Exhausto tras varios días de cabalgar sin apenas descanso, Gawyn se detuvo en un cerro bajo, al suroeste de Tar Valon.
Esa campiña tendría que estar verde con la llegada de la primavera, pero en la ladera que tenía delante sólo había raquíticos hierbajos muertos por las nieves del invierno. Grupos de tejos y nogales negros asomaban aquí y allá rompiendo la monotonía del paisaje. Había muchas de esas agrupaciones compuestas sólo por tocones. Un campamento de guerra devoraba árboles como termes hambrientas y los usaba para hacer flechas, lumbres, construcciones y pertrechos de asedio.
Gawyn bostezó; había cabalgado fuerte durante toda la noche. El campamento de guerra de Bryne estaba bien asentado allí y se notaba un continuo ajetreo. Un ejército de ese tamaño generaba un caos organizado, en el mejor de los casos. Compañías pequeñas de caballería podían viajar ligeras, como habían hecho los Cachorros de Gawyn; una fuerza como la que él había dirigido podía incrementarse en varios miles y seguir siendo ágil. Se hablaba de que jinetes expertos, como los saldaeninos, eran capaces de manejar compañías de más de siete u ocho mil efectivos sin perder la movilidad.
Pero una fuerza como la que había allá abajo era otro cantar. Era algo enorme, desorganizado, en forma de una burbuja colosal con un campamento más pequeño en el centro; ése debía de ser el de las Aes Sedai.
Bryne también tenía fuerzas ocupando todas las villas de los puentes a ambos lados del río Erinin, y así cortaba con eficacia las vías de suministro por tierra con la isla.
El ejército esperaba agazapado cerca de Tar Valon como una araña que observa una mariposa revoloteando justo fuera de su tela. Hileras de tropas iban y venían, ya fuera a patrullar, a conseguir comida o a despachar mensajes; eran docenas y docenas de grupos, algunos montados y otros a pie, como enjambres de abejas entrando y saliendo de una colmena.
Gawyn sabía que los exploradores de Bryne lo habían visto cuando se aproximaba, pero ninguno le había dado el alto. Probablemente no lo harían a menos que intentara irse. Un hombre solo —vestido con una buena capa, pantalón gris y camisa blanca— no despertaba mucho interés. Podía ser un soldado de fortuna en busca de trabajo. O tal vez era un mensajero de un noble del lugar al que su señor enviaba para protestar por alguna acción de un grupo de exploradores. Incluso podía ser un miembro del ejército. En tanto que una buena parte de los que conformaban la fuerza de Bryne vestía uniforme, otros muchos sólo llevaban una banda amarilla en la manga de la chaqueta porque no había dinero para una insignia decente que coserse en ella.
No, un hombre solo que se adentraba en el ejército no era un peligro, pero un hombre solo que se alejara a caballo sí era motivo de alarma. Un hombre que iba al campamento podía ser amigo, enemigo o ninguna de las dos cosas. Un hombre que inspeccionaba el campamento y después se iba, casi con toda seguridad era un espía. Mientras Gawyn no se fuera antes de dar a conocer sus intenciones, no era probable que los centinelas a caballo lo molestaran.
Luz, pero qué bien le vendría una cama. Se había pasado dos noches sin descansar apenas; sólo había dormido un par de horas cada una de ellas, envuelto en la capa. Se sentía irritable y malhumorado, sobre todo consigo mismo por negarse a ir a una posada para que no le dieran caza los Cachorros. Los ojos cansados le parpadearon, y Gawyn picó a Reto para que descendiera por la ladera. Ahora ya estaba comprometido.
No. Lo estuvo desde el momento en que se separó de Sleete en Dorlan. A estas alturas los Cachorros estarían enterados de la traición de su cabecilla; Sleete no dejaría que perdieran tiempo buscándolo, les contaría lo que sabía. Gawyn habría querido convencerse de que la noticia los sorprendería, pero ya había recibido más de un gesto ceñudo o una expresión desconcertada por la forma en que hablaba de Elaida y las Aes Sedai.
La Torre Blanca no merecía su lealtad, pero los Cachorros… Ahora ya no podría volver con ellos nunca. Eso lo desazonaba; era la primera vez que su dilema se daba a conocer a un grupo numeroso. Nadie sabía que había ayudado a escapar a Siuan y muy pocos tenían conocimiento de que había coqueteado con Egwene.
Con todo, al decidir marcharse había hecho lo correcto. Por primera vez desde hacía meses sus actos eran acordes con sus sentimientos. Salvar a Egwene. Eso era algo en lo que podía creer.
Se acercó a las inmediaciones del campamento manteniendo el semblante impasible. Detestaba la idea de trabajar para las Aes Sedai rebeldes casi tanto como había detestado abandonar a sus hombres. Estas rebeldes no eran mejores que Elaida; eran las que habían encumbrado a Egwene como Amyrlin, usándola como blanco. ¡Egwene! Una simple Aceptada. Un peón. Si fracasaban en su apuesta por la Torre, ellas podrían eludir el castigo, pero Egwene sería ejecutada.
«Entraré. La salvaré de algún modo —se dijo para sus adentros—. Después la haré entrar en razón y la apartaré de todas las Aes Sedai. Puede que incluso haga entrar en razón a Bryne. Podríamos volver todos a Andor y ayudar a Elayne».
Cabalgó con renovada determinación, desaparecido en parte el agotamiento. Para llegar al puesto de mando tenía que atravesar el campamento de seguidores, más numerosos que las tropas. Cocineros para preparar las comidas, mujeres para servirlas y lavar los cacharros, conductores de carretas para transportar alimentos, carreteros para arreglar los vehículos que transportaban la comida, herreros para hacer herraduras para caballos que tiraban de las carretas cargadas de suministros, mercaderes para comprarlos e intendentes para organizado todo, otros mercaderes de peor reputación que buscaban sacar provecho de los soldados y de su paga, mujeres que buscaban lo mismo, chicos que llevaban mensajes con la esperanza de que algún día empuñarían una espada…
Era un maremágnum absoluto, una conglomeración de tiendas y chabolas, cada cual de color y diseño distintos y todas en mal estado. Incluso un general tan capacitado como Bryne sólo podía imponer orden hasta cierto punto en un campamento de seguidores. Sus hombres respetarían las normas, más o menos, pero no se podía obligar a los seguidores a mantener una disciplina militar.
Gawyn pasó a través de aquel caos sin hacer caso de quienes lo llamaban y le ofrecían lustrarle la espada o venderle un pastelillo dulce. Los precios serían bajos —aquél era un sitio que vivía de los soldados—, pero con su caballo de guerra y su buena ropa lo identificarían como un oficial. Si le compraba algo a uno, los otros olerían el dinero y acabaría rodeado de todos aquellos que esperaban venderle algo.
Hizo caso omiso de las llamadas y siguió avanzando, fija la vista al frente, hacia el ejército instalado más adelante; allí las tiendas estaban organizadas en hileras ordenadas, agrupadas por unidades y estandartes, aunque había algunos grupos más reducidos. Gawyn podría haber imaginado la disposición del campamento antes de verla. A Bryne le gustaba la organización, pero también creía firmemente en la delegación y dejaría que los oficiales dirigieran sus campamentos como quisieran; eso conducía a una estructura menos uniforme, pero que sin embargo funcionaba mucho mejor por sí misma.
Fue directo hacia la empalizada, si bien no resultó tan fácil hacer caso omiso de los seguidores de campamento que lo rodeaban y de las llamadas que persistieron en el aire junto con los olores a guisos, letrinas, caballos y perfume barato. El campamento no estaba tan abarrotado como una ciudad, pero tampoco recibía los mismos cuidados y mantenimiento; el resultado era un combinado de efluvios: el de sudor mezclado con el de lumbres de cocinar, que a su vez se mezclaba con el del agua estancada, que se mezclaba con el de cuerpos sin lavar. Le dieron ganas de taparse la nariz y la boca con un pañuelo, pero se contuvo. Eso lo haría parecer un noble arrogante que miraba por encima del hombro a la gente corriente.
La peste, el jaleo y los gritos no ayudaban a mejorarle el humor, y tuvo que apretar los dientes para no ponerse a lanzar maldiciones a todos los vendedores ambulantes que se le acercaban. Una figura cruzó a trompicones el camino, y Gawyn sofrenó al caballo. La mujer llevaba una falda marrón y una blusa blanca; tenía las manos mugrientas.
—Quítate de en medio —espetó Gawyn.
Su madre se habría indignado si lo hubiese oído hablar con tanta rudeza. En fin, su madre estaba muerta; a manos de al’Thor.
La mujer que tenía delante alzó la vista y salió del camino a toda prisa; llevaba el cabello claro sujeto con un pañuelo amarillo y estaba un poco metida en carnes. Gawyn atisbo el rostro de la mujer cuando se volvió.
Se quedó petrificado. ¡Era el rostro de una Aes Sedai! Era inconfundible. Se quedó pasmado mientras la mujer tiraba del pañuelo para taparse la cara y echaba a andar.
—¡Espera! —gritó, e hizo dar media vuelta al caballo.
Pero la mujer no se detuvo. Gawyn vaciló y bajó el brazo al ver que la mujer se unía a una fila de lavanderas que trabajaban entre varias bateas de madera, a corta distancia. Si fingía ser una mujer normal y corriente, entonces sería porque tenía sus propias y malditas razones de Aes Sedai, y no le haría ninguna gracia que la descubriera. Muy bien, pues. Gawyn se tragó el enfado a la fuerza. Egwene. Tenía que centrarse en ella.
Cuando llegó a la empalizada de mando, el aire, menos cargado de olores, mejoró de modo notable. Un grupo de cuatro soldados estaba de guardia; llevaban alabarda al costado y casco brillante a juego con el peto que lucía las tres estrellas doradas de Bryne. Un estandarte con la llama de Tar Valon ondeaba junto a la puerta.
—¿Reclutamiento? —preguntó uno de los soldados de la puerta al verlo acercarse.
El hombre corpulento lucía un galón rojo en el hombro izquierdo, lo que lo señalaba como sargento de guardia, y llevaba espada, en lugar de alabarda. El peto le ceñía a duras penas el orondo vientre y tenía el mentón cubierto de pelillos rojos de una barba de varios días.
—Tienes que ver al capitán Aldan —añadió con un gruñido—. La tienda grande de color azul, más o menos a un cuarto del perímetro exterior del campamento. Como tienes espada y caballo propios, conseguirás una buena paga.
El hombre señaló hacia un punto distante en el cuerpo principal del ejército, fuera de la empalizada. No era eso lo que Gawyn quería; había visto la enseña de Bryne ondeando dentro.
—No soy un recluta —explicó, haciendo girarse a Reto para ver mejor a los hombres—. Me llamo Gawyn Trakand y he de hablar con Gareth Bryne de inmediato sobre un asunto de cierta urgencia.
El soldado enarcó una ceja y después rió entre dientes.
—No me crees —dijo Gawyn, impávido.
—Deberías ir a hablar con el capitán Aldan —repitió el hombre con desgana, y señaló de nuevo hacia la lejana tienda.
Gawyn respiró hondo para calmarse y procuró reprimir la irritación.
—Si avisas a Bryne, verás que…
—¿Buscas problemas? —preguntó el soldado, encrespado como un gallo de pelea en tanto que los otros hombres preparaban las alabardas.
—No, no quiero problemas —contestó Gawyn, sosegado—. Sólo quiero…
—Si vas a formar parte de nuestro campamento, tendrás que aprender a hacer lo que se te dice —lo interrumpió el soldado al tiempo que daba un paso adelante.
—De acuerdo. —Gawyn sostuvo la mirada al hombre—. Si te empeñas, lo haremos así. Probablemente será la forma más rápida, de todos modos.
El sargento puso la mano en la empuñadura de la espada.
Gawyn sacó los pies de los estribos y desmontó. Sería muy difícil no matar al hombre si seguía subido al caballo. Sacó la espada en el mismo momento en que tocaba con los pies el suelo embarrado, y el acero se deslizó de la vaina con un sonido que parecía una inhalación. Gawyn adoptó la pose El roble sacude las ramas, una maniobra que no blandía golpes letales y que a menudo utilizaban los maestros para entrenar a sus discípulos. También era muy eficaz contra un grupo numeroso que utilizaba diversos tipos de arma.
Antes de que el sargento hubiera desenvainado la espada, Gawyn arremetió contra él y le propinó un codazo en la tripa, justo debajo del mal ajustado peto. El sargento gruñó y se dobló por la cintura; Gawyn lo golpeó en un lado de la cabeza con la empuñadura de la espada… Ese hombre hacía mal llevando el casco tan ladeado. Entonces Gawyn pasó a Partir la seda para hacer frente al primer alabardero. Mientras otro de los hombres gritaba pidiendo refuerzos, la hoja de Gawyn se descargó contra el peto del primer alabardero con un repique metálico, lo que obligó al hombre a retroceder. Gawyn terminó zancadilleando al hombre y tirándolo al suelo para, acto seguido, adoptar la pose Enroscar el viento, con la que paró dos arremetidas de los otros dos hombres.
Fue una lástima, pero tuvo que recurrir a herir en los muslos a los dos alabarderos que quedaban de pie. Habría preferido no tener que hacerlo, pero las luchas —incluso una como ésta, contra oponentes mucho menos diestros— se volvían impredecibles si se alargaban más de la cuenta. Uno tenía que controlar el campo de batalla total y rápidamente, de ahí su decisión de derribar a los dos soldados, que se desplomaron aferrándose los muslos sangrantes. El sargento estaba inconsciente por el golpe en la cabeza, pero el primer alabardero empezaba a levantarse, tembloroso. Gawyn apartó la alabarda del hombre de una patada y le propinó un punterazo en la cara que lo tiró de nuevo al suelo, con la nariz sangrándole.
Reto relinchó a espaldas de Gawyn, resopló y pateó el suelo con los cascos. El caballo de guerra notaba la lucha, pero estaba bien entrenado y sabía que cuando las riendas colgaban libremente tenía que quedarse quieto. Gawyn limpió la hoja en la pernera del pantalón y la envainó mientras los soldados heridos gemían en el suelo. Dio unas palmaditas a Reto en el hocico y volvió a sujetar las riendas. Detrás de Gawyn, seguidores de campamento que andaban cerca retrocedieron y después echaron a correr. Un grupo de soldados en el interior de la empalizada se acercó con los arcos listos para disparar. Eso no era bueno. Gawyn se volvió de cara a ellos, tiró de la espada envainada para soltarla del cinturón y la arrojó al suelo, delante de los hombres.
—Estoy desarmado —dijo en voz alta para hacerse oír por encima de los gemidos de los heridos—. Y ninguno de estos cuatro morirá hoy. Id e informad a vuestro general que un maestro espadachín acaba de derribar a un grupo de su guardia en menos de diez latidos de corazón. Soy un antiguo discípulo suyo. Querrá verme.
Uno de los hombres se adelantó presuroso para recoger la espada tirada de Gawyn en tanto que otro llamaba a un corredor. Los demás mantuvieron los arcos dispuestos. Uno de los alabarderos caídos empezó a alejarse arrastrándose. Gawyn hizo que Reto se girara en cierto ángulo y se dispuso a meterse detrás del caballo si los soldados hacían intención de disparar. Preferiría no tener que recurrir a eso; pero, de los dos, Reto era el que tenía más probabilidades de sobrevivir a unos pocos disparos de arcos cortos.
Varios soldados se animaron a acercarse para ayudar a sus amigos heridos. El fornido sargento empezaba a volver en sí; poco después se sentó y maldijo entre dientes. Gawyn no hizo ningún movimiento que pudiera interpretarse como amenazador.
Quizás había sido un error luchar con los hombres, pero ya había perdido demasiado tiempo. ¡Egwene podía estar muerta a esas alturas! Cuando un hombre como el sargento trataba de reafirmar su autoridad, sólo quedaban dos opciones: pasar por todos los rangos burocráticos convenciendo a cada soldado de cada nivel de que uno era importante, u organizar un alboroto. La segunda opción era la más rápida, y en el campamento había suficientes Aes Sedai para que se encargaran de Curar a unos pocos soldados heridos. Por fin un pequeño grupo de hombres salió de la empalizada. Los uniformes eran elegantes, la actitud peligrosa, los rostros curtidos. A la cabeza marchaba un hombre de rostro cuadrado con las sienes plateadas y de constitución fuerte y robusta. Gawyn sonrió. Bryne en persona. La jugada había salido bien.
El capitán general escrutó a Gawyn y después se acercó a sus soldados heridos para comprobar su estado. Por último, meneó la cabeza.
—Quedaos tumbados —ordenó a sus hombres—. Sargento Cords.
—¡Señor! —El corpulento sargento se puso de pie.
Bryne echó una mirada a Gawyn antes de hablar.
—La próxima vez que llegue un hombre a la puerta afirmando pertenecer a la nobleza y preguntando por mí, haz llamar a un oficial. De inmediato. No me importa si el hombre en cuestión lleva una barba desaliñada de dos meses y apesta a cerveza barata, ¿entendido?
—Sí, señor —contestó el sargento, que enrojeció—. Entendido, señor.
—Ocúpate de que lleven a tus hombres a la enfermería —añadió Bryne sin dejar de mirar a Gawyn—. Tú, ven conmigo.
Gawyn apretó las mandíbulas. Gareth Bryne no le había hablado así desde antes de que empezara a afeitarse. Con todo, no podía esperar que el hombre estuviera complacido. Nada más entrar en la empalizada, Gawyn vio a un muchacho que seguramente era un mozo de cuadra o un mensajero, así que le tendió las riendas de Reto al joven, que lo miraba con los ojos muy abiertos, y le dio instrucciones para que alguien se ocupara del caballo. Después recobró la espada del hombre que la sostenía y fue en pos de Bryne a buen paso.
—Gareth —empezó Gawyn cuando lo alcanzó—, yo…
—Silencio, muchacho —lo interrumpió Bryne sin volverse hacia él—. Aún no he decidido lo que voy a hacer contigo.
Gawyn cerró la boca con un chasquido. ¡Eso había estado fuera de lugar!
Llegaron a la alta tienda de pico en la que había dos guardias a la puerta. Bryne se agachó y entró en ella, seguido por Gawyn. El interior se hallaba ordenado y limpio, más de lo que Gawyn había esperado. Sobre el escritorio había mapas enrollados y hojas de papel apiladas con cuidado; los jergones depositados en un rincón se habían enrollado de forma esmerada, en tanto que las mantas estaban dobladas en cuadrados perfectos. Saltaba a la vista que Bryne tenía a alguien meticuloso que limpiaba y cuidaba de la tienda.
Bryne enlazó las manos a la espalda y, al girarse, la cara de Gawyn se reflejó en el peto.
—Muy bien, explícame qué haces aquí.
Gawyn se puso erguido.
—General —empezó—, creo que cometéis un error. Ya no soy uno de vuestros discípulos.
—Lo sé —repuso Bryne, cortante—. El muchacho al que entrené jamás habría montado semejante escena, peligrosa e infantil, para llamar mi atención.
—El sargento de guardia se mostró beligerante y no tuve paciencia para aguantar la actitud presuntuosa de un necio. Me pareció que era el mejor modo.
—¿El mejor modo de qué? —inquirió Bryne—. ¿De agraviarme?
—Quizás actué con precipitación, pero tengo una misión importante. Tenéis que escucharme.
—¿Y si no lo hago? ¿Y si en cambio te echo del campamento por ser un principillo malcriado con demasiado orgullo y muy poco seso?
—Cuidado, Gareth. —Gawyn frunció el entrecejo—. He aprendido mucho desde la última vez que nos vimos. Creo que descubriríais que vuestra espada no superaría a la mía con la facilidad de antaño.
—No me cabe duda —repuso Bryne—. ¡Por la Luz, muchacho! Siempre fuiste un discípulo aventajado. Pero ¿crees que sólo porque eres diestro con la espada tus palabras tienen más peso? ¿O que voy a escucharte porque si no lo hago me matarás? Creía que te había enseñado mucho mejor de lo que parece.
Bryne había envejecido desde que Gawyn lo había visto por última vez, pero la edad no lo había encorvado; llevaba bien los años. Unas cuantas pinceladas más de blanco en las sienes, unas cuantas arrugas más alrededor de los ojos, pero aún era lo bastante fuerte y enjuto de cuerpo para representar menos edad de la que tenía. Uno miraba a Bryne y veía ni más ni menos que un hombre en la flor de la vida.
Gawyn retuvo la mirada del general con la suya en un intento de impedir que la cólera lo desbordara. Bryne se la sostuvo con tranquilidad. Con firmeza. Como era lo propio en un general. Como debería ser lo propio en Gawyn.
El joven apartó los ojos; de repente se sentía avergonzado.
—Luz —susurró al tiempo que soltaba la empuñadura de la espada y se llevaba la mano a la cabeza. De pronto se sentía muy, muy cansado—. Lo siento, Gareth, tenéis razón. He sido un necio.
Bryne asintió con un gruñido.
—Me alegra oírte decir eso. Empezaba a preguntarme qué te había pasado —dijo el hombre mayor.
Gawyn suspiró y se limpió la frente; cómo le gustaría tomar algo fresco. Al desaparecer la ira, se sentía exhausto.
—Ha sido un año muy difícil —comentó—. Y he cabalgado sin descanso para llegar aquí. Estoy al borde del colapso.
—No eres el único, muchacho.
Bryne respiró hondo y fue hacia una mesita de servicio, donde le sirvió una taza de alguna bebida. Era té templado, nada más, pero Gawyn lo aceptó con agradecimiento y dio un sorbo.
—Vivimos unos tiempos que ponen a los hombres a prueba —continuó Bryne, que se sirvió otra taza, dio un sorbo y torció el gesto.
—¿Qué pasa? —preguntó Gawyn, que miró el contenido de su taza.
—No es nada. Odio esta porquería.
—Entonces, ¿por qué lo tomáis? —inquirió el joven.
—Se supone que mejora mi salud —rezongó Bryne y, antes de que Gawyn pudiera hacerle más preguntas, el general continuó—: Y bien, ¿vas a obligarme a que te meta en el cepo para que me digas por qué decidiste abrirte paso con la espada hasta mi puesto de mando?
—Gareth, se trata de Egwene, la tienen —contestó, adelantando un paso.
—¿Las Aes Sedai de la Torre Blanca?
El joven asintió con un cabeceo enérgico.
—Lo sé. —Bryne dio otro sorbo y volvió a poner mal gesto.
—¡Hemos de ir a salvarla! Vine a pediros ayuda porque me propongo organizar un rescate.
—¿Un rescate? —Bryne soltó un suave resoplido—. ¿Y cómo piensas entrar en la Torre Blanca? Ni siquiera los Aiel fueron capaces de irrumpir en esa ciudad.
—No quisieron hacerlo —contradijo Gawyn—. Pero no tengo que tomar la ciudad, sólo necesito introducir una pequeña fuerza y después sacar a una persona. Cualquier roca tiene una fisura. Hallaré el modo.
Bryne dejó la taza a un lado. Miró a Gawyn con firmeza, el rostro curtido a la intemperie cual un icono de nobleza.
—Dime una cosa, muchacho. ¿Cómo vas a convencerla para que huya contigo?
Gawyn se quedó momentáneamente sorprendido.
—Vaya, pues, porque se alegrará de huir. ¿Por qué no iba a querer?
—Porque nos ha prohibido que la rescatemos —respondió Bryne, que de nuevo enlazó las manos a la espalda—. O eso es lo que he podido recabar. Las Aes Sedai me cuentan pocas cosas. Cualquiera pensaría que tendrían más confianza en el hombre del que dependen para dirigir este cerco suyo. Sea como sea, la Amyrlin puede comunicarse con ellas de algún modo y les ha dado instrucciones de que la dejen en paz.
¿Qué? ¡Eso era ridículo! Las Aes Sedai del campamento estaban tergiversando los hechos.
—¡Bryne, la tienen prisionera! Las Aes Sedai a las que oí hablar dijeron que recibía palizas a diario. ¡La ejecutarán!
—No sé. Lleva allí con ellas semanas y no la han matado.
—La matarán —apremió Gawyn—. Sabéis que lo harán. Uno exhibe un enemigo caído ante sus soldados durante un tiempo, pero al final tiene que clavarle la cabeza en una pica para que sepan que ha muerto y todo ha acabado. Sabéis que tengo razón.
Bryne lo miró y después asintió con la cabeza.
—Quizá, pero sigo sin poder hacer nada. Estoy comprometido por juramentos, Gawyn. No puedo hacer nada a menos que esa chica me dé instrucciones.
—¿Dejaréis que muera?
—Si es preciso para cumplir mi promesa, entonces, sí.
Si Bryne estaba comprometido por juramento… En fin, antes oiría a una Aes Sedai decir una mentira que ver a Gareth Bryne romper una promesa. ¡Pero Egwene! ¡Tenía que haber algo que pudiera hacerse!
—Intentaré concertarte una audiencia con algunas de las Aes Sedai a las que sirvo —ofreció Bryne—. Tal vez puedan hacer algo. Si las persuades de que es preciso llevar a cabo un rescate y que la Amyrlin así lo desea, entonces veremos.
Gawyn asintió con la cabeza. Al menos era algo.
—Gracias.
El general hizo un gesto con la mano, quitándole importancia.
—Sin embargo, debería ponerte en el cepo, aunque sólo sea por haber herido a tres de mis hombres —le dijo al joven.
—Que los Cure una Aes Sedai —sugirió Gawyn—. Por lo que he oído, no faltan hermanas que os intimiden.
—Bah. Rara vez consigo que Curen a alguien a menos que la vida del soldado corra peligro. El otro día uno de los hombres sufrió un feo derrame mientras cabalgaba, y me dijeron que la Curación sólo serviría para que se volviera descuidado. El dolor sirve de lección, fue lo que dijo la condenada mujer. Quizá la próxima vez preferirá no hacer tonterías para que sus amigos se rían mientras monta a caballo.
—Pero sin duda harán una excepción por esos hombres. Después de todo, fue un enemigo quien los hirió.
—Veremos —dijo Bryne—. Las hermanas rara vez visitan a los soldados. Tienen que ocuparse de sus propios asuntos.
—Hay una ahora en el campamento exterior —comentó Gawyn con aire ausente, echando una ojeada hacia atrás.
—¿Una joven? ¿Cabello oscuro, aún sin el rostro intemporal?
—No, ésta era una Aes Sedai. Lo sé precisamente por la cara. Era rellenita, con cabello claro.
—Debe de andar buscando Guardianes —dijo Bryne con un suspiro—. Suelen hacerlo.
—No creo —replicó Gawyn, de nuevo mirando por encima del hombro—. Se ocultaba entre las lavanderas.
Ahora caía en la cuenta de que esa mujer podía ser muy bien una espía de las lealistas de la Torre Blanca.
El entrecejo de Bryne se arrugó un poco más; tal vez se le había ocurrido la misma idea.
—Llévame donde está —indicó al tiempo que se dirigía hacia los faldones de la entrada.
Los apartó y salió de nuevo a la luz de la mañana, con Gawyn a la zaga.
—Aún no me has dicho qué haces aquí, Gawyn —dijo Bryne mientras caminaban a través del organizado campamento, con los soldados saludando a su general cuando pasaba entre ellos.
—Os lo dije —contestó Gawyn, que llevaba la mano apoyada con ligereza en el pomo de la espada—. Voy a encontrar un modo de sacar a Egwene de esa trampa mortal.
—No me refiero a qué haces en mi campamento, sino qué haces en esta zona, para empezar. ¿Por qué no estás en Caemlyn, ayudando a tu hermana?
—¿Tenéis noticias de Elayne? —Gawyn se detuvo en seco. ¡Luz! Debería haber preguntado antes. Realmente estaba cansado—. Oí que estuvo en vuestro campamento con anterioridad. ¿Ha regresado a Caemlyn? ¿Está a salvo?
—Hace ya bastante que no se encuentra con nosotros —repuso Bryne—. Pero por lo visto lo está haciendo muy bien. —Se detuvo y miró a Gawyn—. ¿Quieres decir que no lo sabes?
—¿Qué?
—Bueno, los rumores son poco fiables, pero las Aes Sedai me han confirmado muchos de ellos, pues han Viajado a Caemlyn para traer noticias. Tu hermana ocupa el Trono del León. Por lo visto ha logrado deshacer gran parte del enredo que le dejó tu madre.
Gawyn respiró hondo. «Gracias a la Luz», pensó al tiempo que cerraba los ojos. Elayne seguía viva. Y tenía el trono. Cuando abrió los ojos, el cielo encapotado le pareció un poco más luminoso. Siguió andando y Bryne se puso al paso con él.
—Así que no lo sabías —dijo el general—. ¿Dónde has estado, muchacho? ¡Ahora eres el Primer Príncipe de la Espada o lo serás en cuanto regreses a Caemlyn! Tu sitio está junto a tu hermana.
—Egwene primero.
—Prestaste un juramento —le recordó Bryne, severo—. Ante mí. ¿Lo has olvidado?
—No, pero Elayne tiene el trono, así que de momento no corre peligro. Rescataré a Egwene y la llevaré a remolque a Caemlyn, donde no la perderé de vista. Donde las vigilaré y las cuidaré a las dos.
Bryne resopló con sorna.
—Creo que me gustaría ver cómo intentas llevar a cabo esa primera parte —señaló—. Pero, dejando eso a un lado, ¿por qué no acompañaste a Elayne cuando intentaba hacerse con el trono? ¿Qué has estado haciendo que sea más importante que eso?
—Yo… me fui implicando cada vez más con unos asuntos —respondió Gawyn, mirando hacia adelante.
—¿Que te implicaste? Te encontrabas en la Torre Blanca cuando todo esto… —El general se quedó callado de golpe y los dos caminaron en silencio un momento—. ¿Dónde oíste a esas hermanas hablar de la captura de Egwene? ¿Cómo sabes que la están castigando?
Gawyn no respondió.
—¡No fastidies, puñetas! —exclamó Bryne, que rara vez maldecía—. Sabía que la persona que dirigía esas incursiones contra mí estaba condenadamente bien informada. ¡Y yo que buscaba una filtración entre mis oficiales!
—Ahora ya no importa.
—Yo decidiré eso —determinó Bryne—. Has estado matando a mis hombres. ¡Has dirigido ataques contra mí!
—He dirigido ataques contra las rebeldes —lo rectificó Gawyn, que miró con dureza al general—. Podéis culparme por abrirme paso a la fuerza en vuestro campamento, pero ¿de verdad esperáis que me sienta culpable por ayudar a la Torre Blanca contra la fuerza que la sitia?
Bryne se quedó callado y después asintió con un brusco cabeceo.
—Bien, de acuerdo, pero eso te convierte en un comandante enemigo.
—Ya no. Dejé ese puesto.
—Pero…
—Las ayudé —lo interrumpió Gawyn—. Ya no lo hago. Nada de lo que vea aquí llegará de vuelta a vuestros enemigos, Bryne. Lo juro por la Luz.
Bryne no respondió de inmediato. Pasaron tiendas, sin duda para oficiales de alto rango, y se acercaron al muro de la empalizada.
—De acuerdo —accedió Bryne—. Daré por hecho que no has cambiado tanto como para romper tu promesa.
—Jamás incumpliría ese juramento —protestó el joven con aspereza—. ¿Cómo podéis pensar que haría algo así?
—Últimamente he sido testigo de inesperadas violaciones de juramentos —repuso el general—. He dicho que te creía, muchacho, y es verdad. Pero aún no me has explicado por qué no volviste a Caemlyn.
—Egwene se hallaba con las Aes Sedai y Elayne también, hasta donde yo sabía, por lo que éste me parecía un buen sitio donde encontrarme yo, aunque no estaba seguro de que me gustara la autoridad de Elaida.
—¿Y qué es Egwene para ti? —preguntó con suavidad Bryne.
—No lo sé —admitió el joven, mirándolo a los ojos—. Ojalá lo supiera.
Cosa extraña, Bryne se rió entre dientes.
—Ajá, entiendo. Vamos, encontremos a esa Aes Sedai que dices haber visto.
—La vi, Gareth —repitió el joven, que al salir por la puerta saludó con un cabeceo a los guardias.
Los hombres saludaron a Bryne, pero observaron a Gawyn como habrían hecho con una picanegra. Y hacían bien.
—Veremos qué encontramos. No obstante, quiero que me des tu palabra de que regresarás a Caemlyn una vez que te consiga la reunión con las cabecillas Aes Sedai. Deja que nosotros nos ocupemos de Egwene. Tienes que ayudar a Elayne, tu sitio está en Andor.
—Podría decir lo mismo de vos. —Gawyn escudriñó el hervidero que era el campamento de seguidores. ¿Dónde había visto a la mujer?
—Sí, podrías, pero no sería verdad —gruñó el general—. Tu madre se ocupó de ello.
Gawyn lo miró.
—Me echó como a caballo viejo, Gawyn. Me desterró y me amenazó con la muerte.
—¡Imposible!
—Yo tampoco podía creerlo. —Bryne tenía el gesto sombrío—. Pero es la verdad. Las cosas que dijo… me dolieron, Gawyn. Vaya si me dolieron.
Bryne no añadió nada más, pero, tratándose de él, era decir mucho. Gawyn nunca le había oído pronunciar una sola palabra de descontento sobre su posición o sus órdenes. Había sido leal a Morgase… Leal con la resuelta fidelidad que soñaría cualquier dirigente. Gawyn no había conocido en su vida a ningún hombre más seguro ni menos dado a quejarse.
—Debió de ser parte de alguna confabulación —dijo el joven—. Ya conocéis a madre. Si os hizo daño, habría una razón.
—Ninguna —sacudió la cabeza Bryne—, aparte de un amor absurdo por ese mequetrefe de Gaebril. Estuvo a punto de dejar que su mente obnubilada acabara con Andor.
—¡Jamás haría algo así! —espetó Gawyn—. ¡Gareth, vos más que nadie deberíais saberlo!
—Sí, debería —dijo el general bajando la voz—. Y ojalá hubiera sido así.
—Tenía otro motivo —insistió Gawyn, obstinado. De nuevo sentía que la cólera lo embargaba. A su alrededor, los vendedores ambulantes los miraban a los dos pero no decían nada. Sin duda sabían que no convenía acercarse a Bryne—. Pero ahora nunca lo sabremos, ya que está muerta. ¡Maldito al’Thor! Cómo ansío que llegue el día en que pueda atravesarlo con la espada.
El general le asestó una mirada penetrante.
—al’Thor salvó Andor, hijo. Al menos, hasta donde estaba en manos de un hombre hacerlo.
—¿Cómo podéis decir tal cosa? —reprochó Gawyn—. ¿Cómo podéis hablar bien de ese monstruo? ¡Mató a mi madre!
—No sé si dar crédito o no a esos rumores —argumentó Bryne al tiempo que se frotaba el mentón—. Pero si creyera lo que dicen, muchacho, entonces quizá le hizo un favor a Andor. No sabes hasta qué punto llegaron las cosas al final.
—No puedo creer que os esté oyendo decir eso. —Gawyn bajó la mano a la espada—. No permitiré que se mancille así su nombre, Bryne. Hablo en serio.
El general lo miró directamente a los ojos. La suya era una mirada firme, inconmovible como la de unos ojos de granito.
—Siempre digo la verdad, Gawyn, da igual quién lo ponga en duda. ¿Que es duro oírlo? Bien, pues, más duro fue vivirlo. Nada bueno sale de difundir acusaciones, pero sus hijos tienen que saberlo. Al final, Gawyn, tu madre se puso en contra de Andor al tomar a Gaebril. Había que deponerla. Y, si al’Thor lo hizo, entonces debemos agradecérselo.
Gawyn sacudió la cabeza, debatiéndose entre la ira y la estupefacción. ¿Ese hombre era Gareth Bryne?
—No es un amante desairado el que habla —añadió Bryne, serio el gesto, como rechazando cualquier emoción. Se expresaba con suavidad mientras Gawyn y él caminaban entre los seguidores de campamento, que se mantenían a distancia de los dos—. Puedo aceptar que una mujer deje de sentir afecto por un hombre y se lo conceda a otro. Sí, puedo perdonar a Morgase, la mujer, pero ¿a Morgase la reina? Entregó el reino a esa serpiente. Ordenó apalear y encarcelar a sus aliados. No estaba en su sano juicio. A veces, cuando a un soldado se le infecta el brazo herido, es necesario amputárselo para salvarle la vida. Me complace mucho el éxito de Elayne, y me duele mucho decir todo esto, pero tienes que enterrar ese odio por al’Thor. Él no era el problema. Lo era tu madre.
Gawyn tenía prietos los dientes. «Jamás. Jamás perdonaré a al’Thor. Por esto no», pensó.
—Veo la determinación en esa mirada —dijo Bryne—. Razón de más para que regreses a Andor. Allí verás las cosas con claridad. Si no confías en mí, pregunta a tu hermana. Escucha lo que tenga que decirte.
Gawyn asintió con un brusco cabeceo. Se acabó; no quería seguir hablando de aquel asunto. Un poco más allá localizó el sitio donde había visto a la mujer. Echó una ojeada hacia la lejana hilera de lavanderas, giró y se encaminó hacia allí abriéndose paso con cuidado entre dos apestosos gallineros llenos de aves cuyos dueños vendían huevos.
—Por aquí—dijo, quizás en un tono demasiado brusco.
No miró para comprobar si Bryne iba tras él, pero el general lo alcanzó enseguida y se puso a su paso, aunque tenía una expresión disgustada. Anduvieron por un camino abarrotado y serpenteante entre gente vestida con ropas pardas o grises, y enseguida llegaron a la hilera de mujeres arrodilladas junto a dos largas bateas de madera por las que fluía lentamente el agua. En el extremo opuesto, unos hombres vertían agua en las bateas, y la hilera de mujeres lavaba la ropa en la que estaba jabonosa para después aclararla en la batea con el agua más limpia. ¡No era de extrañar que el suelo estuviera tan mojado! Al menos allí olía a jabonadura y a limpieza.
Las mujeres llevaban recogidas las mangas hasta el codo y la mayoría charlaba mientras trabajaba restregando la ropa contra las tablas que había en las bateas. Todas vestían con la misma falda marrón con la que Gawyn había visto a la Aes Sedai. El joven posó la mano al desgaire en la empuñadura de la espada y examinó a las mujeres desde atrás.
—¿Cuál es? —preguntó Bryne.
—Un momento —pidió Gawyn.
Había docenas de mujeres. ¿Habría visto realmente lo que había creído ver? ¿Por qué una Aes Sedai iba a estar en este campamento, nada menos? Seguro que Elaida no enviaría a ninguna hermana a espiar; la peculiaridad del rostro hacía que fuera muy fácil identificar a una Aes Sedai.
Claro que, si resultaba tan fácil identificarlas, ¿por qué no la localizaba ahora? Y entonces la vio. Era una de las pocas mujeres que no hablaban con las que tenían cerca. Arrodillada y con la cabeza gacha, se cubría ésta con un el pañuelo amarillo que arrojaba sombras sobre la cara; unos cuantos rizos de cabello claro escapaban del pañuelo. Tenía una postura tan servil que casi se le pasó por alto a Gawyn, pero las hechuras del cuerpo la hacían destacar. Estaba rellenita y ese pañuelo era el único de color amarillo en la fila de lavanderas.
Gawyn avanzó a lo largo de la fila de mujeres, varias de las cuales se incorporaron con los brazos en jarras y dejaron muy claro que «los soldados con sus enormes pies y torpes codos» deberían estar lejos de unas mujeres que trabajaban. Gawyn hizo caso omiso de los comentarios y siguió adelante hasta llegar junto a la del pañuelo amarillo.
«Esto es demencial —pensó el joven—. No ha habido en toda la historia una sola Aes Sedai que haya conseguido adoptar una postura así».
Bryne se situó a su lado y Gawyn se inclinó en un intento de echar un vistazo a la cara de la mujer. Ésta se agachó más aún y restregó con más entusiasmo la camisa que tenía en la tabla.
—Mujer —dijo Gawyn—, ¿puedo verte la cara?
Ella no respondió, y Gawyn volvió la vista hacia Bryne. Vacilante, el general se agachó y echó hacia atrás el pañuelo amarillo. La cara que había debajo era sin discusión un rostro Aes Sedai por la peculiaridad inconfundible de intemporalidad. La mujer no alzó la vista y siguió trabajando.
—Dije que no funcionaría —intervino una mujer fornida que había cerca. La mujer se levantó y anadeó fila abajo; llevaba un vestido verde y marrón con aspecto de tienda de campaña—. «Señora, haced lo que os parezca bien, estaría bueno que os llevara la contraria, pero alguien va a fijarse en vos», le dije.
—¿Eres la encargada de las lavanderas? —preguntó Bryne.
—Sí que lo soy, general —asintió la mujerona con un cabeceo tan enérgico que los rizos pelirrojos le brincaron. Se volvió hacia la Aes Sedai e hizo una reverencia—. Lady Tagren, os lo advertí. Así me ciegue la Luz, pero os lo advertí. De verdad que lo siento.
La mujer llamada Tagren inclinó la cabeza. ¿Eran lágrimas lo que había en sus mejillas? ¿Cómo era posible tal cosa? ¿Qué pasaba allí?
—Mi señora —habló Bryne, que se puso en cuclillas a su lado—, ¿sois Aes Sedai? Si lo sois y me ordenáis que me vaya, lo haré sin rechistar.
Buena forma de abordar el asunto. Si era Aes Sedai, no podía mentir.
—No soy Aes Sedai —susurró la mujer.
Bryne alzó la vista hacia Gawyn, fruncido el entrecejo. ¿Qué significaba que dijera tal cosa? Una Aes Sedai no podía mentir. Así pues…
—Me llamo Shemerin —empezó la mujer en voz queda—. Antaño fui Aes Sedai, pero ya no. No desde que… —Bajó de nuevo la vista—. Por favor, dejad que siga trabajando, con mi vergüenza.
—Lo haré —la tranquilizó Bryne, que añadió, vacilante—: Pero antes tendré que llevaros al campamento para que habléis con algunas de las hermanas. Me arrancarían las orejas si no os llevo a hablar con ellas. La mujer, Shemerin, suspiró pero se puso de pie. —Vamos —le dijo Bryne a Gawyn—. No me cabe duda de que también querrán hablar contigo. Cuanto antes acabemos con esto, mejor.