El hielo

I

1

En la escuela dominical nos enseñaron que el sol era Nuestro Señor Jesucristo; en el internado escuchamos por primera vez que, aparentemente, era una bomba de hidrógeno que explosionaba permanentemente.

Para mí siempre será el Payaso Celestial. En el primer recuerdo consciente que tengo del sol, estoy mirando directamente a él con los ojos entornados, a sabiendas de que está prohibido, y pienso que me amenaza y se ríe al mismo tiempo, como la cara del payaso cuando se maquilla con sangre y ceniza y se mete un palillo de través en la boca y, desconocido, aterrante y alegre, viene a nuestro encuentro, al de los niños.

Ahora, justo antes de que el disco solar alcance el horizonte, cuando, por un instante, escapa a la negra capa de nubes arrojando un incendio de luz por encima del hielo y del barco, representa la estrategia del payaso. Escapar de la oscuridad agazapándose. La contundencia peligrosa de la humillación.

El Kronos se está adentrando en el hielo. Lo veo a lo lejos, velado por un cristal de seguridad con un grosor de diez milímetros, empañado por la cristalización de la sal en el exterior. No modifica nada, lo percibo como si estuviera sobre él.


Se trata de hielo mayor compacto y, en un primer momento, todo es gris. El estrecho canal que el Kronos abre es como un reguero de ceniza. Las placas de hielo, la mayoría de una extensión similar a la del Kronos, parecen escollos ligeramente elevados y reventados por el hielo. Es un mundo de inanimación perseverantemente perfecta.

Entonces el sol cae por debajo de la capa nubosa como gasolina inflamada.

La capa de hielo se formó el año pasado en el océano Ártico. Desde allá, ha sido empujada entre Svalbard y la costa este de Groenlandia, transportada hacia el sur, ha doblado el cabo Farvel y se ha arrastrado por la Costa Oeste.

Ha sido creada en la belleza. En un día de octubre, la temperatura ha descendido 30 °C en sólo cuatro horas y el mar se ha calmado, asemejándose a la superficie de un espejo. Está esperando reproducir un milagro de la creación. Las nubes y el mar se unen ahora en una gruesa cortina de seda gris. El agua es espesa y ligeramente rojiza, como un licor de bayas silvestres. Una niebla azul de humo frío se libera de la superficie y se desliza por encima del espejo de agua. Entonces el agua se cuaja. Del oscuro mar, el frío extiende una rosaleda, tendiendo una alfombra blanca de flores de hielo formada por sales y gotas de agua heladas. Tal vez vivan cuatro horas, tal vez dos días.

En este momento, los cristales de hielo están construidos alrededor del número seis. Alrededor de un hexágono, como una celda de una colmena de agua solidificada, se extienden seis brazos hacia otras seis celdas que, de nuevo, fotografiadas a través de un filtro de color y fuertemente aumentadas, se descomponen en nuevos hexágonos.

Entonces se forma el hielo frazil, el hielo pastel, hielo de tortitas cuyas placas se funden creando témpanos de hielo. El hielo separa la sal, el agua del mar se congela desde abajo. El hielo se rompe, se amontona sobre la superficie, y las precipitaciones y el aumento del frío le otorgan una superficie accidentada. Llega el momento en que, el hielo es forzado a desplazarse.

Más lejos está el hiku, el hielo perpetuo, el continente de mar helado cuyo borde seguimos.

Alrededor del Kronos, en el fiordo que las corrientes marinas locales, sólo en parte entendidas y descritas, han creado, hay, a todos lados, hikuaq y puktaaq, témpanos de hielo. Los más peligrosos son los témpanos azules y negros, formados de las aguas de fusión, pesados y profundos, y que, gracias a su transparencia, han tomado el mismo color que las aguas que nos rodean.

Más visibles son el hielo blanco de los glaciares y el hielo marino de color gris, tintado por las partículas de aire.

La superficie de los témpanos es un paisaje devastado por los ivuniq, amontonamientos de hielo creados por la presión de la corriente y el choque entre los témpanos, por los maniilaq, cerros de hielo, y por la apuhiniq, nieve que el viento ha comprimido, convirtiéndola en barricadas compactas y duras.

El mismo viento ha arrastrado las agiuppiniq por las extensiones de hielo, aquellos cúmulos de nieve que sigues con el trineo cuando la niebla se cruza en tu camino.

De momento, el tiempo, el mar y el hielo permiten que el Kronos avance. Ahora, Lukas está sentado en el puesto de vigía, ahora desliza su barco a través de los canales, busca las killaq, las aperturas en el hielo, deja que la proa se suba al hielo nuevo por donde el grosor es inferior a los treinta centímetros, dejando que el peso del barco lo rompa. Avanza. Porque la corriente en este lugar es como es. Porque el Kronos ha sido construido para ello. Porque tiene experiencia. Pero sólo lo consigue a duras penas.

El rompehielos de Shackleton, el Endurance, fue aplastado por los bancos de hielo en el mar de Weddell. El Titanic naufragó. Y el Hans Hedtoft. También el Proteus, cuando tuvo que socorrer a la expedición del teniente Greely en el segundo año internacional polar. Son innumerables las pérdidas en las travesías árticas.

Hay demasiada resistencia en el hielo para que tenga sentido pretender vencerlo. Ahora mismo puedo apreciar cómo las colisiones han astillado los bordes de los témpanos y los han levantado en barreras que miden veinte metros de altura, debajo de las cuales, los témpanos se amontonan formando muros de una profundidad de treinta metros. A nuestro alrededor está helando. En este mismo momento percibo que el mar está deseando cerrarse a nuestro alrededor, que sólo se trata de una constelación casi accidental y transitoria del agua, el viento y la corriente lo que nos permite seguir adelante. A cien millas en dirección norte, los bancos de hielo forman un muro que nada ni nadie es capaz de traspasar. Hacia el este están los icebergs que se han desprendido del glaciar de Jakobshavn, un glaciar que en un solo año ha producido mil icebergs -en total, más de ciento cuarenta millones de toneladas de hielo-, que se hallan entre nosotros y la tierra firme como una cordillera helada, a setenta y cinco millas de la costa. En cualquier momento del año, el hielo flotante cubre una cuarta parte de la superficie marina del globo; la banda de hielo flotante en la Antártida es de veinte millones de kilómetros cuadrados; alrededor de Groenlandia y Canadá, de entre ocho y diez millones de kilómetros cuadrados.

A pesar de ello, pretenden vencer al hielo. Lo quieren atravesar y construir plataformas de perforación sobre él y remolcar icebergs planos desde el Polo Sur hasta el Sáhara con el fin de fertilizar los desiertos.

Son proyectos cuyos cálculos no me interesan. Es una pérdida de tiempo calcular imposibilidades. Se puede intentar convivir con el hielo. Pero es imposible vivir contra él, o modificarlo o vivir en su lugar.

En cierta manera, el hielo es evidente. Lleva su historia en la superficie. Los amontonamientos, los cúmulos, el hielo formado del derretido y posteriormente vuelto a congelar. La mezcla de varias eras en los mosaicos de hielo, los negros pedazos de sikussaq, hielo viejo, formados en fiordos protegidos, que con el tiempo se han ido desprendiendo y han sido arrastrados mar adentro. Ahora, bajo los últimos rayos de luz, desde las nubes que el sol ha esquivado, cae un fino velo de qanok, nieve descendiente.

Noto un lazo que une la llanura blanca con el interior de mi corazón. Como una prolongación del árbol interior de agua salada que hay en el hielo.


Cuando me despierto me doy cuenta de que me he quedado dormida. Debe ser de noche.

El Kronos sigue navegando. Los movimientos me dicen que Lukas sigue teniendo que romper el hielo nuevo.

Intento abrir los cajones del botiquín. Están cerrados con llave. Envuelvo el jersey alrededor de mi codo y rompo un cristal del armario. Sobre los estantes hay tijeras, clips, pinzas. Un otoscopio, un frasco de etanol, yodo, agujas quirúrgicas esterilizadas. Encuentro dos escalpelos de plástico desechables y un rollo de venda adhesiva. Junto los dos mangos de plástico estrechos y finos y los uno con venda adhesiva. Ahora ofrecen una cierta resistencia a la rotura.

No se oyen pasos previos en la escalera, sencillamente se abre la puerta. El mecánico entra con una bandeja en las manos. Está más cansado y más encorvado que la última vez que lo vi. Sus ojos se quedan fijos sobre el cristal roto.

Sostengo el escalpelo doble contra mi muslo. Me sudan las manos. Baja la mirada hasta mi mano y yo deposito el cuchillo sobre la camilla. Él deja la bandeja.

– Urs se ha esforzado.

Siento que voy a vomitar si miro la comida. Él se acerca a la puerta y la cierra. Yo me alejo de él. El dominio sobre mí misma es muy frágil.

Lo peor no es la ira. Lo peor es el deseo detrás de la ira. Un sentimiento en estado puro es soportable. Es la necesidad acechante de aferrarme a él lo que realmente me asusta.

– T-tú misma has pa-participado en expediciones, Smila. Tú sa-sabes que llega un momento en que tienes qu-que s-seguir adelante, en que ya no te puedes detener.

En cierto modo pienso que no lo conozco, que nunca he hecho el amor con él. Por otro lado, el hecho de que no se arrepienta pone de manifiesto su fría y distinguida intención de atenerse a las consecuencias. En cuanto se presente la ocasión, pienso echarle a patadas de mi vida. Pero en este momento constituye mi única, frágil e imposible oportunidad.

– Tengo que enseñarte algo -le digo. Y luego le cuento lo que le quiero enseñar.

Se ríe con una risa forzada.

– Imposible, Smila.

Le abro la puerta para que se vaya. Hasta este momento hemos estado susurrando, ahora renuncio a seguir hablando en voz baja.

– Isaías -le digo-. De alguna manera, tú has tomado parte en ello. También tú estuviste detrás de él, allá arriba, sobre el tejado.

Sus manos se cierran alrededor de mis brazos, levantándome y depositándome sobre la camilla.

– ¿Cómo pu-puedes estar t-tan segura, Smila?

Su tartamudeo se ha acrecentado enormemente. Hay miedo en su semblante. Tal vez ya no haya ni una sola persona a bordo del Kronos que no tenga miedo.

– No t-te escaparás, ¿ve-verdad? ¿Vo-volverás co-conmigo hasta aquí?

Estoy a punto de echarme a reír.

– ¿Adonde quieres que vaya, Foejl?

No sonríe.

– Lander dijo que te vio andar sobre el agua.

Me quito los calcetines. Entre los dedos y la parte delantera del pie hay una tirita. De ahí cuelga la llave maestra de Jakkelsen.


No nos encontramos con nadie. La luz sobre el castillo de popa está apagada. Cuando abro la puerta y entramos, ambos percibimos que nos encontramos a pocos metros de aquella plataforma de cubierta donde, hace menos de veinticuatro horas, estuvimos esperando poder presenciar el último viaje de Jakkelsen. La conciencia no significa gran cosa. El amor proviene de la energía sobrante que se va consumiendo a medida que nos acercamos a los instintos básicos, es decir, al hambre, el sueño, la necesidad de seguridad.

Cuando llegamos a la cubierta inferior enciendo la luz. Una cascada de luz, comparado con el cono de la linterna de mano. Tal vez sea imprudente. Pero no da tiempo a otra cosa. En dos horas, como máximo, habremos llegado a nuestro destino. Entonces se encenderá la luz de cubierta, entonces todos estos espacios desiertos se llenarán de gente.

Nos detenemos delante de la pared del fondo.

Me dejo guiar por mi extrañeza. Me extraña que la pared, según mi plano, haya sido desplazada más de cinco pies del sistema hidráulico de dirección. Me extraña que, en algún lugar detrás de la pared, haya algún tipo de generador.

Miro al mecánico. De repente, no entiendo por qué me ha acompañado. Puede que no lo sepa ni él. Acaso sea por la atracción que ejerce lo improbable sobre nosotros. Señalo la puerta del taller de metal con el dedo.

– Allá dentro hay un mazo.

No parece oír lo que le digo. Agarra el listón que bordea la pared y lo desprende. Contempla los agujeros de los clavos. Es madera fresca.

Introduce las manos entre la plancha y el mamparo y estira. No se suelta. Debe de haber un mínimo de quince clavos en cada lado. Entonces estira con fuerza y se queda con la pared en la mano. Son seis metros cuadrados de plancha de madera con un grosor de diez milímetros. Entre sus manos parece la puerta de un armario.

Detrás de la plancha hay una nevera. Tiene dos metros de altura y un metro de ancho y es de acero inoxidable y me recuerda las lecherías de la Copenhague de los años sesenta, en las que, por primera vez en mi vida, vi a gente gastar energía en mantener algo frío. Ha sido asegurada contra los movimientos del barco con un herraje de metal que debe de estar montado en la pared trasera original y atornillado en el pie de la nevera. Tiene una cerradura de cilindro en la puerta.

Encuentra un destornillador en el taller. Desatornilla el herraje. Entonces rodea la nevera con los brazos. Parece algo inamovible. Sus músculos se relajan completamente. Entonces la mueve medio metro. Sus movimientos encierran cierta cognición, un reconocimiento de que sólo se llega a rendir al máximo durante unas décimas de segundo. Tira de la nevera tres veces más, dándole la vuelta. Ahora ya podemos ver la parte trasera. En su cortaplumas tiene un pequeño destornillador de estrella. En los bordes del revestimiento trasero hay, tal vez, cincuenta tornillos. Introduce la estrella en la entalladura, apoya el tornillo con el índice de la mano izquierda y gira hacia la izquierda, no en movimientos entrecortados, sino continuados. Los tornillos abandonan los agujeros por sí solos. No tarda ni diez minutos en sacarlos todos. Los mete cuidadosamente en el bolsillo. Saca todo el revestimiento con los cables, las aletas de refrigeración, el compresor y el depósito de líquido incluidos.

Incluso en estas circunstancias registro que lo que vemos es, al mismo tiempo, banal e insólito. Estamos mirando el interior de una nevera desde la parte trasera.

Está llena de granos de arroz. Las cajas cuadradas están apiladas cuidadosamente de arriba abajo.

El mecánico coge una caja, la abre y saca una bolsa. He llegado a pensar que, de todas maneras, no tenía tanto que perder. Entonces la piel de su rostro se tensa. Vuelvo a mirar la bolsa. Es mate pero, al mismo tiempo, transparente. No es arroz. La bolsa es un envase al vacío de un material que es compacto y amarillento como el chocolate blanco.

Saca una hoja de cuchillo de su cortaplumas y rasga la bolsa. La bolsa aspira aire en un pequeño golpe. Entonces se derrama un polvo grumoso y oscuro en su mano, como si hubieran vertido mantequilla líquida en el interior de un reloj de arena.

Elige un par de cajas al azar, las abre, mira en su interior y las devuelve cuidadosamente a su sitio.

Vuelve a atornillar el recubrimiento y deja la nevera donde estaba. No le ayudo, ya no soy capaz de tocarle. Vuelve a montar el herraje y coloca la pared en su sitio, trae un martillo del taller y vuelve a clavarla donde estaba. Sus movimientos son distraídos y rígidos.

Hasta este momento no volvemos a mirarnos.

– Majam -digo-. Un estado entre el opio en bruto y la heroína. Lo ha desarrollado Toerk. Oleoso, por eso tiene que estar en la nevera. Ravn me habló de ello. Es parte del acuerdo entre Toerk y Verlaine. La idea es recalar en un puerto en el viaje de vuelta. Tal vez en Holsteinborg, tal vez en Nuuk. Tal vez tenga contactos en la Greenland Star. Hasta hace apenas diez años introducían alcohol y cigarrillos de contrabando en Groenlandia. Pero eso ya pertenece al pasado. Hoy en día, hay muchísima cocaína en Nuuk. Existe una clase alta groenlandesa que vive como los europeos y constituye un mercado inmejorable.

Su mirada es soñadora, distante. Tengo que alcanzarle.

– Jakkelsen debe de haberlo descubierto. Tiene que haberse enterado. Y entonces se delató. Debió de estar colocado, pletórico de sobreestimación de sí mismo. Los ha presionado. Eso les ha obligado a reaccionar. Entonces Toerk les ha arreglado lo del telegrama. Lo ha tenido que hacer. Pero él y Verlaine se odian mutuamente. Provienen de dos mundos diferentes. Siguen juntos únicamente porque pueden sacarse provecho mutuo.

Se inclina hacia mí y me coge de las manos.

– Smila -me susurra-, cuando era niño tenía uno de esos tanques de oruga que funcionaban dándoles cuerda. Si ponías alguna cosa delante del tanque, se subía a ella en vertical porque tenía un desarrollo muy corto. Si la cosa que habías puesto delante era demasiado empinada, daba la vuelta y se abría camino rodeándola y encontrando otro camino por donde superarla. No lo podías detener. Tú eres una de esas máquinas, Smila. Se te tenía que mantener fuera de todo este embrollo y, sin embargo, volverías a meterte una y otra vez. Tenías que haberte quedado atrás en Copenhague pero, de repente, estás a bordo. Por lo tanto, te encierran, es idea mía, es lo más seguro para ti. Cierran la puerta con llave, se acabó la señorita Smila y, súbitamente, vuelves a estar fuera. Siempre vuelves a subir. Tú eres una de esas máquinas, Smila, una de esas tazas para bebés que siempre se levantan.

En su voz luchan sentimientos irreconciliables.

– Cuando yo era pequeña -le digo- mi padre me regaló un osito de peluche. Hasta entonces, sólo jugábamos con muñecas que nosotras mismas hacíamos. El osito me duró una semana. Primero se ensució y luego se le cayeron los pelos. Entonces se agujereó y el relleno se esparció por el suelo. Sin ese relleno descubrí que estaba totalmente vacío por dentro. Tú eres uno de esos ositos, Foejl.


Estamos sentados en su camarote, uno al lado del otro, encima de su catre. Sobre la mesa hay una de esas botellas planas, pero sólo él bebe de ella.

Está sentado en una postura encogida, con las manos entre los muslos.

– Se trata de un meteorito -dice-, una especie de piedra. Toerk dice que es vieja. Está incrustada en una especie de asiento en la roca, debajo del hielo. La vamos a sacar de allí.

Estoy pensando en las fotografías que encontré entre los papeles de Toerk. Ya entonces tenía que haberlo adivinado. Aquello que se parecía a unas radiografías. La estructura Widmannstäten. La encuentras en cualquier libro de texto. La expresión visible de la relación entre el níquel y el hierro en los meteoritos.

– ¿Por qué éste en concreto?

– Aquel que encuentre algo de interés en Groenlandia, debe comunicarlo al Museo Nacional de Nuuk. Desde allí, lla-llamarán al Museo Mineralógico y al Instituto Metalúrgico de Copenhague. El hallazgo sería entonces registrado como algo de interés nacional y, por tanto, decomisado.

Se inclina hacia delante.

– Toerk dice que pesa unas cincuenta toneladas. Es el mayor meteorito que se ha encontrado hasta ahora. Trajeron oxígeno y acetileno en la expedición del 91. Cortaron unas muestras. Toerk dice que contiene diamantes. Materias y sustancias que no existen en la tierra.

De no haber sido por la situación penosa en la que nos encontramos, tal vez me hubiera parecido conmovedor que, en estos momentos, sea como un niño. El entusiasmo del niño al pensar en la sustancia misteriosa, los diamantes, el oro al final del arco iris.

– ¿Isaías?

– Participó en la expedición del 91. Es-estaba c-con su padre.

Así debió ser, por supuesto.

– Se escapó del barco en Nuuk. Tuvieron que dejarlo atrás. Loyen lo encontró y lo envió a casa.

– Y tú, Foejl -digo-. ¿Qué pintabas tú? ¿Qué querías de él?

Cuando se da cuenta de lo que quiero decir, su rostro se encierra y se hace muy duro. Durante estos minutos, cuando, de todos modos, ya es demasiado tarde, llego hasta los rincones más recónditos de su ser.

– Yo no lo toqué, por supuesto. Allí arriba, sobre el tejado. Lo quería, como nunca a-antes…

Su tartamudeo ahoga la frase. Espera hasta que la tensión haya desaparecido.

– Toerk sabía que había cogido algo. Una cinta. El glaciar se había movido. Estuvieron buscándolo durante quince días sin encontrarlo. Fi-finalmente, Toerk fletó un helicóptero y voló hasta Tule. Para encontrar a los esquimales que habían participado en la expedición del 66. Los encontró. Pero e-ellos no qui-quisieron acompañarle. Por lo que le dieron una descripción de la ruta. Ésa era la cinta que robó el Barón. La que tú encontraste.

– Y La Incisión Blanca, ¿cómo llegaste a vivir allí?

Conozco la respuesta.

– Ving -digo-. Fue Ving. Te colocó allí para que vigilases a Isaías y a Juliana.

Sacude la cabeza.

– Al revés, claro -digo- Tú ya estabas allí. Ving trasladó a Isaías y a Juliana al edificio para que estuvieran cerca de ti. Tal vez para que descubrieras cuánto sabían y cuánto recordaban. Ésa es la razón por la que la petición de Juliana de ser trasladada a un piso más bajo, cerca del suelo, no fue aceptada. Tenían que estar cerca de ti.

– Seidenfaden me contrató. No había oído hablar de los otros dos. No, hasta que tú no los encontraste. Había buceado para Seidenfaden antes. Es ingeniero de transportes. Entonces comerciaba con antigüedades. Estuve sacando imágenes de dioses del lago Liai en Birmania para él, antes del estado de excepción.

Pienso en el té que me hizo, en su sabor, que recordaba a los trópicos.

– Más tarde, volví a encontrarme con él en Copenhague por casualidad. Estoy sin trabajo. No tengo dónde vivir. Me ofrece vigilar al Barón.

No existe ni una sola persona para quien no le suponga un alivio ser obligado a contar la verdad. El mecánico no es un mentiroso por naturaleza.

– ¿Y Toerk?

Su mirada se hace distante.

– Es el que lleva a cabo lo que se propone.

– ¿Qué sabe de nosotros? ¿Sabe que estamos aquí en este momento?

Sacude la cabeza.

– Y tú, Foejl, ¿quién eres tú?

Su rostro se torna inexpresivo. Ésta es la pregunta que nunca en su vida se ha planteado.

– Alguien que quiere ganar un poco de dinero.

– Espero que sea mucho -le digo-. Tiene que compensarte por la muerte de dos niños.

Su boca se convierte en una ranura.

– Dame un trago -le pido.

La botella está vacía. Saca otra del cajón. Llego a ver una cajita redonda de plástico azul y un paño para bruñir que envuelve un rectángulo.

El alcohol se evapora con una rapidez sorprendente.

– ¿Loyen, Ving, Andreas Fine?

– F-fueron descartados desde el comienzo. S-son demasiado viejos. Ésta tenía que ser nuestra expedición.

Detrás de sus tópicos puedo oír la voz de Toerk. La ingenuidad resulta, a veces, atractiva. Hasta que es seducida. Entonces pasa simplemente a ser entristecedora.

– Entonces, cuando empiezo a ser incómoda, os ponéis de acuerdo para que tú, sin llamar la atención, me sigas.

Sacude la cabeza.

– No tenía ni la menor idea de todo esto, no había oído hablar de ello, ni tampoco de Toerk y Katja. Y eso sucedió más tarde. Lo que tú y yo descubrimos juntos era nuevo para mí.

Ahora lo veo tal como es. No es una visión decepcionante. Sencillamente es una imagen más compleja de la que vi en un primer momento. Toda infatuación es simplificadora. Como las matemáticas. Verlo a él nítidamente significa volverme objetiva, abandonar la ilusión de un héroe y retornar a la realidad.

O tal vez ya esté ebria después de los primeros tragos. Eso es lo que pasa cuando únicamente bebes en contadas ocasiones. Te emborrachas en cuanto las primeras moléculas son absorbidas en las mucosas de la cavidad bucal.

Se levanta y se acerca al ojo de buey. Yo me inclino hacia delante. Cojo la botella con una mano. Con la otra, tiro del cajón y palpo el paño. Está envuelto alrededor de una pieza de metal redonda y estirada.

Lo miro. Veo su pesadez, su lentitud, su energía, su resolución, su codicia y su ingenuidad. Su necesidad de un líder, su peligrosidad. También observo su solicitud, su calor, su paciencia, su pasión. Y me doy cuenta de que sigue siendo mi única oportunidad.

Entonces cierro los ojos y hago tabla rasa interiormente. Al suelo cae nuestra mutua mendacidad, las preguntas sin contestar, las sospechas fundadas y las enfermizas. El pasado es un lujo que ya no nos podemos permitir.

– Foejl -digo-, ¿tienes que sumergirte hasta donde se encuentra esa piedra?


Ha asentido con la cabeza. No he oído si ha dicho algo. Pero ha hecho un gesto de asentimiento. Esta afirmación obstruye, por un instante, el paso a todo lo demás.

– ¿Por qué? -me oigo decir a mí misma.

– Está sumergida en un lago de agua de fusión. Está casi cubierta por el agua. Aparentemente está muy cerca de la superficie del hielo. Seidenfaden cree que no será muy difícil llegar hasta ella. Bien a través de un túnel de agua de fusión o bien a través de las aperturas de una grieta que hay justo después del asiento. El problema surgirá cuando tengamos que sacarla de allí. Seidenfaden piensa que deberíamos ensanchar el túnel que desagua el lago y luego sacar la piedra por allí. Tendrá que ser ensanchado con explosivos. Todo esto será trabajo que tendrá que hacerse debajo del agua.

Me siento a su lado.

– El agua -digo- se hiela alrededor de los cero grados Celsius. ¿Qué explicación te ha dado Toerk a este fenómeno? ¿Cómo se explica que haya agua alrededor de la piedra?

– ¿No tiene algo que ver con la presión en el hielo?

– Sí, así es. Tiene que ver con la presión. Cuanto más desciendas en un glaciar, más calor hará. Debido a la presión que ejercen las masas de hielo que hay encima. El Indlandsis está a 23 °C bajo cero a una profundidad de quinientos metros. Quinientos metros más abajo, la temperatura es de 10 °C bajo cero. Como el punto de fusión depende de la presión, de hecho, puede encontrarse agua a temperaturas por debajo de los cero grados. Tal vez hasta los -1,6 c -1,7 °C. Existen glaciares templados, en los Alpes o en las Montañas Rocosas, en los que se encuentra agua de fusión a partir de los treinta metros de profundidad.

El mecánico asiente con la cabeza.

– Fue exactamente así como lo explicó Toerk.

– Pero Gela Alta no está en los Alpes. Es uno de los glaciares llamados «fríos». Y es muy pequeño. Ahora mismo, la temperatura en su superficie debe de ser de diez grados bajo cero. La temperatura en el fondo debe ser similar. El punto de fusión bajo presión debe de estar alrededor de los cero grados Celsius. Lo cual significa que es imposible que se forme ni una sola gota de agua en estado líquido en ese glaciar.

Me observa mientras bebe de la botella. Lo que le he dicho no le ha inquietado. Tal vez no lo haya entendido. Tal vez Toerk suscita en la gente una confianza que impide la penetración del mundo externo. Tal vez sea lo de siempre; que el hielo resulta ininteligible para aquellos que no han nacido con él. Intento explicárselo por otros métodos.

– ¿Te han contado cómo la encontraron?

– Fueron los groenlandeses. En tiempos prehistóricos. Formaba parte de su leyenda. Ésta era la razón por la que incluyeron a Andreas Fine en el proyecto. Tal vez entonces todavía se encontraba sobre la superficie del hielo.

– Cuando un meteorito entra en la atmósfera -explico-, a unos ciento cincuenta kilómetros de la Tierra, entonces lo primero que ocurre es que lo atraviesa una onda expansiva, como si hubiera chocado con un muro de hormigón. La capa exterior se funde y cae a trozos. He visto este tipo de rayas negras derramadas sobre el Indlandsis. Pero, por ello, la velocidad del meteorito disminuye y, con ello, el desarrollo de calor. Si llega a la Tierra sin haberse fragmentado, tendrá, por regla general, la temperatura media de la Tierra, es decir, alrededor de los cinco grados. Por tanto, no se funde, hundiéndose en la superficie. Pero tampoco se queda sobre ella. La fuerza de la gravedad lo irá atrayendo hacia abajo. Nunca se han encontrado meteoritos de cierto tamaño sobre el hielo. Nunca se encontrarán. La fuerza de la gravedad los atraerá hacia abajo. Serán encerrados por el hielo y, con el tiempo, llevados al mar. Y en caso de que fueran apresados en una grieta en el subsuelo, acabarán triturados. Un glaciar no tiene nada de indulgente. Es una mezcla de cepillo gigantesco y trituradora de piedras. No crea agujeros encantados alrededor de chismes de interés geológico. Los rebaja y los muele convirtiéndolos en polvo y luego vacía el polvo en el Atlántico.

– Entonces debe de haber fuentes termales a su alrededor.

– No hay actividad volcánica en Gela Alta.

– He visto las f-fotografías. Hay un lago de agua.

– Sí -le digo-. Yo también he visto esas fotos. Si todo no es un simple montaje, está rodeado de agua. Espero de todo corazón que se trate de un montaje.

– ¿Por qué?

Estoy considerando si será capaz de entenderlo. Pero, de todos modos, no hay más remedio que intentarlo diciendo la verdad. Lo que yo creo que es la verdad.

– No puedo saberlo con toda seguridad, pero podría muy bien tratarse de que el calor proviniera de la piedra misma. Que emitiera calor. Tal vez, en forma de una especie de radiación. Pero también existe otra posibilidad.

– ¿Cuál?

Se lo noto, lo veo en su cara. Tampoco para él, lo que acabo de decir, son ideas nuevas. También él sabía que había algo que no concordaba. Pero había apartado el problema, simulando que no existía. Es danés. En todo momento, es preferible el cómodo silencio antes que la gravosa verdad.

– La bodega de proa del Kronos ha sido reconstruida. Puede ser esterilizada. Está equipada con una entrada de oxígeno y de aire atmosférico. Está hecha como si fueran a transportar un animal enorme. Se me ha ocurrido que Toerk, tal vez, cree que la piedra que tenéis que recoger está viva.


No queda más líquido en la botella.

– Fue un buen truco lo de la alarma de incendios -le digo.

Sonríe cansado.

– Era la única manera de devolver los papeles a su sitio y, a-al mismo tiempo, justificar que estaban mojados.

Estamos sentados cada uno en una punta del catre. El Kronos navega cada vez con mayor lentitud. En mi cuerpo tiene lugar una oscura y voluptuosa batalla entre dos tipos de intoxicación. La irrealidad cristalina de las anfetaminas y la complacencia vaga del alcohol.

– Fue cuando Juliana te contó que Loyen había examinado a Isaías regularmente cuando pensé por primera vez que debía de tratarse de alguna enfermedad. Pero hasta que vi las radiografías no caí en la cuenta. Eran de la expedición del 66 y las había conseguido Lagermann, del Hospital de la Reina Ingrid, en Nuuk. No murieron a causa de la explosión. Estaban infectados por algún tipo de parásito. Tal vez una especie de gusano. Pero más grande que cualquiera que se conozca hasta ahora. Y más rápido. Murieron en pocos días. Puede que en pocas horas. Loyen estaba interesado en saber si Isaías se había contagiado.

Sacude la cabeza. No quiere creérselo. Porque él está buscando un tesoro. Unos diamantes.

– Desde el principio, ésta ha sido la razón por la que Loyen ha participado. Él es un científico. El dinero es secundario para él. De lo que, en realidad, se trataba era del Premio Nobel. Desde el momento en que lo descubrió en los años cuarenta, ha previsto una impactante noticia científica.

– Entonces, ¿por qué no me lo han contado?

Todos vivimos una vida de confianza ciega en aquellos que toman las decisiones. En la ciencia. Porque el mundo es inabarcable; toda información nebulosa. Aceptamos la existencia de un globo terráqueo redondo, de unos núcleos atómicos sostenidos como gotas, de un espacio curvo, de la necesidad de intervenir en el material genético. No porque sepamos que es así, sino porque confiamos en aquellos que nos lo han contado. Somos todos prosélitos de la ciencia. Y, en contraposición a los seguidores de las demás religiones, la distancia entre nosotros y los sacerdotes ya no puede ser superada. El problema surge cuando tropiezas con una mentira rotunda. Y de la cual dependa la vida de uno. El pánico del mecánico es el del niño cuando sus padres le pillan por primera vez en una mentira que siempre ha sabido existía.

– El padre de Isaías buceó -digo-. Probablemente también lo hicieron los demás. La mayoría de los parásitos pasan por una fase en el agua. Tú tienes que bucear. Y tienes que hacer que otros buceen. Tú eres el último que debe enterarse del asunto.

La perturbación lo obliga a ponerse de pie.

– Tienes que ayudarme a hacer una llamada -digo.

Cuando nos levantamos cierro la mano alrededor de un trozo de metal envuelto en un paño y alrededor de una cajita plana y redonda que hay en el cajón.


La cabina de radio está detrás del puente, delante de la sala de oficiales. Llegamos hasta allí sin ser vistos. Cuando ya estoy delante de la puerta, vacilo. El mecánico sacude la cabeza.

– Está vacía. La IMO estipula que tiene que estar dotada dos veces por hora pero no tenemos ningún radiotelegrafista a bordo. En su lugar, dejan el HF sintonizado en los 2182 kiloherzios, la frecuencia internacional de emergencia, y la conectan a una alarma que se dispara si llegan llamadas de socorro.

La llave de Jakkelsen no puede abrir la puerta. Me entran ganas de gritar.

– Tengo que entrar -digo.

El mecánico se encoge de hombros.

– Nos lo debes a los dos -insisto.

Duda un último segundo. Entonces pone con cuidado las dos manos en el tirador y empuja la puerta, abriéndola. No ha astillado la madera, únicamente ha provocado una rascadura al hundir el pestillo en el marco de acero.

La sala es muy pequeña, llena a rebosar de equipamiento. Hay un pequeño VHF, una emisora de onda larga del tamaño de una nevera, una caja de un tipo que no había visto en mi vida con una llave Morse incorporada. Una mesa, sillas, un teléfono, un telefax, una máquina de café, azúcar y vasos de plástico. En la pared, un reloj sobre cuya esfera han pegado unos triángulos de papel de diversos colores, un teléfono móvil, un calendario, certificados de los equipos en estrechos marcos de acero, una licencia que acredita a Sonne como radiotelegrafista. Sobre el escritorio, un magnetófono atornillado en la mesa, diversos manuales, el libro de transmisiones abierto.

Apunto el número en un trozo de papel.

– Es de Ravn -le digo.

Se queda paralizado. Lo cojo por el brazo mientras pienso que ésta será la última vez en mi vida que lo toque.

Se sienta en la silla y se convierte en otra persona. Tal como ocurrió en su cocina, sus movimientos se hacen rápidos, precisos y protectores. Da unos golpecitos a la esfera del reloj.

– Los triángulos indican las horas fijadas internacionalmente en las que los canales deben quedar libres para las señales de socorro. Si las sobrepasamos, la alarma se pondrá en marcha. Para el HF es desde la hora y media, hasta pasados tres minutos, y desde en punto, hasta pasados otros tres. Disponemos de diez minutos.

Me da un auricular y él se queda con el teléfono auricular. Me siento a su lado.

– Es imposible con este tiempo y con la distancia que hay hasta la costa -dice.

Lo primero que hace, lo entiendo, aunque no hubiera sido capaz de hacerlo yo misma.

Elige la potencia máxima de salida de 200 watios. De esta manera, el transmisor corre el riesgo de cubrir su propia señal pero el tiempo nublado y la distancia hasta la costa lo exigen.

Se oye el crujido del espacio vacío y entonces una voz.

This is Sisimut. What can we do for you?

El mecánico elige emitir por onda portadora. El transmisor dispone de indicación analógica y ajuste automático. De este modo, siempre se ajustará según la onda portadora mientras que la conversación será transmitida por una banda lateral. Es el método más eficaz y tal vez el único posible en una noche como ésta.

Poco antes de que logre sintonizar, el receptor capta una estación canadiense que emite música clásica a través de la red de onda corta. Durante unos breves instantes no soy capaz de ver la sala que me rodea por la cantidad de recuerdos de mi infancia que me sobrevienen. Es Victor Halkenhvad cantando Gurrelieder. Entonces vuelve Sisimut.

El mecánico no solicita Lyngby Radio, solicita Reykjavik. Cuando la estación contesta, pide por Torshavn.

– ¿Qué está pasando aquí? -le pregunto.

Cubre el micrófono con la mano.

– Todas las estaciones mayores disponen de un radiogoniómetro direccional automático que se acopla cuando reciben una llamada. Registran los costes de las conversaciones bajo el nombre del barco que tú les indicas. En caso de darles un nombre falso, pueden localizar la posición del barco. De este modo, una conversación siempre podrá ser relacionada con unas coordenadas. Estoy corriendo una co-cortina de humo. Por cada nueva estación, se hace más y más difícil rastrear la llamada. A la cuarta, deja de ser posible.

Le ponen con Lyngby Radio. Les dice que está llamando desde el Candy 2 y da el número de Ravn. Me mira a los ojos. Ambos sabemos que si yo exijo otro procedimiento, una llamada directa que posibilitara que Ravn llegara a descubrir la posición del Kronos, entonces él interrumpiría la llamada. No digo nada. A estas alturas, ya le he presionado mucho. Y todavía no hemos terminado.

Exige una security-line, una línea que no pueda ser intervenida. Muy lejos de aquí, en otra parte del universo, suena el teléfono. La señal es débil e intermitente.

– ¿Qué hay a nuestro alrededor, Smila?

Intento recordar la noche y el tiempo que hace.

– Nubes de cristales de hielo.

– Es lo peor que hay. Los rayos de HF se arquean siguiendo la curvatura de la atmósfera. Cuando el cielo está nublado o está nevado, éstos pueden ser atrapados en un espacio reflector.

El teléfono suena, monótono y sin vida. Me doy por vencida. La desesperación es una insensibilidad que emana del estómago.

Entonces alguien coge el teléfono.

– ¿Sí?

La voz suena cercana, totalmente nítida pero soñolienta. Deben de ser, más o menos, las cinco de la mañana en Dinamarca.

Lo veo ante mis ojos. Tal como aparecía en las fotos que estaban en la cartera de Ravn. De pelo cano, en un traje de lana.

– ¿Podría hablar con el señor Ravn?

Cuando deja el auricular, oigo a un niño llorar muy cerca. Debe de haber estado durmiendo junto a él. Tal vez en la misma cama, entre los dos.

– Aquí Ravn.

– Soy yo -digo.

– Tendrá que ser en otra ocasión.

Como su voz se oye con tanta nitidez, también el rechazo es muy claro. No sé lo que ha ocurrido. Y ahora he ido demasiado lejos para meditar sobre ello.

– Es demasiado tarde -le digo-. Quiero hablar de lo que ocurre en los tejados. En Singapur y en el barrio de Christianshavn.

No me contesta. Pero sigue al teléfono.

Es imposible visualizarlo como persona privada. ¿Qué se pone para dormir? ¿Qué aspecto tiene en este momento, en la cama, al lado de su nieto?

– Tenemos que imaginarnos que es por la tarde, a una hora avanzada -le digo-. El niño vuelve solo de la guardería. Es el único al que no pasan a recoger cada día. Camina como lo suelen hacer los niños, dando tumbos, saltando, con la mirada fija en el suelo, prestando atención sólo a lo que le rodea en ese momento. Tal como anda su nieto, Ravn.

Puedo oír su respiración, tan nítidamente como si estuviera en la misma habitación que nosotros.

El mecánico se ha apartado un auricular de una oreja para, simultáneamente, poder seguir la conversación y escuchar si se acerca alguien por el pasillo.

– Por esta razón no ve al hombre hasta que no está justo a su lado. Ha estado esperando en el coche. No hay ventanas que dan al aparcamiento. Está casi oscuro. Estamos a mediados de diciembre. El hombre agarra al niño. No lo hace por el brazo, sino por la ropa, por el peto de los pantalones impermeables que no pueden romperse y en los que no puede dejar marcas. Pero ha calculado mal. El niño lo ha reconocido enseguida. Han pasado varias semanas juntos. Y no es por eso por lo que el niño se acuerda de él. Lo recuerda por uno de los últimos días. El día en que vio a su padre morir. Tal vez viera cómo el hombre obligaba a los buzos a volver a sumergirse en el agua, después de que uno de ellos falleciera. En un momento en que todavía no habían entendido que algo andaba mal. O, tal vez, sencillamente sea la experiencia de la muerte lo que el niño ha asociado con este hombre. En todo caso, no ve a un hombre ante sí. Ve una amenaza. De la manera que sólo los niños son capaces de experimentar las amenazas. Violentamente. Y primero se queda paralizado. Todos los niños se quedan paralizados.

– Son conjeturas -dice Ravn.

La comunicación ha empeorado. Por un momento, estoy a punto de perder el hilo de mi discurso.

– También el niño que está a su lado -prosigo-. Él también se quedaría paralizado. Es justo en este punto donde el hombre se ha equivocado. El niño que tiene delante parece muy pequeño. Se inclina hacia él. Es como un muñeco. Quiere meterlo en el coche. Lo suelta un instante. Éste es su error, pues no ha previsto la capacidad de reacción del niño. De repente, éste echa a correr. El suelo está cubierto de nieve apisonada. Por eso el hombre no le alcanza. No está acostumbrado a correr sobre la nieve. El niño sí.

Ahora prestan atención, a mi lado y a través de distancias infinitas. No es a mí a quien escuchan. Es el miedo el que nos une, el miedo del niño que todos llevamos dentro.

– El niño corre junto al bloque de pisos. El hombre corre hasta la calzada, cortándole el paso. El niño llega hasta los almacenes. El hombre le sigue, resbalando, tambaleándose. Pero ya más tranquilo. No hay escapatoria. El niño se da la vuelta hacia él. El hombre se relaja ahora completamente. El niño mira a su alrededor. Ha dejado de pensar. Pero en su interior, sigue trabajando un motor que seguirá funcionando hasta que se agoten todas sus fuerzas. Es ese motor lo que el hombre no había previsto. De repente, el niño está subiendo por los andamios. El hombre lo sigue. El niño sabe que lo que tiene detrás es el terror personificado. Sabe que va a morir. Este sentimiento es más fuerte que su miedo a las alturas. Sigue subiendo hasta llegar al tejado. Y allí, se pone a correr hacia adelante. El hombre se detiene. Tal vez lo haya querido así desde el principio, tal vez se le acabe de ocurrir la idea en ese mismo instante, tal vez no tome conciencia de sus propias intenciones hasta este momento. De la posibilidad de eliminar a alguien a través de una amenaza. Para así evitar que el niño alguna vez pueda contar lo que vio en una cueva de un glaciar en algún lugar del estrecho de Davis.

– ¡Sólo son conjeturas!

Su voz es un susurro.

– El hombre se adelanta hacia el niño. Ve cómo corre a lo largo del alerón, buscando alguna manera de bajar. Los niños no tienen sentido de la orientación, no tienen una visión general de las cosas; probablemente el niño ni siquiera sabe dónde está, únicamente es capaz de ver unos metros más allá de donde se encuentra. En el borde de la nieve, el hombre se detiene. No quiere dejar huellas. Prefiere que no llegue a ser necesario.

La comunicación se ha interrumpido. El mecánico vuelve a sintonizar. La comunicación vuelve.

– El hombre espera. Es como si esta espera contuviera mucha confianza. Como si supiera que basta con su presencia. Su silueta recortada en el cielo. Como en Singapur. ¿Fue suficiente entonces, Ravn? ¿O acaso la empujó porque ella era mayor y serena y menos perturbable que el niño, porque podía acercarse a ella sin que hubiera nieve que pudiera atrapar sus huellas?

El sonido es tan claro que, por un momento, creo que proviene del mecánico. Pero él está callado.

Vuelve, atormentado, proviene de Ravn.

Le hablo en voz baja.

– Mire al niño, Ravn, al niño que está a su lado. Éste es el niño sobre el tejado, Toerk está detrás de él, una silueta. Podría detenerle y, sin embargo, no lo hace. Lo empuja hacia delante, como entonces lo hizo con la mujer sobre el tejado. ¿Quién era ella, qué hizo él?

Desaparece y vuelve, muy lejano.

– ¡Tengo que saberlo, Ravn! ¡Ella se llamaba Ravn!

El mecánico me tapa la boca con su mano. La palma de la mano está fría como el hielo. Debo de haber gritado.

– … era…

Su voz se pierde.

Agarro el aparato y lo sacudo. El mecánico me aparta. En ese momento vuelve la voz de Ravn, nítida, clara, despojada de todo sentimiento.

– Mi hija. Él la empujó. ¿Está contenta, señorita Smila?

– La fotografía -digo-, ¿fue ella quien tomó la fotografía de Toerk? ¿Estaba en la policía?

Dice algo. A la vez, su voz es arrastrada hacia atrás, a través de un túnel de ruido y desaparece. La conexión se ha roto.

El mecánico apaga la luz del techo. A la tenue luz de los paneles de los instrumentos, su rostro está blanco y tenso. Lentamente se despoja de los auriculares y los cuelga en su sitio. Estoy sudando como si hubiera estado corriendo.

– Supongo que la declaración de un niño no tendría validez en un juicio.

– Ante un jurado hubiera sido un agravante -digo.

No continúa el hilo de sus pensamientos y tampoco lo necesita. Pensamos lo mismo. A veces, había algo en la mirada de Isaías, una sabiduría más vieja que su edad, más vieja que la edad de cualquiera, un profundo conocimiento del mundo de los adultos. Toerk se encontró con esa mirada. Hay otro tipo de acusaciones distintas a las que se formulan ante un tribunal.

– ¿Qué hacemos con la puerta? -pregunto.

Apoya una mano en el marco de acero y lo dobla ligeramente hasta que recupera su forma.


Me ha acompañado hasta la enfermería por la escalera exterior. Una vez allí, permanece unos instantes en la puerta.

Me doy la vuelta, dándole la espalda. El dolor del cuerpo es tan fino y tibio en comparación con el del alma.

Separa los dedos y se mira las manos.

– Cuando hayamos terminado -dice-, lo mataré.


Nada en el mundo podría tentarme a pasar una noche, ni siquiera una noche tan corta y desconsolada como la que tengo por delante, sobre una camilla. Deshago la ropa de cama, saco los cojines de los sillones y me echo a dormir delante de la puerta. Si alguien quiere entrar, antes tendrá que empujarme.

No hay nadie que quiera entrar. Primero disfruto de unas horas de sueño inconsciente, luego, el casco choca contra algo y en cubierta resuenan varios pasos. También creo que el ancla ha crujido, quizás el Kronos haya atracado en el borde del hielo. Estoy demasiado cansada como para levantarme. En algún lugar cercano, en medio de la oscuridad, está Gela Alta.

2

Ciertos tipos de sueño son peores que el insomnio. Tras las últimas dos horas me despierto más tensa, más ruinosa físicamente que si me hubiera mantenido despierta. Fuera está oscuro.

Hago una lista en mi cabeza. ¿A quién, me pregunto a mí misma, podría reclutar?, ¿quién se pondría de mi lado? No es una expresión de esperanza. Más bien resulta que la mente no puede detenerse. Mientras se siga con vida, la conciencia seguirá buscando posibilidades para sobrevivir. Como si dentro de uno mismo hubiera otra persona más ingenua pero también más perseverante que uno mismo.

Abandono la lista. La tripulación del Kronos puede dividirse entre aquellos que ya tengo en mi contra y aquellos que, al fin y al cabo, pronto tendré en mi contra. No he incluido al mecánico. Intento no pensar en él.

Cuando me traen el desayuno, estoy tendida en la camilla. Alguien busca el interruptor y yo le pido a ese alguien que, por favor, no encienda la luz. Deja la bandeja al lado de la puerta y se va. Era Maurice. En la oscuridad no puede haber visto el cristal roto.

Me obligo a comer un poco. Alguien se sienta al otro lado de la puerta. De vez en cuando oigo una silla que choca contra la puerta. Al rato, se pone en marcha el motor auxiliar y los grandes generadores. Diez minutos más tarde, empiezan a descargar en el castillo de popa. No puedo ver qué descargan. Las ventanas de la enfermería dan a babor.

Comienza el día. Es como si el alba no trajera luz consigo, sino una sustancia física, como penachos de humo deslizándose por delante de los cristales.

No se ve la isla desde este ángulo, pero se percibe el hielo. El Kronos está amarrado a popa. El borde del hielo está a unos setenta y cinco metros. Puedo ver cómo llevan una de las amarras hasta un anclaje de hielo amontonado, y la amarran a un montón de sólidos témpanos de hielo.

Izan la lancha motora y la vacían. No hay la suficiente luz para distinguir a las personas o determinar el equipaje. Llegado un momento parece que la lancha ha sido abandonada, amarrada en el borde del hielo.

Me siento como si hubiera recorrido la travesía a pie.

No se le puede exigir a nadie que ande más allá del trayecto completo.

Dentro de los cojines que he utilizado como almohada, está la llave de Jakkelsen. También hay una cajita de plástico azul. Y un paño envuelto alrededor de una pieza de metal. Esperaba que lo descubriría al instante pero no ha venido.

Es un revólver de tambor. Ballester Molina Inûnángitsoq. Fabricado en Nuuk con licencia argentina. Existe una desproporción entre la intención y el diseño. En cierta manera, es fascinante y sorprendente pensar que la maldad pueda tener una forma tan sencilla.

Los rifles son en parte justificables porque se utilizan para cazar. En medio de algunas nevadas, un revólver de cañón largo y de gran calibre puede ser necesario en las ocasiones en que hay que defenderse. Porque tanto un buey almizclero como un oso polar pueden rodear al cazador y atacarle por la espalda. Tan rápido, que ni siquiera hay tiempo para girar un rifle.

Pero no hay excusa para esta arma de cañón recortado.

Las balas están recubiertas de una fina capa de plomo.

La cajita está llena. Lleno el tambor. Tiene capacidad para seis balas. Las introduzco en su sitio.

Me meto el dedo en la garganta. Esto provoca una tos estertórea. Le doy una patada a los cristales que todavía siguen enganchados en la puerta del botiquín, caen al suelo con estrépito. La puerta se abre violentamente y entra Maurice. Me apoyo contra la camilla sosteniendo el revólver con las dos manos.

– Ponte de rodillas -le ordeno.

Maurice empieza a andar hacia mí. Dirijo el cañón hacia abajo apuntando a sus piernas y aprieto el gatillo. No pasa nada. Me he olvidado de quitarle el seguro. Maurice me golpea con el brazo izquierdo, que está sano. El golpe me alcanza en el pecho y me arroja contra el armario. Los cristales rotos me hacen unos cortes en la espalda, produciéndome el dolor frío, característico de las superficies de corte muy afiladas. Me caigo de rodillas. Me da una patada en la cara, el pie me rompe la nariz despojándome momentáneamente de la conciencia. Cuando ésta vuelve, su pie está al lado de mi cabeza, debe de estar de pie justo encima de mí. De mi bolsillo de herramientas en los pantalones de trabajo saco los escalpelos que llevan alrededor el esparadrapo. Me arrastro un poco hacia delante y corto justo por detrás del tobillo. Se oye un pequeño chasquido cuando su tendón de Aquiles se rompe. Cuando retiro el cuchillo, se vislumbra el hueso amarillento en el fondo de la disección. Me alejo de él rodando por el suelo. Intenta pisarme pero se cae hacia delante. Hasta que vuelvo a estar de pie me doy cuenta de que sigo teniendo el revólver en la mano. Se arrodilla sobre una de sus rodillas. Sin prisas, introduce su mano en el forro de la cazadora. Doy unos pasos hacia él y le golpeo en la boca con el cilindro corto del cañón. Cae hacia atrás dándose contra el armario. Ya no me atrevo a acercarme a él. Salgo por la puerta. Su llave sigue en la cerradura. Le doy una vuelta y me alejo.

El pasillo está vacío, pero se perciben movimientos al otro lado de la puerta de la sala de oficiales. La abro un centímetro. Urs está poniendo la mesa. Entro y me coloco al lado de la puerta. Deja una cesta de pan sobre la mesa. En un primer instante no me ve y, entonces, de súbito, se percata de mi presencia.

Quito el tapón de uno de los termos. Me sirvo el líquido en una taza, le añado azúcar, agito, bebo. El café está casi hirviendo, el sabor quemado de los granos junto con el dulzor resulta nauseabundo.

– ¿Por cuánto tiempo permaneceremos aquí, Urs?

Me mira fijamente a la cara. No puedo notar mi propia nariz. Sólo soy capaz de percibir un calor difuso.

– Está bajo arresto, Fräulein Smila.

– Tengo permiso para pasearme por el barco.

No me cree. Espera, con toda su alma, que me vaya. A nadie le gustan los perdedores seguros.

– Drei Tage, tres días. Mañana hay que llevar la comida a tierra. Entonces trabajaremos todos im Schnee, en la nieve.

Será arrastrando la piedra por el deslizadero, lo cual significa que debe encontrarse muy cerca de la costa.

– ¿Quién está en tierra?

– Toerk, Verlaine, der neue Passegier. Mit Flaschen, con botellas.

Primero no lo entiendo. Dibuja con las manos unas botellas de oxígeno en el aire.

Estoy saliendo por la puerta cuando se acerca a mí por detrás. La historia se repite, pues hemos estado así en una ocasión anterior.

– Fräulein Smila…

Él, que nunca se ha atrevido a acercarse, me coge del brazo, con insistencia.

-Sie müssen schlafen. Sie brauchen medizinische * tratamiento…

Retiro mi brazo de un estirón. No he conseguido asustarle. He apelado a su conmiseración.

Estando en la mar, no se suelen, por principio, cerrar las escotillas con llave al abandonar una estancia. Así se facilitan los trabajos de rescate en caso de incendio. Lukas está durmiendo con la puerta abierta. Duerme profundamente. Cierro la puerta detrás de mí y me siento a los pies de la cama. Abre los ojos. Primero están apagados por el sueño, luego se vidrian por el susto.

– Me he dado temporalmente de alta a mí misma -le explico.

Intenta agarrarme. Es más rápido de lo que cabía esperar, si se tiene en cuenta que está tendido de espaldas y que acaba de despertarse. Le muestro el revólver. Continúa el movimiento. Le pongo el revólver delante de la cara y quito el seguro.

– No tengo nada que perder -le digo.

Se relaja.

– Vuelva a la enfermería. El arresto es para su seguridad.

– Sí -le digo-. Con Maurice fuera es verdaderamente tranquilizador. Póngase el abrigo. Vamos a salir a cubierta.

Vacila. Entonces extiende la mano para coger el abrigo.

– Toerk tiene razón. Está enferma.

Tal vez tenga razón. Al menos es cierto que se ha posado una capa de insensibilidad sobre mí que me separa del resto del mundo. Una corteza en la que los nervios están muertos. Me enjuago la nariz en el lavabo. Es un tanto incómodo porque tengo que sujetar el arma en la otra mano y vigilar a Lukas al mismo tiempo. No hay tanta sangre como había creído en un primer momento. Las heridas en la cara siempre parecen más graves de lo que en realidad son.

Él va delante. Cuando subimos la escalera a la cubierta superior, Sonne baja. Me pongo justo detrás de Lukas. Sonne se detiene. Lukas le hace un gesto, ordenándole que se aleje. Vacila, pero entonces se pone en marcha la Escuela Náutica y los años en la Marina de Guerra y, en general, toda su disciplina interior. Da un paso a un lado. Continuamos hacia la cubierta. Hasta la regala. Me alejo unos metros. Lo cual significa que tenemos que gritar para podernos oír. Pero también hace más difícil que pueda llegar a mí.

Tras tantos días en mar abierto, la isla tiene, para mí, una oscura y dolorosa belleza.

Es tan estrecha y alta que se yergue sobre el mar helado como una torre. Sólo en algunos lugares es visible la roca, prácticamente cubierta por el hielo. Desde la cima, con forma de fuente fluye, como desde una cornucopia fría y ártica, el hielo por los bordes, cayendo por las laderas escarpadas. Hacia el Kronos se desliza una lengua en el mar: el glaciar de Barren. Si pudiéramos ver los otros lados, observaríamos unas paredes rocosas verticales, devastadas por los aludes y el derrumbamiento del hielo.

Desde la isla sopla viento del norte, avagnaq. Esta palabra hace que se cristalice otra y, en un primer momento, sólo existe el sonido de la palabra en sí, como dicha por otra persona, aunque sea en mi interior. Pirhirhuq, tiempo de tempestades de nieve. Sacudo la cabeza. No estamos en Tule, el tiempo aquí es otro, mi sistema deteriorado crea imágenes fantasmagóricas.

– ¿Adónde piensa ir luego?

Señala la cubierta, el mar abierto. La lancha motora que está amarrada en el borde del hielo.

– Feel free, señorita Smila.

En este instante en que su cortesía disminuye, me doy cuenta de que nunca ha sido suya. Es de Toerk. Esta, y la justicia a bordo. Lukas no ha sido nunca más que una simple herramienta.

Empieza a alejarse de mí. También él es un perdedor. Él tampoco tiene nada que perder. Dejo que el metal pesado se deslice dentro de mi bolsillo. Antes, en la enfermería, hubiera podido dispararle a Maurice. Tal vez. O, tal vez, conscientemente me abstuve de quitar el seguro.

– Jakkelsen -digo a sus espaldas-. Verlaine lo mató y Toerk envió el telegrama.

Vuelve hacia mí. Se pone de lado, mirando hacia la isla. Así permanece mientras le hablo, sin que cambie la expresión en su rostro. Al rato, grandes aves se dejan caer y planean desde lo alto de los acantilados helados; son albatros migratorios. Él no los ve. Le cuento todo desde el principio. No sé cuánto tiempo transcurre. Cuando termino, el viento se ha calmado. También es como si se hubiera modificado la luz. Sin que sea posible decir a qué se debe exactamente. De vez en cuando, miro hacia la escotilla. No viene nadie.

Lukas ha encendido un cigarrillo detrás de otro. Como si la acción de encenderlo, inhalar y desprenderse del humo tuviera que ser completada cada vez.

Se incorpora y me sonríe.

– Tendrían que haberme hecho caso -dice-. Yo les propuse que le dieran una inyección con un sedante. Hubiera bastado quince miligramos de Apozepam. Les advertí que usted se escaparía. Toerk se opuso a ello.

Vuelve a sonreír. Ahora su sonrisa encierra algo de locura.

– El trabajo me reclama -dice.

Me apoyo contra la regala. En algún lugar, entre los bajos bancos de niebla, donde el hielo se funde con el mar, está Toerk.

Debajo de mí, muy lejos, hay una corona blanca. Son las colillas de Lukas.

No se mueven, no se mezclan entre ellas. Están totalmente quietas. El agua sobre la que flotan sigue siendo negra. Pero ya no es brillante. Está recubierta por una película mate. El mar que rodea el Kronos se está helando. Sobre mi cabeza, el espacio celeste absorbe las nubes, atrayéndolas hacia sí. El aire está calmado. La temperatura ha descendido, como mínimo, diez grados en la última media hora.


Aparentemente, no han tocado nada en mi camarote. Encuentro las botas de agua de caña corta. Meto mis kamiks en una bolsa de plástico.

El espejo me muestra que mi nariz no se ha hinchado mucho. Pero está desplazada, torcida hacia un lado.

Dentro de unos instantes, se sumergirá. Recuerdo el vapor en la foto. El agua debe de estar a unos 11 o 12 °C. Sólo es un ser humano. Muy poca cosa. Lo sé por mí misma. A pesar de todo, una intenta, sin embargo, mantenerse con vida.

Me pongo unos pantalones isotérmicos. Dos jerséis finos de lana, un plumífero. En la caja encuentro una brújula de pulsera y una cantimplora plana. Alguna vez, hace mucho tiempo, debí de haberme preparado para este momento.


Los tres han estado sentados y por eso no los he visto hasta que he llegado a donde estaban. Han sacado el aire del bote de goma, y lo han convertido en una alfombra gris con triángulos amarillos, plana contra la superestructura de popa.

La mujer está sentada en cuclillas. Me muestra el cuchillo.

– Le saqué el aire con este cuchillo -me dice.

Se lo devuelve a Hansen, que se apoya contra los pescantes.

La mujer se levanta y viene hacia mí. Estoy de espaldas a la escala real. Seidenfaden la sigue vacilante.

– Katja -le dice.

Ninguno de ellos lleva ropa de abrigo.

– Quería tenerte en tierra -me dice.

Seidenfaden pone una mano sobre su hombro. Ella se da la vuelta y le da una bofetada. La comisura de los labios le salta y empieza a sangrar. Su cara parece una máscara.

– Le amo -dice ella.

No está dirigido a nadie en especial. Se acerca más.

– Hansen encontró a Maurice -dice, a modo de explicación. Y entonces, sin transición-: ¿Le deseas?

La he visto antes, la zona en la que se confunden los celos y la locura nublando la realidad.

– No -le contesto.

Doy un paso atrás y choco con algo que no cede. Detrás de mí está Urs. Todavía lleva puesto el delantal. Encima, se ha puesto un enorme abrigo de pieles. En la mano tiene una barra de pan. Debe de haberlo sacado recientemente del horno y sacarlo al frío, porque está rodeado de un halo de vapor condensado. La mujer lo ignora. Cuando intenta agarrarme, Urs le pone la barra de pan contra el cuello. La mujer cae sobre el bote de goma quedándose tendida. La quemadura aparece como una película que es revelada, con las marcas del dibujo acanalado del pan.

– ¿Qué quiere que haga? -me pregunta Urs.

Le tiendo el revólver del mecánico.

– ¿Me concede un poco de tiempo? -pregunto.

Urs mira pensativo hacia Hansen.

-Leicht * -me dice.


El puente flotante sigue fuera. En cuanto veo el hielo, sé que he llegado demasiado temprano. Todavía sigue siendo demasiado transparente para soportar mi peso. Al lado hay una silla. Me siento a esperar. Pongo los pies sobre la caja de cables. Una vez estuvo Jakkelsen sentado aquí. Y también Hansen. En un barco te cruzas con tus propios pasos constantemente.

Está nevando. En grandes copos, qanik, como la nieve sobre la tumba de Isaías. El hielo está todavía tan caliente que los copos se derriten al caer sobre él. Cuando ahora los observo fijamente, parece que no caigan sino que broten del mar levantándose hacia el cielo para depositarse, finalmente, en la cima de la torre rocosa que tengo ante mis ojos. Primero, como copos de nieve hexagonales recién formados, luego, como copos deshechos que nacieron hace cuarenta y ocho horas, con los contornos desdibujados. En el décimo día se convertirán en un cristal granulado. Después de dos meses, el copo es compacto. Transcurridos dos años, se encontrará en la fase transitoria entre la nieve y la nieve eterna. Pasados tres años se convierte en névé. Cuatro años más y pasarán a ser un enorme y compacto cristal glacial.

No podrá existir más de tres años en Gela Alta. A partir de entonces, el glaciar lo expulsará al mar. Desde donde, algún día, se elevará como nieve recién formada.

Ahora el hielo tiene un tono grisáceo. Doy un paso y lo piso. No está del todo bien. No hay nada que lo esté ya.

Me mantengo al abrigo de la borda del Kronos mientras todavía es posible. Pero llega un momento en que el hielo es tan fino que me veo obligada a modificar el rumbo. Probablemente no puedan verme. Ha empezado a oscurecer. La luz se aleja sin haber estado verdaderamente presente a lo largo de la jornada. Los últimos diez metros me veo obligada a arrastrarme boca abajo. Deposito la colcha de la cama sobre el hielo y tomo impulso hacia delante.

La lancha motora está amarrada en el borde del hielo. Está vacía. Hay trescientos metros hasta la orilla. Aquí se ha formado una especie de escalera, donde la parte sumergida del glaciar se ha derretido y se ha vuelto a helar varias veces.

Lo que se hace más notable es el olor a tierra. Después de tanto tiempo en el mar, la isla huele como un jardín. Escarbo en la nieve, apartándola. La capa es de cuarenta centímetros. Debajo hay restos de líquenes, de sauces árticos.

Había una capa fina de nieve cuando llegaron, sus huellas son muy nítidas. Han traído dos trineos consigo. El mecánico ha tirado de uno y Toerk y Verlaine del otro.

Han subido por la ladera con el fin de evitar los puertos escarpados donde el hielo se une con el mar. Aquí la nieve suelta tiene una profundidad de medio metro. Se han ido turnando para apisonar una senda.

Me pongo los kamiks. Fijo la mirada en la nieve y me concentro sencillamente en seguir andando. Es como si volviera a ser niña. Tenemos que llegar a alguna parte, no recuerdo adónde, el viaje ha sido largo, tal vez de varios sinik. Empiezo a tropezar, ya no formo un todo con mis pies, andan por sí solos, fatigados, como si cada paso que dieran fuera una tarea cumplida. En algún rincón del sistema crece la tentación, la necesidad de rendirse, de sentarse y dormir.

De repente, mi madre está detrás de mí. Ella lo sabe, lo ha sabido desde hace un tiempo. Me habla, ella, que normalmente es de pocas palabras; me da un cachete, en parte violento, en parte cariñoso. ¿Qué viento es, Smila? Es el kanangnaq. No es cierto, Smila, estás dormida. No lo estoy, ni hablar, porque el viento es débil y húmedo. El hielo empieza a romperse. Háblale con respeto a tu madre, Smila. Los malos modales debes de haberlos aprendido de qallunaaq.

Así proseguimos un tiempo y yo vuelvo a estar despierta. Sé que tenemos que llegar, hace ya mucho tiempo que peso demasiado para que me pueda llevar a sus espaldas.

He cumplido los treinta y siete años. Cincuenta años atrás esta edad representaba la edad máxima que se podía alcanzar en Tule. Pero, sin embargo, no he madurado, todavía no soy una adulta. Nunca he logrado acostumbrarme a andar sola. En algún lugar, en lo más recóndito de mi ser, sigo esperando que alguien me alcance y me dé un pequeño cachete. Mi madre. Moritz. Una fuerza externa.

Estoy a punto de tropezar. He llegado al glaciar. Aquí se han detenido. Se han colocado los crampones.

Estando tan cerca, su nombre se vuelve comprensible. El viento ha pulido su superficie, convirtiéndola en una cubierta compacta y resbaladiza sin irregularidades, parecida al vidriado blanco y cocido de la cerámica. Inmediatamente a mis pies, la superficie desaparece en una caída de alrededor de cincuenta metros. Se rompe, convirtiéndose en una pendiente helada. En un sistema de escalones grises, blancos y azulados. Desde lejos se aprecia su regularidad. Al acercarse, parecen formar un laberinto.

No hay manera de saber cómo han sabido escoger el camino. Tampoco los veo por ninguna parte. Por lo tanto, me pongo a andar. Las huellas resultan difíciles de seguir. Pero no es imposible. La nieve se ha posado sobre los escalones horizontales y es allí donde han dejado sus huellas. En una ocasión en que he perdido el sentido de la orientación y empiezo a mirar a mi alrededor, buscando alguna pista mientras ando en semicírculos, veo, de repente, una marca amarilla de orina a lo lejos.

Empiezan a sobrevenirme alucinaciones, fragmentos de conversaciones. Le digo algo a Isaías. Él me contesta. También está el mecánico.

– Smila.

He pasado por su lado a sólo un metro de distancia. Es Toerk. Me ha estado esperando. Me ha llamado con voz melosa. Como cuando hablamos por teléfono, la última noche que estuve en mi piso.

Está solo. No lleva ningún trineo ni tampoco equipaje. Tal como está sentado allí parece muy pintoresco, rico en colores: sus botas amarillas, su chaqueta roja, que produce un reflejo rosado sobre la nieve que le rodea, la banda turquesa alrededor del pelo rubio.

– Sabía que vendrías. Pero no podía saber cómo ibas a hacerlo. Te vi andar sobre las aguas.

– Hay una capa de hielo sobre el agua.

– Antes, ya habías atravesado puertas cerradas.

– Tenía una llave.

Sacude la cabeza en un gesto de rechazo.

– A la gente que dispone de recursos, le sobrevienen los acontecimientos. Parecen casualidades. No obstante, se producen por necesidad. Katja y Ralf querían detenerte cuando todavía estábamos en Copenhague. Pero yo vislumbré las posibilidades. Tú pondrías el dedo sobre aquello que nosotros hubiéramos pasado por alto. Que Ving y Loyen habrían pasado por alto. Tal como suelen pasarse por alto ciertas cosas.

Me ofrece un arnés. Meto las piernas y lo cierro por delante.

– Pero, ¿y el Aurora Boreal, el incendio? -digo.

– Licht llamó a Katja cuando tuvo la cinta en sus manos. Intentó chantajearle, sacarle dinero. Teníamos que hacer algo. Que este algo te incluyera a ti, fue error mío. Lo dejé en manos de Maurice y Verlaine. Verlaine abriga un odio primitivo por las mujeres.

Me tiende el final de la cuerda. Hago un nudo de ocho. Me pasa un piolet.

Él va delante. Tiene una vara larga y fina en la mano. La utiliza para comprobar si hay grietas en el suelo. Cuando está a quince metros de mí, empieza a hablar. Las paredes lisas alrededor de nosotros crean una acústica parecida a la de un cuarto de baño. Dura y, sin embargo, íntima, como si estuviéramos sentados en la bañera.

– Naturalmente, yo ya había leído los artículos que escribiste. Da qué pensar tu pasión por el hielo.

Clava con fuerza su piolet en la nieve, enrolla la cuerda a su alrededor y recupera con delicadeza la cuerda mientras yo le sigo. Cuando le doy alcance, vuelve a hablar.

– ¿Qué dicen los expertos sobre este glaciar?

Miramos a nuestro alrededor en la oscuridad progresiva. La pregunta es difícil de contestar.

– No saben qué decir. Si hubiera tenido una superficie diez veces mayor, podrían haberlo clasificado como un calotte de hielo muy pequeño. Si hubiera sido más bajo, hubieran dicho que se trataba de un glaciar botu. Si las condiciones climatológicas, los vientos y las corrientes, hubieran sido un poco diferentes, la ventisca, es decir, la deflación, lo hubiera reducido, en sólo un mes, de manera tan drástica que hubieran dicho que aquí no existía ningún glaciar, sino tan sólo una isla con un poco de nieve. Es imposible de clasificar.

Vuelvo a darle alcance, me pasa la cuerda, yo elijo una nueva reunión, él continúa. Sus movimientos naturales son ágiles y metódicos y, sin embargo, el hielo les confiere cierta inseguridad, cierto titubeo, como suele pasar con todos los europeos. Llega a parecer un ciego, hábil en su propia ceguera, perfectamente acostumbrado a su bastón pero, aun así, ciego.

– La capacidad limitada de la ciencia para explicar los fenómenos siempre me ha interesado. Pongamos por ejemplo mi propio campo, la biología. Ésta se basa en sistemas de clasificación zoológicos y botánicos que se han desmoronado en su mayoría. Como ciencia ha dejado de tener base alguna. ¿Qué te parecen los cambios?

Ha preguntado sin ningún tipo de transición. Yo le sigo, él recupera la cuerda doble de seguridad. Estamos unidos por un cordón umbilical, como madre e hijo.

– Se supone que regocija.

Me pasa un termo. Bebo. Té caliente con limón. Se inclina hacia delante. Sobre la nieve hay unos granos negros, piedra molida.

– Cuatro coma seis por diez elevado a la novena potencia. Cuatro mil seiscientos millones de años. Entonces empezó el sistema solar a existir en su forma actual. El problema que comporta la historia geológica de la Tierra es que no puede ser estudiada. No existen huellas que podamos seguir. Porque desde entonces, desde la Creación, piedras como éstas han sufrido un número infinito de metamorfosis. Lo mismo puede decirse del hielo que nos rodea, del aire, del agua. Su origen ya no puede reseguirse. No existe ni una sola sustancia sobre la Tierra que haya mantenido su forma original. Ésta es la razón por la que los meteoritos son interesantes. Vienen de fuera, han evitado todos los procesos de transformación que Lovelock ha descrito en su teoría de Gaia. Tienen una forma que puede remontarse al origen del sistema solar. Por regla general, están compuestos por los principales metales del universo. Hierro, níquel, silicato. ¿Acostumbras a leer ficción?

Sacudo la cabeza, negándolo.

– Eso constituye una limitación autoimpuesta. Son los escritores, antes que la ciencia, quienes son capaces de ver adónde nos dirigimos. Lo que encontramos en la naturaleza no es tanto una cuestión de lo que en realidad se encuentra en ella. Al fin y al cabo, está determinado por las posibilidades que tenemos para entenderlo. Como La Bola de Oro, de Julio Verne, que trata de un meteorito que resulta ser la cosa más valiosa del mundo. O la visión de Wells de otras formas de vida. O Uller Uprising, de Piper, en el cual se describe una forma especial de vida. Cuerpos formados por silicatos, sobre la base de sustancias inorgánicas.

Hemos llegado a una meseta plana, alisada por los vientos. Delante de nosotros se abre una hilera de grietas regulares. Debemos de haber llegado a la zona de ablación, el lugar en el que las capas inferiores del glaciar se desplazan hacia la superficie. Aquí hay un nudo rocoso que ha dividido el curso del hielo. No lo vi desde abajo porque es de una clase de piedra blanquecina. Ahora, en la oscuridad creciente, la piedra resplandece.

Donde la base desciende hacia una grieta, la nieve ha sido apisonada. Aquí se han detenido. Desde aquí, Toerk ha vuelto sobre sus pasos para ir a recogerme. Me pregunto cómo ha podido saber que vendría. Nos sentamos. El hielo ha creado una gran cavidad en forma de recipiente, como una enorme concha. Le quita el tapón a su termo. Sigue hablando, como si la conversación no hubiera sido interrumpida y, tal vez, no lo haya sido, tal vez haya continuado en su interior, tal vez nunca se detenga allí dentro.

– La teoría de Gaia es hermosa. Es muy importante que las teorías sean bonitas. Pero está equivocada, naturalmente. Lovelock demuestra que la Tierra y su ecosistema son una máquina compleja. Sin embargo, no demuestra que es algo más que una máquina. Gaia no se diferencia en lo fundamental de un robot. Comparte un fallo con el resto de la ciencia biológica. Le falta explicar el comienzo. Dar cuenta de la primera forma de vida, de su nacimiento, de aquello que precede a las bacterias del cieno. La vida basada en sustancias inorgánicas sería un primer paso de aproximación.

Me muevo cautelosamente, con el fin de mantenerme en calor y probar su atención.

– Loyen llegó hasta aquí en los años treinta. Con una expedición alemana. Iban a realizar estudios preliminares para la construcción de un aeropuerto sobre una estrecha banda llana de la costa, en el lado norte. Trajeron consigo un grupo de esquimales de Tule. No habían conseguido convencer a los groenlandeses occidentales para que los acompañasen, debido a la mala fama de la isla. Loyen empezó la búsqueda siguiendo los mismos métodos que Knud Rasmussen cuando encontró sus meteoritos: tomándose en serio los relatos de los esquimales. Lo encontró. En el 66 volvió a la isla. Él, Ving y Andreas Fine. Pero no sabían lo suficiente como para poder resolver los problemas técnicos. Construyeron una bajada permanente en hormigón para llegar hasta la piedra. Posteriormente, la expedición fue suspendida. Volvieron en el 91. Entonces también fuimos nosotros. Pero tuvimos que dar media vuelta y abandonar.

Su rostro casi ha desaparecido en la oscuridad, lo único que sigue estando presente es su voz. Intento entender por qué habla. Por qué sigue mintiendo, incluso en esta situación que domina tan claramente.

– ¿Y los trozos que fueron cortados?

Su vacilación soluciona el problema. Entenderlo constituye, de alguna manera, un alivio. Sigue todavía pendiente la cuestión de lo que pueda saber y si estoy sola o no. Si alguien lo está esperando, en la isla, en el mar, cuando, en algún momento, vuelva a él. Todavía, por un pequeño instante, hasta que yo haya hablado, seguirá necesitándome.

Simultáneamente a este reconocimiento, me sobreviene otro, decisivo, importante e incomprensible. Si todavía espera, si está obligado a esperar, es porque el mecánico no se lo ha contado todo, no le ha contado que estoy sola.

– Los examinamos. No encontramos nada en particular. Estaban compuestos de una mezcla de hierro, níquel, olivino, magnesio y silicato.

Sé que ésta debe de ser la verdad.

– Entonces, ¿no está viva?

A través de la oscuridad percibo que sonríe.

– No, pero tiene calor. Sin duda, produce calor. En caso contrario, hubiera sido transportada por el hielo. Funde las paredes a su alrededor a un ritmo que corresponde al movimiento del glaciar.

– ¿Radioactividad?

– Estuvimos haciendo mediciones, pero no encontramos.

– ¿Y los muertos? -pregunto-. Las radiografías. Las rayas blancas en los órganos internos.

Permanece callado unos instantes.

– ¿No podrías contarme cómo lo sabes? -me dice.

No le contesto.

– Lo sabía -dice-. Tú y yo hubiéramos podido disfrutar mucho el uno del otro. Cuando te llamé aquella noche me dejé llevar por un acto impulsivo, confié en mi intuición, sabía que contestarías al teléfono, te estaba notando, hubiera podido decir: «Pásate a nuestro bando». ¿Lo hubieras hecho?

– No -le contesto.


El túnel empieza al pie de la roca. Se trata de una construcción sencilla. En aquellas partes donde el hielo tiene tendencia a reventar la roca, han abierto un agujero y, posteriormente, han construido enormes caños de hormigón. Los caños bajan oblicuamente en un ángulo muy agudo, los escalones que han hecho en su interior son de madera. En un primer momento, me sorprende pero luego recuerdo lo difícil que puede llegar a ser construir sobre un fundamento permanentemente helado.

Diez metros más abajo, hay algo que arde.

El humo proviene de una estancia que está tocando a la escalera. Es un encofrado de hormigón apuntalado con vigas. Hay unos sacos en el suelo sobre los que arden unas cajas de madera desarmadas en un barril de petróleo.

Contra la pared trasera, sobre una mesa ancha, hay algunos instrumentos y diversos accesorios. Cromatógrafos, microscopios, tubos de cristalización, una incubadora y un aparato que nunca había visto antes, construido como una caja grande de plástico. Debajo de la mesa hay un generador y más cajas de madera, idénticas a las que están ardiendo en el barril. La moda se ha infiltrado en todos los campos, incluso en los equipos de laboratorio, y este instrumental me recuerda los años setenta. Todo está recubierto con una capa de hielo gris. Debieron de abandonarlo en el 66 o en el 91. ¿Qué dejaremos atrás nosotros?

Toerk deposita una mano sobre la caja de plástico.

– Electroforesis. Para separar y analizar proteínas. Loyen la trajo consigo en el 66. Cuando todavía creían que se trataba de una especie de vida orgánica.

Cabecea, con un movimiento apenas apreciable. Todo lo que hace, está envuelto en la seguridad que le confiere el saber que estas pequeñas señales y sus movimientos bastan para que el mundo a su alrededor se ordene según su parecer. Delante de una mesa alta de trabajo está Verlaine trabajando con un microscopio de disección. Me lo enfoca, el ocular en 10 y el objetivo en 20. Acerca una llama de gas.

– Estamos deshelando el generador.

Primero no soy capaz de ver nada, pero entonces enfoco y veo un coco.

– Cyclops Marinus -dice Toerk-, cangrejo de agua salada, éste o sus congéneres se encuentran por todos lados en todos los mares del globo terráqueo. Los hilos son órganos del equilibrio. Le hemos proporcionado un poco de ácido clorhídrico, por eso no se mueve. Fíjate en la parte posterior. ¿Qué ves?

No veo nada. Me aparta suavemente y mira por el microscopio, cambia la cápsula de Petri de posición y vuelve a enfocar.

– El sistema digestivo -digo-, los intestinos.

– No son los intestinos. Es un gusano.

Ahora lo veo. Los intestinos y el estómago son una zona oscura en la parte inferior del animal. En cambio, el canal largo y claro repta por la espalda.

– El grupo principal es el Phylum Nematoda, el helminto, y éste pertenece al subgrupo Dracunculoidea. Su nombre es Dracunculus Borealis, el gusano polar. Conocido y descrito, por lo menos, desde la edad media. Un parásito grande. Se ha hallado en ballenas, focas y delfines, en los que se desplaza desde los intestinos hasta la musculatura. Aquí, los machos y las hembras copulan, el macho muere, la hembra se desplaza hasta la hipodermis, donde se forma un nudo del tamaño de un puño de niño. Cuando el gusano adulto percibe que hay Cyclops en el agua que le rodea, perfora la piel y suelta millones de pequeñas larvas vivas en el mar, donde son devoradas por los cangrejos. Éstos constituyen lo que suele llamarse un huésped intermediario, un lugar donde los gusanos atraviesan un ciclo de desarrollo que dura unas semanas. Cuando el cangrejo, a través del agua de mar, entra en la cavidad bucal o en los intestinos de un mamífero marino mayor, se disuelve y la larva sale, introduciéndose así en este nuevo y mayor huésped, donde madura, copula, se abre camino hasta la hipodermis y completa su ciclo. Aparentemente, ni el cangrejo, ni los mamíferos sufren molestias a raíz de ello. Uno de los parásitos mejor adaptados del mundo. ¿Has pensado alguna vez en el motivo que impide que los parásitos se extiendan?

Verlaine añade más madera al fuego y acerca el generador. El calor que irradia quema un lado del cuerpo, el otro sigue frío. Como no hay una salida conveniente para el humo el ambiente es, por lo tanto, sofocante. Deben de estar apurados por la falta de tiempo.

– Lo que les detiene son siempre los factores inhibidores. Pongamos por caso el gusano de Guinea, que es el pariente más próximo del gusano polar. Depende del calor y de las aguas estancadas. Se encuentran en los lugares donde los hombres dependen de las aguas superficiales.

– Como en la frontera entre Birmania, Laos y Camboya -digo-, como, por ejemplo, en Chiang Rai.

Los dos se quedan paralizados. Toerk lo manifiesta únicamente en un alto apenas perceptible en su discurso.

– Sí -dice-, como por ejemplo allí, durante los relativamente escasos períodos de sequía. En cuanto vuelve a llover y el agua empieza a fluir, en cuanto se enfría el ambiente, sus condiciones de vida empeoran. Tiene que ser así necesariamente. Los parásitos se desarrollan junto con sus huéspedes. El gusano de Guinea debió de formarse paralelamente con el hombre, quizás a lo largo de un millón de años. Están hechos el uno para el otro. Ciento cuarenta millones de personas al año se exponen al riesgo de contraer el gusano de Guinea. Hay diez millones de casos al año. La mayoría de los infectados atraviesan un período de sufrimiento y dolor de algunos meses, transcurridos los cuales el gusano es expulsado. Incluso en Chiang Rai, era, como máximo, un 0,5% de la población adulta la que padecía secuelas permanentes. Ésta constituye una de las reglas fundamentales para el equilibrio sutil de la naturaleza. Un buen parásito no mata a su huésped.

Hace un movimiento y yo me aparto instintivamente. Mira por el microscopio.

– Imagínate su situación, la de Loyen, Ving, Licht, en el 66. Todo está listo, naturalmente existen problemas, pero son de índole técnica, solucionables. Han localizado la piedra, construido el acceso y estas estancias, han tenido suerte con las condiciones climatológicas y disponen, relativamente, de tiempo para llevar a cabo su proyecto. Se han dado cuenta de que no pueden llevarse la piedra en su totalidad pero saben que pueden llevarse un trozo. Existen fotografías de su sierra, un invento genial, un trozo de fleje que corría sobre rodillos. Loyen se había opuesto a que se cortara la piedra con un soplete cortador. Y justo cuando los esquimales están colocando la sierra, fallecen. Dos días después de su primera inmersión. Mueren casi al mismo tiempo, con un margen de una hora. Todo cambia. El proyecto ha fracasado, de repente les queda muy poco tiempo. Se ven obligados a improvisar un accidente. Naturalmente, es Loyen quien se encarga de ello. Dispone de la sangre fría suficiente como para no destrozar los cadáveres. Ya por aquel entonces, tenía la sensación de que algo andaba mal. No espera, y realiza las autopsias en Nuuk. ¿Y qué es lo que encuentra?

– El tiempo -dice Verlaine.

Toerk lo ignora.

– Encuentra gusanos polares. Un parásito muy extendido. Grande, de unos treinta o cuarenta centímetros, pero bastante corriente. Un helminto cuyo ciclo es conocido. Sólo falla una cosa: no se encuentra en los seres humanos. Se encuentra en las ballenas, en las focas, en los delfines, raras veces en las morsas. Pero no en el hombre. Ocurre cada día, sobre todo entre los esquimales, el hombre ingiere carne infectada. Pero en el momento en que la larva se introduce en el cuerpo humano es reconocido por nuestro sistema inmunológico como un cuerpo extraño que es posteriormente eliminado por los linfocitos. Nunca se ha acostumbrado a este sistema inmunológico. Parecía que debía estar limitado para siempre a ciertos mamíferos marinos mayores con los cuales debió de desarrollarse. Forma parte del equilibrio de la naturaleza. Imagínate la sorpresa de Loyen al encontrarlos en los cadáveres. Casualmente, por añadidura. Debido a que, en el último momento, se vio obligado a hacer radiografías con el fin de identificar los cadáveres.

No quiero escucharle y no quiero hablar con él, y, sin embargo, no puedo dejar de hacerlo. Además, de esta manera, alargamos el tiempo.

– ¿Cómo se explica?

– Ésta era la pregunta que Loyen no podía contestar. Por tanto, se concentró en responder a otra pregunta. Cómo. Había traído consigo muestras del agua que rodea la piedra. Aparte del agua que se deshiela, el lago nace de otro que se encuentra más arriba, en la superficie. Alrededor de este lago, hay colonias de pájaros. También hay muchas truchas. Y diversas especies de cangrejos. El agua que rodea la piedra está repleta de cangrejos. Todas las muestras que Loyen trajo consigo estaban infectadas. Entonces lo que hizo fue inocular las larvas en tejidos humanos vivos.

– Suena maravilloso -digo-. ¿Cómo lo hizo?

Pregunto y ya conozco la respuesta. Lo hizo en Groenlandia. En Dinamarca el riesgo de ser descubierto hubiera sido demasiado grande.

Toerk se da cuenta de que ya lo he entendido.

– Ha tardado veinticinco años. Pero, finalmente, descubrió que la larva se había adaptado al sistema inmunológico humano. Ya en la boca, la larva penetra a través de las mucosas abiertas, formando una especie de piel compuesta por las proteínas del hombre. Gracias a este camuflaje, el sistema inmunológico la confunde con el cuerpo y la deja en paz. En este momento empieza a crecer. No crece a un ritmo lento, durante meses, como sucede en las focas y en las ballenas, sino rápido, de hora en hora o de minuto en minuto. La cópula y la migración a través del cuerpo, que en los mamíferos marinos llega a prolongarse durante más de medio año, se realizan en pocos días. Pero esto no es lo determinante.

Verlaine le ha cogido del brazo. Toerk le mira. Retira su brazo.

– Tengo que preguntarle algo -dice Toerk.

Tal vez se lo crea, crea que es así, pero, sin embargo, ésta no es la razón por la que habla. Habla para recibir mi atención y reconocimiento. Debajo de su seguridad y su aparente erudición hay un orgullo y un triunfalismo salvaje por lo que él ha descubierto. Tanto Verlaine como yo sudamos y hemos empezado a toser. Pero él está fresco y cómodo. A la luz vacilante del fuego, su rostro denota tranquilidad. Quizá sea porque nos encontramos en medio del hielo, quizá porque es tan evidente que estamos cerca del final por lo que repentinamente se vuelve transparente para mí. Como suele ocurrir cuando un adulto se vuelve transparente, es el niño el que ahora se manifiesta. Recuerdo la carta de Victor Halkenhvad y, de repente y sin que lo pueda evitar, las palabras salen por sí mismas de mi boca.

– Como aquella bicicleta que nunca tuvimos cuando éramos niños.

El comentario es tan absurdo que al principio no lo entiende. Entonces su significado le llega, por un instante se tambalea como si le hubiera pegado, por un instante está a punto de perder los papeles. Entonces lo recoge todo.

– Podría parecer como si estuviéramos ante una nueva especie. Sin embargo, no es ése el caso. Se trata, efectivamente, del gusano polar. Pero hay algo vital que ha cambiado. Se ha adaptado al sistema inmunológico del hombre. Pero sin haberse adaptado a nuestro equilibrio. La hembra grávida no se abre camino hacia la hipodermis después de la cópula, sino que penetra en los órganos internos. El corazón o el hígado. Y una vez allí, evacúa sus larvas. Larvas que han vivido en el interior de la madre, que no han tenido tiempo para familiarizarse con el cuerpo humano, que no están cubiertas por piel proteínica. Contra ellas, el cuerpo reacciona con infecciones, inflamaciones. Como un fuerte impacto, porque hay diez millones de larvas en una sola evacuación. Dentro de los órganos vitales. La muerte es instantánea, no hay salvación. Sea lo que sea lo que ha ocurrido con el gusano polar, ha desplazado el equilibrio. Mata a su huésped. En relación con el hombre ha surgido un parásito malo. Pero un magnífico asesino.

Verlaine dice algo en un idioma que no entiendo. Toerk lo vuelve a ignorar.

– Verlaine inoculó la larva en todos aquellos peces que pudimos conseguir: peces marinos, peces de agua dulce, grandes, pequeños, a diferentes temperaturas. Se adapta a todos. Es capaz de vivir en cualquier sitio. ¿Sabes lo que eso significa?

– Que no es exactamente de gustos refinados.

– Quiere decir que uno de los factores limitantes más importantes de su propagación falta: la delimitación de los huéspedes que pueden transmitirla. Puede vivir en cualquier hábitat.

– ¿Cómo se explica que todavía no se haya extendido al resto de la tierra?

Recoge algunos rollos de cuerda, levanta una bolsa, se coloca una lámpara frontal en la frente. Su sensación del tiempo ha vuelto.

– Hay dos respuestas a esa pregunta. Una de ellas es que su desarrollo en los mamíferos es lento. A pesar de que es llevada al mar desde este lago y, tal vez desde otros lugares de esta isla, se ve obligada a esperar a que pase alguna foca que pueda transportarla. Si es que sigue viva cuando la foca pase por allí. Una de las respuestas es, que todavía ha habido pocas personas en esta isla. Hasta que se encuentra con un ser humano las cosas no se precipitan.

Él va delante. Sé que debo seguirle. Me quedo por allí un instante más. Cuando él abandona una estancia, te sobreviene el desvalimiento. Verlaine me mira.

– En los tiempos en que estuvimos trabajando para Khum Na -dice- llegaron doce agentes de policía. La única que logró escapar era una mujer. Las mujeres son alimañas.

– ¿Ravn -digo-, Nathalie Ravn?

Asiente con la cabeza.

– Llegó en calidad de enfermera inglesa. Hablaba el inglés y el thai sin acento. Por aquel entonces estábamos en guerra con Laos, Camboya y, finalmente también, con Birmania, con el apoyo de Estados Unidos. Hubo muchos heridos.

Sostiene la cápsula de Petri entre el dedo pulgar y el índice y la acerca a mi cara. Instintivamente el cuerpo quiere alejarse del gusano. Debe ser mi testarudez la que me mantiene firme.

– Cuando atraviesa la piel, expone su útero vaciando un líquido blanco que contiene millones de larvas. Lo he visto con mis propios ojos.

El asco tuerce la expresión de su cara.

– Las hembras son mucho más grandes que los machos. Se abren camino a través de la carne. Seguimos su trayecto por el ecógrafo. Loyen las había inoculado en los cuerpos de dos groenlandeses que tenían el SIDA. Se los había llevado a Dinamarca y los había ingresado en uno de esos pequeños hospitales privados en los que no preguntan nada salvo el número de cuenta. Pudimos observar todo el desarrollo, cómo llegaba hasta el corazón y cómo allí se vaciaba, incluyendo el útero. Toda hembra es así, también las humanas, sobre todo las humanas.

Devuelve con cuidado la cápsula de Petri a su sitio.

– Por lo que veo -digo- es usted un gran conocedor de las mujeres, Verlaine. ¿Qué más hacía en Chiang Rai?

El cumplido no le deja indiferente. Por eso contesta.

– Soy técnico de laboratorio. Transformábamos heroína. Cuando llegó la mujer, los tres países habían enviado sus ejércitos contra nosotros. Entonces, Khum Na apareció ante las cámaras de televisión y dijo: «El año pasado introdujimos novecientas toneladas en el mercado. El año que viene introduciremos mil trescientas. El siguiente, dos mil toneladas. Y así proseguiremos hasta que hayáis retirado vuestros soldados». El mismo día en que lo dijo, terminó la guerra.

Ya estoy saliendo por la puerta cuando vuelve a hablar.

– Es el hombre el que es un parásito. El gusano es la herramienta de los dioses. Como la amapola.

3

Toerk me está esperando. Cuando llegamos al fondo, hemos descendido alrededor de unos veinte metros. Este túnel corre en horizontal, tiene un apuntalamiento de hormigón tosco y cuadrado. Acaba en un vacío negro. Toerk va delante. Nos detenemos ante un abismo.

A nuestros pies hay una caída de veinticinco metros hasta el fondo de la cueva. Desde allí abajo se yerguen unas estalactitas de hielo desde el suelo hacia arriba, hacia nosotros, brillantes, con los colores del arco iris.

Rompe un trozo de hielo y lo lanza al vacío. El abismo se convierte en círculos y, posteriormente, en neblina, dejando entonces de existir. Es el techo de la cueva que hemos visto reflejado en un lago de agua que tenemos justo delante de nuestros pies. Tan estancada que nunca podría encontrarse sobre la superficie de la Tierra. Incluso ahora cuando es atravesado por unas ondas, los ojos no quieren entender que es agua. Lentamente se va calmando y restableciendo su mundo subterráneo.

Los modelos de crecimiento y las descripciones de cristales de los carámbanos se encuentran expuestos por Hatakeyama y Nemoto en la revista Geophysical Magazine, 28, 1958. Por Knight, en 1980, en la revista Journal of Crystal Growth, 49. Por Maeno y Takahashy en «Studies on Icicles», Low Temperature Science, A, 43, 1984. Pero el modelo hasta la fecha más aplicable fue propuesto por mí y por Lasse Makkonen del Laboratory of Structural Engineering en Espoo, Finlandia. Este modelo demuestra que un carámbano crece como un tubo, un hueco de hielo que se cierra alrededor de agua en estado líquido. Que la masa del carámbano puede expresarse sencillamente mediante



donde D es el diámetro, L la longitud, pα la densidad del hielo y la letra π como numerador se ha obtenido naturalmente tras haber supuesto una gota hemisférica cuyo diámetro está fijado en 4,9 milímetros.

Establecimos nuestra fórmula a raíz del miedo al hielo. En un momento en el que se habían producido una serie de accidentes con carámbanos que, en Japón, cayeron del techo de un túnel atravesando algunos vagones de tren. Por encima de nuestras cabezas cuelgan enormes carámbanos en una cantidad que yo jamás había visto hasta entonces. Instintivamente intento recular, pero percibo a Toerk y abandono el intento.

La estancia es una iglesia. Sobre nuestras cabezas se alza una bóveda que debe tener una altura de unos quince metros, y que debe llegar prácticamente hasta la superficie del glaciar. En los bordes de la cúpula hay secciones de rotura donde ha debido derrumbarse y donde el hielo ha cubierto el suelo llenando la gruta y volviendo a fundirse.

En las temporadas en que Moritz estaba fuera, cuando no teníamos dinero para comprar petróleo o en cortos períodos de desabastecimiento en los que el barco no había llegado, mi madre solía poner velas de parafina sobre un espejo. Incluso con pocas velas, el efecto del reflejo era abrumador. El mismo caso se da con el cono del espejo frontal de Toerk. Lo mantiene quieto para darme tiempo y la luz es atrapada por el hielo, aumentada y arrojada hacia arriba como una lluvia ascendente de rayos.

Las largas lanzas de hielo parecen flotar en el aire. Centelleantes como prismas gotean desde el techo estirándose hacia el suelo. Tal vez haya diez mil, tal vez más. Algunas de ellas están conectadas entre sí, como arquivoltas colgantes de catedrales góticas; otras son pequeñas y apretadas, como acerillos de cristales de roca.

Debajo de ellas está el lago. Tiene tal vez treinta metros de diámetro. En su centro yace la piedra. Negra, inmóvil. El agua a su alrededor es ligeramente lechosa, formada de burbujas disueltas en el hielo del glaciar. La estancia carece de aroma alguno, salvo el que proviene del ligero quemazón del hielo en la garganta. Los únicos sonidos que se aprecian provienen de las gotas que caen. Con largos intervalos de tiempo. El techo se encuentra a una distancia de la piedra donde existe el equilibrio. Dentro de la estancia sólo una ínfima parte se hiela y se funde. La transformación de agua es mínima. El lugar está yerto. Si no hubiera sido por el calor. Es exactamente igual al calor del iglú de mi infancia. El frío que irradia desde las paredes, hace que parezca acogedora. A pesar de que la temperatura está entre los 0 y los 5 °C.

A nuestro lado está parte del equipaje. Botellas de oxígeno, trajes, aletas, arpones, la caja con explosivos plásticos. Cuerdas, linternas, herramientas. No hay nadie más que nosotros. En una ocasión el hielo se mueve chirriando, como si alguien estuviera moviendo un mueble pesado en una habitación contigua. Pero no hay habitaciones contiguas. Sólo hay hielo, compacto, macizo.

– ¿Cómo sacaréis la piedra?

– Volaremos un túnel -dice.

Se podrá hacer. Tal vez su longitud tenga que ser de cien metros. Pero no tendrán que apuntalarlo. Y la piedra rodará por sí misma a través del túnel si éste tiene la inclinación adecuada. Seidenfaden se hará cargo. Katja Claussen le obligará. Y Toerk les obligará a ella y al mecánico. Es tal como he experimentado el mundo desde que abandoné Groenlandia. Como cadenas de coacciones.

– ¿Está vivo? -pregunta quedamente.

Sacudo la cabeza. Pero es porque no lo quiero creer. Junta las manos alrededor de la linterna. Su cono de luz está ahora dirigido a la nieve que hay debajo de nuestros pies. Desde allí es arrojado hacia arriba. De esta manera, no se aprecian los carámbanos por separado sino una nube de reflejos suspendidos en el aire, como piedras preciosas carentes de gravedad.

– ¿Qué pasará si el gusano escapa?

– Mantendremos la piedra encerrada.

– No podréis detenerlo. Es microscópico.

No me contesta.

– No lo podéis saber -digo-. Nadie puede saberlo. No sabéis sobre él más que lo que habéis aprendido en pequeños ensayos de laboratorio. Pero hay una débil probabilidad de que sea un verdadero asesino.

No me contesta.

– ¿Cuál era la segunda respuesta a la pregunta de por qué todavía no se había extendido?

– Cuando era niño, estuve viviendo en Groenlandia durante un año, en la costa occidental. Allí recogí fósiles. Desde entonces le he dado vueltas y vueltas a la idea de que algunas de las importantes exterminaciones prehistóricas pueden haber sido causadas por un parásito. ¿Quién sabe? Tal vez por el gusano polar. Dispondría de las características necesarias para ello. Puede haber sido el gusano el que exterminó a los dinosaurios.

Su voz es jocosa. De repente le entiendo.

– ¿Pero no es importante, verdad?

– No, no lo es.

Me mira.

– No es importante saber cómo son las cosas realmente. Lo importante es lo que cree la gente. Creerá en esta piedra. ¿Has oído hablar de Ilya Prigogine? Químico belga. Recibió el Premio Nobel en el 77 por su descripción de las estructuras disipativas. Él y sus alumnos han dado vueltas continuamente a la posibilidad de que la vida haya tenido su comienzo en sustancias inorgánicas al haber sido atravesadas por energía. Estas ideas han abierto el camino. La gente está esperando esta piedra. Su fe y su expectación la convertirá en verdad. Le dará vida, sin perjuicio de cuál sea su verdad.

– ¿Y el parásito?

– Ya empiezo a oír las primeras filas de periodistas especulativos. Escribirán que el gusano polar representa un estado significativo en la unión entre la piedra, la vida inorgánica y los organismos superiores. Llegarán a todo tipo de conclusiones que, por separado, no serán importantes. Lo importante son las fuerzas de miedo y de esperanza que se desatarán.

– ¿Por qué, Toerk? ¿Qué esperas que te proporcione?

– El dinero -dice-. La fama. Más dinero. En realidad carece de importancia si está o no viva. Sólo su tamaño es importante. El calor. El gusano a su alrededor. Ésta es la mayor sensación dentro del campo de las ciencias naturales del siglo. No son simples números sobre un trozo de papel. Ni abstracciones que tardan treinta años en ser publicadas en un formato que pueda ser vendido al público. Una piedra. Que puedes ver y tocar. De la que puedes cortar trozos y vender. De la que puedes hacer fotos y películas.

Vuelvo a pensar en la carta de Victor Halkenhvad. «El niño era hielo», escribió. Sin embargo, no es del todo cierto. El frío es puramente superficial. Detrás de él hay pasión.

De repente, tampoco es importante para mí si vive o deja de vivir. De repente, se ha convertido en un símbolo. A su alrededor se cristaliza, en este mismo instante, la postura de las ciencias naturales occidentales ante el mundo que les rodea. El espíritu calculador, el odio, la esperanza, el intento de instrumentalizarlo todo. Y por encima de todo lo demás, más fuerte que cualquier sentimiento que pueda llegar a sentirse por algo vivo: la codicia.

– No podéis sacar el gusano y llevarlo hasta una parte densamente poblada del mundo -digo-. No antes de que sepáis lo que es. Podríais provocar una catástrofe. Si llega a propagarse a nivel global, no podrá ser hasta que no haya exterminado a sus huéspedes.

Deposita la lámpara sobre la nieve. Imparable, engendra y mantiene un túnel cónico de luz que se extiende sobre el espejo del agua y la piedra. El resto del mundo ha desaparecido.

– La muerte siempre es un desperdicio, una pérdida. Pero, de vez en cuando, es la única cosa que puede despertar a la gente. Bohr participó en la construcción de la bomba atómica y era de la opinión que favorecería la consecución de la paz.

Recuerdo algo que dijo Juliana alguna vez, en un momento en el que estaba sobria. Que no había que tener miedo a la tercera guerra mundial. La humanidad necesitaba una nueva guerra para recobrar la razón.

La sensación que ahora tengo es la misma que entonces. La conciencia de la locura implícita en el argumento.

– No es posible obligar a los seres humanos a amar con sólo envilecerlos lo suficiente -digo.

Desplazo el peso a la otra pierna y agarro un rollo de cuerda.

– Te falta fantasía, Smila. Es imperdonable en un científico especializado en ciencias naturales.

Si consigo abrirme lo suficiente, tal vez pueda golpearle con el rollo de cuerda y conseguir que caiga al agua. Después podré salir corriendo.

– El niño -digo-. Isaías, ¿por qué le examinó Loyen?

Reculo para poder conferirle un arco más amplio al giro.

– Saltó al agua. Tuvimos que traerle con nosotros hasta aquí, tenía miedo a las alturas. Su padre sufrió un colapso en la superficie. Quería llegar hasta él. Nunca tenía miedo al agua fría, solía nadar en el mar. Se le ocurrió a Loyen mantenerlo bajo vigilancia. En él, el gusano se encontraba en la capa subcutánea, no en los intestinos. No lo notaba.

Esto explica la biopsia muscular. El deseo de Loyen de conseguir una última y decisiva prueba. La información sobre la suerte del parásito cuando su portador muere.

El agua tiene un tono verdoso, un color apacible. La idea de la muerte es aterradora, pero el fenómeno en sí llega tan natural como una puesta de sol. En Force Bay vi una vez cómo el mayor Guldbrandsen de la patrulla Sirius obligaba con un fusil automático a tres americanos a alejarse de un hígado de oso infectado con triquina. Era a plena luz del sol, sabían que la carne era venenosa, que todo lo que tenían que hacer era esperar durante los tres cuartos de hora que tardaría en cocerse. A pesar de ello, cuando llegamos hasta ellos, habían cortado finas lonchas del hígado y ya habían empezado a comérselo. Todo era tan trivial y cotidiano. Los matices azules de la carne, su apetito, el rifle del mayor, su sorpresa.

Tiende la mano hacia atrás y me quita el rollo, como cuando se le quita una herramienta afilada a un niño.

– Sube arriba y espera.

Ilumina la pared que está al otro lado. Desde allí se abre un túnel. Camino hacia él. Ahora reconozco el camino. No me llevará hacia arriba, me llevará a la extinción. La entrada siempre ha sido un túnel. Como la entrada a la vida. Me ha conducido hasta aquí. Durante todo el camino, desde el barco, me ha conducido él.

No soy consciente hasta este momento de su brillantez como organizador. No ha podido llevarlo a cabo a bordo. Sigue teniendo que volver, el Kronos sigue teniendo que recalar en algún puerto. No podría ocultarlo. Pero esto significaría una deserción más, una desaparición, como la de Jakkelsen. Nadie me ha visto encontrarme con él, nadie verá cuando desaparezca.

Tampoco el mecánico volverá. Él entenderá, me relacionará con Toerk con toda seguridad, como si nos hubiera visto aquí con sus propios ojos. Toerk le dejará bucear, probablemente le necesiten, al menos para colocar la primera carga explosiva. Dejarán que se sumerja y luego dejará de existir. Toerk volverá y habrá acontecido un accidente, tal vez un accidente relacionado con el medidor de oxígeno. Sin duda, Toerk ya habrá ideado un plan.

Ahora entiendo el equipo que había en el lago. El mecánico ha estado preparándolo mientras Toerk hablaba. Ésta es la razón por la que me llevó al laboratorio.

La luz de su lámpara atrapa la piedra enviando su sombra a la pared que tengo delante. Cuando entro en el túnel se hace más oscuro.

Es un conducto cuadrado a nivel, de dos metros por dos metros. Unos metros más adentro se ensancha. Aquí hay una mesa. Sobre la mesa encuentro aparatos de medición, botellas de leche, carne desecada, copos de avena; todo lleva veintiocho años aquí y está cubierto con una capa de hielo.

Dejo que mis ojos se acostumbren a la débil luz que proviene del hielo y sigo adelante, hasta que todo es negro a mi alrededor. E incluso entonces sigo andando hacia delante, siguiendo las paredes con una mano tendida. El suelo tiene una ligera elevación pero no se nota ningún aire que pudiera indicar que hay una salida más adelante. Es un callejón sin salida.

Surge una pared delante de mí, un muro de hielo. Aquí me pongo a esperar.

No se oyen pasos, pero hay una luz, primero muy lejana y luego más cerca. Lleva la lámpara fijada en la frente. Me atrapa contra el muro y la luz se vuelve inmóvil. Entonces se desprende de ella. Es Verlaine.

– Le mostré la nevera a Lukas -digo-. Si lo sumamos a lo de Jakkelsen, será condena perpetua sin posibilidad de indulto.

Se detiene a medio camino entre la luz y yo.

– Aunque te quitaran los brazos y las piernas -dice- encontrarías la manera de patalear.

Inclina la cabeza y habla consigo mismo, suena como un rezo. Entonces se adelanta hacia mí.

Primero creo que es su sombra sobre la pared pero luego, sin embargo, miró hacia atrás. Sobre el hielo aparece una rosa, de tal vez unos tres metros de diámetro, dibujada con pequeños puntos rojos que han sido salpicados sobre la pared. Entonces levanta sus pies, liberándolos del suelo en un salto, alza los brazos, se eleva medio metro en el aire y se lanza contra la pared. Se queda sentado, como un gran insecto en medio de la flor. Hasta entonces no llega el sonido. Un breve silbido. Una nube gris se desliza dentro del cono de luz que proviene de la lámpara que está en el suelo. De entre la nube sale Lukas. No me mira. Mira a Verlaine. En la mano sostiene un arpón de aire comprimido.

Verlaine se mueve. Busca algo a tientas a sus espaldas con una de sus manos. De un lugar debajo de su omóplato aparece una fina línea negra. El metal debe ser de una aleación especial para que tenga la suficiente fuerza como para sostenerle por encima del suelo. La punta ha estado a menos de un metro y medio de su cuerpo cuando Lukas apretó el gatillo. Ha entrado más o menos por donde Verlaine pinchó a Jakkelsen.

Salgo del cono de luz y paso por el lado de Lukas.

Camino hacia un sol blanco de luz ascendiente. Cuando salgo del túnel veo que hay una luz encendida que está montada sobre un soporte. Deben de haber puesto en marcha el generador. Al lado de la lámpara está Toerk. El mecánico está metido en el agua hasta las rodillas. Tardo unos instantes en reconocerle. Lleva un enorme traje amarillo con botas y casco incorporados. Estoy a medio camino entre la boca del túnel y el lugar donde están ellos, cuando Toerk me descubre. Se inclina hacia abajo. De entre el equipaje saca un tubo del tamaño de un paraguas plegado. El mecánico tiene la cara cerca de la superficie del agua. El casco impedirá que pueda oírme. Cojo mi brújula y la arrojo al agua. Él levanta la cabeza y me ve. Entonces empieza a abrir la visera. Toerk está ocupado con el paraguas. Abre el paraguas y saca un mango.

– S-Smila.

Sigo andando. A mis espaldas, en el tubo de resonancia del túnel, se oyen pasos.

– S-Sólo haré esta inmersión. Es necesaria para el trabajo que hay que hacer mañana.

– No habrá ningún mañana para ti ni para mí -le digo-. Pregúntale dónde está Verlaine.

El mecánico se da la vuelta hacia Toerk. Ve y entiende.

– El niño -digo-, ¿por qué?

En realidad hago la pregunta por el mecánico y para detener el tiempo. No porque yo necesite la respuesta. Sé lo que ha ocurrido, con la misma seguridad que si yo misma hubiera estado con ellos sobre el tejado.

Percibo a Toerk como si formara parte de mí. A través de él noto el carácter catastrófico de la situación. Las muchas bolas que tiene en juego. Falta saber hasta qué punto puede prescindir del mecánico. La necesidad de que tome una determinación al respecto. Sin embargo, su voz es sosegada, casi melancólica.

– Saltó.

Sigo andando mientras hablo. Coloca un cargador muy largo perpendicularmente al cañón.

– Fue presa del pánico.

– ¿Cómo? -pregunto.

– Quería pedirle que me diera la cinta. Pero se puso a correr, no me había reconocido. Pensaba que yo era un extraño. Estaba todo oscuro.

Quita el seguro. El mecánico no ve el arma, sólo mira el rostro de Toerk.

– Llegamos al tejado. Ya no me vio.

– Las huellas -miento-. Vi las huellas, el niño se dio la vuelta.

– Le grité, él se dio la vuelta pero no me vio.

Me mira a los ojos.

– Sordo -digo-. Era sordo. No se dio la vuelta. No podía oír nada.

Es hielo lo que hay bajo mis pies, estoy cruzando el hielo, me dirijo hacia él, de la misma manera que Isaías se alejaba de él. Es como si yo fuera Isaías. Pero, esta vez, estoy volviendo. Para rehacer algo. Acaso para probar si existe otra posibilidad.

Lukas está a cinco metros de él cuando Toerk lo ve. Ha rodeado la piedra por el otro lado, Toerk ha repartido su atención entre mi persona y el mecánico. No es posible abarcarlo todo. Ni siquiera él es capaz.

– Bernard está muerto -dice Lukas.

Sostiene el arpón por delante. Lo debe de haber vuelto a cargar. Es largo como una lanza. Con su figura demasiado erguida y demacrada parece, por un instante, un personaje de cómic. Sus pantalones se han helado convirtiéndose en una coraza de hielo. Debe de haber traspasado la capa de hielo de camino hacia la costa.

– Serás responsable -dice.

Una sacudida atraviesa el paraguas de Toerk. Una enorme mano invisible hace girar a Lukas sobre su eje. Entonces llega la detonación apagada y, mientras, Lukas ha descrito una pirueta. Vuelve a encararnos, pero ahora le falta el brazo izquierdo.

Entonces el mecánico se pone en movimiento. Al salir del agua, parece, por un breve instante, un enorme pez que salta a tierra. El paraguas tintinea sobre el hielo. Incluso despojado de él, la figura erguida de Toerk denota una gran confianza en sí mismo.

El mecánico le da alcance. Una de las aletas amarillas está encima del hombro de Toerk, la otra se cierra alrededor de su mandíbula. Entonces aprieta. Cuando la cara debajo de la cabellera rubia se va hacia atrás, inclina el casco sobre ella y ambos se miran a los ojos. Estoy esperando un ruido de vértebras que son desgarradas. El chasquido no será como el sonido de algo que se quiebra sino de algo que se pone en su sitio.

Toerk da una patada en un movimiento ensayado y que llega desde fuera y se desplaza en un semicírculo hacia el rostro del mecánico. El golpe cae sobre el lado del casco con un sonido similar al que se produce cuando un hacha se hunde en un árbol. Lentamente, toda la figura amarilla se vuelca hacia un lado y cae finalmente de rodillas.

El paraguas delante de mí sobre el hielo. Tan inmenso es el terror que siento por las armas que ni tan siquiera soy capaz de apartarlo de una patada.

El mecánico se incorpora. Empieza a despojarse de las botellas. Los movimientos son lentos e ingrávidos, como los de un astronauta.

Entonces Toerk se pone a correr. Yo le sigo.

Podría obligar al resto de la tripulación a zarpar. No les gustaría. Sobre todo no le gustará a Sonne. Pero, no obstante, Toerk será capaz de conseguir que lo haga.

Desciende corriendo la grieta de hielo. Su lámpara oscila, aquí todo está a oscuras. En Qaanaaq solía subir de noche hasta el hielo para recoger bloques de hielo de agua de fusión. El hielo tiene su propia afabilidad nocturna. No llevo ninguna linterna, pero corro sobre el hielo como si fuera un camino recto. No con soltura, pero segura y sin temor. Los kamiks se agarran en la nieve de una manera distinta que sus botas.

Sería tan sencillo. Un pequeño descuido y caería como cayó Isaías.

Las pequeñas zonas en las que la nieve no ha desaparecido forman hexágonos en la oscuridad. Estamos atravesando el universo.

Abandono el glaciar antes que él y corro hacia abajo. Quiero cortarle el paso a la lancha motora. No me ha visto ni oído. Sin embargo sabe que estoy aquí.

El hielo es hikuliaq, hielo fresco, que se ha formado donde el hielo antiguo ha desaparecido. Es demasiado grueso para que pueda atravesarse con la lancha, demasiado fino para andar sobre él. Sobre el hielo flota, oscilante, una niebla blanca y helada.

Me ve o tal vez sólo vea que hay una silueta. Entonces sale al hielo. Lo sigo en una dirección paralela a la suya. Ve quién soy. Nota que no tiene fuerzas para llegar a mí.

El Kronos está oculto en la niebla. Se desvía demasiado hacia la derecha. Cuando finalmente endereza instintivamente el rumbo, el barco está doscientos metros detrás de nosotros. Ha perdido el sentido de la orientación. Es llevado hacia mar abierto, al lugar donde la corriente ha vaciado el hielo haciéndolo tan fino como una membrana, como una membrana vitelina. Y debajo de ella, el mar es tan oscuro y salado como la sangre. Y un rostro sube, desde las profundidades, hacia la membrana de hielo, es el rostro de Isaías, de Isaías todavía nonato. Está llamando a Toerk. ¿Es Isaías quien lo atrae hacia sí o soy yo quien lo rodeo para, de esta forma, empujarle hacia el hielo frágil?

Sus fuerzas se están agotando. Si no te has criado en este paisaje, acaba con tu resistencia.

Tal vez el hielo ceda bajo su peso dentro de un instante. Tal vez sienta como un alivio que el agua lo torne ingrávido y lo absorba. Desde abajo, el hielo, incluso en esta noche, tiene un color blanco azulado, como el de una luz de neón.

O tal vez modifique su rumbo, volviendo a virar hacia la derecha, hacia el hielo. Esta noche, la temperatura descenderá todavía más y llegará una tormenta de nieve. Sólo podrá sobrevivir durante un par de horas. En algún momento se detendrá y el frío lo transformará, como a un carámbano, una cáscara de hielo se cerrará alrededor de una vida apenas líquida hasta que también el pulso disminuya y él se confunda con el paisaje, entrando a formar parte de él. Es imposible vencer al hielo.

Detrás de nosotros permanece la piedra, su enigma, las preguntas que ha suscitado. Y el mecánico.

En algún lugar delante de mí, la silueta que corre se oscurece lentamente.


Cuéntanos, me dirán. Para que entendamos y podamos cerrar el caso. Se equivocan. Sólo aquello que no entendemos puede darse por concluido. No habrá ninguna conclusión.

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