39 La visita de Verin Sedai

Nunca sostuviste la Vara Juratoria —la acusó Egwene, todavía de pie junto al armario.

Verin seguía sentada en la cama y bebía el té. La gruesa Aes Sedai llevaba un sencillo vestido marrón de corte adecuado para una mujer de mediana edad, con el corte por debajo del pecho y un grueso cinturón de cuero. Era de falda pantalón y, a juzgar por las botas manchadas que asomaban por debajo del repulgo, acababa de llegar a la Torre Blanca.

—No seas tonta. —Verin se retiró un mechón que se le había soltado del moño; una mecha gris resaltaba en el cabello castaño—. Pequeña, sostuve la Vara Juratoria y presté juramento con ella antes de que naciera tu abuela.

—En ese caso, has hecho que se anulen los Juramentos —argumentó Egwene. —Tal cosa era posible con la Vara Juratoria; después de todo, Yukiri, Saerin y las otras los habían anulado y puesto de nuevo en vigor.

—Bueno, sí —admitió con su clásico aire maternal.

—No me fío de ti —barbotó Egwene, para su sorpresa—. Creo que nunca lo he hecho.

—Muy atinado por tu parte —comentó Verin entre sorbo y sorbo de té. La infusión tenía un olor que Egwene no supo identificar—. Después de todo, soy del Ajah Negro.

Egwene sintió un repentino escalofrío, como si una punta de hielo le entrara por la espalda y le llegara al pecho. El Ajah Negro. Verin era una Negra. ¡Luz!

De inmediato buscó el Poder Único pero, claro está, la horcaria hizo inútil el intento. ¡Y había sido ella misma la que sugirió que se la dieran! Luz, ¿es que había perdido el juicio? Se sentía tan segura tras su victoria que ni se le pasó por la cabeza qué podría pasar si se topaba con una hermana Negra. Pero ¿a quién se le habría ocurrido algo así? Encontrarse con una Negra sentada tranquilamente en tu cama, bebiendo té y mirándote con esos ojos que siempre daban la sensación de saber demasiado. ¿Qué mejor forma de ocultarse que como una Marrón sin pretensiones, siempre descartada por las otras hermanas por su carácter distraído y estudioso?

—Oh, pues sí que está bueno este té —dijo Verin—. Cuando veas a Laras, haz el favor de darle las gracias de mi parte por conseguirlo. Prometió que tenía un poco que no se había estropeado, pero no le creí. En estos tiempos, una no puede fiarse así como así, ¿verdad?

—¿Qué? ¿Laras es una Amiga Siniestra? —exclamó Egwene.

—Cielos, no. Es muchas cosas, pero no una Amiga Siniestra. Antes darías con un Capa Blanca casado con una Aes Sedai que ver a Laras jurando lealtad al Gran Señor. Una mujer extraordinaria. Y muy buena para juzgar el sabor de los tés.

—¿Qué vas a hacerme? —preguntó Egwene, que consiguió hablar con serenidad.

Si hubiera querido matarla, ya lo habría hecho a esas alturas. Era evidente que Verin quería utilizarla y eso le ofrecía a ella una oportunidad para escapar e invertir la situación. ¡Luz, no habría podido pasar en un momento más inoportuno!

—Bien, en primer lugar te pediré que te sientes. Te ofrecería un poco de té, pero dudo mucho que quieras nada mío.

«¡Piensa, Egwene!», se exhortó para sus adentros. Pedir ayuda sería inútil, porque lo más probable era que las únicas que la oirían serían novicias, ya que las dos guardianas Rojas se habían marchado. ¡Qué momento para quedarse sola! Jamás se habría imaginado que desearía tener cerca a sus carceleras.

En cualquier caso, Verin la ataría y la amordazaría con tejidos de Aire si gritaba. Y, si la oían las novicias, correrían a ver cuál era el problema, lo que las conduciría a caer también en las garras de Verin. Así pues, fue hacia el único taburete de madera que había en el cuarto y se sentó en él, aguantando el dolor del trasero al apoyarlo en un asiento duro.

El pequeño cuarto estaba frío y limpio, ya que había permanecido desocupado cuatro días. Egwene se devanó los sesos buscando una vía de escape.

—Te felicito por lo que has hecho aquí, Egwene —dijo Verin—. He seguido un poco los desatinos que están teniendo lugar entre las facciones de Aes Sedai, aunque decidí no involucrarme en ellos. Era más importante seguir mi investigación y no perder de vista al joven al’Thor. Es un chico impetuoso, he de decir. Me preocupa ese muchacho. No estoy segura de que entienda cómo opera el Gran Señor. No todo lo maligno es tan… notorio como los Elegidos. Los Renegados, como los llamáis vosotros.

—¿Notorios? —repitió Egwene—. ¿Los Renegados?

—Bueno, en comparación. —Verin sonrió y se calentó las manos con la taza de té—. Los Elegidos son como un puñado de niños que se pelean, cada cual procurando gritar más alto que los demás a fin de atraer sobre sí la atención de su padre. Es fácil deducir lo que quieren: poder sobre los otros hijos, la prueba de ser el más importante. Estoy convencida de que no es inteligencia, astucia ni habilidad lo que hace al Elegido, aunque, por supuesto, esas cosas son importantes. No, creo que es el egoísmo lo que el Gran Señor busca en sus principales cabecillas.

Egwene frunció el entrecejo. ¿Sería posible que estuvieran sosteniendo una tranquila charla sobre los Renegados?

—¿Y por qué elegiría ese atributo? —inquirió.

—Porque hace muy fácil prever sus reacciones. Una herramienta de la que se sabe con seguridad que funcionará como uno espera es mucho más valiosa que otra que no se entiende. O tal vez sea porque cuando pelean entre ellos sirve para que sólo sobreviva el más fuerte. No lo sé, de verdad. Es fácil prever cómo actuarán los Elegidos, pero el Gran Señor es todo lo contrario. A pesar de consagrar décadas a su estudio, no puedo asegurar qué es exactamente lo que quiere ni por qué lo quiere. Sólo sé que esta batalla no se va a librar como al’Thor da por hecho que será.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—No mucho —admitió Verin mientras chasqueaba la lengua como disgustada consigo misma—. Me temo que me despisto y me dejo llevar hacia temas secundarios. Y, encima, quedando tan poco tiempo. Debo prestar más atención, en serio.

Seguía teniendo el mismo aire de agradable y estudiosa hermana Marrón. Egwene siempre había creído que las hermanas Negras serían… diferentes.

—En fin —prosiguió Verin—, hablábamos de lo que has hecho aquí, en la Torre. Temía que al llegar te encontraría todavía perdiendo el tiempo con tus amigas de fuera. Imagina mi asombro al descubrir que no sólo te habías infiltrado en la organización de Elaida, sino que al parecer has conseguido poner a la mitad de la Antecámara contra ella. Desde luego has sacado de quicio a algunas de mis compañeras, eso te lo aseguro. No están muy contentas que digamos. —Verin negó con la cabeza y dio otro sorbo de té.

—Verin, yo… —Hizo una pausa—. ¿Qué es lo…?

—No hay tiempo, me temo —la interrumpió Verin, que se echó hacia adelante.

De repente, algo pareció cambiar en ella. Aunque seguía siendo la mujer mayor (y a veces maternal), la expresión se tornó más decidida. Retuvo la mirada de Egwene, y la intensidad de aquellos ojos fue un impacto para Egwene. ¿Era ésa la misma mujer de antes?

—Gracias por seguir la corriente a las divagaciones de una mujer mayor —dijo Verin con voz más suave—. Ha sido tan agradable tener una charla tranquila para acompañar el té… Al menos una vez más. Y, ahora, hay algunas cosas que debes saber. Hace unos años me enfrenté a una decisión. Me encontré en una situación en la que, o aceptaba prestar los juramentos al Oscuro, o confesaba que, de hecho, nunca había deseado ni tenido intención de hacerlo, con lo cual habría sido ejecutada.

Quizás otra persona habría sabido encontrar una solución menos comprometida. Y muchas habrían optado por la muerte, sin más. Yo, sin embargo, lo entendí como una oportunidad. Verás, rara vez se nos presenta una ocasión como ésa para estudiar a una bestia desde su interior, de ver qué es lo que realmente hace que la sangre fluya, de descubrir adónde llevan todas las venas y los pequeños capilares. Una experiencia en verdad extraordinaria.

—Un momento —la interrumpió Egwene—. ¿Dices que te uniste al Ajah Negro para estudiarlo?

—Me uní para conservar la piel intacta —respondió Verin con una sonrisa—. Estoy muy encariñada con ella, aunque Tomás no paraba de hablar de este mechón blanco. En cualquier caso, tras unirme a él, la posibilidad de estudiarlo era mi forma de sacar el mejor partido posible a la situación.

—Tomás. ¿Sabe él lo que has hecho?

—Él era un Amigo Siniestro, pequeña —contestó Verin—. Deseoso de dar con una salida. Bueno, en realidad no existe ninguna cuando el Gran Señor te tiene en sus garras. Pero sí había una forma de luchar, de compensar un poco lo que hacíamos. Le ofrecí esa posibilidad a Tomás y creo que me estaba muy agradecido por eso.

Egwene vaciló en su esfuerzo por asimilar todo aquello. Verin era una Amiga Siniestra, pero al mismo tiempo no lo era…

—¿Dices que te «estaba» muy agradecido?

Verin no respondió de inmediato. Se limitó a tomar otro sorbo de té.

—Los juramentos que se hacen al Gran Señor son muy específicos —continuó por fin—. Y, cuando se instalan en una persona que encauza, son muy vinculantes. Es imposible quebrantarlos. Puedes traicionar a otros Amigos Siniestros, te puedes poner en contra de los Elegidos si tienes una justificación. El egoísmo ha de preservarse. Pero, jamás puedes traicionarlo a él. Nunca puedes delatar a los intrusos lo que es en sí la organización. Los juramentos son específicos. Muy específicos. —Alzó la vista y le sostuvo la mirada a Egwene—. «Juro no traicionar al Gran Señor y guardar mis secretos hasta la hora de mi muerte». Eso es lo que prometí, ¿comprendes?

Egwene bajó la vista a la taza humeante que Verin sostenía en las manos.

—¿Veneno?

—Hace falta un té muy especial para lograr que la aspimonia pútrida sea agradable de pasar —contestó Verin, que dio otro sorbo—. Como dije antes, te ruego que le des las gracias a Laras en mi nombre.

Egwene cerró los ojos. Nynaeve le había mencionado que una sola gota de aspimonia pútrida bastaba para matar. Era una muerte rápida, tranquila, y a menudo se producía… a la hora de haberla ingerido.

—Un agujero curioso en los juramentos —susurró Verin—. Permitir que se cometa traición en tu hora final. No puedo evitar preguntarme si el Gran Señor lo sabe. De ser así, ¿por qué no cerró ese agujero?

—Quizá no lo ve como una amenaza —sugirió Egwene, que abrió los ojos—. Después de todo, ¿qué clase de Amigo Siniestro se mataría en pro de una buena obra? No parece la clase de actuación que sus seguidores se plantearían.

—Puede que tengas razón en eso —admitió Verin, que dejó la taza a un lado—. Sería conveniente que te aseguraras de que se dispone de eso con cuidado, pequeña.

—¿Así que ya está? —preguntó Egwene, helada—. ¿Y qué pasa con Tomás?

—Ya nos despedimos. Está pasando la última hora de vida con su familia.

Egwene sacudió la cabeza. Le parecía una gran tragedia.

—¿Viniste a mí para confesarlo y matarte en una búsqueda final de redención?

—¿Redención? —dijo Verin riendo—. Yo diría que eso no sería tan fácil de obtener. La Luz sabe que he hecho suficiente para necesitar una clase de redención muy especial. Pero mereció la pena el precio. Ya lo creo que sí. O tal vez es que necesito convencerme de que es así.

Alargó la mano hacia un lado y sacó una carpeta de cuero de debajo de la manta doblada a los pies de la cama. Soltó las correas con cuidado y sacó dos objetos: dos libros, ambos encuadernados en cuero. Uno, el más grande, parecía un libro de consulta, aunque no tenía título en la cubierta roja. El otro era un libro fino, de color azul. Las cubiertas de ambos estaban deslucidas por el uso.

Verin se los tendió a Egwene que, vacilante, los aceptó; el grande, que asió con la mano derecha, era pesado; por el contrario, el azul le pareció ligero en la izquierda. Pasó un dedo por encima de la suave piel, fruncido el entrecejo, y luego alzó la vista hacia la mujer.

—Todas las hermanas del Marrón buscan hacer algo duradero —explicó Verin—. Una investigación o un estudio que sean significativos. Otras nos acusan a menudo de hacer caso omiso del mundo que nos rodea, en la creencia de que sólo miramos atrás. Bien, pues, eso es inexacto. Si somos distraídas se debe a que miramos hacia adelante, a los que vendrán después. Y la información, el conocimiento que reunimos, lo dejamos para ellos. Los otros Ajahs se preocupan de mejorar el hoy; nosotras anhelamos hacer mejor el mañana.

Egwene dejó el libro azul a un lado y abrió primero el rojo. Estaba escrito con una letra pequeña y enérgica —aunque apretada— que identificó como la de Verin. Ninguna de las frases tenía sentido. Era un galimatías.

—El libro pequeño es una clave, Egwene —explicó Verin—. Contiene el código con el que escribí este tomo. Es… el trabajo. Mi trabajo. El trabajo de mi vida.

—¿Qué es? —preguntó con suavidad Egwene, aunque sospechaba que sabía la respuesta.

—Nombres, lugares, explicaciones… —respondió Verin—. Todo lo que he podido recabar sobre ellos: los cabecillas entre los Amigos Siniestros, del Ajah Negro, de las profecías en las que creen, de los objetivos y las motivaciones de los distintos grupos. Todo eso junto a una lista, al final, con cada hermana del Ajah Negro a la que logré identificar.

—¿Todas ellas?

—Dudo que las haya descubierto a todas —contestó Verin con una sonrisa—, pero creo que tengo a la mayoría. Ten por seguro, Egwene, que puedo ser muy concienzuda.

Egwene bajó la vista hacia los libros, sobrecogida. ¡Luz, era increíble! Un tesoro más valioso que el que podría poseer un rey. Un tesoro tan importante como el Cuerno de Valere. Levantó la vista; imaginar toda una vida en el interior del Ajah Negro vigilando, anotando y trabajando por el bien de todos hizo que se le saltaran las lágrimas.

—Oh, no empieces —dijo Verin. El rostro de la mujer empezaba a adquirir un matiz pálido—. Tienen a muchas agentes entre nosotras, como los gusanos que comen las frutas desde el corazón. Bien, pues, pensé que ya era hora de que hubiera una de nosotras entre ellas. Esto vale el precio de la vida de una mujer. Pocas personas han tenido la oportunidad de hacer algo tan útil y maravilloso como el libro que sostienes en las manos. Todas buscamos cambiar el futuro, Egwene, y creo que con eso acabo de tener la posibilidad de conseguirlo.

Verin respiró profundamente y luego se llevó una mano a la cabeza.

—¡Vaya! Hace efecto rápido. Hay otra cosa más que debo contarte. Abre el libro rojo, por favor.

Egwene obedeció y vio una fina tira de piel con remaches de acero en los extremos, de las que se utilizaban para marcar la página donde se deja la lectura, aunque era mucho más larga de lo habitual.

—Pasa la tira alrededor de los libros marcando cualquier página. Después ata los extremos por la parte de arriba.

Egwene así lo hizo, llena de curiosidad, y siguió las instrucciones que le daba Verin. Puso la tira de piel en una página al azar y cerró el libro. Luego, colocó el libro más pequeño encima del otro y juntó los extremos del marcador de lectura y los entrelazó. Se dio cuenta de que los remaches encajaban y los ajustó.

Los libros desaparecieron.

Egwene se sobresaltó. Aún los notaba en las manos pero no los veía.

—Me temo que sólo funciona con libros —dijo Verin entre bostezos—. A alguien de la Era de Leyenda, por lo que parece, le preocupaba bastante que su diario estuviera oculto para los demás. —Una ligera sonrisa se le dibujó en los labios; se estaba poniendo muy pálida.

—Gracias, Verin —contestó Egwene al tiempo que desabrochaba y desataba la tira. Los libros aparecieron de nuevo—. Ojalá hubiera otra manera de…

—Te confieso que el veneno era un plan secundario. No ansío la muerte; aún tengo cosas pendientes por hacer. Afortunadamente, ya he dejado unas cuantas puestas en marcha para que… otros se ocupen de llevarlas a cabo en caso de que no regresara. No obstante, mi plan principal era encontrar la Vara Juratoria y ver si servía para anular los juramentos del Gran Señor. Por desgracia, parece ser que la Vara ha desaparecido.

«Saerin y las otras —pensó Egwene—. Deben de habérsela llevado para utilizarla otra vez».

—Lo siento, Verin —dijo en voz alta.

—Podría no haber funcionado, de todas formas —contestó Verin; se recostó en la cama y se colocó una almohada bajo la cabeza—. El procedimiento para prestar esos juramentos al Gran Señor era… peculiar. Ojalá hubiera sido capaz de descubrir un poco más. Una de las Elegidas está en la Torre, pequeña. Es Mesaana, estoy completamente segura de ello. Albergaba la esperanza de conseguir darte el nombre tras el que se esconde, pero en las dos ocasiones en que me reuní con ella iba velada de tal modo que no logré reconocerla. Todo lo que vi está anotado en el libro rojo.

Ándate con ojo y ve con mucho cuidado cuando ataques. Dejaré a tu elección decidir si quieres apresarlas a todas a la vez o, si por el contrario, quieres capturar por separado a las más importantes de forma discreta. O quizá decidas estar a la expectativa y ver si puedes contrarrestar sus planes. Tal vez un buen interrogatorio podría arrojar algo de luz sobre algunas cuestiones a las que no encontré respuesta. Son tantas las decisiones que tienes que tomar y eres tan joven… —Bostezó y luego hizo una mueca al sentir un dolor punzante.

Egwene se levantó y se acercó junto a la mujer.

—Te lo agradezco, Verin. Te agradezco que me hayas escogido para llevar esta carga.

—Hiciste un buen trabajo con todas las menudencias que te he ido dando. —Verin esbozó una sonrisa—. Ésa sí que fue una situación interesante. La Amyrlin me ordenó que te diera información para cazar a las hermanas Negras que huyeron de la Torre, así que tuve que obedecer a pesar de las renuencias que levantó la orden entre las cabecillas del Negro. Por otra parte, no tendría que haberte dado el ter’angreal del sueño, pero siempre he sentido aprecio por ti.

—No creo merecer tal confianza. —Egwene bajó la mirada al libro—. Una confianza como la que me has mostrado.

—Tonterías, pequeña —dijo Verin. Bostezó de nuevo; los ojos se le empezaron a cerrar—. Serás Amyrlin, estoy segura de ello. Una de las armas de la Amyrlin debe ser el conocimiento y eso, por encima de cualquier otra cosa, es la tarea más sagrada de las Marrones: armar al mundo con conocimiento. Aún sigo siendo una de ellas. Por favor, hazles saber que, aunque quizá la palabra Negra vaya unida a mi nombre para siempre, mi alma es Marrón. Díselo…

—Lo haré, Verin —prometió Egwene—, pero tu alma no es Marrón. La veo. —La mujer mayor abrió los párpados con esfuerzo y, fruncido el entrecejo, miró a Egwene a los ojos—. Tu alma es de un blanco puro, Verin —añadió Egwene en voz queda—. Como la propia Luz.

Verin sonrió y se le cerraron los ojos. La muerte en sí llegaría unos minutos más tarde, pero antes y de forma rápida llegó la inconsciencia. Egwene se sentó y la tomó de la mano. Elaida y la Antecámara podían arreglárselas solas; ella había plantado bien sus semillas y aparecer en ese momento para plantear exigencias sería extralimitar su autoridad.

Una vez que dejó de percibir el pulso a Verin, Egwene tomó la taza de veneno y la apartó a un lado. A continuación, cogió el platillo y lo puso bajo la nariz de la mujer, pero la brillante superficie no se empañó. Hacer esa segunda comprobación parecía un acto insensible, pero había venenos que daban a la gente la apariencia de estar muerta aunque aún respirase ligeramente. Si Verin hubiera querido engañarla y acusar con falsedad a un grupo de hermanas inocentes, ése habría sido un método maravilloso. Sí, claro que era un gesto realmente insensible comprobar que estaba muerta, e hizo que Egwene se sintiera mal, pero era la Amyrlin y, por ende, hacía lo que era difícil y tenía en cuenta todas las posibilidades.

A buen seguro que ninguna hermana Negra estaría dispuesta a morir para crear tal engaño de desorientación. El corazón le dictaba que confiara en Verin pero la mente quería asegurarse. Volvió la vista hacia el sencillo escritorio donde había puesto los libros. En ese momento, la puerta de la habitación se abrió sin previo aviso y una joven Aes Sedai se asomó y echó una ojeada. Se llamaba Turese, una de las hermanas Rojas, y era tan reciente su ascensión al chal que su rostro aún no había adquirido la cualidad de intemporal. Al final le habían asignado a alguien para vigilarla, pues. El tiempo de libertad llegaba a su fin, aunque lamentarse por lo que podría haber hecho no serviría de nada. Ese rato lo había empleado muy bien. Sí, ojalá Verin hubiera venido una semana antes, pero… Lo hecho, hecho estaba.

La hermana Roja frunció el entrecejo al ver a Verin y Egwene se llevó el dedo a los labios a la par que asestaba a la hermana joven una mirada severa e iba hacia la puerta con rapidez.

—Acaba de llegar de viaje y quería hablar conmigo respecto a una tarea que me encomendó hace mucho tiempo, antes de la división de la Torre. A veces, cuando se centran en un tema, las hermanas Marrones no ven nada más. —Todo lo dicho, hasta la última palabra, era verdad.

Turese asintió con un mohín al último comentario sobre las Marrones.

—Ojalá hubiese elegido su propia cama para tumbarse —añadió Egwene—. Ahora no sé qué hacer con ella.

De nuevo, todo era cierto. Oh, en serio que tenía que sostener en las manos esa Vara Juratoria. Mentir empezaba a parecer muy conveniente en un momento como aquél.

—Debe de estar cansada de tanto viaje —contestó Turese en voz baja pero firme—. Deja que haga lo que quiera; ella es Aes Sedai y tú una simple novicia. No la molestes.

Dicho esto, la Roja cerró la puerta y Egwene sonrió para sus adentros, satisfecha. Después miró el cadáver de Verin y la sonrisa se le borró. Tarde o temprano tendría que revelar que Verin había muerto. ¿Cómo lo explicaría? Bien, ya se le ocurriría algo. Si la presionaban podría limitarse a contar la verdad.

Antes, sin embargo, tenía que dedicar tiempo a ese libro. Las posibilidades de que se lo quitaran en un futuro próximo eran muchas, incluido el ter’angreal marcador de páginas. Probablemente debería guardar por separado el libro del código del libro escrito en clave. Tal vez incluso aprendérselo de memoria y después destruirlo. ¡Todo aquello sería mucho más fácil de planear si supiera cómo se habían desarrollado las cosas en la Antecámara! ¿Habrían depuesto a Elaida? ¿Silviana estaba viva o la habían ejecutado?

Poco podía descubrir de momento, mientras la tuvieran custodiada. Tendría que esperar, simplemente. Y leer.

El código resultó ser bastante complejo y su explicación ocupaba gran parte del libro azul; lo cual era a la vez ventajoso y frustrante; descifrar el libro en clave sin el libro azul sería muy difícil, pero también resultaría casi imposible aprender de memoria el código. No sería capaz de dominarlo antes de la mañana siguiente, y para entonces tendría que revelar el verdadero estado de Verin.

Miró hacia la mujer; la realidad era que Verin parecía dormir apaciblemente. Egwene sacó la manta y la tapó hasta el cuello, tras lo cual le quitó los zapatos y los puso junto a la cama para reforzar el engaño. Sintiéndose un poco irrespetuosa, decidió tumbar de lado a Verin. La hermana Roja ya se había asomado un par de veces y ver a la mujer acostada en otra postura resultaría menos sospechoso.

Hecho lo cual, Egwene miró la vela para calcular el paso del tiempo. La habitación no tenía ventanas; ninguna la tenía en el sector de las novicias. Desechó el anhelo de abrazar el Poder y crear una esfera de luz para leer. Tendría que conformarse con la llama de la vela.

Se sumergió en su primer cometido: descifrar los nombres de las hermanas Negras que aparecían en una lista al final del tomo. Eso era incluso más importante que aprenderse el código de memoria. Tenía que saber en quién podía confiar.

Las siguientes horas se encuadraron entre las más inquietantes y desagradables de toda su vida. Algunos nombres le eran desconocidos y muchos apenas le sonaban. Otros eran de mujeres con las que había trabajado, a las que había respetado y en las que incluso había confiado. Maldijo cuando encontró el nombre de Katerine casi al principio de la lista y después ahogó una exclamación de sorpresa al salir el de Alviarin. Había oído ya que Elza Penfell y Galina Casban lo eran, aunque no imaginó siquiera que encontraría allí unos cuantos nombres que iban a continuación.

Sintió un vacío dentro de sí que le provocó náuseas al leer el nombre de Sheriam. Sí, cierto, hubo un tiempo en que sospechó de ella, pero eso había sido en sus tiempos de novicia y Aceptada. Durante esos días —en los que empezó a dar caza al Ajah Negro— la traición de Liandrin todavía era muy reciente, y por entonces Egwene sospechaba de todo el mundo.

Durante el exilio en Salidar había trabajado con Sheriam muy de cerca y la mujer había acabado cayéndole bien. Pero era una Negra. Su propia Guardiana de las Crónicas era Negra. «Contrólate, Egwene, y ármate de valor», se exhortó para sus adentros antes de seguir leyendo la lista. Desechando sentimientos de amargura, de pesar, de saberse traicionada, fue descodificando los nombres. No permitiría que las emociones se interpusieran en su deber.

Las hermanas Negras estaban repartidas por todos los Ajahs; algunas eran Asentadas, otras eran Aes Sedai de las menos poderosas y de niveles más bajos. Y eran muy numerosas, algo más de doscientas, según las cuentas de Verin. Veintiuna en el Azul, veintiocho en el Marrón, treinta en el Gris, treinta y ocho en el Verde, diecisiete en el Blanco, veintiuna en el Amarillo y nada menos que cuarenta y ocho en el Rojo. También había nombres de Aceptadas y novicias; en el libro se indicaba que ésas probablemente fueran Amigas Siniestras antes de entrar en la Torre Blanca, ya que el Ajah Negro no reclutaba a nadie que no fuera Aes Sedai. Remitía a otra página de las precedentes para una explicación más extensa, pero Egwene continuó con la lista de hermanas. Necesitaba saber los nombres de todas ellas. Lo necesitaba.

Había Negras entre las Aes Sedai rebeldes y entre las de la Torre Blanca, e incluso había algunas entre las que no habían tomado partido al encontrarse fuera de la Torre durante la división. Aparte de Sheriam, el descubrimiento más perturbador de la lista fue el de las hermanas que eran Asentadas, ya estuvieran en la Torre o con las rebeldes: Duhara Basaheen; Velina Behar; Sedore Dajenna; Delana Mosalaine, por supuesto; y también Talene Minly. Meidani había admitido en secreto ante Egwene que Talene era la hermana Negra que Saerin y las otras habían descubierto, pero que había huido de la Torre.

Moria Karentanis. Esa última era del Ajah Azul, una mujer que llevaba el chal desde hacía más de cien años, conocida por su sabiduría y sagacidad. Egwene había conversado con ella en numerosas ocasiones y se había inspirado en su experiencia dando por hecho que ella —una Azul— sería una de las más dignas de confianza de cuantas la apoyaban. Moria había sido una de las que se habían mostrado más deseosas de elegirla como Amyrlin y no había dudado en ponerse de su parte en varios momentos cruciales. Cada nombre lo sentía como una espina en la piel. Dagdara Finchey, que la había Curado una vez que se torció el tobillo al dar un traspié. Zanica, que le había impartido lecciones y se había mostrado tan agradable. Larissa Lyndel. Miyasi, para quien Egwene había partido nueces no hacía mucho. Nesita. Nacelle Kayama. Nalaene Forrel, que — como Elza— estaba comprometida por juramento a Rand. Birlen Pena. Melvara. Chai Rugan…

La lista seguía. Ni Romanda ni Lelaine eran Negras, y eso la irritó de algún modo. Tener la posibilidad de prender y cargar de cadenas a una de ellas o a las dos habría sido muy conveniente. ¿Por qué Sheriam y no alguna de esas dos?

«Basta, Egwene —se reprendió—. Te estás comportando de forma irracional». Además, desear que ciertas hermanas fueran Negras no la llevaba a ninguna parte.

Cadsuane no aparecía en la lista, como tampoco ninguna de las amigas más queridas de Egwene. No esperaba encontrarlas en ella, pero a pesar de todo fue estupendo acabar la lista sin ver ninguno de sus nombres. El grupo dedicado a la caza del Ajah Negro en la Torre Blanca estaba limpio, ya que ninguno de los nombres figuraba en la relación. Tampoco aparecía el nombre de ninguna de las espías que habían enviado desde Salidar.

Asimismo, el nombre de Elaida no aparecía en la lista. Al final había una anotación en la que Verin explicaba que había observado muy de cerca a Elaida en busca de alguna prueba que demostrara que era Negra, pero los comentarios de otras hermanas del Negro la llevaron a la casi certeza de que la Roja no pertenecía al Ajah Negro. No era más que una mujer inestable que a veces provocaba tanta frustración al Negro como al resto de la Torre.

Tenía sentido, por desgracia. Saber que Galina y Alviarin eran Negras la había hecho sospechar que quizás encontraría el nombre de Elaida en la lista. Pero parecía más lógico que las Negras eligieran para Amyrlin a alguien a quien pudieran manipular y después colocar a una Negra como Guardiana de las Crónicas para mantenerla a raya.

Sin duda se habían valido de alguna información facilitada por Alviarin o por Galina —de la que Verin comentaba que probablemente se las había arreglado para convertirse en cabeza del Ajah Rojo— para usarla contra Elaida y tener ascendiente sobre ella. Así habían forzado o sobornado a Elaida para que hiciera lo que deseaban ellas sin saber que estaba haciendo el juego al Ajah Negro. Y ésa podía ser la explicación de la extraña caída de Alviarin. ¿Habría ido demasiado lejos, tal vez? ¿Se habría extralimitado, granjeándose la ira de Elaida? Parecía verosímil, aunque no lo sabrían con certeza hasta que Elaida hablara o Egwene pudiera someter a interrogatorio a Alviarin, cosa que tenía intención de hacer lo antes posible.

Pensativa, cerró el grueso libro rojo; la vela se había consumido casi hasta la base. Empezaba a ser tarde; a lo mejor era un buen momento para insistir en que se le diera alguna información sobre la situación de la Torre.

Antes de que pudiera decidir cómo abordar el asunto, alguien llamó a la puerta. Egwene alzó la cara al tiempo que enrollaba las bandas del señalador y hacía desaparecer ambos libros. Que llamaran significaba que ahí fuera había alguien que no era la Roja.

—Adelante —contestó.

La puerta se abrió y Egwene vio a la esbelta Nicola de grandes y oscuros ojos en el pasillo, vigilada atentamente por Turese. A la Roja no parecía hacerle gracia que Egwene tuviera una visita, pero el humeante cuenco que Nicola llevaba en una bandeja indicaba la razón de que hubiera recibido permiso para llamar.

Nicola le hizo una reverencia a Egwene, lo que provocó que el ceño de Turese se acentuara, si bien la novicia no se dio cuenta.

—Es para Verin Sedai —dijo en voz baja al tiempo que señalaba con un gesto de cabeza hacia la cama—. Lo envía la Maestra de las Cocinas porque ha oído que Verin Sedai se encuentra exhausta tras el viaje.

Egwene asintió en silencio y señaló la mesa procurando ocultar la excitación. Nicola se acercó deprisa y dejó la bandeja en la mesa.

—He de preguntaros si confiáis en ella—susurró entre dientes, echando otra ojeada a la cama.

—Sí —respondió Egwene, que disimuló el sonido moviendo la banqueta hacia atrás.

Así que sus aliadas ignoraban que Verin había muerto. Eso estaba bien; el secreto seguía a salvo, de momento.

Tras asentir con un cabeceo, Nicola dijo en voz alta:

—Le convendría comérselo mientras esté caliente, aunque lo dejaré aquí si preferís no despertarla. Me han ordenado que os advierta que no lo toquéis.

—No lo haré a menos que a ella no le haga falta —repuso, dándose media vuelta.

Unos instantes después la puerta se cerraba a espaldas de Nicola. Egwene aguardó unos minutos que se le hicieron largos esperando que Turese abriera la puerta y comprobara lo que hacía; empleó el tiempo en lavarse la cara y las manos y en ponerse el vestido limpio. Por fin, segura de que no la interrumpirían, asió la cuchara y buscó en la sopa. Como era de suponer, encontró un frasquito con un trozo de papel enrollado dentro.

Muy inteligente. Por lo visto sus aliadas se habían enterado de la presencia de Verin en la habitación de Egwene y decidieron usarlo como excusa para que entrara alguien. Desenrolló el papel; sólo tenía escrita una palabra: «Esperad».

Suspiró, impaciente, pero no había nada que hacer. Sin embargo, no se atrevió a sacar el libro para seguir leyendo. Poco después oyó voces fuera, enredadas en lo que parecía una discusión. Sonó otra llamada a la puerta.

—Adelante —dijo con curiosidad.

La puerta se abrió para dar paso a Meidani, que la cerró en las narices de Turese a propósito.

—Madre —saludó con una reverencia. La esbelta mujer llevaba un ajustado vestido gris que le quedaba un poco tirante a la altura del generoso busto. ¿Tendría que cenar con Elaida esa noche?—. Siento haberos tenido esperando.

—¿Cómo es que Turese te dejó pasar? —preguntó Egwene, agitando la mano para quitar importancia a la espera.

—Se sabe que Elaida me… favorece con invitaciones —contestó—. Y la ley de la Torre señala que no se pueden prohibir las visitas a ninguna prisionera. No podía impedir que una hermana visitara a una novicia, aunque trató de oponerse.

Egwene asintió con la cabeza y Meidani miró a Verin, fruncido el entrecejo. Entonces se puso pálida. El semblante de Verin tenía un color ceroso y saltaba a la vista que algo no iba bien. Menos mal que Turese no había mirado de cerca a la mujer «dormida».

—Verin Sedai está muerta —informó Egwene, que echó una ojeada hacia la puerta.

—¿Qué ha pasado, madre? ¿Os atacó? —preguntó Meidani.

—A Verin Sedai la envenenó una Amiga Siniestra poco antes de que hablara conmigo. Era consciente de lo que le pasaba y vino para transmitirme cierta información importante en sus últimos minutos de vida. —Era increíble lo que unos pocos asertos verdaderos podían ocultar.

—¡Luz! ¿Una asesina dentro de la Torre Blanca? ¡Tenemos que decírselo a alguien! Llamar a la guardia y…

—Ya nos ocuparemos de ello —la interrumpió Egwene, tajante—. Baja la voz y contrólate. No quiero que la vigilante que está fuera oiga lo que hablamos.

Meidani palideció y miró a Egwene con cara de preguntarse cómo podía actuar con tanta impasibilidad. «Bien. Dejemos que vea a la serena y decidida Amyrlin». Mejor que no percibiera en ella el dolor, la confusión o la ansiedad que ocultaba.

—Sí, madre. Lo siento —se excusó Meidani haciendo una reverencia.

—Bien, traes noticias, supongo.

—Sí, madre —respondió Meidani tras recobrar la compostura—. Saerin me ordenó que me presentara ante vos. Me dijo que querríais saber los acontecimientos del día.

—Así es —contestó Egwene procurando no dejar ver su impaciencia.

Luz, ya había intuido que ésa era la razón de su visita. ¿Por qué no hablaba de una vez esa mujer? ¡Aún tenían que ocuparse del Ajah Negro!

—Elaida sigue siendo Amyrlin, pero por los pelos —dijo Meidani—. La Antecámara de la Torre se reunió y la censuraron formalmente. Le advirtieron que el mandato de la Amyrlin no se basa en el absolutismo y que no podía continuar promulgando decretos ni resoluciones sin consultarlo con ellas.

—Tampoco es que sea un desenlace inesperado —asintió Egwene.

En el pasado, más de una Amyrlin se había convertido en una figura decorativa por haberse extralimitado de un modo parecido. Elaida iba en esa dirección y, de no haber sido por el fin de los tiempos, habría resultado una solución satisfactoria.

—¿Y el castigo? —inquirió.

—Tres meses. Uno por lo que os hizo y dos por conducta impropia de su cargo.

—Interesante —concedió pensativa Egwene.

—Hubo voces que pidieron más dureza, madre. Por un momento, tuve la impresión de que iban a deponerla allí mismo.

—¿Estabas presente? —preguntó con cierta sorpresa Egwene.

Meidani asintió.

—Elaida pidió que el proceso fuera sellado para la Llama, pero nadie apoyó su propuesta —explicó—. Creo que su propio Ajah estaba detrás de ello, madre. Todas las Asentadas del Ajah Rojo, las tres, se encuentran ausentes. Aún me pregunto adonde habrán ido Duhara y las otras.

«Duhara. Una Negra. ¿Qué se traerá entre manos? ¿Y las otras dos? ¿Estarán las tres juntas? En tal caso, ¿serán también las otras dos del Ajah Negro?» Ya se ocuparía de eso más adelante.

—¿Cómo se lo tomó Elaida?

—No dijo mucho, madre. Estuvo sentada y observando casi todo el tiempo. No parecía muy complacida. Me sorprende que no empezara a despotricar.

—Las Rojas… —dijo Egwene—. Si realmente estuviera perdiendo el apoyo de su propio Ajah, haría tiempo que le habrían advertido que no causara más quebraderos de cabeza.

—Eso mismo dijo Saerin —respondió Meidani—. Y también recalcó que el hecho de que hicieseis hincapié en no dejar que el Ajah Rojo se desmoronara (comentario difundido por un grupo de novicias que os oyó) era, en parte, lo que evitó que se destituyera a Elaida.

—No me importaría verla depuesta —dijo Egwene—. Lo que no quería era que el Ajah se disolviera. Bien, no hay mal que por bien no venga. Elaida debe caer de modo que no arrastre a la Torre con ella. —Aunque, si pudiera volver atrás, retiraría esas palabras dichas horas antes. No quería que nadie creyera que apoyaba a Elaida—. Supongo que la condena a Silviana ha sido desestimada, ¿no es así?

—No exactamente, madre —respondió Meidani—. Está bajo custodia de la Antecámara hasta que decidan qué hacer con ella. Desafió a la Amyrlin de forma pública. Se habla de castigarla.

Egwene frunció el entrecejo. Sonaba a un trato. Lo más seguro era que Elaida se hubiera reunido a puerta cerrada con la cabeza del Ajah Rojo fuera quien fuera, tras la desaparición de Galina— para perfilar los detalles. Silviana recibiría un castigo, aunque no tan severo, pero Elaida tendría que someterse a la voluntad de la Antecámara, lo que indicaba que Elaida pisaba terreno resbaladizo, si bien aún estaba en posición de hacer demandas. No había perdido tantos apoyos con su Ajah como Egwene esperaba.

Aun así, los hechos habían tomado un buen derrotero. Silviana viviría y, por lo que parecía, autorizarían a Egwene a retomar su vida como «novicia». Las Asentadas estaban lo bastante descontentas con Elaida para reprenderla. Egwene tenía la certeza de que, si se le daba un poco más de tiempo a la situación, podía derrocarla y unificar la Torre. Mas ¿podría permitirse esperar ese tiempo?

Egwene miró hacia el escritorio, donde los valiosos libros permanecían ocultos a la vista. Si preparaba un ataque masivo al Ajah Negro, ¿provocaría una batalla? ¿Desestabilizaría la Torre más aún? Y de verdad, siendo realista, ¿esperaba atraparlas a todas de ese modo? Necesitaba tiempo para considerar la información. De momento, eso significaba quedarse en la Torre y trabajar contra Elaida. Y, por desgracia, también significaba dejar libres a la mayoría de las hermanas Negras.

Pero no a todas ellas.

—Meidani, quiero que comuniques a las otras lo siguiente: deben prender a Alviarin y someterla a la prueba de la Vara Juratoria. Diles que asuman todo el riesgo que sea razonable con tal de llevarlo a cabo.

—¿A Alviarin, madre? ¿Por qué a ella? —preguntó Meidani.

—Es una Negra —contestó, sintiendo que el estómago se le revolvía—. Y es una de las que ocupan un puesto alto en su organización en la Torre. Verin murió para traerme esa información.

—¿Estáis segura, madre? —Meidani se había puesto pálida.

—Confío en la fiabilidad del informe de Verin —respondió Egwene—. Pero aún seria más aconsejable encargarles que le quitaran y volvieran a poner los juramentos a Alviarin y entonces preguntarle si es Negra. A cualquier mujer se le debería dar esa oportunidad de demostrar su inocencia aunque haya pruebas de lo contrario. Imagino que tenéis la Vara Juratoria, ¿verdad?

—Sí. La necesitamos para comprobar si Nicola era de fiar. Las otras querían incluir a algunas Aceptadas y novicias en el grupo para que llevaran mensajes donde no pueden hacerlo las hermanas.

Era una buena medida, habida cuenta de la división entre los Ajahs.

—¿Por qué ella? —quiso saber Egwene.

—Por la frecuencia con que habla a las otras sobre vos, madre —explicó Meidani—. Es notorio que Nicola es una de vuestras principales partidarias entre las novicias.

Resultaba chocante oír decir eso de una mujer que la había traicionado, pero tampoco se le podía echar en cara que actuara así si se tenía en cuenta todo.

—No dejaron que prestara los tres juramentos, desde luego —añadió Meidani—. No es Aes Sedai. Pero sí juró el relacionado con mentir y demostró que no era una Amiga Siniestra. Después le quitaron ese juramento.

—¿Y a ti, Meidani? ¿Te han librado ya del cuarto juramento?

—Sí, madre, gracias —dijo la mujer con una sonrisa.

—Ve, pues, y transmite mi mensaje. Hay que prender a Alviarin. —Miró el cadáver de Verin—. Me temo que habré de pedirte que te la lleves contigo también. Será mejor si desaparece, en lugar de tener que explicar su muerte en mi habitación.

—Pero…

—Usa un acceso. Rasa, si no conoces bien este cuarto.

Meidani asintió y abrazó la Fuente.

—Primero teje otra cosa —aconsejó Egwene, pensativa—. Da igual lo que sea, algo que requiera mucho Poder. Tal vez uno de los cien tejidos que se deben hacer en la prueba para ascender a Aes Sedai.

Meidani frunció el entrecejo en un gesto de extrañeza, pero hizo lo que le pedía y tejió un intensificador de Poder muy complejo. Poco después de que empezara, Turese asomaba la cabeza por la puerta con aire desconfiado. Por suerte, el tejido se interponía en su campo de visión de forma que la impedía ver la cara de Verin, aunque Turese no estaba interesada en la Marrón «dormida», sino que se centró en el tejido al tiempo que abría la boca.

—Me enseña algunos tejidos que me hará falta saber si me someto a la prueba para ascender a Aes Sedai —explicó Egwene con sequedad, adelantándose a lo que la Roja iba a decir—. ¿Está prohibido también?

Turese le asestó una mirada fulminante, pero se retiró y cerró la puerta.

—Eso era para evitar que se asomara y viera los tejidos para el acceso —explicó Egwene—. Venga, date prisa y llévate el cadáver. Cuando Turese se asome otra vez le diré la verdad, que Verin y tú os marchasteis por un acceso.

—Pero ¿qué hemos de hacer con el cuerpo? —Meidani echó una ojeada a la mujer muerta.

—Lo que consideréis más adecuado —repuso Egwene, que empezaba a irritarse—. Esa decisión os la dejo a vosotras. Yo no tengo tiempo de ocuparme del asunto ahora. Y llévate esa taza; el té está envenenado. Deshazte de ella con cuidado.

Egwene echó un vistazo a la vela, que titilaba; estaba tan consumida que casi llegaba al tablero del escritorio. A un lado, Meidani suspiró bajito y después creó un acceso. Unos hilos de Aire movieron el cuerpo de Verin y lo llevaron a través de la abertura; Egwene lo vio desaparecer con pesar. La mujer merecería una despedida mejor. Algún día se sabría lo que había sufrido y lo que había logrado alcanzar. Pero tendría que pasar tiempo para eso.

Una vez que Meidani se hubo marchado con el cadáver y el té, Egwene encendió otra vela y se acostó en la cama, aunque procuró evitar la idea de que allí había yacido el cuerpo de Verin. Se relajó y pensó en Siuan, que se acostaría pronto. Tenía que ponerla sobre aviso en cuanto a Sheriam y las otras Negras del campamento.

Egwene abrió los ojos en el Tel’aran’rhiod. Se encontraba en su cuarto o, al menos, su versión soñada. La cama estaba hecha y la puerta, cerrada. Se cambió de vestido por otro verde y majestuoso, acorde a la posición de Amyrlin, y a continuación se desplazó al Jardín de Primavera de la Torre. Siuan no había llegado, pero aún era un poco pronto para la reunión acordada.

Al menos allí no se veía la suciedad que se amontonaba en la ciudad ni la corrupción que corroía las raíces de la unidad entre los Ajahs. Moviéndose como fuerzas naturales, los jardineros de la Torre plantaban, cultivaban y recolectaban mientras las Sedes Amyrlin ascendían y caían. El Jardín de Primavera era más pequeño que casi todos los demás jardines de la Torre; era una parcela triangular encajada entre dos muros. Quizás en otra ciudad esa parcela se habría utilizado para almacenaje o se habría cegado con piedra, sin más. Sin embargo, en la Torre Blanca ambas alternativas se habrían considerado antiestéticas.

La solución era un pequeño jardín repleto de plantas que medraban a la sombra. Las hortensias trepadoras crecían pegadas a las paredes y brotaban alrededor de maceteros. Las dicentras aparecían plantadas en hileras, con los diminutos capullos rosas en forma de corazón colgando del delicado tallo de hojas compuestas. Árboles ornamentales en floración, también en hileras, ocupaban el espacio triangular comprendido entre las paredes hasta confluir en el vértice.

Caminando arriba y abajo junto a los árboles mientras esperaba, Egwene pensó en Sheriam como una Negra. ¿En cuántas cosas había intervenido? Había sido Maestra de las Novicias durante los años en que Siuan había ocupado el cargo de Amyrlin. ¿Había utilizado su posición para intimidar a otras hermanas, tal vez para hacerlas cambiar? ¿Había estado detrás del ataque del Hombre Gris, ocurrido hacía ya tanto tiempo?

Sheriam formaba parte del grupo que había Curado a Mat. Seguramente no pudo hacer nada malicioso participando en un círculo con tantas mujeres, pero todo lo que hubiera estado relacionado con esa mujer resultaba sospechoso. ¡Y eran tantas cosas! Sheriam había sido una de las que estaba al frente de Salidar antes de que Egwene subiera al poder. ¿Qué había hecho Sheriam, cuánta manipulación había llevado a cabo, cuánto había traicionado en favor de la Sombra?

¿Había sabido con anticipación los planes de Elaida para deponer a Siuan? Galina y Alviarin eran Negras, y habían sido dos de las principales instigadoras, de modo que lo más probable era que otras Negras estuvieran enteradas de lo que iba a pasar. ¿El éxodo de la mitad de la Torre, la agrupación en Salidar y la subsiguiente espera con sus debates eran parte del plan de Oscuro? ¿Y su propia ascensión al poder? ¿Cuántas cuerdas de la Sombra la habían hecho bailar como una marioneta sin que ella lo supiera?

«Darle vueltas a eso no sirve de nada. No sigas por ese camino», se dijo con firmeza para sus adentros. Incluso sin los libros de Verin, Egwene sospechaba ya que la división de la Torre era obra del Oscuro. Pues claro que lo complacería que las Aes Sedai se dividieran en dos bandos, en vez de estar unidas detrás de una dirigente.

Ahora todo el asunto se había vuelto más personal. Se sentía mancillada, embaucada. Durante un instante se sintió como la chica pueblerina por la que muchas la tenían. Si Elaida había sido un peón de las Negras, entonces ella también. ¡Luz! Cómo debía de haberse reído el Oscuro al ver a sus fieles adeptas al lado de dos Amyrlin rivales para azuzarlas una contra la otra.

A pesar de consagrar décadas a su estudio, no puedo asegurar qué es exactamente lo que quiere ni por qué lo quiere, había dicho Verin.

Un escalofrío la hizo estremecer. Fuera cual fuera el plan del Oscuro, lo combatiría. Se opondría. Le escupiría en el ojo aunque venciera, como decían los Aiel.

—Vaya, menuda estampa —dijo la voz de Siuan.

Egwene giró sobre sus talones a toda velocidad y cayó en la cuenta, con desazón, de que ya no llevaba el vestido de Amyrlin, sino una armadura completa, como un soldado que se dirige a la batalla. Por si fuera poco, en la mano sostenía un par de lanzas Aiel.

Hizo que se esfumaran armadura y lanzas y consiguió que reapareciera el vestido.

—Siuan, tal vez quieras hacer que aparezca una silla —dijo en tono tajante—. Ha ocurrido algo.

—¿Qué? —preguntó la mujer, fruncido el entrecejo.

—Para empezar, Sheriam y Moria son del Ajah Negro.

—¡Qué! —exclamó Siuan, conmocionada—. ¿Pero qué tonterías son ésas? —Se quedó petrificada y luego añadió, con retraso—: Madre.

—No son tonterías, sino la verdad, me temo. Hay más, pero tendré que darte los nombres más adelante. Todavía no podemos detenerlas.

Necesito tiempo para planear las cosas y pensar, puede que unas cuantas horas. Atacaremos enseguida, pero hasta entonces quiero que Sheriam y Moria estén vigiladas. Y no te quedes sola con ellas.

Siuan movió la cabeza a uno y otro lado, sin salir de su asombro.

—¿Qué certeza tenéis sobre este asunto, Egwene? —preguntó después.

—La suficiente. Vigílalas, Siuan, y ve pensando qué hacer. Quiero oír tus propuestas. Necesitamos apresarlas con discreción y después demostrar a la Antecámara que lo que hemos hecho estaba justificado.

—Esto podría ser peligroso. —Siuan se frotó la barbilla—. Espero que sepáis lo que hacéis, madre. —Dio énfasis al tratamiento.

—Si yerro, entonces caerá sobre mi cabeza. Pero no creo que me equivoque. Como he dicho, muchas cosas han cambiado.

—¿Seguís encarcelada? —preguntó Siuan tras hacer una inclinación de cabeza.

—No exactamente. Elaida ha… —Egwene vaciló y frunció el entrecejo. Pasaba algo.

—¡Egwene! —llamó Siuan, nerviosa.

—Yo… —empezó, y entonces se estremeció. Algo tiraba de su mente, enturbiándola. Algo estaba…

Tirando de ella, de vuelta… El Tel’aran’rhiod desapareció, y Egwene abrió los ojos en su cuarto; una nerviosa Nicola la zarandeaba por el brazo.

—Madre —llamaba—. ¡Madre!

La muchacha tenía un corte en la mejilla que sangraba. Egwene se sentó de golpe, y en ese momento toda la Torre tembló como si hubiera habido una explosión. Nicola la asió del brazo y chilló de miedo.

—¿Qué está pasando? —demandó Egwene.

—¡Engendros de la Sombra! —gritó Nicola—. ¡En el aire, serpientes que arrojan llamas y tejidos de Poder Único! ¡Oh, madre, es el Tarmon Gai’don!

Egwene vivió un instante de pánico irracional, casi incontrolable. ¡El Tarmon Gai’don! ¡La Última Batalla!

Oyó chillidos a lo lejos, seguidos por los gritos de Guardias de la Torre o de Guardianes. No… ¡No, tenía que centrarse! Serpientes en el aire. Serpientes que utilizaban el Poder Único… O con jinetes que manejaban el Poder Único. Egwene se quitó la manta de un tirón y se levantó de la cama de un salto.

No era el Tarmon Gai’don, aunque era otra cosa casi igual de horrible. Los seanchan atacaban finalmente la Torre blanca, como ella había Soñado. Y ni siquiera era capaz de encauzar suficiente Poder para encender una vela, cuanto menos para presentar batalla contra los atacantes.

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