El mar

I

1

El camarote mide dos y medio por tres metros. A pesar de ello, han conseguido meter un lavabo con espejo, un armario, un catre con una lámpara de lectura, una estantería para libros, un pequeño escritorio con una silla, debajo del ojo de buey, y sobre la mesa, el gran perro.

Llega desde el mamparo hasta por encima del catre y mide, por lo tanto, alrededor de dos metros. Sus ojos son tristes, sus patas oscuras, y, cada vez que el barco da un bandazo, intenta tocarme. En caso de que lo consiguiera, me descompondría al instante. La carne se desprendería de mis huesos; mis ojos se saldrían y se evaporarían de sus órbitas; mis entrañas fluirían a través de los poros de mi piel, explotando en nubes de metano.

No pertenece a este lugar, no debería estar aquí. No pertenece en absoluto a mi mundo. Se llama Aajumaaq y es de Groenlandia del Este; mi madre lo trajo a casa después de una visita a Ammassalik. Cuando lo vio por primera vez, allá abajo, entendió que siempre había estado rondando por Qaanaaq y, desde entonces, lo veía regularmente. Nunca toca el suelo y también esta vez flota un poco por encima de la mesa y está aquí, porque estoy en el mar.

Siempre he tenido miedo al mar. Nunca consiguieron meterme en un kayac, a pesar de que era el mayor deseo de mi madre. Nunca he puesto los pies sobre la cubierta del Swan de Moritz. Una de las razones por las que me gusta el hielo, es que cubre el agua y la hace firme, segura, transitable, sinóptica. Sé que fuera el oleaje y el viento han arreciado y, en la parte de delante, la proa del Kronos golpea las olas, rompiéndolas y enviando cascadas ruidosas de agua por las amuras, hasta que, delante de mi ojo de buey, se disuelven en una neblina silbante que resplandece blanca en la noche. En el mar abierto, no hay recaladas, únicamente existe un desplazamiento amorfo y caótico de masas de agua sin rumbo que se rompen y se balancean y cuya superficie vuelve a romperse por subsistemas que interfieren y crean remolinos y desaparecen y surgen y que, finalmente, se desvanecen sin dejar rastro. Lentamente, esta confusión penetrará en los laberintos de mis oídos, disolviendo mi sentido de la orientación. Se abrirá camino hasta mis células y removerá su concentración salina y, de esta manera, la conductibilidad del sistema nervioso, dejándome sorda, ciega y desvalida. No temo al mar porque quiera ahogarme. Lo temo porque quiere desposeerme de mi sentido de la orientación, el giroscopio interno de mi vida; mi conciencia de lo que está arriba y de lo que está abajo; mi conexión con el absolute space.

Nadie puede criarse en Qaanaaq sin navegar. Nadie puede, como he hecho yo, vivir como estudiante profesional, como avanzadilla de expediciones y como guía de Groenlandia del Norte sin verse obligada a salir a la mar. He estado a bordo de muchos barcos y durante mucho más tiempo del que me gusta recordar. Por regla general y siempre que no esté sobre la cubierta de un barco, logro reprimir el recuerdo.

Desde que subí a bordo, hace ya algunas horas, el proceso de derrumbamiento se ha puesto en marcha. Mis oídos han empezado a zumbar, en mis mucosas acontecen extraños e inexplicables desplazamientos de líquidos. Soy incapaz, a estas alturas, de señalar con seguridad los puntos cardinales. Sobre mi mesa, Aajumaaq espera paciente que baje la guardia, descubriéndome.

Me aguarda justo al otro lado de la puerta que lleva al sueño y, cada vez que escucho que mi propia respiración se hace más pesada y sé que estoy dormida, no me deslizo, introduciéndome en la obliteración pacífica de la realidad que necesito, sino que caigo en una nueva y peligrosa claridad al lado del espíritu auxiliador; ese perro con tres garras en cada pata, agrandado y amplificado en las fantasías de mi madre y, desde entonces, desde que era una niña, inoculado en mis pesadillas.

Hace, tal vez, una hora que pusieron en marcha la máquina y que yo, a lo lejos, más que oír, sentí el cabrestante del ancla y el crujido de las cadenas, pero estoy demasiado cansada como para estar despierta y demasiado tensa para dormir y, al final, mi único deseo es que llegue una interrupción.

Ésta llega cuando se abre la puerta. Nadie ha llamado y tampoco he oído pasos avisadores. Se ha acercado hasta la puerta con pasos sigilosos, la ha abierto de golpe e introduce su cabeza en mi camarote.

– El capitán quiere verte en cubierta.

Se queda de pie allí para que me resulte difícil salir de la cama y vestirme, para obligarme a destaparme. Envuelta en el edredón, me deslizo hasta los pies de la cama y le doy una patada a la puerta, dándole el tiempo justo de retirar la cabeza.

Jakkeisen. Se llama Jakkeisen. Probablemente también tenga un nombre, pero en el Kronos sólo se emplean los apellidos.

Me he quedado en medio de la lluvia hasta que la lancha con la silueta de Lander ha desaparecido. Dado que no veo a nadie por allí cerca, intento levantar mi caja yo misma, pero me veo obligada a rendirme porque no puedo subirla por la escala real. La abandono y trepo en la oscuridad de la lámpara solitaria. La escala termina en un portalón de descarga. Dentro, una luz tenue y mate ilumina un pasillo verde situado a la altura de la segunda cubierta. Guarecido de la lluvia, con los pies encima de una caja de cables, está sentado un chico fumándose un cigarrillo.

Lleva zapatos de trabajo con las punteras reforzadas, pantalones de faena y jersey de lana azul, y es demasiado joven y demasiado delgado para ser marinero.

– Te he estado esperando. Jakkeisen. Sólo empleamos los apellidos aquí. Por orden del capitán.

Me observa detenidamente.

– Arrímate a mí, porque yo puedo hacer mucho por ti, ¿de acuerdo?

Tiene un velo de pecas cubriéndole la nariz, su cabello es rojo y rizado y sus ojos, entornados por el humo del cigarrillo, son perezosos, escudriñadores, descarados. Quizá tenga diecisiete años.

– Para empezar, podrías buscar mi equipaje.

Se mueve a regañadientes, deja caer el cigarrillo sobre la cubierta donde sigue ardiendo.

Sólo a duras penas logra subir la escala con la caja a cuestas. La deja sobre la cubierta.

– Tengo la espalda destrozada, ¿vale?

Se adelanta, con pasos despreocupados, arrastrando los pies y con las manos detrás de la espalda. Yo le sigo con la caja. Una vibración apagada y persistente que proviene de las enormes máquinas atraviesa el casco como una especie de recordatorio de que la partida es inminente.

Llegamos a la cubierta superior por una escalera. Aquí, el olor a diesel cede y el aire sabe a lluvia y a frío. Hay un pasillo que a la derecha es una pared blanca y a la izquierda, una hilera de escotillas. Una de ellas está destinada a mí.

Jakkeisen la abre, da un paso a un lado para que yo pueda entrar, me sigue, cierra la puerta y se apoya en ella.

Aparto la caja a un lado y me siento sobre el catre.

– Jaspersen. Según la lista, te llamas Jaspersen.

Abro el armario.

– ¿Qué te parece si echamos un polvete rápido?

Estoy considerando si he oído bien.

– Las mujeres se vuelven locas por mí.

Le sobreviene un estado ansioso y anhelante. Me levanto de la cama. Hay que evitar, por encima de todo, dejarse sorprender.

– Es una buena idea -le contesto-. Pero dejémoslo para el día de tu cumpleaños. Cuando cumplas los cincuenta.

Parece decepcionado.

– Para entonces tú tendrás noventa. Entonces no me interesa.

Me guiña el ojo y se va.

– Conozco el mar, ¿de acuerdo? Mantente a mi lado, Jaspersen.

Entonces cierra la puerta.

Deshago mi equipaje. El baño está en el pasillo. El agua que sale del grifo del agua caliente está hirviendo. Me quedo bajo la ducha durante largo tiempo. Después me unto con aceite de almendras y me pongo ropa deportiva. Cierro la puerta con llave y me meto debajo del edredón. El mundo puede venir a buscarme si me necesita para algo. Cierro los ojos y me hundo. A través del portón. Sobre la mesa, Aajumaaq aparece lentamente. En mis sueños, soy consciente de que es un sueño. A una edad determinada, en un punto determinado de tu vida, sobreviene algo medianamente reconciliador y conocido, incluso en tus pesadillas. Es, más o menos, el punto al que he llegado yo.

Entonces el ruido de las máquinas se acrecienta e izan el ancla. El Kronos se mueve. En ese momento Jakkeisen abre la puerta.


Sé que la he cerrado con llave. Tomo nota de que debe de tener una llave. Es un pequeño detalle que vale la pena tener en cuenta.

– Tu uniforme -me dice desde el otro lado de la puerta-. Llevamos uniforme.

En el armario hay pantalones azules que son demasiado grandes, camisetas azules que son demasiado grandes, una bata que es demasiado grande, que carece de forma y parece un saco de harina, y un jersey azul de lana. Abajo de todo hay unas botas altas de agua, lo suficientemente espaciosas como para permitirme crecer. A poder ser, unas cinco o seis tallas, si alguna vez quiero llegar a rellenarlas.

Jakkeisen me está esperando fuera. Me examina de arriba abajo por encima del humo de su cigarrillo pero no dice nada. Sus dedos tamborilean contra el mamparo, hay un nuevo nerviosismo en él. Se adelanta.

Al final del pasillo tuerce a la izquierda y sube por las escaleras hasta llegar a las cubiertas superiores. Pero yo tuerzo a la derecha y salgo a la cubierta, por lo que se ve obligado a seguirme.

Me pongo al lado de la borda. El aire está saturado de fría humedad, el viento es fuerte y sopla en golpes intermitentes. No obstante, se vislumbra una luz a lo lejos.

– Helsingoer-Helsingborg. Las aguas más densamente transitadas, ¿no? La línea del Sund, ferrys, la marina, el tráfico de contenedores. Cada tres minutos hay un barco que cruza de un lado a otro. No existe otro lugar como éste. El estrecho de Mesina, ¿sabes?, he estado allí muchas veces, no es nada en comparación. Esto sí que tiene movimiento. Y con un tiempo como éste, hay perturbaciones en los radares. Es como navegar en un submarino a través de una sopa de leche agria.

Sus dedos tamborilean nerviosamente sobre la regala, pero sus ojos se clavan en la oscuridad con algo que parece entusiasmo.

– Pasamos por aquí cuando estuve en la Escuela Náutica. En un barco de tres palos. Sol, el castillo de Kronborg a babor y las chicas del Club Náutico, que se excitaban cuando nos veían, ¿o no?

Yo voy delante. Subimos tres cubiertas hasta llegar al puente de mando. A la derecha de las escaleras está el cuarto de derrota, detrás de dos enormes portillos. La estancia está a oscuras, pero unas bombillas rojas relucen sobre las cartas náuticas desplegadas. Entramos en el puente de mando.

Está a oscuras. Pero debajo de nosotros, a la luz de un solitario foco de cubierta, setenta y cinco metros más adelante en la oscuridad, se extiende la cubierta del Kronos. Dos puntales de sesenta pies con pesadas plumas de carga. Cada una provista de cuatro poleas; donde arrancan las escaleras que llevan al castillo de proa, corta y un poco elevada, hay una pequeña sala de control de los puntales. Entre los palos, sobre la cubierta, un perfil rectangular debajo de una lona, donde varias pequeñas figuras azules trabajan en el aseguramiento de unas correas de goma largas y transversales. Quizá se trate del LMC, el vehículo de desembarco desechado por el ejército. Sobre el castillo de proa, un enorme cabrestante para el ancla y una escotilla dividida en cuatro sobre la bodega. A lo largo de la regala, un foco blanco cada treinta pies. Además, bocas de incendios, aparatos extintores de espuma, equipos salvavidas. Aparte de esto, nada. La cubierta está despejada, lista y en buen orden.

Y ahora también desierta. Mientras he estado mirando, las figuras de azul han desaparecido. La luz se apaga, la cubierta desaparece. A lo lejos, delante de mí, donde la proa rompe contra el agua, aparecen de pronto blancas protuberancias de agua atomizada. A ambos lados del barco, sorprendentemente cerca, surgen las luces de las costas. Inmediatamente delante y detrás de nosotros, se cruzan los pequeños ferrys. En medio de la lluvia, la luz amarilla de los focos hace que el castillo de Kronborg parezca una cárcel moderna y desconsoladora.

De la oscuridad del espacio surgen dos imágenes verdes de radar que dan vueltas lentamente. Un punto rojo de luz mate en una gran brújula de burbuja líquida. En medio del portillo, con una mano sobre la rueda del timón manual, hay una silueta que nos da la espalda. Es el capitán Sigmund Lukas. Detrás de él hay una figura erguida e inmóvil. A mi lado, Jakkeisen se balancea inquieto sobre las plantas de los pies.

– Pueden irse.

Lukas ha hablado en voz baja, sin darse la vuelta. La silueta que está detrás de él se desliza por el hueco de la puerta y Jakkeisen la sigue inmediatamente. Por un rato, su recelo y obstinación desaparecen de sus movimientos.

Lentamente, mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad y, de la nada, surgen los instrumentos, entre los cuales hay algunos que conozco y otros que no, pero sobre los que pesan, indistintamente, mi recelo y desentendimiento, porque pertenecen al mar abierto. Nunca me he acercado a ellos, ni he querido entenderlos. Para mí simbolizan una cultura que ha depositado una capa de inanimación entre sí misma y el reto de intentar averiguar la posición en la que te encuentras.

Los cristales líquidos del ordenador SATNAV, la radio de onda corta, las consolas del LORAN C, un sistema de radiogoniometría que nunca he llegado a entender. Los números rojos de la sonda acústica. La consola del sonar de navegación. El indicador de escora. Un sextante sobre su soporte. Paneles de instrumentos. El teléfono que comunica con la sala de máquinas. Las vistas claras. Un radiogoniómetro. El piloto automático. Dos paneles con un voltímetro y leds de control. Y por encima de todo, el rostro alerta y hermético de Lukas.

Del VHF sale un crujido incesante. Sin desplazar la mirada, Lukas alarga la mano y la apoya. Se calla.

– Usted se encuentra a bordo porque necesitábamos una camarera. O stewardesse, como lo llaman ahora. No por otra razón. La conversación que mantuvimos fue estrictamente de carácter laboral, nada más.

Con mis enormes botas de agua y mi jersey demasiado grande me siento como una colegiala ante el director del colegio. Ni una sola vez se digna a mirarme.

– No nos han comunicado el lugar al que nos dirigimos. Nos lo notificarán más adelante. Hasta entonces, nos limitaremos a ir en dirección norte.

Lo noto cambiado. Son sus cigarrillos. Faltan. Tal vez sea que no fuma a bordo. Tal vez navegue para librarse de las mesas de juego y de los cigarrillos.

– El piloto Sonne le acompañará en una ronda por el barco y le señalará sus tareas. Además de ligeros trabajos de limpieza, se encargará de la lavandería del barco. Asimismo, servirá, excepcionalmente, la mesa de los oficiales.

Lo que me pregunto es por qué me ha aceptado en su barco.

– Ha oído lo que le he dicho, ¿no? Tiene que entender que navegamos sin saber adónde.


Sonne me está esperando detrás de la puerta. Joven, conecto, con el pelo corto. Bajamos un piso hasta llegar a la cubierta. Se da la vuelta encarándome, baja la voz y me mira con el rostro serio.

– En este viaje tenemos representantes de los armadores a bordo. Ocupan los camarotes de cubierta. La entrada a esa sección está terminantemente prohibida. A no ser que sea requerida para servir. Si no, no. Nada de limpieza, nada de recados. Continuamos hacia abajo. En la cubierta de paseo está la lavandería, el secadero, el pañol para la ropa de cama. En la cubierta superior, donde está mi camarote, se encuentran la zona habitable, los camarotes del jefe de la sala de máquinas y del electricista, el comedor, la sala de oficiales, la cocina. En la segunda cubierta están la cámara frigorífica para los alimentos, la gambuza, dos talleres, la cámara de CO2. Todo esto se encuentra en la superestructura y debajo de ésta. Delante de ésta y más allá se encuentran la sala de máquinas, los tanques laterales, los túneles y la bodega.

Le sigo hasta la cubierta superior. A través del pasillo, pasando por mi propio camarote. Detrás de todo, en el lado de estribor, está la sala de oficiales. Abre la puerta de un empujón y entramos.

Me tomo mi tiempo y contabilizo a once personas en el pequeño salón. Cinco daneses, seis asiáticos. Dos de los asiáticos son mujeres. Tres de los hombres parecen niños pequeños.

– Smila Jaspersen, la nueva camarera.

Siempre ha sido así. Yo estoy en la puerta, sola, los demás están sentados delante de mí. Tal vez se trate de una escuela, tal vez de la universidad, tal vez de cualquier otra congregación. No es seguro que tengan algo en contra de mí directamente, también puede ser que les dé igual, pero, no obstante, casi siempre parece que prefieren librarse de mí de una u otra manera.

– Verlaine, nuestro contramaestre. Hansen y Maurice. Ellos tres dirigen la cubierta. María y Fernanda, asistentas.

Son las dos mujeres.

En la puerta de la cocina hay un hombre grande y gordo con un traje blanco de cocinero y con una barba rojiza.

– Urs. Nuestro cocinero.

Todos tienen un aire apagado y disciplinado. Excluyendo a Jakkeisen. Está apoyado en la pared debajo del cartel de prohibido fumar con un cigarrillo en la boca. Ha cerrado uno de los ojos por el humo, con el otro me observa pensativo.

– Éste es Bernard Jakkeisen -dice el piloto. Vacila durante unos instantes-. También trabaja en cubierta.

Jakkeisen lo ignora.

– Jaspersen deberá mantener el orden en nuestros camarotes -dice-. Le llevará mucho trabajo limpiar para once marineros y cuatro oficiales. Yo, personalmente, tengo la costumbre de dejar caer los trastos en el suelo, ¿sabe?

Como mis botas de agua son demasiado grandes, se me han bajado los calcetines hasta los talones. Es imposible llevar una vida digna y humana con los calcetines caídos hasta los talones. Sobre todo cuando además estás cansada y asustada. Y ahora se ríen todos. No es una risa amable. Pero de la figura delgada emana tal aire de dominio que somete a todos los demás en la estancia.

Pierdo los estribos. Le agarro por el labio inferior y aprieto todo lo que puedo. Estiro, hasta dejar su dentadura a la vista. Cuando me agarra por la muñeca, yo le sujeto el meñique con la mano izquierda y le tuerzo la primera articulación hacia dentro. Cae de rodillas con un chillido de mujer. Aprieto todo lo que puedo.

– ¿Sabes cómo pienso ordenar tu camarote? -digo-. Abriré el ojo de buey. Y entonces me imaginaré que he abierto la puerta de un gran armario y lo meteré todo allí. Para acabar, lo baldearé con agua salada.

Entonces lo suelto y doy unos pasos a un lado. Sin embargo no intenta agarrarme. Lentamente se levanta del suelo y se escurre hasta llegar delante de una fotografía enmarcada del Kronos frente a un iceberg plano en la Antártida. Desesperado, busca su reflejo en el cristal.

– Me va a salir un hematoma, maldita sea, un hematoma.

Nadie se ha movido en la sala.

Me incorporo y paseo la mirada por sus rostros. No se suele estar demasiado dispuesto a pedir perdón en groenlandés. Nunca he aprendido la palabra en danés.

Ya en mi camarote, arrastro la mesa hasta la puerta y meto el diccionario groenlandés de Bugge debajo del tirador. Entonces me acuesto. Tengo esperanzas de que, esta noche, el perro me deje en paz.

2

Sólo son las seis y media, pero ya han desayunado y no hay nadie en el comedor aparte de Verlaine, que todavía sigue allí. Me tomo un vaso de zumo de naranja y lo sigo hasta el pañol, donde está la ropa de trabajo. Me dirige una mirada escrutadora y me tiende un montón de ropa.

Tal vez se deba a la ropa de trabajo, tal vez sea el ambiente, tal vez, el color de su piel. Pero, por un momento, siento la necesidad de contacto.

– ¿Cuál es tu idioma?

– Su -dice suavemente-. ¿Cuál es su idioma?

Su danés tiene una ligera ascensión en cada palabra, como el fionés. *

Nos miramos a los ojos. Guarda una bolsa de plástico en uno de los bolsillos de delante. De allí saca una bola de arroz y se la mete en la boca. Mastica lenta y meticulosamente, traga y se frota las palmas de las manos.

– Contramaestre -añade.

Entonces se da la vuelta y se va. No hay nada tan ridículo bajo el sol como la fría cortesía europea ejecutada por un representante del tercer o cuarto mundo.

En mi camarote me cambio y me pongo la ropa de trabajo. Me ha dado las tallas correctas. En la medida en que la ropa de trabajo puede ser de la talla correcta. Lo intento poniéndome un cinturón alrededor de la bata. Ya no parezco una saca de correos. Ahora parezco un reloj de arena de metro sesenta. Me coloco un pañuelo de seda alrededor de la cabeza. Tengo que limpiar y no quiero que se me llene de polvo la pelusa fina que, poco a poco, va cubriendo mi calva. Voy a buscar un aspirador. Lo dejo en el pasillo y, como quien no lo quiere, me introduzco en el comedor. No tengo intención de reanudar el desayuno. No he sido capaz todavía de tragar ni un solo bocado. El mar delante de mi ojo de buey se ha ido filtrando hasta mi estómago durante la noche, y se ha mezclado con la sensación de gasóleo y con la conciencia de estar en mar abierto, revistiendo mi interior con una tibia náusea. Hay quien sostiene que es posible combatir el mareo subiendo a cubierta, al aire libre. Puede ser que funcione si el barco está atracado en un muelle o se encuentra atravesando el canal de Falsterbo y puedes, desde allí, ver la tierra firme que, en unos instantes, tendrás bajo los pies. Cuando Sonne me despertó esta mañana llamando a la puerta para darme una llave y me vestí y subí a cubierta en plumífero y gorra de esquiar y posé la mirada en la completa oscuridad invernal y entendí que tenía que seguir adelante porque estamos en mar abierto y no puedo echarme atrás, entonces, por primera vez, me puse enferma de verdad.

En el comedor hay dos mesas recogidas y limpias. Me coloco en la puerta de la cocina.

Urs está batiendo leche hirviendo en un cazo. Calculo que debe de pesar unos ciento quince kilos. Pero su carne es prieta. Todos los daneses están pálidos en invierno. Pero su tez tira más bien hacia lo verdoso. Cubierta, además, por una ligera capa de sudor en el calor de la cocina.

– Un desayuno extraordinario.

No lo he probado. Pero por algún lado tiene que empezar una conversación.

Me envía una sonrisa y vuelve a ocuparse de la leche mientras se encoge de hombros.

-I am Schweizer. [1]

He disfrutado del privilegio de aprender lenguas extranjeras. En vez de limitarme, como la mayoría de los demás, a hablar una versión debilitada de mi lengua materna, me he convertido en una desvalida en dos o tres idiomas más.

-Frühstück -digo- imponierend. Wie ein erstklassiges Restaurant. [2]

-Ich hatte so ein Restaurant. In Genf. Beim See. [3]

Sobre una bandeja ha dispuesto café, leche caliente, zumo, mantequilla, croissants.

– ¿Para el puente?

– Nein. El desayuno no hay que servirlo. Se envía por el montacargas de servicio. Pero si vuelve a las 11:15, Fräulein, estará listo el almuerzo de los oficiales.

– ¿Cómo se cocina en un barco?

La pregunta es una excusa para poder quedarme. Ha colocado una bandeja en el ascensor y ha presionado el botón en el que pone «Navigating Bridge». Ahora está preparando la siguiente bandeja. Es este servicio el que me interesa. Se compone de té, pan tostado, queso, miel, mermelada, zumo, huevos pasados por agua. Tres tazas con tres platos. El Kronos lleva, entonces, a tres pasajeros en la zona de cubierta, zona en la que a la camarera le está prohibido el paso. Deposita la bandeja en el ascensor y presiona el botón Boat Deck.

-Nicht schleht. Además se trata de eine Notwendigkeit. Also elf Uhr fünfzehn. [4]


El programa para el fin del mundo ya está fijado. Empezará con tres inviernos gélidos y durante este período, los lagos, los ríos y los mares se congelarán. El sol se enfriará para que nunca más pueda volver a ser verano. La nieve caerá sin cesar, blanca y despiadada. Entonces acontecerá un largo e interminable invierno y, finalmente, el lobo Skoll se tragará el sol. La luna y las estrellas se apagarán y reinará una oscuridad insondable. El invierno Fimbul.

Nos enseñaron en el colegio que así era como los nórdicos se imaginaban el fin del mundo antes de que el cristianismo les aleccionara de que el universo perecerá en las llamas. Siempre me acordaré. No porque me fuera menos ajeno a nivel personal que muchas otras cosas que había aprendido, sino porque trataba sobre la nieve. Cuando lo oí por primera vez, pensé que era una aberración creada por hombres que nunca habían logrado entender la naturaleza del invierno.

Había diversidad de opiniones al respecto en Groenlandia del Norte. Mi madre, y muchos otros con ella, preferían el invierno. Por la caza sobre el hielo nuevo, por el sueño profundo; por las tareas domésticas; pero sobre todo, por las visitas. El invierno era el tiempo de las reuniones, no el del fin del mundo.

También nos contaron en el colegio que la cultura danesa había hecho importantes adelantos desde la antigüedad, desde la teoría del invierno Fimbul. Hay momentos en los que me cuesta creer que pueda ser así. Como ahora, mientras estoy limpiando el aparato de rayos uva con alcohol en la sala de pesas del Kronos.

La luz ultravioleta de un aparato encendido de este tipo descompone pequeñas cantidades del oxígeno del aire atmosférico creando un gas inestable, el ozono. El penetrante aroma de pino también se encuentra en Qaanaaq, durante el verano, a la fuerte luz del sol, casi dolorosa, sobre el enorme reflector creado por la nieve y el mar.

Limpiar este aparato que da tanto que pensar, constituye una de mis tareas.

Siempre me ha gustado limpiar. Aunque en el colegio intentaran educarnos en la pereza.

Durante el primer semestre la mujer de uno de los cazadores nos impartió las clases en el poblado. Un día de verano vinieron del internado y quisieron llevarme con ellos a la ciudad. Eran un sacerdote danés y un catequista de Groenlandia Occidental. Daban órdenes sin mirar nuestras caras. Nos llamaban avanersuarmiut, gente del norte.

Moritz me obligó a irme. Mi hermano se había hecho demasiado mayor y tozudo para él. El internado estaba en Qaanaaq, en medio de la ciudad. Permanecí allí durante cinco meses, hasta que mi belicosidad maduró lo suficiente como para poder negarme.

En el colegio nos servían todas las comidas. Nos bañábamos en agua caliente cada día y nos cambiábamos de ropa cada dos. En el poblado solíamos bañarnos una vez a la semana y con mucha menos frecuencia, cuando íbamos de caza o viajábamos. Yo estaba acostumbrada a ir a por kangirluarhuq, grandes bloques de hielo, en el glaciar, al otro lado de las colinas rocosas, y transportarlos de vuelta a casa en sacos, derritiéndolos luego sobre la estufa. En el internado abrían un grifo. Cuando llegaron las vacaciones de verano, todos, alumnos y maestros, nos fuimos a Herbert Island, donde visitamos a los cazadores y, por primera vez en mucho tiempo, comimos carne de foca y tomamos té. Entonces fue cuando noté la parálisis. No sólo en mí, sino también en los demás. No había manera de que nos incorporáramos, de que nos esforzáramos, ya había dejado de ser algo natural para nosotros coger agua, jabón neutro y un paquete de Neogene y ponernos a lavar las pieles. Nos habíamos desacostumbrado a lavar la ropa y era imposible reunir las fuerzas necesarias para cocinar. Cuando había alguna pausa en las labores, nos deslizábamos hacia un letargo similar al sueño en el que deseábamos que alguien se hiciera cargo, nos sustituyera, nos liberara de nuestras obligaciones e hiciera lo que nosotros mismos deberíamos haber hecho.

Cuando finalmente entendí adónde llevaba todo eso, desafié por primera vez la voluntad de Moritz y volví a casa. También constituyó una vuelta a la relativa satisfacción en el trabajo.

Es la misma satisfacción relativa que tengo en este momento, mientras paso el aspirador por los camarotes de la cubierta superior del Kronos, la cubierta de la tripulación. La misma sensación de tranquilidad que tenía cuando arreglaba las redes en mi infancia.

El orden impera en todos y cada uno de los camarotes. Aquellos que, como yo misma, se las arreglaron para sobrevivir a los internados de mi vida, eran también quienes entendieron que si únicamente dispones de unos pocos metros cuadrados para ti mismo y tus sentimientos más profundos, entonces, en esta mínima estancia privada, deberá reinar el orden más estricto, para así poder resistir a la presión externa que te incita a la renuncia, el abandono, la descomposición y la destrucción.

A su manera, Isaías también poseía esta minuciosidad, este sentido del orden. El mecánico también. La tripulación del Kronos la posee. Sorprendentemente, Jakkeisen también la posee.

En los mamparos ha colgado banderines, postales y pequeños souvenirs de América del Sur, de Oriente, Canadá e Indonesia.

Toda la ropa en el armario ha sido doblada y colocada cuidadosamente.

Introduzco la mano entre las pilas de ropa, tanteándolas. Quito el colchón y paso el aspirador por el cajón de la ropa de cama. Saco los cajones del escritorio; me pongo de rodillas y miro debajo de la mesa del escritorio; paso los dedos por el colchón para comprobar si hay algo dentro. Tiene el armario lleno de camisas, las repaso todas. Algunas de ellas son de seda lavada a la piedra. Tiene toda una colección de frascos de masajes para después del afeitado y agua de colonia, que desprenden un olor a alcohol, caro y dulce. Los destapo y vierto un poco del contenido en una servilleta de papel, con la que hago una bola que me meto en el bolsillo de la bata para, más tarde, tirarla en el retrete. Estoy buscando una cosa en concreto pero no la encuentro. Ni ésta ni nada que pueda ser de interés.

Devuelvo el aspirador a su sitio y desciendo por las escaleras, pasando por la segunda cubierta, las cámaras frigoríficas y las gambuzas, y, desde allí, continúo bajando por las escaleras que a un lado deben tener el guardacalor de la chimenea y al otro, un mamparo con la inscripción deep tank. Al final llego hasta la puerta que da a la sala de máquinas. En la mano tengo, a modo de excusa rápida, una fregona y un cubo y, en caso de que esto no fuera suficiente, siempre puedo recurrir al ya ensayado y, sin embargo, infalible y eficaz cuento de que, dado que soy una extraña, no puedo evitar perderme alguna vez.

La escotilla es pesada y está aislada. Cuando la abro, hace un ruido, en un primer momento, infernal. Salgo a una plataforma de acero desde la que arranca una pasarela que rodea, en lo alto, toda la sala de máquinas.

Sobre la cubierta, diez metros por debajo de donde estoy, sobre una plataforma ligeramente elevada, se yergue la máquina. Está dividida en dos partes: un motor principal con nueve culatas de cilindro descubiertas y un motor auxiliar de seis cilindros. A impulsos y rítmicamente, las válvulas pulidas trabajan como si fueran parte de un corazón palpitante. Todo el cuerpo del motor tiene, quizás, unos cinco metros de altura y doce metros de longitud, y, en conjunto, da la impresión de contener una abrumadora, aunque domesticada, furia. No se ve a nadie.

El acero de la pasarela está perforado y mis zapatillas de lona caminan directamente sobre el vacío que hay debajo de mí.

Por todos lados hay carteles que prohíben fumar en cinco idiomas. Unos metros más adelante hay una especie de hendidura por la que se filtra un velo azul de humo de cigarrillos. Jakkeisen está sentado en una silla plegable con los pies encima de una mesa de trabajo fumando un puro. A un centímetro por debajo de su labio inferior un hematoma ocupa todo lo ancho de la boca. Me apoyo contra la mesa para poder hacerme discretamente con la llave inglesa que está allí encima.

Jakkeisen baja los pies, deja el puro en el borde de la mesa y su rostro se ilumina en una sonrisa amplia.

– Smila. Justamente estaba pensando en ti.

Suelto la llave inglesa. Su ansiedad y desasosiego lo han abandonado momentáneamente.

– Tengo la espalda destrozada, ¿sabes? En otros barcos se lo toman con calma mientras navegan. Aquí empezamos a las siete de la mañana. Quitando el óxido, ayustando los cables de acero de amarre, pintando, descascarillando y puliendo el latón. ¿Cómo pretenden que mantenga mis manos presentables cuando me obligan a ayustar cables cada día?

No digo nada. Ensayo el silencio con Bernard Jakkeisen. Lo soporta bastante mal. Incluso ahora, cuando el buen humor le acompaña, es fácil percibir el nerviosismo que subyace en todo momento.

– ¿Cuál es el destino de este viaje, Smila?

Me limito a esperar.

– He navegado durante los últimos cinco años y nunca me había pasado nada igual. Está prohibido el consumo de alcohol. Tenemos que llevar uniforme. Nadie puede subir a cubierta. E incluso Lukas dice que no sabe adónde nos dirigimos.

Vuelve a coger el puro.

– Smila Qaavigaaq Jaspersen. Debe de ser un apellido groenlandés…

Debe de haber visto mi pasaporte. Que está en la caja fuerte del barco. Da que pensar.

– He estado echándole un vistazo al barco. Lo sé todo sobre barcos. Éste está provisto de un doble casco y cables rompehielos que corren a través de toda la eslora del barco. En la parte delantera, las planchas son lo suficientemente gruesas como para resistir una granada antitanque.

Me observa con una mirada astuta.

– En la parte de atrás, por encima de la hélice, hay cuchillas que cortan el hielo. La máquina tiene una potencia de 6000 ihp como mínimo, lo suficiente como para que naveguemos a una velocidad de dieciséis o dieciocho nudos. Nos dirigimos al hielo. De eso no cabe duda. ¿No nos estaremos dirigiendo a Groenlandia?

No necesito contestarle para mantenerle en marcha.

– Además está la tripulación. Es un montón de mierda. Y están todos compinchados. Se conocen todos. Y tienen miedo, es imposible sacarles ni una sola palabra del porqué. Y también están los pasajeros que nunca vemos. ¿Por qué estarán en el barco?

Vuelve a dejar el puro. En realidad, no ha llegado a disfrutar de él en ningún momento.

– Y además estás tú, Smila. He navegado en muchos barcos de cuatro mil toneladas. Nunca han llevado a una camarera. Y menos aún a una que se comporta como si fuera la reina de Saba.

Recojo su puro y lo dejo caer en mi cubo. Se apaga con un pequeño silbido.

– Estoy limpiando -le digo.

– ¿Qué fin te ha traído a bordo, Smila?

No le contesto. No sé qué decir.


Hasta que la escotilla de la sala de máquinas no se cierra detrás de mí no noto lo enervante que ha sido el ruido. El silencio resulta bienhechor y reparador.

Verlaine, el contramaestre, está de pie sobre el rellano de en medio, apoyado en el mamparo. Instintivamente le doy la espalda al pasar por su lado.

– ¿Se ha perdido?

Del bolsillo de la camisa saca un puñado de arroz y se lo lleva a la boca. No se le cae ni un solo grano y no queda nada en sus manos, el movimiento entero es limpio y rutinario.

Tal vez debería intentar soltarle alguna excusa pero odio que me sometan a interrogatorios.

– Simplemente descaminada.

Cuando ya he llegado unos peldaños más arriba, de pronto me acuerdo de algo.

– Señor contramaestre -añado-. Simplemente descaminada, señor contramaestre.

3

Le doy al despertador con la palma de la mano. Sale disparado a través del camarote como un proyectil, choca contra los coladores de la puerta y cae al suelo.

No me siento cómoda con los fenómenos que son para siempre, perpetuos. Las penas de cárcel, los contratos matrimoniales, los contratos de trabajo indefinidos. Los intentos de inmovilizar partes de la vida y, de esta manera, dejarlas fuera del alcance del paso del tiempo. Todavía peor, cuando se trata de aquello que está destinado a perdurar para la eternidad. Como, por ejemplo, mi despertador. Eternity clock. Así era como lo llamaban. Lo saqué del panel de instrumentos destrozado del vehículo lunar de la NASA después de que quedara totalmente siniestrado sobre el Indlandsis. No soportó, como tampoco lo soportaron los mismos americanos, la helada de 55 °C bajo cero y los vientos de una velocidad que superaba con creces la escala Beaufort.

No se dieron cuenta de que cogí el reloj. Lo tomé para tener un recuerdo y probar que en mi seno no crecen las flores eternas, que conmigo ni siquiera el programa espacial americano tiene más de tres semanas de vida.

Hace ya diez años que lo tengo. Diez años en los que no ha recibido otro trato que no fuera la brutalidad y las duras palabras. Me contaron que lo podía meter en las llamas de un soplete cortador, hervirlo en ácido sulfúrico y sumergirlo en la fosa de las Filipinas y, pese a todo, seguiría marcando la hora como si nada hubiera ocurrido. Para mí esta afirmación fue una grave provocación. En Qaanaaq nos parecían bonitos los relojes de pulsera. Algunos cazadores se los ponían como adorno. Pero en ningún momento pensamos dejarnos regir por ellos.

Eso fue lo que dije a Gil, que era quien conducía. (Yo iba en la cabina de observación y debía informarle cuando el color de la nieve eterna oscurecía o se blanqueaba demasiado, lo cual significaba que no aguantaría, sino que se abriría y dejaría que la tierra se tragara quince toneladas del estúpido sueño americano por llegar a la luna en una grieta azul y verde brillante de treinta metros de profundidad, que en el fondo se aguza acabando en punta y que comprime cualquier cosa que caiga en ella en un abrazo hermético y a treinta grados bajo cero.) En Qaanaaq nos regimos por el tiempo que hace, le dije. Nos regimos por los animales. Por el amor. La muerte. Y no por un pedazo de chapa mecanizada.

Entonces sólo tenía veinte años. A esa edad es posible mentir, incluso mentirse a sí misma, con mayor seguridad y confianza. En realidad, ya hacía mucho tiempo, mucho antes de mi nacimiento, que el sistema horario europeo había llegado a Groenlandia. Llegó con los horarios de apertura y cierre de la Compañía Mercantil de Groenlandia, los plazos de pago, los oficios eclesiásticos y el trabajo remunerado.

Intenté golpear el reloj con un mazo. Quedaron marcas en el mazo, por lo que he tenido que rendirme. Ahora me limito a tirarlo al suelo de un manotazo y allí se queda cantando, inmutable y electrónico, ahorrándome así el mal trago de tener que presentarme en el puente sin haberme lavado la cara con agua fría y sin haberme pintado los ojos.

Son las 2:30. Nos encontramos en el norte del océano Atlántico, en medio de la noche. Alrededor de las 22 horas, la voz de Lukas, sin previo aviso, excepción hecha de un verde destello solitario, ha salido del intercomunicador que hay encima de mi cama. Ha sido como una pequeña invasión en mi pequeño habitáculo.

– Jaspersen. Tendrá que servir café en el puente a las tres de la mañana.

Hasta que el despertador no choca contra el suelo no se pone en marcha. Me he despertado por mí misma. Despertada por la sensación de una actividad atípica. Han sido suficientes las veinticuatro horas pasadas a bordo para que el ritmo del Kronos se convirtiera en el mío. Un barco en el mar es silencioso de noche. Naturalmente, la máquina da sacudidas, las olas tendidas y altas lamen los costados del barco y, de vez en cuando, la proa rompe un bloque de cincuenta toneladas de agua, transformándolo en un fino polvo líquido. Pero, sin embargo, son rumores regulares y, cuando éstos se repiten las suficientes veces, se convierten en silencio. Sobre el puente, las guardias se van relevando, en algún lugar, un reloj da las horas. Pero los hombres duermen.

Este decorado se ve ahora enturbiado por la agitación. Se oyen las pisadas de botas en los pasillos, puertas que se cierran estrepitosamente, voces, ruidos que salen de los altavoces y un lejano zumbido de los cabrestantes hidráulicos.

De subida al puente de mando, saco la cabeza a la cubierta. Está a oscuras. Oigo pasos y voces pero no hay ninguna luz encendida. Me adentro en la oscuridad.

No llevo ropa de abrigo. La temperatura está cerca de los cero grados, el viento sopla de popa y el cielo está encapotado y amenazante. El oleaje no se hace visible hasta que no rompe contra los costados pero, sin embargo, los senos de las olas parecen tan largos como campos de fútbol. La cubierta está lisa y pringosa por el agua salada. Me pongo al abrigo de la regala, en parte por el frío y el viento y en parte para, en la medida de lo posible, evitar ser vista.

Cerca de la lona que cubre el LMC, paso junto a una silueta en la oscuridad. De proa llega una luz débil. Proviene de la bodega de proa. Las tapas han sido retiradas y han colocado una barandilla alrededor del agujero. Desde las dos plumas de popa del puntal de proa corren dos cables que se adentran en la abertura. Por encima de la barandilla, a proa y a popa, hay un cabo grueso de nailon. No se ve a nadie.

La bodega es sorprendentemente profunda y está iluminada por cuatro fluorescentes, uno en cada mamparo. Diez metros más abajo, sobre la tapa de un enorme contenedor de metal, está sentado Verlaine. En cada una de las esquinas del contenedor han colocado un receptáculo de fibra de vidrio blanco que recuerda a los que suelen contener los botes salvavidas hinchables.

Eso es todo lo que me da tiempo a ver. Alguien me agarra por detrás estirándome de la ropa.

Cedo bajo el repentino movimiento, pero no resignándome a él, sino más bien con el ánimo de recuperarme lo antes posible. En ese mismo instante, el barco se balancea por los embates de las olas y perdemos el equilibrio cayéndonos hacia atrás contra los paneles de control de los cabrestantes y contra un olor a loción de afeitado que ya conozco.

– ¡Idiota, idiota!

Jakkeisen lucha por recobrar el aliento tras el esfuerzo. Hay algo en su rostro y en su voz que no estaba antes. Un viso de terror.

– Este barco está llevado a la antigua. Debes permanecer en las zonas que te han sido asignadas.

Me mira con ojos casi implorantes.

– Vete. Esfúmate.

Vuelvo al lugar donde estaba antes. El medio me susurra, medio me grita contra el viento.

– ¿Acaso quieres acabar en el armario grande y húmedo?


Choco con la bandeja a un lado y otro del marco de la puerta antes de volver a recuperar el equilibrio, y me quedo de pie mientras tintinean las tazas en la sala oscura.

Nadie me habla. Después de un rato, retrocedo con la bandeja entre las manos y hago sitio sobre la mesa para las tazas y las pastas entre reglas y compases.

– Dos minutos, ochocientos metros.

Sólo es una silueta en la oscuridad pero, sin duda, es una silueta que no he visto antes. Está inclinado sobre los números verdes del log electrónico.

El hojaldre huele a mantequilla. Urs es un cocinero muy esmerado. El aroma desaparece en el aire porque la puerta está abierta. Fuera, en el alerón, vislumbro la espalda de Sonne.

Se enciende una débil bombilla roja sobre una carta náutica y el rostro de Sigmund Lukas surge de la oscuridad.

– Quinientos metros.

El otro hombre lleva un traje de faena con las solapas subidas. A su lado, sobre la mesa de derrota, hay una caja plana del tamaño de un amplificador de una cadena de música. De los lados de la caja salen dos frágiles antenas telescópicas. Al lado hay una mujer de pie, vestida con un mono similar al del hombre. Contrastando con esa vestimenta y su concentración, aparece, de una manera errónea, falsa, su cabellera larga y recién cepillada, que flota suelta sobre las solapas subidas, rizándose en la espalda. Es Katja Claussen. Instintivamente sé, con toda seguridad, que el hombre es Seidenfaden.

– Un minuto, doscientos metros.

– Izadlo.

La voz proviene del altavoz del intercomunicador que está en la pared. Suelto el canto de la mesa al que me he agarrado. Me sudan las palmas de las manos. He oído esa voz antes. En el teléfono, en mi piso. La última vez que estuve allí.

Se apaga la luz roja. De la oscuridad de la noche surge un contorno gris que emerge de la bodega de proa y en un vaivén se desliza lentamente por la borda.

– Diez segundos.

– Verlaine. Arría.

Debe de estar sentado en el puesto cerrado de vigía en lo alto del mástil de proa. Lo que escuchamos son las órdenes que da a cubierta.

– Aguantad firme. Lascad.

– Cinco segundos. Cuatro, tres, dos, uno, cero.

Un destello de luz perfora a popa un túnel en la noche. El contenedor está en el agua, a cinco metros de la popa. Aparentemente va montado en los bigotes de la ola. Desde una de las esquinas corre un cabo azul hacia la proa siguiendo el costado del barco. Cerca de la regala están María y Fernanda, Hansen y los grumetes. Con algo que parece un bichero muy largo, lo mantienen alejado del casco. Bajo la luz del foco puedo ver que hay dos estrechos y blancos listones de goma hinchables a lo largo de los lados del contenedor.

– Verlaine. Arriad.

Me voy acercando al alerón. La luz proviene de uno de los focos que están montados en la regala. Es Sonne quien maneja el foco. Mueve el cono de luz escudriñando la superficie del mar. El contenedor se ha soltado del cabo, ya se encuentra a unos cuarenta metros hacia popa y se está hundiendo.

Se oye un estampido plano. Los cinco caparazones de fibra de vidrio en la superficie del agua salen despedidos y, sobre la enorme caja metálica, se abren, como cinco grandes nenúfares, cinco flotadores autohinchables de color gris. Entonces se apaga el foco.

– Un metro, dos mil litros.

Es la voz de la mujer.

Tres mil. Cuatro mil. Dos metros. Cinco mil litros. Dos metros. Dos y medio. Dos treinta. Cinco mil litros y dos treinta.

Me coloco al lado de la bandeja con la que he servido el café. En el sitio que me corresponde, mi sitio. En el instrumento que la mujer tiene delante hay ahora varios displays rojos que se han encendido.

– Lo largo. Cuatro mil setecientos y dos y medio. Tres, tres veinte, cuatro, cuatro y medio, cinco. Cinco mil setecientos litros y cinco metros. La escora es cero. La temperatura, medio grado bajo cero.

Pulsa un botón y se expande un sonido en el espacio, como si hubieran traído mi despertador.

– Demora, diez cuatro.

Desconecta y apaga el aparato intercomunicador. El hombre que está delante se incorpora en la corredera. La tensión se ha relajado. Sonne entra en la habitación y cierra la puerta. Lukas está de pie justo a mi lado.

– Ya puede volver a su camarote.

Hago un gesto hacia el café. Él sacude la cabeza. Ni siquiera quiere que lo sirva en las tazas. Me ha hecho subir para que transportara una bandeja unos seis metros, desde el montacargas de la cocina hasta el puente. No tiene sentido. A no ser que Lukas haya querido que viera lo que acabo de ver.

Recojo la bandeja. La mujer que tengo delante saca el brazo y acaricia al hombre. No le mira. Su mano reposa por un instante contra la nuca del hombre. Entonces enrolla un pequeño mechón de su pelo alrededor de los dedos y estira. No me han prestado la menor atención. Estoy esperando que el hombre reaccione ante el dolor. Pero, sin embargo, permanece totalmente quieto, impávido.

La cara de Urs brilla de sudor. Está intentando, al mismo tiempo, gesticular y equilibrar la enorme olla de diez litros.

-Feodora, die einzige mit sechzig Prozent Cacao. Und die Schlagsahne muss ein bischen gefroren sein. Diez minutos im congelador. *

Los once están aquí. No hay ninguna pregunta pendiente en el aire. Como si yo fuera la única que no ha entendido lo que ha tenido lugar. O como si no tuvieran ni la más mínima necesidad de entender.

Sorbo el chocolate ardiente a través de la nata ligeramente congelada. El efecto que consigo es similar a una embriaguez instantánea que empieza en el estómago y que asciende, ardiente y palpitante, hasta lo alto de la coronilla. Me pregunto qué hará un mago como Urs a bordo del Kronos.

Verlaine me observa pensativo. Pero yo eludo su mirada.

Soy la penúltima en irme. En una esquina, Jakkeisen rumia sobre una taza de café negro.


María está en el baño, de pie delante del espejo. En un primer momento creo que es una especie de prótesis; luego me doy cuenta de que se trata de pequeños conos de aluminio huecos. Lleva uno en cada punta de los dedos y ahora los retira con suavidad y cuidado. Debajo de los conos, sus uñas son rojas, perfectas y miden cuatro centímetros de largo.

– Mantengo a mi familia -me dice-. En Phuket. Con mi paga. Llegué a Dinamarca como puta. En Tailandia, o eres virgen o eres puta.

Su danés es más oscuro que el de Verlaine, más ininteligible.

– A veces podía llegar a tener treinta clientes en un solo día. He logrado salir de ello trabajando.

Lleva la uña del índice hasta mi mejilla y la apoya contra mi piel.

– Una vez le saqué los ojos a un policía.

Me quedo donde estoy y me apoyo contra la uña. Me mira con ojos examinadores. Entonces deja caer la mano.


Espero dentro de mi camarote con la puerta entreabierta. Jakkeisen llega unos instantes más tarde. Su camarote está un poco más abajo del pasillo. Cierra la puerta con llave tras de sí. Me acerco a su puerta con los pies descalzos. Dentro, está trajinando con algo. Salen unos ruidos débiles del interior, el tirador se mueve hacia arriba. Está atracando la silla del escritorio debajo del tirador de la puerta.

Se está atrincherando. Tal vez tema que alguna de las mujeres que lo desean reviente la puerta.

Vuelvo de puntillas a mi camarote. Me desvisto, encuentro mi albornoz rosa y mi guante de crin en la caja y me dirijo con aire decidido al baño. Silbo, me froto con el guante, me seco, me unto con cremas y a lo largo del pasillo vuelvo chasqueando en sandalias a mi camarote. Desde allí, me vuelvo a deslizar con pasos sigilosos hasta la puerta de Jakkeisen.

Todo está en silencio al otro lado de la puerta. Es posible que se esté haciendo la manicura o que, de otra manera, se esté cuidando sus delicadas manos. Pero no lo creo.

Llamo a la puerta. No me contesta. Golpeo con más fuerza. El silencio es total. En el bolsillo de mi albornoz llevo mi propia llave. La introduzco y la cerradura se abre. Sin embargo, la puerta sigue sin abrirse. Empiezo a tirar suavemente del tirador. Después de un minuto de moverlo de un lado a otro, la silla se cae al suelo. Espero a que el pánico se aplaque. Entonces abro la puerta con un suave empujón. No sin antes haber echado un vistazo a ambos lados del pasillo. La situación podría mal interpretarse.

Me quedo de pie en la oscuridad. No se oye ni el más mínimo ruido. Acabo por decidir conmigo misma que el camarote debe de estar vacío. Entonces enciendo la luz.

Jakkeisen duerme en pijama de seda tailandesa de delicados colores pastel. Su piel parece de cera. Hay burbujas de baba en las comisuras de sus labios que se mueven en cada una de sus exhalaciones débiles y entrecortadas. Uno de sus brazos cuelga fuera del camastro. La muñeca que sobresale de la manga de su pijama es terriblemente delgada. Parece y, en cierto sentido, es un niño enfermo.

Lo zarandeo. Sus párpados se abren un poco. El globo del ojo se desplaza hacia arriba, ofreciéndome el blanco de sus ojos una mirada ciega y muerta. No sale ni un solo ruido de sus labios.

El cenicero que hay al lado de su cama está vacío. No hay nada sobre la mesa. Todo está recogido e impoluto.

Le subo la manga del pijama. A lo largo de todo el brazo, en la parte interior, tiene entre cuarenta y sesenta puntitos amoratados con un núcleo negro en el centro; un fino dibujo que sigue las venas hinchadas. Saco el cajón de la ropa de cama. Lo ha dejado caer todo allí dentro. Papel de plata, cerillas, una jeringuilla de cristal de las antiguas, pegamento instantáneo, una aguja hipodérmica, una navaja abierta, bolsitas de plástico destinadas a guardar agujas de máquina de coser, una goma negra.

No tiene previsto despertarse de momento. Está durmiendo totalmente relajado y libre de preocupaciones que proporciona el polvo blanco.


Antes de la autonomía no había aduaneros en Groenlandia. La policía y los capitanes de puerto constituían la autoridad aduanera. El mismo año que estuve trabajando en la estación meteorológica de Upernavik conocí a Joergensen.

Era capitán de puerto. Pero raras veces se le encontraba en su puesto de trabajo. A veces, los americanos se lo habían llevado a Tule, otras, estaba a bordo de uno de los buques de inspección de la Marina. Ostentaba el récord groenlandés de transportes por helicóptero.

Solían ir a buscar a Joergensen cuando habían encontrado algo, pero no sabían dónde estaba exactamente. Cuando albergaban alguna sospecha pero les era imposible concretarla. La Patrulla de Narcóticos de la Tule Airbase disponía de perros, de detectores de metales y de todo un equipo de técnicos de laboratorio. En Holsteinborg, la armada tenía a varios expertos en localización y en Nuuk disponían de los aparatos de rayos X transportables de la Central Soldadora.

A pesar de ello, todos llamaban a Joergensen. Había sido soldador en Burmeister & Wein y, posteriormente, había estudiado en la Escuela Náutica. Acabó siendo un capitán de puerto que nunca ponía los pies en el puerto.

Era un hombre menudo, gris, encorvado y de pelo tan hirsuto como el de un tejón. Utilizaba el mismo danés despacioso y monosilábico con groenlandeses, con rusos y con todos los militares, sin distinción de rango.

Lo traían a bordo del barco capturado o del avión y él le murmuraba algo a la tripulación y al capitán, echaba un vistazo miope a su alrededor y golpeaba de vez en cuando las planchas con los nudillos, sumido en la distracción, y entonces traían a uno de los cerrajeros de la Marina, el cual llegaba con una muela radial y con ella extraía la plancha detrás de la cual encontraban cinco botellas o cuatrocientos cigarrillos y, con mayor frecuencia a medida que pasaban los años, amontonaba los bloques de polvo blanco recubiertos con una capa de parafina.

Joergensen nos contó que no se llega muy lejos aplicando métodos sistemáticos. «Cuando me olvido de dónde he dejado mis gafas», decía, «entonces aplico, en un primer intento, un poco de sistematismo. Miro si me las he dejado en el baño o al lado de la máquina del café o debajo del periódico. Pero si no están en ninguno de estos sitios, dejo de pensar, me siento en una silla e intento recrearme en el paisaje para ver si me viene una idea y, de hecho, siempre me viene una idea, siempre. Lo que no podemos hacer cuando buscamos alguna cosa, sean gafas o sean botellas, es desmontarlo todo. Debemos meditar y entonces debemos notar, debemos encontrar al criminal que llevamos dentro nosotros mismos y decidir el lugar en que hubiéramos escondido nosotros el alijo.»

En febrero del 81 lo mataron de un tiro en una de las estaciones comerciales del golfo Disko a cuatro jóvenes groenlandeses que, a instancias suyas, habían cumplido unas condenas excesivamente duras por contrabando de alcohol. Por alguna extraña razón, me tenía aprecio. Nunca pretendió entender a los groenlandeses como pueblo.

En este momento vuelvo a acordarme de Joergensen e intento encontrar al toxicómano que hay en mí.

Yo me tomaría mucho tiempo para esconderla. No cometería insensateces ni me arriesgaría con chapuzas. Estaría tentada de esconderla fuera de mi camarote. Pero no podría prescindir de tenerla cerca de mi cuerpo. Como una madre no puede, por lo que dicen, prescindir de su hijo recién nacido.

Está la instalación de aire acondicionado. El Kronos dispone de una ventilación de alta presión que también ahora zumba ligeramente. La salida de aire está detrás de los revestimientos perforados del techo. Cada panel tiene, como mínimo, cuarenta tornillos. Sería totalmente impracticable tener que luchar con cuarenta tornillos cada vez que quisiera llegar hasta mi bebé.

Por segunda vez ese mismo día, doy un repaso a sus cajones. Sigo sin obtener resultados. Los cajones están llenos de papel de escribir, arcilla plástica azul de aquella que se utiliza para colgar postales, algunos números grandes y satinados de la revista Playboy, una máquina de afeitar eléctrica, varias barajas de cartas, una caja de piezas de ajedrez, cuatro cajitas de plástico transparente, en cada una de ellas, una mariposa espectacular de seda, bastante moneda extranjera, un cepillo de ropa y un par de cadenas de oro extras de las que suele llevar alrededor del cuello.

En la estantería, un diccionario español-danés, una guía de conversación turca de Berlitz, un libro de consulta de bridge editado por la compañía petrolífera BP y un par de libros de ajedrez. Un libro de bolsillo ajado con un dibujo en la portada de una chica desnuda, rubia y rellenita, con el título Flossy: 16 años.

Nunca he llegado a interesarme de verdad por los libros que no fueran especializados o técnicos. Nunca he pretendido ser una erudita. Por otro lado, siempre he pensado que nunca es tarde para empezar una nueva vida de sabiduría y erudición. Tal vez debería empezar por Flossy: 16 años.

Cojo la navaja del cajón. Hay unas cuantas motas de color verde adheridas a la cuchilla. Abro el armario y vuelvo a repasar toda la ropa. No hay nada que tenga exactamente ese color. En la cama, Jakkeisen sigue roncando.

Saco la caja con las figuras de ajedrez del cajón. Cojo un rey blanco y una reina negra y las dispongo sobre la mesa. Han sido talladas con mucho esmero en una madera pesada. El tablero está encima de la mesa y está recubierto con una fina plancha de metal. Debe de ser muy práctico que a bordo de un barco un juego de ajedrez sea magnético. Los imanes están debajo de las piezas, un disco de color plomizo debajo del pie. Sobre el disco está pegado un trozo de fieltro verde. Introduzco el filo de la navaja entre el pie del rey y el disco de metal. Ofrece cierta resistencia pero, finalmente, se desprende. Lo ha pegado con unas gotitas de pegamento en cada lado. Deposito el disco sobre la mesa. En la cuchilla ha quedado una mota de fieltro, unas cuantas pelusillas verdes mínimas que sólo se pueden ver si sabes que están.

La pieza es hueca. Tiene una altura de quizás ocho centímetros, en ese hueco hay un cilindro de un diámetro de centímetro y medio. Seguramente no se trata de algo que haya hecho Jakkeisen mismo, las piezas deben de estar fabricadas así originalmente. Pero, no obstante, lo ha aprovechado. Arriba de todo hay un pegote de arcilla plástica y, pegados en ella, tres tubos de plástico transparente. Agito la pieza y saco los tres tubos. Debajo de éstos hay cuatro más.

Los vuelvo a colocar en su sitio, sello el hueco con arcilla plástica y pego el imán en la pieza. Hubiera podido examinar el resto de las piezas. Con tal de averiguar si caben dos o tres tubitos en cada peón. Para poder calcular si tiene suficiente polvo para el consumo de cuatro o de seis meses. Pero tengo ganas de salir. Una dama no debe permanecer demasiado tiempo en el camarote de un caballero desconocido.

4

– Era mi primer viaje. Por lo tanto, fui a ver a un colega. «¿Cómo llego a Groenlandia?», le pregunté. «Te diriges a Skagen», me contestó. «Una vez allí, giras a la izquierda. Cuando llegues al cabo Farvel, giras a la derecha.»

Introduzco el sacacorchos en el corcho. Es una botella de vino blanco, tiene un color amarillo verdoso y Urs la ha introducido en el ascensor sólo en el último momento, como si se tratara de un icono sensible a las temperaturas. Cuando finalmente extraigo el corcho, la mitad se queda incrustada en el cuello de la botella. Me veo forzada a efectuar una nueva perforación. Esta vez el trozo de corcho se deshace cayendo en el líquido. Urs me ha dicho que el Montrachet es un gran vino. Entonces no debe tener mucha importancia que tenga un poco de corcho.

– Entonces cogió una carta náutica, colocó una punta de un compás sobre el punto de Skagen, lo llevó hasta que la otra punta tocó el cabo Farvel y con una regla trazó una línea. «Sigues esta línea», me dijo, «y estarás navegando en una curva ortodrómica. Y durante los dos días antes de llegar al cabo no duermes. Durante estos dos días te tomas tus tazas de café negro y espeso y vigilas que no choca contra algún iceberg.»

Es Lukas quien está hablando. De espaldas a quienes le escuchan. Al mismo tiempo que su autoridad los inmoviliza.

Aparte de él, hay tres personas más en la sala de oficiales. Katja Claussen, Seidenfaden y el jefe de máquinas, Kützow.

Es la primera vez en mi vida que hago de camarera.

– Entonces se solía zarpar en abril. Se intentaba coincidir con los llamados Vientos de Pascua del Este. Si lo conseguías, tenías el viento en popa durante toda la travesía. Era del todo impensable que se eligiera, por voluntad propia, el período entre noviembre y finales de marzo.

Existen reglas que determinan el orden en que hay que escanciar el vino. Desgraciadamente las desconozco por completo. Por lo tanto, decido arriesgarme y le sirvo a la mujer primero. Da vueltas al centímetro de líquido que le he servido en la copa, pero sus ojos penden de Lukas y, cuando finalmente cata el vino, en realidad no lo saborea.

Intento entrar alternativamente por el lado izquierdo y por el derecho. Para que todos queden satisfechos.

Se han cambiado de ropa. Los hombres llevan camisas blancas y la mujer un vestido rojo.

– Podemos esperar encontrarnos con el primer hielo a un día del cabo Farvel. Fue en ese lugar donde el Hans Hedtoft de la Compañía Mercantil de Groenlandia se hundió en el 59. Noventa y cinco muertos, entre pasajeros y tripulación. ¿Ha visto alguna vez un iceberg, señorita Claussen?

Sirvo la coliflor y las barritas integrales de Urs. Me va más o menos bien en la mesa. Pero cuando llego al ascensor, se me cae el resto de la coliflor encima del salmón hervido. El salmón yace en la bandeja con toda su piel, mirándome con ojos expectantes. Urs me ha explicado que aprendió de un cocinero japonés a no hervir los ojos sino a guardarlos y volverlos a poner en su sitio cuando la carne esté tierna y, por lo demás, pincelar el salmón ligeramente con la clara de un huevo para que el pescado adquiera un brillo viscoso, como si viniera directamente de la red a la mesa. A mí no me gusta. Me parece que da una impresión mortecina.

Le quito la coliflor al pescado rascando un poco con un tenedor y lo llevo a la sala. De todos modos no miran lo que están comiendo. Miran a Lukas.

– Los icebergs son trozos de glaciares que desde el Indlandsis se deslizan hasta llegar al mar, donde finalmente se desprenden. Cuando son masivos, la relación entre lo que sobresale del agua y lo que hay debajo es de uno a cinco. Cuando son huecos, la relación es de uno a dos. Estos últimos son, por supuesto, los más peligrosos. He visto icebergs que medían cuarenta metros de altura y pesaban cincuenta mil toneladas y que podían romperse sólo por las vibraciones de la hélice.

Me quemo los dedos con el gratinado de patatas. Lukas todavía no ha visto nada. Cerca de la Antártida he pasado sigilosamente en un bote de goma por el lado de un iceberg plano que medía noventa metros, pesaba un millón de toneladas y que podía explosionar sólo con que silbaras la primera estrofa de En el dulce y alegre tiempo estival.

– El Titanic chocó contra un iceberg en 1912, al sureste de Terranova, y se hundió en tres horas. Murieron mil quinientas personas.

En mi camarote he colocado un periódico en el lavabo, me he inclinado hacia delante y he cortado veinte centímetros de mi cabellera de manera que se nivele con el pelo que me ha crecido después de la quemadura. Por primera vez desde que subí a bordo me he quitado el pañuelo de la cabeza. Es todo lo que puedo hacer para que la mujer no pueda reconocerme.

Podía haberme ahorrado la molestia. Soy una mosca en la pared, no me ve. El hombre mira a Lukas, el jefe de máquinas tiene la vista fijada en su vaso y Lukas no mira a nadie ni a nada. Por un instante, la mirada escudriñadora de la mujer se posa sobre mí. Es, por lo menos, veinte centímetros más alta y cinco años más joven que yo. Es de piel oscura y tiene un aire cauteloso y alrededor de su boca hay una mueca que cuenta una historia; tal vez la historia del alto precio que deben pagar las mujeres, al contrario de lo que normalmente suele creer la gente, para ser guapas.

Espero. Estaba oscuro durante el entierro de Isaías. Había veinte mujeres más. Y ella estaba allí por otra razón. Había ido para avisar a Andreas Fine. Debería de haber hecho caso de esa advertencia.

Tarda una fracción de segundo en catalogarme. En su interior abre el cajón que está marcado con «servicio» y «un metro sesenta» y me deja caer en él, olvidándome inmediatamente. Tiene otras cosas en qué concentrarse. Debajo de la mesa ha posado su mano en el muslo del hombre.

Él no ha tocado el pescado.

– Al menos disponemos de un radar a bordo -dice.

– El Hans Hedtoft también tenía uno.

Ningún capitán o jefe de expedición experimentado asusta a sus compañeros de viaje conscientemente. Si estás al tanto del riesgo que conlleva viajar en el hielo, entonces también sabes que, cuando ya has iniciado el viaje, no te puedes permitir el lujo de potenciar el riesgo exterior potenciando un temor interno. No entiendo a Lukas.

– Y, sin embargo, los icebergs constituyen un problema menor. Al fin y al cabo, es la idea que todo el mundo tiene de los mares polares. Peor todavía es la placa de hielo; un banco de hielo flotante a lo largo de la costa este, que dobla el cabo Farewell en noviembre y se extiende hasta pasado Godthaab.

He conseguido sacar el tapón de una sola pieza de la segunda botella de vino. Sirvo a Kützow. Bebe mientras contempla distraído la etiqueta. Es la graduación del alcohol lo que le interesa.

– Donde se acaba el banco de hielo, comienza el hielo del oeste. Creado en el golfo de Baffin y prensado en el estrecho de Davis, donde se funde con el hielo de invierno. Todo junto forma un campo de hielo con el que nos encontraremos cerca de los bancos de pesca al norte de Holsteinsborg.

Los viajes intensifican todos los sentimientos humanos. Cuando levantábamos el campamento en Qaanaaq para irnos de caza, de visita o para ir a Qeqertat, brotaban como en una explosión los enamoramientos latentes, las amistades, la animosidad. En el aire, entre Lukas y sus dos pasajeros y patrones impera una aversión intensa y recíproca.

Miro a Lukas. No ha dicho ni hecho nada. A pesar de ello, exige, sin palabras, que lo mires. Vuelvo a tener la sensación vaga e inquietante de haber presenciado una función que ha sido puesta en escena para mí y que no he entendido.

– ¿Dónde está Toerk? -pregunta.

– Trabajando -contesta la mujer.


Quien vuele desde Europa hasta Tule sentirá, cuando salga del avión, que ha entrado en un congelador con sobrepresión, pues un frío helado comprimirá sus pulmones con una presión de varias atmósferas. Si vuelas en la dirección opuesta, creerás, en cambio, que, al llegar a Europa, has aterrizado en una sauna finlandesa. Pero un barco que navega hacia Groenlandia, no navega en dirección norte sino hacia el oeste. El cabo Farvel se encuentra en el mismo paralelo que Oslo. El frío no sobreviene hasta que no doblas y navegas en dirección norte. El viento que se ha levantado a lo largo del día es rudo y húmedo pero, sin embargo, no es más frío que una tormenta en Cattegat. En cambio, las marejadas son los movimientos profundos y largos del Atlántico Norte.

La cubierta está inundada de agua. La escotilla de la bodega de proa está cerrada. La mido con mis pasos. Mide cinco metros por seis. No siempre ha tenido las mismas medidas. En ambos extremos hay un borde blanco recién pintado de tres cuartos de metro. Y sobre la cubierta, un cordón de soldadura. La entrada ha sido ensanchada recientemente con por lo menos un metro en cada lado.

Para Europa, el mal simboliza lo desconocido, y el hecho de navegar constituye en sí el viaje y la aventura. Es una idea que no se corresponde en nada con la realidad. La navegación es el movimiento que se aproxima más a la inmovilidad. Experimentar que te mueves requiere recaladas, requiere que existan puntos fijos en el horizonte y protuberancias de hielo desapareciendo bajo los patines de tu trineo y la visión de las montañas por encima del napariaq, el soporte que lleva detrás el trineo, las formaciones de hielo que surgen, que superas y que se sumergen en el horizonte.

Todo esto le falta al mar. Un barco parece inmóvil, parece que sea una plataforma fija de acero, encuadrada en un horizonte redondeado, invariable, sobre el que planea un tiempo invernal, gris y helado y emplazada sobre un abismo móvil pero, sin embargo, siempre uniforme. Sacudido por el esfuerzo monótono de la máquina, el barco cabecea en vano en un mismo punto.

O tal vez sea yo la que se ha hecho demasiado mayor para viajar.

Junto con la niebla que nos viene de fuera, me llega la depresión.

Para poder viajar, se necesita un hogar desde el que partir y al que retornar. En caso contrario, te conviertes en un refugiado, un errante de las montañas, un qivittoq. Justo en esta época del año, los qivittoqs de Groenlandia del Norte se reúnen en los barracones de chapa ondulada en Qaanaaq.

Me pregunto, como tantas otras veces, cómo he venido a parar aquí. No puedo soportar la culpa yo sola, es una carga demasiado pesada; sin duda también he debido de tener muy mala suerte; de alguna manera, el universo debe de haberse apartado de mí. Cuando mi entorno se aparta de mí dándome la espalda, yo me encojo sobre mí misma como un mejillón vivo que rocían con limón. Soy absolutamente incapaz de ofrecer la otra mejilla, no puedo responder a la hostilidad con un exceso de confianza.

En una ocasión pegué a Isaías: le había contado que de niños, cuando el hielo se abría en el golfo de Siorapaluk, muy adentro, solíamos saltar de témpano en témpano a sabiendas de que, si resbalabas, te escurrías por debajo del hielo y entonces la corriente te llevaría hacia el fondo, hacia Nerrivik, la madre del mar, desde donde ya nunca podrías volver. Al día siguiente quiso esperarme fuera del supermercado Brugsen, cerca de la estatua del groenlandés que hay en la plaza. Cuando volví a salir, había desaparecido y al cruzar el puente, lo vi abajo, sobre el hielo. Un hielo recién formado y muy fino, que la corriente estaba desintegrando por su parte inferior. No grité, no pude gritar, sino que me acerqué al urinario que hay en el muelle y, desde allí, lo llamé con voz dulce. Y él vino hacia mí, vacilante y con pasitos cautelosos sobre el hielo y, cuando ya estaba sobre los adoquines del muelle, le pegué. Supongo que el golpe, de la manera que puede serlo la violencia, fue uno de mis sentimientos hacia él. Apenas podía mantenerse en pie.

– Me has pegado -dijo paseando la vista a su alrededor, acaso buscando, entre lágrimas, un arma con la que rajarme.

Entonces, con un solo, pero sin embargo, enorme movimiento, retornó a las reservas inagotables de su naturaleza.

– Naammassereerpoq, supongo que podré acostumbrarme -dijo.

Yo carezco de esa profundidad. Tal vez sea una de las razones por las que las cosas me han ido de esta manera.

No se oye ningún ruido, pero sé que hay un hombre a mis espaldas. Entonces veo a Verlaine, que se apoya contra la regala y sigue mi mirada dirigida al mar. Se quita su guante de trabajo y extrae un puñado de arroz de su bolsillo.

– Yo creía que los groenlandeses eran paticortos y follaban como cerdos y que únicamente trabajaban cuando tenían hambre. La única vez que estuve allí arriba, transportábamos petróleo hasta un pueblo en algún lugar del norte. Bombeábamos el petróleo directamente en las cisternas que había en la playa. Un día llegó un hombrecito en una barca y disparó su fusil mientras gritaba. Entonces todos se fueron corriendo hacia sus cabañas y volvieron con sus rifles. Algunos se hicieron a la mar en sus botes mientras que otros se pusieron a disparar directamente desde la playa. Si no hubiera estado alerta, la presión hubiera hecho saltar las mangueras. Por lo visto, todo el alboroto se debió a que había pasado un banco de peces de algún tipo.

– ¿En qué estación del año fue?

– Tal vez en julio o a comienzos de agosto.

– Beluga -digo-. Una ballena pequeña. Entonces fue en uno de los poblados al sur de Upernavik.

– Telegrafiamos a la compañía mercantil diciéndoles que habían abandonado el trabajo y que habían salido a pescar. Nos contestaron que solía ocurrir varias veces al año. Ocurre cuando tratas con gentes primitivas. Cuando tienen el estómago lleno, no le encuentran el sentido al trabajo.

Asiento con la cabeza.

– Dicen en Groenlandia -le contesto- que los filipinos son una nación de pequeños chulos vagos, que únicamente sirven en la mar porque no es necesario pagarles más de un dólar la hora, pero que hay que cebarlos con montones de arroz hervido constantemente, para que no te apuñalen por la espalda.

– Es cierto -contesta.

Se arrima a mí para no tener que gritar. Alzo la mirada hacia el puente. Desde donde estamos, somos completamente visibles.

– Éste es un barco con normas. Algunas son del capitán. Otras de Toerk. Pero no todas. Las demás dependen de nosotros, las ratas.

Me sonríe. Sus dientes son trozos de tiza glaseada en contraste con su tez oscura. Se apercibe de mi mirada.

– Coronas de porcelana. Estuve encarcelado en Singapur. Tras año y medio en la cárcel, no me quedaba ni un solo diente entero en la boca. Te sujetaban la mandíbula con alambre galvanizado. Por lo tanto, planeamos una evasión.

Se arrima todavía más a mí.

– Fue allí donde descubrí lo mal que me sientan los policías.

Cuando finalmente se incorpora y se va, yo me quedo allí de pie contemplando el mar. Empieza a nevar. Pero no es nieve. Proviene de la cubierta. Me miro a mí misma. En toda su longitud, desde el cuello hasta el elástico alrededor de mi cintura, mi plumífero está rajado en un solo corte que, sin haber tocado el forro, ha abierto los canales desde los que ahora se desprenden los plumones, que suben, como copos de nieve en remolinos, a mi alrededor. Me quito la chaqueta y la doblo. De vuelta a mi camarote, mientras ando por la cubierta, me viene a la mente que debe de hacer frío. Pero no lo siento.

5

El Consejo de Bienestar de la Marina Mercante envía paquetes con nueve películas de vídeo a la vez a los abonados. Sonne lo ha preparado todo para mostrar la primera en la pantalla grande de la sala de pesas. Me siento en uno de los asientos de atrás. En el momento en que las primeras imágenes de una puesta de sol sobre un desierto aparecen en la pantalla, salgo a hurtadillas de la sala.

En la segunda cubierta está, distribuido en dos filas de armarios frente a frente, el pañol de herramientas y recambios. Saco un destornillador de estrella. Estoy hurgando al azar. En una caja de madera encuentro bolas de cojinetes. Son de acero, grises y ligeramente engrasadas, cada una un poco más grande que una pelota de golf y envuelta en papel aceitado. Me llevo una.

Subo por las escaleras y salgo al castillo de popa. Desde allí brilla, a través de dos cristales alargados, la luz de la proyección de la película. Me acerco gateando hasta el mamparo debajo de la ventana y echo un vistazo. Hasta que no encuentro la nuca atezada de Verlaine y el perfil de los rizos de Jakkeisen, no vuelvo al pasillo. Me encierro en el camarote de Jakkeisen.

Ahora sólo hay ropa de cama en el cajón de debajo del catre. Pero el juego de ajedrez sigue todavía en su sitio. Envuelvo la caja en mi jersey. Entonces aguzo el oído por si viene alguien y vuelvo a mi camarote. A lo lejos, en una dirección indeterminada, se percibe, a través del casco de metal, la banda sonora de la película.

Meto la caja en un cajón. Es una sensación extraña el hecho de estar en posesión de algo que, dependiendo del puerto en el que fuera encontrado, bastaría para condenar a su propietario a cualquier pena, desde tres años de prisión menor incondicional hasta la pena de muerte.

Me pongo ropa deportiva. Lío la bola de metal en una toalla de baño larga y blanca que he sacado. Luego la vuelvo a colgar del colgador. Entonces me siento a esperar.

Si tienes que esperar mucho tiempo, debes intervenir en tu tiempo de espera para evitar que éste acabe siendo destructivo. Si te abandonas a la suerte, la conciencia empieza a vagar extraviándose; entonces el miedo y el desasosiego despiertan; entonces asoma la depresión; entonces te arrastra hacia abajo.

Con el fin de mantenerme a flote, me pregunto a mí misma lo que es un ser humano, quién soy yo.

¿Acaso soy mi nombre?

El año en que nací, mi madre se fue a Groenlandia Occidental y cuando volvió, trajo con ella el nombre de mujer Millaaraq. Porque a Moritz le recordaba la palabra danesa mild, que significa «dulce» y que no se encontraba en el diccionario de la relación amorosa que tenían él y mi madre, porque era su deseo someter todo lo groenlandés a una transformación que lo pudiera convertir en algo europeo y conocido y porque, por lo que me han contado, yo le había sonreído. * Sin duda, se trataba de la confianza ciega e ilimitada del recién nacido, que todavía no sabe lo que le espera. Por todo ello, hizo que se pusieran de acuerdo para ponerme el nombre de Smilaaraq que, debido al desgaste al que el tiempo nos somete a todos, se abrevió a Smila.

Que únicamente es un sonido. Por lo tanto, puedes buscar detrás del sonido donde encontrarás el cuerpo con su circulación, sus desplazamientos de líquidos. Su júbilo por el hielo, su ira, sus ansias, su conocimiento del espacio, su estado ruinoso, su infidelidad y su lealtad. Detrás de estos sentimientos se encuentran, pues, la ascensión y el deterioro de las fuerzas innominadas; imágenes del recuerdo descompuestas e inconexas; sonidos sin nombre. Y geometría. En lo más profundo de nuestro ser se encuentra la geometría. Mis profesores en la universidad preguntaban una y otra vez cuál era la realidad de los conceptos geométricos. ¿Dónde están acaso, preguntaban, un círculo perfecto, una verdadera simetría, un absoluto paralelismo, si no pueden construirse en este mundo imperfecto y exterior?

No les contesté, porque no hubieran entendido la evidencia de la respuesta y sus consecuencias incalculables. La geometría se encuentra como fenómeno congénito en nuestra conciencia. En el mundo exterior nunca existirá un cristal de nieve perfecto. Pero en nuestra conciencia se encuentra el conocimiento resplandeciente e ideal del hielo perfecto.

Si se dispone de más fuerzas, se puede seguir buscando; detrás de la geometría, hacia atrás, en aquellos túneles de luz y oscuridad que hay en cada uno de nosotros y que se extienden hacia la infinitud.

¡Hay tantas cosas que se podrían hacer si se tuvieran las fuerzas necesarias!

Hace dos horas que terminó la película. Dos horas desde que Jakkelsen cerró su puerta con llave. Pero no hay razón para impacientarse. Es imposible criarse en Groenlandia sin acabar familiarizándose con los abusos. Es un error muy común creer que las drogas hacen que la gente sea imprevisible. Al contrario, la hace muy, pero que muy previsible. Sé que Jakkeisen vendrá. Tengo la suficiente paciencia como para esperarle el tiempo que sea necesario.

Me inclino hacia delante para apagar la luz y así poder estar en la oscuridad. El interruptor está entre el lavabo y el armario y, por lo tanto, tengo que inclinarme.

Ése es el momento que escoge. Por lo visto debe de haber estado con la oreja pegada a la puerta. He infravalorado a Jakkeisen. Se ha acercado a hurtadillas hasta mi puerta y ha abierto la cerradura, aguardando luego un movimiento audible detrás de ella; y todo eso, sin que yo, que me encontraba al otro lado, le haya podido oír. Ahora la abre con tal precisión que me golpea contra la sien, arrojándome al suelo entre la cama y el armario. Ya está dentro y ha cerrado la puerta detrás de él. No se ha confiado de su fuerza física. Ha traído consigo un enorme pasador de cabo, con el mango de madera y una punta hueca de acero pulido.

– Devuélvemelo -dice.

Intento incorporarme.

– Quédate en el suelo.

Me siento.

Gira el pasador entre las manos para que el extremo pesado quede abajo y, con la misma violencia, me golpea el pie. Me da en el tobillo derecho, justo encima de la articulación. Por un instante, el cuerpo se resiste a creer en la magnitud del dolor pero, enseguida, una llama blanca de fuego atraviesa mi cuerpo hasta la parte superior del cráneo y vuelvo a caer contra el suelo.

– Devuélvemelo.

No soy capaz de pronunciar ni una sola palabra. Pero meto la mano en mi bolsillo y extraigo el pequeño tubo y se lo paso.

– El resto.

– En el cajón.

Reflexiona. Para llegar al escritorio deberá pasar por encima de mí.

Su desasosiego es más pronunciado que nunca pero, sin embargo, denota determinación. Una vez oí a Moritz contar que se puede vivir una larga y sana vida con la heroína. Si se tiene dinero. La sustancia en sí tiene un efecto casi conservante. Lo que acaba empujando a los drogadictos a la tumba, son las escaleras frías, las hepatitis, las mezclas impuras, el sida y el trabajo devastador y extenuante que requiere encontrar el dinero suficiente. Pero si te lo puedes permitir, puedes convivir con tu dependencia y desgastar tu salud. Dijo Moritz.

Me pareció entonces que exageraba. La exageración cínica, irónicamente distanciadora del profesional. La heroína es un suicidio. Para mí, no mejora porque se extienda a lo largo de veinticinco años. De todas formas, denota un profundo desprecio por la vida de uno mismo.

– Tú la sacas por mí.

Me pongo en cuclillas. Cuando intento apoyarme, la pierna derecha cede bajo mi peso y me caigo de rodillas. Hago que la caída sea más escandalosa y me levanto, asiéndome del lavabo. Del perchero descuelgo la toalla blanca con la que me seco la sangre de la cara. Entonces me doy la vuelta y, a la pata coja, doy un salto hacia el escritorio y los cajones. Todavía con la toalla en la mano, me dirijo hacia el armario.

– La llave está aquí dentro.

En la misma vuelta inicio el giro. Un arco de círculo que se adelanta hasta llegar al ojo de buey, se eleva hacia el techo y acelera en su descenso contra su tabique nasal.

Lo ve llegar y da un paso atrás. Pero sólo está preparado para recibir el latigazo de un trozo de tela. La bola en el interior del rizo de la toalla le golpea encima del corazón. Cae de rodillas. Entonces vuelvo a hacer girar la toalla. Le da tiempo a subir el brazo. El golpe le llega debajo del hombro y lo derriba sobre la cama. Ahora su mirada es asesina. Le golpeo con todas mis fuerzas, apuntando a su sien. Hace lo correcto, se adelanta al golpe, levanta el brazo de manera que la toalla se enrolle alrededor de su brazo y da un tirón. Yo me precipito contra él, cayendo un metro hacia delante. Entonces me golpea con el pasador, en un movimiento bajo y arrollador, dándome de pleno en el abdomen. Tengo la sensación de verme a mí misma desde fuera, empujada hacia atrás en el camarote y entiendo que lo que me golpea en la espalda es el escritorio. Se desliza por encima del catre. Siento que me he quedado sin cuerpo, y miro hacia abajo. Primero creo que corre un líquido blanco desde mi interior. Entonces me doy cuenta de que se trata de la toalla, que he arrastrado conmigo en la caída. Jakkeisen aparece por encima del borde de la cama. Recojo la bola del suelo, acorto la longitud de la toalla a la mitad, pongo mi mano derecha sobre la izquierda y tiro hacia arriba con los brazos extendidos.

Le doy debajo del mentón. Su cabeza se va hacia atrás de un tirón, el cuerpo le sigue, más lento, y cae arrojado contra la puerta. Por un instante, sus manos toquetean torpemente detrás de él, encontrando finalmente apoyo en el tirador de la puerta. Entonces se rinde, dejándose caer en el suelo.

Me quedo de pie inmóvil un momento. Entonces repto por los tres metros de entarimado, apoyándome en la cama, el armario y el lavabo, paralizada desde el ombligo hasta los pies. Recojo el pasador. De su bolsillo saco el pequeño tubo.

Tarda mucho en volver a estar presente. Espero, agarrada al pasador. Se palpa la boca y se escupe en las manos. Sale sangre con trozos más claros y consistentes.

– Me has destrozado la cara.

La mitad de uno de los dientes de la parte superior de la boca ha saltado. Se ve cuando habla. La furia se ha consumido en su interior. Parece un niño.

– Dame el tubo ese, por favor, Smila.

Lo saco y lo balanceo sobre mi muslo.

– Quiero ver la bodega de proa -le respondo.


El túnel empieza en la sala de máquinas. Desde el suelo de tablas bajan unas escalerillas entre las vigas de acero de la bancada del motor. Al final de las escalerillas, una puerta estanca contra incendios da paso a un estrecho pasillo que a duras penas tiene la altura necesaria para poder estar erguido y una anchura de escasamente un metro.

Está cerrada, pero Jakkeisen la abre.

– Allí, al otro lado de la máquina, debajo de los compartimentos estancos del castillo de proa, corre un túnel como éste que llega hasta los tanques laterales.

En mi camarote ha vertido una raya corta y gruesa sobre mi espejo de bolsillo y la ha aspirado directamente por una de las fosas nasales. Eso lo ha transformado en un guía soberbio y seguro. Aunque cecea a través del diente roto.

Apenas puedo apoyarme sobre el pie derecho. Está hinchado como si hubiera sufrido una dislocación grave. Le sigo a una cierta distancia. He hincado el pequeño destornillador de estrella en un tapón de corcho y lo he metido en la cintura de los pantalones.

Enciende la luz. Cada cinco metros hay una bombilla desnuda recubierta con una tela alámbrica.

– Mide veinticinco metros. Corre hasta donde empieza el castillo de proa. Encima hay un entrepuente con una capacidad de treinta y cuatro mil quinientos pies cúbicos, y encima de éste, hay otro de veintitrés mil pies cúbicos.

A lo largo de los lados del túnel, las cuadernas forman un entramado tupido. Allí pone su mano.

– Veinte pulgadas. Entre las cuadernas. El doble de lo habitual para un barco de cuatro mil toneladas. Planchas de un grosor de una pulgada y media en la proa. Estas medidas otorgan una resistencia local veinte veces superior a la requerida por las compañías de seguros y por la inspección de buques para homologar un rompehielos. Por eso sabía que nos dirigíamos hacia el hielo.

– ¿Cómo sabes tantas cosas sobre barcos, Jakkeisen?

Se incorpora. Todo encanto y efusión.

– Conoces a Peder Most, ¿no? Yo soy Peder Most. Nací en Svendborg como él. Soy pelirrojo. Y pertenezco a la era antigua. Cuando los barcos eran de madera y los marineros de acero. Ahora es al revés.

Pasa una mano por sus rizos rojos para darles un porte fresco de mar.

– También soy tan esbelto como él. He recibido varias ofertas para trabajar de modelo. En Hong Kong dos tipos firmaron un contrato conmigo. Estaban en el negocio. Se habían percatado desde lejos de mi porte. Debía presentarme a la primera sesión fotográfica al día siguiente. Entonces estaba embarcado como camarero. No me daba tiempo a acabar de lavar los platos, ¿sabes? Por lo tanto, eché toda la cubertería y la vajilla por el ojo de buey. Cuando llegué a su hotel, desgraciadamente ya se habían marchado. El patrón me descontó cinco mil coronas de mi paga para costear al submarinista que recuperó la vajilla del fondo del puerto.

– El mundo es injusto.

– Lo es, no sabes cuánto. Por eso sólo soy marinero. He navegado durante los últimos siete años. He estado a punto de entrar en la Escuela Náutica muchas veces. Pero siempre había algo que me lo impedía en el último momento. Aun así, lo sé todo sobre barcos.

– De la caja que tiramos ayer al agua, no entendiste nada, ¿verdad?

Entorna los ojos.

– ¿Entonces es cierto lo que dice Verlaine?

Aguardo.

Hace un gesto envolvente con la mano.

– Podría llegar a ser un hombre valiosísimo para la policía. Podrían incorporarme en la brigada de estupefacientes. Conozco al dedillo todo ese mundo, ¿sabes?

Sobre nuestras cabezas corre una tubería de agua. Cada diez metros han instalado llaves de salida de extintores contra incendios. Cada llave está provista de una bombilla roja. De su bolsillo saca un pañuelo y lo deposita con un movimiento experimentado alrededor de la llave. Entonces enciende un cigarrillo.

– Hay detectores de humo incorporados en cada una de las llaves. Si te sientas en un rincón para fumarte un pitillo, se dispara la alarma, salvo que previamente hayas tomado las precauciones necesarias.

Se llena los pulmones placenteramente y entorna los ojos contra el dolor que proviene del diente roto.

– En Dinamarca es un infierno desprenderse de una carga ilegal. Y es que todo el país está controlado de punta a punta. Con sólo acercarte a un puerto, ya tienes a la policía, a las autoridades del puerto y a las autoridades aduaneras persiguiéndote. Quieren saber de dónde vienes, adónde vas y quién es tu consignatario. Y es imposible encontrar a gente que se dejen sobornar en Dinamarca, todos son funcionarios, no te aceptan ni siquiera un vaso de agua mineral. Entonces tienes la brillante idea de que uno de tus colegas podría abarloar en una embarcación menor, llevarse la caja y desembarcarla en un tramo oscuro de la costa, en algún lugar recóndito. Pero eso tampoco funciona. Porque todos sabemos que en Dinamarca, la Marina y las autoridades aduaneras colaboran. En las dos grandes estaciones de Anholt y Frederikshavn los soldados voluntarios se pasan las horas identificando y siguiendo todos los barcos que entran y salen dentro de las aguas jurisdiccionales danesas. Verían a tu amigo del barco enseguida. Por eso se te ocurre que podrías limitarte a echar tu caja por la borda. Dispuesta con una baliza o con un par de flotadores. Una pequeña emisora accionada por una batería emite una señal que puede ser captada por la persona o la embarcación que tenga que recogerla.

Intento encontrar la conexión entre lo que ahora he oído y lo que he visto.

Apaga el cigarrillo.

– Sin embargo, hay algo que no encaja. El barco vino de un astillero de Hamburgo. Ha estado en aguas jurisdiccionales danesas durante quince días. Ha atracado en Copenhague. Es demasiado tarde para echar la mercancía por la borda, habiéndonos adentrado ya quinientas millas marinas en el Atlántico, ¿no te parece?

Estoy de acuerdo. Es incomprensible.

– Lo de ayer, no creo que se tratara de mercancía de contrabando. Conozco los movimientos que hacen los traficantes, sé, con toda seguridad, que no era mercancía. Y ¿sabes por qué? Porque había echado un vistazo en el contenedor. ¿Sabes lo que había? Cemento. Cientos de sacos de cincuenta kilos de cemento Portland. Lo miré de noche. Estaba cerrado con un candado. Pero las llaves de la bodega siempre están colgadas en el puente, por si acaso el tonelaje se desplazara. Por lo tanto, después de mi guardia, me llevé la llave. Estaba ansioso, lo prometo. Abrí el portillo, y no había nada más que cemento. Me dije a mí mismo que no podía ser, que no era cierto. Que había gato encerrado. Por lo que vuelvo sobre mis pasos hasta la cocina y cojo un pincho. Estoy a punto de morirme de miedo, sólo con pensar que Verlaine pudiera descubrirme. Malgasto dos horas en ese maldito contenedor. Moviendo los sacos de un lado a otro y pinchándolos para encontrar alguna cosa. Acabé con la espalda destrozada, me dolía horrores. Se me agrietó la piel de las manos. El polvo de cemento es lo peor que hay. Pero no encuentro nada, ¿sabes? No puede ser, es imposible, me digo. Todo este montaje, el viaje. Todo el secreto. La paga incrementada porque no sabemos adónde nos dirigimos. Porque no sabemos lo que se supone que transportaremos. Y todo eso por un contenedor de basuras lleno de cemento. Es demasiado. Apenas soy capaz de dormir por las noches. Me digo a mí mismo que tiene que tratarse de droga.

– O sea que te has rendido.

– Creo -dice lentamente- que lo de ayer fue una prueba. Porque lo que está claro es que no resulta nada fácil echar una carga de tal envergadura por la borda. Te gustaría acertar las coordenadas correctas para poder volver y encontrar la mercancía. Te gustaría evitar que la caja se metiera en la hélice. No querrías dar demasiados bandazos si hay viento y mar gruesa porque te arriesgas a que se rompa algo. Y sabes que incluso los pequeños movimientos modificarán tu velocidad relativa en el radar de la Marina. Ante todo, desearías poder pararte y arriar la caja en la mar tranquilamente. Pero eso es imposible. Anotan todos los cambios de velocidad. Tendrías a las autoridades aduaneras por el VHF inmediatamente. O sea, que si realmente desearas dejar algo grande y pesado en el agua y lo quisieras hacer de una manera discreta e inadvertida, necesitarías hacer un ensayo previo. Para probar tus flotadores y tu equipo radiogoniométrico y para darles una posibilidad a los marineros de aprenderse las maniobras en cubierta. Para ajustar la botavara, el cabrestante y el aparejo adecuadamente. La caja de ayer era un ensayo, una simulación. Si la echaron al agua aquí, fue para asegurarse de que estábamos fuera del alcance de los radares. En realidad se trataba solamente de un ensayo general.

– ¿De qué?

– De la mercancía de verdad, la que vamos a buscar. Te puedo dar mi palabra. Lo sé todo sobre el mar. Esto les está costando una fortuna. Lo único que puede amortizar el capital que han invertido son las drogas, ¿sabes?

Al final del túnel, una estrecha escalera de caracol repta alrededor de una viga de acero que no es más gruesa que el pie de un asta de bandera. Jakkeisen apoya la mano contra el esmalte blanco.

– Ésta de aquí apuntala el palo de proa.

Estoy pensando en el puntal de carga y el cabrestante. La carga máxima que pueden soportar ambos, según está indicado, es de cuarenta y cinco toneladas.

– Es muy frágil.

– Presión vertical. Es decir, que la carga sobre el puntal produce una presión hacia abajo que se corresponde a la de un edificio de tres plantas. No existe apenas una presión lateral.

Cuento cincuenta y seis escalones y estimo que hemos ascendido un número de metros que equivale a una casa de tres plantas. Mi pie sólo soporta el ascenso a duras penas.

Aquí la escalera tiene un descansillo que da a un mamparo. En el mamparo se abre una escotilla circular de metro y medio de diámetro. Las dos manivelas de sujeción le hacen parecer una caja fuerte de dibujos animados. La escotilla contrasta con todo lo demás. El Kronos da la sensación de haber sido construido al mismo tiempo que el Kista Dan de la compañía armadora Lauritzen, la primera y abrumadora experiencia de mi infancia con grandes barcos diésel. Fue a comienzos de los años sesenta. La escotilla, en cambio, parece ser de anteayer.

Está precariamente cenada. Jakkeisen gira las manivelas media vuelta y estira de ella hacia afuera. Aunque debe de ser muy pesada, sin embargo, se desliza sin apenas ofrecer resistencia. En la parte interior cierra con un grueso borde de goma negra.

Detrás de la puerta hay una plataforma que está suspendida sobre el vacío, negro y oscuro. De algún lugar al lado de la puerta, Jakkeisen extrae una linterna grande a pilas. Se la quito de las manos y la enciendo.

Sólo por el sonido, por el remoto tintineo de unas paredes que están muy lejos, se adivinan las dimensiones de la bodega. El cono luminoso choca contra un fondo que parece estar vertiginosamente por debajo de donde estamos. En realidad se trata de unos diez o doce metros. Por encima de nosotros hay aproximadamente unos cinco metros hasta la escotilla. Dejo que la luz siga todo su contorno. Está provista del mismo borde de goma de antes. Ilumino el fondo. Éste consiste en una rejilla de acero inoxidable.

– Lo han bajado -dice-. Cuando el contenedor todavía estaba aquí, el suelo estaba más alto.

Debajo de la rejilla el suelo desciende hasta un sumidero.

Localizo una esquina y con el cono de luz sigo la juntura de las paredes de arriba.

Las paredes son de acero pulido. Un poco más arriba, el cono de luz descubre un saliente en la pared. Se asemeja a la cabeza de una ducha de teléfono. Pero está sesgado hacia abajo. Más arriba hay uno más. Después otro. Lo mismo pasa en el otro lado de la pared. En toda la bodega hay dieciocho en total.

Repaso todas las paredes. En medio, arriba y abajo de cada pared, hay una rejilla de cincuenta por cincuenta centímetros.

La plataforma sobre la que nos encontramos sobresale medio metro de la pared. En el lado izquierdo hay una especie de panel de instrumentos. Enmarca cuatro luces, un interruptor, un medidor que está marcado con «oxyg. 0/00», otro análogo, marcado con «air atm.», un termostato con una escala que va desde +20° hasta -60° C, así como un higrómetro.

Vuelvo a colgar la linterna en su sitio. Salimos y yo cierro la puerta. A la izquierda hay una portezuela blanca. Lo intento, pero la llave de Jakkeisen no la puede abrir. No es tan importante. Sé, más o menos, lo que hay detrás de ella. Un panel como el de dentro del tanque. Además de otros mandos de control.

Volvemos, Jakkeisen va delante. Su energía está decreciendo. Está a punto de consumirse.

Lo dejo esperando en su camarote mientras voy a por sus piezas de ajedrez. No me encuentro con nadie. Mi despertador indica que son las 3:30. Me siento envejecida.

Me meto en la bañera. Cuando salgo del baño, me lo encuentro en la puerta. Pletórico de fuerzas. Con un viso sereno en todo su joven y fino rostro.

– Smila -susurra-, ¿qué te parece un polvo rápido?

– Jakkeisen -le digo-. Dime una cosa. Ese Peder Most, ¿también era un drogata?

6

Meto la cabeza en la secadora de ropa y entierro las manos en los trapos de cocina, todavía ardientes. Inmediata y sensiblemente, la piel de la cara y de las manos empieza a resecarse.

Si no tienes casa, siempre estarás buscando las analogías, la similitud, los pequeños aromas y colores y tactos que te hagan recordar un lugar en el que antaño te habías sentido en casa, en el que, alguna vez, te habías sosegado, te habías sentido en paz contigo misma. En una secadora, el aire es como el de un desierto. En el desierto una vez me sentí como en casa.

Cruzamos una planicie en el fondo de un valle y, a nuestro alrededor, había una estepa, llana y yerta, y encima, un tórrido sol. Como si un dios despiadadamente curioso hubiera dirigido su microscopio y su lámpara de laboratorio hacia nosotros, únicos seres vivos en un mundo, por lo demás, extinto. Atravesamos dunas y superamos sartenes de sal, a través de un infierno de color ocre y gris ceniza, pero, a pesar de todo, conmovedoramente bello. Al final del día nos sobrevino una tormenta de polvo, tuvimos que echarnos al suelo apretándonos unos contra otros y taparnos los rostros con pañuelos. No nos quedaba agua y uno de los participantes de la expedición, un hombre joven, sufrió un acceso de fiebre y empezó a gritar que se estaba muriendo de sed. Cuando la tormenta finalmente se alejó, la franja de arena que se había levantado con el viento estuvo suspendida en el aire durante un instante, entre nosotros y el sol. Brillaba, desde dentro, como si hubiera abrazado al sol, como si un enorme enjambre de abejas incandescente se elevara en el espacio celeste junto con el sol. Me sentí despejada y feliz, sin que hubiera ningún motivo aparente.

Aquello ocurrió a las diez y media de la noche, la luz abrasadora era el sol de medianoche y el lugar, el valle de Schuckerdt, en el noreste de Groenlandia. Un desierto ártico en el que el sol polar, en un verano muy corto, llega a calentar las rocas hasta los 35 °C, creando un paisaje plagado de mosquitos, de lechos de ríos desecados y pedregales titilantes de calor. Tardamos dos días en cruzarlo y, desde entonces, he deseado con cierta frecuencia volver. Mi hermano tomó parte en la expedición en calidad de cazador. Fue el último viaje largo que hicimos juntos. Nos sentíamos como niños, como si aquel día en que Moritz me obligó a ir a Dinamarca nunca hubiera existido, como si nunca hubiéramos sufrido una separación de doce años. En este momento, cuando me encuentro delante de la máquina, me aferro a este injusto recuerdo de mi juventud, cuya dulzura ya nunca podré compartir con nadie. Lo malo de la muerte no es que modifique el futuro, sino que nos deje solos con nuestros recuerdos.

Arranco el destornillador de su tapón de corcho y desgarro el saco de basura grande y negro.

Fue antesdeayer cuando Jakkeisen me mostró la bodega. Desde ayer, no me desprendo del destornillador.

Ese día, alrededor de las doce del mediodía, volví de la lavandería a mi camarote para cambiarme de ropa.

Tal vez mi vida, en conjunto, pueda considerarse desastrosa. Pero siempre mantengo el orden más estricto con mi ropa. He traído perchas con pinzas para mis pantalones, perchas hinchables para mis blusas, y siempre doblo mis jerséis de una manera especial. La ropa de cada uno se mantiene como nueva e inconfundiblemente propia si se plancha, se dobla, se cuelga, se cepilla, se amontona y se pone en su sitio convenientemente.

En la parte superior de mi armario encuentro una camiseta que no está doblada como debería estarlo. Reviso todo el montón. Alguien lo ha tocado.

En el comedor me siento al lado de Jakkeisen. No lo he visto desde la noche anterior. Deja de comer por un instante. Entonces vuelve a inclinarse sobre su plato.

– ¿Has sido tú -le pregunto en voz baja- quien ha registrado mi camarote?

En sus ojos aparece un temor tenue, semejante a una ligera fiebre. Sacude la cabeza. Debería comer, pero he perdido el apetito. Cuando esa misma tarde entro a trabajar en la lavandería, después del almuerzo, ya he colocado dos finas tiras de cinta adhesiva en mi puerta.

Cuando vuelvo a mi camarote antes de la cena, las tiras están reventadas. Desde entonces no me he desprendido del destornillador. Posiblemente no sea una respuesta racional. Sin embargo, las personas intentamos fortalecer nuestra moral a través de tantos objetos insólitos que supongo que un destornillador de estrella no puede ser peor que tantos otros objetos raros.

Del saco cae al suelo un montón de ropa de caballero. Camisetas de tirantes, camisas, calcetines, tejanos, calzoncillos, un par de recios pantalones de trabajo.

Lo que ahora tengo entre las manos es la primera porción de ropa para lavar que me han dado de la cubierta de botes, la parte del barco cerrada con llave.

Un poco de ropa de mujer. Una chaqueta de lana, calcetines, medias, una falda de algodón, toallas con la etiqueta de «Damasquinos Jutlandia», son de rizo grueso y llevan entretejidos el nombre de Katja Claussen. No ha dejado nada más para lavar. La entiendo perfectamente. Como mujer, no le gusta que gente extraña vea su ropa sucia, ni tampoco que la tengan entre sus manos. Si yo no fuera la única encargada de la lavandería, lavaría mi ropa en el lavabo de mi camarote y la colgaría sobre una silla.

Entonces me traen un nuevo montón de ropa de hombre. Camisetas, camisas, sudaderas, pantalones de algodón. En él me llama la atención tres cosas. Que es nueva, que es cara y que es de la talla 46.

– Jaspersen.

Los pequeños teléfonos negros de pasta sintética que hay en todas los camarotes del Kronos y que pueden activarse desde el puente y, de esta manera, permiten que el oficial de guardia pueda, cuando le plazca, interrumpirte y darte órdenes, son para mí, al menos en este momento, la materialización culminante del desarrollo tecnológico, mezquinamente terrorista, ingenioso y monstruoso de los últimos cuarenta años.

– Haga el favor de servir el café en el puente.

No me gusta nada que me vigilen. Odio tener que seguir un horario. Tengo alergia a los registros coordinados. Detesto los controles de pasaportes y las partidas de nacimiento. La escolaridad obligatoria, el deber de informar, las pensiones alimenticias, las indemnizaciones, el secreto profesional, toda esta monstruosidad ampulosa y podrida de medidas y exigencias de control estatales que caen sobre nuestras cabezas en cuanto llegamos a Dinamarca y que yo aparto de mi conciencia diariamente, pero que, sin embargo, pueden salirte al paso en cualquier momento, materializados en, por ejemplo, un pequeño teléfono negro.

Lo odio todavía más porque sé que también tiene el carácter de una especie de bendición negra, que toda la locura controlada, archivada y catalogadora de Occidente también pretende ser una ayuda.

Cuando en los años treinta preguntaron a una Ittussaarsuaq que de niña había viajado con su tribu y familia, atravesando Ellesmere Island hasta Groenlandia, en la emigración en la que los esquimales canadienses, por primera vez en setecientos años, entraron en contacto con los inuit de Groenlandia del Norte, cuando le preguntaron a una señora de tal vez ochenta y cinco años, que había vivido todo el proceso de colonización moderna, desde la edad de piedra hasta la radio inalámbrica, cómo era la vida ahora en relación a la de entonces, ella contestó sin vacilar: «Mejor. Cada vez es menos frecuente que un inuit se muera de hambre».

Los sentimientos deben fluir límpidamente para que no se enturbien. El problema de llegar a odiar la colonización de Groenlandia con un odio puro es que ésta, indiscutiblemente, sin tener en cuenta las demás razones que haya para aborrecerla, ha aliviado la pobreza material de una vida que puede considerarse como la más dura del globo terráqueo.

No hay ningún botón que te permita contestar. Me apoyo contra la pared al lado del micrófono.

– Justamente estaba esperando -digo finalmente- que me brindaran la ocasión de demostrar lo mucho que valgo y lo mucho que deseo esforzarme.


De camino al puente, me detengo en la cubierta. El Kronos se balancea en una mar tendida de través, una resaca por efecto de una tormenta lejana que ha desaparecido y no ha dejado más que esta móvil y gris alfombra de energía sometida al agua.

Pero el viento viene de proa, un viento frío. Aspiro el viento, abro la boca y dejo que encuentre una resonancia, una ola profunda, permanente, como cuando soplas por encima de una botella vacía.

Han quitado la lona del vehículo de desembarco. Verlaine está trabajando de espaldas a mí. Con un destornillador eléctrico está fijando unos largos listones de madera de teca en el fondo.

Lukas está solo en el puente, con la mano en la rueda del timón. El piloto automático está desconectado. Algo me dice que prefiere gobernar el barco manualmente, a pesar de que ofrezca una navegación menos exacta.

No se da la vuelta cuando entro. Antes de empezar a hablar no hay nada que indique que se ha percatado de mi presencia.

– Cojea.

Ha desarrollado la capacidad de ver sin necesidad de fijar la mirada directamente sobre algo.

– Son mis varices -digo.

– ¿Sabe dónde estamos, Jaspersen?

Le sirvo una taza de café. Urs sabe exactamente cómo lo quiere. Corto, negro y venenoso, como un decilitro de alquitrán hirviendo.

– He percibido el olor de Groenlandia. Hoy, desde la cubierta.

Sus espaldas despiden desconfianza. Intento darle una explicación.

– Es el viento. Huele a tierra. Al mismo tiempo, es frío y seco. Hay hielo en él. Es el viento que proviene del Indlandsis, sobrevuela la costa y llega a nosotros.

Deposito la taza delante de él.

– No huelo nada -dice.

– Es un hecho científico que los fumadores empedernidos queman su olfato. El café fuerte tampoco es recomendable.

– Pero, sin embargo, está en lo cierto. Esta noche, alrededor de las dos, doblaremos el cabo Farvel.

Quiere algo de mí. No me ha vuelto a hablar desde el día en que subí a bordo.

– Existe una norma según la cual se suele informar al Centro de Control de Hielos de Groenlandia en el momento en que se dobla el cabo.

Me he pasado trescientas horas de vuelo en el Havilland Twin-Otter, de la Central del Hielo, y tres meses en los barracones de Norsarsuaq dibujando planos del hielo, basándome en fotos aéreas, y posteriormente las he enviado por telefax al Instituto Meteorológico, que luego transmitía los partes a los navegantes a través de la radio de Skamlebaek. Pero todo esto no se lo cuento a Lukas.

– La reglamentación no es obligatoria. Pero todo el mundo se sirve de ella. Se suele comunicar por radio cuando se ha doblado el cabo y luego se envían partes diarios al Centro.

Se toma el café como si se tratara de una aspirina.

– A no ser que el barco tenga un cometido que no sea legal y se desee encubrir las maniobras. Si no se da parte a la central, tampoco las barcas de inspección recibirán noticias de los movimientos efectuados. Ni tampoco la policía.

Todos me hablan de la policía. Verlaine, María, Jakkeisen. Y ahora Lukas.

– Se celebró un acuerdo con el armador según el cual el teléfono de a bordo no sería utilizado durante la travesía. Estoy dispuesto a hacer una única excepción.

En un primer momento, la oferta me sorprende. No creo haber dado la impresión de necesitar colgarme del teléfono y compartir tristezas, entre sollozo y sollozo, con mi familia a través de la radio de Lyngby.

Entonces empiezo a comprender. Demasiado tarde, por supuesto, aunque, eso sí, ahora con toda claridad. Lukas cree que soy de la policía. Verlaine también lo cree. Y Jakkeisen. Creen que estoy de civil, realizando una misión. Es la única explicación posible. Ésta es la razón por la que Lukas me ha aceptado a bordo.

Le miro. No hay nada que ver pero, sin duda, tiene que existir ese miedo. Debe de haber estado presente ya durante nuestro primer encuentro, en la imagen reflejada de su rostro en los cristales del casino. Debe de haber realizado varias travesías dudosas en su vida. Pero ésta es especial. A ésta la teme. Hasta tal punto que me ha aceptado a bordo. En la creencia de que estoy tras la pista de algo. De que su condescendencia a regañadientes le proveerá una especie de coartada en caso de que fueran perseguidos por la ley, él, el Kronos y sus pasajeros.

Está en su espalda, en su rigidez, en la sensación de que está intentando supervisarlo todo, estar presente siempre. En la disciplina que impone.

– ¿Hay algo… que echa a faltar a bordo?

La pregunta no parece salir de él con naturalidad. Él no es asistente social ni tampoco jefe de personal. Es un hombre acostumbrado a dar órdenes.

Me acerco a él por detrás.

– Una llave.

– Ya tiene una llave.

Estoy tan cerca de él que mi aliento le da de pleno en la nuca.

– Para la cubierta de botes.

– Ha sido confiscada.

Su exasperación repercute en mí. En mi demanda. Pero, sobre todo, en el hecho de que le haya sido arrebatado el poder ilimitado del que debería disponer en su calidad de jefe supremo del barco.

Entonces se lo pregunto, tal como Jakkeisen me lo preguntó a mí.

– ¿Adónde nos dirigimos?

Su dedo aterriza sobre la carta náutica que está a su lado. Es una carta náutica del sur de Groenlandia. Encima de ella descansa un facsímil de plástico que demarca las líneas, círculos, sombreados y triángulos negros de la emisora de Julianehaab, con los que representan las concentraciones de hielo, la visibilidad y los icebergs. Hay una línea de rumbo demarcada que sigue la costa, doblando el cabo de Thorvaldsen y, desde allí, sigue en dirección norte noreste. La línea concluye cerca del Vestland, en algún lugar en medio del mar.

– Es todo lo que sé.

Los odia por ello. Por tenerlo atado con una cuerda tan corta como si fuera un niño pequeño.

– Pero el hielo del oeste se extiende hacia el sur, por debajo de Holsteinsborg. Y no es nada agradable. Sólo estoy dispuesto a llegar hasta algún lugar al norte de Soendre Stroemfjord, no me van a convencer para ir más lejos.

Me he sentado al lado de Jakkeisen. Al otro lado de la mesa están sentadas Fernanda y María. Han decidido, de una vez por todas, juntarse contra este mundo dominado por los hombres que les rodea. No me ven. Como si estuvieran ensayando la sensación de cómo será cuando, dentro de poco, deje de existir.

Jakkeisen tiene la mirada fija en su plato. Sobre la mesa, a su izquierda, está su manojo de llaves. Dejo mi cuchillo y mi tenedor sobre la mesa, me estiro como desperezándome, extiendo la mano derecha poniéndola sobre las llaves, las arrastro hasta el centro de la mesa y las dejo caer en mi regazo. Al abrigo de la mesa las repaso una por una entre los dedos, hasta que encuentro la que está marcada con tres K y un siete. Es la llave estándar del Kronos, igual a la que tengo yo. Pero la llave de Jakkeisen tiene, además, una H. El barco fue reparado en Hamburgo. La H significa Hauptschlüssel, llave maestra. La saco del llavero. Entonces deposito el resto del manojo sobre la mesa y me levanto. Jakkeisen no se ha movido.

En mi camarote me pongo ropa de abrigo. Desde allí salgo al castillo de popa.


Voy dando tumbos con la mano sobre la regala. Debo simular un paseo de placer.

Las distancias en Groenlandia del Norte se miden en sinik, en «sueños», en el número de pernoctas que dura un viaje. No puede decirse que realmente sea una distancia porque, según el tiempo y la estación del año, el número de sinik puede variar. Tampoco se trata de un concepto temporal. Un día que amenazaba tormenta viajé con mi madre desde la bahía de Force hasta Lita de un tirón, una distancia que normalmente hubiera requerido dos pernoctas.

Sinik no es una distancia, no es un número de días o de horas. Es un fenómeno espacial y temporal, un concepto dentro del tiempo espacial que describe la unión entre el espacio, el movimiento y el tiempo, obvio para los esquimales pero imposible de ser recogido por ninguna lengua europea común.

La distancia europea, el metro parisino normalizado, es algo distinto. Un concepto para los reformadores, para aquellos cuya visión primordial y más importante del mundo es que hay que cambiarlo. Ingenieros, estrategas militares, profetas. Y cartógrafos. Como yo misma.

Hasta que no asistí a un curso de agrimensura en la Escuela Superior Técnica de Dinamarca en el otoño del 83, el sistema métrico no caló en mí de verdad. Hicimos mediciones en el Parque de los Animales. Con teodolitos y cadena de agrimensor y la distribución normal y la equidistancia y variables estocásticas y lluvia y pequeños lápices que teníamos que afilar constantemente. Y mediciones a pasos. Teníamos un profesor que no paraba de repetirnos que la agrimensura empieza y acaba con que el geodesta conozca la longitud de sus propios pasos.

Yo conocía mi propio trote medido en sinik. Sabía que cuando corríamos detrás del trineo, porque el cielo aparecía negro de explosiones contenidas, el espacio de tiempo se comprimía hasta la mitad de número de sinik que se requerían cuando dejábamos que los perros nos arrastrasen por el hielo nuevo, llano y liso. En la niebla se doblaba, en tormentas de nieve llegaba a multiplicarse por diez.

En el Parque de los Animales convertí, pues, mis sinik en metros. Desde entonces, he sabido exactamente, aunque ande sonámbula o sobre la cuerda floja, o lleve botas y crampones o la falda negra estrecha que me obliga a efectuar pasos de cinco centímetros, qué distancia he recorrido cuando doy un paso.

Cuando me pongo a caminar por el castillo de popa no se trata de un paseo de placer. Estoy midiendo el Kronos. Paseo la mirada por el mar. Pero toda la energía disponible se va en memorizar.

Paseo veinticinco metros y medio, pasando por el puntal de popa y sus dos plumas de carga, hasta llegar a la superestructura de popa. Doce metros a lo largo de la superestructura. Cuando llego a la borda, me inclino hacia delante y calculo que la altura del franco a bordo debe de ser de cinco metros.

Hay alguien detrás de mí. Me doy la vuelta. Hansen rellena el vano de la puerta que da al taller mecánico. Compacto, con enormes botas de suela de madera. En la mano lleva lo que parece ser un puñal corto.

Me contempla con esa satisfacción descansada y brutal que ciertos hombres experimentan al darse cuenta de su superioridad física.

Levanta el cuchillo. Entonces lleva la mano izquierda a la hoja y empieza a pulirla con movimientos circulares con un pequeño trapo. Deja una capa blanquecina y espumosa sobre la hoja.

– Cal de Viena. Tienen que ser pulidas con cal de Viena. Si no lo haces, el filo no aguanta.

No mira el puñal. Sus ojos no dejan de mirarme mientras habla.

– Los hago yo mismo. De viejas sierras para serrar en frío. El acero más duro del mundo. Primero lo afilo con una muela de diamante. Luego lo pulo con carborundo y piedra al aceite. Finalmente, lo bruño con cal de Viena. Muy, muy afilado.

– ¿Como una navaja de afeitar?

– Más afilado -dice satisfecho.

– ¿Más agudo que un limpiaúñas?

– Mucho más agudo.

– Entonces -le digo-, ¿cómo puede ser que vayas tan condenadamente mal afeitado y que te presentes en el comedor que yo he limpiado con unas uñas tan excepcionalmente guarras?

Mira hacia el puente de mando y luego me mira a mí. Se pasa la lengua por los labios. Pero no encuentra ninguna respuesta.

¿Acaso no se repite la historia? ¿Acaso Europa no ha intentado siempre vaciar sus cloacas en las colonias? ¿Acaso el Kronos no es, de nuevo, el barco lleno de presidiarios camino de Australia, la legión extranjera camino de Corea, soldados ingleses camino de Indonesia?


De vuelta en mi camarote, saco los dos folios din A-4 que guardaba en el bolsillo de mi chaqueta. He abandonado la idea de dejar cosas importantes en mi camarote. Mientras todavía los recuerdo, anoto los números de los pasos que he medido en el plano que estoy elaborando del casco del Kronos. En el margen, apunto los demás números que medio conozco, medio adivino.


«Eslora total: 105 metros

Eslora entre perpendiculares: 97 metros

Manga: 15 metros

Puntal de la cubierta superior: 9,5 metros

Puntal de la 2ª cubierta: 6 metros

Capacidad de carga (entrepuentes): 100.000 pies cúbicos

Capacidad de carga (bodegas): 125.000 pies cúbicos

Total: 225.000 pies cúbicos

Velocidad de crucero: 18 nudos, equivalentes a 4500 BHP

Consumo de diesel: 14 toneladas diarias

Autonomía: 10.000 millas.»


Intento encontrar una explicación a las limitaciones a las que se someten los movimientos de la tripulación del Kronos. Cuando el esquimal Hans navegó con Peary hacia el Polo Norte, los marineros no podían subir a la cubierta del puente. Sin duda, formaba parte de la instrucción, un intento de transmitir la confianza y seguridad en la jerarquía feudal a la Antártida. Hoy en día, la tripulación de un barco es demasiado reducida como para que puedan instaurarse este tipo de reglamentos. Y, sin embargo, existen a bordo del Kronos.

Pongo en marcha las lavadoras. Luego abandono la lavandería.

Si se forma parte de un grupo aislado de personas, en un internado, sobre el Indlandsis, a bordo de un barco, la individualidad de cada uno se ablanda y es sustituida, en parte, por una sensación de conjunto. Inconscientemente soy capaz, en cualquier momento, de situar a cualquiera de los demás dentro del universo del barco. Por sus pasos en el pasillo, por su respiración durante el sueño tras las puertas cerradas, por su manera de silbar, por su ritmo de trabajo, por el conocimiento que tengo de sus guardias.

De la misma manera que ellos saben dónde estoy yo. Ésa es la ventaja de estar en la lavandería. Por el ruido, parece como si estuviera incluso cuando no estoy.


Urs está comiendo. Ha sacado una mesa plegable y la ha abierto al lado de la cocina de fogones. Después la ha cubierto con un mantel y ha encendido una vela.

– Fraülein Smila, attendez moi one minute.

El comedor del Kronos es una torre de Babel de inglés, francés, tagalo, danés y alemán. Urs se tambalea desvalido entre los fragmentos de idiomas que nunca aprendió. Siento compasión por él. Puedo percibir cómo se está descomponiendo su lengua materna.

Acerca una silla para mí y pone un cubierto más sobre la mesa.

Necesita tener comensales. Come como si quisiera aunar a las gentes de todos los países alrededor de las ollas, con un conocimiento optimista de que, por encima de las guerras, las violaciones, las barreras idiomáticas, las diferencias de temperatura y el ejercicio de la soberanía militar danesa en Groenlandia del Norte, todos tenemos en común la necesidad de comer.

Sobre su plato tiene una porción de pasta lo suficientemente abundante como para repartirla.

Me mira con tristeza cuando rechazo su oferta.

– Está demasiado delgada, Fraülein.

Ralla un gran trozo de queso parmesano y el polvo seco y dorado cae sobre la pasta como una nevada fina.

– Usted es ein Hungerkünstler.

Ha abierto sus propias barritas de pan a lo largo y las ha frito en mantequilla y ajo. Se mete trozos de diez centímetros en la boca y los tritura lentamente, disfrutando de cada bocado.

– Urs -digo-, ¿cómo llegaste a embarcar?

Me es imposible tratarle de usted.

Deja de masticar de golpe.

– Verlaine dice que usted es Polizist.

Sopesa mi silencio.

– Estuve im Gefängnis. Dos años. In der Schweiz. [5]

Esto explica su palidez. La palidez de la cárcel.

– Estuve viajando en coche por Marruecos. Pensé, te llevas un par de kilos y tienes para tu consumo durante dos años. En la frontera italiana me cogieron en un Stichprobekontrol. Ich bekam drei jahre. [6] Fui puesto en libertad tras dos años. En octubre del año pasado.

– ¿Qué tal la cárcel?

-Die beste Zeit meins Lebens. [7]

La emoción hace que cambie a su lengua materna, el alemán.

– Nada de estrés. Sólo Ruhe. Estuve trabajando en la cocina como voluntario. Por eso obtuve Strafermässigung. [8]

– ¿Y el Kronos?

De nuevo sopesa mis intenciones.

– Hice el servicio militar en la marina suiza.

Escudriño su rostro para ver si se trata de un chiste, pero mueve el brazo en un gesto de rechazo.

-Flussmarine. [9] Era cocinero. Un compañero de entonces tenía conexiones en Hamburgo. Me propuso el Kronos. Ich hatte meine Lehrzeit teilweise in Danemark, in Toender gemacht. [10] Fue difícil. No encuentras trabajo si has estado en la cárcel.

– ¿Quién se encargó de tu contratación?

No me contesta.

– ¿Quién es Toerk?

Se encoge de hombros.

– Lo he visto einmal. Se mantiene en la cubierta de botes. Son Seidenfaden y la señora que salen.

– ¿Qué vamos a recoger?

Sacude la cabeza.

-Ich bin Koch. Es war unmöglich Arbeit zu kriegen. Sie haben keine Ahnung, Fräulein Smila. [11]

– Quiero ver las cámaras frigoríficas y las gambuzas.

Hay miedo en su rostro.

-Aber Verlaine hat gesagt, die Jaspersen will.[12]

Me inclino hacia delante sobre la mesa. De esta manera lo empujo lejos de la pasta, lejos de nuestro entendimiento de antes, de su confianza en mí.

– El Kronos es un barco de contrabando.

Ahora es presa del pánico.

-Ahh, ich bin kein Schmuggler. Ich konnte nicht ertragen, noch einmal ins Gefängnis zu gehen. [13]

– ¿Acaso no fue el mejor tiempo de tu vida?

-Aber es war genug. [14]

Me toma del brazo.

-Ich will nicht zurück. Bitte, bitte. [15] Si nos pillan, cuénteles que soy inocente, que no sabía nada.

– Veré qué puedo hacer -le digo.


Las gambuzas están debajo de la cocina. Constan de una cámara frigorífica para la carne, una para los huevos y el pescado, otra doble, con una temperatura de dos grados, para otros alimentos perecederos, y de varios armarios. Las gambuzas están repletas, limpias, ordenadas, son funcionales y dan la sensación de ser utilizadas constantemente, tanto que no puedan servir de escondrijo de nada.

Urs me las muestra con una mezcla a partes iguales de orgullo profesional y de temor. Pero tardamos diez minutos en revisarlas. Tengo una programación preestablecida. Vuelvo a la lavandería. Centrifugo la ropa. La meto en la secadora y giro el botón hasta la posición de start. Entonces vuelvo a salir y me sumerjo en las entrañas del barco.


No sé nada de motores. Y, además, no pienso aprender.

Cuando tenía cinco años, el mundo era ininteligible para mí. Cuando tenía trece, en cambio, me parecía sucio y previsible hasta la depresión. Ahora sigue siendo turbio y de nuevo, aunque de otra manera, tan complejo como cuando era niña.

A medida que han ido pasando los años, yo misma he elegido voluntariamente ciertas limitaciones. No tengo fuerzas para volver a empezar de nuevo. Para aprender un nuevo oficio. Para luchar contra mi propia personalidad. Para ponerme al corriente de un motor diésel.

Me ciño a los comentarios sueltos de Jakkeisen.

– Smila -dice cuando lo sorprendo esta mañana en la lavandería, de espaldas a la entrada de agua caliente, con un puro en la boca y las manos enterradas en los bolsillos para que el aire salino no le estropee su piel delicada, destinada a acariciar la entrepierna de alguna mujer.

– Smila -contesta a mi pregunta sobre el motor-, es enorme. Nueve cilindros de un diámetro de cuatrocientos cincuenta cada uno, con una carrera de setecientos veinte milímetros. Burmeister y Wain, directamente reversible, con sobrealimentación. Navegamos a dieciocho o diecinueve nudos. Es de los años sesenta, pero ha sido reformado. Estamos equipados como un rompehielos.

Contemplo la máquina. Se yergue ante mis ojos, me veo obligada a pasar por su lado. Sus llaves, sus válvulas de inyección, sus tuberías de refrigeración, sus tubos, sus muelles, su acero pulido y su cobre, su canal de escape y su movilidad inanimada aunque, sin embargo, enérgica. Como los pequeños teléfonos negros de Lukas, el motor es también la expresión quintaesenciada del mundo civilizado. Algo, al mismo tiempo, evidente e incomprensible. Aunque llegara a ser necesario, no sabría cómo detenerlo. En cierto sentido, tal vez no pueda ser detenido. Tal vez podría interrumpirlo temporalmente pero no pararlo definitivamente.

Tal vez da esa sensación porque no es, como lo es el hombre, una individualidad, sino un duplicado de algo subyacente, algo perteneciente al alma de la máquina, el sistema axiomático de todos los motores.

O quizá se trata de una mezcla de soledad y miedo que me hace ver visiones.

De cualquier modo, no soy capaz de explicar lo fundamental e importante. Por qué el Kronos, hace dos meses, en Hamburgo, fue dotado de un motor sobredimensionado hasta la exageración.

La escotilla del mamparo de popa de la sala de máquinas es aislante. Cuando se cierra detrás de mí, el ruido del motor desaparece y mis oídos resuenan sordamente. El túnel desciende seis peldaños. Desde allí, se extiende el pasillo veinticinco metros, recto como una regla, iluminado por unas lámparas cubiertas con tela metálica, una copia exacta del trayecto que Jakkeisen y yo recorrimos, debe de hacer ahora menos de veinticuatro horas, pero que me parece de hace una eternidad.

Los tanques que están debajo de la cubierta están indicados con un número en el suelo. Paso por los números siete y ocho. En la pared, sobre la ubicación de cada uno de los tanques, hay un extintor de espuma, una manta contra incendios y un botón de la alarma de incendios. No es muy agradable que te recuerden la posibilidad de incendios a bordo de un barco.

El túnel va a dar a una escalera que sube en espiral. La primera escotilla está a mano izquierda. Si mis mediciones provisionales se sostienen, ésta me conducirá a la bodega más pequeña de popa. Me la salto y paso de largo. La próxima está tres metros más arriba.

La nave contrasta con todo lo que he visto hasta entonces. No tiene más de seis metros de altura. Los costados no llegan hasta la altura de la cubierta sino que acaban en los entrepuentes, donde el cono de luz de mi linterna desaparece en la oscuridad.

La nave es una bodega desconchada, sucia, deslucida, que da la sensación de haber sido muy utilizada. Contra uno de los mamparos han sido arrumbados calces de madera, sogas de cáñamo y carretillas de mano, usados para afianzar y mover la carga.

Contra el otro mamparo hay alrededor de cincuenta traviesas apiladas y ligadas.

En la cubierta siguiente, una puerta comunica con el entrepuente. El haz de luz encuentra paredes lejanas, el borde alto hasta donde llega la bodega, el apuntalamiento debajo del lugar que corresponde al palo de popa. Ristras de cables eléctricos pintados de blanco, las salidas del extintor automático de incendios.

La cubierta se extiende de un costado a otro del barco. En realidad, es una sola nave extensa, de techos bajos y apuntalada con columnas, que empieza en algún lugar de los mamparos detrás de la que la separa de las cámaras frigoríficas y las gambuzas y que, hacia el otro lado, desaparece, a popa, en la oscuridad.

Me pongo en marcha en esa dirección. Veinticinco metros más adelante hay una barandilla. Tres metros más abajo, la luz encuentra un fondo. La bodega de popa. Recuerdo la enumeración de Jakkelsen: mil pies cúbicos, dijo, contra los tres mil quinientos que acabo de ver.

Saco mi plano y lo cotejo con lo que hay debajo de mí. Parece más pequeño que en mi dibujo.

Vuelvo a la escalera de caracol y bajo hasta la primera escotilla.

Vista desde el suelo de la nave es comprensible que parezca menor que sobre mi dibujo. Está medio llena. Con una forma cuadrada de un metro y medio de altura bajo una lona azul.

Con el destornillador, hago dos agujeros y una rasgadura en la lona.

Después de haber visto las traviesas en la bodega, una podría llegar a creer que tal vez nos dirijamos a Groenlandia con el propósito de tender una vía de setenta y cinco metros y fundar una compañía de ferrocarriles. Debajo de la lona hay un montón de raíles.

Pero no van a poder fijarse a las traviesas. Han sido soldadas, formando una enorme construcción cuadrada sobre un fondo de escuadras.

Me recuerda a algo, pero pronto abandono la idea. Tengo treinta y siete años. Con la edad, todo acaba por recordarte cualquier cosa.

De vuelta en el entrepuente, echo una ojeada al despertador. A estas horas, la lavandería debe de estar en calma. Pueden haberme llamado. Puede haber pasado alguien por allí.

Me adentro en la bodega.

Las vibraciones en el casco indican que la hélice debe encontrarse en algún lugar debajo de mis pies. Según el plano que he hecho, a unos quince metros aproximadamente. Aquí la cubierta se delimita por un mamparo con una escotilla. La llave de Jakkelsen encaja. Al otro lado de la puerta hay una luz de emergencia roja provista de un interruptor. No enciendo la luz. Debo encontrarme en la cubierta debajo de la superestructura de popa de techo bajo. Ha estado cerrada con llave desde que subí a bordo.

La escotilla da a un pasillo corto con tres puertas a cada lado. La llave abre la primera a la derecha. No hay puerta que se resista a Peder Most y a sus amigos.

La estancia fue, hace muy poco tiempo, uno de los tres camarotes menores en el lado de babor. Los tabiques han sido echados abajo creando de esta manera un solo espacio. Un pañol. A lo largo de las paredes hay rollos de cable azul de nailon de sesenta milímetros. Maroma de polipropileno trenzada. Ocho juegos de maroma doble Kermantel de ocho milímetros en colores de seguridad alpinos y brillantes, un viejo conocido del Indlandsis. Cada juego cuesta cinco mil coronas, tiene una resistencia a la tracción de cinco toneladas y puede, como la única soga del mundo, estirarse un 25% más de su longitud.

Sujetados con correas, hay escaleras de aluminio, anchas, tiendas de campaña, palas ligeras y sacos de dormir. De unos soportes de metal que están fijados en el mamparo con tornillos cuelgan hachas para el hielo, pioletos, pitones, frenos dinámicos y tornillos de hielo. Tanto los estrechos, que parecen sacacorchos, como los anchos, cuyo núcleo se atornilla en un cilindro de hielo, pueden sujetar hasta a un elefante.

Detrás de unas puertas, abiertas al azar, en los armarios metálicos a lo largo de la pared, hay cuñas, gafas de sol para los glaciares, una caja con seis altímetros Tommen. Mochilas sin armazón, botas Meindl, correas de seguridad; todo directo de fábrica y empaquetado en plástico transparente.

Al lado de estribor, la habitación también ha resultado de la supresión de tres camarotes. Aquí hay más escaleras y más cabos y un armario contra incendios con la inscripción de explosivos que la llave de Jakkelsen desgraciadamente no puede abrir. En tres grandes cajas de cartón hay tres piezas iguales, de artículos de calidad daneses, tres manual winches de veinte pulgadas, de Sophus Berendsen, tres gatos hidráulicos. No sé mucho de engranajes, pero son tan grandes como barriles y dan la impresión de poder levantar una locomotora.

Calculo que el pasillo debe medir cinco metros de largo. En un extremo, una escalera lleva hasta el nivel de la cubierta. Allí arriba hay un lavabo, un pañol de pinturas, un taller de metales, un pequeño comedor que hace las veces de cobertizo cuando se trabaja en cubierta. Decido postergar el examen de estas estancias para otra ocasión.

Entonces cambio de opinión.

He dejado la puerta abierta prendida de un gancho. Tal vez, porque de otra manera, el pasillo y las pequeñas estancias parecerían una ratonera.

Tal vez para poder percibir si alguien enciende la luz a mis espaldas.

Se oye un ruido. No mucho. Sólo un pequeño ruido que casi desaparece en medio del estruendo de la hélice y del crepitar borboteante del mar contra el casco del barco.

Es el sonido de metal contra metal. Cauteloso, pero reforzado por la resonancia dura del espacio.

Me precipito escaleras arriba, buscando salir a cubierta. Arriba de todo hay una escotilla. La llave hace que el pestillo retorne con un clic, pero la puerta no se abre. Está asegurada desde fuera. Por lo tanto, vuelvo sobre mis pasos.

En la oscuridad del entrepuente me echo a un lado, me pongo en cuclillas y espero.

Llegan casi al instante. Son dos, quizá más. Se mueven con lentitud, examinando en el camino la estancia a su alrededor. Discretos, pero sin esforzarse realmente por no hacer ruido.

Deposito la linterna sobre la cubierta. Estoy esperando a que el Kronos acelere en una oleada. Cuando esto ocurre, enciendo la linterna y la dejo caer al suelo. Empieza a rodar hacia estribor y la luz que desprende vaga entre las columnas.

Echo a correr hacia delante, apretándome contra la pared.

Mi maniobra no los distrae. Delante de mí hay algo que parece una cortina. Quiero echarla a un lado pero me aprisiona, envolviéndome. A ésta le sigue otra flotando, alrededor de la parte superior de mi cuerpo, envolviendo mi rostro. Aunque grito el sonido sale apagado, ahogado por la tela gruesa, y se convierte en un pitido en mis oídos y en un sabor a polvo y tela en mi boca. Me han envuelto en mantas contra incendios.

No ha habido violencia, todo se ha efectuado de manera diligente y sin dramatismo.

Me depositan en el suelo e imprimen una mayor presión sobre las mantas, con la que llega un nuevo olor a moho y a yute. Por encima de las mantas, desde la cabeza y hacia abajo, han deslizado uno de los sacos de los que vi tantos en la bodega.

Me levantan, todavía con consideración. Estoy tendida sobre los hombros de dos hombres, me transportan por la cubierta y, de forma totalmente irracional y vanidosa, me sobreviene la idea de que debo estar haciendo un ridículo espantoso.

Se abre y se vuelve a cerrar una escotilla. Mientras bajan las escaleras, me mantienen extendida entre ellos. La ceguera hace que preste mayor atención a mi cuerpo, pero ni una sola vez choco contra los escalones. De no haber sido por el envoltorio y las circunstancias, podría llegar a parecer un transporte de enfermos.

Un ruido, al mismo tiempo sordo y cercano, me informa de que nos hemos detenido delante de la escotilla de la sala de máquinas. Se abre la escotilla, cruzamos la sala de máquinas y el sonido vuelve a extinguirse. Las distancias y el tiempo se dilatan. Siento como si hubiera transcurrido una eternidad cuando suben el primer escalón. En realidad sólo podemos haber recorrido los veinticinco metros que nos separaban de la escalera de proa.

Ahora hay un solo hombro bajo mis pies. Intento liberar los brazos.

Me depositan con cuidado sobre la cubierta. De algún lugar por encima de mi cabeza proviene una ligera vibración de metal.

Ahora sé hacia dónde nos dirigimos. La puerta que han abierto no lleva a ninguna parte sino que concluye en la pequeña plataforma sobre la que estuvimos Jakkelsen y yo, doce metros sobre el fondo.

No sé por qué, pero sé, con toda seguridad, que pretenden precipitarme desde la plataforma hasta el fondo del tanque.

Me han dejado sentada sobre la cubierta. De esta manera, la tela forma un pliegue, dejándola lo suficientemente holgada como para que pueda deslizar mi brazo izquierdo hacia arriba a lo largo del pecho. En la mano tengo el destornillador.

Cuando me levanta del suelo, mi pecho se apoya contra el suyo. Intento tantear su pecho, buscando el lugar donde terminan sus costillas, pero estoy temblando demasiado. Además, la punta del destornillador sigue hundida en el corcho.

Alguien me apoya contra la barandilla y se arrodilla delante de mí, como una madre a punto de levantar a su hijo del suelo.

Estoy segura de que voy a morir. Pero alejo la idea de mi mente. No quiero tener que soportar esta humillación. La manera en que han debido de calcularlo todo encierra una frialdad degradante. Ha sido todo tan fácil para ellos y ahora estoy aquí colgada, yo, Smila la groenlandesa, a punto de convertirme en papilla.

Cuando el desconocido coloca su hombro debajo de mi cuerpo, logro cambiar el destornillador de mano. Cuando se incorpora lentamente, me lo llevo a la boca, hinco los dientes en el tapón y logro sacarlo. Me gira un cuarto de vuelta sobre el hombro para apartarme del borde. Con los dedos de la mano izquierda encuentro su hombro. No consigo llegar a su cuello. Pero noto la clavícula y entre ésta y el trapecio, el hueco blando y triangular donde los nervios yacen descubiertos bajo una fina capa de piel y tejido conjuntivo. Es justo aquí donde hinco el destornillador. Atraviesa la tela. Entonces sobreviene una resistencia, la rigidez y firmeza sorprendentemente elástica de las células vivas. Junto las palmas de las manos y, de un tirón, elevo mi cuerpo de manera que todo mi peso repose sobre el puño del destornillador. Se desliza hasta el fondo.

No sale el menor ruido de su boca. En cambio, se detiene todo movimiento y, durante un instante, nos tambaleamos. Estoy esperando que me suelte, ya he tensado mis músculos preparándome para el choque con la rejilla que hay debajo. Entonces me deja caer sobre la plataforma.

Me doy con la cabeza contra la barandilla. El mareo se dispersa, aumenta y cede finalmente. El saco y las mantas de lana han protegido mi cabeza lo suficiente como para que no perdiera el conocimiento.

Entonces aterriza un ariete en mi estómago. Me empieza a dar patadas.

Primero me entran ganas de vomitar, pero cuando el dolor me inunda una y otra vez, ni siquiera me da tiempo a respirar entre patada y patada. Estoy a punto de ahogarme. Pienso que es una pena no haber podido acercarme más a su cuello.

Lo siguiente que percibo es un griterío. Creo que es él quien grita. Alguien me toma por los hombros y no puedo evitar pensar que he agotado mi suerte externa y mis propias reservas, ahora sólo quiero morir en paz.

Para mi sorpresa, no es él quien grita. Se trata de un chillido electrónico, una curva sinusoidal de un generador de sonidos. Soy arrastrada escaleras arriba. Mis lomos golpean contra cada uno de los escalones.

Un frío inmenso se está introduciendo en mi interior junto con la lluvia que cae. Entonces se cierra una escotilla y me sueltan. A mi lado hay un animal que está tosiendo, sacando los pulmones por la boca.

Estoy intentando salir del saco. Me veo obligada a rodar de un lado a otro para liberarme de las mantas.

Salgo a una lluvia que cae a cántaros, al chillido electrónico, a una luz eléctrica que me deslumbra y a la respiración estertórea que proviene de algún lugar cerca de mí.

No es un animal. Es Jakkelsen. Empapado y tan blanco como la tiza. Nos encontramos en una estancia que no logro identificar inmediatamente. Sobre nuestras cabezas, los rociadores del sistema de extinción de incendios envían unas cascadas furiosas de agua sobre nosotros. La alarma de humo crece y decrece, monótona y enervante.

– ¿Qué otra cosa podía hacer? Encendí el puro y acerqué la boca al sensor. Entonces se puso en marcha la alarma.

Intento preguntarle algo pero no logro articular palabra. Adivina mi pregunta.

– Maurice -dice-. Se le han acabado sus días de lozanía. Ni siquiera me vio.

En algún lugar por encima de nuestras cabezas se oyen pasos apresurados. Están bajando las escaleras.

Soy incapaz de moverme. Jakkelsen se levanta. Me ha arrastrado a un piso más arriba. Debemos de estar en el entrepuente, debajo de la cubierta de proa. El esfuerzo le ha derrumbado.

– Estoy en baja forma -dice.

Entonces sale corriendo a trompicones, adentrándose en la oscuridad.

La puerta se abre de un golpe. Entra Sonne. Tardo un poco, antes de poder identificarle. Trae consigo un enorme extintor de espuma y lleva puesto todo el equipo contra incendios, con una botella de oxígeno en las espaldas. Detrás de él están María y Fernanda.

Mientras todavía nos estamos mirando, la alarma enmudece y la presión de agua decae gradualmente en la instalación de extinción para finalmente detenerse. Dentro del entrepuente, entre las gotas que caen desde las paredes y los techos y los ríos de agua que fluyen por la cubierta, irrumpe el lejano rumor del oleaje que rompe contra la proa del Kronos.

7

Los enamoramientos están enormemente sobrevalorados. El enamoramiento se compone de un cuarenta y cinco por ciento de miedo a no ser aceptado, de otro cuarenta y cinco por ciento de esperanzas maníacas de que, en esta ocasión, semejante miedo será desmentido; y, finalmente, de un diez por ciento de una frágil confianza en las posibilidades del amor.

Yo ya he dejado de enamorarme. De la misma manera que ya he dejado de ser víctima de las paperas.

Pero, no obstante, cualquiera puede ser asaltado por el amor. Durante las últimas semanas, cada noche me he permitido a mí misma pensar en él durante unos cuantos minutos. Le doy el permiso a mi conciencia y compruebo cómo el cuerpo lo extraña y anhela, cómo sigo recordando cómo era yo antes de que realmente lo viera. Veo su diligencia, recuerdo su tartamudeo, sus abrazos, el núcleo masivo de su personalidad. Cuando las imágenes empiezan a parecerse demasiado a la añoranza, las detengo. O al menos lo intento.

No se trata de un enamoramiento. Veo las cosas demasiado claras para que no sea así. El enamoramiento es una especie de enajenación. Muy emparentado con el odio, con el frío, con el rencor, con la embriaguez, con el suicidio. Ocurre raras veces, aunque, no obstante, ocurre, que algo o alguien me haga recordar mis anteriores enamoramientos. Justamente es lo que ha ocurrido ahora. Al otro lado de la mesa de oficiales, está sentado delante de mí el hombre a quien llaman Toerk. Si este encuentro hubiera tenido lugar hace diez años, probablemente me hubiera enamorado de él.

A veces el carisma de una persona es de tal índole que se infiltra, atravesando nuestras defensas, nuestros prejuicios y nuestras necesarias inhibiciones y se adentra directamente en nuestras entrañas. Hace cinco minutos, una abrazadera ha rodeado mi corazón, una abrazadera que ahora se tensa, presionándolo. La sensación se mezcla con la fiebre creciente que es la respuesta del sistema a la sobrecarga que ha sufrido, y todo deriva en un agudo dolor de cabeza. Hace diez años, este dolor de cabeza hubiera podido convertirse en un prominente deseo de apretar mis labios contra los suyos, viéndole perder su autodominio y serenidad.

Ahora soy capaz de contemplar lo que ocurre en mi interior, llena de veneración ante el fenómeno pero, sin embargo, enteramente consciente de que no es más que una ilusión pasajera que podría resultar mortal.

Las fotografías han atrapado su belleza, pero la han hecho inánime, como la belleza de una estatua. No han reproducido su carisma, su hechizo. Éste es doble. Es, a la vez, como una presión dirigida al espacio y como una atracción hacia él.

Incluso cuando está sentado, es muy alto. El pelo es casi cano, con un brillo metálico, y está recogido en la nuca en una coleta.

Me mira y las palpitaciones ruidosas en mi pie, mi espalda y mi cogote se acrecientan y recuerdo, en destellos, como aquellas diapositivas de formaciones de hielo que solíamos ver en los exámenes en la Universidad en los que teníamos que identificarles, una serie de chicos y hombres que, a lo largo de mi vida, han llegado hasta mí de esta manera.

Entonces vuelvo a aferrarme a la realidad, y vuelvo a tener los pies sobre la tierra firme. Los cabellos en la nuca se erizan y me dicen que, aparte de lo que, por lo demás, pueda ser, es el hombre del que estuve a una distancia de un metro, en medio de la oscuridad y el frío, mientras ambos esperábamos delante de La Incisión Blanca. El resplandor que entonces rodeaba su cabeza tuvo que deberse a este peculiar pelo cano que ahora veo por primera vez.

Me observa con atención.

– ¿Por qué sobre la cubierta de proa?

Lukas preside la mesa. Está hablándole a Verlaine. Que está sentado diagonalmente en el lado opuesto al mío. Ligeramente hundido en la silla y complaciente.

– Estaba intentando entrar en calor. Antes de reanudar el trabajo con los raíles.

Ahora lo recuerdo. Kista Dan y Maggi Dan, los buques del armador Lauritzen especialmente construidos para la navegación por el océano Ártico, los barcos de mi infancia. Antes de la base americana, antes de las máquinas de Groenlandia del Sur. Equipados para ser empleados bajo condiciones extremas, como, por ejemplo, en caso de quedarse atrapados en el hielo, disponían de unos especiales botes salvavidas de aluminio que por debajo del armazón llevaban unos raíles para que pudieran ser arrastrados sobre el hielo como si se tratara de trineos. Verlaine ha estado fijando este tipo de raíles.

– Jaspersen.

Baja la mirada al papel que tiene delante.

– Usted abandonó la lavandería media hora antes de que terminara su guardia, es decir, a las 15:30, con el fin de dar un paseo. Bajó a la sala de máquinas, vio una escotilla, la abrió y siguió el túnel hasta la escalera. ¿Qué diablos hacía usted allí?

– Descubrir lo que diariamente tengo bajo mis pies.

– ¿Y qué más?

– Había una escotilla con dos manivelas. Al probar una de ellas se disparó la alarma. En un primer momento creí que yo la había puesto en marcha.

Mira a Verlaine y después a mí. La ira enturbia su voz.

– Apenas es capaz de mantenerse de pie.

Miro a Verlaine a los ojos.

– Me caí. Cuando se disparó la alarma, di un paso atrás y me caí por las escaleras. Debo de haberme golpeado la cabeza contra uno de los peldaños.

Lukas asiente con la cabeza, lenta y amargamente.

– ¿Alguna pregunta, Toerk?

No cambia de postura. Simplemente inclina la cabeza. Podría estar en los treinta, pero también en los cuarenta.

– ¿Fuma usted, Jaspersen?

Recuerdo la voz con nitidez. Sacudo la cabeza, negándolo.

– El dispositivo de extinción se dispara por secciones. ¿Detectó si olía a humo en algún sitio?

– No.

– Verlaine, ¿dónde se encontraba su gente?

– Estoy intentando averiguarlo.

Toerk se levanta. Se queda de pie, apoyado en la mesa, contemplándome con una mirada pensativa.

– Según el reloj del puente, la alarma se disparó a las 15:57. Se desactivó tres minutos y cuarenta y cinco segundos más tarde. Durante todo este tiempo usted permaneció en la sección activada. ¿Por qué no está mojada?

Mis sentimientos de antes han desaparecido. Todo lo que ahora percibo a través de la fiebre es que otra persona más poderosa me está hostigando. Le miro a los ojos.

– La gran mayoría de las cosas que me pasan me resbalan.

8

El agua caliente me proporciona cierto alivio. Yo, que me crié con baños de agua de deshielo enfriados por el hielo y blancos como la leche, me he vuelto adicta al agua caliente. Una de las pocas adicciones que reconozco. Es como la necesidad que, de vez en cuando, siento de tomar café, o la de ver cómo brilla el sol sobre el hielo.

El agua sale hirviendo de los grifos del Kronos y la mezclo con el agua fría cerca del punto de abrasamiento. Y entonces dejo que caiga sobre mí. Al contacto con el agua, mi cogote, mi espalda, los hematomas que me han salido sobre el abdomen y, sobre todo, mi pie, todavía hinchado y dolorido, desprenden llamas. Entonces, la fiebre y los temblores aumentan y, a pesar de ello, permanezco erguida bajo el chorro de agua y, poco a poco, todo se va desvaneciendo, sumiéndome en un estado de debilidad y flojera.

Voy hasta la cocina, de donde me llevo un termo con té a mi camarote. Lo deposito sobre la mesa en medio de la oscuridad, cierro la puerta con llave, espiro aliviada y enciendo la luz.

Jakkelsen está sentado sobre mi cama, con ropa deportiva blanca y con unas pupilas que han desaparecido en las profundidades del cerebro y han dejado una mirada de cuarzo de autoconfianza artificial.

– Supongo que serás consciente de que te he salvado la vida, ¿no?

Espero a que el susto se disipe y se despegue de mis miembros entumecidos para tomar asiento.

– El mundo de la mar, me digo a mí mismo, es demasiado duro para Smila. Por lo que me siento a esperar en la sala de máquinas. Si alguien quiere dar contigo, lo único que hay que hacer es sumergirse en las entrañas del barco. Y justo detrás de ti aparecen Verlaine, Hansen y Maurice. Pero me quedo sentado. Porque he cerrado las puertas que dan a la cubierta con llave. Tendréis que volver por aquí.

Agito mi té con la cuchara. La cuchara tintinea al entrechocar con la taza.

– Cuando finalmente vuelven contigo metida en un saco, sigo allí sentado. Conozco su problema. Aquello de que la basura de la cocina y la gente que no te gusta hay que echarlas por la borda, pertenece al siglo pasado. Hay dos personas en el puente a la vez y la cubierta está iluminada. Aquel que deje caer algo por la borda que sea más grande que una cerilla tendrá complicaciones y será llevado ante la audiencia marítima. Entraríamos en el puerto de Godthaab e, inmediatamente, tendríamos un hormiguero de pequeños groenlandeses patituertos con uniforme de policía husmeando por todos lados.

Súbitamente se da cuenta de que está hablando con una de las pequeñas hormigas patituertas.

– Perdóname -me dice.

En algún lugar, suenan cuatro repiques dobles de un reloj lejano, ocho medias horas, la medida del tiempo en la mar, un tiempo que no hace distinción entre el día y la noche, sino que únicamente marca los relevos monótonos de las guardias de cuatro horas. Estos repiques intensifican la sensación de inamovilidad, de que, en ningún momento, hemos navegado, sino que hemos permanecido inmóviles en el tiempo y el espacio y que sencillamente nos hemos adentrado en la absurdidad, estancándonos en ella.

– Hansen se queda montando guardia en la escotilla de la sala de máquinas. Por lo tanto, me doy un paseo hasta la cubierta y la escalera de popa. Cuando Verlaine sube, es fácil adivinar adónde va a parar todo. Verlaine montando guardia en la cubierta, Hansen al lado de la escotilla. Y Maurice a solas contigo en la bodega. ¿Qué significa todo esto?

– Tal vez que Maurice quería echar un polvo rápido.

Asiente con la cabeza, quedándose pensativo.

– Puede ser. Pero a él le gustan las chicas jóvenes. El interés por las mujeres maduras sólo se adquiere con la experiencia. Sé, sin sombra de dudas, que quieren arrojarte a la bodega. ¡Está muy bien pensado, Smila! Es una caída de doce metros. Parecerá como si te hubieras caído tú sola. Sería quitarte el saco después y ya está. Ésa es la razón por la que te llevaron en brazos con tanto cuidado. Para que no hubiera marcas luego.

Su rostro se ilumina cuando me mira, contento de haber descubierto sus propósitos.

– Bajo al entrepuente y me acerco a las escaleras. Entre los peldaños vislumbro cómo Maurice atraviesa la puerta contigo en brazos. Ni siquiera resopla. Pero, claro, para eso está en la sala de pesas cada día. Doscientos kilos de levantamiento, y veinticinco kilómetros en la bicicleta. Debo tomar una determinación. Porque tú no has hecho nunca nada por mí, ¿verdad? En realidad, me has fastidiado directamente. Y hay algo en ti, algo, algo jodidamente…

– ¿Virginal?

– Sí, justamente. Por otro lado, nunca he podido tragar a Maurice.

Hace una pausa de efecto.

– En el fondo soy un caballero. Así que decido encender el cigarrillo. No os puedo ver desde donde estoy, estáis sobre la plataforma. Pero me meto el sensor en la boca y soplo todo lo que puedo y salta la alarma.

Me observa detenidamente.

– Maurice aparece en la escalera envuelto en sangre. El agua de los aspersores se la lleva escaleras abajo. Un pequeño río. Es para vomitar. ¿Por qué se toman tantas molestias? ¿Qué les has hecho, Smila?

Necesito su ayuda.

– Me han tolerado hasta ahora. Las cosas no se han torcido hasta que he llegado a la popa.

Jakkelsen asiente con la cabeza.

– Siempre ha sido la zona de Verlaine.

– Ahora subiremos al puente -digo- y le contaremos todo esto a Lukas.

– No podemos hacerlo, joder.

Le han salido manchas rojas en la cara. Espero. Pero apenas es capaz de hablar.

– ¿Sabe Verlaine que eres el chico de las agujas?

Reacciona dando muestras del barroco amor propio que, a veces, descubres en personas que están a punto de tocar fondo…

– ¡Soy yo quien tiene el dominio sobre la droga y no la droga la que me domina a mí!

– Pero, sin embargo, Verlaine ya te tiene controlado. Te descubriría. ¿Por qué sería tan terrible?

Examina sus zapatillas detenidamente.

– ¿Cómo es que tienes una llave maestra, Jakkelsen?

Menea la cabeza.

– Ya he estado en el puente -le digo-.Junto a Verlaine. Nos pusimos de acuerdo en que la alarma se disparó por sí sola. Que me caí por las escaleras por la sorpresa.

– Esta explicación no se la traga Lukas.

– No nos cree. Pero no hay nada que pueda hacer él. Tu nombre ni siquiera se mentó.

Se siente aliviado. Entonces cae en la cuenta de algo.

– ¿Por qué no dijiste lo que había ocurrido?

Estoy obligada a asegurarme su ayuda. Es como intentar construir sobre la arena.

– No estoy interesada en Verlaine. Estoy interesada en Toerk.

El pánico ha vuelto a apoderarse de su rostro.

– Esto sí que es grave, Smila. Conozco a mis piojos por su manera de moverse y ese tipo es bad news.

– Quiero saber qué es lo que vamos a recoger.

– Ya te lo he dicho. Se trata de droga.

– No -digo yo-. No es droga. La droga viene de los trópicos. De Colombia. De Birmania. De Paquistán. Y está destinada a Europa. O Estados Unidos. No llega a Groenlandia. No en una cantidad que requiera un barco de cuatro mil toneladas. La bodega de proa, estoy convencida de que es especial. No he visto nunca nada que se le asemeje. Puede ser esterilizada al vapor. Se puede regular la composición del aire, la temperatura y la humedad. Tú mismo lo has podido observar y has meditado acerca de ello. ¿A qué conclusión has llegado?

Sus manos se agitan con vida propia, revoloteando desvalidamente sobre mis almohadas, como pajarillos que se han caído de sus nidos. Su boca se abre y se cierra.

– Algo vivo. Si no, no tiene sentido. Quieren transportar algo vivo.

9

Sonne me abre la puerta de la enfermería. Son las 21 horas. Encuentro una compresa de gasa. Intenta paliar su inseguridad poniéndose en posición de firme. Porque soy una mujer. Porque no me entiende. Porque hay algo que intenta decirme.

– En el entrepuente, cuando llegamos con todo el equipo de extinción de incendios, usted estaba envuelta en dos mantas.

Doy unos ligeros golpecitos allí donde la piel ha reventado con una solución diluida de agua oxigenada. Nada de mercromina para mí. Quiero notar cómo escuece antes de poder creer que sirve de algo.

– Volví más tarde. Pero las mantas ya no estaban.

– Alguien debe de habérselas llevado -digo-. Es reconfortante que alguien se preocupe del orden.

– Pero, sin embargo, no se llevaron esto.

Ha estado ocultando un saco de yute doblado y húmedo detrás de la espalda. La sangre de Maurice ha dejado sobre él unas enormes manchas moradas.

Pongo la compresa sobre la herida. La gasa está provista de una especie de adhesivo que hace que se quede enganchada a la piel.

Cojo una venda elástica grande. Me sigue cuando salgo por la puerta. Es un joven danés de buen ver. Debería estar a bordo de uno de los petroleros de la East Asiatic Company. Ahora podría haber estado en el puente de uno de los barcos de Lauritzen. Podría haber estado sentado en casa de su mamá y su papá, en Aeroeskoebing, debajo del reloj de cuco, comiendo albóndigas en salsa y elogiando las virtudes culinarias de su madre y siendo objeto del orgullo mal disimulado de su papá. En cambio, ha ido a dar con esto. En una compañía peor de la que es capaz de imaginarse. Siento compasión por él. Constituye un pedacito de la parte saludable de Dinamarca. La honestidad, la rectitud, el empuje, la obediencia, el pelo cortado al cepillo, la economía saneada.

– Sonne -le digo-, ¿es usted de Aeroeskoebing?

– De Svaneke.

Está sorprendido.

– ¿Su madre sabe hacer albóndigas?

Asiente con la cabeza.

– ¿Buenas albóndigas? ¿Con la costra crujiente?

Se ruboriza. Le gustaría protestar. Le gustaría que le tomaran en serio. Le gustaría imponer su autoridad. De la misma manera que le gustaría a Dinamarca. Con ojos azules ingenuos, mejillas sonrosadas y buenas intenciones. Pero a su alrededor están las grandes fuerzas, el dinero, el desarrollo, los abusos, la colisión entre el nuevo y el viejo mundo. Y todavía no ha entendido lo que está sucediendo. Que sólo será tolerado mientras siga la corriente. Y que es a todo lo que alcanza su fantasía. A seguir la corriente.

Para saber plantarse se requieren talentos muy diferentes. Talentos mucho más rudos, más clarividentes. Mucho más exasperados y rencorosos.

Tiendo la mano y le acaricio la cara. No puedo evitarlo. El rubor inunda su rostro desde el cuello, como una rosa debajo de la piel.

– Sonne -le digo-, no sé qué es lo que hace usted pero, a pesar de todo, siga haciéndolo.


Cierro mi puerta con llave, coloco la silla debajo del paño y me siento sobre la cama.

Cualquiera que haya viajado durante el tiempo necesario a lugares lo suficientemente fríos, se encontrará, antes o después, con que ha de mantenerse despierto con tal de seguir con vida. La muerte está incorporada en el sueño. El que muere congelado, atraviesa un corto estado de sueño. El que se desangra, duerme. El que es enterrado bajo un alud compacto de nieve mojada se adentra a través del sueño en la muerte por ahogamiento.

Necesito dormir. Pero no puede ser, no todavía. En esta situación, la zona nebulosa entre el sueño y la conciencia proporciona un cierto descanso.

Durante la primera Inuit Circumpolar Conference descubrimos que todos los pueblos establecidos alrededor del océano Ártico compartían el Relato del Cuervo, el Génesis ártico. En él, se cuenta lo siguiente sobre el cuervo:


«En un principio, él también habitaba en un cuerpo humano y anduvo a ciegas, dando tumbos, y sus actos eran fruto del azar, hasta el momento en que le fue revelado quién era y cuál era su cometido».


Descubrir cuál es tu cometido. Tal vez sea esto lo que Isaías me ha dado. Lo que cualquier niño puede darte. La sensación del sentido de la vida. De que, a través de mí y, posteriormente, a través de él, gira una rueda en un movimiento enorme y frágil pero, al mismo tiempo, necesario.

Es esta rueda la que se ha roto. El cuerpo de Isaías en la nieve significó una rotura. Estando todavía en movimiento, era un opinante que daba su parecer, que me proporcionaba una razón de ser. Y, como siempre, no fui capaz de medir el alcance de lo que significaba para mi vida hasta que hubo desaparecido.

Ahora, el significado de la vida es, para mí, llegar a entender por qué murió. Adentrarme y esclarecer este detalle mínimo y, a la vez, absoluto que constituye su muerte.

Me pongo la venda elástica alrededor del pie e intento activar la circulación de la sangre. Entonces abro la puerta, salgo y me dirijo al camarote de Jakkelsen.


Sigue pletórico de vigor químico. Pero el efecto está decayendo.

– Quiero entrar en la cubierta de botes -le digo-. Esta noche. Y tú tienes que ayudarme.

Se incorpora, camina y llega rápidamente hasta la puerta, con la intención de marcharse. No intento detenerle. Una persona como él no tiene, en realidad, ninguna posibilidad de elegir por sí mismo.

– Debes estar loca, ¿sabes? Es zona prohibida. ¿Por qué no te arrojas al mar, Smila? ¿Por qué no haces eso y te dejas de estupideces?

– Vas a tener que ayudarme -le digo-. Si no, me veré obligada a subir al puente y pedirles que vengan a buscarte. Entonces, ante varios testigos, te arremangaré las mangas de tu camisa para que te ingresen en la enfermería, te aten a la camilla y te pongan un tipo vigilando la puerta.

– Eso no lo harías nunca, ¿me oyes?

– Mi corazón se rompería al verme obligada a delatar a un héroe de la mar. Pero tendría que hacerlo, pese a todo.

Está luchando con la incredulidad.

– Además dejaría caer unas cuantas palabras ante Verlaine sobre lo que has visto.

Este último comentario es el que lo derriba. Se pone a temblar de manera incontrolada.

– Me despedazaría -dice-. ¿Cómo puedes hacerme esto después de haberte salvado la vida?

Tal vez podría conseguir que lo entendiera. Pero eso exige una explicación que no puedo darle.

– Quiero -digo-, quiero saber lo que vamos a buscar. Para qué ha sido acondicionada la bodega.

– ¿Por qué, Smila?

Empieza y acaba por un ser humano que cae desde un tejado. Pero, en medio, existe una serie de conexiones que acaso nunca podrán ser desenmarañadas. Y lo que necesita Jakkelsen es una aclaración tranquilizadora. Los europeos necesitan explicaciones sencillas. En todo momento preferirán una mentira unívoca a una verdad llena de contradicciones.

– Porque se lo debo -le digo-. Se lo debo a alguien a quien amo.

No es una equivocación hablar en presente. Isaías ha dejado de existir sólo en un sentido reducido y físico.

Jakkelsen me observa con una mirada escudriñadora, desilusionado y melancólico.

– Tú no amas a nadie. Ni siquiera te gustas a ti misma. No eres una mujer de verdad. Cuando te arrastré escaleras arriba, vi aquella pequeña espiga que salía del saco. Un destornillador. Como un pequeño pene erecto. ¡Cómo lo elevaste!

Su rostro está lleno de asombro.

– No te clasifico, en serio. Eres el hada madrina en la jaula de los monos. Pero también eres endiabladamente fría, ¿me oyes?, tienes algo de alma en pena.


Cuando salimos al entramado de la cubierta superior, suenan dos repiques dobles del reloj del puente. Son las dos de la madrugada, estamos en el meridiano de la guardia.

El viento se ha calmado, la temperatura ha disminuido y pujuq, la niebla, ha levantado cuatro muros blancos alrededor del Kronos.

A mi lado, Jakkelsen ya ha empezado a temblar. No soporta demasiado bien el frío.

Ha pasado algo con el contorno del barco. Con la regala, los palos, los focos, la antena de radio que, a una altura de treinta metros, se extiende desde el palo de proa hasta el palo de popa. Me froto los ojos. Pero, sin embargo, no se trata de una visión mía.

Jakkelsen pone un dedo sobre la regala y lo vuelve a quitar. Donde lo había posado, aparece una marca negra una vez se ha fundido la capa fina y lechosa de hielo.

– Hay dos tipos de heladas, ¿no? Está la helada fea que proviene de las olas que rompen contra el casco, y se hielan en cubierta. Más y más, cada vez más rápido, cuando los obenques y todo lo que está derecho sobre el barco empieza a cubrirse con una capa cada vez más gruesa. Y está la mala de verdad. Aquella que proviene de la niebla marina. No requiere que haya oleaje, sencillamente se posa por todos lados. Como algo que simplemente está allí.

Hace un gesto hacia la blancura.

– Esto es el comienzo de la mala. Cuatro horas más y tendremos que sacar los mazos.

Sus movimientos carecen de fuerza pero sus ojos brillan. Odiaría tener que machacar el hielo con un mazo. Pero en algún lugar de su interior, hasta este aspecto del océano despierta un júbilo salvaje en él.

Camino diez metros a proa. Hasta donde no pueda ser vista desde el puente. Pero desde donde pueda abarcar con la vista una parte importante de los portillos en la cubierta de botes. Todos están a oscuras. Todos los portillos en la superestructura están a oscuras, salvo la luz tenue que proviene de la sala de oficiales. El Kronos duerme.

– Duermen.

Jakkelsen ha salido al castillo de popa para poder ver los portillos que dan a popa.

– Todos deberíamos estar durmiendo, joder.

Bajamos hasta la cubierta de botes. Él continúa hasta el siguiente rellano. Desde allí podrá ver si alguien piensa abandonar el puente. O si alguien piensa abandonar la cubierta de botes. Dentro de un saco, por ejemplo.

Llevo puesto mi uniforme negro de servicio. Carece prácticamente de valor como coartada, aquí, a las dos de la madrugada. No se me ha ocurrido otra cosa. Estoy actuando con la sensación de no tener que pensar. Porque no existen otros caminos, otras direcciones, que no sea seguir hacia delante, tampoco existe la posibilidad de detenerme. Meto la llave de Jakkelsen en la cerradura. Entra con facilidad. Pero no puedo girarla. Han cambiado la cerradura.

– Me huelo que esto es una señal. Una señal que nos dice que deberíamos dejarlo.

Ha bajado conmigo y está a mis espaldas. Le cojo por el labio inferior. El hematoma todavía no ha desaparecido. Hubiera protestado de no ser porque le estoy tapando la boca.

– Si es una señal, entonces es una señal de que, detrás de esa puerta, hay algo que se han molestado en que no podamos ver.

Le he estado susurrando en el oído. Ahora lo suelto. Tiene muchas cosas que le gustaría decir pero se las aguanta. Sigue mis pasos cabizbajo. En cuanto surja la oportunidad, se tomará su venganza y me pisoteará, me venderá a quien sea o me dará el último empujón por la espalda. Ahora mismo, sin embargo, le tengo sometido.

Cualquier salón que tiene por finalidad acoger a la colectividad, se hace irreal cuando se abandona. Escenarios de teatro, iglesias, comedores. La sala de oficiales está oscura y desierta pero, a pesar de ello, poblada por el recuerdo de la vida y de las comidas.

La cocina desprende un fuerte olor a ácido, a levadura y a alcohol. Urs me ha contado que su pan fermenta durante seis horas, desde las diez de la noche hasta las cuatro de la mañana. Disponemos de una hora y media, como mucho de dos.

Cuando abro las dos puertas correderas, Jakkelsen se percata de lo que va a suceder.

– Sabía que estabas loca, Smila. Pero que lo estuvieras hasta tal punto…

El montacargas de servicio ha sido limpiado y, dentro, han depositado una bandeja con tazas, platillos, platos de almuerzo, cubiertos y servilletas. La preparación simbólica de Urs para el nuevo día que despunta. Retiro la bandeja y la cubertería.

– Me está entrando claustrofobia -dice Jakkelsen.

– No eres tú el que va a subir en el montacargas.

– Padezco también por los demás.

La caja del montacargas es rectangular. Me siento sobre el mármol de la cocina y me introduzco en él de lado. Primero pruebo si es posible meter la cabeza entre las piernas. Luego meto la parte superior del cuerpo en la caja.

– Me enviarás hasta la cubierta de botes, ¿de acuerdo? Cuando haya salido, el ascensor deberá permanecer allí, para no hacer más ruido que el estrictamente necesario. Luego subes hasta la escalera y esperas. Aunque te pidan que te vayas, tú te quedarás allí. Si insisten, dirígete a tu camarote. Me das una hora. Si no he vuelto, despierta a Lukas.

Se retuerce las manos.

– No puedo, ¿me oyes?, no puedo.

Me veo obligada a estirar las piernas, mientras intento no meter las manos en la pasta que está reposando sobre la mesa.

– ¿Por qué no puedes?

– Es mi hermano, Smila. Por eso es por lo que estoy aquí. Por eso tengo la llave. Cree que estoy limpio.

Lleno los pulmones de aire una última vez, expiro y, retorciéndome, logro meterme en la pequeña caja.

– Si no he vuelto en una hora, despiertas a Lukas. Es tu única posibilidad. Si no venís a buscarme, se lo contaré todo a Toerk. Él hará que Verlaine se encargue de ti. Verlaine es su hombre.

No hemos encendido la luz, la cocina está a oscuras, dejando aparte el débil resplandor que proviene del mar y de la reflexión de la niebla. Sin embargo, noto que le doy. Estoy contenta de no poder ver su cara.

Meto la cabeza entre las piernas. Las puertas se cierran. Hay un ligero zumbido de un motor eléctrico que se encuentra en algún lugar en la oscuridad debajo de mí y entonces asciendo a los pisos superiores.


El movimiento dura, tal vez, unos quince segundos. Mi único pensamiento se centra en la desolación y el desamparo en que estoy sumida. El miedo a que algo o alguien me esté esperando allí arriba.

Saco el destornillador. Para tener algo que ofrecer cuando abran las puertas de golpe y me arrastren fuera.

Pero nada de eso ocurre. El montacargas se detiene en su hueco de oscuridad y yo permanezco sentada. Y no hay nada más, salvo el dolor en la parte posterior de mis muslos y el movimiento del barco en las olas y el lejano ruido de las máquinas que ahora se aprecia.

Introduzco el destornillador entre las dos puertas correderas y las separo. Después salgo de espaldas y aterrizo sobre la mesa.

La sala está inundada por una luz tenue. Es la luz de navegación del palo de popa, que en esta cubierta llega a través de un tragaluz. La sala es una especie de pequeña cocina equipada con una nevera, un aparador y un par de fogones eléctricos.

Una puerta da a un pasillo estrecho. En el pasillo me siento en cuclillas y me pongo a esperar.

Hay personas que se hunden en situaciones transitorias. En Scoresbysund se disparaban los unos a los otros en la cabeza con escopetas de caza cuando el invierno empezaba a quitarle la vida al verano. No hay nada más sencillo que montarse en el bienestar y la opulencia sobre un equilibrio ya asegurado de una vez por todas. Lo difícil es todo lo nuevo. El hielo nuevo. La luz nueva. Los nuevos sentimientos.

Me siento. Es mi única posibilidad. Es la única posibilidad de todos los hombres. Darse a sí mismos el tiempo necesario para adaptarse.

La escotilla que hay delante de mí vibra a causa de una máquina lejana que viene de abajo. Al otro lado debe de estar la escotilla. Esta cubierta está construida alrededor de su enorme caja rectangular.

A mi izquierda vislumbro, a ras de suelo, una luz débil. Es la luz de emergencia de la escalera, que se enciende de noche. Esa escotilla representa mi camino de salvación.

A mi derecha, primero encuentro el silencio. Entonces, del silencio surge una respiración. Es mucho más débil que los demás ruidos a bordo del Kronos, los ruidos cotidianos que se han convertido en un fondo discreto contra el cual destaca toda alteración. Incluso los ligeros ronquidos de una mujer dormida.

Esto significa que hay uno, tal vez dos camarotes aquí a babor y que, sin duda, debe de haber uno o dos más arriba. Es decir, que el salón y la sala de oficiales dan al castillo de proa.

Permanezco sentada. Tras unos instantes, una tubería lejana empieza a hacer ruido. El Kronos está equipado con retretes de alta presión. En algún lugar, por encima o por debajo, alguien ha vaciado la cisterna de un retrete. El movimiento en las tuberías me dice que los baños y los lavabos de esta cubierta se encuentran delante de la chimenea y que están pegados a ella.

Me he traído el despertador en el bolsillo del delantal. ¿Qué otra cosa podía hacer, si no? Le echo un vistazo y de inmediato me pongo en movimiento.

La cerradura de la escotilla de salida es de resorte. Bloqueo el resorte. Para que pueda, si las circunstancias lo exigen, salir rápidamente. Pero, sobre todo, para que puedan entrar.

Entre el pasillo corto que lleva hasta la escotilla de salida a cubierta y lo que debe ser el salón, voy tanteando las paredes hasta que encuentro una escotilla. Acerco la oreja a ella y aguardo. Todo lo que soy capaz de oír es el lejano reloj del puente, que da las horas. A través de la puerta, me introduzco en una oscuridad que es más profunda que la dejada atrás. Aquí también me detengo y espero. Entonces pulso el interruptor. No se enciende una luz de las habituales. Se encienden cientos de lámparas de acuario sobre cientos de diminutos acuarios cerrados, incrustados en marcos de goma y sujetados por estructuras que cubren las tres paredes. En los acuarios hay peces. En mayor cantidad y variedad que en una tienda de peces tropicales.

A lo largo de una de las paredes han instalado una mesa negra con dos grandes pilas planas de porcelana con una batería de mezcla que se acciona con el codo. Sobre la mesa hay dos fogones de gas y dos quemadores Bunsen, todos provistos con unas tuberías fijadas a la entrada del gas. Sobre una mesa adicional han atornillado un autoclave. Una balanza Mettler. Un pH-metro. Una cámara de fuelle grande montada sobre un trípode. Un microscopio bifocal.

Debajo de la mesa hay una estantería de metal con pequeños y profundos cajones. En pequeñas cajas de cartón del Laboratorio Químico de Struer se guardan pipetas, tubos de goma, tapones, varillas de cristal y papel tornasol. Productos químicos en pequeños matraces de cristal. Magnesio, pergamanganato potásico, limaduras de hierro, polvo de azufre, cristales de sulfato de cobre. Contra la pared, en cajas de madera forradas con paja y cartón ondulado, hay pequeños balones con diversos ácidos. Ácido fluorhídrico, ácido clorhídrico, ácido acético en varias concentraciones.

Sobre la mesa que está en el lado opuesto, han colocado cubetas de plástico fijas, líquido de revelado y una ampliadora. No entiendo nada. La sala está acondicionada como si fuera una mezcla del Acuario de Dinamarca y un laboratorio químico.

El salón tiene puertas de doble hoja en los tabiques. Un detalle que te hace recordar que el Kronos fue construido de acuerdo con la distinción y elegancia dominantes en los años cincuenta, ahora obsoletas y ya entonces en desuso. Se encuentra debajo del puente de mando y parece del mismo tamaño que un salón de techos bajos en una casa danesa normal y corriente. Tiene seis grandes portillos que dan al castillo de proa. Todos están cubiertos con una capa de hielo y a través del hielo se cuela una débil luz gris azulada.

A babor, han apilado cajas de madera y de cartón sin marcar, sostenidas por una driza que han pasado entre dos radiadores.

En medio del salón hay una mesa fija y en unas cavidades del tablero de la mesa hay varios termos. A lo largo de dos de los mamparos han colocado otras dos mesas de trabajo provistas de lámparas Luxo. También han atornillado una pequeña fotocopiadora. Al lado de ésta hay un telefax. Encima, un armario repleto de libros.

Cuando me dirijo a la estantería veo la carta náutica. Está metida debajo de una plancha de plexiglás antirreflectante y por eso no me he fijado en ella hasta ahora. Enciendo mi linterna.

Han cortado el texto en el margen, por lo que tardo algunos segundos en identificarla. En las cartas náuticas, la tierra firme es un detalle, una sencilla línea, un contorno que se hunde entre el enjambre de cifras que indican las profundidades. Entonces reconozco el promontorio que se levanta frente a Sisimut. Debajo de la plancha de plexiglás, en el borde de la carta, han metido varias fotocopias menores de cartas específicas. «Período medio desde la culminación de la luna (superior o inferior) en Greenwich hasta el comienzo de la marea alta en Groenlandia Occidental.» «Sinopsis de las corrientes superficiales al oeste de Groenlandia.» «Carta sinóptica de las divisiones sectoriales en la zona de Holsteinsborg.»

En la parte superior, cerca del mamparo, han puesto tres fotografías. Dos de ellas son fotografías aéreas en blanco y negro. La tercera parece un detalle fractal de Mandelbrot sacado por una impresora de color. Las tres tienen el mismo contorno en el centro. Una figura que se curva, con forma cuasi circular, alrededor de una abertura. Como un feto de cinco semanas que se dobla en forma de pez alrededor de la vejiga respiratoria.

Intento abrir los archivadores pero están cerrados con llave. Estoy echándoles un vistazo a los libros cuando se oye una puerta en algún lugar de la misma cubierta. Apago la lámpara y me echo al suelo. Se abre y se cierra otra puerta y se hace el silencio. Pero la cubierta ya no parece dormida. En algún lugar hay gente despierta. No es necesario mirar el reloj. Tengo tiempo de sobra pero me faltan nervios para seguir.

Tengo la mano en la escotilla de salida cuando alguien sube por las escaleras. Retrocedo de espaldas por el pasillo. Una llave es introducida en la cerradura. Hay un momento de asombro cuando ese alguien descubre que la escotilla no está cerrada. Empujo la puerta de la cocina, entro y la cierro detrás de mí. Los pasos se aproximan por el pasillo. Tal vez sean algo cautelosos, inquisitorios; tal vez alguien se esté extrañando de que la escotilla no estuviera cerrada con llave; tal vez tengan previsto inspeccionar la cubierta. Tal vez tenga visiones, tal vez me lo esté imaginando todo. Me subo a la mesa de la cocina y me meto en el montacargas. Cierro las contrapuertas pero es imposible acabarlas de cerrar desde dentro.

La puerta que da al pasillo se abre y después se enciende una luz. En el suelo, delante del resquicio que no he podido cerrar, está Seidenfaden, en ropa de abrigo, todavía con los cabellos azotados por el viento tras una vuelta por la cubierta. Se dirige hacia la nevera y desaparece fuera de mi campo visual. Hay como un silbido de algún líquido carbonatado y vuelve a entrar en mi campo de visión. Está de pie, bebiéndose una cerveza directamente de la lata.

En ese mismo momento en que su rostro parece lleno de satisfacción introvertida y él está a punto de toser, sus ojos se dirigen a donde estoy yo, pero, sin embargo, no me ven. En ese instante, el montacargas empieza a zumbar, sonoro y crujiente.

No tengo espacio para estremecerme. Todo lo que puedo hacer es sacarle el corcho al destornillador y prepararme para ser descubierta dentro de dos segundos.

Entonces desciende el montacargas.

Sobre mi cabeza, en la oscuridad, las puertas del pequeño ascensor se abren. Pero yo ya estoy lejos, estoy bajando.

Ruego porque sea Jakkelsen quien haya percibido un movimiento en el hueco del ascensor y, desafiando mi prohibición, me haya enviado hacia abajo. Espero que todo esté a oscuras cuando se abran las puertas. Y que las manos temblorosas de Jakkelsen estén allí para sujetarme cuando salga del cubículo.

Me detengo, las puertas se abren. Fuera está todo oscuro.

Algo frío y húmedo presiona mi muslo. Algo es depositado sobre mi regazo. Algo se mete debajo de mis rodillas. Entonces se vuelven a cerrar las puertas, el montacargas empieza a zumbar, un motor se pone en marcha y yo me elevo en la oscuridad.

Me paso el destornillador a la mano izquierda y agarro la linterna con la derecha. Por un instante, la luz de la linterna me deslumbra, entonces vuelvo a poder ver.

A cinco centímetros de mis ojos, contra mi cuerpo, se alza, de pie, fría y mojada, con diminutas gotas de agua, una botella Magnum con una etiqueta en la que pone «Möet & Chandon 1986 brut imperial Rosé». Champán rosado. En mi regazo tengo una copa de champán. Debajo de las rodillas entreveo el fondo arqueado de otra botella.

Doy por sentado que me encontraré, en cuanto se abran las puertas, envuelta en luz, cara a cara con Seidenfaden.

No es así. Cuento dos sacudidas y sé que he pasado la cubierta de botes. Me dirijo al puente de mando, a la sala de oficiales.

Hay una parada y posteriormente un silencio en el que no acaece nada. Intento abrir las puertas. Es prácticamente imposible hacerlo porque me lo impiden las botellas.

En algún sitio, se abre y se cierra una puerta. Entonces alguien enciende una cerilla. Consigo separar las puertas un centímetro. La vela está en un candelabro sobre la mesa grande del comedor donde estuve sirviendo hace un par de días. Ahora alguien la levanta y la transporta hacia mí.

Las puertas se abren. Tengo una mano contra la pared que hay detrás de mí para poder impulsarme con la mayor fuerza posible en el golpe. Estoy esperando a Toerk o a Verlaine. He pensado ir a por los ojos.

La luz me deslumbra porque está muy cerca. No se ve nada, salvo un contorno oscuro. Que saca primero una botella y luego otra. Cuando retiran la copa, una mano me palpa la cadera durante un instante.

De la sala me llega un sonido ahogado de sorpresa.

El rostro de Kützow baja hasta donde estoy yo. Nos miramos a los ojos. Esta noche, sus ojos son saltones, como si hubiera sido atacado por la enfermedad de Graves-Basedow en su forma aguda. Pero no está enfermo en el sentido habitual. Está borracho como una cuba.

– ¡Jaspersen! -exclama.

Entonces ambos reparamos en el destornillador. Está dirigido contra un punto entre sus ojos.

– Jaspersen -vuelve a decir.

– Una reparación menor -le digo.

Me resulta difícil hablar porque la postura encogida dificulta la respiración.

– Yo soy quien se encarga de las reparaciones a bordo.

Su voz es grave aunque pastosa. Logro sacar la cabeza por el portillo.

– Veo que también te encargas de las existencias de vino. Esto les interesará a Urs y al capitán.

Se sonroja, en un cambio de color lento pero, sin embargo, amplio, hacia el violeta.

– Puedo explicarlo.

Dentro de diez segundos empezará a pensar. Saco un brazo.

– No tengo tiempo -le digo-. Debo seguir con el trabajo.

En ese mismo instante, el montacargas desciende. A duras penas logro introducir el torso en él. Me da tiempo a notar una punzada de ira porque no hay un dispositivo de seguridad que impida que el montacargas se mueva mientras las puertas no estén cerradas.

También experimento en mi cabeza un descubrimiento total, una confrontación y un final catastrófico. Cuando llego a la cocina, mi fantasía ya no alcanza a más.

El montacargas no se detiene esta vez en la cocina. Prosigue su caída hacia abajo.

Entonces frena. Los últimos segundos transcurridos en su interior me han despojado de mis últimas fuerzas. En estos momentos, sólo dispongo del factor sorpresa. Abro las puertas, separándolas. Se abren de un golpe. Hacia mí llega un saco flotando en el aire en el que pone «50 kg Vildmose. Avituallamiento Naval Danés». Logro sacar ambas piernas, las pongo contra el saco y presiono todo lo que puedo. Su movimiento se detiene, se bambolea retrocediendo y se precipita hacia la esquina más lejana. Aterriza entre las cajas de cartón marcadas con «Zanahorias Lammefjord de Wiuff».

Recobro el equilibrio una vez en el suelo. Siento como si no tuviera pies. Pero tengo el destornillador delante de mí.

Detrás del saco aparece Urs.

No se me ocurre nada que decirle. Cuando me tambaleo cruzando la puerta, él todavía está de rodillas.

– Bitte, Fräulein Smila, bitte…

Inconscientemente contaba con que alguien se hubiera alarmado. Hombres armados esperándome. Pero el Kronos está sumergido en la oscuridad. Paso por tres cubiertas sin encontrarme a nadie.

La escalera debajo del puente está vacía. No se ve a Jakkelsen por ningún lado. Sin haberme propuesto ningún rumbo previo, salgo a la cubierta del puente a través de la escotilla en la que pone officer's accomodation y abro la puerta del lavabo de caballeros.

Está de pie al lado del lavabo. Ha estado peinándose. Su frente reposa contra el espejo, como si hubiera querido asegurarse de que realmente llegara a un resultado armonioso y elegante. Ha estado peinándose los rizos hacia atrás, por encima de las orejas. Pero está dormido. Su cuerpo, inconsciente y flexible, sigue los bandazos del barco manteniéndose incluso de pie. Pero ronca. Su boca está abierta y la lengua le cuelga un poco fuera.

Meto la mano en el bolsillo de su camisa de trabajo. Encuentro la goma. Se ha introducido en el lavabo y se ha inyectado una dosis para ponerse a tono. Luego ha querido acicalarse. Y entonces se ha sentido cansado.

Le propino una patada haciendo que desaparezcan las piernas debajo de él. Cae pesadamente sobre la cubierta. Pretendo levantarlo del suelo pero me duele demasiado la espalda. Sólo consigo levantarle la cabeza.

– Pasaste por alto a Kützow -le digo.

Una risueña sonrisita se posa sobre su rostro.

– Smila. Sabía que volverías.

Logro ponerlo en pie. Entonces meto su cabeza en el lavabo y abro el grifo del agua fría. Cuando, por fin, es capaz de sostenerse por sí mismo, lo arrastro hacia las escaleras.

Hemos bajado cinco peldaños cuando Kützow sale por la escotilla que hay detrás de nosotros.

No cabe la menor duda de que él mismo cree que se desliza sobre pies de gato. En realidad, sólo es capaz de mantenerse de pie porque se cuelga de cualquier cosa en la que pueda apoyarse. En cuanto percibe nuestra presencia, se detiene bruscamente, coloca la mano en el tablón del barómetro y fija los ojos en mí.

He empujado el cuerpo laxo contra la barandilla. Yo soy capaz de moverme sólo a duras penas.

El susto se abre camino lentamente a través de su borrachera, que ahora debe haberse reforzado con una o dos botellas Magnum burbujeantes.

– Jaspersen -croa-. Jaspersen…

Me siento cansada de los hombres y sus abusos. Ha sido siempre así, desde que llegué a Dinamarca. Constantemente te ves obligada a ir con cuidado para no encontrarte con gente que se ha envenenado a sí misma y que, sin embargo, creen que lo llevan con mucha dignidad.

– Vete a la mierda, señor jefe de máquinas -digo.

Me contempla con una mirada vacía.

No nos encontramos con nadie más en nuestro descenso. Envío a Jakkelsen a su camarote de un empujón. Se derrumba sobre su catre como un muñeco de trapo. Lo pongo de lado. Los bebés, los alcohólicos y los drogadictos corren el riesgo de ahogarse en sus propios vómitos. Entonces cierro la puerta desde fuera con su propia llave.

Cierro la mía con llave y me atrinchero detrás de ella. Son las 4:15 horas. Dormiré durante tres horas y luego me daré de baja por enfermedad y dormiré hasta las doce. Todo lo demás tendrá que esperar.

Duermo exactamente tres cuartos de hora. A través de las primeras pesadillas incipientes, en la superficie del sueño, irrumpe primero un aviso electrónico y, posteriormente, la voz exigente de Lukas.


Estoy trabajando a menos de dos metros de Verlaine. Está utilizando un mazo de goma dura que es tan largo como un hacha para talar árboles.

Por la sequedad de mis labios noto que está helando por debajo de los 10 °C bajo cero. Verlaine trabaja en mangas de camisa. Con una mano se agarra en la regala o en la valla que rodea las sondas de los radares. Con la otra, levanta el mazo en un arco suave y sentido detrás de la espalda, dejando que caiga sobre la cubierta con una explosión, como cuando se rompe el cristal de un escaparate. Su rostro está bañado en sudor pero sus movimientos parecen incansables y ágiles. Cada golpe desprende una placa de hielo de aproximadamente un metro cuadrado.

No sopla ningún viento pero la mar está rizada y alterada y en ella cabecea el Kronos duramente. Para colmo, nos rodea la niebla, como enormes superficies húmedas de blancura en la oscuridad.

Cada vez que atravesamos un banco de niebla, tan bajo que da la impresión de flotar sobre el agua, la capa de hielo aumenta su grosor visiblemente. Con el mango de un punzón rasco el hielo de las sondas. Cuando he terminado con uno, puedo volver al lugar donde estaba antes. Allí se ha posado, en menos de dos minutos, una capa de hielo duro y gris de un milímetro de espesor.

La cubierta y la superestructura viven. No por las diminutas y oscuras siluetas que golpean el hielo, sino por el hielo mismo. Todas las luces de cubierta están encendidas. La luz y el hielo han creado juntos un paisaje mitológico. Los obenques y los estays están cubiertos por treinta centímetros de hielo en guirnaldas que, desde el palo hasta la cubierta, cuelgan como rostros que escudriñan el mar.

Sobre el palo, el faro del ancla brilla a través de su cápsula de hielo, como el cerebro ardiente en la cabeza de un animal mitológico. La cubierta es un mar gris y cuajado. Todo el que está de pie, se yergue en el aire con rostro inquisitivo y miembros fríos y grises.

Verlaine está en el lado de estribor. Detrás de mí está la regala y, al otro lado de la regala, una caída libre de cerca de veinte metros hasta cubierta. Delante de mí, detrás de los zócalos de los radares y la mesana provista de antenas, la sirena y un foco móvil para las maniobras en puerto, Sonne está quitando el hielo con una pala. Echa las placas que Verlaine desprende sobre la cubierta de botes, al lado del bote salvavidas. Allí está Hansen, con un casco protector amarillo en la cabeza, que las tira por la borda.

En el lado de babor, Jakkelsen quita el hielo de los zócalos de los radares con un martillo corto. Poco a poco, se va acercando a mí. Durante unos instantes, los radares nos resguardan del resto de la cubierta.

Se mete el martillo en el bolsillo de su chaqueta. Entonces apoya la espalda contra el radar. De su bolsillo saca un cigarrillo.

– Tal como tú lo auguraste -digo-. La helada terrible.

Su rostro está pálido por el cansancio.

– No -me dice-. No empezará hasta que no lleguemos a los cinco Beuafort y nos aproximemos a los cero grados. Nos ha llamado a cubierta demasiado temprano.

Echa un vistazo a su alrededor. No hay nadie inmediatamente cerca.

– Cuando me hice a la mar, ¿sabes?, solía ser el capitán quien navegaba el barco y el tiempo se medía con el calendario. Si estabas entrando en una helada, sencillamente reducías la velocidad. O modificabas el rumbo. O virabas, navegando entonces con el viento. Desde unos años a esta parte esto ha cambiado. Ahora son los armadores los que mandan, ahora son los despachos en las grandes ciudades los que pilotan los barcos. Y es con esto con lo que se mide el tiempo.

Señala su reloj de pulsera.

– Pero parece ser que tenemos prisa, que hay algo que no puede esperar. Por eso, le han dado órdenes de que siga adelante. Y eso hace. Está a punto de perder su touch. Porque, si de todas formas tenemos que atravesar el hielo, no había razón alguna para que nos llamara a cubierta ahora. Un barco menor puede soportar una capa de hielo del diez por ciento de su desplazamiento. Podríamos navegar con quinientas toneladas de hielo sin que importara. Podía haber enviado a un par de chicos para que liberaran las antenas.

Rasco el hielo de la antena radiogoniométrica. Mientras trabajo, estoy despierta. En cuanto me detengo, me sobrevienen cortos destellos de sueño.

– Teme que no podamos mantener la velocidad de crucero. Teme que se rompa algo. O que empeore todo súbitamente. Son sus nervios. Empiezan a estar gastados.

Deja caer su cigarrillo a medio fumar sobre el hielo. Nos adentramos en un nuevo banco de niebla. La humedad parece pegarse al hielo que ya se ha formado. Durante un instante, Jakkelsen queda casi oculto por la niebla.

Me pongo a trabajar alrededor del radar. Procuro estar constantemente dentro del campo visual tanto de Jakkelsen como de Sonne.

Verlaine está a mi lado. Sus golpes pasan tan cerca de mí que la presión despide aire helado contra mi rostro. Los golpes aterrizan en el zócalo de metal, con una precisión semejante a la de un corte quirúrgico, despegando cada vez una placa de hielo tan transparente como el cristal. Les da una patada, enviándolas hacia donde está Sonne.

Su cara está al lado de la mía.

– ¿Por qué? -me pregunta.

Sostengo el punzón un poco detrás de mis espaldas. A unos metros, desde donde no nos puede oír, Sonne está limpiando el zócalo del palo con el mango de la pala.

– Yo ya sé por qué -dice-. De todas maneras, Lukas no se lo hubiera creído.

– Hubiera podido señalar la herida de Maurice -digo.

– Un accidente de trabajo. La sierra circular se puso en marcha mientras estaba cambiando el disco. La llave de fijación le dio en el hombro. Ya hemos dado parte y lo hemos explicado todo.

– Un accidente. Como el del niño sobre el tejado.

Su cara está cerca de la mía. No expresa nada, salvo falta de entendimiento. No sabe de qué le estoy hablando.

– Pero todo el asunto alrededor de Andreas Licht -digo-. El viejo del barco, todo ese asunto se entorpeció algo más.

Cuando su cuerpo se paraliza, surge en mí la ilusión de que se ha quedado congelado, de la misma manera que el barco que nos rodea.

– Os vi sobre el muelle -miento-. Cuando nadaba hacia el malecón.

Mientras se queda sopesando las consecuencias de lo que acabo de decirle, se descubre. Durante un segundo largo, un animal herido me mira desde algún rincón de su cuerpo. Semejante a sus dientes, una cáscara fina que cubre los malos tratos que se han convertido en sadismo.

– Tendrá lugar una investigación en Nuuk -le digo-. La policía y algunos hombres de la Marina. Sólo el intento de homicidio te costará dos años. Ahora también indagarán la muerte de Licht.

Se ríe de mí con una sonrisa amplia y blanca.

– No atracaremos en Godthaab. Nos dirigimos al dique flotante de los petroleros. Está a veinte millas de tierra. Ni tan siquiera puedes ver la costa desde allí.

Me observa con curiosidad.

– Te defiendes bien -me dice-. Es casi una pena que estés tan sola.

II

1

– Estoy pensando -dice Lukas- en el pequeño capitán sobre el puente allá arriba. Ha dejado de pilotar el barco. Ya no ejerce ningún tipo de autoridad. Se ha convertido en un eslabón más que transmite el impulso a una máquina compleja.

Lukas está apoyado en la regala del alerón del puente. Desde el mar, ante la proa del Kronos, se yergue un rascacielos de esmalte sintético. Se levanta por encima del castillo de proa, sobrepasando ampliamente el límite del palo. Si echas la cabeza hacia atrás, podrás ver que, en algún lugar allí arriba, bajo el cielo gris, incluso este fenómeno tiene un final. No es un edificio. Es el espejo de popa de un superpetrolero.

Cuando era una niña en Qaanaaq, a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, hasta la hora continental iba relativamente más lenta. Los cambios tenían lugar a un ritmo que posibilitaba que se levantara una protesta contra ellos. Esta rebelión tuvo, en un primer momento, su expresión en el concepto «los buenos tiempos ya pasados».

El anhelo por el pasado, la nostalgia, era entonces un sentimiento totalmente nuevo en Tule. El sentimentalismo siempre será la primera revuelta del hombre contra el desarrollo.

El tiempo se ha escapado de esta reacción. Hoy en día se necesita una protesta distinta a la constante evocación lloriqueante de la tierra natal. Y es que, hoy en día, las cosas cambian con tal rapidez que, en este mismo instante, estamos viviendo lo que dentro de un momento serán Los Buenos Tiempos Ya Pasados.

– Para esos barcos -dice Lukas- el mundo exterior ha dejado de existir. Si te los encuentras en alta mar e intentas llamarlos a través del VHF para intercambiar partes meteorológicos y posiciones o para preguntar sobre la existencia de formaciones de hielo, no te contestan. Sencillamente no tienen la radio conectada. Cuando desplazas doscientos cincuenta mil metros cúbicos de agua y desarrollas tantos caballos de potencia como una central nuclear y tienes una calculadora electrónica del tamaño de una antigua área de a bordo, sólo para calcular el rumbo y la velocidad y luego seguir las indicaciones o desviarte un poco de ella si llegara a ser necesario, entonces el mundo exterior deja de interesarte. Entonces, todo lo que resta de interés en el mundo son el lugar desde donde has zarpado y el lugar al que te diriges, además del que te paga cuando llegas a tu destino.

Lukas ha perdido peso. Ha empezado a fumar.

Aun así, puede que tenga razón. Uno de los síndromes del desarrollo en Groenlandia es que todo parece haber tenido lugar hace poco. Los buques de inspección nuevos, armados y rápidos de la Marina de Guerra danesa acaban de ser estrenados. El referéndum sobre la CEE y la mayoría apretada a favor de la salida a partir del 1 de enero de 1985, la renegociación en noviembre del 92 y la readmisión el 1 de enero de 1993, el mayor bandazo político en la política exterior, están todavía muy próximos. El Ministerio de Defensa ha limitado recientemente los permisos de entrada a Qaanaaq por razones militares. Y el lugar en el que nos encontramos en este momento, el enorme depósito de petróleo, el Greenland Star, delante de Nuuk -veinticinco mil pontones de metal ensamblados, fijados en el fondo del mar a setecientos metros debajo de nosotros; medio kilómetro cuadrado de metal pintado de verde, repulsivo, feísimo y azotado por los vientos hasta el desconsuelo a veinte kilómetros de la costa-, lo acaban de construir hace poco. «Dinámico» es el adjetivo que utilizan los políticos.

Todo ello ha sido creado con el fin de subyugar.

No para subyugar a los groenlandeses. La presencia del ejército, la violencia directa de la civilización, está tocando a su fin en el Ártico. El desarrollo ya no lo necesita. Hoy en día basta y sobra con la llamada liberal a la voracidad en todas sus manifestaciones.

La cultura tecnológica no ha destruido los pueblos de las riberas de los mares glaciales. Creer eso sería tener un concepto demasiado elevado de esta cultura. Sencillamente ha sido un promotor, un modelo cósmico de la posibilidad, subyacente en cualquier cultura y en cualquier hombre, de hacer girar la vida alrededor de esa mezcla particularmente occidental de codicia e inconsciencia.

Lo que realmente desean subyugar es lo otro, la vastedad, lo que rodea a los hombres. Es decir, el mar, la tierra, el hielo. La construcción que se extiende ante nuestros pies es un intento de este tipo.

El rostro de Lukas está devastado por el asco.

– Antes, hasta el 92, solamente se había establecido Polaroil en el puerto de Faeringer. Un lugar pequeño. En un lado del fiordo había una estación de telecomunicaciones y una fábrica de conservas de pescado. En el otro lado, la planta. Dirigida por la Compañía Mercantil de Groenlandia. Podíamos atracar en la dársena hasta cincuenta mil toneladas. Cuando ya teníamos las mangueras flotantes, desembarcábamos. Sólo había un edificio destinado a viviendas, una cocina y una estación de bombeo. Olía a gasóleo por todas partes. Todo lo llevaban cinco hombres. Siempre nos tomábamos un Gintonic con el encargado de la cocina.

Su vertiente sentimental es nueva para mí.

– Debe de haber sido muy bonito -digo-. ¿También bailaban la polca y tocaban el acordeón?

Entorno los ojos.

– Se equivoca -me dice-. Estoy hablando de competencias. Y de libertad. Entonces el capitán ostentaba la autoridad suprema. Desembarcábamos y nos llevábamos a la tripulación, salvo el guardia del ancla. No había nada en el puerto de Faeringer. Sencillamente un lugar desierto, dejado de la mano de Dios entre Godthaab y Frederikshaab. Sin embargo, en esa nada solías dar unas vueltas, pasear, si tenías ganas.

Hace un gesto señalando el sistema de pontones que se levanta ante nosotros y los lejanos barracones de aluminio.

– Aquí hay tres tiendas francas. Disponen de un enlace permanente con tierra firme mediante helicóptero. También encontrarás un hotel y una estación de submarinismo. Una estafeta de Correos. Una oficina administrativa para Chevron, Gulf, Shell y Esso. En sólo dos horas son capaces de montar una pista de aterrizaje en la que puede tomar tierra un pequeño avión de reacción. El barco que tenemos delante tiene un tonelaje bruto de ciento veinticinco mil toneladas. Aquí hay desarrollo y progreso. Pero nadie puede desembarcar, Jaspersen. Suben a bordo si quieren algo de ti. Marcan tus pedidos en una lista, vienen con un canal de descarga portátil y descargan tu pedido a bordo. Si el capitán insiste en bajar a tierra, vienen un par de oficiales de seguridad a recogerte en el portalón de desembarco, cogiéndote de la mano hasta que hayas vuelto de nuevo a embarcar. Dicen que por el peligro de incendios. Por el peligro de sabotajes. Dicen que cuando la dársena está completa, hay mil millones de litros de petróleo en el puerto a la vez.

Está buscando otro cigarrillo pero el paquete está vacío.

– Es la esencia de la centralización. Bajo estas condiciones, los capitanes están próximos a desaparecer. Los marineros ya han dejado de existir.

Espero. Quiere algo de mí.

– ¿Esperaba haber podido desembarcar?

Sacudo la cabeza, negándolo.

– ¿Aunque ésta fuera su última posibilidad? ¿El final de trayecto? ¿Si sólo quedara el viaje de vuelta por delante?

Quiere saber cuánto sé yo.

– No estamos cargando -le digo-. Tampoco descargamos. Esto no es más que una recalada. Estamos esperando alguna cosa.

– Está haciendo conjeturas.

– No -le digo-. Sé adónde nos dirigimos.

Su actitud y su porte siguen siendo relajados. Pero ahora está en guardia.

– Cuéntemelo.

– A cambio, usted me tendrá que contar por qué estamos atracados en este lugar.

La piel de su rostro no está curtida. Es muy blanca y escamosa por el aire relativamente seco. Se humedece los labios. Ha apostado por mí como por una especie de seguro. Ahora se enfrenta a un nuevo y azaroso contrato. Lo que exige una confianza en mi persona que no tiene.

Sin decir ni una sola palabra, pasa por mi lado. Yo lo sigo hasta el puente. Cierro la puerta detrás de nosotros. Él se acerca a la mesa de derrota, ligeramente elevada.

– Muéstremelo -me dice.

La carta es una reproducción a escala 1:1.000.000 del estrecho de Davis. Al oeste atrapa la punta más extrema de la península de Cumberland. Hacia el noroeste, incluye la costa a lo largo de los bancos de Store Hellefisk.

Sobre la mesa, al lado de la carta náutica, está la carta de las heladas de la Central Meteorológica.

– El hielo mayor -le digo- ha estado este año, desde el mes de noviembre, a cien millas de la costa y nunca por encima de Nuuk. El hielo que la corriente de Groenlandia Occidental ha arrastrado más arriba se ha adentrado en el mar y se ha derretido porque en el estrecho de Davis se han sucedido tres inviernos suaves y, por tanto, está relativamente más caliente de lo habitual. La corriente, ahora sin hielo, continúa a lo largo de la costa. El golfo Disko tiene el mayor número de icebergs por unidad cuadrada del mundo. Durante los dos últimos años, el glaciar de Jakobshavn se ha movido cuarenta metros al día. Por lo que ahora los mayores icebergs están fuera de la Antártida.

Pongo un dedo sobre la carta de las heladas.

– Este año han sido empujados fuera del golfo ya en el mes de octubre, y llevados a lo largo de la costa por una ramificación de la turbulencia entre la corriente de Groenlandia Occidental y la corriente de Baffin. Incluso entre los escollos hay icebergs. Cuando partamos de aquí, Toerk nos pondrá rumbo hacia el noroeste hasta que estemos fuera de esta zona.

Su rostro es inexpresivo. Pero su concentración es la misma que pude observar sobre el fieltro verde de la ruleta.

– Desde el mes de diciembre, la corriente de Baffin ha arrastrado el hielo del oeste hasta la latitud 67. Éste se ha fundido con el hielo nuevo en algún lugar entre doscientas y cuatrocientas millas en el estrecho de Davis. Toerk nos quiere acercar a este límite. Posteriormente, el rumbo será hacia el norte.

– ¿Ha navegado antes por estas aguas, Jaspersen?

– Tengo miedo al agua. Pero sé bastante sobre el hielo.

Se inclina sobre la carta.

– No hay nadie que haya navegado más allá de Holsteinsborg en esta estación del año. Ni siquiera entre los escollos. La corriente convierte el hielo mayor y el del oeste en un banco macizo, en un suelo de hormigón. Tal vez podríamos navegar durante dos días con rumbo norte. ¿Qué es lo que pretende que hagamos en ese límite?

Me incorporo.

– No se puede jugar sin hacer ninguna apuesta, señor capitán.

Por un momento creo haberlo perdido para siempre. Entonces asiente con la cabeza.

– Es tal como usted dijo antes -me dice pesadamente-. Estamos esperando. Eso es lo que me han dicho. Estamos esperando a un cuarto pasajero.


El Kronos modifica el rumbo cinco horas antes. Fuera de la sala de oficiales, el sol está bajo y mortecino. Puedo decirlo con seguridad por su situación. Pero lo he notado con anterioridad.

En los comedores de los internados, la gente se apegaba a los asientos. En cualquier contexto inestable, los escasos puntos físicos de referencia suelen cobrar importancia. En el comedor del Kronos estamos también ahora sentados como si estuviéramos pegados a nuestros asientos. En la otra mesa, Jakkelsen está comiendo, introvertido y pálido, con la cabeza inclinada sobre el plato. Fernanda y María intentan evitar mirarme.

Maurice come de espaldas a mí. Sólo come con la ayuda de la mano derecha. La izquierda cuelga de un cabestrillo que desde el cuello baja por un vendaje grueso sobre el hombro. Lleva una camisa de trabajo en la que han cortado la manga izquierda para que quepa el vendaje.

Hay una sequedad en mi boca que se debe al miedo y que ya nunca desaparecerá mientras continúe a bordo.

Cuando salgo por la puerta, Jakkelsen me sigue inmediatamente.

– ¡Hemos modificado el rumbo! Nos dirigimos a Godthaab.

Decido limpiar la sala de oficiales. Si Verlaine fuera a por mí, se vería obligado a pasar por delante del puente. Si es cierto que nos dirigimos a Nuuk, tendrá que venir, no le quedará más remedio. No pueden dejar que desembarque en un puerto grande.

Permanezco durante cuatro horas en la sala de oficiales. Limpio los cristales, pulo los listones de latón y, finalmente, aplico aceite a los paneles de madera.

En un determinado momento, Kützow pasa por la sala. Al verme, se apresura a salir de allí.

Llega Sonne. Se queda de pie un rato, balanceándose. Me he puesto un vestido azul corto. Tal vez lo interprete como una invitación para que se quede. Pero, sin embargo, sería una lectura equivocada. Me lo he puesto para poder salir corriendo lo más rápido posible. Dado que no le animo a que se acerque, se vuelve a ir. Es demasiado joven para atreverse a tomar la iniciativa y no es lo suficientemente mayor como para ser insistente.

A las cuatro atracamos detrás del rascacielos rojo. Media hora después me reclaman desde el puente.

– En esta época del año -dice Lukas- no hay manera de llegar más al norte si no traes un rompehielos contigo. E incluso así, las posibilidades son escasas. La única posibilidad sería, en este caso, adentrarse todavía más en el mar. En caso contrario, acabaríamos atrapados en un golfo y, repentinamente, el hielo se cerraría detrás de nosotros y nos quedaríamos aislados.

Podría mentirle. Pero él representa uno de los escasos cabos que me quedan para agarrarme. Es un hombre que está cayendo en picado. Tal vez, en un futuro cercano podremos encontrarnos allá abajo.

– En la latitud 54 -digo- la profundidad del mar disminuye. Allí, un brazo de la corriente Oeste da un giro, alejándose de la costa. En ese punto se encuentra con la corriente Norte, que es relativamente más fría. Al oeste de los grandes bancos de pesca, una zona de tiempo inestable.

– El Mar de las Tinieblas. Nunca he estado allí.

– Un lugar en el que acaban reuniéndose los mayores témpanos de hielo de la Costa Este y del que no pueden escapar. Constituye un paralelo al Cementerio de los Icebergs, que se encuentra al norte de Upernarvik.

Con el ángulo de una regla señalo una zona oscura sobre la carta.

– Demasiado pequeño para estar demarcado nítidamente. A menudo, y puede que ahora, tiene la forma de un golfo alargado, como si se tratara de un fiordo en el banco de hielo. Peligroso pero, sin embargo, navegable. Sí es lo suficientemente importante. Incluso las pequeñas balandras de inspección danesas solían adentrarse en él a la caza de barcos pesqueros ingleses e irlandeses.

– Me pregunto por qué un barco de cabotaje de cuatro mil toneladas y una veintena de hombres navega en dirección al golfo de Baffin con el fin de adentrarse en una abertura peligrosísima en el hielo marítimo.

Cieno los ojos y reproduzco la imagen de un embrión ampliado, una pequeña figura que se dobla alrededor de su propio centro. Las fotografías que estaban colocadas encima de la carta náutica en la cubierta de botes.

– Porque hay una isla. La única isla alejada de la costa antes de Ellesmere Island.

Debajo de mi regla hay un punto tan pequeño que apenas existe.

– La isla de Gela Alta, descubierta por unos balleneros portugueses el siglo pasado.

– He oído hablar de ella -dice Lukas pensativo-. Una reserva de aves. Hace demasiado mal tiempo allí, incluso para los pájaros. Está prohibido atracar. Es imposible echar anclas. No existe ni una sola razón para ir hasta allí.

– Sin embargo, me juego lo que sea a que es allí a donde nos dirigimos.

– No estoy seguro -dice- de que usted esté en una posición que le permita hacer apuestas.


Mientras bajo el puente voy pensando que el mundo ha perdido a un buen hombre en Sigmund Lukas. Se trata de un fenómeno que a menudo he podido observar sin llegar nunca a entenderlo. Que dentro de una persona pueda existir otra distinta; un individuo entero, cabal y generoso que inspira confianza pero que, sin embargo, nunca llega a manifestarse más que en fugaces destellos, porque está rodeado por un criminal reincidente, corrupto e impertinente.

Fuera, en la cubierta, se ha hecho de noche. En algún lugar, en medio de la oscuridad, brilla la brasa de un cigarrillo.

Jakkelsen está apoyado en la regala.

– ¡Es increíble!

El complejo que hay a nuestros pies está iluminado por focos que se yerguen a ambos lados de los brazos del muelle. Incluso ahora, cuando aparece bañado en esta luz amarilla, pintado de verde hierba, con luces en los edificios lejanos, con pequeños coches eléctricos y señalización vial blanca, el Greenland Star no deja de ser otra cosa que unos cuantos miles de metros cuadrados de acero enclavados en medio del océano Atlántico.

Para mí, de forma manifiesta, todo resulta una equivocación. Para Jakkelsen es una fusión maravillosa del mar y la tecnología punta.

– Sí -le digo-, y lo mejor de todo es que se puede desmontar y retirar en sólo doce horas.

– Con este trasto le han ganado la partida al mar. Ahora da igual los metros que haya hasta el fondo y las condiciones climatológicas. Pueden instalar un puerto donde les plazca, donde sea. En medio del océano.

No soy ni pedagoga ni monitora de boy-scouts. No tengo ningún interés en corregirle.

– ¿Por qué tiene que poder desmontarse, Smila?

Tal vez sea mi nerviosismo lo que, a pesar de todo, me hace contestarle.

– Lo construyeron cuando empezaron a sacar petróleo del fondo del océano, cerca del norte de Groenlandia. Pasaron diez años desde que descubrieron petróleo y empezaron a extraerlo. Su problema era el hielo. Primero construyeron un prototipo de algo que debía haber sido la plataforma de perforación más grande y sólida del mundo, la Joint Venture Warrior, un resultado de la Glasnost y de la Autonomía, una cooperación entre Estados Unidos, la Unión Soviética y A.P. Moeller. Tú has pasado cerca de varias plataformas de perforación. Sabes lo enormes que son. Las puedes ver desde una distancia de cincuenta millas y crecen y crecen, como un universo que se extiende sobre unos pilares. Provistas de bares, restaurantes, puestos de trabajo, talleres, cine y teatro y puesto de bomberos; todo ello, montado a doce metros sobre la superficie del mar, de manera que incluso las olas más altas de una tempestad puedan pasar por debajo. Piensa en una de esas plataformas. La Venture Warrior tenía que haber sido cuatro veces más grande. El prototipo estaba elevado dieciocho metros sobre la superficie del mar. Tenía que haber sido el puesto de trabajo de mil cuatrocientos hombres. Levantaron el prototipo en el golfo de Baffin. Cuando ya lo habían levantado, llegó un iceberg. Ya estaba previsto. Pero, no obstante, este banco de hielo flotante era algo más grande de lo que suele ser habitualmente. Había nacido en algún lugar en los confines del mar Ártico. Tenía una altura de cien metros y la parte superior era plana, tal como sucede cuando son tan altos. Tenía cuatrocientos metros de hielo debajo de la superficie del mar y pesaba alrededor de veinte millones de toneladas. Cuando lo vieron aproximarse, se inquietaron un poco, pese a disponer de dos grandes rompehielos. Los amarraron al iceberg para, de esta manera, poder remolcarlo y así cambiar su rumbo. Había muy poca corriente y nada de viento. A pesar de ello, no parecía que pasara nada cuando pusieron los motores a toda máquina. Salvo que el iceberg seguía su marcha hacia delante, indiferente a las fuerzas que estaban tirando de él. Y lo que hizo fue pasearse por encima del prototipo y, tras su paso, no quedaba ni rastro del soberbio proyecto de la Joint Venture Warrior, aparte de unas cuantas manchas de aceite en el agua y algunos restos del naufragio. Desde entonces, han fabricado todos los equipamientos destinados al mar Ártico de tal manera que puedan ser desmontados en doce horas. Ésta es la antelación con la que el Servicio de Información sobre el Hielo les comunica la aparición de un iceberg. Perforan desde plataformas flotantes que puedan escapar. Este soberbio puerto no es más que una bandeja de chapa. El hielo se la llevaría consigo al pasar, como si nunca hubiera existido. Únicamente la montan en los inviernos suaves, cuando el hielo mayor no llega hasta aquí arriba ni bajan los bancos de hielo. No le han vencido al hielo, Jakkelsen. La lucha ni siquiera ha empezado.

Apaga su cigarrillo. Está de espaldas a mí. No sé si está decepcionado o simplemente le da igual.

– ¿Cómo es que sabes tanto, Smila?

Cuando todavía estaban sopesando la posibilidad de colocar la Venture Warrior sobre el hielo, estuve trabajando durante medio año en el laboratorio americano de agua fría en la isla de Pylot, estableciendo modelos para el cálculo de la elasticidad del hielo marino. Éramos un equipo entusiasta de cinco personas. Nos conocíamos desde las dos primeras conferencias del ICC. Cuando celebrábamos alguna fiesta y nos emborrachábamos solíamos hacer discursos en los que destacábamos que se trataba de la primera vez que se había reunido a cinco glaciólogos de origen esquimal. Solíamos decir entre nosotros que, en esos momentos, constituíamos el grupo más selecto del globo terráqueo por su experiencia y pericia.

La recogida de datos más importante la obtuvimos de los barreños de plástico que suelen utilizarse para lavar los platos. Vertíamos agua salada en ellos, los metíamos en un congelador de laboratorio y congelábamos el agua, consiguiendo un grosor estandarizado de hielo. Posteriormente, sacábamos estas placas fuera, las poníamos entre dos mesas, las lastrábamos con pesas y medíamos cuánto se combaban antes de quebrarse. Conectábamos un pequeño motor eléctrico para que hiciera vibrar las pesas, probando así que los temblores provenientes de las perforaciones no afectarían en nada a la estructura y elasticidad del hielo. Estábamos orgullosos y henchidos de entusiasmo científico. Hasta que no empezamos a elaborar el informe definitivo, en el que recomendábamos a A.P. Moeller, a Shell y a Gospetrol que pusieran en marcha la explotación de los yacimientos de petróleo groenlandeses, no nos dimos cuenta de lo que estábamos haciendo. Entonces ya era demasiado tarde. Una empresa soviética había diseñado la Venture Warrior y le concedieron el proyecto. Nos despidieron a los cinco. Cinco meses más tarde, el prototipo era pulverizado por el iceberg. Desde entonces, no han vuelto a intentar construir nada que fuera más fijo o estable que las plataformas flotantes.

Podría contarle todo esto a Jakkelsen. Pero, sin embargo, no lo hago.

– Esta noche lo arreglaré todo para nosotros -dice Jakkelsen.

– ¡Qué bien!

– No me crees, Smila. Pero espera y verás. Todo está claro para mí. A mí nunca me ha podido engañar nadie. Porque, como ya sabes, conozco el barco de cabo a rabo. Lo tengo todo controlado.

Cuando sale a la luz del puente veo que no lleva ropa de abrigo. Ha estado conversando a 10 °C bajo cero como si estuviéramos dentro.

– Esta noche sólo debes preocuparte de dormir y tener dulces sueños, Smila. Mañana todo será distinto.


– La cocina de la cárcel ofrecía posibilidades einzigartige [16] de cocer pan ácimo.

Urs está inclinado sobre un molde rectangular envuelto en un paño de cocina blanco.

-Die vielen Faktoren. [17] La misma base, la mezcla y, finalmente, la masa. ¿Durante cuánto tiempo debe reposar y a qué temperatura? ¿Weliche Mehlsorten? [18] ¿La temperatura de cocción?

Desenvuelve el pan. Tiene una corteza brillante, casi vidriosa y de un color castaño oscuro, rota acá y allá por granos enteros de trigo. Un aroma de granos, de harina y de una frescura ácida. Bajo otras circunstancias, podría incluso alegrarme de ellos. Pero hay otra cosa que atrapa mi interés. Un factor temporal. Cualquier acontecimiento en un barco es anunciado en la cocina primero.

– Estás haciendo pan ahora, Urs. Eso es ungewöhnlich. [19]

– El problema reside en el equilibrio. Entre la Säuerlichkeit [20] y la capacidad de fermentación.

Después de haber perdido el contacto, después de que él me encontrara en el montacargas de servicio, he estado pensando que tiene algo de pastoso. Algo que es sensible, incorrupto, sencillo y, sin embargo, refinado. Y, al mismo tiempo, demasiado blando.

– ¿Acaso hay un servicio extra?

Intenta hacer como si no me hubiera oído.

– Irás directamente a la cárcel -le digo-. Directamente ins Gefängnis. Aquí en Groenlandia. No habrá ningún servicio de cocina. Keine Strafermässigung. Aquí no se preocupan mucho de la comida. Cuando nos volvamos a ver, dentro de tres o cuatro años, veremos si has conservado tu buen humor. A pesar de que, sin duda, habrás perdido treinta kilos.

Se desinfla como un soufflé pinchado. No tiene ni la más mínima posibilidad de saber que no hay cárceles en Groenlandia.

-Um Elf Uhr für eine Person. [21]

– Urs -le digo-, ¿por qué te metieron en prisión?

Me mira aterrado.

– Sólo es una llamada -le digo-. A la Interpol.

No me contesta.

– Llamé antes de que zarpáramos -le digo-. Cuando vi la lista con los nombres de los miembros de la tripulación. Fue heroína.

Una ristra de perlas de sudor aparece en la zona estrecha entre la barba y el labio superior.

– No era de Marruecos. ¿De dónde era?

– ¿Por qué tienes que atormentarme de esta manera? -dice.

– ¿De dónde?

– El aeropuerto de Genf. El lago está muy cerca. Estaba en el ejército. Sacábamos las cajas junto con las vituallas, por el río. A las once. Para una persona.

Cuando me contesta, empiezo a entender, por primera vez en mi vida, un poco del arte de los interrogatorios. No es tan sólo por el miedo por lo que me contesta. Se debe también a las ansias de contárselo a alguien, a la carga de una conciencia atormentada, a la soledad del mar.

– ¿Cajas con antigüedades?

Hace un gesto afirmativo con la cabeza.

– De Oriente. En avión desde Kioto.

– ¿Quién las traía? ¿Quién era el expedidor?

– Pero, ¡tienes que saberlo!

No digo nada. Conozco la respuesta antes de que llegue.

– Der Verlaine natürlich…

Es así como han tripulado el Kronos. Con gente tan expuesta que no han tenido más remedio que aceptar, que no han podido elegir. Sólo ahora, después de tanto tiempo, veo la tripulación del barco tal como es en verdad. Como un microcosmos, una reproducción de la red que Toerk y Claussen crearon anteriormente. De la misma manera que Loyen y Ving han utilizado la Sociedad Criolita, ellos han utilizado una organización que ya existía. Fernanda y María de Tailandia; Maurice y Urs de Europa; partes de la misma organización.

-Ich hatte heme Wahl. Ich war zahlungsunfähig. [22]

Su temor ha dejado de parecerme exagerado.

Ya estoy saliendo cuando viene detrás de mí.

– Fräulein Smila. A veces pienso que tal vez todo es mentira… Que tal vez usted no represente a la policía.

Incluso cuando estoy a medio metro de él, percibo el calor del pan. Debe de haber salido del horno hace un instante.

– Y en tal caso wäre es kein besonderes Risiko, [23] si, algún día, le sirvo, digamos, una ración de trifli y pequeños trozos de alambre de púas.

Sostiene el pan en la mano. Debe de estar a más de doscientos grados. Tal vez no sea tan blando como yo creía. Tal vez podría, si se le sometiera a temperaturas demasiado altas, llegar a desarrollar una corteza tan dura como el vidrio.


Un derrumbamiento no tiene por qué llegar como una rotura. Puede perfectamente llegar de manera que, poco a poco, vayas hundiéndote en el abandono y la renuncia.

A mí me llega de esta manera. De vuelta de la cocina me decido a huir del Kronos.

Ya en mi camarote, me pongo ropa interior de lana nueva. Por encima, me visto con mi ropa de trabajo azul, zapatillas deportivas azules, jersey azul y un fino plumífero azul oscuro. En medio de la oscuridad parecerá casi negro. Es lo menos llamativo que de momento se me ocurre. No hago ninguna maleta. Envuelvo mi dinero, mi cepillo de dientes, una muda de ropa interior fina y un pequeño frasco de aceite de almendras en una bolsa de plástico. No creo que consiga escapar con más equipaje.

Me digo a mí misma que es la soledad la que me ha atrapado. Me he criado en una comunidad. Si he deseado y buscado cortas etapas de soledad e introversión, ha sido para poder adentrarme en la colectividad con mayor fuerza.

Pero no la he podido encontrar. Es como si se hubiera perdido para mí, en algún lugar alrededor de aquel otoño en que Moritz me sacó en avión de Groenlandia por primera vez. Todavía sigo buscándola, no me he rendido. Pero es como si nunca acabara de llegar.

Ahora, este barco se ha convertido en una caricatura de mi existencia en el mundo moderno.

No soy una heroína. He sentido algo por un niño. Podía haber puesto mi terquedad a disposición de quien la necesitara, si hubiera habido alguien que quisiera llegar a comprender su muerte. Pero no hay nadie. Nadie más que yo.

Subo a la cubierta. En cada esquina espero encontrarme con Verlaine.

No me encuentro con nadie. La cubierta da la sensación de estar abandonada. Me coloco cerca de la borda. Greenland Star parece ahora distinta de cuando estaba aquí hace unas horas. Entonces, todavía estaba paralizada por los días que precedieron a este momento. Ahora se ha convertido en el camino que me alejará del Kronos, en mi posibilidad de huida.

Los muelles, dos de ellos con una longitud de un kilómetro, están extrañamente silenciosos ante el oleaje tendido que llega rodando desde la oscuridad de allá fuera. Cerca de los edificios vislumbro los pequeños coches eléctricos y las grúas móviles iluminados.

La escala real del Kronos está tendida. Sobre los muelles, unos enormes carteles advierten que access to pier strictly forbidden.

Desde el punto al que desciende la escala, deberé superar unos seiscientos o setecientos metros de muelle de pontones inundados de luz eléctrica. Bien es verdad que no hay ningún guardia. En las torres de control, desde donde dirigen la extracción de petróleo, las luces están apagadas. Pero es probable que vigilen la zona. Es probable que me descubran y me recojan.

Eso es exactamente lo que pretendo. Seguramente están obligados a devolverme. Pero, antes, me llevarán a un lugar donde me esperará un oficial, un escritorio y una silla. Allí les contaré algo sobre el Kronos. Nada que se acerque a la verdad que yo conozco. No me creerían. Mejor algo más insignificante. Algo sobre la droga de Jakkelsen y la amenaza que pende sobre mí por parte del resto de la tripulación y que, por tanto, me impulsa a abandonar el barco.

Se verían obligados a escucharme. La deserción, como fenómeno técnico y jurídico, ya no existe. Un marinero o una camarera puede desembarcar en el momento en que lo desee.

Bajo a la segunda cubierta. Desde aquí puede verse la escala real. Allí donde llega a la cubierta hay una especie de hueco. Fue allí donde Jakkelsen, en su día, me estuvo esperando.

Ahora es otro el que me espera. Encima de la caja de acero, Hansen ha posado sus zapatillas deportivas.

Podría bajar la escala real antes de que él tuviera tiempo de incorporarse y abandonar su silla. Sería la ganadora segura de una carrera de velocidad de ciento cincuenta metros sobre el muelle. Pero entonces me deshincharía, me detendría y me desplomaría en el suelo.

Me retiro a la cubierta. Estoy sopesando mis posibilidades. He llegado a la conclusión de que no me queda ninguna cuando súbitamente se va la luz.

Acababa de cenar los ojos, intentando buscar una explicación a los sonidos.

El oleaje que se percibe a lo largo del muelle, el sonido hueco, cuando el agua bate contra las defensas. Los gritos de las grandes gaviotas en la oscuridad, los aullidos bajos del viento contra las torres de control. Los gemidos de las articulaciones de los pontones acoplados que entrechocan entre sí. Un lejano y débil chirrido de enormes turbogeneradores. Y todavía más desalentador que todos estos sonidos juntos: la sensación de que todo ruido es absorbido por el vacío que planea sobre el negro océano Atlántico. Que toda la construcción y los barcos amarrados constituyen un desacierto vulnerable que dentro de un instante será hecho pedazos.

Estos sonidos no me aportan consuelo ni consejos. En un lugar como éste, únicamente es posible abandonar un barco por la escala real, no existen otras vías. Me mantienen retenida en el Kronos.

Entonces es cuando se va la luz. Cuando abro los ojos, en un primer momento, me siento como deslumbrada por la negritud. Entonces surge, con un intervalo de tal vez cien metros, una incandescencia roja sobre el mismo muelle. La iluminación de emergencia.

Las luces están apagadas en el muelle en el que está atracado el Kronos y en el barco mismo. La noche es tan oscura que incluso las formas más cercanas a mi alrededor desaparecen. La parte más distante de la plataforma yace como una isla amarillenta en la noche.

Puedo ver el muelle. También puedo ver una silueta sobre el muelle, alejándose del Kronos. La mezcla de miedo, esperanza y vieja costumbre hace que evite que me dé con la cabeza contra el mástil o contra un cabrestante. Antes de bajar los últimos peldaños de la escalera, me tomo un pequeño respiro. No se ve a nadie. Pero aunque estuviera aquí, no podría verle. Entonces echo a correr.

Fuera del barco y escala abajo. No veo a nadie y nadie da la alarma. Tuerzo a un lado y arranco a correr por el muelle. Siento como si los pontones estuvieran vivos bajo mis pies, como si no fueran seguros. Aquí abajo, la iluminación de emergencia parece inquietantemente intensa. Me mantengo en el lado opuesto al de las lámparas aumentando la velocidad cada vez que llego a un campo de luz y andando, con el fin de recuperar el aliento, cuando de nuevo vuelvo a adentrarme en la oscuridad. Sólo han transcurrido seis días desde que vi a Lander desaparecer en la niebla, de vuelta a Skovshoved. En todos los sentidos, sigo estando en alta mar. Sin embargo, siento algo que debe de ser muy similar a la alegría que siente el marino experimentado al volver a poner los pies en tierra firme.

Ante mis ojos, una silueta se hace visible. El movimiento es un paso dado a empellones, inconstante y volátil, de un lado al otro, como el de un borracho.

Ha empezado a llover. El muelle tiene una señalización vial parecida a la de una avenida. A sus lados se yerguen los costados de los barcos como rascacielos desprovistos de ventanas. Cuarenta y cinco metros en el aire. A lo lejos, reluce el aluminio de los barracones. Todo vibra suavemente por el movimiento de las enormes e invisibles máquinas. La Greenland Star es una ciudad desierta y fantasmal al borde del vacío del espacio celeste.

La única vida que hay sobre la plataforma es la figura saltarina delante de mí. Es Jakkelsen. La silueta recortada contra la luz de una lámpara es, indiscutiblemente, la de Jakkelsen. Delante de él hay otra, muy por delante, alguien que se dirige a algún sitio. Por ello es por lo que Jakkelsen va dando tumbos. De la misma manera que yo, Jakkelsen intenta evitar la luz. Intenta hacerse invisible para el que está siguiendo.

Aparentemente, no hay nadie a nuestras espaldas, de manera que me detengo, retrasándome un poco. Para evitar llegar hasta donde están los otros dos y sin dejar de adelantar.

Doblo la última torre. Ante mí se extiende una explanada abierta. Una plaza en medio del mar. En la penumbra, la única luz proviene de unos cuantos tubos luminosos en lo alto.

En medio de la explanada, en el centro de una serie de círculos blancos y concéntricos, está suspendida la silueta de un enorme animal muerto. Un helicóptero Sikorsky con cuatro palas de rotor ligeramente arqueadas y un poco colgantes. Cerca de un barracón, alguien ha abandonado un pequeño carro de bombeo para la extinción de fuego con espuma y un autobús eléctrico. Jakkelsen ha desaparecido. Es el lugar más desierto que he visto en mi vida.

Cuando era niña solía soñar de vez en cuando que toda la gente había muerto y me habían abandonado a la libertad de elección eufórica en un mundo desierto de adultos. Siempre lo había considerado como un sueño ideal. Ahora, cuando estoy de pie en medio de la plaza, me doy cuenta de que en realidad siempre ha sido una pesadilla.

Me adelanto, dando unos pasos hacia el helicóptero, lo dejo atrás y me adentro en la débil luz teñida de verde oscuro por el recubrimiento antideslizante de los pontones. Está todo tan vacío a mi alrededor que ni siquiera puedo temer ser descubierta.

Donde la plataforma se une con el mar, se levantan tres barracones y un cobertizo. En la sombra, un poco apartado de la luz, está sentado Jakkelsen. Por un momento me siento intranquila. Hace pocos minutos se movía con pasos rápidos, casi simiescos, ahora se ha desplomado. Pero cuando paso mi mano sobre su frente, noto su calor tras la carrera y también su sudor. Cuando quiero zarandearlo para reanimarlo, noto un tintineo de metales entrechocando. Meto la mano en el bolsillo de su chaqueta. Saco su jeringuilla. Recuerdo la expresión de su rostro cuando me aseguró que él se encargaría de todo. Intento ponerlo en pie. Pero está demasiado laxo. Lo que ahora mismo necesita son dos camilleros fuertes y una cama de hospital sobre ruedas. Me quito la chaqueta y lo cubro con ella. Se la subo por encima de su frente para que no le caiga la lluvia en la cara. Devuelvo la jeringuilla a su bolsillo. Hay que ser más joven o, al menos, más idealista que yo para intentar embellecer a un hombre que ha tomado la firme determinación de quitarse la vida.

Cuando me incorporo, una sombra se desliza fuera del cobertizo y adquiere vida propia. No se dirige hacia mí, sino que está cruzando la plaza.

Es un hombre. Con una pequeña maleta y un abrigo que revolotea en su estela. Pero no es que la maleta sea pequeña, es que la persona es grande. A esta distancia, apenas puedo ver nada. Pero tampoco hace falta. No se necesita mucho para despertar los recuerdos. Es el mecánico.

Tal vez lo he sabido todo el tiempo. He sabido que él sería el cuarto pasajero.

Cuando lo reconozco, entiendo que tendré que volver al Kronos.

No porque, de pronto, me sea indiferente si vivo o muero. Es, más bien, porque el problema me ha sido arrebatado, me lo han quitado de las manos. Ya no tiene que ver con Isaías únicamente. Ni conmigo misma. Ni con el mecánico. Se trata de algo más. Tal vez sea el amor.


Mientras regreso andando por el muelle, vuelve la luz. No hay razón para que intente esconderme.

Hay personal de servicio en la torre que se alza delante del Kronos. La silueta detrás del cristal parece un insecto. De cerca, puede apreciarse que se debe a su casco de protección del que salen dos antenas cortas. Han conducido dos mangueras a bordo del Kronos, están repostando combustible.

Al final de la escala real está sentado Hansen. Cuando me ve, se estremece. Ha estado sentado allí por mí. Pero esperaba que llegase desde el otro lado. No está programado para esta situación. Su conmutador es lento, no es ningún improvisador. Empieza cortándome el paso. Intenta evaluar el riesgo que conllevaría una maniobra ofensiva. Busco mi destornillador y, por equivocación, meto la mano en mi bolsa de plástico. A sus espaldas, aparece Lukas bajando por las escaleras. Le tiendo mi puño cerrado a Hansen.

– De parte de Verlaine -le digo.

Su mano se cierra alrededor de lo que le he dado, con una obediencia espontánea provocada al pronunciar el nombre del contramaestre. Para entonces Lukas está detrás de él. Domina la situación de un solo vistazo. Sus ojos se entornan.

– Está mojada, Jaspersen.

Me cierra el paso por las escaleras.

– He ido a hacer un recado -digo-. Para Hansen.

Hansen intenta encontrar una palabra que exprese su protesta. Abre la mano para, si es posible, encontrar una respuesta en ella. Sobre la enorme palma de su mano derecha hay una bola. Se abre mientras estamos mirando. Son unas braguitas, pequeñas, con blondas y blancas como la nieve.

– No tenían tallas más grandes -le digo-. Pero no se preocupe, Hansen, ya verá cómo consigue ponérselas. Parecen muy elásticas.

Paso por el lado de Lukas. No intenta detenerme. Hansen pone toda su atención. Su rostro está lleno de asombro. Lo está pasando mal, el pobre Lukas. Todo son preguntas sin contestar a su alrededor.

Mientras subo las escaleras, me da tiempo a escuchar también la capitulación suya ante este nuevo enigma.

– Primero el equipaje -dice-. Luego el cabrestante de popa. Zarpamos dentro de un cuarto de hora.

Su voz es ronca, denota sorpresa, irritación y tormento.


Me quito la ropa mojada y me siento sobre el catre. Estoy pensando en Jakkelsen.

A través del casco se percibe que las bombas de combustible se detienen. Que las mangueras son arrolladas. Que preparan la cubierta para zarpar.

En algún lugar en medio de la oscuridad, a aproximadamente un kilómetro de aquí, está sentado Jakkelsen. Soy la única que sabe que ha logrado escapar del barco. La cuestión es si debo o no dar parte de su ausencia. Cierran el portalón. Sobre la cubierta, se ocupan los puestos de amarres.

Permanezco sentada. Porque, tal vez, Jakkelsen haya dado con algo. Había algo en su voz sobre la cubierta, algo en su confianza en sí mismo y en su convencimiento que no deja de darme vueltas en la cabeza. Si es cierto que ha descubierto algo, tiene que haber una razón para que desembarcara. Debe de haber creído que lo que había que hacer tenía que hacerse desde tierra. Por tanto, tal vez pueda ayudarme todavía. Aunque no soy capaz de vislumbrar cómo o por qué iba a hacerlo. O con qué medios.

No se oye ninguna sirena. El Kronos abandona la Greenland Star de una manera tan anónima como cuando llegó. Ni siquiera he notado la subida de revoluciones de la máquina. En realidad ha sido un cambio en los movimientos del casco lo que me han indicado que navegamos.

Nuestra velocidad de crucero es de dieciocho nudos. Entre cuatrocientas y quinientas millas por día. Lo cual significa que tardaremos alrededor de unas doce horas en llegar a nuestro destino. Si no me he equivocado. Si es cierto que nos dirigimos al glaciar de Barren, en Gela Alta.

Alguien arrastra una cosa pesada por el pasillo. Cuando la escotilla del castillo de popa se cierra, yo le sigo. A través de la ventanilla de la escotilla puedo ver a Verlaine y a Hansen transportar a popa el equipaje del mecánico. Cajas negras, del tipo que suelen utilizar los músicos para sus instrumentos, cargadas sobre una carretilla de mano. Debe de haber marcado sobrepeso en el avión. Ha sido caro. Me pregunto quién lo ha pagado.

2

Si en un país como Dinamarca has cumplido los treinta y siete y disfrutas de períodos regulares en los cuales estás limpia de medicamentos y no te has suicidado y no has perdido totalmente los tiernos ideales de tu infancia, entonces habrás aprendido a manejar someramente las adversidades de la vida.

En Tule, en los años setenta, medíamos las gotas de agua superrefrigeradas con un equipo que elevábamos en el aire mediante globos sonda. Las gotas viven, por un corto espacio de tiempo, en las nubes altas. Alrededor de ellas hace frío, pero todo está en silencio. En una bolsa de inmovilidad, su temperatura desciende hasta 40 °C bajo cero. Tendrían que convertirse en hielo y, sin embargo, no quieren. Se mantienen totalmente móviles, equilibradas y líquidas.

Es así como intento afrontar las adversidades.

El Kronos todavía no se ha calmado. En él reina una sensación de vida y movimiento invisibles. Pero ya no puedo postergarlo por más tiempo.

Hubiera podido atravesar la sala de máquinas y pasar por encima del entrepuente si no estuviera tan ligado a demasiados recuerdos claustrofóbicos. Al menos quiero poder verlos cuando se acerquen.

El castillo de popa está inundado de luz. Respiro hondo y cruzo el escenario. Por el rabillo del ojo veo pasar los tambores de los cabrestantes y la barandilla que rodea el pie del palo. Entonces llego a la superestructura de popa y abro la puerta con la llave. Una vez dentro, me quedo de pie mirando la cubierta a través del cristal.

Éstos son los dominios de Verlaine. Incluso ahora, cuando no se ve ni un alma, su presencia se deja notar.

Cierro la puerta con llave tras de mí. Mis armas han sido en todo momento los detalles que nadie conoce. Mi identidad, mis propósitos, la llave maestra de Jakkelsen. No pueden, de ninguna manera, saber que la tengo. Deben de estar convencidos de que fue un accidente, a causa de su propia dejadez, que entrara la última vez por el castillo de proa. Han temido que estuviera sobre la pista de algo. Pero de la llave no pueden saber nada.

En la primera nave dejo que el cono de luz se deslice por encima de unas letras con óxido de plomo, cola protectora, estopa, esmalte para barcos, disolvente especial, cajas con mascarillas de fieltro, alquitrán de epoxi, pinceles y rodillos, todo empaquetado y bien amarrado. La meticulosidad de Verlaine.

La siguiente escotilla es la entrada trasera de un baño. La de delante es de unas duchas dobles. La siguiente, la del taller de metales. Donde Hansen pule sus cuchillos con cal de Viena.

El último pañol es el taller eléctrico. En el laberinto de armarios, estanterías y cajas podría esconderse un pequeño elefante y tardaría una hora en encontrarlo. No dispongo de una hora. Por tanto, cierro la puerta y tomo las escaleras que descienden.

Ahora la escotilla del entrepuente está cerrada con llave. Y también trabada. Alguien ha querido asegurarse de que nadie entrara por allí. Sólo utilizo mi linterna en destellos fugaces. Sin duda, se trata de una medida de precaución superflua. Me encuentro en una oscuridad sin ventanas. Pero mis nervios no pueden soportar más.

Me quedo quieta, escuchando. Tengo que esforzarme para no abandonarme al pánico. Nunca me ha gustado demasiado la oscuridad. Nunca he entendido la costumbre danesa de vagar dando tumbos en la noche. Pasear noctámbula en la negra oscuridad. Expediciones al bosque con tal de encontrar algún ruiseñor. Tener que mirar las estrellas a toda costa. Carreras de orientación nocturnas.

Hay que sentir respeto por la oscuridad. La noche es el momento en que el universo se convierte en un hervidero de maldad y de peligro. Se le puede llamar superstición. Se le puede llamar miedo a la oscuridad. Pero pretender que la noche sea como el día, sólo que sin luz, es una estupidez. La noche está para juntarse en casa o en cualquier sitio recogido con paredes alrededor. A no ser que casualmente se esté sola y obligada a hacer otra cosa.

En la oscuridad, los sonidos son más palpables que los objetos. El sonido del agua alrededor de la hélice, en algún lugar debajo de mis pies. El silbido apagado de la estela. El ruido de la máquina. La ventilación. El recorrido del árbol de la hélice en sus cojinetes. Un pequeño compresor eléctrico, casi imposible de determinar su localización. Como cuando estás en un piso intentando determinar en qué otro piso hace ruido la nevera.

También aquí hay una nevera. No la localizo por el sonido. La encuentro porque la oscuridad me permite ver el plano que dibujé nítidamente. Mido el pasillo con mis pasos. Pero ya conozco de antemano el resultado. Sencillamente es mi nerviosismo lo que ha hecho que no me haya fijado antes. El pasillo tiene dos metros menos de longitud de los que debería tener. En algún lugar en el mamparo del fondo debe estar, según las indicaciones de Jakkelsen, el sistema hidráulico del timón. Sin embargo, esto explica lo de los dos metros.

Dirijo el cono de luz de la linterna contra el mamparo. Está recubierto con el mismo tipo de contrachapado que los demás mamparos. Por eso no me he fijado antes. No obstante, lo han recubierto hace relativamente poco. Desde algún lugar de detrás del contrachapado llega el zumbido sofocado semejante al de una nevera. Está fijado con clavos. No es un escondite concienzudo. Simplemente ha sido claveteado a toda prisa. Pero no soy capaz de sacarlo sola. Aunque dispusiera de las herramientas adecuadas.

Abro la escotilla más próxima.

Las cajas negras han sido apiladas contra la pared. «Grimlot Music Instruments Flight Cases», pone. Abro la primera. Es cuadrada y podría contener un altavoz atiplado de agudos de tamaño mediano.

El certificado de garantía que hay debajo de las dos botellas azules y relucientes de acero esmaltado dice «Self-contained Underwater Breathing Apparatus». Están recubiertas con una red de goma para proteger la pintura contra los golpes.

Abro otra caja más pequeña. Contiene lo que parecen válvulas para enroscar en las embocaduras de las botellas. Brillantes y relucientes. Hundidas en gomaespuma según la forma de las piezas. Una escafandra autónoma. Pero de un tipo que nunca había visto antes. Que se monta sobre las botellas en vez de directamente en la boquilla.

En la siguiente hay manómetros y brújulas de muñeca. En una enorme maleta con asa hay máscaras, tres pares de aletas, puñales de acero inoxidable en vainas de goma y dos chalecos hinchables donde montar las botellas.

En un saco hay dos trajes aislantes de goma negros con capucha y cremalleras en las muñecas y los tobillos. Trajes de neopreno. Con un grosor de, al menos, quince milímetros. Debajo de éstos hay dos trajes Poseidón. Más abajo, guantes, calcetines, dos trajes térmicos, cuerdas de aseguramiento y seis linternas diferentes, dos de ellas montadas en un casco.

Hay una caja que podría contener un bajo eléctrico pero que es algo más larga y más profunda. Está apoyada en el mamparo. En ella está Jakkelsen.

No ha sido lo suficientemente grande como para que cupiera, por lo que han presionado su cabeza contra el hombro derecho y han estirado de sus piernas, haciendo que las pantorrillas se tocaran con la parte trasera de los muslos, de manera que ahora parece que esté arrodillado. Sus ojos están abiertos. Todavía lleva mi chaqueta sobre los hombros.

Le palpo la cara. Aún está húmedo y caliente. La temperatura del cuerpo de un animal mayor desciende un par de grados a la hora de haber sido abatido si está al aire libre y es verano. Es de suponer que las cifras sean similares para el hombre. Jakkelsen se acerca a la temperatura normal en el interior de una casa.

Introduzco la mano en su bolsillo delantero. La jeringuilla ha desaparecido. Pero hay otra cosa. Debía haber pensado en ello antes. El metal no hace ruido por sí mismo. Hace ruido al chocar con otro metal. Con mucho cuidado agarro, con los dedos metidos en su bolsillo, un pequeño triángulo. Sale de su pecho.

El rigor mortis se extiende desde los músculos masticadores hacia abajo. Sigue el mismo camino que las tensiones neuróticas. Está tieso hasta el ombligo. No le puedo dar la vuelta pero meto la mano por su espalda, por dentro de la chaqueta. Debajo de los omóplatos sobresale un trozo de metal, sólo un par de centímetros, plano y no mucho más grueso que una lima de uñas. O que la hoja de una sierra.

La hoja ha sido introducida entre dos costillas y desde allí, ha sido llevada hacia arriba. Me imagino que ha atravesado el corazón. Posteriormente, han quitado el mango pero la hoja se ha quedado dentro. Para evitar la hemorragia.

En cualquier otra persona, la hoja no hubiera salido por delante. Pero, claro, Jakkelsen, era esbelto y delgado como un modelo.

Debe de haber ocurrido justo antes de que yo llegara hasta él. Probablemente, mientras estaba cruzando la plaza.


En Groenlandia no tenía caries, ahora tengo doce empastes. Cada año tengo uno nuevo. No quiero que me anestesien. He desarrollado una estrategia para enfrentarme al dolor. Respiro con el abdomen y, antes de que la fresa atraviese el esmalte dental y se introduzca en el diente, me concentro para aceptar lo que me están haciendo. De esta manera, me convierto en un espectador comprometido del dolor, aunque no absorto por él.

Estuve presente en el Senado, el Landsring, cuando el partido Siumut presentó la propuesta de que la retirada programada de las fuerzas armadas americanas y danesas de Groenlandia se pusiera en marcha creando un ejército groenlandés. No lo llamaron así, por descontado. Una defensa costera descentralizada, dijeron, compuesta, en una primera fase, por aquellos groenlandeses que hubieran realizado el servicio militar como soldados voluntarios de segunda en la Marina, en los últimos tres años. Y dirigidos por oficiales del grado A que deberían ser formados en Dinamarca.

Recuerdo que pensé que no podía ser cierto, que no lo harían.

Su propuesta fue rechazada. «Encontramos que el resultado es sorprendente», dijo Julius Hoeg, el portavoz de asuntos exteriores de Siumut, «si consideramos que la Comisión de Seguridad de este Senado ha recomendado la creación de un servicio guardacostas y ha designado un grupo de trabajo compuesto por representantes de la Marina de Guerra danesa, la policía groenlandesa, la Patrulla Sirius, el Servicio de Información del Hielo y demás expertos.»

Demás expertos. La información importante siempre viene al final. Como de pasada. En un anexo. En el margen.

El personal de seguridad en la Greenland Star era groenlandés. No lo recuerdo hasta este momento, cuando ya los hemos dejado atrás. Aquello que se ha convertido en algo habitual, lo dejamos de ver. Se ha convertido en algo habitual ver a groenlandeses armados en uniforme. Habitual para nosotros hacer la guerra.

También para mí. Todo lo que, por lo demás, me resta es mi distanciamiento.

Es a mí a quien le ocurre, el dolor es mío, me pertenece, pero, sin embargo, no me absorbe por completo. Una parte de mí es espectadora.

Me meto en el montacargas de la cocina. No se ha vuelto más fácil desde ayer. Al fin y al cabo, una se hace mayor.


Ahora puedo alegrarme de que no haya ningún dispositivo de seguridad. Este sistema peligrosísimo me permite que yo misma apriete el botón de ascenso.

El vuelco en el estómago, por el miedo que siento cuando subo por el hueco del ascensor, es el mismo. El silencio al llegar al final del trayecto. La cocina vacía.

A través de la claraboya brilla la luna. De camino hacia la puerta tengo una visión de mí misma tal como deben verme desde fuera. Vestida de negro pero tan pálida como un clown.

En el pasillo me encuentro con los mismos ruidos. La máquina, los retretes, la respiración de una mujer. Es como si el tiempo se hubiera detenido.

La luz de la luna que inunda el salón es azul y sensiblemente fría, como un líquido contra la piel. El movimiento del barco entre las olas hace que las siluetas de los bordes de los portillos se expandan como sombras vivas sobre la pared.

Primero voy a por los libros.

El Práctico Groenlandés, el libro de los mapas de Groenlandia del Instituto Geodésico, Las cartas náuticas del estrecho de Davis del Almirantazgo, reducidas hasta un cuarto de tamaño y recopiladas en un solo tomo. El libro Dynamics of Snow and Ice Masses, de Colbeck, sobre los movimientos del hielo. Meteorites, de Buchwald, en tres tomos. Varios números de las revistas El Mundo de la Naturaleza y Varv. Review of Medical Microbiology, de Jawetz y Melnick. Parasitology. A Handbook, de Rintek Madsen. Dion R. Bell: Lecture Notes on Tropical Medicine.

Deposito los dos últimos sobre la cubierta, pasando las hojas con la mano derecha mientras que, con la izquierda, sujeto la linterna. Bajo la voz Dracunculus han sido subrayados tantos párrafos con un rotulador de contraste amarillo que parece como si el papel hubiera cambiado de color. Los devuelvo a su sitio.

De vuelta en el pasillo, me detengo a escuchar en cada una de las puertas. De todos modos, no deja de ser una casualidad que dé con la de Toerk a la primera. La abro tres milímetros. A través del ojo de buey, la luz de la luna cae sobre el catre. Hace frío en el camarote. A pesar de ello, se ha quitado parte del edredón de encima. Su torso parece de mármol azulado. Duerme un sueño pesado. Me introduzco en el camarote y cierro la puerta detrás de mí. Son las posibilidades de elección las que nos complican la vida. Aquel que es forzado hacia delante disfruta de una vida sencilla.

Todo se da por sí solo. Ha estado sentado al escritorio trabajando. Los utensilios de escritura han sido retirados, como debe serlo todo aquello que pueda rodar a bordo de un barco. Pero los papeles siguen sobre la mesa del escritorio. Un montón, no tan grueso que no me permita poder llevármelos.

Me quedo un rato de pie contemplándolo. Me vuelvo a sorprender, como tantas veces antes desde mi infancia, de la indefensión casta de los hombres sumidos en el sueño. Podría inclinarme sobre él. Podría besarle. Podría notar los latidos de su corazón. Podría cortarle el cuello.

De pronto entiendo que mi vida se ha desarrollado de tal manera que con frecuencia he estado despierta mientras los demás dormían. He sido testigo de muchas noches tardías y muchas mañanas tempranas. No lo he querido así. Pero, no obstante, así ha sido.

Me llevo el montón de papeles al salón. No hay tiempo para sacarlos de allí.

Permanezco sentada unos instantes sin encender la luz. Le ha sobrevenido una especie de solemnidad a la estancia. Como si la luz de la luna lo hubiera encerrado todo en un cristal de color gris azulado.

Encontrar la llave de sí mismo y de su futuro es el sueño de todo hombre. Las clases de religión de la escuela dominical las impartía un catequista de la misión de los Hermanos moravos, un matemático belga, introvertido y bruto, que no sabía ni una sola palabra del dialecto de Tule. Las clases se impartían en una mezcla monstruosa de inglés, groenlandés occidental y danés. Le teníamos miedo pero, no obstante, también nos interesaba. Estábamos educados para respetar la profundidad que, a veces, subyace en la demencia. Domingo tras domingo le daba vueltas a dos cosas. A la exhortación del recientemente descubierto canon de Nag Hammadi, que recomienda aprender a conocerse a sí mismo, y a la idea de que nuestros días están contados, de que, por lo tanto, existe una aritmética divina en el universo. Todos teníamos entre cinco y nueve años. No entendíamos ni una sola palabra. Sin embargo, posteriormente recordé varias cosas de las que había dicho. Sobre todo, pensaba que me gustaría ver el cálculo cósmico de mi propia vida.

De vez en cuando siento que ha llegado el momento. Por ejemplo ahora. Como si el montón de papeles que tengo delante tuviera algo decisivo que decir sobre mi futuro.

Los antepasados de mi madre se hubieran asombrado de que la llave del universo de una de sus descendientes se encontrara en la escritura.

Arriba de todo hay una copia del informe de la Sociedad Criolita Danmark sobre la expedición de 1991 a Gela Alta. Las últimas seis páginas no son una copia. Son las fotos aéreas ligeramente movidas y técnicamente insuficientes del glaciar de Barren. Su aspecto hace honor a su reputación. Seco, frío, blanco, ajado, azotado por los vientos y abandonado, incluso por las aves.

Luego siguen una veintena de folios manuscritos con cifras y pequeños dibujos a lápiz que son absolutamente incomprensibles para mí.

Doce fotografías son copias de unas radiografías. Es posible que representen las personas que vi, hace un tiempo, sobre la pantalla en la consulta de Moritz. Es posible que representen cualquier otra cosa.

Hay más fotografías. También éstas es probable que hayan sido tomadas con rayos X. Pero el motivo no son cuerpos humanos. Sobre la imagen hay rayas regulares negras y grises, tan rectas que parecen haber sido trazadas con reglas.

Las últimas páginas están numeradas del uno al cincuenta y forman un conjunto. Es un informe.

El texto es corto y parece deficiente, los muchos dibujos con tinta china, abocetados, los cálculos han sido introducidos, en muchos casos, a mano donde a la máquina de escribir le han faltado símbolos.

Se trata de una exposición de las experiencias con el transporte de objetos de gran volumen por el hielo. Con dibujos ilustrativos de las rutinas de trabajo y cálculos cortos y concretos de las especificaciones mecánicas.

Han hecho un resumen sobre el uso de trineos pesados en las expediciones al Polo Norte. Una serie de dibujos muestra cómo se han remolcado algunos barcos sobre el hielo con el fin de evitar quedarse atrapados en él.

Varios párrafos tienen como titulo nombres cortos, como por ejemplo, «Ahnighito», «Dog», «Savik-1», «Agpalilik». Discurren sobre el transporte de los mayores fragmentos conocidos de meteoritos en Cape York. Las complicadas operaciones de rescate y navegación en la goleta Kite, el diario de navegación de Knud Rasmussen, el transporte legendario de Buchwald del Ahnighito, de treinta toneladas de peso en 1965.

Esta última sección incluye fotocopias de las fotografías que tomó Buchwald. Las he visto muchas veces antes, han acompañado cualquier artículo escrito sobre el tema durante los últimos veinte años. A pesar de ello, las veo ahora como si fuera por primera vez. Los deslizaderos hechos con traviesas. Los cabrestantes. El trineo, rudimentariamente soldado, hecho con raíles. Las fotocopias han hecho que el contraste sea muy exagerado y ha borrado los detalles. Sin embargo, todo está muy claro. Que el Kronos, en la bodega de popa, trae consigo un duplicado del equipamiento de Buchwald. La piedra que transportó hasta Dinamarca pesaba treinta toneladas y ochocientos ochenta kilos.

El último párrafo versa sobre los proyectos de cooperación daneses, americanos y soviéticos con vistas a construir una plataforma de perforación sobre el hielo. En la bibliografía se menciona el informe Pylot sobre la capacidad de carga del hielo. Mi nombre aparece en el listado de los autores.

Casi debajo de todo el montón hay seis fotografías en color. Han sido tomadas con flash en una especie de cueva de estalactitas. Cualquier estudiante de geología ha visto alguna vez fotos parecidas. Las minas de sal en Austria, las grutas azules en la isla de Cerdeña, las cuevas de lava en las islas Canarias.

Estas, sin embargo, son distintas. La luz del flash ha rebotado en la pared reflejándose en la lente en destellos brillantes. Como si se tratara de una fotografía de mil pequeñas explosiones. La han tomado en una cueva de hielo.

Todas las cuevas de hielo que he visto hasta ahora han tenido una vida bastante corta, antes de que la grieta en el glaciar se cerrara o se llenara de aguas de fusión de los ríos subterráneos. Ésta no es como ninguna de las que he visto con anterioridad. Por todos lados, desde el techo, crecen largas y centelleantes estalactitas, un colosal sistema de carámbanos que deben haberse formado durante un período muy largo.

En el centro de la cueva hay lo que parece ser un lago. En el lago hay algo. Podría ser cualquier cosa. La fotografía no permite ni siquiera adivinarlo.

Si, después de todo, me puedo hacer una idea de las proporciones, se debe a que hay un hombre sentado en el primer plano de la foto. Está sentado sobre una de las elevaciones que se han creado sobre el suelo de la cueva gracias al goteo de agua y el frío. Ríe triunfante a la cámara. En esta foto lleva pantalones acolchados con plumón. Pero sigue llevando sus kamiks. Es el padre de Isaías.

Cuando quiero levantar el montón de papel, el último folio se queda sobre la mesa porque es más fino que las fotografías. Es un trozo de papel de cartas con un borrador de una carta. Unas cuantas líneas, pocas, escritas con lápiz y con muchas tachaduras. Después la ha metido debajo de los demás papeles. Como cuando se escribe un diario. O un testamento. Y, en realidad, uno se siente algo avergonzado por ello. Cuando no te parece bien dejarlo al descubierto, anunciando tus secretos a todos los vientos. Pero que, no obstante, necesitas tener a mano, cerca de ti. Tal vez porque hay que seguir elaborándolo.

La leo. Entonces la doblo y me la meto en el bolsillo.

Tengo la garganta seca. Me tiemblan las manos. Lo que ahora mismo necesito es una salida sin problemas ni tropezones.

He alargado la mano con el propósito de abrir la puerta del camarote de Toerk, cuando se oye un clic al otro lado y una banda de luz cae sobre el suelo del pasillo. Doy un paso hacia atrás. La puerta empieza a abrirse. Se abre hacia mí. Eso me da el tiempo suficiente para elegir una puerta que hay a mi derecha, abrirla y entrar en la habitación. No me atrevo a cerrar la puerta y la dejo entreabierta.

Todo está negro. Las baldosas debajo de mis pies me dicen que me he metido en el baño. La luz es encendida desde fuera. Reculo metiéndome detrás de unas cortinas de baño, dentro de la ducha. Se abre la puerta. No se oye nada pero unas manos se introducen flotando en el campo de visión alargado, donde la cortina de baño no acaba de ajustarse. Son las manos de Toerk.

Su rostro aparece en el espejo. Está tan tirante por el sueño que ni siquiera se ve a sí mismo. Inclina la cabeza sobre el lavabo, abre el grifo, deja que se enfríe el agua y bebe. Entonces se incorpora, se da la vuelta y se va. Sus movimientos son mecánicos como los de un sonámbulo.

En el mismo segundo en que la puerta de su camarote se cierra, salgo al pasillo. Dentro de un segundo descubrirá que los documentos no están sobre la mesa. Quiero salir de esta cubierta antes de que se inicie la búsqueda.

Se apaga la luz. Su catre gime bajo su peso. Ha vuelto a su sueño en medio de la luz azul de la luna.

Una oportunidad como ésta, con tal suerte, sólo se da una vez en la vida. Me pondría a bailar hasta la salida.

Una mujer llama quedamente con voz imperante en algún lugar delante de mí en la oscuridad del pasillo. Doy media vuelta intentando volver sobre mis pasos. Un hombre suelta una risita en el lado opuesto. En ese mismo instante pasa por delante de la banda de luz, ante la puerta abierta que da al salón. Está desnudo. Tiene una erección. No me han visto. Me he interpuesto entre ellos.

Doy unos pasos atrás y me meto en el baño, de vuelta a la ducha. Se enciende la luz. Entran por la puerta. Él se acerca al lavabo. Está esperando que su erección baje. Entonces se pone de puntillas y orina en el lavabo. Es Seidenfaden. El autor del informe sobre el transporte de grandes masas sobre el hielo marino que acabo de ojear. El informe en el que hace referencia a un artículo que yo escribí. Y ahora estamos tan cerca el uno del otro. Vivimos en un mundo de apretadas conexiones.

La chica está detrás de él. Su rostro está concentrado. Por un instante llego a creer que me ha visto en el espejo. Entonces alza los brazos por encima de la cabeza. Entre las manos sostiene un cinturón con la hebilla hacia abajo. Cuando pega, el golpe es tan exacto que sólo la hebilla cae sobre el hombre trazando una larga raya blanca sobre una de sus nalgas. Primero, la raya es blanca, luego roja como una llama. Se sujeta en el lavabo y arquea la espalda presionando el abdomen hacia afuera. Ella vuelve a pegarle, la hebilla cae sobre la otra nalga. Romeo y Julieta, me viene a la mente. Europa disfruta de una larga tradición para las citas amorosas finas y elegantes. Entonces se apaga la luz. Se cierra la puerta. Han desaparecido.

Salgo al pasillo. Me tiemblan las rodillas. No sé qué hacer con los documentos. Doy unos pasos en dirección al camarote de Toerk. Me arrepiento. Doy un paso atrás. Me decido por dejarlos en el salón. No hay otra salida. Me siento como si estuviera atrapada en una estación de trenes de mercancías.

Delante de mí, en la oscuridad, se abre una puerta. Esta vez no hay ningún aviso previo, no se enciende la luz y gracias a que me he familiarizado con el camino logro meterme en el baño de nuevo debajo de la ducha.

Esta vez, la luz no se enciende. Pero la puerta se abre y luego se cierra. Alguien corre el pestillo. He sacado el destornillador. Han venido a por mí. Sostengo los documentos detrás de la espalda. Pienso tirarlos en el mismo momento que vaya a pinchar. Un solo golpe, desde abajo y hacia arriba, en el abdomen. Y entonces correré.

La cortina de baño es separada. Me preparo para dar un salto desde la pared.

Alguien abre el grifo del agua. Del agua fría. Luego la caliente. Entonces regula la temperatura. La ducha ha estado dirigida contra la pared. Llego a empaparme de arriba abajo en los tres primeros segundos.

El chorro es apartado de la pared. Se mete debajo del agua. Estoy a diez centímetros de él. Aparte del chapoteo del agua, no se oye otro ruido. Y no hay ninguna luz encendida. Pero tampoco es necesario para que pueda reconocer al mecánico.

En La Incisión Blanca nunca encendía la luz cuando subía las escaleras. En el sótano, solía esperar hasta el último momento para apretar el interruptor de la luz. Le gusta la tranquilidad y la soledad de la oscuridad.

Su mano me roza cuando busca la jabonera a tientas. La encuentra, se aparta un poco del chorro y se enjabona. Devuelve el jabón a su sitio y se da masajes en la piel. Vuelve a buscar el jabón. Sus dedos rozan mi mano y desaparecen. Entonces vuelven lentamente. Palpan la piel de mi mano.

Un jadeo hubiera sido lo mínimo. Un grito ahogado hubiera sido lo propio. No despega los labios. Sus dedos registran el destornillador, me lo sacan cuidadosamente de la mano y siguen el brazo hasta el codo.

Se corta el agua. La cortina de baño es retirada y él sale al suelo del baño. Tras unos instantes, se enciende la luz.

Se ha puesto una toalla grande de color naranja alrededor de las caderas. Su rostro es inexpresivo. Todo ha sido sosegado, medido, amortiguado.

Me mira. Y luego me reconoce.

Su dominio del presente se deshace. No se mueve, su rostro apenas cambia de expresión. Pero está paralizado.

Ahora sé que él no ha sabido que yo me encontraba a bordo.

Mira mi pelo mojado, el vestido pegado al cuerpo, los papeles empapados que ahora sostengo delante de mí. Las zapatillas deportivas llenas de agua, el destornillador que él mismo tiene en la mano. No entiende nada.

Entonces me tiende su toalla. En un gesto a la vez torpe e irresoluto. Sin pensar que así él mismo se descubre. Yo lo acepto y le paso los documentos. Los sostiene delante del bajo vientre mientras me seco el pelo. Sus ojos no me abandonan.


Estamos sentados sobre el catre de su camarote. Muy juntos, con un abismo entre nosotros. Susurramos a pesar de que no sea necesario.

– ¿Sabes lo que está pasando? -le pregunto.

– En gran pa-parte.

– ¿Me lo puedes contar?

Sacude la cabeza.

Hemos acabado más o menos donde empezamos. En un atascadero de ocultaciones. Siento un deseo salvaje de aferrarme a él y de pedirle que me anestesie para no despertar hasta que todo haya pasado.

Nunca lo he llegado a conocer. Hasta hace unas horas estaba convencida de que habíamos compartido ciertos momentos de muda compenetración. Cuando lo vi cruzar la plataforma de aterrizaje de la Greenland Star comprendí que siempre hemos sido unos extraños el uno para el otro. Mientras eres joven, crees que el sexo es la culminación de la confidencia y de la intimidad. Más tarde descubres que apenas es el comienzo.

– Quiero enseñarte algo.

Dejo los papeles encima de su mesa. Me tiende una camiseta, unos calzoncillos, unos pantalones acolchados, un par de calcetines de lana y un jersey. Nos vestimos de espaldas uno al otro, como extraños. Me veo obligada a arremangarme sus pantalones hasta por encima de las rodillas y enrollar las mangas del jersey por encima de los codos. También le pido un gorro de lana y me lo da. De un cajón saca una botella plana y oscura y se la mete en el bolsillo interior. Cojo la manta de lana que hay sobre el catre y la doblo. Entonces nos vamos.


Abre la caja. Jakkelsen nos mira con ojos tristes. Su nariz se ha vuelto azulada, afilada, como congelada.

– ¿Quién es?

– Bernard Jakkelsen. El hermano pequeño de Lukas.

Me adelanto hacia él, desabotono la camisa y la retiro del acero triangular. El mecánico no se mueve.

Apago la luz. Nos quedamos un momento quietos en medio de la oscuridad. Entonces subimos. Cierro la escotilla con llave y al salir a cubierta, el mecánico se detiene.

– ¿Quién?

– Verlaine -digo-. El contramaestre.

En el lado exterior del mamparo han soldado unos peldaños por los que subo. El mecánico me sigue lentamente. Llegamos a una pequeña cubierta que está a oscuras. Sobre dos puentes de madera hay una lancha a motor y detrás de ésta, un bote de goma grande. Nos sentamos entre las dos embarcaciones. Desde aquí dominamos el castillo de popa y nos mantenemos fuera de la luz.

– Ocurrió sobre la Greenland Star. Mientras tú llegabas.

No me cree.

– Verlaine hubiera podido echarlo al mar entonces. Pero tuvo miedo de que el cadáver flotara cerca de la plataforma al día siguiente. O que fuera absorbido por una hélice.

Estoy pensando en mi madre. Lo arrojado al océano Ártico nunca vuelve a subir. Pero eso Verlaine no lo sabe.

El mecánico sigue sin decir nada.

– Jakkelsen siguió a Verlaine por los muelles. Fue descubierto. Lo más seguro era, pues, hacer sitio en las cajas y meterlo en una de ellas. Traerlo a bordo. Esperar a que dejáramos libre la plataforma. Y luego deslizarlo fuera borda.

Intento mantener mi desesperación alejada de mi voz. Tiene que creerme.

– Nos hemos adentrado mucho en el mar. Cada minuto que pasa con Jakkelsen en la bodega constituye un peligro para ellos. Vendrán dentro de un momento. Se verán obligados a subir a cubierta con él. No hay otro sitio desde donde echarlo al mar. Ésa es la razón por la que estamos sentados aquí. Pensé que deberías verlo con tus propios ojos.

Se oye un suave suspiro en la oscuridad. Es el tapón que suelta la botella. Me la pasa y yo bebo de ella. Es ron oscuro, dulce y pesado.

Dispongo la manta por encima de nosotros. Debe de estar helando, tal vez unos 10 °C bajo cero. A pesar de ello, estoy ardiendo por dentro. El alcohol hace que se dilaten los capilares, la superficie de la piel está ligeramente dolorida. El tipo de dolor que hay que evitar por todos los medios si no se quiere morir congelada. Me quito el gorro de lana para poder notar el aire fresco contra mi frente.

– To-Toerk nunca lo hubiera permitido.


Le tiendo la carta. Echa un vistazo a los cristales oscuros de los portillos del puente, se inclina detrás del casco de la lancha a motor y lee a la luz de mi linterna.

– Estaba entre los papeles de Toerk -le digo.

Volvemos a beber. La luz de la luna es tan clara que es posible distinguir los colores. La cubierta verde, los pantalones acolchados azules, el dorado y el rojo de la etiqueta de la botella. Es como la luz del sol. Cae como un calor perceptible sobre la cubierta. Le beso. La temperatura ya ha dejado de tener sentido. En un momento dado me arrodillo sobre él. Entonces ya no existen los cuerpos, únicamente puntos de calor en la noche.

Estamos sentados apoyados el uno contra el otro. Es él quien nos cubre con la manta. No tengo frío. Bebemos directamente de la botella. El sabor es cargado y cálido.

¿Eres de la policía, Smila? No, contesto. ¿Eres de otra empresa? No, le digo. ¿Lo has sabido desde el comienzo? No, digo. ¿Lo sabes ahora? Tengo una idea, digo.

Volvemos a beber, él se tiende encima de mí. La cubierta debe de estar fría debajo de la manta pero, sin embargo, nosotros no lo notamos.

No viene nadie. El Kronos yace sin vida ante nosotros. Como si el barco se hubiera separado de su rumbo, como si ahora se alejara con nosotros a bordo, sólo con nosotros.

Llega un momento en que hemos vaciado la botella. Cuando me levanto es porque sé que algo ha cambiado. ¿No hay otras posibles aperturas en el casco, pregunto, alguna manera de desprenderse del cadáver? ¿Por qué hablas de la muerte?, me pregunta. ¿Qué puedo contestarle? ¿Por dónde sale el ancla?, pregunta.

Bajamos al entrepuente. En la caja sólo encontramos ahora chalecos salvavidas. Jakkelsen ha desaparecido. Bajamos las escaleras, atravesamos el túnel, la sala de máquinas, el túnel, la escalera de caracol y el mecánico gira las manivelas y abre una escotilla de metro por metro. La cadena del ancla está tensada en medio de la nave. En el techo se introduce por un tubo a cuyos lados se puede ver la luz de la luna y las siluetas del cabrestante del ancla. Por abajo, desaparece a través de un escobén que es del tamaño de una tapa de cloaca. El ancla ha sido subida hasta justo por debajo del escobén. No deja mucho espacio libre. El mecánico mira la apertura.

– Es imposible sacar un hombre adulto por este agujero.

Palpo el acero. Ambos sabemos que es por aquí por donde Jakkelsen ha desaparecido esta noche.

– Era delgado y esbelto como un modelo -digo.

3

El capitán Lukas está sin afeitar, no se ha peinado y parece haber estado durmiendo con la ropa puesta.

– ¿Qué sabe usted sobre la corriente eléctrica, Jaspersen?

Estamos solos en el puente. Son las seis y media de la mañana. Falta una hora y media para que empiece su guardia. La piel de su rostro es amarillenta y está cubierta por una fina capa de sudor.

– Sé cambiar una bombilla -digo-. Pero, por regla general, me quemo los dedos al hacerlo.

– Ayer, mientras estábamos atracados en el muelle, hubo un corte eléctrico a bordo del Kronos. Y en parte del puerto.

Sostiene un trozo de papel en la mano. La mano y el papel tiemblan.

– En un barco, todos los cables se conducen a través de cajas de empalmes. Por tanto, todas las tomas se llevan a cabo a través de un fusible. ¿Sabe lo que eso significa? Significa que es condenadamente difícil provocar desbarajustes eléctricos en un barco. A no ser que te pases de listo y vayas directo al cable principal. Ayer alguien se fue directamente al cable principal. En los minutos demasiado escasos en que Kützow está sobrio, tiene sus momentos lúcidos. Ha descubierto el origen del fallo. Era una aguja de zurcir. Ayer, alguien introdujo una aguja de zurcir en el cable de alimentación. Probablemente con unas tenazas aislantes. Y luego rompió la aguja por el ojo. Sobre todo, lo último fue un detalle muy hábil. Significa que el aislante se contrae alrededor de la aguja. Es imposible localizar la avería luego, si no se conocen un par de trucos, tal como es el caso de Kützow, con un imán y un buscapolos, y, por otro lado, no se tiene una idea de lo que hay que buscar.

Pienso en la euforia de Jakkelsen. En el tono de su voz. Yo me encargo de todo, Smila. Mañana todo será diferente. Siento un nuevo respeto por sus recursos.

– Parece ser que, durante el tiempo que estuvimos a oscuras, uno de los marineros, Bernard Jakkelsen, desafió la prohibición de desembarco, abandonando el Kronos. Esta mañana hemos recibido un telegrama suyo. Es una renuncia.

Me tiende el trozo de papel. Es un extracto de un teletipo. Proviene de la estación de telecomunicaciones de la Greenland Star. Es muy escueto para tratarse de una renuncia.


«Para el capitán Sigmund Lukas.

»Por la presente rescindo con efecto inmediato mi contrato con el Kronos por razones de índole personal. Váyase al diablo.


»B. Jakkelsen.»


Le miro.

– Me atormenta -dice- me atormenta la sospecha de que también usted desembarcó durante el apagón.

Su cara se descompone. Lejos está el oficial, lejos el sarcasmo. Únicamente queda la preocupación que se convierte en desesperación.

– Dígame si sabe algo de él.

Todo lo que Jakkelsen nunca me contó lo veo ahora. Su fiera preocupación, el deseo de proteger, de salvar, de mantener al hermano navegando e impune, lejos de las malas compañías de las ciudades. Cueste lo que cueste. Aunque eso signifique embarcarse en un barco como éste.

Por un instante, me siento tentada de contárselo todo. Por un instante, me veo reflejada a mí misma en su tormento. Nuestros intentos irracionales, ciegos y vanos de proteger a los demás contra algo que no sabemos qué es y que penetra, hagamos lo que hagamos.

Entonces dejo que la debilidad se escape y fenezca. No hay nada que pueda hacer por Lukas ahora mismo. Ya no hay nadie que pueda hacer nada por Jakkelsen.

– Estuve en el muelle. Eso es todo.

Enciende otro cigarrillo. Ya hay un cenicero lleno.

– He llamado a la estación de telecomunicaciones. Pero la situación es totalmente imposible. Está terminantemente prohibido desembarcar a un hombre de esta manera. Además, todo se complica por el sistema que tienen allí. Escribes el telegrama y lo entregas en una de las ventanillas. Desde allí, lo llevan hasta la oficina de reparto. Allí lo recogen y se lo llevan para que sea registrado por una tercera persona. Yo hablo con una cuarta persona. Ni tan siquiera saben decirme si fue entregado personalmente o si lo recibieron por teléfono. Es imposible saber nada.

Me toma del brazo.

– ¿Tiene alguna idea, aunque sea remota, del porqué de su desembarco?

Sacudo la cabeza.

Agita el telegrama con la mano.

– Es típico de él.

Tiene los ojos llenos de lágrimas.

Es justamente como lo hubiera escrito Jakkelsen. Escueto, arrogante, misterioso y, sin embargo, lleno de entusiasmo y respeto por los tópicos del lenguaje formal. Pero no es Jakkelsen quien lo ha escrito. Es el texto del papel que cogí esta noche del camarote de Toerk.

Deja vagar la mirada por la superficie del mar sin ver nada, absorto en las primeras cavilaciones dolorosas que a partir de ahora irán en aumento. Se ha olvidado de que estoy allí.

En ese momento se dispara la alarma de incendios.


Estamos reunidas dieciséis personas en la cocina. La totalidad de la tripulación, menos Sonne y María, que están en el puente.

Desde el punto de vista técnico es de día, pero fuera todo está oscuro. El viento ha arreciado y la temperatura ha subido, una combinación que hace que la lluvia azote los cristales como ramos en el viento. El oleaje rompe contra el casco a modo de mazazos irregulares.

El mecánico está apoyado contra el mamparo al lado de Urs. Verlaine está sentado un poco apartado de los demás, Hansen y Maurice, entre los demás. Siempre se integran en el conjunto de una manera disimulada. Una discreción que forma parte de la meticulosidad de Verlaine.

Lukas preside la mesa. Hace una hora que estuve con él en el puente. Está totalmente irreconocible. Se ha puesto una camisa recién planchada y zapatos de cuero lustrados. Está recién afeitado y su cabello está peinado con agua. Está despierto y conciso.

En la puerta está Toerk. Delante de él, están sentados Seidenfaden y Katja Claussen. Transcurre un tiempo hasta que soy capaz de mirarlos de nuevo. Ellos ni tan siquiera me ven.

Lukas presenta al mecánico. Comunica que siguen habiendo irregularidades en el funcionamiento de la alarma de humos. La alarma de la mañana era falsa.

Brevemente nos comunica que Jakkelsen ha desertado. Todo lo que dice, lo dice en inglés. Utiliza la palabra deserted.

Miro hacia Verlaine. Se ha apoyado contra la pared. Me mira a los ojos fijamente, atento y como escudriñando mi interior. No puedo bajar la mirada. Otra, que no soy yo, mira a través de mis ojos, una diablesa. Le está prometiendo a Verlaine que se la devolverá.

Lukas nos comunica que estamos a punto de llegar a nuestro destino. No dice nada más. «We are approaching our terminal destination». Dentro de un día o dos habremos llegado. No habrá desembarco.

El comunicado resulta absurdo en su falta de precisión. En la era del SATNAV es posible determinar la hora del aterraje con un margen de unos cuantos minutos.

No se produce ninguna reacción. Todos saben que hay algo que no funciona en esta travesía. Además, están acostumbrados a las condiciones habituales en un buque petrolero. La mayoría de ellos sabe lo que es navegar sin recalar en un puerto durante siete meses.

Lukas mira a Toerk. Esta reunión se ha celebrado a instancias de Toerk. Probablemente para que nos pudiera ver a todos reunidos. Para que nos pudiera leer. Como libros abiertos. Mientras Lukas ha estado hablando, sus ojos se han paseado por toda las caras, reposando un instante en cada una de ellas. Ahora se da la vuelta y se va. Seidenfaden y Claussen lo siguen. Lukas da la reunión por concluida. Verlaine se marcha. El mecánico se queda de pie por un instante hablando con Urs, que en un inglés penoso le explica algo sobre los croissants que hemos comido. Cazo al vuelo que el vapor es muy importante. Tanto durante el reposo como en el horno. Fernanda se retira. Evita tener que mirarme.

El mecánico se va. No me ha mirado ni una sola vez. Lo veré esta tarde. Pero hasta entonces no podemos existir el uno para el otro.

Pienso en lo que tengo que hacer hasta entonces. No se trata exactamente de una programación gloriosa de mi futuro. Es una estrategia famélica y carente de fantasía que deberá procurarme la supervivencia.


Vago por el pasillo. Tendré que hablar con Lukas.

He puesto el pie encima del primer peldaño de la escalera cuando aparece Hansen bajándolas. Me retiro hacia la parte abierta y despejada de la cubierta que hay delante del castillo de popa.

Hasta este momento no ha quedado del todo evidente que hiciera muy mal tiempo. La lluvia está justo por encima de los cero grados, es pesada y abundante. Los cortos golpes de aire le otorgan una caída fustigante. En el mar hay rayas blancas donde el viento rompe las crestas de las olas arrastrándolas como espuma.

La escotilla se abre a mis espaldas. No me doy la vuelta. Sencillamente me acerco a la salida que da al castillo de popa. Ésta se abre y entra Verlaine.

En este momento, este trozo estrecho y resguardado de la cubierta da la sensación de ser diferente a como era antes. Es fácil, de todos modos, dejarse distraer por las luces siempre encendidas en las dos escotillas. Ahora me percato de que es uno de los lugares más aislados y solitarios del barco. De que los cristales de los portillos de los camarotes de habitabilidad dan hacia fuera. No se ve desde arriba, sólo tiene acceso desde dos puntos. Y los cristales que hay detrás de mí son los de los camarotes de Jakkelsen y del mío. Ante mí, sólo está la regala. Al otro lado de ésta, una caída libre de doce metros al mar.

Hansen se acerca y Verlaine se queda quieto. Peso cincuenta kilos. Será un sencillo levantamiento y, después, al agua. ¿Qué fue lo que dijo Lagermann? Que en un primer momento contienes la respiración hasta que tienes la sensación de que tus pulmones van a explotar. Es justamente en este punto donde reside el sufrimiento. Luego respiras muy rápido y profundamente, inspirando y espirando. Tras lo cual sobreviene la calma.

Éste es el único lugar donde lo pueden hacer sin ser vistos desde el puente. Han debido de esperar esta ocasión.

Me acerco a la regala y miro hacia abajo. Hansen se acerca cada vez más. Nuestros movimientos son pausados y meticulosos. A mi derecha, la apertura que da al mar está interrumpida porque el francobordo ha sido llevado hasta la regala. En la parte exterior del casco, han engastado una hilera de estribos de hierro en el acero que desaparece en lo alto, en la oscuridad.

Me siento a horcajadas sobre la regala. Hansen y Verlaine se detienen. Como todo el mundo suele detenerse cuando está ante una persona que ha decidido saltar por sí sola. Pero no salto. Me agarro a los estribos y me descuelgo por la borda.

A Hansen no le da tiempo a entender lo que está pasando. Pero Verlaine salta inmediatamente hacia la regala e intenta agarrarme por los tobillos.

Una ola enorme rompe contra el Kronos. El casco se estremece y zozobra hacia la banda de estribor.

Me tiene agarrada por el pie. Pero el movimiento del barco lo presiona contra la regala amenazando con arrojarlo al mar. Tiene que soltarme. Mis pies resbalan en los peldaños, viscosos por la sal y la lluvia. Mientras el barco vuelve a enderezarse, yo estoy colgada de los brazos. En algún lugar debajo de mis pies, la línea de flotación brilla blanquecina. Cierro los ojos y sigo escalando hacia arriba.

Cuando me parece que ha transcurrido una eternidad, los vuelvo a abrir. Desde algún lugar más abajo, Hansen me observa. Sólo he conseguido escalar unos pocos metros.

Estoy delante de los portillos de la cubierta de abrigo. A mi izquierda hay luz tras unas cortinas azules. Golpeo los cristales con la palma de la mano. Cuando desisto y me dispongo a continuar hacia arriba, alguien descorre las cortinas con cuidado. Kützow aparece detrás del cristal. He golpeado los cristales de la oficina del jefe de máquinas. Coloca las palmas de las manos alrededor de su cara para evitar los reflejos y se apoya contra el portillo. Su nariz se convierte en una mancha amorfa de color verde mate. Nuestras caras están a pocos centímetros la una de la otra.

– ¡Socorro! -grito-. Ayúdame, ¡mierda!

Me mira. Entonces vuelve a correr las cortinas. Prosigo mi ascenso. Los peldaños acaban y caigo sobre la cubierta de botes, al lado de los pescantes que sujetan el bote salvavidas de babor. La puerta está a mi derecha, pero está cerrada con llave. Una escalera exterior, similar a la que acabo de escalar, lleva a lo alto de la chimenea, hacia la plataforma del puente.

En otras circunstancias, habría tenido razones sobradas para admitir la meticulosidad de Verlaine. Al final de la escala, unos metros más arriba, está Maurice, todavía con el brazo vendado. Está allí para asegurarse de que no haya testigos en las cubiertas superiores.

Corro hacia la escalera que lleva abajo. Desde la cubierta inferior viene Verlaine hacia mí.

Me doy la vuelta. Estoy pensando en la posibilidad de que logre descolgar el bote salvavidas, que debe de estar equipado con una sujeción fácilmente accionable. Creo que tendré que saltar al agua detrás de él.

Una vez delante de los cabrestantes, me veo obligada a rendirme. El sistema de mosquetones y cables resulta del todo impracticable. Arranco la lona que cubre el bote, con el fin de encontrar algo con lo que defenderme. Un bichero, un cohete de señales.

La lona es de un nailon verde muy grueso y cierra con un elástico alrededor de la borda del bote. Cuando la saco, el viento la suelta y se la lleva por la borda. Se queda suspendida de un ojo de buey que hay en la proa del bote salvavidas.

Verlaine ya está sobre la cubierta. Tras él viene Hansen. Agarro el nailon verde y me descuelgo por la borda. El Kronos se balancea y yo quedo suspendida, rodeo la lona con mis muslos y bajo descolgándome poco a poco. De pronto, no queda más lona, mis pies oscilan sobre el vacío. Entonces me caigo, han cortado la lona. Saco los brazos y mis axilas chocan contra la regala. Mis rodillas golpean contra el casco. Sin embargo, consigo sujetarme. Primero, totalmente paralizada, sobre todo porque mi respiración se ha detenido. Luego logro subirme por encima de la regala, aterrizando sobre la cubierta con la cabeza por delante.

Un recuerdo fugaz y absurdo trae imágenes de las primeras veces que jugué a los piratas, poco después de haber llegado a Dinamarca. La falta de costumbre de jugar a algo que rápidamente excluía a los débiles y luego, en una jerarquía natural, todos los demás. Los intentos de mantenerse con vida cuando los demás eran cazadores.

La escotilla que da a la escalera se abre y Hansen sale a la cubierta. Me dirijo hacia el castillo de popa. Salgo al lugar de las escaleras. A la altura de mi cabeza, se acercan un par de zapatos azules por los escalones. Meto las manos por debajo de la barandilla y golpeo los pies hacia afuera. Se trata de una prolongación de su propio movimiento por lo que no requiere muchas fuerzas. En un arco corto, los pies vuelan en el aire y la cabeza de Verlaine golpea contra el peldaño que está a la altura de mi hombro. Entonces se precipita los últimos metros escaleras abajo, y cae sobre la cubierta sin haber tenido tiempo para amortiguar la caída.

Subo las escaleras corriendo. Cuando llego a la cubierta de botes, me dirijo al lado de babor y, desde allí, trepo por otra escalera. Maurice debe de haberme oído. Cuando me levanto, él está allí. A sus espaldas, se abre la escotilla del puente y aparece Kützow. Está en bata y descalzo. Él y Maurice se miran. Yo paso por su lado y me introduzco en el puente.

Me palpo los bolsillos buscando la linterna. El cono de luz atrapa el rostro de Sonne. María está al lado de la rueda del timón.

– Déjame entrar en la enfermería -le digo-. He sufrido un accidente.

Él va delante. Cuando llegamos al cuarto de derrota, se da la vuelta y se queda paralizado. Me echo un vistazo a mí misma. Los pantalones de mi ropa de trabajo no tienen rodillas. En su lugar hay dos agujeros sangrientos. Las palmas de mis manos tienen multitud de cortes.

– Me he caído -le digo.

Abre la puerta de la enfermería. Evita mirarme directamente.

Cuando me siento y la piel se tensa sobre las rodillas, estoy a punto de desmayarme. Un río de pequeños y dolorosos recuerdos. Las primeras escaleras en el internado, caídas sobre el hielo rugoso: El destello de luz, la parálisis, el calor, el dolor agudo, el frío y, finalmente, la pulsación pesada en la herida.

– ¿Puedes limpiarme esto?

Aparta los ojos.

– No soporto ver sangre.

Me lo limpio yo misma. Me tiemblan las manos, la herida supura y el líquido corre por encima de las heridas. Me pongo unas gasas esterilizadas. Me vendo las rodillas.

– Un mórfico, Ketogan.

– Va en contra del reglamento.

Alzo la mirada y lo observo. Encuentra el frasco y me lo da.

– Y Amfetaming.

Cualquier botiquín de barco y cualquier expedición están provistos de medicamentos que estimulan el sistema nervioso central y eliminan la sensación de cansancio.

Me las pasa. Machaco cinco pastillas en un vaso de plástico con agua. Tienen un sabor muy amargo.

Es difícil hacer algo con las manos. Sonne saca un par de guantes de algodón blanco que se ajustan a las manos, del tipo que utilizan los alérgicos.

Cuando salgo por la puerta, intenta sonreír con valentía.

– ¿Ya te encuentras mejor?

No hay nadie más danés que él. El miedo, la voluntad de hierro para reprimir y mantener alejado todo lo que ocurre a su alrededor. El indomable optimismo.


La lluvia no ha cesado. Cae como hileras de agua, perpendicularmente sobre los cristales del puente, que ahora brillan con un tono gris bajo la débil luz del día.

– ¿Dónde está Lukas?

– En su camarote.

Un hombre que no ha dormido en dos días es inútil.

– Se incorporará al servicio dentro de una hora -dice Sonne-. En el puesto de vigía. Quiere ver el primer hielo.

Una de las esferas del radar se mantiene fija en un radio de cincuenta millas. A un paso del límite se perfila un continente sombreado y verdoso. El comienzo del hielo mayor.

– Dile que subiré a verle.


La cubierta del Kronos está desierta. Ha dejado de parecerse a algo propio de un barco. La tenue luz del día crea profundas sombras, pero ya no son meras sombras. En cualquier rincón oscuro se incuba un infierno. Cuando era niña, este estado acompañaba cualquier muerte. En algún lugar en el espacio, las mujeres gritaban y entonces sabíamos que alguien había muerto. Esta conciencia modificaba el espacio. Aun estando en el mes de mayo en Siorapaluk, con una luz verde azulada que fluía penetrándolo todo y hacía enloquecer a la gente por la llegada de la primavera, incluso esta luz se modificaba convirtiéndose en la fría reverberación del reino de las penumbras, que se había trasladado a la tierra.

La escala asciende por el lado de proa del mástil. El puesto de vigía, el crow's nest, es una caja plana de aluminio provista de cristales orientados a proa y a babor y a estribor. Obligatorio para cualquier barco que navega en el hielo.

Hay veinte metros hasta el puesto. Sobre mi plano del Kronos no parece gran cosa. Escalar la distancia es terrible. El barco cabecea en el oleaje y se balancea, todos los movimientos en el centro de rotación del casco se incrementan a medida que voy ascendiendo, por lo que el lado del ángulo se alarga.

Los peldaños acaban en una plataforma sobre la cual las poleas diferenciales de los puntales de carga están fijados. Desde allí se sube a una plataforma menor y, una vez allí, se atraviesa la puerta del cobertizo metálico.

Apenas hay sitio para estar de pie. En la oscuridad vislumbro un antiguo telégrafo automático, un indicador de escora, un registrador de velocidad, una brújula grande, la rueda del timón y el aparato intercomunicador con el puente. Desde aquí, Lukas, cuando nos adentremos en el hielo mayor, pilotará el Kronos, únicamente desde aquí dispondrá de la visibilidad suficiente.

En la pared del fondo hay un asiento. Cuando entro, se hace a un lado dejándome sitio; lo veo como una condensación de la oscuridad. Quiero hablarle de Jakkelsen. En cualquier barco, el capitán dispone de algún tipo de arma. Y él sigue gozando de su autoridad. Tiene que ser posible mantener a Verlaine en jaque, virar el barco. Podríamos llegar a Sisimut en siete horas.

Me deslizo en el asiento, él coloca los pies sobre el telégrafo. No es Lukas, es Toerk.

– El hielo -dice-. Nos estamos acercando al hielo.

Apenas es visible, como una claridad grisácea en el horizonte. El cielo está cubierto y oscuro, como el humo del carbón, con algunas partes aisladas más claras.

La pequeña cabina que nos rodea se balancea de un lado a otro según las embestidas; ruedo hacia él y luego hacia la pared. Él no se mueve. Con sus botas sobre el telégrafo y su mano sobre el asiento, parece estar bien empotrado.

– Desembarcaste en la Greenland Star. Estuviste en la proa durante la primera alarma de incendio. Kützow te ha visto de noche en varias ocasiones. ¿Por qué?

– Estoy acostumbrada a moverme libremente por un barco.

No puedo ver su rostro, sólo vislumbrar su silueta.

– ¿Qué barco? Sólo has entregado un pasaporte al capitán. He enviado un telefax a la Dirección de la Marina Mercante. Nunca han expedido una libreta de navegación a tu nombre.

Durante algunos momentos, la tentación de claudicar es abrumadora.

– Estuve navegando en barcos menores. Fuera de la Marina Mercante, nadie te pide tus papeles.

– Entonces oíste hablar de este puesto y te pusiste en contacto con Lukas.

No es una pregunta y, por tanto, no respondo. Me examina. Probablemente él tampoco pueda ver gran cosa.

– Este viaje no ha sido mencionado en ningún sitio. Ha sido mantenido en secreto. No te pusiste en contacto con Lukas. Hiciste que Lander, el propietario de un casino, forzara una reunión entre vosotros.

Su voz es apagada, interesada.

– Les hiciste visitas a Andreas Fine y a Ving. Estás buscando algo.

Es como si el hielo se acercara lentamente, nosotros, vagando sobre el mar.

– ¿Para quién trabajas?

Es la idea de que, desde el comienzo, ha sabido quién era yo, lo que resulta insoportable. No recuerdo, desde que era niña, haberme sentido, hasta tal punto, en las garras de otra persona.

No le ha contado al mecánico que yo estaría a bordo. Ha deseado presenciar la confrontación entre nosotros, con el fin de llegar a entender qué lazos nos unen. Fue eso, sobre todo, lo que estuvo buscando cuando nos reunieron en la sala de oficiales. Es imposible adivinar a qué conclusión ha llegado.

– Verlaine es de la opinión de que eres de la policía. Durante un tiempo, estuve inclinado a corroborar este punto de vista. Estuve examinando tu piso en Copenhague. Tu camarote a bordo del Kronos. Das la sensación de estar muy sola. Muy desorganizada. Pero, ¿tal vez una empresa? ¿Un cliente privado?

Por un instante he estado a punto de desplomarme y esperar el sueño, la inconsciencia y el final, pero la repetición de la pregunta me saca del trance en el que estaba sumida. Toerk necesita una respuesta. Esto, también esto es un interrogatorio. No hay manera de que sepa quién soy yo con seguridad. Con quién estoy en contacto. Cuánto sé. Todavía sigo con vida.

– Un niño de la escalera donde vivo cayó desde un tejado. En casa de su madre encontré la dirección de Ving. La madre recibía una pensión de la Sociedad Criolita tras la muerte de su marido. Esto me llevó hasta los archivos de la sociedad. Hasta lo que quedaba de información sobre las expediciones a Gela Alta. Estos datos han generado todo lo demás.

– ¿Con la ayuda de quién?

Su voz es penetrante y, sin embargo, distante. Como si estuviéramos hablando de conocidos comunes, de conexiones que no son, en realidad, de nuestra incumbencia.

Nunca he creído en la frialdad de la gente. He estado convencida de su rigidez pero no de su frialdad. La esencia de la vida es el calor. Incluso el odio es calor, dirigido en contra de su dirección natural. Ahora, en este momento, me doy cuenta de que he estado equivocada. Del hombre que está a mi lado emana, como una realidad física, una fría corriente abrumadora de energía.

Intento verlo ante mis ojos cuando era un niño, intento aferrarme a algo que sea humano, algo inteligible, un niño mal alimentado y huérfano de padre en un barracón de Broenshoej. Atormentado, endeble como un pajarito, solo.

Tengo que rendirme, la imagen se malogra, se hace añicos, se diluye. El hombre que está a mi lado es de una sola pieza y, al mismo tiempo, líquido, escurridizo, elástico; un hombre que ha logrado superar su pasado, de manera que ya no quede ni rastro de él.

– ¿Con la ayuda de quién?

Esta última pregunta es la decisiva. Lo más importante no es lo que yo sepa. Lo más importante es con quién más he compartido mis descubrimientos. Para que pueda entender lo que le espera más adelante. Tal vez esto constituya su humanidad, la huella de una infancia sumida en una inseguridad sin fondo: la necesidad de planificar, de hacer que su mundo sea calculable con antelación.

Despojo mi voz de cualquier sentimiento.

– Siempre he sabido cuidar de mí misma.

Primero permanece en silencio.

– ¿Por qué lo haces? -me pregunta entonces.

– Quiero entender el porqué de su muerte.

Me invade la extraña seguridad de estar al final de la tabla, los ojos vendados con un pañuelo negro. Sé que he dicho lo correcto.

Toerk absorbe la respuesta.

– ¿Sabes por qué me dirijo a Gela Alta?

En este uso de la primera persona hay un destello de gran sinceridad. Lejos están el barco, la tripulación, yo misma, sus colegas. Toda esta maquinaria compleja se mueve única y exclusivamente a su servicio. La pregunta está desprovista de soberbia. Es así como están las cosas. De una manera u otra, todos estamos aquí porque él lo ha querido y ha podido llevarlo adelante.

Me muevo sobre el filo de un cuchillo. Sabe que he mentido. Que no he llegado hasta aquí por cuenta propia. Sólo el hecho de haber podido embarcar en este barco podría desmentirlo. Sin embargo, sigue sin saber si está sentado al lado de un individuo o de una organización. Es justamente su duda lo que me otorga una posibilidad. Recuerdo el semblante de los cazadores cuando volvían a casa, cuanto más abatidos aparecían, más había sobre el trineo. Recuerdo la falsa modestia de mi madre cuando volvía de su jornada de pesca, interpretada por ella pero formulada por Moritz en uno de sus ataques de rabia: lo mejor es minimizar las hazañas un veinte por ciento. Un cuarenta por ciento es todavía mejor.

– Vamos a recoger algo. Algo que es tan pesado que requiere un barco del tamaño del Kronos.

No hay posibilidad de saber lo que tiene lugar en su interior. Desde la oscuridad, únicamente proviene, como una presión de atención, una fuerza registradora y evaluadora. Y, de nuevo, me llega la imagen de un oso polar que viene hacia mí, el balance sobrio y mesurado que hace la fiera de su propia hambre, de la capacidad de su presa para defenderse, de las circunstancias.

– ¿Por qué la llamada -me oigo decir a mí misma- a mi piso?

– Llegué a entender bastantes cosas con esa llamada. Ninguna mujer normal, ninguna persona normal la hubiera contestado.


Salimos al mismo tiempo a la plataforma, ahora cubierta con una fina capa de hielo. Cuando una ola golpea el casco, se percibe el esfuerzo del motor pues la presión sobre la hélice aumenta.

Dejo que él vaya delante. El poder de una persona disminuye cuando sale al exterior. No el suyo. Absorbe el espacio y la luz gris y supurante que nos rodea en su propia irradiación. Nunca antes había temido a una persona de esa manera.

Aquí, sobre la plataforma, sé, de pronto y con toda seguridad, que estuvo con Isaías sobre el tejado. Que le vio saltar. La certidumbre me sobreviene como una visión, todavía carente de detalles y, sin embargo, certera. En este momento comparto, por encima del tiempo y de la distancia, el miedo de Isaías, en este momento estoy junto a él sobre el tejado.

Cuando está con las manos apoyadas en la barandilla, me mira fijamente a los ojos.

– ¿Te importaría dar unos pasos hacia atrás?

Nuestro entendimiento mutuo es total y casi mudo. Ha observado una posibilidad. Que baje un par de peldaños por la escalera y que yo dé un paso hacia delante, le suelte las manos, le dé una patada en la cabeza y le deje caer de espaldas los veinte metros que hay hasta cubierta. Esta, debajo de nuestros pies, parece tan reducida que no podría dar por sentado que cayera sobre ella.

Me retiro hasta que doy con la espalda contra la baranda. Le estoy casi agradecida por haber tomado esta medida. La tentación, probablemente, hubiera sido demasiado grande para mí.


Me ha ocurrido en dos ocasiones que, estando de viaje en Groenlandia, no viera mi propia imagen reflejada durante medio año. Durante el viaje de vuelta procuraba evitar los espejos en los aviones y los aeropuertos. Cuando finalmente llegaba a casa y me ponía delante del espejo, contemplaba las claras e inequívocas manifestaciones del paso del tiempo. Las primeras canas, la tela de araña de pequeñas arrugas, las sombras cada vez más profundas y evidentes de los huesos debajo de la piel.

Ningún conocimiento era para mí más tranquilizador que la certeza de la muerte. En esos momentos de clarividencia -y sólo te ves con nitidez cuando eras una extraña para ti misma- desaparece toda desesperación, toda alegría desmesurada, toda depresión, y todo queda sustituido por el sosiego. Para mí, la muerte no representaba una visión terrorífica, ni tampoco un estado, un acontecimiento que sobrevendrá, cayendo sobre mí. Representaba más bien una iluminación del presente, una ayuda, un aliado en la rauda tarea de tener que estar presente.

Ocurría que, en las noches de verano, Isaías se quedaba dormido sobre mi sofá. No recuerdo qué hacía yo, supongo que me sentaba a contemplarle. En algún momento, puse la mano sobre su cuello y noté que estaba demasiado caliente. Entonces desabrochaba su camisa con cuidado y la retiraba de su pecho, me levantaba y abría la ventana que da al puerto y, en ese momento, nos encontrábamos en otro lugar. Estábamos cerca de Iita, en la tienda de campaña de verano. A través de la lona, se filtra una luz como la de la luna llena. Pero es la lona la que pinta la luz de azul porque cuando la retiro, el sol rojo y mate de medianoche cae sobre él. No se despierta, no ha dormido durante todo un día, no hemos podido dormir bajo esa luz incesante y ahora se ha despertado. Tal vez sea mi hijo, así es como lo siento, y contemplo su pecho y su cuello. Y debajo de la piel morena y perfecta se mueve su respiración y su pulso, cada vez más acelerado.

Entonces me he levantado y me he acercado al espejo. Me he quitado el jersey y he contemplado mi pecho y mi cuello y he visto que, algún día, todo habrá terminado, incluso aquello que siento por él habrá terminado. Pero, para entonces, él todavía existirá y, después de él, sus hijos y otros niños; una rueda de niños, una cadena, una espiral que se pierde en el infinito.

En estos momentos, cuando experimentaba el final y la continuidad de todo, era muy feliz.

En cierto modo, también lo soy ahora. Me he quitado la ropa y me he puesto delante del espejo.

Si se diera el caso de que alguien estuviera interesado en la muerte, podrían, con provecho, mirarme a mí. Me he quitado las vendas. No tengo piel en las rodillas. Entre las caderas tengo una ancha zona amarillenta y azulada de sangre coagulada, en la zona donde el pasador de Jakkelsen me ha golpeado. En ambas palmas de la mano hay rasguños que supuran y que se niegan a cerrarse. En la nuca me ha salido un chichón del tamaño de un huevo de gaviota, así como una zona donde la piel se ha quebrado, retrayéndose. Y todavía he sido lo bastante humilde como para no quitarme los calcetines blancos, para que no se vea el tobillo hinchado, y tampoco menciono los morados azules y generales y el cuero cabelludo que sigue punzando periódicamente tras la quemadura.

He perdido peso. He pasado de flaca a demacrada. No he dormido lo suficiente, los ojos se me han hundido en el cráneo. A pesar de ello, sonrío a la extraña que hay en el espejo. No existe una matemática sencilla en la distribución de la felicidad y la desgracia de la vida, no existe una repartición estándar. A bordo del Kronos viaja una de las pocas personas sobre la tierra que hace que valga la pena mantenerse con vida.


Me llama a las siete en punto. Es la primera vez que siento cariño por el intercomunicador.

– S-Smila, en la enfermería dentro de un cuarto de hora.

Con los teléfonos le pasa lo mismo que a mí. Apenas le da tiempo a dejar su mensaje y ya ha soltado el auricular.

– Foejl -digo. Nunca antes había pronunciado su apellido. En mi boca, sabe tan dulce como la miel-. Gracias por lo de ayer.

No me contesta. Se oye un clic que proviene del aparato y se apaga la luz.


Me pongo la ropa de trabajo. No se trata de una elección fortuita. No dejo nada al azar cuando me visto. Podría ataviarme con ropas más elegantes, por supuesto. Incluso ahora podría hacerlo. Pero la ropa azul es el uniforme del Kronos, el símbolo de que ahora nos encontramos bajo condiciones diferentes, que tenemos al mundo en contra de una manera muy distinta, distinta a nuestra situación anterior.

Estoy un buen rato escuchando en la puerta antes de decidirme a salir al pasillo.

No puedo imaginarme que pueda llegar a existir algo parecido al infierno cristiano. Pero he estado considerando el antiguo reino de las penumbras groenlandés como una posibilidad. Si se tienen en cuenta las contrariedades con las que una se encuentra a lo largo de la vida, parece poco probable que éstas se extingan por el simple hecho de morir.

Si existen las citas a escondidas con el ser amado en el Reino de las Tinieblas, su preludio será, sin duda, parecido al de hoy. Me deslizo de puerta a puerta. He dejado de considerar el Kronos únicamente como un barco, ahora lo considero más bien como una zona de alto riesgo. Intento calcular de antemano en qué momento este riesgo puede llegar a convertirse en un peligro mortal.

Cuando sale alguien de la sala de pesas, ya me he metido en el baño, antes de que la puerta se haya cerrado tras la persona que se acerca. Desde la puerta del baño que he dejado entreabierta veo pasar a María. Rápida, concentrada. No soy la única que sabe que el Kronos es un mundo de perdición.

No me encuentro con nadie subiendo las escaleras. La escotilla que da al puente está cerrada, el cuarto de derrota, vacío.

Me detengo delante de la enfermería. Pongo en orden la ropa que llevo puesta. Me siento desnuda sin el maquillaje en la cara.

La habitación está a oscuras, las cortinas echadas. Cierro la puerta y me pongo de espaldas a ella. Noto mis propios labios. Estoy deseando que salga de la oscuridad y me bese.

Me llega un fino y fresco aroma a flores. Espero.

No es la luz del techo la que se enciende, es la lámpara que está encima de la camilla, una especie de lámpara de quirófano. Crea unas zonas amarillentas de luz sobre el cuero negro y deja el resto de la habitación en penumbra.

En una silla, con las botas sobre la camilla, está sentado Toerk. Cerca de la pared está Verlaine. Katja Claussen está sentada a los pies de la camilla con los pies colgando por el lado. No hay nadie más en la habitación.

Me veo a mí misma desde fuera. Tal vez porque me duele demasiado permanecer dentro de mí misma. No me importan las tres personas que tengo delante, me importo yo. He hablado con el mecánico hace un momento. Es él quien me ha citado aquí.

Un límite, existe un límite para todos nosotros. Para la perseverancia, para el número de aproximaciones que pueden hacerse a la vida. Para el número de rechazos que pueden soportarse.

– Vacíate los bolsillos.

Es Verlaine. Es la primera ocasión que tengo de ver cómo se distribuyen el trabajo entre los dos. Me imagino que Verlaine se encarga de la violencia física.

Me adelanto hacia la luz y deposito mi linterna y las llaves sobre la camilla. Me pregunto qué estará haciendo la mujer en esta habitación. Lo descubro en ese mismo instante. Verlaine le hace un gesto con la cabeza, como diciéndole que ya puede proceder, y ella da unos pasos hacia mí. Los hombres desvían la mirada mientras ella me cachea. Es mucho más alta que yo, y, sin embargo, ágil. Empieza de rodillas, palpa alrededor de mis tobillos y, desde allí, va subiendo. Encuentra el destornillador y el estuche de agujas de Jakkelsen. Finalmente me quita el cinturón.

Toerk ni siquiera mira lo que ha encontrado la mujer. Pero Verlaine lo sopesa en la mano.

¿Cómo llegará? ¿Me dará tiempo a verlo?

Toerk se levanta.

– Formalmente estás bajo arresto.

No me mira. Ambos sabemos que cualquier referencia a los formalismos forman parte de la misma ilusión que nuestra mutua cortesía. Son los últimos velos que quedan todavía.

Mira hacia abajo. Entonces sacude la cabeza lentamente y algo parecido al asombro cruza su rostro.

– Eres una engatusadora maravillosa -dice-. Preferiría mil veces estar allí arriba en el puesto de vigía oyéndote mentir que pasearme entre todas estas verdades mediocres.

Por un instante se quedan los tres inmóviles. Entonces se van.

Es Verlaine quien cierra la puerta con llave. Se detiene en el vano. Parece cansado. Hay algo sincero en su silencio. Me dice que esto no es una celda y que la situación no es un arresto. Es el comienzo del fin, que llegará muy pronto.

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