Siento curiosidad por oír lo que piensa de esto la novicia. Dime, Egwene al’Vere, ¿cómo habrías encarado tú la situación?
Egwene alzó la vista de la cubeta de cáscaras, con el cascanueces de acero en una mano y una bulbosa nuez en la otra. Era la primera vez que una de las Aes Sedai presentes se dirigía a ella. Había empezado a pensar que ayudar a las tres Blancas iba a ser otra pérdida de tiempo.
Esa tarde se encontraba en un balcón raso del tercer nivel de la Torre Blanca. Las Asentadas tenían derecho a pedir aposentos no sólo con muchas ventanas, sino también con balcones, algo muy poco frecuente —aunque no inaudito— para hermanas corrientes. Éste tenía forma de torrecilla, con un sólido muro de piedra que trazaba una curva y un paramento similar colgando del saliente de arriba. Había un espacio amplio entre ambos y la vista era muy hermosa, orientada al este, a través de las estribaciones que se hacían más elevadas hasta llegar a la Daga del Verdugo de la Humanidad. La propia Daga se divisaría a lo lejos en un día claro.
Un soplo de aire pasó por la balconada; a esa altura era fresco y estaba libre del mal olor que había en la ciudad, allá abajo. Un par de sinuosas parras filosas —de hojas de tres puntas y tallos trepadores— crecían a ambos extremos de la balconada, con los zarcillos rastreros cubriendo el interior de la mampostería de forma que le daba aspecto de unas ruinas perdidas en el corazón de un bosque. Las plantas eran un adorno más llamativo de lo que Egwene habría esperado de una Blanca, pero se decía que Ferane tenía un punto de vanidosa. Probablemente le gustaba que su balconada fuera singular, incluso si el protocolo le requería mantener las parras podadas para que no deslucieran el reluciente perfil de la Torre.
Las tres Blancas estaban sentadas en sillones de mimbre alrededor de una mesa baja, y Egwene lo hacía en un taburete, también de mimbre, enfrente de ellas y de espaldas al exterior, sin disfrutar de la vista mientras partía nueces para ellas. Muchas de las criadas o trabajadoras de las cocinas podrían haber realizado esa tarea, pero ésa era la clase de cosas que las hermanas buscaban para tener ocupadas a aquellas novicias que, en su opinión, holgazaneaban demasiado.
Egwene había supuesto que lo del partir las nueces sólo era un pretexto; pero, después de que hicieran caso omiso de ella durante casi una hora, empezó a creer que se había equivocado. Sin embargo, ahora las tres la miraban. No debería dudar de sus corazonadas.
Ferane tenía la tez cobriza de una domani y un temperamento acorde, algo raro en una Blanca. Era baja, de cara ancha y redonda, como una manzana, y una cabellera oscura y lustrosa. El vestido, de un tono pardo rojizo, era bastante diáfano pero decente, y lo ceñía un fajín blanco, a juego con el chal que llevaba puesto. Al vestido no le faltaban bordados, y el tejido parecía un indicio, tal vez intencionado, de su ascendencia domani.
Las otras dos, Miyasi y Tesan, iban de blanco, como si temieran que un vestido de cualquier otro color fuera una traición a su Ajah. Esa idea se estaba convirtiendo en algo muy común entre todas las Aes Sedai. Tesan era tarabonesa y llevaba el oscuro cabello tejido en trencillas sujetas con cuentas blancas y doradas; enmarcaban un rostro estrecho que daba la impresión de que se lo hubieran pellizcado arriba y abajo y hubieran estirado de él. Siempre parecía preocupada por algo, aunque eso quizá se debía a los tiempos que corrían. La Luz sabía que todas tenían mucho por lo que preocuparse.
Miyasi era más sosegada; un moño alto, de cabello gris acerado, le coronaba la cabeza. El semblante Aes Sedai de la mujer no dejaba traslucir los muchos años que debía de tener para que el cabello estuviera tan canoso. Era alta y rellenita, y quería las nueces descascaradas de una forma especial. Nada de fragmentos ni trozos rotos para ella, sólo mitades enteras. Egwene sacó con cuidado de la cáscara una que acababa de partir y se la ofreció; el pedacito marrón del fruto, con sus arrugas y crestas, parecía el cerebro de un animalillo minúsculo.
—¿Qué me preguntabas, Ferane? —inquirió Egwene mientras cascaba otra nuez y echaba la cáscara en la cubeta que tenía a los pies.
La Blanca frunció apenas el entrecejo ante la respuesta inapropiada de la joven. Todas se estaban acostumbrando al hecho de que esa «novicia» rara vez se comportara como correspondía a su rango.
—Preguntaba qué habrías hecho tú de ser la Amyrlin —repitió Ferane con frialdad—. Considéralo como parte de tu adiestramiento. Sabes que el Dragón ha renacido y sabes que la Torre debe controlarlo a fin de proceder con la Última Batalla. ¿Cómo lo habrías tratado?
Curiosa pregunta; no sonaba mucho a «adiestramiento», aunque Ferane tampoco insinuaba una invitación a hablar mal de Elaida. En esa voz había demasiado desprecio por Egwene.
Las otras dos Blancas guardaron silencio. Ferane era Asentada y le debían deferencia y subordinación.
«Ha oído comentar que a menudo menciono el fiasco de Elaida con Rand —dedujo Egwene, que sostuvo la mirada de los acerados ojos oscuros de Ferane—. De modo que me pones a prueba, ¿no?» Aquello había que encauzarlo con muchísimo cuidado. Egwene sacó otra nuez del cuenco.
—Para empezar, habría enviado a un grupo de hermanas a su pueblo natal.
—¿Para intimidar a su familia? —preguntó Ferane, enarcando una ceja.
—Por supuesto que no. Para interrogarlos. ¿Quién es el Dragón Renacido? ¿Es un hombre de genio pronto, un hombre vehemente, impulsivo? ¿O es un hombre tranquilo, cauto, precavido? ¿Era de los que se pasan el tiempo solos en el campo, o por el contrario entablaba enseguida amistad con los otros muchachos? ¿Sería más fácil dar con él en una taberna o en un taller?
—Pero tú ya lo conoces —apuntó Tesan.
—Así es. —Egwene partió la nuez—. Pero hablamos de una situación hipotética.
«Hacéis bien en recordar que en el mundo real conozco personalmente al Dragón Renacido —pensó—. Y que nadie más en la Torre lo conoce».
—Supongamos que eres quien eres, y que él es Rand al’Thor, tu amigo de la infancia.
—De acuerdo.
—Dime, pues —pidió Ferane, que se echó hacia adelante—. De los tipos de hombre que has enumerado antes, ¿en cuál encaja mejor el tal Rand al’Thor?
—En todos ellos —respondió Egwene tras dudar un momento; soltó una nuez partida en trozos en un cuenco pequeño, junto a otras. Miyasi no las tocaría, pero las otras dos hermanas no eran tan exigentes—. Si yo fuera yo y el Dragón fuera Rand, lo tendría por una persona sensata, para ser un varón, aunque a veces un tanto cabezota. Bueno, casi siempre. Y, ante todo, lo tendría por un buen hombre, en el fondo. En consecuencia, el siguiente paso sería enviarle hermanas para ofrecerle orientación y consejos.
—¿Y si las rechazara? —inquirió Ferane.
—En ese caso enviaría espías para observarlo y comprobar si ya no era el mismo hombre que conocía.
—Y, mientras esperabas y espiabas, aterrorizaría a la población haciendo estragos y reuniendo ejércitos bajo su estandarte.
—¿No es eso acaso lo que queremos que haga? —preguntó Egwene—. No creo que hubiéramos podido impedir que empuñara Callandor, de habernos propuesto tal cosa. Se las ha arreglado para restablecer el orden en Cairhien, unificar Tear e Illian bajo el mando de un dirigente, y, es de suponer, ganarse el favor de Andor.
—Por no mencionar que ha subyugado a esos Aiel —intervino Miyasi al tiempo que acercaba la mano al cuenco para sacar un puñado de nueces.
Egwene le clavó una mirada cortante.
—Nadie subyuga a los Aiel. Rand se ganó su respeto; yo estaba con él por entonces.
Miyasi se quedó paralizada, con la mano a medio camino del cuenco de nueces peladas. Se sacudió para librarse de la intensa mirada de la joven, tomó el cuenco y volvió a recostarse en el sillón. Un vientecillo frío sopló en la balconada y agitó las parras que, según Ferane, no reverdecían esa primavera como tendrían que hacerlo. Egwene se centró de nuevo en las nueces.
—Al parecer, te limitarías a dejarle sembrar el caos como considerara oportuno —dijo Ferane.
—Rand al’Thor es como un río. Tranquilo y plácido si no se lo perturba, pero que se convierte en una corriente embravecida y mortífera si se lo oprime demasiado. Lo que le hizo Elaida fue el equivalente a tratar de meter al Manetherendrelle a la fuerza por un cañón de dos pies de ancho. Esperar a descubrir el temperamento de un hombre no es una estupidez ni una señal de debilidad. Actuar sin tener información es demencial, y la Torre Blanca se ha buscado la conmoción originada con su actuación.
—Tal vez —dijo Ferane—. Pero todavía no me has dicho cómo afrontarías la situación una vez que recibieras la información que querías y el momento de estar a la expectativa quedara atrás.
El genio de Ferane era de sobra conocido, pero ahora hablaba con la frialdad habitual de las Blancas. Era la frialdad de quien plantea algo sin emociones, pensando con lógica y sin tolerar influencias externas.
No era el mejor modo de enfocar problemas; la gente era mucho más compleja que un puñado de reglas y números. Había un tiempo para la lógica, sí, pero también había un tiempo para las emociones.
Rand era un problema en el que Egwene no había querido entrar ni darle vueltas; tenía que afrontar los problemas de uno en uno. Pero también había mucho que decir sobre hacer planes por anticipado. Si no se planteaba cómo tratar con el Dragón Renacido, acabaría encontrándose en una situación tan mala como Elaida.
Él había cambiado, ya no era el hombre que ella había conocido; y, sin embargo, los rasgos de su personalidad tenían que ser los mismos. Lo había visto montar en cólera durante los meses de viaje por el Yermo de Aiel; eso no ocurría con frecuencia siendo críos, pero Egwene comprendía ahora que era un rasgo latente en él. No es que de repente hubiera desarrollado el mal genio, sino que en Dos Ríos no pasaba nada que lo sacara de sus casillas, simplemente.
Durante los meses que había viajado con él, tuvo la impresión de que Rand se endurecía a cada paso que daba. Estaba sometido a mucha presión. ¿Cómo trataba una con un hombre así? A decir verdad, no tenía ni idea.
Pero esta conversación no versaba sobre qué hacer con Rand; en realidad, lo que Ferane procuraba establecer era qué clase de mujer era Egwene.
—Rand al’Thor se considera una especie de emperador —dijo la joven—. Y supongo que lo es, a estas alturas. No reaccionará bien si cree que lo llevan o lo empujan en una dirección específica. Si tuviera que tratar con él, enviaría una delegación a rendirle honores.
—¿Una comitiva fastuosa? —preguntó Ferane.
—No, no. Pero tampoco una en exceso modesta. Un grupo de tres Aes Sedai, encabezadas por una Gris acompañada por una Verde y una Azul. Tiene una opinión favorable de las Azules debido a relaciones anteriores, y al Verde a menudo se lo ve como el reverso del Rojo, una indicación sutil de que estamos dispuestas a trabajar con él en vez de amansarlo. La presencia de una Gris es porque se espera que sea así, pero también porque enviar a una hermana de ese Ajah significa que a continuación vendrán negociaciones, no ejércitos.
—Buena lógica —opinó Tesan.
Pero a Ferane no era tan fácil convencerla.
—Delegaciones de ese tipo fracasaron en el pasado. Tengo entendido que la delegación de Elaida estaba encabezada por una Gris —argumentó la Asentada Blanca.
—Sí, pero la delegación de Elaida tenía un defecto de base —repuso Egwene.
—¿Y eso por qué?
—Vaya, pues porque la enviaba una Roja, naturalmente. —Egwene cascó una nuez—. Me cuesta trabajo ver la lógica de ascender a un miembro del Ajah Rojo a la Sede Amyrlin en tiempos del Dragón Renacido. ¿No da la impresión de ser una medida destinada a crear animosidad entre él y la Torre?
—O podría ser que una Roja fuera necesaria en estos tiempos turbulentos, puesto que las Rojas son las que tienen más experiencia en vérselas con hombres capaces de encauzar —rebatió Ferane.
—Vérselas con ellos es por completo diferente de trabajar con ellos. Al Dragón Renacido no se lo debió dejar que actuara a su antojo, pero ¿desde cuándo se dedica la Torre Blanca a secuestrar a la gente y obligarla a hacer su voluntad? ¿Acaso no se nos tiene por las personas más sagaces y cautas del mundo? ¿No nos enorgullecemos de ser capaces de conseguir que otros hagan lo que deben, dejando que piensen que la idea era suya desde el principio? ¿En qué momento del pasado encerramos a reyes en arcones y los golpeamos por su desobediencia? ¿Por qué ahora, precisamente ahora, Luz bendita, hemos dado la espalda a una práctica que dominábamos a la perfección para convertirnos en cambio en simples asaltantes de caminos?
Ferane escogió una nuez. Las otras dos Blancas intercambiaron una mirada inquieta.
—Tiene sentido lo que dices —admitió por fin la Asentada.
—En el fondo Rand al’Thor es un buen hombre, pero necesita que lo guíen. —Egwene dejó a un lado el cascanueces—. Vivimos unos tiempos en que deberíamos haber sido más sagaces que nunca. Habría que haberlo convencido de que confiara en las Aes Sedai por encima de cualquier otro pueblo u organización, que confiara en nuestros consejos. Deberíamos haberle enseñado la sensatez que hay en escuchar. En cambio, se le ha demostrado que lo trataremos como a un chiquillo indómito. Incluso si lo es, no hay que dejar que crea que lo tenemos por tal, porque a causa de nuestra chapucería ha tomado cautivas a varias Aes Sedai y ha permitido que otras hermanas fueran vinculadas por esos Asha’man.
—Mejor no mencionar semejante atrocidad. —Ferane se sentó muy tiesa.
—¿Qué es lo que has dicho? —intervino Tesan, conmocionada, con la mano posada en el pecho. Algunas Blancas nunca prestaban atención a lo que pasaba a su alrededor—. Ferane, ¿tú lo sabías?
La Asentada no respondió.
—Yo había oído… rumores —confesó la robusta Miyasi—. Si son ciertos, entonces habrá que hacer algo.
—Sí, pero por desgracia ahora mismo no podemos centrarnos en al’Thor —manifestó Egwene.
—Él es el mayor problema que afronta el mundo —afirmó Tesan al tiempo que se echaba hacia adelante—. Hemos de ocuparnos de él ante todo.
—No, hay otros asuntos más apremiantes —argumentó Egwene.
—Con la Última Batalla a la vuelta de la esquina, no veo qué otros asuntos podrían ser más apremiantes —protestó Miyasi, ceñuda.
—Ocuparse ahora de Rand sería actuar como el granjero que mira su carreta y se preocupa porque no hay cargados productos para vender, y sin embargo pasa por alto el hecho de que tiene el eje partido. Llenad la carreta antes de tiempo y sólo conseguiréis que se rompa y os encontraréis en peor situación que al principio.
—¿Qué es exactamente lo que estás dando a entender? —demandó Tesan.
Egwene miró de nuevo a Ferane.
—Entiendo —dijo la Asentada—. Te refieres a la división de la Torre Blanca.
—¿Acaso puede una piedra resquebrajada ser una buena cimentación para un edificio? —preguntó la joven—. ¿Un ronzal deshilachado puede contener un caballo asustado? ¿Cómo podemos esperar, en nuestro estado actual, dirigir nada menos que al Dragón Renacido?
—Entonces —dijo Ferane—, ¿por qué sigues fomentando la división con tanto insistir en que eres la Sede Amyrlin? Vas en contra de tu propia lógica.
—¿Crees que renunciar a mi pretensión a la Sede Amyrlin reunificaría la Torre? —inquirió la joven.
—Sería una ayuda.
Egwene enarcó una ceja.
—Supongamos por un momento que renunciando a mi reclamación persuadiría a la facción rebelde para que reingresara en la Torre y aceptara el liderazgo de Elaida. —El gesto de la ceja enarcada se acentuó dando a entender lo poco probable que consideraba tal posibilidad—. ¿Mejorarían las divisiones?
—Acabas de decir que lo harían —intervino Tesan, ceñuda.
—¿De veras? ¿Dejarían las hermanas de recorrer los pasillos a toda prisa, casi a hurtadillas, asustadas de ir solas? ¿Los grupos de mujeres de diferentes Ajahs dejarían de mirarse con hostilidad cuando se cruzaran en los salones? Y, con todo el debido respeto, ¿dejaríamos de sentir la necesidad de llevar puestos los chales a todas horas para recalcar quiénes somos y con quién está nuestra lealtad?
Ferane bajó la vista un instante para mirarse el chal de flecos blancos. Egwene se echó hacia adelante y continuó:
—De todas las mujeres de la Torre Blanca, tú eres quien mejor debe ver la importancia de que los Ajahs trabajen juntos. Es necesario que hermanas con diferentes habilidades e intereses se congreguen en Ajahs, pero ¿tiene sentido que nos neguemos a trabajar juntas?
—El Blanco no ha provocado esta… lamentable tensión —dijo Miyasi con un ligero resoplido—. Los otros, actuando con ese derroche de emociones, la han creado.
—El actual liderazgo es el responsable —repuso Egwene—. Un liderazgo que enseña que está bien neutralizar a hermanas compañeras en secreto, y ejecutar Guardianes antes de que a sus Aes Sedai se las haya sometido siquiera a juicio. O que no hay nada malo en quitarle el chal a una hermana degradándola a Aceptada, o que es lícito disolver todo un Ajah. ¿Y qué decís de lo de actuar sin el consejo de la Antecámara en algo tan peligroso como raptar y encarcelar al Dragón Renacido? Con todo eso, ¿no es absolutamente lógico lo que nos ha pasado?
Las tres Blancas permanecieron calladas.
—No capitularé —manifestó Egwene—. No si con ello no evito que sigamos divididas. Seguiré afirmando que Elaida no es la Amyrlin. Sus actos lo demuestran. ¿Queréis ayudar a combatir al Oscuro? Bien, pues, el primer paso no es ocuparse del Dragón Renacido. El primer paso debería ser entrar en contacto con hermanas de otros Ajahs.
—¿Por qué nosotras? —preguntó Tesan—. Lo que hacen las otras no es responsabilidad nuestra.
—¿Y no tenéis culpa de nada? —inquirió la joven, que dejó aflorar un poco de rabia al hablar. ¿Es que ninguna de sus hermanas aceptaban tener un mínimo de responsabilidad?—. Vosotras, siendo del Blanco, tendríais que haber visto adónde conducía este camino. Sí, Siuan y el Azul no estaban libres de faltas, pero vosotras deberías haber visto que era un yerro derrocarla y después permitir que Elaida disolviera el Azul. Además, creo que varios miembros de vuestro Ajah fueron parte integrante del ascenso de Elaida como Amyrlin.
Miyasi retrocedió un tanto. A las Blancas no les gustaba que les recordaran el fracaso de Alviarin como Guardiana de las Crónicas con Elaida. En lugar de ponerse en contra de Elaida por desbancar a la Blanca, parecían haberse puesto en contra de su hermana de Ajah por la vergüenza que les había ocasionado.
—Aún creo que éste es un trabajo para las Grises —dijo Tesan, aunque no parecía tan convencida como unos segundos antes—. Deberías hablar con ellas.
—Ya lo he hecho —contestó Egwene, que empezaba a perder la paciencia—. Algunas no quieren hablar conmigo y siguen mandándome castigos. Otras dicen que estas desavenencias no son culpa suya, pero con un poco de persuasión han accedido a hacer lo que puedan. Las Amarillas se han mostrado muy razonables y creo que empiezan a ver los problemas de la Torre como una herida que se debe sanar. Todavía estoy trabajando con varias hermanas Marrones que, más que preocupadas, parecen fascinadas por los problemas. He encomendado a varias que busquen en la historia ejemplos de división con la esperanza de que se topen con la historia de Renala Merlon. Relacionar los casos debería ser fácil, y quizá empiezan a comprender que nuestros problemas pueden solucionarse.
»Las Verdes, irónicamente, han sido las más contumaces. En muchos aspectos pueden ser muy semejantes a las Rojas, lo que es desesperante ya que deberían sentirse inclinadas a aceptarme como una que habría estado entre ellas. Con eso, sólo queda el Azul, que ha sido disuelto, y el Rojo. Dudo que las hermanas de ese último Ajah se muestren muy receptivas a mis sugerencias.
Ferane se recostó en el respaldo, pensativa, y Tesan se quedó mirando de hito en hito a Egwene, con tres nueces olvidadas en la mano. Por su parte, Miyasi, con los ojos desorbitados por la sorpresa, se rascó el cabello gris acerado.
¿Habría revelado demasiado? Las Aes Sedai eran extraordinariamente semejantes a Rand al’Thor: no les gustaba saber que las estaban manipulando.
—Os veo sorprendidas —dijo—. ¿Por qué? ¿Creéis que me limitaría a sentarme, como la mayoría, y no haría nada mientras la Torre se desmorona? Este vestido blanco me ha sido impuesto contra mi voluntad y no acepto lo que representa, pero haré uso de él. En la actualidad, una mujer con el blanco de novicia es de las pocas que pueden ir del sector de un Ajah al de otro. Alguien tiene que trabajar para recomponer la Torre y yo soy la mejor opción. Además, es mi deber.
—Qué… racional por tu parte —comentó Ferane con el semblante intemporal marcado por el entrecejo fruncido.
—Gracias.
Egwene se preguntó si les preocupaba que se hubiera extralimitado en sus funciones o si estaban furiosas porque hubiera manipulado Aes Sedai o es que habían resuelto que recibiera otro castigo. Ferane se echó hacia adelante.
—Digamos que queremos trabajar en pro de recomponer la Torre. ¿Qué curso de acción nos recomendarías?
Egwene sintió una oleada de emoción; en los últimos días sólo había tenido contratiempos. ¡Estúpidas Verdes! Se sentirían como necias cuando ella fuera aceptada como Amyrlin, vaya que sí.
—Suana, del Ajah Amarillo, os invitará pronto a las tres a comer con ella —anunció Egwene. Al menos, Suana haría la oferta una vez que Egwene le diera un toque—. Aceptad y comed en un lugar público, quizás en uno de los jardines de la Torre. Que os vean disfrutando de la compañía de las otras. Procuraré conseguir que una hermana Marrón sea la siguiente en invitaros. Que las demás hermanas os vean mezclándoos con otros Ajahs.
—Es sencillo —dijo Miyasi—. Poco esfuerzo requerido a cambio de un excelente progreso en potencia.
—Veremos. Puedes retirarte, Egwene —concluyó Ferane.
A la joven no le gustó ser despedida de esa forma, pero era algo que no podía evitar. Aun así, la Asentada le había mostrado respeto al dirigirse a ella por su nombre. Egwene se levantó del taburete y entonces —con mucho cuidado— hizo una ligerísima inclinación de cabeza a Ferane. Aunque Tesan y Miyasi no demostraron una reacción llamativa, las dos abrieron un poco los ojos con sorpresa. A esas alturas, en la Torre era de sobra conocido que ella no hacía reverencias a nadie. Y lo más chocante fue que Ferane inclinara la cabeza a su vez, sólo un mínimo, en respuesta.
—Si decides elegir el Blanco, Egwene al’Vere —dijo la Asentada—, quiero que sepas que aquí serás bien recibida. La lógica que has demostrado hoy es extraordinaria en alguien tan joven.
Egwene disimuló una sonrisa. Hacía cuatro días que Bennaer Nalsad le había ofrecido un puesto en el Marrón, y Egwene todavía estaba sorprendida por el celo con que Suana le había recomendado el Amarillo. Casi la hicieron cambiar de idea, pero se debió más a la frustración que sentía con el Verde en aquel momento.
—Gracias. Pero recuerda que la Amyrlin debe representar a todos los Ajahs. Aun así, ha sido una conversación con la que he disfrutado, y espero que me permitas que me reúna de nuevo contigo más adelante.
Dicho esto, Egwene se retiró y esbozó una sonrisa de oreja a oreja al saludar con un cabeceo al robusto y patizambo Guardián de Ferane, que hacía guardia junto al vano del balcón. La sonrisa le duró hasta que dejó el sector del Blanco y se encontró con Katerine esperándola en el pasillo. La Roja no era una de las dos que le habían asignado a primera hora de la mañana, y en la Torre se comentaba que Elaida dependía cada vez más de Katerine ahora que su Guardiana había desaparecido en una misión misteriosa.
La cara afilada de Katerine lucía una sonrisa muy particular, y ésa no era una buena señal.
—Toma —dijo la mujer al tiempo que le tendía una copa de madera que contenía un líquido claro. Era la hora de que Egwene tomara su dosis vespertina de horcaria.
La joven torció el gesto, pero cogió la copa y bebió la infusión, se limpió la boca con el pañuelo y después echó a andar pasillo abajo.
—¿Dónde vas? —inquirió Katerine.
El aire de satisfacción de la Roja hizo dudar a Egwene, que se volvió con el entrecejo fruncido.
—Mi siguiente lección…
—No habrá más lecciones —dijo Katerine—. Al menos, no de la clase que has estado recibiendo. Todas coinciden en que tu destreza con los tejidos es impresionante, considerando que eres novicia.
Egwene frunció más el entrecejo. ¿Iban a ascenderla a Aceptada otra vez? No creía que Elaida le permitiera más libertad, y apenas pasaba tiempo en su habitación, por lo que el espacio extra de un cuarto de Aceptada no tenía importancia.
—No —prosiguió Katerine mientras jugueteaba con los flecos del chal—. Se ha decidido que lo que tienes que aprender es humildad. La Amyrlin se ha enterado de tu absurdo rechazo a hacer reverencias a las hermanas. En su opinión, es el último símbolo de tu naturaleza desafiante, y por ende recibirás un nuevo tipo de instrucción.
—¿Qué clase de instrucción? —preguntó Egwene con voz serena a pesar de haber sentido miedo durante un instante.
—Tareas domésticas.
—Ya lo hago a diario, como cualquier novicia.
—No me has entendido. A partir de ahora, todo lo que harás será eso. Has de presentarte de inmediato en la cocina, donde pasarás todas las tardes trabajando a partir del mediodía. A última hora de la tarde fregarás suelos. Y por las mañanas te presentarás al jefe de jardineros y trabajarás en los jardines. Esa será tu vida, con esas mismas tres actividades cada día, cinco horas en cada una, hasta que renuncies a tu estúpido orgullo y aprendas a hacer reverencias a quienes están por encima de ti.
Era el fin de la libertad —la poca que tenía— para Egwene; los ojos de Katerine brillaban con regocijo.
—Ah, veo que ahora entiendes. Se acabaron las visitas a hermanas en sus aposentos haciéndoles perder el tiempo mientras practicas tejidos que ya dominas. Se acabó el holgazanear, ahora trabajarás de verdad. ¿Qué te parece?
No era la dificultad del trabajo lo que preocupaba a Egwene; no le importaba hacer esas tareas a diario. Era la falta de contacto con otras hermanas lo que la desolaba. ¿Cómo iba a arreglar la Torre Blanca? ¡Luz! Qué desastre.
Apretó los dientes y se obligó a contener las emociones, tras lo cual le sostuvo la mirada a Katerine y dijo:
—De acuerdo. Vayamos hacia allí.
La Roja parpadeó. Era evidente que esperaba una pataleta o, al menos, oposición. Pero no era el momento. Egwene se encaminó hacia la cocina dejando atrás el sector de las Blancas. No debía dejar ver lo efectivo que era aquel castigo.
Contuvo el pánico mientras caminaba por los cavernosos corredores de la zona interior de Torre, alumbrados por lámparas de pared separadas en tramos regulares, unas lámparas sinuosas que chisporroteaban llamas minúsculas hacia el techo de piedra. Podía ocuparse de esto; se ocuparía de esto. No la domeñarían.
Quizá debería trabajar unos cuantos días y después fingir que había doblado la cerviz. ¿Debería hacer reverencias, como exigía Elaida? En realidad, era algo muy sencillo. Una reverencia y regresaría a sus otras ocupaciones más importantes.
«No, no. La cosa no acabaría ahí —pensó—. Habría fracasado en el instante que hiciera la primera reverencia». Ceder demostraría a Elaida que era factible quebrantarla. Hacer una reverencia iniciaría el descenso a la destrucción. Elaida no tardaría en decidir que Egwene debía empezar a usar los títulos honoríficos con las Aes Sedai. La falsa Amyrlin volvería a destinarla al mismo tipo de tareas, consciente de que ya había funcionado antes. ¿Se sometería también a eso, entonces? ¿Cuánto tardaría en perder toda la credibilidad que tuviera y acabaría olvidada, pisoteada en las baldosas de los pasillos de la Torre?
No podía ceder. Las palizas no habían conseguido hacer que cambiara el modo de comportarse y las tareas domésticas tampoco iban a conseguirlo.
Tres horas de trabajo en la cocina no le mejoraron precisamente el humor. Laras, la fornida Maestra de las Cocinas, la puso a fregar uno de los hogares que parecían hornos. Era un trabajo sucio, mugriento, que no ayudaba a pensar. Aunque tampoco había muchas formas de salir de esa situación.
Egwene, arrodillada, se echó hacia atrás y se apoyó en los talones al tiempo que alzaba el brazo y se enjugaba el sudor de la frente; al bajarlo lo vio pringado de hollín. La joven suspiró; tenía la boca y la nariz tapadas con un paño húmedo para evitar inhalar demasiada ceniza. Sentía el aliento caliente y congestionado en la cara, tenía la piel pegajosa de sudor y las gotas que le caían estaban negras del hollín; a través del paño húmedo le llegaba el olor de la ceniza muerta y encostrada que se había quemado una y otra y otra vez.
El fogón era una obra grande y cuadrada —hecha con ladrillos rojos requemados—, abierta por los dos lados y grande de sobra para entrar a gatas, que era exactamente lo que Egwene hizo. El interior tenía capas encostradas que se acumulaban en el tiro y la chimenea, y había que desprenderlas rascándolas a fin de evitar que atoraran la chimenea o se soltaran inesperadamente encima de la comida. Fuera, en el comedor, Egwene oía a Katerine y a Lirene charlando y riendo; las Rojas asomaban la cabeza con regularidad para echar un vistazo, pero quien la supervisaba de verdad era Laras, que se encontraba al otro extremo de la cocina fregando ollas.
Egwene se había cambiado y ahora llevaba la ropa de trabajo; aunque en tiempos el vestido era blanco, lo habían utilizado tantas novicias para limpiar los fogones que el hollín se había introducido en la fibra de la tela, de forma que había trozos grises que marcaban el vestido como sombras.
Egwene se frotó la zona lumbar; después se puso de nuevo a gatas y se introdujo más en el fogón. Valiéndose de un pequeño raspador de madera fue soltando pegotes de ceniza incrustada en las juntas de los ladrillos; de vez en cuando los recogía y los metía en cubos de latón que tenían los bordes pringados de un polvo ceniciento. La primera tarea de Egwene había sido recoger el hollín suelto y echarlo en los cubos; tenía las manos tan ennegrecidas que temía que, por mucho que se las restregara después, jamás volvería a tenerlas limpias. Le dolían las rodillas, que parecían ser un extraño complemento del trasero, todavía dolorido por la azotaina habitual de cada mañana.
Siguió rascando la parte requemada de los ladrillos, iluminados apenas por el pequeño candil que había puesto en un rincón, dentro del fogón; tenía unas ganas tremendas de utilizar el Poder Único, pero las Rojas que estaban fuera notarían que encauzaba. Por si fuera poco, había descubierto que la última dosis de horcaria era mucho más fuerte de lo habitual y la incapacitaba para encauzar siquiera un hilillo de saidar, de hecho, la infusión estaba tan fuerte que se sentía somnolienta, lo cual dificultaba más si cabía el trabajo.
¿Iba a ser ésta su vida? ¿Atrapada dentro de un fogón, rascando ladrillos que nadie veía, aislada del mundo? No estaría en condiciones de plantarle cara a Elaida si todas se olvidaban de ella. Tosió un poco y el ruido retumbó en las paredes del fogón.
Necesitaba un plan. Parecía que su único recurso era utilizar a las hermanas que intentaban arrancar de raíz al Ajah Negro, pero ¿cómo visitarlas? Sin tener clases con hermanas no había posibilidad de escapar de las vigilantes Rojas accediendo por los sectores de otros Ajahs. ¿Podría escabullirse de algún modo mientras realizaba las tareas domésticas? Si se descubría su ausencia seguro que acababa encontrándose en una situación incluso peor.
¡Sin embargo no podía permitir que ese trabajo servil controlara su vida! ¡La Última Batalla se avecinaba, el Dragón Renacido campaba por sus respetos, y la Sede Amyrlin estaba a gatas limpiando fogones! Apretó los dientes mientras restregaba con rabia. El hollín se había requemado durante tanto tiempo que formaba una satinada pátina negra en la piedra. Jamás acabaría de limpiar aquello, así que sólo tenía que asegurarse de dejarlo lo bastante limpio para que no se desprendiera ninguna capa.
Reflejada en aquella brillante pátina vio una sombra que se movía a través de la abertura que había en la pared de enfrente del fogón. Egwene hizo intención de asir la Fuente al punto, aunque sin resultado, por supuesto; tenía la mente embotada por la horcaria. Pero lo cierto es que había alguien fuera del fogón que se movía en silencio, a hurtadillas…
Egwene aferró el rascador con fuerza y muy despacio alargó la otra mano a fin de asir el cepillo que había utilizado para recoger la ceniza; entonces, se giró sobre sí misma con rapidez.
Laras se quedó paralizada, asomada al fogón. La Maestra de las Cocinas llevaba un largo delantal blanco, asimismo manchado de hollín en algunos sitios. La cara regordeta había visto pasar muchos inviernos; el cabello empezaba a encanecer y en los rabillos de los ojos se le marcaban las arrugas. Agarrada a un lado del fogón con los gruesos dedos e inclinada como estaba, la papada le formaba una segunda, una tercera y una cuarta barbilla.
Egwene se relajó. ¿Por qué esa seguridad de que alguien se le acercaba a hurtadillas? Sólo era Laras, que se había acercado para comprobar su trabajo.
Con todo, ¿por qué esa mujer se había acercado tan en silencio? Laras miró de soslayo hacia un lado con los ojos entrecerrados y después se llevó el índice a los labios. Egwene se puso en tensión de nuevo. ¿Qué pasaba?
Laras se retiró del fogón mientras hacía una seña a Egwene para que la siguiera. La Maestra de las Cocinas se movía con ligereza y mucho más en silencio de lo que Egwene habría creído posible en ella. Las ayudantes de cocina y pinches hacían ruido con los cacharros en otras zonas de la cocina, pero no se las veía por ningún sitio. Metiéndose el rascador en el cinturón y limpiándose las manos en el vestido, la joven salió a gatas del fogón. Se quitó el trapo húmedo de la cara, y aspiró con deleite el aire limpio de hollín. Hizo una profunda inhalación, lo que le valió una mirada severa de Laras, seguida de otro gesto de llevarse el dedo a los labios.
Egwene asintió con la cabeza y siguió a Laras a través de la cocina; al cabo de unos segundos, ella y Egwene se encontraban en una despensa cargada de olor a cereales secos y quesos curados; allí, los azulejos daban paso a una obra de mampostería más duradera. Laras apartó a un lado unos cuantos sacos y después tiró hacia arriba de una trampilla de madera que había en el suelo, aunque estaba revestida por encima con finas lascas de ladrillos para que diera la impresión de ser parte del suelo. Daba acceso a un cuarto pequeño de piedra, excavado debajo de la despensa y lo bastante amplio para que cupiera una persona, si bien un hombre alto habría tenido que encogerse.
—Quédate aquí hasta la noche —le susurró Laras—. No puedo sacarte ahora mismo con la Torre alborotada como un corral lleno de gallinas cuando hay cerca un zorro. Pero la basura se saca tarde, de noche, y te esconderé entre las chicas que la descargan. Un estibador te conducirá hasta un bote y te llevará en él al otro lado del río. Tengo amigos entre los guardias; se darán la vuelta y mirarán a otro lado. Cuando llegues a la orilla, dependerá de ti lo que hagas. Te aconsejaría que no regresaras con esas necias que te convirtieron en su marioneta. Encuentra un sitio donde quedarte y pasar inadvertida hasta que todo esto se calme, y después regresa a ver si quienquiera que esté al frente quiere aceptarte. No creo probable que sea Elaida, según marchan las cosas…
Egwene parpadeó por la sorpresa.
—Bueno, entra de una vez —apremió la mujerona.
—Yo…
—¡No hay tiempo para chácharas! —dijo Laras, como si no fuera ella la que no paraba de parlotear.
Que estaba nerviosa saltaba a la vista por la forma en que echaba ojeadas constantemente a un lado y a otro y daba golpecitos con el pie en el suelo. Pero lo que también era evidente es que aquélla no era la primera vez que hacía algo así. ¿Por qué una simple cocinera de la Torre Blanca era tan hábil y sigilosa, tan mañosa para tener un plan con el que sacar a Egwene de la ciudad fortificada y cercada? Y, para empezar, ¿por qué tenía un escondite subterráneo en la cocina? ¡Luz! ¿Cómo lo habían excavado?
—No te preocupes por mí —dijo Laras sin quitar ojo a Egwene—. Puedo arreglármelas. Mantendré al personal de cocina lejos de donde estabas. Esas Aes Sedai sólo se asoman cada media hora más o menos y, como acaban de hacerlo hace un minuto, pasará un rato antes de que vuelvan a asomarse a mirar. Cuando eso ocurra, diré que no sé nada y todas darán por hecho que te has escabullido de la cocina. Dentro de poco te habremos sacado de la ciudad y nadie se enterará.
—Sí —contestó por fin Egwene, que recuperó el habla—. Pero ¿por qué?
Habría jurado que después de ayudar a Min y a Siuan, Laras no tendría muchas ganas de prestar ayuda a otra fugitiva.
La Maestra de las Cocinas se volvió a mirarla; en los ojos de la mujer la determinación era tan firme como en los de cualquier Aes Sedai. ¡Egwene había pasado por alto a esa mujer! ¿Quién era en realidad?
—No tomaré parte en quebrantar el espíritu de una muchacha —repuso Laras en tono severo—. ¡Esas palizas son vergonzosas! Estúpidas Aes Sedai. He servido lealmente todos estos años, vaya que sí. Pero ahora me han dicho que te hiciera trabajar con tanta dureza como fuera posible, de forma indefinida. Bien, sé distinguir cuando a una muchacha se la aparta de sus clases para que se la golpee y se la maltrate. No lo consentiré. ¡En mi cocina no! ¡La Luz ciegue a Elaida si cree que puede hacer algo así! Que te ejecute o te degrade a novicia, me da igual. ¡Pero ese modo de quebrantar a alguien es inaceptable!
La mujer se había puesto en jarras y del delantal le salía una nubecilla de polvo de harina. Aunque parezca mentira, Egwene se sorprendió considerando la oferta. Había rechazado la propuesta de Siuan de rescatarla, pero si huía ahora regresaría al campamento rebelde escapando ella, lo cual tenía mucho más peso que ser rescatada. Podría dejar atrás todo esto, las palizas, el trabajo arduo…
¿Para hacer qué? ¿Sentarse fuera de la Torre viendo cómo se desmoronaba?
—No —le dijo a Laras—. Eres muy amable por ofrecerme esta posibilidad, pero no puedo aceptarla, lo siento.
—Eh, un momento… —empezó la mujerona, ceñuda.
—Laras —la interrumpió Egwene—, nadie habla en ese tono a una Aes Sedai, por muy Maestra de las Cocinas que sea.
—Chiquilla estúpida —masculló la mujer, vacilante—. No eres una Aes Sedai.
—Lo admitas o no, la cosa no cambia porque no puedo irme. A menos que me metas a la fuerza en ese agujero, amordazada y atada para impedir que me ponga a gritar, y a continuación me escoltes a través del río en persona… Si no, sugiero que me dejes volver a mi trabajo.
—Pero ¿por qué?
—Porque alguien tiene que plantarle cara —contestó la joven, que echó un vistazo al fogón.
—Así no puedes luchar —argumentó Laras.
—Cada día es una batalla. Cada día que me niego a doblegarme significa algo. Aunque sólo sean Elaida y sus Rojas las que lo saben, ya es algo. Un algo pequeño, pero ya es más de lo que podría hacer desde fuera. Vamos, todavía me quedan dos horas de trabajo aquí.
Se dio la vuelta y echó a andar de vuelta al fogón. Una renuente Laras soltó la trampilla del escondite subterráneo y después se reunió con ella. La mujer metía mucho más ruido ahora al caminar, rozaba los mostradores al pasar y los pasos resonaban en los ladrillos. Curioso, lo silenciosa que era cuando quería.
Un relumbrón de tela roja, como la sangre de un conejo en la nieve, se desplazó por la cocina y Egwene se quedó petrificada cuando Katerine, que llevaba un vestido con la falda carmesí y ribete amarillo, la vio. La Roja tenía prietos los labios y los ojos entrecerrados. ¿Las había visto a Laras y a ella salir de la despensa?
Laras también se quedó inmóvil.
—Bien, ahora veo lo que hacía mal —le dijo enseguida Egwene a la Maestra de las Cocinas mientras miraba un segundo fogón que había cerca de donde se encontraban las dos—. Gracias por enseñármelo, iré con más cuidado a partir de ahora.
—Más te vale que sea así —contestó Laras, saliendo del estupor—. En caso contrario, vas a saber lo que es un castigo de verdad, no esos badilazos desganados que da la Maestra de las Novicias. Vamos, vuelve a tu trabajo.
Egwene asintió con la cabeza e hizo intención de volver deprisa hacia el fogón, pero Katerine alzó la mano, deteniéndola con el gesto, y a Egwene la traicionó el corazón, que se puso a latir desbocado.
—No hace falta —dijo la Roja—. La Amyrlin ha pedido que la novicia le sirva la cena esta noche. Le dije a la Amyrlin que un día de trabajo no doblegaría a una pequeña tan estúpida y cabezota como ésta, pero ha insistido. Supongo que se te ofrece la primera oportunidad de demostrar tu humildad, pequeña, y sugiero que la aproveches.
Egwene se miró las manos ennegrecidas y el vestido pringado.
—Ve, deprisa —la apuró Katerine—. Lávate y ponte ropa limpia. No hay que hacer esperar a la Amyrlin.
Asearse resultó ser casi tan difícil como limpiar el fogón. El hollín le había penetrado en la piel de las manos de una forma muy parecida a como estaba metido en las fibras del vestido. Egwene se pasó casi una hora bañándose en una tina llena de agua templada procurando ponerse presentable. Tenía las uñas rotas de rascar los ladrillos y le daba la impresión de que cada vez que se aclaraba el pelo se quitaba todo un cubo de escantillas de hollín.
No obstante, se alegró de tener ocasión de usar la tina. Rara vez tenía tiempo para bañarse; por lo general todo lo más que hacía era un aseo rápido. Mientras se aclaraba y se restregaba en el pequeño cuarto de baño con baldosas y azulejos grises, meditó cuál sería su siguiente paso.
Había rechazado la oportunidad de huir; eso significaba que tenía que trabajar con Elaida y las Rojas, las únicas hermanas con las que estaría. Pero ¿sería posible hacerles ver sus errores? Ojalá estuviera en su mano mandar a todas a cumplir penitencia y librarse de ellas.
Pero no; era la Amyrlin y representaba a todos los Ajahs, incluido el Rojo. No podía tratarlas como Elaida había tratado a las Azules. Las Rojas eran sus principales antagonistas y eso significaba un mayor reto para Egwene. Creía estar haciendo ciertos progresos con Silviana; y, en cuanto a Lirene Doirellin, ¿Acaso no había admitido que Elaida había cometido graves errores?
Quizá las Rojas no eran las únicas con las que podía hablar para influir en ellas; existía la posibilidad de encuentros fortuitos con otras hermanas en los pasillos, y si alguna se acercaba para hablarle, las Rojas no estaban en condiciones de impedírselo. Debían conservar un mínimo de buenos modales, y eso le daría ocasión a Egwene de interactuar un poco con otras hermanas.
Sin embargo, ¿cómo tratar a la propia Elaida? ¿Sería aconsejable dejar que la falsa Amyrlin siguiera creyendo que la tenía acobardada? ¿O había llegado el momento de plantarle cara?
Al acabar de bañarse, Egwene no sólo se sentía mucho más limpia, sino también mucho más segura de sí misma. Su guerra había sufrido un serio revés, pero todavía estaba en condiciones de luchar. Se dio un rápido cepillado al pelo húmedo, se puso un vestido nuevo de novicia —¡Luz, que agradable sentir la tela suave y limpia en la piel!— y salió a reunirse con sus guardianas.
La escoltaron a los aposentos de la Amyrlin y en el camino se cruzaron con varios grupos de hermanas; en atención a ellas, la joven mantuvo una postura bien erguida. Las guardianas la condujeron por el sector Rojo de la Torre, con baldosas en rojo y negro. Había más gente moviéndose por aquí, mujeres con los chales puestos, criadas luciendo el emblema de la Llama de Tar Valon en la pechera de los uniformes. Nada de Guardianes; a Egwene siempre le chocaba ese detalle ya que era muy corriente verlos por otras zonas de la Torre.
Tras una larga subida y unos cuantos giros, llegaron a los aposentos de Elaida. Egwene se arregló los vuelos de la falda en un gesto instintivo; mientras se dirigían allí la joven había decidido que debía afrontar a Elaida en silencio, igual que había hecho la vez anterior. Irritarla más sólo conduciría a más restricciones; Egwene no estaba dispuesta a rebajarse, pero tampoco se tomaría la molestia de insultar a Elaida. Que creyera lo que quisiera, allá ella.
Una criada abrió la puerta e hizo entrar a Egwene en el comedor. Allí la joven se encontró con algo que la sorprendió; había dado por hecho que sólo serviría a Elaida, o tal vez a Meidani también, pero en ningún momento se le ocurrió que el comedor estaría lleno de mujeres. Había cinco, una de cada Ajah, excepto del Rojo y del Azul; y todas eran Asentadas. Yukiri se encontraba presente, al igual que Doesine, ambas del grupo clandestino de cazadoras del Ajah Negro. Ferane se hallaba asimismo allí, aunque pareció sorprendida de ver a Egwene; ¿la Blanca no sabía nada de esa cena unas horas antes o es que simplemente no lo había mencionado?
Rubinde, del Ajah Verde, estaba sentada al lado de Shevan, del Marrón, una hermana con la que Egwene había esperado tener un encuentro. Shevan era una de las que propugnaban negociar con las Aes Sedai rebeldes, y Egwene había confiado en darle un pequeño empujón para que la ayudara a unificar la Torre Blanca desde dentro.
No había una hermana Roja sentada a la mesa, aparte de Elaida. ¿Se debía a que las Asentadas Rojas se encontraban todas fuera de la Torre? Quizás Elaida consideraba que con ella estaba equilibrada la situación, ya que todavía se tenía por una Roja a pesar de que se suponía que no debía ser así.
La mesa era larga; las copas de cristal relucían y reflejaban la luz de las ornamentadas lámparas de pie —hechas de bronce— que se alineaban a lo largo de las paredes; éstas estaban pintadas en un aherrumbrado tono rojo amarillento. Todas las mujeres llevaban un buen vestido del color de su Ajah. La estancia olía a suculentas carnes y zanahorias cocidas al vapor. Las comensales sostenían una charla amigable, aunque un tanto forzada. Tensa. No deseaban estar allí.
Desde el otro lado del comedor, Doesine inclinó la cabeza en dirección a Egwene, casi con respeto. Era una indicación de algo. «Estoy aquí porque insististe en que este tipo de cosas era importante», parecía decir. Elaida, con una sonrisa satisfecha, ocupaba la cabecera de la mesa; llevaba un vestido rojo de mangas largas adornadas, al igual que el corpiño, con granates sin tallar. Las criadas trajinaban de aquí para allá sirviendo vino y llevando comida. ¿Por qué habría organizado Elaida una cena de Asentadas? ¿Sería un intento de arreglar las desavenencias de la Torre Blanca? ¿La habría juzgado mal Egwene?
—Oh, bien —exclamó Elaida a ver entrar a Egwene—. Por fin llegas. Ven aquí, pequeña.
Egwene cruzó el comedor mientras las otras Asentadas reparaban en su presencia. Algunas parecían desconcertadas y otras curiosas por su presencia. Mientras caminaba hacia la mesa Egwene se dio cuenta de algo.
Esa velada podía poner fin a todo aquello por lo que había estado trabajando.
Si las Aes Sedai presentes en el comedor la veían sirviendo sumisamente a Elaida, la opinión que esas mujeres tenían de ella se resentiría. Elaida había afirmado que Egwene estaba acobardada, pero ella había demostrado que no era así. Si esa noche se sometía a la voluntad de Elaida, aunque sólo fuera un poco, se interpretaría como una prueba.
¡Así la Luz abrasara a esa mujer! ¿Por qué había invitado a tantas de las mujeres con las que Egwene había hablado a fin de influir en ellas? ¿Era sólo casualidad? Egwene llegó junto a la falsa Amyrlin en la cabecera de la mesa, y una criada le tendió una jarra de cristal con brillante vino tinto.
—Ocúpate de que mi copa esté siempre llena —dijo Elaida—. Quédate ahí, pero no te acerques más. Preferiría que no me llegara el olor a hollín que todavía te queda del castigo de esta tarde.
Egwene apretó los dientes. ¿Olor a hollín? ¿Después de una hora de restregarse en la tina? Lo dudaba mucho. Desde su posición alcanzó a ver la satisfacción en los ojos de la falsa Amyrlin mientras daba un sorbo al vino. Después, Elaida se volvió hacia Shevan, que estaba sentada a su derecha. La Marrón era una mujer larguirucha, de brazos huesudos y rostro anguloso, como si estuviera hecha con palos nudosos; observaba con ojos pensativos a su anfitriona.
—Dime, Shevan —empezó Elaida—. ¿Todavía insistes en mantener esas absurdas conversaciones con las rebeldes?
—A las hermanas se les debe dar una oportunidad de reconciliarse —repuso Shevan.
—Ya la tuvieron —contrarrestó Elaida—. Sinceramente, esperaba más de una Marrón. Te comportas con terquedad, sin entender ni un ápice cómo funciona el mundo real. ¡Vaya, pero si hasta Meidani está de acuerdo conmigo y es una Gris! Ya sabes cómo son.
Shevan se volvió, en apariencia más incómoda que antes. ¿Por qué las había invitado Elaida a cenar si sólo las insultaba a ellas y a sus Ajahs? Mientras Egwene rumiaba aquello, la Roja centró su atención en Ferane y le expresó su desagrado respecto a Rubinde, la Asentada del Verde que también se resistía a la insistencia de Elaida de poner fin a las conversaciones. Mientras hablaba, Elaida alzó la copa hacia Egwene dándole unos ligeros golpecitos, a pesar de que apenas había tomado un par de sorbos.
Egwene apretó los dientes mientras se la llenaba. Las otras la habían visto hacer otros trabajos antes; vaya, pero si había estado cascando nueces para Ferane. Esto no estropearía su reputación, no a menos que Elaida la obligara a humillarse de algún modo.
Sin embargo, ¿cuál era el motivo de esa cena? No parecía que Elaida estuviera haciendo nada por acercar a los Ajahs. Si acaso, agravaba más las escisiones por la forma que trataba a las que no estaban de acuerdo con ella. De vez en cuando hacía que Egwene le llenara la copa, aunque no hubiera dado más que uno o dos sorbos.
Poco a poco Egwene empezó a entender. La cena no era para trabajar con los Ajahs; era para intimidar a las Asentadas a fin de que hicieran lo que Elaida creía que debían hacer. ¡Y Egwene se encontraba allí simplemente para lucirla como un trofeo! Todo aquello era para demostrarles a las otras el poder que tenía, puesto que podía coger a alguien que otras hermanas habían nombrado Amyrlin, vestirla con ropas de novicia y mandarle castigos todos los días.
Egwene notó que empezaba a irritarse otra vez. ¿Por qué esa mujer conseguía alterarla siempre? Se retiraron los cuencos de sopa y se sustituyeron por bandejas con zanahorias humeantes y untadas con mantequilla que olían un poco a canela. Egwene no había tenido tiempo para cenar, pero estaba demasiado asqueada para pensar en la comida.
«No, no acabaré esta cena antes de tiempo, como la otra vez —pensó mientras se armaba de valor—. Aguantaré. Soy más fuerte que ella. Soy más fuerte que su locura».
La conversación prosiguió en la misma tónica: Elaida haciendo comentarios insultantes para las invitadas, unas veces con intención y otras sin darse cuenta, al parecer. Las Asentadas desviaron el tema de conversación de las rebeldes hacia el cielo y las extrañas nubes que lo encapotaban. Al cabo de un rato, Shevan mencionó un rumor sobre los seanchan que trabajaban con Aiel en el lejano sur.
—¿Otra vez los seanchan? —se quejó Elaida con un suspiro—. No tenéis que preocuparos por ellos.
—Mis fuentes me dicen lo contrario, madre —repuso con frialdad Shevan—. Creo que debemos prestar mucha atención a lo que hacen. Encargué a algunas hermanas que preguntaran a esta pequeña sobre su experiencia con ellos, y lo hizo con detalle. Deberíais oír las cosas que les hacen a las Aes Sedai.
Elaida soltó una risa cantarina.
—¡Tienes que saber lo dada a exagerar que es esta pequeña! —Miró de soslayo a Egwene—. ¿Has estado difundiendo rumores para tu amigo, ese necio de al’Thor? ¿Qué te ordenó que dijeras sobre esos invasores? Trabajan para él, ¿verdad que sí?
Egwene guardó silencio.
—Habla —espetó Elaida al tiempo que gesticulaba con la copa—. Confiesa a estas mujeres que has estado diciendo mentiras. Confiesa o volveré a castigarte, pequeña.
Prefería el castigo que recibiría por no hablar que sufrir la ira de Elaida por contradecirla. El silencio era el camino hacia la victoria.
No obstante, cuando Egwene miró la larga mesa de caoba, con la vajilla de porcelana de los Marinos y los titilantes candelabros de velas rojas, vio cinco pares de ojos que la observaban, estudiándola. Vio las preguntas que se hacían. Egwene había hablado con audacia estando sola con ellas, pero ¿mantendría sus afirmaciones ahora, encontrándose ante la mujer más poderosa del mundo? ¿Una mujer que tenía la vida de Egwene en sus manos?
¿Era Egwene la Amyrlin? ¿O sólo era una chica a la que le gustaba aparentar?
«Así te ciegue la Luz, Elaida —pensó, prietos los dientes, al comprender que se había equivocado. El silencio no conduciría a la victoria, no delante de aquellas mujeres—. No te va a gustar el rumbo que va a tomar todo esto».
—Los seanchan no trabajan para Rand —empezó la joven—. Y representan un gran peligro para la Torre Blanca. No he difundido mentiras. Decir lo contrario sería traicionar los Tres Juramentos.
—No has prestado los Tres Juramentos —barbotó Elaida con severidad al tiempo que se volvía hacia ella.
—Sí lo he hecho —la contradijo Egwene—. No sostenía la Vara Juratoria, pero no es la Vara la que hace ciertas mis promesas. He pronunciado las palabras de los juramentos con el corazón, y para mí son más preciados porque no hay nada que me obligue a cumplirlos. Y por ese juramento al que estoy obligada, te lo repito de nuevo: soy una Soñadora y he soñado que los seanchan atacarán la Torre Blanca.
Un destello de cólera asomó fugaz a las pupilas de Elaida, que apretó el tenedor que sostenía en la mano hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Egwene le sostuvo la mirada y, por último, Elaida rompió a reír otra vez.
—Ah, tan testaruda como siempre, por lo que veo. Tendré que decirle a Katerine que tenía razón. Serás castigada por tus exageraciones, pequeña.
—Estas mujeres saben que no digo mentiras —repuso Egwene muy sosegada—. Y cada vez que insistes en que sí lo hago, te rebajas a los ojos de las aquí presentes. Aun en el caso de que no creas mi Sueño, has de admitir que los seanchan son una amenaza. Atan a cadenas a las mujeres encauzadoras y las utilizan como armas con una especie de ter’angreal maligno. He llevado ese aro en el cuello, todavía lo siento a veces, en mis sueños. En mis pesadillas.
El comedor se había sumido en el silencio.
—Eres una pobre estúpida, pequeña —dijo Elaida; saltaba a la vista que procuraba actuar como si Egwene no fuera una amenaza. Tendría que haber mirado a las otras; de hacerlo así, habría visto la verdad en sus ojos—. Bien, no me dejas opción y tendré que tomar medidas contigo. Te arrodillarás ante mí, pequeña, y suplicarás mi perdón. Ahora mismo. En caso contrario ordenaré que seas encerrada, sola. ¿Es eso lo que quieres? Empero, no creas que por eso las palizas cesarán. Seguirás recibiendo tu castigo diario, sólo que serás llevada de vuelta a la celda después de aplicártelo. Bien, pues, arrodíllate y pide perdón.
Las Asentadas intercambiaron miradas entre ellas; ya no había vuelta atrás. Egwene habría querido evitar que las cosas llegaran a ese punto, pero había ocurrido y Elaida había buscado el enfrentamiento. Había llegado el momento de presentar el suyo.
—¿Y si no me inclino ante ti? —inquirió la joven sin dejar de sostener la mirada a su adversaria—. Entonces, ¿qué?
—Te arrodillarás, sea de un modo u otro —gruñó Elaida al tiempo que abrazaba la Fuente.
—¿Vas a usar el Poder conmigo? —preguntó Egwene, muy tranquila—. ¿Tienes que recurrir a eso? ¿Es que sin encauzar careces de autoridad?
Elaida vaciló.
—Estoy en mi derecho de disciplinar a quien no muestra el debido respeto.
—Y así me harás obedecer. ¿Harás lo mismo con cualquiera de la Torre, Elaida? Un Ajah te planta cara y lo disuelves. Alguien te disgusta y le arrebatas su derecho de ser Aes Sedai. Tendrás a todas las hermanas doblegadas ante ti para cuando esto acabe.
—¡Tonterías!
—¿De veras? ¿Les has hablado sobre tu idea del nuevo juramento? ¿Uno prestado en la Vara Juratoria por todas las hermanas, de la primera a la última, con la promesa de obedecer a la Amyrlin y apoyarla en todo?
—Yo…
—Niégalo —desafió Egwene—. Niega que lo dijiste. ¿Te permitirán los Tres Juramentos negarlo?
Elaida se quedó paralizada. Si era del Negro podría negarlo, ni con Vara Juratoria ni sin ella. Pero de todos modos Meidani respaldaría lo que Egwene decía.
—Era sólo hablar por hablar —se justificó Elaida—. Simple especulación, pensamientos expresados en voz alta.
—A menudo la verdad se oculta en la especulación —contrarrestó Egwene—. Encerraste al propio Dragón Renacido en un arcón, y acabas de amenazarme con lo mismo delante de testigos. La gente lo acusa de ser un tirano, pero eres tú la que está destruyendo nuestras leyes y basas tu liderazgo en el miedo.
Elaida tenía los ojos desorbitados, dejando patente la cólera que la embargaba. Parecía… conmocionada, como si no lograra entender cómo había pasado de disciplinar a una novicia rebelde a un debate de igual a igual. Egwene vio que la mujer empezaba a tejer un filamento de Aire. Había que impedírselo. Una mordaza de Aire pondría fin al debate.
—Sigue adelante, vamos —animó con sosiego Egwene—. Utiliza el Poder para hacerme callar. Como Amyrlin ¿no deberías ser capaz de convencer a quien se te opone con palabras, en lugar de recurrir a la fuerza?
Otro destello de ira asomó a las pupilas de Elaida, que soltó el filamento de Aire.
—No tengo por qué rebatir nada a una simple novicia —barbotó—. La Amyrlin no tiene que dar explicaciones a alguien como tú.
—La Amyrlin entiende de credos y de los debates más complejos —se puso a recitar de memoria Egwene—. No obstante, al final es la sierva de todos, incluso de los trabajadores más humildes.
Esas palabras las había dicho Balladare Arandaille, la primera Amyrlin ascendida del Ajah Marrón. Había usado tales frases en sus últimos escritos, antes de morir; esos escritos eran una explicación de su mandato y de lo que había hecho durante la guerra de Kavarthen. Arandaille creyó que, una vez superada la crisis, como Amyrlin tenía el deber moral de dar explicaciones al pueblo llano.
Sentada a la derecha de Elaida, Shevan asintió con la cabeza en un gesto de aprobación. La cita era un tanto abstracta; para sus adentros, Egwene dio gracias por la discreta preparación llevada a cabo por Siuan en cuanto a los conocimientos de antiguas Sedes Amyrlin. Gran parte de lo que había dicho provenía de historias secretas, pero también había varias perlas de sabiduría de mujeres como, por ejemplo, Balladare.
—¿Qué tonterías barbotas? —espetó Elaida.
—¿Qué te proponías hacer con Rand al’Thor una vez que lo capturaras? —inquirió Egwene, que pasó por alto la pregunta de la otra mujer.
—No tengo…
—No es a mí a quien has de responder, sino a ellas —la interrumpió Egwene al tiempo que señalaba con la cabeza a las mujeres sentadas a la mesa—. ¿Has dado tú explicaciones, Elaida? ¿Qué planes tenías? ¿O vas a eludir esta pregunta igual que has hecho con las otras que te he planteado?
Elaida tenía la cara encendida, pero hizo un esfuerzo para tranquilizarse.
—Lo habría mantenido a salvo y bien escudado aquí, en la Torre, hasta que llegara el momento de la Última Batalla. Eso habría evitado que ocasionara el sufrimiento y el caos que ha desatado en muchas naciones. Merecía la pena el riesgo de encolerizarlo.
—«Al igual que el arado rompe la tierra, así romperá él las vidas de los hombres, y todo lo que fue se consumirá en el fuego de sus ojos» —recitó Egwene—. «Las trompetas de la guerra sonarán al compás de sus pasos, los cuervos se alimentarán con su voz, y él llevará una corona de espadas».
Elaida frunció el entrecejo, pillada por sorpresa.
—El Ciclo Karaethon, Elaida —apuntó la joven—. De tener a Rand encerrado para mantenerlo «a salvo», ¿habría conquistado Illian? ¿Se habría ceñido a la frente la que denominaría Corona de Espadas?
—Bueno, no.
—¿Y cómo esperabas que cumpliera las profecías si estaba retenido en la Torre Blanca? ¿Cómo iba a provocar guerras como las profecías dicen que debe hacer? ¿Cómo iba a desarticular las naciones y aunarlas bajo su bandera? ¿Cómo podría «matar a su gente con la espada de la paz» o «someter las nueve lunas a su servicio» si estaba encerrado? ¿Anuncian las profecías que será «desencadenado»? ¿Acaso no hablan del caos suscitado a su paso? ¿Cómo va a cumplirse nada de todo eso si se lo tiene encerrado y encadenado?
—Yo…
—Tu lógica es formidable, Elaida —dijo Egwene con frialdad, y sus palabras hicieron que Ferane esbozara una sonrisa; probablemente pensaba, una vez más, que Egwene encajaría en el Ajah Blanco.
—Bah, haces preguntas irrelevantes. Las profecías tendrían que haberse cumplido. No había otro camino.
—O sea, estás diciendo que tu intento de apresarlo estaba destinado al fracaso.
—No, en absoluto —negó Elaida, de nuevo encendidas las mejillas—. No tendríamos que molestarnos con estas cosas, ya que a ti no te incumben ni eres quien ha de decidir. ¡No, deberíamos hablar de tus rebeldes y lo que le han hecho a la Torre Blanca!
Un buen giro en la conversación, un intento de poner a Egwene a la defensiva. No era del todo incompetente esa mujer. Sólo arrogante.
—Lo que yo veo es que procuran arreglar las desavenencias entre nosotras —adujo Egwene—. No se puede cambiar lo ocurrido. No se puede cambiar lo que le hiciste a Siuan, aun cuando las que están conmigo han descubierto un método de Curar la neutralización y la curaron. Sólo nos queda seguir adelante y hacer todo lo posible para restañar las heridas y borrar las cicatrices. ¿Y tú qué haces en cambio, Elaida? Oponerte a las conversaciones, valerte de la intimidación con las Asentadas para que abandonen las reuniones, insultar a los Ajahs que no son el tuyo.
Doesine, del Amarillo, masculló unas palabras de anuencia; el murmullo atrajo la mirada de Elaida, que guardó silencio un momento, como dándose cuenta de que había perdido el control del debate.
—Ya está bien, se acabó —declaró.
—Cobarde —dijo Egwene.
—¡Cómo te atreves! —exclamó Elaida con los ojos desorbitados.
—Me atrevo a decir la verdad, Elaida —respondió con sosiego la joven—. Eres una cobarde y una tirana. Añadiría incluso una Amiga Siniestra, pero sospecho que el Oscuro se sentiría abochornado de estar asociado contigo.
Con un chillido estridente, Elaida tejió un relámpago de Poder que estrelló a Egwene contra la pared; la jarra de vino se estampó en el suelo de madera, junto a la alfombra, y se hizo añicos; saltó una rociada de líquido rojo como sangre que salpicó la mesa y a la mitad de las ocupantes, manchando el blanco mantel.
—¿Me llamas Amiga Siniestra? —gritó Elaida—. La Amiga Siniestra eres tú. Tú y esas rebeldes de fuera que buscan distraerme de hacer lo que debe hacerse.
Una ráfaga de Aire tejido lanzó a Egwene de nuevo contra la pared y la joven se desplomó en el suelo; cayó sobre los trozos de la jarra rota, que le abrieron cortes en los brazos. Una docena de latigazos se descargaron sobre ella y le desgarraron las ropas. La sangre le manó de los brazos y empezó a salpicar en el aire, manchando la pared a medida que Elaida la vapuleaba.
—¡Elaida, basta ya! —gritó Rubinde al tiempo que se ponía de pie en medio del frufrú del vestido verde—. ¿Es que te has vuelto loca?
Elaida se giró hacia ella con violencia.
—¡No me tientes, Verde! —amenazó.
Los latigazos continuaron descargándose sobre Egwene, que lo soportó en silencio; con un gran esfuerzo, se puso de pie. Sentía que la cara y los brazos empezaban a hinchársele, pero mantuvo la mirada serena prendida en Elaida.
—¡Elaida! —gritó Ferane, que también se puso de pie—. ¡Estás violando la ley de la Torre! ¡No puedes usar el Poder para castigar a una iniciada!
—¡Yo soy la ley de la Torre! —bramó Elaida, que señaló a las hermanas con el dedo—. Os burláis de mí, lo sé. A mi espalda. Me mostráis deferencia cuando me veis, pero sé lo que decís, lo que susurráis. ¡Necias ingratas! ¡Después de lo que he hecho por vosotras! ¿Creéis que os aguantaré para siempre? ¡Que ésta os sirva de ejemplo!
Se giró para señalar a Egwene y se tambaleó, estupefacta, al encontrar a la joven de pie y observándola con tranquilidad. Elaida soltó una exclamación ahogada y se llevó la mano al pecho mientras los latigazos no dejaban de descargarse. Todas veían los tejidos y veían que Egwene no chillaba a pesar de no tener una mordaza de Aire en la boca. La sangre le resbalaba por los brazos, el cuerpo era golpeado ante los ojos de las presentes y, sin embargo, Egwene no veía motivo para gritar. Por el contrario, dio las gracias para sus adentros a las Sabias, por su sabiduría.
—¿Y de qué he de servir de ejemplo, Elaida? —preguntó Egwene, sosegada.
El vapuleo continuó. ¡Oh, y cómo dolía! Las lágrimas se le formaban en los rabillos de los ojos a Egwene, pero había soportado cosas peores. Muchísimo peores. Lo sentía cada vez que pensaba en lo que esa mujer le estaba haciendo a la institución que amaba. Lo que le dolía de verdad no eran las heridas, sino la forma en que Elaida se estaba comportando delante de las Asentadas.
—Por la Luz —susurró Rubinde.
—Querría no encontrarme aquí, Elaida —dijo suavemente Egwene—. Ojalá que la Torre tuviera en ti una gran Amyrlin. Ojalá pudiera agacharme ante ti y aceptar tu liderazgo. Ojalá lo merecieras. Aceptaría de buen grado la ejecución si con ello dejara atrás una Amyrlin competente. La Torre Blanca es más importante que yo. ¿Puedes decir lo mismo tú?
—¡Conque quieres la ejecución! —aulló Elaida, que recuperó el habla—. ¡Bien, pues no la tendrás! ¡La muerte es demasiado fácil para ti, Amiga Siniestra! Veré cómo te apalean, todo el mundo lo verá, hasta que haya acabado contigo. ¡Sólo entonces morirás! —Se volvió hacia las criadas, que estaban boquiabiertas a los lados del comedor—. ¡Mandad que vengan los soldados! ¡Quiero que se la arroje a la celda más profunda que haya en la Torre! ¡Que se anuncie por toda la ciudad que Egwene al’Vere es una Amiga Siniestra que ha rechazado la gracia de la Amyrlin!
Las criadas salieron corriendo a cumplir la orden recibida. Los latigazos seguían cayendo, pero Egwene empezaba a estar entumecida, insensible. Cerró los ojos, debilitada… Había perdido mucha sangre por el brazo izquierdo, que era donde tenía el corte más profundo.
Había llegado al punto crítico, como temió que ocurriría. Se lo había jugado todo a una carta.
Pero no temía por su vida, sino que temía por la Torre. Mientras se apoyaba en la pared y los pensamientos se desdibujaban, la asaltó una profunda pena.
Su batalla desde dentro de la Torre llegaba a su fin, fuera de una forma u otra.