Cuerpo Auxiliar Femenino?

– Soy historiadora, licenciada. Estoy redactando el libro para el Archivo Histórico del Ejército.

– ¿De veras? ¡Una mujer! Me alegro. Creo que antes debería hablar con mi padre. ¿Conoce a mi padre?

No tengo el honor. Y si quiero llegar a conocerlo, tendré que darme prisa. Calculo que debe de rondar los noventa. Pero no lo digo en voz alta.

– El general August Clahn -me dice.

– Nos gustaría que esta edición especial fuera una sorpresa.

Lo entiende perfectamente.

– ¿Cuándo cree que podría concederme unos minutos para que pudiéramos charlar?

– Será difícil -dice ella-. Debo consultarlo en mi agenda.

Espero. Puedo ver mi imagen reflejada en la pared de acero de la cabina. Muestra un enorme gorro de pieles. Debajo, una cabellera oscura. Entre la cabellera, una sonrisa socarrona.

– Quizá me sea posible organizarlo para esta tarde.


Lo recuerdo mientras atravieso la confitería. Mientras la observo. La hija de un general. Una amiga del ejército. Pero también una voz ronca. Una manera especial de mirar al mecánico. Una personalidad explosiva. Tomo una determinación.

– Smila Jaspersen -me presento-. Y éste es el capitán y doctor en filosofía, Peter Foejl.

El mecánico se queda de piedra.

Benedicte Clahn le sonríe radiante.

– ¡Qué interesante! ¿Usted también es historiador?

– Uno de los más reputados historiadores militares de la Europa del Norte -le explico.

Observo un tic en su ojo derecho. Pido café y tarta de frambuesas para él y para mí.

Benedicte Clahn pide un agua mineral más. No quiere pastel. Se ha propuesto captar la atención íntegra del doctor en filosofía, Peter Foejl.

– ¡Hay tanto que contar! No sé lo que les puede interesar.

Entonces hago una apuesta.

– Su cooperación con Johannes Loyen.

Asiente con la cabeza.

– ¿Ya han hablado con él?

– El capitán Foejl es muy amigo suyo.

Asiente pícaramente. Es natural. Que un jeque conozca al otro.

– ¡Hace ya tanto tiempo!

El café llega en una cafetera de cristal de émbolo. Está caliente y es muy aromático. Ha sido el encuentro con el mecánico lo que me ha arrastrado a este resbaladero dañino de las bebidas estupefacientes.

Deja su taza sin tocar. Todavía no se ha adaptado a su nueva dignidad académica. Está sentado, observando sus propias manos.

– Fue en marzo del 46. La Royal Force había tomado posesión del Dagmarhus, en la plaza del Ayuntamiento, tras la marcha de los alemanes. Me contaron que estaban buscando jóvenes daneses que supieran hablar inglés y alemán. Mi madre era suiza. Yo había ido al colegio en Grindelwald. Soy bilingüe. Había sido demasiado joven para trabajar en la Resistencia. Pero lo vi como una oportunidad para, a pesar de todo, hacer algo por Dinamarca.

Me habla a mí. Pero, sin embargo, todo va dirigido al mecánico. Después de todo, me imagino que gran parte de su vida ha estado dedicada, exclusivamente, a los hombres.

Suelta una risa ronca.

– Si tengo que serles sincera, tenía un amigo, un alférez que se había desplazado hasta allí medio año antes. Y quería estar junto a él. Las mujeres debían haber cumplido los veintiuno dentro de los primeros tres meses de su estancia en Hamburgo. Yo tenía dieciocho años. Como quería partir inmediatamente, tuve que mentir y asegurar que tenía veintiuno.

De este modo, pienso para mí misma, tuviste la ocasión de escapar, de una manera legal, de Papá General.

– Fui a una entrevista con un coronel que vestía el uniforme azul grisáceo de la RAF. También me hicieron unas pruebas de inglés y de alemán. Y de lectura de textos alemanes manuscritos en caligrafía gótica. Me dijeron que examinarían mi comportamiento durante la guerra. Dudo, sin embargo, que lo hicieran. Porque, en caso de haberlo hecho, hubieran descubierto lo de mi edad.

La tarta de frambuesas tiene una base de almendrado. Sabe a frutas, a almendras tostadas y a nata espesa. Junto con el ambiente que nos rodea, resume lo que para mí representa la clase media y alta de la civilización occidental. La unión de prestaciones exquisitamente refinadas y un exceso de consumo, continuo e irrefrenable.

– Viajamos en un tren especial hasta Hamburgo. Alemania estaba dividida entre las fuerzas aliadas. Hamburgo era de los ingleses. Trabajábamos y estábamos acuartelados en un enorme cuartel de las Juventudes Hitlerianas. El cuartel Graf Goltz, en Rahlstedt.

Siendo unos oidores tan faltos de talento como son, la mayoría de los daneses no sacan provecho a la experimentación de una ley natural fascinadora. La que, en este momento, se manifiesta en Benedicte Clahn. La metamorfosis del narrador en el momento en que éste es absorbido por su propio relato.

– Estábamos alojados en habitaciones de dos camas, delante de los bloques en los que trabajábamos. Era en una sala enorme. Nos sentábamos doce personas alrededor de una mesa. Llevábamos uniforme, un uniforme de combate de color verde oliva compuesto de falda, zapatos, calcetines y capa. Ostentábamos el rango de sargentos en el ejército inglés. En cada mesa se sentaba un Tischsortierer. En nuestra mesa era una capitana inglesa.

Reflexiona. El pianista está introduciéndose en los temas de Frank Sinatra. Ella no se da ni cuenta.

– Bols violeta -dice-. Me emborraché por primera vez en mi vida. Podíamos comprar en la tienda que había en el cuartel. Por un cartón de Capstan en el mercado negro nos daban el equivalente a lo que toda una familia alemana gastaba en un mes. El jefe era el coronel Ottini. Inglés, a pesar del nombre. Rondaba los treinta y cinco años. Encantador. Con una cara como la de un dogo manso. Leíamos toda la correspondencia extranjera que entraba y salía. Las cartas y los sobres eran similares a los de hoy. Pero el papel era de peor calidad. Abríamos el sobre, leíamos la carta, la sellábamos con un Censored y la volvíamos a cerrar con celo. Debíamos separar todas las fotografías y dibujos y destruirlos. Debíamos dar parte de todas las cartas que incluyeran rumores sobre nazis que ocupaban cargos en la reconstrucción de Alemania. Si, por ejemplo, ponía que «denk mal», que anteriormente había sido Sturmbannführer en las SS, ahora ocupaba un cargo de director, etc. Era muy corriente. Pero, sobre todo, lo que les interesaba, era dar con la organización clandestina nazi Edelweis. Como entenderán, los alemanes habían quemado gran parte de sus propios archivos durante la retirada. Los aliados necesitaban desesperadamente información. Ésa debió de ser la razón por la cual nos contrataron. Éramos seiscientos daneses. Y todos en Hamburgo. Si en alguna carta se mencionaba la palabra Edelweis, si contenía una flor seca, si había alguna señal debajo de algunas letras que pudiera pensarse formaban la palabra Edelweis, debíamos sellarla, cada uno con su propio sello de goma, y entregársela al Tischsortierer.

Como por efecto de telepatía, ahora el pianista está tocando Lilli Marken. A ritmo de marcha militar, tal como Marlene Dietrich solía cantar uno de los versos. Benedicte Clahn cierra los ojos. Su estado de ánimo ha dado un vuelco.

– Esa canción -dice.

Esperamos a que acabe la pieza. Ésta se convierte, paulatinamente, en «Ich Hab' noch einen Koffer in Berlin».

– El hambre era lo peor -dice-. El hambre y la destrucción. Se tardaba veinte minutos en metro en llegar desde Rahlstedt hasta el centro de Hamburgo. Teníamos los sábados por la tarde y los domingos libres. Y, gracias al uniforme de sargento, teníamos acceso a los comedores de los oficiales. Podíamos conseguir champán, caviar, chateaubriand, helado. Cuando nos encontrábamos a un cuarto de hora del centro, alrededor de Wansbeck, empezaban los cascotes. No creo que sea capaz de imaginárselo. Ruinas por todos lados. Hasta el horizonte. Una llanura de ruinas. Y los alemanes. Estaban hambrientos. Pasaban por tu lado en la calle, pálidos, enjutos, hambrientos. Estuve allí durante seis meses. Nunca, ni una sola vez, vi a un alemán que se diera prisa en hacer nada.

Su voz es llorosa. Ha olvidado dónde está. Se agarra a mi brazo con fuerza.

– ¡La guerra es terrible!

Nos contempla, recuerda súbitamente que representamos a las fuerzas armadas y, por un instante, se agolpan varios planos en su conciencia. Entonces vuelve al presente, alegre y sensual. Sonríe al mecánico.

– Mi alférez volvió a casa. Yo estaba dispuesta a seguirle. Sin embargo, un día me llamaron del despacho de Ottini. Me hizo una oferta. Al día siguiente fui trasladada a Blankeneese. A orillas del Elba. Allí los ingleses habían tomado posesión de los grandes chalets. Trabajábamos en uno de ellos. Éramos cuarenta personas en la casa. Sobre todo, ingleses y americanos. Veinte de ellos trabajaban en la planta de arriba en la escucha de la red telefónica. En la planta de abajo, éramos varios grupos de trabajo separados. Naturalmente, nunca nos dijeron lo que hacían los demás. En Rahlstedt también habíamos estado sometidos al secreto profesional. Pero, aun así, solíamos hablar entre nosotros. Nos enseñábamos las cartas divertidas. En Blankeneese era totalmente distinto. Allí fue donde conocí a Johannes Loyen. Durante los primeros tiempos, sólo estaba yo y dos más. Un matemático inglés y un profesor belga en sistemas de anotaciones coreográficas. Trabajábamos con cartas y conversaciones telefónicas en clave. Sobre todo, con cartas.

Se ríe.

– Creo que, llegado un momento, nos pusieron a prueba, dándonos asuntos que carecían de importancia. A menudo, rompíamos las claves de dos cartas en un día. Normalmente, solían ser cartas de amor. Fue en julio cuando llegué allí por primera vez. A partir de agosto las cosas cambiaron. Las cartas eran otras. Varias de ellas estaban escritas por las mismas personas. También nos asignaron un nuevo censor, un alemán que había trabajado para Van Gehlen. Nunca llegué a entenderlo. Que los americanos y los ingleses adoptaran parte del servicio de inteligencia alemán. Pero era un hombre dulce y amable. Nunca es del todo posible notarle este tipo de cosas a la gente, ¿no es cierto? También decían que Himmler tocaba el violín. Se llamaba Holtzer, y parecía disponer de conocimientos especiales sobre el asunto en el que trabajábamos. Porque eso llegué a entenderlo con el tiempo. Que teníamos un asunto entre manos. A pesar de todo, siguieron consultándome ciertos giros y términos específicos. Paulatinamente, empezó a esbozarse una imagen.

Hemos vuelto a desaparecer de su conciencia. Está en Hamburgo, a orillas del Elba, en agosto del 46.

– Hubo una palabra que me ocultaron insistentemente. Era Niflheim. Un buen día, la busqué en el diccionario. Significa «el mundo de las tinieblas». Es la parte postrera del Hel, el reino de la muerte. A finales de agosto debieron de estrechar el cerco del sector que estaban rastreando porque, desde ese momento, empezamos a recibir correspondencia intercambiada únicamente entre cuatro personas. Nunca vimos los sobres. Sólo llegamos a conocer los nombres, nunca las direcciones. Cuando empezamos, disponíamos de ocho cartas. Llegaban dos a la semana. La clave era, en cierta manera, chapucera. Parecía haberse elaborado a toda prisa. Y, sin embargo, fue complicado romperla, porque no estaba construida sobre la base del idioma normal, sino sobre una serie de metáforas preacordadas. Simulaba tratar del transporte y la venta de artículos diversos. Por esas fechas, Johannes, el doctor Loyen, se incorporó a nuestro grupo. Estaba en Alemania en calidad de médico forense con el fin de participar en la liquidación de los campos de concentración.

Entorna los ojos y eso le da un aire de colegiala.

– Un hombre muy apuesto. Y muy vanidoso. Eso ya puede decírselo de mi parte, señor capitán.

El mecánico asiente con la cabeza y estruja su servilleta entre las manos.

– Estaba amargado de que no fuera él, sino los odontólogos forenses las grandes estrellas durante las identificaciones, también en relación con los procesos de Nürenberg. La idea era que trabajara con nosotros como asesor en asuntos médicos. Sin embargo, no hizo falta. Coincidió con que descubrí que Niflheim debía ser el nombre de una expedición a Groenlandia. Loyen sabía algo sobre Groenlandia. Quizá porque estuvo allí. Nunca lo dijo. Pero hablaba muy bien el alemán. Llegó a funcionar al mismo nivel que nosotros. A finales de septiembre logramos romperla. Fui yo quien descifró la clave. En una carta se mencionaba, a modo de pronóstico, el precio de las judías en la semana correspondiente. Unas cifras que subían un poco cada día y que culminaban el viernes. Busqué la semana en cuestión en mi calendario de viaje, que me había enviado mi madre. El viernes era luna llena. En varias ocasiones había participado en la Admirals Cup del Canal de la Mancha con el gran Colin Archer de papá. Me pareció que los números se asemejaban a los movimientos de la marea. Lo verificamos en los almanaques de la Armada inglesa. Se trataba de la marea alta y la marea baja en el Elba. A partir de allí, todo fue muy fácil. Tardamos tres semanas en descifrar hacia atrás las cartas recibidas. Hablaban sobre la manera de conseguir un barco. Y de llegar hasta Groenlandia en él. La Operación Niflheim.

– ¿Qué buscaban? -le pregunto.

Sacude la cabeza.

– Nunca me lo dijeron. Tampoco creo que los demás lo supieran. Las cartas trataban sobre la compra del barco, algo que resultaba bastante complicado por culpa del estado de excepción. También sobre la posibilidad de navegar hasta Kiel y atravesar las aguas territoriales danesas. Sobre la localización de las rutas sembradas de minas. Sobre la vigilancia inglesa del Elba y el canal de Kiel. Los que escribían las cartas sabían todos de qué se trataba. Y supongo que ésa fue la razón por la que nunca lo mencionaron.

Los tres nos reclinamos simultáneamente en nuestros asientos. Volvemos a la confitería La Brioche d'Or, volvemos al aroma del café, al presente, al Satin Doll.

– Me tomaría un trozo de tarta -dice Benedicte Clahn.

Se lo ha merecido. Le traen la tarta y parece que sea verano. Con nata tan fresca y tierna y de un blanco amarillento que te hace dudar si no tienen una vaca en la trastienda.

Espero a que la haya catado. A las personas nos cuesta mantener la guardia mientras acarician nuestros sentidos.

– ¿Ha hablado alguna vez de todo esto, en otro contexto?

Está a punto de negarlo indignada. Pero entonces, sus recuerdos resucitados y la confianza que tiene en nosotros y, quizás, el sabor de las frambuesas, provocan una reacción en ella.

– Me he criado con la discreción como algo que había que dar por sentado -contesta.

Asentimos tranquilizándola.

– Quizá Johannes Loyen y yo hayamos hablado del tema en una o dos ocasiones. Pero de esto hace ya más de veinte años.

– ¿Puede haber sido en el 66?

Me mira incrédula. Durante unos instantes me encuentro en la zona de peligro. Entonces decide consigo misma que, sin lugar a dudas, hemos estado hablando de ello con Loyen.

– Johannes Loyen trabajó para una compañía que tenía que organizar un viaje a Groenlandia. Quiso que nos reuniéramos y que juntos intentáramos reconstruir parte de la información contenida en las cartas del 46. Se trataba, sobre todo, de descripciones de rutas, en su mayor parte, sobre las condiciones de fondeado. Sin embargo, no lo logramos. Aunque le dedicamos muchas horas. Creo incluso que recibí una remuneración por ello.

– Y de nuevo en el 90 o 91, ¿no es cierto?

Se muerde el labio.

– Helen, su esposa, es muy celosa -dice.

– ¿Qué interés tenía él en todo ello?

Sacude la cabeza.

– El caso es que nunca me ha contado nada. ¿Han intentado preguntárselo ustedes mismos?

– No hemos tenido ocasión todavía -contesto-. Pero todo llegará.

Hay algo en mi explicación que la distrae. Estoy buscando algo que la tranquilice con el fin de apartarla de ello. Ella misma lo encuentra. Me mira primero a mí, luego al mecánico y, finalmente, vuelve a posar su mirada sobre mí.

– ¿Están casados?

Entonces sucede algo realmente sorprendente. El mecánico se sonroja. Su sabor empieza por el cuello y, lentamente, se va deslizando hacia arriba, como la alergia al marisco. Un rubor llameante, desvalido.

Noto una ola breve de calor que me recorre la entrepierna. Incluso llego a creer, por unos instantes, que alguien ha depositado algo caliente en mi regazo. Sin embargo, no hay nada.

– No -le contesto-. Es difícil entregarse en cuerpo y alma al Archivo del Ejército y, al mismo tiempo, tener tiempo para fundar una familia.

Asiente, comprensiva. Ella conoce, con todo detalle, la imposibilidad de unir la guerra y el amor.


– Dos hombres se encuentran -digo- quizás en Berlín. Loyen y Ving. Loyen sabe algunas cosas sobre algo que vale la pena ir a buscar a Groenlandia. Ving dispone de una organización bajo cuyo pretexto pueden ir a buscarlo, ya que es director de la Sociedad Criolita y la persona que realmente está al mando. También está Andreas Licht. De él, lo único que sabemos es que conoce Groenlandia.

No pienso contarle nada de mi visita al atracadero 126.

– Organizan una expedición, al amparo de la sociedad, en el 66. Algo se tuerce. Quizá se produjo un accidente con explosivos. Sea como fuere, la expedición fracasa. Así que esperan veinticinco años más. Entonces lo vuelven a intentar. Pero algo ha cambiado. El transporte lo sufragan con dinero de fuera. Es como si hubieran recibido ayuda. Como si se hubieran aliado con alguien. Pese a todo, las cosas vuelven a ir mal. Cuatro hombres mueren. Entre ellos, el padre de Isaías.

Estoy sentada en el sofá del mecánico. Debajo de una manta de lana. Él está de pie, intentando abrir una botella de champán. Hay algo en el vino caro, en medio de este salón, que me distrae. Ahora la deja, sin abrir, sobre la mesa.

– Hablé con Juliana esta tarde -me dice.

Ya había notado, en la confitería, y luego, de camino a casa, que había algo que no iba bien.

– Al Barón lo examinaban cada mes en el hospital. Ella re-recibía mil quinientas coronas cada vez. Siempre el pr-primer ma-martes de cada mes. Lo recogían. Ella nunca lo acompañó. Y el Barón nunca decía nada.

Se sienta y contempla la botella fría. Sé en qué está pensando. Está considerando devolverla a la nevera.

Ha sacado dos copas altas y frágiles para nosotros. Primero las ha lavado en agua caliente, sin jabón, y acto seguido, las ha secado con un trapo limpio, hasta conseguir que fueran del todo transparentes. En sus enormes manos, las copas parecen tan frágiles como el celofán.

La lista de espera para conseguir vivienda en Nuuk es de once años. Transcurrido ese tiempo, te ofrecen un cuchitril, un cobertizo, una casucha. Todo el dinero de Groenlandia está apegado a la cultura y a la lengua danesas. Aquellos que dominan el danés, consiguen puestos lucrativos. Los demás, pueden languidecer en las fábricas de conserva de pescado o en las filas del paro. En una cultura cuyo promedio de asesinatos equivale al de un país en estado de guerra.

El haberme criado en Groenlandia ha hecho añicos para siempre mi relación con el bienestar. Sé que existe. Pero, no obstante, nunca podré anhelarlo. Ni tan siquiera respetarlo verdaderamente. Tampoco llegaré a considerarlo una meta.

A menudo, me siento como un cubo de basura. En mi interior, la existencia ha dejado caer las sobras de una cultura tecnológica: ecuaciones diferenciales, un gorro de pieles. Y ahora: una botella de champán enfriado hasta los cero grados. Con el tiempo, se ha vuelto más difícil para mí disfrutar de ello plenamente y sin remordimientos. Si me lo retiraran todo dentro de un instante, estaría de acuerdo.

He dejado de hacer lo posible por mantener a Europa y a Dinamarca alejados de mí. Tampoco les pido que se queden. De alguna manera, son parte de mi destino. A través de mi vida, van y vienen. He desistido de intentar remediarlo.

Es de noche. Los últimos días han sido tan largos que he deseado reencontrarme con mi cama, y con un sueño tan envolvente como el de mi infancia. Pronto, cuando apenas haya tenido tiempo de mojar los labios con el vino, me levantaré y me iré.

Abre la botella sin apenas hacer ruido. Escancia el vino, lenta y cuidadosamente, hasta llenar nuestras copas un poco más de la mitad. Éstas se cubren, instantáneamente, con un velo mate. Desde invisibles rugosidades de los lados arqueados del interior de las copas, suben hacia la superficie estrechas hileras de burbujas, que parecen perlas diminutas.

El mecánico apoya los codos sobre las rodillas mientras contempla las burbujas. Su rostro está absorto, embebido por el espectáculo y, en este instante, tan inocente como el de un niño. Tal como observé en muchas ocasiones que Isaías solía contemplar el mundo.

No toco mi copa y me siento delante de él sobre la mesa baja. Nuestras caras están a la misma altura.

– Peter -le digo-, supongo que conoces aquella excusa de que, como estaba tan borracha, no sabía lo que hacía.

Asiente con la cabeza.

– Por eso hago esto ahora, cuando todavía no he bebido nada.

Entonces lo beso. No sé el tiempo que transcurre. Pero, mientras dura, todo mi cuerpo está en mi boca.

Me voy. Podía haberme quedado pero, sin embargo, me voy. No es por su culpa ni por la mía. Es por el respeto hacia aquello que se ha apoderado de mí. Que no he sentido en muchos años, que ya no creo reconocer más, que se me ha vuelto tan extraño.


Tardo mucho en dormirme. Pero se debe más a que no tengo el corazón suficiente para abandonar la noche y el silencio y la conciencia, despierta e hipersensitiva, de que él yace en algún lugar bajo mis pies.

Cuando, finalmente, llega el sueño, creo estar en Siorapaluk. Somos varios niños echados en el mismo catre. Hemos estado contándonos cuentos, los demás ya se han dormido. Sólo queda mi propia voz. Oigo, desde un lugar fuera de mí misma, que está intentando mantenerse erguida. Sin embargo, sucumbe, se tambalea, cae de rodillas, abre los brazos y se deja recoger por una red de sueños.

5

El Registro Mercantil Central está en la calle Kampmann, número 1, y da la impresión de estar bien conservado, recién pintado, ser efectivo, formal, servicial y exclusivo, sin llegar a ser ostentoso.

El hombre que me ayuda es un niño. No tiene más de veintitrés años, y lleva un traje de chaqueta cruzado hecho a medida, de tweed Harris fino, con una corbata blanca de seda, dientes blancos y una sonrisa amplia.

– ¿Dónde nos hemos visto antes? -me dice.

Los documentos están metidos en una carpeta, el montón es tan grande como una biblia ilustrada y está marcado como Cuentas anuales para el ejercicio 1991 de la sociedad anónima Sociedad Criolita Danmark.

– ¿Dónde puedo encontrar a la persona que controla la sociedad?

Al consultar los documentos, sus manos rozan las mías.

– No puede deducirse directamente de las inscripciones. Pero, según la ley de sociedades anónimas, hay que listar en la primera página todos aquellos accionistas que posean acciones que superen el cinco por ciento del total del capital social. ¿Acaso fue en una fiesta de la Escuela Superior de Comercio?

La lista es de catorce líneas, en las que se entremezclan los nombres de personas físicas y sociedades. Ving aparece en ella. Y el Banco Nacional. Y Geoinform.

– Geoinform. ¿Podrías enseñarme sus cuentas anuales?

Toma asiento delante del teclado. Mientras esperamos al ordenador, me sonríe.

– Ya me acordaré, ya -dice-. No habrás estudiado derecho, ¿verdad?

Ha estado leyendo un diario francés. Sigue mi mirada.

– Quiero ingresar en la diplomacia -dice-. Así que debo mantenerme informado. No tenemos nada sobre Geoinform. Seguramente no sea una sociedad anónima.

– ¿Es posible averiguar quién está en el consejo de administración?

De una estantería del otro lado de la oficina, saca un volumen que tiene el tamaño de un listín telefónico doble: Fundaciones Danesas de Green. Lo busca por mí. Hay tres personas en el consejo de Geoinform. Me apunto los nombres.

– ¿No puedo invitarla a almorzar?

– Tengo que ir a pasear al Parque de los Animales -le contesto.

– Podría acompañarla.

Señalo sus mocasines.

– Hay setenta y cinco centímetros de nieve allí.

– Podría comprarme unas botas de agua en el camino.

– Estás trabajando -digo-. Labrándote un camino en la diplomacia.

Asiente abatido.

– Quizá cuando la nieve se haya derretido -me dice-. En primavera.

– Si para entonces seguimos vivos -contesto.


Me dirijo al Parque de los Animales. Ha nevado toda la noche. He traído mis kamiks. Pasada la puerta del parque, me los pongo. Las suelas de los kamiks se desgastan con mucha facilidad. Cuando éramos niños, no nos dejaban bailar con los kamiks puestos si había arena en el suelo. Podías desgastarlos en una sola noche. Sin embargo, sobre la nieve y el hielo, donde la fricción es distinta, su resistencia es enorme. La nieve recién caída es ligera y fría. Me aparto todo lo que puedo de los senderos. Durante un día entero, camino lenta y pesadamente entre ramas negras que brillan de nieve. Sigo un rastro serpenteante de corzos hasta que descifro su ritmo. El repentino cojear del animal cada cien metros, su costumbre de orinar en pequeñas cantidades, un poco a la derecha de sus pasos. La regularidad con la que escarba un agujero con forma de corazón, que llega hasta la tierra oscura donde encontrará las hojas.

Transcurridas tres horas, lo encuentro. Un corzo. Blanco, alerta, interesado.

Me siento en una mesa apartada del café Peter Liep y pido una taza de chocolate caliente. Entonces dispongo el papel con los tres nombres delante de mí, sobre la mesa.

Katja Claussen

Ralf Seidenfaden

Toerk Hviid

Saco el sobre de Moritz con las copias de los recortes de periódicos. Estoy buscando uno en concreto.

El local se llena con un grupo de niños y adultos. Han dejado los esquís y los trineos fuera. Sus voces resuenan, llenas de alegría. Por el calor misterioso de la nieve.

El recorte es de un periódico editado en inglés. Quizás ésa sea la razón por la que me he fijado en él especialmente. Parte del titular ha desaparecido porque alguien lo ha recortado mal. Sin embargo, lo han anotado al lado con un bolígrafo de tinta verde. La fecha es 19 de marzo de 1992. «First Copenhagen Seminar on Neocatastrophism. Professor, MD, Johannes Loyen, member of the Royal Danish Academy of Science, is giving the opening lecture.»

Loyen está encaramado a un escenario, aparentemente sin manuscrito ni tribuna donde apoyarse. La sala es grande. A mis espaldas hay tres hombres sentados a una mesa semicircular.

«Behind him Ruben Giddens, Ove Nathan and Toerk Hviid, the…»

El texto ha sido recortado, la continuación de la línea no la han incluido. Sus máquinas componedoras no tenían la letra «ø» por lo que su nombre lo han escrito «Toerk» en vez de «Tørk». De esta manera, salta a la vista. Así es como he podido acordarme.

El sol se pone mientras vuelvo a casa. Mi corazón late a toda velocidad.

En el mismo instante en que abro la puerta de mi apartamento, suena el teléfono.

Tardo una eternidad en quitar la cinta adhesiva roja. Presiento que es el mecánico. Debe de haber intentado localizarme un montón de veces.

– Soy Andreas Licht.

La voz es débil, suena como si estuviera resfriado.

– Le sugiero que venga a verme inmediatamente.

Experimento una llamarada de irritación. Somos unos cuantos los que nunca aprenderemos a recibir órdenes.

– ¿Tiene que ser hoy?

Se oye un ruido ahogado, como si procurara ocultarme su risita.

– Está interesada, ¿no es cierto?

Ha colgado.

Estoy de pie en la entrada con el abrigo puesto. En medio de la oscuridad porque todavía no he tenido tiempo de encender la luz. ¿De dónde ha sacado mi número de teléfono?

Odio las prisas. Tengo otros planes para la jornada.

Dejo los kamiks en la entrada y vuelvo a adentrarme en el atardecer de Copenhague.

Al pasar ante la puerta del mecánico, me detengo. Estoy tentada de llevarlo conmigo. Sin embargo, interpreto este sentimiento como una debilidad.

En el bolsillo llevo un rotulador, pero ningún papel. Sobre un billete de cincuenta coronas escribo: «Puerto Sur, Svajerbryggen, atracadero 126. Volveré más tarde. Smila».

Esta nota constituye un compromiso, entre la necesidad que siento de protección y la certeza de que aquellos planes que puedes mantener en secreto son también los que mejor puedes llevar a cabo.

Tomo un taxi hasta la fábrica del puerto Sur. Acaso sea la paranoia del mecánico hacia los teléfonos lo que se está reproduciendo en mí, pero no quiero dejar una pista demasiado clara.

Desde la fábrica, hay un cuarto de hora a pie.

A estas horas, incluso las máquinas están durmiendo. La ciudad parece lejana. Pero en las calles desiertas que atravieso, encuentro un ligero vislumbre de sus luces. Sobre el cielo negro azulado, algunos cohetes dispersos trazan de vez en cuando una estela candente de luz y luego explotan. El lejano estallido me llega retardado. Es la noche de fin de año.

Las calles están sin alumbrar. Contra el cielo más claro, las grúas son siluetas inmóviles. Todo está cerrado, apagado, abandonado.

El muelle de Svajer es una superficie en la oscuridad. La nieve fresca sobre el hielo concentra la poca luz que hay en el espacio, resplandeciendo con debilidad. Antes que yo, sólo ha pasado un coche solitario por aquí. Camino sobre sus rodadas.

El letrero sigue cubierto de plástico blanco, con el pequeño rasgón que hice ayer. Han quitado toda la nieve del muelle, de la pasarela y de parte de la cubierta. Alguien ha movido un par de cajas con el fin de dejar un espacio para un palet repleto de bidones rojos. Salvo la nieve, los bidones y la oscuridad, todo permanece tal como lo dejé ayer.

No hay luces a bordo.

Mientras cruzo la pasarela, me acuerdo de las rodadas del coche solitario. El dibujo de los neumáticos dibujan un ligero deslizamiento hacia atrás. La rodada que he estado siguiendo se dirigía al puerto. No he encontrado ninguna en sentido opuesto. No hay más caminos que lleven al muelle de Svajer que el que he estado siguiendo yo misma. Sin embargo, no hay rastro del coche.

La puerta barnizada está cerrada, aunque no tenga la llave echada. Dentro, hay una luz tenue.

Sé que el esquimal de fibra de vidrio estará allí. La luz proviene de algún lugar detrás de la mampara.

Hay una pequeña lámpara de mesa sobre el escritorio. Detrás de la mesa, está sentado el profesor y el director del museo, Andreas Licht, con la cabeza ligeramente ladeada y sonriéndome ampliamente.

Su sonrisa no se borra de su rostro, ni siquiera cuando doy la vuelta a la mesa.

Se ha agarrado con ambas manos a la silla por debajo del asiento. Como para mantenerse erguido.

Al acercarme, observo que le han desgarrado los labios, separándolos de los dientes. Tampoco se ha agarrado a la silla. En realidad, sus manos están atadas con finos cables de hilo de cobre. Lo toco. Está caliente. Pongo los dedos sobre su cuello. No tiene pulso. Su corazón ha dejado de latir. Al menos, eso me parece.

Tiene algodón en la oreja que está girada hacia mí. Como cuando los niños pequeños sufren de otitis. Doy la vuelta a su alrededor. También tiene algodón en la otra oreja.

En ese mismo momento, mi curiosidad se ha agotado. Quiero irme a casa.

Sin embargo, alguien cierra la escotilla que está al final de la escalera. Ocurre sin que lo haya advertido, ni siquiera he oído pasos sobre la cubierta. Simplemente la han cerrado en silencio. A continuación, me llega el sonido de cómo la cierran con llave.

La luz se apaga.

Hasta ese mismo instante no entiendo por qué había tan poca luz en la sala. Los ciegos no necesitan la luz. Es totalmente absurdo pensar en ello precisamente ahora. Pero, sin embargo, es el primer pensamiento que me viene a la mente, en medio de la oscuridad.

Me pongo de rodillas y me meto debajo de la mesa. Puede que no sea lo más razonable. Quizá sea la estrategia del avestruz. Pero, francamente, no me apetece sobresalir en la oscuridad. Allí abajo, noto los tobillos del director del museo. También están calientes. Y también los han atado a la silla con hilos metálicos.

Sobre la cubierta, encima de mi cabeza, presiento un movimiento. De algo que es arrastrado. Palpo a ciegas en la oscuridad y doy con un cable telefónico. Lo sigo y, de repente, me encuentro con el cabo. El cable ha sido arrancado del auricular.

Entonces se pone en marcha la maquinaria del barco, es el lento despertar de un gran motor diésel. Se queda en punto muerto.

Aprovecho para salir corriendo en la oscuridad. Ya antes, hace veinticuatro horas, me he orientado en este espacio. Y por eso sé dónde hay una puerta. Llego hasta el mamparo próximo a la puerta. No está cerrada. Salgo y al otro lado el ruido de la máquina se hace más perceptible.

La sala tiene pequeños ojos de buey a una considerable altura que dan al atracadero. A través de ellos, penetra una débil luz. Este espacio es la explicación manifiesta de cómo solucionaba el director del museo sus problemas de transporte. Simplemente se quedaba a bordo. Le han acondicionado un dormitorio aquí. Una cama, una mesilla de noche, un armario empotrado.

La sala de máquinas debe de estar detrás de la pared más lejana. Aunque está insonorizada, se oyen claramente los golpes del motor. Cuando intento mirar a través del ojo de buey, el ruido se convierte en un bramido. El barco vira lentamente, alejándose del muelle. El motor se ha puesto en marcha. No se ve a nadie. Sólo el contorno negro del malecón que se aleja.

Se enciende una chispa en el muelle. Es un punto de luz, como cuando alguien enciende un cigarrillo. El ascua se eleva, trazando una curva en el aire y acercándose a mí. Tras de sí, arrastra una cola que desprende chispas. Es un cohete.

Explota por encima de mi cabeza con un estallido apagado. En el instante siguiente, estoy ciega. Me han arrojado un resplandor blanco y maligno desde el muelle y el agua. En ese mismo momento, el fuego arrastra todo el oxígeno del aire y tengo que echarme al suelo. Siento como si tuviera arena en los ojos, como si respirara en una bolsa de plástico, como si alguien me soplara en la cara con un secador de pelo. Sin duda son los bidones de gasolina. Han rociado el barco con gasolina.

Me arrastro hasta la puerta que da a la estancia de la que he salido y la abro. Me inunda, en estos momentos, toda la luz que pudiera desear. Bajo las llamas ha desaparecido el recubrimiento de los tragaluces y todo está iluminado como por una enorme instalación de rayos uva.

Desde la cubierta, llegan una serie de estrépitos ahogados y la luz de fuera vacila en llamas azules y amarillas. El aire se llena de resina de epoxi quemada.

Vuelvo al dormitorio a gatas. Hace tanto calor como en una sauna. Contra la blancura de los ojos de buey, puedo apreciar el humo que ha empezado a penetrar en la sala. Al otro lado de uno de los cristales, las llamas desaparecen por unos instantes. El silo de la refinería de soja se ilumina como en una puesta de sol, las ventanas a lo largo de Islands Brygge fulguran como cristal derretido. Son los reflejos del incendio que me rodea.

De repente se extiende una tela de araña de pequeñas explosiones en el cristal, y la vista, que hasta entonces tenía, desaparece.

Estoy pensando si el gasoil puede incendiarse. Recuerdo que se requiere una temperatura alta para ello. En ese mismo instante, el depósito de gasoil explota.

No se oye un estruendo ensordecedor sino, más bien, un silbido que se transmuta en un rugido creciente, convirtiéndose en el sonido más alto y estridente que se haya podido escuchar sobre la faz de la Tierra. Me tiro al suelo, cubriéndome la cabeza con las manos. Cuando vuelvo a levantar la cabeza, la cama ha desaparecido. La pared que daba a la sala de máquinas ha desaparecido; ante mis ojos, contemplo un mundo en llamas. En medio de este mundo, el motor es un cuadrado negro del que sale una red de tuberías cinceladas. Y ahora empieza a hundirse. Se desprende del barco, quebrando el suelo a su alrededor. Cuando llega al mar, provoca una ebullición explosiva en el agua y desaparece. Sobre la superficie del mar, las lenguas del gasoil incendiado extienden una alfombra de fuego.

La popa del barco se ha convertido en un portón abierto hacia Islands Brygge. Mientras contemplo el espectáculo, el barco vira lentamente, alejándose del gasoil ardiente.

Noto que el casco se escora. El agua ha penetrado en el fondo y lo arrastra hacia atrás. El agua me llega hasta las rodillas.

La puerta que está a mis espaldas se abre de golpe y el profesor hace su entrada. La inclinación del barco ha hecho que la silla de oficina empezara a rodar. Se estampa contra el mamparo que tengo a mi lado. Entonces atraviesa lo que fue su dormitorio, cayendo finalmente al mar.

Me quito la ropa. El abrigo de ante, el jersey, los zapatos, los pantalones, la camiseta, la ropa interior y, finalmente, los calcetines. Me palpo la cabeza, buscando mi gorro. Únicamente ha quedado una corona de pieles sobre mi cabeza. Las llamas del motor diesel deben de habérmelo quemado. Tengo las manos llenas de sangre. Se me ha chamuscado la coronilla y ahora está calva.

Quizás haya unos doscientos metros hasta el muelle de Svajerbryggen. No tengo elección y salto.

El shock de frío me hace abrir los ojos mientras todavía estoy sumergida. Todo a mi alrededor es de color verde y rojo y está iluminado por el incendio. No miro atrás. En aguas con una temperatura inferior a los 6 °C, se dispone de muy pocos minutos de vida. El número de minutos depende del estado de forma de cada uno. Los nadadores del canal de la Mancha solían estar en muy buena forma. Soportaban el frío durante mucho tiempo. Yo estoy en una forma pésima.

Nado en una postura casi vertical, de manera que sólo mis labios se encuentran por encima del agua. El problema reside en el peso de aquella parte de mi cuerpo que está por encima del agua. Tras unos segundos, empiezan los escalofríos. Mientras la temperatura del cuerpo disminuye de 38 hasta 36 °C, se tiembla. Luego, los escalofríos desaparecen. Esto ocurre cuando la temperatura del cuerpo va disminuyendo, acercándose a los 30 °C. Los 30 °C son críticos. En ellos acontece la indiferencia. En ellos mueres congelado.

Después de los primeros cien metros, soy incapaz de enderezar los brazos. Pienso en mi pasado. No sirve de nada. Pienso en Isaías. Tampoco sirve. De repente, tengo la sensación de haber dejado de nadar, de que, en vez de estar en el agua, me encuentro de pie en una pendiente, de espaldas a un fuerte viento, y pienso que ya no vale la pena resistirme más.

A mi alrededor, el agua es un mosaico de fragmentos dorados. Recuerdo que alguien ha intentado asesinarme. Que este alguien se encuentra en tierra, en algún lugar, felicitándose a sí mismo. Ya la tenemos. A Smila. La groenlandesa de postín.

Este pensamiento me transporta durante los metros que todavía me quedan hasta llegar al muelle. Decido dar diez brazadas más. A la octava, me doy con la cabeza contra uno de los neumáticos de tractor que cuelgan a modo de defensas en el atracadero de La Aurora Boreal.

Sé que sólo me restan unos pocos segundos de conciencia. Al lado del neumático hay una plataforma, justo por encima del nivel del agua. Intento subirme a ella a gritos. Sin embargo, ni el más mínimo sonido sale de mi garganta. Aun así, logro salir del agua.

En Groenlandia, si te has caído al agua, sueles correr, una vez has vuelto a tierra, con el fin de evitar congelaciones. Pero en Groenlandia el aire es frío. Aquí, en el muelle, es tan cálido como la brisa de verano. En un primer momento soy incapaz de encontrarle explicación alguna al fenómeno. Hasta que reparo en que se debe al incendio. Me quedo postrada sobre la plataforma. La Aurora Boreal se encuentra ahora en medio de la bocana del puerto, un esqueleto de madera tan negro como el carbón, en medio de una bola blanca de fuego.

Me arrastro por las escaleras, gateando sobre manos y rodillas. El muelle está desierto. Ni rastro de seres humanos.

Estoy a punto de detenerme, me siento descansada al calor del barco en llamas. Contemplo cómo arde mi piel desnuda. El fino vello que se ha chamuscado, y que es negro y rizado. Me pongo a andar. Tengo alucinaciones, fragmentadas, incoherentes. De cuando era pequeña. Una flor que encontré, una correhuela con capullos. Una preocupación convulsiva de que a Eberlein ya no le quede más brocado de aquel que utilizó para hacerme mi gorro. La sensación de estar enferma y orinarse en la cama.

Surgen unas luces en la noche y me da igual. El coche se detiene y me es totalmente indiferente. Me arropan con algo. No hay nada en este mundo que me importe menos. Estoy acostada. Reconozco los agujeros en el techo. Es el pequeño Morris. Es la nuca del mecánico. Es él quien conduce.

– Smila -me dice-, Smila, joder…

– Cállate -le espeto.

Una vez en su piso, me envuelve en mantas de lana y me da masajes hasta que empieza a dolerme demasiado. Entonces me obliga a tomarme un té con leche detrás de otro. Es como si el frío no quisiera abandonarme. Como si se hubiera metido en mi cuerpo, introduciéndose hasta en mi esqueleto. Incluso acepto, en un determinado momento, un trago de una bebida alcohólica.

Me parece que lloro mucho. Entre otras cosas, por autocompasión. Le hablo del escondite de Isaías. De la cinta. Del profesor. De la llamada. Del incendio. Siento que mi boca no hace más que correr mientras que yo permanezco en algún lugar, fuera de mí misma, observando.

El mecánico no hace ningún tipo de comentario a lo que digo.

Después de un rato, llena la bañera para mí. Me quedo dormida en el agua. Él me despierta. Nos acostamos el uno al lado del otro en su cama y nos dormimos. En intervalos de algunas horas. No consigo entrar en calor hasta que se hace de día.

Es mediodía cuando hacemos el amor. Supongo que sigo estando un poco fuera de mí misma.

III

1

Cambio de taxi dos veces y me bajo en la carretera de Farum. Desde allí, atravieso el pantano de Utterslev y miro hacia atrás unas doscientas cincuenta veces.

Llamo desde la calle Tuborg.

– ¿Qué es el Neocatastrofismo?

– ¿Por qué siempre tienes que llamar desde esas insoportables cabinas telefónicas, Smila? ¿Acaso no tienes dinero? ¿Te han cortado el teléfono? ¿Quieres que haga gestiones para que te lo vuelvan a conectar?

Para Moritz, Fin de Año es la fiesta de todas las fiestas. Sufre del autoengaño cíclico y eternamente recurrente de que es posible volver a empezar, de que se puede construir una nueva vida sobre buenos propósitos. El primer día del año su resaca es tan aguda que incluso se hace audible por teléfono. Incluso llamando desde una cabina.

– Celebraron un seminario sobre el tema en Copenhague, en marzo del 92 -le digo.

Gimotea débilmente, mientras hace esfuerzos para que su cerebro vuelva a funcionar. Lo que finalmente provoca que se ponga en marcha es que mi pregunta parece estar, en cierta manera, relacionada con él.

– Me invitaron -me contesta.

– ¿Por qué no asististe?

– Había que leer mucho.

Durante muchos años lleva diciendo que ha dejado de leer. En primer lugar, es mentira. En segundo lugar, se trata de una manera insufrible de dejar entrever que está tan enormemente capacitado y es tan inteligente que el mundo exterior ya no puede enseñarle nada nuevo.

– El neocatastrofismo es un término que recoge varias materias. El término fue creado por Schindewolf, allá por los años sesenta. Él era paleontólogo. Pero en el debate han participado científicos de todas las ramas de las ciencias naturales. Lo que les aúna es la idea de que el globo terráqueo y, sobre todo, su biología, se han desarrollado a saltos y no de una manera progresiva. Desarrollo que viene determinado por grandes catástrofes naturales que han favorecido la supervivencia de ciertas especies. La caída de meteoritos, el paso de cometas, las explosiones volcánicas, las catástrofes químicas espontáneas… El debate siempre se ha centrado en la cuestión de si estas catástrofes se han producido con intervalos de tiempo regulares. Y, si es así, qué es lo que determina su frecuencia. Se ha creado una sociedad internacional. Su primera reunión se celebró en Copenhague. En el Falkonercenter. Fue inaugurada por la reina. Tenía que ser por todo lo alto, finísimo todo. Reciben dinero de todas partes. Hasta los sindicatos dan dinero, creyendo que se trata de la investigación de catástrofes en el medio ambiente. El Consejo de Industria también lo subvenciona, convencido de que, en ningún caso, se trata de catástrofes en el medio ambiente. Los consejos científicos les dan dinero porque reúnen una serie de eminencias de las que quieren alardear.

– ¿Te suena el nombre de Hviid en este contexto? ¿Toerk Hviid?

– Me parece que hubo un compositor que se llamaba Hviid.

– No creo que sea él.

– Sabes que soy incapaz de acordarme de los nombres de la gente, Smila.

Es cierto. Se acuerda de los cuerpos. De los títulos. Es capaz de reconstruir cualquier golpe, en cualquier campeonato de golf de los muchos en que ha participado. Sin embargo, se olvida con cierta frecuencia del nombre de su propia secretaria. Es sintomático. Para la persona realmente egocéntrica, el mundo que la rodea palidece y pierde su nombre y su identidad.

– ¿Por qué no fuiste al seminario?

– Francamente, Smila, me pareció demasiado turbio. Con todos esos intereses enfrentados, con toda esa política. Sabes que hago lo posible por evitar la política. A fin de cuentas, ni tan siquiera se atrevieron a utilizar la palabra «catástrofe». Finalmente lo llamaron Centro para la Investigación del Desarrollo.

– ¿Podrías averiguar quién es Hviid?

Suspira profundamente, pletórico por el poder inesperado del que dispone.

– Entonces puedo contar con que vendrás aquí mañana -me dice.

Estoy a punto de pedirle que me envíe la información. Pero me siento débil y, de alguna manera, enternecida. Moritz me lo nota.

– Te puedes encontrar conmigo y con Benja en Savarin mañana.

Suena como una orden pero es un intento de llegar a un compromiso rápidamente.

Me abre la puerta uno de los niños.

Soy la primera, y la más dispuesta, en admitir que el clima frío es imprevisible. Sin embargo, me sorprendo momentáneamente. Fuera, son las cinco de la tarde. Sobre un cielo despejado y azul marino, despuntan las primeras estrellas de la noche. Pero al otro lado de la puerta, en el recibidor, alrededor de la niña, está nevando. Se ha posado una fina capa de nieve sobre su cabellera roja, sus hombros, su cara, sobre sus brazos desnudos.

La sigo. El salón está cubierto de harina. Hay tres niños sentados en el suelo, amasando una pasta directamente sobre el parquet. En la cocina, la madre de los niños está untando los moldes con mantequilla. Sobre la mesa de la cocina, está sentada una niña pequeña, amasando algo que parece pastaflora. Ahora mismo está intentando que la pasta absorba una yema de huevo. Con las manos y los pies.

– La bolsa de harina se rompió en el salón.

– Sí -digo-. El suelo se ha puesto perdido.

– Está en el invernadero. Le he prohibido fumar aquí.

Tiene una fuerza autoritaria semejante a las ideas que yo me hacía de pequeña sobre Dios. Y una dulzura inamovible, semejante a la de un Papá Noel de una película de Disney. Si realmente se quiere saber quiénes son los verdaderos héroes de la historia mundial, hay que echar un vistazo a las madres. En las cocinas, trabajando con los moldes. Mientras los hombres están sentados en los lavabos, echados en las hamacas, fumando en los invernaderos.

Lo encuentro cepillando los cactus, envuelto en un aire espeso por el humo de los puros que ha fumado. Tiene una pequeña escobilla en la mano, tan estrecha como un cepillo de dientes, pero curva, de cerdas de unos treinta centímetros de largo.

– Es para evitar que se obturen los poros. Impediría que respiraran.

– Bien considerado -le digo-, quizá sería mejor que no lo hiciera.

Me mira con aire compungido.

– Mi mujer no me permite fumar cerca de los niños.

Me muestra la colilla del puro.

– Romeo y Julieta. Un habano clásico. Y endiabladamente bueno. Sobre todo los últimos centímetros. Cuando estás a punto de quemarte los labios. Ése es el trozo empapado de nicotina.

Cuelgo mi plumífero amarillo encima de una de las sillas de hierro forjado. Luego me quito el pañuelo que me cubre la cabeza. Debajo, llevo un trozo de gasa. También me lo quito. El mecánico ha limpiado la herida y la ha untado con pomada de clorhexidina. Inclino la cabeza para que le pueda echar un vistazo.

Cuando vuelvo a levantar la cabeza, su mirada es dura.

– Una quemadura -me dice pensativo-. ¿Acaso estuvo usted cerca?

– Estaba a bordo.

Se lava las manos en un hondo lavabo de acero.

– ¿Cómo logró sobrevivir?

– Nadé.

Se seca las manos y vuelve a mi lado. Palpa mi herida. Siento como si estuviera metiendo las manos en mi cerebro.

– Es una herida superficial -me explica-. No creo que se vaya a quedar calva.


Le he llamado al Hospital del Reino esta mañana. No me presento, pero tampoco es necesario.

– El barco que se incendió en el puerto -le digo- tenía un hombre a bordo.

La radio ha ofrecido la noticia como la más importante del día. Los periódicos la han sacado en portada. Han tomado la foto de noche, a la luz de los proyectores del cuerpo de bomberos. En medio del puerto descuellan en el agua tres mástiles carbonizados. Todo el cordaje y las botavaras han desaparecido. Sin embargo, no han publicado nada respecto a posibles víctimas.

Su voz se vuelve muy parsimoniosa, lenta.

– ¿De verdad?

– Necesito el resultado de la autopsia.

Se queda callado durante largo tiempo.

– ¡Mierda! -dice-. Tengo una familia que mantener.

A eso no puedo objetar nada.

– Esta tarde. Después de las cuatro.


Toma asiento delante de mí y le quita el celofán y la vitola a un puro. Tiene una caja de cerillas especialmente largas. Con una de ellas, hace un agujero en la parte cónica para acto seguido encender el puro lenta y escrupulosamente. Cuando el puro ya ha empezado a arder regularmente, fija su mirada en mí.

– ¿No será usted -me dice- quien, por casualidad, lo asesinó?

– No -le respondo.

Mientras habla, no cesa de mirarme, como si intentara escudriñar mi conciencia.

– Cuando una persona se ahoga, ante todo intenta mantener la respiración. Cuando esto ya no es posible, se suceden un par de respiraciones muy fuertes y desesperadas. De esta manera, el agua es bombeada hasta los pulmones. Este movimiento provoca la creación de unas sustancias proteicas blanquecinas en la nariz y en la cavidad bucal, siguiendo el mismo principio que las claras de un huevo batidas a punto de nieve. Se le llama el hongo de la espuma. Esta persona que, desde luego, no debería mencionar y, especialmente, no debería mencionar ante una persona que posiblemente esté involucrada en el crimen, esta persona, no tenía ni rastro de esa sustancia. O sea que, lo que está claro, es que no murió por inmersión.

Le da unos leves golpecitos a la ceniza de su puro.

– Ya estaba muerto cuando subí a bordo.

Apenas me oye. Sus pensamientos todavía penden alrededor de la autopsia de esta mañana.

– Primero lo ataron. Con hilo de cobre. Se resistió como un jabato pero, finalmente, lograron atarlo. Deben de haberlo hecho un par de hombres. Era un hombre muy fuerte. Un hombre mayor pero, sin embargo, fuerte. Después han estirado su cabeza hacia un lado. Usted conocerá el hidróxido de sodio. Una base extremadamente corrosiva. Uno de los hombres lo ha sujetado por el pelo. Le han arrancado varios mechones. Y entonces han vertido hidróxido de sodio en su oído derecho. ¡Tan tranquilamente!

Contempla pensativo el puro.

– Es imposible trabajar en esta profesión y no encontrarte, de vez en cuando, con casos de tortura. Es un asunto bastante complejo. Endiabladamente complejo. Además, para que la tortura pueda ser definida jurídicamente, tiene que haber sido realizada por una organización. Se trata, para el verdugo, de encontrar el punto flaco de su víctima. Y esta víctima era ciega. No fue algo que descubriera durante la autopsia. Lo supe cuando recibimos su historial clínico. Pero ellos, sus verdugos, lo debieron de saber. Por lo tanto, se han concentrado en su sentido auditivo. Es repugnantemente ingenioso e imaginativo, hay que admitirlo. Propio de psicópatas. No carece de creatividad, tiene ciertos visos de inventiva. Lo que no puedo dejar de preguntarme es qué es lo que han estado buscando.

Pienso en la voz del director del museo por teléfono, en aquello que yo creí era una risita ahogada. Ya entonces, debieron torturarle.

– Tenía algodones en los oídos.

– Me alegro. Habían desaparecido cuando lo sacaron del agua. Pero yo supuse que eran algodones cuando detecté las pequeñas quemaduras. Porque, con él han llegado hasta el final. Cualquiera que ése fuera. Y entonces han hecho algo muy hábil. Han empapado un par de algodones, quizás en hidróxido de sodio, al fin y al cabo, era lo que tenían más a mano. Luego, han pelado un cable eléctrico y lo han abierto, colocando un polo en cada oreja. Después han enchufado el cable a una toma de corriente y, lenta y pausadamente, han conectado la electricidad. Muerto en el acto. Rápido, barato y limpio.

Sacude la cabeza. Es médico, no psicólogo. No logra comprender el mundo en que vivimos.

– Un par de jodidos profesionales, se lo aseguro. Pero en el caso de que creyera en los buenos propósitos de Año Nuevo, el mío sería acabar con ellos.


Me he despertado alrededor de la una. Apenas un segundo antes dormía y, de repente, estoy despierta.

Está acostado a mi lado. Boca abajo, con los brazos a lo largo del cuerpo. En el sueño, uno de los lados de la cara ha quedado aplastado contra las sábanas. La boca y la nariz vibran suavemente, como si estuviera oliendo una flor. O estuviera a punto de besar a un niño.

Me quedo acostada a su lado apaciblemente, mientras le contemplo como nunca antes lo había contemplado. Su pelo es castaño, con algunas canas. Es tan abundante como el pelaje de una escoba. Cuando entierro los dedos en su cabellera, siento como si agarrara las crines de un caballo.

Allí, en la cama, me llega la felicidad. No como algo que me pertenece, sino como una rueda de fuego que atraviesa el espacio y el mundo entero.

Por un momento creo que lograré dejar que pase, que me supere; creo que podré permanecer tendida, percibiendo lo que ahora tengo, sin llegar a desear nada más.

En el instante siguiente, deseo quedarme suspendida en el presente. Quiero que perdure. Él estará a mi lado, también mañana. Es mi oportunidad. Mi única, mi última oportunidad.

Saco las piernas de la cama. Ahora sufro un ataque de pánico.

Esto es justamente lo que me he esforzado en evitar durante los últimos treinta y siete años. He estado entrenándome sistemáticamente en lo único que verdaderamente vale la pena aprender en este mundo. Renunciar. He dejado de esperar algo de la vida. Cuando la humildad hecha práctica se convierta en disciplina olímpica, yo formaré parte del equipo nacional.

Nunca he sido capaz de ser indulgente con las penas amorosas de los demás. Odio su flaqueza y debilidad. Los veo encontrarse con el tipo de sus sueños al final del arco iris. Veo cómo tienen hijos y compran un carrito Silver Cross Royal Blue; los veo pasear juntos por el baluarte bajo el sol de primavera, dirigiéndome una risa condescendiente mientras piensan: «Pobre Smila, no sabe lo que se pierde, no sabe cómo es nuestra vida, la vida de los que tenemos bebés y un documento que nos une».

Cuatro meses después, el antiguo grupo de preparación para el parto celebra una reunión íntima y entrañable y su querido Ferdinand sufre una pequeña recaída y echa una cana al aire. Ella misma se lo encuentra en el baño donde se está tirando a una de las otras mamás felices y, en cuestión de una milésima de segundo, la mamá orgullosa, soberana e invulnerable se ve reducida a una enana espiritual. En un único movimiento, ha descendido, ha caído hasta mi nivel e incluso por debajo de él, convirtiéndose en un insecto, una lombriz, una escalopendra.

Y entonces es cuando me vuelven a sacar del armario y me quitan el polvo. Es cuando tengo que escuchar lo duro que resulta ser madre soltera tras el divorcio; cómo se pelearon cuando tuvieron que repartirse el equipo de música; cómo se pierde su juventud, absorbida por el niño, que se ha convertido, súbitamente, en una máquina que sólo la utiliza, sin ofrecer nada a cambio.

Nunca he querido escucharlo. ¡Qué coño os habéis creído!, les replico. ¿Acaso creéis que tengo un consultorio sentimental? ¿Que soy vuestro diario? ¿O un contestador automático?

Si hay una cosa absolutamente prohibida en las travesías en trineo es gimotear. Los lamentos son un virus; una enfermedad mortal, infecciosa y epidémica. No quiero escucharlos. No quiero que me agobien con estas orgías de mediocridad emocional.

Por todo ello ahora me asusto. Allí, en su propio terreno, sobre el suelo, al lado de su cama, percibo un sonido. Proviene de mí misma, de mi interior: es un gemido. El temor a que aquello que me ha sido dado no persista. El rumor de todas aquellas historias de amor que nunca he querido escuchar. Ahora suena como si yo misma las abrazara todas.

Sin embargo, todavía estoy a tiempo, todavía puedo salvarme. Puedo recoger mis ropas y llevármelas bajo el brazo. Ni siquiera necesito malgastar el tiempo vistiéndome. Puedo limitarme a salir disparada por la puerta y bajar las escaleras de dos en dos. Una vez en mi piso, empaquetaré lo necesario o, quizá, ni tan siquiera haga eso; simplemente llamaré a una casa de mudanzas y les pediré que trasladen los enseres a un almacén y bastará con que me lleve la caja de caudales en una mano y la cinta de Isaías en la otra y me aloje en un hotel. Habré desaparecido cuando él se despierte y nunca más tendré que mirarle a los ojos.

Abre los ojos y me mira. Se queda tendido en la cama sin moverse, intentando discernir dónde está. Entonces me sonríe.

De repente, recuerdo que estoy desnuda. Me doy la vuelta, dándole la espalda, y camino de lado hasta donde está mi ropa. Me la ha doblado, como nunca había estado doblada desde que la compré. Me pongo la ropa interior. El pudor forma una parte importante de la naturaleza del hombre. Me da náuseas, sólo de pensar en el concepto de los europeos, que creen poder solucionar sus propias neurosis sexuales, creadas por ellos mismos, poniendo la carne sobre la mesa y colocándola debajo del microscopio.

Me voy al salón. No sé qué hacer conmigo misma.

Él entra un instante después. Lleva calzoncillos de boxeador. Son blancos, le llegan hasta las rodillas y son tan grandes que parecen haber salido de una funda de edredón. Parece un jugador de críquet a medio vestir.

Ahora lo reconozco de nuevo y recuerdo que también lo vi ayer. Alrededor de las muñecas y los tobillos tiene como unas correas negras y estrechas. Son cicatrices. No pienso interrogarle al respecto.

Se acerca a mí y me besa. Aunque no hayamos estado borrachos en ningún momento, es acertado decir que se trata de nuestro primer abrazo sobrio.

Hasta este momento yo no había vuelto a recordar el día de ayer. En cambio, ahora se me aparece con toda nitidez. Como si el resplandor del incendio se reflejara sobre las paredes del piso.

Ponemos la mesa juntos. Tiene una licuadora. En ella introduce manzanas y peras y vierte el zumo en dos vasos altos. El zumo de las manzanas es verde, con un ligero tono rojizo; el de las peras amarillento. Al menos durante los primeros minutos. Luego, empiezan a cambiar de sabor y de color.

Apenas comemos nada. Bebemos un poco de zumo, mientras contemplamos la vajilla, la mantequilla, el queso, el pan tostado, la mermelada, las pasas y el azúcar.

No hay tráfico en el puerto y es muy escaso sobre el puente. Es día festivo.

Aunque está varios metros detrás de mí, lo siento muy cerca, como si todavía estuviéramos abrazados.

Cuando me despido de él con un beso y subo a mi piso, sólo en ropa interior, con el resto de la ropa bajo el brazo, no hemos intercambiado ni una sola palabra.

Al llegar a casa, decido no bañarme. Puede haber muchas razones para no lavarse. En Qaanaaq hubo una madre que dejó de lavarle la mejilla izquierda a su hijo durante tres años porque la reina Ingrid la había besado.

Me visto y bajo a la cabina telefónica que hay en la plaza. Desde allí, llamo al Hospital del Reino, al Instituto Forense, al Centro de Autopsias del Estado y pregunto por el doctor Lagermann.


Ha estado ventilando. Pero lo ha hecho para disponer del oxígeno suficiente que le permita encender su próximo puro. Durante unos instantes, disfrutamos del aire renovado y del frescor.

– ¿Está seguro de que los cactus soportarán tanto aire fresco?

Parece difícil llegar a percibir intereses de las inversiones hechas en Lagermann mediante la ironía.

– En el Sahara, en las ollas del Níger, la temperatura baja hasta los siete grados bajo cero durante la noche. Durante el día, sube hasta los cincuenta grados al sol. Ésta es la mayor diferencia de temperatura sobre la faz de la tierra en un período de veinticuatro horas. Luego deja de llover durante cinco años.

– ¿Pero exhalan humo de puro sobre ellos?

Suspira profundamente.

– Allí dentro, mi familia no me permite fumar. Aquí fuera, mis invitados me molestan, metiéndose conmigo.

Devuelve el puro a la caja. Una caja de madera plana, con un dibujo de Romeo que besa a Julieta en el balcón.

– Y ahora -dice- exijo una explicación.

Debo esforzarme para ordenar mis pensamientos. Sin embargo, éstos insisten en colgarse de la caja de puros.

– ¿Conoce los Elementos de Euclides? -pregunto.

Entonces le cuento todo detalladamente. Le hablo de la muerte de Isaías. De la policía. De la Sociedad Criolita Danmark. Del Museo Ártico. Algo del mecánico. De Andreas Licht.

En cuanto empiezo a hablarle, se despreocupa, olvidándose de su propósito de no fumar, y saca un puro de la caja.

Tardo dos puros en concluir mi explicación.

Cuando finalmente dejo de hablar, Lagermann se retrae, alejándose de mí, como queriendo mantener las distancias entre nosotros. Lentamente, se pone a vagar por los pequeños pasillos entre las plantas. Tiene un truco para fumarse los últimos milímetros del puro, de manera que acabe con la brasa entre los dedos. Entonces deja caer las últimas hebras de tabaco en los parterres.

Se acerca a mí.

– He roto mi secreto profesional. Cometeré un acto punible si le oculto a la policía lo que usted me ha contado. Me estoy enfrentando a uno de los científicos más prestigiosos de Dinamarca, a la Fiscalía, al jefe de la Policía Nacional. Hay gente que ha sido despedida sólo por imaginar la mitad de lo que yo ya he hecho. Y tengo una familia que mantener.

– Y hay que regar los cactus -le recuerdo.

– Pero, ¿qué provecho tendrían mis hijos de un padre que deja que le utilicen a la primera que ve amenazados su empleo y sustento?

No digo nada.

– Digo yo que debe de haber otras maneras honestas de ganarse la vida aparte de la de consultor del Instituto Forense. Mi abuela por parte de madre era judía. A lo mejor me dejan cuidar los lavabos del Cementerio Moiseico.

Está pensando en voz alta. Aunque ya se ha decidido.


Se detiene al entrar en la cocina.

– Año y fecha de las dos expediciones, ¿los conoce?

Se los doy.

– Tal vez sea instructivo echarle un vistazo a los informes forenses de entonces -dice.

Los primeros panes ya han salido del horno. Uno de ellos representa una mujer desnuda. Le han puesto pasas como pezones y vello púbico.

– Mira -me dice un niño pequeño-, ésta eres tú.

– Sí -añade otro-, ¿por qué no te quitas la ropa para que podamos comparar?

– Cierra el pico -le espeta Lagermann.

Me ayuda a ponerme el abrigo.

– Mi mujer es de la opinión de que, bajo ningún concepto, debe pegarse a los niños.

– En Groenlandia -le digo- tampoco pegamos a los niños.

Me mira decepcionado.

– Pero supongo que es humano sentirse tentado a hacerlo.

El mecánico me espera en la calle. Los dos hombres se estrechan la mano. En un intento de acercarse el uno al otro, el médico forense se estira en el aire, mientras que el mecánico se apretuja contra el suelo. Se encuentran en medio, en una película muda sobre la torpeza. Como tantas veces antes, en el aire está suspendida la eterna cuestión de por qué los hombres son tan raramente capaces de relacionarse; de cómo puede ser que en la mesa de autopsia, en la cocina, tras un trineo tirado por perros, lleguen a ser equilibristas virtuosos, mientras que, cuando le tienen que dar la mano a otro hombre, se hunden en la torpeza.

– Loyen -dice Lagermann.

Mira a otra parte, como para mantenerlo fuera de la conversación, en un último fallido intento de conservar cierta discreción profesional y proteger a un colega.

– Entró en el hospital por la mañana temprano. Entra y sale cuando le da la gana. Pero el guardia lo vio. Lo consulté en el programa de trabajo. No tenía razón alguna para estar allí. Él fue quien tomó la biopsia. No ha podido contenerse, seguro. El guardia dice que el personal de limpieza coincidió con él. Quizás ésta fuera la razón por la que la tomara sin el menor cuidado, a trancas y barrancas.

– ¿Cómo podía saber que el niño había muerto?

Se encoge de hombros.

– Ving.

Lo dice el mecánico. Lagermann lo mira con hostilidad.

– V-Ving. Juliana lo llamó. Y entonces él debió de haber llamado a Loyen.


Tiene el pequeño Morris aparcado junto a la acera. Estamos sentados, uno al lado del otro, sin decir palabra. Cuando finalmente habla, tartamudea violentamente.

– Te seguí hasta a-aquí. Aparqué en la calle Tuborg y t-te vi a través del pantano.

No es necesario preguntarle por qué. De alguna manera, ambos estamos igualmente aterrorizados por la situación.

Le abro las ropas, me siento encima de él y hago que me penetre. Así permanecemos sentados durante largo tiempo.


Pone cinta adhesiva en la entrada de mi piso. Tiene un tipo de cinta adhesiva blanca y mate, como la que utilizan los grafistas. Con unas tijeras, corta dos finas tiras y las coloca en las bisagras superior e inferior respectivamente. No se ven. Si sabes dónde están, las puedes advertir someramente.

– Sólo durante estos próximos días. Cada vez que vayas a entrar en tu apartamento, deberás asegurarte de que siguen en su sitio. Si se hubieran soltado, me esperas hasta que llegue. Pero lo mejor sería que entraras lo menos posible.

Evita mirarme.

– S-si no tienes nada que objetar, podrías vivir conmigo mientras tanto.

Nunca queda del todo claro lo que abarca exactamente ese «mientras tanto».

En la universidad solían utilizar muchos clichés etnológicos curiosos. Uno de ellos era la enorme deuda de las matemáticas europeas para con las antiguas culturas; sólo hay que fijarse en las pirámides, cuya geometría es motivo de respeto y admiración.

Se trata, naturalmente, de una idiotez disfrazada tras una palmada en el hombro. Según la realidad, que la misma afirmación delimita, la cultura tecnológica es la soberana. Las siete u ocho reglas empíricas de los topógrafos egipcios son matemáticas de ábaco en comparación con el cálculo integral.

Jean Malauri escribe en Los últimos reyes de Tule que un argumento importante para estudiar a los interesantes esquimales polares reside en que, a través de su estudio, puede aprenderse algo sobre el paso de nuestra especie desde el estado de Neanderthal hasta el hombre de la edad de piedra.

Está escrito con cierto amor y cariño. Pero, no obstante, se trata de un estudio con prejuicios no reconocidos.

Cualquier pueblo que se deje medir por una escala de valores elaborada por las ciencias naturales europeas aparecerá, inevitablemente, como una cultura de simios más o menos evolucionados.

Este tipo de calificaciones carece totalmente de sentido. Cualquier intento de comparar las culturas, con el fin de determinar cuál es la más desarrollada, nunca será otra cosa que una torpe proyección más del odio de la cultura occidental hacia sus propias sombras.

Existe una manera de entender otra cultura. Vivirla. Trasladarse a su interior, rogar ser aceptado, tolerado, como invitado, aprender su idioma. Puede que entonces llegue, en algún momento, el entendimiento. Éste no necesitará nunca de las palabras. En cuanto se llega a entender lo extraño, se pierde el deseo de explicarlo. Explicar un fenómeno significa alejarse de él. Cuando yo empiezo a hablar de Qaanaaq, a mí misma o a los demás, estoy a punto de volver a perder aquello que, en realidad, nunca llegó a ser mío.

Como ahora, sentada en su sofá, cuando me asalta el deseo de contarle por qué me siento atada a los esquimales. Contarle que se debe a su capacidad para saber, sin la menor sombra de duda, que la vida tiene sentido. Que se debe a la manera en que ellos, en su conciencia, sin que su cultura perezca y sin necesidad de buscar una solución simplificada y esquemática, son capaces de convivir con la tensión entre antagonismos irreconciliables. Al corto, cortísimo camino que necesitan recorrer para llegar al éxtasis. Porque son capaces de encontrarse con otro hombre y verlo tal como es, sin valoraciones de índole alguna y sin que su clarividencia se vea enturbiada o debilitada por los prejuicios.

Tengo ganas de decírselo todo. Dejo que esta necesidad crezca en mí. Noto cómo ejerce su presión sobre mi corazón, mi garganta, detrás de la frente. Sé que se debe a que soy feliz en este momento. No hay nada que corrompa tanto como la felicidad. La felicidad nos hace creer que, como compartimos el ahora, también podremos compartir el pasado. Si es lo suficientemente fuerte como para tenerme ahora, también será capaz de abrazar mi infancia.

Dejo que se escape la necesidad. Es una presión. Ahora se eleva en el aire, desapareciendo a través del techo y él nunca sabrá que ha existido.

Está asando plátanos. Los deja en el horno hasta que las cáscaras empiezan a estar negras. Mientras tanto, tuesta unas nueces. En la tostadora de pan. Me asegura qu-que ofrece un tu-tueste mu-mucho más regular.

No tiene ganas de reírse. Es tan solemne como un sacerdote. Hace un corte en los plátanos que están amarillos y maduros. En la ranura del corte, vierte un poco de miel y unas gotas de licor.

Por mí, el mundo podría detenerse ahora mismo. No hay nadie que tenga que decir nada más.

Se lleva la servilleta a los labios, secándoselos con ligeros golpecitos. Labios sensuales y boca ancha. El labio superior algo grueso.

– En el 66 suben hasta Groenlandia. En los siguientes veinticinco años se mantienen quietos. Entonces vuelven a subir. Se mantienen en calma durante un año y medio. Entonces muere el Barón. Y la policía se muestra muy interesada. Entonces se quema el museo.

Ambos deseamos que sea el otro quien lo diga.

– Algo se está moviendo, Smila.

– Sí -digo.

– Están preparándose para volver a Groenlandia. En invierno. Es la época ideal para preparar el viaje. De ma-manera que puedan partir en primavera.

Es exactamente lo mismo que he pensado yo.

– Pero, ¿cómo pi-piensan hacerlo? No pueden organizar el viaje, ni fletar el barco y el equipo a través de la Sociedad Criolita. Está casi liquidada.

Tengo ganas de ver el cielo estrellado, por lo que apago la luz. Desde aquí el resplandor de la calle es sensiblemente distinto al que yo disfruto desde mi piso.

– Loyen, Licht, Ving -digo-. Ellos lo descubrieron. Sea lo que sea. Descubrieron que estaba allí. Quizá durante su estancia en Hamburgo. Ellos se encargaron de los primeros viajes. Pero ya son muy mayores. No podrían volver a hacerlo. Y alguien ha asesinado a Licht. Detrás de estos tres hombres, se esconde alguien más, algo más importante, mayor, que carece de escrúpulos.

Se acerca a mí y me abraza. Puedo apoyar mi cabeza contra su axila.

– Van a necesitar un barco -dice el mecánico pensativo-. Tengo un amigo que sabe de barcos.

Siento ganas de preguntarle, para llegar a saber parte de todo aquello que desconozco de él. Sin embargo, desisto.

– Estuve en el Registro Mercantil Central. Geoinform tiene a tres personas en su consejo de administración.

Menciono los tres nombres. Sacude la cabeza negativamente. Al otro lado de la ventana, en la oscuridad, las Pléyades asoman en el cielo. Las señalo con el dedo.

– Las Pléyades. En mi idioma se llaman qiluttuusat.

Pronuncia su nombre lenta y cuidadosamente. De la misma manera que cocina. Su aliento es aromático y fuerte. Sabe a nueces tostadas en la tostadora.


De pie en el dormitorio, nos quitamos la ropa el uno al otro.

Posee una ligera y torpe brutalidad que, en varias ocasiones, me lleva a considerar que, esta vez, me costará la razón. En nuestro mutuo entendimiento que ahora despunta, logro que abra la pequeña ranura en la cabeza del pene, para así poder introducir el clítoris en ella y follarlo.

2

Primero entramos en el salón. Los ojos de buey son de latón; las paredes y el techo de caoba. Los asientos tienen almohadones de piel clara y están asegurados al suelo con herrajes metálicos. Están equipados con unos portavasos de bronce sujetados mediante una suspensión cardán. Los vasos de whisky son, por lo demás, tan altos que incluso en medio de un tifón ártico sería posible disfrutar del tintineo plácido de los cubitos de hielo en el triple Laphroig.

La siguiente habitación es un largo pasillo de veinticinco metros en la dirección de navegación, que se abre paso a través de más caoba y a lo largo de más ojos de buey pulidos, pasando junto a diversos relojes de barcos y escritorios de prestigio fijados con pernos al suelo. Detrás de los escritorios trabaja una docena de personas a un ritmo acelerado, como si todo tuviera que quedar liquidado y listo dentro de los próximos treinta segundos. Las mujeres escriben con sus procesadores de texto; los hombres hablan por tres teléfonos a la vez y el techo ha desaparecido tras una nube de humo de cigarrillos y prisas.

A esta estancia le sigue un antedespacho. Allí se sienta una señora de mediana edad, con maquillaje y blusa de blonda debajo de una chaqueta ajustada con antebrazos, como si hubiera sido contratada en calidad de herrero. Me hubiera sentido intimidada, incluso asustada, de no haber estado acompañada por el mecánico.

Él la conoce. Se dan la mano de una manera que parece que estén a punto de echar un pulso y después proseguimos hasta el camarote del capitán. De camino pasamos junto a unas vitrinas con maquetas de petroleros, de esos en los que la tripulación se ve obligada a acampar tres veces para ir de un extremo a otro.

Aquí dentro, los ojos de buey son grandes como las tapas de los pozos, y más bajos, para que puedas pasear la mirada por los arbustos del pequeño parque que hay en medio de la plaza de Santa Ana y recordar que toda esta parafernalia marítima se encuentra en un segundo piso de un palacete cuya parte trasera da a Amalienborg, y que constituye la peor extravagancia de interiorismo que recuerdo haber visto en toda mi vida.

Detrás del escritorio, provisto de listones de madera para que los bolígrafos dorados no puedan rodar al suelo durante el imaginario oleaje, está sentado un niño que no parece tener más de catorce años, repeinado y con la confirmación recién superada, cabello color arena y pecas en la nariz.

Cuando habla, lo hace con una voz fina y aguda, rebosante de dignidad.

– Sé perfectamente que te mueres de ganas de decirme algo, tesorito. Tienes ganas de decir: ¿dónde está tu papá, amiguito? Porque, de hecho, hemos venido a hablar con él. Pero te equivocas. Voy a cumplir los treinta y tres el mes que viene. Si un infanticida me asesinara por equivocación, mi mujer y mis tres hijos recibirían veinticinco millones de coronas cuando vendieran el negocio.

Me guiña el ojo.

Se llama Birgo Lander. Es el amigo del mecánico. Es armador y director de su propia empresa naviera. Su infancia y adolescencia han transcurrido repartidas en todos los correccionales de Dinamarca, es huérfano, rico, carece de escrúpulos, todavía más disléxico que el mecánico, borrachín, dado a los juegos de azar y con un aspecto que le permitiría fácilmente viajar con un billete infantil si no fuera porque es innecesario, ya que tiene un Jaguar, un custom-made.

Algunas de estas cosas las sé yo y el resto de la población danesa por los periódicos y las revistas del corazón. El resto, me lo ha contado el mecánico en el camino.

Toma la mano derecha del mecánico entre las suyas. No dice nada, pero lo mira como si se hubiera reencontrado con su hermano mayor, añorado durante largo tiempo. Tomamos asiento. El mecánico empuja su silla un poco hacia atrás y se desentiende de la conversación. Soy yo la que debe dar las explicaciones pertinentes.

– Si deseo alquilar un barco de unas cuatro mil toneladas para transportar una carga de la que no pienso dar detalles, hasta un lugar que tampoco quiero revelar, ¿cómo podría hacerlo? Y si ya estuviera buscando el barco idóneo, ¿podría alguien seguir mis esfuerzos desde fuera?

Se pone de pie. Lleva botas vaqueras con tacón. La verdad es que no modifican su altura de manera ostensible. De un armario colgado en la pared, saca una gran botella transparente de aguardiente de frutas. El mecánico y yo rehusamos amablemente. Se sirve a sí mismo en un vaso de agua largo y cilíndrico.

Huele a peras frescas en todo el despacho. Da unos pequeños sorbos al vaso. Siete, uno detrás de otro. Entonces me observa para ver si me he indignado.

– Normalmente estoy borracho desde las diez de la mañana -me dice-. Y me lo puedo permitir.

Aunque sus ojos están vidriosos, su voz resuena con claridad.

– Cuando intentas conseguir un barco, sólo es posible seguir tus movimientos teniendo un amigo consignatario de buques. Tú lo tienes ahora, tesorito.

De alguna manera, ya ha empezado a caerme bien. Un niño estúpido a quien siempre le ha costado relacionarse con los demás y que, en realidad, nunca ha sentido necesidad alguna de aprender a hacerlo.

En un cajón encuentra un billete de mil coronas que deposita sobre la mesa.

– Todo tiene un anverso y un reverso. Lo corriente es que los dos lados sean del mismo tamaño.

Le da la vuelta al billete cariñosamente.

– Pero en el mundo de los barcos todo está montado de manera tan astuta, que el reverso es mucho mayor que el anverso.

Hace un gesto envolvente con el brazo.

– El anverso es este domicilio social, en este inmueble tan caro y exclusivo. Con toda la madera de caja de puros y las suites que habéis atravesado hasta llegar aquí.

Se da unos golpecitos sobre el cabello ralo.

– El reverso está aquí dentro. No se «alquila» un barco, tesoro. Se «fleta». A través de un armador. Se lleva a cabo mediante un contrato. Un contrato de este tipo tiene un anverso que, en caso de que se pusieran mal las cosas, debe poder presentarse ante el Tribunal Marítimo y de Comercio. En el anverso consta la destinación del barco y la carga que transporta.

Saborea el alcohol.

– Pero tú eres, como decíamos, algo reservada en cuanto a la información sobre el destino y la carga. Por eso pides un contrato en el que ponga «Todo el mundo» como destinación y «Sin especificar» como carga. Este deseo entristecerá a más de un armador. Sus barcos son, para él, como sus hijos. Quiere saber en qué terreno se mueve. Y le gustaría evitar las malas compañías. Pero no hay pena lo suficientemente grande que no pueda ser compensada con dinero. Por lo tanto, sugieres la elaboración de un llamado side letter, o contrato paralelo. La navegación danesa está atiborrada de contratos paralelos. Prácticamente la totalidad de las navieras danesas han transportado carbón desde Sudáfrica y armamento a Oriente Medio durante los últimos quince años. A pesar de ser una práctica contraria a la legislación. Lo cual requiere metros y metros de contratos paralelos que no deben llegar nunca ante el Tribunal Marítimo y de Comercio. Son tan sensibles a la luz como una película que aún no haya sido revelada. Es uno de esos contratos el que tienes que pedir. En él deberá poner que estás dispuesta a pagar una especie de prima con tal de seguir siendo una joven discreta y misteriosa. Te propongo un juego. Hagamos ver que yo soy el armador cuyo barco deseas fletar. El noventa y ocho por ciento de todas las transacciones en este sector se llevan a cabo bajo cuatro ojos. O sea que ahora me confiarás, bajo cuatro ojos, a mí, al tío Birgo, adonde se dirige, en realidad, el barquito.

– A la costa oeste de Groenlandia.

– Eso complicará las cosas para el que desee fletar el barco y las simplificará para aquel que quiera rastrear la transacción. Para que un barco pueda ir a Groenlandia, necesita ser clasificado bajo la categoría «clase hielo». La Inspección de Buques en Dinamarca exige que todos los barcos sean clasificados cada cuatro años teniendo en cuenta su casco, y una vez al año atendiendo al equipo de seguridad y las máquinas. En caso de que no fuera aprobado, no podrá navegar en absoluto. Los barcos que van a Groenlandia tienen la obligación, ya desde el año pasado, de tener fondos y bandas dobles.

– ¿Y la tripulación?

– Normalmente suele fletarse un barco con la tripulación incluida. También puedes dirigirte a una de las firmas internacionales que sólo se dedican a contratar tripulaciones enteras. Pero en este caso especial me imagino que lo preferible sería un bare boat charter, es decir, fletar el barco y nada más. Entonces, lo primero que haces, cuando ya has conseguido el barco, es contratar a un capitán. Tiene que ser una persona especial a la que puedas llevar a un reservado y, mientras os tomáis una copa, explicarle que, en este caso, su paga será superior a lo que normalmente percibiría. A cambio, se exigirá todo su tacto y confidencialidad. Posteriormente, se buscará, con su ayuda, el resto de la tripulación. Para un barco de unas cuatro mil toneladas significaría unos once o doce hombres.

Ahora me veo obligada a pedirle algo. Las peticiones siempre resultan difíciles.

– En el caso de que un cliente hubiera tanteado el terreno en busca de un barco de este tipo y de un capitán de las cualidades que acabas de describir, ¿podrías tú averiguarlo, tío Lander?

Me mira con ojos tristes.

– El encabezamiento de todos los trámites de este sector es All negotiations what so ever to be kept strictly private and confidential. El sector de la navegación es uno de los más discretos del mundo.

Junta las manos alrededor del vaso con un aire de solemnidad. Entonces me guiña el ojo.

– Sin embargo, por ti, queridísima niña, iría hasta el fin del mundo.

Posa sus ojos sobre el mecánico y luego sobre mí.

– Si es que puedo llamarte así.

– Puedes -le contesto- llamarme como te plazca, pequeña cabeza de chorlito.

Pestañea una sola vez. Está tan poco acostumbrado a encontrarse con oposición, que ha olvidado por completo cómo se siente.

Esconde la cara entre las manos por un instante con el fin de poder juntar las ideas.

– El anverso de este sector no tiene muy buena pinta. Sin embargo, el reverso está lleno a rebosar de aquello que llamamos ética. Y las dos reglas de oro son: primera, nunca debes engañar al cliente; segunda, nunca debes engañar a otro armador.

Traga saliva. Estamos ante su filosofía de la vida.

– Al Estado y a las autoridades hay que engañarles todas las veces que se presente la ocasión. Con una sonrisa en los labios, quebrantamos la ley sobre control de cambios de Ole Espersen y viajamos hasta Ciudad del Cabo con un millón de coronas en la cartera destinadas al soborno de un bosquimano que es jefe de puerto y que mantiene un petrolero de quinientas mil toneladas bajo arresto, so pretexto de una cuarentena. Compramos cinco sociedades al año en Panamá, a mil dólares cada una, con tal de poder evitar la obligación de navegar bajo bandera y legislación danesas. Desviamos una carga, que no podría soportar la inspección de las autoridades aduaneras, hacia un puerto español donde previamente hemos comprado al inspector de aduanas local para que refacture nuestras cajas. Pero nunca engañamos a un cliente. Porque los clientes deben volver a nosotros. Y, sobre todo, no engañamos a otro armador. Nosotros, los agentes marítimos, nos mantenemos unidos. Todo funciona de manera que cuando yo tengo un cliente que tiene un barco y tú tienes un cliente que tiene una carga, procuramos que nuestros clientes se junten. La próxima vez, puede que sea al revés. Un armador vive de otros armadores, quienes a su vez viven de otros armadores…

Está conmovido.

– Es una gran hermandad, tesorito.

Bebe un poco, a la espera de recuperar el timbre de su voz.

– Esto significa, pues, que disponemos de una red. Conocemos a otros armadores; desde Guadalupe hasta Tierra de Fuego; desde Rangún hasta las Hébridas más remotas. Y nos comunicamos, hablamos. Mantenemos pequeñas e insignificantes conversaciones. Y cuando ya llevas un tiempo intercambiando impresiones con otros armadores, y si tienes buen olfato para estas cosas, al final puedes llegar a ganar cien mil coronas cada vez que coges el teléfono y abres la boca. En cada puerto mayor, Lloyd y las demás compañías importantes del sector contratan a un observador que informa de todas las llegadas y salidas. Y, poco a poco, vas conociendo a los observadores. Si alguien ha intentado fletar un barco de cuatro mil toneladas, especial para el hielo, para que transporte una carga secreta a un lugar secreto, y si tú estás interesada en saber quién y cómo lo ha hecho, has venido a la persona idónea, tesorito. Porque el tío Birgo lo averiguará para ti.

Nos levantamos de nuestros asientos. Nos da la mano por encima del escritorio.

– Ha sido un verdadero placer conocerte, encanto.

Lo dice con toda franqueza.

Pasamos por el despacho de la blusa de blonda. En el despacho siguiente, doy media vuelta.

– Me he olvidado de algo.

Está sentado tras el escritorio. Todavía se ríe para sus adentros. Me acerco a él y le doy un beso en la mejilla.

– ¿Qué dirá Foejl? -me pregunta.

Le guiño el ojo.

– All negotiations what so ever to be kept strictly private and confidential.


Cada dos días, Moritz recoge a Benja después de los ensayos de la tarde y cenan juntos en el Savarin de Nyhavn.

Moritz escogió el restaurante por la cocina y porque los precios estimulaban su autoestima; y porque le gusta tener una buena visión, a través de los cristales que cubren la totalidad de la fachada del edificio, de la gente de la calle. Benja lo acompaña porque sabe que la gente de la calle, a través de los mismos cristales, dispone de una excelente visión de su persona.

Tienen mesa fija cerca de la ventana y un camarero asignado, y siempre cenan lo mismo. Moritz, riñones de cordero y Benja, un bol de aquello que se les da de comer a los conejos. A unos metros de su mesa, una familia ha conseguido colar a un niño pequeño en una zona que normalmente está vedada a los niños. Moritz contempla al niño.

– Nunca me has dado nietos -me dice.

– Los niños pequeños huelen a pis -dice Benja.

Moritz la mira, sorprendido.

– También los riñones de cordero -contesta.

Estoy pensando en el mecánico, que me espera fuera, en el coche.

– ¿No quieres sentarte, Smila?

– Tengo a alguien esperándome en la calle.

A través de los cristales, Benja puede ver el Morris pero no a la persona que ocupa el asiento de delante.

– Parece ser de tu misma edad -me dice-. En los cuarenta, a juzgar por su flamante coche.

Si tengo que contestar a esto, me veré obligada a ofender a Moritz. Se la dejo pasar, pues, sin comentarios.

Me inclino sobre la mesa. Siempre ha sido así. Benja y Moritz están reclinados cómodamente en sus sillas. Pertenecen al lugar. Yo estoy de pie, con el abrigo puesto, y con la sensación de haber entrado de la calle para venderles algo.

Moritz tiene dos sobres en la mano. Uno es gris y está manchado de algo que parece vino tinto. En el silencio que se abre entre nosotros, intenta utilizar los dos sobres para obligarme a que me siente en una silla. Pero no tiene éxito.

– Esto es muy desagradable para mí -me dice.

No entiendo lo que quiere decir.

– El nombre «Hviid» no es un nombre corriente. Hubo un compositor con este nombre: Johannes Hviid. Tuve que llamar a Victor Halkenhvad.

Benja levanta la cabeza. Incluso ella ha oído este nombre antes.

– No sabía que todavía estuviera vivo.

– Francamente, tampoco yo estoy muy seguro de que siga vivo.

Me pasa el sobre. Me lo acerco a la nariz. La mancha es, efectivamente, de vino tinto. Moritz mete un dedo en el cuello de cisne de su jersey y estira de él.

– No fue una experiencia agradable. Ha decaído mucho en los últimos tiempos. En una ocasión me colgó el teléfono con rabia. Cuando estaba a mitad de una frase. Sin embargo, me ha escrito, a pesar de todo.

Sólo he visto a Moritz sentirse apenado y embarazado en contadas ocasiones. Tengo la oportunidad de verlo ahora. Hasta que llego al coche, no me doy cuenta del porqué. Me da alcance en la puerta.

– Te has dejado esto.

Es el otro sobre.

– Un solo recorte sobre Toerk Hviid. Del Servicio de Prensa Danés.

Se trata de una firma de recortes de prensa a la que está abonado. Recogen todas las menciones que se hacen de él en la prensa.

Quiere tocarme. No se atreve. Quiere decirme algo. No lo consigue.

En el coche leo la carta en voz alta. La letra apenas es legible: «Joergen, pequeño bastardo de ayudante de barbero barato».

El mecánico parece desorientado.

– El primer nombre de mi padre es Joergen -le explico-. Y Victor siempre ha sido irritable.

Deben de haber transcurrido unos quince años desde que lo vi por última vez. La Opera le había adjudicado una vivienda de honor en la calle de Store Kannike. Estaba sentado en un sillón que habían colocado cerca del piano de cola. Llevaba un batín, nunca lo vi de otra manera. Sus piernas estaban desnudas e hinchadas. No sé si todavía era capaz de ponerse de pie. Pesaba más de ciento cincuenta kilos. Todo en él colgaba. Me miraba a mí y no a Moritz. No eran bolsas lo que tenía debajo de los ojos, sino verdaderos petates.

– No me gustan las mujeres -me dijo-. Aléjate más.

Me alejé.

– Eras muy mona de pequeña -dijo-. Pero eso ya se acabó.

Firmó la cubierta de un disco y se la tendió a Moritz.

– Sé lo que estás pensando -dice-. Piensas que ya ha vuelto el viejo idiota a grabar un disco.

Era Gurrelieder. Todavía conservo el disco. Sigue siendo una grabación inolvidable. A veces he pensado que el cuerpo, es decir nuestra presencia física en sí, demarca sus limitaciones en función de la cantidad de dolor que puede soportar un alma. Y que Victor Halkenhvad, en ese disco, llega hasta esos límites. Para que los demás podamos escucharlo y aprovechar el viaje sin tener que hacerlo nosotros mismos.

A pesar de conocer tan poco de la historia cultural de Europa, en esa pieza de música, en ese disco, creo percibir todo un mundo escondido debajo. La pregunta es, en todo caso, si ha llegado algo nuevo que la pueda sustituir. Victor no lo creía así.


«He estado consultando mi diario. Es todo lo que queda de mi memoria. Hace diez años que me visitaste por última vez. Deja que te cuente que tengo la enfermedad de Alzheimer. Incluso un médico adinerado como tú debe de saber lo que esto significa. Cada nuevo día me despoja de un trocito de mi cerebro. Pronto, gracias a Dios, no me acordaré ni siquiera de todos los que me habéis abandonado, a mí y a vosotros mismos.»


Lo que resultó determinante fue la indiferencia. Al mismo tiempo que cantaba, tembloroso, al límite, henchido insoportablemente del romanticismo y sus sentimientos, había en él un grado de visión de las cosas, un dominio de la situación, que le permitía enviarlo todo al garete.

«Jonathan y yo fuimos juntos al Conservatorio. Ingresamos en el 33 El año en que Schönberg se convirtió al judaísmo. El mismo año en que incendiaron el Reichstag. Jonathan era igual. Poseía el peor y más jodido sentido de lo inoportuno. Compuso una pieza para ocho flautas traveseras y la tituló Pólipos de Plata. En medio de la cursi estrechez de miras de la posguerra danesa, durante la cual incluso se tenía a Nielsen por un provocador. Escribió un concierto genial para piano y orquesta. Sobre las cuerdas del piano de cola deberían depositarse unos antiguos fogones de hierro porque éstos ofrecían un sonido determinado y muy especial. Su obra nunca se estrenó. Nunca, ni una sola vez, la representaron. Se casó con una mujer sobre la que ni siquiera yo tenía nada que objetar. Ella tenía veinte y pocos años cuando tuvieron un hijo. Vivían en Broenshoej, en un barrio que ya ha dejado de existir. Cobertizos de chapa ondulada. Los visité mientras vivían allí. Jonathan no ganaba ni un céntimo. El niño estaba desaliñado: agujeros en la ropa, ojos enrojecidos, no tuvo nunca una bicicleta, recibía una paliza tras otra en la escuela proletaria local porque estaba demasiado débil por el hambre para defenderse. En definitiva, porque Jonathan iba a ser un gran artista. Todos habéis desatendido y abandonado a vuestros hijos a su propia suerte. Y necesitáis de una vieja maricona como yo para que os lo diga.»


El mecánico ha detenido el coche y lo ha aparcado sobre la acera para poder escuchar.

– Los cobertizos de Broenshoej -dice-. Me acuerdo de ellos. Estaban detrás del cine.


«Interrumpió las relaciones. Supe a través de la gente que se habían ido a vivir a Groenlandia. Ella había conseguido un trabajo de maestra. Mantenía a la familia mientras Jonathan componía para los osos polares. Cuando volvieron a Dinamarca, los visité en una ocasión. También estaba el hijo. Bello como un dios. Una especie de científico. Frío. Hablamos sobre música. Estuvo preguntándome constantemente acerca del dinero. Estropeado para siempre, como tú mismo, Moritz. Durante los últimos diez años, no me has visitado ni una sola vez. Ojalá te ahogues en tu propia fortuna. Reinaba una cierta obstinación o terquedad, también en el chico. Como en Schönberg. La música dodecafónica. Pura obstinación. Pero Schönberg no era frío. El chico era de hielo. Estoy cansado. He empezado a mearme en la cama. ¿Podrás soportar oírlo, Moritz? A ti también te llegará algún día.»

No ha firmado la carta.

El recorte que hay en el otro sobre es una simple nota de prensa. La policía de Singapur detuvo al danés Toerk Hviid el 7 de octubre de 1991. El Consulado ha formulado una protesta en nombre del Ministerio de Asuntos Exteriores. No me dice nada. Pero me hace recordar que también Loyen estuvo una vez en Singapur. Para fotografiar momias.


Vamos al puerto Norte. Pasamos ante la Sociedad Criolita Danmark, Peter reduce la marcha y nos miramos.

Abandonamos el coche delante de la central eléctrica de Svanemoellen y seguimos a pie hacia el puerto, por la calle de Sundkrog.

Sopla un viento seco que arrastra consigo cristales de hielo apenas visibles que queman nuestros rostros.

De vez en cuando andamos cogidos de la mano. De vez en cuando nos separamos. Llevamos botas. Sobre la acera se acumula la nieve en montones. A pesar de ello, siento como si fuéramos dos bailarines que se deslizan de abrazo en abrazo, asiéndose y soltándose. No me hace aminorar el paso. No me oprime contra el suelo, no me obliga a apretar la marcha hacia delante. Ora está a mi lado, ora un poco rezagado.

Un puerto industrial tiene cierto viso de honestidad. Aquí no hay puertos deportivos para yates, no hay paseos ni avenidas; no se han despilfarrado energías en las fachadas. Aquí sólo pueden encontrarse silos industriales, almacenes, grúas para transportar enormes contenedores.

Detrás de un portón abierto hay un casco de acero. Subimos por unas escaleras de madera y llegamos a la cubierta. Estamos sentados en el puesto de pilotaje, contemplando la cubierta blanca. Apoyo la cabeza en su hombro. Navegamos. Estamos en verano. Navegamos hacia el norte. Acaso bordeando las costas de Noruega. No muy lejos de la costa, porque tengo miedo del mar abierto. Pasamos por la desembocadura de uno de los grandes fiordos. Brilla el sol. El mar es azul, transparente y profundo. Como si, debajo de la quilla, hubiera un gran bloque de cristal líquido. Luce el sol de medianoche. Un disco de luz rojiza que parece dar brincos. Un débil canto del viento en los cables.

Caminamos hasta el puerto de las Embarcaciones. Pasan a nuestro lado varios hombres en ropa de trabajo montados en bicicletas. Se dan la vuelta al cruzarse con nosotros y nosotros les sonreímos, nos reímos, conscientes de que brillamos.

Paseamos por los muelles, sin rumbo fijo, hasta que estamos a punto de quedarnos congelados. Comemos en una pequeña fonda que está unida a un ahumadero de pescado. Fuera, las nubes se inclinan, por un instante, ante una fantástica puesta de sol que refleja tornasoles de colores en los cascos de los barcos de pesca, desde el azul blanquecino hasta el rosa y violeta.

Me habla de sus padres. De su padre, que nunca abre la boca y que es ebanista, uno de los pocos en Dinamarca que siguen sabiendo hacer escaleras de caracol que se enroscan hacia el cielo en una espiral perfecta de madera. De su madre, que hace pasteles para las páginas de cocina de una revista de mujeres, aunque ella misma no puede catarlos, porque es diabética.

Cuando le pregunto de qué conoce a Birger Lander, sacude la cabeza y enmudece. Acaricio su mandíbula, cerca de los músculos masticadores, por encima de la mesa, mientras pienso que la vida que llevamos nos permite gozar escandalosamente de la felicidad y del éxtasis con una persona que nos es totalmente extraña.

Fuera se ha hecho de noche.


Incluso en la oscuridad, incluso en invierno, Hellerup se encuentra en una dimensión distinta a Copenhague. Hemos estado en una calle silenciosa. A lo largo del bordillo y cerca de los altos muros que rodean las casas, la nieve resplandece en su blancura. En los jardines, sobre una alfombra blanca de nieve, los árboles y arbustos perennes crean negras superficies compactas que se asemejan a los linderos de un bosque o a las laderas de una montaña.

Aquí no hay alumbrado público. A pesar de ello, podemos ver la casa. Un chalet blanco y alto en el otro extremo de la calle en la que hemos aparcado, justo donde ésta desemboca en una alameda.

La casa no está rodeada por ningún seto ni por ningún cercado. Desde la acera puedes pisar directamente el césped. Arriba de todo, en el segundo piso, hay una luz en una ventana. Todo parece estar bien cuidado, recién pintado, apartado y lujoso.

A unos metros del borde, en medio del césped, hay un cartel iluminado por una lámpara. En el cartel se lee geoinform.

Sólo pretendíamos echarle un vistazo al edificio. Ahora ya llevamos aquí una hora. No tiene nada que ver con la casa en sí. Podíamos haber aparcado en cualquier otro sitio. Durante el tiempo que fuera.

Un coche de policía se acerca, deteniéndose a nuestro lado. Nos ha sobrepasado dos veces ya. Ahora los agentes sienten curiosidad.

El agente me ignora y se dirige, por encima de mí, al mecánico.

– Bueno, ¿qué, muchacho?

Saco la cabeza por la ventanilla y la meto en el coche patrulla.

– Vivimos en un estudio de un solo ambiente, señor comisario. Un estudio alquilado en la calle de Jaegersborg. Tenemos tres hijos y un perro. De vez en cuando necesitamos un poco de intimidad y de vida privada. Y ésta tiene que salimos necesariamente gratis. Venimos, pues, aquí.

– De acuerdo, señora -me dice el agente-. Pero haga el favor de llevarse su vida privada a otro lado. Ésta es la zona de las embajadas.

Se van. El mecánico arranca el coche y pone la primera.

En ese mismo instante se apaga la luz en la casa delante de nosotros. El mecánico disminuye la velocidad. Tres siluetas salen a la escalera. Dos de ellas son únicamente puntos oscuros en la noche. Pero la tercera busca instintivamente la luz. Es la mujer que vi conversando con Andreas Licht en el entierro de Isaías. Echa la cabeza a un lado y la cabellera oscura se desliza, perdiéndose en la noche. Ahora que veo el gesto repetido, me doy cuenta de que no denota vanidad, sino, más bien, presunción. Se abre la puerta del garaje. El coche sale en medio de un halo de luz. Las luces barren por encima de nosotros, desapareciendo en la noche. La puerta del garaje se cierra lentamente.

Seguimos al coche. No demasiado cerca, ya que la avenida está desierta, pero tampoco demasiado lejos.

Si atraviesas Copenhague de noche y dejas que lo que te rodea quede desenfocado y se vele, aparecerá ante tus ojos una nueva imagen, invisible para nuestra mirada cotidiana, acostumbrada a enfocar. La ciudad como un campo de luz móvil, como una tela de araña de blancos y rojos cubriendo la retina.

El mecánico conduce relajado, casi introvertido, como si estuviera en los límites del sueño. Sin movimientos bruscos ni repentinos frenazos. Ningún aspaviento, ningún uso innecesario de la fuerza, sino un lento fluir a través de las calles y su tráfico. En algún lugar delante de nosotros se encuentra, todo el tiempo, como una silueta ancha y baja, el coche que nos dirige.

El tráfico se hace más disperso y deja, finalmente, de existir. Nos dirigimos a Kalvebod Brygge.

Llegamos hasta el malecón lentamente y con las luces apagadas. A unos cien metros delante de nosotros, sobre el mismo malecón, se apagan unas luces traseras. El mecánico aparca junto a una valla oscura.

El calor relativo del mar ha creado una neblina que absorbe la luz del espacio. La visibilidad no supera, tal vez, cien metros. El otro lado del puerto desaparece en la oscuridad. Se oye un batir dilatado del oleaje contra el malecón.

Y se produce un movimiento. No se percibe ningún sonido, sino la cristalización negra de un punto en la oscuridad. Un cuadrado de negritud que se desplaza sistemáticamente entre los coches aparcados. A unos veinticinco metros de donde nos encontramos, el movimiento cesa. Hay un hombre junto a un camión frigorífico. Encima de la silueta se percibe una claridad en el espacio, que se asemeja a un sombrero blanco o a una aureola. La inmovilidad se prolonga. La neblina se adensa un poco. Cuando ésta finalmente se diluye, la silueta ha desaparecido.

– Pa-palpaba los capós de los coches. Para saber si estaban calientes.

Susurra como si su voz pudiera oírse en la noche.

– Un hombre ca-cauteloso.

Estamos sentados en silencio, dejando que el tiempo nos atraviese. A pesar del lugar, a pesar de lo desconocido que aguardamos, el tiempo es como un río de felicidad para mí.

En su reloj, ha transcurrido tal vez media hora.

No oímos el coche. Surge de la misma niebla con las luces apagadas y pasa a nuestro lado con un ruido de motor que sólo es un susurro. Sus cristales están oscuros.

Nos bajamos del coche y caminamos hasta llegar al muelle. Las dos formas negras que antes sólo podíamos percibir, son dos barcos. El más próximo es un barco de vela. Han quitado la pasarela y está a oscuras. Una plancha blanca sobre la cubierta nos explica en alemán que se trata de un buque escuela polaco.

El otro barco tiene un casco enorme y alto. Unas escaleras de aluminio llevan al centro del barco, pero todo da la impresión de estar desierto y abandonado. El barco se llama Kronos. Tiene aproximadamente unos ciento veinticinco metros de largo.

Volvemos al coche.

– Quizá deberíamos subir a bordo -dice el mecánico.

Soy yo la que debe tomar la decisión. Por un momento, me siento tentada. Entonces me asalta el temor y el recuerdo de la silueta ardiente de La Aurora Boreal contra Islands Brygge. Sacudo la cabeza. En este momento, ahora mismo, la vida me parece demasiado valiosa.


Llamamos a Lander desde una cabina telefónica. Todavía está trabajando.

– ¿Y si el barco se llamara Kronos? -le digo.

Desaparece y vuelve un instante después. Transcurre el tiempo, mientras pasa las hojas.

– El Lloyd's Register of Ships tiene cinco: un buque tanque de productos químicos con base en Frederiksberg, una draga en Odense, un remolcador en Gdansk y dos General Cargo, uno en el Pireo y otro en Panamá.

– Los dos últimos.

– El tonelaje del barco griego es de mil doscientos; el otro de cuatro mil.

Le paso el bolígrafo al mecánico. Sacude la cabeza, rechazándolo.

– Ta-tampoco soy bueno con los números -me susurra.

– ¿Tienes alguna foto?

– No sale en el Lloyd's. Pero sí, en cambio un montón de cifras. Ciento veintisiete metros de largo, construido en Hamburgo en el 57. Reforzado para el hielo.

– Los propietarios.

Vuelve a abandonar el teléfono. Contemplo al mecánico. Su rostro se esconde en la oscuridad; de vez en cuando, las luces de los coches lo hace despuntar: blanco, preocupado, sensible. Y debajo de la sensibilidad, algo inamovible.

– En el Lloyd's Maritime Directory consta como armador «Plejada», registrado en Panamá. Sin embargo, el nombre parece danés. Una tal Katja Claussen. Nunca había oído hablar de ella.

– Yo sí -le digo-. El Kronos es nuestro barco, Lander.

3

Estamos sentados en la cama, con las espaldas apoyadas en la pared. Las cicatrices que rodean sus muñecas y sus tobillos son, bajo esta luz, en contraste con su desnudez blanca, negras como abrazaderas de hierro.

– ¿Tú crees que decidimos nuestras propias vidas, Smila?

– Sólo los detalles -le contesto-, Pero las cosas grandes, importantes, vienen por sí mismas.

Suena el teléfono.

Quita la cinta adhesiva y escucha un corto mensaje. Entonces vuelve a colgar.

– Quizá deberías ponerte los zapatos de tacón esta noche. Birgo quiere reunirse con nosotros.

– ¿Dónde?

Se ríe, con aire de misterio.

– En un gran lugar, Smila. Pero ponte tus mejores ropas.


Me sube en volandas por las escaleras. Pataleo entre sus brazos y nos reímos silenciosamente para no llamar la atención. En Qaanaaq, cuando era niña, el novio arrastraba a la novia hasta el trineo en la noche de bodas y juntos partían en la oscuridad seguidos por los gritos de los convidados. Siguen haciéndolo de vez en cuando. La hora que deberé pasar sola mientras me cambio de ropa se me hace larguísima de antemano. Preferiría pedirle que se quedara donde lo pudiera ver todo el tiempo. Para mí todavía no pertenece del todo a la realidad. Su ruda dulzura, su presencia voluminosa y su torpe cortesía son todavía como un sueño transparente. Pero sólo un sueño. Me estiro, me agarro al marco de la puerta y me resisto a ser depositada en el suelo. Deslizo los dedos por la bisagra superior de la puerta. Los dos trozos de cinta adhesiva están rotos, noto los cantos deshilachados en mis yemas.

Tomo sus manos y las paso por la cinta. Su rostro se pone muy serio. Acerca su boca a mi oído.

– Nos vamos…

Niego con la cabeza. Mi casa es inviolable y sagrada. Me pueden quitar lo que quieran. Pero un rincón de paz, eso sí lo exijo.

Pruebo la puerta. Está abierta. Entro. Se ve obligado a seguirme. Pero no está nada contento de tener que hacerlo.

El piso está frío. Se debe a que siempre bajo la calefacción cuando salgo. Soy huraña con la energía. Aíslo las ventanas. Cierro las puertas. Me viene de Tule. De una experiencia saludable que me dice que el petróleo es caro y escasea.

Por eso apago todas las luces cuando salgo de casa. Y, en general, no las dejo encendidas más tiempo que el estrictamente necesario. Ahora una luz ilumina el salón y la entrada, y yo no la he encendido.

Alguien ha arrastrado la silla del despacho hasta la ventana. Sobre el respaldo cuelga un abrigo de hombros anchísimos. Justo encima de los hombros flota un sombrero. Sobre la repisa de la ventana descansa un par de zapatos negros recién lustrados.

No creo que hayamos hecho ruido. Sin embargo, alguien baja los zapatos de la repisa y gira la silla lentamente hacia nosotros.

– Buenas noches, señorita Smila -dice-. Buenas noches, señor Foejl.

Es Ravn.

Su rostro tiene un tono ceniciento de cansancio y sobre sus mejillas ha aparecido la sombra de una barba que no puedo imaginarme sea del agrado del fiscal especial para delitos monetarios. Su voz se enturbia, como la de alguien que no ha dormido en muchos días.

– ¿Sabe usted cuál es la condición sine qua non para ascender en el Ministerio de Justicia? -pregunta.

Miro a mi alrededor. Pero parece haber venido solo.

– La primera condición es la lealtad. También es necesaria una buena nota media en los exámenes. Y la voluntad de trabajar más de lo normalmente exigido. Pero lo que, a la larga, se ha vuelto imprescindible e indiscutible es ser leal. En cambio, el sentido común no constituye una condición imprescindible. Al contrario, a veces puede llegar a suponer un obstáculo.

Me siento en una silla. El mecánico se apoya en el escritorio.

– Llegado el momento, pues, hubo que tomar una determinación. Algunos se hicieron jueces suplentes y, con el tiempo, titulares. A menudo, solían tener una confianza natural en la justicia, en el sistema. Una fe en que es posible curar y edificar. Los demás nos convertimos en subjefes de policía, fiscales policiales y, más adelante, en fiscales adjuntos. Con el tiempo, incluso en subfiscales. Nosotros éramos los desconfiados. Pensábamos que una declaración, una confesión, un hecho, raras veces eran lo que aparentaban ser. Esta desconfianza era, para nosotros, una buena herramienta. Siempre que no fuera dirigida contra nuestro trabajo o contra el Ministerio. Un funcionario del Ministerio público no debe dudar nunca, bajo ningún concepto, de que tiene razón. Cualquier pregunta insidiosa de la prensa debe remitirse a tus superiores. Cualquier artículo, aunque sólo insinúe una leve crítica, bueno, en realidad, cualquier artículo que puedas llegar a publicar en la prensa, sería interpretado como un acto de deslealtad hacia el Ministerio. De alguna manera hemos dejado de existir como individuos en el Ministerio de Justicia. La mayoría se somete voluntariamente a esta exigencia. Puedo decirle que la mayoría lo vive, en secreto, como una liberación cuando el Estado les despoja de los problemas que supone ser una persona independiente. Los pocos que no se dejan someter son apartados rápidamente.

Lo he podido experimentar durante viajes largos. Cuando una persona ya no puede más, suele encontrar repentinamente paisajes de cinismo alegre y jocoso en su propio interior.

– A pesar de todo, ocurre de vez en cuando que un personaje de poca confianza permanezca dentro del sistema. Un hombre capaz de ocultar su verdadera personalidad hasta que ya es demasiado tarde. Hasta que se ha hecho tan relativamente imprescindible que el Ministerio difícilmente puede desprenderse de él. Un hombre como éste, nunca podrá llegar hasta arriba. Pero sí podrá ascender un trecho. Quizás hasta el punto de convertirse en subfiscal. Alcanzado ese nivel ya será demasiado viejo o, quizá, dentro de su campo, demasiado competente para que puedan permitirse prescindir de él. Sin embargo, se ha vuelto demasiado incómodo para que pueda ser empujado hacia arriba en el escalafón. Un hombre así se convertirá en una pequeña piedra en el zapato del Ministerio. No llega a doler de verdad. Pero, sin embargo, irrita. A una persona así, intentarán, tarde o temprano, colocarla en un nicho desde donde poder tirar de ella y de su tenacidad, terquedad y memoria, pero donde mantenerlo fuera de la vista del público. Quizá termine por encargarse de los asuntos especiales. Como, por ejemplo, tareas del servicio de inteligencia, en los que el hecho de permanecer en la sombra forma parte del trabajo. A él podría llegar también un escrito de queja sobre la investigación de la muerte de un niño, en el caso de que se mostrara que ya existía un informe anterior sobre el asunto.

No nos mira a ninguno de los dos. Está hablando al aire.

– A veces ocurre que, desde arriba, te ordenan que tranquilices al recurrente. Que lo «presiones», como dicen en Slotsholmen. Dispongo de cierta experiencia en este campo. Sin embargo, el caso parece ser más complejo en esta ocasión. La muerte de un niño. Las fotografías de sus huellas sobre el tejado. Podría fácilmente convertirse en una cuestión de conciencia. Por lo tanto, dejo caer que podrían existir ciertas irregularidades en relación con la muerte del niño. Pero no recibo ningún tipo de respaldo, ni por parte de la policía ni por parte del Ministerio.

Se levanta de la silla con dificultad.

– Entonces sobreviene este desastroso incendio. Desgraciadamente, también tiene que ver con Groenlandia. Y el señor que perece está mencionado en el informe al que antes he hecho referencia. Esta mañana fui apartado del caso. «Debido al carácter complejo del asunto», etc., etc.

Se coloca bien el sombrero y se acerca al escritorio. Da unos ligeros golpecitos sobre la cinta adhesiva roja pegada en el teléfono.

– Muy inteligente -dice-. No tiene límite la cantidad de desventuras que estos aparatos ocasionan a los inocentes ciudadanos. Pero hubiera sido preferible que no hubiera contestado a ninguna llamada, ni hubiera dado su número por ahí. El barco estaba prácticamente consumido por las llamas. Sin embargo, el teléfono debe de estar hecho de un material difícilmente inflamable. Además, lo encontramos tirado por el suelo. Tenía una memoria incorporada que recuerda el último número marcado. El último número que se había marcado desde ese teléfono era el suyo. Me imagino que pronto será requerida para una entrevista.

– ¿No cree que ha sido un poco arriesgado venir hasta aquí? -le pregunto.

Tiene una llave en la mano.

– Pedimos una llave prestada al portero durante las investigaciones previas. Me permití hacer una copia. Por lo que he llegado hasta aquí atravesando el sótano. Pienso tomar el mismo camino apacible de vuelta.

Durante un instante fugaz se produce una transformación en él. Detrás de su rostro se enciende una luz, como si se estuviera ardiendo una puntita de humor y de humanidad detrás de la lava. El recuerdo fósil de la piedra pómez de otros tiempos en que todo era todavía cálido y líquido. Es precisamente esa luz la que me hace preguntar.

– ¿Quién es Toerk Hviid?

La luz se extingue, su rostro se vuelve inexpresivo, como si el alma hubiera abandonado el cuerpo.

– ¿Acaso eso es un nombre?

Recojo su abrigo y le ayudo a ponérselo. Es un poco más bajo que yo. Le quito una mota de polvo del hombro con las uñas. Él posa sus ojos sobre mí.

– Mi número privado está en el listín de teléfonos. Considere la posibilidad de hacerme una llamada, señorita Smila. Pero desde una cabina, si es tan amable.

– Gracias -le digo.

Pero ya se ha marchado.

Resuenan las campanadas de la iglesia del Redentor. Miro al mecánico. Mantengo las manos detrás de la espalda. La estancia está saturada de lo que Ravn ha traído y dejado: sinceridad, amargura, insinuaciones, una especie de calor humano. Y algo más.

– Mintió -digo-. Al final, mintió. Sabe muy bien quién es Toerk Hviid.

Nos miramos a los ojos. Hay algo que anda mal.

– Odio la mentira -digo-. Si hay que mentir, ya me encargaré yo de hacerlo.

– Entonces tendrías que habérselo dicho. En vez de toquetearle, tal como has hecho.

No puedo creer lo que oigo pero, sin embargo, veo que es cierto lo que he oído. En sus ojos reluce el reflejo de los más puros, genuinos y estúpidos celos.

– No le estuve sobando -le digo-. Le ayudé a ponerse el abrigo. Por tres razones. En primer lugar, porque es una cortesía que debes tener para con un señor mayor y enjuto. En segundo lugar, porque seguramente ha arriesgado su posición y su pensión viniendo aquí.

– ¿Y en tercer lugar?

– En tercer lugar -le espeto-, porque, de esta manera, tuve la oportunidad de robarle la cartera.

La deposito sobre la mesa, bajo la luz, donde, hace un tiempo, estaba la caja de puros de Isaías. Es una gruesa cartera de piel de vaca de color marrón.

El mecánico me mira fijamente.

– Hurto -digo-. Se castiga según un indulgente artículo del Código Penal.

Vacío el contenido de la cartera sobre la mesa. Tarjetas de crédito, billetes. Un estuche de plástico con una tarjeta blanca en la que, bajo una corona negra impresa en relieve, se notifica que Ravn tiene derecho a hacer uso del aparcamiento de los ministerios, en Slotsholmen. Una factura de la sastrería de los Hermanos Andersen. Asciende a ocho mil coronas. Una pequeña muestra de tela de lana gris está fijada al papel con un clip. «Abrigo de caballero, de tweed Lewis, entregado el 27 de octubre de 1993.» Hasta este momento, había considerado sus abrigos como meros errores. Pensé que procedían seguramente de una partida de abrigos usados que le habían regalado. Ahora veo que tienen un sentido. Con unos ingresos normales de funcionario se ha comprado, por unos precios exorbitantes, la ilusión de medio metro más de anchura de hombros. De alguna manera, esto le confiere un cierto aire reconciliador.

Hay un compartimiento para las monedas. Las dejo caer sobre la mesa. Entre las monedas hay un diente. El mecánico se inclina sobre mí. Yo me inclino hacia atrás, apoyándome en él y cierro los ojos.

– Un diente de leche -dice.

Detrás de todo hay un fajo de fotografías. Las deposito sobre la mesa, como cartas en un solitario. Sobre un aparador de caoba hay un samovar. Al lado del aparador hay una estantería con libros. Entre las palabras danesas, que nunca he sabido considerar como otra cosa que como porras lingüísticas para golpear a los demás, está la palabra «cultivado». Pero quizá se pudiera aplicar, en esta ocasión, a la mujer que está en el primer plano de la foto. Tiene el pelo blanco, lleva gafas sin montura y un traje de lana blanca. Debe tener alrededor de los sesenta y cinco años. En las siguientes fotos se la ve rodeada de niños. De nietos. Así se explica lo del diente de leche. Posa junto a un niño en un columpio; corta un pastel que está sobre una mesa en un jardín; coge un bebé que le tiende una mujer más joven, con una mandíbula parecida a la del niño pero tan delgada como Ravn.

Estas fotos son en color. La siguiente es en blanco y negro. Parece una sobreexposición.

– Son las huellas en la nieve de Isaías -digo.

– ¿Por qué tiene ese aspecto la foto?

– Porque la policía no sabe fotografiar la nieve. Si se utilizan flashes o luces desde un ángulo superior a los cuarenta y cinco grados, desaparece todo entre reflejos. Hay que hacer la foto utilizando filtros polarizadores y lámparas que estén colocadas al ras de la nieve.

En la fotografía siguiente aparece una mujer sobre una acera. La mujer soy yo, la acera es la que hay delante de la casa de Elsa Lübing. La foto está movida, tomada desde el interior de un coche a través de la ventanilla. Parte de la ventana del coche ha salido en la foto.

Han tenido más suerte con el mecánico. El pelo parece demasiado corto pero, por lo demás, se le parece. Hay una foto suya de perfil y una de cara.

– Del ejército -exclama el mecánico-. Han encontrado las fotos antiguas de cuando estaba en el ejército.

La última fotografía vuelve a ser en color. Parece una foto de unas vacaciones, con sol y verdes palmeras.

– ¿Po-por qué tienen fotos de nosotros?

Ravn no toma apuntes; no necesitaría las fotos como apoyo para su memoria.

– Para enseñarlas -le contesto-. A otros.

Devuelvo los papeles, el diente y las monedas a su sitio. Lo pongo todo en su sitio. Saco la última fotografía. Palmeras bajo un sol, seguramente insufrible. La humedad del aire, sin duda, rozando los cien. A pesar de todo, el hombre que está en primer plano lleva camisa y corbata bajo su bata de laboratorio. Parece estar fresco y a gusto. Es Toerk Hviid.

4

He escogido una chaqueta de esmoquin con anchas solapas de seda verde. Pantalones negros que llegan hasta las rodillas, medias verdes, pequeños zapatos al estilo Pata Daisy y un diminuto fez de terciopelo que oculta mi pequeña calvicie.

El problema del esmoquin para mujeres consiste en que no hay manera de saber qué ponerse encima. Llevo un fino abrigo blanco de Burberry sobre los hombros. Pero le pido al mecánico que me lleve en coche hasta la puerta.

Tomamos la calle de Oesterbro y seguimos por la Strand. El mecánico también lleva esmoquin. Si hubiera estado de mejor humor, tal vez hubiera advertido en voz alta que lleva la talla más grande que existe y que, por lo tanto, le sienta mal, porque necesitaría cinco tallas más. El que lleva, en cambio, parece haberlo comprado en el bazar del Ejército de Salvación y más que mejorar las cosas, las empeora. Sin embargo, estamos demasiado unidos ya, demasiado cerca el uno del otro. Incluso ahora, embutido en su esmoquin, se parece, a mis ojos, a una mariposa saliendo de su capullo negro.

No mira hacia mi lado. Clava la mirada en el retrovisor. Su conducción sigue siendo fluida y suelta. Sin embargo, sus ojos memorizan los coches que tenemos delante y detrás.

Giramos por Sundvaenget, una de las pequeñas calles que desembocan en la calle Strand del lado del Oresund. Tiempos atrás, solía desembocar en la verja de un jardín que llegaba hasta la playa. Ahora desemboca en un alto muro amarillo y en una barrera blanca con su correspondiente garita de cristal, en la que un guardia de uniforme recoge nuestros pasaportes, introduce nuestros nombres en un ordenador y sube la barrera, dejándonos avanzar hasta la siguiente, donde una mujer, vestida con un uniforme similar, nos exige el pago de doscientas cincuenta coronas por persona y nos deja entrar en el aparcamiento, sitio en el que pagamos setenta y cinco coronas más a otro guardia a cambio de una mirada llena de desprecio dirigida al Morris, que ahora deberá vigilar para que podamos atravesar una puerta giratoria en una fachada de mármol, y llegar a un guardarropa, donde nos vuelven a esquilmar cincuenta coronas a cada uno, para que una chica teñida de rubio y tan estirada que es posible verle las ventanas de la nariz sin hacer el menor esfuerzo, recoja nuestros abrigos.

Delante de un espejo que cubre toda una pared pongo remedio a pequeños accidentes con un lápiz de labios, alegrándome por haber ido al lavabo antes de salir de casa y, al menos, de momento, evitar tener que saber lo que cuesta orinar en este lugar.

A mi lado está el mecánico, observando su imagen en el espejo, como si ésta perteneciera a un desconocido. Nos encontramos en el vestíbulo del Casino Oresund, el número doce de Dinamarca y el más nuevo y prestigioso de todos. Un lugar del que he oído hablar pero en el que, sin embargo, nunca hubiera imaginado poner mis pies.

Aquí nos ha citado Birgo Lander y, en este mismo momento, viene a nuestro encuentro. Lleva zapatos blancos, pantalones blancos con una raya longitudinal de color azul marino en cada pierna, jersey cisne de color gris, fular de seda con pequeñas áncoras bordadas y una pequeña gorra de uniforme con visera. Sus ojos están vidriosos, se tambalea ligeramente al andar y brilla como un sol. Con la ayuda de ambas manos retoca cuidadosamente mi mariposa.

– Tienes un aspecto extraordinariamente apetitoso esta noche, tesorito.

– Tú tampoco estás nada mal. ¿Es tu uniforme de cuando eras un joven explorador marino?

Se pone tieso por un instante. Sólo han pasado doce horas desde que nos vimos por última vez. Pero ya había olvidado la sensación.

Entonces sonríe al mecánico.

– Tiene un cheque en blanco en mi corazón.

Se dan un apretón de manos y, de nuevo, vuelvo a notar el apenas perceptible cambio en el semblante del hombre de negocios. Por un instante, mientras sujeta la mano del otro, su borrachera, su vulgaridad autoimpuesta y minuciosamente cultivada, ceden, dando paso a un agradecimiento que roza la veneración. A continuación nos invita a entrar.

Nunca aprenderé a moverme en los lugares caros. Cada paso que doy, lo doy con una sensación de que, en cualquier momento, vendrá alguien y me dirá que no tengo derecho a estar allí. Al mecánico le pasa algo parecido. Camina con mirada furtiva unos metros detrás de nosotros, intentando introducir la cabeza entre los hombros. Birgo Lander se pasea como si el casino fuera de su propiedad.

– ¿Sabías que soy propietario de una parte del pastel, tesorito? ¿Acaso no lees los periódicos? Junto con Unibank, que ha financiado el Marienlyst, y con el Casino Austria, que dirige el casino del Hotel Scandinavia y los de Aarhus y Odense. Me he embarcado en esta aventura para evitar jugar yo mismo. Les está prohibido a los propietarios jugar en sus propios casinos, lo mismo vale para los croupiers y los dealers. El estado austriaco edita un libro con fotografías de todos ellos y ninguno puede jugar en los demás casinos de la sociedad.

Nos conduce a través del restaurante. Es una sala grande y circular en cuyo centro se abre una pista de baile. En el fondo hay una barra larga suavemente iluminada. Sobre una tarima está tocando un cuarteto de jazz, dulce y anónimamente. Los manteles son de color amarillo claro; las paredes de color crema; la barra, de acero inoxidable. Todas las paredes están adornadas con remaches y los marcos de las puertas tienen un grosor de un metro y están provistas de pernos. Todo está hecho para que parezca una enorme caja de caudales y es sólido, caro, tristemente frío y extraño, como un baile de fin de curso celebrado en una caja fuerte. Parte de una de las paredes está provista de grandes ventanales que dan al estrecho. Se vislumbran las luces de Suecia y la prolongación del casino; las salas de juego que, como arcos de cristal iluminados, se extienden en el agua. Debajo de los ventanales se percibe el hielo gris flotante en el borde helado de la playa.

El mecánico se queda atrás. Lander me coge del brazo. A nuestro lado se deslizan mujeres con vestidos escotados y hombres en esmoquin; con camisas violeta y americanas blancas; con camisetas de gamuza, luciendo Rolex y peinados con mechas al estilo marinero.

Es una sala oval cerrada por una pared acristalada que da al mar y que ahora parece un muro negro; la única luz en el salón proviene de las lámparas que iluminan con suavidad las mesas de juego. Hay cuatro mesas arqueadas de Black Jack y dos grandes ruletas. Una cuerda que se desliza entre las mesas crea un reservado. Dentro del apartado están sentados tres croupiers jefes; uno para las mesas en las que se juega a las cartas; dos, cada uno sobre su silla alta, al final de las ruletas francesa y americana respectivamente. Por cada dos mesas hay un inspector; en cada mesa, un croupier. Bulle tal gentío alrededor de las mesas que es imposible ver las cartas. Los únicos ruidos que se distinguen son las voces de los croupiers y el suave clic de las fichas cuando son amontonadas.

Todos los jugadores son hombres. Unas cuantas mujeres asiáticas los acompañan a la mesa. Las mujeres europeas, muy pocas, observan el juego sin tomar parte en él. La atmósfera de la sala vibra en una profunda concentración. Los rostros de los jugadores están pálidos bajo la luz; absortos; embelesados.

De vez en cuando, una figura logra despegarse de la mesa y desaparece. Algunos afligidos, otros con los ojos brillantes; pero la gran mayoría, neutrales, concentrados. Algunos saludan a Lander; a mí nadie me ve.

– No me ven -digo.

Me da un apretón en el brazo.

– Tú has ido al colegio, amorcito. Supongo que recordarás el aspecto que tienen los hombres por dentro. Corazón, cerebro, hígado, riñones, estómago, testículos. Cuando entras en este lugar, se produce un cambio. En el momento que cambias tus fichas, un pequeño animal empieza a ocupar tu interior, un pequeño parásito. Al final, no queda más en tu interior que el intento de recordar qué cartas han salido ya, el intento de percibir dónde se detendrá la bola, la probabilidad de diversas combinaciones de cartas y el recuerdo de lo que llevas perdido.

Observamos las caras alrededor de la mesa a la que me ha llevado. Son como cáscaras. Vistos así, no creo que pueda concebirse que tengan vida fuera de esta sala. Tal vez no la tengan.

– Ese parásito es el tahúr, amorcito. Uno de los animales de presa más feroces y hambrientos del mundo. Y sé perfectamente de qué estoy hablando. Lo he perdido todo más de una vez. Sin embargo, me he recuperado. Ésta es la razón por la que me vi obligado a participar en esta empresa. Ahora que soy propietario, que lo he podido observar desde dentro, todo ha cambiado para mí.

Se abre una pequeña brecha entre el conjunto de espaldas y aparece el fieltro verde. El croupier es una joven rubia, de largas uñas rojas y un inglés perfecto, aunque un poco nasal.

– Buying in? 45.000 goes down. One, two, three…

Algunos clientes tienen un agua mineral delante de ellos. Nadie bebe alcohol.

– Este tahúr puede ser de diversos tamaños y tener varias apariencias. En algunos, es como un canario. En mí, es un pato cebado. En él, es un avestruz…

Ha estado susurrándome al oído, y no ha señalado a nadie, pero, sin embargo, no tengo la menor duda. El hombre del que está hablando está sentado a nuestro lado. Tiene un perfecto rostro eslavo, como si fuera uno de aquellos bailarines prófugos de los setenta. Pómulos altos, pelo negro y tieso. Sus manos descansan sobre montones de fichas de diversos colores. No mueve ni un solo músculo. Su atención está concentrada en la baraja de cartas que la croupier ha dejado sobre la mesa, como si estuviera intentando, con todas sus fuerzas, influir en el desenlace de la jugada.

– Thirteen, Black Jack, insurance, sir? Sixteen. Do you want to split, sir? Seventeen, too many, nineteen…

– Un avestruz que lo ha devorado por dentro y que ahora ocupa más espacio que su propio ser. Viene cada noche, y permanece aquí hasta que se lo ha jugado todo. Entonces trabaja durante medio año. Y vuelve, volviéndolo a perder todo.

Aproxima su boca a mi oído.

– El capitán Sigmund Lukas. La semana pasada perdió todo lo que le quedaba. Tuve que prestarle dinero para que pudiera comprar un paquete de tabaco y coger un taxi que le devolviera a casa.

Es imposible adivinar su edad. Podría estar en los treinta, en los cuarenta. Tal vez tenga cincuenta. Mientras le observo, gana y con un gesto arrastra hacia sí todas las fichas.

– Cada ficha es de cinco mil coronas. Las encargamos la semana pasada. Cada mesa tiene tarifas distintas. Esta mesa es la más cara. La apuesta mínima es de mil coronas; la máxima, de veinte mil. Con derecho a doblar y con un tiempo medio de juego de minuto y medio por ronda, lo cual significa que puedes llegar a ganar o perder cien mil coronas en cinco minutos.

– Si está sin blanca, ¿con qué dinero está jugando hoy?

– Hoy juega con el dinero del tío Lander, amorcito.

Me lleva consigo. Nos ponemos de espaldas a la barra. Depositan un vaso largo y mate a su lado. Lo han sacado del congelador y está cubierto de una fina capa de hielo que ahora se derrite y empieza a despegarse. El vaso está lleno de un líquido transparente de color ámbar.

– Bullshot, cariño. Ocho centilitros de vodka y ocho centilitros de consomé de buey.

Está considerando algo.

– Echa un vistazo a nuestros clientes. Es gente muy diversa. Aquí vienen muchos abogados. Bastantes pequeños y medianos empresarios. Algunos niños bien que reciben pagas elevadas en casa. La artillería pesada del submundo danés. Pueden pasarse por aquí, sin más, y cambiar cualquier cantidad en fichas. Y no hemos dado nuestro brazo a torcer ante la exigencia de la brigada especial para delitos monetarios de anotar los números de los billetes. Así, este pequeño negocio que tenemos montado funciona como una de las centrales más importantes para blanquear dinero proveniente del tráfico de drogas. También están las pequeñas damas amarillas que dirigen la prostitución organizada de chicas tailandesas y birmanas. Hay un considerable número de hombres de negocios, también de médicos. Algunos dan la vuelta al mundo, jugando en todos los casinos. La semana pasada tuvimos a un armador noruego. Quizás hoy esté en Travemünde. La semana que viene, en Montecarlo. Un día ganó cuatro millones y medio. Los periódicos dieron la noticia.

Vacía su vaso y lo deja sobre la barra. Lo sustituyen por uno lleno.

– Gente muy diversa. Sin embargo, todos tienen una cosa en común. Pierden, Smila. A la larga, todos pierden. Este negocio tiene dos ganadores. Nosotros, los propietarios, y el Estado. Tenemos a ocho funcionarios de Hacienda rondando por aquí constantemente. Hacen turnos, como nuestros croupiers, en day y evening shifts y, al final de la noche, un count shift, cuando hacemos las cajas de tres de la madrugada en adelante. Aparte, tenemos a los policías vestidos de paisano y a los controladores civiles de la delegación de Hacienda, quienes, tal como también hacen nuestros guardias de seguridad, se aseguran de que los croupiers no hagan trampas, no marquen las cartas, no jueguen compinchados con uno de nuestros clientes. Tributamos de acuerdo con el volumen de negocio en un país con la legislación más dura del mundo sobre juegos de azar. Sin embargo, tenemos, sólo en las salas de juego, doscientos noventa empleados, entre managers, dealers, croupiers jefes, guardianes de seguridad, personal técnico e inspectores. En el restaurante y en la sala de fiestas hay doscientos cincuenta más, entre cocineros, camareros, personal de bar, anfitrionas, porteros, guardarropa, managers, inspectores y las putas fijas que también controlamos. ¿Sabes cómo nos podemos permitir pagar a tanta gente? Nos lo podemos permitir porque, dicho entre nosotros, le sacamos mucho dinero a la gente que juega, sumas exorbitantes. Para el Estado, esta cloaca representa el mayor negocio desde los derechos de aduana del Oresund. El armador noruego perdió lo que había ganado al día siguiente. Pero no dejamos que se filtrase a la prensa la semana pasada. Una madama tailandesa perdió quinientas mil coronas tres veces. Viene cada noche. Cada vez que me ve, me suplica que cerremos el local. Mientras exista, no tendrá paz. Tiene que venir. Antes de que nos estableciéramos nosotros, claro, existían lugares de juego ilegales, las timbas. Pero no era lo mismo. Se jugaba, más que nada, al póquer, que, de todas maneras, es más lento y exige ciertos conocimientos combinatorios. La legalización lo ha cambiado todo. Es como una epidemia que, hasta entonces, estaba limitada pero que ahora se ha liberado, extendiéndose a todos lados. Hasta aquí llega el joven que ha conseguido construir una pequeña empresa de pinturas. Nunca había jugado antes, hasta que alguien, lo trajo. Ahora lo está perdiendo todo. Ha costado cien millones construir y decorar esto. Pero es una mierda dorada.

– Pero tú tienes dinero invertido en ella -le digo.

– Quizá yo mismo esté podrido.

Siempre me he sentido fascinada por el descaro melancólico con el que los daneses aceptan la enorme distancia que hay entre su conciencia y sus actos.

– Es un negocio como éste el que crea casos como el de Lukas. Un marinero muy, pero que muy competente. Estuvo navegando en su propio barco de cabotaje por las costas de Groenlandia durante muchos años. Posteriormente, fue el responsable de la creación de una flota pesquera en Mbengano, en el océano Indico, en las costas de Tanzania, que fue el mayor proyecto escandinavo en el Tercer Mundo. Nunca bebe. Conoce como nadie el Atlántico Norte. Hay quien dice que incluso lo ama. Pero es un jugador empedernido. El pequeño tahúr lo ha vaciado por dentro. Ya no le queda familia, ni hogar. Y ahora ha llegado hasta el punto de venderse a sí mismo. Mientras la cantidad de dinero sea lo suficientemente grande.

Nos arrimamos a la mesa. Al lado del capitán Lukas está sentado un hombre que parece un carnicero. Nos quedamos allí, de pie, durante aproximadamente unos diez minutos. En ese espacio de tiempo llega a perder cerca de ciento veinte mil coronas.

Un nuevo croupier se pone detrás de la chica de las uñas rojas, golpeándole ligeramente en el hombro de su frac negro. Sin darse la vuelta, termina el juego. Sigmund Lukas gana. Por lo que puedo ver, unas treinta mil coronas. El carnicero pierde las últimas fichas que tenía sobre la mesa. Se levanta sin apenas pestañear.

Las uñas rojas presentan a su sucesor. Un joven provisto del mismo encanto y cortesía superficiales que ella misma.

– Ladies and Gentlemen. Have a new dealer. Thank you.

– ¿Te apetece jugar, tesorito?

Sostiene una pila de fichas entre el dedo pulgar y el índice.

Pienso en las ciento veinte mil coronas que acaba de perder el carnicero. Un sueldo neto de todo un año para uno de nosotros, daneses normales y corrientes. Un sueldo anual multiplicado por cinco, para uno de nosotros, esquimales polares, normales y corrientes. Nunca antes había tropezado con semejante falta de respeto por el dinero.

– Puedes tirarlas al retrete -le digo-. Al menos así podrás disfrutar del estruendo del agua en la taza.

Se encoge de hombros. El capitán Lukas alza por primera vez sus ojos gatunos del fieltro y nos mira. Reúne sus fichas, se levanta de la mesa y se va.

Lo seguimos tranquilamente.

– ¿Estás haciendo todo esto por mí? -le pregunto a Lander.

Me coge del brazo y, esta vez, su rostro está serio.

– Me gustas, tesorito. Pero amo a mi mujer. Esto lo hago por Foejl.

Se queda pensativo.

– No hay gran cosa que decir a mi favor. Bebo demasiado. Fumo demasiado. Trabajo demasiado. No me ocupo de mi familia. Ayer, mientras estaba en la bañera, se me acercó el mayor y me dijo: «Papá, ¿tú dónde vives?». Mi vida no tiene mucho valor. Pero el valor que todavía sigue teniendo, se lo debo al pequeño Foejl.


El capitán Lukas nos espera en un pequeño mirador de cristal que, sobresaliendo un poco del edificio, queda suspendido sobre el mar. Me dejo caer sobre el banco al otro lado de la mesa. El mecánico se materializa, saliendo de la nada, y se sienta a mi lado en un movimiento fluido. Lander se queda de pie apoyándose contra la mesa. Detrás de él, una camarera cierra una puerta corredera. Estamos solos en una cajita de cristal que parece flotar sobre el Oresund. Lukas se ha sentado, de espaldas a nosotros. Delante de él hay una taza con un líquido denso y negro que huele a café concentrado. Fuma un cigarrillo detrás de otro. No nos mira ni una sola vez. Las palabras gotean amargas y reacias, como el zumo de una lima que todavía no ha madurado. Tiene un poco de acento al hablar. Estoy casi segura de que proviene de Polonia.

– Vinieron a verme aquí, una noche, este invierno. Quizá fuera a finales de noviembre. Un hombre y una mujer. Me preguntaron qué tal me llevaba con el mar al norte de Godthaab en el mes de marzo. «Como todo el mundo», contesté, «fatal.» Así que nos separamos. La semana pasada volvieron. Mi situación ha cambiado. Me vuelven a preguntar. Intento hablarles de las masas de hielo. Del Cementerio de los Icebergs. De las aguas costeras, repletas de hielos flotantes y de icebergs que zozobran, y de los aludes de hielo que, desde los glaciares, caen directamente al mar, de manera que, ni siquiera el rompehielos nuclear de los americanos, el Northwind de la base de Tule, se arriesga a atravesarlos más que cada tres o cuatro inviernos. No me escuchan. Ya lo saben todo de antemano. ¿Qué cree que podría soportar?, me preguntan. «Lo que su talonario crea poder soportar», contesto yo.

– ¿Algún nombre, alguna empresa?

– Sólo el barco. Un barco de cabotaje. Cuatro mil toneladas. El Kronos. Está atracado en el puerto Sur. Lo han comprado y han hecho que lo reconstruyeran. Acaba de salir del astillero.

– ¿La tripulación?

– Diez hombres que yo debo encontrar.

– ¿La carga?

Mira a Lander. El consignatario no se mueve. La situación no está nada clara. Hasta este momento, había creído que me contaba esto porque Lander lo había presionado. Ahora que lo tengo tan de cerca, abandono la idea. Lukas no recibe órdenes de nadie. A no ser que se trate del pajarito interno, revolviéndose en sus tripas.

– No conozco la carga.

Una especie de amargura rayana en odio hacia sí mismo le hace sacudirse, hacia delante y hacia atrás, durante unos instantes.

– ¿Equipamiento?

Es el mecánico quien, de repente, habla.

Deja pasar un buen rato antes de contestar.

– Un LMC -dice-. He comprado uno de los desechados por el ejército para ellos.

Apaga su colilla en el café.

– El astillero lo ha provisto de grandes botalones. Una grúa. Refuerzos especiales en la bodega de delante.

Se levanta. Yo le sigo. Quiero tenerle fuera del alcance de los oídos de los demás, pero la jaula de cristal es tan pequeña que pronto nos encontramos contra la pared. Estamos tan cerca del cristal que nuestro aliento deposita discos blancos y fugaces sobre su superficie.

– ¿Puedo subir a bordo?

Se lo piensa. Cuando finalmente me contesta, me doy cuenta de que ha interpretado mal mi pregunta.

– Todavía me falta una camarera.

La puerta corredera se abre. En el vano hay un hombre de anchos hombros grises con un abrigo que un visitante de menos autoridad hubiera tenido que abandonar en el guardarropa.

Es Ravn.

– Señorita Smila, ¿podría intercambiar unas palabras con usted?

Todos posan sus ojos en él y él soporta sus miradas como supongo que soporta todo lo demás: con una delicadeza dura como una piedra.


Le sigo a unos pasos. Nadie adivinaría que nos conocemos. Me lleva a través de un ancho pasillo, con plantas y pequeños grupos de sofás de piel. Al final del pasillo entramos en una sala con máquinas tragaperras. Están todas ocupadas.

Un hombre joven nos cede su máquina. Se coloca a cierta distancia de nosotros y se queda allí de pie.

Ravn extrae un cilindro de monedas de veinte coronas de un bolsillo de su abrigo.

– Me haría feliz devolviéndome mi cartera.

Está de espaldas a mí, jugando.

– Cada dos semanas tengo un día de guardia -dice.

Su voz me llega con dificultad por encima del zumbido de las máquinas.

– ¿Nos han seguido hasta aquí?

Primero no me contesta.

– La buscan. La notificación llegó hace un cuarto de hora.

Ahora me toca a mí no decir nada.

– Siempre hay una docena de agentes de servicio en este lugar. Además de nuestros propios representantes. Si permanece aquí, sólo dispone de cinco minutos de libertad. Si se marcha inmediatamente, puede que logre retrasar las cosas un poco.

Le paso su cartera junto con dos trozos de papel, una fotografía y un recorte de periódico. Los coge sin dejar de mirar a la máquina, hace desaparecer la cartera en un bolsillo y se lleva la foto a la cara. Cuando vuelve a tender la mano hacia atrás, la fotografía ha desaparecido. Sacude la cabeza.

– He hecho todo lo que he podido -dice-. Y lo que usted no ha recibido, lo ha tomado. Esto tiene que acabar.

– Quiero saberlo -le digo-. Haré lo que sea por saberlo. Incluso delatarle ante la Uña.

– ¿La Uña?

– El agente achatado y duro que no deja de aparecer en todos lados.

Se ríe por primera vez. Acto seguido, la risa desaparece y es como si nunca hubiera existido. Su imagen en el cristal de enfrente es un reflejo sin vida contra los rodillos multicolores de la máquina que no paran de girar furiosamente. Sin embargo, cuando se pone a hablar, sé que he dado con algo.

– Chiang Rai, en la frontera entre Camboya, Laos y Birmania. La zona está dominada por príncipes feudales. El más poderoso es Khum Na. Dispone de un ejército de seis mil hombres. Con oficinas en todo el Oriente y en las ciudades más importantes de Occidente. Regula el tráfico de heroína del mundo entero. Toerk Hviid trabajó en Chiang Rai.

– ¿Haciendo qué?

– Es microbiólogo, especializado en mutaciones por radiación. Todo el proceso de transformación de las amapolas de opio está centrado en esa zona. Se dice que disponen de los más modernos laboratorios de ese tipo en todo el mundo. En medio de la jungla. Hviid trabajaba en la radiación de semillas de amapola con el fin de mejorar la producción. Corrieron rumores de que había desarrollado una nueva variedad, el mayam, que, ya en el primer paso del proceso, reducido mediante ebullición y todavía sin cristalizar, es el doble de fuerte que cualquier tipo de heroína conocida.

– ¿Y qué tiene que ver todo esto con usted, Ravn? ¿Acaso la Brigada Especial de Delitos Monetarios ha empezado a interesarse por las drogas?

No me contesta.

– ¿Katja Claussen?

– Originalmente era anticuaría. Durante los años 90 y 91 se descubrió que la mayor parte de la heroína destinada a Estados Unidos y Europa en los años ochenta fue introducida en antigüedades.

– ¿Seidenfaden?

– Transportes. Ingeniero especializado en transportes. Organizaba transportes de antigüedades desde el Oriente para varias empresas. Durante algún tiempo, dirigió un verdadero puente aéreo desde Singapur, con escala en Japón, a Suiza, Alemania y Copenhague. De esta manera, evitaba el espacio aéreo peligroso sobre el Oriente Medio.

– ¿Por qué no están en la cárcel?

– Los grandes, los inteligentes, pocas veces son castigados. Ahora debería irse, señorita Smila.

Me quedo donde estoy.

– ¿Qué era en realidad Freia Film?

Su mano se queda quieta sobre la manija cromada. Entonces asiente cansado con la cabeza.

– Una compañía cinematográfica que funcionaba como tapadera para los Servicios de Inteligencia alemanes antes y durante la ocupación. Bajo pretexto de los rodajes realizados en apoyo de la teoría Tule de Hörbinger, organizaron dos expediciones a Groenlandia. Su verdadero objetivo era el análisis de las posibilidades de una ocupación, sobre todo de las dos canteras de criolita, con el fin de asegurar la producción de aluminio que era sumamente perentoria para la industria aeronáutica. También realizaron diversas mediciones con vistas al emplazamiento de bases aéreas que pudieran servir como puntos de apoyo en una posible invasión de Estados Unidos.

– ¿Loyen era nazi?

– Loyen estaba y sigue estando dedicado a la obtención de la fama. No a la política.

– ¿Qué encontró en Groenlandia, Ravn?

Sacude la cabeza.

– Nadie lo sabe. Sáqueselo de la cabeza, olvídelo.

Ahora me mira.

– Váyase a casa de una buena amiga. Encuentre una explicación plausible con la que poder justificar su presencia en La Aurora Boreal. Diríjase usted misma a la policía. Consiga un buen abogado y estará en libertad al día siguiente. Olvídese del resto.

Extiende su mano por detrás de la espalda. Sobre la palma hay una cinta de casete.

– La cogí de su piso. Para protegerle de cualquier registro domiciliario.

Alargo la mano para cogerla pero Ravn hace desaparecer la cinta en su bolsillo.

– ¿Por qué hace esto, Ravn?

Fija la mirada en las ruedas que giran de la máquina tragaperras.

– Digamos que no me gustan las muertes de niños insuficientemente investigadas.

Espero, pero, sin embargo, no sale nada de su boca. Entonces me doy la vuelta y me voy. En ese mismo momento obtiene el premio. Como un vómito metálico, el robot suelta un río de monedas a mis espaldas acompañado por un tintineo esputado que no cesa.


Recojo mi abrigo en el guardarropa. Mis sienes no paran de palpitar. De repente, me da la sensación de que todo el mundo me mira. Paseo la mirada por la sala, intentando encontrar al mecánico. Espero que tenga una idea. La mayoría de los hombres lo saben todo acerca de cómo escabullirse, hacer novillos, escaquearse, excusarse, escapar. Sin embargo, el vestíbulo está vacío. Aparte de mí y la mujer del guardarropa que parece estar mucho más seria de lo que debería, si consideramos que podría divertirse por tener que cobrarme cincuenta coronas sólo por haber colgado mi abrigo en una percha.

En ese mismo instante, surge la risa. Estridente, trémula, sonora. La risa se funde directamente con el sonido de la trompeta; una entonación impetuosa, tintineante y berreante que inmediatamente decae, asentándose en un registro más apropiado para el lugar. Pero, para entonces, ya he reconocido el sonido.

¡Dispongo de tan poco tiempo! Me abro camino entre las mesas y cruzo la desierta pista de baile. Los tres músicos blancos que están detrás de él visten chaquetas de esmoquin de un amarillo pálido y caras de pan. Él lleva un frac. Es increíblemente obeso; su cara es una bola negra de sudor; sus grandes y blancos ojos están inyectados en sangre y son muy saltones, como si intentaran escapar del mortal nivel de alcohol que hay en su cráneo. Aparenta lo que es. Un coloso sobre una base que se ha disuelto y ha desaparecido hace ya mucho tiempo.

Sin embargo, la música no se ha debilitado. Incluso ahora, que está tocando con sordina, el sonido es prodigiosamente compacto, brillante y cálido e, incluso en medio de la letanía de pieza que están interpretando, el tono es revelador, profundo, burlón. Me pongo delante del borde de la tarima baja.

Cuando terminan la pieza, subo al escenario. Me sonríe. Pero es una sonrisa desprovista de calidez, simplemente una pose borrachina ante el mundo, de la que, sin duda, ni siquiera será capaz de desprenderse cuando duerme. Si es que alguna vez duerme. Cojo el micrófono y lo aparto. Detrás de nosotros, la gente deja, súbitamente, de comer. Los movimientos de los camareros se han congelado.

– Roy Louber -digo.

Su sonrisa se ensancha. Toma un sorbo de un vaso que tiene a su lado.

– Tule. Usted actuó en Tule una vez.

– Tule…

Pronuncia la palabra saboreándola, con delicadeza, como si la oyera por primera vez.

– En Groenlandia.

– Tule -repite.

– En la base americana. En Northern Star. ¿En qué año fue?

Me sonríe y agita su trompeta en un gesto mecánico. ¡Dispongo de tan poco tiempo para dedicárselo! Lo agarro por las solapas, atrayendo su enorme rostro hacia mí.

Mr. P.C. Interpretó Mr. P.C.

– Están muertos, darling.

Su danés es tan torpe que está a un paso de ser americano.

– Hace ya mucho tiempo. Muertos y enterrados. Mr. P.C. Paul Chambers.

– ¿En qué año?, ¿en qué año?

Su mirada parece proceder de unos ojos de cristal, embriagada e incapaz de comunicar nada.

– Muertos y enterrados. También yo, darling. Muy pronto. Anytime.

Sonríe. Lo suelto. Se incorpora y vacía su trompeta de saliva. Entonces, alguien me levanta de la tarima, depositándome en el suelo. El mecánico está detrás de mí.

– Empieza a andar, Smila.

Empiezo a andar. De repente, ha vuelto a desaparecer. Sigo adelante en línea recta. Enfrente de mí está la puerta del vestíbulo.

– ¡Smila Jaspersen!

Recordamos a la gente por sus ropas y por los lugares en que la hemos visto, por lo que, en un primer momento, no lo reconozco. El traje azul marino y la corbata de seda no concuerdan con su cara. Entonces me doy cuenta de que es la Uña. Su voz no tiene nada de estridente, es más bien baja y admonitoria. Dentro de unos instantes, me acompañarán hasta el coche de la misma manera: discreta e inevitable. Empiezo a caminar más rápido. He desconectado el cerebro. De cada lado se me acerca un hombre igual que él, una figura insistente y segura de sí misma.

Salgo al vestíbulo. Detrás de mí, se cierra la puerta. Es una puerta grande, también hecha de manera que parezca la puerta de una caja fuerte; tan alta y pesada que no parece servir para otra cosa que como adorno. Ahora se cierra como si fuera la tapa de una caja de puros. El mecánico está apoyado en ella relajadamente. Ha dejado fuera todos los ruidos. Únicamente nos llegan unos golpes débiles, cuando alguien, al otro lado de la puerta, arrima el hombro contra ella.

– Corre, Smila -me dice-. Corre ya. Lander te está esperando en la calle.

Miro a mi alrededor. No hay ni un solo cliente en el vestíbulo. Detrás del quiosco de revistas, un portero bosteza largamente. Detrás del mostrador de información, una chica está a punto de quedarse dormida delante de su ordenador. Detrás de mí, un hombre de dos metros se apoya con indolencia contra una puerta de acero que se abre a pequeños tirones. Todo está en silencio y reina la tranquilidad en el Casino Oresund. El lugar con clase. Con estilo, tensión y esparcimiento cultivados alrededor del fieltro verde. El lugar apropiado para conocer gente nueva y encontrarse con viejos amigos.

Entonces me pongo a correr. Cuando llego al aparcamiento, ya me he quedado sin aliento.

– Su coche, señora.

Es el mismo guardia que lo recogió cuando llegamos.

– He decidido dejar que lo desguacen. Después de la mirada que usted le echó.

No hay ningún sendero para peatones. No han contado con la posibilidad de que el casino pudiera recibir clientes que llegaran a pie. Taconeo, pues, por la calzada, me agacho al llegar a las dos barreras y salgo a la calle Sund. A cien metros, hay un Jaguar rojo estacionado con las luces encendidas.

Lander no me mira cuando tomo asiento a su lado. Su rostro está pálido y tenso.

Es de noche y está helando duramente. No recuerdo haber visto antes una ciudad cayendo en las garras de la helada. Copenhague parece, de repente, un poco indefensa e impotente, como si se avecinara una nueva era glaciar.

– ¿Qué es un LMC?

Conduce tensa y lentamente, desacostumbrado a la membrana blanca y cristalina que el frío ha depositado en el asfalto.

– Landing Mobile Craft. Vehículos de desembarco en fondo plano, como los que se utilizaron durante la invasión de Normandía.

Le pido que me lleve hasta la calle del Puerto. Aparca entre el atracadero de los hidroplanos y el antiguo muelle de los barcos de Bornholm. Le pido sus zapatos y su gorra. Me los da sin preguntarme nada.

– Espérame durante una hora -digo-. Y ya está, sólo una hora.

El hielo es de color verde botella durante la noche, cubierto de una fina capa de nieve que debe de haber caído hace unas horas. Bajo por una escalerilla vertical de madera que está encajada en la pared del muelle. Sobre el mismo espejo de hielo hace mucho frío. Mi Burberry se vuelve tieso de una manera extraña, tengo la sensación de que los zapatos de Lander son de cáscara de huevo. Pero son blancos. Junto con el abrigo y la gorra me hacen desaparecer sobre el hielo. En caso de que hubiera alguien haciendo guardia en La Incisión Blanca.

Cerca del muelle se han formado pequeñas placas de hielo, estimo que tienen un grosor de más de diez centímetros. Lo suficientemente gruesas como para que las autoridades portuarias abrieran un estadio de patinaje. El problema reside en la franja oscura y cuajada en el mismo canal de navegación.

Se vive tan apretado en Groenlandia del Norte. En una misma habitación duermen varias personas. Oyes y ves constantemente a todos los demás. La comunidad es pequeña. La última vez que estuve en casa había seiscientas personas repartidas entre doce poblados.

Lo opuesto a esto está representado por la naturaleza. Cualquier cazador, cualquier niño es sobrecogido por un delirio salvaje cuando se aleja del poblado, andando o sobre un trineo. Primero, tiene la sensación de un incremento de energías al borde de la locura. Luego, sobreviene una extraña visión de conjunto, tan nítida como el cristal.

Ya sé que resulta cómico. Pero aquí, en este mismo instante, en el puerto de Copenhague, a la dos de la mañana, me sobreviene, de todos modos, la sensación de control de la situación. Como si viniera dada, de alguna manera, por el hielo, el cielo nocturno y, en las circunstancias presentes, el espacio abierto.

Pienso en lo ocurrido desde la muerte de Isaías.

Veo a Dinamarca ante mis ojos como una lengua de hielo. Está de viaje, se mueve. Pero, encerrados en las masas heladas, nos sostiene a cada uno de nosotros en una posición determinada en relación a todos los demás.

La muerte de Isaías ha sido una irregularidad, una explosión que ha abierto una grieta. Esta grieta me ha liberado. Por un corto espacio de tiempo, sin que sea capaz de explicar cómo, me he puesto en movimiento, me he convertido en un cuerpo extraño patinando sobre el hielo.

Tal como ahora me encuentro, patinando en el puerto de Copenhague, disfrazada de payaso y con los pies en unos zapatos prestados.

Desde este ángulo, aparece una nueva Dinamarca ante mis ojos. Una Dinamarca formada por aquellos que han logrado liberarse parcialmente de las garras del hielo.

Loyen y Andreas Licht, movidos por diversos tipos de voracidad y ambición.

Elsa Lübing, Lagermann, Ravn, todos profesionales cuya fortaleza y conflicto reside en la lealtad que sienten hacia una empresa, hacia el estamento médico, hacia el aparato estatal. Pero que, por compasión, por rarezas de cada uno, por razones inexplicables, se han sustraído a esa lealtad por ayudarme a mí.

Lander, el hombre de negocios, el pudiente, el acaudalado, estimulado por las ganas de emoción y por una gratitud misteriosa.

Es el comienzo de un corte transversal en la sociedad danesa. El mecánico es el peón, el trabajador. Juliana es la escoria. Y yo, ¿quién soy yo? ¿Acaso soy el científico, el observador? ¿Acaso soy quien ha tenido la oportunidad de contemplar la vida, en parte, desde fuera? ¿Desde un mirador de soledad y visión de conjunto?

¿O simplemente soy patética?

En el canal de navegación, la masa de hielo está ensamblada por una costra de hielo fina, oscura y opaca que se llama «hielo podrido», deshecho y quebrado desde abajo. Camino a lo largo del borde negruzco en dirección a La Incisión Blanca, hasta que encuentro un témpano lo suficientemente grueso. Me pongo encima del témpano de un salto y, desde allí, doy un salto hasta el siguiente. Hay un suave movimiento, en el sentido de la corriente, que atraviesa el puerto, de medio nudo tal vez, basculante, mortal. Supero la última distancia, saltando de témpano en témpano. No me mojo ni los calcetines.

Las ventanas de La Incisión Blanca están a oscuras. La manzana entera parece descansar en un sueño que también abraza los muros, los columpios, las escaleras, los troncos desnudos de los árboles. Me acerco desde el canal por detrás de los cobertizos para las bicicletas, lenta y sigilosamente. Allí me detengo.

Echo un vistazo por encima de los coches aparcados. A los portales oscuros. No percibo ningún movimiento, a juzgar por lo que contemplo en la nieve. La fina y delicada capa de nieve recién caída.

No hay luna, de manera que transcurre un tiempo antes de verlas. Hay una sola hilera de huellas. Ha llegado cruzando el puente y se ha dirigido a la parte trasera del edificio. A este lado de los columpios, las huellas se tornan visibles. Una suela vibram dejada por un hombre corpulento. Llegan hasta debajo del tejadillo que tengo delante y se detienen. No se dirigen a otro lado.

Entonces es cuando le percibo. No hay ningún ruido, ningún olor, nada que ver. Pero las huellas me han hecho sensible a su presencia, a la certeza de una amenaza inminente.

Esperamos durante veinte minutos. Cuando el frío, finalmente, me hace temblar, me aparto del muro para no hacer ruido. Quizá debería rendirme y volver por donde he venido. Pero permanezco allí. Detesto el miedo. Odio estar asustada. Sólo existe un camino que lleva a la impavidez. Y es aquel que te lleva hacia el centro misterioso del terror.

Durante veinte minutos sólo existe una espera insonora. A 13 °C bajo cero. Mi madre era capaz de soportarlo. La mayoría de los cazadores groenlandeses es capaz de soportarlo en cualquier momento. Incluso yo soy capaz, excepcionalmente, de soportarlo. Para la mayoría de los europeos sería impensable. Cargaría el peso sobre la otra pierna, aclararía la garganta, tosería, haría ruido al rozar con su abrigo.

Él, cuya presencia siento a menos de un metro de mí, debe de estar convencido de que está solo, de que nadie puede verle ni oírle. Sin embargo, es tan silencioso como si nunca hubiera existido.

A pesar de todo, no me siento, en ningún momento, tentada a moverme, a rendirme al frío. Como el aullido prolongado de una sirena interna, mi instinto me dice que hay alguien esperando. Y que ese alguien me espera a mí.

Ni tan siquiera le oigo marcharse. Durante un pequeño instante, he cerrado los ojos porque el frío ha hecho que lagrimeen. Cuando los vuelvo a abrir, una sombra se ha desprendido del tejadillo y se está alejando. Una silueta estirada, un paso rápido y fluido. Y sobre la cabeza, como un halo o una corona, algo blanco, quizás un sombrero.

Hay dos maneras de marcar osos polares. Lo normal es anestesiarlos desde un helicóptero. El aparato baja hasta posarse encima del animal: sacas el cuerpo de la cabina y, en el momento en que la presión atmosférica del rotor le da de pleno, el oso se aprieta contra el suelo y tú disparas.

También existe otra manera, la que solíamos utilizar en Svalbard. Desde motos de nieve, the viking way. Disparas con un rifle de aire comprimido especialmente diseñado por la casa Neiendamm, en Jutlandia del sur. Esta práctica exige que te aproximes menos de cincuenta metros. Es preferible que sea a menos de veinticinco. En el momento en que el oso polar se da la vuelta, encarándote, lo ves de verdad, tal como es. No aquella especie de cadáveres vivientes con los que te entretienen en el zoo, sino el oso polar, el del escudo de Groenlandia, colosal, enorme, tres cuartos de tonelada de músculos, huesos y dientes. Con una capacidad explosiva extremadamente alta y peligrosísima. Una fiera que ha existido sólo durante veinte mil años y que, en este tiempo, sólo ha conocido dos categorías diferentes de mamíferos: su propia especie y su presa, su alimento.

Nunca he fallado el tiro. Disparábamos con unos cartuchos en los que un dispositivo de gas inyectaba una enorme dosis de Zolatil en sus carnes. Solía derrumbarse al instante. Sin embargo, ni una sola vez pude librarme de sentir un terror espeluznante y lleno de pánico.

Así es también este momento para mí. Aquello que se está alejando de mí es sólo una sombra, un extraño, una persona que no percibe mi presencia. Pero, sobre mi piel, insensible a causa del frío, mi vello se encrespa como las púas de un erizo.

Llego hasta la escalera, atravesando los sótanos. El piso del mecánico está cerrado con llave y la cinta adhesiva sigue en su sitio.

La puerta del piso de Juliana está abierta. Cuando ya la he sobrepasado, sale al rellano de la escalera.

– ¿Te vas de viaje, Smila?

Parece indefensa y extenuada. A pesar de ello, la odio.

– ¿Por qué no me hablaste de Ving? -le pregunto-. ¿Por qué no me contaste que solía venir a buscar a Isaías?

Se echa a llorar.

– El piso. Nos dio el piso. Tiene un cargo importante en la sociedad constructora. Podría volver a quitárnoslo. Me lo dijo él mismo. ¿Volverás?

– Sí, seguramente -le contesto.

Es cierto. Tendré que volver. Ella es lo único que queda de Isaías. De la misma manera que yo, para Moritz, soy la única vía de tener a mi madre.

Subo hasta mi propio rellano. No han tocado la cinta adhesiva. Me encierro en mi piso. Todo está tal como lo dejé. Recojo la ropa imprescindible. Lleno dos maletas que pesan tanto que necesitaría llamar a un camión de mudanzas si pretendiera moverlas. Intento volver a hacerlas. Resulta bastante complicado, porque no me atrevo a encender la luz, y me veo forzada a trabajar a la luz del reflejo en la nieve de las farolas de la calle. Finalmente, consigo conformarme con una bolsa grande de deporte. Pero a costa de sacrificios desgarradores.

Desde el centro de mi salón, paseo la vista por las paredes por última vez. Entonces saco la caja de puros de Isaías del cajón y la meto en la bolsa. Me despido mental y brevemente de mi hogar.

En ese momento suena el teléfono.

Ya sé que debería dejar que sonara. Al fin y al cabo, le he prometido al mecánico que no subiría a mi casa. No me gustaría tener que hablar con la policía. Todo lo demás puede esperar. Lo único que debo hacer es dejarlo que suene. Tengo todo que perder y nada que ganar.

Despego la cinta adhesiva y cojo el auricular.

– Smila…

La voz es lenta, casi distraída. Pero, al mismo tiempo, dorada y sonora, como la voz de un anuncio. Nunca la había oído antes. El vello de la nuca se me eriza. Sé que pertenece al hombre del que, hace un instante, estuve a menos de un metro. Lo sé con toda seguridad.

– Smila… Sé que estás ahí.

Oigo su respiración. Profunda, tranquila.

– Smila…

Suelto el auricular, no lo dejo sobre el teléfono, sino encima de la mesa. Tengo que utilizar las dos manos para que no se me caiga. Me cuelgo la bolsa al hombro. No pierdo el tiempo en cambiarme de zapatos. Simplemente salgo disparada por la puerta y bajo las escaleras a trompicones. Salgo del portal y me precipito por la calle Strand cruzando el puente y cogiendo, finalmente, la calle del Puerto. Es imposible que nos controlemos en cada segundo de nuestras vidas. A cada uno de nosotros, nos llegará, antes o después, el momento en que el pánico se apodere de nosotros.

Lander me está esperando con el motor en marcha. Me lanzo sobre el asiento libre de delante y me aferró a él en un abrazo.

– Parece prometedor -me dice.

Lentamente recupero el aliento y logro que mi respiración recobre su ritmo normal.

– Ha sido una muestra de simpatía puramente excepcional -digo-. No dejes que se te suba a la cabeza.


Dejo que me lleve hasta la entrada principal de la casa. Al menos por esta noche, he perdido las ganas de estar sola en la oscuridad. Y no sé adónde ir si no. Es Moritz en persona quien me abre la puerta. En batín de rizo blanco, con unos pantalones cortos de seda blanca, el pelo despeinado y los ojos soñolientos.

Me mira. Mira a Lander, que lleva mi bolsa. Mira el Jaguar. A través de su cerebro medio dormido deambulan y luchan el asombro, los celos, la rabia durante muchos años contenida, la cólera, la curiosidad y la indignación fervorosa. Entonces se rasca la barba de tres días.

– ¿Quieres entrar? -dice-. ¿O prefieres que te pase el dinero directamente por el buzón de la puerta?

5

Las costillas son los arcos elípticos cerrados de los planetas, con sus focos principales en el sternum, el esternón, el centro blanco de la fotografía. Los pulmones son las sombras grisáceas de la vía láctea contra la pantalla de plomo negra del espacio celestial. El contorno oscuro del corazón es la nube de ceniza del sol consumido. Las hipérbolas nebulosas de las entrañas son los asteroides liberados, los vagabundos del espacio, el polvo cósmico fortuito.

Estamos en la consulta de Moritz, alrededor de la pantalla de luz en la que están colgadas tres radiografías. En la reducción técnica de una fotografía fotón queda más evidente que nunca que el hombre es un universo; un sistema solar visto desde otra galaxia. Y, sin embargo, este hombre está muerto. Durante las heladas pérmicas de Holsteinborg, alguien le ha cavado una tumba con un taladro neumático y la ha cubierto con piedras y cemento para así mantener a los zorros azules alejados de sus vísceras.

– Marius Hoeg, fallecido en el Glaciar de Barren, Gela Alta, en el mes de julio de 1966.

Moritz, el médico forense Lagermann y yo estamos de pie ante la pantalla. Sentada en un sillón de mimbre, está Benja chupándose el pulgar.

El suelo está cubierto de mármol amarillo y las paredes recubiertas de tela de saco marrón claro. Hay muebles de mimbre y una camilla de exploración que han lacado de color verde aguacate y tapizado con piel de buey de color natural. Un original de Dalí cuelga de la pared. Incluso el aparato de rayos X parece sentirse reconfortado en este intento de hacer que la alta tecnología sea acogedora.

Es aquí donde Moritz suele ganar gran parte del dinero que ayuda a dulcificar el atardecer despacioso de su vida. Pero, en este momento, está trabajando gratis. Está contemplando las radiografías que Lagermann, contraviniendo seis artículos de la ley, ha sacado del archivo del Instituto Forense.

– Falta el informe de la expedición del 66. Simplemente lo han retirado, haciéndolo desaparecer. ¡Qué hijos de puta!

Le he contado a Moritz que me buscan y que no pienso ponerme en contacto con la policía. Detesta las transgresiones de la ley pero se resigna cabizbajo porque, con o sin el consentimiento de la policía, es preferible que yo esté aquí a que me vaya.

Le he contado que me vendría a ver un conocido y que necesitaríamos el megatoscopio de su clínica. Su clínica es su santuario más íntimo, a tono con sus inversiones y sus cuentas bancarias en Suiza pero, sin embargo, baja la cabeza.

Le he dicho que no quiero hablar ni darle ninguna explicación del asunto. Baja la cabeza. Intenta amortizar la deuda que tiene conmigo. La deuda tiene una antigüedad de treinta años y no tiene fondo.

Ahora, que ha llegado Lagermann y lo ha sacado todo y ha colgado las radiografías con pequeñas pinzas, la puerta se abre y Moritz entra completamente encogido.

Allí, sobre el suelo de la consulta, de pie delante de nosotros, Moritz es tres personas en una.

Es mi padre, que sigue queriendo a mi madre y, tal vez, a mí también, y que ahora está enfermo por una preocupación que no puede controlar.

Es el gran médico, el doctor estrella de las inyecciones que nunca ha sido excluido y que siempre lo sabía todo antes que nadie.

Y es el niño pequeño que han dejado fuera, al otro lado de una puerta tras la cual está ocurriendo algo en lo que le encantaría, en lo que se muere por tomar parte.

Esta última persona es la que, tras una repentina ocurrencia, dejo entrar y presento a Lagermann.

Naturalmente, conoce a mi padre y le estrecha la mano y le envía una sonrisa ancha, puesto que ya lo ha visto en dos o tres ocasiones antes. Debía de haber supuesto lo que iba a ocurrir, es decir, que Lagermann lo arrastre hasta la pantalla.

– Eche un vistazo a esto -dice-, porque me juego lo que sea a que hay algo que le sorprenderá.

Se abre la puerta y Benja entra, dando pasitos de bailarina. Con sus calcetines de lana, sus pies de prima donna girados hacia afuera y sus reclamos de atención ilimitada.

Los dos hombres están pegados al transparente mapa celestial de la pantalla. Me hablan y me lo explican todo. Pero, en realidad, se dirigen el uno al otro.

– Hay pocas bacterias peligrosas en Groenlandia.

Lagermann no sabe que Moritz y yo hemos olvidado más sobre Groenlandia de lo que él pueda llegar a aprender en toda su vida. Sin embargo, no le interrumpimos.

– Hace demasiado frío. Y el aire es demasiado seco. Por esta razón, los casos de intoxicación por ingestión de alimentos deteriorados se dan en muy raras ocasiones. Con la excepción de una forma: botulismo, bacterias anaerobias que causan una peligrosa intoxicación de la carne.

– Yo soy lactovegetariana -dice Benja.

– El informe está en Godthaab, con copia en Copenhague. Según el informe, encontraron a cinco personas en un mismo día, el 7 de agosto del 91. Hombres jóvenes y sanos. Botulismo, la Clostridium Botulinum es anaeróbica, como lo es la bacteria del tétanos. Y, por sí sola, inofensiva. Sin embargo, sus toxinas son altamente tóxicas. Atacan el sistema nervioso periférico, donde los nervios enervan las fibras musculares. Paralizan la respiración. Justo antes de que sobrevenga la muerte, es todo, naturalmente, muy espectacular. Se produce hipoventilación, una acidosis galopante. La cara se pone azul. Pero cuando ya todo ha terminado, no quedan huellas. Naturalmente, la lividez cadavérica es algo más oscura pero, qué caramba, también lo son en casos de ataques cardíacos.

– ¿Eso quiere decir que no se dan signos externos de la enfermedad? -pregunto.

Sacude la cabeza negativamente.

– En efecto. El botulismo es un diagnóstico de exclusión. Una sospecha a la que se llega porque es imposible encontrar otras causas mortales. Para ello se hace un análisis de sangre. Muestras de los alimentos que están bajo sospecha. Se envía todo al Instituto Serológico. El Hospital de la Reina Ingrid en Godthaab dispone, desde luego, de un laboratorio médico. Pero no dispone de facilidades para rastrear las sustancias tóxicas menos frecuentes. Por lo que enviaron las muestras de sangre a Copenhague. En las muestras encontraron toxinas del Botulinum.

Saca una de sus enormes cerillas para puros. Las cejas de Moritz se fruncen. Está terminantemente prohibido, so pena de muerte, fumar en la clínica. Los fumadores son enviados al fumadero, que en realidad significa darse una vuelta por el jardín. Incluso en el jardín, Moritz no lo contempla con agrado. Es de la opinión de que la simple visión de alguien fumando, incluso a lo lejos, puede trastornar el equilibrio de su swing. Una de las pocas, grandes, milagrosas victorias sobre mi madre fue conseguir que ella saliera fuera a fumar mientras estaban en Qaanaaq. Una de sus muchas derrotas, que ella fumara en la tienda de campaña de verano en Siorapaluk.

Con el extremo de la cerilla, Lagermann señala una serie de cifras microscópicas en el borde inferior de la radiografía.

– Las radiografías cuestan un ojo de la cara. Únicamente las utilizamos para localizar la quincalla con la que la gente anda apuñalándose. No tomaron ninguna placa en el 91. No lo estimaron necesario.

Saca un puro envuelto en celofán del bolsillo de su camisa.

– Está prohibido fumar aquí -dice Benja.

La contempla con aire distraído. Entonces golpea suavemente la fotografía con el puro.

– Pero en el 66 tuvieron que hacer radiografías. Tenían ciertas dudas a la hora de identificar a las víctimas. Porque estaban muy mutiladas por la explosión. No tuvieron más remedio que hacer radiografías. Con el fin de localizar antiguas fracturas, etcétera. Entonces las radiografías debían haber sido enviadas a todos los médicos groenlandeses. Junto con una radiografía completa de lo que quedaba de sus dentaduras.

Hasta este momento, no me había percatado de que en las radiografías no aparecen los fémures debajo de las caderas.

Lagermann coloca con cuidado dos radiografías más al lado de la que ya estaba colgada. En una de ellas, prácticamente toda la columna vertebral está intacta. La otra es un caos de trozos de huesos y sombras oscuras, un universo desmembrado.

– Las radiografías plantean varios problemas de carácter profesional. Como, por ejemplo, el emplazamiento de los cuerpos en relación a la detonación. Parece como si hubieran estado sentados encima de la carga explosiva. Da la sensación de que ésta no ha sido introducida, tal como suele hacerse cuando se utilizan explosivos plásticos en las rocas o en el hielo, en un canal previamente barrenado o amasado con forma de lata invertida, que orienta la explosión a un punto determinado. En otras palabras, de que les ha explotado directamente entre las nalgas. Lo cual es inusitado, teniendo en cuenta que se trataba de profesionales.

– Yo me voy -dice Benja. Pero, sin embargo, se queda.

– Todo esto, hay que decirlo, no son más que especulaciones sobre indicios de poco peso.

Cuelga las radiografías mayores debajo de las primeras.

– Ampliaciones del negativo de estas zonas.

Las señala con el puro.

– Se pueden apreciar los restos del hígado, el esófago inferior y el estómago. Aquí se ha incrustado la costilla inferior, encima de la vértebra lumbar que está aquí. Esto es el corazón. En esta parte está lesionado; en ésta, intacto. ¿Qué ve usted?

Para mí es un caos de matices grises y negros. Moritz se inclina hacia delante. La curiosidad supera a la vanidad. De su bolsillo interior, saca las gafas con las que únicamente nosotras, las mujeres de su vida, le hemos visto. Entonces pone una uña en cada imagen.

– Aquí.

Lagermann se incorpora.

– Sí -dice-. Justo aquí. Pero, ¿qué coño debe ser?

Moritz coge una lente de aumento de una bandeja de aluminio. Incluso cuando lo señala, no acabo de entenderlo. Hasta que me lo muestra en la otra radiografía, no soy capaz de vislumbrarlo. Como en la glaciología. La primera vez parece casualidad. Es justamente la repetición la que crea una estructura.

Se trata de una huella blanquecina tan fina como una aguja, irregular y sinuosa. Corre a lo largo de las vértebras quebradas, desaparece a la altura de las costillas, vuelve a aparecer en la punta de uno de los pulmones, desaparece, y vuelve a estar presente cerca del corazón, fuera de él y parcialmente dentro, en la gran cámara cardíaca, como un hilo blanco de luz.

Lagermann señala sobre la otra radiografía. A través del hígado, adentrándose en el riñón izquierdo.

Miran a través de la lente de aumento.

Entonces Moritz se da la vuelta. Coge una revista gruesa y satinada de encima del escritorio.

– Nature -dice-. Un número especial del 79. Sobre el que tú me has llamado la atención, Smila.

Hay una fotografía en la página de la derecha. Es una radiografía especial, tomada mediante una técnica que permite que también las partes blandas sean visibles, de manera que el cuerpo, casi imperceptiblemente y de forma paulatina, se funde con el esqueleto.

– Esto -dice Moritz- es un «ganés».

Señala con su pluma a lo largo del lado izquierdo de la fotografía, donde una huella clara y tortuosa se desliza desde la cadera hasta la cavidad abdominal.

– Dracunculus -dice-. El gusano de Guinea. Transmitido a través de unos crustáceos, Cyclops, por el agua potable. También pueden abrirse camino a través de la piel. Un parásito muy desagradable. Puede llegar a medir un metro de largo. Puede llegar a atravesar el cuerpo a una velocidad de un centímetro por día. Finalmente, acaba sacando la cabeza por el muslo. Allí suelen atraparlo los africanos enroscándolo alrededor de un palo. Cada día enroscan un par de centímetros. Tardan aproximadamente un mes en sacarlo. Ese mes, y los meses anteriores, son un período de continuo sufrimiento.

– Es asqueroso -dice Benja.

Mantenemos las cabezas lo más cerca que podemos de las fotografías.

– Ya pensé -dice Lagermann-, ya pensé que podía tratarse de una especie de gusano o larva.

– El artículo en Nature -dice Moritz- versa sobre el diagnóstico radiológico de este tipo de parásitos. Su diagnóstico es muy complicado cuando no ha llegado a calcificarse en el tejido. Dado que el corazón ha dejado de latir, es muy difícil hacer que los líquidos de contraste se dispersen por el cuerpo.

– Estamos hablando de Groenlandia -digo-. No de los trópicos.

Moritz asiente con la cabeza.

– Sin embargo, lo habías subrayado en tu carta. Es Loyen quien ha escrito el artículo. Se trata de una de sus grandes especialidades.

Lagermann tamborilea con los dedos sobre la fotografía.

– No sé nada sobre enfermedades tropicales. Soy médico forense. Pero algo se ha introducido en estos dos hombres. Algo que quizá se parezca a un gusano, quizás a otra cosa. Que ha dejado un canal, que tiene una longitud de cuarenta centímetros y un diámetro de, por lo menos, dos milímetros. Atravesando, como si nada, el diafragma y las partes blandas. Y que acaba en unas zonas que están reventadas de infección. Para estos dos señores, el TNT no ha tenido ninguna importancia. Ya habían muerto previamente. Muertos, porque algo, lo que fuera, había logrado meter su cabeza en sus corazones e hígados.

Nos quedamos inmóviles, contemplando indecisos las fotografías.

– El hombre adecuado para plantearle la cuestión -dice Moritz- sería probablemente Loyen.

Lagermann lo contempla con los ojos entornados.

– Sí -contesta-. Sería muy interesante escuchar lo que tiene que decir sobre el asunto. Pero parece ser que, en el caso de que quisiéramos estar seguros de recibir una contestación sincera, nos veríamos obligados a atarle a una silla, suministrarle pentotal sódico y conectarlo a un detector de mentiras.

6

Me gustaría entender a Benja. En este momento, más que nunca.

No fue siempre así. No siempre quise entender, por encima de todo. Al menos me digo a mí misma que no siempre fue así. Cuando llegué a Dinamarca por primera vez, experimenté los fenómenos. En su horror, o su belleza, o en su gris tristeza. Pero sin sentir ninguna necesidad fuerte de explicármelos.

A menudo, Isaías no había comido cuando llegaba a casa. Juliana estaba sentada a la mesa con sus amigos y había cigarrillos y risas y lágrimas y un uso excesivo de alcohol, pero, sin embargo, no había ni tan sólo una miserable moneda de cinco coronas para comprar unas patatas fritas. Nunca se quejó. Nunca protestó ante su madre. Nunca se enfadó. Paciente, callado, alerta, se escurría de entre las manos tendidas y se iba. Para encontrar, de ser posible, otra solución. Algunas veces, el mecánico estaba en casa; otras, lo estaba yo. Podía permanecer sentado en mi salón, durante una hora o más, sin decir que tenía hambre. Sometido por un extremo, acaso estúpido, sentido de la cortesía groenlandesa.

Cuando cocinaba para él, cuando hervía una caballa y le ofrecía una pieza entera de kilo y medio, depositándola en el suelo sobre un papel de periódico y él, con la ayuda de ambas manos, sin mediar palabra, con una minuciosidad metódica, se comía todo el pescado; se comía los ojos, succionaba el cerebro, lamía la espina dorsal y trituraba las aletas con los dientes; entonces, me invadían las ganas de explicar. De intentar entender la diferencia entre la educación en Dinamarca y en Groenlandia, respectivamente. Con el fin de llegar a comprender los dramas sentimentales -humillantes, agotadores y monótonos- mediante los que se encadenan los padres e hijos europeos en un odio y una dependencia mutua. Y para llegar a entender a Isaías.

En lo más hondo de mi ser, sé que el querer comprender lleva a la ceguera; que el deseo de entender lleva implícito una brutalidad que borra aquello que anhela la razón. Únicamente la experiencia es sensible. Pero, en tal caso, tal vez yo sea débil y brutal al mismo tiempo. Nunca he podido dejar de intentarlo.

Benja parece haberlo recibido todo. Conocí a sus padres en una ocasión. Son esbeltos, delicados, tocan el piano y hablan varios idiomas. Y cada verano, cuando la escuela del Teatro Real cerraba sus puertas y ellos viajaban al sur, a su casa en la Costa Esmeralda, solían llevar consigo al mejor profesor de ballet francés para que éste tiranizara a Benja cada mañana en la terraza, entre las palmeras, porque así lo había querido ella misma.

Es de suponer que una persona que nunca ha sufrido ni le ha faltado nada que valiera la pena mencionar, se tranquilizaría, acabando por reposar en sí misma. Durante una larga temporada creo que también la estuve juzgando equivocadamente. Cuando se paseaba por los salones delante de Moritz y de mí, sólo con unas braguitas pequeñas, cubriendo las lámparas con pañuelos rojos de seda porque la luz la deslumbraba e irritaba los ojos; y cuando le proponía una serie interminable de citas a Moritz y las volvía a cancelar porque, decía, que ese día necesitaba ver a gente de su edad; entonces yo estaba convencida de que se trataba de un juego entre ambos. Que ella, sobre una ola misteriosa de seguridad en sí misma, ponía a prueba su juventud, su belleza y su capacidad de atracción ante Moritz, que era casi cincuenta años mayor.

Un día fui testigo de cómo le exigía a Moritz que cambiara los muebles de sitio para que ella pudiera disponer del espacio suficiente para bailar. Contra lo esperado, él se negó.

En un primer momento, ella no podía creérselo. Su bello rostro y sus ojos oblicuos en forma de almendra y su frente recta bajo los tirabuzones brillaban ebrios de victoria. Pero luego entendió que él no pensaba dar su brazo a torcer, que no sucumbiría bajo sus deseos. Tal vez fue la primera vez que esto ocurría en su relación. Primero, palideció de ira contenida y, después, su rostro se resquebrajó. Sus ojos se llenaron de desesperación; vacíos, abandonados; su boca se selló en un llanto ahogado, infantil y desesperado que, sin embargo, no quería fluir.

Entonces vi que ella lo amaba. Que, debajo de la coquetería suplicante, había un amor semejante a una operación militar capaz de soportar cualquier cosa y que libraría cualquier batalla blindada que fuera necesario librar, exigiéndolo todo a cambio. Fue entonces cuando también pensé, que, tal vez, siempre me odiaría. Y que ella tenía la batalla perdida de antemano. En algún lugar recóndito de Moritz se esconde un paisaje al que ella nunca podrá acceder. La tierra de sus sentimientos hacia mi madre.

O tal vez esté equivocada. En este momento, ahora mismo, me viene a la mente que ella, a pesar de todo, ha salido vencedora. Si así fuera, yo sería la primera en reconocer que se ha esforzado, que no se ha quedado de brazos cruzados. Que no se ha limitado a seguir meneando su pequeño tutú. Nada de limitarse a enviar miradas lánguidas y enamoradizas desde el escenario al patio de butacas donde suele sentarse Moritz, esperando que surjan efecto a la larga. Nada de confiar en sus influencias en casa y en el seno de la familia. Si, hasta ahora, no lo sabía, ahora lo sé. En Benja hay energía bruta.

Estoy en medio de la nieve, junto al muro de la casa, mirando a través de la ventana de la despensa. Allí, Benja está sirviendo un vaso de leche. La encantadora, flexible Benja. Y se lo ofrece a un hombre que ahora aparece en mi campo visual. Es la Uña.


Llego por la calle Strand, desde la estación de Klampenborg, y es un verdadero milagro que lo haya visto porque he tenido un día muy pesado. Esta mañana no he podido soportarlo más, me he levantado y me he recogido el pelo y mi vendaje, un simple bálsamo para la llaga debajo de un gorro de esquí. Me he puesto unas gafas de sol y un abrigo de lodden y he cogido el tren hasta la Estación Central y, desde allí, he llamado al mecánico, pero nadie contesta.

Entonces he paseado por los muelles, desde el muelle Told hasta Langelinje, con el fin de ordenar mis ideas. Cerca del puerto Norte, hago una serie de compras y encargo el envío de una caja al domicilio de Moritz. Luego, hago una llamada desde una cabina telefónica. Una llamada que sé que constituye una acción decisiva en mi vida.

Sin embargo, por alguna extraña razón, significa muy poco para mí. Bajo determinadas circunstancias, las decisiones importantes, incluso fatales, las cuestiones de vida o muerte, caen en la vida de cada uno con una ligereza y una indiferencia casi apáticas. Mientras que las pequeñas cosas, insignificantes, como, por ejemplo, la manera en que nos aferramos a aquello que, de todos modos, ha terminado, nos resultan decisivas. Lo que, para mí, resulta importante en este día es volver a ver el puente de Knippel, que he cruzado con él en coche, y La Incisión Blanca, donde he dormido con él, y la Sociedad Criolita, y la calle de Skudehavn, por donde hemos paseado cogidos de la mano. Desde la cabina de la estación del puerto Norte, vuelvo a llamarle. Me contesta un hombre. Pero no es él. Es una voz serena y controlada, anónima.

– ¿Sí?

Aprieto el auricular contra la oreja. Entonces cuelgo. Consulto el listín telefónico. No encuentro su taller de coches. Tomo un taxi hasta la plaza de Toftegaard y bajo andando por la avenida de Vigerslev. No hay ningún taller. Desde una cabina, llamo al colegio profesional. El hombre que me atiende es amable y paciente. Sin embargo me dice que nunca ha estado registrado ningún taller de coches en la avenida de Vigerslev.

Hasta este momento no me doy cuenta de lo expuestas que están las cabinas telefónicas. Llamar desde una es como exponerse una misma a ser reconocida inmediatamente.

En el listín de teléfonos constan dos direcciones del Centro para la Investigación y el Desarrollo. Una en el Instituto de August Krogh y otra en la Escuela Superior Técnica de Dinamarca, en Lundtoftesletten. Supongo que la biblioteca y el secretariado se encontrarán en la segunda dirección.


Tomo un taxi hasta la calle de Kampmann, hasta el Registro Mercantil Central. La sonrisa del muchacho, su corbata y su ingenuidad son las mismas.

– Me alegra volver a verte -me dice.

Le muestro el recorte de periódico.

– Tú sueles leer periódicos extranjeros. ¿Te acuerdas de esto?

– El suicidio -dice-. Todo el mundo se acuerda. La secretaria del consulado saltó desde un tejado. El tipo al que detuvieron había estado intentando convencerla de que no lo hiciera. El asunto planteó cuestiones de principio en cuanto a la indefensión de los daneses en el extranjero.

– ¿No recordarás, por casualidad, el nombre de la secretaria?

Se le llenan los ojos de lágrimas.

– Estudié derecho internacional en el mismo curso que ella. Una chica espléndida. Se llamaba Ravn. Natalia Ravn. Ingresó en el Ministerio de Justicia. Se rumoreaba, entre bastidores, que ella podría llegar a ser la primera Directora General de la Policía.

– Ya no hay nada secreto -digo en parte para mis adentros-. Si ocurre algo en Groenlandia, ese algo está relacionado con otra cosa que ocurrió en Singapur.

Me contempla sin comprender y con ojos tristones.

– No has venido a verme a mí -me dice-. Viniste por esto.

– No vale la pena conocerme -digo, y mientras lo digo estoy convencida de que es así.

– Me recuerda a ti. Misteriosa. Tampoco era una mujer que pudieras imaginarte tras un escritorio. No llegué a entender nunca que, de repente, acabara como secretaria en Singapur. Depende de otro Ministerio.

Tomo el tren hasta la estación de Lyngby y, desde allí, un autobús. De alguna manera, me recuerda la época en que tienes diecisiete años. Crees que la desesperación te detendrá por completo, te paralizará, pero, no es así. Se incrusta en algún lugar oscuro de tu interior, obligando al resto del sistema a que funcione, a que realice tareas prácticas que, tal vez, no sean importantes, pero que, a pesar de todo, te mantienen ocupada; que te aseguran que, de alguna manera, sigues estando viva.

Entre los edificios, la nieve yace con un grosor de un metro; sólo han desalojado unos estrechos pasillos.

El Centro para la Investigación y el Desarrollo no está todavía instalado definitivamente. En la recepción han colocado un mostrador, pero lo han vuelto a cubrir porque están pintando el techo. Les explico lo que estoy buscando. Una mujer me pregunta si he solicitado hora para utilizar la base de datos. Le contesto que no. Sacude la cabeza, todavía no han inaugurado la biblioteca. Los archivos del centro están guardados en UNI C, en el Centro de Información para la Investigación y la Educación de Dinamarca, el sistema informático de las escuelas superiores, al que no tiene acceso el público en general.

Doy algunas vueltas alrededor de los edificios durante algún tiempo. Conozco el sitio por mis tiempos de estudiante. Los cursos de agrimensura se impartían aquí. El tiempo ha ido modificando la zona. La ha hecho más dura y extraña de como la recordaba. O quizá sea simplemente el frío. O yo misma.

Paso por delante del edificio de Informática. Está cerrado pero, al salir un grupo de estudiantes, me introduzco en él. En el aula central hay, tal vez, unos cincuenta terminales. Espero un rato. En el momento en que, por fin, entra un señor mayor, le sigo. Cuando toma asiento ante un terminal, estoy detrás de él, muy atenta. No me ve. Permanece detrás de la pantalla durante una hora. Entonces se va. Me siento delante de un terminal libre y aprieto una tecla. La máquina escribe «Log on user id?» Yo escribo «LTH3», tal como lo hizo el señor mayor. La máquina me contesta: «Welcome to Laboratoriet for teknisk hygiejne. Your password?«Tecleo «JPB». Tal como hizo el señor mayor. La máquina me contesta con un «Welcome Mr. Jens Peter Bramslev».

A mi «Centro para la Investigación del Desarrollo», la máquina contesta con un menú. Uno de los títulos es «Library». Tecleo «Toerk Hviid». Sólo hay un título. «Una hipótesis sobre el exterminio de la vida submarina en el océano Ártico en relación con el incidente Álvarez».

Ocupa alrededor de las cien páginas. Las ojeo un poco por encima. Hay tablas cronológicas. Fotografías de fósiles. Ni las fotos ni los pies de foto son inteligibles en el bajo nivel de resolución de la pantalla. Hay diversas curvas. Algunos mapas diagramáticos geológicos del actual estrecho de Davis en diversos momentos de su creación. Todo en general me parece incomprensible. Salto hasta el final.

Detrás de una larga bibliografía, encuentro un breve resumen del contenido del artículo.


«El artículo toma como punto de partida la tesis de los años setenta del físico y Premio Nobel Luis Álvarez, según la cual el contenido de iridio en una estría de arcilla entre sedimentos de creta y terciarias en Gubbio, en los Apeninos septentrionales, y en el acantilado de Stevns, en Dinamarca, es demasiado alto como para que no se deba a la caída de un meteorito de gran tamaño.

»Álvarez presume que el impacto tuvo lugar hace sesenta y cinco millones de años, que el meteorito tenía un diámetro de entre seis y catorce kilómetros y que éste explosionó al chocar con la Tierra, liberando una energía de una magnitud de cien millones de megatoneladas de TNT. La nube de polvo resultante eclipsó totalmente la luz del sol durante un período de, por lo menos, varios días. En este período, diversas cadenas tróficas se colapsaron. El resultado fue que una gran parte de los microorganismos marinos y submarinos se extinguieron, hecho que repercutió, asimismo, en los animales carnívoros y herbívoros.

»El artículo reflexiona, basándose en algunos hallazgos del autor en el mar de Barents y en el estrecho de Davis, sobre la posibilidad de que la radiación resultante de la explosión producida por el impacto del meteorito contra la Tierra, puede explicar una serie de mutaciones entre algunos parásitos marinos en los períodos tempranos del Paleoceno. Asimismo, discurre sobre la posibilidad de que dichas mutaciones puedan ser las causantes de la extinción en masa de algunos animales marítimos mayores.»


Vuelvo atrás en el documento. El lenguaje es claro y conciso; el estilo, pulido, casi transparente. Sesenta y cinco millones de años parecen, de cualquier manera, muchísimo tiempo atrás.


Cuando tomo el tren de vuelta, se ha hecho de noche. El viento arrastra una nieve ligera consigo, pirhuk. Lo registro como si estuviera anestesiada.

En la ciudad se adquiere una manera especial de contemplar el mundo exterior. Una visión enfocada de manera selectiva. Cuando tienes que abarcar un desierto o una superficie de hielo con la vista, miras de una manera distinta. Dejas que los detalles queden fuera de foco en favor de una visión general. Una mirada de este tipo observa una realidad diferente. Si contemplas un rostro de esta manera, éste empieza a descomponerse en una serie cambiante de máscaras.

Para este tipo de vista, la vaharada exhalada por una persona, el velo formado por las gotas enfriadas que, en temperaturas inferiores a los 8 °C, se crea en el aire expirado, no se limita a ser simplemente un fenómeno que existe a cincuenta centímetros de la boca. Es algo amplio, extenso; una modificación estructural del espacio que rodea a un ser de sangre caliente; un aura de desplazamientos térmicos mínimos pero, sin embargo, manifiestos. He visto a cazadores disparar contra liebres de los Alpes en una noche de invierno sin estrellas, a doscientos cincuenta metros de distancia, apuntando únicamente a la neblina que las rodeaba.

Yo no soy cazadora. Y mi interior está dormido. Acaso esté cercana a la resignación. Pero, sin embargo, lo percibo cuando estoy a cincuenta metros, antes de que él me haya oído. Está de pie, entre dos columnas de mármol que flanquean la verja que lleva hasta el portal desde la calle Strand.

En el barrio de Noerrebro, la gente está en las esquinas y en los portales, allí no tiene importancia. En la calle Strand, en cambio, es significativo. Además, me he vuelto hipersensible. Me desprendo, pues, del abandono en el que me había sumido, doy unos pasos atrás y me introduzco en el jardín de los vecinos.

Encuentro el agujero que hay en el seto, que tantas veces he encontrado de pequeña, me escurro a través de él y espero. Tras un par de minutos, veo al otro. Se ha colocado en la esquina, cerca de la casa del portero, donde el camino de grava de la entrada conduce hasta la casa.

Vuelvo sobre mis pasos hasta el lugar desde el que puedo acercarme a la puerta de la cocina sin ser vista por ninguno de los dos. La visibilidad ha empezado a disminuir. La tierra negra entre los rosales está tan dura como la piedra. El baño de los pájaros está incrustado en un enorme cúmulo de nieve.

Camino pegada a los muros de la casa y me viene a la mente el hecho de que yo, que tantas veces me he sentido perseguida, no tenga, tal vez, nada de qué quejarme.

Moritz está solo en el salón, puedo verle a través de la ventana. Está sentado en la silla baja de madera de roble, agarrando el brazo con fuerza. Sigo mi ronda alrededor de la casa, paso por delante de la puerta principal y a lo largo de la parte trasera hasta donde sobresale la galería. Hay luz en la despensa. Allí veo a Benja. Está sirviéndose un vaso de leche fría. Reconfortante en una noche como ésta, en la que hay que velar y esperar. Subo por la escalera de incendios. Lleva hasta el balcón de la habitación que antaño fue mía. Entro y avanzo a tientas. Han traído la caja que envié; está en el suelo, en medio de la habitación.

La puerta que da al pasillo está abierta. En el vestíbulo, Benja acompaña a la Uña hasta la puerta principal.

Le veo cruzar el camino de grava como una sombra en la oscuridad.

Han aparcado en el garaje, por supuesto. Moritz ha movido un poco el coche que usa a diario para dejarles espacio suficiente. Los ciudadanos deben ayudar a la policía en todo lo posible.

Me deslizo sigilosamente escaleras abajo. Las conozco, por lo que no hago ruido. Llego al vestíbulo, lo cruzo, pasando por delante del guardarropa, y me introduzco en el saloncito. Allí está Benja. No me ve. Está mirando por la ventana, contemplando el Oresund. Las luces del puerto de Tuborg, Suecia y el fuerte Flak. Canturrea. Sin sentir verdadera alegría y sin relajarse. Pero, sin embargo, intensamente. Esta noche, piensa, esta noche acabaré con Smila. La groenlandesa de postín.

– Benja -digo.

Se da la vuelta rápidamente, como cuando baila. Pero entonces se queda paralizada.

No digo nada pero hago un gesto con el brazo y, con la cabeza gacha, ella me lleva hasta el salón.

Me quedo de pie en el vano de la puerta, donde las largas cortinas me protegen de las miradas de la calle.

Moritz levanta la cabeza y me ve. No cambia de semblante. Sin embargo, su cara se encoge, se amarga.

– Fui yo.

Benja se ha deslizado a su lado. Él le pertenece.

– Fui yo la que les llamé -insiste.

Él se pasa la mano por la barba. No se ha afeitado esta noche. Los cañones de la barba son negros, con algunas motas grises. Su voz es baja y resignada.

– Nunca he dicho que fuera perfecto, Smila.

Ha dicho millones de veces que lo era, pero no tengo ánimos para recordárselo. Por primera vez noto que es viejo. Que en algún momento, quizá no demasiado lejano, morirá. Durante unos instantes, resisto a los embates pero entonces me rindo y me sobreviene la compasión. En este momento tan mísero y lamentable.

– Te están esperando fuera -dice Benja-. Te van a llevar con ellos. No perteneces a este lugar.

No puedo evitar cierta admiración por ella. Puedes encontrar un poco de esa misma locura en las osas polares, cuando defienden a sus crías.

Moritz parece no haberla oído. Su voz sigue siendo baja, introvertida. Como si, en realidad, estuviera hablándose, sobre todo, a sí mismo.

– Deseaba tanto la tranquilidad. Quería tener a la familia a mi alrededor. Pero no lo logré. Nunca lo he logrado. Pierdo el control de las cosas. Cuando vi la caja que trajeron esta tarde, entendí que volvías a marcharte. Como todas aquellas veces en las que te escapaste. Soy ya demasiado viejo para salir en tu busca y traerte de vuelta a casa. Tal vez también me equivoqué entonces haciéndolo.

Sus ojos están inyectados en sangre cuando me mira.

– No quiero que desaparezcas, Smila.

Cualquier vida encierra una posibilidad de esclarecimiento. Esta oportunidad Moritz la ha quemado, la ha desperdiciado. Los conflictos que ahora lo sujetan, presionándole contra el asiento del sillón, los tenía ya cuando estaba en la treintena, cuando me conoció, cuando se convirtió en mi padre. Todo lo que ha hecho la edad, ha sido mermar sus fuerzas para enfrentarse a ellos.

Benja se pasa la lengua por los labios.

– ¿Quieres salir tú misma -me dice- o prefieres que yo los traiga hasta aquí?

Hasta donde alcanza mi memoria, siempre he intentado abandonar esta casa, este país. Cada vez la existencia lo ha utilizado a él como su herramienta inanimada, carente de voluntad propia, para que me trajera de vuelta. En este instante se hace evidente, como nunca desde que era una niña, que la libertad de elección es una ilusión; que la vida nos conduce a través de una serie de confrontaciones amargas, involuntariamente cómicas e iterativas, con aquellos problemas que no hemos sabido resolver. En otras circunstancias y en otro momento, acaso hubiera podido sonreír. Ahora mismo estoy demasiado cansada. Agacho, pues, la cabeza, disponiéndome a rendirme.

Entonces Moritz se levanta de la silla.

– Benja -dice-, tú te quedas aquí.

Ella lo mira sorprendida.

– Smila -me dice-, ¿qué debo hacer?

Nos medimos el uno al otro con los ojos entornados. En su interior hay algo que se viene abajo.

– El coche -digo-. Lleva el coche a la puerta trasera. Lo suficientemente cerca, para que puedas transportar la caja que envié esta tarde, sin que lo vean. Y para que yo pueda meterme y echarme en el suelo delante del asiento trasero.

Cuando él abandona el salón, Benja se sienta en su silla. Su rostro es distante, inexpresivo, parece estar muy lejos. Oímos que el coche se pone en marcha, sale del garaje; suena el crujir de las ruedas sobre la gravilla delante de la puerta. El sonido de la puerta. Los pasos cautelosos, cansados de Moritz portando la caja hasta el coche.

Al volver a entrar, lleva unas botas de agua, un impermeable y una gorra de lana. Sólo permanece un instante en la puerta. Entonces se da la vuelta y sale.

Me levanto y Benja me sigue despacio. Entro en el saloncito donde está el teléfono y marco un número. Cogen el teléfono enseguida.

– Voy para allá -digo, y después cuelgo.

Cuando me doy la vuelta, Benja está detrás de mí.

– En cuanto os vayáis, saldré y les enviaré detrás de vosotros.

Me acerco a ella. Con el pulgar y el índice le agarro, a través de las mallas, el pubis y aprieto todo lo que puedo. Cuando abre la boca, la agarro con la otra mano por el cuello y le cierro la tráquea. Sus ojos se hacen grandes y están muy asustados. Se desploma sobre las rodillas y yo la sigo, hasta que estamos arrodilladas en el suelo, una delante de la otra. Es más robusta y pesa más que yo, pero su fuerza y su perfidia se encuentran en otro plano distinto al mío. En el Teatro Real no se aprende a conferirle una expresión física a la ira.

– Benja -susurro-, déjame en paz.

Vuelvo a apretar. Sobre su labio superior aparecen unas gotas de sudor.

Entonces la suelto. No despega los labios, no sale ni una sola palabra de su boca. Su rostro está vacío por el terror.

La puerta del vestíbulo está abierta. Justo delante de ella, espera el coche. Me deslizo a gatas hasta el fondo del vehículo. Sobre el asiento trasero está mi caja. Moritz me cubre con una manta y se sienta en el asiento del conductor.

Delante del garaje, se detiene el coche. Moritz baja la ventanilla.

– Muchas gracias por su colaboración -dice la Uña.

Entonces nos vamos.


El Club de Esquí Acuático de Skovshoved tiene una rampa ancha de madera que baja desde el muelle hasta el agua. Allí nos está esperando Lander. Lleva un traje de navegación impermeable de una sola pieza que se introduce en las botas. Es negro.

Negra es también la lona que lleva encima del coche. No es el Jaguar, sino un Land Rover alto.

Negra es, asimismo, la lancha de goma que está amarrada debajo de la lona. Una Zodiac de tela cauchutada con fondo de madera. Moritz quiere ayudar pero no le da tiempo. De un ligero tirón, el hombrecito vuelca la lancha desde el techo del coche, la caza al vuelo con la cabeza y, en un movimiento fluido, la empuja por la rampa.

Del maletero saca un motor fueraborda, lo deposita en el interior de la lancha y finalmente lo ajusta en el armazón de popa.

Los tres levantamos la lancha para meterla en el agua. En mi caja, encuentro unas botas de agua, un pasamontañas, guantes de piel sintética y un mono que me pongo encima de la ropa.

Moritz no nos acompaña hasta la rampa, sino que permanece detrás de la valla.

– ¿Puedo hacer algo por ti, Smila?

Es Lander quien contesta.

– Puede irse lo antes posible.

Entonces desatraca y pone en marcha el motor. Una mano invisible agarra la lancha por debajo y nos transporta lejos de la costa. La nieve está cayendo copiosamente. Después de escasos segundos, la silueta de Moritz desaparece por completo. Justo en el momento en que se da la vuelta y se dirige al coche.

Lander lleva un compás en la muñeca izquierda. En un pasillo de visibilidad que se forma momentáneamente en medio de la nevada, se percibe Suecia. Las luces de Taarbaek. Y como manchas flotantes, algo más claras en la oscuridad, dos barcos que están fondeados entre la costa y el canal de navegación. Al noroeste del fuerte Flak.

– El barco que está a estribor es el Kronos.

Sólo tras un gran esfuerzo, soy capaz de separar a Lander de su despacho, su alcoholismo, sus zapatos alzados, sus trajes de etiqueta. El dominio con que maniobra la lancha entre el oleaje, que, a medida que nos alejamos de la costa, se hace más recio, me resulta impensable e insólito.

Intento orientarme. Hay una milla hasta el canal de navegación. Dos balizas de camino. Los faros en la entrada del puerto de Tuborg. Del puerto de Skovshoved. Los faros sobre las colinas de la carretera de Strand. Un barco portacontenedores de camino hacia el sur.

Cuando la nevada bloquea la visibilidad, le corrijo el rumbo dos veces. Me mira con una mirada escrutadora, pero acaba obedeciendo. No hago ningún intento de explicarle nada. ¿Qué podría contarle?

Se levanta una débil brisa. Nos golpea con frías y duras gotas de agua salada en nuestras caras. Nos arrastramos hasta el fondo de la lancha y nos apoyamos el uno contra el otro. La pesada Zodiac baila sobre el mar rizado. Lander apoya su boca en mi pasamontañas, que me he subido.

– Foejl y yo estuvimos juntos en la Marina de Guerra. En el Cuerpo de Submarinistas. Teníamos veintipocos años. Si eres una persona inteligente, sólo a esa edad puedes soportar tanta mierda. Durante medio año estuvimos levantándonos a las cinco de la mañana. Nadábamos un kilómetro en aguas heladas y corríamos durante una hora y media. Hacíamos saltos nocturnos sobre el agua, a cinco kilómetros de la costa de Escocia, y yo soy prácticamente hemerálope, apenas veo nada de noche. Arrastrábamos aquellos botes de goma de la mierda por los bosques daneses, mientras los oficiales se nos meaban encima, intentando reestructurar nuestra psique para que pudieran sacar buenos soldados de nosotros.

Pongo la mano sobre su brazo que sostiene el timón y corrijo el rumbo. A quinientos metros delante de nosotros, el buque portacontenedores nos corta la proa, con una luz de estribor verde y tres blancas en el árbol de luces.

– Normalmente son los pequeños, los que suelen defenderse mejor. Los de mi tamaño. Éramos nosotros los únicos capaces de seguir adelante siempre. Los grandes hacían un solo levantamiento y ya estaban acabados. Entonces nos veíamos obligados a cargarlos en el bote de goma y llevárnoslos a rastras. Pero con Foejl era distinto. Foejl era grande. Pero tan rápido como si fuera pequeño. No lograban agotarle. Nunca pudieron con él en los cursos de interrogatorios. Simplemente se limitaba a mirarles amablemente, tal como tú lo conoces. Y no cedía ni un solo milímetro. Un día, nos sumergimos debajo del hielo. Estábamos en invierno. El mar estaba cubierto por el hielo. Habíamos tenido que volar el hielo haciendo un agujero en él. Ese día había una corriente muy fuerte. En el descenso me encontré con una corriente fría. Este tipo de cosas pueden ocurrir. El agua condensada del aire espirado se congeló, bloqueando las válvulas de los tanques de aire. En ese momento, todavía no había colocado la cuerda de seguridad para poder volver a encontrar el agujero en el hielo. Suele suceder cuando buceas debajo del hielo. Si estás a dos metros, ya no lo ves. Caí presa del pánico. Perdí la cuerda. Me pareció que ya no podía ver el agujero. Debajo del hielo todo es verdoso, brillante, del color del neón. Tuve la sensación de ser absorbido hasta el Reino de las Sombras. Noté cómo me atrapó la corriente, llevándome hacia abajo y hacia afuera. Me contaron, posteriormente, que Foejl lo vio. Y que cogió un cinturón de plomo en una mano y saltó al agua sin botellas de oxígeno. Únicamente con una cuerda en la mano, porque ya no quedaba tiempo para más. Y se sumergió detrás de mí. Dio conmigo a doce metros por debajo del hielo. Pero llevaba un traje seco. Esto significa que la presión del agua oprime la goma contra la piel y hay que añadir una atmósfera por cada diez metros de descenso. Al llegar a una profundidad de aproximadamente diez metros, el canto de goma atravesó la piel de sus muñecas y tobillos. Lo que mejor recuerdo de nuestro ascenso son las nubes de sangre.

Estoy pensando en las cicatrices alrededor de sus muñecas y sus tobillos, negras como abrazaderas de hierro.

– También fue él quien me sacó el agua de los pulmones. Y quien me practicó la respiración artificial. Tuvimos que esperar mucho tiempo. Sólo disponían de un pequeño helicóptero propulsado por turbinas a reacción y las condiciones eran pésimas. Me aplicó un masaje cardíaco y respiración artificial durante toda la vuelta.

– ¿La vuelta a dónde?

– Al estrecho de Scoresby. Estábamos de maniobras en Groenlandia. Hacía frío. Pero a él le gustaba.

La nieve nos encierra entre unas rejas caóticas, en una confusión de rayas oblicuas.

– Ha desaparecido -digo-. He intentado llamarle por teléfono. Es un extraño el que coge el teléfono. Quizás haya sido encarcelado.

Un minuto antes de que aparezca entre la nieve, percibo la presencia del barco. La tracción del casco en las cadenas del ancla; el desplazamiento paulatino de toda esa enorme masa flotante.

– Olvídalo, tesoro. Es lo que hemos tenido que hacer los demás.

En el lado de babor han extendido un corto puente flotante bajo una sencilla luz amarilla, al final de una escalerilla muy empinada. No apaga el motor pero abarloa y estabiliza la lancha, sujetándose a una viga de hierro.

– Si quieres, puedes volver conmigo, Smila.

Hay un algo conmovedor en él; como si hasta este momento no se hubiera dado cuenta de que hemos dejado de jugar hace ya mucho tiempo.

– Lo que pasa es que, en realidad -digo-, no tengo nada por lo que volver.

Yo misma lanzo mi caja al puente. Cuando la sigo y, una vez allí, me giro, permanece un instante mirándome; una pequeña silueta que sube y baja en un movimiento de baile causado por la enorme lancha. Entonces me da la espalda y zarpa.

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