Más vale que sea importante —le advirtió Rand.
Nynaeve se dio media vuelta y vio al Dragón Renacido en el umbral de la puerta de la sala de estar. Llevaba una bata de color rojo oscuro con unos dragones negros bordados en las mangas; el muñón le quedaba escondido entre los pliegues de la manga izquierda. A pesar de tener el pelo alborotado de haber estado durmiendo, la expresión en los ojos denotaba que estaba alerta.
Entró en la sala con paso decidido, siempre regio. Incluso a una hora tan avanzada de la noche y acabándose de levantar, caminaba con un aire de absoluta seguridad en sí mismo. Unos criados habían llevado una tetera caliente, y Rand se sirvió una taza mientras Min entraba en la habitación. Ella también iba vestida con un bata de noche —una de las prendas de moda en Bandar Eban—, aunque la suya era de seda amarilla y mucho más fina que la de Rand. Las Doncellas Aiel tomaron posiciones junto a la puerta y se sentaron en cuclillas como tenían por costumbre, siempre acechantes.
Rand dio un buen sorbo de té; cada vez le era más difícil a Nynaeve reconocer en él al chico de Dos Ríos que había visto crecer. ¿La línea de la mandíbula había tenido siempre ese rasgo de resolución? ¿Desde cuándo se habían vuelto sus pasos tan firmes, su porte tan autoritario? Ese hombre casi le parecía… una imitación del Rand que había conocido antaño, como una estatua esculpida en piedra a su semejanza, pero con exagerados aires heroicos.
—¿Y bien? ¿Quién es? —preguntó Rand.
Kerb, el joven aprendiz, estaba sentado —y maniatado con Aire— en uno de los mullidos sillones de la habitación. Nynaeve volvió la vista hacia él, abrazó la Fuente y tejió una salvaguardia contra las escuchas.
—¿Has encauzado? —inquirió Rand asestándole una dura mirada.
Si no tomaba precauciones al encauzar, él lo notaba porque se le ponía la carne de gallina, según habían revelado las investigaciones de Egwene y Elayne.
—Una salvaguardia —respondió; no iba a dejar que la amedrentara—. Que yo sepa, no necesito tu permiso para encauzar. Te habrás convertido en una persona poderosa, Rand al’Thor, pero no olvides que te zurraba el trasero cuando apenas alzabas dos palmos del suelo.
Antes, tal comentario habría provocado en él una reacción, un arranque de malhumor, cuando menos. Sin embargo, se limitó a mirarla. A veces, esos ojos parecían ser lo que más había cambiado de él. Rand suspiró.
—¿Por qué me has despertado, Nynaeve? ¿Quién es este chico larguirucho y aterrado? De haber sido cualquier otro quien me hubiera hecho llamar a estas horas de la noche, habría ordenado que Bashere lo azotara.
Nynaeve señaló a Kerb con un gesto de cabeza.
—Creo que este «chico larguirucho y aterrado» sabe dónde se encuentra el rey.
Eso despertó el interés de Rand. Y también el de Min, que se había servido una taza de té y se encontraba apoyada en la pared. ¿Por qué diantre no estaban casados?
—¿Sabe el paradero del rey? —preguntó Rand—. Entonces, también sabe dónde está Graendal. ¿Cómo lo has averiguado, Nynaeve? ¿Dónde lo encontraste?
—En los calabozos donde ordenaste encarcelar a Milisair Chadmar —contestó Nynaeve sin quitarle ojo de encima—. Es terrible, Rand al’Thor. No tienes ningún derecho a tratar así a nadie —lo reprendió.
Tampoco ese comentario hizo mella en Rand, que en cambio se acercó a Kerb.
—¿Oyó algo de lo que le sacaron al emisario en los interrogatorios?
—No, pero creo que lo mató —respondió Nynaeve—. Sé a ciencia cierta que intentaba envenenar a Milisair. Si yo no la hubiera Curado, estaría muerta a finales de semana.
Rand miró a Nynaeve y ésta casi llegó a sentir el proceso que seguía la mente del hombre para encadenar los pensamientos y deducir en qué había estado ocupada.
—Me he dado cuenta de que vosotras, las Aes Sedai, tenéis muchas cosas en común con las ratas —habló Rand, por fin—. Siempre estáis donde no se os llama.
Nynaeve resopló sonoramente.
—Si no me hubiera metido donde no me llaman, Milisair se estaría muriendo y Kerb seguiría en libertad.
—Supongo que ya le habrás preguntado quién le ordenó acabar con el emisario…
—Aún no. Pero encontré el veneno entre sus pertenencias y confirmé que fue él quien preparó las comidas tanto para Milisair como para el mensajero. —Nynaeve dudó antes de continuar—. Rand, no estoy segura de que el chico pueda responder todas tus preguntas. Le hice un Ahondamiento y, a pesar de que no está enfermo, físicamente hablando, hay… Hay algo ahí. En la mente.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Rand con suavidad.
—Hay una especie de bloqueo —respondió Nynaeve—. El carcelero parecía frustrado, incluso sorprendido, de que el mensajero hubiera sido capaz de resistir su… interrogatorio. Creo que él también debía de tener un bloqueo, algo que le impedía revelar más de lo debido.
—Compulsión —dijo Rand como sin darle importancia, y se llevó la taza a la boca.
La Compulsión era algo perverso, maligno. Ella lo había experimentado y aún temblaba al recordar lo que le había hecho Moghedien. Y eso que fue poca cosa, como privarla de algunos recuerdos.
—Hay pocos que tengan la habilidad de Graendal con la Compulsión —continuó Rand, pensativo—. Quizás ésta es la confirmación que buscaba. Sí, Nynaeve… Esto podría ser un gran descubrimiento, sin duda. Lo suficiente para que se me olvide cómo lo averiguaste.
Rand rodeó el sillón y se inclinó para mirar al joven directamente a los ojos.
—Libéralo —ordenó.
Nynaeve obedeció.
—Dime, ¿quién te ordenó envenenar a esa gente? —le preguntó Rand.
—¡Yo no sé nada! —chilló el joven—. ¡Yo sólo…!
—Basta —ordenó Rand sin alzar la voz—. ¿Crees que puedo matarte?
El muchacho calló y abrió más los azules ojos, cosa que Nynaeve no habría creído posible.
—¿Crees que con sólo pronunciar una palabra haría que el corazón te dejara de latir? —prosiguió Rand en ese tono de voz espeluznante, tranquilo—. Soy el Dragón Renacido. ¿Crees que puedo quitarte la vida, incluso el alma, con sólo desear que suceda?
Nynaeve volvió a ver la pátina de oscuridad alrededor de Rand, ese halo que no sabía a ciencia cierta si estaba ahí. Se llevó la taza a los labios; de golpe, el té se había vuelto rancio y amargo, como si hubiera reposado demasiado tiempo.
Kerb hundió la cabeza entre los hombros y se echó a llorar.
—Habla —exigió Rand.
El joven abrió la boca pero sólo emitió un gruñido. La presencia de Rand lo había dejado paralizado y ni tan siquiera pestañeó —o no pudo hacerlo— para evitar que el sudor le entrara en los ojos.
—Sí. Es Compulsión, Nynaeve. ¡Ella está aquí! ¡Tenía razón! —Rand miró a Nynaeve—. Tienes que deshacer la red de la Compulsión, quitársela de la mente para que pueda contarnos lo que sabe.
—¿Qué? —exclamó con incredulidad Nynaeve.
—Mi habilidad con este tipo de tejido es escasa —dijo Rand, moviendo la mano—. Presumo que puedes eliminar la Compulsión, si lo intentas. En cierto modo se parece a la Curación. Tienes que utilizar el mismo tejido que crea la Compulsión, sólo que ejecutándolo al revés.
Ella frunció el entrecejo. Curar al pobre chico era una buena idea; todas las heridas deberían Curarse, después de todo… Pero no le apetecía intentar algo que no había hecho nunca y además hacerlo delante de Rand. ¿Y si algo salía mal y le causaba daño al chico?
Rand se sentó en el mullido sillón situado enfrente de Kerb. Min se acercó para sentarse junto a él. La joven torció el gesto y miró el té que le quedaba en la taza; al parecer, el de ella también se había estropeado de pronto.
Rand miró a Nynaeve, esperando.
—Rand, yo…
—Inténtalo, nada más —le dijo Rand—. Como eres mujer no puedo decirte cómo hacerlo paso a paso. Pero eres ingeniosa y estoy seguro de que te las arreglarás.
Aunque no tuviera esa intención, el tono paternalista de Rand la enfureció; el hecho de estar tan cansada tampoco era de gran ayuda. Apretó los dientes, se volvió hacia el chico y tejió los Cinco Poderes. Los ojos de él se desplazaron con rapidez adelante y atrás a pesar de que no podía ver los tejidos.
Nynaeve realizó una Curación muy leve que causó que el muchacho se pusiera rígido. Tejió un hilo independiente de Energía para Ahondarle la cabeza con todo el cuidado posible y tocó apenas los hilos que se aglomeraban en la mente de Kerb. Sí, ahora veía una complicada red hecha con hilos de Energía, Aire y Agua. Observar mentalmente ese patrón entrecruzado en el cerebro del chico era algo horrible. Aquí y allá, algunos fragmentos del tejido semejantes a pequeños garfios se clavaban muy hondo en el cerebro.
Tejerlo a la inversa, le había dicho Rand, pero hacerlo distaba mucho de ser fácil. Tenía que desmontar la red de Compulsión capa a capa, y si cometía un error podía matarlo. Estuvo a punto de echarse atrás.
Pero ¿quién más podría hacerlo? La Compulsión era un tejido prohibido y dudaba que Corele o cualquiera de las otras tuvieran experiencia con ese tejido. Si no lo intentaba, Rand se limitaría a llamar a las otras y les pediría que lo hicieran en su lugar. Ellas obedecerían y después se reirían con disimulo de la Aceptada que se creía Aes Sedai de pleno derecho.
Pues bien, ¡ella había descubierto nuevos métodos de Curar! ¡Y había ayudado a limpiar la mancha del Poder Único! ¡Incluso había Curado la neutralización y el amansamiento!
Esto también podía hacerlo.
Trabajó deprisa hasta crear un reflejo invertido de la primera capa de Compulsión. Todos los hilos del Poder eran exactamente iguales que los que tenía el chico en la mente, pero tejidos al revés. Al terminar, Nynaeve colocó su copia sobre el tejido original, con suavidad, vacilante; pero, como Rand había previsto, las dos capas se deshicieron y desaparecieron.
«¿Cómo lo sabía?», se preguntó Nynaeve. Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar lo que Semirhage había dicho de él. Eran recuerdos de otra vida, recuerdos sobre los que no tenía ningún derecho. Había una razón por la que el Creador les permitía olvidar las vidas pasadas: nadie debería recordar los yerros de Lews Therin Telamon.
Continuó separando los tejidos de la Compulsión capa tras capa, igual que un curandero despegaría las gasas adheridas a una pierna herida. Era un trabajo agotador, pero reconfortante. Cada tejido corregía un mal, sanaba al chico un poco más, aportaba otra pizca a lo que había de bueno en el mundo.
Tardó casi una hora y resultó ser una experiencia extenuante. Pero lo consiguió. Cuando hizo desaparecer la última capa de Compulsión, suspiró agotada y soltó el Poder Único; estaba convencida de no ser capaz de encauzar ni una chispa más ni aunque en ello le fuera la vida. Tambaleándose, se acercó a una silla y se dejó caer en ella con pesadez. Advirtió que Min se había quedado dormida en el sillón, hecha un ovillo junto a Rand.
Él no dormía. El Dragón Renacido observaba como si viera cosas que ella no podía ver; se levantó y se acercó a Kerb.
En su desfallecimiento, Nynaeve no se había percatado de la cara del joven aprendiz. Tenía una extraña expresión ausente, como la de una persona que hubiera recibido un fuerte golpe en la cabeza.
Rand reclinó una rodilla en el suelo, delante del chico, le sujetó la barbilla y lo miró a los ojos.
—¿Dónde? —preguntó con suavidad—. ¿Dónde está ella?
El chico abrió la boca y un hilo de baba le resbaló por la comisura de la boca.
—¿Dónde está? —insistió Rand.
Kerb gimió; aún tenía los ojos en blanco y la punta de la lengua le asomaba un poco entre los labios.
—¡Rand! —llamó Nynaeve—. ¡Basta! ¿Qué le estás haciendo?
—No le hago nada —respondió Rand, tranquilo—. Esto es lo que tú has provocado, Nynaeve, al deshacer el tejido. La Compulsión de Graendal es muy fuerte, aunque tosca en ciertos aspectos. Colma de Compulsión la mente a tal punto que borra cualquier atisbo de personalidad o intelecto, y convierte a la persona en una marioneta que sólo actúa según sus órdenes directas.
—¡Pero si antes fue capaz de interactuar con nosotros!
—Si preguntas a los carceleros —explicó Rand al tiempo que negaba con la cabeza—, te dirán que era bastante corto de entendederas y que apenas hablaba con ellos. En su mente ya no era una persona en realidad, tan sólo capas de tejidos de Compulsión, unas instrucciones diseñadas con gran ingenio para acabar con la personalidad de este pobre infeliz y convertirlo en una criatura que actuara según los deseos de Graendal. Lo he visto docenas de veces.
«¿Docenas de veces? —Nynaeve volvió a estremecerse—. ¿Lo has visto tú o lo vio Lews Therin? ¿A quién pertenecen los recuerdos que te gobiernan ahora?»
Con el estómago revuelto, miró de nuevo a Kerb. No tenía la mirada ausente como si hubiera recibido un golpe, tal como ella había pensado al principio. No, la mirada era aún más vacía. Cuando ella era joven, a poco de ser nombrada Zahorí, le habían llevado a una mujer que se había caído de un carro. Tras pasar varios días inconsciente, la mujer se despertó y tenía la misma mirada que el chico. No había ningún indicio de que reconociera a nadie ni tampoco de que siguiera alentando un alma en la cáscara vacía que era su cuerpo.
La mujer había muerto una semana después.
—Necesito que me digas dónde está —pidió Rand al chico—. Dame algo. Si aún queda en ti algún vestigio de resistencia, una chispa que lucha contra ella, te prometo que te vengaré. Un lugar. ¿Dónde está ella?
A Kerb le resbalaba baba entre los labios, unos labios que parecían temblar. Rand se irguió todo lo alto que era sin dejar de mirar al chico a los ojos. Entre temblores, Kerb susurró unas palabras:
—Refugio de Natrin.
Rand exhaló el aire despacio y soltó la barbilla de Kerb con un movimiento casi reverente. El joven se deslizó del sillón al suelo, y la baba goteó en la alfombra. Nynaeve maldijo, se levantó de un salto de la silla y se tambaleó al sentir como si la habitación le diera vueltas. Luz, estaba agotada. Procuró calmarse, cerró los ojos y respiró hondo; luego se arrodilló junto al chico.
—No te molestes. Ha muerto —le dijo Rand.
Nynaeve comprobó que, en efecto, estaba muerto. Entonces alzó la cabeza con brusquedad y miró a Rand. ¿Qué derecho tenía él de parecer estar tan exhausto como se sentía ella? ¡Si casi no había hecho nada!
—¿Qué le…?
—No le hice nada, Nynaeve. Sospecho que, una vez que retiraste la Compulsión, lo único que lo mantenía con vida era el odio que sentía hacia Graendal, enterrado muy dentro de su ser. La pequeña parte de él que aún vivía supo que la única ayuda que podía dar eran esas palabras. Y después se dejó ir, simplemente. No podíamos hacer nada más por él.
—No puedo aceptar lo que dices. ¡Se lo podría haber Curado! —replicó Nynaeve con frustración.
Ella tendría que haber sido capaz de ayudarlo. Deshacer el tejido de Compulsión de Graendal le había reportado una emoción tan satisfactoria, una sensación de estar haciendo algo tan legítimo… ¡No debería haber acabado así!
Se estremeció; se sentía mancillada, utilizada. ¿Es que ella era mejor que el carcelero que había hecho cosas horribles para conseguir información? Clavó en Rand una mirada hostil, penetrante. ¡Debió advertirle lo que provocaría deshacer la Compulsión!
—No me mires así, Nynaeve.
Rand caminó hacia la puerta e hizo una señal a las Doncellas apostadas fuera para que recogieran el cuerpo de Kerb; las Aiel obedecieron con presteza y sacaron el cadáver. Rand pidió otra tetera.
Regresó al sillón junto a la dormida Min, que se había puesto un cojín debajo de la cabeza. Una de las dos lamparillas casi se había consumido, y al sentarse Rand la mitad de la cara le quedó sumida en sombras.
—No podía suceder de otro modo —continuó él—. La Rueda gira según sus designios. Eres una Aes Sedai. ¿No es ése uno de vuestros lemas?
—No sé qué es —respondió cortante Nynaeve—, pero no justifica tus actos.
—¿Qué actos? Tú trajiste a este hombre a mi presencia. Graendal utilizó la Compulsión con él y ahora la mataré por ello. De ese acto sí seré yo el responsable. Y ahora, márchate. Intentaré dormirme otra vez.
—¿No sientes ni una pizca de culpabilidad? —inquirió Nynaeve.
Se trabaron las miradas de ambos, la de Nynaeve, frustrada e impotente. La de Rand… ¿Quién sabía lo que sentía Rand últimamente?
—¿Debería sufrir por todos ellos, Nynaeve? —le preguntó en respuesta, con tranquilidad, mientras se levantaba del sillón, la mitad de la cara aún sumida en sombras—. Carga esta muerte a mis espaldas, si lo deseas. Será una de tantas. ¿Cuántas piedras puedes cargar en la espalda de un hombre antes de que deje de importar el peso que soporta? ¿O cuánto tiempo puedes tener al fuego un trozo de carne hasta que sea irrelevante que siga quemándose? Si me permitiera sentir culpabilidad por este chico, entonces tendría que sentirme culpable por todos los demás y eso acabaría conmigo.
Ella lo contempló en el claroscuro del cuarto. Un rey, sin duda alguna. Un soldado, a pesar de haber librado contadas batallas. Se obligó a apaciguar la ira. ¿Acaso su intención en todo el episodio no había sido hacerle saber que podía confiar en ella?
—Oh, Rand —le dijo, dándose media vuelta—. Esto en lo que te has convertido, ese corazón sin más emoción que la ira… Eso será lo que te destruya.
—Sí —admitió quedamente, y Nynaeve volvió a mirarlo, perpleja.
»No deja de sorprenderme —prosiguió Rand, posando la mirada en Min— que todos deis por sentado que soy tan estúpido que no veo lo que para todos es tan obvio. Sí, Nynaeve, sí. Esta dureza me destruirá, lo sé.
—Entonces, ¿por qué? —preguntó Nynaeve—. ¿Por qué no dejas que te ayudemos?
Rand levantó la vista, pero no hacia ella, sino que se quedó mirando al vacío. Una sirvienta vestida con los colores blanco y verde oscuro de la casa de Milisair llamó a la puerta con suavidad. Entró en la habitación, dejó la nueva tetera y se llevó la otra al retirarse.
—Cuando era más joven —habló Rand en un quedo susurro—, Tam me contó una historia que había escuchado en sus viajes por el mundo. Me habló del Monte del Dragón. En aquel entonces yo no sabía que Tam lo había visto con sus propios ojos ni que me había encontrado allí. Yo no era más que un pastorcillo, y el Monte del Dragón, Tar Valon o Caemlyn eran lugares casi míticos para mí.
»Me contó que era tan alto que hacía que el Pico de Cuernos Gemelos, allí en casa, pareciera pequeño. Según la historia de Tam, ningún hombre había alcanzado la cima del Monte del Dragón. No por ser imposible, sino porque para llegar a la cumbre haría falta emplear todas las fuerzas que tuviera un hombre. Tan alta era la montaña que coronarla sería un esfuerzo que agotaría por completo a quien la escalara.
Rand se quedó en silencio.
—¿Y bien? —preguntó al fin Nynaeve.
Rand la miró.
—¿No te das cuenta? Las historias dicen que ningún hombre ha ascendido esa montaña hasta la cúspide porque después no tendría fuerzas para regresar. Un escalador podría llegar, alcanzaría la cima, vería lo que ningún otro hombre ha visto. Y entonces moriría. Los más grandes exploradores lo saben y, en consecuencia, ninguno la ha escalado jamás. Siempre lo han deseado pero todos esperan y posponen esa aventura para otro día, pues saben que será la última que emprendan.
—Pero es tan sólo una historia. Una leyenda.
—Eso es lo que soy yo —respondió Rand—. Una leyenda. Una historia que se contará en voz baja a los niños con el correr de los años. —Rand meneó la cabeza—. A veces no hay vuelta atrás, hay que seguir adelante. Y a veces uno sabe que esa escalada será la última que haga.
Todos afirmáis que no tengo sentimientos, que soy tan duro que al final me haré pedazos si sigo así. Pero todos dais por sentado que ha de quedar algo de mí para continuar. Que necesito descender de la montaña una vez que haya llegado a la cumbre.
»Ésa es la clave, Nynaeve. Ahora lo entiendo. No voy a salir con vida de esto, así que no tengo que preocuparme por lo que me pase después de la Última Batalla. No necesito reservar fuerzas, no necesito conservar ni un gramo de mi vapuleada alma. Sé que debo morir. Los que desean que sea más compasivo, que me adapte, son los que no pueden aceptar lo que va a ocurrirme.
Rand bajó de nuevo la vista hacia Min. Nynaeve lo había visto mirar a la joven con cariño muchas veces, pero en esos momentos tenía el gesto inexpresivo; no había emoción alguna en su rostro.
—Encontraremos un modo, Rand —le dijo—. Seguro que hay una manera de ganar y que sigas con vida.
—No —rechazó Rand—. No me des esperanzas, no me tientes con volver a un camino que sólo conduce al dolor, Nynaeve. Yo… Antes acariciaba la idea de dejar un legado que ayudara al mundo a sobrevivir una vez que yo hubiese muerto, pero en el fondo no era más que un vano empeño de querer seguir con vida, y eso no puedo permitírmelo. Escalaré esa maldita montaña y aceptaré lo que venga. A los demás os corresponde afrontar lo que llegue después. Así debe ser.
Nynaeve abrió la boca para replicarle, pero Rand le asestó una mirada penetrante.
—Así debe ser, Nynaeve —repitió—. Hoy lo hiciste bien —añadió Rand al ver que ella guardaba silencio—. Nos has ahorrado a todos muchos problemas.
—Lo hice porque quiero que confíes en mí —respondió Nynaeve y, acto seguido, se maldijo por ello.
¿Por qué había dicho eso? ¿Estaba tan cansada como para balbucear lo primero que le venía a la mente?
Rand se limitó a asentir con un cabeceo.
—Confío en ti, Nynaeve —dijo—. Tanto como confío en unos pocos y más de lo que confío en la mayoría. Crees saber lo que es mejor para mí, aún en contra mis deseos, pero eso lo acepto. La diferencia entre Cadsuane y tú es que tú te preocupas de verdad por mí. En cambio a Cadsuane sólo le preocupa mi papel en sus planes. Quiere que tome parte en la Última Batalla. Tú quieres que viva y por ello te doy las gracias. Sueña por mí, Nynaeve. Sueña con todo eso con lo que yo ya no puedo soñar.
Rand se inclinó para alzar a Min; lo consiguió pese a faltarle la mano, pasándole el otro brazo por debajo del cuerpo y sujetándola con la mano al tiempo que la impulsaba en el aire para levantarla. Min se rebulló y luego se acurrucó contra él; entonces se despertó y, entre balbuceos, rezongó que podía caminar. Rand no la bajó al suelo, tal vez por el cansancio que denotaba la voz de la joven. Nynaeve sabía que Min pasaba la mayoría de las noches en vela leyendo, forzándose hasta la extenuación casi tanto como Rand.
—Nos ocuparemos de los seanchan primero —dijo Rand mientras avanzaba hacia la puerta con Min en brazos—. Estate preparada para esa reunión, Nynaeve. Y después me ocuparé de Graendal.
Dicho esto, abandonó la sala. La lamparilla titilante se consumió al fin y sólo quedó la que estaba encendida en la mesa.
Rand la había vuelto a sorprender. Aún era un cabeza de chorlito; pero, cosa sorprendente, era muy consciente de cuanto lo rodeaba. ¿Cómo podía un hombre saber tanto y a la vez ser tan ignorante?
¿Y por qué no se le había ocurrido algo para rebatir lo que Rand había dicho? ¿Por qué no era capaz de gritarle y decirle que se equivocaba? Siempre quedaba la esperanza. Al prescindir de esa importantísima emoción, se haría más resistente, pero ponía en peligro toda la importancia que pudiera darle al resultado de sus batallas.
Por alguna razón, Nynaeve no conseguía encontrar palabras para rebatírselo.