Una voz clara gritó a través de las habitaciones en penumbra.
– ¿Ma-má?
Él se sobresaltó a causa del grito. El sueño era como una cueva repleta de extraños ecos, cálida y oscura, y despertarse de pronto le resultó doloroso. Durante unos segundos, su conciencia no pudo atribuirse un nombre, un lugar; apenas algunos recuerdos y pensamientos confusos. ¿Ethel? No, Ethel no, sino… Katrine, Katrine. Y un par de ojos que parpadeaban desconcertados, buscando una luz en medio de toda aquella oscuridad.
Unos segundos más tarde, su propio nombre le vino de repente a la memoria: se llamaba Joakim Westin. Estaba tumbado en una cama de matrimonio, en ludden, al norte de Öland.
Joakim estaba en casa. Vivía allí desde hacía veinticuatro horas. Katrine, su mujer, y sus dos hijos se habían instalado en el lugar hacía dos meses. Él acababa de llegar.
01.23. Los números rojos del radio-despertador eran la única luz en la habitación sin ventanas.
Ya no se oía el sonido que lo había despertado, pero sabía que era real. Había oído quejidos y lamentos apagados de alguien que dormía intranquilo en otra parte de la casa.
Un cuerpo inmóvil yacía junto a él en la cama de matrimonio. Era Katrine; dormía profundamente y se había acurrucado al borde del lecho, llevándose el edredón consigo. Le daba la espalda, pero podía ver los suaves contornos de su cuerpo y sentir su calor. Durante dos meses, ella había dormido allí sola, mientras Joakim seguía viviendo y trabajando en Estocolmo e iba de visita cada dos fines de semana. A ninguno de los dos le había gustado esa solución.
Alargó la mano hacia la espalda de Katrine, pero entonces volvió a oír una llamada.
– ¿Ma-má?
Ahora reconoció la voz de Livia. Eso le hizo apartar el edredón y abandonar la cama.
La chimenea que se encontraba en un rincón del dormitorio aún despedía calor, pero al ponerse en pie notó helado el suelo de madera. Tenían que reparar y aislar aquel suelo al igual que habían hecho con el de la cocina y el de los cuartos de los niños, pero ese sería un proyecto de Año Nuevo. Podían comprar más alfombras para pasar el invierno. Y madera. Necesitaban encontrar leña barata para las chimeneas, pues el terreno carecía de bosque.
Katrine y él tendrían que comprar unas cuantas cosas para la casa antes de que llegara el frío de verdad; por la mañana harían una lista.
Joakim contuvo la respiración y escuchó. No se oía nada.
El albornoz colgaba del respaldo de una silla. Se lo puso en silencio encima del pijama, dio una larga zancada entre dos cajas de cartón de la mudanza y salió de la habitación.
Se equivocó en la oscuridad. En la casa de Estocolmo, siempre torcía a la derecha cuando se dirigía a las habitaciones de los niños, pero allí estas se encontraban a la izquierda.
El dormitorio de Joakim y Katrine era pequeño, uno más de la enorme red de cuartos de la casa. Nada más salir había un pasillo, con más cajas de cartón apiladas contra la pared, que acababa en un amplio recibidor con una hilera de ventanas. Estas daban al patio interior con suelo de piedra, flanqueado por dos alas.
La casa de ludden daba la espalda a tierra y estaba orientada al mar. Joakim se acercó a la ventana del recibidor y miró hacia la costa, al otro lado de la valla.
Una luz roja titilaba allí abajo, procedente de los dos faros de los islotes. Los rayos de luz del faro sur se desparramaban sobre los montones de algas marinas y a lo lejos hacia el Báltico, mientras que el faro norte permanecía a oscuras. Katrine le había contado que nunca llegó a funcionar.
Oyó el silbido del viento alrededor de la casa y vio elevarse inquietas sombras junto a los faros. Las olas. Siempre le recordaban a Ethel, a pesar de que la causa de su muerte no habían sido las olas sino el frío.
Solo habían pasado diez meses.
Oyó de nuevo un sonido apagado en la penumbra, detrás de él, pero ya no era un quejido. Sonaba como si Livia hablara para sí misma en voz baja.
Joakim retrocedió por el pasillo. Atravesó con cuidado un ancho umbral de madera y entró en el dormitorio de su hija, que solo tenía una ventana y estaba oscuro como boca de lobo. Un estor verde con cinco cerditos color rosa que bailaban felices en círculo colgaba de la ventana.
– Vete… -dijo una clara voz de niña en la oscuridad-. Vete.
El pie de Joakim tropezó con un suave animalito de tela que había en el suelo, junto a la cama. Lo recogió.
– ¿Mamá?
– No -respondió él-. Soy papá.
Oyó la débil respiración en la oscuridad y presintió los adormecidos movimientos del cuerpecito que yacía bajo el floreado edredón. Se inclinó sobre la cama.
– ¿Estás dormida?
Livia levantó la cabeza.
– ¿Qué?
Joakim puso el animal de tela sobre la cama, junto a ella.
– Foreman se había caído al suelo.
– ¿Se ha hecho daño?
– No…, no creo que se haya despertado siquiera.
Ella pasó el brazo alrededor de su muñeco favorito, un animal de tela con dos piernas y cabeza de oveja que había comprado en Gotland el verano anterior. Mitad oveja, mitad hombre. Joakim había bautizado al extraño objeto como Foreman, en recuerdo del boxeador que un par de años antes había regresado al ring después de cumplir los cuarenta y cinco años.
Alargó la mano hacia la frente de Livia y se la acarició con cuidado. Tenía la piel tibia. Ella se relajó, dejó caer la cabeza sobre la almohada y luego lo miró de reojo.
– ¿Llevas mucho rato aquí, papá?
– No -respondió Joakim.
– Había alguien aquí -dijo la niña.
– Era solo un sueño.
Livia asintió y cerró los ojos. Se quedó dormida.
Joakim se incorporó, giró la cabeza y vio de nuevo el débil brillo intermitente del faro sur a través del estor. Dio un paso hacia la ventana y lo levantó unos centímetros. La ventana daba al oeste y los faros no se veían desde allí, pero el resplandor rojo barría el campo vacío que había detrás de la casa.
La respiración de Livia se había vuelto acompasada: dormía profundamente. A la mañana siguiente no recordaría que él había estado en su habitación.
Echó un vistazo al cuarto del niño. Era el último dormitorio reformado; Katrine lo había empapelado y amueblado mientras Joakim se encargaba de limpiar la casa de Estocolmo tras la mudanza.
Todo estaba en silencio. Gabriel, de dos años y medio, yacía como un bulto inmóvil en su camita junto a la pared. Ese último año, el niño se acostaba a las ocho de la tarde y dormía casi diez horas seguidas. Un hábito así era la fantasía de cualquier familia con hijos pequeños.
Joakim se dio la vuelta y se alejó en silencio por el pasillo. La casa resonaba y se estremecía a su alrededor; los crujidos sonaban casi como pasos.
Cuando volvió a meterse en la cama, Katrine dormía profundamente.
Ese mismo día por la mañana, la familia había recibido la visita de un tranquilo y sonriente hombre de unos cincuenta años. Había llamado con los nudillos a la puerta de la cocina, en la parte norte de la casa. Joakim había abierto creyendo que era un vecino.
– Hola -saludó el extraño-. Soy Bengt Nyberg, del Ölands-Posten.
Nyberg llevaba una cámara colgada sobre su prominente estómago y un cuaderno en la mano. Joakim vaciló antes de estrecharle la mano.
– He oído que durante estas últimas semanas habían pasado unos cuantos camiones de mudanza en dirección a ludden -dijo el periodista-, así que he pensado que la casa estaría habitada.
– Solo yo me acabo de mudar -respondió Joakim-. El resto de mi familia se instaló aquí hace tiempo.
– ¿Se han mudado por etapas?
– Soy profesor -aclaró él-. No he tenido más remedio que trabajar hasta ahora.
Nyberg asintió.
– Comprenderá que tendremos que escribir algo sobre esto -dijo-. Publicamos una pequeña noticia sobre la venta de ludden, y ahora la gente querrá saber quién la ha comprado…
– Descríbanos como una familia normal -contestó Joakim enseguida.
– ¿De dónde son?
– De Estocolmo.
– Como la familia real -comentó el periodista, y miró a Joakim-. ¿Harán como el rey y solo vivirán aquí mientras haya sol y calor?
– No, viviremos aquí todo el año.
Katrine apareció en el recibidor y se colocó junto a su marido. Él la miró de reojo, ella asintió brevemente y entonces invitaron a Nyberg a entrar. Este traspasó el umbral lentamente, sin prisa.
Decidieron sentarse en la cocina, que con su nuevo mobiliario y el suelo de madera acuchillada era la estancia más reformada de la casa.
En agosto, mientras Katrine y el instalador de suelos ölandés trabajaron allí, encontraron algo interesante: un pequeño escondrijo debajo de las tablas del suelo, un cofrecillo de piedra caliza. En su interior, había una cuchara de plata y un mohoso zapato de niño. El instalador le había contado que se trataba de una ofrenda a la casa para asegurar a los habitantes de la misma muchos hijos y suficiente comida.
Joakim hizo café de puchero y Nyberg se sentó a la larga mesa de madera de encina. Abrió su bloc.
– ¿Cómo empezó todo esto?
– Bueno…, nos gustan las casas de madera -dijo Joakim.
– Nos encantan -puntualizó Katrine.
– Pero debió ser un gran paso… comprar ludden y mudarse de Estocolmo.
– Para nosotros no fue un gran paso -explicó Katrine-. Teníamos una casa en Bromma, pero queríamos cambiarla por otra en esta zona. Empezamos a buscar el año pasado.
– ¿Por qué el norte de Öland? -preguntó Nyberg.
Esta vez fue Joakim el que respondió:
– Katrine se siente un poco ölandesa…, su familia vivió aquí.
Su mujer le lanzó una rápida mirada, y él supo lo que pensaba: si alguien tenía que hablar de su pasado, debía ser ella. Y a Katrine no le gustaba hacerlo.
– Vaya, ¿de dónde?
– De diferentes lugares -respondió ella sin mirar al periodista-. Mi familia se mudó muchas veces.
Joakim podría haber añadido que su esposa era hija de Mirja Rambe y nieta de Torun Rambe -lo que quizá hubiera hecho que Nyberg escribiera un artículo mucho más largo-, pero guardó silencio. Katrine y su madre apenas se hablaban.
– Yo soy un urbanita -dijo entonces-. Me crié en un edificio de ocho plantas en Jakobsberg, y el tráfico y el asfalto me parecían aburridísimos. Así que deseaba mudarme al campo.
Al principio Livia permaneció sentada sobre las rodillas de su padre, pero pronto se cansó de la conversación y salió corriendo de la cocina hacia su habitación. Gabriel, al que Katrine tenía en el regazo, saltó al suelo y siguió a su hermana.
Joakim lo oyó alejarse, sus pequeñas sandalias de plástico resonando en el suelo y recitó la misma cantinela que, durante los últimos meses, les había soltado a sus amigos y vecinos de Estocolmo:
– Sabemos que este es un lugar fantástico para los niños. Praderas y bosque, aire limpio y agua fresca. Nada de resfriados. Nada de coches contaminando con sus gases… Es un sitio perfecto para todos.
Nyberg escribió esas sabias palabras en su cuaderno. Luego dieron una vuelta por la planta baja de la casa, por las habitaciones reformadas y todas las estancias que aún tenían el papel de la pared estropeado, el techo parcheado y el suelo sucio.
– Las chimeneas son maravillosas -dijo Joakim, y señaló el suelo-: la madera está en muy buen estado… Solo hay que fregarlo de vez en cuando.
Quizá su entusiasmo por la casa fuera contagioso, pues, tras un rato, el periodista dejó de hacer preguntas para la entrevista y comenzó a mirar con curiosidad alrededor. También insistió en ver el resto de la vivienda, aunque Joakim prefería no recordar lo mucho que aún les quedaba por hacer.
– En realidad, no hay gran cosa que ver -apuntó-. Solo cuartos vacíos.
– Será solo un vistazo rápido -insistió el otro.
Al fin, Joakim cedió y abrió la puerta que llevaba al piso de arriba.
Katrine y Nyberg lo siguieron por la empinada escalera de madera hasta llegar al piso superior. Allí reinaba la penumbra, a pesar de que había una serie de ventanas que daban al mar, pero los cristales estaban cubiertos con planchas de conglomerado que apenas dejaban pasar pequeños rayos de luz.
El silbido del viento se oía claramente en la oscuridad del lugar.
– Aquí arriba el viento corre a sus anchas -comentó Katrine, e hizo una mueca-. La ventaja de esta ventilación es que la casa se ha mantenido seca: apenas tiene humedades.
– Vaya, eso está bien. -El periodista observaba el suelo de corcho abombado, el papel de la pared manchado y estropeado y las telarañas que colgaban de las vigas del techo-. Aún queda mucho trabajo por hacer.
– Sí, lo sabemos -asintió Katrine.
– Estamos deseando empezar -añadió Joakim.
– Seguro que quedará bien… -dijo Nyberg, y a continuación preguntó-: ¿Qué saben de esta casa?
– ¿Se refiere a su historia? -inquirió Joakim-. No mucho, pero el agente inmobiliario nos contó algo. Se construyó a mediados del siglo diecinueve, al mismo tiempo que los faros. Pero luego se han hecho bastantes ampliaciones… El porche acristalado de la parte delantera parece ser del siglo veinte.
A continuación miró a Katrine con gesto interrogativo para ver si deseaba añadir algo más -quizá sobre cómo les fue a su madre y a su abuela cuando vivieron allí-, pero su mujer ni siquiera lo miró.
– Sabemos que los responsables y los guardas de los faros vivían en la casa con sus familias y el servicio -se limitó a decir Katrine-, así que ha correteado mucha gente por estas habitaciones.
Nyberg asintió y echó un vistazo general al sucio piso de arriba.
– No creo que demasiada durante los últimos veinte años -dijo-. Hace cuatro o cinco años, sirvió como centro de acogida de refugiados políticos, familias que habían huido de los Balcanes. Pero no se quedaron mucho tiempo. Es una pena que haya estado deshabitada…, es un lugar magnífico.
Comenzaron a bajar la escalera. De pronto, incluso las habitaciones más sucias de la planta baja parecían luminosas y acogedoras comparadas con las del piso de arriba.
– ¿Sabe si tiene algún nombre? -preguntó Katrine, y miró al periodista-. ¿Lo sabe?
– ¿Qué?
– Esta casa -contestó ella-. Siempre se llamó ludden, pero eso es solo el nombre del lugar.
– Sí, ludden en lgrundet, donde se reúnen las anguilas en verano… -dijo Nyberg como si recitara un poema-. No, no creo que la casa tenga nombre.
– En general, suelen tener uno -apuntó Joakim-. A nuestro hogar de Bromma lo llamábamos Åppelvillan.
– Esta casa no tiene nombre, por lo menos yo no lo conozco. -Nyberg acabó de bajar la escalera, y añadió-: Sin embargo, existen una serie de leyendas sobre ella.
– ¿Leyendas?
– Yo he oído unas cuantas… Se dice que cuando alguien estornuda aquí, el viento sopla con más fuerza en ludden…
Katrine y Joakim se echaron a reír.
– Entonces tendremos que quitar el polvo con frecuencia -bromeó ella.
– También circulan unas cuantas historias de fantasmas -añadió Nyberg.
Se hizo el silencio.
– ¿Historias de fantasmas? -repitió Joakim-. El agente inmobiliario debería habernos avisado.
Estaba a punto de sonreír y negar con la cabeza, pero su mujer se adelantó:
– Los Carlsson, nuestros vecinos, me contaron unas cuantas cuando me invitaron a tomar café. Pero me dijeron que no las creyera.
– La verdad es que no nos queda mucho tiempo para fantasmas -señaló Joakim.
Nyberg asintió y dio unos pasos hacia el recibidor.
– No, pero cuando una casa se queda deshabitada durante un tiempo, la gente empieza a hablar -dijo-. ¿Podemos salir y tomar unas fotos, ahora que aún hay luz?
Bengt Nyberg finalizó la visita con un paseo por el césped y los caminos de piedra del patio. Inspeccionó rápidamente las dos alas: a un lado el enorme establo, cuya planta baja era de piedra caliza con la parte superior de madera pintada de rojo; al otro lado estaba la pequeña cabaña.
– Me imagino que también reformarán esto -dijo al echar un vistazo por la ventana polvorienta de la cabaña.
– Por supuesto -contestó Joakim-. La iremos arreglando poco a poco.
– ¿Y luego la alquilarán en verano?
– Quizá. Habíamos pensado abrir un bed & breakfast dentro de unos años.
– A mucha gente en la isla se le ha ocurrido la misma idea -replicó Nyberg.
Lo último que hizo fue sacar una veintena de fotografías de la familia Westin sobre la explanada de hierba pajiza frente a la casa.
En el frío viento, Katrine y Joakim, de pie, miraron en la misma dirección, hacia los dos faros junto al agua. Joakim irguió la espalda cuando la cámara hizo clic y pensó en la casa de sus vecinos en Estocolmo, que había salido tres veces a doble página en la revista mensual Vackra villor del año pasado. Ellos se tendrían que conformar con un artículo en el Ölands-Posten.
Llevaba a Gabriel a hombros. El niño vestía un anorak verde que le iba demasiado grande, mientras Livia permanecía de pie entre Katrine y él, con un gorro blanco de lana calado hasta las cejas. Miraba a la cámara con recelo.
La casa de ludden se alzaba tras ellos como un castillo de madera y piedra que vigilara en silencio.
Más tarde, cuando el periodista se hubo marchado, toda la familia bajó a la playa. El viento era más frío que en los días precedentes y el sol ya alcanzaba el tejado de la casa, detrás de ellos. El aire transportaba un aroma a algas marinas.
Bajar a la playa de ludden era como llegar al fin del mundo, a la última etapa de un largo viaje, lejos de todo y de todos. A Joakim le gustaba esa sensación.
El nordeste de Öland parecía estar formado por un cielo enorme y una estrecha franja de tierra ocre. Los pequeños islotes semejaban arrecifes herbosos. La costa llana de la isla, con sus profundas calas y estrechos istmos, se sumergía imperceptiblemente en el agua formando un fondo poco hondo y regular de arena y barro, cuya profundidad aumentaba a medida que penetraba en el mar Báltico.
Un centenar de metros más allá, las blancas torres de los faros se alzaban hacia el cielo azul marino.
Los dos faros de ludden. A Joakim le parecían artificiales los dos islotes sobre los que se asentaban, como si alguien hubiera colocado dos pilas de piedras y grava en el agua y las hubiera unido con grandes bloques de cemento. Desde la playa un largo espigón se extendía cincuenta metros al norte: un muelle ligeramente curvado de grandes piedras, casi con toda seguridad construido para proteger los faros de las tormentas de invierno.
Livia llevaba a Foreman bajo el brazo y de pronto echó a correr hacia el rompeolas de un metro de ancho que conducía a los faros.
– ¡Yo también! ¡Yo también! -gritó Gabriel, pero Joakim le sujetaba con fuerza la mano.
– Iremos juntos -dijo.
Al cabo de una decena de metros, el rompeolas se bifurcaba sobre el mar, como una gran Y con dos brazos más estrechos que conducían uno a cada faro. Katrine gritó:
– ¡Livia, no corras! ¡Cuidado con el agua!
La niña se detuvo, señaló hacia el gran faro del sur y gritó con una voz que apenas se oía a causa del viento:
– ¡Es mi torre!
– ¡La mía también! -gritó Gabriel tras ella.
– ¡Y punto! -exclamó Livia.
Era su expresión favorita de ese otoño, algo que había aprendido en la guardería. Katrine se le acercó apresurada y señaló con la cabeza el faro norte.
– Entonces esa será la mía.
– De acuerdo, yo me encargaré de la casa -intervino Joakim-. Será coser y cantar si me echáis una mano de vez en cuando.
– Lo haremos -replicó Livia-. ¡Y punto!
La niña asintió entre risas, pero para Joakim no era una broma. Sin embargo, deseaba que llegara todo ese trabajo que iban a hacer el próximo invierno. Katrine y él intentarían encontrar empleo como profesores en la isla, y reformarían juntos la casa por las tardes y fines de semana. Ella ya había empezado.
Joakim se detuvo sobre la hierba, junto a la playa, y lanzó una mirada hacia los edificios a su espalda.
«Situada en un lugar aislado y tranquilo», como decía el anuncio.
Todavía no se había acostumbrado al tamaño de la casa; se elevaba en la cima de una leve pendiente herbosa, con sus esquinas blancas y sus paredes de madera roja. Dos hermosas chimeneas sobresalían del tejado como dos torres negras de hollín. Una cálida luz dorada brillaba en la ventana de la cocina y en el porche, mientras el resto de la casa permanecía a oscuras.
Todas las familias que habían vivido allí durante todos aquellos años habían desgastado paredes, umbrales y suelos: fareros, ayudantes de farero y asistentes, o como se llamaran. Todos habían dejado su huella en la casa.
«Recuerda que cuando nos mudamos a una vieja casa de madera, la casa también se muda a nosotros»; Joakim lo había leído en un libro sobre cómo reformar construcciones de madera. Pero ese no era su caso; ellos habían abandonado Bromma sin problema. Sin embargo, durante aquellos años sí era verdad que habían encontrado a algunas familias que cuidaban de sus casas como si de un hijo se tratara.
– ¿Os apetece ir a los faros? -preguntó Katrine
– ¡Sí! -exclamó Livia-. ¡Y punto!
– Las piedras pueden estar resbaladizas -apuntó Joakim.
No quería que sus hijos le perdieran el respeto al mar y bajaran solos a la playa. Livia apenas podía nadar unos cuantos metros y Gabriel aún no había aprendido.
Pero Katrine y Livia ya se dirigían de la mano por el camino de piedra que conducía al mar. Joakim cogió a Gabriel en brazos y las siguió cauteloso por los irregulares bloques de piedra.
No estaba tan resbaladizo como había pensado, solo eran rugosos e irregulares. En ciertos puntos, las olas los habían movido de su sitio y habían resquebrajado el cemento que los mantenía unidos. Ese día, el viento era suave, pero Joakim percibió el poder de las fuerzas de la naturaleza. Invierno tras invierno, con hielo a la deriva y fuertes tormentas: pese a todo, los faros habían aguantado.
– ¿Qué altura tendrán? -inquirió Katrine, y observó la torre.
– No tengo nada con qué medirlas…, pero diría que unos veinte metros -repuso Joakim.
Livia dobló el cuello hacia atrás y miró a lo alto de su faro.
– ¿Por qué no está iluminado?
– Se encienden cuando anochece -contestó Katrine.
– ¿Aquel de allí no se enciende nunca? -preguntó Joakim, y retrocedió para alzar la vista hacia la torre norte.
– Me parece que no -respondió su mujer-. Desde que nos mudamos, siempre ha estado apagado.
Cuando el rompeolas se bifurcó, Livia eligió el lado izquierdo, alejándose del faro de su madre.
– ¡Cuidado, Livia! -gritó Joakim, y bajó la vista al oscuro mar que quedaba por debajo del camino de piedras.
Quizá solo hubiera un par de metros de profundidad, pero no le gustaban las sombras ni la oscuridad de allí abajo. Sabía nadar bastante bien, aunque nunca había sido de esos que en verano se tiran alegremente al agua; ni siquiera en los días de mucho calor.
Katrine había llegado al islote y se acercó a la punta del mismo. Miró a ambos lados. Al norte solo se veían playas desiertas y bosquecillos, al sur praderas y, a lo lejos, cobertizos de pesca.
– Ni un alma -dijo-. Creía que por lo menos se verían algunas casas.
– Hay demasiados cabos e islotes en medio -apuntó Joakim. Señaló con la mano libre hacia la orilla norte-. Mirad. ¿Habéis visto?
Se trataba de los restos de un barco encallado a un kilómetro de distancia, en la costa rocosa; era tan antiguo que lo único que quedaba de él era un casco estropeado y tablones descoloridos por el sol. La embarcación había sido empujada hacia allí durante una tormenta invernal y lanzada a tierra, donde se quedó. El barco yacía tumbado de costado entre las rocas; el armazón que sobresalía le recordó a Joakim unas costillas gigantes.
– El pecio, sí -dijo Katrine.
– ¿No vieron los faros? -preguntó él.
– A veces los faros no bastan…, sobre todo en una tormenta -respondió ella-. Livia y yo fuimos allí hace unas semanas. Buscábamos piezas bonitas de madera, pero ya se lo habían llevado todo.
La entrada al faro consistía en una bóveda de piedra de un metro de grosor con una pesada puerta de hierro, bastante oxidada, en la que apenas quedaban restos de la pintura blanca original. No había cerradura, solo una traviesa con un candado asimismo oxidado, y cuando Joakim tiró de la puerta para abrirla, esta no se movió ni un milímetro.
– He visto un llavero con llaves viejas en el armario de la cocina -comentó-. Tendremos que probarlas alguna vez.
– Si no, podemos hablar con capitanía marítima -apuntó Katrine.
Joakim asintió y retrocedió un paso. Los faros no entraban en el precio de la casa.
– Mamá, ¿los faros no son nuestros? -preguntó Livia cuando regresaron a la playa.
Parecía decepcionada.
– Sí -contestó Katrine-, en cierto modo. Pero no tenemos que encargarnos de ellos. ¿No es cierto, Kim?
Sonrió a su marido, y él asintió.
– Tenemos de sobra con la finca.
Katrine se había dado la vuelta en la cama mientras Joakim estaba en la habitación de Livia, y cuando él se metió de nuevo bajo el edredón, tanteó entre sueños con los brazos, buscándolo. Él notó el olor de ella y cerró los ojos.
Todo esto, solo esto.
La vida en la gran ciudad parecía finiquitada por completo. Estocolmo había encogido hasta convertirse en un punto gris en el horizonte, y los recuerdos de la búsqueda de Ethel se habían difuminado.
Paz.
Una vez más, se oyeron débiles quejidos desde la habitación de Livia, y Joakim contuvo la respiración.
– ¿Mamá?
En esta ocasión, su grito sonó más alto que la vez anterior, y él soltó un cansado suspiro.
A su lado, Katrine levantó la cabeza y aguzó el oído.
– ¿Qué? -masculló.
– ¿Mamá? -gritó Livia de nuevo.
Katrine se sentó. A diferencia de Joakim, podía pasar del sueño a la vigilia en un par de segundos.
– Yo ya lo he intentado -dijo él en voz baja-. Creía que se había dormido, pero…
– Iré yo.
Katrine se levantó de la cama sin dudarlo, y se puso las zapatillas y la bata.
– ¿Mamá?
– Ya voy, mocosa -murmuró.
Joakim pensó que eso no estaba bien. No estaba bien que cada noche Livia quisiera dormir con su madre a su lado. Era una costumbre que había comenzado el año anterior, cuando el sueño de la niña se tornó inquieto -quizá debido a Ethel-. Le costaba dormirse y solo lo hacía realmente tranquila cuando Katrine estaba a su lado. Hasta el momento, no habían conseguido que se acostumbrara a dormir sola una noche entera.
– Hasta luego, lover boy -dijo Katrine, y salió de puntillas de la habitación.
El deber de los padres. Joakim yacía en la cama y ya no se oía ningún ruido desde el cuarto de Livia. Katrine había tomado el relevo, y él se relajó y cerró los ojos. Sintió que volvía a dormirse.
La finca estaba en silencio.
La vida en el campo había comenzado.
El barco dentro de la botella era una pequeña obra de arte, pensó Henrik: una fragata de tres mástiles con velas de tela blanca, casi quince centímetros de largo tallados en una sola pieza de madera. Cada vela tenía un cabo de hilo negro, y todas estaban atadas y aseguradas con pequeñas piezas de madera de balsa. El barco, con los mástiles tumbados, había sido introducido con cuidado en la vieja botella de ron con la ayuda de un alambre de acero y unas pinzas y empujado a un azulado mar de masilla. Después, con agujas de hacer punto dobladas, se habían levantado los mástiles y desdoblado las velas. Por último, la botella se había sellado con un corcho lacrado.
Seguro que todo ello había costado semanas de trabajo, pero los hermanos Serelius lo destrozaron en un par de segundos.
Tommy Serelius tiró la botella desde la estantería de forma que el cristal estalló en afiladas esquirlas en el pulido suelo de parqué de la casa. El barco aguantó la caída, pero debido al impulso continuó por el suelo un par de metros. Lo detuvo la bota de Freddy, el hermano pequeño. Lo iluminó con curiosidad durante un par de segundos con la linterna, después levantó el pie y aplastó el barco por completo con tres fuertes pisotones.
– ¡Trabajo en equipo! -exclamó luego.
– Odio esa jodida artesanía -dijo Tommy, que se rascó la mejilla y le dio una patada a los restos del barco que había en el suelo.
Henrik, el tercer hombre presente en la casa, salió de uno de los dormitorios donde había estado buscando cosas de valor en un armario. Vio los restos del barco y negó con la cabeza.
– ¡Dejad de romper cosas, joder! -exclamó en voz baja.
A Tommy y a Freddy les gustaba el ruido del cristal al romperse, de la madera al despedazarse; Henrik se había percatado de ello la primera noche de trabajo, cuando se metieron en media docena de casas de verano cerradas al sur de Byxelkrok. A los hermanos les gustaba destrozar; de camino al norte, Tommy había atropellado a un gato blanco y negro de ojos brillantes que se encontraba al borde de la carretera. La rueda derecha hizo un ruido sordo cuando la furgoneta pasó por encima del gato, y al segundo siguiente ambos hermanos estallaron en risas.
Henrik nunca rompía nada, para entrar en las casas levantaba la ventana con cuidado. Pero una vez dentro, los Serelius se volvían unos vándalos. Arrojaban el mueble bar al suelo, tiraban los vasos y los platos. También rompían los espejos. En cambio, los jarrones de cristal de Småland hechos a mano se salvaban, ya que podían venderse.
Por lo menos, eso no afectaba a los insulares. Desde el principio, Henrik había decidido que solo elegiría casas que fueran propiedad de gente del continente.
A Henrik no le gustaban los hermanos Serelius, pero tenía que cargar con ellos: como cuando unos parientes llegan de visita para quedarse una noche y después se niegan a partir.
Aunque Tommy y Freddy no eran de la isla y ni siquiera eran amigos o parientes suyos. Eran amigos de Morgan Berglund.
Habían llamado a la puerta de su pequeño apartamento de Borgholm a finales de septiembre, a las diez de la noche, cuando estaba a punto de acostarse. Al abrir, se encontró con dos jóvenes de su misma edad, anchos de espaldas y con el pelo al rape. Ambos saludaron con la cabeza y entraron en el recibidor sin pedir permiso. Olían a sudor, a aceite y a asiento sucio de automóvil, y el hedor se esparció por el apartamento.
– Hubba bubba, Henke -dijo uno de ellos.
Llevaba puestas unas grandes gafas de sol. Resultaba cómico, pero no era una persona de la que reírse. Tenía largas marcas rojas en las mejillas y la barbilla, como si alguien lo hubiera arañado.
– ¿Qué tal? -preguntó el otro, más alto y más ancho de espaldas.
– Bien -contestó él, despacio-. ¿Quiénes sois?
– Tommy y Freddy. Los hermanos Serelius. Joder, ¿no nos conoces, Henrik? Seguro que sí.
Tommy se recolocó las gafas y se rascó con fuerza la mejilla. Ahora Henrik sabía de dónde provenían los arañazos: no había tenido una pelea, se los causaba él mismo.
Luego, los hermanos se dieron una vuelta por el pequeño apartamento y se dejaron caer sobre el sofá, frente al televisor.
– ¿Tienes patatas fritas? -preguntó Freddy.
Puso las botas sobre la mesa de cristal de Henrik. Cuando se desabrochó el anorak, dejó al descubierto una barriga cervecera bajo una camiseta azul claro que ponía «SOLDIER OF FORTUNE FOREVER».
– Tu amigo Mogge te manda saludos -dijo Tommy, el hermano mayor, y se quitó las gafas. Era algo más delgado que Freddy, miraba fijamente a Henrik esbozando una media sonrisa y llevaba una bolsa de cuero en la mano-. A Mogge se le ocurrió que podríamos pasar por aquí.
– Por Siberia -añadió Freddy, que había cogido el bol con patatas fritas que Henrik había sacado.
– ¿Mogge? ¿Morgan Berglund?
– El mismo -respondió Tommy, y se sentó en el sofá junto a su hermano-. Sois amigos, ¿no?
– Lo éramos -replicó Henrik-. Mogge se mudó.
– Lo sabemos, está en Dinamarca. Trabajaba ilegalmente en un casino de Copenhague.
– Repartía cartas -dijo Freddy.
– Hemos estado por Europa -prosiguió Tommy-. Durante casi un año. Uno se da cuenta de que Suecia es pequeña de cojones.
– Un jodido patio -añadió Freddy.
– Primero estuvimos en Alemania. En Hamburgo y en Dusseldorf, nos lo pasamos de puta madre. Después nos fuimos a Copenhague, donde también lo pasamos bien. -Tommy echó un vistazo alrededor-. Y ahora estamos aquí.
Asintió y se llevó un cigarrillo a los labios.
– Aquí no se puede fumar -señaló Henrik.
Pensó en cuál sería la razón por la que los hermanos Serelius habrían abandonado las grandes ciudades europeas -donde se lo habían pasado tan cojonudamente- y habían regresado a un lugar tan poco poblado de Suecia. ¿Se habrían peleado con la persona equivocada? Tal vez.
– No podéis quedaros aquí -anunció, y miró la habitación-. Como veis, no tengo sitio.
Tommy se había guardado el cigarrillo. Parecía no escuchar.
– Somos satanistas -dijo-. ¿Te lo habíamos dicho?
– ¿Satanistas? -repitió Henrik.
Los dos hermanos asintieron.
– ¿Adoradores del diablo? -inquirió Henrik sonriendo.
Tommy no sonrió.
– No adoramos a nadie -respondió-. Satanás representa la fuerza del hombre, eso es en lo que creemos.
– The force -añadió Freddy acabándose las patatas.
– Exactamente -dijo Tommy-. Might makes right, ese es nuestro lema. Cogemos lo que queremos. ¿Conoces a Aleister Crowley?
– No.
– Un gran filósofo -apuntó Tommy-. Crowley veía la vida como una lucha constante entre los fuertes y los débiles. Entre los listos y los tontos. Donde los más fuertes y los más listos siempre ganan.
– Tiene su lógica -contestó Henrik, que nunca había sido religioso. Tampoco pensaba empezar a serlo entonces.
Tommy siguió estudiando el apartamento.
– ¿Cuándo se fue? -preguntó.
– ¿Quién?
– Tu chica. La que puso cortinas, flores secas y todas esas chorradas. No has sido tú, ¿verdad?
– Se marchó en primavera -reconoció Henrik.
Lo asaltó un involuntario recuerdo de Camilla leyendo tumbada en el sofá donde ahora se sentaban los hermanos Serelius. Comprendió que Tommy era más listo de lo que aparentaba: se fijaba en los detalles.
– ¿Cómo se llamaba?
– Camilla.
– ¿La echas de menos?
– Como a la mierda de perro -contestó al momento-. Sea como sea, no os podéis quedar aquí…
– Tranquilo, vivimos en Kalmar -apuntó Tommy-. Ya nos hemos instalado, pero pensábamos trabajar aquí, en Öland. Así que necesitaremos un poco de ayuda.
– ¿Con qué?
– Mogge nos contó a lo que os dedicabais durante el invierno. Nos contó sobre las casas de veraneo…
– Vaya.
– Dijo que no te importaría empezar de nuevo.
«Gracias, Mogge», pensó Henrik. Se había peleado con Morgan a la hora de repartir el dinero antes de que este se largara: quizá esa fuera su forma de vengarse.
– Fue hace mucho tiempo -dijo-. Cuatro años…, y en realidad solo lo hicimos durante dos inviernos.
– ¿Y? Mogge dijo que os fue bien.
– Nos fue bien -confirmó Henrik.
Casi todos los robos salieron bien, pero un par de veces fueron descubiertos por los vecinos y tuvieron que huir saltando los muros de piedra como ladrones de manzanas. Siempre fijaban de antemano al menos dos vías de escape, una a pie y otra en coche.
– A veces no había nada de valor… -prosiguió-, pero una vez encontramos un mueble, era antiguo de cojones. Una arquimesa alemana del siglo dieciocho. En Kalmar nos dieron treinta y cinco mil coronas por ella.
Mientras hablaba le invadía el fervor, casi la nostalgia. Tenía mucho talento para forzar puertas y ventanas sin romperlas. Su abuelo había sido carpintero en Marnäs y había estado igual de orgulloso que él de sus conocimientos.
Pero también recordaba lo enervante que le resultaba conducir por el norte de Öland una noche tras otra. En invierno hacía un frío helador, tanto a la intemperie como dentro de las casas cerradas. Y las urbanizaciones de veraneo estaban deshabitadas y en silencio.
– Las casa viejas son como mercadillos -comentó Tommy-. Entonces, ¿te apuntas? Te necesitamos para encontrar los caminos.
Henrik guardaba silencio. Pensó que quien llevaba una vida triste y predecible debía de ser también triste y predecible. Y él no deseaba serlo.
– Entonces, ¿estamos de acuerdo? -preguntó Tommy.
– Quizá -respondió él.
– Eso suena a un sí.
– Quizá.
– Hubba bubba -exclamó Tommy.
Henrik vaciló mientras asentía.
Deseaba ser excitante, llevar una vida excitante. Ahora que Camilla se había ido, las tardes eran tristes y las noches vacías, y sin embargo dudó. Lo que lo llevó a abandonar los robos no fue el peligro a ser detenido, se trataba de otra clase de miedo.
– El campo es muy oscuro -dijo.
– Eso suena bien.
– Oscuro de cojones -añadió Henrik-. En los pueblos no hay farolas y la electricidad de las casas suele estar cortada. Apenas se ve nada.
– Ningún problema -contestó Tommy-. Ayer robamos unas linternas en una gasolinera.
Henrik asintió despacio. Las linternas contrarrestaban la oscuridad, aunque solo en parte.
– Tengo un cobertizo que podríamos utilizar como almacén hasta que encontremos un comprador adecuado -dijo.
– Perfecto -asintió Tommy-. Entonces, solo tenemos que dar con la casa adecuada. Mogge dijo que tú conocías buenos sitios.
– Conozco unos cuantos -respondió-. Forma parte de mi trabajo.
– Danos las direcciones y nosotros controlaremos que sean seguras.
– ¿Cómo?
– Le preguntaremos a Aleister.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Henrik.
– Solemos hablar con Aleister Crowley -dijo Tommy, y colocó la bolsa sobre la mesa. La abrió y sacó una pequeña caja plana de madera oscura-. Nos ponemos en contacto con esto.
Henrik observó en silencio mientras el otro abría la caja y la colocaba sobre la mesa. En el interior había letras, palabras y números grabados a fuego en la madera. Estaba todo el alfabeto, números del cero al nueve y las palabras «SÍ» y «NO». A continuación, Tommy sacó un pequeño vaso de la bolsa.
– Jugué a eso cuando era niño -comentó Henrik-. El espíritu del vaso, ¿verdad?
– Y una mierda, esto va en serio. -Tommy colocó el vaso sobre el tablero de madera-. Es un tablero de güija.
– ¿Uija?
– Así se llama -contestó Tommy-. La madera proviene de la tapa de un viejo féretro. ¿Puedes apagar la luz?
Henrik sonrió para sí, pero se acercó al interruptor.
Los tres se sentaron alrededor de la mesa. Tommy posó el dedo meñique sobre el vaso y cerró los ojos.
En la habitación se hizo el silencio. El mayor de los Serelius se rascó lentamente el cuello y aparentó escuchar algo.
– ¿Quién está ahí? -preguntó-. ¿Eres tú, Aleister?
Durante unos segundos no pasó nada. Luego, el vaso comenzó a moverse bajo el dedo de Tommy.
Al día siguiente al anochecer, Henrik condujo hasta el cobertizo de su abuelo para ponerlo en orden.
La pequeña cabaña de madera estaba pintada de rojo y se hallaba en una pradera, a una decena de metros de la playa, junto a otros dos cobertizos propiedad de veraneantes, y vacíos desde mediados de agosto. Allí nadie los molestaría.
Había heredado el cobertizo del abuelo Algot. Mientras este vivía, solían salir al mar varias veces durante el verano, tendían las redes y luego pasaban la noche en el cobertizo, para levantarse a las cinco y recoger la pesca.
Cuando se encontraba allí, en el Báltico, echaba de menos esos días, era una pena que su abuelo hubiera muerto. Algot siguió con la carpintería y la pequeña construcción después de jubilarse y hasta su último ataque cardíaco pareció satisfecho con su vida, a pesar de no haber salido de la isla más que un par veces.
Henrik abrió el candado del cobertizo y observó la oscuridad. Allí dentro todo estaba más o menos como cuando murió su abuelo, hacía seis años. Las redes colgaban de las paredes, el banco de carpintero seguía allí, igual que la estufa de hierro oxidada en un rincón. Camilla había querido limpiar el cobertizo y pintarlo de blanco, pero a Henrik le parecía bien dejarlo como estaba.
Apartó los bidones de aceite, las cajas de herramientas y el resto de cosas que había por el suelo de madera y cogió una lona para tapar la mercancía robada. A continuación, fue por el muelle cercano hasta el cabo, donde respiró el aroma a algas y agua salada. Al norte vio elevarse del mar los dos faros de ludden.
En el embarcadero se encontraba su barca a motor, un fueraborda, y al mirarla vio que la lluvia había inundado el fondo. Bajó hasta ella y empezó a achicar el agua.
Mientras tanto, pensó en lo sucedido la noche anterior, cuando los hermanos Serelius y él se sentaron en la cocina y realizaron una sesión de espiritismo. O lo que fuera.
El vaso sobre el tablero se había movido y respondió a todas las preguntas, pero seguro que era Tommy quien lo movía. Tenía los ojos cerrados, pero de vez en cuando debía de mirar a escondidas para hacer que el vaso acabara en el lugar correcto.
Resultó que el espíritu Aleister apoyaba de todo corazón sus planes de robo. Cuando Tommy le preguntó sobre Stenvik, la propuesta de Henrik, el vaso se movió hacia el SÍ, cuando inquirió si había cosas de valor en las casas de por allí, recibió la misma respuesta: «SÍ».
Finalmente, Tommy había preguntado:
– Aleister, ¿qué te parece… podemos confiar los unos en los otros?
El pequeño vaso permaneció inmóvil unos segundos. Luego se movió lentamente hacia el «NO».
Tommy soltó una carcajada, corta y ronca.
– Eso está bien -dijo, y miró a Henrik-, porque yo no confío en nadie.
Cuatro días después, Henrik y los hermanos Serelius realizaron el primer viaje al norte, a la zona residencial que él había elegido y Aleister, el espíritu, había aprobado. Allí solo había casas cerradas, negras como boca de lobo en la oscuridad.
Cuando forzaban una ventana y entraban en una vivienda no iban en busca de cosas pequeñas y caras (sabían que ningún veraneante era tan tonto como para dejar dinero, relojes de marca o cadenas de oro en su casa durante el invierno). Pero algunas cosas eran demasiado pesadas para llevárselas al acabar las vacaciones: aparatos de televisión, equipos de música, botellas de alcohol, cartones de cigarrillos y palos de golf. Y en los cobertizos de los jardines se podían encontrar motosierras, bidones de gasolina y taladradoras.
Después de que Tommy y Freddy destrozaran el barco de la botella y Henrik hubiera dejado de mascullar, se dividieron y prosiguieron la búsqueda de tesoros.
Henrik se dirigió a las habitaciones pequeñas. La parte delantera de la casa daba al estrecho y a la costa rocosa, y a través de una ventana panorámica vio que una luna creciente, blanca como la nieve, colgaba sobre el mar. Stenvik era uno de los pueblos de pescadores que había en la costa oeste de la isla, desierta durante el invierno.
Cada habitación lo recibía en silencio; no obstante, Henrik sintió que el suelo y las paredes lo vigilaban. Por eso se movía con cuidado, sin desordenar nada.
– ¿Hola? ¿Henke?
Era Tommy, Henrik respondió.
– ¿Dónde estás?
– Aquí, en la cocina… Hay una especie de oficina.
Henrik siguió su voz a través de la pequeña cocina. Tommy se hallaba junto a una pared, en un cuarto sin ventanas, y señalaba con la mano derecha enguantada.
– ¿Qué te parece esto?
No sonreía -casi nunca lo hacía-, pero tenía la vista fija en la pared, con la expresión de alguien que quizá ha hecho un gran descubrimiento. Miraba un gran reloj de madera oscura y números romanos tras la esfera de cristal.
Henrik asintió.
– Sí…, puede valer algo. ¿Es antiguo?
– Eso creo -respondió Tommy, y abrió el cristal-. Si tenemos suerte, quizá sea una antigüedad. Debe de ser alemán o francés.
– No funciona.
– Habrá que darle cuerda. -Cerró el cristal y gritó-: ¡Freddy!
Pasados unos segundos, apareció su hermano, arrastrando los pies por la cocina.
– ¿Qué?
– Echa una mano aquí -dijo Tommy.
Freddy era el que tenía los brazos más largos. Descolgó el reloj de los clavos y lo bajó. Después, Henrik lo ayudó a cargarlo.
– Venga, saquémoslo de aquí -ordenó Tommy.
La furgoneta estaba aparcada cerca de la casa, entre las sombras en la parte trasera.
En los laterales llevaba el rótulo «FONTANERÍA KALMAR». Tommy había comprado las letras de plástico y las había pegado. No existía tal empresa en Kalmar, pero por la noche resultaba menos sospechoso un vehículo de empresa que una vieja furgoneta anónima.
– La semana que viene abrirán una comisaría en Marnäs -anunció Henrik mientras pasaban el reloj a través de la ventana forzada del porche.
Aquella noche apenas corría aire, pero hacía frío.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Tommy.
– Lo leí en el periódico.
Oyó la ronca risa de Freddy en la oscuridad.
– Vaya. Entonces se acabó -dijo Tommy-. Lo mejor será que los llames y nos delates a los dos, así tendrás una rebaja en la condena.
Bajó el labio inferior y mostró los dientes, esa era su manera de reír.
Henrik sonrió en la oscuridad. Había miles de casas de veraneo en la isla, la policía no podría vigilarlas todas, y además, los agentes casi siempre trabajaban de día.
Introdujeron el reloj en la furgoneta. En ella tenía ya una bicicleta estática, dos grandes jarrones de piedra caliza tallada, un aparato de vídeo, un pequeño motor fueraborda, un ordenador con impresora y un televisor con altavoces.
– ¿Nos vamos? -preguntó Tommy al cerrar la puerta trasera del vehículo.
– Sí…, creo que no nos dejamos nada.
Sin embargo, Henrik fue hasta la casa para cerrar la ventana forzada. Cogió un par de lascas de pizarra del suelo y las metió en el marco de madera para mantener la ventana en su sitio.
– Venga, vámonos -gritó Tommy tras él.
A los hermanos les parecía una pérdida de tiempo cerrar tras un robo. Pero Henrik sabía que podían pasar meses antes de que alguien regresara a la casa, y si dejaban la ventana abierta, la lluvia y la nieve estropearían los muebles.
Cuando Henrik se hubo sentado en el asiento del copiloto, Tommy puso en marcha el vehículo. Luego, apartó un trozo del panel de la puerta e introdujo la mano. Allí guardaba el cristal -metanfetamina-, envuelto en pequeños pedazos de papel de cocina.
– ¿Quieres otro? -le preguntó Tommy.
– No. Tengo suficiente.
Los hermanos habían traído la droga del continente, para venderla y para consumirla ellos mismos. El cristal le sentaba a Henrik como si le pusieran un cohete en el culo, pero si tomaba más de una dosis por noche, empezaba a temblar como el asta de una bandera y tenía dificultades para pensar con lógica. Sus pensamientos saltaban de un tema a otro y le resultaba imposible conciliar el sueño.
Él no era un drogadicto; aunque tampoco un tipo aburrido. Una dosis era suficiente.
Tommy y Freddy no parecían tener ese problema, o quizá planeaban pasar el resto de la noche sin dormir cuando regresaran a Kalmar. Se metieron los cristales en la boca con papel de cocina y todo, y se los tragaron con agua de una botella de plástico que había en el asiento trasero. Después, Tommy pisó el acelerador, dio la vuelta a la casa y salió al desierto camino vecinal.
Henrik consultó su reloj: eran casi las doce y media.
– Vayamos al cobertizo -dijo.
Al llegar a la carretera nacional, Tommy se detuvo obedientemente en la señal de stop, a pesar de que no pasaba ni un coche, y luego giró hacia el sur.
– Tuerce aquí -dijo Henrik diez minutos después, cuando apareció la señal de desvío a Enslunda.
No había nadie a la vista. El camino de grava terminaba en unos cobertizos y Tommy se acercó marcha atrás todo lo que pudo.
Junto al mar reinaba una oscuridad total, pero al norte parpadeaba el faro de ludden.
Henrik abrió la puerta del coche y oyó el rumor de las olas. El sonido fluía desde el negro mar. Eso le hizo pensar en su abuelo. Había muerto precisamente allí hacía seis años. Algot tenía ochenta y cinco y estaba enfermo del corazón y, sin embargo, se levantó de la cama y cogió un taxi un ventoso día de invierno. El taxista lo dejó en el camino, y justo después tuvo que darle el infarto. Pero Algot consiguió llegar hasta el cobertizo, y allí, junto a la puerta, lo encontraron muerto.
– Tengo una idea -dijo Tommy, tras haber descargado la mercancía robada a la luz de las linternas-. Una propuesta. Escuchad y decidme qué pensáis.
– ¿Qué?
Tommy no respondió enseguida. Se estiró hacia el interior de la furgoneta y tiró de algo. Parecía un gran gorro de lana negro.
– Conseguimos esto en Copenhague -explicó.
Después, iluminó la lana negra con la linterna y Henrik vio que no se trataba de un gorro.
Era un pasamontañas, con agujeros para los ojos y la boca.
– Mi propuesta es que la próxima vez nos pongamos esto -dijo Tommy-, y que pasemos de las casas de veraneo.
– ¿Sí? ¿Y qué hacemos entonces?
– Casas habitadas.
Durante unos instantes, se hizo el silencio entre las sombras junto a la playa.
– Claro -asintió Freddy.
Henrik observó el pasamontañas sin decir nada. Pensaba.
– Lo sé…, el riesgo aumenta -prosiguió Tommy-. Pero las ganancias también. Nunca encontraremos dinero ni joyas en las residencias de verano…, solo en casas habitadas todo el año. -Guardó el pasamontañas en la furgoneta y añadió-: Por supuesto, tendremos que consultar con Aleister si todo está bien. Y elegiremos casas seguras, alejadas y sin alarma.
– Y sin perros -añadió Freddy.
– Claro. Tampoco ningún jodido perro. Y con los pasamontañas puestos nadie nos reconocerá -dijo Tommy, y miró a Henrik-. ¿Qué te parece?
– No sé.
En realidad, lo importante no era el dinero -ahora Henrik tenía un buen trabajo artesanal-; lo que buscaba era excitación. Huir de la rutina.
– No importa, lo haremos Freddy y yo solos -decidió Tommy-. Así tocaremos a más.
Henrik negó enseguida con la cabeza. Quizá no haría muchos más viajes con Tommy y Freddy, pero quería ser él quien decidiera cuándo acabar.
Pensó en el barco dentro de la botella que habían destrozado contra el suelo al comienzo de la noche y dijo:
– Seguiré con vosotros…, si nos lo tomamos con calma. Si nadie sale herido.
– ¿A quién podríamos herir? -preguntó Tommy.
– A los dueños de las casas.
– Estarán durmiendo, joder…, y si alguien se despierta solo hablaremos en inglés. Entonces creerán que somos extranjeros.
Henrik asintió sin estar convencido del todo. Cubrió con la lona los objetos robados y cerró el cobertizo con el candado.
Se metieron en la furgoneta y condujeron hacia el sur de la isla, de vuelta a Borgholm.
Tardaron veinte minutos en llegar a la ciudad, donde hileras de farolas impedían el paso a la oscuridad otoñal. Pero las aceras estaban tan desiertas como la carretera nacional. Tommy redujo la velocidad y torció hacia el edificio en el que vivía Henrik.
– Bueno -dijo-, hasta la semana que viene. ¿Nos vemos el martes?
– Sí, claro…, pero pasaré por allí antes de eso.
– ¿Te gusta andar por sitios deshabitados?
Henrik asintió.
– Vale -contestó Tommy-, pero que no se te ocurra hacer negocio con las cosas. Encontraremos un comprador en Kalmar.
– Eso espero -repuso Henrik, y cerró la puerta del vehículo.
Se encaminó hacia la entrada en penumbra y miró el reloj. La una y media. Aún era bastante temprano, y podría dormir en su cama solitaria durante cinco horas antes de que el reloj lo despertara para ir al trabajo.
Pensó en todas las casas de la isla donde dormía alguien. Los residentes del lugar.
Si pasaba algo, se largaría. Si alguien se despertaba durante el robo, entonces sencillamente se largaría. Los hermanos y el espíritu del vaso se las tendrían que arreglar solos.
Tilda Davidsson estaba sentada en el pasillo de la residencia de Marnäs, sosteniendo la bolsa de la grabadora, al otro lado de la puerta de la habitación de Gerlof, su anciano pariente. No se encontraba sola; un poco más allá, en un sofá del pasillo, se habían sentado dos señoras de pelo cano que quizá esperaran el café de la tarde.
Las mujeres hablaban sin parar, y Tilda no tuvo más remedio que escuchar el murmullo de su conversación.
Conversaban en un tono descontento y preocupado, con una larga serie de prolongados suspiros.
– Sí, se pasan el día viajando -dijo la mujer más cercana a Tilda-. Un viaje al extranjero tras otro. Cuanto más lejos, mejor.
– Así es, no se privan de nada -añadió la otra-, así viven…
– Sí, y cuando compran cosas… tienen que ser caras -apuntó la primera-. La semana pasada, llamé a mi hija pequeña y me dijo que su marido y ella van a comprarse un coche nuevo. «Pero si tenéis un buen coche», dije. «Sí, pero este año todos los vecinos se han cambiado el suyo», respondió.
– Sí, hay que comprar y comprar sin parar.
– Ya. Y tampoco llaman por teléfono.
– No, no… Mi hijo nunca llama, ni siquiera el día de mi cumpleaños. Siempre soy yo quien llama, y entonces no tiene tiempo para hablar. Siempre está a punto de salir a alguna parte, o si no están dando algo interesante en la televisión.
– Sí, también compran televisores todo el tiempo, y tienen que ser bien grandes…
– Y neveras nuevas.
– También cocinas.
Tilda no tuvo tiempo de oír más, porque la puerta de la habitación de Gerlof se entreabrió.
Este tenía algo encorvada su larga espalda y las piernas le temblaban un poco, pero sonrió a Tilda de manera desenfadada y a ella su mirada le pareció más despierta que cuando se habían visto el invierno pasado.
Gerlof, que había nacido en 1915, celebró su ochenta cumpleaños en la casa de verano de Stenvik. Sus dos hijas estuvieron presentes: Lena, la mayor, con su marido y sus hijos, y Julia, la hermana pequeña, con su nuevo marido y los tres hijos de este. Ese día el reumatismo de Gerlof lo mantuvo recluido en el sillón toda la tarde. Pero ahora la recibía de pie en el umbral, apoyado en su bastón; vestía chaleco y pantalones de tela de gabardina.
– Bien, ya se ha acabado el pronóstico del tiempo -dijo en voz baja.
– Perfecto.
Tilda se levantó. Había tenido que esperar a que Gerlof terminara de escuchar la información meteorológica. Tilda no comprendía por qué le daba tanta importancia -no era probable que fuera a salir con aquel frío-; seguramente había adquirido esa costumbre en su época de capitán de barco en el mar Báltico.
– Pasa, pasa.
Le tendió la mano desde el otro lado del umbral: Gerlof no era una persona que abrazara a la gente. Tilda ni siquiera le había visto palmearle el hombro a nadie.
Sintió la aspereza de su mano al estrechar la suya. Gerlof había empezado a trabajar en el mar a los quince años y, a pesar de que llevaba en tierra más de veinticinco, aún tenía callos en las manos de todas las maromas de las que había tenido que tirar, de todas las cajas que había levantado y de todas las cadenas que habían arañado su piel.
– ¿Qué tiempo hará? -preguntó ella.
– No preguntes. -Gerlof suspiró y se sentó con dificultad en una de las sillas junto a la mesa del café-. Han cambiado de nuevo la hora de emisión, así que me he perdido el parte local. Pero hará más frío en Norrland, así que seguramente aquí también. -Dio un desconfiado vistazo al barómetro que había junto a la estantería y luego miró por la ventana el árbol sin hojas, y añadió-: Este año tendremos un invierno duro, frío y anticipado. Se puede ver en la claridad con que brillan las estrellas por la noche, sobre todo la Osa Mayor. Y también por el verano.
– ¿El verano?
– Un verano húmedo significa un invierno riguroso -contestó él-. Eso lo sabe todo el mundo.
– Yo no -reconoció Tilda-. Pero ¿eso es importante para nosotros?
– Sí, claro. Un invierno largo y duro influye en muchas cosas. La navegación por el Báltico, por ejemplo. El hielo retrasa los barcos y las ganancias son menores.
Tilda entró en la habitación y vio los recuerdos de la época marinera de Gerlof. De las paredes colgaban fotografías de sus barcos en blanco y negro, las placas con el nombre de los mismos estaban relucientes y los documentos de navegación enmarcados. También tenía pequeñas fotografías de sus difuntos padres y esposa.
«El tiempo no transcurre aquí dentro», pensó Tilda.
Se sentó frente a él y colocó la grabadora sobre la mesa del café. Después conectó el cable con el micrófono de mesa.
Gerlof lo miró del mismo modo en que había mirado el barómetro. La grabadora no era grande, y Tilda observó cómo él desviaba la mirada desde el aparato hasta ella.
– Entonces, ¿solo vamos a hablar? -preguntó-. ¿De mi hermano?
– Entre otras cosas -respondió Tilda-. Es sencillo, ¿no?
– Pero ¿por qué?
– Bueno, para conservar los recuerdos y las historias… antes de que desaparezcan -dijo ella, y enseguida añadió-: Vivirás muchos años más, Gerlof. No me refería a eso. Quiero grabar para estar segura. Papá no me contó gran cosa del abuelo antes de morir.
Él asintió.
– Podemos hablar. Pero cuando se graban las cosas, uno tiene que tener cuidado con lo que dice.
– No te preocupes -contestó Tilda-. Siempre podemos borrar la cinta.
Gerlof había aceptado la grabación casi sin pensarlo cuando ella lo llamó en agosto y le contó que se mudaría a Marnäs, pero ahora parecía que la grabadora lo inquietara.
– ¿Está encendida? -preguntó en voz baja-. ¿La cinta está rodando?
– No, todavía no -respondió Tilda-. Ya te avisaré.
Pulsó el botón de grabación, controló que la cinta empezara a girar y asintió con la cabeza alentando a Gerlof.
– Bien…, entonces comenzamos. -Tilda se irguió y le pareció que, al hacerlo, su voz adquiría un timbre más tenso y solemne-. Soy Tilda Davidsson y me encuentro en Marnäs con Gerlof, el hermano de mi abuelo Ragnar, para hablar de la vida en Marnäs de nuestra familia…, y la de mi abuelo.
Gerlof se inclinó hacia el micrófono y la corrigió con voz clara:
– Mi hermano Ragnar no vivía en Marnäs. Vivía junto al mar, a las afueras de Rörby, al sur de Marnäs.
– En efecto, Gerlof… ¿Qué recuerdos guardas de Ragnar?
Él dudó unos segundos.
– Muchos buenos recuerdos -dijo por fin-. Durante los años veinte, pasamos la infancia juntos en Stenvik, pero después elegimos oficios completamente distintos…, Regnar se compró una pequeña casa y se convirtió en campesino y pescador, y yo me mudé a Borgholm y me casé. Y compré mi primer barco.
– ¿Os veías con frecuencia?
– Bueno, cuando regresaba a casa después de una temporada en el mar, un par de veces al año. En Navidad y en alguna ocasión durante el verano. Generalmente, Ragnar venía a la ciudad para visitarnos.
– ¿Entonces celebrabais una fiesta?
– Sí, sobre todo en Navidad.
– ¿Cómo era?
– Éramos muchos, pero era divertido. Comíamos muchísimo. Arenques, patatas, jamón, pies de cerdo y kroppkakor. Y Ragnar, por supuesto, siempre traía anguilas, ahumadas y encurtidas, y grandes cantidades de bacalao remojado…
Cuanto más hablaba, más se relajaba. Y Tilda también.
Siguieron charlando durante media hora. Pero tras contar una larga historia sobre un incendio en un molino de Stenvik, Gerlof alzó la mano hacia ella y la agitó débilmente. Tilda comprendió que estaba cansado y apagó enseguida la grabadora.
– Muy bien -dijo-. Te acuerdas de muchísimas cosas, Gerlof.
– Sí, aún recuerdo las historias familiares, las he oído tantas veces. Contar historias es bueno para la memoria. -Miró la grabadora-. ¿Crees que se ha grabado algo?
– Sí, claro.
Tilda rebobinó y pulsó el botón de play. La voz grabada de Gerlof sonaba apagada, un poco temblorosa y monótona, pero se oía claramente.
– Bien -dijo él-. Será algo que los investigadores de la cultura popular podrán escuchar.
– Es sobre todo para mí -replicó Tilda-. Yo no había nacido cuando el abuelo se ahogó, y a papá no se le daba bien contar historias de la familia. Así que siento curiosidad.
– Eso pasa con los años. Cuando uno tiene más pasado a sus espaldas empieza a interesarse más por sus raíces -dijo Gerlof-. Lo he notado también en mis hijas… ¿Cuántos años tienes?
– Veintisiete.
– ¿Y ahora vas a trabajar en Öland?
– Sí. Mi año de prácticas ha terminado.
– ¿Cuánto tiempo te quedarás?
– Ya veremos. Por lo menos hasta el próximo verano.
– Fantástico. Está bien que los jóvenes vengan aquí y encuentren trabajo. ¿Y vives aquí, en Marnäs?
– Tengo un estudio en un edificio de la plaza. Desde él se divisa la costa sur…, casi puedo ver la casa del abuelo.
– Ahora es propiedad de otra familia -dijo Gerlof-, pero podemos ir a visitarla. Y también mi casa de Stenvik, claro.
Tilda abandonó la residencia de Marnäs a las cuatro y media pasadas, con la grabadora en la mochila.
Después de que se hubiese abrochado la chaqueta y hubiese entrado en el camino que conducía al centro de Marnäs, pasó un joven con una ruidosa motocicleta azul claro. Tilda negó con la cabeza, mirándolo, para mostrarle lo que pensaba de la gente que conducía demasiado rápido, pero él ni la miró. Se había alejado en menos de veinte segundos.
En otro tiempo, Tilda creía que los quinceañeros con moto eran el no va más. Hoy día le parecían mosquitos: pequeños e irritantes.
Se ajustó la mochila y emprendió el camino a Marnäs. Pensó pasar por el trabajo, aunque en realidad no empezaba hasta el día siguiente, y luego continuar hasta su apartamento y seguir desembalando. Y llamar a Martin.
El petardeo del motor no se había apagado del todo tras ella, y ahora volvía a aumentar. El joven motociclista había dado la vuelta en algún lugar junto a la iglesia y regresaba al pueblo.
Esta vez, se vio obligado a adelantar a Tilda por la acera. Redujo un poco la velocidad, pero luego aceleró al máximo e intentó pasarla. Ella clavó la mirada en él y se interpuso en su camino. La motocicleta se detuvo.
– ¿Qué pasa? -la increpó el muchacho por encima del estruendo del motor.
– No se puede circular en moto por la acera -contestó ella alzando también la voz-. Es conducción indebida.
– Sí, claro. -El muchacho asintió-. Pero se va más deprisa por aquí.
– Y también puedes atropellar a alguien.
– Vaya -respondió el chico, y le lanzó una mirada de hastío-. ¿Vas a llamar a la policía?
Tilda negó con la cabeza.
– No, no lo voy a hacer, pero…
– Hace tiempo que aquí no hay policía -la interrumpió él dando gas-. Cerraron hace dos años. No hay un solo policía en el norte de Öland.
Ella se cansó de intentar hablar por encima del ruido del motor. Se inclinó hacia delante y tiró del cable de la bujía. La moto se silenció al punto.
– Ahora sí lo hay -dijo en voz baja y tono calmado-. Yo soy policía.
– ¿Tú?
– Hoy es mi primer día.
El muchacho la miró fijamente. Tilda sacó su cartera del bolsillo de la chaqueta, la abrió y mostró su carnet. Él lo miró un buen rato, y luego le dirigió una mirada respetuosa.
La gente siempre miraba de manera diferente a una persona si sabía que era policía. Cuando Tilda vestía de uniforme, hasta ella misma se veía distinta.
– ¿Cómo te llamas?
– Stefan.
– Qué más.
– Stefan Ekström.
Ella sacó su cuaderno del bolso y anotó el nombre.
– Esta vez será solo un aviso, pero la próxima habrá multa -anunció-. Tu moto está trucada. ¿Has limado la culata?
Él asintió.
– Entonces tendrás que bajarte y empujarla hasta casa -ordenó Tilda-. Luego tendrás que arreglar el motor para que sea legal.
Stefan se apeó.
Caminaron en silencio hacia la plaza.
– Diles a tus amigos que la policía ha regresado a Marnäs -dijo Tilda-. La próxima moto trucada será multada y confiscada.
El chico asintió de nuevo. Ahora que lo habían pillado, parecía verlo como una especie de mérito.
– Tienes un arma, ¿verdad? -preguntó al llegar al pueblo.
– Sí -respondió ella-. Guardada bajo llave.
– ¿Qué modelo?
– Una Sig Sauer.
– ¿Le has disparado a alguien?
– No -dijo Tilda-. Y no pienso usarla aquí.
– Vale.
Stefan pareció decepcionado.
Había quedado con Martin en que llamaría a las seis, antes de que él regresara a casa. Hasta entonces, tenía tiempo para pasar por su nuevo lugar de trabajo.
La nueva comisaría se encontraba en una calle lateral, a un par de manzanas de la plaza, con el escudo de la policía encima de la puerta aún recubierto de plástico blanco.
Tilda se sacó las llaves de la oficina del bolsillo de la chaqueta. Las había recogido el día anterior en la comisaría de Borgholm, pero cuando fue a abrir, vio que no estaba cerrado. Oyó voces masculinas al otro lado de la puerta.
La comisaría constaba de una sola estancia sin recepción. Tilda recordaba vagamente, de cuando de pequeña visitó Marnäs, que allí había una tienda de caramelos. Las paredes estaban desnudas, las ventanas no tenían cortinas y el suelo de madera carecía de alfombras.
Dentro había dos hombres de mediana edad, con chaquetas y zapatos de calle. Uno de ellos vestía un uniforme azul oscuro, el otro iba de civil y llevaba un anorak verde. Guardaron silencio y volvieron lentamente la cabeza hacia Tilda, como si los hubiera interrumpido en medio de un chiste inoportuno.
Ella había visto antes a uno de ellos, el que vestía de civil: era el comisario Göte Holmblad, el jefe de la policía de proximidad. Llevaba el pelo gris muy corto y esbozaba una permanente sonrisa; pareció reconocerla.
– Hola, hola -dijo-. Bienvenida al nuevo distrito.
– Gracias. -Le tendió la mano a su jefe y se volvió hacia el otro hombre, de pelo negro ralo, cejas pobladas y unos cincuenta años-. Tilda Davidsson.
– Hans Majner. -El apretón de manos de Hans fue duro, seco y corto-. Supongo que tendremos que trabajar aquí juntos.
No sonaba muy convencido de que fuera a ir bien, pensó ella. Abrió la boca para contestar, pero Majner continuó:
– Al principio yo no estaré mucho por aquí. Pasaré de vez en cuando, pero trabajaré sobre todo desde Borgholm. Mantendré mi despacho allí -concluyó, y sonrió al jefe de la policía de proximidad.
– Vaya -dijo Tilda, y comprendió de repente que iba a ser la única policía del norte de Öland-. ¿En un proyecto especial?
– Sí, se puede llamar así -respondió Majner, y miró por la ventana hacia la calle, como si viera algo sospechoso allí fuera-. Se trata de drogas, claro. Esa mierda llega a la isla al igual que a todas partes.
– Esta será tu mesa, Tilda -dijo Holmblad, que se había acercado a la ventana-. También se instalarán ordenadores, fax…, y allí una unidad de radio móvil. De momento tendréis que apañaros con el teléfono.
– De acuerdo.
– Además no estarás mucho aquí, en la oficina, al contrario -añadió Holmblad-. Esa es la idea de la reforma de la policía local: tenéis que salir y ser vistos. Os dedicaréis a las infracciones de tráfico, vandalismo, hurtos y robos. Investigaciones sencillas. Y delincuencia juvenil, claro.
– Eso se me da bien -dijo Tilda-. He parado una moto trucada de camino.
– Bien, bien. -El jefe de policía asintió-. Entonces ya has mostrado que aquí hay policía de nuevo. La semana próxima será la inauguración. La prensa está invitada. Periódicos, radio local… ¿Podrás asistir, verdad?
– Sí, claro.
– Bien, bien. Luego había pensado que sería…, bueno, sé que antes estuviste en Växjö, pero aquí en la isla el trabajo será un poco más independiente. Para bien y para mal. Tendrás más libertad para organizar tu jornada de trabajo como prefieras, pero también más responsabilidad… Se tarda media hora desde Borgholm y la comisaría de allí no está siempre abierta. Así que si ocurre algo puede pasar un tiempo antes de que recibas ayuda.
Ella asintió.
– En la Escuela Superior de Policía practicábamos con frecuencia situaciones con refuerzos retrasados. Mis profesores tenían mucho cuidado…
Majner sonrió desde su mesa.
– Los profesores de la Escuela Superior no están muy al día -dijo-. Hace tiempo que no trabajan en la calle.
– En Växjö eran muy competentes -replicó Tilda enseguida.
Se sentía como cuando iba en la fila de atrás de la furgoneta antidisturbios; se esperaba de ella que cerrara la boca y dejara hablar a los mayores. Odiaba eso.
Holmblad la miró y dijo:
– Es importante que tengas en cuenta las largas distancias que hay en la isla antes de decidir enfrentarte sola a una situación de peligro.
Ella asintió.
– Espero poder afrontar todos los problemas.
El jefe de policía abrió de nuevo la boca, quizá para continuar con su sermón; pero entonces sonó el teléfono que colgaba de la pared.
– Yo contesto -dijo, y dio unos pasos hacia la mesa-. Puede ser de Kalmar.
Cogió el auricular.
– Comisaría de Marnäs, Holmblad.
Luego escuchó.
– ¿Qué? -preguntó.
Volvió a guardar silencio.
– Vaya -dijo por fin-. Tendremos que ir a echar un vistazo.
Colgó el auricular.
– Era de Borgholm. La central de emergencias ha recibido aviso de un accidente mortal en el norte de Öland.
Majner se levantó de su mesa vacía.
– ¿Cerca de aquí?
– En los faros de ludden -contestó Holmblad-. ¿Sabéis dónde quedan?
– ludden está al sur -respondió Majner-. A unos siete u ocho kilómetros de aquí.
– Entonces tendremos que coger el coche -dijo el jefe de policía-. La ambulancia está en camino… Al parecer, se trata de un ahogado.
Invierno de 1868
Con la construcción de los faros, ludden se volvió segura, tanto para los barcos como para las personas. Por lo menos, eso es lo que creyeron los hombres que los construyeron; estaban convencidos de que en el futuro la vida en la costa no entrañaría peligro. Las mujeres sabían que no siempre sería así.
En esa época la muerte estaba más próxima, entraba en las casas.
En el desván del granero hay un nombre de mujer grabado apresuradamente: «QUERIDA CAROLINA 1868». Carolina lleva muerta más de ciento veinte años, pero a través de las paredes me ha susurrado cómo era la vida en ludden: eso que a veces se llama los buenos viejos tiempos.
MIRJA RAMBE
La casa es grande, tan grande… Kerstin corre de una habitación a otra buscando a Carolina, pero hay tantos lugares en los que mirar. Demasiados sitios, demasiadas habitaciones en ludden.
Y la tormenta de nieve se aproxima, fuera se siente el aire pesado, Kerstin sabe que no queda mucho tiempo.
La casa está bien construida y la tormenta no le hará nada; la cuestión es cómo afectará a las personas. Cada tormenta de nieve los reúne alrededor de las estufas como pájaros extraviados, esperando a que amaine.
A un verano difícil, con malas cosechas en la isla, le ha seguido un invierno severo. Es la primera semana de febrero y en la costa hace un frío tan glacial que nadie sale si puede evitarlo. Solo se ve a los fareros y sus ayudantes, que tienen que ocupar su sitio de guardia en las torres. Pero ese día, todos los hombres sanos menos Karlsson, el farero jefe, se encuentran en el cabo, preparando los faros para la tormenta.
Las mujeres se han quedado en la casa, pero Carolina no aparece por ninguna parte. Kerstin ha mirado en todas las habitaciones de las dos plantas, incluso bajo las vigas del desván. No puede hablar con las otras sirvientas ni con las mujeres de los fareros, ya que nadie conoce el estado de Carolina. Quizá lo intuyan, pero no están seguras.
Carolina tiene dieciocho años, dos menos que Kerstin. Ambas son sirvientas de Sven Karlsson. Kerstin se considera una persona reflexiva y prudente. Carolina es más extrovertida y confía más en la gente; por eso a veces tiene problemas. Últimamente, los problemas se han multiplicado, y solo se lo ha contado a Kerstin.
Si ha abandonado la casa para adentrarse en el bosque o en la ciénaga, Kerstin no podrá encontrarla. Carolina sabía que la tormenta de nieve se aproximaba: ¿tan desesperada está?
Kerstin sale fuera. El viento azota el patio cubierto de nieve y el viento se arremolina alrededor de la casa como si no pudiese alejarse de allí. La tormenta se aproxima, eso es solo un aviso.
Oye un grito que se apaga enseguida. No ha sido el viento.
Es el grito de una mujer.
El vendaval tira del pañuelo y del delantal de Kerstin y la obliga a agacharse. Empuja la puerta del establo y se mete dentro.
Las vacas mugen y se mueven inquietas mientras la joven busca entre ellas. Nada. Luego sube la empinada escalera hacia el gran altillo del heno. El aire es helador.
Algo se mueve junto a una de las paredes, bajo el montón de paja. Unos débiles movimientos se adivinan entre el polvo y las sombras.
Es Carolina. Yace sobre el suelo cubierto de heno, con las piernas tapadas por una sucia manta. Su respiración es frágil y gime con expresión avergonzada cuando ella se acerca.
– Kerstin…, creo que ya ha pasado -dice-. Creo que ha salido.
Kerstin se le acerca aterrada y se arrodilla a su lado.
– ¿Hay algo? -murmura Carolina-. ¿O es solo sangre?
La manta que le cubre las piernas está pringosa y mojada, pero Kerstin la levanta y mira.
– Sí -dice-, ha salido.
– ¿Está vivo?
– No…, es prematuro.
Kerstin se inclina sobre el pálido rostro de su amiga.
– ¿Cómo te encuentras?
Carolina tiene la mirada perdida.
– Ha muerto sin estar bautizado -masculla-. Tenemos…, tenemos que enterrarlo en tierra bendita, para que no se quede vagando… Si no lo enterramos será un desdichado.
– Es imposible -dice Kerstin-. La tormenta de nieve ya está aquí…, moriremos si salimos al camino.
– Tenemos que ocultarlo -susurra Carolina, esforzándose por respirar-. Pensarán que he cometido adulterio… que lo he expulsado aposta.
– No te preocupes por lo que piensen. -Kerstin le acerca la mano a la frente, que nota caliente y dice en voz baja-. He recibido otra carta de mi hermana. Quiere que vaya con ella a América, a Chicago.
No parece que Carolina la escuche. Jadea débilmente, pero ella, sin embargo, prosigue:
– Cruzaré el Atlántico hasta Nueva York y continuaré viaje desde allí. Hasta ha depositado una cantidad de dinero en Gotemburgo para el billete. -Se le acerca aún más-. Y tú también puedes venir, Carolina. ¿Quieres?
Su amiga no responde. Ya no lucha por seguir respirando. El aire que exhala es apenas audible.
Finalmente, se queda inmóvil sobre el heno con los ojos abiertos. El establo permanece en silencio.
– Ahora mismo vuelvo -susurra Kerstin con la voz ahogada en llanto.
Aparta con determinación lo que yace en el heno y dobla la manta varias veces para ocultar las manchas de sangre y de líquido amniótico. Después se levanta y se lleva el bulto pegado al vientre.
Sale al patio. El viento ha arreciado, y tiene que luchar por avanzar pegada a la pared de piedra del establo para poder regresar a la casa. Se dirige directamente a su pequeño cuarto de sirvienta, empaqueta sus cosas y las pocas pertenencias de Carolina y se pone varias capas de ropa para afrontar el duro camino que les espera cuando la tormenta de nieve haya amainado.
Luego, Kerstin continúa sin dudarlo hacia el salón, donde los quinqués y la chimenea esparcen luz y calor en la penumbra invernal. Sven Karlsson, el farero jefe, está sentado en un sillón junto a la mesa comedor, en el centro de la sala; su protuberante barriga destacaba bajo su uniforme negro.
Como funcionario de la Corona, Karlsson es un feligrés privilegiado. Dispone de la mitad de las habitaciones de la casa y tiene banco propio en la iglesia de Rörby. Junto a él, su esposa Anna está sentada en una silla con reposabrazos. Al fondo se encuentran algunas criadas esperando que pase la tormenta. En un rincón se sienta la Vieja Sara, que vino de la casa de Beneficencia de Rörby después de que el farero jefe ganara la subasta para cuidar de ella.
– ¿Dónde has estado? -pregunta Anna al ver entrar a Kerstin.
La voz de la mujer del farero es siempre fuerte y aguda, pero ese día suena más estridente que de costumbre para hacerse oír sobre el ulular del viento.
Kerstin hace una reverencia, se para en silencio frente a la mesa y espera a que todos fijen sus ojos en ella. Piensa en su hermana mayor, que está en América.
Entonces, deja el bulto que ha traído sobre la mesa, justo delante de Sven Karlsson.
– Buenas tardes, farero jefe -dice en voz alta, y desdobla la manta-. Tengo aquí algo que al parecer se le ha perdido.
El tercer amanecer de Joakim en la finca de ludden fue el comienzo de su último día de felicidad en muchos años; quizá en toda su vida.
Por desgracia, estaba demasiado estresado para apreciar lo bien que se sentía.
La noche anterior, a Katrine y a él se les hizo tarde. Después de que los niños se durmieran, estudiaron la habitación sur de la planta baja y consideraron los colores que se adecuarían mejor a sus diferentes personalidades. Habían decidido que el blanco sería el tono base de toda la planta baja, tanto en paredes como techos, mientras que los elementos de madera, como las vigas y los marcos de las puertas, podían variar de una habitación a otra.
Se acostaron a las once y media. La casa quedó en silencio, pero un par de horas después, Livia comenzó a llamar. Katrine apenas suspiró y se levantó de la cama sin decir nada.
Toda la familia se levantó pasadas las seis. En ese momento, el horizonte del este aún estaba negro.
Joakim comprendió que la gran oscuridad invernal se acercaba. Apenas quedaban dos meses para Navidad.
Los cuatro se reunieron alrededor de la mesa de la cocina a las siete. Joakim quería salir cuanto antes hacia Estocolmo y se bebió el té antes de que Katrine y los niños se sentaran. Cuando metió su taza en el lavaplatos, vio una línea anaranjada de luz solar todavía oculta por el mar, y más arriba, en el cielo, una formación negra de pájaros en V que se mecía suavemente sobre el mar Báltico.
¿Eran gansos o grullas? Aún estaba demasiado oscuro para distinguirlas con claridad; además, él no sabía mucho de aves migratorias.
– ¿Veis los pájaros ahí fuera? -dijo, señalando por encima de su hombro-. Hacen lo mismo que nosotros…, se mudan al sur.
Nadie dijo nada. Katrine y Livia comían sus sándwiches, Gabriel se concentraba en succionar la papilla de arroz de su biberón.
Los dos faros, abajo sobre el mar, se elevaban hacia el cielo como estrechos castillos de cuento: el del sur titilaba regularmente con su luz roja. Desde las altas ventanas de la torre norte llegaba una débil luz blanca fija.
Era extraño, pues hasta entonces no había visto encendido ese faro. Joakim se acercó a la ventana. Quizá el brillo blanquecino fuera un reflejo del amanecer, aunque realmente parecía proceder del interior de la torre.
– ¿Hay más pájaros mudándose, papá? -preguntó Livia a su espalda.
– No.
Joakim dejó de observar los faros y regresó a la mesa del desayuno para recogerla.
A las aves migratorias les esperaba un largo viaje, lo mismo que a él. Ese día tenía que conducir cuatrocientos cincuenta kilómetros para recoger las últimas pertenencias de la casa de Bromma. Después, pasaría la noche en casa de su madre Ingrid, un adosado en Jakobsberg, y al día siguiente conduciría de vuelta a Öland.
Ese sería su último viaje a la capital, por lo menos en lo que quedaba de año.
Gabriel parecía alegre y contento, a Livia en cambio se la veía enfadada. Se había levantado de la cama con la ayuda de Katrine, pero aún tenía sueño y guardaba silencio. Sostenía el sándwich en una mano, acodada sobre la mesa, mirando fijamente su vaso de leche.
– Come de una vez, Livia.
– Mmm…
No era madrugadora, pero cuando llegaba a la guardería, su humor solía mejorar. La semana anterior la habían cambiado a un grupo de mayores y parecía sentirse a gusto.
– ¿Qué vais a hacer en la guardería hoy?
– No es una guardería, papá. -Levantó la mirada hacia él con irritación-. Gabriel va a la guardería. Yo voy al colegio.
– A preescolar, ¿no? -preguntó Joakim.
– Al colegio -insistió la niña.
– Vale…, ¿qué vais a hacer hoy?
– No sé -dijo ella, y volvió a fijar la vista en la mesa.
– ¿Jugarás con algún amigo nuevo?
– No lo sé.
– Bien, pero ahora bébete la leche. Tenemos que irnos a Marnäs, a la… colegio.
– Mmm…
A las siete y veinte el sol se elevaba en el horizonte. Los rayos dorados se extendían lentamente sobre el mar en calma, pero no proporcionaban nada de calor. Sería un día soleado, aunque frío: el termómetro colgado en el exterior de la casa marcaba tres grados.
Joakim estaba en el jardín, retirando la escarcha acumulada en los cristales del Volvo. Luego abrió las puertas traseras para que entraran los niños.
Livia se sentó en su silla sin ayuda de nadie y se puso a Foreman en el regazo. Joakim aseguró a Gabriel a una sillita más pequeña, junto a ella. A continuación, se acomodó en su asiento.
– ¿Mamá no nos va a decir adiós con la mano? -preguntó él.
– Tenía que ir al baño -dijo Livia-. Iba a hacer caca. Siempre tarda un buen rato.
La niña se había espabilado tras el desayuno y estaba más habladora. Una vez llegara a la guardería estaría llena de energía.
Joakim se recostó en el asiento y miró la pequeña bicicleta roja de Livia y el triciclo de Gabriel en el jardín. Observó que no tenían candado. Aquello no era la ciudad.
Katrine salió al jardín un par de minutos más tarde, apagó la lámpara del recibidor y cerró con llave la puerta principal. Llevaba puesto un anorak rojo brillante con capucha, y unos pantalones de chándal azul. En Estocolmo, solía vestir de negro, pero allí, en Öland, había empezado a usar ropa más cómoda y colorida.
Les dijo adiós con la mano y acarició la pared de madera pintada de rojo junto a la puerta. Tenía ojeras a causa de la falta de sueño, pero sonrió hacia el coche.
Su casa. Joakim le dijo adiós con la mano y ella volvió a sonreír.
– Ahora nos vamos -dijo Livia en el asiento trasero.
– ¡Vamos! ¡Vamos! -gritó Gabriel, y se despidió de la casa con la mano.
Joakim arrancó el motor y las luces del coche se encendieron. Una fina capa de escarcha cubría el suelo, un anuncio del frío que se acercaba. Dentro de poco, tendría que utilizar las ruedas de invierno.
En el asiento trasero, Livia se puso enseguida unos auriculares para oír las aventuras del oso Bamse: le habían regalado un pequeño casete y en unos minutos aprendió el funcionamiento de los botones. Cuando sonaban canciones en la cinta dejaba que Gabriel las escuchara.
El camino que conducía a la carretera de la costa era una senda cubierta de grava que discurría entre un pequeño y frondoso bosque y una zanja, junto a un viejo muro de piedra. Era estrecha y sinuosa, y Joakim condujo despacio cogiendo con fuerza el volante. Aún no se conocía bien todas las curvas.
Su nuevo buzón de chapa colgaba de un poste junto a la carretera nacional. Joakim redujo la velocidad y miró si se veían luces de otros coches. Pero todo estaba oscuro y vacío en ambos sentidos. Tan desierto como al otro lado de la carretera, por donde se extendía una ciénaga pajiza.
No encontraron nada de tráfico al atravesar el pequeño pueblo de Rörby y entrar en Marnäs, y apenas vieron gente en la calle. Solo los adelantaron una furgoneta de pescado y un par de colegiales de unos diez años que corrían hacia la escuela con las mochilas rebotándoles en la espalda.
Joakim dobló en la calle principal y continuó hasta la plaza desierta. Unos cuantos metros más allá, se encontraba el colegio de Marnäs, y junto a él, en un jardín vallado con toboganes y cajones de arena y algunos árboles, se hallaba la guardería de Livia y Gabriel. Era un edificio bajo de madera con una cálida luz amarilla en la ventana principal.
Unos cuantos padres se despedían de sus hijos en la acera, y Joakim se detuvo detrás de una hilera de coches sin apagar el motor.
Algunos de los padres le sonrieron y saludaron con un gesto de cabeza: tras el artículo del día anterior en el Ölands-Posten, mucha gente de Marnäs sabía quién era.
– Cuidado con los coches -les advirtió Joakim a sus hijos-. Id por la acera.
– ¡Adiós! -gritó Livia mientras abría la puerta del vehículo y se bajaba.
No fue una despedida prolongada, pues se había acostumbrado a que él no estuviera en casa.
Gabriel no dijo nada, y cuando Joakim lo ayudó a bajar de la sillita, simplemente salió corriendo.
– ¡Adiós! -le gritó él-. Hasta mañana.
Cuando se cerraron las puertas del coche, Livia ya se encontraba a unos metros, con Gabriel pisándole los talones. Joakim metió la primera, dio la vuelta y regresó a ludden.
Aparcó en el jardín, junto al coche de Katrine, y se bajó para recoger su bolsa de viaje y despedirse.
– ¿Hola? -gritó desde el recibidor-. ¿Katrine?
No hubo respuesta. La casa estaba en silencio.
Se dirigió al dormitorio. Cogió la bolsa y salió de nuevo. Se detuvo en la grava.
– ¿Katrine?
No oyó nada durante un rato, después percibió unas sordas rozaduras que venían del establo.
Volvió la cabeza. Procedían de la gran puerta negra de madera al abrirse. Katrine salió de la oscuridad y lo saludó con la mano.
– ¡Hola!
Él le devolvió el saludo y ella se acercó.
– ¿Qué hacías? -preguntó.
– Nada -contestó-. ¿Te marchas ya?
Joakim asintió.
– Conduce con cuidado -dijo, y se inclinó hacia un lado apretando deprisa su boca contra la de él; un cálido beso en medio del frío. Aspiró el aroma del pelo y la piel de ella una última vez.
– Saluda a Estocolmo -dijo Katrine, y le dedicó una larga mirada-. Cuando vuelvas a casa, te contaré una cosa sobre el establo.
– ¿El establo? -preguntó Joakim.
– El altillo del heno del establo -respondió ella.
– ¿De qué se trata?
– Te lo enseñaré mañana -le contestó.
Él la miró.
– Bien…, te llamaré esta tarde desde casa de mamá. -Abrió la puerta del coche-. No te olvides de ir a buscar a nuestras ovejitas.
A las ocho y veinte paró en una gasolinera a la entrada de Borgholm para recoger el remolque que había alquilado. Ya estaba reservado y pagado, y solo tuvo que engancharlo al coche y seguir camino.
El tráfico se intensificó pasado Borgholm y Joakim acabó circulando en una larga fila de vehículos: seguramente, la mayoría era gente que vivía en la isla y trabajaba en Kalmar, en el continente, y los isleños avanzaban a su pausado ritmo campestre.
La carretera giraba hacia el oeste y desembocaba en el puente. A Joakim le gustaba atravesarlo, conducir por el arco que unía la isla al continente, sobre el agua del estrecho. Esa mañana era difícil ver su superficie allá abajo; aún reinaba la penumbra. Al salir del puente y coger la carretera de la costa hacia Estocolmo el sol comenzó a elevarse sobre el mar Báltico. Pudo sentir su calor a través de las ventanillas.
Puso un canal de radio con música rock, pisó el acelerador y mantuvo una buena velocidad en dirección norte, pasando de largo los pequeños pueblos que bordeaban la costa. La serpenteante carretera era bonita incluso en un día frío y nublado. Discurría a través de poblados bosques de pinos y amplias arboledas junto al mar, calas y arroyos que desembocaban y desaparecían en el agua.
Poco a poco, la carretera torcía hacia el oeste y se alejaba de la costa para enfilar hacia Norrköping. Nada más dejar esta ciudad, Joakim se detuvo a comer un par de sándwiches en un desierto restaurante de hotel. En la nevera, podía elegir entre siete botellas distintas de agua mineral, sueca, noruega, italiana y francesa: comprendió que había regresado a la civilización, pero decidió tomar agua del grifo.
Después de comer, continuó su camino; primero pasó por Södertälje y más tarde llegó a Estocolmo. A la una y media, alcanzó los altos edificios de los suburbios del sudoeste, y su Volvo con remolque se convirtió en uno de los muchos vehículos, grandes y pequeños, que rodaban por los carriles hacia el centro. Pasó de largo interminables hileras de almacenes, edificios de viviendas y estaciones de tren de cercanías.
La bella Estocolmo se perfilaba en la lejanía, una gran ciudad junto al Báltico, construida sobre islas de diferentes tamaños. Pero Joakim, en realidad, no se sentía contento de regresar al lugar de su infancia. Solo pensaba en las aglomeraciones, las colas y la lucha por ser el primero. En la ciudad siempre había problemas de espacio; insuficientes viviendas, escasas zonas donde aparcar, pocas plazas de guardería. Faltaban incluso tumbas. Joakim había leído en el periódico que, actualmente, se recomendaba a la gente que incinerara a sus muertos para que así ocuparan menos espacio en los cementerios.
Ya echaba de menos ludden.
La autopista se bifurcaba constantemente en un infinito laberinto de puentes y cruces. Joakim eligió una de las salidas, giró y descendió a la cuadrícula de la ciudad, con sus señales de tráfico, ruido de motores y calles en obras. En un cruce, se encontró encajonado entre un autobús y un camión de la basura y vio a una mujer que cruzaba la calle empujando un cochecito. El niño le preguntó algo, pero la madre mantenía la mirada al frente, con expresión enfadada.
Joakim tenía un par de cosas que hacer en la capital. La primera, visitar una pequeña galería de arte en Östermaln y recoger un óleo, un paisaje, una herencia de la que él, en realidad, no quería responsabilizarse.
El dueño no estaba, pero sí la madre de este, que reconoció a Joakim. Después de que él firmara el recibo ella desapareció en el interior del local para abrir una puerta de seguridad y sacar el cuadro de Rambe. Este se encontraba dentro de una caja de madera atornillada.
– Lo estuvimos admirando ayer antes de guardarlo -comentó la mujer-. Es una maravilla.
– Sí, lo hemos echado de menos -contestó Joakim, a pesar de que no era cierto.
– ¿Hay alguno más en Öland?
– No lo sé. La familia real tiene uno, me parece, pero no creo que lo tengan colgado en Solliden.
Con el cuadro guardado en el portaequipajes, Joakim condujo hacia el oeste, hacia las casas de Bromma. A las dos y media, la hora punta aún no había empezado del todo, y tardó apenas un cuarto de hora en salir de la ciudad y llegar a la manzana donde se encontraba Åppelvillan.
Se acercó a su viejo hogar con más nostalgia de la que había sentido por Estocolmo. La casa estaba a solo cien metros del lago, dentro de un gran jardín rodeado por una valla y espesos setos de lilas. En la misma calle había otras cinco grandes casas, pero entre los árboles solo se vislumbraba una.
Åppelvillan era una alta y amplia casa de madera construida para un director de banco a principios del siglo XX. Pero antes de que Joakim y Katrine la compraran, estuvo habitada durante muchos años por un colectivo New-Age, jóvenes familiares de los propietarios que se habían dedicado a alquilar habitaciones y que, al parecer, se preocupaban más por meditar que por hacer trabajos de carpintería y pintura.
Ningún integrante del colectivo se había implicado o había mostrado el más mínimo respeto por el edificio, y los vecinos de las casas adyacentes lucharon durante años por echarlos de allí. Cuando finalmente la adquirieron Joakim y Katrine, la casa estaba en ruinas y el jardín cubierto de maleza. Ambos se aplicaron a la reforma de Åppelvillan con la misma energía con la que arreglaron su primer apartamento en Rörstrandsgatan, donde antes de ellos había vivido una vieja loca de ochenta y dos años con siete gatos.
Joakim trabajaba como profesor de manualidades y se ocupaba de restaurar Åppelvillan por las tardes y durante los fines de semana; Katrine aún conservaba su puesto de media jornada como profesora de dibujo y dedicaba el resto del tiempo a la casa.
Celebraron el segundo cumpleaños de Livia con Ethel e Ingrid en medio de una confusión de suelos levantados, botes de pintura, rollos de papel de pared y lijadoras. Solo tenían agua fría, pues el calentador se había estropeado ese mismo fin de semana.
Sin embargo, cuando Livia cumplió tres años pudieron celebrar una tradicional fiesta infantil con suelos recién acuchillados, paredes pulidas y empapeladas y escaleras y barandillas reparadas y enceradas. Y en el primer cumpleaños de Gabriel, la casa estaba prácticamente reformada.
En la actualidad la casa parecía de nuevo una mansión de fin de siglo, y podían entregarla en buen estado, a no ser por las hojas del jardín y el césped sin cortar. Sus nuevos propietarios iban a ser los Stenberg: una pareja en la treintena, sin hijos, que trabajaban en Estocolmo, pero no querían vivir en el centro.
Joakim detuvo el coche en la entrada de grava y dio marcha atrás de forma que el remolque quedara junto al garaje. Se apeó y miró alrededor.
Toda la manzana estaba en silencio. Los únicos vecinos cuya casa quedaba a la vista eran los Hesslin. Lisa y Michael Hesslin se habían hecho buenos amigos de Katrine y Joakim; pero esa tarde sus coches no estaban en la entrada. Habían pintado la fachada el verano anterior, en esa ocasión de amarillo. Cuando la revista Vackra villor hizo un reportaje sobre ella la tenían pintada de blanco.
Joakim volvió la cabeza y miró hacia la valla de madera y la entrada de grava de Åppelvillan.
Pensó sin querer en Ethel. Había pasado casi un año, pero aún recordaba sus gritos.
Junto a la valla, un estrecho sendero conducía a una arboleda. Aquella noche, nadie vio a Ethel recorrerlo, aunque fuera el camino más corto para llegar al lago.
Se encaminó hacia la casa y levantó la vista hacia la blanca fachada. El color aún conservaba su lustre, y Joakim recordó todos y cada uno de los largos brochazos que había dado cuando la pintara, con finas capas de aceite de linaza, hacía dos veranos.
Introdujo la llave en la cerradura, abrió y entró. Al cerrar tras de sí, permaneció inmóvil.
Tras la mudanza había limpiado, y el suelo aún aparecía libre de polvo. Todos los muebles, alfombras y cuadros habían desparecido del recibidor y de los salones: pero permanecían los recuerdos. Eran muchos. Durante más de tres años, Katrine y él se habían dejado la piel en aquella casa.
Las habitaciones que lo rodeaban estaban en completo silencio, pero en su interior él podía oír el eco de los martillazos y sierras. Se quitó los zapatos y entró en el recibidor. Aún flotaba en el aire un ligero olor a productos de limpieza.
Recorrió las habitaciones, quizá fuera la última vez que lo hacía. En el piso de arriba, en uno de los dos cuartos de invitados, se detuvo en el umbral durante unos segundos. Una pequeña habitación con una sola ventana. Papel pintado blanco brillante y el suelo desnudo. Allí había dormido Ethel mientras vivió con ellos.
En el sótano aún quedaban unas cuantas cosas, las que no habían cabido en el camión de la mudanza. Joakim bajó la empinada y estrecha escalera y comenzó a recogerlas: un sillón, unas cuantas sillas, un par de colchones, una pequeña escalera y una jaula polvorienta, recuerdo de William el periquito, muerto hacía unos años. No habían tenido tiempo de limpiar allí, pero encontró la aspiradora. La encendió y la pasó rápidamente por el suelo de cemento pintado y luego, con una bayeta, quitó el polvo de armarios y molduras.
De esta manera, la casa quedó casi vacía e impecable.
A continuación reunió todos los utensilios de limpieza -aspiradora, cubos, productos varios y bayetas- y los dejó al pie de la escalera del sótano.
En el cuarto de carpintería, a la izquierda, aún colgaban de la pared muchas de sus herramientas de reserva. Joakim empezó a colocarlas en una caja de mudanza. Martillo, limas, alicates, taladradoras, escuadras, destornilladores. Quizá los destornilladores modernos fueran mejores, pero no eran tan sólidos como los antiguos.
Pinceles, serruchos de punta, nivel, metro… Sostenía un cepillo en la mano cuando de pronto oyó que se abría la puerta principal en el piso de arriba. Enderezó la espalda y aguzó el oído.
– ¿Hola? -dijo una voz de mujer-. ¿Kim?
Era Katrine, y parecía preocupada. Oyó cómo cerraba la puerta de la calle tras sí y entraba en el recibidor.
– ¡Aquí abajo! -gritó-. En el sótano.
Volvió a aguzar el oído, pero no obtuvo respuesta.
Avanzó hacia la escalera del sótano y siguió escuchando. Al ver que arriba todo permanecía en silencio, subió apresuradamente al tiempo que comprendía lo improbable que sería ver a Katrine en el recibidor.
No había nadie. El lugar estaba tan desierto como a su llegada, hacía media hora. Y la puerta de la calle seguía cerrada.
Se acercó a ella e hizo un intento de abrirla. No estaba cerrada con llave.
– ¿Hola? -gritó hacia el interior de la casa.
Ninguna respuesta.
Durante los siguientes diez minutos Joakim recorrió la vivienda habitación por habitación, a pesar de saber que no encontraría a Katrine por ninguna parte. Era imposible, su esposa se encontraba en Öland.
¿Por qué habría cogido el coche y conducido tras él hasta Estocolmo, sin ni siquiera llamar antes?
Había oído mal. Tenía que haber oído mal.
Miró el reloj. Las cuatro y diez. Casi había anochecido al otro lado de la ventana.
Sacó su móvil y marcó el número de ludden. Katrine ya debería haber regresado a casa después de recoger a Livia y Gabriel.
Sonaron seis señales, luego siete y ocho. No hubo respuesta.
La llamó al móvil. No obtuvo respuesta.
Intentó no preocuparse mientras recogía las últimas herramientas y muebles y lo cargaba todo en el remolque. Pero cuando acabó, apagó las luces de la casa y cerró con llave, cogió de nuevo el teléfono y marcó un número local.
– Westin.
Su madre siempre sonaba preocupada al responder, pensó Joakim.
– Hola, mamá, soy yo.
– Hombre, Joakim. ¿Estás en Estocolmo?
– Sí, pero…
– ¿Cuándo vendrás?
Percibió su alegría al oír que era él, e igual de clara su desilusión cuando le dijo que no podría pasar a visitarla esa noche.
– ¿No puedes? ¿Ha ocurrido algo?
– No, qué va -contestó enseguida-. Pero creo que es mejor que regrese a Öland hoy. Tengo el cuadro de Ramble en el portaequipajes y muchas herramientas en el remolque. No quiero dejarlo en la calle durante la noche.
– Vaya -dijo Ingrid en voz baja.
– Mamá…, ¿te ha llamado Katrine hoy?
– ¿Hoy? No.
– Bien -dijo enseguida-. Solo era curiosidad.
– ¿Cuándo tienes previsto volver por aquí?
– No lo sé -respondió-. Ahora vivimos en Öland, mamá.
Nada más colgar, llamó de nuevo a ludden.
Ninguna respuesta aún. Eran las cuatro y media. Arrancó el coche y salió a la calle.
Lo último que Joakim hizo antes de conducir hacia el sur fue entregar las llaves de Åppelvillan a la inmobiliaria. Ahora Katrine y él carecían de toda propiedad en Estocolmo.
Cuando se incorporó a la autopista, la salida hacia los suburbios de las afueras se encontraba en plena hora punta, y tardó cuarenta y cinco minutos en dejar la capital. Cuando el tráfico finalmente se volvió más fluido eran las seis menos cuarto, y Joakim se detuvo en un aparcamiento cerca de Södertälje para llamar a Katrine de nuevo.
Sonaron cuatro señales, después descolgaron el auricular.
– Tilda Davidsson.
Era la voz de una mujer, aunque el nombre le resultó desconocido.
– ¿Hola? -dijo Joakim.
Tenía que haberse equivocado de número.
– ¿Quién es? -preguntó la mujer.
– Soy Joakim Westin -contestó lentamente-. Vivo en la finca de ludden.
– Comprendo.
Ella no dijo nada más.
– ¿Están mi mujer y mis hijos ahí? -preguntó entonces.
Una pausa al teléfono.
– No.
– ¿Y tú quién eres?
– Soy policía -contestó Tilda Davidsson-. Quisiera que…
– ¿Dónde está mi mujer? -la interrumpió él.
De nuevo una pausa.
– ¿Dónde se encuentra usted, Joakim? ¿Está aquí, en la isla?
La agente tenía una voz joven y algo tensa, y no le inspiró gran confianza.
– Estoy en Estocolmo -dijo-. O saliendo de allí, me encuentro a las afueras de Södertälje.
– ¿Así que viene de camino hacia Öland?
– Sí -contestó-. He ido a recoger las últimas cosas de nuestra casa de Estocolmo. -Quería parecer lúcido y conseguir que la mujer respondiera a sus preguntas-. ¿Me puede decir que ha ocurrido? ¿Le ha pasado…?
– No -lo interrumpió ella-. No puedo decirle nada. Pero lo mejor será que venga lo antes posible.
– ¿Le ha…?
– No sobrepase el límite de velocidad -le recomendó la policía, y colgó.
Joakim permaneció sentado, con el móvil en silencio pegado a la oreja y mirando fijamente el aparcamiento desierto. Coches con las luces encendidas y conductores solitarios pasaban zumbando por la autopista.
Puso la primera, salió a la carretera y continuó hacia el sur, conduciendo veinte kilómetros por encima del límite de velocidad. Pero empezó a ver imágenes de Katrine y los niños diciéndole adiós con la mano frente a la casa de ludden, y salió de la carretera y detuvo de nuevo el coche.
Esa vez sonaron solo tres señales.
– Davidsson.
Joakim no se preocupó por saludar o presentarse.
– ¿Ha ocurrido un accidente? -preguntó.
La policía guardó silencio.
– Tiene que contármelo -insistió él.
– ¿Está conduciendo? -quiso saber la mujer.
– Ahora no.
Se hizo el silencio durante unos segundos, y después llegó la respuesta:
– Alguien se ha ahogado.
– ¿Hay algún… muerto? -preguntó Joakim.
La agente volvió a quedarse callada y luego respondió como si recitara una letanía aprendida:
– No damos nunca esa información por teléfono.
Era como si el pequeño aparato que sujetaba en la mano pesara cien kilos, los músculos de su brazo derecho temblaban mientras lo sostenía.
– Esta vez tendrá que hacerlo -dijo despacio-. Quiero que me dé un nombre. Si alguien de mi familia se ha ahogado, tiene que decirme quién es. Si no, seguiré llamando.
De nuevo se hizo el silencio.
– Un momento.
La mujer dejó el teléfono y se ausentó durante lo que a Joakim le parecieron varios minutos. Temblaba dentro del coche. Luego algo chirrió en el auricular.
– Tengo un nombre -dijo la agente en voz baja.
– ¿De quién se trata?
La voz de ella sonaba mecánica, como si recitara de memoria.
– La accidentada se llama Livia Westin.
Joakim contuvo la respiración y agachó la cabeza. Tan pronto como oyó el nombre deseó alejarse de aquel instante, alejarse de aquella noche.
La accidentada.
– ¿Hola? -dijo la policía.
Joakim cerró los ojos. Deseaba taparse los oídos y silenciar todos los sonidos.
– ¿Joakim?
– Sí, estoy aquí -respondió-. He oído el nombre.
– Bien, entonces podemos…
– Tengo una pregunta más -la interrumpió-. ¿Dónde están Katrine y Gabriel?
– Están en casa de los vecinos, en la granja.
– Entonces voy para allá. Salgo ahora mismo. Dígale…, dígale a Katrine que voy de camino.
– Nos quedaremos aquí toda la noche -contestó la agente-. Alguien le estará esperando.
– De acuerdo.
– ¿Quiere que venga un sacerdote? Yo podría…
– No es necesario -la cortó él-. Nos apañaremos.
Joakim apagó el teléfono, puso en marcha el coche y se incorporó rápidamente a la carretera.
No quería hablar con ningún policía ni ningún sacerdote, solo deseaba estar junto a Katrine.
Estaba en la granja de los vecinos, le había dicho la mujer policía. Tenía que tratarse de la gran casa al sur de ludden, la de las vacas pastando en las praderas de la playa: pero no tenía su número de teléfono, ni siquiera sabía cómo se llamaba la familia que vivía allí. Al parecer, Katrine se relacionaba con ellos. Pero ¿por qué no lo había llamado ella misma? ¿Estaría conmocionada?
De pronto, Joakim comprendió que estaba pensando en la persona equivocada.
Ya no veía nada. Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas y tuvo que detenerse en el arcén, encender las luces de emergencia y apoyar la frente sobre el volante.
Cerró los ojos.
Livia los había abandonado. Aquella misma mañana había estado escuchando un cuento en el asiento de atrás del coche.
Se sorbió los mocos y miró por la ventanilla. La carretera estaba a oscuras.
Joakim pensó en ludden, y en los pozos.
Debía de tratarse de un pozo. ¿Acaso no había encontrado una tapadera de uno en el jardín?
Viejos pozos con tapaderas partidas: ¿por qué no había mirado si existía alguno en su terreno? Livia y Gabriel habían corrido libremente por la finca. Debería haber hablado con Katrine sobre los riesgos que podía haber.
Ahora era demasiado tarde.
Tosió y arrancó el Volvo de nuevo. Ya no se detendría más.
Katrine lo esperaba.
Al regresar a la carretera, se le representó el rostro de su mujer frente a él. Todo comenzó cuando ambos se conocieron en aquella visita a un apartamento. Luego había llegado Livia.
Responsabilizarse del bebé había sido un gran paso. Querían tener hijos, pero no tan pronto. Katrine quería hacer las cosas en el orden correcto. Habían pensado vender el apartamento y comprarse una casa en las afueras de la ciudad antes de tener descendencia.
Recordó las horas que habían pasado sentados en la cocina, hablando en voz baja de Livia.
– ¿Qué podemos hacer? -había dicho Katrine.
– Me encantaría cuidar de ella -había respondido Joakim-. Aunque no estoy seguro de que sea el momento perfecto.
– No es perfecto -había replicado su mujer, irritada-. Al contrario. Pero es el momento en el que nos encontramos.
Finalmente, se decidieron por Livia. Compraron también la casa y tres años más tarde Katrine se quedó embarazada. Gabriel fue planeado, a diferencia de su hermana.
Y justo como Joakim había pronosticado, le encantó ver crecer a su hija. Le gustaba su voz clara, su energía y su curiosidad.
«Katrine.»
¿Cómo se sentiría ahora? En su cabeza lo había llamado; él la había oído.
Cambió de marcha y pisó el acelerador. Con el remolque detrás, el coche no podía mantener la velocidad máxima, pero casi.
Lo más importante era llegar cuanto antes a la finca, a Öland; a casa, con su mujer y su hijo. Necesitaban estar juntos.
El claro rostro de Katrine flotaba en la oscuridad frente al coche. La podía ver.
A las ocho de la tarde, había vuelto la calma a los faros de ludden. Tilda Davidsson se encontraba en la gran cocina de la casa.
Todo estaba en silencio. Incluso el débil viento del mar había cesado.
Echó un vistazo a la cocina y tuvo la sensación de encontrarse en otro siglo. De no haber sido por los modernos muebles de cocina, le habría parecido hallarse en una casa de finales del siglo XIX. Un hogar acomodado. La mesa era una pieza de encina grande y pesada. En las encimeras se veían cacerolas de cobre, porcelana oriental y botellas de cristal soplado. Las paredes y el techo estaban pintados de blanco, pero los armarios y listones de madera eran de color azul celeste.
A Tilda no le hubiera importado entrar en una cocina como aquella por las mañanas, en lugar de la que tenía en su cuchitril de la plaza, en Marnäs.
En aquel momento, se encontraba sola en la casa. Hans Majner y otros dos colegas que acudieron desde Borgholm al lugar del accidente se habían marchado en torno a las siete. Su jefe, Göte Holmblad, había estado en el lugar, pero se mantuvo en un discreto segundo plano y se fue a las cinco, casi al mismo tiempo que la ambulancia.
Joakim Westin, el padre de la familia que vivía allí, llegaría en coche de Estocolmo por la noche (había quedado claro que la policía debía esperarlo). Ella fue la única que se ofreció, gesto que sus colegas aprobaron enseguida.
Tilda esperaba que su conformidad no se debiera a que era una mujer, sino a que era la más joven y llevaba menos tiempo de servicio.
No le importaba hacer turno de noche. Su única ocupación durante toda la tarde, aparte de vigilar la radio y el teléfono, había sido impedir que un reportero del Ölands-Posten se acercara al lugar del accidente con su cámara. Lo remitió al responsable de prensa de Kalmar.
Cuando los hombres de la ambulancia bajaron a la playa con la camilla, ella los siguió. Se quedó en el rompeolas, viendo cómo sacaban lentamente el cadáver del agua que separaba el muelle del faro norte. Los brazos colgaban inermes, la ropa chorreaba. A pesar de que esa era la quinta muerte accidental que Tilda presenciaba estando de servicio, creía que nunca se acostumbraría al momento en que sacaban los cuerpos sin vida del agua o de los coches destrozados.
También fue ella la que respondió a la llamada de Joakim Westin. En realidad, iba contra las reglas policiales informar por teléfono a los parientes de un accidente mortal, pero todo había salido bien. Le dio la mala noticia -la peor posible-, pero la voz de Westin se mantuvo tranquila y serena durante toda la conversación. A menudo era mejor oír las malas noticias cuanto antes.
«Facilitar tanto a la víctima como a sus familiares la información más correcta posible lo antes posible»: Martin se lo había enseñado en la Escuela Superior de Policía.
Salió de la cocina y se dirigió al interior de la casa. Allí flotaba un ligero olor a pintura. La habitación más cercana estaba recién empapelada y el suelo recién acuchillado y era realmente acogedora, pero al seguir por el pasillo vio otras habitaciones frías, oscuras y sin muebles. Recordó el viejo apartamento que había tenido al salir de la escuela, un cuchitril sin calefacción donde las personas vivían como animales.
La casa de ludden no era un lugar en el que a Tilda le apeteciera vivir, especialmente en invierno. Era demasiado grande. Y la costa seguro que estaba preciosa cuando el sol brillaba, pero de noche la desolación era total. Marnäs, con su única calle de tiendas, le parecía una poblada metrópolis en comparación con el vacío de ludden.
Salió sin apagar la luz, se dirigió al porche acristalado y abrió la puerta de la calle.
Del mar soplaba un viento húmedo. El patio solo estaba iluminado por una bombilla cubierta por una pantalla rota de cristal que proyectaba una luz amarillenta sobre las baldosas y montículos de hierba del patio.
Tilda se refugió al socaire de la pared de piedra del gran establo, junto a un montón de hojas mojadas, y sacó su teléfono. Deseaba oír otra voz, pero esa noche no había podido llamar a Martin y ahora ya era demasiado tarde (se habría marchado ya a casa). Marcó el número de la casa vecina, la de los Carlsson; tras dos señales, respondió la madre.
– ¿Cómo están? -preguntó Tilda.
– Acabó de entrar a verlos y ambos dormían -contestó Maria Carlsson en voz baja-. Los he instalado en el cuarto de invitados.
– Bien -dijo ella-. ¿Cuándo se acostarán ustedes? Había pensado pasar por allí con Joakim Westin, pero no llegará de Estocolmo hasta dentro de tres o cuatro horas.
– Pase cuando sea. Roger y yo estaremos despiertos el tiempo que sea necesario.
En cuanto Tilda hubo apagado el teléfono, volvió a sentirse sola.
Eran las ocho y media. Pensó en ir a Marnäs y descansar un rato, pero corría el riesgo de que Westin o algún otro llamara a ludden.
Regresó al interior de la casa por el porche.
Esa vez, continuó por el corto pasillo y se detuvo en el umbral de una de las habitaciones. Era un cuarto pequeño y acogedor, como una luminosa capilla en un oscuro palacio. El papel de las paredes era amarillo con estrellas rojas y a lo largo de las paredes había una decena de peluches sentados en pequeñas sillas.
Se trataba sin duda de la habitación de la hija.
Tilda entró con cuidado y se quedó de pie en medio de la habitación, sobre la suave alfombra. Supuso que los padres habrían arreglado primero las habitaciones de los niños para que estos se sintieran rápidamente en casa. Recordó la pequeña habitación en la que ella había crecido, en un apartamento de Kalmar, y que había compartido con sus hermanos. Siempre deseó tener su propio dormitorio.
La cama era corta pero ancha, con una colcha amarilla y cantidad de mullidos cojines estampados con elefantes y leones que llevaban gorros de dormir y descansaban en sus camitas.
Tilda se sentó en ella. Emitió un débil chirrido, pero era blanda.
La casa seguía en completo silencio.
Se echó hacia atrás, donde la recibió el montón de cojines, y se relajó con la mirada fija en el techo. Si dejaba volar la imaginación, la superficie blanca se convertía en una pantalla en la que se veían sus recuerdos.
Tilda vio a Martin en el techo, en la misma postura en la que durmió a su lado la última vez. Fue en su antiguo apartamento, en Växjö, hacía casi un mes, y esperaba que dentro de poco fuera a visitarla a Märnas.
Nada es tan cálido y acogedor como una habitación infantil.
Respiró lentamente y cerró los ojos.
Si vienes a mí, yo iré a ti…
Tilda se incorporó de golpe, sobresaltada, sin saber dónde se encontraba. Pero papá estaba con ella, podía oír su voz.
Abrió los ojos.
No, su padre había muerto; se salió de la carretera hacía once años.
Parpadeó, miró a su alrededor y comprendió que se había quedado dormida.
Percibió el aroma a madera acuchillada y vio un techo recién pintado sobre su cabeza; entonces recordó que se encontraba en una cama pequeña, en ludden. Justo después, la asaltó el desagradable recuerdo del agua chorreando: cómo se escurría de la ropa del cuerpo en la playa.
Se había dormido en el cuarto de la niña.
Tilda se sacudió el sueño, miró el reloj y vio que eran las once y diez. Había dormido más de dos horas, y había tenido extraños sueños sobre su padre. Él había estado con ella en aquella habitación.
Captó algo y levantó la cabeza.
La casa ya no estaba en silencio. Oyó débiles sonidos que subían y bajaban, como la voz de una o varias personas. Un sonido de voces que susurraban.
Parecían murmullos amortiguados. Un grupo de personas que hablaban en voz baja e impetuosa en algún lugar del exterior.
Tilda se levantó en silencio de la cama, con la sensación de estar escuchando a escondidas.
Contuvo la respiración para oír mejor y dio un par de cautelosos pasos hacia la puerta. Salió de la habitación y aguzó el oído de nuevo.
Quizá solo fuera el sonido del viento.
Se encaminó de nuevo al porche, y, justo cuando empezaba a distinguir las voces con claridad a través del cristal de las ventanas, enmudecieron de golpe.
Fuera, todo permanecía en silencio y estaba en penumbra.
Al segundo siguiente, una potente luz barrió las habitaciones de la casa: los faros de un coche.
Oyó acercarse el débil sonido de un motor y comprendió que Joakim Westin había regresado a ludden.
Tilda lanzó una última mirada al patio para cerciorarse de que todo estaba en orden. Pensó en las voces que había oído y tuvo la vaga sensación de haber hecho algo prohibido, a pesar de que le había parecido obvio esperar al hombre dentro de la casa caldeada. Se puso los zapatos y salió a la oscuridad.
En ese momento, apareció un coche con un remolque y se detuvo en el jardín.
El conductor apagó el motor y se apeó. Joakim Westin. De unos treinta y cinco años, alto y delgado, con vaqueros y anorak. Tilda apenas podía distinguir su rostro en la oscuridad, pero le pareció que él la miraba severamente. Abandonó el coche con rápidos movimientos cargados de tensión.
Cerró la puerta del coche y se le acercó.
– Hola -la saludó. Hizo un gesto con la cabeza sin tenderle la mano.
– Hola. -Ella repitió el gesto-. Tilda Davidsson, de la policía de proximidad… Hemos hablado por teléfono.
Le habría gustado llevar el uniforme en lugar de ir vestida de civil. Habría resultado más apropiado en esa noche oscura.
– ¿Estás sola? -preguntó Westin.
– Sí, mis colegas ya se han marchado -respondió ella-. La ambulancia también.
Se hizo el silencio. Westin permaneció quieto, como si se sintiera inseguro, y a Tilda no se le ocurrió nada que decir.
– Livia, ¿no está…, aquí? -inquirió Westin al fin, con la mirada dirigida a la ventana con luz de la casa.
– Se la han llevado a Kalmar -contestó ella.
– ¿Dónde fue? -preguntó él, y la miró-. ¿Dónde ocurrió?
– En la playa…, junto a los faros.
– ¿Ocurrió en los faros?
– Bueno…, aún no estamos seguros.
Westin dejó vagar la mirada entre Tilda y la casa.
– ¿Y Katrine y Gabriel? ¿Siguen con los vecinos?
Ella asintió.
– Están durmiendo. He llamado hace un rato para ver cómo estaban.
– ¿Se trata de aquella casa de allí? -preguntó Westin, y miró hacia una luz al sudoeste-. ¿La granja?
– Sí.
– Voy para allá.
– Te puedo llevar -dijo Tilda-. Podemos…
– No, gracias. Necesito caminar.
Pasó a su lado, saltó el muro de piedra y se metió de lleno en la oscuridad a largas zancadas.
Una de las lecciones que había aprendido en la Escuela de Policía era: «Nunca hay que dejar solas a las personas en duelo», así que lo siguió a toda prisa. No era momento de intentar relajar el ambiente con preguntas sobre el viaje a Estocolmo u otra charla informal, así que caminó en silencio por los campos hacia la granja.
Deberían haber cogido una linterna, pues la oscuridad allí fuera era total. No obstante, Westin parecía no tener problemas para encontrar el camino.
Tilda creyó que el hombre se había olvidado de que ella lo seguía, pero de pronto volvió la cabeza y dijo en voz baja:
– Cuidado… aquí hay alambre de espino.
Joakim le indicó un camino junto a la valla y se acercaron a la carretera general. Tilda pudo oír el débil rumor del negro mar al este. Parecía casi un susurro y le recordó el sonido de la casa. Las voces que susurraban a través de las paredes.
– ¿Vive alguien más en la casa? -preguntó.
– No -contestó Westin, lacónico.
Él no preguntó a qué se refería, y ella no añadió nada más.
Tras un centenar de metros, llegaron a un camino de grava que conducía directamente a la granja. Pasaron una especie de silo y una hilera de tractores aparcados. Tilda notó el olor a estiércol y oyó débiles mugidos procedentes de un oscuro establo, al otro lado de la explanada.
Habían llegado a la casa de ladrillo de la familia Carlsson. Un gato negro abandonó la escalera, dobló una esquina y desapareció; Westin preguntó en voz baja:
– ¿Quién la encontró… fue Katrine?
– No -dijo Tilda-. Creo que fue una de las maestras de la guardería.
Joakim Westin volvió la cabeza y le lanzó una larga mirada, como si no entendiera lo que le decía.
Más tarde, comprendió que debería haberse quedado más tiempo al pie de la escalera para hablar con él. En cambio, subió dos escalones hacia la puerta y, con cuidado, golpeó con los nudillos uno de los cristales.
Al poco, apareció una mujer rubia, vestida con rebeca y falda, que les abrió la puerta. Se trataba de Maria Carlsson.
– Hola, pasad -saludó en voz baja-, iré a despertarlos.
– Deja que Gabriel siga durmiendo -dijo Joakim.
Maria Carlsson asintió y dio media vuelta; los dos visitantes la siguieron despacio. Se detuvieron ante la puerta del salón, una combinación de cuarto de estar y comedor. Había velas encendidas en las ventanas y un aparato de música emitía una suave melodía de flauta.
Reinaba un ambiente de solemne entierro, pensó Tilda, como si fuera allí donde había muerto alguien y no en los faros de ludden.
Maria Carlsson desapareció en una habitación sin luz. Se demoró un par de minutos, después, apareció una niña.
Llevaba puestos unos pantalones y un jersey, y sujetaba con fuerza un muñeco bajo el brazo. Los observó con una indiferente mirada somnolienta. Pero al descubrir quién se encontraba en la habitación, se espabiló enseguida y comenzó a sonreír.
– ¡Hola, papá! -exclamó, y correteó hacia él.
La niña no sabía nada, comprendió Tilda. Aún nadie le había contado que su madre se había ahogado.
Lo más extraño fue que el padre, Joakim Westin, permaneció inmóvil en la puerta, sin ir al encuentro de su hija.
Tilda lo miró y vio que ya no parecía decidido, sino asustado y desconcertado, casi aterrorizado.
La voz de Joakim Westin estaba cargada de pánico cuando dijo:
– Esta es Livia. -Y, mirando a Tilda, añadió-: ¿Y Katrine? ¡Mi mujer! ¿Dónde está Katrine?