DICIEMBRE

18

Había comenzado un nuevo mes, el mes de Navidad, y era viernes por la tarde. Joakim había subido al helado altillo del establo y ahora se hallaba frente a la pared con los nombres de los muertos. En las manos sostenía un martillo y un escoplo recién afilado.

Subía allí una hora antes de ir a buscar a Livia y a Gabriel, cuando el sol se ponía y las sombras se apoderaban del patio. Era una especie de recompensa que se concedía a sí mismo cuando el trabajo de la reforma iba bien.

A pesar del frío, sentarse allí arriba en medio del silencio lo tranquilizaba. Le gustaba estudiar los nombres grabados en la pared. Leía una y otra vez el nombre de Katrine como si fuera un mantra.

Al tiempo que se aprendía muchos de los nombres de memoria, la propia pared, con sus nudos y anillos, empezó a resultarle familiar. A la izquierda, en el rincón, una de las vigas del medio de la pared tenía una profunda hendidura que llamó la atención de Joakim.

Al acercarse, observó que la madera se había resquebrajado a lo largo de uno de sus anillos. Luego, la fisura se había agrandado hacia abajo formando una línea diagonal. Al posar la mano en ella, la viga crujió y cedió.

Joakim decidió volver al altillo con las herramientas.

Colocó el escoplo en la hendidura, golpeó con el martillo y vio cómo el hierro afilado traspasaba la madera.

Apenas necesitó una docena de martillazos para que el extremo de la viga saltara. Al hacerlo cayó hacia el interior y el ruido sordo de la caída le indicó a Joakim que el suelo de madera proseguía al otro lado de la pared. Pero no alcanzaba a ver lo que había allí dentro.

Cuando se agachó para mirar por el agujero de unos centímetros de ancho, lo asaltó un olor familiar que le obligó a cerrar los ojos y apoyarse contra la pared.

Era el olor de Katrine.

Se puso de rodillas e introdujo la mano izquierda en la abertura. Primero los dedos, luego la muñeca y al final todo el brazo. Tanteó sin encontrar nada.

Pero al retirar la mano, sus dedos se toparon con algo blando.

Parecía una tela áspera: como unos pantalones o una chaqueta.

Joakim apartó el brazo enseguida.

En ese momento le llegó un ruido sordo procedente del exterior, y vio el reflejo de una luz en las ventanas heladas del establo. Un coche entraba en el jardín.

Lanzó un último vistazo a la abertura de la pared y luego se dirigió a la escalera y bajó del altillo.

En el jardín, la luz del coche lo deslumbró. Oyó una puerta cerrarse.

– ¡Hola, Joakim!

Era una voz enérgica y conocida. Marianne, la directora de la guardería.

– ¿Ha pasado algo? -preguntó.

Le lanzó una mirada desconcertada y luego se levantó la manga izquierda de la chaqueta para mirar el reloj. A la claridad de la luz del coche vio que ya eran las cinco y media.

La guardería cerraba a las cinco. Se había olvidado de ir a buscar a Gabriel y a Livia.

– Se me ha pasado… Me he olvidado del tiempo.

– No importa -dijo Marianne-. Tenía miedo de que hubiera sucedido algo. He llamado por teléfono, pero nadie ha contestado.

– Sí, estaba…, estaba en el establo trabajando.

– Esas cosas pasan -contestó la mujer, y sonrió.

– Gracias -dijo Joakim-. Gracias por traerlos a casa.

– No tiene importancia, vivo en Rörby. -Marianne se despidió con la mano y regresó al coche-. Hasta el lunes.

Después de que la mujer abandonara el jardín marcha atrás, Joakim se dirigió avergonzado hacia el recibidor. Oyó voces en la cocina.

Livia y Gabriel ya se habían quitado las botas y los abrigos, que estaban tirados por el suelo. Los niños se hallaban sentados a la mesa de la cocina y compartían una mandarina.

– Papá, te has olvidado de recogernos -dijo Livia en cuanto él traspasó el umbral.

– Lo sé -respondió en voz baja.

– Marianne nos ha traído.

No sonaba enfadada, más bien sorprendida por el cambio de rutina.

– Lo sé -dijo-. No era mi intención.

Gabriel comía los gajos de mandarina ajeno al suceso, pero Livia le dirigió una intensa mirada.

– Vamos a cenar -dijo Joakim, y se encaminó a toda prisa a la despensa.

La pasta con salsa de atún era un plato favorito de los niños, así que hirvió el agua y calentó la salsa. De vez en cuando miraba de reojo por la ventana de la cocina.

El establo se alzaba como un castillo negro al otro lado del patio.

Guardaba secretos. Una habitación oculta sin puerta.

Una habitación que durante un instante había estado repleta del olor de Katrine. Joakim estaba seguro de haberlo percibido; el aroma había fluido por el agujero de la pared y no había podido resistirlo.

Quería entrar en la habitación, pero la única manera sería cortando los gruesos tablones con una sierra. Y de ese modo destruiría los nombres grabados en ellos, algo que Joakim nunca haría. Sentía demasiado respeto por los muertos.


Cuando la temperatura descendió por debajo de cero grados, el frío también empezó a colarse en la casa. Joakim confiaba en los radiadores y las chimeneas de la planta baja, pero había corrientes de aire a ras del suelo y también en alguna ventana. Los días de viento, buscaba esas corrientes por suelos y paredes, y luego las aislaba desprendiendo parte del panel exterior e introduciendo estopa prensada entre la madera.

El primer fin de semana de diciembre, la temperatura se mantuvo alrededor de los cinco grados bajo cero mientras hubo sol, pero por la tarde descendió hasta los diez bajo cero.

El domingo por la mañana, Joakim miró por la ventana y vio que el mar tenía una capa de hielo. Cubría más de un centenar de metros. Debía de haberse formado durante la noche, junto a la playa, y luego se había extendido lentamente alrededor de los cabos hasta mar adentro.

– Dentro de poco podremos ir caminando hasta Gotland por el agua -les dijo a los niños, que estaban sentados a la mesa del desayuno.

– ¿Qué es Gotland? -preguntó Gabriel.

– Es una isla muy grande del mar Báltico.

– ¿Y podemos ir caminando hasta allí? -inquirió Livia.

– No, era una broma -aclaró Joakim enseguida-. Está demasiado lejos.

– Pero ¡yo quiero ir!

No se podía bromear con una niña de seis años: se lo tomaba todo al pie de la letra. Joakim miró por la ventana y le vino a la cabeza la imagen de Livia y Gabriel caminando sobre aquel hielo negro, alejándose más y más. Luego el hielo se partía de pronto, se abría un gran agujero y desaparecían…

Se dio la vuelta hacia su hija.

– Gabriel y tú no debéis ir al hielo. Jamás. Nunca se sabe si va a romper.


Por la tarde, Joakim llamó a sus vecinos de Estocolmo, Lisa y Michael Hesslin. No había sabido nada de ellos desde la noche en que abandonaron ludden.

– Hola, Joakim -saludó Michael-. ¿Estás en Estocolmo?

– No, seguimos en Öland. ¿Qué tal estáis?

– Bien. Me alegro de oírte.

Sin embargo, Joakim notó que Michael sonaba distinto. Quizá se sentía avergonzado por lo ocurrido la última vez que se vieron.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó-. ¿Qué tal la empresa?

– Perfectamente -respondió Michael-. Con muchos proyectos emocionantes. Antes de Navidad siempre hay mucho jaleo.

– Bueno…, solo quería saber cómo estabais. Tuvimos una despedida un poco precipitada la última vez que nos vimos.

– Sí -convino el otro, y dudó antes de proseguir-. Lo siento. No sé qué pasó. Me desperté en mitad de la noche y no pude volver a dormirme.

Guardó silencio.

– Lisa me contó que habías tenido una pesadilla -apuntó Joakim-. Que soñaste que había alguien junto a la cama.

– ¿Eso dijo? Bueno, no lo recuerdo.

– ¿No recuerdas a quién viste?

– No.

– Yo nunca he visto nada raro aquí, en la casa -dijo él-, aunque a veces he sentido cosas. Y en el altillo del establo he encontrado una pared donde la gente ha…

– ¿Qué tal las reformas? -lo cortó Michael-. ¿Cómo van?

– ¿Qué?

– ¿Has acabado de empapelar?

– No…, aún no.

Joakim perdió el hilo, pero comprendió que Michael no tenía ganas de comentar sensaciones raras o sueños inquietantes. Fuera lo que fuese lo que había sentido esa noche, había aislado ese recuerdo a cal y canto.

– ¿Qué haréis en Navidad? -le preguntó Joakim, cambiando de tema-. ¿Lo celebraréis en casa?

– Seguramente iremos al campo -contestó el otro-. Pero pasaremos el Año Nuevo aquí, en casa.

– Entonces quizá nos veamos.

La conversación no duró mucho más. Cuando Joakim colgó, miró por la ventana, hacia la tenue capa de hielo que cubría el mar y la playa desierta. Ante esa gélida desolación casi echó de menos las abarrotadas calles de Estocolmo.


– Hay una habitación secreta en la finca -le dijo Joakim a Mirja Rambe-. Una habitación sin puerta.

– ¿Sí? ¿Dónde?

– En el altillo del heno. Es grande…, he medido a pasos el establo, y la superficie del piso superior acaba casi cuatro metros antes que la pared exterior. -Miró a Mirja-. ¿No lo sabías?

Ella negó con la cabeza.

– Ya tengo suficiente con esa pared llena de nombres. Eso ya es lo bastante emocionante.

Mirja se inclinó hacia delante en el gran sofá y le sirvió café humeante. Luego cogió una botella de vodka y preguntó:

– ¿Quieres un poco en el café?

– No, gracias. No bebo alcohol y…

Ella esbozó una sonrisa.

– Entonces, yo tomaré mi ración -dijo, y se sirvió de la botella.

Mirja vivía en un amplio piso junto a la catedral de Kalmar y esa tarde había invitado a la familia a cenar.

Livia y Gabriel pudieron conocer por fin a su abuela. Cuando entraron en el recibidor, ambos guardaron silencio y permanecieron a la expectativa; Livia observó con desconfianza una estatua de mármol situada en un rincón, que representaba el torso desnudo de un hombre. Tardó un momento antes de empezar a hablar. Había llevado consigo a Foreman y dos ositos de peluche y le presentó los tres a su abuela. Esta los condujo a su estudio, donde había pinturas de Öland acabadas y a medio terminar en las paredes. Todas representaban una llanura florida bajo un despejado cielo azul.

Tratándose de alguien que apenas se había preocupado por sus nietos hasta ese momento, Mirja les mostró un inusitado interés. Después de comer koppkakor intentó convencer a Gabriel para que se sentara en su regazo, y al fin lo consiguió, aunque el niño apenas permaneció unos minutos con ella antes de salir corriendo detrás de Livia, para ver el programa infantil en el cuarto de la televisión.

– Nos hemos quedado solos con el café -comentó Mirja, y se sentó en el sofá del salón.

– Está bien -respondió Joakim.

En las paredes de toda la casa había cuadros de ella, pero en el salón tenía dos de la tormenta de nieve pintados por su madre, Torun. Ambos mostraban la ventisca que se aproximaba a la costa como una negra cortina a punto de caer sobre los dos faros. Al igual que el cuadro de ludden, esas dos pinturas de invierno irradiaban ocultas amenazas y malos presagios.

Joakim buscó en vano por el apartamento algún rastro del gusto de Katrine. Ella siempre prefería los espacios luminosos y limpios, en cambio su madre había decorado la estancia con papel pintado y cortinas oscuros, alfombras persas y un tresillo de cuero negro.

Mirja no tenía ninguna fotografía de su hija muerta ni de las hermanastras de esta. En cambio, tenía retratos de varios tamaños de sí misma y de un joven quizá veinte años menor que ella, con perilla y el pelo alborotado.

Vio que Joakim clavaba la vista en las fotografías y asintió con la cabeza mirando la del hombre.

– Ulf -dijo-. Juega al bandy, no sé si lo conoces.

– ¿Así que sois pareja? -inquirió Joakim-. ¿El jugador de bandy y tú?

Una pregunta más bien tonta. Mirja sonrió.

– ¿Te molesta?

Él negó con la cabeza.

– Bien, porque a muchos sí que les molesta -respondió ella-. Seguro que a Katrine no le gustaba, aunque nunca dijo nada. Se supone que las mujeres mayores no pueden tener vida sexual. Pero no parece que a Ulf le importe y yo no me quejo en absoluto.

– No, más bien pareces orgullosa -señaló Joakim.

Mirja se rió.

– El amor es ciego, dicen.

Bebió un sorbo de café y encendió un cigarrillo.

– Una policía de Marnäs quiere seguir con la investigación -comentó él al cabo de un rato-. Me ha llamado un par de veces.

No necesitó explicarle de qué investigación se trataba.

– Bueno -dijo Mirja-, no está mal que lo haga.

– No si nos proporciona más respuestas. Pero, en cualquier caso, Katrine no volverá.

– Yo sé por qué se ahogó -soltó entonces Mirja, y le dio una calada al cigarrillo.

Joakim alzó la vista.

– ¿Lo sabes?

– Fue la casa.

– ¿La casa?

Su suegra rió brevemente, pero no sonrió.

– Esa casa del diablo está repleta de desgracias -dijo-. Ha destrozado la vida de todas las familias que han vivido en ella.

Joakim la miró sorprendido.

– No se puede culpar a la casa del accidente.

Mirja apagó el cigarrillo.

Él cambió de tema.

– La semana que viene vendrá a verme un jubilado que sabe mucho de ludden. Se llama Gerlof Davidsson. ¿Lo conoces?

Ella negó con la cabeza.

– Pero creo que su hermano era vecino de la casa -dijo-. Ragnar. A él sí lo conocí.

– Gerlof me contará historias de ludden.

– Yo también puedo hacerlo, si es que tienes tanta curiosidad.

Mirja dio un nuevo sorbo a su taza de café. A Joakim le pareció que empezaban a vidriársele los ojos a causa del alcohol.

– ¿Cómo fuisteis a parar a ludden tu madre y tú? -preguntó.

– El alquiler era barato -respondió Mirja-. Eso para mamá era lo más importante. Con el dinero que ganaba limpiando compraba lienzos y óleos y siempre íbamos justas. Así que nuestras casas estaban acordes con nuestro nivel de ingresos.

– ¿Ya entonces la casa estaba tan deteriorada?

– Empezaba a estarlo -contestó ella-. Entonces, ludden aún pertenecía al Estado, creo, pero se la habían alquilado por poco dinero a alguien de la isla…, un campesino que no se gastó ni una corona en restaurarla. Mamá y yo éramos las únicas que queríamos vivir en la cabaña durante el invierno.

Bebió café.

Los niños reían en el cuarto de la televisión. Joakim se quedó pensativo un instante y luego preguntó:

– ¿Habló Katrine alguna vez contigo de Ethel?

– No -contestó Mirja-. ¿Quién es?

– Era mi hermana mayor. Murió el año pasado. Era adicta.

– ¿Al alcohol?

– A las drogas -dijo él-. Toda clase de drogas, pero en los últimos años sobre todo a la heroína.

– Yo nunca he tomado demasiadas drogas -comentó ella-. Pero estoy de acuerdo con personas como Huxley y Tim Leary…

– ¿En qué? -preguntó Joakim.

– Las drogas pueden abrir puertas a la mente. Sobre todo a nosotros, los artistas.

Él la miró de hito en hito. Pensó en la mirada perdida de Ethel y comprendió por qué Katrine nunca le había hablado de ella a su madre.

Luego apuró su café y miró el reloj, que marcaba las ocho y cuarto.

– Tenemos que volver a casa.


– ¿Qué os ha parecido la abuela? -preguntó Joakim en el coche, cuando regresaban a casa por el puente de Öland.

– Ha sido buena con nosotros -respondió Livia.

– Bien.

– ¿Volveremos a verla? -quiso saber la niña.

– Quizá -dijo Joakim-. Dentro de un tiempo.

Decidió no pensar más en Mirja Rambe.

19

– Mi hija me llamó ayer por la tarde -dijo una de las ancianas que se sentaban en el sofá junto a Tilda.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué dijo? -preguntó la otra anciana.

– Quería cantarme las cuarenta.

– ¿Cantarte las cuarenta?

– Sí, cantarme las cuarenta -confirmó la primera anciana-. De una vez por todas. Aseguró que yo nunca la había apoyado. «Solo has pensado en ti y en papá», dijo. «Siempre. Y nosotros, tus hijos, siempre hemos estado en un segundo plano.»

– Mi hijo me hace lo mismo pero al contrario -apuntó la otra mujer-. Llama todos los años antes de Navidad y se queja de haber recibido demasiado amor. Dice que le arruiné la infancia. No te preocupes por esas cosas, Elsa.

Tilda dejó de escuchar y miró el reloj. Ya debía de haber acabado el pronóstico del tiempo. Se levantó y llamó a la puerta de Gerlof.

– Adelante.

Cuando Tilda entró en la habitación encontró al anciano sentado junto a la radio. Llevaba el abrigo, pero no parecía que tuviera intención de ponerse de pie.

– ¿Nos vamos? -preguntó ella, y alargó el brazo.

– Quizá -dijo él-. ¿Adónde teníamos que ir?

– A ludden -contestó.

– Ah, sí… ¿Y qué vamos a hacer allí en realidad?

– Bueno, hablaremos -le explicó Tilda-. El joven propietario quiere oír historias de la casa. Tú dijiste que conocías unas cuantas.

– ¿Historias? -Gerlof se puso en pie y la miró-. Así que me ven como el típico anciano sabihondo que se sienta en la mecedora y mira con ojos chispeantes antes de ponerse a contar historias de fantasmas y supersticiones.

– No te preocupes por eso, Gerlof -dijo ella-. Considérate un sanador de almas. Una persona en duelo te necesita.

– ¿Sí? «No hay alegría en la pena, dijo el viejo que lloraba en la tumba equivocada.»

Gerlof empezó a caminar apoyado en el bastón y añadió:

– Tendremos que hacerle entrar en razón.

Tilda lo sujetó del brazo libre.

– ¿Quieres que cojamos la silla de ruedas?

– Hoy no -respondió él-. Hoy me responden las piernas.

– ¿Tenemos que comunicarle a alguien que nos vamos?

Gerlof resopló.

– No es asunto suyo.


Era el miércoles de la segunda semana de diciembre, y se dirigían a tomar un café en ludden. Gerlof y el dueño de la casa por fin se conocerían.

– ¿Cómo te va por la comisaría? -le preguntó el anciano al salir del centro de Marnäs.

– Solo tengo un compañero -respondió ella-. Y apenas le veo el pelo. Pasa casi todo el tiempo en Borgholm.

– ¿Por qué?

Tilda guardó silencio unos segundos.

– Quién sabe. Pero ayer me tropecé con Bengt Nyberg del Ölands-Posten, y me contó que ya le han puesto un mote a la nueva comisaría.

– ¿Sí?

– La llaman la comisaría de las tías.

Gerlof negó con la cabeza con hastío.

– La estación de las tías…, así llamaban también a la estación de tren de la isla cuando solo había mujeres. Los jefes de estación no creían que pudieran trabajar igual de bien que los hombres.

– Seguro que lo hacían mejor -comentó ella.

Dejaron atrás Marnäs y siguieron por la carretea desierta. Estaban a cero grados y la llanura costera parecía haberse helado; ahora era un paisaje invernal de tonos grisáceos. Gerlof miró por la ventanilla.

– Cerca del mar todo es tan bonito.

– Sí -convino Tilda-. Pero tú no eres imparcial.

– Amo mi isla.

– Y odias el continente.

– No -replicó él-. No soy ningún regionalista corto de miras…, pero el amor empieza siempre en casa. Somos nosotros, los insulares, quienes tenemos que proteger y preservar la dignidad de Öland.

Su mal humor fue desapareciendo poco a poco y se volvió más hablador. Al pasar por el pequeño cementerio de Rörby, señaló hacia la cuneta.

– Hablando de fantasmas y supersticiones, ¿quieres oír una historia que mi padre contaba por Navidad?

– Me gustaría -respondió Tilda.

– El abuelo de tu padre se llamaba Carl Davidsson -dijo Gerlof-. De joven trabajaba como jornalero en Rörby y una vez vio algo extraño. Su hermano mayor había venido a visitarlo y habían salido a dar un paseo por la iglesia a la hora del crepúsculo. Era Año Nuevo, hacía mucho frío y había caído mucha nieve. Entonces oyeron el sonido de un trineo tirado por caballos que se acercaba por detrás. El hermano mayor echó una mirada por encima del hombro, dio un grito y sujetó a Carl por el brazo. Tiró de él, lo sacó del camino y se adentraron en la nieve. Carl no comprendió de qué se trataba hasta que vio el trineo acercarse por el camino.

– Conozco la historia -apuntó Tilda-. Papá me la contó.

Pero Gerlof prosiguió como si no la hubiera oído:

– Se trataba de una carreta de heno. La carreta más pequeña que Carl había visto nunca, y tiraban de ella cuatro caballitos. Y encima del heno había unos hombrecillos grises. No alcanzaban el metro de altura.

– Gnomos -dijo ella-, ¿verdad?

– Mi padre nunca usaba esa palabra. Según él eran geniecillos que vestían ropa gris y gorro. Carl y su hermano no se atrevieron a moverse, pues los hombres no parecían amables. Pero la carreta pasó junto a los chicos sin más, y una vez dejaron atrás el cementerio, los caballos salieron del camino y desaparecieron en la oscuridad del lapiaz. -Asintió para sí-. Mi padre juraba que era una historia real.

– ¿Y vuestra madre también vio gnomos?

– Pues sí. Ella vio a un hombrecillo gris entrar corriendo en el mar cuando era joven…, aunque ocurrió en el sur de Öland. -Gerlof miró a Tilda-. Vienes de una familia que ha visto muchos sucesos extraños. Quizá hayas heredado el ojo para esas cosas.

– ¡Ojalá! -respondió Tilda.

Cinco minutos más tarde casi habían llegado al desvío de ludden, pero Gerlof quiso parar y estirar las piernas. Señaló por la ventanilla el paisaje de hierba del otro lado del muro de piedra.

– La ciénaga ha empezado a helarse. ¿Le echamos un vistazo?

Tilda detuvo el coche en la cuneta y ayudó a Gerlof a salir; soplaba un viento muy frío. Una delgada capa de hielo cubría las arterias de agua de aquella zona pantanosa.

– Esta es una de las pocas ciénagas que aún quedan en la isla -comentó el anciano mirando por encima del muro de piedra-. La mayoría han sido desecadas y han desaparecido.

Tilda siguió su mirada y de pronto vio un movimiento en el agua, una sacudida negra entre dos espesos montículos de hierba que hizo que la capa de hielo vibrara y se resquebrajara.

– ¿Hay peces?

– Claro -contestó Gerlof-. Seguro que quedan unos cuantos viejos lucios. Y las anguilas vienen aquí en primavera, cuando deshiela y los riachuelos corren hacia el Báltico.

– ¿Se puede pescar?

– Se puede, pero nadie lo hace. Cuando yo era pequeño, se decía que la carne de los peces de la ciénaga sabía a podrido. Aquí se hacían sacrificios -prosiguió Gerlof-. Los arqueólogos han encontrado oro y plata de los romanos y esqueletos de cientos de animales que fueron lanzados al agua, sobre todo caballos. -Guardó silencio y añadió-: Y huesos humanos.

– ¿Había sacrificios humanos?

El anciano asintió.

– Esclavos quizá, o prisioneros de guerra. Algún personaje importante seguramente pensó que solo servían para eso. Por lo que tengo entendido, los sumergían vivos con la ayuda de unas largas varas… Los cuerpos permanecieron ahí hasta que los arqueólogos los encontraron. -Observó el agua y continuó-: Quizá las anguilas vienen aquí año tras año por eso. Recordarán el sabor; a esos animales les gusta comer carne de…

– Calla, Gerlof.

Tilda se apartó del muro y lo miró.

– Bueno, bueno, solo charlaba -dijo él-. ¿Vamos a la casa?


Después de aparcar, Gerlof recorrió despacio el camino de grava, apoyado en el bastón y en el brazo de Tilda. Ella lo soltó solo un instante, para golpear con los nudillos el cristal de la puerta de la cocina.

Joakim Westin abrió después de la segunda llamada.

– Bienvenidos.

A Tilda le pareció que hablaba en voz más baja y que estaba más cansado que la vez anterior. Pero él le tendió la mano y hasta esbozó una sonrisa; ya no parecía enfadado con ella.

– Mi más sincero pésame -dijo Gerlof.

Westin asintió.

– Gracias.

– Yo también soy viudo.

– ¿Ah, sí?

– Sí, pero no fue un accidente; mi mujer, Ella, murió después de una larga enfermedad. Tenía diabetes, y luego problemas de corazón.

– ¿Fue hace poco?

– No, hace muchos años -contestó Gerlof-. Pero claro, a veces sigue siendo duro. Los recuerdos aún son intensos.

Joakim lo miró y asintió en silencio.

– Pasen.

Los niños estaban en la guardería, y en las luminosas habitaciones reinaba una atmósfera silenciosa y solemne. Tilda vio que Westin había trabajado duro las últimas semanas. Casi toda la planta baja estaba pintada y empapelada y empezaba a adquirir el aspecto de un hogar acogedor.

– Es como un viaje en el tiempo -comentó al entrar en el salón-. Como penetrar en una casa del siglo diecinueve.

– Gracias -respondió Joakim.

Él lo había tomado como un cumplido, pero lo que Tilda envidiaba más era el tamaño de las habitaciones. A pesar de ello, no le gustaría vivir allí.

– ¿Dónde han encontrado los muebles? -preguntó Gerlof.

– Buscamos por todas partes…, aquí en la isla y en Estocolmo -contestó Joakim-. Las habitaciones más grandes precisan mobiliario de mayor envergadura que puedan llenarlas. Por lo general, queríamos muebles antiguos que luego hemos restaurado.

– Es una buena idea -dijo Gerlof-. Hoy día, la gente apenas da valor a sus pertenencias. No las arreglan cuando se estropean, sencillamente las tiran. Ahora lo importante es comprar, no conservar.

Tilda se dio cuenta de que al anciano le gustaba ver casas viejas. Parecía que, para Gerlof, el placer por los objetos bonitos y bien hechos llevaba aparejado el saber que había un trabajo duro detrás de ellos. Tilda lo había visto mirar sus pertenencias, un viejo baúl de marinero o una colección de toallas, como si pudiera sentir todos los recuerdos que atesoraban.

– Me imagino que crea adicción -comentó Gerlof.

– ¿Adicción a qué? -preguntó Westin.

– A reformar casas -contestó con una sonrisa.

Pero Joakim negó con la cabeza.

– No es adicción. Nosotros no necesitamos cambiar la cocina entera cada año, como hacen algunas familias en Estocolmo…, y esta es solo la segunda casa que compramos. Antes de eso, solo reformábamos apartamentos.

– ¿Dónde tenían su primera casa?

– En las afueras de Estocolmo, en Bromma. Una bonita vivienda que reformamos desde los cimientos.

– ¿Y por qué se mudaron? ¿Qué problema tenía la casa?

Joakim evitó la mirada de Gerlof.

– No tenía ningún problema…, nos gustaba mucho. Pero no viene mal mudarse a una casa más grande de vez en cuando. Sobre todo económicamente.

– ¿Ah, sí?

– Pides un préstamo y buscas un apartamento en ruinas bien situado, y lo reformas por las tardes y los fines de semana al mismo tiempo que vives allí. Luego, encuentras al comprador adecuado y lo vendes por un precio mucho más alto que el que has pagado…, y después pides un nuevo préstamo y compras otro apartamento aún mejor situado que también haya que reformar.

– ¿Que luego también vendes?

Joakim asintió.

– Claro que no se podría ganar dinero con eso si la demanda de pisos no fuera tan grande. Ahora todo el mundo quiere vivir en Estocolmo.

– Yo no -replicó Gerlof.

– Pero hay mucha gente que sí. Los precios suben sin parar.

– ¿Así que tu mujer y tú erais buenos reformando apartamentos? -preguntó Tilda.

– Nos conocimos visitando un piso -recordó con una energía nueva en la voz-. Pertenecía a una mujer mayor que vivía en un gran apartamento con muchos gatos. La ubicación era perfecta, y Katrine y yo fuimos los únicos que soportamos el hedor a gato y nos quedamos a verlo. Después fuimos a tomar café y hablamos sobre lo que se podría hacer con el piso…, fue nuestro primer proyecto en común.

Gerlof miró el salón con expresión severa.

– Y pensaron hacer lo mismo con ludden -señaló-. Mudarse, reformar y vender.

Joakim negó con la cabeza.

– Teníamos pensado vivir aquí muchos años. Alquilar habitaciones y quizá abrir un pequeño hostal. -Miró por la ventana y añadió-: No teníamos un plan sobre lo que queríamos hacer, pero sabíamos que aquí nos sentiríamos a gusto…

Tilda observó que volvían a flaquearle las fuerzas. El silencio en el salón blanco se hizo abrumador.


Después visitar la casa, tomaron café en la cocina.

– Tilda me dijo que querías oír historias sobre ludden -dijo Gerlof.

– Me gustaría -respondió Joakim-, si hay.

– Las hay -contestó el anciano-. Pero tú te refieres a historias de fantasmas, ¿verdad? ¿Son esas las que te interesan?

Se lo vio dudar, como si tuviera miedo de que alguien escuchara a escondidas, y luego dijo:

– Me gustaría saber si alguien más ha experimentado cosas extrañas -dijo-. He sentido…, o he imaginado sentir… a los muertos de ludden. Tanto en el faro como dentro de casa. Creo que les ha pasado lo mismo a otras personas.

Tilda guardó silencio, pero recordó la noche de octubre en que había esperado a Westin en la casa. Estuvo sola, pero no sintió nada de eso.

– La presencia de la gente que ha vivido antes aquí perdura -replicó Gerlof con la taza de café en la mano-. ¿Crees que solo descansan en el cementerio?

– Pero es allí donde están enterrados -contestó Joakim en voz baja.

– No siempre. -El anciano señaló con la cabeza la parte trasera de la casa, donde se extendían los campos de cultivo-. En toda la isla, los muertos son nuestros vecinos. Lo único que uno puede hacer es acostumbrarse a ello. Toda la región está repleta de viejas tumbas… sepulcros neolíticos, túmulos de la Edad del Bronce, cistas del megalítico y enterramientos vikingos.

Volvió la vista hacia el mar, donde la línea del horizonte había desaparecido tras la húmeda bruma invernal.

– Y ahí fuera también hay un cementerio -añadió-. Toda la costa este es una necrópolis donde encallaron y se partieron cientos de barcos; allí descansan todos los marineros que se ahogaron. Antiguamente, muchos no sabían nadar.

Joakim asintió y cerró los ojos.

– Yo no creía en nada -comentó-. Antes de venir aquí, no creía que los muertos pudieran regresar, pero ahora ya no sé qué pensar. Han ocurrido cosas muy extrañas.

Se quedaron en silencio.

– No importa lo que uno sienta o crea ver de los muertos -dijo Gerlof despacio-, pero dejar que nos dirijan puede resultar peligroso.

– Sí -respondió Westin en voz baja.

– Y también intentar contactar con ellos… y hacerles preguntas.

– ¿Preguntas?

– Uno nunca sabe qué respuestas recibirá -señaló el anciano.

Joakim bajó la vista hacia su taza de café y asintió.

– Pero he estado dándole vueltas a esa leyenda que dice que regresarán aquí.

– ¿Quiénes?

– Los muertos. Cuando fui a tomar un café a casa de los vecinos me contaron que las personas que murieron en la casa regresan aquí por Navidad. Me preguntaba si habría más historias de esas.

– Es una vieja leyenda -contestó Gerlof-. Se cuenta en muchos lugares, no solo aquí, en ludden. Se dice que la víspera de Navidad las personas muertas durante el año regresan para elevar una plegaria. Entonces, aquellos que turbaron su paz tienen que desaparecer.

Joakim asintió.

– Un encuentro con los muertos.

– En efecto. Existía la arraigada creencia de que uno podía volver a ver a los muertos… y no solo en la iglesia. También en la casa.

– ¿En la casa?

– Según la tradición popular, había que encender velas en las ventanas para que los muertos encontraran el camino a casa -explicó Gerlof.

Joakim se inclinó hacia delante.

– Pero ¿se trata solo de gente que había muerto en la casa o también de otros?

– ¿Te refieres a marineros ahogados? -preguntó el anciano.

– Sí, marineros…, u otros miembros de la familia que hayan muerto en otro lugar. ¿Esos también pueden regresar por Navidad?

Gerlof le lanzó una breve mirada a Tilda y luego negó con la cabeza.

– Son solo leyendas -respondió-. Existen muchas supersticiones sobre la Navidad. Era el momento del cambio, cuando la oscuridad era más intensa y la muerte se sentía más cercana. Luego, los días empezaban a ser más largos y la vida retornaba.

Joakim guardaba silencio.

– Estoy deseando que llegue -dijo finalmente-. Ahora es todo tan oscuro. Estoy deseando que empiece a cambiar.


Unos minutos después, se encontraban en el patio despidiéndose. Joakim le tendió la mano a Gerlof.

– Esto es muy bonito -dijo este-. Pero ten cuidado con la nevasca.

– La nevasca -repitió Joakim- es la gran tormenta de nieve, ¿no?

Gerlof asintió.

– No aparece cada año, pero estoy bastante seguro de que este invierno caerá. Y llega muy deprisa. Si te pilla aquí, junto al mar, no hay que salir de casa. Sobre todo los niños.

– ¿Cómo hace la gente de Öland para predecir esas cosas? -preguntó-. ¿Lo sienten en el aire?

– Miramos el termómetro y escuchamos el pronóstico del tiempo -respondió el anciano-. Este año, el frío ha llegado pronto; esa suele ser una mala señal.

– De acuerdo -dijo Joakim, y esbozó una sonrisa-. Tendremos cuidado.

– No lo olvide. -Gerlof asintió y se encaminó hacia el coche apoyado en Tilda, pero de pronto se soltó de su brazo y se dio la vuelta-. Una cosita más…, ¿qué ropa vestía su mujer el día del accidente?

Joakim dejó de sonreír.

– ¿Disculpe?

– ¿Se acuerda de la ropa que llevaba ese día?

– Sí…, pero no era nada particular -dijo-. Botas, vaqueros y un anorak.

– ¿Aún conserva las prendas?

Él asintió, y de nuevo pareció cansado y atormentado.

– Me la enviaron del hospital. En un paquete.

– ¿Podría verla? -inquirió Gerlof.

– ¿Se refiere a llevársela prestada?

– Sí, llevármela prestada. No haré nada con ella, solo quiero estudiarla.

– De acuerdo…, aún está empaquetada -contestó Joakim-. Iré a buscarla.

Regresó a la casa.

– ¿Puedes ocuparte del paquete, Tilda? -pidió el anciano, y continuó caminando hasta el coche.


Cuando Tilda arrancó y dejaron atrás la verja, Gerlof se recostó en el asiento.

– Ya hemos tenido nuestro momento de charla -dijo, y suspiró-. He acabado siendo el viejo sabihondo. Resulta difícil evitarlo.

Sobre sus rodillas, reposaba el paquete marrón con la ropa de Katrine Westin. Tilda le echó un vistazo.

– ¿Qué es eso de la ropa? ¿Por qué te la querías llevar?

Él bajó la vista a sus rodillas.

– Se me ha ocurrido cuando estábamos allí, en la ciénaga. Tiene que ver sobre cómo se realizaban los sacrificios.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que Katrine Westin fue sacrificada?

Gerlof miró por el parabrisas hacia la ciénaga.

– Pronto, cuando le haya echado un vistazo a la ropa, te contaré más cosas,.

Salieron a la carretera nacional.

– La visita me ha dejado un poco preocupada -comentó Tilda.

– ¿Preocupada?

– Por Joakim Westin y sus hijos… Era como si tú estuvieras allí en la cocina, narrando leyendas populares, mientras él las escuchaba como reales.

– Sí -dijo Gerlof-, pero creo que le ha sentado bien hablar un poco. Aún llora la pérdida de su mujer, no es tan raro.

– No -respondió Tilda-. Pero me ha dado la impresión de que hablaba de ella como si aún estuviera viva…, como si contara con volver a verla.

20

Después del robo en la casa parroquial y la huida a través del bosque, los hermanos Serelius estuvieron dos semanas sin dejarse ver por Borgholm. Pero de pronto, una noche aparecieron en la puerta de Henrik, en el peor momento posible.

Porque, a esas alturas, los golpes sordos y rítmicos que este había empezado a oír en el apartamento eran ya insoportables; como un grifo que gotea y no se puede cerrar.

Al principio, estaba seguro de que procedían de la lámpara robada, y después de tres fatigosas noches de repiqueteos y crujidos la guardó en el coche. A la mañana siguiente, condujo dando un rodeo hasta la costa este y dejó la lámpara en el cobertizo.

Pero los golpes continuaron la noche siguiente, esa vez procedentes del recibidor, aunque no siempre de la misma pared: detrás del papel pintado el ruido se desplazaba lentamente.

Si no se trataba de la lámpara, tenía que ser alguna otra cosa que hubiera traído del bosque, o del jodido subterráneo donde se había refugiado.

A no ser que algo se hubiera introducido en el apartamento a través de la güija de los hermanos. Todas las veces que habían estado sentados a la mesa observando cómo se movía el vaso bajo el dedo de Tommy, a Henrik le pareció que había algo invisible en la cocina.

Fuera lo que fuese, lo sacaba de quicio. Todas las noches paseaba de aquí para allá; del dormitorio a la cocina, con miedo a irse a la cama y apagar la luz.

En un ataque de desesperación, había llamado a Camilla, su ex novia. No se hablaban desde hacía varios meses, pero pareció contenta de oírlo. Charlaron durante casi una hora.

Cuando tres días después llamaron a la puerta, Henrik estaba con los nervios de punta, y no le relajó descubrir a Freddy y a Tommy en el descansillo.

Este último llevaba gafas de sol y le temblaban las manos. No sonrió.

– Déjanos pasar.

No se trataba de una reunión amistosa. Henrik quería dinero de los hermanos Serelius, pero estos no tenían: aún no habían vendido ninguna de las mercancías robadas. Sabía que querían ir más al norte de la isla, pero él no estaba dispuesto a acompañarlos.

Sin embargo, no deseaba tratar el tema esa noche, pues tenía visita.

– Ahora no podemos hablar -dijo.

– Sí.

– No.

– ¿Quién es? -preguntó Camilla desde el sofá.

Los dos hermanos alargaron el cuello con curiosidad para ver a quién pertenecía la voz.

– Son solo… dos amigos -contestó Henrik por encima del hombro-. De Kalmar. Pero enseguida se marcharán.

Tommy se quitó las gafas de sol y clavó en Henrik una mirada elocuente. Este no tuvo más remedio que salir al descansillo y cerrar la puerta tras sí.

– Felicidades -dijo Tommy-. ¿Es una nueva adquisición o de hace tiempo?

– Es mi ex novia -respondió él en voz baja-. Camilla.

– Joder… ¿y te ha aceptado de nuevo?

– La llamé -explicó Henrik-. Pero fue ella quien quiso verme.

– Qué bien -dijo Tommy sin sonreír-. Y ahora ¿qué vamos a hacer?

– ¿Con qué?

– Con nuestra colaboración.

– Se ha terminado -contestó él-. Aparte del dinero.

– No.

– Sí.

Se miraron fijamente. Luego Henrik suspiró.

– No podemos hablar aquí, en el descansillo -dijo en voz baja-. Puede pasar uno.

Al fin, Freddy regresó a la furgoneta y Henrik entró con Tommy a la cocina y cerró la puerta. Bajó la voz:

– Arreglemos esto de una vez y luego os podéis marchar.

Pero el otro estaba más interesado en Camilla, y preguntó con voz alta y clara:

– Entonces, ¿se ha vuelto a mudar aquí? ¿Por eso pareces tan hecho polvo, capullo?

Henrik negó con la cabeza.

– No es eso -dijo-. Duermo mal.

– Seguramente te remuerde la conciencia -se burló Tommy-. Pero el viejo sobrevivirá; lo remendarán de nuevo.

– ¿Quién coño le golpeó? -le espetó Henrik-. ¿No lo recuerdas?

– Fuiste tú -replicó Tommy-. Tú lo pateaste.

– ¿Yo? ¡Pero si yo estaba detrás de ti, en el recibidor!

– Tú le pisaste la mano al viejo de mierda y se la rompiste, Henke. Si nos pillan, irás a la cárcel.

– ¡Nos meterán en el talego a todos, joder! -Lanzó una mirada a la puerta y bajó la voz de nuevo-. Ahora no puedo hablar más.

– Querrás el dinero, ¿no? -preguntó Tommy.

– Tengo dinero -le espetó Henrik-. Tengo un trabajo por las mañanas, joder.

– Pero necesitas más -replicó el otro, y señaló con la cabeza hacia el interior del apartamento-. Sale caro mantenerlas.

Henrik suspiró.

– El dinero no es el problema, sino toda esa mercancía robada que hay en el cobertizo. Tenemos que vender las cosas.

– Las venderemos -contestó Tommy-. Pero primero haremos un viaje más…, el último viaje al norte. A la casa.

– ¿Qué casa?

– Esa casa con todos esos cuadros, la que nos indicó Aleister.

– ludden -dijo Henrik en voz baja.

– Esa, sí. ¿Qué noche vamos?

– Espera un poco, estuve allí el verano pasado. Fui a casi todas partes, y no vi un puto cuadro. Y, además…

– ¿Qué?

Henrik no dijo nada más. Recordó las habitaciones de ludden y sus pasillos llenos de ecos. Le había gustado trabajar para Katrine Westin, la mujer que vivía allí con sus dos hijos pequeños. Pero la casa en sí, ya en agosto le había parecido sombría, a pesar de que la familia Westin había limpiado y empezado a restaurarla de arriba abajo. ¿Cómo estaría ahora, en diciembre?

– Nada -dijo-. Que no vi ningún cuadro.

– Entonces estarán escondidos -replicó Tommy.

Se oyeron unos golpecitos.

Henrik se sobresaltó, pero luego comprendió que alguien llamaba a la puerta de la cocina. Se acercó y abrió.

Era Camilla. Y no parecía nada contenta.

– ¿Os falta mucho? Si no es así, me marcho a casa, Henrik.

– Ya hemos terminado -respondió él.

La joven era menuda y delgada, los muchachos le sacaban casi dos cabezas. Tommy esbozó una amable sonrisa y le tendió la mano.

– Hola…, soy Tommy -dijo con una voz suave y cortés que Henrik nunca le había oído con anterioridad.

– Camilla.

Se estrecharon la mano y las hebillas de la chaqueta de Tommy tintinearon. Luego hizo un gesto con la cabeza hacia Henrik y se encaminó a la puerta.

– Entonces quedamos en eso -dijo-. Te llamaré por teléfono.

Cuando Tommy hubo salido, Henrik cerró la puerta y luego fue a sentarse junto a Camilla. Permanecieron en silencio y acabaron la película que estaban viendo cuando aparecieran los hermanos.

– Henrik, ¿quieres que me quede? -preguntó ella media hora más tarde, cuando eran casi las once.

– Si quieres -dijo-. Me encantaría.

Pasada la medianoche, estaban tumbados en el pequeño dormitorio, y Henrik sentía como si de repente hubiera retrocedido un año en el tiempo. Como si todo fuera como debía ser. Era maravilloso que Camilla hubiera regresado, y ahora su única preocupación consistía en librarse de los obstinados Serelius.

Y olvidarse de los golpes.

Aguzó el oído, pero solo oyó la tenue respiración de Camilla, que se había dormido tranquilamente.

Silencio. Ningún ruido en las paredes.

Ahora no quería pensar en eso. Ni en la visita de los hermanos. Ni en ludden.


Camilla había regresado, pero Henrik no se atrevió a preguntar qué clase de relación tenían en realidad. En todo caso, ya no vivían juntos.

Al día siguiente, por la mañana temprano, él se fue a trabajar a Marnäs y ella se quedó en el apartamento; pero cuando regresó, la casa estaba desierta. No obtuvo respuesta cuando la llamó por teléfono.

Por la noche volvió a dormir solo en la cama, y al apagar la luz comenzaron a oírse los golpes en el recibidor. Procedían del interior de la pared, y eran débiles pero persistentes.

Henrik levantó la cabeza de la almohada.

– ¡Silencio, joder! -gritó.

Los golpes cesaron unos minutos, pero luego continuaron.


Invierno de 1959


Último invierno de los años cincuenta: ahí comienza mi propia historia. La historia de Mirja en la finca de ludden, y de Torun y sus cuadros de tormentas de nieve.

Cuando llegué a los faros tenía dieciséis años y era huérfana de padre. Pero tenía a Torun. Me había enseñado una cosa que todas las chicas deberían aprender: a no depender nunca de los hombres.


MIRJA RAMBE


Los dos hombres que mi artística madre odiaba más eran Stalin y Hitler. Había nacido un par de años antes de la Primera Guerra Mundial y creció en Bondegatan, Estocolmo, pero era inquieta por naturaleza y quería conocer mundo. Le gustaba pintar, y a comienzos de los años treinta se fue, primero a la escuela de arte de Gotemburgo, y luego a París, donde la gente, según ella, la confundía constantemente con Greta Garbo. Sus cuadros despertaron cierto interés, pero al estallar la guerra quiso regresar a Suecia, y lo hizo vía Copenhague. Allí conoció a un artista danés, con quien tuvo tiempo de vivir un rápido idilio antes de que los soldados de Hitler irrumpieran en las calles de la ciudad.

Al llegar a Suecia, Torun descubrió que estaba embarazada. Según me contó le envió varias cartas al futuro padre, mi papá danés. Quizá fuera cierto. Fuera como fuese él nunca dio señales de vida.

Nací el invierno de 1941, cuando el miedo se extendía por el mundo. En aquella época, Torun vivía en un Estocolmo a oscuras, donde todo estaba racionado. Se mudaba de un alojamiento para madres solteras a otro, cuchitriles que alquilaban por poco dinero estrictas señoras, y se mantenía limpiando casas de postín de Östermalm. No tenía tiempo ni dinero para pintar.

No debió de ser fácil. Sé que no lo fue.

Cuando empecé a oír susurrar a los muertos en el establo de ludden no me asusté. Había pasado por cosas peores en Estocolmo.


Un día de verano, después de la guerra, cuando tengo siete u ocho años, me cuesta orinar. Siento un dolor terrible. Torun dice que me he bañado demasiado y me lleva a la consulta de un médico barbudo en una de las calles más anchas de Estocolmo. Es una buena persona, dice mamá. Atiende a los niños casi gratis.

El médico me saluda amablemente. Es viejo, por lo menos debe de tener cincuenta años, y lleva una bata arrugada. Huele a licor.

Tengo que entrar y tumbarme de espaldas en un cuarto especial de la consulta, en el que también flota un penetrante olor a alcohol, y el médico cierra la puerta.

– Desabróchate la falda -dice-. Levántatela y relájate.

Estoy sola con él, que se demora tocándome, hasta que al final consigue satisfacerse.

– Si se lo cuentas a alguien, te internarán -dice, y me acaricia la cabeza.

Se vuelve a abrochar la bata. Luego me da una reluciente moneda de una corona y salimos a la sala de espera, donde está Torun: me tiemblan las piernas y me siento aún más enferma, pero el médico dice que no me pasa nada preocupante. Soy una niña muy buena y me recetará la medicina adecuada.

Mamá se enfada cuando me niego a tomar las pastillas que nos da.


A comienzos de los años cincuenta, Torun me lleva a Öland. Es uno de sus raptos de inspiración. No creo que tuviera ningún lazo con la isla, pero al igual que cuando viajó a París, busca un entorno artístico. Öland es conocida por su luz, y por los pintores que han conseguido captarla. Mamá parlotea sobre Nils Kreuger, Gottfrid Kallstenius y Per Ekström.

Yo me alegro de abandonar la ciudad donde vive el viejo médico.

Llegamos a Borgholm en ferry. Llevamos todas nuestras pertenencias en tres maletas, además de un paquete con los lienzos y pinturas de Torun. Borgholm es una ciudad pequeña y bonita, pero mamá no se siente a gusto allí. La gente le parece estirada y arrogante. Además, es mucho más barato vivir en el campo, así que, después de un año, nos volvemos a mudar, a una casa roja en Rörby, donde tenemos que dormir con tres mantas, pues siempre hace frío y hay corrientes de aire.

Empiezo a ir a la escuela. Allí a todos los niños les parece que hablo el afectado lenguaje de la capital. Yo no les digo lo que pienso de su dialecto, pero tampoco hago amigos.

Al poco de mudarnos al campo, comienzo a pintar de verdad, dibujo figuras blancas con bocas rojas y Torun cree que son ángeles, pero yo sé que es el médico y su boca babosa.

Cuando nací, Hitler era el mayor canalla, pero crezco aterrorizada por Stalin y la Unión Soviética. Si los rusos quisieran, podrían conquistar Suecia con sus aviones en solo cuatro horas, me cuenta mamá. Primero ocuparían Gotland y Öland, luego el resto del país.

Pero para mí, que soy pequeña, cuatro horas es mucho tiempo, y no paro de darle vueltas a lo que haría durante esas últimas horas de libertad. Si llegara la noticia de que los aviones soviéticos estaban en camino, saldría disparada a la tienda de Rörby y me comería todo el chocolate que pudiera, vaciaría el almacén, y luego cogería ceras, papel y acuarelas y volvería corriendo a casa. Después de eso, podría soportar vivir como comunista el resto de mi vida, siempre que me dejaran seguir pintando.

Vamos de un lado a otro, alquilamos habitaciones en diferentes granjas, y todas las habitaciones en las que nos alojamos apestan a óleo y trementina. Torun se gana la vida limpiando, pero pinta cuadros durante su tiempo libre: sale con su caballete y pinta y pinta.

El otoño de 1959 volvemos a mudarnos, a un lugar todavía más barato. Está junto a una casa de más de cien años de antigüedad en ludden. Nuestro alojamiento es una cabaña de piedra caliza y paredes encaladas. Fresca y agradable durante los cálidos días del verano, pero gélida el resto del año.

Al enterarme de que vamos a vivir cerca de un faro, la cabeza se me llena de imágenes mágicas. Oscuras noches de tormenta, barcos en peligro en el mar y heroicos fareros.

Torun y yo nos mudamos un día gris de octubre y yo siento un rechazo inmediato. ludden es un sitio frío y ventoso. Pasear ante la gran casa de madera es como caminar por el patio de un castillo abandonado.

Los sueños no se hacen realidad. Los fareros han abandonado ludden y solo vienen de visita un par de veces al año; el faro es eléctrico desde después de la guerra y fue automatizado diez años después. Hay un viejo encargado. Se llama Ragnar Davidsson, y se pasea por allí como si fuera el dueño.


Un par de meses después de habernos mudado, asisto a mi primera tormenta de nieve; y al mismo tiempo estoy a punto de quedarme huérfana.

Estamos a mediados de diciembre, y al volver a casa del colegio Torun no está. Tampoco encuentro uno de sus caballetes ni el maletín de las pinturas. Anochece, empieza a nevar y el viento del mar arrecia.

Torun no regresa. Primero me enfado con ella, luego empiezo a asustarme. Nunca había visto tantos remolinos de nieve por la ventana. Los copos no caen, sino que surcan el aire. El viento sacude los cristales.

Al fin, media hora después de que empezara la tormenta, una pequeña figura se acerca abriéndose paso trabajosamente entre los montones de nieve del patio.

Me apresuro a salir, sujeto a Torun antes de que se desplome y la ayudo a llegar hasta la estufa.

El maletín de las pinturas cuelga de su hombro, pero la tormenta se ha llevado el caballete. Tiene los ojos hinchados; le han entrado granos de arena mezclados con hielo y apenas puede ver. Le quito la ropa empapada; está helada.

Estaba pintando al otro lado de la ciénaga cuando las nubes se cerraron y llegó la tormenta. Ha intentado tomar un atajo entre los montículos de hierba y la fina capa de hielo del suelo, pero se ha hundido en el agua y ha tenido que luchar para alcanzar la orilla. Susurra:

– Los muertos salían de la ciénaga…, muchos, intentaban arañarme, desgarraban y tiraban…, estaban fríos, muy fríos. Querían mi calor.

Mi madre delira. Consigo que beba té y la acuesto.

Duerme más de doce horas seguidas. Yo me quedo junto a la ventana y veo cómo la nevasca va amainando a lo largo de la noche.

Cuando Torun se despierta, sigue hablando de los muertos que se agitaban en la ciénaga.

Tiene los ojos irritados e inyectados de sangre, pero a la noche siguiente se sienta de nuevo frente a un lienzo y se pone a pintar.

21

Justo cuando Tilda había dejado de pensar en Martin Ahlquist noche y día sonó el teléfono en la diminuta cocina. Pensó que sería Gerlof y descolgó sin malos presentimientos.

Se trataba de Martin.

– Solo quería saber cómo estabas. Si todo va bien.

Ella guardó silencio; su dolor de barriga regresó al instante. Miró los muelles desiertos del puerto.

– Bien -dijo al cabo de un rato.

– ¿Bien o solo regular?

– Bien.

– ¿Quieres que vaya a verte? -preguntó él.

– No.

– ¿Ya no te sientes sola en el norte de Öland?

– Sí, pero me mantengo ocupada.

– Bien.

La conversación no fue desagradable, pero sí breve. Al final, Martin le preguntó si podía llamarla alguna vez, y ella dijo que sí en voz muy baja.

La herida, en alguna parte entre su corazón y su estómago, comenzó a sangrar de nuevo.

«No es Martin quien ha llamado sino sus hormonas -pensó-. Solo está caliente y echa de menos alejarse de su mujer, no soporta la vida cotidiana…»

Lo peor era que, pese a todo, ella deseaba verlo. A poder ser, aquella misma noche. Era enfermizo.

Tenía que haberle enviado la carta a su esposa hacía mucho tiempo, pero aún cargaba con ella en el bolso como si fuera un ladrillo.


Tilda trabajaba mucho. Trabajaba sin cesar para no pensar en Martin.

Por las tardes, se quedaba varias horas preparando las conferencias de tráfico y ciudadanía que impartía en escuelas y empresas. Y en cuanto se lo permitían las charlas, las patrullas a pie y el papeleo, salía a la carretera con el coche de policía.

Un martes por la tarde, mientras circulaba por la desierta carretera de la costa, frenó al ver los dos faros de ludden. Pero no se detuvo, sino que continuó hasta la casa vecina, donde vivía una familia de granjeros. Recordaba que se llamaban Carlsson. Les había hecho una única visita la larga y difícil noche que sucedió al accidente mortal de Katrine Westin, cuando el marido se había derrumbado en el recibidor de la granja.

Al llamar a la puerta, la mujer, Maria Carlsson, la reconoció al instante.

– No, no hemos visto mucho a Joakim este otoño -dijo cuando estuvieron sentadas a la mesa de la cocina-. No es que nos llevemos mal, pero él se mantiene apartado. Pero sus hijos juegan mucho con nuestro Andreas.

– ¿Cómo era Katrine, su mujer? -preguntó Tilda-. ¿Quedaban con ella cuando vivía sola con los niños?

– Vino a tomar café un par de veces…, pero creo que estaba muy ocupada en la finca. Y nosotros también tenemos mucho trabajo.

– ¿Sabe si recibía visitas?

– ¿Visitas? -repitió Maria-. Vinieron algunos obreros a finales de verano.

– ¿Llegó alguien en barco? -preguntó Tilda-. A ludden.

La mujer se pasó la mano por el flequillo e hizo memoria.

– No, no que yo recuerde. De todos modos, desde aquí no habría visto nada.

Señaló por la ventana hacia el nordeste, y Tilda vio que los faros quedaban ocultos tras el enorme establo del lado opuesto del patio.

– Pero ¿no han oído alguna vez el motor de un barco? -insistió-. ¿El sonido de un motor?

Maria negó con la cabeza.

– A veces, cuando no hace viento, se oyen pasar los barcos, pero no suelo fijarme en estas cosas…

Cuando Tilda salió al jardín se detuvo junto al coche y echó una mirada hacia el sur. Distinguió un grupo de cobertizos rojos a lo lejos, en el cabo más cercano, pero no se veía una alma.

Y ningún barco surcaba las aguas.

Se sentó de nuevo en el coche y comprendió que era hora de cerrar aquella investigación: en realidad, nunca se había abierto.

Cuando regresó a la comisaría, guardó la carpeta con sus anotaciones sobre Katrine Westin en el archivador que ponía «NO PRIORITARIO».

Sobre la mesa tenía tres grandes pilas de papeles y media docena de tazas de café sucias. En cambio, la mesa de Hans Majner, al otro lado de la sala, estaba impoluta. A veces sentía el impulso de dejarle un montón de informes de tráfico, pero se controlaba.


Por las tardes, Tilda se quitaba el uniforme, se metía en su pequeño Ford y conducía por los alrededores para ver la isla, al mismo tiempo que escuchaba las grabaciones de Gerlof. En la mayoría de los casos sonaban bien; el micrófono captaba claramente las voces de los dos, y Tilda se dio cuenta de que él se había acostumbrado a hablar cada vez que se veían.

Fue durante uno de esos paseos cuando por fin encontró la furgoneta de la que Edla Gustafsson le había hablado.

Estaba en Borgholm. Dio unas vueltas por las calles y luego continuó hacia el sur, pasando por el puente hasta Kalmar. Allí había más calles, aparcamientos más grandes, y condujo despacio, pasando por delante de cientos de vehículos sin ver una sola furgoneta oscura. Era desesperante.

Media hora después, al oír por la radio local que esa tarde había carreras de trotones, abandonó el centro y condujo en dirección al hipódromo de Kalmar. La pista vallada estaba iluminada con enormes focos. Allí dentro se jugaba y perdía dinero, pero Tilda se quedó en el Ford y condujo despacio a través de las hileras de coches aparcados.

De pronto frenó en seco.

Había pasado por delante de una furgoneta. Tenía rotulado «FONTANERÍA KALMAR» a ambos lados, y era negra.

Apuntó la matrícula y puso la marcha atrás y aparcó en una plaza libre, un poco más allá. Luego llamó a la central de la policía regional y pidió que comprobaran la matrícula. Le dijeron que pertenecía a un hombre de cuarenta y siete años, sin antecedentes penales, que vivía en un pueblo a las afueras de Helsingborg. La furgoneta no tenía multas de tráfico, pero había sido dada de baja en agosto.

«Vaya», pensó Tilda. También pidió que verificaran la empresa, Fontanería Kalmar, pero no parecía haber ninguna registrada con ese nombre.

Apagó el motor del coche y se quedó esperando.

– Sí, Ragnar practicaba con frecuencia la pesca furtiva en ludden -decía la voz de Gerlof en los auriculares-. A veces se metía en zonas de pesca ajenas, pero él lo negaba, claro…

Después de cincuenta minutos, el público empezó a salir. Dos jóvenes atléticos, de unos veinticinco años, se detuvieron junto a la furgoneta negra.

Tilda se quitó los auriculares y se enderezó.

Uno de los chicos era más alto y más ancho que el otro, pero desde allí no podía verles bien la cara. Cuando entraron en la furgoneta, Tilda entornó los ojos y clavó la mirada en la oscuridad del aparcamiento, y deseó haber llevado unos prismáticos.

¿Eran ladrones de casas? Difícil saberlo.

«Son albañiles corrientes, amiguita», oyó la segura voz de Martin resonar en su cabeza, pero lo ignoró.

Los jóvenes salieron del aparcamiento. Tilda arrancó el coche y metió la primera.

La furgoneta abandonó la pista de acceso al hipódromo y entró en la autovía, luego continuó hasta Kalmar. Ella los seguía a unos metros de distancia.

Al fin, llegaron a un edificio alto, a pocas manzanas del hospital. La furgoneta redujo la velocidad y se detuvo junto a la acera. Los dos jóvenes se bajaron y desaparecieron por una puerta.

Tilda permaneció sentada y esperó. Medio minuto después, vio encenderse las luces de un par de ventanas del segundo piso.

Anotó la dirección. Si eran los ladrones de casas, por lo menos ahora sabía dónde vivían. Por supuesto, lo mejor sería entrar en el apartamento y buscar la mercancía robada, pero lo único que tenía era el testimonio de la vieja Edla, que aseguraba que la furgoneta de los chicos había estado en Öland, y no era suficiente.


– He dejado de investigar la muerte de Katrine Westin -dijo Tilda mientras tomaba café con Gerlof, dos noches después.

– El asesinato, querrás decir.

– No fue un asesinato.

– Sí que lo fue -replicó él.

Tilda no dijo nada, solo suspiró y sacó su grabadora de la bolsa.

– Podríamos hacer una última…

Pero Gerlof la interrumpió:

– Una vez, vi cómo casi matan a un hombre sin que nadie lo tocara.

– ¿Sí?

Puso la grabadora sobre la mesa, pero no la encendió.

– Fue en Timmmernabben, unos años antes de la guerra -prosiguió él-. Dos barcas de carga de piedras navegaban una al lado de la otra, en perfecta armonía. Pero en una de ellas iba un segundo de Byxelkrok y en la otra un grumete de Degerhamn. Se enzarzaron en una pelea por algo, y se chillaban desde la borda. Al final, uno de ellos le escupió al otro… y entonces la situación se puso seria. Empezaron a tirarse piedras, hasta que el de Degerhamn se subió a la borda para saltar a la otra barca. Pero no llegó muy lejos, pues su adversario se enfrentó a él con un bichero.

Gerlof hizo una pausa, bebió un poco de café y prosiguió:

– Los bicheros de hoy día son frágiles objetos de plástico, pero aquel era un auténtico palo de madera con un gran gancho de hierro en la punta. Así que, cuando el luchador se subió a la borda, la camisa se le enganchó al bichero y se quedó suspendido en el aire. Luego, cayó como una piedra al agua entre las barcas, con la camisa aún prendida en el bichero. Y no podía salir a la superficie, porque el otro lo mantenía debajo del agua. -Miró a Tilda-. Le ocurrió casi lo mismo que a esos pobres a los que ahogaban con palos en la ciénaga.

– ¿Y sobrevivió?

– Sí. Los demás detuvimos la pelea y lo sacamos del agua. Pero sobrevivió de milagro.

Tilda miró la grabadora. Debería haberla encendido.

Gerlof se agachó y revolvió algo debajo de la mesa.

– Pensé en esa pelea cuando pedí ver la ropa de Katrine Westin -dijo-. Y ya la he analizado.

Sacó una prenda de vestir de la bolsa de papel. Era un jersey de algodón con capucha.

– El asesino llegó a ludden en barca -explicó Gerlof-. Atracó junto al muelle de piedra, donde esperaba Katrine Westin…, y ella se quedó allí, lo que indica que debía de confiar en él. Quien fuera, tenía un bichero en las manos, cosa que es normal, ya que se utiliza para atracar. Pero un bichero antiguo, un palo largo con un gancho de hierro, con el que atrapó la capucha del jersey y tiró de la mujer hacia el agua. Luego la retuvo en el fondo hasta que todo terminó.

Gerlof extendió el jersey sobre la mesa, y Tilda vio que la capucha estaba rota. Algo afilado había agujereado el tejido gris.

22

Cuando Joakim miraba de noche por la ventana de la cocina, con frecuencia veía a Rasputín salir a cazar. Pero otras veces le parecía vislumbrar otras figuras negras que se movían allí fuera: en ocasiones a cuatro patas, otras a dos.

¿Ethel?

Las primeras veces, se había apresurado hacia la escalera del porche para ver mejor, pero el patio interior siempre estaba desierto.

Cada noche, las sombras crecían alrededor de ludden, y Joakim sentía que a medida que se aproximaba la Navidad, también se acentuaba el desasosiego. El ulular del viento subía y bajaba por los rincones de la casa, y todo el edificio resonaba y crujía.

Si había allí algún visitante invisible, estaba seguro de que no se trataba de Katrine. Ella aún se mantenía lejos de él.


– Aquí está la ropa -dijo Gerlof, y le entregó el paquete marrón a Westin, sentado al otro lado de la mesa.

– ¿Encontró algo?

– Quizá.

– ¿Y no quiere contarme nada?

– Dentro de poco -respondió el anciano-. Cuando lo tenga más claro.

Joakim, por lo que alcanzaba a recordar, nunca antes había visitado una residencia de ancianos. Sus padres habían vivido en su casa hasta muy mayores y habían muerto en el hospital. Pero ahora estaba allí sentado, tomando café en la habitación de Gerlof Davidsson, en el Hogar Marnäs. Un candelabro con dos velas de Adviento encendidas era la única señal de que la Navidad se acercaba.

De las paredes colgaban una serie de objetos antiguos: placas con nombres de barcos, documentos marinos enmarcados y fotografías en blanco y negro de veleros de dos mástiles.

– Son fotografías de mis barcos -explicó Gerlof-. Tuve tres.

– ¿Queda alguno?

– Solo uno. Navega para un club náutico en Karlskrona. Los otros dos han desparecido. Uno se incendió, el otro se hundió.

Joakim bajó la vista hacia el paquete con la ropa de Katrine y luego miró por la única ventana de la habitación. Ya atardecía.

– Tengo que recoger a mis hijos dentro de una hora -dijo-. ¿Podemos hablar un rato?

– Con mucho gusto -dijo el anciano-. Lo único que tenía anotado en mi agenda para esta tarde era una charla sobre la incontinencia en la sala de reuniones.

Joakim llevaba mucho tiempo queriendo hablar con alguien sobre lo ocurrido ese otoño, con alguien que conociera ludden. El sacerdote de la iglesia de Marnäs era inflexible en sus opiniones y Mirja Rambe pensaba demasiado en sí misma. Tras la visita de Gerlof Davidsson a la casa, durante la cual este había demostrado ser un oyente excepcional, pensó haber encontrado a la persona ideal. Una especie de confesor.

– No se lo pregunté cuando nos vimos, pero… ¿cree usted en los fantasmas?

El anciano negó con la cabeza.

– Ni creo ni dejo de creer -contestó-. Yo colecciono historias de fantasmas, pero no pretendo demostrar nada con ellas. Y, además, hay muchas teorías sobre las apariciones… Que tienen que ver con los materiales de las casas viejas o con radiaciones electromagnéticas.

– O que son manchas en la córnea -apuntó Joakim.

– En efecto -dijo Gerlof. Guardó silencio unos segundos antes de proseguir-: Claro que podría contarte una historia sobre la que nunca he escrito en ningún libro de cultura popular, aunque es la única experiencia sobrenatural que he tenido.

Joakim lo escuchaba atentamente.

– Conseguí mi primer barco cuando tenía diecisiete años -comenzó Gerlof-. Había empezado a trabajar en el mar un par de años antes, y había ahorrado dinero; mi padre me ayudó con una parte. Sabía perfectamente qué barco quería comprar: se trataba de un velero de un mástil con motor que se llamaba Ingrid Maria, con base en Borgholm. El propietario, Gerhard Marten, frisaba los sesenta y había navegado toda su vida. Pero tuvo problemas de corazón y el médico le prohibió volver a embarcarse. El Ingrid Maria estaba en venta, y el precio era de tres mil quinientas coronas.

– Barato, ¿no? -comentó Joakim.

– Sí, era un buen precio para la época -asintió el anciano, y prosiguió-: La noche en que tenía que entregarle el dinero de la compra a Marten, me di un paseo por el puerto para echarle un vistazo a la embarcación. Era abril, hacía poco que el estrecho aún estaba helado, el sol se ponía y el puerto estaba desierto. La única persona a la vista era el viejo Gerhard. Se paseaba por la cubierta del Ingrid Maria como si costara mucho abandonarla, y yo subí a bordo. No recuerdo de qué hablamos, pero me di una vuelta con él por el barco y me señaló una serie de cosas que había que reparar. Luego me dijo que cuidara de él, y nos despedimos. Bajé a tierra y fui a casa de mis padres a cenar y a recoger el sobre con el dinero.

Gerlof guardó silencio y miró los barcos de la pared.

– A las siete, fui en bicicleta hasta la casa de los Marten, al norte de Borgholm -prosiguió-. Para mi sorpresa, al llegar encontré que estaban de luto. La mujer de Marten tenía los ojos arrasados de lágrimas. Resultaba que Gerhard Marten había muerto. Había firmado el contrato de compraventa la tarde anterior y luego, por la mañana temprano, había bajado a la playa con su escopeta y se había disparado en la sien.

– ¿Por la mañana? -repitió Joakim.

– Aquella misma mañana, sí. Así que, cuando me lo encontré en el puerto, llevaba muerto un día entero. No puedo explicarlo, pero sé que esa tarde lo vi. Incluso nos dimos la mano.

– Así que vio un espectro -dijo Joakim.

Gerlof lo miró.

– Quizá. Pero eso no demuestra nada. Por lo menos, no prueba que haya vida después de la muerte.

Joakim se removió en la silla y bajó la vista al paquete de ropa.

– Me preocupa mi hija Livia -comenzó-. Tiene seis años y habla en sueños. Siempre lo ha hecho, pero desde que murió mi mujer ha empezado a soñar con ella.

– ¿Y eso es tan extraño? -preguntó Gerlof-. Yo mismo sueño a veces con mi mujer fallecida, y lleva muerta muchos años.

– Sí, pero siempre se le repite el mismo sueño. Livia sueña que su madre regresa a ludden, pero no encuentra la casa.

El anciano escuchaba en silencio.

– A veces también sueña con Ethel -prosiguió Joakim-. Eso es lo que más me preocupa.

– ¿Quién es? -preguntó Gerlof.

– Ethel era mi hermana. Tenía tres años más que yo. -Suspiró-. En cierta manera, esa es mi propia historia de fantasmas.

– Puedes contármela si quieres -dijo Gerlof en voz baja.

Joakim asintió, cansado. Había llegado la hora de hacerlo.

– Ethel era drogadicta -dijo-. Murió hace un año, una noche de invierno, cerca de nuestra casa…, dos semanas antes de Navidad.

– Lo siento.

– Gracias -respondió él en voz baja, y continuó-: Le mentí cuando nos vimos la otra vez, cuando me preguntó por qué habíamos vendido la casa de Bromma y nos mudamos aquí. En gran parte se debió a lo que le sucedió a mi hermana. Al morir Ethel, no quisimos seguir viviendo en Estocolmo.

Guardó silencio de nuevo. Deseaba y no deseaba hablar de ello. En realidad, no quería recordar a Ethel ni su muerte. Tampoco la larga depresión de Katrine.

– Pero ¿la echas de menos? -preguntó Gerlof.

Joakim recapacitó.

– Un poco. -Eso había sonado terrible, así que añadió-: La echo de menos como era antes… antes de las drogas. Ethel hablaba mucho, siempre tenía infinidad de planes. Quería abrir una peluquería, quería ser profesora de música, pero después de un tiempo uno se cansaba de escucharla, pues ninguno de sus planes incluía acabar con las drogas. Era como ver a una persona en una casa ardiendo planeando celebrar una fiesta entre las llamas.

– ¿Cómo empezó todo? -preguntó Gerlof, y sonó casi como una disculpa-. Conozco tan poco ese mundo…

– Para Ethel comenzó con el hachís -dijo Joakim-. Chocolate, como se lo llamaba. Fumar en fiestas y conciertos era estar en la onda. Y durante su adolescencia, la vida fue una fiesta para Ethel; tocaba el piano y la guitarra y también me enseñó a tocar a mí.

Sonrió para sí mismo.

– Suena como si la quisieras -observó Gerlof.

– Sí, Ethel era alegre y divertida -contestó él-. También era guapa, y muy popular entre los chicos. Se pasaba el día de fiesta, y con las anfetaminas podía seguir de marcha más tiempo. Perdió por lo menos diez kilos, a pesar de que ya era delgada. Desaparecía cada vez más tiempo. Luego, nuestro padre murió de cáncer, y creo que fue entonces cuando empezó con la heroína… fumaba heroína marrón. Su risa se volvió más dura y ronca.

Bebió un sorbo de café y continuó:

– Nadie que fume heroína se considera a sí mismo drogadicto de verdad. Creen que no son yonquis. Pero tarde o temprano se pasan a la aguja, que es más barata, pues se necesita menos heroína por dosis. Pero hay que conseguir por lo menos mil quinientos pavos al día para droga. Eso es mucho dinero, sobre todo si no se tiene. Así que hay que robar. Se puede coger el dinero de la madre anciana, o robarle las joyas que heredó.

Joakim miró el candelabro de Adviento y añadió:

– En Nochebuena, cuando íbamos a comer jamón cocido y albóndigas a casa de mi madre, siempre había un asiento vacío. Ethel había prometido que iría, como de costumbre, pero andaba por la ciudad buscando droga. Para ella los días consistían en eso, era su rutina. Y las rutinas son muy difíciles de cambiar, no importa lo horribles que sean.

Estaba en plena confesión, y no tenía ni idea de si Gerlof seguía escuchándolo.

– Así que sabes que todo se ha ido a la mierda y que tu hermana está por ahí, reuniendo dinero para droga, y su asistente social nunca llama…, pero sigues con tu trabajo de profesor por las mañanas y cenas con la familia, y reformas la casa por las tardes, e intentas no pensar ni sentir demasiado. -Bajó la vista-. Y procuras olvidar, o bien procuras encontrarla. Mi padre salía mucho por las noches a buscarla antes de ponerse enfermo. Yo también lo hice. Por calles, plazas, estaciones de metro y en urgencias psiquiátricas… Aprendíamos deprisa los sitios que frecuentaba.

Guardó silencio. En sus recuerdos había regresado a la capital, y ahora se encontraba entre mendigos y yonquis, entre todos los solitarios y muertos vivientes que andan de caza por la noche.

– Tuvo que ser difícil -observó Gerlof en voz baja.

– Sí…, pero no salía todas las noches. Podría haber salido a buscarla más a menudo.

– También podrías haber dejado de hacerlo.

Joakim asintió con tristeza. Quedaba una cosa más que contar de Ethel, la más difícil.

– El comienzo del fin tuvo lugar hace dos años -dijo-. Ethel había pasado el invierno en un centro de rehabilitación, y todo había ido bien. Cuando llegó allí, pesaba menos de cuarenta y cinco kilos, tenía el cuerpo lleno de cardenales y las mejillas completamente hundidas. Pero al regresar a Estocolmo se la veía mucho más sana; llevaba casi tres meses sin probar las drogas y había ganado peso, así que Katrine y yo la dejamos instalarse en la habitación de invitados. Y funcionó bien. No dejamos que cuidara de Gabriel, aunque por las tardes jugaba mucho con Livia, se sentían a gusto la una con la otra.

Recordó que, entonces, Katrine y él comenzaron a tener de nuevo esperanzas. Empezaron a confiar en Ethel. No tanto como para invitar a amigos a cenar cuando ella estaba en casa, pero sí se iban a dar largos paseos por la tarde mientras Ethel se quedaba cuidando a Livia y Gabriel. Y siempre fue todo bien.

– Una tarde de marzo, mi mujer y yo fuimos al cine -prosiguió-. Al regresar a casa después de un par de horas, la encontramos a oscuras y desierta. Gabriel estaba solo dormido en la cuna, con el pañal empapado. Ethel se había largado y se había llevado dos cosas: mi móvil y a Livia.

Guardó silencio y cerró los ojos.

– Sabía adónde había ido -dijo-: Había sentido el deseo y había cogido el metro para ir al centro a comprar heroína. Ya lo había hecho antes muchas veces. Compraba una dosis por quinientos pavos, se la inyectaba en algún lavabo y tenía para unas horas, hasta que el deseo volvía… El problema esa vez fue que se había llevado a Livia.

Joakim revivió esa noche: un helado recuerdo del pánico creciente. Se había subido al coche a toda prisa y había conducido hasta los alrededores de la estación central. Ya lo había hecho antes, solo o con Katrine. Pero entonces solo les preocupaba lo que hubiese podido pasarle a Ethel.

Esa vez estaba aterrado por Livia.

– Al fin encontré a mi hermana -dijo, y miró a Gerlof-. Estaba en el oscuro cementerio de Klara. Se había acurrucado en un panteón y se había quedado frita. Livia estaba sentada a su lado, con ropa insuficiente; estaba helada y apática. Llamé a una ambulancia y me encargué de que Ethel entrara otra vez en un centro de desintoxicación. Luego regresé a Bromma con Livia.

Guardó silencio.

– Katrine me obligó a elegir -continuó en voz baja-. Y yo elegí a mi familia.

– Hiciste bien -opinó Gerlof.

Él asintió, aunque le habría gustado haber podido ahorrarse esa elección.

– Después de esa noche, le prohibí a Ethel que viniera a casa, pero siguió intentándolo. No la dejábamos entrar, y aun así, por las tardes, dos o tres veces por semana, se apostaba junto a la verja, con su gastada chaqueta vaquera y la vista fija en Åppelvillan. A veces abría nuestras cartas para ver si en los sobres había dinero o cheques. Y en alguna ocasión la acompañaba un chico…, otro esqueleto que se quedaba temblando junto a ella.

Hizo una pausa y pensó que aquel era uno de los últimos recuerdos que tenía de su hermana: de pie junto a la verja del jardín, con el rostro cadavérico y el pelo enmarañado.

– Ethel solía gritarnos -explicó-. Le gritaba cosas a Katrine. A veces también a mí, pero sobre todo a ella. Vociferaba y vociferaba hasta que los vecinos descorrían las cortinas y yo tenía que salir y darle dinero.

– ¿Servía de algo?

– Sí…, funcionaba un tiempo, pero claro, cuando se lo gastaba volvía a por más. Era un círculo vicioso. Katrine y yo nos sentíamos… acosados. A veces, me despertaba en mitad de la noche y oía gritar a Ethel desde la verja, pero cuando miraba fuera, la calle estaba desierta.

– ¿Estaba Livia en casa cuando tu hermana iba por allí?

– Sí, a menudo.

– ¿Oía sus gritos?

– Eso creo. No ha hablado nunca de ello, pero seguro que la oía.

Joakim cerró los ojos.

– Fueron unos meses negros…, una época terrible. Y Katrine empezó a desear que Ethel se muriera. Me lo decía por las noches, en la cama. Tarde o temprano Ethel tomaría una sobredosis. Cuanto antes mejor. Creo que ambos lo deseábamos.

– ¿Y ocurrió?

– Sí. Una noche, el teléfono sonó a las once y media. Cuando llamaban tan tarde sabíamos que se trataba de Ethel; siempre era así.

De eso hacía un año, pensó, pero parecían diez.

Fue Ingrid, su madre, quien le comunicó la noticia de la muerte. Habían encontrado a su hermana ahogada en Bromma, justo al lado de su casa.

Katrine la había oído esa misma tarde. Como de costumbre, Ethel había estado gritando desde la verja, luego los gritos habían cesado.

Cuando Katrine miró por la ventana, había desaparecido.

– Mi hermana fue hasta el paseo de la playa -prosiguió Joakim-. Se sentó en un cobertizo de barcos, se inyectó una dosis, y luego bajó tambaleándose al agua helada. Ese fue su final.

– ¿Tú no estabas en casa esa tarde? -preguntó Gerlof.

– Llegué después. Livia y yo estábamos en una fiesta de cumpleaños.

– Probablemente fue lo mejor para ella.

– Sí. Y durante un tiempo confiamos en que todo se calmaría -dijo Joakim-. Pero yo seguía despertándome por las noches y creía oír gritar a Ethel en la calle. Y Katrine perdió la alegría de vivir. A esas alturas, Åppelvillan ya estaba reformada, y había quedado preciosa, pero mi mujer no se sentía tranquila allí. Así que el invierno pasado empezamos a hablar de mudarnos al campo; al sur, quizá a alguna casa de Öland. Y al final lo hicimos.

Guardó silencio y miró el reloj. Las cuatro y veinte. Le pareció que había hablado más durante aquella última hora que en todo el otoño.

– Tengo que ir a buscar a mis hijos -dijo en voz baja.

– ¿Te preguntó alguien cómo te sentías respecto a lo ocurrido? -inquirió Gerlof.

– ¿A mí? -se extrañó Joakim, y se levantó-. Yo estaba muy bien.

– No lo creo.

– No. Pero en mi familia nunca hemos hablado de nuestros sentimientos. Y, en realidad, tampoco hablamos nunca del problema de Ethel. -Miró a Gerlof-. Uno no le va contando a la gente que tiene una hermana drogadicta. Katrine fue la primera…, se podría decir que yo la metí en aquello.

El anciano permanecía sentado en silencio y parecía meditar.

– ¿Qué quería Ethel? -preguntó al fin-. ¿Por qué iba todo el tiempo a vuestra casa? ¿Era solo por el dinero?

Joakim se puso la chaqueta sin responder.

– No era solo eso -dijo finalmente-. También quería que le entregáramos a su hija.

– ¿A su hija?

Joakim titubeó. También resultaba difícil hablar de aquello, pero al fin lo hizo:

– No tenía padre…, había muerto de una sobredosis. Katrine y yo éramos los padrinos de Livia y asuntos sociales nos concedieron la custodia hace cuatro años. La adoptamos el año pasado… Ahora Livia es nuestra.

– Pero es la hija de Ethel, ¿verdad? -dijo Gerlof.

– No. Ya no.

23

Al informar sobre la furgoneta negra a la central en Borgholm Tilda la había descrito como un vehículo «interesante» que se debía vigilar. Pero Öland era grande y el número de coches patrulla reducido.

¿Y lo que le había dicho Gerlof sobre un asesino con un bichero en ludden? Eso era algo de lo que no había informado. Sin pruebas de que una barca hubiese estado en el cabo no se podía poner en marcha una investigación criminal: era necesario algo más que unos agujeros en un jersey.

– Le he devuelto la ropa a Joakim Westin -le dijo el anciano cuando la llamó.

– ¿Le has hablado de tu teoría del asesinato? -preguntó Tilda.

– No…, no era el momento adecuado. Aún no está bien del todo. Seguramente creería que un fantasma había arrastrado a su mujer al agua.

– ¿Un fantasma?

– La hermana de Westin…, que era drogadicta.

Luego, Gerlof le contó por encima la historia de Ethel, la hermana mayor de Joakim, una yonqui que perturbaba su tranquilidad.

– Así que esa fue la razón de que la familia se fuera de Estocolmo -comentó Tilda cuando él terminó-. Los echó de allí una muerte.

– Esa fue una de las razones. Öland también debió de atraerles.

Tilda pensó en lo cansado y demacrado que estaba Joakim Westin cuando fueron a visitarlo, y añadió:

– Creo que debería hablar con un psicólogo. O quizá con un sacerdote.

– ¿Así que yo no valgo como confesor? -le espetó Gerlof.


Casi todas las tardes, al salir del trabajo, cuando Tilda pasaba junto al buzón, sentía el impulso de sacar la carta para la mujer de Martin y enviarla. Sin embargo, la misiva seguía en su bolso. Le parecía cargar con una hacha: la carta le daba poder sobre una persona a la que no conocía.

También tenía poder sobre Martin. Este seguía llamándola para charlar con ella. Tilda no sabía qué respondería si él le volvía a preguntar si podía ir a verla.

Habían pasado dos semanas sin que se comunicara un solo robo de casas en el norte de Öland. Pero una mañana sonó el teléfono de la comisaría. La llamada procedía de Stenvik, en la costa oeste de la isla, y el hombre que telefoneaba hablaba en voz baja, en cerrado dialecto ölandés. Dijo llamarse John Hagman. A ella le sonó ese nombre: Hagman era uno de los conocidos de Gerlof.

– ¿Están buscando ladrones de casas? -preguntó.

– Sí, en efecto -respondió Tilda-. Había pensado llamarle…

– Sí, Gerlof me lo dijo.

– ¿Ha visto algún ladrón?

– No.

Luego el hombre guardó silencio. Tilda esperó y preguntó:

– ¿Ha descubierto quizá algún rastro de los ladrones?

– Sí. Han estado aquí, en el pueblo.

– ¿Hace poco?

– No sé cuándo, pero tuvo que ser en otoño. Parece que han entrado en varias casas.

– Pasaré a ver -dijo Tilda-. ¿Cómo podré encontrarle?

– Ahora soy el único que vive aquí.


Tilda se apeó del coche patrulla en un camino de grava, entre una hilera de casas de verano cerradas, a unos metros sobre el estrecho y miró alrededor. El viento era muy frío y pensó en su familia. Procedían de allí, de Stenvik, y de alguna manera habían conseguido sobrevivir en aquel paisaje pedregoso.

Un anciano de baja estatura con un mono azul oscuro y gorra marrón se acercó al coche.

– Hagman -se presentó.

Señaló con la cabeza una casa marrón oscuro de una planta, con anchas ventanas.

– Allí -dijo-. Vi que el viento la había abierto. Lo mismo que la casa del vecino.

En efecto, una de las ventanas de la parte trasera estaba entreabierta. Al acercarse, Tilda comprobó que el marco estaba forzado y rajado junto a la aldabilla.

No se veían huellas bajo la ventana, pero vio que la habitación estaba desordenada; había ropa y herramientas tiradas por el suelo.

– ¿Tiene la llave, John?

– No.

– Entonces entraré por aquí.

Se sujetó al marco con las manos enguantadas y se impulsó al interior en penumbra.

Entró en un pequeño trastero y dio la luz, pero no se encendió ninguna bombilla. La corriente estaba cortada.

No obstante, el rastro de los ladrones podía seguirse con claridad: todos los cajones estaban abiertos y su contenido esparcido por el suelo. Al continuar hacia el salón, vio cristales en el suelo; igual que en la casa parroquial de Hagelby.

Se acercó para ver con más detalle. Había pequeños trozos de madera entre los cristales, y tardó un rato en comprender que lo que se había roto era un barco dentro de una botella.


Unos minutos después, salía por la ventana rota. Hagman seguía de pie en la hierba.

– Han estado ahí dentro -dijo ella-, y lo han dejado todo revuelto. También han roto algunas cosas.

Sacó una bolsa de plástico transparente y le enseñó los trozos de madera que había recogido; los restos del barco.

– ¿Es uno de los de Gerlof?

Hagman miró apenado los restos y asintió.

– Él tiene una casa aquí, en el pueblo, y ha vendido barcos en botellas y modelos a escala a muchos de los veraneantes.

Tilda se guardó la bolsa en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Y no ha visto ni oído nada en estas casas por la noche?

Hagman negó con la cabeza.

– ¿Ningún coche extraño por los alrededores?

– No -contestó el hombre-. Los propietarios cada año regresan a la ciudad en agosto. En septiembre, una empresa estuvo por aquí arreglando unos suelos. Luego nadie…

Tilda lo miró.

– ¿Un empresa de parqué?

– Sí, trabajaron en la casa durante varios días. Pero luego la cerraron bien antes de irse.

– ¿No era una empresa de fontanería? ¿Fontanería Kalmar? -preguntó ella.

Hagman negó con la cabeza.

– Eran entarimadores -aseguró-. Chicos jóvenes.

– Entarimadores… -repitió Tilda.

Recordó los suelos recién acuchillados de la casa parroquial de Hegelby y se preguntó si habría encontrado una pista.

– ¿Habló con ellos?

– No.

Tilda dio una vuelta con Hagman por las otras casas de la zona y anotó cuáles tenían las ventanas rotas.

– Tendremos que informar a los propietarios -dijo cuando regresaron al coche patrulla-. ¿Tiene usted contacto con alguno de ellos?

– Sí, con algunos -respondió Hagman-. Con los que tienen buenos modales.


Cuando Tilda regresó a la comisaría, hizo una docena de llamadas a los propietarios de casas de Öland y de los alrededores de Kalmar que habían denunciado robos durante el otoño.

De todos aquellos con los que pudo hablar, cuatro habían hecho acuchillar el parquet de su casa de verano durante el año. Todos habían contratado una empresa del norte de Öland: SUELOS Y PARQUETS MARNÅS.

También llamó a la casa parroquial de Heglby, cuyo propietario había regresado ya del hospital. El hombre, Gunnar Edberg, tenía la mano escayolada, pero se encontraba bien. También habían contratado a la empresa de Marnäs para arreglar el suelo.

– Hicieron un buen trabajo -dijo Edberg-. Trabajaron cinco días a principios de verano, pero nunca los vimos; estábamos en Noruega.

– ¿Les dejaron las llaves sin conocerlos?

– Es una empresa de confianza -replicó-. Conocemos al propietario; vive en Marnäs.

– ¿Tiene su número de teléfono?

Ahora Tilda tenía una pista, y tan pronto como acabó de hablar con Gunnar Edberg llamó al dueño de SUELOS Y PARQUETS MARNÅS S. A. Fue directa al grano: quería los nombres de los acuchilladores que habían trabajado en el norte de Öland durante los últimos años. Recalcó que no eran sospechosos de nada, y que la policía apreciaría que, de momento, no les dijera nada a sus empleados sobre el asunto.

No tuvo problemas. El dueño de la empresa le dio dos nombres con dirección y número personal:

Niclas Lindell

Henrik Jansson

Buenos chicos ambos, aseguró. Amables, hábiles y responsables. Unas veces trabajaban juntos, otras solos: por lo general, en casas de gente que vivía en la isla todo el año, mientras estaban de vacaciones, y en casas de veraneo cuando los propietarios volvían a la ciudad. Había mucho trabajo.

Tilda le dio las gracias y le hizo una última pregunta: ¿Le podía proporcionar una lista de las casas en las que habían trabajado Lindell y Jansson durante el verano y el otoño?

Esos datos se guardaban en el ordenador de la empresa, le dijo el hombre. Imprimiría la información y se la enviaría por fax.

Tras colgar, Tilda encendió su ordenador y buscó información sobre Lindell y Jansson en el registro de la policía. Henrik Jansson había sido detenido y condenado por conducción ilegal en Borgholm hacía siete años: tenía diecisiete años y conducía sin carnet. No había nada más sobre él o Lindell.

Después el fax se puso en marcha y apareció la lista de SUELOS Y PARQUETS MARNÅS.

Tilda comprobó enseguida que, de las veintidós direcciones de casas que habían contratado reparación de suelos, siete habían denunciado robos durante los últimos tres meses.

Niclas Lindell había trabajado en dos casas. Pero Henrik Jansson lo había hecho en todas.

Tilda sintió la misma ansiedad que un cazador cuando un alce aparece en el bosque. Luego se dio cuenta de otra cosa: durante una semana de agosto, Henrik Jansson había estado en la casa de ludden. Según la información, el trabajo había consistido en «acuchillado de la planta baja».

¿Significaría algo?

Henrik Jansson vivía en Borgholm. Según los datos de la empresa de parquet ese día se encontraba en una casa de las afueras de Byxelkrok, y tal como estaban las cosas, en aquel mismo momento podía estar trabajando tranquilamente. Tilda necesitaba más tiempo antes de llamarlo a declarar.

De repente, el timbre del teléfono rompió el silencio. Miró el reloj, ya eran las cinco y cuarto. Estaba casi segura de quién era.

– Comisaría de Marnäs, Davidsson.

– Hola, Tilda.

Había acertado.

– ¿Cómo estás? -preguntó Martin.

– Bien -contestó ella-, pero ahora no tengo tiempo de hablar. Estoy ocupada en algo importante.

– Espera, Tilda…

– Adiós.

Colgó sin sentir la menor curiosidad sobre qué quería. Sintió una liberación al ver que Martin Ahlquist, de repente, era tan insignificante para ella. En aquellos momentos, el entarimador Henrik Jansson era el hombre de su vida.

Su meta era encontrar a Henrik y detenerlo: y de camino a la comisaría, preguntarle un par de cosas. Quería saber por qué había maltratado al jubilado, pero también por qué había roto la botella con el barco de Gerlof.


Invierno de 1960


Ese año, el verano fue inusitadamente lluvioso en Öland, y nuestro segundo invierno en ludden fue peor que el primero. Mucho más frío, y con mucha más nieve. Durante enero y febrero, según recuerdo, la escuela de Marnäs estuvo cerrada los lunes, pues las máquinas quitanieves no tenían tiempo de limpiar las carreteras tras las nevadas del fin de semana.


MIRJA RAMBE


Mi madre, Torun, continúa pintando, a pesar de que su vista no se ha recuperado tras el día de la tormenta de nieve. Apenas ve y ya no puede leer.

Las gafas no le son de gran ayuda. En Borgholm encontramos una lámpara halógena montada en un trípode. Tiene una luz blanca resplandeciente, y cuando la encendemos nuestras dos oscuras habitaciones parecen un estudio de cine. En medio de ese resplandor solar, mi madre se sienta y pinta con las gamas más oscuras que puede mezclar.

Las espátulas y los pinceles de Torun borronean, como ratas estresadas, los tensos lienzos. Mi madre pinta la nevasca en la que se perdió el invierno pasado, y acerca tanto el rostro al lienzo que tiene la punta de la nariz continuamente ennegrecida. Fija la mirada en las negras sombras crecientes: yo creo que, mientras pinta, siente que aún se encuentra fuera, entre los muertos de las charcas de la ciénaga.

Cubre con pintura lienzo tras lienzo, pero como no hay nadie que quiera comprar o siquiera exponer los cuadros, guarda las telas enrolladas en un cuarto vacío y seco, junto a la cocina.

Yo también pinto mucho, cuando sobran papel y colores, sin embargo, el ambiente en la casa del fin del mundo sigue siendo sombrío. Nunca tenemos dinero, y Torun no ve lo suficiente como para seguir limpiando casas.

A principios de noviembre, mi madre cumple cuarenta y nueve años. Lo celebra sola con una botella de vino tinto y empieza a decir que su vida se ha acabado.

La mía parece no haber empezado.

Tengo dieciocho años, he terminado la escuela y me he hecho cargo de algunos trabajos de limpieza de Torun a la espera de tiempos mejores. Me he perdido los años cincuenta por completo. Al final de la década, llegan a mis manos unos viejos números del Bildjournalen, y por ellos me entero de que, aparte de la muerte de Stalin y del miedo a la bomba atómica, ha sido la época de los jóvenes con calcetines blancos cortos, guateques y rock and roll: pero en el campo no había nada de eso. Nuestra radio era vieja y lo máximo que emitía era una mezcla de voces fantasmales y chasquidos. Tras la dulce temporada de playa, la vida en la costa se transforma en nueve meses de oscuridad, viento, largos caminos embarrados, ropa mojada y constantes pies helados.

Este año, el único consuelo es Markus.


Markus Landkvist ha llegado de Borgholm ese mismo otoño y se ha mudado a una pequeña habitación en ludden. Markus tiene diecinueve años, uno más que yo, y trabaja como ayudante en las granjas de la comarca, a la espera de hacer el servicio militar.

No es mi primer amor, pero significa un claro paso adelante. Mis enamoramientos anteriores habían consistido en quedarme mirando fijamente a algún chico al otro lado del patio, confiando en que se acercara y me tirara del pelo.

Markus es alto y rubio y el más guapo de la región, por lo menos eso pienso yo.

– ¿Sabías que ludden está embrujada? -le pregunto al encontrarnos por primera vez en la cocina.

– ¿Qué?

No demuestra el menor miedo o siquiera interés, pero ahora que he empezado me veo obligada a continuar:

– Los muertos viven en el establo -digo-. Susurran a través de las paredes.

– Es solo el viento -dice él.

No es exactamente amor a primera vista, pero empezamos a relacionarnos. Yo soy muy habladora, y Markus callado. Aunque creo que le gusto. Lo dibujo en mi imaginación antes de dormirme y empiezo a soñar con escaparme de la finca con él.

En mi opinión, Markus y yo somos los únicos de ludden que tienen un futuro por delante. Torun se ha rendido, y los ancianos de la casa parecen contentos de trabajar durante el día y sentarse a cotillear por las tardes.

A veces, beben aguardiente destilado en la cocina con Ragnar Davidsson, el pescador de anguilas. Oigo sus risas por la ventana.

En ludden, todos nos movemos dentro de nuestro propio círculo, y ese invierno descubro el altillo del establo. Apenas hay heno, pero está abarrotado de cosas abandonadas, y casi todas las semanas me dedico a explorarlo. Hay infinidad de rastros de las antiguas familias y fareros de la casa; es casi como un museo con utensilios de barcos, cajas de madera, pilas de viejas cartas marinas y cuadernos de bitácora. Aparto las cosas para avanzar entre tesoros y basura, y al fin alcanzo la pared al otro lado del altillo.

Allí descubro todos los nombres grabados:


CAROLINA 1868

PETTER 1900

GRETA 1943


Y muchos más. Casi cada tablón tiene por lo menos un nombre grabado.

Leo y me quedo fascinada por todos los que han vivido y muerto en ludden. Es como si me acompañaran.

Mi principal objetivo es conseguir que Markus venga conmigo al altillo.

24

El crepúsculo cubría el mar y la tierra. La solitaria farola a lo lejos, en la carretera nacional, cada vez se encendía más temprano, y Joakim se paseaba por su inmensa casa e intentaba sentirse orgulloso del trabajo realizado.

En principio, la planta baja estaba reformada. Pintada, empapelada y amueblada. Tenía que comprar más muebles, pero no tenía mucho dinero y aún no había buscado trabajo de profesor. Pero por lo menos había amueblado el salón, con un gran armario del siglo XVIII, una larga mesa comedor y altas sillas. Había colgado del techo una gran araña de cristal y colocado candeleros en las ventanas.

Durante el otoño apenas había tenido tiempo de trabajar en la fachada -además, no tenía dinero para un andamio-, pero pensó que los antiguos habitantes de la casa apreciarían la reforma de las habitaciones. A veces, cuando estaba solo, Joakim esperaba oírlos, sentir sus lentos pasos en el piso de arriba y el murmullo de voces en las habitaciones desiertas.

Pero a Ethel no. Ella no podía entrar en la casa. Gracias a Dios, Livia había dejado de soñar con ella.


– ¿Vendréis a pasar la Navidad conmigo? -preguntó Ingrid cuando llamó, a mediados de diciembre.

Tenía la misma voz queda y cuidadosa de siempre, y a Joakim le dieron ganas de colgar.

– No -contestó enseguida, y miró por la ventana de la cocina.

La puerta del establo estaba de nuevo abierta. Él no la había abierto. Podía echarle la culpa al viento, o a los niños, pero presintió que era una señal de Katrine.

– ¿No?

– No -dijo-, hemos pensado pasar la Navidad aquí. En la casa.

– ¿Solos?

«Quizá no», pensó él, pero contestó:

– Sí, a no ser que la madre de Katrine pase a vernos. Pero no hemos quedado en nada.

– No podéis…

– Iremos a verte en Año Nuevo -la cortó Joakim-. Así podremos darnos los regalos.

En cualquier caso sería una Navidad sombría, la celebrara donde la celebrase.

Insoportable sin Katrine.


El 13 de diciembre, a primera hora de la mañana, Joakim estaba sentado en la penumbra de la guardería de Marnäs y asistía a la celebración de la fiesta de santa Lucía. Los niños de seis años, vestidos con túnicas blancas y una vela en la mano caminaban con solemnidad sonriendo nerviosos en el salón de actos. Algunos padres los filmaban con cámaras de vídeo.

A Joakim no le hacía falta filmar nada; se acordaría de todo, incluidas las canciones que Livia y Gabriel cantaron. Jugueteaba con su anillo de casado y pensaba en lo mucho que le habría gustado a Katrine ver aquello.


Al día siguiente de la festividad de Santa Lucía, se desencadenó la primera tempestad de invierno en la costa, y unos copos de nieve tan duros como granizo se estrellaron contra los cristales de las ventanas. En el mar las olas se alzaban con blancas crestas. Se movían rítmicamente hacia tierra y rompían la delgada capa de hielo que se formaba en el borde del cabo, luego estallaban contra el rompeolas, donde el agua se arremolinaba y espumeaba alrededor de los islotes de los faros.

Cuando la tempestad azotaba la casa con más fuerza, Joakim llamó a Gerlof Davidsson, la única persona que conocía en la isla interesada por la meteorología.

– Ya tenemos aquí la primera tormenta de nieve del invierno, ¿no es así? -preguntó Joakim.

Gerlof resopló en el auricular.

– ¿Esto? Esto no es una tormenta de nieve…, pero llegará, y creo que antes de Año Nuevo.

El fuerte viento cesó al amanecer, y cuando salió el sol, Joakim vio un fino manto de nieve alrededor de la casa. Los arbustos que crecían al otro lado de la ventana de la cocina tenían sombreros blancos, y abajo, en la playa, las olas habían resquebrajado el hielo formando amplios taludes.

Más allá de estos, en el mar, se habían formado nuevas capas de hielo; era como un campo blanco azulado atravesado por oscuras grietas. El hielo no parecía sólido: algunas de las profundas grietas dejaban ver oscuras simas.

Joakim miró el horizonte con los ojos entornados, pero la línea entre el mar y el cielo había desaparecido engullida por una deslumbrante neblina.


Sonó el teléfono después del desayuno. Era Tilda Davidsson, la policía pariente de Gerlof, que inició la conversación diciendo que llamaba por cuestiones de trabajo.

– Solo quería comprobar una cosa, Joakim. Me dijiste que tu mujer no tuvo visitas en la finca… Pero ¿hubo gente trabajando?

– ¿Trabajando?

Era una pregunta inesperada, y se vio obligado a pensar antes de contestar.

– He oído que estuvieron unos acuchilladores de parquet en vuestra casa -dijo ella-. ¿Es cierto?

Entonces Joakim se acordó.

– Es cierto -dijo-, fue antes de que yo me mudara. Pasó un chico por aquí, arrancó unos suelos de linóleo y después acuchilló el suelo de las habitaciones.

– ¿De una empresa de Marnäs?

– Eso creo -respondió él-. Fue el agente inmobiliario quien nos la recomendó. Creo que aún tengo la factura en alguna parte.

– De momento no la necesito. Pero ¿recuerdas cómo se llamaba?

– No…, fue mi mujer la que habló con él.

– ¿Cuándo estuvo en la casa?

– A mediados de agosto…, unas semanas antes de que empezáramos a traer los muebles.

– ¿Lo viste? -preguntó Tilda.

– No. Solo lo vio Katrine. Como te dije, eran ella y los niños los que estaban aquí entonces.

– ¿Y no ha vuelto desde entonces?

– No -contestó Joakim-. Ahora los suelos ya están acabados.

– Una cosa más…, ¿habéis tenido visitas inesperadas?

– ¿Inesperadas? -repitió él, y enseguida pensó en Ethel.

– Ladrones, vamos -aclaró ella.

– No. ¿Por qué lo preguntas?

– Ha habido una serie de robos en la isla durante el otoño.

– Lo sé, lo he leído en el periódico. Espero que encontréis a los culpables.

– Estamos trabajando en ello -replicó Tilda.

Colgó el auricular.


Esa noche, Joakim se despertó al notar una sacudida en la cama.

Ethel

El mismo miedo de siempre. Levantó la cabeza y miró el reloj: 01.24.

Dejó de pensar en su hermana. ¿Lo había llamado Livia? No se oía nada, sin embargo se puso un jersey y unos vaqueros y se levantó, sin encender la luz. Salió al pasillo y escuchó de nuevo. Se oía el tictac del reloj de pared, pero de las habitaciones a oscuras de los niños no llegaba ningún ruido.

Joakim caminó en sentido contrario, hacia las ventanas del recibidor, y observó la noche. El solitario farol alumbraba el patio, pero nada se movía fuera.

Luego vio que la puerta del establo estaba de nuevo abierta. No mucho, apenas medio metro: pero estaba casi seguro de que la había cerrado unas noches atrás.

Bueno, la cerraría de nuevo.

Se puso las botas de invierno y salió al patio por el porche.

Fuera hacía viento, pero el cielo estaba estrellado y el faro sur parpadeaba rítmicamente, casi al compás de su corazón.

Se encaminó a la puerta entreabierta y echó una ojeada dentro. Estaba negro como boca de lobo.

– ¿Hola?

No hubo respuesta.

¿O quizá se oía un débil lamento en algún lugar del edificio de madera? Joakim alargó la mano y encendió la luz. Se adentró en el establo una vez que se encendieron las bombillas del techo.

Deseaba llamar de nuevo, pero se contuvo.

Ahora se oía claramente un ruido: un débil pero constante raspado. Joakim estaba seguro.

Se acercó a la empinada escalera. La bombilla de arriba no era muy potente, pero aun así empezó a subir.

Una vez en el altillo, se detuvo de nuevo y miró los montones de viejos trastos abandonados. Algún día tendría que limpiar. Pero esa noche no.

Se adentró entre los cachivaches. Ahora podía pasar entre ellos sin problema, pues conocía aquel laberinto de memoria, y se dirigió hacia el fondo. Hacia la pared del otro extremo.

El raspado procedía de allí.

Joakim miró los tablones y los nombres de los muertos allí grabados.

Antes de que le diera tiempo de empezar a leerlos oyó de nuevo el sonido y se detuvo. Bajó la vista al suelo.

Primero fue el lamento, y luego los maullidos de Rasputín.

El gato estaba sentado junto a la pared y se lamía concienzudamente las patas. Luego alzó la vista hacia él y Joakim le sostuvo la mirada; le pareció que el gato estaba satisfecho. ¿Por qué no? Había trabajado duro esa noche.

Frente a él yacían una docena de pequeños cuerpos de pelo marrón. Ratones. Estaban hechos jirones y parecía que los acababa de matar antes de la llegada de Joakim.

Rasputín había colocado los ratones ensangrentados en fila junto a la pared.

Parecía un sacrificio.

25

– Hoy día la gente se preocupa demasiado -dijo Gerlof-. Actualmente, llaman a salvamento marítimo en cuanto hay cabrillas en el mar. Antes, las personas eran más sensatas. Si se levantaba un vendaval cuando uno estaba navegando, no pasaba nada…, se seguía hasta Gotland, se sacaba el bote a tierra y se echaban a dormir debajo de él hasta que amainara. Luego navegaban de vuelta a casa.

A continuación, guardó silencio y se abismó en sus pensamientos. Tilda se inclinó hacia delante y apagó la grabadora.

– Estupendo. ¿Estás bien, Gerlof?

– Sí, claro.

Parpadeó y volvió al momento presente.

Estaban bebiendo glögg en sendas tazas. La semana de Navidad había comenzado con nieve y viento, y Tilda le había llevado una botella de regalo. Había calentado el vino dulce en la cocina y le había añadido pasas y almendras. Cuando entró en la habitación de Gerlof con la bandeja, este sacó una botella de aguardiente y le añadió un chorro a cada taza.

– ¿Cómo vas a celebrar la Navidad? -preguntó el hombre cuando ya casi se había bebido el glögg y Tilda sentía calientes hasta los dedos de los pies.

– Tranquilamente, con la familia -dijo ella-. Pasaré la Nochebuena con mamá.

– Bien.

– ¿Y tú, Gerlof? ¿No quieres acompañarme al continente?

– Gracias, pero me quedaré aquí y me comeré mi arroz con leche. Mis hijas me han invitado a la costa oeste, pero no soporto un viaje tan largo en coche.

Guardaron silencio.

– ¿Hacemos una última grabación? -preguntó Tilda.

– Quizá.

– Hablar es divertido, ¿verdad? Me he enterado de cantidad de cosas de mi abuelo.

Él asintió lacónico.

– Sin embargo, no te he contado lo más importante.

– ¿No?

Gerlof pareció dudar.

– Ragnar me enseñó muchas cosas sobre el tiempo, el viento, la pesca y los nudos cuando era niño…, toda clase de cosas útiles. Pero luego, cuando me hice un poco mayor, me di cuenta de que uno no se podía fiar de él.

– ¿No? -dijo Tilda.

– Comprendí que mi hermano no era honesto.

En la habitación se hizo de nuevo el silencio.

– Ragnar era un ladrón -continuó-. Un vulgar ladrón. Desgraciadamente no puedo llamarlo de otro modo.

Tilda pensó en apagar la grabadora, pero la dejó.

– ¿Qué robaba? -preguntó en voz baja.

– Bueno, en principio todo lo que podía. A veces salía de noche y robaba anguilas de las redes de otros. Y recuerdo una vez…, cuando pusieron canalones nuevos en la casa de ludden. Sobró una caja, que se quedó en el jardín hasta que Ragnar la robó. En ese momento no necesitaba canalones, pero tenía la llave del faro y los dejó allí, y seguro que siguen allí. Lo importante no era la necesidad, sino la oportunidad. Siempre tenía los ojos abiertos por si encontraba una puerta sin cerrar o algo sin vigilancia.

Gerlof estaba inclinado hacia delante y Tilda pensó que hablaba con más intensidad que nunca.

– Seguro que tú también has robado alguna vez -dijo ella.

El anciano negó con la cabeza.

– Pues no. Quizá mentía un poco sobre lo que cobraba por mis transportes cuando me encontraba con otros capitanes en los puertos. Pero pelear y robar son dos cosas que no he hecho nunca. Yo soy de los que piensan que nos hemos de ayudar unos a otros.

– Es una buena actitud -comentó Tilda-. La sociedad somos todos.

Gerlof asintió.

– No suelo pensar mucho en mi hermano mayor.

– ¿Por qué no?

– Bueno, lleva tanto tiempo muerto… Muchas décadas. Los recuerdos se desvanecen…, y yo lo he permitido.

– ¿Cuándo os visteis por última vez?

Hubo un silencio antes de que Gerlof respondiera:

– Fue en su pequeña granja, el invierno de mil novecientos sesenta y uno. Se negaba a responder al teléfono, así que fui a verlo. Nos peleamos…, o más bien nos increpamos el uno al otro. Esa era nuestra manera de pelearnos.

– ¿Sobre qué?

– Discutimos por la herencia -dijo Gerlof-. No es que fuera mucho, pero…

– ¿Qué herencia?

– La herencia de nuestros padres.

– ¿Qué pasó?

– Desapareció en gran parte. Pero fue Ragnar quien se la llevó, se la apropió… En realidad, mi hermano era un cabrón.

Tilda miró la grabadora y no se le ocurrió nada que decir.

– Ragnar era un cabrón, por lo menos conmigo -prosiguió él, y negó con la cabeza-. Vació la casa de nuestros padres de Stenvik y vendió gran parte del mobiliario, luego vendió también la casa a unos del continente y se quedó con el dinero. Y se negaba a hablar de ello. Se limitaba a mirarme con frialdad… Con él era imposible razonar.

– ¿Se lo llevó todo? -inquirió Tilda.

– Yo me quedé con algunos recuerdos, pero el dinero se lo llevó Ragnar. Seguramente pensó que él se ocuparía mejor que yo.

– Pero… ¿no pudiste hacer nada?

– ¿Demandarlo, quieres decir? -preguntó Gerlof-. Las cosas no funcionan así en la isla. En vez de eso, nos enemistamos. Hasta a los hermanos les pasa a veces.

– Pero…

– Ragnar se lo guisó y se lo comió -prosiguió el anciano-. Era el hermano mayor y siempre cogía su parte primero; luego compartía algo conmigo si le apetecía. Fuera como fuese, el otoño antes de que saliera con su barca al mar y se congelara en la tormenta, nos separamos enemistados. -Gerlof suspiró-. «Manténgase el amor fraterno», dice la Carta a los Hebreos, pero a veces no es fácil. Son esas cosas sobre las que uno piensa ahora.

Tilda miró la grabadora algo apenada. Luego la apagó.

– Creo que…, será mejor que borre esto último. No porque piense que mientes, Gerlof, pero…

– A mí no me importa -señaló él.

Una vez que ella hubo guardado la grabadora en la bolsa negra, el anciano dijo:

– Creo que ya sé cómo funciona eso. Qué botones hay que apretar.

– Bien -dijo Tilda-. Realmente tienes facilidad para la tecnología, Gerlof.

– ¿Podrías dejármela? ¿Hasta la próxima vez que vengas?

– ¿La grabadora?

– Por si se me ocurre algo más que contar.

– Sí, claro -contestó, y le alargó la bolsa-. Habla todo lo que quieras. Hay un par de cintas vírgenes que puedes usar.


Cuando llegó a la comisaría el contestador parpadeaba. Empezó a escuchar el mensaje, pero al ver que la llamada era de Martin suspiró y colgó el auricular.

Ya era hora de que la dejara en paz.

26

Joakim hizo un último viaje en coche con Livia y Gabriel antes de Navidad. Estaban de fiesta, era el primer día de las vacaciones de Navidad y los llevó a Borgholm.

Había mucha gente en las calles comprando regalos. Los Westin entraron en el centro comercial que había a la entrada de la ciudad y recorrieron las extensas estanterías de comida para aprovisionarse para las fiestas.

– ¿Qué queréis comer en Navidad? -preguntó Joakim.

– Pollo asado con patatas fritas -replicó Livia.

– Zumo -dijo Gabriel.

Joakim compró pollo, patatas fritas y zumo de frambuesa, y también patatas, salchichas, jamón, cerveza de Navidad y tostadas para él. Compró carne picada congelada para hacer albóndigas, y al ver que vendían anguila ölandesa en el puesto de pescado, compró unos trozos ahumados. Seguramente habrían nadado por ludden.

También compró un kilo de queso de nata. En Navidad, a Katrine siempre le gustaba comer pan con gruesos trozos de queso de nata.

Fue una locura, pero la semana anterior, Joakim le había comprado un regalo de Navidad. Había ido a Borgholm a comprar regalos para los niños, y en un escaparate vio una túnica verde claro que le habría gustado a Katrine. Continuó hasta la juguetería, pero luego regresó a la tienda de ropa Danielsson y compró la túnica.

– ¿Me la envuelve, por favor? Es para un regalo de Navidad -dijo, y salió con un paquete rojo con cinta blanca.

En el aparcamiento, junto al centro comercial, vendían abetos de Navidad sujetos con una redecilla de plástico. Joakim compró uno grande, tan alto que llegaría hasta el techo. Lo aseguró en la baca y luego condujo de vuelta a casa.

Cuando llegaron a ludden hacía frío, diez grados bajo cero, pero apenas soplaba viento. El agua estaba a punto de congelarse, pero solo una delgada capa de nieve cubría el suelo. El aliento de Joakim formaba densas nubes blancas mientras llevaba las bolsas llenas de comida por el camino de grava del jardín hasta la casa. Luego metió también el abeto. Debía de tener miles de pequeños insectos en las ramas, pero la mayoría hibernaban y no despertarían nunca más.

Era la mejor manera de morirse, pensó: durmiendo, sin enterarse.

Colocó el abeto en el salón, donde estaba la larga mesa del comedor con sus altas sillas y poco más. A medida que se acercaba la Navidad, las habitaciones de la planta baja le parecían cada vez más vacías.


La familia Westin pasó el resto del día limpiando y preparando la casa. Tenían dos grandes cajas de cartón llenas de artículos navideños. Los desempaquetaron: nacimiento, velas, paños rojos y blancos para la cocina, una estrella de Navidad para la ventana y un macho cabrío y un cerdo de paja que colocaron a ambos lados del abeto.

Cuando acabaron de decorar, Livia y Gabriel lo ayudaron a adornar el abeto. En la guardería habían hecho guirnaldas de papel y figuritas de madera, que colgaron donde alcanzaban, en las ramas más bajas. Un poco más arriba, Joakim colgó oropeles, bolas e iluminación, y en la punta fijó una estrella de papel maché. El abeto estaba listo para Navidad.

Por último, sacaron las bolsas con los regalos y las colocaron debajo del árbol. Joakim puso el paquete de Katrine junto al resto.

La tranquilidad reinaba en la habitación.

– ¿Volverá mamá ahora? -preguntó Livia.

– Quizá -contestó Joakim.

Casi habían dejado de hablar de Katrine, pero él sabía que, sobre todo Livia, la echaban de menos. Para los niños no existe la frontera entre lo posible y lo imposible como sucede con los adultos. ¿Quizá todo era cuestión de echarla de menos lo suficiente?

– Ya veremos qué pasa -dijo, y miró el montón de regalos.

Sería maravilloso poder ver a Katrine una última vez. Poder hablar y despedirse de verdad.


En la televisión habían pronosticado tormenta y nieve en Öland y Gotland durante la Navidad, pero dos días antes por la mañana Joakim miró por la ventana y solo vio delgadas capas de nubes en el cielo. El sol brillaba, estaban a seis grados bajo cero y apenas soplaba viento.

Luego vio el nido al otro lado de la ventana de la cocina y pensó que, pese a todo, se acercaba la tormenta.

El nido estaba desierto. Las bolas de sebo y los montones de grano seguían allí, pero no había nadie picoteando.

Rasputín saltó sobre la encimera y se puso a observar junto a Joakim el nido abandonado.

El prado junto a la playa, a los pies de la casa, estaba igual de vacío, y no se veían cisnes ni patos marinos en el agua. Quizá se habían resguardado en el bosque. Las aves no necesitan mirar el pronóstico del tiempo para saber cuándo se acerca un temporal; lo sienten en el aire.


El día antes de Navidad, Joakim dejó que Livia y Gabriel durmieran hasta las ocho y media. Le habría gustado que hubiese guardería para poder quedarse solo en la casa, pero tenían dos semanas de vacaciones, le gustase o no.

– ¿Mamá va a venir hoy? -preguntó Livia al levantarse de la cama.

– No lo sé -respondió Joakim.

Pero el ambiente en la casa era distinto. Los niños también parecían sentirlo. Había una tensa expectación en todas las habitaciones pintadas de blanco.

Después del desayuno sacó las velas. Las había comprado en una tienda de Borgholm, a pesar de que, en realidad, las velas de Navidad había que hacerlas a mano. Eso habían hecho antiguamente en la cocina de la casa después de que los niños trenzaran los pabilos, así adquirían un aire personal. Pero aquellas velas de fábrica eran todas igual de largas y ardían con un brillo constante en las ventanas, sobre la mesa y en las arañas.

Velas para los muertos.

Los tres ingirieron un ligero almuerzo en la cocina a media mañana, mientras los rayos del sol incidían en el tejado de la cabaña. Pronto anochecería.

Después de comer, Joakim vistió a los niños con gruesas chaquetas y se los llevó a dar un paseo cerca del mar. Miró de reojo la puerta cerrada del establo al pasar, pero no comentó nada.

Bajaron a la playa en silencio. Unos delgados cirros flotaban aún sobre el cabo. Sin embargo, un frente tormentoso se empezaba a formar en el horizonte semejante a una cortina de plomo.

En la playa, había una fina capa de hielo; de cerca era blanca por la escarcha, pero más allá era dura y azulada. Los niños tiraron pequeñas piedras y trozos de hielo que rebotaban y se deslizaban por la brillante superficie, que no oponía resistencia, y se alejaba hacia las negras grietas.

– ¿Tenéis frío? -les preguntó Joakim al cabo de un rato.

Gabriel tenía la nariz roja y asintió en silencio.

– Entonces volveremos a casa -dijo.

Aquel era el día más corto del año: eran apenas las dos y media, pero cuando regresaron a la casa el cielo tenía el color añil del atardecer de una noche de verano. A Joakim le pareció sentir en la nuca el aliento de la tormenta de nieve que se aproximaba.

Una vez dentro, encendieron de nuevo las velas. Por la noche, el brillo de la casa se vería desde la carretera, quizá hasta desde la ciénaga.


Esa noche, cuando Livia y Gabriel se durmieron y todo quedó en silencio, Joakim se puso el anorak y salió fuera con una linterna en la mano.

Se dirigía al establo. Las últimas semanas a duras penas había conseguido mantenerse alejado de allí unos pocos días seguidos.

El cielo se veía despejado, y la delgada capa de nieve del patio se había vuelto dura y seca con el frío. Los cristales de hielo crujían bajo sus botas.

Se detuvo junto a la puerta del establo y miró alrededor. Unas sombras oscuras se cernían a lo lejos, y resultaba fácil imaginarse que había alguien allí. Una mujer delgada de rostro ajado que lo observaba con mirada sombría…

– Ethel, mantente alejada -murmuró Joakim para sí, y abrió la pesada puerta.

Entró y escuchó esperando oír los maullidos de Rasputín, el cazador de ratones, pero todo estaba en silencio.

Esa noche, Joakim no se dirigió enseguida a la escalera del altillo. Primero se dio una vuelta por la planta baja, por los pesebres y las cuadras, donde una vez estuvieron las vacas en fila rumiando durante el invierno.

En la pared de la fachada opuesta había colgada una herradura oxidada.

Joakim se acercó y la observó. Los extremos apuntaban hacia arriba, seguramente para que la suerte de la casa no se agotara.

Las bombillas del techo apenas iluminaban esa esquina, así que encendió la linterna. Cuando enfocó el techo de madera, dedujo que se encontraba justo debajo de la habitación oculta del altillo. Luego bajó la linterna.

Alguien había barrido el suelo de piedra del establo. No todo, aunque sí una larga franja a lo largo de la pared. Por lo menos allí no había excrementos secos ni montones de heno viejo.

Solo podía haber sido Katrine.

En la esquina derecha de la pared, viejas redes de pesca y gruesos cabos colgaban de una hilera de clavos. Algunas de las cuerdas llegaban hasta el suelo, como una cortina. Pero tras esta, la pared parecía desaparecer.

Joakim dio un paso adelante y alumbró con la linterna; las sombras junto a la pared se desvanecieron y descubrió una oquedad a ras del suelo. Faltaba todo un trozo de la pared de madera, y cuando Joakim apartó la cortina de redes y cuerdas con olor a brea vio que las baldosas continuaban tras ellas.

La cavidad apenas le llegaba a Joakim a las rodillas, pero tenía por lo menos un par de metros de ancho.

Despertó su curiosidad y se agachó para intentar ver lo que había al otro lado. Lo que vio fue más tierra aplanada y pelusas.

Al final, se tumbó boca abajo y comenzó a reptar. Se arrastró con la linterna por debajo de los tablones de madera. Pasó a duras penas bajo la pared y acabó junto a un muro de piedra caliza. Estaba helado: debía de ser el muro exterior. El espacio allí era de unos pocos metros de ancho. Apartó algunas telas de araña y consiguió ponerse en pie.

A la luz de la linterna vio que se hallaba en un estrecho espacio entre dos paredes: la interior de madera, bajo la cual se había arrastrado, y la del lado oeste del establo. Un par de metros más allá, una vieja escalera de madera casi vertical conducía a lo alto internándose en la oscuridad.

Alguien había estado allí antes que él. Daba la impresión de que ese alguien se había movido y había dejado senderos sobre el polvo centenario.

¿Había sido Katrine? Mirja le había dicho que no sabía de ninguna habitación secreta en la finca.

La escalera frente a él se elevaba casi en vertical. Joakim iluminó hacia arriba y vio que terminaba en un orificio cuadrado. Allí la oscuridad era total, pero esa vez tampoco vaciló. Empezó a subir.

Finalmente, llegó al borde de la abertura, donde se acababa la escalera.

El lugar tenía el suelo de madera y a la izquierda vio una pared de tablones sin pintar. La reconoció al instante, y supo que había subido a la habitación secreta en el altillo del heno.

Movió la linterna a su alrededor.

La luz amarilla reveló bancos: filas de bancos de madera.

Bancos de iglesia.

Se encontraba en el extremo de lo que parecía una antigua capilla de madera dentro del altillo. Un pequeño oratorio bajo el alto techo inclinado, amueblado con cuatro bancos flanqueados por un estrecho pasillo.

Los bancos estaban secos y agrietados y con los bordes gastados; carecían de cualquier tipo de ornamento y parecían salidos de una iglesia medieval. Joakim comprendió que debieron de colocarlos allí al mismo tiempo que se construyó el establo, pues no había ninguna puerta por la que pudieran haberlos introducido.

No vio púlpito ni tampoco ninguna cruz. Arriba del todo de la pared exterior había una sucia ventana. Bajo ella, un papel colgaba de un clavo, y, al acercarse, vio que se trataba de una página de una vieja Biblia familiar: un dibujo de Doré de una mujer, quizá María Magdalena, que observaba sorprendida la tumba abierta de Jesús. La piedra redonda que la tapaba estaba en el suelo, y la abertura se abría como un agujero negro.

Joakim observó un buen rato el dibujo. Luego se dio la vuelta y descubrió que los bancos de madera que quedaban detrás de él no estaban vacíos.

Había cartas sobre ellos.

Y ramos de flores secas.

Y un par de zapatos blancos de niño.

En uno distinguió algo pequeño y blanco, y cuando se acercó vio que se trataba de un puente con dientes postizos.

Pertenencias. Recuerdos.

También había varios cestitos trenzados que contenían notas. Joakim cogió uno de ellos y sacó el papel con cuidado. A la luz de la linterna pudo leer:


Carl, olvidado por todos, pero no por mí ni por el Señor.


Sara


En otro cesto había una postal amarillenta con la imagen de un apacible ángel sonriente. Joakim cogió la postal, le dio la vuelta y vio que en la parte de atrás alguien había escrito en tinta, con una florida caligrafía:


Cariñosos pensamientos para mi amada hermana Maria. Todos los días rezo a Nuestro Señor Dios para que pronto podamos reunirnos.

Con profunda añoranza.


Nils Peter


Joakim dejó la postal en el cesto con cuidado.

Aquel era un lugar de oración: una habitación condenada en honor de los muertos.

En uno de los bancos había un libro. Al cogerlo, vio que se trataba de un grueso cuaderno escrito con una letra demasiado pequeña y apretada para poder leerla en la penumbra; en la primera página, en tinta negra, ponía: El libro de la nevasca.

Se lo guardó dentro del anorak.

Se estiró y miró alrededor una última vez, entonces descubrió un pequeño agujero en la pared junto al último banco.

Se acercó y comprendió de qué se trataba. Era el agujero que él mismo había abierto en los tablones hacía unas semanas.

Esa noche había metido el brazo por el mismo tan lejos como pudo. En el banco, bajo la pequeña abertura, estaba lo que había palpado: una prenda de ropa doblada.

Una gastada chaqueta vaquera que a Joakim le pareció haber visto antes.

Al reconocer unas pequeñas chapas en el pecho que decían «RELAX» y «PINK FLOYD» supo a quién pertenecía. La había visto noche tras noche cuando miraba hacia la calle tras las cortinas de Åppelvillan.

Era la chaqueta vaquera de su hermana Ethel.


Invierno de 1961


Fui yo quien descubrió el gran altillo del heno en el establo, pero convencí a Markus para que subiera conmigo y lo exploramos juntos. Fue mi primer amor y quizá también el mejor.

Pero duró muy poco.


MIRJA RAMBE


Las tardes de otoño e invierno, Markus y yo nos movemos a escondidas con un quinqué, entre cuerdas y cadenas, y abrimos baúles y miramos antiguos documentos del faro.

Parece una chatarrería, pero en el altillo hay cosas fantásticas: infinidad de recuerdos de la historia centenaria de la casa. Todo lo que cada familia y cada farero han dejado tras sí en ludden parece terminar, tarde o temprano, en el establo, y acaba olvidado.

Al cabo de unas semanas, subimos todas las mantas que pudimos encontrar y construimos una pequeña tienda de campaña con ellas. Hurtamos pan, vino y cigarrillos y empezamos a hacer picnics allí arriba, a pesar del frío que hacía, para olvidar el triste día a día.

Le muestro a Markus la pared del fondo, con los nombres grabados de los muertos. Reseguimos las letras con los dedos y fantaseo, llena de emoción, sobre las tragedias que han ocurrido en ludden a lo largo de los años.

Grabamos nuestros nombres en el suelo del altillo, muy cerca el uno del otro.

Pasan tres picnics antes de que se atreva a besarme en la boca. No le permito hacer mucho más -aún me angustia el recuerdo del viejo médico-, pero vivo varias semanas con sus besos.

Y puedo pintar a Markus abiertamente.

De repente, la casa ya no es el fin del mundo sino el centro del universo, y empiezo a creer que Markus y yo podemos hacer lo que queramos, viajar a donde deseemos. Pasamos el largo invierno juntos.


El mar está frío y el verano se demora mucho en llegar, como de costumbre en la isla, pero a finales de mayo el sol brilla y calienta los prados de nuevo. También es entonces cuando Markus se dispone a partir: no conmigo, sino solo. Ha sido llamado a filas y debe cumplir un año de servicio militar en el continente.

Prometemos escribirnos. Muchas cartas.

Después de que haga la maleta, lo acompaño a la estación de tren de Marnäs. Esperamos de pie en silencio, junto a otros isleños. El tren de Öland dejará de funcionar ese año, y en la sala de espera reina un ambiente sombrío.


Markus se ha marchado, pero Ragnar Davidsson sigue atracando su barca en ludden y se acerca a nuestra casa.

Él y yo solemos discutir de arte, aunque el nivel es bastante bajo. Todo empieza un día en que, al entrar en el recibidor, descubro que la puerta de la habitación del medio está abierta. Al mirar dentro veo a Davidsson de pie. Observa los oscuros cuadros que cubren las paredes.

Al parecer, hasta ahora no se había fijado en la gran colección de arte de Torun, y no le gusta. Niega con la cabeza.

– ¿Qué te parece? -le pregunto.

– Todo es negro y gris -contesta-. Solo una mezcla de colores oscuros.

– Así es la nevasca de noche -digo.

– Pues parece… mierda -replica él.

– También se puede interpretar de una forma simbólica -intento explicarle-. Es una nevasca nocturna, pero al mismo tiempo representa el alma…, el alma de una mujer atormentada.

Davidsson niega con la cabeza.

– Mierda -dice de nuevo.

Al parecer, no ha leído a Simone de Beauvoir. Yo tampoco, claro, pero por lo menos he oído hablar de ella.

En un último intento de defender a Torun, digo:

– Un día valdrán mucho dinero.

Davidsson gira la cabeza y me mira como si estuviera loca. Luego pasa por mi lado y se va de la casa.

Cuando entro en mi habitación veo a mi madre sentada junto a la ventana y enseguida me doy cuenta de que ha escuchado toda la conversación. A pesar de que está casi ciega, mira con fijeza por la ventana.

Intento distraerla con otras cosas, pero niega con la cabeza.

– Ragnar tiene razón -dice-. Todo es una basura.


Desde que Markus se fue he dejado de subir al altillo. Me recuerda demasiado a él, y me resulta demasiado solitario.

Pero nos escribimos, claro. Yo soy la que más escribe: envío varias largas cartas como respuesta a una suya corta.

Las cartas de Markus tratan sobre todo de maniobras militares, y no llegan con mucha frecuencia. Por el contrario, yo relleno hoja tras hoja con mis sueños y planes. ¿Cuándo volveremos a vernos? ¿Cuándo le darán permiso? ¿Cuándo se licenciará?

No lo sabe con seguridad, pero me promete que nos veremos pronto.

Empiezo a comprender que tengo que irme de ludden, coger el ferry hacia el continente y hacia Markus. Pero ¿cómo podría dejar a Torun? No es posible.

27

Henrik sabía que la policía lo buscaba. Hacía una semana que un agente le había dejado dos mensajes en el contestador y lo había citado a declarar en la comisaría.

Había pasado de ir.

Esa situación no podía durar mucho, pero necesitaba tiempo para borrar las pruebas de su carrera como ladrón. Lo primero era, por supuesto, deshacerse de la mercancía robada que tenía en el cobertizo.

– No puedo guardarla más tiempo -le dijo a Tommy por teléfono-. Tenéis que venir y ocuparos de ella.

– De acuerdo… -Tommy no sonaba preocupado en absoluto-. Nos pasaremos el lunes con el coche. A las tres.

– ¿Traeréis el dinero?

– Claro -dijo el otro-, tranquilo.

El lunes era la víspera de Nochebuena. Henrik trabajó en Marnäs, pero cuando acabó a las dos, se fue directo al cobertizo de Enslunda.

Mientras iba por la carretera de la costa oyó que el servicio meteorológico pronosticaba una gran nevada para la tarde y fuertes vientos en Öland y Gotland; también advertía de una tormenta en el Báltico. Pero el tiempo aún era bueno y el cielo azul. Unas nubes grises se acercaban a la isla por el este, pero Henrik pronto volvería a casa, a Borgholm.

Como de costumbre, los cobertizos estaban desiertos. Al llegar al suyo, Henrik dio media vuelta y condujo marcha atrás el último tramo, hasta la barca de plástico que se encontraba sobre un remolque. La semana anterior Camilla y él habían estado allí. La joven había querido entrar a ver el cobertizo, pero él había logrado impedírselo. En cambio, habían sacado la barca del agua y le habían quitado el motor fueraborda. No habían conseguido cubrir el casco con una lona, pero ahora Henrik lo haría.

Al caminar por la hierba aspiró el aroma de algas que flotaba en el aire y por un instante pensó en su abuelo muerto; luego alzó el enganche del remolque para asegurarlo al coche.

La idea de quedarse parte de la mercancía robada se le ocurrió poco después, cuando se encontraba en el cobertizo, mirando todo lo que habían acumulado durante el otoño. En total habría un centenar de artículos grandes y pequeños, antiguos y modernos. Henrik no se había fijado en todos, y seguro que los hermanos tampoco.

Su barca no estaba registrada en ninguna parte, la policía no podía saber que tenía una. La dejaría aparcada en la zona industrial de Borgholm y cuando quisiera iría haciendo viajes con ella para recoger los objetos robados.

Henrik se decidió. Cogió unos viejos jarrones de piedra caliza que quizá valieran unas quinientas coronas en una tienda de antigüedades, y se los llevó a la barca.

Empezó a nevar; copos como plumones caían florando y se despositaban suavemente en el suelo.

Con cuidado, colocó los jarrones en el pañol del asiento de proa. Luego regresó al cobertizo y cogió una caja de whisky añejo.

Al final, en la barca había una docena de artículos ocultos entre los asientos. Estaba abarrotada de mercancía robada. Fue al cobertizo a buscar una lona verde, cubrió el casco de proa a popa y a continuación lo ató con una larga cuerda de nailon.

Listo.

Los copos habían seguido cayendo sin parar y habían formado una fina capa blanca en el suelo.

Cuando Henrik fue a cerrar con llave el cobertizo, un sordo zumbido se superpuso al rumor del viento. Volvió la cabeza.

Entre los árboles vio acercarse un coche por la carretera, una furgoneta negra.

Eran los Serelius, que poco después frenaron en la rotonda, junto al remolque.

Las puertas del coche se abrieron y se cerraron de un portazo.

– ¡Hola, Henrik!

Los hermanos se acercaron a él a través de la nevada, ambos sonreían. Iban preparados para el frío, con anoraks negros, botas y gorras de cazador forradas de piel.

Tommy llevaba además unas grandes gafas de esquiar, como si estuviera de vacaciones en la montaña. El viejo Máuser colgaba de su hombro.

Estaba bajo los efectos de alguna sustancia, Henrik lo notó a pesar de los cristales de espejo que ocultaban sus ojos. Como de costumbre, tenía arañazos en el cuello y le temblaba el mentón. Eso no era buena señal.

– Así que ha llegado la hora -dijo Tommy-. La hora de felicitarnos la Navidad.

Al ver que Henrik no respondía, soltó una carcajada.

– No, no solo eso…, también tenemos que recoger las cosas.

– Las cosas -repitió Freddy.

– El botín.

– ¿Y el dinero?

– Sí, claro. Nos lo repartiremos como hermanos. -Tommy seguía sonriendo-. ¿Acaso crees que somos unos ladrones?

Era un chiste muy manido, pero Henrik sonrió tenso y se dio cuenta de que, en realidad, no habían hablado de cómo repartirían el botín.

Vio que Freddy se encaminaba al cobertizo y abría la puerta de par en par. Luego desapareció en la oscuridad del interior, pero reapareció enseguida con un televisor entre los brazos.

– Sí, eso fue lo que dijimos -asintió Henrik-. Como hermanos.

Tommy pasó junto a él y se encaminó hacia el remolque de la barca.

– Por fin me he decidido a llevar la barca a casa -dijo Henrik-. ¿Qué vais a hacer, os marcharéis?

– Sí…, volveremos a Copenhague. Pero primero iremos a la casa de los faros. -Tommy señaló hacia el norte con la mano-. A buscar la colección de cuadros. ¿Vienes con nosotros?

Él negó con la cabeza. Vio que Freddy había colocado el televisor en el coche y había regresado al cobertizo.

– No, no tengo tiempo -contestó-. Como te he dicho, me voy a llevar la barca a casa.

– Sí, sí -replicó Tommy, y estudió el remolque-. ¿Dónde la vas a dejar durante el invierno?

– En Borgholm…, detrás de un garaje.

Tommy tiró de la cuerda que sujetaba la lona y preguntó:

– ¿Y allí no te la quitarán?

– Está vallado.

El pulso de Henrik se aceleró. Debería haber usado más cuerdas y haber atado la lona con más fuerza. Para desviar la atención de Tommy empezó a hablar de nuevo.

– ¿Sabes qué vi por aquí este otoño?

– No.

Tommy negó con la cabeza, pero no apartaba la vista del remolque.

– Fue en octubre -explicó Henrik-, cuando vine a vaciar la barca… Vi una fueraborda; tuvo que venir del norte. Atracó en los faros de ludden. Había un tipo a proa, y luego encontraron a esa mujer ahogada justo en el mismo lugar. He pensado mucho en eso.

Hablaba demasiado y demasiado rápido. Pero ahora por fin Tommy giró la cabeza.

– ¿De quién hablas?

– De ella, de la mujer de la casa -contestó-. Katrine Westin; trabajé para ella este verano.

– ludden es adonde vamos -dijo Tommy-, ¿así que presenciaste un asesinato?

– No, vi una fueraborda -precisó él-. Pero fue extraño…, y después la encontraron muerta.

– Joder -exclamó Tommy, sin sonar especialmente sorprendido-. ¿Se lo contaste a alguien?

– ¿A quién? ¿A la policía?

– No, claro. Habrían empezado a preguntar qué hacías aquí. Quizá habrían inspeccionado el cobertizo y te habrían detenido.

– Nos habrían detenido -puntualizó él.

Tommy miró de nuevo la barca.

– Freddy me ha contado una historia cuando veníamos de camino -dijo-. Era bastante divertida.

– ¿Qué?

– Se trataba de un chico y una chica. Estaban de vacaciones en Estados Unidos y conducían por el país, y en un área de descanso se toparon con una mofeta. Nunca han visto ninguna y les parece una preciosidad. La chica quiere llevársela a Suecia, pero el chico cree que en la aduana no dejan pasar animales salvajes. Así que ella propone meterse la mofeta en las bragas. «Sí, es una buena idea», dice el chico. «Pero ¿qué hacemos con el hedor?»

Tommy se rascó el cuello e hizo una pausa antes de continuar:

– «Nada?», responde la chica. «La mofeta también apesta.»

Se rió para sí. Luego se dio la vuelta y agarró la lona.

– La mofeta también apesta -repitió.

– Espera un momento… -comenzó Henrik.

Pero Tommy tiró de la lona con fuerza. Apenas consiguió levantar un poco la tensa cuerda, pero fue suficiente para dejar al descubierto gran parte de la mercancía robada.

– ¡Vaya! -exclamó, y bajó la vista hacia los artículos de la barca. Luego señaló el suelo-. Deberías haber borrado las huellas en la nieve, Henke… Has corrido como un loco entre la barca y el cobertizo.

Él negó con la cabeza.

– He cogido algunas cosas…

– ¿Algunas? -repitió Tommy, y se encaminó hacia él.

Henrik dio un paso atrás.

– ¿Y? -preguntó-. He trabajado mucho. He planeado todos los asaltos, y vosotros solo…

– Henke -lo interrumpió-, hablas demasiado.

– ¿Yo hablo demasiado? Puedes…

Pero Tommy no lo escuchó, le dio un puñetazo en el estómago, un golpe duro, y Henrik retrocedió tambaleándose. Tenía una piedra detrás; se sentó pesadamente en ella y bajó la mirada.

El anorak tenía una raja. Un delgado corte recorría el tejido hacia su ombligo.

Tommy hurgó con rapidez en los bolsillos del anorak de Henrik y sacó las llaves del coche.

– No te muevas…, si lo haces te vuelvo a rajar.

Henrik no se movió. Tenía el estómago encogido.

El dolor le llegaba en oleadas; de pronto se inclinó y vomitó entre las piernas.

Tommy se apartó un par de pasos, se recolocó el fusil sobre el hombro y se guardó el afilado destornillador en el bolsillo trasero.

Henrik tosió con dificultad y alzó la vista hacia él.

– Tommy…

Pero este se limitó a negar con la cabeza.

– ¿Crees realmente que nos llamamos Tommy y Freddy? Esos son nuestros nombres artísticos.

A Henrik se le habían acabado las palabras. También las fuerzas. Continuó sentado en la piedra en silencio.

Mientras, Freddy había seguido cargando la mercancía robada en la furgoneta. Al fin cerró la puerta trasera.

– ¡Listo!

– Bien. -Tommy enderezó la espalda, se rascó la mejilla y miró a Henrik-. Tendrás que coger el autobús de vuelta…, o lo que pase por aquí. ¿Un carro de caballos?

Él no respondió. Siguió sentado en la piedra y observó a los dos hermanos. Freddy se sentó sin prisa tras el volante de la furgoneta mientras Tommy se acomodaba en el Saab de Henrik.

Le estaban robando el coche y la barca, y él solo podía mirar.

Los vio alejarse por la carretera de la costa.

Al fin se apartó la mano del estómago y miró. La raja de su anorak se había teñido de rojo.

Sin embargo, no sangraba mucho, apenas un hilillo. Una vez había donado sangre y le sacaron medio litro. Aquella pérdida no era nada.

Un poco de dolor de estómago, una pequeña conmoción y un vómito. No corría ningún peligro.

Al fin consiguió ponerse de pie. La sangre le palpitaba en la herida al mismo ritmo de las olas que rompían en la playa, pero podía caminar. Seguramente no le había tocado los intestinos ni el hígado.

Había empezado a soplar un viento frío del mar. Henrik recordó que su abuelo había muerto allí solo un día de invierno, pero luego alejó ese pensamiento.

Apretándose el abdomen con la mano se encaminó hacia el cobertizo. La puerta estaba entreabierta, y se detuvo en el umbral.

Toda la mercancía robada había desaparecido. El único consuelo era que Tommy y Freddy también se habían llevado la vieja lámpara. Quizá ahora serían ellos los que oyeran el golpeteo.

Caminando con dificultad, cruzó el umbral y se dirigió al banco de carpintero de su abuelo.

Allí estaba la vieja hacha de madera de Algot, pequeña pero fiable. Y la alargada y delgada guadaña se hallaba en un rincón. Cogió ambas herramientas y salió despacio a la nieve.

El candado se había caído al suelo y Henrik no lo encontró. Lo único que pudo hacer fue cerrar la puerta.

Luego echó a andar, alejándose del camino y los cobertizos y se dirigió al prado junto a la playa.

Caminó hacia el norte por la costa, con la cabeza agachada; avanzaba en diagonal al vendaval. El gorro de lana y el anorak forrado lo protegían, pero le escocían la nariz y los ojos.

Henrik se olvidó del frío, solo caminaba.

Los hermanos Serelius, o como se llamaran, lo habían agredido y le habían robado la barca. Y habían hablado de ir a ludden.

En ese caso, Henrik los encontraría.

28

Tilda llamó a la puerta del apartamento de Henrik Jansson: un largo timbrazo. Esperó en silencio junto a Mats Torstensson, uno de sus colegas de la ciudad.

Era la víspera de Nochebuena. Aquel asunto debería haberse resuelto hacía tiempo, pero Jansson no había aparecido por la comisaría a pesar de haber sido citado a declarar sobre la serie de robos perpetrados en el norte de Öland. Si no estaba dispuesto a ir por su cuenta, tendrían que ir a buscarlo.

El silencio era absoluto. Tilda llamó de nuevo, pero nadie abrió; tampoco oyó nada cuando pegó la oreja a la puerta. Probó con el picaporte: estaba cerrado con llave.

– Estará de viaje -sugirió Torstensson-. Se habrá ido a casa de su padre o de su madre para celebrar la Navidad.

– Según su jefe, hoy tenía que trabajar -señaló Tilda-. Solo medio día, pero…

Llamó al timbre de nuevo, al mismo tiempo que abajo sonaba un portazo seguido de los pasos de pesadas botas de invierno subiendo por la escalera. Tilda y Torstensson volvieron la cabeza a la vez: era una adolescente. Llevaba una bufanda de lana que le ocultaba medio rostro y una bolsa con regalos de Navidad en la mano. Echó una rápida mirada a los dos policías uniformados, y, cuando abrió la puerta de enfrente del piso de Henrik, Tilda se le acercó y dijo:

– Buscamos a tu vecino…, Henrik. ¿Sabes dónde puede estar?

La chica miró el nombre de Jansson en la puerta.

– ¿En el trabajo?

– Venimos de allí.

La joven reflexionó un momento.

– Quizá haya ido al cobertizo.

– ¿Dónde está?

– En algún lugar de la costa este. El verano pasado me propuso que fuéramos a bañarnos, pero me negué.

– Bien -respondió Tilda-. Felices fiestas.

La chica asintió, pero lanzó una mirada de fastidio a la bolsa de regalos como si ya estuviera harta de las celebraciones navideñas.


– Bueno -dijo Torstensson-, pues tendremos que pillarlo después de las fiestas.

– A no ser que nos lo tropecemos por el camino -replicó Tilda.

Eran las dos y media. En la calle hacía frío, casi nueve grados bajo cero, y estaba gris. Atardecía.

– Acabo dentro de un cuarto de hora -prosiguió Torstensson mientras abría la puerta del coche-. Luego tengo que ir al centro…, voy retrasado con los regalos.

Miró el reloj. Seguro que en su cabeza ya se encontraba en casa, sentado frente al televisor con una jarra de cerveza en la mano.

– Solo voy a hacer una llamada… -anunció Tilda.

También tenía cinco días de vacaciones, sin embargo, no quería dejar escapar a Henrik Jansson.

Se sentó en el coche y llamó por segunda vez ese día al jefe de Jansson. Así supo que el cobertizo se hallaba en Enslunda.

Eso estaba al sur de Marnäs, bastante cerca de ludden.

– Te llevo a la comisaría -dijo ella-. Al volver me daré una vuelta por Enslunda. Seguro que no lo encontraré, pero echaré un vistazo.

– Si quieres voy contigo.

Torstensson era amable y seguro que su ofrecimiento era sincero a pesar del estrés navideño, pero ella negó con la cabeza.

– Gracias, pero pasaré por allí de camino a casa -dijo-. Si encuentro a Jansson en el cobertizo lo traeré aquí y le arruinaré las fiestas. Si no, me voy a casa a envolver regalos.

– Conduce con cuidado -dijo Torstensson-. Se acerca una tormenta de nieve, ¿lo sabías?

– Sí -contestó ella-. Pero llevo las ruedas de invierno.

Regresaron a la comisaría. Después de que su compañero entrara en el edificio, Tilda dio la vuelta con el coche. Estaba a punto de salir del aparcamiento cuando la puerta de la comisaría se abrió de nuevo.

Era Torstensson, le hacía señas con la mano. Tilda bajó la ventanilla y asomó la cabeza.

– ¿Qué pasa?

– Tienes visita -respondió él.

– ¿Quién es?

– Tu tutor de la escuela.

– ¿Tutor?

Tilda no comprendió, pero aparcó y entró en la comisaría. La recepción estaba desierta. Las luces de Adviento brillaban en la ventana y la mayor parte de los policías de la isla ya disfrutaban de las vacaciones de Navidad.

– He conseguido alcanzarla -le dijo Torstensson a un hombre de anchas espaldas que estaba sentado en uno de los sillones de la sala de espera.

El hombre vestía una chaqueta y un jersey de policía gris claro y sonrió satisfecho al ver entrar Tilda.

– Pasaba por aquí -explicó, y se puso en pie. Le alargó un gran regalo envuelto en papel rojo-. Solo quería desearte feliz Navidad.

Era Martin Ahlquist, por supuesto.

Tilda mantuvo el tipo y sonrió.

– Hola, Martin… Feliz Navidad.

Pero enseguida se le tensaron los labios; en cambio, la sonrisa de Martin era cada vez más ancha.

– ¿Te apetece un café?

– Gracias -replicó Tilda-. Lo siento, estoy ocupada.

Sin embargo, aceptó el regalo (le pareció una tarta de chocolate), se despidió de Torstensson y se fue al aparcamiento.

Martin la siguió y ella se dio la vuelta. Ya no necesitaba guardar las apariencias.

– ¿Qué estás haciendo?

– ¿Qué?

– Te pasas el día llamando…, y ahora apareces por aquí con un regalo. ¿Por qué?

– Bueno…, quería saber cómo estabas.

– Estoy bien -dijo Tilda-. Así que puedes irte a casa…, vete con tu mujer. Falta poco para la Nochebuena.

Él siguió sonriendo.

– Lo he arreglado todo -explicó-. Le dije a Karin que dormiría en Kalmar y que regresaría a casa a primera hora de la mañana.

Para Martin todo parecía reducirse a un problema práctico: tener las mentiras bajo control.

– Entonces, hazlo -replicó Tilda-. Vete a Kalmar.

– ¿Por qué? Puedo quedarme a dormir aquí, en Öland.

Ella suspiró y se acercó al coche. Abrió la puerta y dejó el regalo de Martin en el asiento trasero.

– Ahora no tengo tiempo. Debo ir a buscar a un chico.

Cerró antes de que él pudiera contestar. Luego arrancó y se fue de la comisaría.

Enseguida vio un Mazda azul detrás de ella.

El coche de Martin. La seguía.

De camino hacia el norte de Borgholm recapacitó sobre las razones de no haber intentado deshacerse de él con mayor empeño. Debería haberle chillado y tal vez escupido: quizá hubiera comprendido esas señales.


Eran las tres y media cuando Tilda llegó al lado este de la isla. La luz diurna casi había desaparecido, el cielo estaba plomizo y la débil nevada se había intensificado. Se había vuelto más agresiva, pensó. Los copos habían dejado de flotar inofensivos en el aire y se habían agrupado para atacar. Se abalanzaban contra el parabrisas del coche patrulla en densas oleadas.

Giró por la estrecha desviación a Enslunda. El Mazda de Martin aún la seguía de cerca.

A la luz de los faros, Tilda vio huellas de coches en la nieve, por lo que al acabar el camino, a unos cincuenta metros del mar, esperaba encontrar por lo menos un par de vehículos aparcados.

Pero la pequeña rotonda estaba completamente desierta.

Lo único que se veía eran huellas frescas en la nieve: rastros de zapatos o de botas que iban de un lado a otro, desde las rodadas hasta uno de los cobertizos. Los copos de nieve ya estaban a punto de cubrirlas.

El Mazda había girado y se detuvo en el camino detrás de ella.

Tilda se puso la gorra de policía, abrió la puerta y salió al viento.

Allí, junto al mar Báltico, nevaba con fuerza. Con ese frío y esa desolación la costa resultaba de lo más hostil. Las olas rompían contra la orilla y habían empezado a fragmentar la capa de hielo.

Martin se había bajado del coche y se le acercó.

– Ese a quien buscas…, ¿tenía que estar aquí?

Ella solo asintió. Prefería no hablar con él.

Martin se encaminó hacia los cobertizos con paso decidido. Parecía haber olvidado que era profesor y no policía.

Tilda no dijo nada, solo lo siguió.

Al acercarse oyeron un repiqueteo; se trataba de la puerta de uno de los cobertizos, que daba golpes con el viento. Casi todas las huellas conducían a ese cobertizo.

Martin abrió la puerta y echó un vistazo dentro.

– ¿Es de él?

– No lo sé…, debería serlo.

Los ladrones siempre temen a otros ladrones, pensó Tilda. Les gusta tener buenas cerraduras en sus casas. Si Henrik Jansson se había olvidado de cerrar era porque había sucedido algo inesperado.

Se acercó a Martin y echó un vistazo en la oscuridad. Vieron una mesa de carpintero, algunas viejas redes, otros artículos de pesca y herramientas en las paredes, pero poco más.

– No está aquí -señaló Martin.

Tilda no respondió. Entró en el cobertizo y se inclinó. Sobre las tablas del suelo se veían unas gotitas brillantes.

– ¡Martin! -exclamó.

Él volvió la cabeza y ella las señaló.

– ¿Qué te parece esto?

Él se agachó.

– Sangre fresca -respondió.

Tilda salió del cobertizo y miró alrededor. Había alguien herido, quizá le habían disparado o acuchillado, pero aun así había conseguido abandonar el lugar.

Bajó por el prado hacia la playa; allí el viento soplaba aún con más intensidad. Encontró marcas borrosas en la nieve: una larga línea de huellas que se dirigían al norte.

Pensó en seguirlas por la playa, pese al viento y el implacable frío del mar, pero las huellas pronto desaparecerían en la nevada.

Por lo que Tilda sabía solo había dos casas habitadas a una distancia razonable a pie: la granja de la familia Carlsson y, más al norte, la de los faros de ludden. Henrik Jansson, o de quien fueran las huellas, parecía dirigirse a una de ellas.

Una fuerte ráfaga de viento la empujó y Tilda se dio la vuelta.

Regresó a la rotonda.

– ¿Adónde vas? -preguntó Martin tras ella.

– Es un asunto confidencial -respondió, y abrió la puerta del coche.

Se sentó sin comprobar si Martin la seguía o no. Luego encendió la radio de policía y llamó a la central de Borgholm. Quería informar de la supuesta pelea habida junto a los cobertizos y comunicar que continuaría hacia el norte.

Nadie respondió.

La nevada arreciaba. Tilda arrancó el motor, encendió la calefacción al máximo y accionó el limpiaparabrisas antes de alejarse de los cobertizos lentamente.

Vio por el retrovisor que el interior del Mazda se iluminaba al abrir Martin la puerta. Luego encendió las luces y empezó a seguirla por el camino de grava.

Tilda aumentó la velocidad antes de mirar hacia el este y ver que el horizonte había desaparecido. Una pared blanca grisácea se cernía sobre el mar precipitándose sobre la costa.

29

Al atardecer, Joakim se encontraba en la cocina, mirando cómo arreciaba la nevada. Pasarían una Navidad blanca en ludden.

Luego escrutó la puerta del establo. Estaba cerrada, y alrededor no se veía ninguna huella en la nieve. No había regresado al establo desde hacía varios días, aunque no podía dejar de pensar en la habitación secreta.

Una estancia para los muertos, con bancos de iglesia y la chaqueta de Ethel cuidadosamente doblada sobre uno de ellos, entre otros viejos recuerdos. La había dejado allí.

Tenía que haber sido Katrine quien la dejara en ese lugar. Debió de encontrar la habitación durante el otoño y depositar la chaqueta vaquera en el banco, sin contarle nada. Joakim ni siquiera sabía que la guardaba.

Su mujer había tenido secretos para él.

Joakim telefoneó a su madre y se enteró de que esta había enviado la prenda a ludden. Antes de eso, supuso que Ingrid había colocado la ropa de Ethel en una caja y la había guardado en el desván.

– La cogí y la envolví en un papel marrón -explicó Ingrid-. Luego se la envié por correo a Katrine… Fue en agosto.

– ¿Por qué? -preguntó Joakim.

– Bueno, ella me la pidió. Katrine me llamó el verano pasado y me pidió que le dejara la chaqueta. Quería comprobar una cosa, dijo, y entonces se la mandé. -Ingrid hizo una pausa-. ¿No te lo contó?

– No.

– ¿No hablabais?

Joakim guardó silencio. Deseaba responder que claro que hablaban, que confiaban plenamente el uno en el otro, pero entonces recordó la extraña mirada que ella le había dirigido la noche en que se enteraron de la muerte de Ethel.

Katrine había abrazado a Livia y había mirado a Joakim con ojos brillantes, como si hubiera sucedido algo maravilloso.


Cuando oscureció, Joakim empezó a preparar la cena. Cocinar el menú navideño el 23 de diciembre era un poco pronto, pero deseaba empezar las celebraciones lo antes posible.

Había sucedido algo parecido el año anterior. Su hermana se había ahogado a principios de diciembre, y no pronunciaron su nombre durante las fiestas; en cambio, Katrine y él compraron más regalos y más comida que de costumbre. Llenaron la casa de Åppelvillan de luz y adornos.

Sin embargo, Ethel estuvo más que presente. Joakim pensó en ella cada vez que Katrine alzaba la copa de sidra sin alcohol y brindaba con él.

Parpadeó para alejar las lágrimas, continuó hojeando las recetas de La buena cocina navideña y se esmeró al máximo, mientras las sombras crecían al otro lado de la ventana.

Cocinó salchichas y albóndigas. Cortó el queso en rodajas y la coliflor en tiras y calentó las costillas. Horneó el jamón cocido, peló patatas y pasó un pincel con agua y sirope sobre el pan de mosto de cerveza recién cocido. Preparó anguilas, arenques y salmón, y la comida de los niños: pollo asado y patatas fritas.

Colocó un plato tras otro sobre la mesa de la cocina, y le dio a Rasputín un cuenco de atún fresco.

A las cuatro y media llamó a Livia y a Gabriel.

– ¡A comer!

Llegaron y se se quedaron de pie junto a la mesa.

– Cuánta comida -exclamó Gabriel.

– A esto se lo llama mesa de Navidad -le explicó Joakim-. Cada uno coge un plato y se lo llena con un poco de cada cosa.

Livia y Gabriel hicieron como él decía, hasta cierto punto. Cogieron pollo, patas fritas y salsa, pero no tocaron el pescado ni la coliflor.

Joakim abrió la marcha hacia el salón y los tres se sentaron a la gran mesa, bajo la lámpara de araña. Sirvió sidra y les deseó a sus hijos un buen comienzo de Navidad. Esperó que le preguntaran por qué había puesto un cuarto plato en la mesa, pero no dijeron nada.

No lo hizo porque realmente creyera que Katrine iba a regresar, pero por lo menos podía mirar su plato vacío y fantasear que estaba allí sentada.

Así debería haber sido.

De la misma manera que su madre ponía un plato más cada Navidad. Aunque Ethel nunca apareció.


– Papá, ¿puedo irme ahora? -preguntó Livia tras diez minutos.

– No -respondió Joakim enseguida.

Vio que el plato de su hija estaba vacío.

– Pero ya he terminado.

– Quédate un rato más.

– Es que quiero ver la tele.

– Yo también -dijo Gabriel, al que aún le quedaba mucha comida.

– En la tele hay un programa de caballos -explicó Livia, como si ese fuera un argumento definitivo.

– Quédate aquí -ordenó Joakim, con una voz más dura de lo que había deseado-. Esto es importante. Estamos celebrando la Navidad juntos.

– Eres tonto -replicó la niña, y lo miró airada.

Joakim suspiró.

– Estamos celebrando juntos la Navidad -repitió sin convicción.

Los niños guardaron silencio después de eso, pero por lo menos permanecieron sentados. Finalmente, Livia se levantó y se encaminó hacia la cocina con el plato, seguida de Gabriel. Ambos regresaron con una porción de albóndigas.

– Está nevando muchísimo, papá -anunció ella.

Joakim miró por la ventana del salón y vio revolotear gruesos copos.

– Bien. Entonces podremos ir en trineo.

El malhumor de Livia desapareció tan deprisa como había empezado, y enseguida Gabriel y ella se pusieron a charlar sobre los regalos de Navidad que había bajo el abeto. No parecía que prestaran atención a la cuarta silla de la mesa, mientras que Joakim no dejaba de mirarla de reojo.

¿Qué esperaba? ¿Qué la puerta de la casa se abriera y Katrine entrara en el salón?


El viejo reloj de pared dio una sola campanada: ya eran las cinco y media y casi había oscurecido del todo.

Cuando Joakim se metió la última albóndiga en la boca y miró a Gabriel vio que su hijo se estaba durmiendo. El niño había comido el doble de lo habitual, y ahora estaba sentado inmóvil y miraba su plato vacío con los párpados entornados.

– Gabriel, ¿quieres dormir un rato? -preguntó-. Así podrás estar despierto hasta más tarde por la noche.

Al principio el niño solo asintió, pero luego dijo:

– Entonces jugaremos. Tú y yo. Y Livia.

– Eso es.

De pronto, Joakim comprendió que el pequeño seguramente había olvidado a Katrine. ¿Qué recordaba él mismo de cuando tenía tres años? Nada.

Apagó las velas, recogió la mesa y guardó la comida en la nevera. Luego preparó la cama de Gabriel y lo acostó.

Livia no quería irse a la cama tan temprano. Quería ver los caballos, así que Joakim le llevó el pequeño televisor al cuarto.

– ¿Estás bien? -dijo-. Había pensado salir un rato.

– ¿Adónde? -preguntó la niña-. ¿No quieres ver cómo montan los caballos?

Él negó con la cabeza.

– Ahora vuelvo.

Recogió el regalo de Navidad de Katrine de debajo del abeto, se lo llevó al recibidor junto con una linterna, y se puso un grueso jersey y un par de botas.

Estaba preparado.

Se detuvo frente al espejo de pared y se miró. En la penumbra del pasillo apenas se veía, y le pareció que podía distinguir los contornos de la habitación a través de su propio cuerpo.

Joakim se sentía como un fantasma, un espíritu más de la casa. Vio el blanco papel de pared alrededor del espejo y el viejo sombrero de paja, colgado como una especie de símbolo de la vida campestre.

De pronto, todo carecía de sentido. En realidad, ¿por qué Katrine y él se habían pasado año tras año reformando y decorando? Las casas habían sido cada vez mayores, tan pronto como finalizaban un proyecto empezaban el siguiente, siempre esforzándose por borrar los rastros de quienes les habían precedido. ¿Por qué?

Un apagado maullido interrumpió sus pensamientos. Joakim giró la cabeza y vio un pequeño ser de cuatro patas acurrucado sobre la estera.

– ¿Quieres salir, Rasputín?

Se encaminó hacia el porche acristalado, pero el gato no lo siguió. Apenas lo miró y luego entró sigilosamente en la cocina.

El viento soplaba en el patio y hacía vibrar los pequeños cristales de la vidriera del porche.

Joakim abrió la puerta y sintió cómo la corriente de aire tiraba de ella. El viento llegaba en rachas y parecía arreciar, transformando los copos de nieve en punzantes granos que revoloteaban por el patio.

Bajó la escalera con cuidado y miró con los ojos entornados a través de la nieve.

El cielo estaba más oscuro que nunca, como si el sol hubiera desaparecido para siempre del mar Báltico. Sobre el agua, las nubes proyectaban un amenazante juego de sombras grises y negras: enormes nubes cargadas de nieve habían comenzado a llegar del nordeste y se acercaban por la costa.

Se aproximaba una tormenta.

Joakim salió al camino de piedra entre los edificios, en medio del viento y la nieve. Recordó la advertencia de Gerlof: uno podía perderse si salía en medio de la nevasca; pero de momento solo una delgada capa de nieve cubría el suelo y un corto paseo hasta el establo no parecía entrañar ningún peligro.

Se acercó a la ancha puerta y la abrió.

Nada se movió en el interior.

Captó un brillo con el rabillo del ojo que lo hizo detenerse y volver la cabeza. Era la luz de los faros. El establo ocultaba la torre norte, pero la luz roja de la sur titilaba.

Joakim se adentró en el suelo de piedra; el viento se pegó a su espalda, como si quisiera acompañarlo, antes de cerrar la puerta de golpe.

Tras unos segundos, accionó el interruptor.

Las bombillas colgaban como débiles soles amarillentos sobre la oscuridad y no conseguían ahuyentar las sombras de las paredes.

A través del tejado llegaba el ulular del viento, pero el entramado de vigas no se movía un ápice. Aquel edificio había aguantado innumerables tormentas.

En el altillo estaba la pared con el nombre de Katrine y del resto de muertos, pero esa tarde Joakim no subió la escalera, sino que se encaminó hacia los pesebres ante los que los animales habían pasado el invierno.

El suelo de piedra de la caballeriza del fondo seguía libre de heno y polvo.

Se arrodilló junto a la pared y se tumbó boca abajo. Luego reptó a través de la pequeña abertura bajo los tablones, con la linterna en una mano y el regalo de Navidad de Katrine en la otra.

En cuanto dejó atrás la falsa pared, se puso de pie y encendió la linterna. Esta brilló débilmente; necesitaba pilas nuevas, aunque por lo menos le permitía ver la escalera que ascendía a la oscuridad.

Joakim aguzó el oído, pero el establo seguía en silencio.

Podía quedarse allí de pie o empezar a subir. Dudó. Durante un instante, reflexionó sobre el hecho de que se acercaba una tormenta y Livia y Gabriel estaban solos en casa.

Luego alzó la bota derecha y la colocó en el primer peldaño de la escalera.

Tenía la boca seca y su corazón latía con fuerza, pero se sentía más esperanzado que asustado. Peldaño a peldaño, se fue acercando cada vez más al negro hueco del techo. Aquel era el único lugar en que deseaba encontrarse en esos momentos.

Katrine estaba cerca, lo presentía.


Invierno de 1962


Markus regresó a la isla y deseaba verme, pero no en ludden. Tuve que ir hasta Borgholm; quedamos en encontrarnos en una pastelería.

Torun, que a esas alturas apenas notaba la diferencia entre el día y la noche, me pidió que comprara patatas y un poco de harina. Harina y raíces comestibles, de eso vivíamos.

Fue un último encuentro en una ciudad gris que aún esperaba la llegada del invierno, a pesar de que estábamos a principios de diciembre.


MIRJA RAMBE


Fuera estamos bajo cero, pero no hay nieve en Borgholm. Llevo puesto mi viejo abrigo de invierno y me siento como la paleta que soy mientras camino por las rectas calles de la ciudad.

Markus ha regresado a la isla para visitar a sus padres en Borgholm y para verme a mí. Le han dado permiso en el regimiento de Eksjö y viste un uniforme gris con elegantes rayas.

La pastelería donde nos hemos citado está llena de señoras decentes que me contemplan con ojo crítico al entrar: las pastelerías de las pequeñas ciudades suecas no son lugares para jóvenes; aún no.

– Hola, Mirja.

Markus se levanta cortésmente cuando me acerco a la mesa.

– Hola -respondo yo.

Me da un frío abrazo y notó que ha empezado a usar loción de afeitar.

Hace meses que no nos vemos y al principio el ambiente es tenso, pero poco a poco nos ponemos a hablar. Yo no tengo mucho que contar de ludden: allí no ha ocurrido nada desde que él se fue. Pero le pregunto sobre la vida de soldado y si vive en una tienda de campaña parecida a la que levantamos en el altillo, y él dice que así es, pero solo cuando van de instrucción. Me cuenta que su compañía ha estado en Norrland, con treinta grados bajo cero. Para mantener el calor tuvieron que cubrir las tiendas con tanta nieve que parecían iglús.

En la mesa, el silencio se apodera de nosotros.

– Había pensado que podríamos volver a vernos en primavera -digo yo finalmente-. Si quieres, podría mudarme más cerca de ti, a Kalmar o por ahí cerca, y luego, cuando te licencies, podríamos vivir en la misma ciudad…

Son unos planes muy vagos, pero Markus me sonríe.

– En primavera -dice, y roza mi mejilla con la mano. Esboza una amplia sonrisa y prosigue en voz baja-: ¿Quieres ver el piso de mis padres, Mirja? Está a la vuelta de la esquina. Hoy no están en casa, pero aún tengo ahí mi antigua habitación…

Asiento y me levanto de la silla.


Hacemos el amor por primera y última vez en la antigua habitación infantil. La cama es demasiado pequeña, así que ponemos el colchón en el suelo y nos tumbamos en él. El apartamento está en silencio, pero nosotros lo inundamos con el sonido de nuestra respiración. Al principio, me aterra que puedan llegar sus padres, pero al rato me olvido de ellos.

Markus está ansioso, pero sin embargo es cuidadoso. Creo que también es su primera vez, aunque no me atrevo a preguntar.

¿Soy lo suficientemente precavida? En absoluto. No utilizo ninguna protección: lo que está pasando es algo que nunca me hubiera imaginado que sucedería. Y justo por eso es tan maravilloso.


Media hora después, nos separamos en la calle. Es una breve despedida; el frío es cortante; al final nos damos un torpe abrazo a través de las capas de ropa.

Markus se vuelve al apartamento para hacer el equipaje antes de cruzar el estrecho en ferry, y yo me dirijo a la estación de autobuses para regresar al norte.

Estoy sola, pero aún siento su calor dentro de mí.

Me hubiera gustado coger el tren, pero ha dejado de funcionar. No me queda más remedio que subir al autobús.

Entre los pasajeros reina un ambiente sombrío, aunque a mí me viene bien. Me siento como un farero camino de su medio año de trabajo en el fin del mundo.

Ya está oscuro cuando bajo del autobús al sur de Marnäs, y el viento es gélido. En la tienda de Rörby compro comida para Torun y para mí y luego me dirijo a casa por la carretera de la costa.

Cuando llego al camino de ludden veo unas nubes gris pizarra sobre el mar. Se aproxima la tormenta y acelero el paso. Cuando llegue la nevasca tengo que estar dentro de casa, si no, me puede pasar lo que a Torun en la ciénaga. O incluso algo peor.

Al llegar, todas las ventanas están oscuras, pero en la pequeña habitación de Torun y mía brilla una cálida luz amarilla.

Justo antes de entrar a saludar a mi madre, veo con el rabillo del ojo que algo parpadea abajo en la playa.

Vuelvo la cabeza para mirar; son los faros, que se encienden con la llegada de la noche.

El faro norte también, y alumbra con una luz blanca constante.

Dejo las bolsas de comida en la escalera y cruzo el patio para bajar a la playa. El faro norte sigue iluminado.

Mientras tengo la vista fija en la torre, de repente algo pasa volando por el suelo, un objeto claro y alargado.

Antes de que eche a correr para alcanzar el rollo, adivino qué es.

Un lienzo. Uno de los cuadros de nevasca de Torun.

– ¿Ya has vuelto a casa, Mirja? -grita una voz de hombre-. ¿Dónde te has metido?

Me doy la vuelta. Es Ragnar Davidsson, el pescador de anguilas, que se acerca caminando hacia mí por el patio. Viste su reluciente impermeable y lleva en los brazos una buena cantidad de lienzos de Torun: veinte o treinta.

Recuerdo sus palabras: «Todo esto es negro y gris. Solo una mezcla de colores oscuros…, parece mierda».

– Ragnar -digo-. ¿Qué haces? ¿Adónde vas con los cuadros de mamá?

Pasa a mi lado, sin detenerse, y responde:

– A la playa.

– ¿Qué has dicho?

– No hay sitio para ellos -responde a gritos-. Me he quedado con el almacén de la casa. Guardaré ahí las nasas.

Lo miro horrorizada, y luego veo de nuevo la fantasmal luz blanca del faro norte. Le doy la espalda al mar y al viento y me apresuro a volver a casa, a Torun.

30

El viento que azotaba la costa había alcanzado la categoría de tempestad. Las fuertes rachas zarandeaban el coche y Tilda tenía que sujetar el volante con fuerza.

«Una tormenta de nieve», pensó.

A la luz de los faros los torbellinos de nieve se elevaban desde la carretera como una espiral en blanco y negro. Redujo la velocidad y se inclinó hacia el parabrisas para poder distinguir el camino.

La nevada parecía cada vez más un espeso humo blanco que se arremolinaba sobre la costa. Se formaban taludes de nieve por todas partes donde esta podía fijarse, y rápidamente iban convirtiéndose en murallas.

Tilda sabía lo deprisa que podía suceder todo. La tormenta de nieve transformaba el lapiaz en un desierto blanco y helado y volvía las carreteras de la isla intransitables para los coches. Hasta las motos de nieve se hundían en ella y se quedaban atascadas en los taludes.

Se dirigía al norte, y Martin aún la seguía. No se rendía, pero Tilda se obligaba a no pensar en él, y a concentrarse en la carretera.

Montones de nieve la cubrían y a las ruedas les costaba agarrarse al asfalto. Era como conducir sobre algodón.

Miró si se veían las luces de algún coche en sentido contrario, pero más allá de la nieve todo estaba gris.

Cuando se hallaba a la altura de la ciénaga, la carretera desapareció en un torbellino de nieve, y Tilda buscó en vano las señales del arcén. Pero o habían salido volando con el viento o bien no las habían puesto.

Por el espejo retrovisor vio que el coche de Martin se acercaba al suyo, y, en parte, por eso cometió el error. Se quedó mirando un segundo de más y no advirtió la curva que aparecía en la oscuridad. Cuando la vio, ya era demasiado tarde.

Al ver que el camino torcía a la derecha dio un volantazo, pero no giró lo suficiente. De repente, las ruedas delanteras se hundieron en la nieve y el coche patrulla se detuvo con una brusca sacudida.

Un segundo después, sintió un golpe aún más fuerte, y oyó el sonido de cristales rotos. El vehículo fue empujado hacia delante y se detuvo, hundiéndose en la cuneta de la ciénaga.

Martin había chocado con ella.

Tilda enderezó lentamente la espalda. No parecía que se hubiese hecho daño en las costillas ni el cuello.

Aceleró para intentar regresar de nuevo a la carretera, pero las ruedas traseras patinaban por la nieve.

– ¡Mierda!

Apagó el motor y procuró calmarse.

Por el retrovisor, vio que Martin abría la puerta de su coche y se apeaba. El viento lo hizo tambalearse.

Tilda también abrió la puerta.

La tormenta rugía a lo largo de la carretera, y el paisaje gris oscuro de alrededor le recordó el cuadro de la nevasca que colgaba en ludden. Al bajarse del coche, el viento la empujó como si quisiera arrastrarla a la ciénaga, pero ella opuso resistencia y avanzó pegada al vehículo.

Este tenía las ruedas delanteras profundamente hundidas en la cuneta, mientras que la rueda trasera derecha se levantaba en el aire. La nieve había comenzado a amontonarse contra las puertas.

Tilda avanzó como pudo hasta Martin pegada al coche, mientras con una mano se sujetaba la gorra para que no se fuese volando.

Finalmente, había decidido cómo tratarlo: ni como a su antiguo profesor, ni como a su ex amante, sino como a una persona normal: un civil.

– ¡Conducías demasiado cerca! -exclamó a través del viento.

– Y tú has frenado en seco -le respondió él.

Ella negó con la cabeza.

– Nadie te ha pedido que me siguieras, Martin.

– Tienes radio en el coche -dijo este-. Llama a una grúa.

– No me digas lo que debo hacer.

Le dio la espalda, pero sabía que él tenía razón. Llamaría, aunque seguramente esa noche todas las grúas estarían ocupadas.

Martin entró en el Mazda y haciendo un gran esfuerzo Tilda volvió al calor y al relativo silencio del coche patrulla. Una vez dentro, llamó por radio a Borgholm por segunda vez: en esa ocasión recibió una respuesta entrecortada en el altavoz.

– ¿Central? -dijo ella-, aquí uno, dos, uno, siete; cambio.

– Uno, dos, uno, siete; recibido.

Reconoció la voz. Hans Majner estaba al otro lado, y hablaba más rápido que de costumbre.

– ¿Qué tal? -preguntó Tilda.

– Un caos…, todo es un caos -respondió él-. Están pensando en cerrar el puente.

– ¿Cerrarlo?

– Sí, durante la noche.

Tilda comprendió que el viento había alcanzado el grado de tempestad, pues el puente de Öland solo se cerraba al tráfico en casos extremos.

– Y tú, uno, dos, uno, siete, ¿dónde estás? -preguntó Majner.

– En la ciénaga, en la carretera este. Me he quedado atrapada con el coche.

– Entendido, uno, dos, uno, siete…, ¿necesitas ayuda? -Majner sonaba como si de verdad estuviera preocupado-. Enviaremos a alguien, pero tardará un rato. Hay un camión atravesado en la cuesta de las ruinas del castillo, así que ahora todos los coches están allí.

– ¿Y las quitanieves?

– Solo trabajan en las carreteras principales…, el viento las vuelve a cubrir enseguida.

– Recibido. Aquí pasa lo mismo.

– ¿Podrás aguantar un rato, uno, dos, uno, siete?

Tilda dudó. No quería mencionar el hecho de que Martin estaba con ella.

– No tengo café, pero no corro peligro -respondió-. Si desciende la temperatura, me acercaré a la casa más cercana.

– Recibido, uno, dos, uno, siete, tomo nota -dijo Majner-. Buena suerte, Tilda. Corto y cierro.

Ella colgó el micrófono en la radio y se quedó sentada al volante. Estaba indecisa. Cuando miró por el retrovisor, vio que ya se había acumulado una espesa capa de nieve en la ventanilla trasera.

Finalmente cogió su propio teléfono móvil y marcó un número de Marnäs. Contestaron después de tres señales, pero el viento soplaba con tal fuerza que no pudo entender ni una palabra. Alzó la voz.

– ¿Gerlof?

– Sí, dígame.

Su voz sonaba lejana y apagada.

El auricular zumbaba. La cobertura allí era muy mala, pero oyó su pregunta.

– No estarás fuera, en la tormenta, ¿verdad?

– Sí, estoy en el coche…, en la carretera de la costa, cerca de ludden.

Gerlof dijo algo inaudible.

– ¿Qué? -le gritó Tilda al móvil.

– Te dije que era peligroso.

– Ya…

– ¿Cómo estás?

– No pasa nada. Solo quería…

– Pero Tilda, ¿estás bien? -la interrumpió él gritando-. Me refiero a tanto física como mentalmente.

– ¿Qué? ¿Qué has dicho?

– Bueno, solo me preguntaba si estás deprimida… Había una carta en la bolsa de la grabadora.

– ¿Una carta?

Entonces, de repente, comprendió de qué hablaba el anciano. Durante aquellos últimos días, Tilda no había pensado más en el trabajo y en Henrik Jansson, y había olvidado su vida privada por completo. Ahora esta salía a su encuentro.

– Gerlof, esa carta no era para ti -dijo.

– No, pero… -Su voz desapareció en un zumbido estático y luego retornó-… abierta.

– Vaya -respondió ella-. ¿Así que la has leído?

– Solo las primeras líneas…, y un poco del final.

Tilda cerró los ojos. Estaba demasiado cansada y preocupada como para poder enfadarse con él por haber fisgado en su bolsa.

– Puedes romperla -dijo lacónica.

– ¿Quieres que la destruya?

– Sí, tírala.

– Entonces lo haré -replico Gerlof-. Pero ¿te encuentras bien?

– Estoy como me merezco.

Él dijo algo en voz baja que ella no comprendió.

Tilda deseaba contárselo todo, pero no podía. No podía explicarle que la mujer de Martin se había quedado embarazada al mismo tiempo que él la engañaba. Tilda se había sentido satisfecha y feliz de estar junto a Martin: incluso la noche en que Karin se puso de parto.

Él llegó al hospital a medianoche, con un montón de excusas por haberse perdido el nacimiento de su hijo.

Tilda suspiró y dijo:

– Hace tiempo que debería haber terminado con eso.

– Sí, sí -dijo Gerlof-. Pero supongo que ahora ya lo habrás hecho.

Ella miró por el retrovisor.

– Sí -contestó.

Luego intentó ver más allá del parabrisas. La nieve seguía acumulándose, y ahora apenas se divisaba el camino. El coche estaba quedando sepultado.

– Tendré que intentar salir de aquí -le dijo a Gerlof.

– ¿Puedes conducir?

– No…, el coche está atascado.

– Entonces tendrás que ir a ludden -contestó él-. Pero ten cuidado con los ojos… La tormenta arrastra tierra y arena mezcladas con la nieve.

– De acuerdo.

– Y no te sientes nunca a descansar, Tilda, no importa lo cansada que estés.

– Vale. Hasta luego -dijo ella, y apagó el móvil.

Luego inspiró hondo por última vez en el aire caliente del coche, abrió la puerta y salió de nuevo a la tormenta.

El viento la envolvió, rugió en sus oídos y la empujó. Tilda cerró la puerta del coche con llave y avanzó despacio por el camino, con la misma dificultad que un buzo caminando con zapatos de plomo por el fondo del mar.

Martin bajó la ventanilla al verla llegar, parpadeó y alzó la voz:

– ¿Viene alguien de camino?

Ella negó con la cabeza y respondió a gritos:

– ¡No podemos quedarnos aquí!

– ¿Qué?

Tilda señaló hacia el este.

– ¡Hay una casa allá abajo!

Él asintió y subió la ventanilla. Unos segundos después, se apeó del coche, cerró con llave y la siguió.

Caminaron a través de la ventisca que barría el asfalto; bajaron a la cuneta y saltaron un muro de piedra.

Tilda encabezaba la marcha y Martin la seguía unos pasos por detrás. Avanzaban despacio. Cada vez que Tilda levantaba la vista, era como si el viento le golpeara los ojos con ramas de abedul heladas. Tenía que ir con cuidado y doblada sobre sí misma para que el viento no la derribara.

Solo llevaba puestas unas simples botas y deseó haber tenido unos esquís. O botas de nieve.

Al fin se dio la vuelta y alargó el brazo hacia la oscura figura que la seguía.

– ¡Ven! -gritó.

Martin había empezado a tiritar. Llevaba solo una fina chaqueta de cuero, y no tenía gorro.

Aunque fuera asunto de él llevar una ropa tan ligera, Tilda le tendió la mano.

Martin la estrechó sin decir nada. Cogidos de la mano, prosiguieron la marcha hacia la casa de ludden.

31

Henrik Jansson avanzaba a duras penas en la ventisca. Luchando contra un viento ensordecedor, agachaba la cabeza contra el pecho y apenas tenía idea de dónde se encontraba.

Supuso que habría llegado al prado junto a la playa, al sur de los faros de ludden, aunque no podía verlos. La nieve le arañaba los ojos.

«Idiota.» Tendría que haberse quedado en casa. Era lo que siempre hacía cuando había nevasca.

Un fin de semana de enero, cuando tenía siete años, fue de visita a casa de sus abuelos y tuvo una pesadilla: soñó que una manada de rugientes leones se paseaba por la habitación.

Al despertarse al día siguiente, los leones habían desaparecido y toda la casa estaba en silencio. Pero al salir de la cama y mirar fuera, vio que el suelo entre los edificios estaba cubierto de nieve blanca y centelleante.

– Esta noche hemos tenido nevasca -dijo el abuelo Algot.

La ondeante capa de nieve casi llegaba al alféizar de la ventana, y Henrik no había podido abrir la puerta de la casa.

– Abuelo, ¿cómo se sabe que es una nevasca?

– Nunca se sabe cuándo llegará -había contestado Algot-, pero cuando lo hace, uno sabe que está aquí.

Y Henrik lo supo allí, en la playa del Báltico. Aquello era una nevasca. El vendaval anterior había sido solo un aviso.

El viento hacía oscilar la guadaña y le molestaba. Se vio obligado a abandonarla en la nieve, pero conservó el hacha. Dio tres pasos sobre el suelo helado, se acurrucó y descansó. Luego dio tres pasos más.

Al cabo de un rato, se vio obligado a descansar cada dos pasos.

Las olas, cada vez más altas, rompían la delgada capa de hielo de la playa. Henrik escuchaba el creciente ruido sordo, pero ya no podía ver el mar: no podía ver nada en ninguna dirección.

El dolor de la herida se había atenuado. Quizá el viento helado calmaba la hemorragia, pero al mismo tiempo sentía como si, lentamente, todo su cuerpo se adormeciera.

Comenzaba a perder la conciencia: a veces la sentía tan lejos que parecía flotar junto a su cuerpo.

Henrik pensó en Katrine, la mujer que se había ahogado en ludden. Se había sentido a gusto acuchillando y arreglando los suelos con ella. Era bajita y rubia, como Camilla.

Camilla.

Recordó el calor de su cuerpo cuando estaban en la cama. Pero ese pensamiento se esfumó enseguida con el viento.

Era demasiado tarde para retroceder hasta el cobertizo de Enslunda, y ya ni siquiera sabía dónde se encontraba. ¿Y dónde estaban los jodidos faros? Miró de soslayo para evitar el viento, y a lo lejos vislumbró una débil luz titilante.

Inspira, avanza, espira.

Poco después, llegó un fuerte estruendo desde el mar que lo detuvo en mitad de un paso. El viento arreciaba, aunque pareciese imposible.

Henrik cayó de rodillas y el hacha se hundió en la nieve, pero la recogió haciendo un gran esfuerzo y consiguió guardarla, la empuñadura primero, en el interior de su anorak. La tenía reservada para los hermanos Serelius y no podía perderla.

Gateó rumbo al norte, o en la dirección que él consideraba el norte. No podía hacer nada más; si se detenía a descansar en la tormenta, no tardaría en morir.

«Los ladrones merecen que los azoten -casi podía oír decir a su abuelo-. Solo sirven como fertilizante y comida para peces.»

Henrik negó con la cabeza.

No, el abuelo Algot siempre había podido confiar en él. A los únicos que había engañado habían sido su profesor, algunos amigos, sus padres y John, el jefe de la empresa. Y a los propietarios de las casas. Y a Camilla, claro, a ella le había mentido bastante cuando vivían juntos y al final acabó cansándose de él.

Un destornillador en la barriga, quizá eso era lo que se merecía.

De repente, algo lo golpeó por detrás. Henrik se asustó antes de comprender que solo eran largas cañas sacudidas por el viento.

Se detuvo, cerró los ojos y se acurrucó en la ventisca. Si se relajaba y dejaba de luchar pronto se quedaría entumecido por completo, el estómago y el resto del cuerpo.

¿La muerte era fría o caliente? ¿O templada?

En algún lugar de su cabeza estaban los hermanos Serelius y su amplia sonrisa. Eso lo animó a proseguir la marcha.

32

Joakim oía el ulular del vendaval sobre el inmenso tejado del establo. Sintió la fuerza del viento a través de las vigas de madera y el amianto, aunque él se hallaba fuera de su alcance.

Unos minutos antes había subido por la escalera hasta la habitación del altillo.

Allí todo era tranquilidad. El alto techo inclinado producía el efecto de que se entraba en una capilla.

Las pilas de la linterna casi se habían agotado, pero aun así, podía distinguir los antiguos bancos de iglesia en la penumbra. Y todos los viejos objetos que había sobre ellos.

En aquella habitación se rogaba por las almas de aquellos que habían muerto en ludden, allí se reunían por Navidad.

Joakim lo sabía. ¿Acudirían aquella noche o la siguiente? No importaba, se quedaría allí y esperaría a Katrine.

Recorrió despacio el estrecho pasillo entre los bancos y observó las pertenencias de los muertos.

Se detuvo junto al primer banco y alumbró la chaqueta vaquera pulcramente doblada.

La había dejado donde la encontró: apenas se había atrevido a tocarla. Se había llevado a la cama el libro escrito por Mirja Rambe, y había empezado a leerlo, pero no quería guardar la chaqueta de Ethel dentro de casa. Tenía miedo de que Livia comenzara a soñar de nuevo con su tía.

Alargó la mano y tocó el desgastado tejido vaquero, como si el tacto le pudiera dar respuesta a todas sus preguntas.

Al coger una de las mangas, algo crujió y cayó al suelo.

Se trataba de un pequeño papel.

Se agachó, lo recogió, y vio una sola frase. A la débil luz de la linterna, Joakim leyó el texto completo, escrito con fuerza sobre el papel:


PROCURA QUE LA PUTA DROGADICTA DESAPAREZCA


Retrocedió despacio con la nota en la mano.

La puta drogadicta.

Leyó las seis palabras del trozo de papel y comprendió que no era un mensaje para Ethel. Iba dirigido a Katrine y a él mismo.

Procura que la puta drogadicta desaparezca.

Aunque Joakim nunca lo había visto.

El papel no tenía manchas de humedad y la tinta era negra y clara, así que la nota no estaba en la chaqueta cuando Ethel cayó al agua.

Comprendió que había sido colocado allí más tarde. Seguramente, Katrine lo había puesto tras recibir la chaqueta de la madre de Joakim.

Recordó las tardes en que su hermana les gritaba en la calle, frente a Åppelvillan. A veces, él había visto cómo se apartaban las cortinas de la casa del vecino. Cómo observaban a Ethel unos ojos con rostros asustados.

Un papel con una exhortación de los vecinos. Lo más probable era que Katrine la hubiera encontrado un día en el buzón cuando estaba sola en casa; la habría leído y habría comprendido que la situación no podía prolongarse. Los vecinos de la calle ya estaban hartos de gritos, que se repetían noche tras noche.

Todos estaban hartos de Ethel. Había que hacer algo.

Joakim estaba agotado, y se dejó caer sobre el banco, junto a la chaqueta de su hermana. Siguió con la mirada fija en el papel que sostenía en la mano, hasta que oyó un débil crujido a través del viento.

El sonido procedía de la abertura en el suelo.

Había alguien en el establo.


Invierno de 1962


Cuando se ilumina el faro norte es que alguien va a morir en ludden. Yo había oído esa leyenda, aunque esa tarde, al regresar de Borgholm a casa y ver la luz blanca, no pensé en ello. Me conmocionó que Ragnar Davidsson se llevara los lienzos de Torun sin hacer el menor caso de mis gritos.

Algunas de las telas se le habían caído en la nieve, e intenté recogerlas, pero el viento se las llevaba volando. Cuando regresé a la casa solo había podido salvar un par de lienzos.


MIRJA RAMBE


Entro corriendo en el recibidor empujada por el viento y continúo hasta la habitación del medio, a pesar de que sé lo que me espera.

Blancas paredes vacías.

Casi todas las pinturas de la nevasca de Torun han desaparecido del trastero: apenas quedan unos pocos rollos por el suelo, sin embargo, hay montones de redes.

La puerta de nuestro lado de la casa está cerrada, aunque sé que Torun sigue allí dentro, sentada. No puedo entrar a verla, no le puedo contar lo ocurrido, así que me dejo caer en el suelo.

Sobre la mesa del trastero, veo un vaso medio lleno y una botella. Antes no estaban allí.

Me acerco deprisa, meto la nariz en el vaso e inspiro el líquido transparente. Es aguardiente; probablemente la ración de Davidsson para entrar en calor.

En la casa hay botellas como esa por todas partes con diferentes contenidos, y al pensar en ellas ya sé lo que haré.

Mientras me apresuro por el patio, no veo a Davidsson. Abro la puerta del establo y desaparezco en la oscuridad. Sé encontrar el camino sin luz entre las sombras y subo al altillo, entre los desechos y el escondite del tesoro. En un rincón, hay un bidón de plástico: un bidón en el que alguien ha pintado una cruz negra. Me lo llevo a casa.


Una vez en el trastero, vierto casi toda la botella del aguardiente de Davidsson sobre uno de sus montones de redes, que apestan a brea, y lo relleno con la misma cantidad de líquido transparente y casi inodoro del bidón.

En un rincón, hay un armario de madera, y allí oculto el bidón.

Luego me siento de nuevo en el suelo y espero.

Cinco o diez minutos más tarde la puerta chirría. El ulular del viento crece antes de apagarse con un portazo.

Se oyen un par de pesadas botas en el recibidor que patean para quitarse la nieve, reconozco el hedor a sudor y brea.

Ragnar Davidsson entra en la habitación y me mira.

– ¿Dónde has estado? -pregunta-. Has desaparecido por la mañana.

No contesto. Solo pienso en qué le diré a Torun sobre las pinturas. No puede enterarse de lo que ha pasado.

– Con algún chico, seguro -responde Davidsson a su propia pregunta.

Se pasea despacio por el suelo de cemento y le doy una última oportunidad. Levanto la mano y señalo la playa.

– Tenemos que ir a buscar las pinturas.

– No es posible.

– Sí. Tienes que ayudarme.

Niega con la cabeza y se acerca a la mesa.

– Ya no están aquí…, van camino de Gotland. El viento y las olas se las han llevado.

Se llena el vaso y lo levanta.

Podría avisarle, pero no digo nada. Solo miro mientras bebe: tres buenos tragos que casi vacían el vaso.

Entonces se sienta a la mesa, chasca la lengua y dice:

– Bueno, pequeña Mirja…, ¿qué te apetece hacer ahora?

33

Le despertó el espectro de su abuelo, que se encontraba de pie ante él, en medio de la ventisca. Algot se inclinó y le levantó una bota.

¡Muévete! ¿Acaso quieres morir?

Henrik sintió unos fuertes golpes en las piernas y los pies, una y otra vez.

¡Levántate! ¡Ladrón de mierda!

Henrik alzó la cabeza lentamente, se quitó la nieve de los ojos y los entornó. El fantasma de su abuelo había desaparecido, pero a lo lejos vio un foco que barría en silencio el cielo nocturno. El brillo de su luz, rojo sangre, hizo que las nubes centellearan sobre él.

Un poco más allá, le pareció ver otra luz. Un destello blanco constante.

Las luces de los dos faros de ludden.

Metro a metro, Henrik había ido avanzando medio aletargado y con gran esfuerzo por la nieve, y por fin había llegado.

Tenía los vaqueros empapados; eso era lo que lo había despertado. Las olas eran ahora tan altas que rompían contra la playa y le salpicaban las piernas con fuerza, a pesar de que yacía en lo alto del prado.

Se levantó despacio, de espaldas al mar. Se sentía las manos entumecidas, y también los pies, aunque podía moverse.

Aún le quedaba algo de fuerza en las temblorosas piernas, así que se puso a caminar de nuevo con los brazos caídos.

En el interior de su anorak se movía un alargado mango de madera y un hierro helado le asomaba por el cuello.

Era el hacha del abuelo; recordó que se la había metido debajo de la chaqueta, pero no por qué la llevaba encima.

De repente se acordó: los hermanos Serelius. Entonces se la sacó del anorak y prosiguió su camino.

Dos torres grises se perfilaron contra el cielo borrascoso. A sus pies, el mar bullía y lanzaba resplandecientes témpanos de hielo contra los islotes de los faros.

Estaba en ludden. Se detuvo tambaleándose por el viento. ¿Qué haría ahora?

Se acercaría a la casa, que debía de encontrarse en algún lugar a su izquierda. Giró en esa dirección, alejándose de los faros.

De pronto, el viento le dio en la espalda y todo fue más sencillo. Lo impulsaba hacia delante ayudándolo a avanzar por la dura capa de nieve que cubría el prado. Empezó a sentir de nuevo las distintas intensidades, cómo las débiles rachas iban seguidas por fuertes ráfagas.

Después de cien o doscientos pasos vislumbró dos anchas sombras frente a él.

De pronto, una valla de madera le impidió el paso, pero encontró una entrada. Al otro lado, como una gran nave en la noche, se alzaba ludden, y Henrik corrió a resguardarse.

Había llegado.

La casa lo acogió en su oscuro regazo. Estaba a salvo.

El viento del patio era una caricia en comparación con el que soplaba abajo, junto al mar, pero también había mucha nieve. Los copos revoloteaban y caían como polvos de talco desde el tejado y se derretían en su cara; los taludes le llegaban casi hasta la cintura.

Henrik divisó el porche de la casa entre la cortina de nieve y, con gran esfuerzo, alcanzó la escalera.

Se detuvo en el primer peldaño, tomó aliento y alzó la vista.

La puerta estaba forzada. La cerradura rota y el marco partido.

Los hermanos Serelius habían pasado por allí.

Henrik estaba demasiado helado como para tomar precauciones, de modo que subió la escalera a trompicones, abrió la puerta del porche, tropezó en el umbral y cayó sobre una suave alfombra. La puerta se cerró tras él.

Calor. La tormenta había quedado fuera y podía oír el sonido de su propia respiración.

Soltó el hacha y empezó a mover los dedos con cuidado. Al principio los tenía como témpanos de hielo, pero cuando la sensibilidad comenzó a retornar a sus manos y pies, con ella llegó también el dolor, y la herida en el abdomen empezó a palpitarle de nuevo.

Estaba mojado y cansado, pero no podía quedarse allí tendido.

Se levantó despacio y se acercó tambaleándose hasta el siguiente umbral. La oscuridad era absoluta, pero aquí y allá brillaban pequeñas lámparas amarillas y velas. Las paredes tenía un nuevo papel blanco, el techo había sido restaurado y pintado: todo había cambiado mucho desde que Henrik estuviera allí por última vez.

Giró a la derecha y, de repente se encontró en la gran cocina. En verano, él había reparado y acuchillado aquel suelo.

Un gato gris oscuro estaba sentado en el alféizar y miraba por la ventana; un ligero aroma a albóndigas persistía en el ambiente.

Henrik vio el grifo de la pila y se acercó tambaleándose.

El agua caliente solo salía templada, pero aun así le quemó las manos heladas. Apretó los dientes cuando se le calentaron, y, tras mojarse los dedos unos minutos, consiguió moverlos.

El gato giró la cabeza hacia él y luego miró de nuevo la tormenta de nieve. En la encimera había un soporte con cuchillos de cocina de acero. Henrik buscó el de mango más grande y lo cogió.

Empuñando el cuchillo, se dirigió de nuevo hacia el interior de la casa.

Intentó recordar dónde se encontraban las habitaciones, pero no podía. De pronto, se encontró en un largo pasillo, ante un cuarto pequeño.

Una habitación infantil.

En su interior, una niña pequeña y rubia, de unos cinco o seis años, estaba sentada en la cama. Sujetaba entre los brazos un muñeco blanco y un jersey de lana rojo. En el suelo, frente a ella, había un pequeño televisor apagado.

Henrik abrió la boca, pero tenía la mente completamente en blanco.

– Hola -saludó lacónico.

Tenía la voz ronca y áspera.

La niña lo miró, aunque no respondió.

– ¿Has visto a alguien más por aquí? -preguntó-. ¿Otros… hombres?

Ella negó con la cabeza.

– Solo los he oído -respondió en voz baja-. Hacían ruido y me han despertado…, no me he atrevido a salir.

– No -dijo Henrik-, tienes que quedarte aquí dentro… ¿Dónde están tu mamá y tu papá?

– Papá ha ido a ver a mamá.

– ¿Dónde está tu mamá, entonces?

– En el establo.

Antes de que tuviera tiempo de pensar en lo que acababa de decirle la niña, esta lo señaló y preguntó:

– ¿Por qué tienes un cuchillo?

Él bajó la mirada.

– No lo sé.

Le resultó extraño verse a sí mismo sujetando un gran cuchillo. Parecía peligroso.

– ¿Vas a cortar pan?

– No.

Henrik cerró los ojos. Empezaba a recuperar la sensibilidad en los pies y le dolían.

– ¿Qué vas a hacer? -inquirió la niña.

– No sé…, pero tú tienes que quedarte aquí.

– ¿Puedo ir al cuarto de Gabriel?

– ¿Quién es ese?

– Mi hermano pequeño.

Él asintió cansado.

– Sí, claro.

La niña saltó rápidamente de la cama con el muñeco y el jersey entre sus brazos y pasó a toda prisa a su lado.

Henrik hizo acopio de sus últimas fuerzas y se dio la vuelta en el umbral. Oyó que la puerta del dormitorio contiguo al de la niña se cerraba. Giró en sentido contrario, en busca de los hermanos Serelius. ¿Habían pasado ya por allí? Seguramente.

Regresó a la parte delantera de la casa por el pasillo.

Prestó atención por si oía otros sonidos aparte del viento, y durante unos segundos le pareció oír unos golpes rítmicos en el piso de arriba: una ventana mal cerrada, quizá. Luego, la casa volvió a quedar en silencio.

En un rincón del recibidor vio un objeto plano y oscuro tirado en el suelo. Henrik se acercó.

Era el tablero de güija, partido por la mitad. El vasito reposaba junto al tablero, aplastado.

Henrik regresó al porche, donde el aire era más frío. La nieve se pegaba a las ventanas, pero vislumbró movimientos en el patio.

Se agachó en silencio y recogió el hacha de su abuelo del suelo.

Dos sombras se movían allí fuera y se acercaban despacio por la nieve. Vio que uno de ellos llevaba un objeto oscuro en la mano. ¿Un arma quizá?

No estaba seguro de que fueran los hermanos, aun así alzó el hacha.

Cuando se abrió la puerta, ya la había dejado caer.

34

Tilda avanzaba tambaleándose, de cara a la ventisca. Martin aún se hallaba a su lado, pero ninguno de los dos hablaba. En la tormenta no era posible.

Se encontraban en un labrantío, pero las pocas veces que la joven había intentado alzar la vista para ver hacia dónde se dirigían, los copos se le habían metido en los ojos como chispas candentes.

Había perdido la gorra, el viento se la había llevado, y tenía las orejas congeladas.

Le llegó un pequeño estímulo; durante un instante, la tormenta transportó el olor a madera quemada. Supuso que provenía de una estufa o chimenea encendida y comprendió que se hallaban cerca de una casa: probablemente de ludden.

Un alargado talud de nieve les cortó el paso; era un muro de piedra.

Tilda pasó despacio por encima de las piedras cubiertas de nieve, y Martin la siguió. Tras estas, el terreno era más llano, como si caminaran por un sendero.

De repente, se oyó un crujido un poco más allá del muro, seguido de un chirrido y un golpe seco.

Algunos minutos después, vieron un par de bultos blancos y de formas angulosas. Se trataba de dos coches aparcados, medio cubiertos de nieve, que se balanceaban con el viento.

Tilda apartó la nieve del lateral del vehículo de mayor tamaño y lo reconoció al instante. Era la furgoneta oscura con el rótulo «FONTANERÍA KALMAR».

Más allá, junto al muro, vio una barca de plástico sobre un remolque volcado. El viento debía de haberlo levantado y derribado.

La barca seguía atada al soporte de hierro, aunque la lona que la cubría se había resquebrajado. Se veía una extraña colección de artículos tirados por el suelo: altavoces y motosierras junto a antiguos quinqués y relojes de pared.

A primera vista, habría dicho que se trataba de mercancía robada.

Martin gritó, pero Tilda no lo entendió. Avanzó con dificultad junto a la furgoneta y probó de abrir las puertas. La del conductor estaba cerrada con llave, pero al rodear el vehículo y tirar de la puerta del copiloto, esta se abrió de golpe con el viento.

Tilda se subió al asiento para tomar aliento.

Martin metió la cabeza en el coche, con nieve en el pelo y en las cejas.

– ¿Cómo estás? -le preguntó.

Ella, que se masajeaba las orejas congeladas, asintió cansada.

– Bien.

El aire del coche aún estaba caliente y al fin pudo respirar con normalidad. Miró en la parte trasera y vio que la furgoneta estaba repleta de cosas, apiladas unas encima de otras. Allí había desde joyeros y cartones de tabaco hasta cajas de bebidas alcohólicas.

Al darse la vuelta hacia Martin, descubrió que el panel interior de la puerta del copiloto se había soltado.

Un trozo de plástico sobresalía debajo del mismo: se trataba de un paquete.

– Un escondite -dijo Tilda.

Martin miró. Luego tiró del panel, que se soltó y cayó sobre la nieve.

Detrás había un escondite secreto repleto de paquetes.

Martin sacó el primero, hizo un corte con la llave del coche y metió el dedo. Chupó el polvo que contenía y dijo:

– Es metanfetamina.

Tilda le creyó: en la Escuela de Policía había sido su profesor en el tema de drogas. Se guardó un par de paquetes en el anorak.

– Pruebas -explicó.

Martin la miró como si quisiera añadir algo más, pero ella no lo dejó. Desabrochó la funda de la pistola y sacó su Sig Sauer.

– Tenemos gamberros por aquí -anunció.

Luego pasó junto a Martin, salió a la tormenta y siguió avanzando por el camino de grava.

Al alejarse del vehículo y el remolque vislumbró la luz del faro por primera vez: un resplandor circular que a duras penas traspasaba la tormenta.

Casi habían llegado a la casa, cuyas débiles luces centelleaban en las ventanas.

Debían de ser velas. En la rotonda, bajo la nieve, estaba aparcado el coche de Joakim Westin.

Seguramente la familia estaba en casa. En el peor de los casos, los ladrones los tendrían secuestrados. Pero Tilda no quiso pensar en ello.

El gran establo apareció ante ella. Hizo un último esfuerzo para llegar hasta la pared roja de madera y al fin logró resguardarse del viento. Fue toda una hazaña: resopló y se secó la nieve derretida con la manga del anorak.

Ahora le quedaba por saber quiénes estaban en la casa, y en qué condiciones.

Se bajó la cremallera del anorak y sacó la linterna. Con la pistola en una mano y la linterna en la otra, se mantuvo pegada a la pared del establo, avanzando despacio y mirando antes de doblar la esquina.

Solo vio nieve. Blancas cortinas que caían del tejado y se arremolinaban formando torbellinos por todas partes.

Martin surgió de la oscuridad encorvado. Y se pegó a su vez a la pared, a su lado.

– ¿Es esta la casa adonde íbamos? -gritó.

Ella asintió y tomó aliento.

– ludden -respondió.

La casa se hallaba a una docena de metros del establo. Las luces de la cocina estaban encendidas, pero no se veía a nadie.

Tilda se puso en marcha de nuevo, se alejó del establo y se adentró en el patio totalmente blanco. En algunos lugares la nieve llegaba hasta la cintura. Caminó con dificultad a través de los taludes y continuó hasta la casa, con el arma en alto.

Vio huellas recientes. No hacía mucho, alguien había pasado por el patio y había subido por la escalera de piedra. Cuando Tilda alcanzó el porche sin luz, observó la puerta.

La habían forzado.

Avanzó despacio por la escalera. Luego cogió el picaporte, abrió con cuidado y subió el último peldaño.

En ese momento, vio un brilló metálico por el resquicio de la puerta. Cerró los ojos, pero no le dio tiempo a esquivarlo ni a alzar el brazo para protegerse.

Apenas llegó a pensar «un hacha» antes de que esta le golpeara en pleno rostro.

Un crujido resonó en su cabeza, luego notó un ardiente dolor en el hueso de la nariz.

Oyó los gritos de Martin a lo lejos.

Pero entonces ya había empezado a caerse hacia atrás, por la escalera, de vuelta a la nieve.

35

El asesino surgió de entre las sombras de los árboles, se acercó a Ethel y susurró:

– ¿Quieres venir conmigo? Si me acompañas y dejas de gritar, te enseñaré lo que tengo en el bolsillo. No, no es dinero, es algo mucho mejor. Sígueme hasta el agua y te daré un chute de heroína completamente gratis. Tienes jeringuilla, cuchara y encendedor, ¿verdad?

Ethel asintió.


Joakim tenía frío y apartó esas imágenes de su cabeza. Un estampido lo sobresaltó.

Volvió a la realidad y miró alrededor. Estaba sentado en el primer banco de la capilla, con el regalo de Navidad de Katrine sobre las rodillas.

¿Katrine?

La habitación estaba a oscuras. La linterna se había apagado y solo le llegaba la luz de la solitaria bombilla del altillo a través de las delgadas rendijas de las tablas de la pared.

¿Y el estampido? No era un rayo que hubiese caído sino la tormenta, que atronaba a su paso por la costa.

La tormenta de nieve había alcanzado su punto culminante. Las paredes de piedra de la planta baja resistían impasibles, pero el resto del establo se estremecía. El aire que traspasaba las rendijas aullaba como una sirena en torno a Joakim.

Alzó la vista hacia las vigas del techo y le pareció que vibraban. Los vientos huracanados se abatían como olas negras sobre el establo, y las paredes chirriaban y crujían.

La tormenta estaba destrozando el establo. O eso parecía.

Pero Joakim creyó oír también otros ruidos. Un crujido en el interior de la habitación donde estaba: lentos pasos sobre el suelo de madera. Nerviosos movimientos en la oscuridad. Voces susurrantes.

A su espalda, los bancos habían empezado a ocuparse.

No vio quiénes eran los visitantes, pero sintió que el frío de la estancia aumentaba. Eran muchos, y ahora se sentaban.

Joakim escuchó en tensión, aunque permaneció donde estaba.

Los bancos volvían a estar en silencio.

Sin embargo, alguien más se acercaba caminando despacio por el pasillo que los separaba. Oyó cautelosos movimientos en la oscuridad, un rumor de pasos de alguien que avanzaba por los bancos, a su espalda.

Por el rabillo del ojo vio que una sombra de pálido rostro se había detenido junto a su banco, y no se movía.

– ¿Katrine? -susurró Joakim, sin atreverse a volver la cabeza.

La sombra se sentó despacio a su lado.

– Katrine -susurró de nuevo.

Palpó con cuidado en la oscuridad y rozó otra mano con los dedos. Al cogerla la notó rígida y fría.

– Ya estoy aquí -susurró.

No obtuvo respuesta. La figura inclinó la cabeza, como si rezara.

Joakim también bajó la vista. Miró la chaqueta vaquera a su lado y siguió susurrando:

– Encontré la chaqueta de Ethel. Y la nota de los vecinos. Creo… Katrine, creo que mataste a mi hermana.

Tampoco recibió respuesta.


Invierno de 1962


Así que allí estábamos, sentados en la casa y mirándonos fijamente, el pescador de anguilas Ragnar Davidsson y yo.

A esas alturas, me sentía agotada. La tormenta de nieve se acercaba y solo había podido rescatar algunos de los lienzos de Torun, media docena que habían caído a mi lado. Davidsson había arrojado el resto al mar.


MIRJA RAMBE


Davidsson se llena el vaso de nuevo.

– ¿Seguro que no quieres? -me pregunta.

Aprieto los labios, y él da un trago. Luego posa el vaso sobre la mesa y chasca la lengua.

Me mira y parece que lo asalten ideas indecentes, pero de pronto, antes de que le dé tiempo a pasar a la acción, siente retortijones. Por lo menos, esa es mi impresión, porque se estremece, se inclina hacia delante y se aprieta las manos contra el estómago.

– ¡Joder! -murmura.

Intenta relajarse. Pero luego, de golpe, se pone rígido de nuevo, como si se le hubiera ocurrido algo.

– ¡Joder! -repite-. Creo que…

Guarda silencio y me mira de hito en hito, pensando: luego, todo su cuerpo se estremece en una violenta convulsión.

Yo permanezco sentada y nerviosa y lo miro fijamente. Podría preguntarle si se encuentra mal, pero sé la respuesta: por fin el veneno ha comenzado a surtir efecto.

– El vaso no contenía aguardiente, Ragnar -digo.

Él parece sentir mucho dolor, y se apoya contra la pared.

– He vertido otra cosa en la botella.

Entonces, Davidsson se pone de pie y pasa tambaleándose junto a mí en dirección a la puerta. De pronto, eso me da nuevas energías.

– ¡Márchate! -grito.

Cojo un bidón de plástico vacío que hay en una esquina y le golpeo la espalda con él.

– ¡Fuera!

Me obedece, y yo lo sigo andando por la nieve y veo que se encamina hacia la valla. Tras encontrar la abertura, continúa en dirección al mar.

La torre sur proyecta su luz rojo sangre a través de la nevada, la norte ahora está negra.

En la penumbra, veo que la motora de Ragnar se mece en las olas, junto al rompeolas. Rompen en la playa con un gran estruendo y yo debería detenerlo, pero me quedo en la cuesta y solo miro mientras él se tambalea y suelta amarras. Entonces se detiene, se agacha de nuevo y vomita en el agua.

La barca se le escapa, las olas empiezan a jugar con ella y la empujan lejos del rompeolas.

Él parece sentirse demasiado mal para preocuparse por la barca. Lanza una mirada al mar y luego vuelve a tierra tambaleándose.

– ¡Ragnar! -grito.

Si me pidiera ayuda se la ofrecería, pero no creo que me haya oído. No se detiene al llegar a la playa, sino que corre hacia el norte. A casa. Enseguida desaparece en la oscuridad.


Yo regreso a casa y entro a ver a Torun. Aún está despierta y sentada como de costumbre en una silla junto a la ventana.

– Hola, mamá.

No vuelve la cabeza, pero pregunta:

– ¿Era Ragnar Davidsson?

Me acerco a la estufa y suspiro.

– Se ha ido. Ha estado aquí un rato…, pero ahora se ha marchado.

– ¿Ha tirado las pinturas?

Contengo la respiración y me doy la vuelta.

– ¿Las pinturas? -digo luego, con el llanto contenido en la garganta-. ¿Por qué piensas eso?

– Ha dicho que iba a hacerlo.

– No, mamá -respondo-. Tus lienzos están en el trastero. Puedo buscar…

– Pues debería haberlo hecho -replica Torun.

– ¿Qué? ¿Qué quieres decir?

– Le he pedido a Ragnar que los tirara al mar.

Tardo cuatro o cinco segundos en comprender de qué habla: luego es como si una membrana se rompiera en mi interior y peligrosos líquidos empezaran a mezclarse en mi cerebro. Me veo a mí misma precipitarme hacia Torun.

– ¡Sigue sentada aquí, vieja de mierda! -grito-. ¡Sigue sentada aquí hasta que te mueras! ¡Ciega de mierda…!

La golpeo una y otra vez con la palma de la mano, y Torun recibe las bofetadas. No las ve llegar.

Cuento los golpes, seis, siete, ocho, nueve, me paro al duodécimo.

Después, ambas respiramos agitadas. El triste ulular del viento se oye tras las ventanas.

– ¿Por qué me dejaste sola con él? -pregunto-. Debiste darte cuenta de lo sucio que estaba, mamá, y de cómo apestaba… No debiste dejarme entrar allí, mamá.

Hago una pausa.

– Pero ya entonces estabas ciega.

Torun clava en mí una mirada fría. No creo que sepa de qué le estoy hablando.


Y ese fue mi final en ludden. Abandoné la casa y nunca más volví. Y no volvía a hablar con Torun. Me ocupé de que ingresara en un sanatorio, pero nunca más volvimos a hablar.

Al día siguiente, llegó la noticia de que el ferry nocturno entre Öland y el continente había zozobrado a causa de la tormenta. Muchos pasajeros habían muerto en el agua helada. Markus Landkvist fue uno de ellos.

Otra víctima de la tormenta fue Ragnar Davidsson, el pescador de anguilas. Fue hallado muerto en la playa un día después. No sentí ningún remordimiento: no sentí nada.

Creo que después de nosotras nadie más vivió en la cabaña, y tampoco creo que nadie pasara más de un mes de verano en la casa principal. La pena se había incrustado en las paredes.

Seis semanas más tarde, cuando ya me había mudado a Estocolmo para empezar en la Escuela Superior de Arte, descubrí que estaba embarazada.

Katrine Månstråle Rambe nació al año siguiente, la primera de todos mis hijos.

Heredaste los ojos de tu padre.

36

– ¡Hola! -gritó Henrik a la figura tendida en la nieve-. ¿Estás bien?

Era una pregunta estúpida, pues el cuerpo a sus pies yacía inmóvil y con el rostro ensangrentado. La nieve ya había empezado a cubrirlo.

Parpadeó desconcertado, todo había sucedido demasiado deprisa.

Le había parecido reconocer a los hermanos Serelius fuera, en el jardín. Cuando el primero de ellos abrió la puerta, Henrik le asestó un golpe con el hacha de su abuelo lo más fuerte que pudo; y acertó en algún lugar de la cabeza. Por el lado romo, no con el filo, de eso estaba seguro.

Se paró en la puerta del porche y, a luz del patio, se percató de que había golpeado a una mujer.

Unos metros detrás de ella había un hombre medio congelado por la ventisca. El desconocido dio un par de pasos y se arrodilló al lado de la mujer.

– ¿Tilda? -gritó-. ¡Tilda, despierta!

Ella movió débilmente un brazo e intentó levantar la cabeza.

Henrik salió a la escalera, dando la espalda al calor de la casa y exponiendo la cara al viento y el frío, y descubrió que la mujer vestía un uniforme oscuro.

Una policía. La nieve casi la había sepultado al pie de la escalera. Un delgado hilo de sangre oscura corría por su nariz y alrededor de su boca.

Durante unos segundos, todo excepto la nieve permaneció inmóvil.

Henrik volvió a sentir dolor en el abdomen.

– ¡Hola! -repitió-. ¿Cómo te encuentras?

No hubo respuesta, pero el hombre que acompañaba a la agente cogió el hacha de la nieve y se acercó a él.

– ¡Suéltalo! -le gritó a Henrik.

Detrás de él la mujer tosió y empezó a vomitar sobre la nieve.

– ¿Qué? -preguntó Henrik.

– ¡Suelta eso!

Comprendió que se refería al cuchillo de cocina. Aún lo empuñaba.

No quería soltarlo. Los hermanos Serelius estaban por allí, en alguna parte; tenía que defenderse.

La mujer había dejado de vomitar. Se llevó la mano al rostro y se palpó con cuidado la nariz. Los copos de nieve se posaban sobre ella, y la sangre se le había solidificado formando oscuras manchas en el rostro.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó el hombre en la escalera.

La agente levantó la cabeza y le gritó algo a Henrik a través del viento, las mismas palabras varias veces; él al fin entendió lo que decía: su nombre.

– ¡Henrik! -gritaba-. ¡Henrik Jansson!

– Suelta el cuchillo, Henrik -dijo el hombre-. Así podremos hablar.

– ¿Hablar?

– Estás detenido por robo con violencia -prosiguió la mujer desde el talud de nieve-. Allanamiento… y vandalismo.

Henrik escuchó, pero no respondió; estaba demasiado cansado. Dio un paso atrás y negó con la cabeza.

– Todo eso… fue obra de Tommy y Freddy -dijo en voz baja.

– ¿Qué? -preguntó el hombre.

– Fueron los jodidos hermanos -explicó Henrik-. Yo solo los acompañé. Fue mucho mejor con Mogge, nunca pensé…

De pronto, a apenas diez centímetros de su oreja derecha, oyó un ruido. Un sonido breve y agudo que distinguió por encima del viento.

Volvió la cabeza y observó un oscuro agujero irregular en una de las pequeñas ventanas del porche.

¿Era la tormenta? ¿Quizá el viento había roto la ventana? La segunda idea descabellada que le vino a la cabeza fue que le habían disparado con una pistola, a pesar de que la mujer ya no la sujetaba.

Pero al mirar a lo lejos a través del torbellino de nieve, hacia el establo, descubrió a alguien más.

Una figura oscura había salido por la puerta entornada y se había detenido con las piernas abiertas sobre la nieve. A la luz del patio, Henrik vio que sostenía una delgada vara entre las manos.

No, no era una vara. Era el fusil, claro. No podía distinguirlo con claridad, pero sabía que se trataba del viejo Máuser.

Un hombre con pasamontañas negro. Tommy. Gritó desde el otro lado del patio y luego disparó el fusil que sostenía entre sus manos. Una vez. Dos veces.

En esa ocasión, no se rompió ninguna ventana, aunque el hombre que estaba frente a Henrik hizo una mueca y se desplomó.

37

Tilda vio claramente cómo disparaban a Martin.

Fue después de que la golpearan con el hacha. Casi deseó haberse quedado inconsciente entonces, pero su cerebro permaneció despierto y lo registró todo. El dolor, la caída y la pistola, que salió volando de su mano.

Al caer de espaldas, el edredón de nieve la recibió igual que si fuera una suave cama.

Permaneció tumbada. Tenía la nariz rota, sangre caliente le corría junto a la boca y se sentía exhausta tras la caminata en plena tormenta.

«Esta noche ya he cumplido -pensó-. Vale por hoy, maldita sea.»

– ¡Tilda!

Era Martin quien gritaba, y se inclinó sobre ella. Vio que un hombre salía a la escalera del porche y la miraba. Sostenía un gran cuchillo en la mano y gritó algo, pero ella no comprendió ni una palabra de lo que dijo.

Todo permaneció tranquilo un instante. Tilda se hundió en una cálida somnolencia antes de que aparecieran el malestar y las náuseas. Giró la cabeza a un lado y vomitó sobre la nieve.

Tosió, alzó la cabeza e intentó espabilarse. Vio a Martin encaminarse hacia el hombre y gritarle que soltara el cuchillo.

Era Henrik Jansson, el ladrón de casas que andaba buscando.

– ¿Henrik?

Tilda gritó su nombre varias veces con brusquedad, y al mismo tiempo intentó recordar los motivos por los que se lo buscaba.

No oyó su respuesta; en su lugar, oyó un disparo de fusil.

Procedía del establo, en el extremo opuesto del patio, y sonó como una explosión sorda sin eco. La bala dio en el porche y rompió un cristal de la ventana que Henrik tenía a su lado.

Este giró la cabeza y miró el agujero pensativo.

Martin siguió subiendo la escalera hacia él. Se movía con tranquilidad y le hablaba con decisión, como buen instructor de policía que era. Henrik retrocedió.

Tilda comprendió que ninguno de los dos había oído el disparo.

Cuando abrió la boca para prevenirlos, se oyeron nuevas detonaciones.

Vio sacudirse a Martin en la escalera. La parte superior de su cuerpo se retorció, y se le doblaron las piernas. Se desplomó y cayó sobre la nieve a solo unos metros de ella.

– ¡Martin!

Este permaneció tumbado, dándole la espalda, y Tilda se arrastró hacia él agachando la cabeza. Oyó un débil quejido.

– ¿Martin?

Respiración, hemorragia, shock, pensó ella. El abecedario. La cancioncilla que se había inventado para aprender a enfrentarse a las heridas de arma blanca y de fuego.

¿Respiración? Era difícil de ver en la tormenta, pero Martin apenas parecía respirar.

Le dio la vuelta al cuerpo y lo puso de lado, le subió la chaqueta y el jersey ensangrentado y encontró el pequeño orificio de entrada: arriba del todo, en la espalda, justo a la izquierda de la columna vertebral. Parecía profundo y la sangre no dejaba de manar. ¿La bala le habría alcanzado la aorta?

No debería quedarse allí fuera, pero Tilda no podía meterlo en la casa. No tenía tiempo.

Se abrió el bolsillo derecho del pantalón y sacó una bolsa con vendas.

– ¿Martin? -gritó, al tiempo que apretaba la venda tan fuerte como podía contra el orificio de la bala.

No obtuvo respuesta. Tenía los ojos abiertos y no parpadeaba con la nieve: debería de estar en estado de shock.

Tilda no le encontró el pulso.

Le dio la vuelta y lo dejó de nuevo boca arriba; se inclinó sobre él y comenzó a apretarle el tórax con ambas manos. Una presión fuerte y una pausa. Luego de nuevo otra presión fuerte.

No sirvió de nada. Parecía que ya no respiraba, y cuando ella lo zarandeó, el cuerpo siguió sin vida. La nieve le caía sobre los ojos abiertos.

– Martin…

Tilda se rindió. Se desplomó junto a él en la nieve y sorbió por la nariz.

Todo había salido mal. Él ni siquiera tendría que haber estado allí; no debía haberla seguido.

De repente, se oyeron dos detonaciones más desde el establo. Tilda agachó la cabeza.

¿Dónde estaba su pistola? La había perdido al caer en la nieve.

La Sig Sauer era de acero negro: era fácil de distinguir contra el fondo blanco y comenzó a palpar a su alrededor. Al mismo tiempo, dirigió una mirada cautelosa hacia el establo.

Una figura avanzaba por la nieve. Llevaba puesto un pasamontañas oscuro y sostenía un fusil entre las manos.

El hombre subió a un talud de nieve y al descubrir que Tilda lo miraba, lanzó un grito al viento.

Ella no respondió. Su mano siguió escarbando en la nieve: y de repente se topó con algo duro y pesado. Al principio se le resbaló, pero luego consiguió atraparla.

Sacó el arma de la nieve.

Golpeó el cañón un par de veces para sacudirle la nieve, quitó el seguro y apuntó hacia el hombre.

– ¡Policía! -gritó.

El enmascarado pronunció unas palabras, pero el viento las dispersó.

– Ubba… ubba -parecía decir.

Redujo la marcha e inclinó la espalda, pero siguió abriéndose paso entre los montones de nieve.

– ¡Alto, suelta el arma! -La voz de Tilda se tornó aguda y tenue; ella misma oyó lo débil que sonaba, aun así, continuó-: ¡Alto o disparo!

Y después disparó de verdad, un disparo de advertencia al cielo oscuro. La detonación sonó tan débil como su propia voz.

El hombre se detuvo, aunque no soltó el fusil. Se arrodilló entre dos taludes de nieve, a menos de diez metros de distancia y apuntó hacia ella. Tilda disparó dos tiros en un corto intervalo.

Después se protegió tras los montones de nieve, y, casi al mismo tiempo, de repente se apagaron las luces. Tanto las lámparas de las ventanas como el farol del patio. Todo quedó a oscuras.

La tormenta de nieve había dejado sin luz a ludden.

38

Así que Ethel lo siguió por los oscuros senderos, entre los árboles del paseo que discurría junto a la orilla. Se acercaron al agua, donde las luces de las casas y las calles de Estocolmo brillaban en medio de la oscuridad.

Allí se sentó obediente a la sombra de un cobertizo para barcos y recibió su recompensa. Luego solo tenía que actuar como de costumbre: calentar el polvo marrón dorado en la cuchara, succionarlo con la hipodérmica y pincharse el brazo.

Paz.

El asesino esperó pacientemente a que le colgara la cabeza y estuviera a punto de adormecerse…, luego se acercó a Ethel y le propinó un fuerte empujón. Directa al agua invernal.


Joakim seguía sentado en el banco, abatido, sin moverse. La capilla no tenía luz, aunque no estaba completamente a oscuras. Podía vislumbrar las vigas de madera, la ventana y el dibujo de María Magdalena ante la tumba vacía de Jesús. Había un débil resplandor, como procedente de una luna lejana.

La tormenta seguía ululando sobre el tejado.

No estaba solo.

Katrine, su mujer, estaba sentada junto a él. Vio su pálido rostro por el rabillo del ojo.

Asimismo, los bancos que había detrás de él se habían llenado de visitantes. Joakim oyó su débil crujido, como cuando los asistentes a la iglesia esperan impacientes el momento de ir a comulgar.

Se pusieron en pie.

Cuando les oyó levantarse, él también lo hizo; con la desagradable sensación de estar en el sitio equivocado la noche equivocada. Pronto sería descubierto: o desenmascarado.

– Ven -le susurró a Katrine-. Confía en mí.

Tiró de su mano fría e intentó que se pusiera en pie, y ella al fin obedeció.

Los crujidos se aproximaban. Las figuras de los bancos habían empezado a andar y a congregarse en el pasillo.

Al juntarse, resultaron ser una multitud. Más y más sombras atestaban la habitación.

Joakim no podía sortearlos. No tenía más remedio que quedarse donde estaba, junto al banco: no había a donde ir. Permaneció completamente quieto, sin soltar la mano de Katrine.

El aire que lo rodeaba se volvió más frío y Joakim tiritó. Oyó el roce de viejas telas y el débil crujido del suelo cuando los visitantes de la capilla fueron concentrándose lentamente a su alrededor.

Querían tanto calor que él no podía dárselo. Deseaban comulgar. Joakim estaba helado, no obstante, los otros seguían abriéndose paso para alcanzarlo. Sus movimientos irregulares eran como una lenta danza en la estrecha habitación, y lo arrastraron con ellos.

– ¡Katrine! -susurró.

Pero ella ya no lo seguía. Le soltó la mano y los otros los separaron.

– ¿Katrine?

Había desaparecido. Joakim se dio la vuelta e intentó abrirse paso entre la muchedumbre para encontrarla de nuevo. Pero nadie lo ayudó, todos se interponían en su camino.

Luego, de repente, le pareció oír algo más que el viento a través de las rendijas del establo: alguien gritó y después sonaron varias detonaciones sordas. Como si hubieran disparado un fusil o una pistola: como un intercambio de disparos delante del establo.

Joakim se quedó paralizado y aguzó el oído. Ya no se oían otros sonidos, ni voces ni movimiento entre los bancos.

La pálida luz de la bombilla del altillo, que se filtraba entre los tablones de la pared, se apagó de repente.

Joakim comprendió que se había ido la electricidad.

Permaneció quieto en la oscuridad. Se sentía completamente solo, como si todas las personas de la habitación se hubieran retirado.

Tras varios minutos, una luz parpadeante comenzó a brillar en alguna parte del establo. Una débil luz amarillenta cuya intensidad fue aumentando rápidamente.

39

Tilda parpadeó para quitarse la nieve de los ojos y se aplicó con cuidado un puñado de esta en su nariz dolorida. Luego se levantó despacio con piernas temblorosas y sostuvo la pistola en la mano derecha. La cabeza le dolía tanto como la nariz, pero por lo menos podía mantenerse erguida.

La casa estaba a oscuras y los suaves taludes de nieve se habían transformado en borrosas colinas. Más allá, como una catedral sin luz, se alzaba el establo. Por lo visto se había ido la electricidad: quizá estuviera sin luz todo el norte de Öland. Había ocurrido en otra ocasión, cuando un árbol arrancado por el viento cayó sobre el tendido eléctrico.

Martin yacía completamente inmóvil a un par de metros de ella. No podía verle la cara, pero su cuerpo sin vida estaba a punto de ser cubierto por la nieve.

Cogió el móvil y marcó el número de urgencias. Comunicaba. Intentó contactar con la policía de Borgholm, pero tampoco tuvo suerte.

Después de guardar el teléfono, recorrió el patio con la mirada, pero no vio al hombre que le había disparado. Ella le había disparado a su vez: ¿le habría dado?

Miró hacia la escalera de la casa. Henrik Jansson también había desaparecido.

Tilda retrocedió hacia allá apuntando con la pistola hacia el establo, hasta que se tropezó con el primer escalón.

Encorvada, subió deprisa la escalera, y echó una ojeada a través de la puerta abierta.

Lo primero que vio fue un par de botas. Una figura negra vestida con ropas de abrigo yacía sobre la estera al otro lado del umbral. Respiraba con dificultad.

– ¿Henrik Jansson? -preguntó Tilda.

Silencio.

– Sí -contestó el hombre finalmente.

– No te muevas, Henrik.

Cruzó el umbral y le apuntó con la pistola. El joven seguía tumbado y miró el arma con gesto cansado, sin apartarse. Con una mano, agarraba el borde de la estera y con la otra se apretaba el abdomen.

– ¿Estás herido? -preguntó ella.

– En el estómago… Me han apuñalado.

Tilda asintió. Aún más violencia. Quería gritar y blasfemar, pero en lugar de eso, le quitó el cuchillo, lo tiró a la nieve y le registró los pantalones y la cazadora. No llevaba más armas.

Se sacó un paquete de desinfectante del bolsillo del pantalón y la segunda y última venda, y se los alargó a Henrik.

– Martin está ahí fuera -dijo en voz baja-. Le han disparado. Está muerto.

– ¿Era policía? -preguntó Henrik.

Tilda suspiró.

– Sí, antes… Ahora era profesor de la Escuela de Policía.

Henrik abrió el envase de desinfectante y negó con la cabeza.

– Son unos idiotas.

– ¿Quiénes, Henrik? ¿Quién le ha disparado a Martin?

– Dos tipos -respondió-. Tommy y Freddy.

Tilda lo miró desconfiada y él se encogió de hombros.

– Se hacen llamar así… Tommy y Freddy.

Tilda recordó a los dos hombres de las carreras de trotones en Kalmar.

– ¿Entrasteis aquí juntos? ¿Sois socios?

– Lo éramos. -Se levantó el jersey y comenzó a limpiarse la herida-. Tommy es quien me ha hecho esto.

– ¿Qué armas tienen?

– Un fusil de caza. Un viejo Máuser…, no sé si llevan algo más.

Tilda se agachó y apretó el apósito con desinfectante mientras Henrik se ponía el vendaje.

– Ahora, túmbate boca abajo -le ordenó.

– ¿Por qué?

– Te voy a poner las esposas.

Él la miró.

– Si te disparan, después vendrán aquí -dijo-. ¿Tienen que encontrarme esposado?

Ella recapacitó durante unos segundos, luego se guardó las esposas en el cinturón.

– Volveré.

Se dio la vuelta y bajó la escalera; se acuclilló entre los taludes y lanzó una última mirada al cuerpo de Martin.

Agachada, echó a andar hacia el establo.

Parpadeó para ver mejor entre los copos de nieve y avanzó con cuidado, siempre alerta por si le disparaban.

A un par de metros del establo encontró un enorme montón de nieve, y detrás de él descubrió las huellas del que había disparado e indicios de que había estado tumbado en la nieve. Pero tanto él como su fusil habían desaparecido, y no vio rastros de sangre.

Tenía que haberse escondido en el establo.

Tilda pensó en la espalda ensangrentada de Martin y se quedó parada en el patio. La ancha puerta se abría ante ella como la boca de una caverna. Entrar allí no le hacía ninguna gracia.

Un poco más allá, a la derecha, había otra puerta: era pequeña, y estaba pintada de negro. Se dirigió hacia ella despacio, pegada a la pared de piedra, mientras la nieve se arremolinaba y derretía en su cuello.

Cuando llegó, cogió el picaporte y la abrió hasta donde se lo permitió la nieve.

Echó un vistazo.

Negro como el carbón. La luz no había vuelto.

Con la pistola en alto, entró y avanzó por un suelo de tierra, en medio de la oscuridad y la quietud.

Se quedó un rato pegada a la pared, aguzando el oído; la nariz le dolía de nuevo. No pudo determinar si había alguien agazapado entre las sombras.

Allí dentro, la tormenta quedaba más lejana, aunque, muy por encima de ella, el inmenso tejado crujía y chirriaba. Tras unos minutos, Tilda comenzó a moverse, en silencio y con cuidado. El suelo era irregular: unas veces de tierra y otras de piedra.

Al ver una ancha sombra frente a ella, la apuntó con la pistola, hasta que sus botas tropezaron con una enorme rueda. Encima había un capó con el emblema «MCCORMICK».

Tilda se había topado con un viejo tractor: un monstruo oxidado que debía de llevar años aparcado allí.

Pasó de puntillas junto a él. Al ver unas viejas latas de pintura y una pila de tablones, comprendió que había entrado en un almacén contiguo al establo.

Percibió un sonido sordo en algún lugar y Tilda volvió la cabeza deprisa, pero nada se movió detrás de ella.

Henrik había dicho que había dos tipos. Pero a Tilda le parecía que en el establo había muchas personas más: seres que vigilaban entre las sombras a su alrededor. Era una sensación vaga aunque desagradable, y no pudo pasarla por alto.

Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad y ahora podía vislumbrar la pared de piedra, al otro lado.

De repente, oyó un débil chirrido a su izquierda. En el interior del establo.

Unos segundos después, la claridad aumentó a su alrededor y entonces descubrió una abertura en la pared de madera que daba al establo. La luz procedía de este: un brillo trémulo y danzarín.

Tilda percibió olor a humo e imaginó lo que había ocurrido. Se apresuró a echar un vistazo.

Unos metros más allá, los peldaños inferiores de la empinada escalera que llevaba al altillo estaba en llamas, y un penetrante hedor a queroseno se mezclaba con el humo. Alguien había apilado un montón de viejo heno seco y luego le había prendido fuego. Ahora ardía con fuerza y las llamas empezaban a lamer los travesaños de la escalera.

Al otro lado del fuego había un hombre corpulento. Tendría la misma edad de Henrik y sujetaba un gorro o un pasamontañas negro en una mano; al parecer, no había advertido la presencia de Tilda. Su mirada estaba clavada en las llamas oscilantes, y tenía la cara muy pálida. Parecía estar eufórico.

Junto a él, apoyado a un poste de madera, había un óleo enmarcado, pero no se veía ningún fusil.

Tilda echó un último vistazo alrededor -nadie acechaba a su espalda-, después tomó aliento y entró con grandes zancadas en el establo. Sujetaba la pistola con ambas manos.

– ¡Policía! -le gritó al hombre-. ¡Quieto!

Él la miró muy sorprendido.

– Túmbate en el suelo.

Pero el hombre permaneció de pie, y dijo:

– Mi hermano está buscando una salida por la parte de atrás.

Tilda se acercó. Se hallaban a solo un par de pasos de distancia, pero él retrocedió en dirección a la salida. Ella lo siguió.

– ¡Al suelo!

¿Si no se rendía, se atrevería a disparar? No lo sabía. Sin embargo, lo apuntaba a la cabeza.

– ¡Al suelo! -repitió.

– Sí, sí…

El hombre asintió y se tumbó boca abajo con dificultad.

– ¡Las manos en la espalda!

Tilda se hallaba ya junto a él y había sacado las esposas del cinturón. Le agarró por las muñecas, se las llevó a la espalda y lo esposó. Ahora que lo tenía bien seguro en el suelo, pudo registrarlo. Llevaba una navaja en el bolsillo del pantalón, pero esa era su única arma. Y pastillas, cantidad de pastillas.

– ¿Cómo te llamas?

Pareció pensárselo.

– Freddy -dijo finalmente.

– ¿Cuál es tu verdadero nombre?

Dudó.

– Sven.

A Tilda le costó creerlo, pero dijo:

– Vale, Sven…, ahora quédate aquí tranquilo.

Al ponerse de nuevo en pie, oyó el crepitar del fuego. Las llamas no prendían en el suelo de piedra, pero sí en la escalera, y empezaban a trepar hacia el altillo.

Tilda no vio mantas ni extintores para apagarlo. Tampoco había cubos de agua.

Se quitó la chaqueta y lo intentó con ella, pero las llamas solo se apartaban y crecían. Parecía que el fuego anhelara subir hasta el tejado: ahora más de media escalera estaba ardiendo.

¿Y si soltaba la escalera?

Alzó un pie y tomó impulso, pero entonces vio aproximarse una sombra con el rabillo del ojo. Se dio media vuelta.

Era un hombre alto, con vaqueros y jersey de lana que corría hacia la escalera desde el establo a oscuras. Se detuvo y miró el fuego, luego a Freddy y finalmente a Tilda.

Ella casi no lo reconoció, pero se trataba de Joakim Westin.

– ¡No puedo apagarlo! -gritó Tilda-. He intentado…

Westin apenas asintió. Se lo veía tranquilo, como si hubiese peores cosas en el mundo.

– Nieve -dijo-. Tendremos que sofocarlo con nieve.

– De acuerdo.

¿De dónde había surgido Westin? Se lo veía cansado y pálido, aunque no especialmente preocupado por encontrarse visitas en el establo. Ni siquiera el fuego parecía inquietarlo.

– Voy a buscar una pala.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia la entrada.

– ¿Te apañarás sin mí? -preguntó Tilda.

Joakim asintió sin detenerse.

Ella abandonó la escalera en llamas. Tenía que adentrarse de nuevo en la oscuridad.

– Quédate tumbado -le dijo a Freddy-. Voy a buscar a tu hermano.

Sin embargo, se quedó parada en la puerta del establo, esperando a que Westin regresara. El hombre quizá tardó medio minuto, y luego regresó al establo cargado con una gran pala repleta de nieve.

Ambos asintieron en silencio y Tilda se adentró en el almacén del tractor. Oyó cómo el fuego de la escalera chisporroteaba tras ella mientras Joakim lo apagaba.

Levantó la pistola de nuevo.

Las sombras y el frío la rodeaban. Le pareció oír movimientos al frente, pero no vio nada.

Se mantuvo pegada a la pared norte, que tenía unas pequeñas ventanas ahora cubiertas de nieve.

Encontró una puerta, y Tilda la cruzó.

El cuarto del otro lado era grande y todavía más frío. Se detuvo. Volvió a tener la sensación de que no estaba sola en la oscuridad. Bajó la pistola, escuchó y dio un paso adelante.

Se oyó un disparo.

Ella se agachó, sin comprobar si había sido alcanzada o no. Los oídos le zumbaban a causa de la detonación; tosió en voz baja y aspiró el aire seco. Esperó.

No pasó nada más.

Cuando Tilda al fin alzó la vista en la penumbra vio una nueva puerta, esta vez cerrada, a unos cuatro o cinco metros de distancia. Era una vía de escape, pero frente a ella había alguien: un hombre.

Era Tommy, el hermano de Freddy. No podía ser nadie más. Se había subido el pasamontañas sobre la frente y su pálido rostro se parecía al de Freddy.

Llevaba un viejo rifle colgado del hombro.

Tilda le apuntó con la pistola.

– Suelta el fusil.

Pero él permaneció allí parado, como un sonámbulo, como si algo le hubiera llamado poderosamente la atención. Miraba hacia abajo, y su mano derecha descansaba sobre el picaporte, como si fuera a salir, pero parecía tener las piernas pegadas al suelo.

– ¿Tommy?

No respondió.

¿Una psicosis causada por la droga? Se acercó despacio al asesino de Martin, asustada pero decidida. Alargó el brazo en silencio hacia su hombro y, con cuidado, le descolgó el fusil. Vio que tenía el seguro puesto y lo dejó caer al suelo detrás de ella.

– ¿Tommy? -dijo de nuevo-. ¿Puedes moverte?

Al rozarle el brazo el joven se sobresaltó y volvió a la realidad.

Se echó hacia atrás, empujó el picaporte y la puerta se abrió de golpe y de par en par impelida por la ventisca. Él perdió el equilibrio sobre los taludes de nieve, pero se incorporó y siguió su camino dando traspiés.

Tilda traspasó el umbral y salió a la tormenta. Unos metros más allá, vio cómo caían unos árboles vencidos por el viento.

– ¡Tommy! -gritó-. ¡Detente!

El viento ahogó su voz, y el hombre no se detuvo, sino que avivó el paso a través de la nieve; gritó por encima del hombro y salió huyendo en dirección al bosque.

Tilda hizo un disparo de advertencia al cielo, hacia la tempestad, y después se arrodilló. Alzó la pistola y apuntó con el dedo puesto en el gatillo.

Sabía que podía acertarle en las piernas, pero no era capaz de disparar a alguien que huía.

Tommy se había metido entre los arbustos que crecían en la linde del bosque. Allí, la capa de nieve era más delgada y podía correr más deprisa. Tras quince o veinte pasos, fue solo una sombra gris entre los árboles, y luego desapareció.

«Diablos.»

Tilda se quedó allí fuera unos minutos, pero no percibió más movimientos extraños en la oscuridad, únicamente el torbellino de nieve. El viento seguía batiendo la costa, y cuando notó que empezaba a perder la sensibilidad en los dedos, Tilda dio media vuelta y se metió de nuevo en el establo, donde recogió el Máuser del suelo.

Al regresar hacia donde estaba Westin, caminó pegada a la pared de piedra a pesar de que estaba agotada por el viento y el frío. Pero no quería arriesgarse a encontrarse con nadie más en las oscuras habitaciones.

40

Sofocar el fuego con nieve funcionó, pero cuando Joakim consiguió apagar por fin las llamas, gran parte de la escalera del altillo se hallaba calcinada, y espesas cortinas de humo gris subían hacia las vigas del techo.

Tosió en el aire enrarecido y se sentó, agotado, debajo de la escalera humeante. Aún sostenía la pala que había ido a buscar a la casa.

No tenía fuerza para pensar, no tenía fuerzas para preguntarse de dónde habían salido todos aquellos inesperados visitantes, ni para pensar en lo que había sucedido en la sala de los bancos de iglesia. Comprendió que Gerlof Davidsson tenía razón: un velo de olvido empezaba ya a cubrir sus recuerdos de esa noche.

¿Realmente se había encontrado con Katrine? ¿Había reconocido ella que había ahogado a su hermana?

No. Katrine nunca había dicho eso.

Joakim miró al hombre corpulento que yacía junto a la pared. No tenía ni idea de quién era ni de por qué estaba esposado, pero si Tilda Davidsson, la policía, lo había detenido, se podían sacar algunas conclusiones.

En ese instante, le pareció que sonaban nuevos disparos en algún lugar fuera del establo.

Joakim escuchó, pero al no oír nada más miró al hombre.

– ¿Has sido tú quien ha encendido el fuego? -preguntó.

Unos segundos más tarde, le llegó una respuesta desde el suelo:

– Lo siento.

Joakim suspiró.

– Tendré que hacer una nueva escalera…, en algún momento.

Se recostó y de repente pensó que Livia y Gabriel estaban en la casa, solos.

¿Cómo había sido capaz de dejarlos?

Oyó chirriar a lo lejos la puerta del establo, y al volver la cabeza vio entrar a Tilda dando traspiés y cubierta de nieve. Sujetaba la pistola en una mano y un viejo fusil en la otra.

Se dejó caer junto a la pared de madera y suspiró.

– Se ha escapado -anunció.

Freddy alzó la vista desde el suelo.

– ¿Escapado? -repitió Joakim.

– Se ha ido corriendo en dirección al bosque -explicó Tilda-. Ha desaparecido…, pero por lo menos ahora no tiene el fusil.

Joakim se levantó.

– Tengo que ir a ver a mis hijos -dijo, y se encaminó a la puerta-. ¿Te apañas un rato sola?

Ella asintió, aunque permaneció sentada en el suelo, con la cabeza entre las piernas.

– Si vas por el porche encontrarás a más gente. Dos hombres.

– ¿Más heridos? -inquirió él.

Tilda bajó la vista.

– Uno está herido…, el otro muerto.

Joakim no preguntó nada más. Cuando la miró por última vez, la joven había sacado su móvil y comenzaba a marcar un número.

Él salió a las ondulantes dunas de nieve del patio interior y se encogió para protegerse de la tormenta. luden no se veía tan grande esa noche: la casa parecía encogerse como una manada de perros asustados en la nevasca. El viento arrancaba las tejas de la cubierta, que salían volando y desaparecían en la oscuridad.

Joakim entró por el porche y abrió la puerta. Un hombre yacía allí tirado. ¿Muerto? No, solo dormía profundamente.

La tormenta sacudía los cristales de las ventanas delanteras y la masilla y los marcos que los sujetaban crujían, pero todavía resistían.

Entró en la casa, pero de repente se detuvo en el recibidor.

Oyó unos crujidos en el pasillo y una respiración ronca.

Ethel estaba dentro.

Se hallaba delante de las puertas de las habitaciones de los niños; había ido a buscar a su hija. Ethel se llevaría a Livia.

Joakim no se atrevía a acercarse. Inclinó la cabeza y cerró los ojos.

«Confía en mí», pensó.

Luego abrió los ojos y siguió hacia el interior de la casa.

El pasillo estaba desierto.

41

Tilda guardaría un vago recuerdo de que más tarde, esa noche, la ayudaron a subir la escalera de piedra del porche. Fuera aún hacía frío, pero notó que el viento amainaba. Era Joakim Westin quien la acompañaba, y la ayudaba a recorrer un sendero recién despejado de nieve. Altas paredes blancas se alzaban a su alrededor.

– ¿Has llamado para pedir ayuda? -preguntó él.

Ella asintió.

– Vendrán tan pronto como puedan…, pero no sé cuándo.

Pasaron junto a un talud de nieve del que sobresalía algo oscuro. Era una chaqueta de cuero.

– ¿Quién es? -inquirió Joakim.

– Se llamaba Martin Ahlquist -contestó Tilda.

Cerró los ojos. Le harían muchas preguntas sobre esa noche: sobre lo que había salido mal, lo que había hecho bien y qué debería mejorar: aunque la mayoría de las preguntas se las haría ella a sí misma. Pero en aquel momento no tenía fuerzas para pensar.

La casa estaba en silencio. Joakim la guió por los pasillos hasta llegar a una gran habitación, donde vio un colchón en el suelo con la cama hecha. Había también una chimenea encendida y la temperatura era agradable; se tumbó y se relajó. Le dolía la nariz y aún la tenía taponada con sangre: no podía respirar con la boca cerrada.

El viento ululaba alrededor de la casa, pero Tilda por fin cerró los ojos.

Durmió profundamente, aunque se despertó de vez en cuando a causa de un palpitante dolor de cabeza y las imágenes del cuerpo de Martin sobre la nieve; y también al sentir un repentino miedo a encontrarse de vuelta en la penumbra del establo, donde pálidos brazos de largos dedos intentaban atraparla. Le costó mucho relajarse.

En algún momento, antes del amanecer, una sombra se inclinó sobre ella, sobresaltándola.

– ¿Tilda?

Era Joakim Westin, que siguió hablándole despacio y claro, como si se dirigiera a una niña pequeña:

– Tilda, tus colegas han llamado…, llegarán dentro de un rato.

– Bien -respondió ella.

Su voz sonaba espesa y pastosa a través de la nariz rota. Cerró los ojos y preguntó:

– ¿Y Henrik?

– ¿Quién?

– Henrik Jansson. El que estaba tumbado en el porche -explicó-. ¿Cómo está?

– Bastante bien -contestó Joakim-. Le he cambiado el vendaje.

– ¿Y Tommy? ¿Está aquí?

– Ha desaparecido… La policía lo buscará cuando llegue.

Tilda asintió y volvió a dormirse.

En algún momento, más tarde, la despertaron un zumbido y voces susurrantes, pero no tuvo fuerzas para reaccionar.

Entonces oyó de nuevo la voz de Joakim:

– Los coches no pueden llegar, Tilda… Han tenido que tomar prestado un vehículo oruga del ejército.

Poco después, la habitación se llenó de voces y movimiento, y la ayudaron a salir de la cama sin demasiada delicadeza.

De pronto, el aire cálido había desaparecido y de nuevo se encontraba fuera, en el frío, pero ahora ya casi no hacía viento. Caminó por una senda despejada de nieve, flanqueda por blancos muros.

«Navidad», pensó.

Una puerta se cerró, otra se abrió, la colocaron sobre una camilla bajo una débil bombilla y por fin pudo descansar.

Todo quedó en silencio.

Se encontraba en el vehículo oruga y vio un cuerpo en el suelo, metido en una bolsa de plástico. No se movía.

Luego, alguien tosió a su lado. Tilda alzó la cabeza y vio a otra persona tumbada, con una manta gris sobre las piernas, a solo un metro de distancia. Se movía débilmente.

Era un hombre y yacía boca arriba, con la cabeza vuelta, pero reconoció la ropa.

– Henrik -dijo.

Él no le contestó.

– ¡Henrik! -gritó, a pesar de sentir una punzada en las costillas.

– ¿Qué? -dijo el hombre, y giró la cabeza.

Entonces ella vio al fin su rostro: Henrik Jansson, acuchillador de parquet y ladrón. Parecía un chico cualquiera de veinticinco años, aunque cansado y con el semblante blanco como la tiza. Tilda tomó aliento.

– Henrik, tu jodida hacha me ha destrozado la nariz.

Él guardó silencio. Ella le preguntó:

– ¿Qué más has hecho?

Siguió sin responder.

– El otoño pasado ocurrió una muerte por aquí, en el cabo -continuó-. Una mujer se ahogó.

Sintió que Henrik se movía.

– Hay gente que oyó una barca el día que murió -dijo Tilda-. ¿Era la tuya?

De pronto abrió los ojos.

– La mía no -respondió en voz baja.

– ¿La tuya no? -replicó Tilda-. ¿Entonces era otra barca?

– Yo la vi -contestó Henrik.

– ¿Ah, sí?

– El día que ella murió, yo me encontraba en el embarcadero…

– Katrine Westin -precisó Tilda.

– Tuvo visita -prosiguió él-. Una barca blanca.

– ¿La reconociste? -inquirió ella.

– No, pero era más grande que la mía, construida para largos viajes…, un pequeño yate. Atracó junto a los faros, y en el rompeolas había alguien. Creo que era ella…

– Vale.

Tilda sintió de golpe que no tenía fuerzas para hablar más.

– Lo vi -insistió Henrik.

Ella le sostuvo la mirada.

– Más tarde hablaremos -dijo-. Seguramente tendremos que interrogarte unas cuantas veces.

Henrik suspiró.

Luego, en el vehículo oruga, se hizo de nuevo el silencio. Tilda solo deseaba cerrar los ojos y desvanecerse, para así evitar el dolor y tener que pensar en Martin.

– ¿Has oído algo esta noche en la casa? -preguntó Henrik de repente.

– ¿Qué?

Se cerró una puerta. Luego el motor del vehículo militar aceleró, y este se puso en marcha.

– ¿Como unos golpes?

Ella no comprendía a qué se refería.

– No he oído nada -respondió a través del ruido.

– Yo tampoco -contestó Henrik-. No he oído ningún golpe. Creo que era culpa del farol…, o del tablero. Pero ahora ha cesado.

Lo habían acuchillado y estaba a punto de ir a la cárcel, pero Tilda se dio cuenta de que, aun así, se sentía aliviado.

42

La mañana del día de Nochebuena ludden seguía a oscuras. La electricidad no había vuelto y al otro lado de las ventanas se alzaban altos muros de nieve.

Por la noche, tres policías y un perro lo registraron todo con el coche oruga pero no encontraron al asesino de Martin Ahlquist. Joakim los dejó hacer. Después de las tres, cuando se llevaron a Tilda Davidsson y al ladrón herido al hospital, consiguió dormir unas horas.

Descansó tranquilo por primera vez en varias semanas, pero al despertarse a las ocho no pudo volver a conciliar el sueño. La habitación aún estaba a oscuras, así que se levantó y encendió un par de quinqués. Una hora después, una luz más intensa se filtró a través de las ventanas cubiertas de nieve.

Era el sol que se elevaba sobre el mar. Joakim quería verlo, así que subió al piso de arriba, abrió la ventana de la escalera y desatascó una contraventana.

La costa se había transformado en un paisaje invernal, con un cielo azul intenso sobre centelleantes dunas de nieve. Las paredes rojas del establo parecían casi negras contra la nieve reluciente.

Un silencio ártico lo envolvía todo. Quizá por primera vez desde que Joakim se había mudado allí, no soplaba viento.

La nevasca había terminado. Antes de seguir su camino, había dejado un muro de hielo de un metro de altura en la playa.

Miró la orilla. Había leído sobre viejos faros que se habían desmoronado en el mar durante fuertes tormentas, pero los dos de ludden habían resistido la tormenta. Las torres se alzaban sobre terraplenes de hielo.

A las nueve, Joakim encendió las chimeneas apagadas y esperó a que se calentara la casa. Luego despertó a los niños.

– Feliz Navidad -dijo.

Habían dormido los dos en la cama de Gabriel, con la ropa puesta. Así los había encontrado al regresar del establo por la noche, y se limitó a taparlos con una manta y dejarlos dormir.

Ahora, Joakim estaba preparado para contestar las preguntas sobre qué había sucedido, sobre el sonido de disparos y todo lo demás, pero Livia solo se desperezó.

– ¿Habéis dormido bien?

Ella asintió.

– Mamá estuvo aquí anoche.

– ¿Aquí?

– Vino a vernos mientras tú estabas fuera.

Joakim miró a su hija y luego a su hijo. Gabriel asintió despacio, como si lo que su hermana contaba fuera cierto.

«No mientas, Livia -quiso decirle él-. Mamá no ha podido estar aquí.»

Pero en cambio preguntó:

– ¿Y qué os dijo mamá?

– Dijo que volverías pronto -respondió la niña, y lo miró-. Pero no lo hiciste.

Él se sentó en el borde de la cama.

– Ahora estoy aquí -contestó-. No volveré a irme.

Livia le lanzó una mirada recelosa y salió de la cama sin decir una sola palabra.


Joakim despertó a Freddy, que sin su hermano era un joven callado y tranquilo. No había sitio para él en el coche oruga, así que tuvo que quedarse y dormir esposado a un radiador en el recibidor.

– Tu hermano aún no ha aparecido -le informó Joakim.

El otro asintió cansado.

– ¿Qué andabais buscando en realidad?

– De todo…, cuadros caros.

– ¿De Torun Rambe? -le preguntó-. Solo tenemos uno. ¿Buscabais otros en el establo?

– Vimos que no había más en la casa -contestó Freddy-, y el tablero nos dijo que estaban en otra parte. Así que fuimos allí y le prendimos fuego a la escalera.

Joakim lo observó.

– ¿Por qué?

– No lo sé.

– ¿Volverías a hacerlo?

Freddy negó con la cabeza.

Joakim tenía las llaves de las esposas de Tilda y decidió mostrar un poco de buena fe y confianza navideñas, y lo liberó del radiador.

Cuando a las once volvió la luz el ladrón se sentó ante el televisor y vio el programa de Navidad, mientras esperaba a que la policía fuera a recogerlo. Contempló con mirada triste los dibujos animados de papá Noel, una retransmisión en directo de bailes alrededor de un abeto y un programa de cocina desde una cabaña cubierta de nieve.

Livia y Gabriel se sentaron a su lado, cada uno en una silla, pero ninguno dijo nada. Sin embargo, era como si realmente reinase un sentimiento navideño, y todos parecían relajados.

Joakim se sentó en la cocina, con el cuaderno manuscrito que había encontrado junto a la chaqueta de Ethel. Durante una hora, leyó el dramático relato de Mirja Rambe sobre la vida en ludden. Y sobre lo que le había ocurrido a ella.

Al final había unas hojas en blanco, y a continuación un par de ellas escritas por otra persona.

Joakim las miró con atención y de pronto reconoció la letra de Katrine. Estaban escritas de cualquier manera, como si lo hubiera hecho a toda prisa.

Las leyó varias veces, sin comprender del todo su significado.


A las doce Joakim preparó unas gachas navideñas para todos.

El teléfono funcionaba y la primera llamada que recibió llegó tras el almuerzo. Al responder, oyó la voz queda de Gerlof Davidsson:

– Ahora ya sabes lo que es una nevasca de verdad.

– Sí -replicó él-, ya lo sé.

Miró por la ventana y reflexionó sobre lo sucedido durante la noche.

– Se esperaba -dijo Gerlof-. Por lo menos yo la esperaba. Pero creía que llegaría un poco más tarde… ¿Cómo os ha ido?

– Bastante bien. Todo sigue en pie, pero el tejado ha sufrido daños.

– ¿Y la carretera?

– Ha desaparecido -contestó Joakim-. Solo se ve nieve.

– Antiguamente, se tardaba por lo menos una semana en acceder a algunas casas de la zona -explicó Gerlof-. Ahora ya no tardan tanto.

– Nos apañamos -dijo él-. Hice lo que me dijiste y compré conservas.

– Bien. ¿Estás solo con los niños?

– No, tenemos un invitado. Hemos tenido unas cuantas visitas por aquí, pero ya se han ido… Ha sido una Navidad ajetreada.

– Lo sé -respondió Gerlof-. Tilda me ha llamado esta mañana desde el hospital. Me ha dicho que detuvo a unos ladrones en tu casa.

– Vinieron a robar cuadros -dijo Joakim-. Los cuadros de Torun Rambe… Creían que habría varios.

– Vaya.

– Pero aquí solo tenemos uno. Casi todos los demás fueron destruidos, pero no lo hicieron ni Torun ni su hija Mirja. Fue un pescador quien los tiró al mar.

– ¿Cuándo ocurrió eso?

– El invierno de mil novecientos sesenta y dos.

– El sesenta y dos -repitió Gerlof-. Ese fue el año en que mi hermano Ragnar se congeló en la costa.

– ¿Ragnar Davidsson… era tu hermano? -preguntó Joakim.

– Mi hermano mayor.

– No murió congelado -replicó Joakim-. Creo que fue envenenado.

Luego le contó lo que había leído en el libro de Mirja Rambe sobre su última noche en la casa, y sobre el pescador de anguilas que se marchó durante la tormenta. Gerlof escuchó sin hacer preguntas.

– Suena como si hubiera bebido metanol -comentó lacónico-. Al parecer, tiene el mismo sabor que el aguardiente, pero uno se pone malo, claro. Gravísimo.

– A Mirja le pareció un castigo justo -dijo Joakim.

– Pero ¿se deshizo de las pinturas? -preguntó el anciano-. Me extraña. Si mi hermano conseguía algo, se lo quedaba… Era demasiado avaro para desprenderse de nada.

Joakim guardó silencio. Pensaba.

– Ah, una cosa más antes de que se me olvide -continuó Gerlof-. Te he grabado una cosa.

– ¿Grabado?

– He estado pensando -dijo Gerlof-. Es una cinta con unas reflexiones sobre lo que ocurrió en ludden… La recibirás cuando se restablezca el reparto de correo.


Media hora después de que Gerlof hubiera colgado, la policía de Kalmar llamó para informar de que vendrían a recoger al presunto delincuente; luego preguntaron si Joakim sabía de un lugar plano y despejado en los alrededores donde pudiera aterrizar un helicóptero.

– Aquí tenemos mucho terreno plano -contestó él.

Luego salió con la pala y acondicionó un cuadrado en el campo de detrás de la casa, y luego cavó en el hielo para señalar el lugar con una cruz negra de tierra. Al oír el estruendo de un motor por el sudoeste, entró y se dirigió a Freddy, que estaba mirando la televisión.

– ¿Esos son vuestros coches? -le preguntó Joakim mientras esperaban fuera en el campo, y señaló hacia un par de ondulados montones de nieve que se alzaban en el camino a ludden.

Unas esquinas romas de metal sobresalían de los taludes.

Freddy asintió.

– Y también hay una barca -respondió.

– ¿Robada? -inquirió Joakim.

– Sí.

Luego, el helicóptero planeó sobre el labrantío y no pudieron hablar más. El aparato permaneció quieto un momento y, al aterrizar sobre la cruz, levantó una nube blanca de nieve.

Dos policías con cascos y monos oscuros descendieron y se acercaron a ellos. Freddy los siguió sin rechistar.

– ¿Se apañarán ustedes? -preguntó uno de los policías.

Joakim se limitó a asentir. Freddy le hizo un breve gesto de adiós con la mano.

Cuando el helicóptero desapareció hacia el continente, Joakim caminó con dificultad sobre la nieve hacia el camino y los dos coches sepultados.

Despejó el lateral del más grande, una furgoneta, y luego echó un vistazo al interior.

Había alguien allí sentado, inmóvil.

Joakim cogió el picaporte y abrió la puerta.

Era un hombre, acurrucado en el asiento del conductor como si hubiera intentado desesperadamente conservar el calor corporal.

No necesitó buscarle el pulso para saber que estaba muerto.

La llave de arranque estaba puesta, y el motor debió de permanecer en punto muerto hasta que se paró en algún momento de la noche y el frío empezó a introducirse en el coche.

Joakim cerró con cuidado. Luego regresó a la casa para llamar a la policía e informarles de que el último ladrón también había aparecido.

43

Durante los siguientes días no hubo viento y el sol continuó brillando en ludden. La nieve no se fundió, pero de vez en cuando se desprendía un trozo del tejado y caía sin hacer ruido sobre los taludes del suelo. Los pajarillos regresaron a la ventana de la cocina y la mañana del día de San Esteban finalizó el aislamiento del mundo con la llegada de un camión de Marnäs con una gran pala quitanieves. Circulaba por la carretera de la costa, pero parecía surcar un mar blanco.

La idea de Joakim cuando sacó su pequeña quitanieves doméstica era que podría alcanzar la despejada carretera nacional en una hora. Tardó más de dos, pero después de eso, el acceso a la casa estuvo abierto de nuevo.

Le cambió las pilas a la linterna, bajó la escalera del porche y continuó hacia el establo.

La escalera del altillo era puro carbón, pero no se veía humo por ninguna parte.

Miró hacia el otro extremo del establo. Primero dudó, pero luego se encaminó hacia allí y gateó una vez más por debajo de la falsa pared.

Una vez dentro de la cavidad secreta, encendió la linterna y escuchó por si llegaban ruidos del piso superior, pero no se oía nada. Entonces subió.

Cuando llegó a la capilla, unos tenues rayos de sol se filtraban a través de las rendijas de los tablones.

Todo estaba en absoluto silencio. Las cartas y también los recuerdos seguían sobre los viejos bancos, pero no había nadie sentado.

Echó a andar a través de los bancos, y al llegar al primero, vio que el regalo de Navidad de Katrine y la chaqueta de Ethel seguían allí.

Pero el regalo había sido abierto. El celo se veía despegado y el papel arrugado.

Dejó el paquete sobre el banco sin atreverse a comprobar si la túnica verde había desaparecido.

En cambio, cogió la chaqueta vaquera de Ethel y, de repente, notó cómo un objeto plano resbalaba dentro del tejido.


Cuando dos días después de Navidad, el comisario Göte Holmblad apareció por la casa en su coche, Joakim tenía la chaqueta vaquera guardada en una bolsa de plástico.

Por entonces, habían estado en ludden una ambulancia y una grúa y se habían llevado el cuerpo del último ladrón de casas. Los policías de la brigada criminal también habían pasado por allí buscando balas en la nieve. En las noticias locales de la radio habían dicho, sin dar su nombre, que Tommy era uno de los dos muertos de la casa durante la tormenta de nieve. El mal tiempo que habían tenido en el norte de Öland ya tenía nombre, «nevasca de Navidad», y se consideraba una de las peores tormentas de nieve desde la Segunda Guerra Mundial.

Holmblad se apeó del coche y deseó a Joakim felices fiestas.

– Gracias, igualmente -respondió él-. Gracias por venir.

– En realidad, tengo vacaciones hasta Año Nuevo -replicó Holmblad-. Pero quería ver cómo les había ido por aquí.

– Ahora ha vuelto la calma -dijo Joakim.

– Ya lo veo. La tormenta pasó por aquí.

Él asintió y preguntó:

– ¿Cómo está Tilda Davidsson?

– Relativamente bien -contestó el comisario-. Hablé con ella ayer. Ha salido del hospital, y ahora está en casa de su madre.

– Pero ¿vino aquí sola? ¿Es que no había un compañero que…?

– No -lo interrumpió Holmblad-. Quien la acompañaba era su tutor de la Escuela de Policía…, padre de dos hijos, una tragedia. En realidad, él no debería haber estado aquí. -El jefe de policía recapacitó y añadió-: Davidsson también podría haber salido malparada, claro, pero tuvo suerte.

– Desde luego -convino Joakim, y abrió la puerta de la casa-. Hay algo que quisiera mostrarle: ¿desea pasar un momento?

– De acuerdo.

Condujo a Holmblad a la cocina, donde había despejado la mesa.

– Por aquí -dijo.

Sobre ella estaba la bolsa con la chaqueta vaquera de Ethel, y lo que había encontrado en su interior: la nota escrita a mano y un pequeño estuche de oro oculto dentro del forro.

– ¿Qué es esto? -preguntó el comisario.

– No estoy seguro -respondió Joakim-. Pero espero que sea una prueba.


Cuando Holmblad se marchó Joakim cogió una mochila y fue caminando por la nieve hasta el faro norte.

Mientras se dirigía hacia allí, echó una mirada al bosque, que se extendía hacia el norte a lo lejos. La mayoría de los árboles parecían haber sobrevivido a la tormenta, menos algunos viejos abetos que yacían en el suelo junto a la playa.

La blanca torre del faro relucía contra el cielo azul marino. Ya antes de llegar al rompeolas vio que le resultaría difícil entrar en ellos. Las olas habían llegado a los islotes durante la nevasca y ambos faros estaban recubiertos de un hielo blanquísimo. Parecía escayola seca, y se extendía hacia la parte baja de la torre como un abrazo ártico.

Joakim dejó la mochila delante de la puerta y abrió la cremallera. De su interior sacó las llaves del faro además de un gran martillo, un aerosol de aceite lubricante para cerraduras y tres termos repletos de agua hirviendo.

Tardó casi media hora en quitar todo el hielo de la puerta y abrir la cerradura. Esa vez, también se abrió solo un poco; sin embargo, Joakim consiguió entrar.

Llevaba la linterna y una vez dentro la encendió.

Los chirridos de sus suelas sobre el suelo de cemento resonaban en lo alto de la torre, pero no se oyeron pasos en la escalera. Si aún había un viejo farero allí arriba, Joakim no deseaba molestarlo, así que se quedó en la planta baja.

«Una pequeña posibilidad -había dicho Gerlof Davidsson-. Mi hermano Ragnar tenía las llaves de los faros, así que hay una pequeña probabilidad de que se encuentren allí.»

Una pequeña puerta de madera cerraba el espacio que quedaba debajo de la escalera, convirtiéndolo en un almacén.

Un calendario de 1961 colgaba de la pared de piedra. En el suelo había bidones de gasolina, botellas de aguardiente y viejos faroles. Esos objetos le recordaron los viejos cachivaches que se habían ido acumulando en el altillo del establo. Pero aquellos estaban algo más ordenados, y junto a la abovedada pared exterior había apiladas varias cajas de madera.

La tapa no estaba claveteada, y Joakim abrió la más cercana e iluminó el contenido con la linterna.

Vio tubos de chapa: trozos de un metro de largo destinados a canalones de desagüe. Tendrían que haberse empalmado unos con otros y colocado bajo el tejado de la casa de ludden hacía años, si Ragnar Davidsson no los hubiera robado y escondido en el faro.

Joakim metió la mano y sacó con cuidado uno de los tubos.

44

– ¿Adónde vamos? -preguntó Livia cuando abandonaron ludden con el coche cargado la víspera de Nochevieja.

Joakim notó que aún estaba algo enfadada.

– Iremos a ver a la abuela de Kalmar y luego visitaremos a la abuela de Estocolmo -contestó-. Pero primero pasaremos a saludar a mamá.

Livia no dijo nada más. Solo posó la mano en la jaula de Rasputín y miró el blanco paisaje.

Quince minutos más tarde, pararon junto a la iglesia. Joakim aparcó, cogió una bolsa de plástico del coche y abrió la verja de madera.

– Vamos -les dijo a los niños.

Joakim no había ido mucho por allí durante el otoño: pero ahora se sentía mejor. Algo mejor.

Había tanta nieve en el cementerio como a lo largo de la costa aunque habían despejado los senderos más anchos.

– ¿Está muy lejos? -preguntó Livia al pasar junto a la iglesia.

– No -contestó él-. Ya casi hemos llegado.

Al fin se encontraron frente a la tumba de Katrine.

La lápida estaba cubierta de nieve, como todas las demás del cementerio. Lo único que se veía era el borde, hasta que Joakim se agachó y apartó deprisa la nieve con las manos, de modo que la inscripción quedó a la vista.

Rezaba «KATRINE MNSTRLE WESTIN», junto a dos fechas.

Dio un paso atrás y se colocó junto a Livia y Gabriel.

– Aquí yace mamá -dijo luego.

Sus palabras no hicieron que el tiempo se detuviera, pero los niños permanecieron inmóviles a su lado.

– ¿Os gusta…? ¿Es bonita? -preguntó en voz baja.

Livia no respondió. Gabriel fue el primero en reaccionar.

– Creo que mamá tendrá frío -dijo.

Luego se acercó con cuidado a la tumba siguiendo los pasos de su padre y empezó a retirar toda la nieve en silencio. Primero de la lápida, luego del suelo. Aparecieron unas rosas secas. Joakim las había dejado allí en su última visita, antes de que llegara la nieve.

El niño pareció satisfecho con el resultado. Se restregó la nariz con el guante y miró a su padre.

– Muy bien -dijo Joakim.

Luego sacó de la bolsa un farol para tumbas. La tierra estaba congelada, no obstante consiguió clavarlo. En el farol colocó una gruesa vela. Ardería durante cinco días, hasta bien entrado el nuevo año.

– ¿Volvemos al coche? -preguntó al cabo de un rato, y observó a sus hijos.

Gabriel asintió, pero se agachó y comenzó a tirar de algo que había debajo de la nieve, junto a la lápida de Katrine.

Era un trozo de tejido verde claro, congelado e incrustado en el suelo. ¿Un jersey? Al menos lo que el niño había cogido parecía una manga.

Joakim sintió un repentino escalofrío y dio un paso adelante.

– Suelta eso, Gabriel -dijo.

Este miró a su padre y obedeció. Joakim se agachó enseguida y cubrió la tela con una capa de nieve.

– ¿Nos vamos? -preguntó.

– Yo me quiero quedar un rato -dijo Livia con la vista clavada en la lápida.

Joakim cogió a Gabriel de la mano y regresó al sendero limpio de nieve, donde se quedaron esperando a Livia, que seguía de pie, observando la tumba. Tras unos minutos, se acercó a ellos y los tres regresaron al coche en silencio.

Gabriel se durmió al cabo de unos minutos en la sillita.

Livia no habló con Joakim hasta que estuvieron en la carretera nacional, pero no dijo nada de Katrine. Preguntó cuántos días quedaban de vacaciones y contó lo que haría cuando comenzara la escuela. Simple cháchara, pero él la escuchó de buen grado.


Llegaron a Kalmar a las doce y llamaron a la puerta de Mirja Rambe. No había limpiado el apartamento para las fiestas, al contrario: las pilas de libros sobre el suelo de parqué cubierto de polvo eran aún más altas. Había un abeto de Navidad en el salón, aunque no estaba decorado y ya comenzaba a perder agujas.

– Había pensado pasar a veros el día de Navidad -dijo Mirja al recibirlos en la entrada-. Pero no tengo helicóptero.

Ulf, su joven novio se encontraba ese día en casa y pareció alegrarse de la visita, sobre todo de ver a los niños. Se llevó a Livia y Gabriel a la cocina para enseñarles una masa de caramelo que estaba preparando al fuego.

Joakim sacó El libro de la nevasca de la bolsa y se lo devolvió a la autora.

– Gracias -dijo.

– ¿Te ha gustado?

– Sí -contestó él-. Y ahora comprendo mucho mejor algunas cosas.

Mirja Ramble hojeó en silencio las hojas escritas a mano.

– Está basado en hechos reales -explicó-. Empecé a escribirlo cuando Katrine me contó que pensabais comprar ludden.

– Ella escribió un par de páginas al final -dijo Joakim.

– ¿Sobre qué?

– Bueno…, es una especie de comentario.

Mirja dejó el libro sobre la mesa que había entre ellos.

– Lo leeré cuando os hayáis marchado -contestó.

– Hay una cosa del libro a la que le he dado muchas vueltas -dijo Joakim-. ¿Cómo podías saber tanto sobre la gente que vivió en ludden?

Mirja le lanzó una mirada adusta.

– Hablaban conmigo mientras viví allí -replicó-. ¿No has hablado nunca con los muertos?

Él no pudo responder a eso.

– Así que todo es cierto -comentó lacónico.

– Nunca se sabe -respondió Mirja-. Y menos cuando se trata de fantasmas.

– Pero lo que te pasó allí… ¿sucedió de verdad?

Mirja bajó la vista.

– Más o menos -dijo-. Es verdad que me encontré con Markus por última vez en la cafetería de Brogholm. Hablamos… y luego lo acompañé a casa. Sus padres no estaban. Subimos al piso, y allí me tiró al suelo. Nada de una seducción romántica, aunque le dejé hacer; creía que esa era la prueba de que éramos…, de que éramos una pareja. Pero después, cuando se puso en pie y yo me compuse la falda arrugada, ni me miró. Solo dijo que había conocido a otra chica en el continente y que iba a comprometerse con ella. Markus denominó «despedida» a lo que acabábamos de hacer en su habitación.

Se quedaron en silencio.

– Entonces, ¿Markus, tu novio, era el padre de Katrine?

Mirja asintió.

– Era un joven que empezaba a descubrir el mundo…, y que se encontró conmigo en un momento determinado. Después prosiguió su camino.

– Pero no murió en un naufragio, ¿verdad?

– No -contestó ella-. Pero debería haber muerto.

Se hizo de nuevo el silencio. Joakim oyó la risa de Livia en la cocina. Era como una versión más clara de la risa de su madre.

– Deberías haberle dicho a Katrine quién era su padre -le dijo a su suegra-. Tenía derecho a saberlo.

Mirja se limitó a resoplar.

– Lo llevamos bien…, yo tampoco supe quién fue mi padre.

Joakim renunció a insistir. Asintió y se levantó.

– Te hemos traído unos regalos de Navidad -dijo-. Necesito ayuda para subirlos.

– Ulf puede ayudarte -contestó ella, y preguntó-: ¿Regalos de Navidad para mí?

Joakim miró hacia el estudio y vio todos aquellos cuadros de brillantes veranos.

– Muchísimos -respondió.


Cinco horas después de dejar el apartamento de Mirja, Joakim y los niños llegaron a Estocolmo. Allí hacía casi tanto frío como en Öland. Todo era paz y tranquilidad en el barrio de casas adosadas donde vivía Ingrid Westin. Esta era todo lo contrario de Mirja Rambe, y su hogar estaba limpio como una patena para recibir el Año Nuevo.

– He conseguido trabajo -contó Joakim mientras cenaban.

– ¿En Öland? -preguntó su madre.

Él asintió.

– Me llamaron ayer… En febrero empezaré una suplencia como profesor de artesanía en Borgholm. Tendré que reformar la casa durante las tardes y los fines de semana. Acondicionarlo todo para que sea habitable.

– ¿Cogerás inquilinos durante el verano? -inquirió Ingrid.

– Quizá -respondió él-. ludden necesita más gente.

Tras la charla, intercambiaron regalos de Navidad en el pequeño salón. Joakim le entregó un paquete grande y alargado.

– Feliz Navidad, mamá -dijo-. La otra abuela de los niños ha querido que tú te quedaras con esto.

El paquete tenía casi un metro de largo y estaba envuelto en papel marrón. Ingrid lo abrió y dirigió a su hijo una mirada interrogante. Era uno de los canalones de desgüe que Ragnar Davidsson había escondido en el faro.

– Mira dentro -dijo Joakim.

Su madre miró por uno de los extremos y luego metió la mano y sacó un lienzo enrollado. Lo desenrolló con cuidado y lo sostuvo ante sí. Era grande y oscuro y representaba un neblinoso paisaje de invierno.

– ¿Qué es esto? -preguntó Ingrid.

– Es una pintura de la nevasca -explicó él-. De Torun Rambe.

– Pero… ¿es para mí?

Joakim asintió.

– Hay muchas más…, casi cincuenta -contestó-. Un pescador robó estos cuadros y los ocultó en uno de los faros de ludden. Y allí han estado durante más de treinta años.

Ingrid observó en silencio la gran pintura.

– ¿En cuánto puede estar valorada?

– Eso no tiene importancia -respondió él.


Por la tarde, Livia y Gabriel salieron con la abuela para hacer muñecos de nieve.

Joakim fue al piso de arriba, pasó de largo la puerta cerrada de la habitación que durante muchos años había sido de Ethel, y entró en la suya de adolescente.

Todos los pósters y la mayoría de los muebles habían desaparecido, pero había una cama y una mesilla de noche con reproductor de casetes. La carcasa negra de plástico estaba rajada después de haberse caído al suelo durante alguna fiesta, pero aún funcionaba. La tapa se podía abrir.

Joakim metió dentro la cinta de Gerlof. La había recibido por correo hacía un par de días.

Se sentó cómodamente en su antigua cama de niño y pulsó play para escuchar lo que Gerlof tenía que contar.

45

El día de Nochevieja, a las tres de la tarde, Joakim tomó el metro a Bromma para desearle feliz año a su hermana muerta, e intentar hablar con su asesino.

Se detuvo a comprar un pequeño ramo de flores en una floristería junto a la estación. Luego salió a la calle y siguió el camino entre las casas de madera a la orilla del agua. Nada había cambiado, pensó Joakim. El sol acababa de ponerse y brillaba en muchas de las ventanas de las casas.

Tras un centenar de metros, llegó a la calle donde se encontraba Åppelvillan y se acercó a la verja cerrada. Observó su antigua casa. Parecía vacía, aunque había luz en el recibidor, quizá para mantener alejados a los ladrones.

Joakim se agachó y apoyó el ramo contra la cajetín de la conexión eléctrica que había junto a la valla. Se quedó allí unos segundos y pensó en Ethel y Katrine y luego se dio la vuelta.

En la casa de los vecinos, un poco más arriba de la calle, casi todas las habitaciones estaban iluminadas. Era la gran mansión de los Hesslin: el orgullo del barrio.

Joakim recordó que Michael Hesslin le había dicho por teléfono que la familia pasaría la Nochevieja en casa. Se encaminó hacia la verja, recorrió el sendero de piedra del jardín y llamó a la puerta.

Abrió Lisa Hesslin. Se alegró mucho de verle.

– Pasa, Joakim -dijo-. ¡Felices fiestas!

– Gracias, lo mismo digo.

Traspasó el umbral y entró en el amplio recibidor.

– ¿Quieres un café? ¿O quizá un copa de champán?

– No, gracias -respondió-. ¿Está Michael en casa?

– Ahora mismo, no…, pero solo ha ido a la gasolinera a comprar más fuegos artificiales. -Lisa sonrió-. Los niños los han lanzado todos durante estos días. Si quieres esperar, llegará en cualquier momento.

– Sí, claro.

Joakim pasó del recibidor al salón con vistas sobre los árboles desnudos y la ensenada helada, al pie de la casa.

– ¿Quieres leer una cosa? -le preguntó a Lisa.

– ¿Qué?

– Es una nota.

Joakim se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una copia de la nota de papel, la que había encontrado en la chaqueta vaquera de Ethel en la capilla del establo.

Le alargó el papel a Lisa, que lo cogió y leyó:

– «Procura que la puta droga…»

De repente, guardó silencio y lo miró.

– Continúa -dijo Joakim-. ¿No fuiste tú quien la escribió y se la dio a Katrine?

Ella negó con la cabeza.

– Entonces tuvo que ser Michael.

– Yo no estaría tan segura.

Le devolvió el papel. Joakim lo cogió y se levantó.

– ¿Puedo conectar el estéreo? -preguntó-. Tengo algo que te gustará escuchar.

– De acuerdo… ¿Es música?

Joakim se acercó al aparato y metió en él la cinta.

– No -contestó-. En realidad, es solo un monólogo.

Cuando el casete comenzó a rodar, retrocedió un par de pasos y se sentó en el sofá, frente a Lisa. Los altavoces crepitaron y se oyó la voz grabada y algo temblorosa de Gerlof Davidsson:

– Bueno, vamos a ver… Tilda me ha dejado esta grabadora, ahora creo que está en marcha. He estado pensando mucho sobre la muerte de tu mujer, Joakim. Si no quieres recordarlo, es el momento de dejar de escuchar…, pero, como ya dije, yo no he podido dejar de darle vueltas.

Lisa miró a Joakim, insegura. Pero la voz de Gerlof prosiguió:

– Creo que alguien mató a Katrine: una persona que no dejó huellas en la playa de arena y por lo tanto tuvo que llegar por mar. No puedo decirte el nombre del asesino, aunque creo que se trata de un hombre corpulento de mediana edad. Vive o tiene una casa en el sur de Gotland y allí guarda una potente motora fueraborda. El barco tenía que ser grande y rápido para poder hacer el trayecto entre las islas en el mismo día, pero al mismo tiempo ligero como para atracar en el rompeolas de ludden, donde el agua apenas tiene un metro de profundidad. Debe de tener…

– Joakim, ¿quién es el que habla? -inquirió Lisa.

– Solo escucha -replicó él.

– … y enfilar hacia los dos faros cuando la motora se acerca a Öland no es difícil -continuó Gerlof-. Pero ¿cómo sabía el asesino que tu mujer estaría ese día sola en casa? Creo que Katrine lo conocía. Cuando oyó el ruido del motor ella bajó a la playa. El asesino estaba en la proa y sostenía el arma asesina entre las manos. Pero tu mujer no sospechó, pues lo que sostenía era algo que casi todo el mundo utiliza cuando atraca una barca.

Gerlof tosió quedamente y prosiguió:

– El arma asesina era un bichero de madera…, largo y pesado con un sólido gancho de hierro en la punta. Los he visto utilizar en peleas entre marineros. El garfio se engancha en la ropa del contrario, luego solo hay que tirar y la víctima pierde el equilibrio y cae al agua. Si se quiere ahogar a alguien, basta con mantenerlo con el bichero bajo el agua. No deja huellas dactilares, ni causa grandes daños. Lo único que queda son unos pequeños desgarrones en la ropa. La ropa de tu mujer tenía agujeros de esos.

Gerlof guardó silencio de nuevo, antes de finalizar la grabación:

– Bueno, creo que eso fue lo que pasó, Joakim. Esto no hará más llevadera tu pena, lo sé…, pero a todos nos viene bien conocer las respuestas a las preguntas. Pasa por aquí a tomar un café cuando quieras. Ahora voy a apagar esto…

La voz chirriante de la cinta calló y lo único que se oyó fue el bajo zumbido de los altavoces.

Joakim se acercó y sacó la cinta.

– Eso es todo.

Lisa se había puesto en pie.

– ¿Quién era ese? -preguntó de nuevo-. ¿Quién era el que hablaba?

– Un amigo. Un viejo amigo -respondió Joakim, y se guardó el casete en el bolsillo-. Tú no lo conoces…, pero ¿es cierto?

Lisa abrió la boca, pero parecía no encontrar las palabras.

– No -dijo al fin-. ¿No creerás eso?

– ¿Estuvo Michael en vuestra casa de Gotland cuando Katrine murió?

– ¿Cómo puedo saberlo? Fue en otoño…, no me acuerdo.

– ¿Cuándo estuvo allí? -insistió Joakim-. Tuvo que haber ido por allí en alguna ocasión para sacar el barco del agua. ¿No es cierto?

Lisa lo miraba sin responder.

– Yo estaba aquí, en Estocolmo, la noche en que Katrine se ahogó -dijo Joakim-, y recuerdo que llamé a vuestra puerta. Pero no había nadie en casa.

No obtuvo respuesta.

– ¿Tiene Michael alguna agenda en la que podamos mirar? -preguntó entonces-. ¿O un diario?

Lisa le dio la espalda.

– Ya es suficiente, Joakim… Tengo que empezar a preparar la comida.

Se encaminó a la puerta de la calle, la abrió y lo miró.

Él se puso de pie en silencio, pero antes de abandonar la casa, se detuvo frente a unas fotografías que colgaban de la pared y estudió de cerca una de ellas: una fotografía de Michael Hesslin a bordo de su fueraborda blanco. Estaba de pie tras la reluciente barandilla de proa y saludaba a la cámara. No se veía ningún bichero.

– Bonito barco -dijo en voz baja.

Salió, y ella cerró enseguida la puerta. Joakim oyó cómo corría el cerrojo.

Resopló y salió a la calle, pero se detuvo al oír un débil sonido. Era el zumbido de un coche.

Al girar en la calle, Joakim vio que se trataba del coche de Michael.

Este condujo hasta la entrada del garaje, apagó el motor y se apeó con cuatro largos cohetes bajo el brazo. Sus dos hijos saltaron de los asientos traseros y echaron a correr hacia la casa, cada uno con una bolsa de petardos.

– Joakim, ¿has venido? -inquirió Michael y se encaminó hacia él-. ¡Feliz Año Nuevo!

Alargó la mano, pero Joakim no la estrechó. Solo preguntó:

– ¿Qué soñaste aquella noche en ludden, Michael? Cuando te despertaste gritando… ¿Viste un fantasma?

– ¿Disculpa?

– Tú mataste a mi mujer -le espetó.

El otro siguió sonriendo, como si realmente no lo hubiera oído.

– Y el año pasado acompañaste a Ethel hasta el agua -continuó Joakim-. Le diste una dosis de heroína…, luego la empujaste al agua.

Michael dejó de sonreír y bajó la mano tendida.

– Ella perturbaba la imagen idílica -continuó Joakim-. Los drogadictos pueden dar mala fama a un barrio…, pero ser sospechoso de asesinato seguramente es mucho peor.

Michael apenas negó con la cabeza, como si su antiguo vecino estuviera desquiciado.

– ¿Así que intentarás que me acusen de asesinato?

– Haré lo posible -respondió.

Michael miró su casa y volvió a sonreír de nuevo.

– Olvídalo.

Pasó a su lado como si no existiera.

– Hay pruebas -dijo Joakim.

Michael siguió andando hacia la verja.

– ¿Dónde guardas tus tarjetas de visita? -preguntó.

Michael se detuvo. No se dio la vuelta, pero se quedó quieto, escuchando. Joakim se acercó y alzó la voz:

– Los robos son uno de los problemas que generan los drogadictos. Andan siempre buscando algo que robar. Así que, cuando te llevaste a mi hermana al agua el año pasado, ella aprovechó para robarte… una cosa de valor que tenías en el bolsillo.

Joakim sacó una fotografía polaroid. Era de un objeto pequeño dentro de una bolsa transparente de plástico. Un estuche plano, dorado, con el texto «SERVICIOS FINANCIEROS HESSLIN» grabado en la parte superior.

– Tu estuche estaba oculto dentro de la chaqueta de Ethel -continuó-. ¿Es de oro? Seguro que eso fue lo que mi hermana pensó.

Michael no respondió. Apenas lanzó una última mirada a Joakim y la fotografía antes de traspasar la verja.

– La tiene la policía -le informó Joakim-. Pronto se pondrán en contacto contigo.

Se sintió un poco como Ethel cuando chillaba en la calle y nadie le hacía caso, pero ya no tenía importancia.

Miró a Michael recorrer el sendero de piedra.

Sus pasos apresurados lo delataban. Joakim pudo imaginar cómo sería para él el Año Nuevo, un constante mirar por la ventana. El temor a que de repente un coche de policía se detuviera en la calle. Y dos agentes se apearían, traspasarían la verja y llamarían a la gran puerta de la casa.

Los vecinos curiosos de las otras viviendas apartarían las cortinas. ¿Qué sucedía?

– ¡Feliz Año Nuevo! -gritó Joakim mientras Michael abría la puerta de la casa y desaparecía en su interior.

Luego se cerró de un portazo.

Joakim se quedó solo en la calle. Resopló y bajó la vista.

Después emprendió el camino de regreso al metro, pero se detuvo por última vez ante la verja de Åppelvillan.

El viento había volcado el ramo de rosas que había dejado en la verja, junto al cajetín eléctrico: lo enderezó de nuevo.

Se quedó un minuto pensado en su hermana.

Podría haber hecho más por ella, le había dicho a Gerlof.

Joakim suspiró y le echó un vistazo a la calle por última vez.

– ¿Vienes? -preguntó.

Esperó unos segundos y luego comenzó a caminar para reunirse con su pequeña familia, para celebrar el Año Nuevo.

Al este, a lo lejos, se veían los primeros fuegos artificiales sobre Estocolmo. Los cohetes trazaban delgadas líneas blancas en el cielo antes de explotar y apagarse como faros embrujados.

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